Daniel Machado - Asociación Argentina de Derecho del Trabajo y

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LOS ESTÍMULOS PARA LA REDUCCIÓN DEL EMPLEO INFORMAL.
Por José Daniel MACHADO
1. Introducción: el trabajo “en negro” como una resistencia pertinaz
al cambio de paradigma socio-económico.
En los años 90 la discusión en torno a la tasa de desempleo,
principalmente, pero también sobre las circunstancias determinantes (o
las más relevantes dentro de un fenómeno multicausal) de la
informalidad laboral, giraron esquemáticamente sobre dos versiones:
1. el
discurso
neoliberal
por
entonces
dominante puso énfasis en la
cuestión del “costo laboral” y en el desincentivo que suponía para la
generación de empleo, o para su registración, lo que denunciaba como
un exceso de protección que, al modo de las tutelas corporativas
medievales, era satisfactorio para los insiders del sistema pero nocivo
para quienes aspiraban a ingresar al mismo. Obviamente, las técnicas de
empleo flexible (en su ingreso y egreso, a través de modalidades
promovidas sin justificación objetiva o abaratamiento de la indemnización
extintiva, entre las más notorias) eran una respuesta consistente con
dicho diagnóstico aunque, a la luz de la experiencia nacional y
comparada, haya devenido evidente que el diagnóstico mismo era
inadecuado. En lo estrictamente atinente a la registración, la denuncia
recaía especialmente sobre las llamadas “cargas sociales” cuyo elevado
coste, a veces calificado como un “impuesto al trabajo”, se entendía un
desincentivo para formalizar los vínculos. La respuesta intentada desde
la legislación consistió entonces en la creación de sistemas de “premios y
castigos” que incluían desde reducciones, condonaciones y moratorias,
entre los primeros, y sanciones económicas de especial rigor, entre los
segundos.
2. el
discurso
contestatario,
convengamos
en
denominarle
keynesiano, lejos de incriminar al nivel de protección que dispensa el
Derecho
del
trabajo,
ponía
el
tilde
en
aspectos
de
diseño
macroeconómico tales como la capacidad destructiva del empleo
consecuente a un librecambio irrestricto, la ausencia de un mercado
interno que hiciera posible la diversificación social del consumo y un
aumento de la “demanda agregada”, concluyendo en que la posibilidad
de generar empleo de calidad estaba vinculada, antes que nada, a la
ausencia de políticas económicas activas de protección y promoción del
trabajo nacional. La drástica reducción de la tasa de desempleo en la
primera década del siglo (dato duro incontestable, como quiera que se le
mida) refleja que, efectivamente y contra las suposiciones neoliberales,
era en el diseño macroeconómico donde debía buscarse la causa
principal del problema y de su solución. En cierto sentido, el discurso del
“círculo virtuoso” en que insiste nuestra Presidenta no es sino el reverso
especular
de
la
“teoría
del
derrame”,
aunque
obviamente
los
presupuestos y motivos en que se busca el motor del crecimiento social
sean muy diferentes.
Sin embargo, como lo indican las propias estadísticas y evaluaciones
oficiales, no se verifica un correlato entre el éxito alcanzado en el nivel de
ocupación (aspecto cuantitativo) y el propósito de que el empleo
mantenido o creado sea de calidad y debidamente registrado (aspecto
cualitativo). En efecto, si bien hay una tendencia a la reducción de la
informalidad, la misma progresa a un ritmo diferente, menor, aproximado
a su mitad, al de la creación de puestos de trabajo y, de hecho, se
mantiene elevada incluso si la estimación se realiza desagregando
algunos “nichos” que, como el servicio doméstico, inciden de manera
relevante sobre la composición del porcentaje general.
De allí que, como afirma el subtítulo, estemos en presencia de un “nodo”
que muestra una especial resistencia a los cambios de concepción que con éxito en otras áreas sociolaborales- imperan a partir de la gestión
gubernamental iniciada luego de la crisis de 2001 y acentuada, dese
luego, desde el año 2003.
Hay que decir también que, desde el punto de vista técnico, no se han
incorporado en la etapa actual instrumentos novedosos de lucha contra
el trabajo no registrado. Cierto es que hay un retorno a la práctica de una
mayor presencia y eficacia de la policía del trabajo (muchas veces
asociada con la policía tributaria), y también una mayor y mejor
implantación de las pautas culturales que insisten en destacar los
beneficios o perjuicios consiguientes a registrar al trabajador. Incluso es
posible reconocer un esfuerzo en materia de simplificación de los
trámites. Sin embargo, evaluadas en conjunto, no se trata de
herramientas que supongan un giro radical respecto de las imaginadas
en los 90 y el aspecto punitivo sigue presidiendo el cuadro. La batería de
sanciones económicas es esencialmente la misma y se basa en las leyes
dictadas entre 1991 y 2001. Pero a la vez han desparecido muchos de
los “estímulos” que resultaban de las mismas en orden al abaratamiento
de los costos. En este último sentido, la ley 25.250 prevé en su art.2 una
reducción importante (de un tercio a la mitad) de las cotribuciones
patronales (excepto las de obra social) para los casos de incremento
neto de trabajadores permanentes, medida que sin embargo parece
buscar un efecto de creación de empleo dirigido a las empresas
medianas y grandes que, además, ya tuvieran a su plantel registrado
(único caso en que podrían cumplir con el requisito de acreditar tal
incremento).
