LOS ANTI LIDERAZGOS

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LOS ANTI – LIDERAZGOS”.
1) El Liderazgo Carismático
2) El Liderazgo Maquiavélico
3) El Liderazgo Paternalista
(Basado en: “El mito del líder” S. Alvarez de Mon Pan de
Soraluce).
4) El Liderazgo Despótico
(Basado en: “Acosadores Morales” de Marie-France
Irigoyen).
1) LOS LIDERAZGOS CARISMÁTICOS.
Desde el punto de vista estrictamente político, desde una
visión meramente descriptiva de la realidad social, ¿fue Hitler
un líder? En su interior, espontáneamente, ¿qué ha
contestado usted a mi pregunta? Un gran número de veces la
he formulado en programas y seminarios. Y siempre me
encuentro con la misma respuesta: sí, rotundamente sí.
Difícil discrepar con la misma.
Si líder es aquel que tiene seguidores, que genera la adhesión
entusiasta y seguimiento fiel de los mismos, indudablemente
estamos ante un gran líder. ¿Qué Alemania hereda Hitler en
1933, año de su acceso al poder?
Una Alemania perdida, confusa, inerme. La República de
Weimar es una Nación cuya debilidad va más allá de una
inflación galopante. El pueblo Alemán ha perdido su orgullo,
no tiene confianza en su futuro. En ese contexto aparece el
hombre de Bruneau y le devuelve a la gran Nación alemana el
sentido de la historia y de su propia autoestima.
¿Habilidades constitutivas a su ejercicio de liderazgo? Entre
otras, una importante capacidad de comunicación y una fina
observación de las heridas producidas en el tejido social
alemán a raíz de la Primera Guerra Mundial. ¿Dónde está
Alemania apenas seis años después? Camino de dominar
Europa y de someter al mundo al mayor test de la era
moderna. ¿Quién hay detrás de tamaño peligro, de semejante
transformación? Adolf Hitler, un hombre con carisma que
cautiva, persuade y moviliza a la masa otrora dormida y
anémica. Austria, Polonia, Noruega, los Países Bajos,
Francia... países que se ven obligados a someterse al yugo de
una Nación recuperada y poderosa.
Desde el éxito inicial de Hitler, déjeme seguirle interrogando.
¿Sobre qué bases edificó Hitler su acción de gobierno?
¿Cuáles son los ejes de su trayectoria? ¿Qué valores o
principios centrales inspiraron la filosofía de su régimen? La
violencia, el nacionalismo extremo, el racismo, la supuesta
superioridad de la raza aria al más puro estilo darwinista –
las especies superiores acaban triunfando sobre las inferiores
– y envolviéndolo todo, el terror y la inseguridad de un pueblo
que no ha recuperado el norte perdido en la guerra de 1914 a
1918. La ignorancia, la estupidez, es el gran enemigo a
combatir.
¡Que verdad aquello de que el miedo es la madre del suceso!
Sobre los miedos y fobias del pueblo alemán diseña Hitler un
discurso seductor a fuerza de oportunista y embriagador.
A este respecto, el análisis del binomio estímulo – respuesta
en el hombre nos sitúa ante uno de sus misterios. ¡Que
pronto responde el ser humano a estímulos fatales y
superficiales! ¡que tramposa facilidad e inmediatez generan
los líderes que trabajan en la epidermis del problema social!
¡Que tentador pulsar y provocar al animal que llevo dentro,
sobre todo si vengo de ser maltratado y zaherido por mis
vecinos! A eso se dedicó Hitler con criminal astucia. Como
expresa Heifetz, en lugar de afrontar la dura realidad, Hitler
vendió ilusiones de grandeza, buscó chivos expiatorios
internos y enemigos externos para cohesionarse.
André Frossard dice que el hombre tiene una naturaleza
dual, apta para el bien y para el mal. Una mínima
observación de nuestra realidad personal confirma esta
misteriosa dualidad. Laserre es todavía más gráfico: “todo
hombre lleva cosido dentro un cerdo y un ángel”. La tentación
siempre será despertar el animal, provocar el lado oscuro de
nuestra naturaleza que, nos guste o no, ahí está. Hitler llamó
al cerdo y se olvidó del ángel en el que nunca creyó. En lo
único que confía es en la lucha y en la pelea continua por
sobrevivir desde la fuerza. “Toda vida debe ser comprada con
sangre. Así se empieza desde el nacimiento”, confiesa en Mein
Kampf. Esa es su base antropológica, un sentir sombrío y
pesimista del ser humano. A partir de su profunda
desconfianza en el ser del hombre se precipita en un ejercicio
del poder tiránico y absorbente.
Una anécdota histórica. ¿Sabe usted que quiso ser Hitler de
pequeño, a que dedicó sus mejores empeños juveniles?
Pintor, esa es la verdadera vocación de nuestro pequeño
hombre. Dos veces intentó entrar en la academia de Bellas
Artes de Viena y dos veces le dieron con la puerta en las
narices. Sus años de adolescente los pasó en Viena pintando
y vendiendo lienzos que no tuvieron una gran acogida.
De hecho, su mayor fuente de ingresos de aquellos años fue
la herencia de su padre. ¿Cuál fue una de las primeras
ciudades sobre la que manda marchar sus ejércitos? Viena.
¿Es la bella ciudad imperial un enclave estratégico o el lugar
de sus frustraciones y fracasos? Nunca les perdonó a los
vieneses que no reconocieran su talento artístico. Olvido y
torpeza que pagarán muy caro. La frustración será la causa
primera de su estilo de dirección.
La política como servicio a la comunidad, el interés generoso
y altruista por la res pública y por el bien común, no
aparecen en el horizonte hitleriano. Solo es un medio para
conseguir el fin. ¿Cuál es el fin? El poder, el afán de dominar,
verdadera obsesión de los débiles. Su afán de superioridad no
es más que el anverso de un complejo de inferioridad que le
acompaña toda su vida.
¿Cuál es el gran enemigo de los múltiples líderes maestros en
hipnosis que la historia nos ha regalado? (Hitler es solo uno
de los ejemplos más tétricos). El tiempo, factor clave en toda
obra humana que coloca a cada uno en su sitio. ¿Dónde está
Alemania en 1945? ¿Está mejor o peor que en 1933?
