La revolucion de la libertad

Anuncio
FAES Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales no se identifica
necesariamente con las opiniones expresadas en los textos que publica.
© FAES Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales y los autores, 2006
ISBN: 84-89633-40-1
Depósito Legal: M-8641-2006
Impreso en España / Printed in Spain
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
CONMEMORANDO EL 15 ANIVERSARIO DE
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
El 9 de noviembre de 2004 se cumplieron quince años de la “caída” del Muro de Berlín. Para
conmemorarlo, la Fundación FAES organizó el ciclo de conferencias “La Revolución de la Libertad”,
en el que intervinieron doce personalidades de la política y el pensamiento tanto del Oeste como
del Este. Coordinadas por Ana Palacio, diputada nacional y ex ministra de Asuntos Exteriores, las
conferencias se llevaron a cabo desde noviembre de 2004 hasta mayo de 2005.
Una de las tesis principales de “La Revolución de la Libertad” es que el Muro de Berlín no se
hundió por sí solo. El Muro fue derribado por la determinación de las personas que arriesgaron
sus vidas para recuperar la libertad. Si el Muro cayó fue también por la tenacidad de una generación de políticos decididos a frenar el avance de la tiranía totalitaria pese a la incomprensión
de buena parte de la intelectualidad occidental. Todo ello contribuyó a llevar la libertad y la paz
más allá del Telón de Acero.
Algunos de los testigos de ese tiempo, muchos de ellos protagonistas, estuvieron presentes en
el ciclo y explicaron su visión y actuación. Helmut Kohl, Bronislaw Geremek, Giovanni Sartori,
Nicolas Baverez, Carlos Alberto Montaner, Jesús Huerta de Soto, Francis Fukuyama, Guy Sorman,
André Glucksmann, Richard Perle, Joseph Weiler y Cristopher DeMuth fueron los encargados de
repasar los días en que se desarrolló la Revolución de la Libertad. Sus palabras, sus recuerdos y
sus lecciones, pronunciadas en el Aula Magna de la Universidad San Pablo-CEU, se encuentran
recogidas en estas páginas. Igualmente se incluyen las intervenciones de José María Aznar, Ana
Palacio y José María Lassalle en el acto de presentación de las conferencias.
Desde la Fundación FAES queremos agradecer especialmente a Noah Clarke, Carmelo LópezArias, Elena Segura, Jessica Zorogastua y Miguel Ángel Quintanilla Navarro el trabajo realizado en
la preparación del presente volumen. Igualmente queremos agradecer, en la figura de su rector,
José Alberto Parejo Gámir, la magnífica colaboración recibida de la Universidad San Pablo-CEU en
la realización del ciclo que da nombre a este libro.
ÍNDICE
PRESENTACIONES
José María Aznar, Ana Palacio, José María Lassalle
1.- EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
Helmut Kohl ..................................................................................................................27
La unificación alemana y la unidad europea
Bronislaw Geremek........................................................................................................37
El sindicato “Solidaridad” y la idea europea de la libertad
Giovanni Sartori.............................................................................................................45
Victoria y fracasos
2.- LA REVOLUCIÓN NECESARIA
Nicolas Baverez.............................................................................................................53
Del fin de las ideologías a las desilusiones de la libertad
Carlos Alberto Montaner................................................................................................59
El totalitarismo y la naturaleza humana: cómo y por qué fracasó el comunismo
Jesús Huerta de Soto ....................................................................................................75
La crisis del socialismo
3.- EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
Francis Fukuyama..........................................................................................................85
¿Sigue la historia de nuestro lado?
Guy Sorman...................................................................................................................95
¿Quién merece ser libre? o ¿podemos exportar la democracia?
André Glucksmann ......................................................................................................103
Actualidad del nihilismo
Richard Perle ..............................................................................................................111
La guerra, el terror y la democracia
Joseph Weiler ..............................................................................................................117
La “Constitución” de Europa: Requiescat in pace
Christopher DeMuth ....................................................................................................133
El futuro de la revolución: de la revolución a las instituciones
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
PRESENTACIONES
9
PRESENTACIONES
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
José María Aznar
Presidente de FAES
Discurso inaugural. 16 de noviembre de 2004
La Fundación que presido se creó para pensar. Para pensar juntos la libertad. Las ideas son la
base del futuro de la vida en común. Y las ideas son poderosas. Porque con ellas como guía se
pueden alcanzar los objetivos más difíciles.
