una poética del espacio en la narrativa de josé mª. castillo

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UNA POÉTICA DEL ESPACIO EN LA NARRATIVA DE JOSÉ Mª.
CASTILLO-NAVARRO
Antonio Ortega Fernández
Profesor y crítico literario
1. INTRODUCCIÓN
Desde Locke sabemos que la percepción que tenemos de los objetos y de los
hechos que tienen lugar en el mundo que nos rodea se aloja en la mente de quienes los
perciben. Entendida como recreación o reconstrucción del mundo, la percepción del
espacio, de un paisaje, de una ciudad, de una habitación, de los objetos de un lugar
determinado, viene a constituirse en una «figuración simbólica» según Rof Carballo,
motivada por el anhelo o por el deseo de dar sentido a nuestra vida. Se trata de un
impulso vital, el élan de Bergson, que nos vincula afectivamente a nuestros orígenes
para empezar a ordenar desde la experiencia nuestro sentido común. También contra el
olvido nace la imagen poética como un «resaltar súbito del psiquismo», en términos de
Gaston Bachelard, como una conciencia soñadora que adapta la forma de un
compromiso del alma.
La acción se sitúa en las coordenadas del tiempo y los personajes y los objetos se
sitúan en el espacio, que posee una función estructural, como demostró W. Kayser, y
por tanto en instrumento organizativo de una novela. Y puede condicionar el modo de
ser de los personajes, si atendemos al estudio de Mª Carmen Bobes Naves,
estableciendo una relación de tipo metonímico o metafísico entre ellos. Pensemos en La
Mancha para don Quijote o el mar para el capitán Achab en Moby Dick.
Esa es mi pretensión en este trabajo, que trata de acercarse a la peculiar misión
del espacio en las novelas de José Mª Castillo-Navarro y reflexionar sobre la influencia
de los lugares por los que transcurre la vida de sus personajes, así como esbozar algunos
principios generales que nos permitan comprender un poco más la técnica narrativa del
escritor lorquino.
2. EL ESPACIO EN LA NOVELA ESPAÑOLA DE POSTGUERRA
Coexisten en los años cuarenta del siglo pasado novelas de carácter psicológico
y novelas que conocemos bajo la marca del tremendismo. La sórdida realidad española
favorece la composición de unos personajes que se debaten entre la claustrofobia de la
vida bajo cuatro paredes que impiden la libertad y la amenaza de la naturaleza
circundante que invoca a la violencia y desata las pasiones más viles. Lo vemos en
Andrea, la protagonista de Nada (1944), de Carmen Laforet, encerrada en la sombría
casa-prisión de sus parientes en la ciudad de Barcelona o en la furia de Pascual contra el
mundo que le rodea en la campiña extremeña, en La familia de Pascual Duarte (1946),
de Camilo José Cela. En la década de los cincuenta triunfa la novela realista, de
marcado giro social, un instrumento de resistencia y denuncia de la terrible situación
que vive la población española. La ciudad de Madrid muestra en La colmena (1951), de
Camilo José Cela, la penuria económica y moral de un barrio que trata de sobrevivir
entre los escombros, como Las afueras (1959), de Luis Goytisolo, nos enseña la ciudad
de Barcelona y sus extrarradios. Será dominante la creación de espacios rurales
oprimidos por los caciques que doblegan voluntades y apagan las incipientes ilusiones
de la gran mayoría. De ese modo leemos la vida penosa del pueblecito leonés que está
sometido a los dictados del cacique en Los bravos (1954), de Jesús Fernández Santos, la
dureza de la vida diaria de los jornaleros andaluces de La zanja (1961), de Alfonso
Grosso, las inclemencias del tiempo y el trabajo de los vendimiadores en los campos de
Jerez en Dos días de septiembre (1962), de José Manuel Caballero Bonald, las
calamidades de una familia andaluza que emigra a la montaña para trabajar en el carbón
en La mina (1960), de Armando López Salinas, la opresiva y peligrosa relación laboral
en Central eléctrica (1960), de Jesús López Pacheco o los barrios del oprobio y la
miseria almeriense de La Chanca (1962) o de Campos de Níjar (1963), ambas novelas
de Juan Goytisolo.
