Depresión a fin del siglo XX

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Trabajos originales
Autor
Humberto Casarotti
Médico Psiquiatra,
Neurólogo y Legista. Centro
de Estudios e Investigación
en Psiquiatría Henri Ey.
Presidente Berro 2531.
E-mail:
[email protected]
* Conferencia realizada en el
Coloquio sobre Depresión
organizado por la Coordinadora de Psicólogos el 9 de
setiembre de 2000, junto al
neurobiólogo L. Barbeito y
al semiólogo F. Andacht.
Depresión a fin del siglo XX*
Resumen
Summary
Al señalar características de la psiquiatría actual
como sustrato de los sistemas de diagnóstico,
se considera la importancia de algunos cambios
evolutivos con relación a la patología del humor: el
abandono del uso de la denominación “depresión
neurótica”, la extensión del área de los trastornos
bipolares, la investigación de formas menores
y persistentes de depresión, el replanteo de los
trastornos de personalidad depresivos, etc.
By pointing out features of present psychiatry as
substratum of diagnosis systems, the importance
of some evolving changes regarding mood
pathology is considered, namely: giving up of the
use of the denomination “neurotic depression”,
extension of the range of bipolar disorders,
investigation about minor and persistent forms
of depression, reconsideration of depressive
personality disorders, etc.
Frente a la referencia de que existen “epidemias
de depresión”, se analiza qué es lo que permite
afirmar que “un caso” sea patológico, señalando el
valor diferente de los criterios diagnósticos según
su forma de aplicación. Los datos de prevalencia
de depresión, resultado de la aplicación de
los criterios por técnicos y dentro del contexto
clínico, son muy inferiores a los obtenidos
por la utilización por no técnicos de criterios
modificados y en encuestas de población. Para
evitar el incremento de casos “falsos positivos”,
fue necesario revalorizar como aspecto esencial
del diagnóstico el juicio del clínico, por lo que
se agregó el llamado criterio de “significación
clínica”.
Facing the reference that there are “depression
epidemics”, the facts that allow to assert that “a
case” is pathologic are analyzed, pointing out the
different value of diagnostic criteria, according
to the way they are applied. Prevalence data on
depression resulting from the use of criteria by
technical staff within a clinical context, are
much lower than those obtained by non-technical
staff using modified diagnostic criteria and
population surveys. In order to avoid the increase
of “false positive” cases, it became necessary
to re-value clinical judgment as an essential
aspect of diagnosis; thus, the so called “clinical
significance” criterion was added.
Palabras clave
Key words
Depresión
Epidemia
Diagnóstico
“Significado clínico”
Depression
Epidemic
Diagnosis
“Clinical significance”
No siendo fácil presentar el estado actual de
una categoría clínica como la de los trastornos
del humor a un auditorio cuya formación es
predominantemente psicopatológica, esta
disertación se limitará a tres puntos. En
primer lugar, poner en común conceptos
centrales, luego considerar algunos aspectos
de la evolución histórica de este problema y,
finalmente, reflexionar sobre la referencia que
se reitera en la actualidad acerca de que existe
una “epidemia de depresión”.
A
Con relación al primer punto, conviene
señalar algunos de los rasgos que caracterizan
la fase de desarrollo en que se encuentran, a fin
de siglo, la psicopatología y la psiquiatría:
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1) Después de más de cien años de evolución,
hoy se postula que entre las estructuras
de la vida mental normal y las estructuras
psicopatológicas existe una diferencia cualitativa que es objetivada por el diagnóstico
psiquiátrico.
2) Por otro lado, al diagnosticar los trastornos
mentales se distingue entre el diagnóstico
de los tipos psicopatológicos (por ejemplo,
síndrome de demencia, síndrome maníaco,
depresivo, etc.) y el diagnóstico de los tipos
de procesos patológicos (trastorno bipolar,
depresión breve recurrente, enfermedad de
Alzheimer, enfermedad vascular, etc.). Lo que
significa que la praxis psiquiátrica actual ya
no es más la de los años 60 que en la práctica
se agotaba en el diagnóstico de una estructura
psicopatológica, sino que ese diagnóstico
psicopatológico debe completarse –cuando es
posible– con el del proceso organógeno que
lo determina.