La pregunta pertinente debe entonces referir a si existen técnicas no
exploradas por la normativa argentina o, en caso negativo, a si hay una
utilización deficiente de las vigentes. Todo lo cual impone una revisión de
los discursos sociales sobre la cuestión, un repaso del menú de opciones
conocidas y, finalmente, intentar alguna conclusión en orden a la mejor
combinación de las mismas.
2. El discurso de la condescendencia.
Con base en la realidad sociológicamente constatada de que las
situaciones
de
infracción
registral
se
verifican
de
manera
abrumadoramente mayoritaria en las pequeñas empresas (entendiendo
por tales a las que ocupan a menos de 7 trabajadores) y se concentran
en actividades económicas de baja rentabilidad (caracterizadas por la
utilización intensiva de mano de obra y baja inversión en tecnología),
resulta en cierto sentido “natural” que, como ocurre toda vez que se
identifica a un débil, proliferen distintos discursos “de tolerancia” o
comprensión que, por eso mismo, agrupo bajo la denominación de
condescendientes para con el infractor. La propia Presidenta, en reciente
intervención pública, ha señalado que “nadie está en negro por que
quiere” y predicado que la tarea del Estado consiste en “acompañar” a
sus empresarios y trabajadores en el progresivo tránsito hacia la
regularidad.
Este tipo de discursos es, desde ya, más corriente en el interior del país casi diríase que su popularidad crece en relación inversa con la
proximidad a su región metorpolitana y central, excepción hecha de la
Patagonia- por la evidente circunstancia de que en estos contextos la
pequeña empresa domina nítidamente el perfil de la estructura
económica local. Agregaría que no me parece ajeno a este razonamiento
que en estos contextos culturales permanezcan ciertos rasgos de una
suerte de feudalismo tardío, conforme al cual la relación patrón-empleado
conserva algo del binomio paternalismo/fidelidad del que resulta que,
lejos de ser percibido como un adversario de clase, el primero sea
caracterizado como una suerte de “compañero” (en el sentido corporativo
de la acepción) o de primus inter pares.
La condescendencia se auto-justifica mediante un doble orden de
razones. Por una parte se argumenta que, siendo la pequeña empresa la
principal consumidora de trabajo (y a veces la única disponible en la
región), un exceso de celo sobre el control y penalización de las cargas
fiscales y parasalariales supone asumir el riesgo político de extinguir esa
fuente de empleo. Usualmente, este argumento viene asociado a la
consideración de que tanto las fuentes estatales como profesionales son
dictadas o convenidas teniendo en miras la rentabilidad de las grandes
empresas de la región central, que son las que cuentan con el poder para
intervenir en su negociación, pero que no se avienen a las menguadas
rentas de otras geografías territoriales y sociales. Por esta vía, se dice,
lejos de cumplir con su función de eliminar la cuestión del costo laboral
como variable de la competencia entre las empresas, las convenciones
colectivas se han transformado en un modo de impedir o limitar la
concurrencia de las pequeñas en favor de la grandes.
Por otra parte, ya en un discurso algo más sofisticado, se sugiere que es
propio de los “capitalismos tardíos” subsidiar la acumulación originaria de
aquellos
ahorristas
devenidos
en
pequeños
inversores
o
en
emprendedores a su riesgo, facilitando su acceso a la posición del “buen
burgués” capaz de generar, luego, riqueza y empleo. Y en tal sentido,
como sabemos sobradamente desde Marx, pero también desde Domat y
Pothier, no hay tal acumulación sin “externalidades negativas”, es decir,
sin daños colaterales que deben ser soportados por otros. Esas
externalidades pueden asumir la modalidad de la plusvalía, de la
indemnidad del dañador frente a la víctima, o del consumidor ante el
fabricante, o del simple residente ante la contaminación industrial del
ambiente, todo ellos “peajes” que una sociedad debe asumir cuando
elige, o le imponen, embarcarse en la construcción del capitalismo. Me
eximo aquí de obviedades en torno a la llamada “teoría del derrame”,
como beneficios generales de largo plazo que supuestamente coronarán
el sacrificio colectivo.
Hay también un tercer nivel de argumentos más banales, que en
definitiva no son sino aplicaciones más rústicas de los anteriores. Se
dice, por ejemplo, que para el ciudadano en paro involuntario “es mejor
un empleo en negro que ningún empleo”, lo que proyectado a niveles
macro significaría tanto como “es mejor una sociedad que tolere la
convivencia con el trabajo clandestino que una que, por perseguirlo,
condene al desempleo al sujeto que la norma que lo clandestiniza dice
proteger”. Es el discreto retorno de la Paradoja de Mandeville (o fábula
de las abejas), emblema del imaginario liberal sobre el cual basó Adam
Smith su metáfora del “egoísmo del carnicero”, según la cual la más
perfecta y beatífica de las normas no garantiza la consecuencia de un
resultado socialmente valioso, que antes bien corresponde esperarlo del
individualismo de los propietarios.
Por supuesto, la coherencia metodológica impone que, de transitar esta
senda, se arribe a conclusiones poco simpáticas. Se podría escuchar, y
de hecho yo lo he escuchado, que el trabajo infantil o la reducción de
inmigrantes a situaciones de filo-esclavitud son alternativas mejores que
la delincuencia precoz o la muerte por inanición en sus países de origen.
El planteo reconoce su matriz en aquella idea aristotélica según la cual la
esclavitud habría significado el primer paso propiamente civilizatorio,
puesto que antes de descubrirse la capacidad de trabajo de la mano de
obra adquirida por sumisión, lo que había era una lógica bárbara de
saqueo y genocidio. Pero, una vez se ingresa en este camino, no tiene
límite racional alguno. O es verdadero en todos los casos, o es falso
siempre.