Los años sesenta muestran cambios en las técnicas narrativas, en la estructura y
en las formas de la novela que ahora se califica como experimental (Mª Dolores de
Asís). El espacio se aleja del mundo rural y se dirige a plasmar la vida en los barrios de
las ciudades. En los viajes furtivos de Pedro de la confortable habitación de Dorita a los
arrabales donde tiene instalada la choza el Muecas hay un largo descenso a los infiernos
urbanos de la ciudad de Madrid en Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín-Santos; ni
París ni Barcelona pueden paliar el sentimiento de desarraigo del protagonista en Señas
de identidad (1966), de Juan Goytisolo; Juan Marsé elige los barrios marginales de
Barcelona en los que se desenvuelve a sus anchas el Pijoaparte en Últimas tardes con
Teresa (1966). Juan Benet, por su parte, recrea un espacio mítico, o al menos simbólico,
al que denomina Región, trasunto de la nueva y vieja España enmarañada en Volverás a
Región (1967) y Gonzalo Torrente Ballester pone nombre de Castroforte de Baralla a
una ciudad gallega que levita en el aire en La saga/fuga de JB (1972).
3. EL ESPACIO EN LA NARRATIVA DE JOSÉ Mª CASTILLO-NAVARRO
José María Castillo-Navarro, que emigra tras el servicio militar desde su
localidad natal, Lorca, a Barcelona, publica toda su obra entre 1957 y 1963 y entra en
contacto con el mundo literario de la ciudad condal, hasta tal punto que recibe el Premio
Ciudad de Barcelona de 1957 por Las uñas del miedo y al año siguiente es finalista del
Planeta con Manos cruzadas sobre el halda; se convierte en columnista de La
Vanguardia, colabora en revistas literarias y es nombrado asesor literario de la editorial
Du Seuil, como ha estudiado José Luis Molina.
Ha quedado escrito que su estilo personal difiere bastante de las modas de la
época (J. L. Molina, P. Guerrero). Si bien también puede argumentarse que conoce la
realidad de la literatura que se escribe en aquellos años. A mi juicio, es interesante
asimilar a la novelística de nuestro autor las tres corrientes literarias más estudiadas de
postguerra y que he esbozado arriba.
Los datos biográficos son relevantes: los primeros años en Lorca, sus estudios en
Cehegín en el Colegio de los Franciscanos y el noviciado en Jumilla, y la emigración a
Barcelona. A partir de 1963, tras su matrimonio, se instala en Lorca y concluye su
quehacer literario. Así, podemos deducir que Lorca, una intensa influencia religiosa y
Barcelona ocuparán un lugar preferente en su devenir personal y literario.
En el plano del contenido, los espacios de las novelas de Castillo-Navarro se
relacionan tanto con su rastro biográfico como por los sucesivos modelos narrativos de
la España de postguerra. En el plano formal, el tratamiento del espacio tiene una
dimensión aparentemente secundaria en el transcurso de su narrativa, siendo cierta a su
vez la incorporación de un componente simbólico en las descripciones.
La sal viste luto (1957), primera novela del autor lorquino, no puede catalogarse
como una novela realista, tampoco es una novela lírica, aunque se alimente de ambas
fuentes. Los hechos suceden en un espacio geográfico determinado y real, mientras que
los protagonistas se debaten en una vorágine de angustia existencial y enorme presión
psicológica que favorece la violencia. Las salinas son el escenario en el que Pablo
destroza su vida y la de Ana, y las de todo el pueblo, una hilera de casas tristes y
míseras, que van a mirar al mar a unos metros más abajo.