3) Finalmente, los desarrollos neurobiológicos
van confirmando la hipótesis de organicidad
de los trastornos mentales, entendidos como
formas de desorganización organísmica del
“organismo psíquico” 1). Aunque el modo
como esto es expresado sea aún confuso, se
va haciendo necesario, por un lado, distinguir
entre psiquiatría dinámica y psicoterapia
psicoanalítica (Gabbard2) y por otro, superar
definitivamente las contradicciones de las
teorías órgano-mecanicistas y psicogenetistas eliminando la tradicional dicotomía
“organogénesis/psicogénesis”.
Este marco conceptual es el que fundamenta
a los sistemas de codificación diagnóstica
desde el DSM-III en adelante. Son ejemplos
la organización de los ejes I y II para los tipos
psicopatológicos, separados de las categorías
“organógenas” del eje III, y el establecimiento
del capítulo de “motivos de consulta” que no
son propiamente un trastorno mental (por
ejemplo, problemas de “psicología médica”,
dificultades de relación padres/hijo, de pareja,
con relación al género, etc.). Circunstancias
que, por la historia de la especialidad, forman
parte de la consulta psiquiátrica aun cuando
conceptualmente queden por “fuera” de lo
nuclear de esta especialidad médica.
Un ejemplo de lo dicho lo aporta la consideración de la patología del “humor”, que es uno
de los capítulos más estudiados actualmente. El
DSM-IV distingue, por un lado, los síndromes
del humor como estructuras psicopatológicas
que se describen, pero que no se codifican
(episodios: depresivo, maníaco, mixto, etc.) y
por otro, los tipos de enfermedades afectivas
que sí se codifican (trastornos: depresivo
mayor, distímico, bipolares, por enfermedad
médica o por sustancias, etc.). Tipos a los
que se agregan otras dos categorías, una
que es patológica (los trastornos adaptativos
con depresión) y otra que no se considera
patológica (el duelo). Este capítulo de DMS-IV
se completa con la consideración de diferentes
características semiológicas y de aspectos
evolutivos longitudinales así como con la
proposición de categorías depresivas “en
estudio” de validación (por ejemplo, formas
depresivas menores: trastorno mixto ansiosodepresivo, depresión depresivo breve recurrente
y el trastorno de personalidad depresiva).
Trabajos originales
B
Con relación a la evolución histórica vale la
pena repasar algunos momentos evolutivos
para comprender qué elementos subyacen al
esquema del DSM-IV y qué dificultades fueron
sorteadas hasta llegar a los tipos diagnósticos
actuales.
En la primera mitad del siglo pasado durante
el paradigma de la alienación mental, es decir3,
cuando se pensaba que solo existía una única
enfermedad mental, se reconocía al lado de la
“monomanía alegre” una “monomanía triste”
o lipemanía. De ese diagnóstico indiferenciado
de lipemanía, se fueron distinguiendo4 (al
abandonar el modelo de la “psicosis única”
y pasar al de “enfermedades mentales”),
además de la melancolía o depresión mayor
actual, otras afecciones: la confusión mental,
la neurosis obsesiva, el estupor catatónico y
los delirios crónicos de persecución.
A fin de siglo, los estados melancólicos fueron
integrados por E. Kraepelin junto a los episodios
maníacos, en una psicosis crónica periódica:
la “psicosis maníaco-depresiva”. Percepción
clínica de la relación de dos síndromes polares
que también había sido reconocida por autores
como Baillarger y J.P. Falret. Kraepelin define a
esta “vesania” centralmente por su repetición,
es decir, por su “cronicidad periódica” distinta
a la “cronicidad persistente” de las demencias
H. Casarotti|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|página 57
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precoces y sin acentuar la semiología polar,
maníaca o depresiva de los episodios. La
unificación que este autor propuso y que
encontraba fundamento en el reconocimiento
de los estados mixtos (episodios con síntomas
maníacos y depresivos) se produjo dentro
de un modelo médico de enfermedad. Este
modelo, enfocando la descripción clínica
y la evolución longitudinal, consideraba a
las enfermedades mentales como entidades
clínico-etiológicas.