Los valores de fondo del nazismo, la cultura hitleriana en el
sentido literal del término (cultura viene de cultivare, que
significa “cultivar”), el sombrío pozo antropológico sobre el
que descansa el pétreo edificio fascista no permitían ser
optimistas a largo plazo. ¡La sinrazón y el pánico, frágil
sustrato del supuesto coloso alemán! Su derrumbe era una
mera cuestión temporal.
¡Qué hay detrás de estos caudillos fuertes y autoritarios,
amateurs aprendices de liderazgo? ¿Cuál es la palabra
mágica que explica su influencia y dominio sobre los demás?
Carisma, vocablo equívoco como pocos que necesita ser
desmenuzado. Si por carisma se entiende un talento o
habilidad natural, casi innato, para ciertas actividades o
profesiones, entonces no me inspira ningún recelo o
aprensión.
Uno mismo ve a sus hijos practicar varios deportes, pintar,
cantar, sumar y restar, leer, escribir... y en su distinta
facilidad para aprender y dominar esas disciplinas descubre
sus tendencias y preferencias. De hecho, potenciarlas y
trabajar para que se expresen plenamente constituye el
núcleo del arte de educar. Sin embargo, mis temores surgen y
se confirman cuando de la mayor o menor proclividad se pasa
a lo genético y determinista. Carisma para muchos es
sinónimo de inteligencia casi sobrenatural, magnetismo
subyugador, llamado del destino a realizar grandes proyectos,
a salvar vidas y almas. Desde esa persuasión hipnotizante los
cautivados por el poder mágico del jefe carismático le rinden
culto a su personalidad, le idolatran como los jóvenes a sus
héroes deportivos y musicales. La fe ciega en el líder,
desprovista de razón y libertad, alumbra la pasividad y
docilidad de unos seguidores que hacen las veces de rebaño
amaestrado. Líder carismático, amoral y muchedumbre
inculta y deslumbrada, mezcla explosiva del cóctel social.
Hitler es solo una variable, por endiablada y retorcida que
nos pueda parecer, incompleta para explicar la solución
arbitrada. Hay que dar un paso más y hablar de las otras
variables que se prestan al jeroglífico. No hay líder sin
seguidor. En “El Arte de amargarse la vida” de Paul
Watzlawick, me topo con una frase que resume mi
preocupación: “el destino conduce al dócil”, que en su
debilidad se torna mansa marioneta manejada por los hilos
arrebatadores del ayatollah iluminado de turno. Warren
Bennis en “Cambio y Liderazgo” ilustra mi argumento con un
ejemplo histórico. “Cuando Nikita Krushev llegó a EEUU, se
reunió con los periodistas en el Club de Prensa de
Washington. La primera pregunta escrita que recibió fue:
“Hoy ha hablado usted de la horrible política de su
predecesor, Stalin. Usted fue uno de sus más estrechos
colaboradores y colegas durante esos años. ¿Qué estuvo
haciendo usted durante todo ese tiempo?”. Las facciones de
Kruschev se empezaron a poner rojas. “¿Quién pregunta
esto?”, gritó. Nadie respondió. “¿Quién pregunta esto?”,
insistió. De nuevo, silencio. “Eso es lo que hacía yo”, dijo
Kruschev. Hitler y sus íntimos asesinos es todo un sopapo en
los pliegues del rostro humano. También lo es, y estruendoso,
el silencio de tantos corderos humanos que callan.
En legado de Europa, Zweig elabora sobre una tendencia – “el
que sigue a otro, no sigue nada, no encuentra nada, y más
todavía, no busca nada” – largamente mostrada en la historia
de la humanidad, la del seguidor que con su extremismo
transforma una virtud, la lealtad, en un cheque en blanco
para los desaprensivos; otra, la obediencia, vital para poder
mandar, en disposición mental que me exime de pensar y
actuar por mi cuenta”.
La vida no puede limitarse a pisar mecánicamente las huellas
que otro ser humano, líder mesiánico, ha dejado en su
caminar majestuoso. Incluso si este fuera recto, limpio y
noble.
Liderazgo tiene mucho que ver, en mi opinión, con esta
disgresión personal: Somos, o debemos ser, los autores de
nuestra propia biografía Nadie la puede escribir por nosotros.
Y si lo hace, animado por nuestra permisiva autorización, por
nuestra flagrante abdicación, el plagio incurrido difícilmente
se encuentra entre las piezas de la mejor literatura. Einstein,
padre de la relatividad moderna y, como se ve, lúcido
pensador en terrenos humanistas más intrincados, denuncia
sin rodeos: “el respeto inconsciente hacia la autoridad es el
más grande enemigo de la verdad”. Inconsciencia y
automatismo impropio de seres libres dotados de razón, la
herramienta diferencial de la especie humana. La
despersonalización inconsciente y sumisa de tantos hombres
y mujeres que renuncian a su genuina singularidad,
engendra un gregarismo alienante que desemboca en masa,
marco ideal para las peores atrocidades del ser humano,
puente que conduce a la jauría feroz.
Llegados a este punto, uno no tiene más remedio que acudir
a Hannah Arendt, antropóloga judía de prestigio incontestado
y a una de sus obras: “Eichmann en Jerusalén”.
Eichmann fue un político nazi secuestrado por los judíos en
Buenos Aires en los años de la posguerra, trasladado a Israel
y juzgado por un tribunal de guerra en medio de una intensa
polvareda jurídica internacional. En su investigación Arendt
estudió la personalidad de Eichmann. Creía que se iba a
encontrar con un hombre dueño de una mente perversa,
potente y privilegiada desde el punto de vista intelectual.
Craso error. Su observación empírica no pudo corroborar
ninguna de esas hipótesis. Lo que se encontró es con lo que
ella denominó la banalidad del mal, subtítulo del libro.
Eichmann era un respetable hombre de familia que se limitó
a obedecer a sus superiores, que solo hizo lo que le
mandaron, seguir fielmente a su Führer. Ingredientes, todos
ellos, de una receta criminal tantas veces aderezada y servida
en la mesa humana: unas cabezas frías, enfermas y maestras
de la manipulación, gobernando personas melladas y chatas
como Eichmann. Si el libro le da pereza, la película “El
hombre que secuestró a Eichmann” describe fielmente el
personaje de Eichmann.