Ahora bien, que yo entienda que es falso, no debe hacernos olvidar que
como afirmaba un célebre dialéctico como el Presidente Mao Zedong “la
verdad reside en todas partes; incluso, parcialmente, en el error”. De
modo que cuando un orden de creencias es tan generalizado nunca está
de más preguntarse, desde el pensamiento crítico en serio, por esa
porción de verdad que anida en el razonamiento fallido, máxime cuando
a uno le consta que buena parte de sus emisores son personas que
opinan de buena fe.
Lo que queda de verdad, tras los filtros ideológicos, es que hay un
problema real de rentabilidad que torna excesivamente gravoso para la
pequeña empresa amortizar el costo para-salarial por cada unidad de
trabajo utilizada, si se me permite esa mortificante manera de aludir al
trabajador.
Ello, me parece, debiera inducirnos a pensar si la base de tributación
previsional según la nómina salarial resulta no sólo viable, sino
equitativa. La tradición legal de que cada trabajador aporte -y cada
empleador contribuya- en una proporción fija de la remuneración
percibida y abonada no responde sino a un criterio de justicia sino
nominal y, desde luego, no corresponde más que a una construcción
cultural que, como todas, puede se revisada. Quiero decir, nada hay en
la esencia de la seguridad social de lo cual derive como solución
necesaria el sistema de cargas igualitarias actualmente vigente.
En materia tributaria es ampliamente aceptado, al menos en sus
predicados teóricos, que ha de tenderse a la progresividad de las cargas,
lo que puede traducirse en la premisa “quien más puede (o quien más
tiene) más contribuye”. Y se coincide también en que debe evitarse la
regresividad en sus dos modalidades posibles: a) cobrando más al que
menos puede; b) cobrando igual a los que pueden distinto. De allí que la
idea de la capacidad contributiva, bien que matizada con otros
lineamientos de eficiencia (simplicidad de la liquidación, facilidad de la
recaudación, etc.) constituye, según destacan todos los especialistas, la
base de un sistema tributario justo.
No veo ninguna razón a priori por la cual la recaudación previsional -a la
que los liberales llaman, sugestivamente, los impuestos al trabajo- deba
considerarse ajena a estos lineamientos.
Sin ánimo de complicar demasiado las cosas para un auditorio de
abogados, recordemos que la teoría económica de la utilidad marginal ha
demostrado, de un modo generalmente aceptado allende las ideologías,
que no puede equipararse el valor de cada una de las unidades
consumidas (así, de manual, el primer vaso de agua en el desierto no
equivale al del quinto, ya saciada la sed).
Y así, en una traslación quizás abusiva de ese postulado, no hay por qué
asignar la misma utilidad a cada módulo de remuneración (se le mida por
tiempo o por rendimiento). En menos palabras, no hay ninguna razón a
priori para considerar que dos empresarios obtienen del mismo costo fijo
(la hora-hombre de trabajo, por ejemplo) un rendimiento equivalente. Los
$300 que un empresario pequeño abona como aporte por la utilización
de 3 trabajadores pueden ser, en el mundo real, mucho más onerosos
para él que los $ 30..000 que una gran empresa aporta en función de sus
300 dependientes.
El Derecho tributario contempla además, al menos en sus versiones más
intervencionistas, que el diseño fiscal debe cumplir una función, aunque
sea colateral, de redistribución de la riqueza. Función que, desde luego,
puede cumplirse tanto verticalmente y entre clases sociales como al
interior de una misma clase, gravando con intensidades diferentes cada
hecho imponible en atención a las capacidades económicas que también
son desiguales.
Son familiares, en el contexto de dicha disciplina y su regulación, los
sistemas de alícuotas diferenciadas (crecientes o decrecientes según la
base imponible). Se podrá argumentar que el sistema de conformación
de la carga para-salarial responde a un criterio semejante, ya que nada
parece más igualitario que tomar la base de remuneraciones abonadas
(lo que guarda por supuesto estricta relación con la cantidad de trabajo
consumido). Pero este enfoque, a mi ver, no responde a los parámetros
de equidad (puesto que no es la misma utilidad la que el pequeño
empresario obtiene por cada hora de trabajo) ni mucho menos de
eficiencia (lo que es autoevidente por la altísima tasa de evasión que
acompaña el diseño actual).
En definitiva, entiendo que debe analizarse, por cierto con mayor rigor
técnico que el que yo puedo aportar, si se justifica mantener en el
contexto de la seguridad social la remuneración, o el conjunto de
remuneraciones que paga la empresa, cualquiera fuera su dimensión y
rentabilidad, como base imponible de su financiamiento.
3. Las técnicas disponibles.
Las técnicas puras concebidas para inducir la conducta esperada pueden
clasificarse de la siguiente manera: a) de policía, que suponen una
presencia estatal en materia de fiscalización de infracciones, tramitación
de sumarios y aplicación de multas cuyo destino es el propio erario
administrativo. El Estado puede actuar “en vez de” los perjudicados o
“además de” ellos, ejerciendo acciones para las que cuenta con
legitimación propia; b) de mercado, orientadas a crear incentivos o
premios al que cumple con la normativa en cuestión, pero también
“castigos” al infractor de entidad suficientemente seria como para inducir,
bajo la coerción económica, el cumplimiento de la norma; c) culturales,
que apuestan a crear conciencia a propósito de los bienes jurídicos
protegidos por la normativa cuyo respeto se quiere inducir.
