Dar y recibir en la política social - Antropología Social y Cultural

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Dar y recibir en la política social:
los movimientos piqueteros
en un mundo de planes
1
Julieta Quirós
El desempleo estructural y las transformaciones del mundo del trabajo en
la Argentina (cf. Beccaria y López, 1996; Barbeito y Lo Vuolo, 1995) han
sido acompañados por desplazamientos en el eje del conflicto social y en
las formas de movilización colectiva: entre otros fenómenos, en la última
década emergen y proliferan organizaciones de desocupados, organizaciones que hicieron del trabajo su demanda distintiva frente al Estado, y
del piquete o corte de ruta su principal método de protesta 2. Principalmente a partir del año 2000, cuando los cortes se propagan alcanzando
puntos medulares de la vida nacional, como el Gran Buenos Aires y los
accesos a Ciudad de Buenos Aires, los piqueteros se instalan como asunto
de Estado, y abren un campo de opinión, siendo admirados, justificados,
cuestionados, reprobados. El interés por el fenómeno alcanza el campo
de las ciencias sociales, y da origen a una vasta producción bibliográfica
sobre lo que dio en llamarse “nuevas formas de protesta social” y “nuevos
movimientos sociales”.
Aun cuando los estudios académicos sobre piqueteros constituyen un
campo heterogéneo, y parten de preocupaciones distintas, entiendo que
un elemento común reside en la naturaleza del objeto que recortan: un
“actor colectivo” –el movimiento o los movimientos. A partir del análisis de un conjunto de ideas y prácticas –prácticas visibles y oficiales,
como diría Florence Weber (1991)– que se enmarcan en “la organización”
–piquetes, asambleas, actividades productivas, documentos y publicaciones de prensa, entrevistas a dirigentes–, los “piqueteros” son estudiados
1 Este artículo está basado en uno de los capítulos de mi disertación de maestría, defendida en
2006 en el Programa de Pós-Graduação em Antropologia Social del Museu Nacional, UFRJ, y
publicada después en libro como parte de la colección Serie Etnográfica (cf. Quirós 2006)
2 Sobre las transformaciones en las modalidades de la protesta social en la Argentina, véase
Giarraca (2001), Lobato (2002), Lobato y Suriano (2003). Sobre las condiciones de génesis
y desarrollo de las organizaciones de desocupados en nuestro país, véase Svampa y Pereyra
(2004); sobre otros modos de acción colectiva asociados a la problemática del desempleo –como
las recuperaciones de fábricas–, véase Fernández Álvarez (2006).
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en tanto que “piqueteros”, una “nueva identidad social”, definida por lo
que –se presume– esas personas hacen: piquetes 3. Como resultado, y con
raras excepciones (véase Auyero, 2002, 2004; Manzano, 2007) 4, las organizaciones tienden a ser aisladas del contexto social concreto del que forman
parte, y sobre todo, de la vida de quienes las constituyen.
Al iniciar mi investigación sobre el tema, y específicamente mi trabajo
de campo en Florencio Varela 5, sur del Gran Buenos Aires, algunas experiencias me llevaron a discutir los prismas identitarios, como también
otros presupuestos compartidos por lo que llamé “sociología de los movimientos” (Quirós, 2006:26). En primer lugar, me encontré con que la
mayor parte de las personas que participaba en organizaciones de desocupados no siempre se identificaba como “piquetero”, sino que solía decir
“estar con” un movimiento, o “estar con los piqueteros”. En segundo lugar, que en su vida cotidiana, los llamados piqueteros hacían muchas más
cosas que piquetes y marchas, no solo dentro del movimiento, sino también fuera de él. En tercer lugar, que además de un mundo social signado
por la desocupación, la subocupación y el trabajo precario, Florencio Varela era un universo signado por una omnipresencia estatal específica: la
generalidad de los planes de empleo o planes sociales 6. Cuarto, que las
3 Cross y Cató (2002: 88) escriben que “se ha producido un pasaje desde la definición negativa
‘no tengo trabajo’ a otra positiva, ‘soy piquetero’ ”. Lenguita (2002: 61) señala que “para sus
protagonistas, ser piquetero significa que su identidad ha dejado de estar asociada a un trabajo,
desde ahora estará signada por lo que se hace: cortar la ruta”. Véase también Massetti (2004:
52-94), Svampa y Pereyra (2004: 168 y ss.), Grimson et al. (2003: 74).
4 Aun cuando los trabajos de Auyero toman el referencial conceptual de las teorías sobre acción
colectiva, el autor propone un recorte biográfico que busca dar cuenta de las motivaciones,
sentidos y creencias de aquellos que participan en acciones de protesta. Desde la antropología,
el trabajo de Manzano articula procesos políticos locales, tradiciones asociativas y vivencias
cotidianas de sus interlocutores en campo, y explora las condiciones socio-históricas a través de
las cuales el piquete se instaló como la forma apropiada de establecer vínculos con el Estado
y obtener compromisos por parte del gobierno en relación con la distribución de recursos.
Aquí, como en otros trabajos recientes que también exploran aspectos de la vida cotidiana
entre organizaciones piqueteras (por ejemplo Ferraudi Curto, 2006), el “actor colectivo” aparece
desagregado en sujetos concretos. Cabe señalar que el trabajo de Svampa y Pereyra (2004), como
el informe realizado por Grimson et al. (2003), buscan conectar la experiencia piquetera a otras
trayectorias asociativas ligadas al territorio. Sin embargo, en ambos trabajos el sujeto desde el
cual se enuncia son “organizaciones”.
5 Con una población de 348.767 habitantes, Florencio Varela es un municipio ubicado a 24 km
de la Ciudad de Buenos Aires. Según la clasificación del Instituto Nacional de Estadísticas y
Censos, Florencio Varela forma parte del “Conurbano IV”, la región más pobre y con los índices
más elevados de desempleo del Gran Buenos Aires.
6 Desde el año 96, los gobiernos nacional y provincial han lanzado subsidios y planes de empleo
para desocupados. Un elemento común a casi todos ellos es su monto, de 150 pesos mensuales (50
dólares) por destinatario. Además, la mayoría de los planes exige una contraprestación laboral
de 4 horas diarias, en proyectos comunitarios, productivos o educativos. En abril de 2002, en
el marco de la declaración de “Emergencia Ocupacional Nacional”, el gobierno provisional de
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organizaciones piqueteras formaban parte de ese mundo de planes en la
medida en que eran –junto al gobierno municipal y a los políticos locales–
uno de los actores que adjudicaban planes y organizaban la contraprestación que correspondía a los destinatarios 7. Aun cuando mi trabajo de
campo revelaba que estar con los piqueteros no se reducía a la obtención
de un subsidio o a la actividad de marchar, el plan ocupaba un lugar central en las narraciones de mis interlocutores sobre su aproximación a un
movimiento. A la luz de esas narraciones, el plan aparecía como aquello
que había incorporado a esas organizaciones al “horizonte de los posibles” 8 de mis interlocutores. Finalmente, Florencio Varela me mostró que
el plan era uno de los recursos a través de los cuales se tejían (y destejían)
múltiples relaciones entre vecinos, parientes, agentes estatales, organismos
municipales, militantes y referentes políticos, organizaciones piqueteras.