Acabo mi critica de este liderazgo carismático que se
caracteriza por el autoritarismo y mesianismo de unos pocos
y por la docilidad y dimisión de tantos. Si el responsable de
dirigir empresas modernas encargadas de generar y distribuir
riqueza encuentra poco parangón con la realidad política,
John Kotter, uno de los gurúes de management más
renombrados viene a desmentirles. En “Leading Change”
critica sin margen para el error, el elitismo que desprenden
muchos estilos de dirección de tantos y tantos managers de
hoy, reclamando mayor espacio para la normalidad y
discreción de buenos profesionales que no son nada más y
nada menos que eso, unos buenos profesionales. Señala
Kotter que, históricamente, el concepto dominante sobre el
liderazgo y las habilidades del líder se consideraba como un
regalo de nacimiento para un número pequeño de personas.
Aunque en un principio el pensaba igual, después de treinta
años de estudiar organizaciones y las personas que las
dirigen, concluye que esa idea tradicional no encaja bien con
lo que ha observado.
2) LA VERSIÓN MAQUIAVELICA DEL LIDERAZGO.
Con objeto de subrayar las carencias de un liderazgo
situacional meramente oportunista, me apoyaré en el padre
intelectual de muchos profesionales del poder: Nicolás
Maquiavelo (1469-1527), y en uno de sus alumnos más
despabilados, Napoleón Bonaparte. Sus comentarios al origen
de El Príncipe no tienen desperdicio. Comienza Maquiavelo
reflexionando sobre las relaciones entre el Poder y la bondad.
“Muchos han imaginado repúblicas y principados que nunca
han sido vistos ni concebidos en la realidad. Porque es
inevitable que un hombre que quiera hacer en todas partes
profesión de bueno se hunda entre tantos que no lo son”.
Sentada esta premisa, Maquiavelo aborda una disyuntiva
crucial para el gobernante. “Esto da pie a una discusión: si es
mejor ser amado que temido, o a la inversa. La respuesta es
que ambas cosas son deseables, pero puesto que son difíciles
de conciliar, en el caso de que haya que prescindir de una de
las dos, es más seguro ser temido que ser amado. Porque, en
general, se puede afirmar que los hombres son ingratos,
inconstantes, falsos y fingidores, cobardes ante el peligro y
ávidos de riqueza; y mientras los beneficias, son todos tuyos”.
“Los que piensan lo contrario, señala Napoleón, o son unos
ingenuos o son unos tramposos”. “Querían engañar a los
príncipes los que decían que todos los hombres son buenos”.
Sobre la delegación, obsérvese el matiz introducido, “los
hombres de Estado deben delegar los asuntos escabrosos en
otros, y reservar para sí mismos el derecho a conceder
gracias y favores”.
“Cualquiera puede comprender lo loable que resulta en un
principio mantener la palabra dada y vivir con integridad y no
con astucia; no obstante, la experiencia de nuestros tiempos
demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas
son los que han dado poca importancia a su palabra y han
sabido embaucar la mente de los hombres con su astucia, y
al final han superado a los que han actuado con lealtad.
Debéis saber, pues, que hay dos formas de combatir: con las
leyes y con la fuerza. La primera es propia del hombre, la
segunda de los animales; pero, puesto que muchas veces la
primera no es suficiente, conviene recurrir a la segunda”.
Elogios de Napoleón que despierta esta opción preferencial
por la fuerza en el gobierno del Estado.
“Es lo mejor, supuesto que uno no trata sino con bestias. No
hay otro partido que tomar”.
Sobre las cualidades del gobernante, Maquiavelo no deja
margen para la duda. “Así pues, no es necesario que un
príncipe posea de verdad todas esas cualidades, lealtad,
clemencia, religiosidad, caridad, pero si es muy necesario que
parezca que las posee. Es más, me atrevería incluso a decir
que poseerlas y observarlas es siempre perjudicial, mientras
que fingir que se poseen es útil; es como parecer piadoso, fiel,
humano, íntegro, religioso, y además serlo realmente; pero, a
la vez, tener el ánimo dispuesto para poder y saber cambiar a
la cualidad opuesta, si es necesario. Y hay que entender bien
esto: que un príncipe, y especialmente, un Príncipe nuevo, no
puede observar todas las cualidades que hacen que se
considere bueno a un hombre, ya que, para conservar el
Estado, a menudo necesita obrar contra la lealtad, contra la
caridad, contra la humanidad y contra la religión. Por eso
tiene que tener el ánimo dispuesto a cambiar según le
indiquen los vientos de la suerte y los cambios de las cosas y,
como dije antes, no separarse del bien, si puede, pero saber
entrar en el mal, si es necesario”. Respuesta de Napoleón:
“los necios que creyeron que este consejo era para todos, no
saben la enorme diferencia que hay entre el príncipe y los
gobernados. En el tiempo que corre, vale mucho más parecer
hombre honrado que serlo en efecto”. Para disipar cualquier
resto de duda, concluye Maquiavelo, “todos pueden ver lo que
pareces, pero pocos saben lo que eres, y esos pocos no se
atreven a ir en contra de la opinión de los muchos que están
respaldados por la autoridad del Estado. Porque el vulgo
siempre se deja llevar por la apariencia y por el éxito del
acontecimiento”. A estas alturas la reacción de Napoleón se
intuye fácilmente: “Esto es con lo que yo cuento. Triunfad
siempre, no importa como; y tendréis razón siempre”. No
importa como, no perdáis el tiempo en sutilezas morales, en
delicadezas filosóficas que no forman parte del perfil de
gobernante eficaz”.
Norma de oro del príncipe, máxima de trabajo, la adaptación
a un entorno que se convierte en una suerte de tirano de
ideas y pensamientos. “Porque cuando la comunidad cuyo
apoyo juzgas necesario para mantenerte (ya se trate del
pueblo, los soldados o los grandes) está corrompida, te
conviene adaptarte a su ánimo para complacerla. Este es el
referente final, la complacencia pronta y mayoritaria del vulgo
estúpido sin importar el precio a pagar”.