Por supuesto, es perfectamente pensable un sistema que combine estas
diferentes técnicas en distintas proporciones. Así ocurrió en los 90 al
transferir o descentralizar el poder de policía poniéndolo en cabeza de
sujetos privados interesados en el cumplimiento de la norma. O cuando
se realizan campañas de difusión propias de la técnica concientizadora
incluyendo en el mensaje que “prevenir (o registrar) es un buen negocio”,
incorporando así un ingrediente “de mercado”.
El mas novedoso aporte de las últimas décadas en punto a brindar
herramientas metodológicas para buscar los niveles de intervención
adecuados provienen de las escuelas del análisis económico del derecho
(AED), a las que nomino en plural puesto que reconoce diferentes
vertientes, algunas de las cuales sería prejuicioso (des)calificar como
economicistas en tanto se limitan a brindar elementos de ponderación sin
que, necesariamente, se induzca a optar por la solución más eficiente
frente a la más equitativa. Al igual que el pensamiento filodófico
deontológico o consecuencialista, si goza de “mala prensa” entre los
laboralistas es porque, en tanto herramienta, ha sido utilizada en la
Argentina para advertir de los efectos nocivos de una supuesta
sobreprotección
al
trabajador.
Pero
tanto
el
AED
como
el
consecuencialismo pueden ser usados al servicio de una decisión política
o judicial debidamente informada sobre los efectos que puede producir,
sin que a priori resulte del método que necesariamente habrá que optar
por la eficacia en desmedro de la justicia. Si se me permite una digresión
auto-referencial, yo usé el método en 1996 (“Sinistralidad laboral”, en
coautoría con Néstor Corte) para demostrar que la LRT, aparte de
inconstitucional, sería ineficiente para cumplir con sus objetivos de
prevención y desjudicialización.
En cuanto concierne a esta ponencia, me interesa exponer y revisar tres
de sus proposiciones metodológicas. La primera, verdadera piedra basal
de la escuela, es la de dar por supuesta la “racionalidad de la agencia
humana, en tanto determinada por variables económicas” que se
traducen en análisis de costos y beneficios previos a cada decisión. La
segunda es la que sostiene que puede haber “incumplimientos
eficientes”, es decir, que hay una campo residual en que consentir la
infracción resulta socialmente más eficiente que perseguirla. La tercera
es el énfasis puesto en los llamados “costes terciarios” o “de gestión” que
impone considerar en cada caso si está justificado o no el gasto que
suponen las burocracias, trámites y tiempos necesarios para lograr el
cumplimiento efectivo de las normas.
3.1 Supuesto metodológico: la racionalidad del agente económico.
Explica Gary Becker en su “Enfoque económico del comportamiento
humano” que el dato común a aquellas diversas corrientes que utilizan el
AED radica en presuponer que en la voluntad humana de obrar (o
abstenerse de hacerlo) interviene la racionalidad, que en este contexto
es entendida como una precedencia del análisis de costos y beneficios, o
sacrificios y satisfacciones esperados de cada decisión de la vida, a lo
que se suma la pulsión irresistible de decidirse en el sentido que se
entienda que maximizará las utilidades y minimizará las pérdidas. Por
supuesto, se da por sentado que esto último es derivación de la premisa
de Adam Smith, nada ajena a la de Hobbes, tampoco a las de Freud o
Nietzche, acerca de la naturaleza egoísta del ser humano y su afán
instintivo de supervivencia, goce y predominio. Claramente, estos rasgos
de la persona se postulan “como dados”, es decir, como pertenecientes a
la descripción de “lo que es” y no a una prescripción de lo que “debiera
ser”.
Como todo dogma, y acaso es inevitable que así ocurra, tal
caracterización del “agente humano racional” se desliza peligrosamente
hacia una caricatura. El presupuesto de que todo hombre, en todo tiempo
y lugar, obre privilegiando la satisfacción de su interés, deja sin
explicación una porción decisiva del comportamiento humano en que las
decisiones se adoptan por motivos no económicos como la solidaridad, el
sentido de la responsabilidad, el afecto, el altruísmo, el mero instinto de
“hacer lo correcto” y cualquier otro supuesto en que, a sabiendas, la
persona actua en contra de su propio interés económico para satisfacer
otras esferas de deseos o mandatos. Becker, conciente de esta limitación
de la teoría, intenta refutarla predicando que el error de sus críticos es
confundir lo económico con un cálculo monetario ya que la idea del
“costo-beneficio” debe entenderse en realidad en términos de “placerdisplacer”, y nada quita que las compensaciones o recompensas
provenidas de la satisfacción psicológica o moral del agente por una
inversión monetariamente ineficiente hagan perder al acto su calidad de
racional. Pero, por plausible que sea este “giro humanista” de perfiles
casi freudianos, ocurre que resta todo valor a la teoría misma cuya
finalidad, si es que tenía una buena, era la de traducir la conducta
humana en algo medible y por lo tanto previsible como para orientar
intervenciones legales eficientes, cosa que solo es posible si contamos
con unidades de comparación mensurables. Y no hay monedas ni patrón
oro, siquiera sal, que permita comparar esas “unidades de satisfacción”
no tangibles. Si los hubiera no estaríamos ante un atolladero
infranqueable cada vez que debemos cuantificar un “daño moral”.
