Genocidio y Cine

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BENJAMÍN RIVAYA
Genocidio y Cine
RESUMEN: Aun siendo el del genocidio un concepto problemático, existe un núcleo
de certeza en relación a ciertos crímenes masivos que se tienen por genocidas. El caso
más claro es el del Holocausto, el genocidio que los nazis perpetraron contra el pueblo
judío, que se tiene por el canon o patrón de de este maxidelito. Pero a mi juicio también
son casos claros el llevado a cabo por el poder turco contra los armenios, los ejecutados
por el poder soviético contra diversas comunidades, especialmente contra los campesinos
ucranianos, el llevado a cabo contra el pueblo camboyano por las huestes de Pol-Pot, el
perpetrado contra los bosnios por los radicales serbios y el que los hutus extremistas perpetraron contra el pueblo tutsi. Trata este trabajo de mostrar la imagen cinematográfica de
estos genocidios, genocidios que han permitido hablar de la pasada centuria como el siglo
de los genocidios (Bruneteau), además de la imagen cinematográfica de otro genocidio
que comenzó mucho antes, aunque su fin también se encontró en el novecientos, el de
los indios norteamericanos. El cine muestra de forma inigualable la conciencia existente
hoy día sobre el más brutal crimen que cabe imaginar: la refleja, pero también contribuye
a crearla.
PALABRAS CLAVE: Genocidio – Cine – Derecho - Memoria
Tratar de examinar y, a partir de ahí, reflexionar sobre la imagen cinematográfica del genocidio plantea, ya desde un principio, la debatida cuestión
del concepto de genocidio, un concepto acuñado por Rafael Lemkin en la década
de los treinta del siglo XX, y que por razones obvias alcanzó pronto reflejo en
la normativa de las Naciones Unidas. Así, la Resolución 96 (I) de la Asamblea
General, de 11 de diciembre de 1946, ya manifestó que el crimen de “genocidio
es la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros, como el
homicidio es la negación del derecho a la vida de seres humanos individuales”,
y luego la convención para la prevención y sanción del delito de genocidio, de 9
de diciembre de 1948, que entraría en vigor a comienzos de 1951, especificaría
aún más:
En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los
actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total
o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal:
a) Matanzas de miembros del grupo;
b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo;
c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial;
InterseXiones 1: 1-29, 2010.
ISSN-2171-1879.
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d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo;
e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.
Evidentemente, esa definición de genocidio vale para la particular convención, lo que significa que se trata de una definición jurídica a la que no ha de
someterse el lenguaje ordinario, aunque eso sí, obligue a extremar las precauciones al hablar de genocidio. La definición convencional plantea problemas relativos al carácter intencional del delito y la prueba de esa intención, al significado
de la destrucción, total o parcial, del grupo, al conjunto de criterios que sirven
para definir el grupo, que deja fuera el que podríamos denominar genocidio político, y a la exclusión del genocidio cultural del ámbito del tratado. Por lo demás,
muchos de los actos que para el Derecho Penal Internacional caen bajo el rótulo
de “crímenes contra la humanidad”, crímenes que se llevan a cabo contra la población civil (exterminio, deportación, tortura y violación en masa, etc.), en un
sentido mundano bien pudieran tenerse por actos de genocidio.
Digo esto porque coloquialmente el genocidio es el crimen por excelencia, el mayor crimen del que cabe hablar, el mayor atentado contra los derechos
humanos. También hay que advertir que aunque la “palabra es nueva, el crimen
es antiguo” (Kuper 2002: 48), es decir, que genocidios los ha habido a lo largo
de toda la historia de la humanidad (aunque cabría preguntarse si no se tratará de
un delito propio de las sociedades estatales), en cualquier caso no sólo a partir de
1946, evidentemente. El término está dotado de una poderosa carga emocional
que hace que, como digo, se tenga por el delito más terrible que cabe, que nadie
reivindique para sí la condición de genocida y que, al contrario, los perseguidos
por diversas causas se presenten muchas veces como víctimas de un genocidio,
aunque no siempre sea fácil llegar a determinar si estamos o no ante un supuesto
de este tipo pues existen casos claros, los que caen dentro del núcleo de certeza
de la norma, al lado de otros difíciles, oscuros, los que pertenecen a su zona de
penumbra. Véase por ejemplo la discusión última que se ha producido en España,
con trascendencia judicial, acerca del carácter genocida de la represión franquista1. Lo mismo podría plantearse en relación con las dictaduras de la década de los
setenta del siglo pasado, habitualmente militares y anticomunistas, del Cono Sur
de América2. Los repugnantes crímenes que llevaron a cabo ¿pueden ser calificados de genocidio? Por lo que se refiere al cine que versa sobre este argumento,
vamos a dar una interpretación del vocablo genocidio que habrá quien considere
1.Vid. ELORZA 2009: 42, donde afirma que el franquismo cometió dos genocidios, uno político y otro cultural.
2. Cuya condena ha dado lugar a una muy amplia filmografía. Referido a los casos de Chile y Argentina, vid. Millán 2001.
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extensiva y habrá quien tenga por restrictiva (no se incluyen, por ejemplo, ni los
crímenes del franquismo ni los de las referidas dictadura latinoamericanas), a la
vez que trataremos de huir de las polémicas propias de la dogmática penal.
Como en otras ocasiones en el marco del cine de los derechos humanos
(cine de la pena de muerte, cine de la esclavitud, cine de la tortura, etc.), cabría
hablar de un cine del genocidio. Muchas veces, el cine de los derechos humanos
se basa en episodios reales pero en el caso del cine del genocidio, salvo excepción, éste parte siempre de los genocidios históricos. No me refiero al documental,
que evidentemente se centra en casos reales, sino al cine narrativo, que aunque
cuente historias inventadas lo hace en el marco de algún genocidio verdadero: el
armenio, el judío, el tutsi, etc. Me parece que esa referencia a la realidad otorga
un valor moral a esta cinematografía, que ofrece su voz a quienes han carecido
de ella. Esta labor, que en el ámbito académico corresponde a la historiografía,
la asumen popularmente la literatura y, sobre todo, fundamentalmente, el cine,
que así se convierte en portavoz de los silenciados. Dentro de sus posibilidades,
el cine puede y debe contribuir a hacer justicia. Claro que no siempre ha sido
así, pues a veces ha hecho exactamente lo contrario, embelleciendo políticas y
prácticas, que convertía en heroicas, cuando realmente eran todo lo contrario,
incluso genocidas. Los casos del western, al que me referiré, y de cierto cine
del colonialismo resultan paradigmáticos pues describen situaciones parecidas
y tienen un mismo objetivo: muestran “una carnicería en la que se pretende que
el espectador se identifique con quienes la cometen y no con quienes la sufren”
(Sand 2005: 448). Por fortuna eso no siempre ha sido así; en otras ocasiones el
cine ha dado a conocer al gran público matanzas que, si no fuera por él, serían
mucho más ignoradas de lo que son; en otras ocasiones el cine ha ayudado a
hacer justicia, por más que su justicia no sea la de los tribunales con poder para
encarcelar a los culpables.
Como argumento, el genocidio ha sido utilizado desde el principio. Si
pongo el origen del cine de los derechos humanos en Intolerancia (David W.
Griffith, 1916), repárese en que uno de sus episodios es el de La noche de San
Bartolomé (1572), cuando primero en París y luego en toda Francia, en el marco
de las luchas de religión, los hugonotes fueron masacrados. Griffith responsabiliza a Catalina de Medicis, que los odia, de haber convencido a su hijo, el rey Carlos IX, de ordenar la masacre, de la que no se salva nadie, ni los jóvenes amantes
protagonistas, Próspero y Ojos Castaños, que son muertos por un soldado que
primero trató de violarla a ella. Sea como fuere, quede probado que el genocidio,
como argumento, interesó prontamente al cine y se convertiría en un tópico. Ese
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cine del genocidio plantea muchas cuestiones sobre las que no se puede pasar en
silencio; entre otras cosas porque “el imaginario construido por el cine y la televisión está cada vez más presente” (Baer 1999:116), hasta el punto de que ni el mismo genocidio puede pensarse al margen de la mentalidad creada por los medios.
La pregunta fundamental, tantas veces hecha en relación con el holocausto, pero
que se ha de formular también en el caso de los otros genocidios, se refiere a los
límites de la representación del horror. Cuando todo ha de callar –dicen-, ¿no sería mejor cegar la cámara? ¿No se trivializa así lo que ha de tenerse por sagrado?
¿No se banaliza aún más el mal? ¿No se traiciona de esa forma la memoria de las
víctimas? (Baer 2006: 90). Porque la obligación del historiador, de quienquiera
que trate el genocidio, no sería construir un relato más o menos coherente en el
que “todo vale”, hasta divertir, sino reconstruir unos hechos que efectivamente
sucedieron. Según algunos, la frontera que separa la ficción de la realidad no se
debería traspasar; según otros, no hay razón para dejar de hacerlo. Pero antes de
tomar una opción, deberíamos ver el cine.
Evidentemente, resulta imposible apuntar y dar una interpretación de
todas las películas que se ocupan con el tópico, por lo que he preferido centrarme en las que tengo por más importantes y cercanas, referidas sobre todo a los
genocidios del siglo XX, y ordenarlas según el tema del que traten, es decir, que
he utilizado el criterio del genocidio al que se refieren para situarlas en este mapa
de la aberración3.