Esta quiebra de nuestra autenticidad, esa primacía de la
aceptación social a costa de ser más vanidoso es denunciada
en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea por Erich
Fromm. “En la medida en que “yo soy como usted me desee”,
yo no soy: estoy angustiado, dependo de la aprobación de los
demás, procuro constantemente agradar”. En ese querer
agradar a todos, curiosamente no se agrada a nadie,
empezando con uno mismo al que no se soporta.
Lo que se hecha de menos en nuestra sociedad
contemporánea, es mayores niveles de autenticidad personal.
En “Leading minds”, Gardner, educador y profesor de
Harvard, encuentra un hilo conductor común en todas las
figuras por él estudiadas: un hilo de autenticidad y
originalidad. Autenticidad que se opondría a la manipulación
más o menos sutil, más o menos descarada de ciertas formas
de gobernar. Recurro a Baltasar Gracián, en su vertiente
maquiavélica: “encontrar el punto débil de cada uno. Este es
el arte de mover las voluntades. Conocer el eficaz impulso de
cada uno es como tener la llave de la voluntad ajena”. ¿Qué el
alumno distraído y desinteresado quiere que lo deje en paz?
Pues le regalo mi indiferencia bajo manto de respetuosa
libertad y tolerancia. ¿Qué el ciudadano medio no quiere
enfrentarse a los verdaderos problemas de su país,
comunidad o barrio? Pues le endulzo la vida con mensajes
superficiales y eslóganes demagógicos. ¿Qué el colaborador
quiere un feedback sin sobresaltos en el que todos estén
cortados por el mismo patrón? Dicho y hecho, me refugio en
una valoración estándar que huye del compromiso y
concreción de planes de mejoras individuales y estimulantes.
No piense que soy un ingenuo. La acción política requiere
tener un olfato social que permita rastrear las inquietudes y
necesidades de la población. En ese sentido, se vive
lógicamente pendiente de los representados, a instancias de
sus quereres. El político también necesita poseer, entre otras
virtudes, la de la prudencia. Esta le irá dictando el timing
más oportuno de las propuestas a hacer – dicen que la
sabiduría es saber el tiempo de cada cosa. No se puede
pretender que cada discurso, mitin o debate sea una
confesión íntima, desnuda y franca de los pensamientos y
emociones más profundos. Lo único que solicito es que la
palabra intente viajar en la misma dirección que las ideas.
El líder precisamente por serlo, a veces puede y debe ir a
contrapelo, ser contracultural en sus manifestaciones y
programas.
“El liderazgo auténtico consiste en cambiar la dirección del
desfile o conseguir organizar un nuevo desfile, algo tan
arriesgado que muy pocos quieren intentarlo.
Al que no esté dispuesto a jugársela, al que no tenga ningún
tipo de desfile alternativo in mente, le aconsejaría leer a
Carreño: “dirigir o dimitir, lo que se aparta de aquí es
delincuencia más o menos disimulada”.
3) EL LIDERAZGO PATERNALISTA.
Imaginemos una escena habitual. Son las nueve de la noche,
regreso a casa cansado con ganas de cenar y sobre todo
descansar, Mi hija mayor, de once años, me recibe con un
problema de las temibles matemáticas que no acaba de
resolver. Con mi llegada ve la oportunidad de poner fin a su
preocupación por tener los deberes listos para mañana.
Pensemos posibles escenarios padre – hija. Uno, improbable
pero no imposible: “mira
Cris, estoy agotado, son las nueve y la cena está lista. Es tu
problema, seguro que sabes la solución. Pon más atención,
no te desesperes, se más responsable...”. En resumidas
cuentas, piensa la niña del sermón de papá: “déjame en paz”.
Escenario número dos, este ya es más probable: ¿dónde está
tu madre? ¿Qué habéis hecho desde que has llegado del
colegio? ¿No te lo ha podido resolver ella? Yo ahora me voy a
cambiar, a ponerme cómodo.
Trabaja con mamá, y si entre las dos no sois capaces de
encontrar la salida al problema, yo les echaré una mano”.
Situación generada. La niña preocupada. El padre, a lo suyo,
y la madre perpleja: “que cara tiene.
“Lo de los niños siempre recae en mis espaldas, y eso que yo
también trabajo fuera”. Los padres, esos expertos en el arte
de delegar (abdicar sería la expresión más correcta) los
múltiples deberes familiares.
Tercera escena: “bueno hija, déjame instalarme y ahora lo
vemos”. Una vez acomodado el padre resuelve en cinco
minutos el problema de álgebra con el que la niña venía
bregando en la última hora.
Con esta solución, todos contentos. El padre, libre del
problema de su hija, se acomoda delante del televisor
dispuesto a pasar las próximas tres horas. Cuando acabe la
película o el partido, al sueño más o menos reparador;
mañana la moviola de la vida volverá a ponerse en marcha.
La niña, también encantada. Ahora se puede ir a jugar o a ver
la televisión: “los deberes para la profesora están listos, ya me
he quitado un peso de encima. ¡Ah, se me olvidaba, que listo
es papá! En cinco minutos ha resuelto las cosas. Que tipo
más inteligente, y eso que es abogado. ¡Le adoro, es mi
ídolo!”. Luego vendrá la adolescencia con las rebajas; por el
momento el padre es el modelo.
Cuarto escenario, éste más deseable. Papá no se quita el
problema de su hija resolviéndolo el mismo, sino que se lo
devuelve a su dueño, a su hija, una alumna más de la
educación primaria.
Como está cansada, nerviosa y empezando a dudar de su
capacidad intelectual para los números, el padre la ayuda a
manejar su impaciencia y a disipar sus dudas. ¿Qué esta
empezando a dudar de su capacidad personal? Valor, dosis
ingente de ánimo y autoestima. ¿Qué está entrando
peligrosamente en la curva resbaladiza de los rendimientos
decrecientes? Solución, un break que reconforte a los dos, a
la cocina a saborear un café, ese amigo infalible. ¿Qué está
nerviosa e impaciente? No pasa nada, que se tome un
“valium” en forma de charla simpática y deshinibidora. De
este modo, el soporte paternal llegará mediante preguntas,
criterios y sobre todo, palabras de ánimo y confianza.