Este artículo explora algunas de estas relaciones en funcionamiento; relaciones que, creándose y actualizándose a través de recursos públicos
como el plan, ponen en juego moralidades, reputaciones, y sistemas específicos de derechos y obligaciones entre las personas vinculadas, como
también producen formas de acción política que escapan a las fórmulas
estatales.
El plan como medio de vida y lenguaje colectivo
Desde la esquina podía oírse el ruido de una soldadora. Un hombre manipulaba el aparato, enderezando el portón de rejas. Dentro del patio, otro
hombre picaba una de las paredes laterales. Y más adentro, un tercero alimentaba el horno de barro con maderas. En la cocina, dos mujeres lavaban
algunas ollas. Debajo de la parra, sentadas en sillitas y bancos de escuela,
un grupo de seis tejía prendas de croché. Solo más tarde sabría que todas
esas actividades que se realizan en el cabildo Mayo –sede del Movimiento
Teresa Rodríguez, una de las organizaciones piqueteras más importantes
Eduardo Duhalde crea el “Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados” (JJDH), destinado a todos
los desocupados con al menos un hijo menor de 18 años a cargo. En menos de un año, el plan
JJDH alcanzó una dimensión extraordinaria, llegando a contar con dos millones de beneficiarios
(cf. Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social 2003, y www.trabajo.gov.ar).
7 En el año 2000 el gobierno de Fernando De la Rúa dispone que la gestión de los planes –hasta
entonces en manos de entidades municipales– puede ser asumida, también, por asociaciones
civiles y organizaciones no gubernamentales. Fue en el marco de esa disposición que muchas
organizaciones piqueteras se constituyeron en asociaciones civiles y pasaron a gestionar sus
propios padrones de destinatarios de planes sociales.
8 Retomo esta expresión con que Sigaud (2004:16 y ss) plantea, en su estudio sobre ocupaciones de tierra en el Brasil, la pregunta por la creación de disposiciones para ocupar entre los
trabajadores rurales.
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de Florencio Varela– están cuidadosamente pautadas, organizadas en dos
turnos de cuatro horas, y que constituyen el trabajo que, por disposición
del gobierno, cada destinatario debe llevar a cabo como contraprestación
del plan que recibe –en este caso– a través del movimiento.
Atravesé el primer patio y me presenté al grupo de mujeres del tejido.
Olga, una de ellas, me dio la bienvenida 9. Me invitó, además, a la “charla”
que habría ese día –Por unos planes del gobierno para los jóvenes, explicó–,
y seguidamente, sin que yo preguntara nada, llamó a Ana, una mujer unos
veinte años menor –calculo que Ana tendría 35–, que salió de la cocina con
una taza de mate cocido y asumió la tarea de mostrarme “lo que hacemos”.
Ana dio inicio a un recorrido sintético y resuelto, a la manera de una visita
turística: me llevó a la guardería, un cuarto con dos camas y unos armarios
de cocina, donde se cuida a los chicos de los compañeros; a la panadería,
un gran galpón con un horno y pilas de asaderas de pan; al centro de
salud, una sala con algunos estantes, donde, según explicaba, trabajan
compañeros que fueron capacitados por la Cruz Roja; a otro cuarto, donde
se fabrican los artículos de limpieza que los compañeros salen a vender por
el barrio; a la huerta, ubicada en el fondo, con plantaciones de tubérculos
y verduras; más al fondo todavía, al gallinero, a la biblioteca y al depósito
de mercadería –Ana me mostró la puerta, solo más tarde conocería ese
gran galpón, en el cual se almacenan los alimentos que el cabildo Mayo
recibe del gobierno nacional y provincial, y distribuye a los comedores
de todos los demás cabildos de Varela. Allí se almacenan, también, los
productos que, una vez por mes, el movimiento reparte a cada uno de sus
integrantes. Finalmente, subiendo la escalera de hierro, Ana me mostró
la fábrica textil, un gran salón con unas seis o siete máquinas de coser,
adquiridas “por un subsidio del gobierno”.
Al ver esa sala recordé a Nani, una mujer que, durante mi primer día
de trabajo de campo en Varela, me había guiado en la búsqueda de un
“comedor de piqueteros”, e irritada, me había dicho: Veinte días duré
con los piqueteros, después no me los banqué más. Me habían prometido
que iba a trabajar en un taller de costura y después todo quedó en la
nada 10. Mientras Nani se había ido decepcionada, la experiencia de Ana
9 A excepción de personas de conocimiento público, los nombres propios son ficticios. También
han sido cambiados los de barrios y calles de Florencio Varela.
10 En este artículo, a excepción de fragmentos de discurso indirecto, la palabra de mis interlocutores no está antecedida de comillas, sino marcada por una mayúscula que indica que es
otro –y no yo– quien enuncia. Sobre este recurso narrativo y sus implicancias analíticas, véase
Quirós (2006). Las cursivas indican términos nativos fuera de contextos de situación específicos.
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parecía ser bien diferente: Ellos me ayudaron mucho, yo no tenía nada y
me ayudaron mucho, me contó cuando la conocí.
Ana lleva casi dos años en el movimiento. Suele ir todos los días al
cabildo Mayo, en general, acompañada por los tres más chicos de sus
cinco hijos: a la mañana a cuidar la biblioteca y a la tarde a preparar
la copa de leche que el cabildo sirve a los del turno tarde. Desde que la
conocí, a Ana podía vérsela preocupada por conseguir trabajo. Tiene que
ser por agencia –dijo esa misma mañana a otra compañera del cabildo
que le había preguntado cómo andaba la búsqueda–, porque por agencia
presentás las referencias y listo. Ayer presenté las referencias de la casa
donde trabajé doce años, y bueno, vamos a ver.
Como la mayoría de las mujeres que conocí en Varela, Ana trabajaba
en el servicio doméstico. El día de mi visita guiada por Mayo, andaba
con los clasificados del diario bajo el brazo. Cuando nos sentamos en el
patio, dijo estar preocupada porque en breve empezarían las clases de los
chicos y tendría que comprar útiles y zapatillas. Además, dijo que si no
trabajaba se aburría, No sé, es como que me deprimo –comentó. Nuestra
conversación se interrumpió con el llamado de Olga, quien nos anunció
que era la hora de partir para “la charla por los planes para jóvenes”, que
tendría lugar en un cabildo de un barrio vecino, el barrio Villa Salcedo,
ubicado a unas veinticinco cuadras de donde estábamos.