1. EL GENOCIDIO DE LOS INDIOS NORTEAMERICANOS
Por el papel que ha jugado el cine, sin embargo, hay que comenzar haciendo referencia a una práctica exterminadora que alcanzó su culmen en el siglo
XIX. En el marco de los procesos colonizadores ha sido habitual la comisión de
masacres contra los pueblos colonizados, hasta el punto de que en ocasiones ha
llegado a hablarse de genocidio. De estos procesos, además, se ha construido una
imagen fílmica que embellecía lo que realmente era repugnante, colaborando así
el cine en una operación de “vergonzosa falsificación de la historia” (Dallet 2005:
842). Piénsese en cintas del tipo de The Lives of a Bengal Lancer, Tres lanceros
bengalíes (Henry Hathaway, 1934) o The Charge of Light Brigade, La carga de
la brigada ligera (Michael Curtiz, 1936). Tuvo que pasar el tiempo para que el
cinematógrafo expresara arrepentimiento por lo sucedido, mostrando con otros
ojos lo que había pasado. En este sentido y a título de ejemplo valga citar obras
3. Para elaborar ese mapa me he servido básicamente del libro de Bruneteau 2006; también del de Ternon 1995, y
el de Mann 2009.
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tan diferentes como La battaglia di Algeri, La batalla de Argel (Gilo Pontecorvo,
1965), Gandhi (Richard Attenborough, 1982) o The Mission, La misión (Roland
Joffé, 1986).
Ahora bien, entre los procesos colonizadores merece capítulo aparte la
que se conoce como conquista del oeste. No son pocos los historiadores que piensan que el exterminio de los nativos norteamericanos constituyó un genocidio.
Hay testimonios más moderados, pero quiero exponer el (quizás más realista)
de quien se identificó con la causa india y le ofreció su popularidad, el de Marlon Brando, que aprovechó la nominación al Óscar por su participación en El
padrino para que en vez de él hablara Pequeña Pluma Sacheen, una india amiga
suya, y reivindicara los derechos de su pueblo. Al final los organizadores no lo
permitieron, pero aquello sirvió para llamar la atención sobre los nativos norteamericanos y su situación entonces actual. Brando no dejó de decir que la desaparición de los aborígenes en los Estados Unidos había sido un genocidio, ni de
compararlo con otros reconocidos como tales. Incluso llegó a llamarlo “la versión
americana de la Solución Final”. El actor y militante pro-indio nos cuenta que
cuando llegó Colón al Nuevo Mundo había en el territorio de lo que luego fueron
los Estados Unidos entre siete y dieciocho millones de indígenas, y que mediada
la década de los veinte del siglo pasado sólo quedaban doscientos cuarenta mil.
Semejante catástrofe demográfica se produjo utilizando diversos procedimientos,
no sólo militarmente. Por ejemplo: “Nuestras autoridades privaban de alimentos
intencionadamente a los indios de las llanuras eliminando a los búfalos, porque
era más rápido y más fácil matar a los búfalos que a los indios”. Lo curioso
es –dijo- que casi ningún estadounidense estaría dispuesto a reconocerlo. “No
sirve de nada ser lógico en este tema; la gente no responde a la lógica” (1994:
373-401). Pero entonces, ¿a qué respondía? Resulta esclarecedor que en el libro
que Shohat y Stam dedicaron a la labor imperialista del cine, titulen “El western
como paradigma” el capítulo en el que se ocupan de este género. Lo que hizo
Hollywood –según ellos- fue dar la vuelta a la historia, al hacer que los nativos
norteamericanos, caracterizados tanto por unas costumbres absurdas y primitivas
como por una agresividad irracional e inexplicable, “parecieran intrusos en su
propia tierra” (2002: 139). Se trataría, sencillamente, de un género racista. Sin
pretender ser exhaustivos, veamos algunos ejemplos que permitan identificar los
mecanismos que utilizaron las películas clásicas de indios y vaqueros para demonizar a aquéllos.
Fijémonos en el cine de John Ford, uno de los directores que más contribuyó a la elaboración de la historia oficial de la conquista del oeste y del pueblo
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indio; en algunos de sus títulos emblemáticos. En La diligencia (Stagecoach,
1939), precisamente la historia de un viaje en diligencia, los invisibles indios
apaches encabezados por Jerónimo, que se han escapado de su reserva, generan una tensión que, por fin, estallará cuando ataquen el carruaje. Puesto que el
espectador tiende a identificarse con alguno de los personajes que viajan en la
diligencia, a los indios se les tiene por enemigos, unos enemigos especialmente
crueles según se da a entender. Curiosamente, en el asalto casi no se causan bajas
entre los viajeros, pero éstos, para regocijo del público, disparan con gran puntería y aciertan sobre gran número de asaltantes, que se caen, heridos o muertos,
de sus caballos.
Pero aparte de las películas de Ford en las que los indios aparecen de
una u otra forma pero no juegan un papel central, hay que referirse a la trilogía
que dedicó a la caballería de los Estados Unidos: Fort Apache (1948), La legión
invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949) y Río Grande (1950). La primera
de las tres, Fort Apache, resulta una película donde es cierto que Ford reivindica
el pueblo indio, labor de la que se encarga el capitán York, interpretado por John
Wayne, pero también la disciplina militar hasta el punto de glorificar las hazañas
del comandante en jefe, un racista que odia a los aborígenes, responsable de
la carnicería con la que se cierra la película. En cualquier caso, el mensaje de
la trilogía queda claro en la apología militarista y ultranacionalista con que se
cierra La legión invencible: “Aquí están los feroces guerreros, profesionales por
cincuenta centavos al día, dirigiendo la avanzada de una nación. Desde Fort Reno
a Fort Apache; desde Sheridan a Stockton. Eran todos iguales. Tenían una sucia
chaqueta azul y una fría página en los libros de Historia. Pero donde quiera que
fueran y lucharan por lo que lucharan, ese lugar se convirtió en Estados Unidos”.
Por lo demás, La legión invencible no contiene un discurso expreso sobre/ contra
los indios; sólo en cierta ocasión el protagonista los llama “diablos” y en otra
escena dan muestras de una crueldad terrible, pero más allá de esas noticias no
existe una condena explícita. Se trata, simplemente, de que son los enemigos a
quienes hay que derrotar, identificándose el espectador con el punto de vista de
la película, el del séptimo de caballería. Como casi todas las del momento, se
trata de una película anti-india pero no porque así se diga de forma explícita sino
porque la cámara nunca adopta el punto de vista del indio y, por consiguiente, el
espectador nunca se pone en su piel. En cambio, la tercera entrega de la trilogía,
Río Grande, no sólo exhibe el patriotismo y el militarismo de la anterior sino un
claro y reaccionario racismo. Como ocurre con otras muchas películas del oeste,
también ésta puede (y debe) interpretarse haciendo referencia al contexto y la posición de los Estados Unidos en el mundo, en este caso la guerra fría, pero lo que
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ahora nos importa es la imagen que nos ofrece de los nativos norteamericanos,
repugnantes y sanguinarios salvajes sin escrúpulos capaces de cometer toda clase
de fechorías; en este caso no sólo asaltar caravanas de blancos sino incluso matar
a sus mujeres y secuestrar a sus niños.
Este mensaje abiertamente anti-indio también se encontrará en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), el western que ha llegado a ser
calificada como el mejor de la historia del cine, pues incorporaba una perspectiva
brutalmente racista, la de Ethan Edwards, el protagonista interpretado otra vez
por John Wayne, que detestaba a los pieles rojas, quienes por lo demás no se
ahorraban crímenes repugnantes para parecer a los ojos del espectador un poco
menos malvados. Asaltaban el rancho del hermano de Ethan y masacraban a su
familia, salvándose únicamente la hija pequeña, a la que –otra vez- secuestraban.
La película narrará precisamente el peregrinaje Ethan para encontrarla. Cuando por fin dé con ella, estará a punto de matarla por haberse convertido en una
cheyene más. Sin duda una película grandiosa, pero otra vez al servicio de un
lamentable mensaje racista, pues en la imagen del espectador los indios quedaban
como criminales, con lo que al final los pueblos aborígenes parecían caracterizarse por un salvajismo y una violencia atroces. Pero Ford no fue el único sino
que otros muchos directores le siguieron en la construcción del género, estando
entre ellos algunos de los grandes del cine, como Raoul Walsh o, más adelante,
Budd Boetticher.
Quizás en bastantes películas, aunque ni mucho menos en todas, se hacía
algún reconocimiento de los pueblos aborígenes. Otra cosa sería que una película
entera se dedicase a reivindicarlos, lo que nunca había sucedido pero acabó ocurriendo en 1950. Aquel año aparecieron dos películas: la interesante Flecha rota
(Broken Arrow, Delmer Daves, 1950) y, la todavía más interesante, La puerta del
diablo (Devil´s Doorway, Anthony Mann, 1950). Poco después aparecería Apache (Robert Aldrich, 1954), que también contenía un mensaje favorable al pueblo
indio. Habrá otras, pero visto desde aquí parece que 1970 será el año del cine revisionista de indios y vaqueros, por más que algunas de las cintas que aparecen en
esta fecha no hayan recibido buena crítica: Little Big Man, Pequeño gran hombre
(Little Big Man), de Arthur Penn; Soldier Blue, Soldado azul, de Ralph Nelson;
y A Man Called Horse, Un hombre llamado caballo, de Elliot Silverstein, que
tendría secuelas. Ahora bien, la cima de este western revisionista se alcanzó en
1990 con Bailando con lobos (Dances with Wolves, Kevin Costner), que obtuvo
además el reconocimiento de Hollywood, logrando nada menos que siete estatuillas, las fundamentales entre ellas. Si no estoy equivocado, la industria cinema-
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tográfica norteamericana no sólo premia las que tiene por buenas películas, sino
que también respalda temáticas y tratamientos, es decir, opciones políticas, con lo
que admite ahora (fílmicamente) la injusticia sufrida por los pueblos aborígenes.