Posteriormente, la postura de E. Bleuler,
con su reconocimiento de la obra freudiana,
refiriéndose a la melancolía como “trastornos
afectivos” flexibilizó y debilitó el concepto
kraepeliniano de entidades. Al insistir menos
en lo evolutivo, su obra facilitó la utilización
progresiva de criterios diagnósticos transversales lo cual, especialmente en Norteamérica,
determinó un incremento del diagnóstico de
esquizofrenia y una disminución correlativa del
diagnóstico de las crisis maníacas delirantes.
Esta confusión diagnóstica es solucionada
cuando al diagnóstico son reintegrados los
criterios longitudinales evolutivos, por ejemplo,
de curso bifásico, de buena remisión, de
respuesta a los reguladores del humor, etc.).
En EE.UU., como bien lo señala J.F. Goodwin5,
debido a la influencia del modelo psicoanalítico,
al considerar esta afección se enfatizaban los
factores psicosociales, entendiendo a la psicosis
maníaco-depresiva como una de las formas
de reacción de la “unidad psicobiológica” de
acuerdo con los conceptos de A. Meyer.
Dentro de esta historia el descubrimiento
freudiano transformó a la psiquiatría al hacer
comprender que el sujeto está implicado
en su patología mental. Desde entonces las
enfermedades mentales son conceptuadas
no sólo como “enfermedades” al igual que
todas las demás afecciones, es decir, como
experiencias padecidas, sino también como
específicamente “mentales”. Es decir, como
experiencias de algún modo “queridas” donde
la intención es inconsciente propiamente
dicha. Este descubrimiento se acompañó a lo
largo del siglo XX, dentro de las psiquiatrías de
orientación psicoanalítica, de una negligencia
cuando no de una negación del diagnóstico
psiquiátrico. Durante la mayor parte del
siglo XX los psiquiatras, atendiendo más al
carácter de intencionalidad de las enfermedades
mentales, y no distinguiendo estructura
psíquica de causalidad, se desinteresaron por el
diagnóstico. A partir de los años 60 el desarrollo
terapéutico de la psiquiatría, generado por
los tratamientos biológicos aplicados de modo
diferencial (convulsoterapias, psicofármacos,
etc.), obligó a recuperar el diagnóstico clínico.
Este trabajo de recuperación se objetivó en
los manuales diagnósticos de la APA desde el
DSM-III6, y posteriormente en la 10ª edición
de la clasificación de enfermedades de la OMS7.
Manuales diagnósticos que a veces son criticados
pero también utilizados como referencia, incluso
en las publicaciones psicoanalíticas8.
Durante la mayor parte del siglo XX la
práctica psiquiátrica en depresión fue muy
semejante. Estos pacientes eran tratados
en dos espacios de atención: en los servicios
de hospitalización se atendía a las formas
mayores, esporádicas y de la psicosis maníacodepresiva (episodios de depresión y de manía),
y las formas menores eran asistidas en los
servicios externos, en la medida que la práctica
clínica se descentraba del hospital. Este
esquema asistencial generó un esquema
conceptual dicotómico, entre “depresión
psicótica” y “depresión neurótica” o formas
“endógenas” y “reactivas”. Esta distinción, a
pesar de ser criticada por diversos autores9,
persistió en el pensamiento médico corriente
hasta hace unos veinte años e impidió durante
décadas percibir que el área de los trastornos
afectivos era más compleja. Esta percepción
solamente se logró cuando la psiquiatría en su
evolución comprendió que el diagnóstico de
una estructura psicopatológica es solamente un
paso en el diagnóstico psiquiátrico del proceso
de enfermedad. Lo que se asiste psiquiátricamente no son “estructuras psicopatológicas”
sino pacientes que padecen trastornos, cuya
naturaleza es lo que hace “especial” a esta
especialidad, médica y psicológica.