Después reanudará el trabajo con bríos nuevos. Al cabo de
treinta minutos la niña encuentra la solución a lo que parecía
un jeroglífico imposible.
Después de una hora sola pateando con las matemáticas y
treinta minutos trabajando con papá, ha resuelto el
problema. ¿Cómo me encuentro?, piensa la niña. ¿Es papá el
ídolo con pies de barro que la vida en su marcha imparable
derrumbará, o es un apoyo inestimable que me ayuda a
desarrollarme a mi misma? ¿Cómo está mi autoestima? ¿No
me merezco un descanso? Ahora si tiene sentido la televisión,
el video, las cartas, la tertulia familiar o el bendito ronquido
infantil de un cuerpo joven que descansa tranquilo.
Podríamos contemplar otras escenas hogareñas pero me
basta con las aquí presentadas. Me gustaría ver los números
uno y dos como excesos de mi imaginación e ironía, pero
mucho me temo que son reales como la vida misma. El
tercero es preocupantemente frecuente y seductor en sus
consecuencias a corto plazo. Una niña libre de los malditos
deberes, un padre idolatrado y la paz familiar restablecida
para lo que queda de la noche, es una mezcla potente y
persuasiva. Es una fórmula que puede funcionar muy bien
para los primeros quince años de la vida, su futura
caducidad no me preocupa ahora. El escenario cuarto es
puro sentido común, el menos común de los sentidos, y el
más importante para educar. El esfuerzo adicional que
supone en términos de tiempo, somos egoístas hasta con
nuestros hijos en lo que respecta a nuestro tiempo, es lo que
nos impide dar el salto cualitativo que este conlleva. Si el
problema es de nuestra hija, esta ha de resolverlo. Todo lo
que sea retirarlo de sus tiernas manos y ponerlo sobre las
nuestras es malo. Y peligrosísimo, por inconsciente y bien
intencionado. Amor protector que perpetúa relaciones de
dependencia contraproducentes. El último test del amor de
unos padres, test en el que muchos de ellos fracasan, es el de
la libertad e independencia de unos hijos.
Educar implica, entre otras cosas, ir retirándose
progresivamente; así hace el océano la playa, así se realiza el
difícil transito de niño a adulto agradecido. En su no
imprescindibilidad, cuando vienen de serlo dramáticamente
en los primeros años de la vida, adquieren los padres su
verdadera majestad y condición. El viaje es hacia la libertad
que se ha de ir descubriendo paulatinamente.
Lo mismo ocurre en otros ámbitos de la vida. Decía Lincoln
que “no se puede ayudar a los hombres haciendo
permanentemente por ellos lo que ellos pueden y deben hacer
por sí mismos”, palabras que guardan una cierta semejanza
con aquellas otras de Kennedy: “no preguntes que puede
hacer tu país por ti, pregúntate que puedes hacer tu por tu
país”.
Educación y Libertad, dos palabras entrelazadas, dos ideas
que se exigen recíprocamente. Pues bien, salvando las
distancias de los ejemplos puestos, la escena también se
repite en las oficinas y talleres de multitud de empresas que
dan cobijo al trabajo de profesionales teóricamente adultos y
responsables.
En esa inmensa guardería infantil en que algunos convierten
la empresa moderna, ¿quién toma las decisiones? ¿quién
resuelve el problema de matemáticas? Esa es la gran cuestión
a dilucidar detrás de la parafernalia creada en torno al diseño
de estructuras.
En “The Executive compass”, James O´toole traza una
interesante comparación entre cuatro estilos de gobernar que
corresponden a otros cuatro grandes principios: libertad,
eficiencia, comunidad, igualdad. Del segundo pone como
ejemplo el régimen del Presidente de Singapur, que maneja
con temple y eficacia los destinos de su país. Viene a
representar el ejemplo contemporáneo de la República de
Platón, una suerte de despotismo ilustrado, una especie de
dictadura intelectual honesta y capaz que sirve al resto de
ciudadanos iletrados. Siguiendo a O´toole, los valores que
sostienen el referido modelo social entroncan directamente
con la tradición milenaria del confucianismo: el respeto a la
autoridad, una sociedad jerarquizada, el predominio del
equipo sobre el individuo, el trabajo duro, la fuerza de
voluntad, la disciplina física y mental, etc. De fondo, un
paternalismo más o menos tirano que libera al pueblo de
solucionar por sí mismo sus problemas, un Estado que los
define y resuelve, y una ciudadanía dócil y agradecida fácil de
dirigir. En la superficie, efectos atrayentes y bien necesitados
en otras latitudes: calles limpias, seguridad física, recursos
públicos saneados... En el subsuelo, lo que Handy ha venido
en llamar en su último libro “The they syndrome” – ellos, los
demás, Él, han de ayudarme – que explica el título del libro
inspirado en un cuento de Kierkegaard acerca del hombre
que esperaba que sus oraciones (para que la montaña se
moviera) fueran finalmente escuchadas. El principio de
subsidiariedad debiera regir nuestras vidas, no se pueden
delegar los problemas hacia arriba.
Lo hacemos incluso con Dios, recuerda el profesor de origen
Irlandés. Tenemos un problema real, la solución al alcance de
nuestra inteligencia y voluntad... y le rogamos a Dios que nos
libere de él. Pasa como con el chiste. “Dios mío, Dios mío, que
me toque la quiniela. Si hijo, pero al menos compra y rellena
el boleto”.
En “The sence of reality”, Berlín nos ofrece la crítica de Kant
a esa forma encubierta de paternalismo ilustrado: “Un
gobierno paternalista basado en la benevolencia de una regla
que trata a sus súbditos como niños... es el mayor
despotismo concebible y destruye toda la libertad. El hombre
que es dependiente de otro no es ya un hombre, ha perdido
su sitio, no es más que la posesión de otro hombre”.
Esta es la fractura más grave, en mi opinión, que impide,
retrasa o ralentiza la llegada a una vida plena y autónoma y,
por tanto, libre y personalmente elegida de muchos
ciudadanos condenados a ser súbditos obedientes. Pórtense
bien, sean agradecidos a papá Estado y a mamá Empresa por
cuidar de su futuro y bienestar.