Además, hay un fallo de la teoría que se relaciona con la cuestión de la
información adecuada y oportuna. Aquí la caricatura es la de una
sociedad de individuos en la que cada cual es capaz de predecir con baja
tasa de error las consecuencias de sus acciones para, luego, obrar de
acuerdo a la que le reporte mayores beneficios. De toda evidencia, las
sociedades modernas constituyen una compleja trama de regulaciones
ignoradas por la mayoría de sus componentes, especialmente los más
vulnerables. En la era del conocimiento y las especializaciones es poco
plausible suponer que están dadas las condiciones objetivas para que
cada agente realice un análisis consecuencial eficaz. Y todo ello sin
contar con que, en verdad, no nos informamos sino que somos
informados, es decir que nos nutrimos de fuentes de conocimiento cuyo
ascetismo y objetividad no está en absoluto asegurado.
Por fin, hay campos en que la irracionalidad del agente parece ser la
norma de comportamiento. Sabido es que la obra cumbre de Becker es
su “Crimen y castigo: una aproximación económica” (1968), en la que
postula como sistema penal eficiente aquél que incrementa las penas al
punto tal que, más allá de cualquier proporcionalidad retributiva,
compense las posibilidades estadísticas porcentuales de quedar impune
(idea que informa, también, el instituto de los “daños punitivos” en la
responsabilidad extracontractual, tan popular en el mundo jurídico
anglosajón). Esta construcción, sobre la que profundizaremos luego,
choca con la evidencia que proporcionan, en la esfera de la “seguridad
pública”, los numerosos hechos de violencia urbana en que no hay una
proporción razonable, sino todo lo contrario, entre el valor exiguo de los
bienes apropiados y la amenaza de castigo. Incluso hasta podría
predicarse que, toda vez que se incremetan las penas, hay un efecto
colateral inverso en que el delincuente aparece cada vez más “jugado” y
agrede o responde con una intensidad que permite suponer que evitar la
elevada punición es el dato que prima en su razonamiento.
En relación a nuestro campo de estudio, puede también suceder ambas
cosas. Es decir, que el empleador que informaliza trabajadores carezca
de
información
suficiente
sobre
las
consecuencias
económicas
esperables de esa conducta o que, aún teniéndola, decida permanecer
en dicha situación de manera análoga a la del delincuente “jugado”,
asumiendo la perspectiva de que en caso de ser descubierto en el futuro
ello aparejará su ruina económica como riesgo hipotético que es
preferible correr antes que afrontar unos costos menores, pero actuales y
seguros. En otro contexto, escribía Claus Offe (en “Contradicciones en el
Estado de Bienestar”) que “el error del liberalismo de la mano invisible es
suponer que el trabajador que por su baja calificación queda excluído del
mercado de trabajo no tiene otra opción que bajar el precio de su servicio
para reengancharse en el sistema. En realidad sí tiene otras alternativas:
delinquir,
emigrar
o
rebelarse
políticamente.”
Bien
podríamos
parafrasearlo afirmando que el empleador informal tiene también otras
opciones entre las alternativas de cumplir o asumir los costos de la
infracción: concursarse, insolventarse o continuar en la actividad bajo
otras apariencias jurídicas.
Sobre el tópico de la información, hay que decir que muchas veces, las
que provienen de contadores o de abogados no consustanciados con la
disciplina, es directamente errónea. La proliferación de trabajadores
“monotributistas” o reclutados mediante una “cooperativa de trabajo” o
una “empresa de servicios eventuales” en hipótesis de enmascaramiento
tan burdas que no resisten el menor contacto con el Derecho del Trabajo,
es moneda corriente. Y sin adentrarnos en cuanto de fraude o de buena
fe pueda haber en el intento, hay que decir que, de mínima, hay un
asesoramiento errado sobre las posibilidades de éxito de la maniobra y
en muchos casos un desconocimiento de los efectos devastadores que
puede tener sobre el patrimonio del cliente.
En cuanto a la asunción del riesgo, corresponde decir que un sistema de
instrumentos eficientes de combate contra el trabajo no registrado no
puede prescindir de la consideración de los caminos de evasión que
facilitan unos regímenes societarios y de concursos excesivamente
permeables a la continuidad o reciclaje del infractor en el mercado de
empleo. Es que si se quiere poner verdaderamente al empleador ante la
disyuntiva cumplo o me extingo, no solo deben extremarse los medios de
policía para que “el zafar” no integre el menú de opciones. También
deben suprimirse o dificultarse las alternativas hoy disponibles para que
esa moneda tenga más de dos caras.
Desde esa perspectiva, no puedo omitir que para el Derecho del trabajo
resulta altamente preocupante la posibilidad que prevé el Proyecto de
Unificación en tanto posibilita la “sociedad unipersonal” en que su
integrante sólo arriesgue un capital predeterminado sin comprometer,
como corresponde a todo emprendedor a su riesgo, la indemnidad de su
patrimonio.
3.2 Segundo supuesto: el incumplimiento eficiente.
Estrechamente vinculada con el discurso de la condescendencia, la
hipótesis del incumplimiento eficiente sostiene que en muchas ocasiones
los bienes sacrificados para cumplir con la norma tienen tal costo
individual o social que justifican no cumplirla. Ya desde su formulación,
este aspecto del dogma AED posee, lógicamente, la propiedad de irritar
al jurista, poco afecto a admitir que puede estar justificado apartarse de
una regla de derecho.
A.Mitchell Polinsky (en su “Introducción al análisis económico del
derecho” , Ariel, Barcelona, 1985) ejemplifica, en el campo contractual,
con los supuestos en que pagar la penalidad indemnizatoria resulta más
barato que afrontar la excesiva onerosidad sobrevenida de cumplir la
obligación en la especie convenida; y en el campo extracontractual, con
los casos en que prevenir un daño puede resultar más oneroso que
repararlo dinerariamente.
