BENJAMÍN RIVAYA Genocidio y Cine RESUMEN: Aun siendo el del genocidio un concepto problemático, existe un núcleo de certeza en relación a ciertos crímenes masivos que se tienen por genocidas. El caso más claro es el del Holocausto, el genocidio que los nazis perpetraron contra el pueblo judío, que se tiene por el canon o patrón de de este maxidelito. Pero a mi juicio también son casos claros el llevado a cabo por el poder turco contra los armenios, los ejecutados por el poder soviético contra diversas comunidades, especialmente contra los campesinos ucranianos, el llevado a cabo contra el pueblo camboyano por las huestes de Pol-Pot, el perpetrado contra los bosnios por los radicales serbios y el que los hutus extremistas perpetraron contra el pueblo tutsi. Trata este trabajo de mostrar la imagen cinematográfica de estos genocidios, genocidios que han permitido hablar de la pasada centuria como el siglo de los genocidios (Bruneteau), además de la imagen cinematográfica de otro genocidio que comenzó mucho antes, aunque su fin también se encontró en el novecientos, el de los indios norteamericanos. El cine muestra de forma inigualable la conciencia existente hoy día sobre el más brutal crimen que cabe imaginar: la refleja, pero también contribuye a crearla. PALABRAS CLAVE: Genocidio – Cine – Derecho - Memoria Tratar de examinar y, a partir de ahí, reflexionar sobre la imagen cinematográfica del genocidio plantea, ya desde un principio, la debatida cuestión del concepto de genocidio, un concepto acuñado por Rafael Lemkin en la década de los treinta del siglo XX, y que por razones obvias alcanzó pronto reflejo en la normativa de las Naciones Unidas. Así, la Resolución 96 (I) de la Asamblea General, de 11 de diciembre de 1946, ya manifestó que el crimen de “genocidio es la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros, como el homicidio es la negación del derecho a la vida de seres humanos individuales”, y luego la convención para la prevención y sanción del delito de genocidio, de 9 de diciembre de 1948, que entraría en vigor a comienzos de 1951, especificaría aún más: En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) Matanzas de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; InterseXiones 1: 1-29, 2010. ISSN-2171-1879. 2 Genocidio y Cine d) Medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo. Evidentemente, esa definición de genocidio vale para la particular convención, lo que significa que se trata de una definición jurídica a la que no ha de someterse el lenguaje ordinario, aunque eso sí, obligue a extremar las precauciones al hablar de genocidio. La definición convencional plantea problemas relativos al carácter intencional del delito y la prueba de esa intención, al significado de la destrucción, total o parcial, del grupo, al conjunto de criterios que sirven para definir el grupo, que deja fuera el que podríamos denominar genocidio político, y a la exclusión del genocidio cultural del ámbito del tratado. Por lo demás, muchos de los actos que para el Derecho Penal Internacional caen bajo el rótulo de “crímenes contra la humanidad”, crímenes que se llevan a cabo contra la población civil (exterminio, deportación, tortura y violación en masa, etc.), en un sentido mundano bien pudieran tenerse por actos de genocidio. Digo esto porque coloquialmente el genocidio es el crimen por excelencia, el mayor crimen del que cabe hablar, el mayor atentado contra los derechos humanos. También hay que advertir que aunque la “palabra es nueva, el crimen es antiguo” (Kuper 2002: 48), es decir, que genocidios los ha habido a lo largo de toda la historia de la humanidad (aunque cabría preguntarse si no se tratará de un delito propio de las sociedades estatales), en cualquier caso no sólo a partir de 1946, evidentemente. El término está dotado de una poderosa carga emocional que hace que, como digo, se tenga por el delito más terrible que cabe, que nadie reivindique para sí la condición de genocida y que, al contrario, los perseguidos por diversas causas se presenten muchas veces como víctimas de un genocidio, aunque no siempre sea fácil llegar a determinar si estamos o no ante un supuesto de este tipo pues existen casos claros, los que caen dentro del núcleo de certeza de la norma, al lado de otros difíciles, oscuros, los que pertenecen a su zona de penumbra. Véase por ejemplo la discusión última que se ha producido en España, con trascendencia judicial, acerca del carácter genocida de la represión franquista1. Lo mismo podría plantearse en relación con las dictaduras de la década de los setenta del siglo pasado, habitualmente militares y anticomunistas, del Cono Sur de América2. Los repugnantes crímenes que llevaron a cabo ¿pueden ser calificados de genocidio? Por lo que se refiere al cine que versa sobre este argumento, vamos a dar una interpretación del vocablo genocidio que habrá quien considere 1.Vid. ELORZA 2009: 42, donde afirma que el franquismo cometió dos genocidios, uno político y otro cultural. 2. Cuya condena ha dado lugar a una muy amplia filmografía. Referido a los casos de Chile y Argentina, vid. Millán 2001. Benjamín Rivaya 3 extensiva y habrá quien tenga por restrictiva (no se incluyen, por ejemplo, ni los crímenes del franquismo ni los de las referidas dictadura latinoamericanas), a la vez que trataremos de huir de las polémicas propias de la dogmática penal. Como en otras ocasiones en el marco del cine de los derechos humanos (cine de la pena de muerte, cine de la esclavitud, cine de la tortura, etc.), cabría hablar de un cine del genocidio. Muchas veces, el cine de los derechos humanos se basa en episodios reales pero en el caso del cine del genocidio, salvo excepción, éste parte siempre de los genocidios históricos. No me refiero al documental, que evidentemente se centra en casos reales, sino al cine narrativo, que aunque cuente historias inventadas lo hace en el marco de algún genocidio verdadero: el armenio, el judío, el tutsi, etc. Me parece que esa referencia a la realidad otorga un valor moral a esta cinematografía, que ofrece su voz a quienes han carecido de ella. Esta labor, que en el ámbito académico corresponde a la historiografía, la asumen popularmente la literatura y, sobre todo, fundamentalmente, el cine, que así se convierte en portavoz de los silenciados. Dentro de sus posibilidades, el cine puede y debe contribuir a hacer justicia. Claro que no siempre ha sido así, pues a veces ha hecho exactamente lo contrario, embelleciendo políticas y prácticas, que convertía en heroicas, cuando realmente eran todo lo contrario, incluso genocidas. Los casos del western, al que me referiré, y de cierto cine del colonialismo resultan paradigmáticos pues describen situaciones parecidas y tienen un mismo objetivo: muestran “una carnicería en la que se pretende que el espectador se identifique con quienes la cometen y no con quienes la sufren” (Sand 2005: 448). Por fortuna eso no siempre ha sido así; en otras ocasiones el cine ha dado a conocer al gran público matanzas que, si no fuera por él, serían mucho más ignoradas de lo que son; en otras ocasiones el cine ha ayudado a hacer justicia, por más que su justicia no sea la de los tribunales con poder para encarcelar a los culpables. Como argumento, el genocidio ha sido utilizado desde el principio. Si pongo el origen del cine de los derechos humanos en Intolerancia (David W. Griffith, 1916), repárese en que uno de sus episodios es el de La noche de San Bartolomé (1572), cuando primero en París y luego en toda Francia, en el marco de las luchas de religión, los hugonotes fueron masacrados. Griffith responsabiliza a Catalina de Medicis, que los odia, de haber convencido a su hijo, el rey Carlos IX, de ordenar la masacre, de la que no se salva nadie, ni los jóvenes amantes protagonistas, Próspero y Ojos Castaños, que son muertos por un soldado que primero trató de violarla a ella. Sea como fuere, quede probado que el genocidio, como argumento, interesó prontamente al cine y se convertiría en un tópico. Ese 4 Genocidio y Cine cine del genocidio plantea muchas cuestiones sobre las que no se puede pasar en silencio; entre otras cosas porque “el imaginario construido por el cine y la televisión está cada vez más presente” (Baer 1999:116), hasta el punto de que ni el mismo genocidio puede pensarse al margen de la mentalidad creada por los medios. La pregunta fundamental, tantas veces hecha en relación con el holocausto, pero que se ha de formular también en el caso de los otros genocidios, se refiere a los límites de la representación del horror. Cuando todo ha de callar –dicen-, ¿no sería mejor cegar la cámara? ¿No se trivializa así lo que ha de tenerse por sagrado? ¿No se banaliza aún más el mal? ¿No se traiciona de esa forma la memoria de las víctimas? (Baer 2006: 90). Porque la obligación del historiador, de quienquiera que trate el genocidio, no sería construir un relato más o menos coherente en el que “todo vale”, hasta divertir, sino reconstruir unos hechos que efectivamente sucedieron. Según algunos, la frontera que separa la ficción de la realidad no se debería traspasar; según otros, no hay razón para dejar de hacerlo. Pero antes de tomar una opción, deberíamos ver el cine. Evidentemente, resulta imposible apuntar y dar una interpretación de todas las películas que se ocupan con el tópico, por lo que he preferido centrarme en las que tengo por más importantes y cercanas, referidas sobre todo a los genocidios del siglo XX, y ordenarlas según el tema del que traten, es decir, que he utilizado el criterio del genocidio al que se refieren para situarlas en este mapa de la aberración3. 