El esquema tradicional de los trastornos
afectivos con su división en dos tipos de
depresiones, que hasta 1980 presentaron
los sistemas diagnósticos (por ejemplo, el
DSM-II), se completaba con el agregado,
dentro de los “trastornos de personalidad”, de
formas afectivas (en particular, el “trastorno
ciclotímico”). Es decir, como rasgos o tendencias
patológicas a la oscilación afectiva, pero no
valorados como va a suceder posteriormen-
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te, como formas subsindrómicas de humor
patológico.
Al abrirse progresivamente la psiquiatría a la
comunidad los datos epidemiológicos respecto
a depresión se fueron modificando, pasando
de un 2-3% de formas mayores a un 15-20%
de formas menores e incluso más.
Estos y otros hechos cuestionaron y finalmente modificaron el esquema tradicional:
a) la no confirmación de que los tratamientos
psicológicos fuesen tan eficaces como se
afirmaba en las formas menores de depresión;
b) la comprobación, por el contrario, de que
la convulsoterapia también era eficaz en
muchas formas de depresión menor; c) el
descubrimiento de los antidepresivos y su
aplicación relativamente sencilla en las formas
menores; d) la percepción clínica de que
muchos pacientes en la evolución longitudinal
de su trastorno presentaban depresiones
mayores y menores; e) la comprobación de
que existían formas de depresión que eran
de menor duración; y finalmente, f) de que
los episodios depresivos persistían, a veces en
forma sindrómica como depresiones crónicas y
otras veces, con mayor frecuencia de la que los
esquemas indicaban, en formas subsindrómicas,
como “trastornos del comportamiento”.
La ampliación del número de casos de
depresiones menores y la cuestión de la
relación beneficio/riesgo en la aplicación de
los tratamientos biológicos, exigían responder
a la pregunta: ¿cuándo es que los síntomas
depresivos definen a un caso como depresión?
Pregunta que derivó en encarar nuevamente
el “diagnóstico”, minimizado por la psiquiatría
de tipo psicoanalítico.
El diagnóstico de depresión configura una
de las principales áreas del trabajo que finalizó
con la presentación del DSM-III en 1980 y
posteriormente del cap. F de la CIE-10 en 1992
y del DSM-IV en 1994. El trabajo que concluyó
en la utilización de un método “algorítmico y
probabilístico” para establecer los diagnósticos
psiquiátricos, partió de varios supuestos:
1) los trastornos psíquicos son de la persona
en su individualidad psicofísica; 2) estos
trastornos implican dos diagnósticos: el de
los síndromes psicopatológicos y el de los
procesos de enfermedad que los generan;
3) el diagnóstico psicopatológico no puede ser
establecido por un “punto de corte” en una
lista de síntomas, sino por una descripción de
los síntomas que permita percibir la estructura
subyacente que organiza esos síntomas (de
donde la posibilidad de diagnosticar una
misma estructura psicopatológica por medio
de distintas sumatorias de síntomas; 4) esos
síndromes psíquicos son fisonomías típicas,
cualitativamente distintas a las variaciones
psíquicas normales, pero por ser psíquicos su
tipicidad u homogeneidad no puede ser irreal;
5) son síndromes que “trastornan” al paciente
por estar asociados a malestar o a déficit en
diferentes áreas de funcionamiento; 6) los
síndromes psicopatológicos están asociados
a diferentes variables que, si bien no entran
necesariamente en su definición, deben ser
conocidas por su importancia en el diagnóstico
de los tipos de enfermedad y, por consiguiente,
con relación al pronóstico y al tratamiento.
Trabajos originales
En 1957 K. Leonhard, buscando mayor
claridad en el área de los trastornos afectivos,
optó por dividir a los pacientes depresivos en
dos grandes grupos: los depresivos unipolares y
los bipolares. Los primeros teniendo solamente
episodios de depresión (tanto psicótica como
neurótica) y los segundos presentando episodios
maníacos y depresivos.