El teniente John J. Dunbar (Kevin Costner), un héroe de guerra, pide destino en
territorio sioux, adonde le trasladará un comerciante que opina de los indios que
son todos “ladrones y pordioseros” (algo parecido, por cierto, a lo que los indios
opinan de los blancos, como luego sabremos, que son –dicen- sucios y tontos).
El etnógrafo que resulta el protagonista (repárese en que muchas películas de
este western revisionista se podría incluir dentro del, en un sentido amplio, cine
antropológico) llegará a otra conclusión:
“Nada de lo que me han contado de esta gente es correcto. No
son pordioseros ni ladrones. No son en absoluto los espantajos
que nos ha hecho creer. Por el contrario, son unos huéspedes
corteses y me agrada mucho su sentido familiar”.
Bailando con lobos vale, por tanto, como documento antropológico,
pero también como canto a la naturaleza y como recuerdo de una cultura, la de
los sioux, que fue aniquilada por el hombre blanco, según se recuerda al final
de la película. Como suele ocurrir en este tipo de cine reivindicativo, el hecho
de que el protagonista se identifique con los indios hace que también lo haga el
espectador.
2. EL GENOCIDIO ARMENIO
En un trabajo como éste no podía dejar de tratarse el caso del western,
pero quizás la primera gran masacre con la que se abre el siglo de los genocidios
fue la que los turcos perpetraron contra el pueblo armenio. No era la primera vez
que ocurría: entre 1894 y 1896, a consecuencia de un gran número de matanzas
llevadas a cabo en distintas regiones del territorio del Estado turco, el gobierno
de Abdul Hamid eliminó a más de doscientos mil armenios, además de despojar
de sus bienes y hostigar ferozmente a otro millón de ellos. No fue la única causa,
pero la impunidad de que gozaron los agresores iba a hacer que poco después,
en 1915, se organizara y se repitiera una barbarie aún mayor, dirigida ahora por
los Jóvenes Turcos, el partido nacionalista que se hizo con el poder en 1908.
Probablemente no fue la primera vez que el cine mostró la opresión que los turcos ejercían contra los armenios, pero la primera gran película que conozco fue
de un director griego criado en Turquía, Elia Kazan, quien reflejó en América,
América (1963), un bello largometraje de tres horas de duración, el acoso que
sufrió a comienzos de siglo este pueblo sin Estado (y también, aunque menor, los
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griegos que vivían en territorio turco). La conmovedora película tiene carácter
autobiográfico; así comienza: “Me llamo Elia Kazan. Por mis venas corre sangre
griega, soy turco de nacimiento y americano debido a un viaje que hizo mi tío”.
El filme narra la historia de su familia, pero al inicio de la larga película, y dado
que Kazan pertenecía a la minoría griega de la Anatolia, no puede dejar de hacer
referencia a la situación que vivían quienes se hallaban sometidos al poder turco.
Luego nos dirá que se trataba de sus primeros recuerdos de infancia: su abuela
contándole “historias de matanzas de armenios, historias que más tarde, y a mi
vez, he vuelto a contar en América, América” (Ciment 1998:11-12).
Pero, hasta donde conozco, el genocidio armenio tendría que esperar
casi un siglo para que se convirtiera en argumento cinematográfico. Serán dos
películas recientes las que se ocupen de exponer lo que sucedió en el verano de
1915: Ararat (Atom Egoyan, 2002) y La masseria delle allodole, El destino de
Nunik (Paolo y Vittorio Taviani, 2007). En cuanto a esta última, la efectiva y valiosa película de Paolo y Vittorio Taviani, que la rodaron cuando ambos rondaban
ya los ochenta años, en España se tituló El destino de Nunik, quizás porque el
personaje protagonista de ésta lo interpretaba Paz Vega (también había otra representante española, Ángela Molina). Pero ni el título original (el mismo que el de
la novela en que se basa, de Antonia Aislan, escritora italiana de origen armenio)
ni el que se utilizó en nuestro país daban cuenta de lo que se iba a relatar: a través
de la historia de una familia armenia se muestra la persecución de su pueblo y la
brutalidad de quienes perpetraron las matanzas. La fenomenología del genocidio
armenio incluyó la criminalización de los armenios, la decisión de deportarlos y,
más o menos expresamente, tras ella, la de exterminarlos, las masacres, a veces
mayoritariamente de varones, las largas marchas, las violaciones constantes de
mujeres, el hambre y la sed, las epidemias, el agotamiento... El destino de Nunik
muestra bien las diversas manifestaciones de la destrucción del pueblo armenio:
desde la pretensión de construir la Gran Turquía bajo el lema de “Turquía para los
turcos”, hasta la de resolver un exterminio que, para que sea efectivo, tiene que
llevarse a cabo por sorpresa y de forma discreta, bajo el manto de la deportación;
desde el asesinato con sable de todos los hombres de la comunidad, fuera cual
fuera su edad, hasta la larga marcha de las mujeres (de toda condición: ancianas,
niñas, embarazadas, enfermas), el hambre y el cansancio que las va mermando,
las violaciones, los asesinatos incluso de recién nacidos... La película no obtuvo
buena crítica y, en general, fue menospreciada, a mi juicio excesivamente, pero
aún así, que los hermanos Taviani se ocuparan del genocidio armenio y le dieran
una imagen fílmica fue todo un éxito para la causa; con más motivo si se tiene en
cuenta que el poder turco sigue negando aquel crimen contra la humanidad. Al
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menos, el filme consiguió lo que se proponía, la denuncia de lo que se dice expresamente en la publicidad del mismo: “El pueblo armenio espera aún justicia”.
En cuanto Ararat, aunque sea de producción canadiense, bien pudiera
decirse que es una película armenia. Tanto el director, Atom Egoyan, como algunos de los actores principales, Charles Aznavour y Arsinée Khanjian, son de
origen armenio, a la vez que el argumento versa, como ya sabemos, sobre un
momento crucial de la historia del pueblo armenio. Con las técnicas narrativas
del cine, pero con pretensión historiográfica, por tanto, Egoyan recrea los sanguinarios sucesos. La obra utiliza la técnica de la película dentro de otra película:
Edgard Saroyan, un director de cine interpretado por Aznavour, está filmando una
cinta sobre el genocidio que sufrieron los armenios a manos de los turcos. Las
imágenes que se muestran de éste son, por tanto, las que se ruedan como parte
de la trama: la masacre que se produjo en la ciudad de Van, en Turquía oriental,
en el verano de 1915, y la posterior deportación y aniquilación de los armenios
que no fueron asesinados en un primer momento. Pero de nuevo Ararat interesa
no sólo por la evocación del genocidio sino por su enfrentamiento contra quienes
lo niegan: desde el gobierno turco, que al día de hoy continúa negándolo, hasta
los que piensan que se trata de una exageración. Raffi, el joven protagonista,
se lo dice a uno que lo niega: “¿Sabe lo que dijo Hitler a sus comandantes para
convencerles de que su plan funcionaría? - ¿Quién recuerda el exterminio de los
armenios?”. En efecto, aunque hay suficientes estudios sobre este genocidio, aún
sigue siendo un horror desconocido. El mismo protagonista, tras viajar a la Anatolia, lo constatará: “No hay nada aquí que demuestre que pasó algo”. En poco,
poquísimo tiempo, sin embargo, por motivos étnicos y religiosos, a más de un
millón de personas les fue arrebatada la vida.
3. LOS GENOCIDIOS SOVIÉTICOS
Para quien se dedica a estudiar la imagen fílmica del genocidio, resulta
curioso que casi no exista filmografía sobre los genocidios soviéticos. Por supuesto, al igual que en el caso armenio, hay quien niega que en la antigua patria
del comunismo se perpetrara genocidio alguno, pero cada vez se va afianzando
más la idea de que no sólo hubo uno sino varios. Parece que Ernst Lubitsch ya
lo sabía en 1939, cuando Ninotchka, una funcionaria soviética de viaje por París,
interpretada por una genial Greta Garbo, ante las acusaciones que se hacen al régimen que representa conteste: “Habrá menos rusos, pero serán los mejores”. La
ironía es trágica, pues hasta los mejores revolucionarios, los más heroicos, fueron
liquidados en las purgas estalinistas, que bien podrían constituir un genocidio po-
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lítico. Hay dos películas que lo muestran a las claras y que, por diversos motivos,
entre ellos por ser dos obras de arte, deben ser citadas necesariamente. La historia
de la primera no se desarrolla en la Unión Soviética, sino en la Checoslovaquia
comunista, pero el dato no es relevante pues la responsabilidad de la política estalinista es la misma. Me refiero a L´aveu, La confesión (1970), de Costa-Gavras.