1. EL GENOCIDIO DE LOS INDIOS NORTEAMERICANOS Por el papel que ha jugado el cine, sin embargo, hay que comenzar haciendo referencia a una práctica exterminadora que alcanzó su culmen en el siglo XIX. En el marco de los procesos colonizadores ha sido habitual la comisión de masacres contra los pueblos colonizados, hasta el punto de que en ocasiones ha llegado a hablarse de genocidio. De estos procesos, además, se ha construido una imagen fílmica que embellecía lo que realmente era repugnante, colaborando así el cine en una operación de “vergonzosa falsificación de la historia” (Dallet 2005: 842). Piénsese en cintas del tipo de The Lives of a Bengal Lancer, Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1934) o The Charge of Light Brigade, La carga de la brigada ligera (Michael Curtiz, 1936). Tuvo que pasar el tiempo para que el cinematógrafo expresara arrepentimiento por lo sucedido, mostrando con otros ojos lo que había pasado. En este sentido y a título de ejemplo valga citar obras 3. Para elaborar ese mapa me he servido básicamente del libro de Bruneteau 2006; también del de Ternon 1995, y el de Mann 2009. Benjamín Rivaya 5 tan diferentes como La battaglia di Algeri, La batalla de Argel (Gilo Pontecorvo, 1965), Gandhi (Richard Attenborough, 1982) o The Mission, La misión (Roland Joffé, 1986). Ahora bien, entre los procesos colonizadores merece capítulo aparte la que se conoce como conquista del oeste. No son pocos los historiadores que piensan que el exterminio de los nativos norteamericanos constituyó un genocidio. Hay testimonios más moderados, pero quiero exponer el (quizás más realista) de quien se identificó con la causa india y le ofreció su popularidad, el de Marlon Brando, que aprovechó la nominación al Óscar por su participación en El padrino para que en vez de él hablara Pequeña Pluma Sacheen, una india amiga suya, y reivindicara los derechos de su pueblo. Al final los organizadores no lo permitieron, pero aquello sirvió para llamar la atención sobre los nativos norteamericanos y su situación entonces actual. Brando no dejó de decir que la desaparición de los aborígenes en los Estados Unidos había sido un genocidio, ni de compararlo con otros reconocidos como tales. Incluso llegó a llamarlo “la versión americana de la Solución Final”. El actor y militante pro-indio nos cuenta que cuando llegó Colón al Nuevo Mundo había en el territorio de lo que luego fueron los Estados Unidos entre siete y dieciocho millones de indígenas, y que mediada la década de los veinte del siglo pasado sólo quedaban doscientos cuarenta mil. Semejante catástrofe demográfica se produjo utilizando diversos procedimientos, no sólo militarmente. Por ejemplo: “Nuestras autoridades privaban de alimentos intencionadamente a los indios de las llanuras eliminando a los búfalos, porque era más rápido y más fácil matar a los búfalos que a los indios”. Lo curioso es –dijo- que casi ningún estadounidense estaría dispuesto a reconocerlo. “No sirve de nada ser lógico en este tema; la gente no responde a la lógica” (1994: 373-401). Pero entonces, ¿a qué respondía? Resulta esclarecedor que en el libro que Shohat y Stam dedicaron a la labor imperialista del cine, titulen “El western como paradigma” el capítulo en el que se ocupan de este género. Lo que hizo Hollywood –según ellos- fue dar la vuelta a la historia, al hacer que los nativos norteamericanos, caracterizados tanto por unas costumbres absurdas y primitivas como por una agresividad irracional e inexplicable, “parecieran intrusos en su propia tierra” (2002: 139). Se trataría, sencillamente, de un género racista. Sin pretender ser exhaustivos, veamos algunos ejemplos que permitan identificar los mecanismos que utilizaron las películas clásicas de indios y vaqueros para demonizar a aquéllos. Fijémonos en el cine de John Ford, uno de los directores que más contribuyó a la elaboración de la historia oficial de la conquista del oeste y del pueblo 6 Genocidio y Cine indio; en algunos de sus títulos emblemáticos. En La diligencia (Stagecoach, 1939), precisamente la historia de un viaje en diligencia, los invisibles indios apaches encabezados por Jerónimo, que se han escapado de su reserva, generan una tensión que, por fin, estallará cuando ataquen el carruaje. Puesto que el espectador tiende a identificarse con alguno de los personajes que viajan en la diligencia, a los indios se les tiene por enemigos, unos enemigos especialmente crueles según se da a entender. Curiosamente, en el asalto casi no se causan bajas entre los viajeros, pero éstos, para regocijo del público, disparan con gran puntería y aciertan sobre gran número de asaltantes, que se caen, heridos o muertos, de sus caballos. Pero aparte de las películas de Ford en las que los indios aparecen de una u otra forma pero no juegan un papel central, hay que referirse a la trilogía que dedicó a la caballería de los Estados Unidos: Fort Apache (1948), La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949) y Río Grande (1950). La primera de las tres, Fort Apache, resulta una película donde es cierto que Ford reivindica el pueblo indio, labor de la que se encarga el capitán York, interpretado por John Wayne, pero también la disciplina militar hasta el punto de glorificar las hazañas del comandante en jefe, un racista que odia a los aborígenes, responsable de la carnicería con la que se cierra la película. En cualquier caso, el mensaje de la trilogía queda claro en la apología militarista y ultranacionalista con que se cierra La legión invencible: “Aquí están los feroces guerreros, profesionales por cincuenta centavos al día, dirigiendo la avanzada de una nación. Desde Fort Reno a Fort Apache; desde Sheridan a Stockton. Eran todos iguales. Tenían una sucia chaqueta azul y una fría página en los libros de Historia. Pero donde quiera que fueran y lucharan por lo que lucharan, ese lugar se convirtió en Estados Unidos”. Por lo demás, La legión invencible no contiene un discurso expreso sobre/ contra los indios; sólo en cierta ocasión el protagonista los llama “diablos” y en otra escena dan muestras de una crueldad terrible, pero más allá de esas noticias no existe una condena explícita. Se trata, simplemente, de que son los enemigos a quienes hay que derrotar, identificándose el espectador con el punto de vista de la película, el del séptimo de caballería. Como casi todas las del momento, se trata de una película anti-india pero no porque así se diga de forma explícita sino porque la cámara nunca adopta el punto de vista del indio y, por consiguiente, el espectador nunca se pone en su piel. En cambio, la tercera entrega de la trilogía, Río Grande, no sólo exhibe el patriotismo y el militarismo de la anterior sino un claro y reaccionario racismo. Como ocurre con otras muchas películas del oeste, también ésta puede (y debe) interpretarse haciendo referencia al contexto y la posición de los Estados Unidos en el mundo, en este caso la guerra fría, pero lo que Benjamín Rivaya 7 ahora nos importa es la imagen que nos ofrece de los nativos norteamericanos, repugnantes y sanguinarios salvajes sin escrúpulos capaces de cometer toda clase de fechorías; en este caso no sólo asaltar caravanas de blancos sino incluso matar a sus mujeres y secuestrar a sus niños. Este mensaje abiertamente anti-indio también se encontrará en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), el western que ha llegado a ser calificada como el mejor de la historia del cine, pues incorporaba una perspectiva brutalmente racista, la de Ethan Edwards, el protagonista interpretado otra vez por John Wayne, que detestaba a los pieles rojas, quienes por lo demás no se ahorraban crímenes repugnantes para parecer a los ojos del espectador un poco menos malvados. Asaltaban el rancho del hermano de Ethan y masacraban a su familia, salvándose únicamente la hija pequeña, a la que –otra vez- secuestraban. La película narrará precisamente el peregrinaje Ethan para encontrarla. Cuando por fin dé con ella, estará a punto de matarla por haberse convertido en una cheyene más. Sin duda una película grandiosa, pero otra vez al servicio de un lamentable mensaje racista, pues en la imagen del espectador los indios quedaban como criminales, con lo que al final los pueblos aborígenes parecían caracterizarse por un salvajismo y una violencia atroces. Pero Ford no fue el único sino que otros muchos directores le siguieron en la construcción del género, estando entre ellos algunos de los grandes del cine, como Raoul Walsh o, más adelante, Budd Boetticher. Quizás en bastantes películas, aunque ni mucho menos en todas, se hacía algún reconocimiento de los pueblos aborígenes. Otra cosa sería que una película entera se dedicase a reivindicarlos, lo que nunca había sucedido pero acabó ocurriendo en 1950. Aquel año aparecieron dos películas: la interesante Flecha rota (Broken Arrow, Delmer Daves, 1950) y, la todavía más interesante, La puerta del diablo (Devil´s Doorway, Anthony Mann, 1950). Poco después aparecería Apache (Robert Aldrich, 1954), que también contenía un mensaje favorable al pueblo indio. Habrá otras, pero visto desde aquí parece que 1970 será el año del cine revisionista de indios y vaqueros, por más que algunas de las cintas que aparecen en esta fecha no hayan recibido buena crítica: Little Big Man, Pequeño gran hombre (Little Big Man), de Arthur Penn; Soldier Blue, Soldado azul, de Ralph Nelson; y A Man Called Horse, Un hombre llamado