Fue el caso de la Guerra Fría. Hace quince años, hubo personas que quisieron ganarla. Porque
querían que la libertad se impusiera a la tiranía. Y las armas más poderosas de esas personas
fueron sus ideas. Su convicción de que los derechos de las personas están por encima de cualquier otra consideración.
Y aquellas personas querían que su idea de libertad se impusiera a otra idea, la del comunismo. Una idea que tenía a sus espaldas la muerte de millones de personas, la peor tiranía de la
historia. Tenía prisioneras tras un muro a cientos de miles de personas. Las tenía silenciadas y
sin derechos políticos básicos. Y además las condenaba a la pobreza por la radical ineficacia de
su sistema económico.
La libertad tiene un precio muy alto. Muchas personas pagaron con su propia vida por no resignarse a vivir bajo una dictadura sanguinaria. Pero su sacrificio personal, y el compromiso de
muchos otros, consiguieron derribar aquel muro y derrotar la tiranía comunista.
11
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Con el Muro de Berlín se hizo añicos también la utopía colectivista. La fatal arrogancia del
socialismo, como la llamó Hayek, que planificaba las vidas de millones de personas porque creía
tener al alcance el conocimiento absoluto.
Y las ideas que vencieron aquel día de noviembre de 1989 fueron las de la responsabilidad y
la libertad individual. Las ideas que han permitido, más que ningunas otras, que sociedades enteras avancen hacia la prosperidad. Las que, más que ningunas otras, han permitido la movilidad
social de cada ciudadano. Vencieron las sociedades abiertas y democráticas.
El camino no ha sido fácil desde entonces. Ni la libertad ni la democracia tienen poderes mágicos. Lo que se destruyó concienzudamente durante 45 años no se vuelve a edificar ni siquiera en
15 años. Y eso incluye tanto lo material como lo que probablemente sea más difícil: lo que afecta al ánimo de un pueblo, a sus ganas de esforzarse individualmente y a su sentido de la responsabilidad personal. Pero espero que todos estén de acuerdo conmigo: quienes hablan como si con
el Muro se viviera mejor son demasiado crueles.
El camino de la servidumbre tiene menos curvas que el camino de la libertad. En el siglo XX el
mundo, y muy especialmente Europa, sufrió el terror de las peores dictaduras. Llegaron casi sin
que nadie se diera cuenta. Y para derrotarlas se necesitó luego mucha voluntad, determinación y
firmeza.
Quienes derrotaron al nacionalsocialismo de Hitler no lo hicieron contemporizando con él.
Algunos lo intentaron y no sólo fracasaron, sino que dejaron una situación aún peor cuando tuvieron que ceder el testigo a quienes no estaban dispuestos a pactar con el tirano. Quienes derrotaron a los nazis y fascistas fueron quienes lucharon en las playas de Normandía o en las laderas
de Monte Cassino, liderados por Churchill y Roosevelt.
Quienes derrotaron al comunismo fueron igualmente quienes se dieron cuenta de que merecía la
pena luchar por la libertad. Quienes creían en la superioridad moral de las democracias sobre las
tiranías y se negaron a ceder terreno. Quienes lucharon desde más allá del Muro como Vaclav Havel,
Lech Valesa o Andrei Sajarov. Quienes lucharon con sus ideas desde fuera de él, como Ronald
Reagan, Margaret Thatcher, Helmut Kohl o el Papa Juan Pablo II. Y sobre todo, quienes entregaron
sus vidas, pero nunca su dignidad, en los cientos de Gulags de Rusia, China, Camboya o Cuba.
No sería justo dejar de mencionar a Mijaíl Gorbachov. El último líder soviético tuvo la inteligencia de reconocer que su sistema se había derrumbado. Y la generosidad de no hacer esfuerzos
estériles, pero que habrían podido ser terribles para todos, para defender lo ya indefendible.