La segunda es la premiada Utomlyonnye solntsem, Quemado por el sol (1994), de
Nikita Mikhalkov. Por lo que toca a la primera película, para empezar, es el resultado de la colaboración de un conjunto de artistas del más alto nivel, venidos de
distintos ámbitos, que hace que sólo por eso ya merezca la pena: Costa-Gavras, el
mejor representante del cine político; Jorge Semprún, quien hizo el guión, el mejor representante de una literatura post y anti comunista surgida tras su abandono
del Partido Comunista, precisamente; y la pareja formada por Yves Montand y
Simone Signoret, como protagonistas. El argumento gira en torno a la pérdida de
la fe comunista, una vez desvelados los procedimientos inquisitoriales, criminales, de la iglesia que dirigía Stalin. La pasión de Anton Ludvik (de Artur London,
realmente, pues la película está basada en el libro autobiográfico de éste) podría
ser el título; pero vale también el de La confesión, pues ésta era el objetivo a
cualquier precio. Se trata de la purga que culminó en los procesos de Praga de
1952, llevada a cabo contra muchas autoridades del partido y, por lo que ahora
nos interesa pues se trata del protagonista de la película, contra el viceministro
de Relaciones Exteriores checoslovaco, Anton Ludvik. No sabemos exactamente por qué, cae en desgracia y a partir de ahí es sometido a un régimen brutal
(mazmorra, torturas de todo tipo) con el único fin de conseguir la confesión. ¿De
qué? Lo dirá el fiscal más adelante: “Los acuso de traidores, troskistas, titistas,
sionistas, nacionalistas, burgueses y enemigos del pueblo”. Los interrogatorios
se realizarán bajo la mirada atenta de Stalin, cuyo retrato cuelga siempre de la
pared (idéntico recurso utilizará el director en Missing, Desaparecido, 1982, esta
vez con el retrato de Nixon). Años más tarde lo explicará el mismo Ludvik: Stalin
había sido seminarista. “La confesión pública, la humillación del pecador… Además era infalible”. Por fin será condenado a cadena perpetua. Pasada más de una
década, en 1963, será rehabilitado. Posteriormente, en Francia, escribirá un libro
contando su experiencia. Cuando por fin vaya a Praga a presentarlo, en agosto de
1968, se encontrará con la invasión soviética. La condena sobre el comunismo soviético resulta rotunda y clara. La película terminará con unos jóvenes haciendo
una pintada en un muro de Praga: “Despierta, Lenin, se volvieron locos”.
En cuanto a la bella película de Mikhalkov, Burnt by the Sun, Quemado
por el sol (1994), también trata de la caída en desgracia de un revolucionario, el
comandante Kotov, héroe de la revolución que vivía rodeado del reconocimiento
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de todos, entre celebraciones comunistas, himnos soviéticos y banderas rojas,
hasta que se presenta a buscarlo un viejo conocido, antiguo novio de su mujer,
ahora policía político, que le anuncia que tendrá que emprender viaje, que en
breve irán a buscarlo. Sin miedo, al fin y al cabo conoce personalmente a Stalin
y puede hablar con él cuando quiera, inicia un viaje del que ya no regresará y del
que no se puede olvidar, tras la paliza que los esbirros del servicio secreto le propinan, la imagen de aquel revolucionario corpulento (interpretado por el mismo
Mikhalkov) llorando como un niño. A Kotov lo fusilaron en el treinta y seis y sólo
sería rehabilitado dos décadas más tarde, tras la muerte de Stalin. La película se
dedica a millones de personas, a “todos los quemados por el sol de la revolución”.
Que obtuviera aquel año el Óscar a la mejor película de habla no inglesa hizo
que se conociera más el carácter represor y sanguinario de la política estalinista.
Carácter represor y sanguinario que también se puede observar en todo su horror
en otra película que estuvo nominada para el Óscar, la de Andrej Wajda sobre la
matanza genocida de Katyn (2007), que narra el terrorífico exterminio de más de
veinte mil polacos, de los que una gran mayoría eran oficiales del ejército, llevado
a cabo por los soviéticos. La película, que cuenta con un apoteósico final, muestra
lo que todos sabemos: el martirio que sufrió Polonia en el siglo XX y el carácter
genocida de la URSS de Stalin.
Pero no conozco otras películas que traten del exterminio de los cosacos, ni de los kulaks, ni del llamado Holodomor, el genocidio por hambre de
los ucranianos, que provocó millones de muertos… La laguna no queda salvada
por algún infraproducto norteamericano tipo Gulag (Robert Young, 1985), cuyo
argumento narra las peripecias de un periodista deportivo estadounidense a quien
detienen en Moscú por espionaje y al que trasladan a un campo de trabajo en
Siberia, así como la irreal huida que organiza y logra. Sólo se salva el aire kafkiano del funcionario soviético que consigue la confesión del acusado. “¡Yo no
he hecho nada!”, exclama éste. A lo que aquél le replica: “¿Y eso que tiene que
ver? ¡No debe pensar en esos términos!”. Por referencias se que hay otras películas que tratan el tema; parece que alguna de calidad, como la rusa La patrulla
(Alexander Rogoschin, 1990), pero no sirven, por insuficientes, para salvar la
triste laguna. Si un cometido del cine también es el de hacer justicia, en este caso
la omisión es clamorosa.
En fin, el marxismo no era necesariamente una ideología asesina, pero
el comunismo soviético fue, sin duda, una práctica asesina que liquidó a todo
aquel que se pensaba que podía suponer una traba para la nueva sociedad. Jus-
Benjamín Rivaya
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tificarlo fue fácil; bastó con interpretar radicalmente la célebre definición de la
sociedad como lucha de clases y extraer consecuencias morales: la obligación de
exterminar a la clase burguesa y a todos aquellos que, en esa guerra, no optaran
decididamente por los soviets. En una película que no trata del genocidio sino de
conflictos personales y laborales, pero que inevitablemente incluye lecturas marxistas de éstos, conforme al gusto de la época y del director, Tout va bien, Todo
va bien (Jean-Luc Godard, 1972), se hace un comentario gracioso pero terrible,
y explicativo de muchas prácticas comunistas. En una huelga, los que la hacen
retienen a dos personas, por lo que una trabajadora pedirá explicaciones, que un
compañero le ofrecerá: “Yo sólo se, querida, que en la lucha de clases no puedes
perder el tiempo en detalles”.
La existencia de esta laguna cinematográfica existe al lado de otra laguna historiográfica. ¿Por qué? Stéphane Courtois cree que la omisión es debida a
tres causas: al prestigio de la idea de revolución, a la victoria soviética sobre el
fascismo y, lo que a nosotros más nos interesa, al hecho de que “el genocidio de
los judíos apareció como el paradigma de la barbarie moderna, hasta ocupar todo
el espacio reservado a la percepción del terror de masas durante el siglo XX”
(Varios 1998: 38). Dicho de otra manera, “hoy en día la palabra genocidio evoca
inmediatamente el Holocausto” (Novick 2007: 116). El cine no sólo colaboró
en ese empeño sino que fue, junto a la televisión, el medio más eficiente para
lograrlo.
4. EL HOLOCAUSTO Y OTROS GENOCIDIOS PERPETRADOS POR
EL FASCISMO
Sin duda, el que se tiene por “el prototipo canónico del fenómeno genocida” es el que los nazis perpetraron contra los judíos, hasta el punto de que –otra
vez en palabras de Enrique Moradiellos- se trata de “la tragedia humana más
espantosa y atroz registrada en la historia hasta el presente” (Moradiellos 2009:
17, 21). Probablemente sea cierto pero la excepcionalidad del holocausto no reside ni en el carácter racista de la ideología que lo justificó ni en el número de
personas aniquiladas sino en la racionalidad (técnica) con que se llevó a cabo, en
el moderno matadero industrial que el fascismo alemán elevó y utilizó para lograr
su propósito exterminador. Por lo demás, resaltar constantemente la singularidad
del Holocausto parece llevar a distinguir entre víctimas de primera, las víctimas
judías del genocidio perpetrado por los nazis, y de segunda, las víctimas no judías
del mismo y las de otros genocidios, lo que no resulta moralmente razonable.
14
Genocidio y Cine
Desde el punto de vista del cine, el holocausto también fue excepcional
porque cuando los aliados liberaron los campos grabaron aquello con lo que se
encontraron, legando a la humanidad un testimonio fílmico imprescindible, testimonio que por una parte no existe en el caso de otros genocidios y que, por otra,
luego utilizaría el cine, tanto el documentalista, por ejemplo Nuit et Brouillard,
Noche y niebla (Alain Resnais, 1955), como el narrativo, por ejemplo Judgment
at Nuremberg, Vencedores o vencidos (Stanley Kramer, 1961), si bien es verdad
que la mayoría de los campos de exterminio estaban en territorio polaco y, de
éstos, liberados por los soviéticos, falta ese documento cinematográfico. En el
caso de Vencedores o vencidos, por ejemplo, las imágenes reales que se proyectan en la sala de vistas pertenecen a los campos de Buchenwald, Dachau y
Belsen, tres campos de concentración, no de exterminio. Desde entonces hasta
hoy, desde que se tomaron aquellas imágenes hasta que se elaboraron complejos
relatos sobre el tema, el terrible tópico cinematográfico no ha hecho más que
crecer. Precisamente lo que ahora llama la atención es que, al contrario que en el
caso de los soviéticos y de otros genocidios poco o muy poco representados en el
cine, en éste ocurre lo contrario, siendo elevadísimo el número de películas y de
series de televisión que han utilizado el argumento de la shoah. Resulta inevitable
preguntarse por qué. Una de las razones que conviene sopesar es, precisamente, la del carácter excepcional del holocausto; sería tan excepcional que el cine,
precisamente por eso, por ser tan terrorífico y permitir tantas posibilidades de
dramatización, lo habría explotado hasta constituir un género. Si al cine le resulta
fundamental la imaginación para elaborar relatos que les resulten atractivos a
los espectadores, la realidad habría desbordado la imaginación, ofreciendo un
argumento tan impactante que resulta difícil encontrar tanto otro semejante como
palabras que lo adjetiven. Imagínense individuos de todo tipo, niños, mujeres y
ancianos, decenas, centenares, miles, cientos de miles, millones, como si fueran reses mansas, dirigiéndose al matadero, a un moderno matadero provisto de
la más moderna tecnología para cumplir su misión de forma rápida y aséptica;
transportados en vagones para el ganado; cruzando la puerta del complejo industrial; preparándose para el sacrificio; y luego el despiece, la utilización de todo lo
utilizable, la incineración, la nada. No digo que no fuera imaginable, sino que no
había sido imaginado. Desde el punto de vista del cine, el carácter industrial del
holocausto lo haría más atractivo que los otros genocidios, mucho más artesanales (hambrunas, sometimientos a otras condiciones extremas, ejecuciones, etc.).