Las formas de depresión “neurótica” o
menores, frecuentes en los servicios externos
(más del 40%), por su heterogeneidad no
tenían consistencia nosológica. En la práctica,
al hablar de “depresión neurótica” se estaba
haciendo referencia a formas que eran leves,
raramente incapacitantes, no psicóticas, no
endógenas, comórbidas con síntomas neuróticos
aunque no dominasen el cuadro, reactivas o
comprensibles a pérdidas recientes o circunstancias adversas, y con rasgos depresivos de
carácter (posición negativa frente a la vida,
dependientes, voraces, manipulativos, etc.).
Estudiados los episodios de “depresión
neurótica” (Akiskal10, 11) se comprobó que
los pacientes de ese grupo correspondían
a diferentes trastornos: alrededor del 20%
eran formas de trastornos bipolares, ya que
presentaban en la evolución episodios maníacos
e hipomaníacos; un 22% eran trastornos
depresivos unipolares, no siendo el resto
trastornos afectivos sino pacientes que presentaban intermitentemente síntomas depresivos.
La tendencia a la recurrencia, las respuestas
hipomaníacas a los antidepresivos y los an-
H. Casarotti|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|página 59
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tecedentes familiares de enfermedad bipolar,
aparecían como siendo buenos predictores de
la posibilidad de trastorno afectivo.
bipolar exige un largo seguimiento de los
pacientes.
Algunos pacientes del grupo unipolar que
presentaban episodios depresivos “neuróticos”
pero recurrentes pasaron a formar parte de
la psicosis maníaco-depresiva (situación que
nosográficamente no correspondía al concepto
de que los episodios depresivos de la psicosis
maníaco-depresiva debían ser “psicóticos”). El
hecho de integrar a formas menores de depresión dentro de la psicosis maníaco-depresiva
también era apoyado por otras evidencias:
la presencia de frecuentes antecedentes
patológicos familiares, algunas diferencias
neurofisiológicas, efectos farmacológicos
peculiares (mayor posibilidad de hipomanía
por los antidepresivos), diferente respuesta al
tratamiento con litio, etcétera.
Este subdiagnóstico constituye una insuficiencia relevante de la práctica asistencial,
cuando se toman en cuenta los siguientes
datos: a) el beneficio que deriva del uso de
los reguladores del humor, tanto para los
episodios maníacos como depresivos, y el
riesgo que implica la utilización no técnica
de los antidepresivos; b) la importancia que
tiene para el estudio de la evolutividad de
esta enfermedad el análisis cuidadoso de las
crisis, de los factores que determinan los
empujes y de los cambios introducidos por los
tratamientos, y sobre lo cual aún se sabe poco;
c) la frecuencia con que estos trastornos
se inician en la infancia y en la adolescencia,
donde pueden ser diagnosticados por medio
de criterios estándares y donde ciertas constelaciones de síntomas y algunos rasgos caracterológicos pueden ser indicadores de riesgo;
d) la frecuencia del abuso de alcohol y drogas
en los trastornos bipolares, donde es prioritaria
su identificación porque frecuentemente
esta comorbilidad comienza por los episodios
depresivos, porque el abuso de sustancias es
predictor de suicidio y porque disminuye el
control de impulsos y empeora la evolución
de la enfermedad afectiva; e) la frecuencia
del suicidio en psicosis maníaco-depresiva,
especialmente durante el primer episodio y
durante la primera década de la enfermedad,
que es 30 veces mayor que en la población
general, “mortalidad –dice J. F. Goodwin– que
es mayor que la mortalidad que tienen las
afecciones cardíacas y el cáncer”. Los factores
de riesgo a tener en cuenta son: no recibir
tratamiento, los estados mixtos (por el estado
de inquietud, la disforia y el aumento de la
impulsividad), las formas delirantes y las de
ciclado rápido, los trastornos del sueño, el
abuso de alcohol/drogas, etc.; f) la importancia
que tiene en los primeros episodios el control
de los factores de estrés ambiental, la cual
disminuye a lo largo de la evolución, donde
la enfermedad se vuelve más endógena; g) el
hecho de que 2/3 de los trastornos bipolares
tienen antecedentes patológicos familiares, lo
cual facilita mejorar la prevención secundaria,
reduciendo la morbilidad y posibilitando un
mayor dominio psicológico personal y familiar
de la enfermedad.