Permítanme recordarles las palabras que pronunció frente a la Puerta de Brandeburgo el
Presidente Ronald Reagan: “Mientras esta puerta continúe cerrada, mientras la cicatriz que es el
Muro siga en pie, no sólo es la cuestión alemana la que permanece sin resolver, sino la libertad de
toda la humanidad. Pero no vengo aquí a lamentarme, sino que encuentro en Berlín un mensaje de
esperanza. Incluso a la sombra del Muro encuentro un mensaje de triunfo”1.
1
Discurso de Ronald Reagan ante la Puerta de Brandeburgo, 12 de junio de 1987.
12
PRESENTACIONES
El triunfo tardaría sólo dos años en llegar. Y llegó gracias a que Reagan y otros como él fueron
consecuentes y acompañaron sus palabras con los hechos.
No podemos dar por descontada la libertad. El respeto a nuestros derechos fundamentales, el
que disfrutamos en el mundo occidental y que nos gustaría ver extendido a todo el mundo, es algo
demasiado valioso y frágil. Nos engañaríamos si pensáramos que no tiene enemigos. La libertad
tuvo enemigos en el siglo XX. Y el siglo XXI ha comenzado con un ataque simbólico y brutal contra la sociedad abierta. Si queremos preservarla tenemos que estar dispuestos a defenderla, junto
con nuestros amigos y aliados.
En este siglo XXI las amenazas a las libertades no vienen ya de las ideologías derrotadas en el
siglo XX. Hoy la amenaza sobre todos nosotros, sobre nuestras democracias, viene del terrorismo.
Quienes odian la libertad hoy utilizan sin escrúpulos el terror para imponer su visión totalitaria
de la sociedad. Puede ser una utopía religiosa o nacionalista, étnica o política. No nos engañemos. Todos ellos están unidos por un mismo odio a las libertades y un desprecio profundo a la
dignidad de cada persona.
Los terroristas, y más concretamente los terroristas islamistas, tienen la determinación de acabar con nuestra civilización. Hemos visto su poder y su voluntad de destrucción. Ante ese poder
tenemos que tener una voluntad aún mayor de derrotarlos. De proteger nuestra libertad y nuestros valores. De defendernos de quienes quieren nuestra destrucción. Lo que está en juego es, ni
más ni menos, nuestra propia supervivencia.
Hoy, igual que ayer, es inútil el apaciguamiento cuando de lo que se trata es de defender los
pilares mismos de nuestras democracias.
No se podía transigir con Hitler, aunque algunos lo intentaron inútilmente.
No se podía transigir con Pol Pot, aunque algunos no quisieran ver lo que estaba ocurriendo
en su país.
Hoy no se puede transigir con terroristas como Bin Laden, aunque haya quien prefiera fijar
su atención en qué los separa de los Estados Unidos, en vez de esforzarse por trabajar conjuntamente contra el terror.
Pero no puedo ser otra cosa que optimista y les invito a que lo sean conmigo.
Hoy debemos hablar de optimismo, y yo quiero hablarles de optimismo.
La gran lección de los ochenta, de aquellos años en los que tanto discutíamos los occidentales, es que dependemos sólo de nosotros mismos. Las democracias liberales dependemos
sólo de nuestra energía y de nuestra fuerza de voluntad. Si éstas no nos faltan, no hay Muro ni
yihad que aguante indefinidamente.
Estoy convencido de que la libertad triunfará, frente a los desafíos de hoy, de igual manera
que triunfó ante las amenazas del pasado. Porque sólo depende de nuestra determinación y
nuestra firmeza para conseguirlo. Pero necesitamos convencernos de ello, y ser consecuentes
con la magnitud del reto al que se enfrenta Occidente. Tenemos que trabajar juntos sin espe13
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
rar a que la amenaza crezca aún más fuerte. Debemos trabajar con buen sentido y siendo todos
aún más conscientes de la necesidad de una acción común y concertada para derrotar al terror.