El dato me parece digno de ser sopesado para dar cuenta completa del fenómeno,
pero insuficiente por sí mismo para explicar por qué media una distancia tan
grande entre el tratamiento cinematográfico de este genocidio, por excepcional
que resulte, y el de los otros. A primera vista, el factor causal más importante
Benjamín Rivaya
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se hallaría en la determinación y en la posibilidad que ha tenido el pueblo judío
para, por una parte, honrar la memoria de los masacrados y, por otra, denunciar
a quienes planearon y ejecutaron la masacre. La industria cinematográfica dependería en gran medida de capital judío, y por eso recordaría tanto la pesadilla,
lo que no ocurriría en el caso de los armenios, ucranianos, gitanos, etc., que no
tendrían tantas posibilidades (económicas) para hacer lo mismo. Tampoco hay
que descartar, evidentemente, otros intereses, que convertirían el fenómeno en
“una sacralización perversa del Holocausto” (Novick 2007: 303).
Por lo demás, referirse a un cine del holocausto requiere algunas precisiones. Para empezar, cualquier película que trate del fenómeno nazi se refiere,
inevitablemente, al holocausto: salvo un completo ignorante, quien las ve sabe
de qué se está hablando. En este sentido, toda la filmografía que versa sobre el
nacional-socialismo, versa sobre el holocausto, sin que pueda ser de otra manera
(vid. Carmona 2005). Pero también es cierto que la forma de tratar el tema puede
ser diversa: desde el tratamiento de una obra de arte, sea más o menos acertada
ideológicamente, hasta el de un subproducto cinematográfico deleznable; desde
aquél en las que el exterminio sólo es un miedo, una ausencia/presencia terrorífica latente, hasta aquéllas en que es una práctica que se pone, escandalosa, ante los
ojos del espectador, llegando a colarse la cámara cinematográfica en la de gas. El
holocausto cinematográfico se podría clasificar de muchas maneras, pero un dato
fundamental que no puede obviarse es que el holocausto no fue la única masacre
perpetrada por los nazis. ¿Cabría hablar también de un genocidio eslavo, de otro
gitano, de otro homosexual, de otro político? De nuevo, no se trata de minimizar
el horror del exterminio judío, algo que nadie en su sano juicio puede hacer, sino
de tomar conciencia de que también hubo otros que no deben olvidarse. A veces
el cine los recuerda, caso de I skrzypce przestaly grac, Y los violines dejaron de
sonar (Alexander Ramati, 1988), sobre el genocidio gitano (aunque haya un reconocimiento expreso de que, por su especificidad, fue menor que el judío), o de
Bent (Sean Mathias, 1977), sobre el homosexual.
Resulta imposible hacer aquí una historia mínimamente completa del
cine del holocausto, cine que habría que clasificar al menos atendiendo al criterio
documental/ ficción y al criterio cronológico. Evidentemente, son mayoría las
películas de ficción, dramatizadas, aunque en muchas ocasiones narren sucesos
reales, pero entre los documentales algunos tienen una importancia excepcional.
De entre éstos no se puede dejar de destacar Nuit et Brouillard, Noche y niebla,
del maestro Alain Resnais (1955) y Shoah (Claude Lanzmann, 1985), historia
oral del holocausto de casi diez horas de duración y que, más allá de las críticas,
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Genocidio y Cine
constituye un documento cinematográfico/ historiográfico único. Últimamente
hay que citar In toten Winkel. Hitlers Sekrëtarin, En el ángulo muerto. La secretaria de Hitler (André Heller y Othmar Schmiderer, 2002), una absorbente
entrevista a quien fue la secretaria del Fuhrer, que permite plantear la cuestión de
la responsabilidad colectiva, y que luego dio lugar a una película narrativa también recomendable, Der Untergang, El hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2004).
De entre el cine narrativo, un listado mínimo tendría que contener obras que se
filmaron durante el tiempo de la segunda guerra mundial y que ya hacían adivinar
lo peor, empezando por The Great Dictator, El gran dictador (Charles Chaplin,
1940), que aun siendo una película de risa resultó profética, o poco después
Hitler´s Children, Los hijos de Hitler (Edward Dmytryk, 1943), por ejemplo. En
los primero años que siguieron a la guerra, hubo una especie de silencio cinematográfico pero, tras éste, comenzaron a aparecer cintas centradas en el fenómeno
del nazismo y del holocausto, cintas cuyo número no ha dejado de crecer hasta
el día de hoy, hasta el punto de que ya se puede hablar de un género (Sand 2005:
301), género que ha tenido gran éxito, como demuestran las carteleras de los últimos años, con decenas de películas girando en torno a este argumento. De finales
de la década de los cincuenta hay que citar The Diary of Anne Frank, El diario
de Ana Frank (George Stevens, 1959), y ya de la década de los sesenta se debe
recordar títulos como Kapo (Gillo Pontecorvo, 1960), Judgment of Nuremberg,
Vencedores o vencidos (Stanley Kramer, 1961), Pasazerka, La pasajera (Andrzej Punk y Witold Lesiewicz, 1963) o The Pawnbroker, El prestamista (Sidney
Lumet, 1965). Del decenio de los setenta hay que destacar The Voyage of the
Dammed, El viaje de los malditos (Stuart Rosenberg, 1976), porque recordaba
una responsabilidad muy dolorosa en el holocausto, la de los otros Estados que
no eran el alemán. Ya en los ochenta se rueden películas como Wedle wyrokow
twoich, Huida hacia la libertad (Jerzy Hoffman, 1984) o la bellísima Au revoir
les enfants, Adios, muchachos (Louis Malle, 1987).
Pero será en la década de los noventa cuando el holocausto cinematográfico se convierta en un fenómeno de masas, pues en 1993 apareció la película relativa al holocausto que mayor éxito iba a alcanzar en la historia, Schindler´s List,
La lista de Schindler, de Steven Spielberg. Versa sobre las peripecias de un grupo
de judíos salvado de la muerte por un empresario nazi, Oskar Schindler; peripecias que comienzan en el ghetto de Cracovia, pasan por el campo de trabajos
forzados de Plaszow, el mixto de trabajos forzados y exterminio de Auswitchzt,
y finalizan en Brunnlitz, en Checoslovaquia, en la ciudad natal del protagonista.
El éxito de la película puede medirse de varias maneras: por la gran cantidad de
personas que fue a verla; por los premios obtenidos (entre otros, siete Oscars);
Benjamín Rivaya
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por las críticas que se le hicieron. Éste último dato nos interesa especialmente,
pues los comentarios no sólo fueron artísticos o técnico-cinematográficos. Pocas
películas habrán sido tan minuciosamente examinadas como ésta y sometidas a
tan profunda labor de análisis y de crítica ideológica. Las críticas (“los puntos en
torno a los cuales giró el debate”) las sistematiza Arturo Lozano de la siguiente
manera: “la ruptura del tabú sobre la irrepresentabilidad del genocidio, la sustitución de la historia por la anécdota en la que un nazi bueno salvó judíos, la
presentación de los judíos como insignificantes en su destino final, la combinación de elementos kitsch melodramáticos para acercarse a un tema de tal gravedad, la americanización del holocausto a través de un lenguaje hollywoodiense
y la imprecisión histórica de la película” (Lozano 2001: 33). Realmente, al igual
que ocurre con otras muchas películas, La lista esconde, bajo capa de realismo
blanquinegro, falta de veracidad historiográfica. No se trata de que la historia
que narra no sea real, pero sí es cierto que hay escenas poco verosímiles que
juegan con lo que el espectador sabe: la recreación de la ducha que reciben en
Auschiwtz las mujeres de la lista de Schindler ha sido especialmente condenada
(¡con razón!) por utilizar algo tan doloroso para crear suspense. No me parece tan
condenable, en cambio, que se cuente una historia excepcional, una historia de
salvación, cuando lo común fue justamente contrario; aunque sea verdad que lo
que se silencia, lo que no se muestra, es lo terrorífico, lo que es mejor no ver, lo
que chocaría con la filosofía de Hollywood, partidaria del Happy End a cualquier
precio. Por otra parte, aunque resulte complicado acercarse de forma desprejuiciada al estudio del fenómeno del nazismo y, más en concreto, del holocausto,
no deja de ser cierto el fácil maniqueísmo de la cinta. Reconozcámoslo, en La
lista aparecen el bien y el mal en su estado puro (García Amado 2003: 17-25), lo
que hace que, con Shlomo Sand, nos preguntemos: ¿y qué pasaba con ese “gran
abanico de representaciones humanas que poblaban el espacio social de la zona
gris”? (Sand, 2005: 355).