caballo, de Elliot Silverstein, que tendría secuelas. Ahora bien, la cima de este western revisionista se alcanzó en 1990 con Bailando con lobos (Dances with Wolves, Kevin Costner), que obtuvo además el reconocimiento de Hollywood, logrando nada menos que siete estatuillas, las fundamentales entre ellas. Si no estoy equivocado, la industria cinema- 8 Genocidio y Cine tográfica norteamericana no sólo premia las que tiene por buenas películas, sino que también respalda temáticas y tratamientos, es decir, opciones políticas, con lo que admite ahora (fílmicamente) la injusticia sufrida por los pueblos aborígenes. El teniente John J. Dunbar (Kevin Costner), un héroe de guerra, pide destino en territorio sioux, adonde le trasladará un comerciante que opina de los indios que son todos “ladrones y pordioseros” (algo parecido, por cierto, a lo que los indios opinan de los blancos, como luego sabremos, que son –dicen- sucios y tontos). El etnógrafo que resulta el protagonista (repárese en que muchas películas de este western revisionista se podría incluir dentro del, en un sentido amplio, cine antropológico) llegará a otra conclusión: “Nada de lo que me han contado de esta gente es correcto. No son pordioseros ni ladrones. No son en absoluto los espantajos que nos ha hecho creer. Por el contrario, son unos huéspedes corteses y me agrada mucho su sentido familiar”. Bailando con lobos vale, por tanto, como documento antropológico, pero también como canto a la naturaleza y como recuerdo de una cultura, la de los sioux, que fue aniquilada por el hombre blanco, según se recuerda al final de la película. Como suele ocurrir en este tipo de cine reivindicativo, el hecho de que el protagonista se identifique con los indios hace que también lo haga el espectador. 2. EL GENOCIDIO ARMENIO En un trabajo como éste no podía dejar de tratarse el caso del western, pero quizás la primera gran masacre con la que se abre el siglo de los genocidios fue la que los turcos perpetraron contra el pueblo armenio. No era la primera vez que ocurría: entre 1894 y 1896, a consecuencia de un gran número de matanzas llevadas a cabo en distintas regiones del territorio del Estado turco, el gobierno de Abdul Hamid eliminó a más de doscientos mil armenios, además de despojar de sus bienes y hostigar ferozmente a otro millón de ellos. No fue la única causa, pero la impunidad de que gozaron los agresores iba a hacer que poco después, en 1915, se organizara y se repitiera una barbarie aún mayor, dirigida ahora por los Jóvenes Turcos, el partido nacionalista que se hizo con el poder en 1908. Probablemente no fue la primera vez que el cine mostró la opresión que los turcos ejercían contra los armenios, pero la primera gran película que conozco fue de un director griego criado en Turquía, Elia Kazan, quien reflejó en América, América (1963), un bello largometraje de tres horas de duración, el acoso que sufrió a comienzos de siglo este pueblo sin Estado (y también, aunque menor, los Benjamín Rivaya 9 griegos que vivían en territorio turco). La conmovedora película tiene carácter autobiográfico; así comienza: “Me llamo Elia Kazan. Por mis venas corre sangre griega, soy turco de nacimiento y americano debido a un viaje que hizo mi tío”. El filme narra la historia de su familia, pero al inicio de la larga película, y dado que Kazan pertenecía a la minoría griega de la Anatolia, no puede dejar de hacer referencia a la situación que vivían quienes se hallaban sometidos al poder turco. Luego nos dirá que se trataba de sus primeros recuerdos de infancia: su abuela contándole “historias de matanzas de armenios, historias que más tarde, y a mi vez, he vuelto a contar en América, América” (Ciment 1998:11-12). Pero, hasta donde conozco, el genocidio armenio tendría que esperar casi un siglo para que se convirtiera en argumento cinematográfico. Serán dos películas recientes las que se ocupen de exponer lo que sucedió en el verano de 1915: Ararat (Atom Egoyan, 2002) y La masseria delle allodole, El destino de Nunik (Paolo y Vittorio Taviani, 2007). En cuanto a esta última, la efectiva y valiosa película de Paolo y Vittorio Taviani, que la rodaron cuando ambos rondaban ya los ochenta años, en España se tituló El destino de Nunik, quizás porque el personaje protagonista de ésta lo interpretaba Paz Vega (también había otra representante española, Ángela Molina). Pero ni el título original (el mismo que el de la novela en que se basa, de Antonia Aislan, escritora italiana de origen armenio) ni el que se utilizó en nuestro país daban cuenta de lo que se iba a relatar: a través de la historia de una familia armenia se muestra la persecución de su pueblo y la brutalidad de quienes perpetraron las matanzas. La fenomenología del genocidio armenio incluyó la criminalización de los armenios, la decisión de deportarlos y, más o menos expresamente, tras ella, la de exterminarlos, las masacres, a veces mayoritariamente de varones, las largas marchas, las violaciones constantes de mujeres, el hambre y la sed, las epidemias, el agotamiento... El destino de Nunik muestra bien las diversas manifestaciones de la destrucción del pueblo armenio: desde la pretensión de construir la Gran Turquía bajo el lema de “Turquía para los turcos”, hasta la de resolver un exterminio que, para que sea efectivo, tiene que llevarse a cabo por sorpresa y de forma discreta, bajo el manto de la deportación; desde el asesinato con sable de todos los hombres de la comunidad, fuera cual fuera su edad, hasta la larga marcha de las mujeres (de toda condición: ancianas, niñas, embarazadas, enfermas), el hambre y el cansancio que las va mermando, las violaciones, los asesinatos incluso de recién nacidos... La película no obtuvo buena crítica y, en general, fue menospreciada, a mi juicio excesivamente, pero aún así, que los hermanos Taviani se ocuparan del genocidio armenio y le dieran una imagen fílmica fue todo un éxito para la causa; con más motivo si se tiene en cuenta que el poder turco sigue negando aquel crimen contra la humanidad. Al 10 Genocidio y Cine menos, el filme consiguió lo que se proponía, la denuncia de lo que se dice expresamente en la publicidad del mismo: “El pueblo armenio espera aún justicia”. En cuanto Ararat, aunque sea de producción canadiense, bien pudiera decirse que es una película armenia. Tanto el director, Atom Egoyan, como algunos de los actores principales, Charles Aznavour y Arsinée Khanjian, son de origen armenio, a la vez que el argumento versa, como ya sabemos, sobre un momento crucial de la historia del pueblo armenio. Con las técnicas narrativas del cine, pero con pretensión historiográfica, por tanto, Egoyan recrea los sanguinarios sucesos. La obra utiliza la técnica de la película dentro de otra película: Edgard Saroyan, un director de cine interpretado por Aznavour, está filmando una cinta sobre el genocidio que sufrieron los armenios a manos de los turcos. Las imágenes que se muestran de éste son, por tanto, las que se ruedan como parte de la trama: la masacre que se produjo en la ciudad de Van, en Turquía oriental, en el verano de 1915, y la posterior deportación y aniquilación de los armenios que no fueron asesinados en un primer momento. Pero de nuevo Ararat interesa no sólo por la evocación del genocidio sino por su enfrentamiento contra quienes lo niegan: desde el gobierno turco, que al día de hoy continúa negándolo, hasta los que piensan que se trata de una exageración. Raffi, el joven protagonista, se lo dice a uno que lo niega: “¿Sabe lo que dijo Hitler a sus comandantes para convencerles de que su plan funcionaría? - ¿Quién recuerda el exterminio de los armenios?”. En efecto, aunque hay suficientes estudios sobre este genocidio, aún sigue siendo un horror desconocido. El mismo protagonista, tras viajar a la Anatolia, lo constatará: “No hay nada aquí que demuestre que pasó algo”. En poco, poquísimo tiempo, sin embargo, por motivos étnicos y religiosos, a más de un millón de personas les fue arrebatada la vida. 3. LOS GENOCIDIOS SOVIÉTICOS Para quien se dedica a estudiar la imagen fílmica del genocidio, resulta curioso que casi no exista filmografía sobre los genocidios soviéticos. Por supuesto, al igual que en el caso armenio, hay quien niega que en la antigua patria del comunismo se perpetrara genocidio alguno, pero cada vez se va afianzando más la idea de que no sólo hubo uno sino varios. Parece que Ernst Lubitsch ya lo sabía en 1939, cuando Ninotchka, una funcionaria soviética de viaje por París, interpretada por una genial Greta Garbo, ante las acusaciones que se hacen al régimen que representa conteste: “Habrá menos rusos, pero serán los mejores”. La ironía es trágica, pues hasta los mejores revolucionarios, los más heroicos, fueron liquidados en las purgas estalinistas, que bien podrían constituir un genocidio po- Benjamín Rivaya 11 lítico. Hay dos películas que lo muestran a las claras y que, por diversos motivos, entre ellos por ser dos obras de arte, deben ser citadas necesariamente. La historia de la primera no se desarrolla en la Unión Soviética, sino en la Checoslovaquia comunista, pero el dato no es relevante pues la responsabilidad de la política estalinista es la misma. Me refiero a L´aveu, La confesión (1970), de Costa-Gavras. La segunda es la premiada Utomlyonnye solntsem, Quemado por el sol (1994), de Nikita Mikhalkov. Por lo que toca a la primera película, para empezar, es el resultado de la colaboración de un conjunto de artistas del más alto nivel, venidos de distintos ámbitos, que hace que sólo por