Este orden de razonamientos no debiera resultarnos tan extraño: es el
mismo que aplicaron las ART a propósito de la decisión de optar entre
pagar los resarcimientos sistémico-tarifados o invertir una cantidad
superior en el cumplimiento de los deberes de prevención que la ley y su
reglamentación le impusieran para lo cual, por ejemplo, debieran haber
contratado una cantidad sustancial de personal calificado para realizar
las inspecciones y el asesoramiento en seguridad laboral. El llamado
Teorema de Mitchell Polinsky puede resumirse así:
La presión disuasiva de un sistema de punición se mide multiplicando la
gravedad de la pena por la posibilidad porcentual de posibilidades de ser
efectivamente detectado-sancionado. En teoría, dado un universo
conjetural de 100 posibles infractores, arroja igual el resultado que se
descubra a uno de ellos y se lo sancione con 100 unidades de pena o
que se los descubra a todos y se les sanciones con 1 unidad de pena.
Sin embargo, la primera técnica se enfrenta con el problema del llamado
“azar moral”, es decir con la tendencia de “indiferencia o neutralidad al
riesgo” que induce a confiar a cada agente en que va a ser parte de los
99 que evaden el control (y la sanción). Solo en sociedades con
“aversión al riesgo” la técnica puede ser eficiente. Por su parte, la
segunda técnica incrementa notablemente los llamados “costos de
gestión”, ya que para alcanzar el resultado eficiente (100 infractores=100
penados) será necesario un artefacto administrativo -inspectores,
sumariantes, jueces- que no necesariamente la sociedad o el gobierno
esté dispuesto a solventar.
Este orden de razonamientos podría inducir a preguntarnos si nuestra
sociedad, o al menos su clase empresaria, puede ser calificada como
“neutral al riesgo” (lo que parecería indicado por el alto índice de
infracción actual) o si sufre en cambio “aversión al mismo”. Lejos de
incurrir en cualquier tipo de generalizaciones, como la que nos asigna
propiedades anómicas mas o menos connaturales o inmanentes a un
improbable “ser” de los argentinos, opuesta, por ejemplo, al carácter
nórdico o anglosajón, me parece más interesante y útil razonar que
también esas características puede ser inducidas desde el Derecho. En
efecto, la tasa de neutralidad o aversión y la consecuente impronta del
“azar moral” habrán de depender -como se desprende del propio teorema
de Polinsky- de la efectividad con que en términos históricos sea capaz el
Estado de aproximarse a un óptimo de punición. Solo una alta
probabilidad de ser descubierto se incorpora al análisis racional como
dato de “costo efectivamente esperado” a contraponer a los beneficios
inmediatos de la informalidad registral. Pero además, para que el riesgo
sea realmente tal, ha de tener en sí mismo propiedades disuasivas tales
que descarte la tentación del incumplimiento eficiente. Por ello, no solo
debe mantenerse el elevado nivel de sanciones económicas sino que
debe resguardarse que por caminos laterales no se produzca una
evasión secundaria que sustraiga al infractor de la totalidad de
consecuencias presupuestadas.
La conclusión que podemos extraer es que toda vez que se quiere
inducir desde el Derecho un cierto comportamiento activo u omisivo, ha
de preverse que las consecuencias imputadas al incumplimiento han de
equiparar, por lo menos, los beneficios esperados de sustraerse a la
norma. En otras palabras, como lo ha destacado la C.S en “Vizzoti” a
propósito del
carácter
disuasivo del
régimen indemnizatorio, la
significación económica del resarcimiento ha de ser lo suficientemente
seria como para entrar de modo determiante en el balance de costos y
beneficios que realizará el empleador antes de disponer un despido
inmotivado.
En nuestro campo de estudio, es evidente que el sustancial incremento
del sistema de penalizaciones del trabajo no registrado, en que a las
sanciones propiamente “de policía” (previstas como muy graves en el
Pacto Federal del Trabajo) se suman las consecuencias de orden fiscal y
también los “resarcimientos” otorgados a los trabajadores, responde a
este tipo de finalidad.
De modo que corresponde preguntarse ¿Son livianas las sanciones
existentes? ¿Cumplen con eficiencia su función disuasiva?
En paralelo con cierta vulgata que circula a propósito de la “inseguridad
ciudadana”, una primera tentación consiste en experimentar con una
radical elevación de las penas. Este camino fue institucionalizado durante
los años 90, en especial con las leyes 24.013, 25.323 y 25.325.
Estas leyes tienen la particularidad de haber operado una verdadera
descentralización de la facultad de fiscalización. En efecto, como modo
de ahorrar al estado los “costes terciarios” de gestionar un aparato de
policía eficiente, se articuló una lógica de delación y recompensa
emplazando al propio trabajador afectado como un controlador de su
propia situación registral y, en su caso, como legitimado activo para
instar el cese de la infracción. Para que así procediera, se lo incentivó
con la perspectiva de percibir para sí el importe de la sanción. Dado que
inicialmente no se tuvo en cuenta que el trabajador igualmente
privilegiaría la conservación de su empleo, se previó luego, con la ley
25.323, que no era requisito haber denunciado la informalidad “durante”
la vigencia del contrato y se introdujeron las rectificaciones de los arts.11
de la ley 24.013 y 15 de la L.C.T., a fin de que la noticia fiscal asegurara
el cumplimiento del propósito recaudatorio.
De la sumatoria de posibles sanciones (que comunmente concurren,
aunque cada una tenga su propia tipicidad) es posible predicar que el
costo por la extinción de un contrato de trabajo no registrado, o
registrado defectuosamente, se incremente en no menos de un 300%.,
aunque algunos operadores prácticos me aseguran que en ocasiones
alcanza al 500%. Este aumento considerando solamente los costos en su
repercusión contractual, al que debe adicionarse el costo sistémico de la
evasión con sus propios recargos y sanciones.