Fijémonos en la pregunta de Sand, fijémonos en la expresión que utiliza,
the grey zone, la zona gris, porque en breve iba a aparecer una película que se titularía así y que Sand, por lo que se ve, no conocía. El solo título de la película a la
que me refiero ya indicaba un tratamiento distinto del holocausto, tanto en la descripción de los hechos como en su enjuiciamiento. Con un realismo que casi hace
imaginar al espectador el nauseabundo olor de la instalación, la cinta versa sobre
el trabajo que llevaban a cabo comandos especiales, integrados por prisioneros
judíos, con el que colaboraban en las labores del exterminio: desde tranquilizar a
las próximas víctimas hasta procesar sus cuerpos y, posteriormente, quemarlos.
Pero lo que ahora me interesa es precisamente el título: The Grey Zone, La zona
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Genocidio y Cine
gris (Tim Blake Nelson, 2001). ¿Por qué Sand utilizó esa expresión, que con lo
que se ha dicho ya resulta comprensible, para criticar La lista y ahora se utilizaba
la misma para dar nombre a una nueva y en gran medida distinta película sobre
este genocidio? No parece probable que Sand conociera la película de Tim Blake
Nelson y no la citara en su libro, ni que Nelson hubiera leído antes de rodar la cinta el libro de Sand, entre otras cosas porque el texto apareció en francés en 2004,
cuando la película era de 2001. Realmente la expresión la zona gris, de la que no
creo que se pueda decir que es una expresión canónica aunque quizás sí habitual,
se utiliza en el lenguaje moral para hacer referencia al amplísimo espacio que
hay entre el bien y el mal en su estado puro. Puesto que el nazismo ha pasado a la
historia como el mal absoluto, y Auschwitz como el símbolo del mal absoluto, a
menudo se entiende que todo lo que se hallaba enfrente, sobre todo las víctimas,
eran el bien absoluto. Pero ¿cuál es la razón de la coincidencia entre el título
de la película y la expresión utilizada por Sand? La denominación del capítulo
segundo de Los hundidos y los salvados, el imprescindible libro de Primo Levi,
que en este caso somete a censura ese maniqueísmo:
“Es ingenuo, absurdo e históricamente falso creer que un sistema infernal, como era al nacional-socialismo, convierte en
santos a sus víctimas, por el contrario, las degrada, las asimila
a él, y tanto más cuanto más vulnerables sean ellas, vacías, privadas de un esqueleto político o moral. Son muchos los signos
que indican que ha llegado el tiempo de explorar el espacio que
separa a las víctimas de los perseguidores (¡y no sólo en los
Lager nazis!), y hacerlo con una mano más ágil y un espíritu
menos confuso de cómo se ha hecho, por ejemplo, en algunas
películas. Sólo una retórica esquemática puede sostener que
tal espacio está vacío: nunca lo está, está constelado de figuras torpes o patéticas (a veces poseen al mismo tiempo las dos
cualidades) que es indispensable tener presente si queremos
conocer a la especie humana” (Levi 2009: 500-501).
Además, en el capítulo citado del libro de Primo Levi, se dedican varias
páginas a los Sonderkommandos, de los que dijo que haberlos concebido y organizado fue “el delito más demoníaco del nacionalsocialismo” (Levi 2009: 513), a
la vez que afirma que nadie está autorizado a juzgar a quienes formaron parte de
ellos (Levi 2009: 518). En Los hundidos y los salvados se cita el libro de Miklos
Nyiszli, médico patólogo que trabajó a las órdenes de Mengele en Auschwitz4;
4. El libro ha sido acusado por sus “exageraciones y absurdos” e incluso se ha llegado a dudar de la existencia del
citado doctor. Vid. Provan 2001.
Benjamín Rivaya
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libro en el que, en parte, está basada la película, como se informa al final de ésta.
Sólo en parte, evidentemente, pues por desgracia faltó una escena que sí aparece
en la obra escrita: el partido de futbol disputado entre un equipo formado por
integrantes del comando especial judío y otro de miembros de las SS (1973: 60).
Probablemente el relato cinematográfico también tuvo en cuenta las memorias de
Rudolf Höss, que si bien fue el director del campo de Auschwitz, no lo era cuando sucedieron los hechos que se narran en la película, hechos reales: la rebelión
de los presos de un sonderkommando que se produjo en octubre de 1944, y que se
saldó con un gran número de muertos entre los sublevados, sólo tres guardianes y
la destrucción de un crematorio, además de la posterior represión. Se trató de un
hecho excepcional pero no por eso la película puede ser criticada ya que, como
apunta el título, muestra el claroscuro moral de quienes fueron verdugos y víctimas a un tiempo. Por lo demás, el argumento se nutre de un dato simbólico, la supervivencia de una niña en la cámara de gas, conforme al relato de Nyiszli (1973:
88-93). ¿Pudo ocurrir realmente? Rudolf Höss afirmó expresamente no haber
visto “a un solo judío sometido a la acción del gas que” hubiera “quedado vivo
media hora después de la entrada del gas en las cámaras de exterminio. Nadie me
ha dicho, tampoco –dijo-, que tal cosa hubiera ocurrido allí”. Aunque también es
cierto que en la época en que sucedieron los hechos que se narran Höss no era el
comandante de Auschwitz. Más interesa, sin embargo, la descripción que se hace
en la película del procedimiento ejecutor pues ahora sí coincide, casi completamente, con la descripción de Höss, que tenía que saber bien cómo se desarrollaba
todo el proceso. La cita es larga pero merece la pena:
“Hombres y mujeres eran conducidos por separado a los crematorios de la manera más tranquila posible. En el vestuario
donde se desnudaban, los reclusos del comando especial les
explicaban, en su propia lengua, que se los había llevado hasta
allí para ducharlos y desparasitarlos. Les invitaban a que ordenaran bien sus ropas y recordaran el lugar donde las habían
dejado, para recogerlas a la salida. Los reclusos del comando
eran los primeros interesados en que esta operación se realizase rápidamente, con calma y sin tropiezos. Tras haberse desnudado, los judíos entraban en la cámara de gas donde efectivamente había duchas y cañerías de agua, lo que les daba el
aspecto de una sala de baños. Primero entraban las mujeres con
sus niños. Les seguían los hombres, siempre en minoría. Todo
solía ocurrir en calma, porque los reclusos del comando especial hacían todo lo posible por disipar las inquietudes de los
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Genocidio y Cine
que sentían o sospechaban algo. Por otra parte, esos detenidos
y un SS permanecían siempre hasta el último momento en la
cámara de gas.
Entonces se echaba rápidamente el cerrojo a la puerta y los
enfermeros “desinfectores”, ya preparados, dejaban entrar de
inmediato el gas por agujeros practicados en el techo. Los recipientes que contenían el gas se arrojaban al suelo y los gases
se expandían rápidamente. Por el agujero de la cerradura de
la puerta se podía ver que quienes se encontraban más cerca
del recipiente se caían muertos al instante. Se puede afirmar
que, para un tercio del total, la muerte era inmediata. Los demás temblequeaban, se ponían a gritar cuando les faltaba el
aire. Pero sus gritos pronto se transformaban en estertores y, en
cuestión de minutos, todos caían estirados. Al cabo de veinte
minutos a lo sumo, todos caían estirados. El gas tardaba entre
cinco y diez minutos en actuar; la duración dependía de las
condiciones del tiempo –seco o húmedo, calor o frío-, de la
composición del gas –que no era siempre la misma- y de cómo
estaba formado el convoy –mayor o menor cantidad de sanos
o enfermos, jóvenes o ancianos-. Las víctimas perdían el conocimiento al cabo de unos minutos, antes o después según la
distancia que las separaba del recipiente. Los que gritaban, los
viejos, los enfermos, los débiles y los niños caían antes que los
sanos y los jóvenes.
Una media hora después de introducir el gas, se abría la puerta y se ponía en funcionamiento el ventilador. Los cuerpos no
exhibían marcas especiales: no había contorsiones ni cambios
de color. Sólo cuando permanecían varias horas tendidos en el
suelo dejaban el típico rastro de los cadáveres. Era muy raro
encontrar excrementos. Tampoco había lesiones en los cuerpos,
y los rostros no estaban crispados. A continuación, el comando
especial se ocupaba de arrancar los dientes de oro y de cortar
el cabello a las mujeres. Luego, los cuerpos eran subidos en
ascensor a la planta baja, donde los hornos ya estaban encendidos. Según la dimensión de los cadáveres, se podía introducir
en cada uno de ellos hasta tres a la vez. La duración de la incineración dependía también del tamaño de los cuerpos. Como
Benjamín Rivaya
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ya he dicho, los crematorios I y II podían incinerar en veinticuatro horas alrededor de 2.000 cuerpos. Para evitar averías, no
se debía superar esa cifra. Las instalaciones III y IV debían de
quemar 1.500 cadáveres en veinticuatro horas, aunque creo que
esa cifra jamás fue alcanzada.
Durante la incineración, que se producía sin pausa, las cenizas
caían por los tubos. Reducidas a polvo, se las llevaba al Vístula
en camiones; después, con palas, se las arrojaba al río donde
de inmediato se disolvían y eran arrastradas por la corriente.
El mismo método era aplicado a las cenizas provenientes de
las fosas de incineración del Búnker II y del crematorio IV. El
exterminio en los Búnkeres I y II se producía exactamente de la
misma manera que en el crematorio. Pero ahí el factor tiempo
se hacía notar con más fuerza.