Salimos de Mayo Olga, Ana, dos chicos de unos 14 años y yo. Caminamos dos cuadras por la misma calle del cabildo y nos detuvimos un
momento en la casa de Ana, que tenía que buscar la bandeja de rosquitas que había cocinado esa mañana para vender en la reunión de Villa
Salcedo. Las mismas rosquitas que Ana solía vender en el cabildo Mayo cuando había algún evento importante; las mismas que solía vender,
también, durante las marchas. Tomamos la gran Avenida 1 o de Abril, que
estaba siendo asfaltada y contaba al momento con tres cuadras de pavimento. Olga comentó que ese año el desfile de carnaval se haría allí. Donde acababa el asfalto, había varias máquinas estacionadas y un grupo de
obreros haciendo mediciones. Comenzaban las cuadras de tierra nivelada;
a lo lejos podían verse dos aplanadoras funcionando. En algún momento
doblamos a la izquierda, por una calle de tierra más angosta. Volvimos a
doblar y nos fuimos internando en calles más precarias. El escenario me
resultaba muy diferente del que había transitado hasta entonces. Y me
costaba concentrar mi atención en las conversaciones de Olga y de Ana
–que me explicaban el porqué de los nombres patrios de los distintos cabildos y el porqué los cabildos se llamaban cabildos. Pensaba, en cambio,
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que cada vez había más barro, menos árboles y menos sombras. Que las
casas iban siendo más frágiles: paredes de ladrillo a medio acabar, paredes
montadas con pedazos de maderas, techos de chapa, algunas casillas de
madera y cartón. En varias esquinas había montículos de tierra y basura. En otros tramos, las calles se desdibujaban. Se trataba, más bien, de
grandes extensiones de tierra, con casillas rodeadas de alambrados improvisados. Además de esas casillas, cada terreno contaba con otros objetos:
muebles a la intemperie, bolsas, cartones, casillas más chicas en el fondo,
tanques de lata y piletas pelopincho.
El camino se volvía zigzagueante por las partes de barro y los pozos a
ser sorteados. Olga tenía dificultad para seguir la velocidad de los chicos.
Che, vos, ¿seguro que sabés el camino?, preguntó algo nerviosa a uno de
ellos. Sí, ya le dije que sí, doña, por acá por el asentamiento es más rápido,
respondió el chico. Entonces yo le pregunté en qué barrio estábamos y él
me corrigió: Este es un asentamiento –dijo–, el Asentamiento 7 de Noviembre. Después de un rato, las calles fueron delineándose nuevamente,
las casas de material reaparecieron y volvimos a pisar asfalto. Estábamos,
según dijo otro de los chicos, en “la principal” del barrio Las Canillas. En
comparación con el asentamiento, se trataba de una zona transitada, con
algunos quioscos, una iglesia, algunos comedores comunitarios y carteles
de “panadería” o “pan” en varias casas.
En un sentido, podría decirse que la diferencia entre barrio y asentamiento es de carácter temporal. Los hoy llamados barrios comenzaron como asentamientos, es decir, como tomas de terrenos –fiscales o privados–
loteados por los propios ocupantes. En el caso del barrio Villa Margarita
donde se ubica el cabildo Mayo –como en buena parte de la provincia de
Buenos Aires– esas tomas datan de los primeros años de la década del
80 11. Muchas de las personas, de entre 40 y 60 años que conocí durante
mi trabajo, contaron haber llegado a los barrios cuando “no había nada”,
cuando “todo se inundaba”, cuando “esto era tierra de nadie”.
11 Uno de los casos mejor documentados de tomas de tierras durante la década del 80 es el del
partido de La Matanza (Merklen, 1991). Otros trabajos (Aristázabal e Izaguirre, 1988; Fara,
1985; Cravino, 1998) tratan casos del sur del Gran Buenos Aires, centrándose en tomas masivas
como las de Quilmes y Almirante Brown. Como señalan todos estos autores, las tomas de tierras
se enmarcan en un proceso de corrientes migratorias hacia el Gran Buenos Aires, provenientes
de las provincias del interior del país, de algunos países limítrofes y de la ciudad de Buenos
Aires, donde la dictadura militar (1976-1983) estaba ejecutando el “Plan de Erradicación de
Villas”. Cabe señalar que, en el marco de este proceso, el segundo cordón del Gran Buenos Aires
es el área que asiste al mayor crecimiento poblacional. Dentro de ese cordón, Florencio Varela
ocupa el segundo lugar: después de Moreno (con un crecimiento del 47,6%) Florencio Varela
asiste al 46,7%, lo cual significa que el municipio pasó, entre 1980 y 1991, de 173.452 a 254.514
habitantes (cf. Morano, Lorenzetti y Parra, 2002:24-36).
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Los asentamientos –que llevan el nombre de la fecha en que se iniciaron las ocupaciones y que en general tienen entre uno y seis años de
antigüedad– carecen de la infraestructura que caracteriza a los barrios
–agua corriente, tendido eléctrico, calles trazadas, construcciones de material. La casa a medio hacer, junto a un conjunto de casillas provisorias,
constituye una fotografía paradigmática del asentamiento; y son estas
condiciones lo que, para los moradores de los barrios, hace de los asentamientos villas. Los lotes, como varios me indicarían más tarde, son de
treinta por diez metros. En general, ni los terrenos de los asentamientos,
ni los terrenos de barrios como Villa Margarita, Las Canillas o Villa Salcedo, tienen título de propiedad. Un bien preciado que, según algunos,
Dicen que está por salir.
Avanzando recto por la principal de Las Canillas, llegamos a Villa Salcedo y al cabildo donde se realizaría la charla. Un terreno con una casa de
material y un alero de chapa que protegía del sol a buena parte del patio.
Allí había una mesa rectangular de madera, rodeada de bancos, sillas y
banquitos, que reunía a unas cincuenta personas. Grandes y chicos, hombres y mujeres, algunos sentados y otros de pie, escuchando a la mujer
de cabellos castaños que hablaba desde el centro de la mesa, esforzándose para elevar el tono de voz. La charla, entonces, había comenzado. La
mujer, de unos 30 años, llamada Claudia, llevaba un pañuelo celeste atado al cuello –símbolo distintivo del Movimiento Teresa Rodríguez (MTR
de aquí en adelante)– y decía al público presente, Lo que yo quiero que
quede claro es que las becas no están, lo único que hay es la posibilidad
de presentar un proyecto de talleres para los chicos, y ahí el gobierno va
a dar las becas. Hizo una pausa y miró las caras que la escuchaban en
silencio. Ahora –continuó–, los proyectos no los vamos a hacer nosotros,
los tienen que hacer ustedes, son ustedes, los padres y los chicos, los que
tienen que pensar qué es lo que quieren hacer. ¿Se entiende lo que estoy
diciendo?, preguntó haciendo una nueva pausa.
El silencio parecía interrumpirse por un bullicio, algunos comentarios
por lo bajo, movimientos, suspiros, gestos de malestar. Alguien murmuró
a media voz, Es que en la otra reunión se había dicho que iba a haber
becas. . . Entonces una mujer que estaba de pie, asintió con la cabeza y
con voz bien alta dijo: Por eso yo vine acá, por eso vinimos muchos de los
que estamos acá. Yo no soy del movimiento, pero yo quiero que los chicos
dejen de estar en la calle y hagan cosas. Agitada y elevando más el tono
de voz, prosiguió: Acá hay mucha gente que no es del movimiento, o que
es de otros movimientos, y que vino porque se dijo que estaban las becas.
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Ahora –dijo interpelando a Claudia–, lo que yo te pregunto a vos es qué
le digo a mi nene, que está entusiasmado y piensa que va a tener beca,
¿qué es lo que yo le digo a mi hijo?
El aire se había espesado. Claudia trató de apaciguar los ánimos, diciendo que, evidentemente, había habido un malentendido: ¿Cuál es su
nombre señora?, preguntó. Gloria, respondió la mujer. Bueno Gloria, a
los chicos hay que decirles la verdad. Becas hay, pero para conseguirlas
tenemos que presentar proyectos de talleres.