«La calle era corta; con quince o veinte casas, quebrada al principio y al final, abierta y ancha,
desembocando en el campo, desbaratada, sin forma o contextura. Las casas bajas, pegadas al suelo, sin
aspirar a la altura, sino rehusándola ». (p.13)
La rudeza y la pobreza que ronda en aquellas calles, las vidas tristes que trabajan
en las salinas bajo un sol que quema hasta el aliento y vuelven diariamente a sus casas
desnudas de felicidad, sin ilusiones, son el germen de la venganza y el odio irrefrenable.
Pero los sucesos más aberrantes ocurren en el desértico paraje de las salinas, en el mar
blanco de la sal, único testigo de la tragedia, que sufre una transformación radical en la
descripción, ya que guarda el aciago secreto.
«Los montones blanqueaban y eran sobre la tierra como hogueras en rescoldo. La atmósfera
alrededor de ellos era lechosa, de color ceniza, clara y visible, aunque según se alejaba ennegrecía y se
tornaba impenetrable ». (p.28)
Ese espacio es ahora un paisaje mágico cargado de energía y propicio para la
ofuscación o el precipicio. El tono lírico de la adjetivación se oscurece y prepara el
momento del drama. Pablo lleva a Ana al lugar simbólico, donde se cruzan el blanco de
la sal, el azul del mar a lo lejos y el rojo ardiente del sol imperturbable, siempre el sol en
las novelas de José Mª Castillo-Navarro, que se va haciendo cada vez más negro e
impenetrable. Paisaje real e imaginario, una combinación que necesita interpretarse con
ayuda de la silueta psicológica, intimista, de los personajes. El marco levantino se
adentra en estos y busca en su interior las respuestas imposibles, porque están bañadas
en la herencia de la fatalidad que ese mismo lugar augura.
Con la lengua fuera (1957) nos enseña la atávica realidad en la que sobrevive la
ciudad de Lorca, en lucha por el agua entre agricultores empobrecidos a los que se les
secan sus campos y los dueños del reparto enriquecidos con la miseria ajena. Además, la
tragedia familiar, relacionada con esa situación, intensifica la pena de los protagonistas
hasta límites desventurados. La trama, pues, se apoya en la lucha por el agua y sus
consecuencias ante la escasez. El espacio se centra en los campos sedientos. Ambos son
los «actantes» del suceso narrativo -según Pedro Guerrero- «con un ritmo monótono,
incisivo, en un drama palpitante de raíces soñadas». Ha acabado la subasta y Manuel
vuelve, derrotado, sobre sus pasos. Es un caminar culpable el suyo, una vuelta de tuerca
a la desesperación:
«La vereda arranca de la acequia; hace puente y la pasa; cruza el campo y se pierde. Pero no
es obstáculo. La casa se divisa a lo lejos, se levanta como pájaro con cansera, y cae. El sol, en vez de
calentar, quema. La sed, aprieta. Las chicharras se multiplican y atolondran. La mujer se lleva las
manos a la boca y vocea. Manuel, aligera ». (p.64)
El fragmento está desnudo de artificio, incisivo, punzante, sujeto y predicado,
nombre y verbo, objeto y acción, no hay lugar para recrearse en la descripción. «Vereda,
puente, campo, casa, pájaro, sol, sed, chicharras, mujer» son los sustantivos que recorre
el objetivo del escritor, son el lugar sin más, el espacio necesario para que sucedan los
acontecimientos; y son los verbos los portadores de la tensión que genera el lugar, que
se acumula en la conciencia de los personajes, pues «arranca, aprieta, quema, se pierde,
cae» propician la calamitosa situación. Este es un lugar épico más que poético, un
espacio fabricado para dilucidar el destino de los perdedores, parece un puñal clavado
en la pena del protagonista. El campo comparte su lamento y así:
«Las espigas apuntan en el tallo casi esqueléticas, las hojas se mustian, y la caña, sin jugo o
savia con que poderlas sostener, se dobla. La carrehuela crece y se enrosca; la amapola y el mirto pintan
sanguinolencias de fruto que se pudre o abre; el tizón y el cardo matan ». (p.73)
La vida no es posible en aquel lugar sin esperanza, donde la inhóspita naturaleza,
agresiva o muerta, multiplica dramáticamente la incapacidad de las gentes para
repartirse el preciado bien con algún sentido de la justicia. La personificación
«humaniza» las plantas y actúa con el sentido metafórico de la mala conciencia. La
culpa incurable del hijo muerto es la gota definitiva, Manuel y Tonia abandonan la casa
y la tierra al compás aciago de la tarde. El sol sangra, quema o pinta sanguinolencias»,
adquiere una dimensión simbólica en tanto que se reafirma como un aliado o cómplice
de la desgracia. Acompaña el regreso frustrado del personaje derrotado o el éxodo
errante. La naturaleza se pone de parte de lo irremediable, del lado del destino cruel de
los hombres de esta tierra.