Carlos Llano en los fantasmas de la sociedad contemporánea
me presta una cita oportuna: “la disciplina ha de tener como
meta producir mayores de edad, y no mentalidades
infantiles”. Ahí reside mi principal objeción a este liderazgo
paternalista. Incluso bien intencionado y honrado, adolece de
una quiebra insuperable: la relación es paterno – filial, nunca
es de dos adultos que dialogan de tú a tú.
4) EL LIDERAZGO DESPÓTICO (Acosadores Morales).
El miedo es el motor esencial que permite el “acoso moral”.
Con el temor al desempleo, y con las presiones psicológicas
que se potencian ante la dificultad de reubicarse, muchas
personas son víctimas propicias para el despotismo gerencial.
La versión dominante del modo de liderazgo aplicado en las
empresas, descansa sobre el miedo, un miedo que - además
- avanza en cascada: Las personas infringen a sus inferiores
jerárquicos la violencia que les infringen a ellos.
El miedo induce a desconfiar de todo el mundo y a jugar un
perpetuo juego de ocultamientos; se ocultan las propias
emociones, se ocultan las propias opiniones, se ocultan los
propios valores (nos convencemos de que actuamos en
defensa propia para justificar nuestros desvíos “morales”). El
miedo engendra la cobardía.
Hay muchos mas gerentes que se comportan como tiranos de
lo que cabría suponer. Denostan a sus empleados, los
humillan. Y como tienen el poder, pueden hacerlo
impunemente.
“Al presidente de una empresa de publicidad sus empleados
lo llaman “Dios”. Es un perverso tiránico que disfruta
aleccionando en público a sus gerentes, desacreditándolos
frente a todos. Su personal tiene la sensación de que pende
de un hilo. Si alguien se le opone, usa estratagemas o
mentiras. Sabe que de todos modos, cualquiera sea la
enormidad de su mentira, nadie podrá decirle: ¡Miente!
Las reuniones que convoca son simplemente para discursear
y monologar sobre lo que se le ocurra, aunque nada tenga
que ver con el trabajo. A veces abandona la reunión y deja a
la gente esperando media hora antes de regresar.
A sus subordinados les dice que tienen las manos libres, pero
los desautoriza a cada rato. A pesar de eso mantiene un
discurso paternalista: “¡Las puertas de mi oficina están
abiertas! Estoy aquí para ayudarlos.”
Cuando la última persona a la que linchó públicamente osó
replicar, los que habían escapado de la agresión disimularon
garabateando frenéticamente sobre sus papeles y mirando el
techo”.
¿Qué lleva a tanto Gerentes a actuar despóticamente?
Cuando se entra en un gran grupo, se entra en un sistema de
pensamiento como tal. Seguir las órdenes, el método de
gestión de la empresa, el sistema de pensamiento de la
empresa evita tener que enfrentarse con la propia libertad y
con la propia fragilidad, es decir, evita tener que pensar por sí
mismo y dudar. Cierto es que la empresa les pide a los
ejecutivos una dedicación en cuerpo y alma, pero, en
contrapartida, les da una imagen social valorizadora. Las
cosas se complican cuando los valores de esa empresa no se
corresponden con los ideales de la persona, por ejemplo,
cuando ésta utiliza procedimientos desleales que el ejecutivo
reprueba.
¿Qué hacer cuando uno está obligado a participar contra su
voluntad en un sistema perverso?
Existen tres tipos: los resignados, que sufren; están los
temerosos, que siguen por miedo; y los colaboracionistas, que
acaban alistándose y participando de la perversidad del
grupo.
Los Temerosos.
En los grupos, los individuos funcionan en ocasiones como
sujetos inmaduros que necesitan depender de otro. Les falta
coraje y no consiguen desmarcarse del resto y pensar por sí
mismos.
Así es como siguen a ciegas a la jerarquía, obedecen todas las
consignas, por absurdas que sean, sin preguntarse acerca del
sentido de lo que hacen y con la esperanza de que si están
conformes o incluso hiperconformes y se anticipan a la
conformidad esperada, estarán protegidos.
Cuanto más fuerte es la cultura de grupo, más incómodo es
no sumarse a ella. Corre uno el riesgo de que le marginen o
le acosen, de modo que prefiere pensar como los demás o
más bien como cree que piensan los demás. Como dice
Aristóteles: “No existe opinión, por absurda que sea, que los
hombres no hayan adoptado rápidamente cuando se les
consigue persuadir de que es aceptada por la mayoría”.
Los Resignados.
Son ejecutivos que transmiten la perversidad y no disfrutan
haciendo sufrir; en ocasiones incluso sufren al hacer sufrir,
pero por miedo o por cobardía, se callan. Es como si tuvieran
un órgano menos, su sentido moral no existe, están
escindidos de sí mismos, sin memoria y sin emoción. Sufren
en silencio por tener que cometer actos que reprueban.
Erigen entonces un “cinismo viril” como estrategia de
defensa. Para no ser excluídos del grupo o para que los
colegas no les tengan por unos flojos, colaboran en el
sufrimiento y la injusticia.
Los Colaboracionistas.
A Stanley Milgram le impresionó mucho el sistema de defensa
que presentaron los oficiales nazis cuando, durante el
proceso de Nueremberg, alegaron sentido del deber y
obediencia a los mandos para explicar su participación en la
barbarie.
Eso le decidió a emprender una serie de estudios acerca de
los resortes de la obediencia entre 1960 y 1963 en la
Universidad de Yale.
Mediante una serie de anuncios aparecidos en la prensa
reclutó a estudiantes para colaborar en unas experiencias
sobre la memoria. Realizó un sorteo trucado entre ellos y
encargó a los colaboradores que fueran monitores, cuya
misión consistía en enseñarle a aprenderse de memoria una
lista de parejas de palabras a un alumno (que en realidad era
una comparsa del experimento, aunque eso lo ignoraba el
monitor). El alumno cómplice se sentaba en una silla
eléctrica. El monitor, para estudiar los efectos del castigo en
el aprendizaje, tenía que administrarle una descarga eléctrica
de intensidad creciente (de 15 a 450 voltios) cada vez que el
alumno se equivocaba. Los asistentes ignoraban que el
alumno - aunque fingía retorcerse de dolor a partir de un
voltaje determinado - no recibía descarga alguna.