Todos los trabajos requeridos por el proceso de exterminio
eran efectuados por los comandos especiales compuestos por
judíos.
Cumplían su horrible faena con alelada indiferencia. Sólo querían terminar su trabajo lo antes posible, para descansar más
tiempo y ponerse a buscar tabaco o vituallas en las ropas de
las víctimas. Aunque estaban bien alimentados y recibían importantes suplementos, a menudo se los veía arrastrando con
una mano un cadáver y llevando en otra algo comestible. Aun
durante el trabajo más horrible –la extracción de los cadáveres
enterrados en las fosas comunes- y durante la incineración, seguían comiendo tranquilamente.
No se dejaban conmover, ni siquiera al encontrar entre las víctimas a algún ser querido” (Höss 2009: 199-202).
Como dije, la descripción que hace el comandante de Auschwitz nos
interés especialmente por la fidelidad con que la película de Nelson la sigue. La
zona gris únicamente traicionaría el relato del exterminio en tanto que hombres
y mujeres, en las imágenes, no son conducidos por separado al crematorio, mientras que en la realidad sí se daría esa separación, lo que parece más verosímil,
si bien es verdad que en este punto la película no traiciona el relato del médico
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Genocidio y Cine
(1973: 47). El dato no deja de ser anecdótico; lo que importa es que la película
pretende ser, y lo consigue, una reconstrucción acertada y veraz del exterminio.
Con La zona gris no se acabó el cine del nazismo ni el del holocausto,
sino que han seguido apareciendo películas hasta el momento actual, de entre las
que yo destacaría la inglesa Le pianiste, El pianista (Roman Polanski, 2002), la
francesa Amén (Costa-Gavras, 2002), la alemana Der Untergang, El hundimiento
(Oliver Hirschbiegel, 2004) o la estadounidense The Reader, El lector (Stephen
Daldry, 2008).
Pero, por sus implicaciones, no quisiera cerrar este capítulo sin hacer
referencia a la aparición del género de la comedia en el tratamiento del holocausto. Porque si la imagen del holocausto se había dulcificado en ocasiones y representado fielmente otras veces, avanzados los noventa ocurrió lo que tiempo antes
hubiera parecido blasfemo: comenzaron a aparecer películas que, tímidamente al
principio, abiertamente después, tenían aire de comedia. Si a Adorno le parecía
una barbaridad escribir poesía después de Auschwitz (1962: 29), ¿qué pensaría
de una comedia sobre Auschwitz? Pero no hay por qué escandalizarse, cuando
llegó a existir un cine que se ha llamado pornonazismo, cine en gran medida
italiano, con títulos como Salón Kitty (Tinto Brass, 1976), La deportate della
Sezione Speciale, Las deportadas de las SS (Rino Di Silvestro, 1976), L´ultima
orgia del Terzo Reich, La última orgía de la Gestapo (Cesare Canevari, 1977) y
otros similares. Pero volvamos a la cuestión de la comedia. Realmente no era la
primera vez que un cineasta se valía de la risa no ya para referirse al genocidio
sino para presentar a los nazis, pues Chaplin lo había hecho en 1940 nada menos,
en The Great Dictator, El gran dictador. Evidentemente, aunque los norteamericanos aún no habían entrado en el conflicto bélico, el filme fue una declaración
de guerra y lo que hacía era reírse del fascismo: Hitler se convertía en Hynkel, el
ministro de la guerra era Herr Basureich y el de interior, el Mariscal Herring. Pero
Chaplin ya mostraba los ghettos en que se encerraba a los judíos, así como una
práctica de hostigamiento y agresividad hacia ellos y una teoría que proclamaba
que todos los judíos (y los morenos) debían ser exterminados en beneficio “de
una raza aria pura, de rubios con ojos azules” (lo que en boca de Hynkel, o de Hitler, o de Chaplin, también era un chiste, claro). Aunque fuera una película de risa,
aparecían noticias muy serias, inquietantes: por una parte, se hablaba de cinco o
diez mil detenciones diarias, y por otra, entre los inventos que Herring presentaba
a Hynkel había uno que presagiaba lo peor. “¡Hemos creado un fantástico, un maravilloso gas tóxico! ¡Matará a todo el mundo!”, le decía el Mariscal a su jefe. En
Benjamín Rivaya
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realidad, la persecución de los judíos ya había comenzado, pero aún estaba por
venir lo peor, con el gas Zyclon B incluido, y Chaplin parecía que lo sabía.
Ahora, cuando acababa el siglo (de los genocidios), las comedias tuvieron otro tono, y hubo quien juzgó mal su uso para tratar el tema. No ocurrió
eso con La tregua (Francesco Rosi, 1996), que contaba en primera persona la
experiencia de Primo Levi y que tenía algo, o mucho, de relato picaresco, aunque
no exento de angustia. Por lo demás, apareció la célebre cita del mismo Levi:
“Dios no puede existir si Auschwitz existe”. La proposición tiene consecuencias
lógicas, porque Auschwitz existe, luego Dios no podría existir. Inevitablemente
el cine reflejaba la angustia teológica que a unos internos de un campo les sirvió para hacer una broma, otra vez sobre Dios y Auschwitz, en Die Fálscher,
Los falsificadores (Stefan Ruzowitzky, 2007): “¿Sabéis por qué no está Dios en
Auschwitz? Porque no pasó el proceso de selección”. Pero fueron sobre todo una
película italiana que obtendría varios Óscars, La vita è bella, La vida es bella
(Roberto Benigni, 1997), y otra rumana de poco después, Train de Vie, El tren
de la vida (Radu Mihaileanu, 1998), las que desataron las críticas. En la primera,
una familia italiana es encerrada en un campo que parece Auschwitz. Para evitar
sufrimientos al hijo, su padre, encarnado por el mismo Benigni, le cuenta que
todo aquello es un juego en el que gana quien haga mil puntos y cuyo premio
es un tanque de verdad. Convertido a los ojos del niño en un parque temático
lo que es un campo de exterminio y trabajos forzados, todo se reinterpreta con
aquellos criterios, que imprimen una comicidad triste al relato. Más allá aún va
El tren de la vida, auténtica parodia que hace risas con la huida, ante la inminente
ocupación nazi, de los habitantes de un pueblo judío del este de Europa… En un
tren de deportación falso cuya meta es Palestina. No deja de llamar la atención
los chistes que se hacen con los tópicos judíos; con el legalismo de los rabinos o
con la práctica del regateo. Pero sorprende aún más que el tren de deportación de
mentira se encuentre con otro, igualmente de mentira, pero cargado de gitanos.
El recuerdo de ese otro pueblo perseguido, ¿se deberá al hecho de que la película
sea rumana? En cualquier caso, la escena en la que judíos y gitanos se entregan a
un maravilloso baile enloquecido, así como la música que durante todo el metraje
se utiliza, refuerzan la sensación de comedia. Por fin, Woody Allen se atreverá
a contar un chiste sobre el holocausto en Anything Else, Todo lo demás (Woody
Allen, 2003): Dobel, un judío y artista neoyorkino, interpretado por el mismo director, refiriéndose a dos policías que lo habían parado en la carretera y a los que
agredió, cuenta: “Sí, soy ateo pero me sentó mal el hecho de que me insinuaran
que Auschwitz no era más que un parque temático”…
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Genocidio y Cine
5. EL GENOCIDIO CAMBOYANO (Y OTROS GENOCIDIOS ASIÁTICOS)
El caso del genocidio camboyano que llevó a cabo el régimen comunista
de Pol Pot entre 1975 y 1979, y que se cobró la vida de cerca de dos millones de
personas, una cuarta parte de la población de Camboya, hasta el punto de que se
ha llegado a hablar de autogenocidio, encuentra escasa representación fílmica o,
al menos, los filmes que tratan el tema, sobre todo por ser documentales, no han
tenido el éxito de público de las películas narrativas: por ejemplo el camboyano
S-21. The Khmer Rouge Killing Machine, S-21. La máquina de matar de los jemeres rojos (Rithy Panh, 2003), con espantosos testimonios. Hay una excepción
a la regla, sin embargo, pues existe una gran película narrativa que versó sobre
esta cruel tragedia y obtuvo enorme éxito. La que en España se tituló Los gritos
del silencio, The Killing Fields (Roland Joffé, 1984) obtuvo la nominación para
siete Oscars, recibiendo tres de ellos, al mismo tiempo que el reconocimiento
general del público. La película narraba la peripecia de Sydney Schanberg, periodista del New York Times, en su viaje a Camboya, y Dith Pran, nativo que le
sirve de guía y traductor durante el tiempo de la guerra que llevará a los jemeres
rojos al poder, con la música de Mike Olfield de fondo. Una vez tomada Phnom
Penh, la capital, la situación se vuelve terrorífica y Schanberg vuelve a Estados
Unidos, mientras Pran, que no consigue salir, tiene que quedarse para ser testigo
de la barbarie. De gran fuerza visual y sonora, importan las pinceladas que Joffé
nos ofrece de la masacre, por un lado, y por otro la crítica al papel de los Estados
Unidos en la zona. En cuanto al genocidio queda intuido tras los niños y jóvenes
soldados de los jemeres, que no dudan en asesinar a sangre fría; en la evacuación
masiva del centro urbano a las rurales; en el campo de trabajos forzados donde es
internado Pran y, sobre todo, en las zonas enteras plagadas de esqueletos que el
camboyano tiene que recorrer en su huida. En lo ideológico, se observan los alucinantes ritos de los jemeres, así como su creencia en la infalibilidad del partido
y en el nuevo mundo que iban a crear, en el año cero. Tanto aquella práctica como
estas ideas se corresponden con la espantosa represión habida y con la fe sectaria
del Angkar. En efecto, en gran medida fue un genocidio cometido por niños y
adolescentes, pretendidamente campesino, lo que hizo que se cebaran con las
poblaciones urbanas y, especialmente, con los intelectuales, representantes del
mundo moderno. En cuanto al partido, que exigía obediencia total, más parecía
una secta extremadamente fanática, la más fanática que imaginarse pueda, que un
partido. En fin, Los gritos del silencio cumplió una importante función en occidente, dando a conocer lo que de otra forma sería ignorado por casi todos.