eso ya merezca la pena: Costa-Gavras, el mejor representante del cine político; Jorge Semprún, quien hizo el guión, el mejor representante de una literatura post y anti comunista surgida tras su abandono del Partido Comunista, precisamente; y la pareja formada por Yves Montand y Simone Signoret, como protagonistas. El argumento gira en torno a la pérdida de la fe comunista, una vez desvelados los procedimientos inquisitoriales, criminales, de la iglesia que dirigía Stalin. La pasión de Anton Ludvik (de Artur London, realmente, pues la película está basada en el libro autobiográfico de éste) podría ser el título; pero vale también el de La confesión, pues ésta era el objetivo a cualquier precio. Se trata de la purga que culminó en los procesos de Praga de 1952, llevada a cabo contra muchas autoridades del partido y, por lo que ahora nos interesa pues se trata del protagonista de la película, contra el viceministro de Relaciones Exteriores checoslovaco, Anton Ludvik. No sabemos exactamente por qué, cae en desgracia y a partir de ahí es sometido a un régimen brutal (mazmorra, torturas de todo tipo) con el único fin de conseguir la confesión. ¿De qué? Lo dirá el fiscal más adelante: “Los acuso de traidores, troskistas, titistas, sionistas, nacionalistas, burgueses y enemigos del pueblo”. Los interrogatorios se realizarán bajo la mirada atenta de Stalin, cuyo retrato cuelga siempre de la pared (idéntico recurso utilizará el director en Missing, Desaparecido, 1982, esta vez con el retrato de Nixon). Años más tarde lo explicará el mismo Ludvik: Stalin había sido seminarista. “La confesión pública, la humillación del pecador… Además era infalible”. Por fin será condenado a cadena perpetua. Pasada más de una década, en 1963, será rehabilitado. Posteriormente, en Francia, escribirá un libro contando su experiencia. Cuando por fin vaya a Praga a presentarlo, en agosto de 1968, se encontrará con la invasión soviética. La condena sobre el comunismo soviético resulta rotunda y clara. La película terminará con unos jóvenes haciendo una pintada en un muro de Praga: “Despierta, Lenin, se volvieron locos”. En cuanto a la bella película de Mikhalkov, Burnt by the Sun, Quemado por el sol (1994), también trata de la caída en desgracia de un revolucionario, el comandante Kotov, héroe de la revolución que vivía rodeado del reconocimiento 12 Genocidio y Cine de todos, entre celebraciones comunistas, himnos soviéticos y banderas rojas, hasta que se presenta a buscarlo un viejo conocido, antiguo novio de su mujer, ahora policía político, que le anuncia que tendrá que emprender viaje, que en breve irán a buscarlo. Sin miedo, al fin y al cabo conoce personalmente a Stalin y puede hablar con él cuando quiera, inicia un viaje del que ya no regresará y del que no se puede olvidar, tras la paliza que los esbirros del servicio secreto le propinan, la imagen de aquel revolucionario corpulento (interpretado por el mismo Mikhalkov) llorando como un niño. A Kotov lo fusilaron en el treinta y seis y sólo sería rehabilitado dos décadas más tarde, tras la muerte de Stalin. La película se dedica a millones de personas, a “todos los quemados por el sol de la revolución”. Que obtuviera aquel año el Óscar a la mejor película de habla no inglesa hizo que se conociera más el carácter represor y sanguinario de la política estalinista. Carácter represor y sanguinario que también se puede observar en todo su horror en otra película que estuvo nominada para el Óscar, la de Andrej Wajda sobre la matanza genocida de Katyn (2007), que narra el terrorífico exterminio de más de veinte mil polacos, de los que una gran mayoría eran oficiales del ejército, llevado a cabo por los soviéticos. La película, que cuenta con un apoteósico final, muestra lo que todos sabemos: el martirio que sufrió Polonia en el siglo XX y el carácter genocida de la URSS de Stalin. Pero no conozco otras películas que traten del exterminio de los cosacos, ni de los kulaks, ni del llamado Holodomor, el genocidio por hambre de los ucranianos, que provocó millones de muertos… La laguna no queda salvada por algún infraproducto norteamericano tipo Gulag (Robert Young, 1985), cuyo argumento narra las peripecias de un periodista deportivo estadounidense a quien detienen en Moscú por espionaje y al que trasladan a un campo de trabajo en Siberia, así como la irreal huida que organiza y logra. Sólo se salva el aire kafkiano del funcionario soviético que consigue la confesión del acusado. “¡Yo no he hecho nada!”, exclama éste. A lo que aquél le replica: “¿Y eso que tiene que ver? ¡No debe pensar en esos términos!”. Por referencias se que hay otras películas que tratan el tema; parece que alguna de calidad, como la rusa La patrulla (Alexander Rogoschin, 1990), pero no sirven, por insuficientes, para salvar la triste laguna. Si un cometido del cine también es el de hacer justicia, en este caso la omisión es clamorosa. En fin, el marxismo no era necesariamente una ideología asesina, pero el comunismo soviético fue, sin duda, una práctica asesina que liquidó a todo aquel que se pensaba que podía suponer una traba para la nueva sociedad. Jus- Benjamín Rivaya 13 tificarlo fue fácil; bastó con interpretar radicalmente la célebre definición de la sociedad como lucha de clases y extraer consecuencias morales: la obligación de exterminar a la clase burguesa y a todos aquellos que, en esa guerra, no optaran decididamente por los soviets. En una película que no trata del genocidio sino de conflictos personales y laborales, pero que inevitablemente incluye lecturas marxistas de éstos, conforme al gusto de la época y del director, Tout va bien, Todo va bien (Jean-Luc Godard, 1972), se hace un comentario gracioso pero terrible, y explicativo de muchas prácticas comunistas. En una huelga, los que la hacen retienen a dos personas, por lo que una trabajadora pedirá explicaciones, que un compañero le ofrecerá: “Yo sólo se, querida, que en la lucha de clases no puedes perder el tiempo en detalles”. La existencia de esta laguna cinematográfica existe al lado de otra laguna historiográfica. ¿Por qué? Stéphane Courtois cree que la omisión es debida a tres causas: al prestigio de la idea de revolución, a la victoria soviética sobre el fascismo y, lo que a nosotros más nos interesa, al hecho de que “el genocidio de los judíos apareció como el paradigma de la barbarie moderna, hasta ocupar todo el espacio reservado a la percepción del terror de masas durante el siglo XX” (Varios 1998: 38). Dicho de otra manera, “hoy en día la palabra genocidio evoca inmediatamente el Holocausto” (Novick 2007: 116). El cine no sólo colaboró en ese empeño sino que fue, junto a la televisión, el medio más eficiente para lograrlo. 4. EL HOLOCAUSTO Y OTROS GENOCIDIOS PERPETRADOS POR EL FASCISMO Sin duda, el que se tiene por “el prototipo canónico del fenómeno genocida” es el que los nazis perpetraron contra los judíos, hasta el punto de que –otra vez en palabras de Enrique Moradiellos- se trata de “la tragedia humana más espantosa y atroz registrada en la historia hasta el presente” (Moradiellos 2009: 17, 21). Probablemente sea cierto pero la excepcionalidad del holocausto no reside ni en el carácter racista de la ideología que lo justificó ni en el número de personas aniquiladas sino en la racionalidad (técnica) con que se llevó a cabo, en el moderno matadero industrial que el fascismo alemán elevó y utilizó para lograr su propósito exterminador. Por lo demás, resaltar constantemente la singularidad del Holocausto parece llevar a distinguir entre víctimas de primera, las víctimas judías del genocidio perpetrado por los nazis, y de segunda, las víctimas no judías del mismo y las de otros genocidios, lo que no resulta moralmente razonable. 14 Genocidio y Cine Desde el punto de vista del cine, el holocausto también fue excepcional porque cuando los aliados liberaron los campos grabaron aquello con lo que se encontraron, legando a la humanidad un testimonio fílmico imprescindible, testimonio que por una parte no existe en el caso de otros genocidios y que, por otra, luego utilizaría el cine, tanto el documentalista, por ejemplo Nuit et Brouillard, Noche y niebla (Alain Resnais, 1955), como el narrativo, por ejemplo Judgment at Nuremberg, Vencedores o vencidos (Stanley Kramer, 1961), si bien es verdad que la mayoría de los campos de exterminio estaban en territorio polaco y, de éstos, liberados por los soviéticos, falta ese documento cinematográfico. En el caso de Vencedores o vencidos, por ejemplo, las imágenes reales que se proyectan en la sala de vistas pertenecen a los campos de Buchenwald, Dachau y Belsen, tres campos de concentración, no de exterminio. Desde entonces hasta hoy, desde que se tomaron aquellas imágenes hasta que se elaboraron complejos relatos sobre el tema, el terrible tópico cinematográfico no ha hecho más que crecer. Precisamente lo que ahora llama la atención es que, al contrario que en el caso de los soviéticos y de otros genocidios poco o muy poco representados en el cine, en éste ocurre lo contrario, siendo elevadísimo el número de películas y de series de televisión que han utilizado el argumento de la shoah. Resulta inevitable preguntarse por qué. Una de las razones que conviene sopesar es, precisamente, la del carácter excepcional del holocausto; sería tan excepcional que el cine, precisamente por eso, por ser tan terrorífico y permitir tantas posibilidades de dramatización, lo habría explotado hasta constituir un género. Si al cine le resulta fundamental la imaginación para