Soy optimista porque la historia me empuja a serlo sin ninguna duda. Soy optimista porque
creo en la fuerza imbatible de la libertad cuando es consciente de su superioridad moral. Soy
optimista porque el odio y el fanatismo no pueden vencer a menos que les dejemos vencer.
Pido a todos que compartan mi optimismo y con él la misma voluntad de que la libertad y la
civilización sigan siendo nuestro modo de vida. Con todas sus imperfecciones, con todas sus
limitaciones, con todo lo que se quiera decir en contra de ellas. Con todo y con eso, no conozco nada mejor construido en toda la Historia para respetar la libertad y permitir la felicidad de
un mayor número de personas.
Si quienes nos precedieron fueron capaces de derrotar a terribles tiranías, nosotros podemos conseguir un futuro en el que no nos amenace el nuevo totalitarismo fanático.
Por eso, porque la Revolución de la Libertad triunfó hace quince años, vamos a recordarla
juntos durante los próximos meses. Es muchísimo lo que podemos aprender de aquella victoria. Tanto, que el triunfo que necesitamos ahora incluye que valoremos con justicia lo mucho
que debemos a aquellos héroes de la libertad.
14
PRESENTACIONES
LAS RAZONES DE UNA CONMEMORACIÓN
Ana Palacio
Ex ministra de Asuntos Exteriores. Directora del Ciclo de Conferencias
“La Revolución de la Libertad”
Hace quince años en Berlín se hizo historia. Un muro que negaba a millones de personas
las libertades más elementales –de pensar, de elegir, de crear, de creer– fue derruido. Repito,
fue derruido, no se cayó. Esto puede parecer una diferencia meramente semántica pero esconde dos visiones opuestas de un acontecimiento que define, en gran medida, nuestro mundo, el
paso de la Guerra Fría a la nueva situación de incertidumbres y retos asimétricos que caracterizan este comienzo del siglo XXI.
Para que un muro sea derruido, alguien o algo –si me permiten el barbarismo, “álguienes”,
sustentados por “algos”– tienen que estar allí, empujándolo. Y esto es precisamente lo que
ocurrió con el Muro de Berlín. Allí, tras el muro, políticos, trabajadores, intelectuales, soldados
y escritores arrimaron el hombro armados con el más potente de los arietes que la humanidad
ha creado: sus ansias de libertad, su decidido compromiso de lucha por sus derechos.
Arriesgando sus vidas. Acá, de nuestro lado, fueron secundados por unos pocos políticos y pensadores que decidieron frenar el avance de la tiranía y, a pesar de la incomprensión de buena
parte de Occidente, persistieron, aunando fuerzas contra el Muro. Y, el 9 de noviembre de 1989,
el vigor de la libertad venció el peso muerto de la opresión y el Muro se hizo pedazos.
15
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Los defensores del comunismo, de la sumisión al Estado soviético, prefieren la palabra
“caída” por sus connotaciones de objetividad de la causa. El Muro se cayó. Es fuerza mayor, caso
fortuito. La implicación es obvia: no hay culpables, no hay héroes, es simplemente un hecho: el
Muro se cayó. Lo que en cambio nos llama a reflexión, lo que debemos cuestionarnos es por qué
esta visión ha ganado carta de naturaleza, ha pasado al lenguaje común, influyendo, qué duda
cabe, en nuestro subconsciente colectivo. Y algún corolario acabamos de presenciar. Que esta
visión del acontecimiento ha ganado frente a la de demolición, mucho más ajustada a lo sucedido, queda patente en la escasa atención que se ha prestado sin ir más lejos al reciente quince
aniversario, hace una semana. ¿Por qué celebramos con merecida atención el 6 de junio, conmemoración del famoso D-Day, memoria del principio de la derrota nazi, mientras que el 9 de
noviembre, el día que debería significar, en términos semejantes, no sólo la primera piedra de la
reunificación de Alemania, sino la posibilidad de la gran Europa, de la nueva Europa, la realización de ese sueño de generaciones, de esa responsabilidad de todos, en una de las aventuras
políticas más apasionantes y prometedoras emprendidas por la humanidad a lo largo del siglo;
ese día, símbolo además de la victoria contra el comunismo, pasa inadvertido?