Gloria –esa mujer de presencia imponente que me había llamado la
atención desde el inicio– escuchaba a Claudia con una mirada glacial,
fumando un cigarrillo tras otro. Si le habían preguntado su nombre, no
era tanto por su anonimato, como por el desconocimiento de Claudia,
que no era de Villa Margarita ni de Villa Salcedo sino de General Vega,
una localidad de Florencio Varela más distante. Como advertiría en poco
tiempo, para el resto de los que estaban allí, y principalmente para la
gente de Villa Margarita, Gloria era alguien bien conocido.
Así que los que quieren, yo les devuelvo toda la documentación ahora,
porque esto ahora no se precisa, dijo Claudia refiriéndose a la pila de fotocopias de DNI que había sobre la mesa. Una pila que había ido creciendo
a lo largo de la reunión: algunos se habían acercado a la mesa a dejar su
papelito; otros lo habían conservado en la mano, esperando el final de la
charla para entregarlo. Lo cierto es que me encontraba, por primera vez,
con un signo redundante en mis visitas a Varela. Varias veces volvería
a ver esas “primera y segunda hoja” del DNI fotocopiadas, el principal
documento a ser presentado para poder ser destinatario de los diversos
planes de empleo otorgados por el gobierno.
Claudia preguntó si alguien tenía alguna duda, y se hizo un nuevo silencio. Gloria encendía otro cigarrillo. A lo lejos podía escucharse un chorro
de agua rebotando contra un balde: era Ana, del cabildo Mayo, cargando
unos bidones de plástico de la canilla que estaba en una de las esquinas
del patio. Es que el agua de Villa Margarita no se puede tomar, la de este
barrio está más limpia porque los pozos están más abajo, me explicaría
más tarde. Claudia volvió a preguntar si había dudas, y una mujer intervino tímidamente, hablando a media voz: Yo quería saber si el proyecto
afecta el plan, porque nos dijeron que si anotábamos a los chicos en las
becas, entonces nos iban a sacar el plan. Claudia no llegó a responder
porque en ese mismo momento una chica atravesó violentamente el grupo
de gente que estaba de pie, se acercó al centro, y, dejando sobre la mesa
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una nueva pila de fotocopias y otras planillas que llevaba en mano, dijo,
Yo vengo a decirles que acá dejo todo y me voy.
Su declaración generó una mudez generalizada. Y entonces la chica trató
de explicarse, diciendo que había sido “amenazada por un compañero del
cabildo Mayo”: Me dijo que si a él le sacaban el plan por mi culpa me
cagaba a palos. ¿Cómo?, exclamó Claudia. La gente que yo anoté a las
becas de los chicos –explicó la chica– me preguntó sobre el plan, y yo dije
que capaz le sacaban el plan por tener la beca, y ahí me amenazaron.
El alboroto fue estrepitoso. Claudia intentó poner orden, rogando silencio y pidiendo a las personas que se quedaran tranquilas: Los que tienen
plan –explicó con voz esforzada– no pueden tener la beca, pero sí los hijos que no tienen plan. Por ejemplo, yo tengo plan con cargas. Mi hija,
como tiene 12 años, no tiene. Entonces ella sí puede recibir beca. Ahora, los chicos mayores de 16 que tienen plan no pueden recibir beca, ¿se
entiende?
Y de nuevo el silencio. En aquel momento la respuesta de Claudia me
resultó esotérica. ¿Por qué habría incompatibilidad entre el plan –de los
adultos– y las becas –de los chicos? Entonces, recordé la explicación sobre
los distintos tipos de planes de empleo que, un día atrás, una vecina de
otro barrio me había dado: la diferencia entre los planes con carga familiar
–aquellos que son obtenidos por quienes, además de acreditar su condición
de desocupado, demuestran su condición de jefe o jefa de hogar, con al
menos un hijo menor de 18 años a cargo– y los planes sin carga familiar
–aquellos que se obtienen declarando la condición de desocupado, se tenga
o no se tenga hijos menores de 18. Desde el inicio de mi trabajo de campo
vi que las bajas en los planes solían darse por la superposición de dos
planes con cargas, puesto que en teoría dos planes de ese tipo no pueden
ser asignados por los mismos hijos, es decir, un hijo no puede constar
como carga de más de una persona, o lo que es lo mismo, un matrimonio
no puede recibir dos planes con cargas presentando como carga familiar
a los hijos comunes. Entonces –como me explicaba aquella vecina en una
oportunidad–, a veces los hijos están anotados como carga de los dos
padres, y ahí se arma el quilombo y les dan de baja.
Para los planes con cargas, el destinatario debe presentar no sólo la
fotocopia de su DNI, sino la del DNI de sus hijos menores de 18 años –lo
cual certifica que, efectivamente, tiene cargas. Tal vez de allí, entonces, el
temor por la discrepancia del plan –de los adultos– con las becas –de los
chicos– en la reunión de Villa Salcedo: muchos de los que estaban en esa
reunión y habían inscripto y entregado los DNI de sus hijos para las becas,
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ya habían entregado esos documentos, en carácter de carga familiar, para
la obtención de su plan.
Fuera como fuese, la sola inquietud de aquella mujer que preguntó si “el
proyecto afectaba el plan”, me había llamado la atención. Algo significativo tenía que estar en juego para que esa mujer se decidiera, a pesar de su
timidez, a hablar frente a todos. Junto a su duda, aquella joven irrumpía
impetuosamente, denunciando haber sido amenazada por un compañero
que creía que, por haber anotado a su hijo en las becas, su propio plan
podía ser dado de baja. La situación revelaba una preocupación y un temor compartidos por la eventual pérdida del plan. El plan aparecía como
un bien valorado que podía correr peligro y debía ser protegido. Aún más,
aparecía como un lenguaje colectivo, manejado y entendido por todos.
Anotarse en el plan, esperarlo, recibirlo, cobrarlo, darlo de baja, perderlo eran signos de ese lenguaje, como también lo eran las fotocopias, las
planillas y las firmas.
Recordemos que cuando aquella mañana en el cabildo Mayo Olga me
convocó a la reunión, había dicho que era “por los planes para jóvenes”.
Y resultó que no eran planes, sino becas. Podemos pensar que se trató
de una confusión de términos –y de allí las sospechas de incompatibilidad
entre ambos. Pero podemos pensar, también, que más que una confusión,
lo que estaba en juego era el uso del plan como un signo general, capaz
de referir a toda una serie de recursos que el gobierno da.
Independientemente de los significados que pudiera tener para cada uno
de los presentes en la reunión, el plan operaba como lenguaje compartido, permitiendo la comunicación a un conjunto de personas diverso y
heterogéneo. Digo esto porque allí pude conocer gente como José Luis, un
quiosquero de Villa Salcedo que no tenía plan alguno ni era del movimiento pero que había anotado a sus dos hijos a las becas, y según me dijo,
siempre que podía, daba una mano. En la reunión también tuve oportunidad de conocer a Enrique, un chico de 25 años que estaba interesado en
los talleres de computación. Enrique vivía en Villa Margarita, con su mujer y su hija de 2 años. Cuando lo echaron de la pizzería donde trabajaba,
fue indemnizado con 2000 pesos. Entonces se compró el terreno, arregló
su moto, empezó a construir su casa y se quedó “sin nada”. No conseguía laburo –me dijo Enrique cuando la reunión de Villa Salcedo estaba
terminando–, y ahí fui al cabildo Mayo. Estuve varios meses esperando el
plan, pero no salió. Igual, los de Mayo me ayudaron mucho, por eso vengo
ahora.