Sin embargo, esta inclusión de las formas
menores de depresión en la psicosis maníacodepresiva encontró diversas dificultades,
porque era una inclusión fácil cuando a los
episodios depresivos se agregaban episodios
maníacos o hipomaníacos, con lo cual el
trastorno se diagnosticaba como “bipolar”.
Pero, en cambio, no era tan sencilla cuando el
criterio de inclusión era su carácter recurrente,
tanto porque en las depresiones unipolares las
recurrencias no tienen la misma frecuencia
como por la dificultad de establecer límites netos
con los trastornos de ansiedad y con diversos
tipos de trastornos de personalidad.
También se comprobó que no sólo el grupo
unipolar era heterogéneo sino que también lo
era el grupo bipolar. Varios autores distinguieron
entre el trastorno bipolar I con episodios
maníacos o mixtos, y el trastorno bipolar II con
episodios solamente de grado hipomaníaco. El
espectro de lo bipolar creció posteriormente
por la inclusión de las formas “bipolares III”,
es decir, de pacientes con manifestaciones de
tipo hipomaníaco pero sólo secundarias al uso
de antidepresivos o con antecedentes familiares
alejados de trastornos afectivos.
Otro problema clínico es que a pesar de que
el grupo bipolar tiene una incidencia semejante
al unipolar en seguimientos prolongados,
las formas bipolares se subdiagnostican.
Este diagnóstico es más que el diagnóstico
transversal psicopatológico y, por consiguiente,
poder afirmar o no la presencia de un trastorno
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Otro cambio introducido fue la modificación
del concepto de los trastornos ciclotímicos y
distímicos, considerados hasta ese momento
formas de trastornos de personalidad. Por
encontrar, durante los períodos de modificación
del humor de estos trastornos, los mismos
factores no psicológicos de “validación externa” que se encontraban en los episodios del
humor, se entendió que eran también formas
subsindrómicas del mismo tipo de episodios.
Con lo cual pasaron a engrosar el subcapítulo
de trastornos del humor como formas más
persistentes pero igualmente beneficiables del
uso de los antidepresivos y/o de los reguladores
del humor.
Sin embargo, en los últimos años estos
planteos han sido revisados por líneas de
estudio12 dedicadas al análisis de tres problemas
que tienen relación entre sí: a) las formas
persistentes de depresión, b) el trastorno depresivo de personalidad y c) las formas menores
(depresión menor, depresión breve recurrente
y trastorno mixto ansioso-depresivo).
La primera línea de trabajo atendió a la
distimia y a las formas de depresión crónica,
estudiando el peso de la persistencia en los
trastornos afectivos y algunos factores de
evolución longitudinal.
En distimia se buscó afinar sus criterios
diagnósticos de “depresión crónica subsindrómica no episódica”, tomando en cuenta
que previamente al confundir las diferencias
en evolución y severidad no se reflejaban las
relaciones posibles entre distimia y depresión
mayor. Lo que en la práctica implicaba que
los pacientes con distimia, al consultar habitualmente por una depresión agregada (“doble
depresión”), eran diagnosticados tardíamente
no beneficiándose, por consiguiente, de la
posibilidad de tratamiento.
Con relación a depresión mayor los seguimientos
por largo tiempo, discutiendo el concepto tradicional de que la depresión fuese simplemente
un trastorno episódico, llevaron a plantear la
posibilidad de formas crónicas, ya que un alto
porcentaje de pacientes no se recupera (12%
después de 5 años y 7% aun después de 10 años).