Porque, a diferencia de lo que ocurrió con el nacionalsocialismo, nadie se avergüenza de su
pasado comunista. Se frivoliza con él. El comunismo mató 100 millones de hombres, mujeres
y niños. Y frente a los nazis que invadieron media Europa, el comunismo tomó la Europa del
Este y el Tibet, el Sureste de Asia y varios países de América Latina y África, esclavizando a
cientos de millones de personas.
Los jóvenes que hoy nos acompañan –muchos de ellos han votado por primera vez en las
últimas elecciones– no recuerdan la emoción de aquel día. Claro, tenían muy pocos años.
Tampoco recuerdan lo que suponía el comunismo y su amenaza a la libertad en todo el mundo.
Y quizás lo peor es que nadie les enseña.
Este ciclo de conferencias está dirigido, principalmente, a ellos, a vosotros, para que conozcáis de la mano de los que vivieron y estudiaron la realidad del comunismo y cómo fue vencido. Este ciclo de conferencias bajo el lema “La Revolución de la Libertad” es un homenaje y un
recuerdo a todas las personas que con su esfuerzo derribaron el Muro de Berlín.
La libertad, nuestra libertad, vuestra libertad, no es gratis. Hay que defenderla día a día, porque es frágil y se encuentra permanentemente amenazada. No se puede dialogar con los que quieren quitarte la libertad porque si uno no quiere que el otro tenga libertad, elimina el espacio racional de debate. Esta firmeza es difícil. Mucho más fácil es el apaciguamiento. Dar a los totalitarios
lo que buscan, por supuesto evita la crispación, el conflicto e incluso la guerra. Pero a la vez, liquida nuestras libertades. Es interesante recordar que Reagan, por ejemplo, fue tan impopular en
muchos sectores de la izquierda europea como lo es ahora George Bush. Sin embargo, hoy nadie
discute su papel de primera línea en la Historia. Reagan y Thatcher tuvieron razón.
Este ciclo va a contar con los protagonistas de la Revolución de la Libertad. Personajes como
el ex Canciller alemán Helmut Kohl o el Profesor Francis Fukuyama. Fueron su determinación,
su análisis y sus decisiones las que hicieron posible la construcción de la Gran Europa que
conocemos hoy.
Pero esta conmemoración es también un aviso. La libertad está amenazada hoy tanto como
ayer. Hemos cambiado los ejércitos rojos por terroristas islamistas, el politburó por Al Qaeda,
los aviones de combate Mig por aviones de pasajeros, los soldados por fanáticos asesinos. Las
16
PRESENTACIONES
enseñanzas de la Revolución de la Libertad pueden ayudarnos a elegir cuál es el camino que
debemos seguir para enfrentar esta nueva amenaza. ¿Dedicamos nuestro tiempo a apaciguar
a los terroristas o a combatirlos? ¿Miramos a los terroristas fijamente a los ojos y les decimos
que no pasarán, o intentamos comprender sus motivos y hablar con sus jefes?
17
PRESENTACIONES
EL TRIUNFO DE LA SOCIEDAD ABIERTA
José María Lassalle
Profesor de Sistemas Políticos Comparados
Hace quince años triunfó la libertad. Y lo hizo en Berlín. Muy cerca del lugar en el que el totalitarismo nazi se fraguó en 1934 con el incendio del Reichstag.
En ese mismo Berlín y en ese mismo Reichstag semiderruido por la artillería del Ejército Rojo,
se inmortalizó unos años después la victoria de Stalin y la apoteosis del Imperio Soviético con la
fotografía en blanco y negro de un soldado ruso que agitaba el 30 de abril de 1945 la bandera
roja con la hoz y el martillo sobre los tejados berlineses.
Con esta imagen nos aproximamos al tema que nos reúne. Es la primera de un álbum, digamos, fotográfico que les ofrezco a continuación. Con él me gustaría reflexionar sobre un acontecimiento histórico: el derribo el 9 de noviembre de 1989 del Muro de Berlín.