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Como Ana, Enrique se sentía ligado a quienes en momentos difíciles
habían sabido ayudarlo y –también como Ana– expresaba su retribución
en términos de una obligación moral. Mientras me hablaba, peinaba su
pelo largo hasta la cintura y lo sujetaba con una gomita. El problema de
los de Mayo –dijo en un momento– es que ellos pelean por los 150 pesos,
pero eso no alcanza para progresar. Una mujer del cabildo de Villa Salcedo
que lo escuchaba hablar conmigo intervino algo consternada: ¡Pero cómo!
Ahora estamos luchando por los 300 pesos. Las cosas son así, hay que
lucharla, nadie te va a regalar nada. Sí –respondió Enrique–, ya sé, pero
esto para mí no es definitivo, ustedes se van a morir acá y yo no quiero
eso.
Si en la reunión de Villa Salcedo había gente sin plan, también era claro
que no todos los que allí tenían plan lo habían obtenido a través del MTR.
Eran los “padres” y “vecinos” a los que Claudia interpelaba, pidiendo
colaboración en el armado de los proyectos: Los proyectos los tienen que
armar ustedes. No los voy a armar yo ni el movimiento, repetía Claudia,
una y otra vez. Porque capaz que yo armo un proyecto de carpintería o
de música y no tiene nada que ver con lo que ustedes quieren. ¿Y así, de
qué sirve?
La propia Gloria había dicho públicamente que allí había gente que no
era del movimiento, o que inclusive era de otros. Más tarde, conversando
conmigo, Gloria dijo tener plan. ¿Por algún movimiento?, pregunté. No,
por un político, respondió ella. Mientras tanto, su marido –que había
asistido a una reunión anterior organizada por el MTR, a la que había
llevado los papeles para anotar a los chicos– no tenía plan. Porque dice que
eso es para vagos –me dijo Gloria–, así que cuando le salen hace algunas
changas.
Sentada junto a Gloria, y rodeada de seis de sus siete hijos, Leticia –que
no debía pasar los 30 años– también había estado escuchando atentamente
las noticias sobre las becas. Algunos días después, conversando con Leticia,
supe que ella y Gloria eran comadres. Ahora Gloria está cuidando a mi
nene mayor –me dijo Leticia–, que tiene 17. Se lo dio el juzgado, porque
él estuvo en mala junta, viste, y Gloria lo tiene cortito, trabajando en la
panadería. Cuando le pregunté a Leticia por el tiempo que llevaba en el
movimiento, ella respondió: No, yo tengo plan de la UGL, vine acá porque
anoté a los chicos a lo de las becas.
“UGL” iba a ser una de las siglas que más escucharía durante mis visitas a Varela. En una oportunidad, un funcionario municipal me explicó
que UGL era la abreviatura de “Unidad de Gestión Local”, unidades que,
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enmarcadas en el programa municipal de “Gestión Participativa”, funcionan como “pequeñas sedes de la municipalidad que apuntan a mejorar la
comunicación entre el intendente y la comunidad”. Mientras tanto, la gente de Villa Margarita, Villa Salcedo y otros barrios solía definir UGL en
otros términos. Cuando en la reunión por las becas le pregunté a Leticia
qué era UGL, ella me respondió, Son los planes que da el gobierno. Del
mismo modo que muchos otros me responderían, Son los planes que da la
municipalidad. Una asociación –entre UGL y planes– que se corresponde
con el hecho de que la gran expansión de las UGL se da hacia el año 2002,
cuando, por disposición del gobierno nacional, los municipios pasaron a ser
el canal distributivo del recién creado Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados (JJDH), el plan de empleo que adquirió una magnitud desconocida
hasta entonces. Fueron las UGL los organismos encargados de ejecutar
dicho Plan en Florencio Varela, empadronando destinatarios, estableciendo los criterios de prioridad en la asignación –la necesidad, cuantificada
en el número de hijos– y organizando la contraprestación de cuatro horas
diarias que corresponde a cada beneficiario.
A Leticia, por ejemplo, en calidad de contraprestación por su plan de la
UGL, le corresponde trabajar en una quinta municipal. Más tarde sabría
que Leticia siempre había sido ama de casa: Me anoté en el plan cuando
mi marido se quedó sin trabajo. Él trabajaba en la construcción, y ahora
va haciendo unas changas, y también está en el plan. Y era precisamente
por eso que Leticia estaba preocupada: Los dos tenemos el Jefas y Jefes,
y ahora dieron muchas bajas a los planes que están con la misma carga.
Me dijeron que me anote acá con los piqueteros, porque ahí me pueden
dar un plan distinto, pero a mí no me gusta eso de marchar.
En efecto, Leticia sabía bien que anotarse con los piqueteros implicaba
no solo cumplir las horas de trabajo como contraprestación, sino también
marchar; sabía, también, que la asistencia a las marchas era la condición
de posibilidad para tener derecho a un plan. Mientras las UGL reivindican como criterio de asignación de planes la necesidad de los aspirantes
–necesidad cuantificada en el número de hijos–; mientras, en las redes del
Partido Justicialista planes y otros recursos circulan como parte de los
favores personales que los políticos tienen para con sus referentes y militantes barriales –como Gloria–, y que estos, a su vez, tienen para con sus
vecinos, parientes y/o bases electorales –de quienes esperan, por su parte,
un agradecimiento y una retribución, expresados en el acompañamiento político, por ejemplo– ; los movimientos piqueteros reivindican como
criterio de asignación la lucha de cada compañero: lucha cuantificada prin-
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cipalmente en la cantidad de marchas de las que cada uno participa. El
movimiento –como la UGL, como el PJ– constituye, así, un espacio propio
de derechos y merecimientos.
Fue sobre el final de la reunión en Villa Salcedo que Claudia anunció la
iniciativa de tomar un local abandonado en Las Canillas. Enrique preguntó por qué no esperar a que salieran las becas y recién ahí tomar el lugar.
Claudia explicó que teniendo un lugar donde funcionaran los talleres, las
becas saldrían más rápido. Desde el inicio, la teoría nativa sobre la toma
estuvo fundada en una relación intrínseca entre “hacer” y obtener una
retribución y un reconocimiento por parte del Estado. La toma se llevaría
a cabo en la mañana siguiente, Pero lo que necesitamos –dijo Claudia– es
saber si vamos a contar con la ayuda de los padres, porque si no tenemos
el apoyo, no vamos a tomar el lugar.
Una vez más, la reunión quedó en sigilo. Enrique preguntó en qué consistía la toma. Claudia explicó que la idea era estar allá a las siete de la
mañana, Hay que llevar palas y rastrillos para limpiar, porque el local
está muy sucio. Ahí va a aparecer la policía, pero sólo para registrar el
hecho. Si no aparece el propietario, nos quedamos. Si aparece, intentamos
negociar con él, diciéndole, ‘Mire señor, este es un lugar abandonado hace
años, acá se juntan chorros, hubo varios intentos de violación, nosotros
queremos armar un centro cultural para los chicos del barrio’. Claudia
hizo hincapié en que era importante la colaboración de los padres, Porque
no es justo que nosotros hagamos el trabajo y después todos usen el local.