Milgram esperaba que, ante el sufrimiento infligido, los
monitores detuvieran rápidamente esa “tortura”. No
obstante, el 65 % de ellos llegó hasta el fin del experimento y
administró descargas del máximo nivel.
Si en lugar de realizarlos en los prestigiosos locales de la
Universidad de Yale, la experimentación tenía lugar en un
edificio en estado lamentable, la obediencia bajaba un 48 %.
Para Milgram, esa extraordinaria propensión a obedecer
incondicionalmente las órdenes de la autoridad tiene su
origen en la necesidad de los niños de obedecer los dictados
paternos, a riesgo de no poder sobrevivir o de verse privados
de amor. Prosigue en la escuela y, a continuación, la
requieren del individuo cada vez que entra en una estructura
de autoridad, y más si las relaciones personales son
importantes.
Ahora bien; existen distintas patologías de diferente
intensidad detrás de los líderes despóticos.
Fundamentalmente: Paranoia; Obsesión; y Narcisismo.
Los Jefes Paranoicos.
La particularidad de esos individuos es que se consideran
detentadores de verdades irrefutables. Lo saben todo mejor
que nadie y no dudan jamás de sí mismos. Su necesidad de
remitirlo todo a sí mismos hace que crezcan en las posiciones
de poder. Tienen que controlarlo, que dominarlo todo.
Hay directivos desconfiados, que ven espías en todas partes,
que no confían en nadie y que no ven más verdad que la
suya. Hay colegas que lo regentean todo y que agreden a los
demás porque parten de que el otro tiene, sin duda, algo que
reprocharse. Una de las características de la personalidad
paranoica es la desconfianza. En el punto de partida del
acoso moral suele haber un miedo casi delirante a que el otro
(aquel al que se apunta) resulte ser nocivo. Esos jefes
paranoicos pueden estar minados por pensamientos
obsesivos, que giran en torno a un prejuicio supuesto, en
tanto que los mismos hechos contradicen esa sensación.
Por ejemplo, pueden temer que un colaborador tenga
intenciones malévolas. Haga lo que haga, éste le resultará
sospechoso. Si es una persona capaz, puede hacerle sombra;
si es demasiado honrado, resulta inquietante, etc.
Xavier es un jefe tiránico que teme a todos sus empleados.
No confía en nadie y llega al extremo de repasar los papeles
que éstos dejan sobre sus escritorios y de escuchar los
buzones de voz de sus subordinados.
Cada vez que se halla en una situación difícil o que no se
hace una transacción como él desea, parte de la convicción
de que alguien ha dado malas referencias de su persona a
sus socios externos.
Después de una feria comercial, todo el personal redacta
espontáneamente una carta en la que reclaman que se les
paguen las horas extras. Resultado: el jefe arremete
violentamente contra su adjunto y le acusa de estar en el
origen de ese motín.
En un contexto como ése, todo el mundo acaba desconfiando
de todo el mundo y sintiéndose falso e hipócrita. Los que
resultan menos perjudicados por esas situaciones son los que
saben decir que sí a todo y los que fingen ser amables.
Las Personalidades Obsesivas.
No se puede hablar de acoso sin referirse a la obsesión y lo
obsesivo. Una obsesión es una idea fija que se impone de
modo penoso a un sujeto que no logra suprimirla a voluntad.
Etimológicamente, los términos “obsesionar” y “acosar” son
muy cercanos. En su antigua acepción, obsesionar quiere
decir “ser asiduo de alguien de tal modo que se le aísla de los
demás; importunar asiduamente” y, por extensión, “hablando
de ciertas ideas, atormentar asiduamente”. El sentido
psiquiátrico actual de idea o de imagen que se impone al
espíritu de modo repetido e incoercible no aparece hasta
1799. Esos pensamientos impuestos constituyen una especie
de parásito interno del que le gustaría desembarazarse al
obsesionado.
Junto a las ideas fijas, las personalidades obsesivas
presentan un trasfondo depresivo particular al que Janet,
psiquiatra de principios de siglo, llama “psicoastenia”. Eso
les mantiene distanciados de las preocupaciones de los
demás, retirados a un mundo de abstracciones o de grandes
teorías. Como son personas que manifiestan una cierta
frialdad en los gestos y en las palabras, así como una
ausencia manifiesta de emotividad, los colegas o socios
pueden sentirse rechazados.
Janet se refería a un “sentimiento de incompletud” que hace
los obsesivos estén constantemente insatisfechos y no estén
jamás contentos ni de sí mismos ni de los demás.
Los individuos que presentan un carácter obsesivo tienen
una inmensa necesidad de dominar, ya que les horroriza todo
lo que fluido o fluyente y espontáneo. Intentan dominar la
vida atrapándola en moldes prefijados. Necesitan clasificar,
organizar, dominar, controlar. Suelen apegarse a los detalles,
a menudo en detrimento del resultado final. Quieren que las
cosas se hagan de una manera determinada y no de otra y no
dejan en paz al otro hasta que no está todo como desean.
Suelen tener un carácter tozudo, obstinado de un
autoritarismo rígido que puede molestar a sus compañeros o
a los subordinados.
Creen que actúan en nombre del bien y no soportan las fallas
de los demás. Viven los errores, los retrasos, los imprevistos
del otro, como verdaderas agresiones, que se transforman en
ideas fijas a las que les dan vueltas y más vueltas.
Cuanto más les inquietan más rígidos se tornan. Los
obsesivos no sueltan al otro, le invaden con su presencia
asediándole con llamadas telefónicas e impidiéndole así el
avance. Sus pulsiones están impregnadas de una
agresividad que combaten esforzándose por ser educados,
agradables, conformes, puesto que les gustaría que los demás
les apreciaran.
En las empresas o instituciones, dichos obsesivos funcionan
muy bien en situaciones de número dos, de responsables en
segundo grado, siempre que tengan por encima de ellos a un
jefe al que admiren y que les inspire confianza. Así pueden
organizar y tiranizar, pero por poderes, es decir,
desentendiéndose de la responsabilidad de sus actos.