elaborar relatos que les resulten atractivos a los espectadores, la realidad habría desbordado la imaginación, ofreciendo un argumento tan impactante que resulta difícil encontrar tanto otro semejante como palabras que lo adjetiven. Imagínense individuos de todo tipo, niños, mujeres y ancianos, decenas, centenares, miles, cientos de miles, millones, como si fueran reses mansas, dirigiéndose al matadero, a un moderno matadero provisto de la más moderna tecnología para cumplir su misión de forma rápida y aséptica; transportados en vagones para el ganado; cruzando la puerta del complejo industrial; preparándose para el sacrificio; y luego el despiece, la utilización de todo lo utilizable, la incineración, la nada. No digo que no fuera imaginable, sino que no había sido imaginado. Desde el punto de vista del cine, el carácter industrial del holocausto lo haría más atractivo que los otros genocidios, mucho más artesanales (hambrunas, sometimientos a otras condiciones extremas, ejecuciones, etc.). El dato me parece digno de ser sopesado para dar cuenta completa del fenómeno, pero insuficiente por sí mismo para explicar por qué media una distancia tan grande entre el tratamiento cinematográfico de este genocidio, por excepcional que resulte, y el de los otros. A primera vista, el factor causal más importante Benjamín Rivaya 15 se hallaría en la determinación y en la posibilidad que ha tenido el pueblo judío para, por una parte, honrar la memoria de los masacrados y, por otra, denunciar a quienes planearon y ejecutaron la masacre. La industria cinematográfica dependería en gran medida de capital judío, y por eso recordaría tanto la pesadilla, lo que no ocurriría en el caso de los armenios, ucranianos, gitanos, etc., que no tendrían tantas posibilidades (económicas) para hacer lo mismo. Tampoco hay que descartar, evidentemente, otros intereses, que convertirían el fenómeno en “una sacralización perversa del Holocausto” (Novick 2007: 303). Por lo demás, referirse a un cine del holocausto requiere algunas precisiones. Para empezar, cualquier película que trate del fenómeno nazi se refiere, inevitablemente, al holocausto: salvo un completo ignorante, quien las ve sabe de qué se está hablando. En este sentido, toda la filmografía que versa sobre el nacional-socialismo, versa sobre el holocausto, sin que pueda ser de otra manera (vid. Carmona 2005). Pero también es cierto que la forma de tratar el tema puede ser diversa: desde el tratamiento de una obra de arte, sea más o menos acertada ideológicamente, hasta el de un subproducto cinematográfico deleznable; desde aquél en las que el exterminio sólo es un miedo, una ausencia/presencia terrorífica latente, hasta aquéllas en que es una práctica que se pone, escandalosa, ante los ojos del espectador, llegando a colarse la cámara cinematográfica en la de gas. El holocausto cinematográfico se podría clasificar de muchas maneras, pero un dato fundamental que no puede obviarse es que el holocausto no fue la única masacre perpetrada por los nazis. ¿Cabría hablar también de un genocidio eslavo, de otro gitano, de otro homosexual, de otro político? De nuevo, no se trata de minimizar el horror del exterminio judío, algo que nadie en su sano juicio puede hacer, sino de tomar conciencia de que también hubo otros que no deben olvidarse. A veces el cine los recuerda, caso de I skrzypce przestaly grac, Y los violines dejaron de sonar (Alexander Ramati, 1988), sobre el genocidio gitano (aunque haya un reconocimiento expreso de que, por su especificidad, fue menor que el judío), o de Bent (Sean Mathias, 1977), sobre el homosexual. Resulta imposible hacer aquí una historia mínimamente completa del cine del holocausto, cine que habría que clasificar al menos atendiendo al criterio documental/ ficción y al criterio cronológico. Evidentemente, son mayoría las películas de ficción, dramatizadas, aunque en muchas ocasiones narren sucesos reales, pero entre los documentales algunos tienen una importancia excepcional. De entre éstos no se puede dejar de destacar Nuit et Brouillard, Noche y niebla, del maestro Alain Resnais (1955) y Shoah (Claude Lanzmann, 1985), historia oral del holocausto de casi diez horas de duración y que, más allá de las críticas, 16 Genocidio y Cine constituye un documento cinematográfico/ historiográfico único. Últimamente hay que citar In toten Winkel. Hitlers Sekrëtarin, En el ángulo muerto. La secretaria de Hitler (André Heller y Othmar Schmiderer, 2002), una absorbente entrevista a quien fue la secretaria del Fuhrer, que permite plantear la cuestión de la responsabilidad colectiva, y que luego dio lugar a una película narrativa también recomendable, Der Untergang, El hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2004). De entre el cine narrativo, un listado mínimo tendría que contener obras que se filmaron durante el tiempo de la segunda guerra mundial y que ya hacían adivinar lo peor, empezando por The Great Dictator, El gran dictador (Charles Chaplin, 1940), que aun siendo una película de risa resultó profética, o poco después Hitler´s Children, Los hijos de Hitler (Edward Dmytryk, 1943), por ejemplo. En los primero años que siguieron a la guerra, hubo una especie de silencio cinematográfico pero, tras éste, comenzaron a aparecer cintas centradas en el fenómeno del nazismo y del holocausto, cintas cuyo número no ha dejado de crecer hasta el día de hoy, hasta el punto de que ya se puede hablar de un género (Sand 2005: 301), género que ha tenido gran éxito, como demuestran las carteleras de los últimos años, con decenas de películas girando en torno a este argumento. De finales de la década de los cincuenta hay que citar The Diary of Anne Frank, El diario de Ana Frank (George Stevens, 1959), y ya de la década de los sesenta se debe recordar títulos como Kapo (Gillo Pontecorvo, 1960), Judgment of Nuremberg, Vencedores o vencidos (Stanley Kramer, 1961), Pasazerka, La pasajera (Andrzej Punk y Witold Lesiewicz, 1963) o The Pawnbroker, El prestamista (Sidney Lumet, 1965). Del decenio de los setenta hay que destacar The Voyage of the Dammed, El viaje de los malditos (Stuart Rosenberg, 1976), porque recordaba una responsabilidad muy dolorosa en el holocausto, la de los otros Estados que no eran el alemán. Ya en los ochenta se rueden películas como Wedle wyrokow twoich, Huida hacia la libertad (Jerzy Hoffman, 1984) o la bellísima Au revoir les enfants, Adios, muchachos (Louis Malle, 1987). Pero será en la década de los noventa cuando el holocausto cinematográfico se convierta en un fenómeno de masas, pues en 1993 apareció la película relativa al holocausto que mayor éxito iba a alcanzar en la historia, Schindler´s List, La lista de Schindler, de Steven Spielberg. Versa sobre las peripecias de un grupo de judíos salvado de la muerte por un empresario nazi, Oskar Schindler; peripecias que comienzan en el ghetto de Cracovia, pasan por el campo de trabajos forzados de Plaszow, el mixto de trabajos forzados y exterminio de Auswitchzt, y finalizan en Brunnlitz, en Checoslovaquia, en la ciudad natal del protagonista. El éxito de la película puede medirse de varias maneras: por la gran cantidad de personas que fue a verla; por los premios obtenidos (entre otros, siete Oscars); Benjamín Rivaya 17 por las críticas que se le hicieron. Éste último dato nos interesa especialmente, pues los comentarios no sólo fueron artísticos o técnico-cinematográficos. Pocas películas habrán sido tan minuciosamente examinadas como ésta y sometidas a tan profunda labor de análisis y de crítica ideológica. Las críticas (“los puntos en torno a los cuales giró el debate”) las sistematiza Arturo Lozano de la siguiente manera: “la ruptura del tabú sobre la irrepresentabilidad del genocidio, la sustitución de la historia por la anécdota en la que un nazi bueno salvó judíos, la presentación de los judíos como insignificantes en su destino final, la combinación de elementos kitsch melodramáticos para acercarse a un tema de tal gravedad, la americanización del holocausto a través de un lenguaje hollywoodiense y la imprecisión histórica de la película” (Lozano 2001: 33). Realmente, al igual que ocurre con otras muchas películas, La lista esconde, bajo capa de realismo blanquinegro, falta de veracidad historiográfica. No se trata de que la historia que narra no sea real, pero sí es cierto que hay escenas poco verosímiles que juegan con lo que el espectador sabe: la recreación de la ducha que reciben en Auschiwtz las mujeres de la lista de Schindler ha sido especialmente condenada (¡con razón!) por utilizar algo tan doloroso para crear suspense. No me parece tan condenable, en cambio, que se cuente una historia excepcional, una historia de salvación, cuando lo común fue justamente contrario; aunque sea verdad que lo que se silencia, lo que no se muestra, es lo terrorífico, lo que es mejor no ver, lo que chocaría con la filosofía de Hollywood, partidaria del Happy End a cualquier precio. Por otra parte, aunque resulte complicado acercarse de forma desprejuiciada al estudio del fenómeno del nazismo y, más en concreto, del holocausto, no deja de ser cierto el fácil maniqueísmo de la cinta. Reconozcámoslo, en La lista aparecen el bien y el mal en su estado puro (García Amado 2003: 17-25), lo que hace que, con Shlomo Sand, nos preguntemos: ¿y qué pasaba con ese “gran abanico de representaciones humanas que poblaban el espacio social de la zona gris”? (Sand, 2005: 355). Fijémonos en la pregunta de Sand, fijémonos en la expresión que utiliza, the grey zone, la zona gris, porque