Las uñas del miedo (1957) comienza en la casa de Zenón, el joven a quien van a
buscar para fusilarlo, y avanza por las calles empedradas bajo el manto mudo de la
noche hacia la cárcel, donde esperará la llamada definitiva:
«El claveteo de las suelas contra los peldaños era como un alarido o una queja que fuera
trepando con el miedo entre las piernas: se detenía un momento para tomar aliento y continuaba. (…) El
tableteo era persistente, acuciante, monótono. Sin más paréntesis que el del miedo».
(p.76)
La casa, las calles, la cárcel, espacios nocturnos, cerrados, que el autor no
desentraña con minuciosidad aíslan al reo y lo despojan de su única defensa, su casa,
donde ni siquiera recibe el calor de un gesto de comprensión frente a las paredes negras;
le basta la comparación del sonido de las piedras de la calle con el alarido, la queja o el
miedo, ya sin remedio. Como escribe Pedro Guerrero, «puestas en movimiento todas las
fuerzas de la destrucción, se encaminan todos hacia el catastrófico desenlace». Ahora
cualquier lugar es posible, el drama interior de la madre que no puede hacer nada para
salvar al hijo, no necesita un lugar con nombre, solo lo imprescindible, el suelo:
«El suelo sangra negrura sin precisar el sitio de la llaga, aunque el machete, al brillar, lo pone
de manifiesto…
Los pasos sobre el pavimento son como descargas lejanas al filo del
horizonte». (p.152)
Manos cruzadas sobre el halda (1958) tampoco es una novela espacial, como
señala José Luis Molina, pues pone su punto de interés en el carácter psicológico de la
protagonista, Encarna, quien acaba de perder a su marido Antonio. La historia se
desarrolla en la casa de campo de esta familia. Las pinceladas descriptivas acompañan
al confuso estado anímico de la vieja mujer:
«La luz entra a través del hueco de la ventana situada en la parte superior de la pared derecha
de la estancia, y dibuja los hierros en la de enfrente como si quisiera ponerle rejas y encarcelar la
indiferencia que siempre tuvo para con ella ». (p.186)
La imagen difusa de los barrotes en la pared contraria a la ventana se personifica
en la «indiferencia» del marido, eludiendo el tiempo narrativo y entrando en una
alteración de los tiempos del discurso que se justifican por el lamentable estado de la
mujer, quien habla sola o dialoga con el espíritu ausente del marido. La atmósfera
psicológica se apropia de los objetos y del lugar y entran a formar parte de los
personajes como termómetros y testigos de sus estados de ánimo. Pero será, una vez
más, el sol, como en Con la lengua fuera, protagonista del drama, pues la tragedia se
desencadena en la carretera y a merced de su fulgor:
«El sol, de diminuto, se transforma en grande… Es un sol desorbitado, fuera de contorno y
empeñado en desparramarse más y más hasta saltar, hecho añicos, en multitud de pedazos. Un sol que se
inflama y quema». (p. 32)
El niño de la flor en la boca (1959) es un ejemplo de plasticidad descriptiva,
localiza los acontecimientos en el ambiente rural de Lorca, en cuyo escenario sobresalta
el patetismo con el que se pretende iluminar los caracteres de los personajes o la acción
de una secuencia temática (Pedro Guerrero). Ginés camina hacia su casa en el campo, se
ha apeado del tren, derrotado para siempre:
«Desde el vagón último y a través de la ventanilla, alguien contemplaba la huida del paisaje:
una hilera de casas, intentando sostener el peso de los años, unas higueras a medio sacar y un pájaro
limpiándose el pico en los alambres. Más allá, un sendero hacia el campo y un reguero de polvo
surgiendo de los talones de un hombre ». (p.15)