De modo que entiendo que resulta difícil aumentar todavía más la
gravedad de las penas económicas sin afectar el carácter retributivo que
necesariamente han de tener en nuestro diseño constitucional, ajeno a
cualquier lógica de pura ejemplaridad.
Si no es por el costado de la elevación del costo directo que se disuade
al empleador de que su incumplimiento ha de ser, además de antijurídico
y éticamente incorrecto, económicamente ineficiente, cabe entender que
por lo menos ha de procurarse mejorar la eficacia del diseño disuasivo de
modo tal que se disminuya la expectativa de “zafar” de alguno o varios de
aquellos costos imputados.
Una válvula de escape de la que dispone el empleador viene dada por la
posibilidad de privatizar las consecuencias por medio de arreglos
económicos directos con el trabajador que le hagan perder a este todo
incentivo de iniciar o proseguir las acciones de las que, siendo titular,
redundan también en un interés fiscal. Por medio de “acuerdos
transaccionales, conciliatorios o liberatorios” se pone fin a la controversia
sin que ello, como veremos luego, garantice en la práctica la intervención
de los organismos de la seguridad social. También es corriente recurrir a
variantes onerosas de negocios jurídicos que, como la “extinción por
voluntad concurrente” (art.241 LCT), suponen un menor grado de
intervención estatal ya que no requieren homologación. En ambos
escenarios, por supuesto, no se contemplan los costos adicionales del
trabajo no registrado o bien se los reduce, en cuanto interesan al
trabajador, como contenido del arreglo.
Por esta vía el empleador puede especular a priori que su
incumplimiento, en definitiva, le acarreará costos menores que la
registración. De allí que, en mi opinión, ha de reforzarse el celo con que
debe habilitarse la homologación primero, y la oponibilidad después, de
acuerdos que permitan evadir la finalidad de la normativa. En particular,
resulta a mi ver imperioso revisar la excesiva flexibilidad judicial que
condesciende con los “mutuos extintivos onerosos” celebrados ante
escribanía, negocios jurídicos que en tanto suponen necesariamente una
transacción requieren, como condición de validez, la intervención
homologatoria administrativa o judicial que por este medio se elude. Y
también, cuando el acuerdo se procesa adecuadamente, esto es,
requiriendo esa homologación conforme al art.15 LCT, es preciso dar
cumplimiento a la manda legal de que la convalidación esté precedida de
una resolución fundada que contemple -como parte de la concesión que
hace el trabajador- la pretensión esperada de la situación de infracción
registral que denuncia.
Arriesgo además la siguiente idea:
la manda del art.15 L.C.T en punto a la noticia a la
AFIP no se está cumpliendo adecuadamente en todas
las jurisdicciones; en los expedientes se ordena la
vista pero luego nadie se ocupa de cursar la
comunicación pertinente;
debiera habilitarse a la parte actora para que, en el
mismo expediente de su reclamo individual, incorpore
como pretensión el depósito judicial de las sumas
destinadas a los organismos de previsión social
evadidos;
ya que, si bien no es acreedora directa de los mismos
(y por ende, una vez depositados, deberían ponerse a
disposición de la seguridad social) posee un interés
legítimo en que sus aportes ingresen efectivamente al
sistema
permitiendo
dicho
procedimiento
una
descentralización operativa de la recaudación que, en
cuanto nos interesa, encarecería para el empleador el
costo final de haber tenido al trabajador en la
informalidad total o parcial.
3.3 Tercer supuesto: los costos terciarios.
Del mismo modo que en Derecho tributario nos encontramos con los
principios de simplicidad y economía, en los ámbitos jurídicos que
enlazan inescindiblemente cuestiones de prevención/resarcimiento o
disuasión/sanción, es relevante ponderar que costo tendrá -para la
sociedad o el Estado- la gestión administrativa del sistema.
La escuela AED los denomina, siguiendo a Ronald Coase, costes de
transacción o costos terciarios. E identifica como tal a todos aquéllas
erogaciones necesarias, en nuestro caso, para la detección de
infracciones, su procesamiento legal y la aplicación y ejecución de la
sanción. Dichos costos pueden recaer tanto sobre el mismo Estado que
lo financia, pero no deben descuidarse los que conciernen a los
particulares (contratación de profesionales y expertos, consumo de
tiempo y energías, etc.)
La pregunta por este tipo de costos es consustancial a un diseño
eficiente. No solamente por lo que puede suponer para el erario público
financiar un sistema oneroso (y que a través de los “vasos comunicantes”
presupuestarios puede vaciar la mismo tinaja que se pretendía llenar con
una mejora de la recaudación previsional), sino por el hecho de que la
implementación de burocracias especializadas y la puesta en marcha de
la “maquinaria” represiva puede incorporar el factor tiempo como otra
hendija por la cual se incrementa la tentación del “azar moral” (asumir el
riesgo de no ser efectivamente sancionado). La pequeña empresa, casi
por definición, supone expectativas y estrategias de corto plazo.
Las experiencias en materia de policía tributaria y, si se quiere, también
la adquirida con motivo de la llamada “selectividad del Derecho penal”
(según la cual el aparato represivo sólo se ocupa de ciertas categorías
de delitos), consisten en priorizar la actuación del sistema respecto de
ciertos “nichos” en que las infracciones son más fáciles de detactar
(como es el caso de los “grandes contribuyentes”), o generan una
recaudación más sustanciosa con menor despliegue de recursos.