A ellos les tranquiliza mandar a la vez que obedecen, ya que
así pueden hallar un justo equilibrio entre su necesidad de
sumisión y su agresividad.
Las Personalidades Narcisistas.
Son individuos desmesuradamente preocupados por su ego,
que por consiguiente deben triunfar a cualquier precio y ser
admirados, ya que siempre están preocupados por la imagen
que los demás tienen de ellos. En un momento en que la
publicidad nos habla de “mostrarse seguro” se esfuerzan por
esconder sus fallas y debilidades. En realidad, son seres
frágiles que, cuando no están en forma y son brillantes y
eficaces, tienen la sensación de que no están a la altura de lo
que se espera de ellos (o más bien de lo que sus padres
esperaban de ellos antaño y de lo que sus superiores esperan
de ellos en la actualidad), de no corresponder, ya que la
imagen ideal que tienen de sí mismos les ayuda a sostenerse.
Así, deben perseguir desesperadamente el éxito y los triunfos;
y envidian (y odian) a los individuos serenos, que no tienen
que demostrar nada y que pueden aceptar tranquilamente
sus propias debilidades y sus eventuales fracasos.
Viéndoles tan a sus anchas en el mundo del trabajo, cabría
pensar que esas personas cuentan con el beneficio de un
elevado concepto de sí mismos, pero no es mas que
apariencia. Los psicoanalistas hablan de falso-self
refiriéndose a ellos, es decir de falsa personalidad. En
realidad son personalidades frágiles que lo esperan todo de la
mirada de los demás. Lo que les importa es crear la ilusión
de cómo son. No se quieren: “No valgo nada sin mis
resultados, sin mis éxitos”. Para funcionar bien con los
demás, hay que quererse lo bastante uno mismo.
Cuando no se tiene confianza en sí mismo, tiene uno que
estar permanentemente a la defensiva, ya que se piensa que
los demás te juzgan y que están dispuestos a criticarte.
Como temes ser agredido, te anticipas y agredes antes.
Estas personas están atrapadas en una carrera sin fin por el
poder, ya que, para ellas, abrir los ojos acerca de la vanidad
del mundo significa correr el riesgo de la depresión. Con el
fin de evitar tener que enfrentarse a esos sentimientos
desestabilizadores, se debaten y se dan aires de importancia:
tienen un montón de citas, están todo el día pegadas el
celular, reciben centenares de e-mails o se pasan la noche
navegando por internet... Para zafarse con maña en un
contexto competitivo, se esfuerzan por borrar sus debilidades
y dejan a un lado todo lo vivo y espontáneo que hay en sí
mismas. ¿Quiere nuestra sociedad a individuos lisos e
infalibles? Ellos serán, insensibles, capaces de aceptar que
tienen que ocultar su vulnerabilidad y su incapacidad para
las relaciones duraderas tras una coraza de arrogancia y de
hiperadaptabilidad.
Habiendo dejado su parte afectiva a un lado, tienen un
funcionamiento práctico, racional, operativo, lo que se
corresponde perfectamente con las exigencias actuales de la
gestión de empresas.
En un funcionamiento narcisista, el individuo pierde su
libertad. No existe más que a través de sus resultados, su
éxito profesional o social y sus atributos de poder; el número
de personas que tienen a sus órdenes, el hecho de tener
secretaria profesional, el coche oficial, el standing de la
butaca, etc. En caso de desempleo o de rechazo, esta
identidad fabricada se viene abajo. Esos individuos pierden
sus puntos de referencia, ya no son nada, y no tardan en
hundirse en la depresión.
En principio, los individuos narcisistas no tienen
regularmente comportamientos perversos, pero, si están tan
invadidos de su ego, pueden deslizarse hacia ello, si el
contexto lo favorece. Si se sienten en peligro, pueden volverse
violentos, pero, como no lo asumen, tienen que disimular su
violencia bajo procedimientos perversos. Así se pasa a la
perversión narcisista.
Como adolecen de un sentimiento de inseguridad respecto de
su propio valor, pueden destruir al otro para darse lustre (así
se toman la revancha de lo que no son) o para defenderse.
Dado que no están satisfechos de sí mismos y están
convencidos de que las buenas soluciones no van con ellos,
explotan a los demás, primero apropiándose de sus ideas y
“utilizándolas”, luego descalificándolos con el fin de ser el
único que quede en buena posición.
Dada su fragilidad, soportan mal las críticas y peor aún los
fracasos; necesitan ser siempre los que más pueden.
Los individuos narcisistas, y siempre para mantener su
imagen, evitan enfrentarse con el otro y decir lo que no
funciona, por miedo a que puedan fracasar en un conflicto
abierto. También ahí utilizan procedimientos perversos para
impedirle al otro que piense y reaccione. Para enmascarar su
sentimiento de inseguridad, proyectan su frustración sobre el
otro, al que controlan, desvaloran rebajan. Para ello les basta
con encontrarse con un subordinado que no tenga más
remedio que aceptar, un compañero debilitado por alguna
circunstancia o incluso una persona demasiado escrupulosa
o que está demasiado pendiente de la opinión de los demás.
Las empresas manipuladoras dominan a las personas gracias
al narcisismo. Los individuos narcisistas integran la lógica
del sistema sin ningún sentido crítico y se convierten en lo
que la empresa quiere que se conviertan. Están dispuestos a
todo por poco que se les pida. Esta “hiperelasticidad” les
hace perder todo su sentido crítico y desobedecer las órdenes
aduciendo a su moral personal les resulta imposible. Se
dejan mantear por una apariencia de poder y se adaptan a
ultranza al funcionamiento de la empresa, aunque sea
perverso.
Ciertamente, para sobrevivir en este mundo, donde las
malversaciones están a la orden del día, hay que armarse y
endurecerse, de modo que hay que afinar las certidumbres,
crear una ilusión de seguridad a falta de una verdadera
confianza en uno mismo. No se puede negar que existe un
buen número de dirigentes que tienen una personalidad
narcisista y el riesgo de dar el paso hacia un funcionamiento
perverso.
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