en breve iba a aparecer una película que se titularía así y que Sand, por lo que se ve, no conocía. El solo título de la película a la que me refiero ya indicaba un tratamiento distinto del holocausto, tanto en la descripción de los hechos como en su enjuiciamiento. Con un realismo que casi hace imaginar al espectador el nauseabundo olor de la instalación, la cinta versa sobre el trabajo que llevaban a cabo comandos especiales, integrados por prisioneros judíos, con el que colaboraban en las labores del exterminio: desde tranquilizar a las próximas víctimas hasta procesar sus cuerpos y, posteriormente, quemarlos. Pero lo que ahora me interesa es precisamente el título: The Grey Zone, La zona 18 Genocidio y Cine gris (Tim Blake Nelson, 2001). ¿Por qué Sand utilizó esa expresión, que con lo que se ha dicho ya resulta comprensible, para criticar La lista y ahora se utilizaba la misma para dar nombre a una nueva y en gran medida distinta película sobre este genocidio? No parece probable que Sand conociera la película de Tim Blake Nelson y no la citara en su libro, ni que Nelson hubiera leído antes de rodar la cinta el libro de Sand, entre otras cosas porque el texto apareció en francés en 2004, cuando la película era de 2001. Realmente la expresión la zona gris, de la que no creo que se pueda decir que es una expresión canónica aunque quizás sí habitual, se utiliza en el lenguaje moral para hacer referencia al amplísimo espacio que hay entre el bien y el mal en su estado puro. Puesto que el nazismo ha pasado a la historia como el mal absoluto, y Auschwitz como el símbolo del mal absoluto, a menudo se entiende que todo lo que se hallaba enfrente, sobre todo las víctimas, eran el bien absoluto. Pero ¿cuál es la razón de la coincidencia entre el título de la película y la expresión utilizada por Sand? La denominación del capítulo segundo de Los hundidos y los salvados, el imprescindible libro de Primo Levi, que en este caso somete a censura ese maniqueísmo: “Es ingenuo, absurdo e históricamente falso creer que un sistema infernal, como era al nacional-socialismo, convierte en santos a sus víctimas, por el contrario, las degrada, las asimila a él, y tanto más cuanto más vulnerables sean ellas, vacías, privadas de un esqueleto político o moral. Son muchos los signos que indican que ha llegado el tiempo de explorar el espacio que separa a las víctimas de los perseguidores (¡y no sólo en los Lager nazis!), y hacerlo con una mano más ágil y un espíritu menos confuso de cómo se ha hecho, por ejemplo, en algunas películas. Sólo una retórica esquemática puede sostener que tal espacio está vacío: nunca lo está, está constelado de figuras torpes o patéticas (a veces poseen al mismo tiempo las dos cualidades) que es indispensable tener presente si queremos conocer a la especie humana” (Levi 2009: 500-501). Además, en el capítulo citado del libro de Primo Levi, se dedican varias páginas a los Sonderkommandos, de los que dijo que haberlos concebido y organizado fue “el delito más demoníaco del nacionalsocialismo” (Levi 2009: 513), a la vez que afirma que nadie está autorizado a juzgar a quienes formaron parte de ellos (Levi 2009: 518). En Los hundidos y los salvados se cita el libro de Miklos Nyiszli, médico patólogo que trabajó a las órdenes de Mengele en Auschwitz4; 4. El libro ha sido acusado por sus “exageraciones y absurdos” e incluso se ha llegado a dudar de la existencia del citado doctor. Vid. Provan 2001. Benjamín Rivaya 19 libro en el que, en parte, está basada la película, como se informa al final de ésta. Sólo en parte, evidentemente, pues por desgracia faltó una escena que sí aparece en la obra escrita: el partido de futbol disputado entre un equipo formado por integrantes del comando especial judío y otro de miembros de las SS (1973: 60). Probablemente el relato cinematográfico también tuvo en cuenta las memorias de Rudolf Höss, que si bien fue el director del campo de Auschwitz, no lo era cuando sucedieron los hechos que se narran en la película, hechos reales: la rebelión de los presos de un sonderkommando que se produjo en octubre de 1944, y que se saldó con un gran número de muertos entre los sublevados, sólo tres guardianes y la destrucción de un crematorio, además de la posterior represión. Se trató de un hecho excepcional pero no por eso la película puede ser criticada ya que, como apunta el título, muestra el claroscuro moral de quienes fueron verdugos y víctimas a un tiempo. Por lo demás, el argumento se nutre de un dato simbólico, la supervivencia de una niña en la cámara de gas, conforme al relato de Nyiszli (1973: 88-93). ¿Pudo ocurrir realmente? Rudolf Höss afirmó expresamente no haber visto “a un solo judío sometido a la acción del gas que” hubiera “quedado vivo media hora después de la entrada del gas en las cámaras de exterminio. Nadie me ha dicho, tampoco –dijo-, que tal cosa hubiera ocurrido allí”. Aunque también es cierto que en la época en que sucedieron los hechos que se narran Höss no era el comandante de Auschwitz. Más interesa, sin embargo, la descripción que se hace en la película del procedimiento ejecutor pues ahora sí coincide, casi completamente, con la descripción de Höss, que tenía que saber bien cómo se desarrollaba todo el proceso. La cita es larga pero merece la pena: “Hombres y mujeres eran conducidos por separado a los crematorios de la manera más tranquila posible. En el vestuario donde se desnudaban, los reclusos del comando especial les explicaban, en su propia lengua, que se los había llevado hasta allí para ducharlos y desparasitarlos. Les invitaban a que ordenaran bien sus ropas y recordaran el lugar donde las habían dejado, para recogerlas a la salida. Los reclusos del comando eran los primeros interesados en que esta operación se realizase rápidamente, con calma y sin tropiezos. Tras haberse desnudado, los judíos entraban en la cámara de gas donde efectivamente había duchas y cañerías de agua, lo que les daba el aspecto de una sala de baños. Primero entraban las mujeres con sus niños. Les seguían los hombres, siempre en minoría. Todo solía ocurrir en calma, porque los reclusos del comando especial hacían todo lo posible por disipar las inquietudes de los 20 Genocidio y Cine que sentían o sospechaban algo. Por otra parte, esos detenidos y un SS permanecían siempre hasta el último momento en la cámara de gas. Entonces se echaba rápidamente el cerrojo a la puerta y los enfermeros “desinfectores”, ya preparados, dejaban entrar de inmediato el gas por agujeros practicados en el techo. Los recipientes que contenían el gas se arrojaban al suelo y los gases se expandían rápidamente. Por el agujero de la cerradura de la puerta se podía ver que quienes se encontraban más cerca del recipiente se caían muertos al instante. Se puede afirmar que, para un tercio del total, la muerte era inmediata. Los demás temblequeaban, se ponían a gritar cuando les faltaba el aire. Pero sus gritos pronto se transformaban en estertores y, en cuestión de minutos, todos caían estirados. Al cabo de veinte minutos a lo sumo, todos caían estirados. El gas tardaba entre cinco y diez minutos en actuar; la duración dependía de las condiciones del tiempo –seco o húmedo, calor o frío-, de la composición del gas –que no era siempre la misma- y de cómo estaba formado el convoy –mayor o menor cantidad de sanos o enfermos, jóvenes o ancianos-. Las víctimas perdían el conocimiento al cabo de unos minutos, antes o después según la distancia que las separaba del recipiente. Los que gritaban, los viejos, los enfermos, los débiles y los niños caían antes que los sanos y los jóvenes. Una media hora después de introducir el gas, se abría la puerta y se ponía en funcionamiento el ventilador. Los cuerpos no exhibían marcas especiales: no había contorsiones ni cambios de color. Sólo cuando permanecían varias horas tendidos en el suelo dejaban el típico rastro de los cadáveres. Era muy raro encontrar excrementos. Tampoco había lesiones en los cuerpos, y los rostros no estaban crispados. A continuación, el comando especial se ocupaba de arrancar los dientes de oro y de cortar el cabello a las mujeres. Luego, los cuerpos eran subidos en ascensor a la planta baja, donde los hornos ya estaban encendidos. Según la dimensión de los cadáveres, se podía introducir en cada uno de ellos hasta tres a la vez. La duración de la incineración dependía también del tamaño de los cuerpos. Como Benjamín Rivaya 21 ya he dicho, los crematorios I y II podían incinerar en veinticuatro horas alrededor de 2.000 cuerpos. Para evitar averías, no se debía superar esa cifra. Las instalaciones III y IV debían de quemar 1.500 cadáveres en veinticuatro horas, aunque creo que esa cifra jamás fue alcanzada. Durante la incineración, que se producía sin pausa, las cenizas caían por los tubos. Reducidas a polvo, se las llevaba al Vístula en camiones; después, con palas, se las arrojaba al río donde de inmediato se disolvían y eran arrastradas por la corriente. El mismo método era aplicado a las cenizas provenientes de las fosas de incineración del Búnker II y del crematorio IV. El exterminio en los Búnkeres I y II se producía exactamente de la misma manera que en el crematorio. Pero ahí el factor tiempo se hacía notar con más fuerza. Todos los trabajos requeridos por el proceso de exterminio eran efectuados por los comandos especiales compuestos por judíos. Cumplían su horrible faena con alelada indiferencia. Sólo querían terminar su trabajo lo antes posible, para descansar más tiempo y ponerse a buscar tabaco