Sin embargo, como hemos subrayado en la introducción, esos modelos
son de difícil traslación al campo temático de la registación del empleo
por la evidente circunstancia de que el universo de infractores,
cualitativamente apreciado, aparece disperso en miríadas de pequeños
establecimientos, la mayoría de ellos de alta volatilidad (o baja
permenencia en el mercado) y que presentan también una acusada
informalidad en otros órdenes (habilitaciones del negocio, anomalías de
la personalidad jurídica, precaria situación fiscal, etc.).
Por ello, sin descartar que la policía del trabajo basada en la inspección
deba ser mejorada, no parece que pueda ser la única ni principal de las
técnicas a considerar.
Como ya apuntamos arriba, el diseño noventista de implicar directamente
al afectado como operador descentralizado de la función detectiva debe
considerarse un hallazgo positivo. Es novedoso, barato y hasta cierto
punto eficaz, a condición de que la norma, y sobre todo su aplicación
administrativa o judicial, no produzca el resultado objetivo de poner a la
víctima en una asociación objetiva de intereses con el victimario en la
finalidad elusiva.
Pero, en tren de arriesgar hipótesis de trabajo o de especulación, tal vez
debiera pensarse en otras formas descentralizadas, igualmente gratuitas
para el fisco, sobre la base de la creación de impedimentos u obstáculos
para el desenvolvimiento comercial o financiero del infractor. Por
supuesto, una apuesta de este tipo es “fuerte” ya que pone en juego
posibles consecuencias recesivas o, cuanto menos, ciertas turbulencias
en “las necesidades del tráfico”.
De allí que resulte pertinente preguntarse hasta que punto está dispuesta
nuestra sociedad a una batalla a todo precio contra la informalidad
laboral. Para ello, como intentamos explicar más arriba, ha de
desterrarse el discurso de la condescendencia, sin perjuicio de adoptar
técnicas que den cuenta del problema real con que en parte se autojustifica. Ahora, en caso de darse una respuesta afirmativa a aquél
interrogante, no cabe descartar el empleo de herramientas como las que
recientemente han revelado éxito en materia de policía cambiaria. Las
tecnologías permiten hoy un “cruce de datos” a tal punto sofisticado que
no debiera resultar extremadamente oneroso ni complejo implementar
una suerte de “veraz social” - si se me permite la metáfora- conforme al
cual la viabilidad de ciertas autorizaciones comerciales o financieras
venga a depender del estatus registral del empleador.
4. Por fin, lo cultural.
Conforme expuse arriba, es condición para esperar que un empleador
adopte decisiones racionales el que cuente con información oportuna y
adecuada a propósito de las consecuencias esperables de sus acciones
u omisiones.
Ya he reconocido como un avance de la etapa actual que la propaganda
pública ha instalado la cuestión de la registración como ingrediente
central de su agenda. Pero, como limitación, me parece que se mantiene
el sesgo de acentuar unas apelaciones unilateralmente dirigidas a la
conveniencia de registrar (como en el caso del emblemático “Don
Carlos”) que no están acompañadas de una información pura y dura
sobre las ventajas y desventajas de proceder así. Según me informan
destacados colegas que asesoran empresas es notable el nivel de
ignorancia que hay en ese sentido.
Pertenezco a una generación descreída respecto de la efectividad de las
apelaciones humanitarias o de bien común. Sin embargo, si uno mira
retrospectivamente, puede dar fe de como la persistencia inteligente en
la instalación cultural de ciertos temas ha conseguido, en términos
relativamente breves en términos de generaciones, éxitos mucho
mayores que las políticas coyunturales de premios y castigos. Lo
ocurrido en el lapso que media entre 1970 y 2010 en materia de
preservación ambiental, igualdad de género y otras formas de
erradicación de la discriminación, incluso en materia de derechos
humanos, o de cuestiones relativas a la salud pública (como la lucha
contra el tabaquismo) revelan con una claridad que tal vez los jóvenes no
puedan valorar la potencia que estas transformaciones culturales han
tenido para la constitución de nuevos paradigmas. Hoy, ya docente, temo
que mis alumnos tengan, ante el discurso aparentemente huero del
trabajo decente, la misma sensación de escepticismo que tenía yo en los
años 70 frente a todo discurso que no guardara relación directa con “la
cuestión de la toma del poder”, única que haría posible cualquier
reivindicación concreta. Pues bien, la historia, como dije, me ha
persuadido de que los logros estables, incluso irreversibles, no pueden
alcanzarse sin la tarea, menos emocionante quizás, pero más rendidora,
de plantar ciertas banderas en la sociedad a partir de las cuales no se
dude de que ciertas cuestiones, como la de tener trabajadores
clandestinos o informales, constituye un rasgo socialmente inaceptable,
equivalente en su gravedad al de dar un trato “de no humano” a quien
presta el servicio al privarle del acceso a Derechos Fundamentales a la
salud y la previsión.
Insisto en que esta es una estrategia de mediano a largo plazo, que no
es incompatible con la continuidad de la publicidad informativa acerca de
ventajas y desventajas de registrar (como apelación al egoísmo del
posible infractor), pero de la que pueden esperarse cambios más
profundos y duraderos. No cabe descartar en tal sentido, como ocurriera
exitosamente con otros temas arriba mencionados, deba incorporarse a
las currículas académicas incluso en los niveles de formación primaria.
La edad de los “¿por qué? resulta una inmejorable oportunidad de
colocar a los padres ante la interpelación que más obliga.
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