Casas, higueras, un pájaro y el sendero hacia la casa en el campo. El paisaje
huye del hombre, con su fino olfato vengativo. El paisaje es un sentimiento, una pena,
un lamento, que presagia lo que va a ocurrir. El foco del escritor acompaña al personaje
unas veces, o se detiene para describir desde su omnisciente atalaya el paisaje en su
extensión. Una y otra mirada, la panorámica o el primer plano, encierran parte del
secreto del hombre, como actantes necesarios del drama. La misión ha fracasado, vuelve
sin el hijo. Le espera su mujer, María, y los vecinos, y la culpa, la maldita culpa que lo
empapa todo hasta la náusea:
«El sol, a lo lejos, mortecino y casi a punto de desaparecer, le pareció un ave malherida que se
agarra al horizonte. Al aletear teñía el campo, los nublos y las casas. El campo y las casas, oro; los
nublos, sangre ». (p.23)
De nuevo es recurrente la imagen del sol en el ocaso, la metáfora de los colores
dibuja un paisaje poético que no es tal, pues pronto se difumina con la comparación del
ave malherida. Manuel sale a su puerta para enfrentarse a su destino, el ave malherida
traza su sentencia.
Los perros mueren en la calle (1961) recorre los ambientes nocturnos, libres o
clandestinos, de la ciudad de Barcelona a finales del los años cincuenta. Del extrarradio
y los arrabales al centro de la ciudad, pasando por los barrios de emigrantes del sur, de
la burguesía adinerada y clasista, y de las carreteras fugitivas de la costa catalana.
Pequeños grupos de delincuentes pululan por toda la ciudad y van de sus refugios o sus
domicilios proletarios a las calles opulentas del ocio y el dinero. Mario y Andrés,
hermanos y ninguno triunfador, lo mismo roban a los clientes de un prostíbulo que un
banco de las Ramblas. La ciudad deja hacer a los honestos y a los malvados, su
geografía es como un mapa sin fronteras, donde las bandas no encuentran obstáculos:
«A un lado y a otro de la calzada se veía pasear a algunas mujeres acompañadas de sus perros
y los vigilantes dormían o descansaban repantigados en los bancos. El gas hacía guiños en los faroles, y
el mar, calle de Montaner abajo, sólo era una mancha ».
(p.24)
Caridad la Negra (1961) es una novela que podemos encuadrar dentro del
realismo social, pretende desentrañar el espinoso tema de la prostitución. La joven
Soledad llega a la casa de Caridad la Negra y los avatares de su experiencia terrible se
intensifican con las referencias descriptivas de los lugares cercanos a la ciudad de
Cartagena, en la que se desarrollan los acontecimientos. El autor describe el preciso
lugar central de la novela:
«La calle eran como todas las calles del Molinete. A primera vista parecían caminar en
dirección al cielo; pero el cielo, en lo alto del Molinete, quedaba más lejos que de cualquier otro sitio de
Cartagena ».
Tampoco hay lirismo ni adjetivación poética, la ironía del fragmento es
suficiente para comprender la dureza del mensaje, el espacio es solo el referente que nos
permite comprender el drama. Esta vez sí hay topónimos que destacan lacónicamente el
espacio geográfico. Soledad se ve rodeada de múltiples peligros y carece del amparo del
cielo, lo que le rodea da señales de malos augurios. La descripción se queda en el verbo,
otra vez el sol quema, las casas hieren, la noche gimotea. El narrador no busca cumplir
la norma descriptiva, elimina el tópico del adjetivo y al propio tiempo priva de realismo
la realidad cuando señala la distancia inalcanzable del cielo. El espacio se adivina pues
como un regulador de la temperatura psicológica de la novela.