Un derribo que fue el desenlace de una confrontación planetaria entre la libertad y la tiranía, y
que durante 41 años hizo de Berlín el lugar en el que los dos bloques cruzaban sus miradas cara
a cara.
19
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Unos pocos años después de que se produjera el izado de la bandera roja sobre Berlín, otra
foto nos sitúa detrás de un montón de escombros. Se divisan un niño, una pareja y un padre con
su hijo entre los brazos. Contemplan una fortaleza volante norteamericana que aterriza sobre
Berlín con su bodega repleta de alimentos.
Era la respuesta que el mundo libre daba al chantaje soviético del bloqueo de Berlín Oeste en
julio de 1948. Con este gesto, los aliados occidentales trataban de mantener la isla de libertad
en la que se había convertido la zona controlada por los EE. UU, Gran Bretaña y Francia en el corazón de la Alemania ocupada por Stalin.
Un poco antes, Winston Churchill había denunciado que un Telón de Acero había separado
abruptamente Europa desde el Báltico al Adriático. Convertida en el epicentro de un seísmo mundial en el que pugnaban la sociedad abierta y la sociedad cerrada descritas por Popper, Berlín se
transformó así en una leyenda: una grieta física por la que se deslizaba el fino hilo de esperanza
al que se agarraron cientos de miles de europeos del Este que intentaron librarse a través de él
de la cárcel en la que se había convertido media Europa por la fuerza de la Utopía que imponían
las divisiones de Stalin.
Pero pasemos las páginas de nuestro álbum. Volvemos a toparnos con la imagen del Berlín desgarrado de la Guerra Fría. De 1950 a 1960, la República Democrática Alemana perdió más de dos
millones de personas que huyeron a la Alemania libre a través de Berlín Oeste. En la noche del 12
al 13 de agosto de 1961 comenzó la construcción del Muro de la Vergüenza por orden de Kruschev.
Las fotos que tenemos delante nos hablan de aquel momento. La primera de ellas nos descubre la pesadilla sobre la que se construía la revolución comunista y la esperanza de quienes
deseaban huir de ella. La tragedia berlinesa está delante de sus ojos. Cuatro policías del Muro
–los famosos Vopos– transportan el cadáver de un fugitivo –Peter Fechter– al que se había dejado agonizar en las alambradas. Uno de los vopos mira al caído con una mueca en la que se entrevé una sonrisa. Otro de ellos se vuelve hacia el fotógrafo con rostro turbado por la desesperación. La siguiente foto, quizá, nos revela su conciencia. Se ve a un policía que salta la alambrada con impulso atlético. A su espalda se ve a un grupo de berlineses orientales difuminados por
el primer plano que ocupa el improvisado gimnasta en busca de la libertad.
Poco a poco el álbum nos revela la arqueología política y moral que encierra nuestra celebración. La instantánea que se ofrece ahora está tomada un año después. La protagoniza un político que fue capaz de revitalizar la oposición de Occidente a la amenaza que desde Moscú crecía
en medio del oleaje de la década de los sesenta agitada por una hábil estrategia soviética que
combinaba con habilidad la fuerza con la propaganda.
Desde un Berlín Oeste oscurecido por la humedad del dolor colectivo de una ciudad sitiada,
vemos a J.F. Kennedy explicando qué se estaba jugando el mundo en el tablero de ajedrez berlinés. Con gesto relajado, pronuncia un discurso en el que dice solemnemente:
“Me siento orgulloso de haber venido a vuestra ciudad… Hace dos mil años, el mayor acto de orgullo era
afirmar ‘civis romanus sum’. Hoy, en el mundo libre, uno no sabría jactarse de otra cosa que decir: ‘Ich
bin ein berliner’ (Yo soy berlinés).
No faltan en el mundo gentes que ciertamente no comprenden, o que pretenden no comprender qué es
lo que está en juego entre el comunismo y el mundo libre. Que vengan a Berlín.
20
PRESENTACIONES
Hay otros que afirman que el futuro está en el comunismo. No tienen nada más que venir a Berlín.