Asimismo, más del 25% de los pacientes que
consultan por un episodio depresivo mayor han
tenido previamente manifestaciones depresivas
menos severas persistentes y la mayor parte
continúa teniéndolas.
Los estudios clínicos longitudinales, a
diferencia de los análisis transversales de
naturaleza psicopatológica, han mostrado la
importancia pronóstica y terapéutica de algunas
características evolutivas: a) la presencia o no
de distimia previa, b) el ser un episodio único
o recurrentes, c) la recuperación completa o no
entre los episodios. En base a esos criterios se ha
creado un sistema de clasificación que permite
al clínico diferenciar subtipos evolutivos tanto
de depresión mayor como de distimia.
Trabajos originales
En la segunda línea de trabajo y en íntima
relación con el estudio de las formas de depresión crónica, ha ido replanteándose la
necesidad de considerar la posibilidad de un tipo
de trastorno depresivo de personalidad13.
Una tercera línea de desarrollo ha sido la
consideración de las formas de depresión menor
(ya sea por menor severidad o por duración más
corta del episodio) que incluyen: la depresión
menor pd, la depresión breve recurrente y el
trastorno mixto ansioso-depresivo.
Estos son trastornos frecuentes: a) que
generalmente no reciben tratamiento, a pesar
de que aun siendo formas subsindrómicas
implican malestar subjetivo e incapacidad
severos; b) donde la ansiedad, como lo señalaban
los autores clásicos, aparece como un aspecto
que integra la depresión; b) los patrones
de comorbilidad para depresión menor son
semejantes a los de distimia y de depresión
mayor; c) la eficacia de las diferentes opciones
de tratamiento debe ser reconsiderada; d) sus
relaciones con la personalidad exigen disponer de un modelo que permita discriminar
adecuadamente entre “estado” y “rasgo de
personalidad”; e) el riesgo de suicidio es
elevado en las formas breves con episodios
de 4-7 días de duración, con una recurrencia
aproximadamente mensual.
C
Finalmente, es necesario considerar la
afirmación que se repite hoy en día de que
existe una “epidemia de depresión”, ya que los
números que aportan estudios de población
realizados en nuestro medio refieren una
prevalencia de alrededor del 30%, lo cual
configura un dato que excede en mucho la cifra
tradicional de prevalencia del 4-6%.
H. Casarotti|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|página 61
Trabajos originales
Reflexionar sobre si existe o no una tal
epidemia es inseparable del problema de
precisar qué es “un caso” patológico. Este
problema sigue configurando una dificultad
no completamente resuelta, aunque como lo
señalan B. Cooper y B. Singh14 no constituya
hoy la dificultad metodológica central que
fue a inicios de la década de los 80 para la
epidemiología psiquiátrica. El peso de ese
problema ha disminuido en el ámbito de la
actividad clínica por el desarrollo de criterios
diagnósticos confiables, de glosarios y de
técnicas de entrevistas estandarizadas, pero,
por el contrario, se agudizó con relación
a identificar la prevalencia de trastornos
mentales en comunidad.
Los criterios diagnósticos operacionales
logrados tienen valor cuando son aplicados
en el contexto clínico de la entrevista porque
el paciente es visto después del proceso de
selección hecho por las personas del entorno
del paciente. En ese contexto la posibilidad de
“falsos positivos” (de personas que no siendo
enfermas son diagnosticadas como tales) es
baja porque el diagnóstico de “caso” se hace
basada en el juicio clínico que se agrega al
“diagnóstico de sentido común” hecho por los
familiares, amigos, empleadores, etcétera.