El cansado sol de septiembre (1963) es la novela que marca con mayor
intensidad el marco narrativo en el que se desarrollan los hechos. La novela da el
nombre de Tontanica al lugar en el que se relatan dramáticos episodios de la guerra civil
de 1936 a 1940 y desde dos momentos distintos y alternos, según quién ostente el poder
en cada caso. En la ciudad las descripciones enumeran objetos que simbolizan el
sentimiento de la gente o provocan el deseo de su destrucción:
«Imaginaba la entrada de su casa tal y como había quedado después de la reforma: el escudo
heráldico encima del portal, los cortinajes, los reposteros con armas nobles bordadas en relieve, los
arcones, la leyenda orlando el borde de la vajilla de plata, los espejos de las consolas, los candelabros,
el brillo de las arañas…». (p.67)
Así soñaba Matilde con su nueva casa, tras arrebatarles a los duques sus
preciados bienes. No hay espíritu lírico, se enumeran los objetos contemplados de un
vistazo, aunque bajo esa listado doméstico, se esconde la clave de la novela pues serán
tratados según quien ocupe el poder en la imaginaria ciudad y en cada casa. Las calles,
el ayuntamiento, la casa de los Duques, tienen objetos, acumulan bienes que la
hipotética cámara del autor va constatando. Son partes de la ciudad, son codiciados por
los que han padecido la miseria y son defendidos por los propietarios como territorios
de su vida privada. Los espacios abiertos nos descubren el lugar de los humillados, en
ellos la tierra es seca y estéril e impide la vida y esparce el hambre y el rencor por cada
rincón del camino.
«Alrededor de la cabaña por sobre el techo, y aún más lejos, allí donde cielo y tierra coincidía,
aunque solo fuera aparentemente, había una calma precursora, siendo la atmósfera a causa de los
maizales cercanos, densa sin movimiento el aire, y la tierra dura, seca y pedregosa ». (p.57)
La personificación del campo lorquino deriva hacia una función simbólica que
tiene que ver más con su consideración de espacio épico donde se decide la suerte y el
destino de los ciudadanos que de simple marco descriptivo. No hay espíritu
contemplativo, sino espacio como juez y parte de los terribles momentos históricos.
Tontanica, trasunto de Lorca, parece que tiene alma, pero un alma que sufre la violencia
y calla.
4. CONCLUSIONES
José María Castillo-Navarro proporciona en cada novela unas referencias
geográficas, o al menos, espaciales, como acabamos de comprobar. Las salinas del Mar
Menor, la ciudad de Lorca en la subasta del agua, Cartagena, Barcelona, Tontanica y
otros tres espacios sin nombre, muy similares al paisaje rural y urbano de la ciudad
lorquina, ya como espacio abierto, ya como espacio cerrado, representan el marco
referencial donde se dilucidan los acontecimientos y, sobre todo, los conflictos
personales.
Si aceptamos la definición de M. Bajtin acerca del concepto de cronotopo, que
«en el arte y en la literatura todas las determinaciones espacio-temporales son
inseparables y siempre matizadas desde el punto de vista emotivo-valorativo», tenemos
que concluir que en sus novelas hay, en primer lugar, referencias temporales que van de
la Guerra Civil a los años cincuenta; en segundo lugar, que el campo y la ciudad de
Lorca, principalmente, Cartagena y Barcelona son los «topoi» dominantes, que a su vez,
coinciden con los lugares biográficos del autor; y, finalmente, si bien este relata los
hechos con objetividad, los paisajes y los espacios cerrados están descritos con una
tonalidad emocional. Amigable u hostil, el espacio de la novela aparece también con un
grado de fluidez o densidad, de transparencia o de opacidad, según Bourneuf y Ouellet.
En nuestro autor, el espacio tiene naturaleza hostil, como la gran mayoría de las novelas
de la época, y su presencia como actante se gradúa según la situación. Por ejemplo, el
sentimiento de culpa en Ginés o la infausta obcecación de Encarna.