En territorio asiático ha habido otros genocidios o, al menos, prácticas
genocidas, pero no han dado lugar a muchos guiones cinematográficos: por una
Benjamín Rivaya
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parte porque son desconocidos; por otra, porque aún hoy pueden dañar relaciones
diplomáticas. Llegará un momento en que el caso chino habrá de ser estudiado
en profundidad. Por ahora baste destacar la producción franco-china, Balzac et
la petite tailleuse chinoise, Balzac y la joven costurera china (Dai Sijie, 2002),
película de un lirismo conmovedor que sirve para presentar, en el marco de la
revolución cultural, un típico fenómeno comunista y, más en concreto, maoísta, el
de la reeducación. Perteneciente también al caso chino, el cine sí se ha fijado en la
cuestión del Tibet, que muchos, con su líder a la cabeza, consideran un genocidio
cultural. Dejando a un lado un buen número de películas documentales, en este
punto habría que citar Kundun (1997), el biopic que Martin Scorsese le dedicó
al decimocuarto y actual Dalai Lama, biografía que inevitablemente incluye la
invasión y el sometimiento chino del Tíbet, así como Seven Years in Tibet, Siete
años en el Tibet (Jean-Jacques Arnaud, 1997), película en la que también el Dalai
Lama juega un papel protagonista. Cabría citar además el caso de Birmania, con
su perpetua y represora dictadura militar, que fue llevada al cine por John Boorman, en Beyond Rangoon, Más allá de Rangún (1995), relato en el que también
aparecía Aung San Suu Kyi, la premio Nóbel de la Paz.
6. EL GENOCIDIO BOSNIO
El genocidio que a principios de la década de los noventa los radicales serbios llevaron a cabo en Bosnia contra la población musulmana quizás ya
haya obtenido un reflejo cinematográfico, pero yo aún no lo conozco. Digo esto
porque existe un cine de difícil acceso que probablemente trate de las matanzas,
caso –por lo que sé- de Resolution 819, sobre la masacre de Srebrenica. Lo que
sin duda hay es un gran número de películas que versan sobre la crueldad de la
guerra que asoló la antigua Yugoslavia, películas que han convertido en tópico
cinematográfico el caso de los periodistas de alto riesgo que cubrieron la guerra,
y los de los padecimientos de mujeres y niños. Por citar algunas, aun sin orden ni
concierto, sin diferenciar entre las de mucha y las de poca calidad: la macedonia
Antes de la lluvia (Milcho Manchevski, 1994), la española Territorio comanche
(Gerardo Herrero, 1996), la inglesa Welcome to Sarajevo (Michael Winterbottom,
1997), la francesa Harrison´s Flowers, Las flores de Harrison (Elie Chouraqui,
2000), la danesa El protector (Ralph Ziman, 2001), las bosnias En tierra de nadie
(Danis Tanovic, 2001) y Grbavica (El secreto de Esma) (Jasmila Zbanic, 2006),
la polaca Víctima de guerra (Tomasz Wiszniewski, 2002), la norteamericana La
sombra del cazador (Richard Shepard, 2007), entre otras. En todas ellas se suelen
contener expresas o veladas referencias a la limpieza étnica que allí se llevó a
cabo pero, como ya dije, desconozco que alguna película haya tratado el tema del
genocidio de forma monográfica y abiertamente.
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Genocidio y Cine
7. EL GENOCIDIO TUTSI
De entre todos los genocidios, quizás sea el ruandés el más artesanal (y
el más sangriento) de todos, pues se llevó a cabo fundamentalmente con machetes, además de incluir la violación sistemática de las mujeres tutsis (en muchos
casos por enfermos portadores del virus del sida, escogidos precisamente por eso
para semejante labor). Lo llevaron a cabo unos vecinos contra otros, impulsados
por los hutus más extremistas, que en tres meses, de abril a julio de 1994, liquidaron alrededor de un millón de tutsis y hutus opositores. Resulta llamativo el
importante papel que desempeñaron los medios de comunicación, el periódico
Kangura y la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, que hicieron constantes
llamamientos al exterminio de las cucarachas, como se denominó a los tutsis,
así como la represión criminal e implacable de las milicias paramilitares Interhamwe. Dato curioso es que la pertenencia étnica se hacía constar en el carné de
identidad, con lo que los perpetradores sólo tenían que pedir éste a la víctima para
cerciorarse de su condición y, a continuación, asesinarla.
Además de en algunos documentales, como el corto español Flores de
Ruanda (David Muñoz, 2008), por ejemplo, este reciente genocidio ha tenido su
representación fílmica en al menos dos películas narrativas, ya del siglo XXI,
cuyo desarrollo argumental es similar: Hotel Rwanda (Terry George, 2004) y
Shooting Dogs, Disparando a perros (Michael Caton-Jones, 2005). En ambas narraciones se localiza la historia en un recinto cerrado, un hotel y una escuela respectivamente, que sirve como refugio para un buen número de perseguidos que
así, al menos durante un tiempo, salvan su vida. Además en los dos casos, aunque
con desigual suerte, son protagonistas los responsables de las instituciones: el
hutu director del hotel en la primera y el sacerdote católico director de la escuela
en la segunda. Basadas ambas cintas en hechos reales, los dos protagonistas se
comportan de forma heroica y recuerdan, sobre todo el de Hotel Rwanda, Paul
Rusesabagina, que es un hutu casado con una tutsi, al personaje de Schindler.
El tratamiento cinematográfico del genocidio ruandés plantea, a mi juicio, algunos problemas. El primero afecta a todas las películas que versan sobre
genocidios, y es que quizás el cine no propicia un acercamiento suficientemente
riguroso a los hechos históricos, que en muchas ocasiones se presentan simplificados y descontextualizados. Disparando a perros se abre con la exposición de
los antecedentes: “Durante treinta años, el gobierno de la mayoría hutu ha perseguido al pueblo de la minoría tutsi. Bajo la presión de occidente, el presidente
hutu ha accedido a compartir el poder con los tutsis. La ONU ha desplegado un
número reducido de fuerzas alrededor de la capital, Kingali, como observadores
Benjamín Rivaya
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de paz”. Sin que esto signifique en ninguna medida negación ni disminución de
culpas, de esta forma se olvidan las responsabilidades de occidente en el genocidio, sobre todo de Bélgica, al igual que se oculta que el enfrentamiento entre
hutus y tutsis no era nuevo y que lo que hubo fue un “ciclo de masacres”, iniciado
en 1959 en Ruanda , y que afectó a unos y a otros: en 1972, por ejemplo, las autoridades políticas tutsis mataron en Burundi a unos cien mil hutus (y tutsis opositores). Pero si las películas no pueden ser rigurosos estudios historiográficos, en
cambio pueden ser muy efectivas como medio de denuncia y de concienciación.
En éstas se apuntan algunas de las características de aquellas masacres: cómo se
va generando el ambiente para que se produzcan, la intervención importantísima
de la radio criminalizando a los tutsis, la participación de las autoridades locales
en la organización de la persecución, las cacerías que grupos de hutus llevan a
cabo, la huida de los occidentales, otra vez el silencio de Dios… En Disparando a
perros, un político que pide la intervención internacional para detener lo que está
sucediendo dice, como se dice habitualmente en el contexto de otros genocidios,
que se trata de lo mismo que los nazis hicieron con los judíos. Por lo demás, en
ambas películas, pero sobre todo en Hotel Rwanda, se plantea lo problemático
del concepto de genocidio. Ante la afirmación de una autoridad de que “ha habido
actos de genocidio”, un periodista preguntará: “¿Cuántos actos de genocidio son
necesarios para que se llame genocidio?”.
8. ¿ALGUNA CONCLUSIÓN?
Por lo que se acaba de decir ahora mismo además de en otros momentos
del trabajo, parece claro que, también en el cine , la medida del genocidio la marca el holocausto, el sufrido por los judíos, de tal manera que quien acusa a alguien
de la comisión de un delito de esta magnitud debe comparar el crimen con el cometido por el fascismo alemán contra el pueblo judío, lo que le permitirá utilizar
el término. Es más, intuyo que el cine ha contribuido al establecimiento de esa
medida. Ya he señalado el carácter distintivo del genocidio judío, que quizás haga
que se vea como particularmente odioso, pero no parece razón suficiente para que
se le atribuya el monopolio de la barbarie, que también otras sociedades habrían
sufrido. Todos los pueblos que han padecido un crimen de esta naturaleza deben
honrar la memoria de sus víctimas; la humanidad entera debe reconocerlos a
todos. No sólo no creo que el cine no deba representarlos en la pantalla sino que,
al contrario, por su valor moral y pedagógico, me parece un instrumento idóneo
para honrar esa memoria y reconocer a quien lo ha sufrido. El problema no es que
se represente sino cómo se represente.
Universidad de Oviedo (España)
E-mail: [email protected]
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Genocidio y Cine
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