Los criterios diagnósticos usados en las
encuestas de población son generalmente
aplicados por medio de formatos modificados y
por no técnicos. En consecuencia, al no existir
selección previa y al no aplicarse el juicio
clínico, la posibilidad de “falsos positivos”
se incrementa. Es lo que ha sucedido con las
llamadas encuestas de 3ª generación. Las encuestas anteriores a la segunda guerra mundial,
realizadas principalmente por psiquiatras y
mediante entrevistas no estructuradas, referían
una prevalencia de trastornos mentales del
4%, mientras que las encuestas de los años 70,
hechas también por psiquiatras pero utilizando
algunas entrevistas estandarizadas, mostraron
una prevalencia del 20%. Cuando finalmente
la evaluación fue realizada por no técnicos,
mediante cuestionarios y sin interpretación
clínica de las respuestas (ECA, NCS), esa cifra
se elevó a valores entre 44 y 48%. Valores que,
tanto por su magnitud como por la divergencia
con los datos clínicos, han planteado la dificultad
de su validez diagnóstica al comprobarse que
los resultados dependen en parte del modo
como se organiza el cuestionario.
El área de las encuestas de “depresión” de
poblaciones es la que ha ilustrado de modo
especial todas estas dificultades. A lo largo de
los años diferentes autores han señalado la
necesidad de hacer escrutinios cuidadosos de
las técnicas de medición, al comprobarse la
heterogeneidad de las escalas de evaluación
diagnóstica de depresión (en particular de sus
formas menores15) y la frecuencia con que sus
ítems eran seleccionados arbitrariamente16.
D. Regier17, al destacar los avances conceptuales y técnicos realizados en estos últimos
años, señala también que “las modificaciones
en los criterios diagnósticos y en los instrumentos de evaluación son muy sensibles a
pequeños cambios” y que, en consecuencia,
“no queda claro que los trastornos mentales
en encuestas de poblaciones sean equivalentes
a los identificados por los mismos criterios
en los medios clínicos”. Porque aunque los
trastornos identificados en dos de los estudios
epidemiológicos de población más importantes
de EE.UU., el ECA18 y el NCS19, 20, 21, presentan
la misma distribución de factores de riesgo
que los de las muestras clínicas (edad, sexo,
estado civil, otras variables socio demográficas,
etc.22), aún no se sabe si son formas leves de
los mismos trastornos o si constituyen otras
estructuras.
En la evolución del DSM-III al IV, para
disminuir la posibilidad de falsos positivos23, se
agregó a casi la mitad de los tipos el criterio de
“significación clínica”. Criterio que requiere
que el malestar o la incapacidad que el paciente
presenta sea mayor que la que especifican los
criterios diagnósticos.
La aplicación del criterio de “significación
clínica”, creado para mejorar la distinción entre
“trastorno” y “no trastorno”, ha determinado
una interesante evolución práctica y conceptual.
Por un lado, ha mejorado la aplicación de
los criterios diagnósticos, aunque no quede
claro aún cuál es el real valor de este criterio
en la resolución del problema de los falsos
positivos24. Por otro, ha planteado la necesidad de operacionalizar este criterio en los
instrumentos epidemiológicos para que no
sean sobrevaloradas las formas menores25. Y
finalmente, en el plano conceptual ha traído
nuevamente a la discusión la cuestión de
la naturaleza de los trastornos mentales,
entendidos cada vez más como “disfunciones
página 62|Volumen 66 Nº 1 Junio 2002|Revista de Psiquiatría del Uruguay|Depresión a fin del siglo XX
biológicas” de “mecanismos psicológicos” (cf
Spitzer 99).
Tomando en cuenta lo antedicho es necesario
reconsiderar el dato de una prevalencia del 30%
porque es muy probable que esa frecuencia
se deba a los cuestionarios utilizados y a su
aplicación por no técnicos.
En consecuencia, es necesario ser cuidadoso
en la presentación de los hallazgos epidemiológicos, ya que es imprescindible, a la hora de
discutir las políticas de salud pública, “tener
información clara sobre la prevalencia de los
trastornos mentales” para que “datos tan
diferentes no confundan” y porque es necesario
distinguir entre “diagnóstico y necesidad de
tratamiento”26, 27. De otro modo se corre el riesgo
de orientar los recursos a las formas menores
de depresión sin encarar en profundidad
las formas mayores, con sus secuelas de
incapacidad y suicidio.
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