El paisaje puede adquirir un aspecto opresor e intervenir decididamente en la
acción. La angustia en los relatos de Borges o Cortázar, el laberinto agónico de
Fournier, o, como escribió L. Janvier «no es un azar que la tragedia moderna, después
de Kafka, se exprese sobre todo en términos espaciales». Vemos personajes primarios
que «piensan con el estómago» en Hemingway y que además tienen un agudo sentido
de la muerte, paisajes urbanos en Dos Passos que proclaman la muerte del alma de la
sociedad moderna y personajes como los de E. Caldwell que directamente son
inadaptados sociales, reducida su existencia a la satisfacción de las necesidades
primarias.
En las novelas de Castillo-Navarro los personajes son los actantes fundamentales
de la narración, todo gira en torno a sus desgracias personales o ajenas, a su destino
aciago. Y en función del discurso, el cronotopo del espacio y del tiempo, se nos
manifiesta para darnos la pista invisible del recorrido del drama. Su misión es extender
la angustia al mundo, de modo que este se convierta en cómplice o al menos en leve
justificación de los impulsos desaforados. Como el deseo de Pablo y la sed de tragedia
sobre el manto blanco de las dunas de sal, como la sequía de las tierras de Manuel y su
necesidad de comprar agua, como el miedo de Zenón a la metálica oscuridad de los
callejones llenos de soldados en su busca, como la soledad de Encarna en la oscura
habitación de la pobre casa, como la impotencia de Ginés sin su hijo bajo el sol de
fuego del camino de vuelta, como el deambular indeciso de Andrés en las calles del
miedo de Barcelona por ser como un hermano o el otro, como la indefensión de Soledad
ante el enorme promontorio del Molinete, como la vileza de las conductas de quienes
ocupan el poder en Lorca en cada momento de la guerra.
Otras veces es el paisaje quien influye en los actos y los sombríos pensamientos
de cada personaje. El sol que quema, el paisaje rural desnudo y seco, desolado y yermo,
las noches del silencio, las habitaciones sin muebles, apuntan al modelo de novela
existencial, el individuo es atrapado por el mundo que le rodea. La narración registra
hechos, ambientes y psicologías, que se ponen al servicio del estilo. Ese estilo está
dotado en Castillo-Navarro de frases cortas, elipsis continuas, sintaxis simple,
predominio del indicativo y de la oración independiente, rupturas del ritmo narrativo
que permita transcribir la conciencia elemental e irreflexiva de estos personajes
superados por la desgracia. En algunos momentos de honda componente psicológica, el
autor, a través de la adjetivación, de comparaciones, de metáforas, de repeticiones
semánticas, como la serie «noventa ahogos, noventa desfallecimientos, noventa
agonías… cien odios, cien maldiciones», o como Ginés, quien «iba mirando el suelo
como un hombre avergonzado», o Manuel, «hay pena en sus palabras, pero su gesto
taladra», el pantalón de Pablo era de «pana negro, la blusa blanca, pero el aire era fiero,
el lugar era vacío, polvoriento». Ese proceso de comunión con la naturaleza sustrae al
personaje y lo faculta para elevarlo sobre su realidad. Podemos hablar así de un
concepto épico de estos personajes incluso de estos espacios áridos y poco protectores,
más allá de la sencilla historia particular que cada uno vive.
La ciudad de Lorca, en su triple dimensión geográfica en Con la lengua fuera,
espacial en Manos cruzadas sobre el halda, Las uñas del miedo y El niño de la flor en
la boca, y simbólica en Tontanica, en El cansado sol de septiembre, adquiere una
importancia relevante en su obra. Lorca como realidad y como símbolo, Barcelona
como geografía acogedora y las gentes murcianas que habitan los campos y los pueblos
son las arterias por las que Castillo-Navarro deja fluir una intensa preocupación
existencial, moral y social, en busca de alguna respuesta al pesimismo existencial y a la
lenta recuperación de la sociedad española de postguerra.
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