Claro que lo pueden usar todos, pero todos tenemos que luchar.
Y nuevamente el silencio. Zoila, una mujer de unos 50 años que estaba
sentada en uno de los bancos, justo enfrente de Claudia, dijo en voz casi
inaudible que lo que era bueno para los chicos ella lo apoyaba. Al día
siguiente, se presentaría en el local tomado, con el pan de chicharrón, que
ella misma fabrica en su casa, para la merienda. Es que además de su plan
de la UGL, Zoila tiene una panadería, que tuve oportunidad de conocer
algunos días después de la reunión. Anunciada por un cartel de cartón en
la esquina, el mostrador está en la parte del frente de la casa, que queda
en Villa Margarita, a la vuelta de donde vive Gloria –de quien Zoila,
como Leticia, también es amiga. La casa de Zoila es una casa de material
bien terminada; ella misma la fue levantando a lo largo de veinte años,
cuando salió del Chaco y se estableció en Varela. Tiene un jardín con pasto
cuidado y una pelopincho imponente. Allí vive con su hija adolescente, La
que está anotada en las becas. También ahí Zoila cuida a su nieta de 2
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años todas las noches, desde que su hija mayor consiguió trabajo en el
tercer turno de una fábrica de paraguas.
Quiero saber quién está de acuerdo, con quiénes contamos para la toma
del local, repitió Claudia. Entonces Gloria volvió a manifestarse: Yo no
voy a ir a la toma, dijo terminante. Puedo ayudarlos en otras cosas, pero
yo a la toma no voy, ni llevo a mis chicos. Además –agregó, dirigiéndose
a Claudia–, yo te quiero decir algo. Yo no fui a la primera reunión de las
becas. Fue el padre de mis chicos. Y yo vine hoy porque él no podía venir.
Él me contó que en la reunión se habló de tomar el SUM. Y yo les sigo,
yo trabajo en el SUM. Si ustedes presentan al SUM una carta, el SUM
les da el espacio, pero tomándolo no. . .
Entonces, los murmullos aparecieron nuevamente. El SUM (Salón de
Usos Múltiples) es un espacio que depende de la municipalidad de Varela,
creado por el intendente para funcionar como un centro cultural barrial.
Actualmente, en el SUM de Villa Margarita funcionan diversas actividades: cursos de alfabetización y escuela nocturna para adultos; talleres de
manualidades para los beneficiarios del plan Jefas y Jefes; tres veces por
semana, un centro de salud de un programa del gobierno provincial. Y es
Gloria quien, día a día, se encarga personalmente de la apertura y cierre
del local. Su acusación en la reunión levantó varias discusiones. Claudia
respondió que el movimiento nunca tomaba instituciones públicas: Como
son del gobierno y el gobierno nunca nos da nada, tomamos lugares abandonados, como fue este cabildo, como fue el caso del cabildo Mayo y de
todos los cabildos –dijo. Algunos de los que estaban en la reunión dijeron
haber estado en esa primera convocatoria a la que se refería Gloria, y aseguraban que no se había mencionado al SUM. Otros decían que sí, pero
que nunca se había hablado de tomarlo. Creo que te informaron mal, dijo
alguien a Gloria en tono algo sarcástico, mientras ella se ponía cada vez
más seria: Yo les digo –repitió–, nosotros el SUM se los cedemos para los
talleres, pero tomarlo no.
Claudia intentó contemporizar: Te agradezco que te hayas animado a
hablar, porque es importante hablar para toda la gente. Mientras tanto,
los rumores continuaban, y parte de las personas comenzaba a dispersarse. Leticia trataba de juntar a sus hijos para partir; Ana acomodaba
sus bidones en la bicicleta de un compañero. Claudia trató de convocar
nuevamente la atención hablando en voz más alta. Dijo que esperaba ver
a todos al día siguiente, porque la presencia de los padres y vecinos era
fundamental para la toma. Recordó, además, que los vecinos de Las Ca-
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nillas –donde quedaba el local a ser tomado– apoyaban ampliamente la
ocupación, ya que aquel lugar era una “cueva de delincuentes”.
Unas veinte personas iniciaban el camino de vuelta en dirección a Villa
Margarita. Entre ellas estaban Olga, Ana y otros del cabildo Mayo. Había,
además, otros vecinos, como Zoila y Leticia; Gloria también estaba allí
y avanzaba a paso lento con dos mujeres más jóvenes. Era Gloria quien
llevaba el cochecito del hijo de una de ellas, mientras esta lidiaba con un
chico de unos 5 años que la desafiaba desviándose del camino, en tanto la
otra avanzaba alzando un bebé, en un brazo, y remolcaba a un nene de
unos 3 años, con el otro.
Conversando con Gloria, supe algo más sobre la historia de aquella
reunión. Según me contó, el MTR había estado anotando a los chicos de
los barrios entre 12 y 25 años para ser beneficiarios de las becas de 75 pesos
mensuales que estaban siendo “bajadas de Nación”. Ellos dijeron que iba
a haber becas y ahora yo qué le digo a mi hijo, repetía Gloria mientras
avanzaba con el cochecito. Y, también más de una vez, dijo irritada: Ellos
dijeron de tomar el SUM, el padre de los chicos me lo dijo. Se hacen los
que no son políticos, que no tienen nada que ver con la política y después
vienen a decir que los peronistas hacen política. . .
Estas palabras, la política como acusación, la reacción de Gloria ante
la presunta toma del SUM, fueron, tal vez, la evidencia más fuerte de que
participar en una reunión convocada por el MTR no solo no significaba
estar en el movimiento, sino que tampoco significaba adherir a él. En esa
reunión convergían personas con diversas filiaciones, y con diversas opiniones en relación al MTR. Quizás Gloria era el personaje más disonante:
tenía plan por un político, había manifestado su discrepancia en relación
a la toma, había cuestionado la ausencia de becas y ahora incriminaba al
movimiento de hacer política. Pero además de ella, en la reunión estaba
Enrique, quien había insistido en aclararme que él no era como “los de
Mayo”; estaba Leticia, quien a pesar del peligro que corría su plan y el de
su marido, parecía resistirse a anotarse con los piqueteros, ya que eso de
marchar no le gustaba nada.
En el camino de vuelta a Villa Margarita, Gloria retomó nuestra conversación: Lo que pasa es que me da bronca que digan que los peronistas
hacen política y ellos no. Yo soy del PJ –dijo haciendo una pausa. ¿Ah sí?
–pregunté. Sí –respondió–, trabajo para Pereyra 12. Cuando le pregunté a
Gloria si Pereyra le gustaba, ella respondió que no, Pero me lo tengo que
12 Con cinco mandatos consecutivos, Julio Pereyra es, desde 1992, el intendente del municipio
por el Partido Justicialista.
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tragar –dijo–, lo que él necesita, yo estoy ahí. ¿Y qué hacés? –pregunté.
¿No te digo? De todo, lo que se necesite –contestó Gloria rotundamente,
indicando la obviedad de mi pregunta. Y lo cierto es que muchas veces
tuve contestaciones de este tipo al preguntar “y qué hacés” a quienes me
dijeron estar en política o trabajar para un político. La respuesta de Gloria –“de todo”, “lo que se necesite”– es paradigmática. Se trata de algo
que no precisa ser explicado, exceptuándome a mí, claro, para quien no es
evidente en qué consiste ese trabajo que, ofensivamente, suele ser referido
con el término de puntero.