o vituallas en las ropas de las víctimas. Aunque estaban bien alimentados y recibían importantes suplementos, a menudo se los veía arrastrando con una mano un cadáver y llevando en otra algo comestible. Aun durante el trabajo más horrible –la extracción de los cadáveres enterrados en las fosas comunes- y durante la incineración, seguían comiendo tranquilamente. No se dejaban conmover, ni siquiera al encontrar entre las víctimas a algún ser querido” (Höss 2009: 199-202). Como dije, la descripción que hace el comandante de Auschwitz nos interés especialmente por la fidelidad con que la película de Nelson la sigue. La zona gris únicamente traicionaría el relato del exterminio en tanto que hombres y mujeres, en las imágenes, no son conducidos por separado al crematorio, mientras que en la realidad sí se daría esa separación, lo que parece más verosímil, si bien es verdad que en este punto la película no traiciona el relato del médico 22 Genocidio y Cine (1973: 47). El dato no deja de ser anecdótico; lo que importa es que la película pretende ser, y lo consigue, una reconstrucción acertada y veraz del exterminio. Con La zona gris no se acabó el cine del nazismo ni el del holocausto, sino que han seguido apareciendo películas hasta el momento actual, de entre las que yo destacaría la inglesa Le pianiste, El pianista (Roman Polanski, 2002), la francesa Amén (Costa-Gavras, 2002), la alemana Der Untergang, El hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2004) o la estadounidense The Reader, El lector (Stephen Daldry, 2008). Pero, por sus implicaciones, no quisiera cerrar este capítulo sin hacer referencia a la aparición del género de la comedia en el tratamiento del holocausto. Porque si la imagen del holocausto se había dulcificado en ocasiones y representado fielmente otras veces, avanzados los noventa ocurrió lo que tiempo antes hubiera parecido blasfemo: comenzaron a aparecer películas que, tímidamente al principio, abiertamente después, tenían aire de comedia. Si a Adorno le parecía una barbaridad escribir poesía después de Auschwitz (1962: 29), ¿qué pensaría de una comedia sobre Auschwitz? Pero no hay por qué escandalizarse, cuando llegó a existir un cine que se ha llamado pornonazismo, cine en gran medida italiano, con títulos como Salón Kitty (Tinto Brass, 1976), La deportate della Sezione Speciale, Las deportadas de las SS (Rino Di Silvestro, 1976), L´ultima orgia del Terzo Reich, La última orgía de la Gestapo (Cesare Canevari, 1977) y otros similares. Pero volvamos a la cuestión de la comedia. Realmente no era la primera vez que un cineasta se valía de la risa no ya para referirse al genocidio sino para presentar a los nazis, pues Chaplin lo había hecho en 1940 nada menos, en The Great Dictator, El gran dictador. Evidentemente, aunque los norteamericanos aún no habían entrado en el conflicto bélico, el filme fue una declaración de guerra y lo que hacía era reírse del fascismo: Hitler se convertía en Hynkel, el ministro de la guerra era Herr Basureich y el de interior, el Mariscal Herring. Pero Chaplin ya mostraba los ghettos en que se encerraba a los judíos, así como una práctica de hostigamiento y agresividad hacia ellos y una teoría que proclamaba que todos los judíos (y los morenos) debían ser exterminados en beneficio “de una raza aria pura, de rubios con ojos azules” (lo que en boca de Hynkel, o de Hitler, o de Chaplin, también era un chiste, claro). Aunque fuera una película de risa, aparecían noticias muy serias, inquietantes: por una parte, se hablaba de cinco o diez mil detenciones diarias, y por otra, entre los inventos que Herring presentaba a Hynkel había uno que presagiaba lo peor. “¡Hemos creado un fantástico, un maravilloso gas tóxico! ¡Matará a todo el mundo!”, le decía el Mariscal a su jefe. En Benjamín Rivaya 23 realidad, la persecución de los judíos ya había comenzado, pero aún estaba por venir lo peor, con el gas Zyclon B incluido, y Chaplin parecía que lo sabía. Ahora, cuando acababa el siglo (de los genocidios), las comedias tuvieron otro tono, y hubo quien juzgó mal su uso para tratar el tema. No ocurrió eso con La tregua (Francesco Rosi, 1996), que contaba en primera persona la experiencia de Primo Levi y que tenía algo, o mucho, de relato picaresco, aunque no exento de angustia. Por lo demás, apareció la célebre cita del mismo Levi: “Dios no puede existir si Auschwitz existe”. La proposición tiene consecuencias lógicas, porque Auschwitz existe, luego Dios no podría existir. Inevitablemente el cine reflejaba la angustia teológica que a unos internos de un campo les sirvió para hacer una broma, otra vez sobre Dios y Auschwitz, en Die Fálscher, Los falsificadores (Stefan Ruzowitzky, 2007): “¿Sabéis por qué no está Dios en Auschwitz? Porque no pasó el proceso de selección”. Pero fueron sobre todo una película italiana que obtendría varios Óscars, La vita è bella, La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), y otra rumana de poco después, Train de Vie, El tren de la vida (Radu Mihaileanu, 1998), las que desataron las críticas. En la primera, una familia italiana es encerrada en un campo que parece Auschwitz. Para evitar sufrimientos al hijo, su padre, encarnado por el mismo Benigni, le cuenta que todo aquello es un juego en el que gana quien haga mil puntos y cuyo premio es un tanque de verdad. Convertido a los ojos del niño en un parque temático lo que es un campo de exterminio y trabajos forzados, todo se reinterpreta con aquellos criterios, que imprimen una comicidad triste al relato. Más allá aún va El tren de la vida, auténtica parodia que hace risas con la huida, ante la inminente ocupación nazi, de los habitantes de un pueblo judío del este de Europa… En un tren de deportación falso cuya meta es Palestina. No deja de llamar la atención los chistes que se hacen con los tópicos judíos; con el legalismo de los rabinos o con la práctica del regateo. Pero sorprende aún más que el tren de deportación de mentira se encuentre con otro, igualmente de mentira, pero cargado de gitanos. El recuerdo de ese otro pueblo perseguido, ¿se deberá al hecho de que la película sea rumana? En cualquier caso, la escena en la que judíos y gitanos se entregan a un maravilloso baile enloquecido, así como la música que durante todo el metraje se utiliza, refuerzan la sensación de comedia. Por fin, Woody Allen se atreverá a contar un chiste sobre el holocausto en Anything Else, Todo lo demás (Woody Allen, 2003): Dobel, un judío y artista neoyorkino, interpretado por el mismo director, refiriéndose a dos policías que lo habían parado en la carretera y a los que agredió, cuenta: “Sí, soy ateo pero me sentó mal el hecho de que me insinuaran que Auschwitz no era más que un parque temático”… 24 Genocidio y Cine 5. EL GENOCIDIO CAMBOYANO (Y OTROS GENOCIDIOS ASIÁTICOS) El caso del genocidio camboyano que llevó a cabo el régimen comunista de Pol Pot entre 1975 y 1979, y que se cobró la vida de cerca de dos millones de personas, una cuarta parte de la población de Camboya, hasta el punto de que se ha llegado a hablar de autogenocidio, encuentra escasa representación fílmica o, al menos, los filmes que tratan el tema, sobre todo por ser documentales, no han tenido el éxito de público de las películas narrativas: por ejemplo el camboyano S-21. The Khmer Rouge Killing Machine, S-21. La máquina de matar de los jemeres rojos (Rithy Panh, 2003), con espantosos testimonios. Hay una excepción a la regla, sin embargo, pues existe una gran película narrativa que versó sobre esta cruel tragedia y obtuvo enorme éxito. La que en España se tituló Los gritos del silencio, The Killing Fields (Roland Joffé, 1984) obtuvo la nominación para siete Oscars, recibiendo tres de ellos, al mismo tiempo que el reconocimiento general del público. La película narraba la peripecia de Sydney Schanberg, periodista del New York Times, en su viaje a Camboya, y Dith Pran, nativo que le sirve de guía y traductor durante el tiempo de la guerra que llevará a los jemeres rojos al poder, con la música de Mike Olfield de fondo. Una vez tomada Phnom Penh, la capital, la situación se vuelve terrorífica y Schanberg vuelve a Estados Unidos, mientras Pran, que no consigue salir, tiene que quedarse para ser testigo de la barbarie. De gran fuerza visual y sonora, importan las pinceladas que Joffé nos ofrece de la masacre, por un lado, y por otro la crítica al papel de los Estados Unidos en la zona. En cuanto al genocidio queda intuido tras los niños y jóvenes soldados de los jemeres, que no dudan en asesinar a sangre fría; en la evacuación masiva del centro urbano a las rurales; en el campo de trabajos forzados donde es internado Pran y, sobre todo, en las zonas enteras plagadas de esqueletos que el camboyano tiene que recorrer en su huida. En lo ideológico, se observan los alucinantes ritos de los jemeres, así como su creencia en la infalibilidad del partido y en el nuevo mundo que iban a crear, en el año cero. Tanto aquella práctica como estas ideas se corresponden con la espantosa represión habida y con la fe sectaria del Angkar. En efecto, en gran medida fue un genocidio cometido por niños y adolescentes, pretendidamente campesino, lo que hizo que se cebaran con las poblaciones urbanas y, especialmente, con los intelectuales, representantes del mundo moderno. En cuanto al partido, que exigía obediencia total, más parecía una secta extremadamente fanática, la más fanática que imaginarse pueda, que un partido. En fin, Los gritos del silencio cumplió una importante función en occidente, dando a