A lo largo de esa caminata, y con el pasar de los días, fui conjeturando
que la reacción de Gloria en relación a la presunta toma del SUM iba más
allá de su trabajo como portera de ese espacio. Gloria parecía ser una
figura íntimamente ligada al peronismo local, y no sólo por trabajar para
Pereyra, por tener plan por un político y por operar el funcionamiento del
SUM. Como sabría poco tiempo después, Gloria era hija de La Polaca,
una referente barrial histórica del Partido Justicialista. Poco a poco, la
reunión sobre las becas iría cobrando una nueva densidad: los comentarios
de Gloria –Nosotros el SUM se los cedemos, pero tomarlo no–, Claudia diciendo que “el gobierno nunca nos da nada”, traslucían una tensa relación
entre el movimiento y la gente de Pereyra.
De hecho, durante las primeras semanas que pasé en Varela no me resultó fácil aproximarme a Gloria, y pienso que parte de la distancia que
ella establecía se debía al hecho de asociarme al MTR. Mientras sus cuatro hermanos integraban el Movimiento de Trabajadores Desocupados
Aníbal Verón –otra de las organizaciones piqueteras más importantes del
distrito–, Gloria se ocupaba de aclararme que ella no tenía “nada que
ver con los piqueteros”. Cuando hablábamos, solía preguntarme por la
toma del “local de los chicos”, por las becas y por lo que acontecía en
las reuniones que se sucedieron; e inmediatamente me aclaraba que tenía
que ir al local tomado a retirar los papeles de sus hijos. Por su parte, la
gente del MTR marcaba su antipatía hacia Gloria, y se mostraba molesta
cuando se enteraba que yo iba a verla. Lo mismo pasaba cuando sabían
que iba a ver a Mabel, integrante de la Unidad de Gestión Local (UGL)
de Villa Margarita, a quien conocí a través de Gloria. ¿Para qué vas a
hablar con ellas?, cuestionaban muchos compañeros del MTR. Te van a
decir cualquier cosa, me advertían otros. Gloria no le va a servir para
hacer la historia de Villa Margarita, me dijo Vero, una adolescente de
14 años que, con una pasión extraordinaria, tendría un lugar central en
la toma del local convocada por Claudia. En una oportunidad, Vero me
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denunciaría ante Juan, su padre, diciéndole: Papá, ¿vos sabés con quién
se anda juntando Julieta? ¡Con Mabel y con la hija de La Polaca! Juan
–quien entonces dijo que yo estaba “perdida”–, había trabajado para Pereyra durante mucho tiempo: Pereyra me prometía que cuando subiera me
iba a dar trabajo, y nada. Me cansé de Pereyra, de La Polaca, de Gloria,
ya no quiero saber nada. Para Juan –como para muchos otros–, Gloria y
La Polaca eran una suerte de ícono del gobierno de Pereyra. ¿No viste la
foto de él que tenemos en casa?, me preguntó Juan con entusiasmo. Está
con Vero de chiquita. La tengo ahí, atrás de la puerta, porque la voy a
tirar a la mierda en cualquier momento.
Piqueteros y punteros: algo más que “mediadores”
Hasta aquí, mi relato puede dar la impresión de un escenario escindido
en ‘piqueteros’, por un lado, y ‘la gente de Pereyra’, por otro. Se trata,
por cierto, de una oposición muy recurrente en la literatura sobre piqueteros, protesta social, movimientos sociales y otros rótulos afines. Una
oposición que suele ser planteada en términos de experiencias cotidianas
de confrontación entre organizaciones de desocupados y aparatos partidarios (cf. Svampa y Pereyra, 2004:53); o en términos de modalidades de
acción que se presumen radicalmente disímiles, como “espacios de verticalidades” y “lógica del favor” en el caso del “puntero”, y “espacios de
horizontalidades” y “lógica de los derechos” en el caso del “piquetero”
(Mazzeo, 2004:76-77); o, en otros casos, en términos de una preocupación acerca de la posible influencia que la “cultura clientelar” (Grimson
et al., 2003:74-76), establecida por la estructura del Partido Justicialista
ejercería sobre las organizaciones de desocupados.
Una oposición que también tiene sentido desde el punto de vista de los
dirigentes y militantes de los movimientos, para quienes los punteros del
PJ constituyen, día a día, los mayores competidores en la disputa por
recursos gubernamentales –y por la adhesión de la gente que los recibe.
Y si es cierto que podemos identificar relaciones tensas entre personajes como Gloria y Claudia, o entre Gloria y Juan, también es cierto que
codificarlas de antemano en esas etiquetas puede estancar una realidad
compleja y oscilante, al tiempo que perder la perspectiva de aquellos que
son denominados –algunas veces por otros– como punteros y piqueteros.
Por el momento tenemos algunas pistas de esa complejidad: Gloria estaba
allí, en la reunión convocada por el MTR, con la intención de incluir a
sus hijos como beneficiarios de las becas; ya mencioné, además, que en
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la reunión participaban personas con otras filiaciones, que no necesariamente abrazaban al movimiento. En este sentido, no interesa solo lo que
se dijo en la reunión, como también lo que es dicho por ella. La reunión
como situación social habla de la generalidad del plan como posibilidad
y como medio de vida; de que personas con diversas pertenencias se encuentran, hablando un mismo lenguaje: un lenguaje asociado a los planes,
pero también a distinciones como la que separa barrio de asentamiento;
a preocupaciones comunes como “sacar a los chicos de la calle”; a siglas
vividas como UGL, MTR, y SUM –que solo podían resultar crípticas a
un extraño como yo–; a una relación con el gobierno y con el movimiento
como aquellos que dan –o como aquellos que podrían dar.
Junto al lenguaje de los planes, estos vecinos comparten otro, asociado
al dar: un lenguaje que incluye la promesa, la espera, la ayuda, el pedido, el ofrecimiento, la obligación, el agradecimiento. Si, por un lado,
todos mis interlocutores en Varela saben que los planes son programas
gubernamentales –de hecho, todos saben si tal o cual plan es de Provincia o de Nación–, al mismo tiempo, el plan es pensado –y referido– como
siendo “de la UGL” o “de los piqueteros”; mis interlocutores hablan de
los planes que da la municipalidad, los que dan los piqueteros, los que
dan los políticos. Mientras es corriente que en la literatura sociológica los
movimientos –y también las UGL, y los militantes o punteros– aparezcan
conceptualizados como “mediadores” o “intermediarios” 13 entre el Estado y los destinatarios de políticas y recursos públicos, argumento que esa
relación puede ser vivida de forma diádica desde la perspectiva de las personas involucradas. La noción de mediador, como indica Goldman (2006),
corre el riesgo de jerarquizar las relaciones, presumiendo una relación –la
del Estado y la población– como la más importante, y confinando a un
segundo plano aquella otra que es efectivamente vivida: el vínculo entre
esos que se suponen ‘mediadores’ y ‘la gente’, un vínculo sui generis que
supone su propia cadena de derechos y obligaciones.
Es el movimiento el que da el plan, el que anota, el que pasa asistencia; es el movimiento –y no el Estado– con quien las personas se sienten
comprometidas y agradecidas. Es al movimiento, también, a quien las
personas cuestionan o reclaman ante una expectativa no cumplida. En la
reunión de Villa Salcedo, por ejemplo, Claudia dice que “el gobierno va a
dar becas”, pero sus interlocutores viven ese recurso como una posibilidad
–y un compromiso– abierto por el movimiento; semanas después, cuan13 Cf. Auyero (2001:93 y ss); Svampa (2004:8); Grimson et al. (2003:14, 33, 76); Cravino et al.
(2002:66 y ss.); Scaglia y Woods (2000:250).
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do se arman los proyectos y las becas no llegan, Claudia responsabiliza
al gobierno: Las becas están, no quieren dárnoslas a nosotros; mientras
tanto la gente responsabiliza al MTR: Yo quiero saber por qué dijeron
que había becas si ahora no hay; El movimiento anda diciendo mentiras,
prometiendo cosas.
Estas observaciones no presumen que “mediador” sea una noción intrínsecamente inadecuada para pensar una relación triangular entre población, movimientos (o punteros, o UGL) y Estado. Antes bien, lo que
quiero subrayar es la importancia de especificar desde el punto de vista de
quién estamos hablando cuando empleamos nuestros términos analíticos.
Por otro lado, quiero señalar la importancia de no reducir a los “mediadores” a meros canales de distribución de recursos, porque eso clausura
un rasgo esencial: su poder de creación y transformación. Tanto en lo que
refiere a los militantes del PJ, como a las UGL y a los movimientos de
desocupados, estamos frente a actores que instituyen –y operan con– sistemas propios de merecimientos, como también, lógicas diferenciales de
obligaciones recíprocas entre los que, según el momento, dan y reciben.
Aquello que los movimientos de desocupados ponen en juego en Florencio Varela son planes, pero también son criterios de merecer –la lucha–;
formas de ser reconocido –como compañero, como militante, como trabajador–; espacios de producción de valores y reputaciones –estar con
los piqueteros es juzgado por los otros en las coordenadas de la dignidad/indignidad: según el contexto, puede ser clasificado como trabajo o,
al contrario, como vagancia; como algo que confiere orgullo o vergüenza
(cf. Quirós, 2007).
De la fragmentación a la interdependencia
La reunión de las becas nos habla, también, de que un movimiento como el
MTR se sostiene con la participación de personas que en teoría no forman
parte de sus bases. Gloria, Zoila, Leticia, el quiosquero, y otros, no estaban
en el movimiento. Y, sin embargo, contaban con relaciones a través de
las cuales saber sobre la reunión organizada por él. Por su parte, para
realizar la toma convocada por Claudia –y para que esa acción ilegal fuese
percibida como legítima– se precisaba de la colaboración de esos vecinos.
En lo que respecta a la obtención de las becas, no sólo esas personas
dependían del movimiento, sino que el movimiento también dependía de
ellas: sólo con un lugar propio, con extensas listas de inscriptos, con una
movilización que excediera al movimiento e hiciera del centro cultural una
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iniciativa de “los chicos del barrio”, el MTR estaría en mejores condiciones
de negociación con el gobierno.
La reunión nos dice, así, que en Florencio Varela la gente no está, de
antemano y en todo momento, escindida en punteros y piqueteros, ni tampoco confinada a la organización piquetera a la que pertenece. Proponer
–como propongo– una mirada descentrada de los movimientos como objeto, es proponer una etnografía capaz de dar cuenta de las tramas de
relaciones de interconocimiento que desafían escisiones que han devenido
parte de nuestros presupuestos. Tramas que pueden ser pensadas en términos de lo que Elias (1991, 2006) llama figuración, es decir, como lazos de
dependencia recíproca que ligan a las personas en múltiples direcciones.
Valiéndome de esta noción –relacional, y no sustantiva– propongo, también, un recorte metodológico y analítico –“figuracional”, si se quiere–,
alternativo a los otros establecidos: me refiero al organizacional –el estudio de uno o más movimientos piqueteros– y al territorial –el barrio
como unidad de análisis (cf. Quirós, 2006). Si volvemos a esa situación
social que fue la reunión por las becas, es posible ver ese tejido de interdependencias en acto: la figuración a través de la cual mis interlocutores
circulaban –y por las cuales me hacían circular– desafiando no solo fronteras organizacionales y territoriales, sino también, recortes y clasificaciones
sociológicas.
Es en este sentido, también, que me interesa recuperar la expresión
nativa de estar con los piqueteros. No tanto porque el verbo estar –a diferencia del verbo ser– supone un estado, una circunstancia, o algo transitorio, sino, sobre todo, porque esa expresión nos llama la atención sobre
un hecho fundamental: que más que una identidad o una trayectoria, las
personas son una multiplicidad de relaciones, siempre parciales (cf. Strathern, 1992); que nuestros interlocutores no son unidades que entran en
relación con otros, sino parcialidades que se constituyen a cada momento,
en y por cada relación.
Hablar de parcialidad, no obstante, no es hablar de fragmentación. En
la literatura sobre protesta social y movimientos sociales es corriente encontrar el diagnóstico de la “fragmentación”, la “desafiliación” y la “descolectivización” para describir a la sociedad contemporánea 14. En muchos
casos, esa fragmentación no es calificada o descripta, sino tomada –en
general a partir de una lectura particular del trabajo de Castel (1995)–
como presupuesto de la sociedad post-salarial.
14 Cf. Isman (2004:22, 144, 156); Svampa y Pereyra (2004:14, 30, 53, 219, 222); Delamata
(2004:14). Cross y Montes Cató (2002:90).
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Partiendo de la relevancia –epistemológica y política– de estudiar los
efectos de la disolución de la sociedad de pleno empleo, creo que cabe preguntarse, no obstante, qué totalidades del pasado suponen términos como
el de fragmentación (Fonseca, 1995). Tal vez las cosas resulten más claras
si nos obligamos a indagar qué se ha fragmentado, qué lazos se han disuelto; y si partimos –siguiendo a Strathern (2005)– de otro supuesto: hay
muchas más cosas sucediendo que la mera “fragmentación de la sociedad”,
y la desconexión involucra, siempre, otras (nuevas y viejas) conexiones a
ser mapeadas.
Si hay algo que Florencio Varela nos sugiere es que las personas están
indisolublemente amarradas las unas a las otras, y ligadas por relaciones
de interdependencia (otra vez, nuevas y viejas) que no solo involucran a los
piqueteros, sino también a parientes, vecinos, agentes y políticas estatales, estructuras partidarias. Deberíamos pensar, entonces, qué preguntas
y caminos de investigación son clausurados cuando apelamos a conceptos preconstituidos –como desafiliación o individuación– sin especificar,
concretamente, qué estamos significando con ellos. Las relaciones de interdependencia e interconocimiento reveladas por una pesquisa de tipo
etnográfica escapan, muchas veces, a las grandes instituciones asociadas
a la sociedad salarial. Al ser excluidas del análisis, e invisivilizadas, los
conceptos a los que se apela para describir la sociedad actual contienen,
de antemano, las conclusiones de la investigación: subjetividades en crisis,
individualismo, debilitamiento de los lazos, retirada del Estado, disolución
de los grupos de pertenencia –cuando no, desaparición de la clase.
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