conocer lo que de otra forma sería ignorado por casi todos. En territorio asiático ha habido otros genocidios o, al menos, prácticas genocidas, pero no han dado lugar a muchos guiones cinematográficos: por una Benjamín Rivaya 25 parte porque son desconocidos; por otra, porque aún hoy pueden dañar relaciones diplomáticas. Llegará un momento en que el caso chino habrá de ser estudiado en profundidad. Por ahora baste destacar la producción franco-china, Balzac et la petite tailleuse chinoise, Balzac y la joven costurera china (Dai Sijie, 2002), película de un lirismo conmovedor que sirve para presentar, en el marco de la revolución cultural, un típico fenómeno comunista y, más en concreto, maoísta, el de la reeducación. Perteneciente también al caso chino, el cine sí se ha fijado en la cuestión del Tibet, que muchos, con su líder a la cabeza, consideran un genocidio cultural. Dejando a un lado un buen número de películas documentales, en este punto habría que citar Kundun (1997), el biopic que Martin Scorsese le dedicó al decimocuarto y actual Dalai Lama, biografía que inevitablemente incluye la invasión y el sometimiento chino del Tíbet, así como Seven Years in Tibet, Siete años en el Tibet (Jean-Jacques Arnaud, 1997), película en la que también el Dalai Lama juega un papel protagonista. Cabría citar además el caso de Birmania, con su perpetua y represora dictadura militar, que fue llevada al cine por John Boorman, en Beyond Rangoon, Más allá de Rangún (1995), relato en el que también aparecía Aung San Suu Kyi, la premio Nóbel de la Paz. 6. EL GENOCIDIO BOSNIO El genocidio que a principios de la década de los noventa los radicales serbios llevaron a cabo en Bosnia contra la población musulmana quizás ya haya obtenido un reflejo cinematográfico, pero yo aún no lo conozco. Digo esto porque existe un cine de difícil acceso que probablemente trate de las matanzas, caso –por lo que sé- de Resolution 819, sobre la masacre de Srebrenica. Lo que sin duda hay es un gran número de películas que versan sobre la crueldad de la guerra que asoló la antigua Yugoslavia, películas que han convertido en tópico cinematográfico el caso de los periodistas de alto riesgo que cubrieron la guerra, y los de los padecimientos de mujeres y niños. Por citar algunas, aun sin orden ni concierto, sin diferenciar entre las de mucha y las de poca calidad: la macedonia Antes de la lluvia (Milcho Manchevski, 1994), la española Territorio comanche (Gerardo Herrero, 1996), la inglesa Welcome to Sarajevo (Michael Winterbottom, 1997), la francesa Harrison´s Flowers, Las flores de Harrison (Elie Chouraqui, 2000), la danesa El protector (Ralph Ziman, 2001), las bosnias En tierra de nadie (Danis Tanovic, 2001) y Grbavica (El secreto de Esma) (Jasmila Zbanic, 2006), la polaca Víctima de guerra (Tomasz Wiszniewski, 2002), la norteamericana La sombra del cazador (Richard Shepard, 2007), entre otras. En todas ellas se suelen contener expresas o veladas referencias a la limpieza étnica que allí se llevó a cabo pero, como ya dije, desconozco que alguna película haya tratado el tema del genocidio de forma monográfica y abiertamente. 26 Genocidio y Cine 7. EL GENOCIDIO TUTSI De entre todos los genocidios, quizás sea el ruandés el más artesanal (y el más sangriento) de todos, pues se llevó a cabo fundamentalmente con machetes, además de incluir la violación sistemática de las mujeres tutsis (en muchos casos por enfermos portadores del virus del sida, escogidos precisamente por eso para semejante labor). Lo llevaron a cabo unos vecinos contra otros, impulsados por los hutus más extremistas, que en tres meses, de abril a julio de 1994, liquidaron alrededor de un millón de tutsis y hutus opositores. Resulta llamativo el importante papel que desempeñaron los medios de comunicación, el periódico Kangura y la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, que hicieron constantes llamamientos al exterminio de las cucarachas, como se denominó a los tutsis, así como la represión criminal e implacable de las milicias paramilitares Interhamwe. Dato curioso es que la pertenencia étnica se hacía constar en el carné de identidad, con lo que los perpetradores sólo tenían que pedir éste a la víctima para cerciorarse de su condición y, a continuación, asesinarla. Además de en algunos documentales, como el corto español Flores de Ruanda (David Muñoz, 2008), por ejemplo, este reciente genocidio ha tenido su representación fílmica en al menos dos películas narrativas, ya del siglo XXI, cuyo desarrollo argumental es similar: Hotel Rwanda (Terry George, 2004) y Shooting Dogs, Disparando a perros (Michael Caton-Jones, 2005). En ambas narraciones se localiza la historia en un recinto cerrado, un hotel y una escuela respectivamente, que sirve como refugio para un buen número de perseguidos que así, al menos durante un tiempo, salvan su vida. Además en los dos casos, aunque con desigual suerte, son protagonistas los responsables de las instituciones: el hutu director del hotel en la primera y el sacerdote católico director de la escuela en la segunda. Basadas ambas cintas en hechos reales, los dos protagonistas se comportan de forma heroica y recuerdan, sobre todo el de Hotel Rwanda, Paul Rusesabagina, que es un hutu casado con una tutsi, al personaje de Schindler. El tratamiento cinematográfico del genocidio ruandés plantea, a mi juicio, algunos problemas. El primero afecta a todas las películas que versan sobre genocidios, y es que quizás el cine no propicia un acercamiento suficientemente riguroso a los hechos históricos, que en muchas ocasiones se presentan simplificados y descontextualizados. Disparando a perros se abre con la exposición de los antecedentes: “Durante treinta años, el gobierno de la mayoría hutu ha perseguido al pueblo de la minoría tutsi. Bajo la presión de occidente, el presidente hutu ha accedido a compartir el poder con los tutsis. La ONU ha desplegado un número reducido de fuerzas alrededor de la capital, Kingali, como observadores Benjamín Rivaya 27 de paz”. Sin que esto signifique en ninguna medida negación ni disminución de culpas, de esta forma se olvidan las responsabilidades de occidente en el genocidio, sobre todo de Bélgica, al igual que se oculta que el enfrentamiento entre hutus y tutsis no era nuevo y que lo que hubo fue un “ciclo de masacres”, iniciado en 1959 en Ruanda , y que afectó a unos y a otros: en 1972, por ejemplo, las autoridades políticas tutsis mataron en Burundi a unos cien mil hutus (y tutsis opositores). Pero si las películas no pueden ser rigurosos estudios historiográficos, en cambio pueden ser muy efectivas como medio de denuncia y de concienciación. En éstas se apuntan algunas de las características de aquellas masacres: cómo se va generando el ambiente para que se produzcan, la intervención importantísima de la radio criminalizando a los tutsis, la participación de las autoridades locales en la organización de la persecución, las cacerías que grupos de hutus llevan a cabo, la huida de los occidentales, otra vez el silencio de Dios… En Disparando a perros, un político que pide la intervención internacional para detener lo que está sucediendo dice, como se dice habitualmente en el contexto de otros genocidios, que se trata de lo mismo que los nazis hicieron con los judíos. Por lo demás, en ambas películas, pero sobre todo en Hotel Rwanda, se plantea lo problemático del concepto de genocidio. Ante la afirmación de una autoridad de que “ha habido actos de genocidio”, un periodista preguntará: “¿Cuántos actos de genocidio son necesarios para que se llame genocidio?”. 8. ¿ALGUNA CONCLUSIÓN? Por lo que se acaba de decir ahora mismo además de en otros momentos del trabajo, parece claro que, también en el cine , la medida del genocidio la marca el holocausto, el sufrido por los judíos, de tal manera que quien acusa a alguien de la comisión de un delito de esta magnitud debe comparar el crimen con el cometido por el fascismo alemán contra el pueblo judío, lo que le permitirá utilizar el término. Es más, intuyo que el cine ha contribuido al establecimiento de esa medida. Ya he señalado el carácter distintivo del genocidio judío, que quizás haga que se vea como particularmente odioso, pero no parece razón suficiente para que se le atribuya el monopolio de la barbarie, que también otras sociedades habrían sufrido. Todos los pueblos que han padecido un crimen de esta naturaleza deben honrar la memoria de sus víctimas; la humanidad entera debe reconocerlos a todos. No sólo no creo que el cine no deba representarlos en la pantalla sino que, al contrario, por su valor moral y pedagógico, me parece un instrumento idóneo para honrar esa memoria y reconocer a quien lo ha sufrido. El problema no es que se represente sino cómo se represente. Universidad de Oviedo (España) E-mail: [email protected] 28 Genocidio y Cine REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Adorno, Theodor W. 1962. Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad. Barcelona: Ariel, 293 p. Arendt, Hannah 2006. Eichmann en Jerusalén. Barcelona: Debolsillo. Baer, Alejandro 1999: Imagen, memoria e industria cultural: el holocausto y las propuestas de su representación, Arte, Individuo y Sociedad 11, 1999, p. 113-121. Baer, Alejandro. 2006. Holocausto. Recuerdo y representación. Madrid: Losada. Bruneteau, Bernard. 2006. El siglo de los genocidios. Violencias, masacres y procesos genocidas desde Armenia a Ruanda. Madrid: Alianza Editorial. Carmona, Luis Miguel. 2005. 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