Algunos, en fin… declaran que se puede colaborar con los comunistas. A éstos también les invitamos a
que vengan a Berlín. Y, así mismo, hay unos cuantos que, aún reconociendo los defectos del comunismo,
estiman que les permite, sin embargo, hacer progresos económicos. Sólo tienen que venir a Berlín”.
Pues bien, a Berlín se trasladó la mirada del mundo hace quince años. Entonces los berlineses demostraron qué era el comunismo. Con su rechazo a éste gritaron a la humanidad que la
libertad es un todo innegociable que se acepta o rechaza, sin más: porque la libertad es capaz de
desplegar prodigios inesperados, entre los cuales destaca uno: ser la única experiencia que por
sí sola devuelve al hombre su indeclinable anhelo de dignidad.
Hace quince años la segunda embestida del totalitarismo fue derrotada en Berlín. Primero fue
el fascismo. Después el comunismo. Añadamos otra foto, ésta por fin en color. Se ve a cientos
de berlineses encaramados sobre el Muro. Sonríen, festejan su victoria y brindan alegres porque
su resistencia interior frente a la tiranía ha sido coronada con el éxito de recuperar la libertad
perdida.
Con esta instantánea se certificó lo que unas semanas antes había empezado a ser una realidad: que el totalitarismo comunista mordía el polvo de su derrota desde que la Hungría satelizada por la URSS había renunciado a seguir impidiendo el cruce de su frontera a quienes querían
huir a Austria.
De este modo, una serie de sacudidas sísmicas comenzaron a resquebrajar la topoderosa
fachada del Telón de Acero hasta que, poco después, la hazaña berlinesa evidenció que el Imperio
Soviético se hundía por su base. Apenas un año después, los efectos de aquel seísmo revolucionario se llevaron por delante el solar y al artífice de la Utopía soviética: la URSS y el Partido
Comunista sufrieron su particular derrumbe, emergiendo de sus cenizas la vieja Rusia guiada por
la mano de Yeltsin.
Sin embargo, el fin de la Guerra Fría fue el producto de una lenta gestación. Bastó que el mundo
libre cambiase de estrategia para que la todopoderosa tiranía soviética tuviera que dar la vuelta
de tuerca que acabó con ella.
Hagamos un poco de retrospectiva. Los años ochenta fueron decisivos. Como en un relato de
Joseph Conrad, cuando la tormenta parecía cernirse con mayor nitidez sobre la superficie de un
Occidente atemorizado por unas nubes que ennegrecían su futuro, tres golpes de timón hicieron
posible el milagro de disolver la tempestad que se cernía.
Veamos el panorama de aquellos años brevemente. Sustituyamos las fotografías por la cámara rápida. Las imágenes que se proyectan rápidamente nos muestran cómo era el mundo entonces. Los EE.UU., sumidos en el síndrome post-Vietnam; la revolución islámica en Irán extendía sus
sombras sobre un planeta en recesión por la crisis del petróleo del 73; Sudamérica, fracturada
por golpes de Estado y las guerrillas procomunistas; África, en pie de guerra por la descolonización; y el Tercer Mundo pasando factura a una Europa acomplejada y marchita por el postimperialismo y la pusilanimidad de una derecha y una izquierda que, además de intervencionistas, se
adherían sin paliativos a la teoría de la distensión.
Pero, sobre todo, si dirigimos la mirada hacia el horizonte de entonces, vemos a una URSS pletórica, que afianzaba su poder a base de estadísticas que hablaban de su imparable progreso eco21
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
nómico y militar; con un pie en Centroamérica; otro en Afganistán; y con la mano apretando la garganta de Europa gracias a los misiles SS-20 y 21.
No había duda. El mañana era cosa del comunismo. La estrategia leninista de abordar la revolución mundial desde la plataforma rusa empezaba a dar sus frutos, contribuyendo a ello una
“intelligentsia” europea y norteamericana que desde el control de los resortes de la cultura y el
periodismo minaba la resistencia de un Occidente en caída libre.
Sin embargo, como se decía antes, tres golpes de timón, tres decisiones aparentemente insignificantes cambiaron las cosas. La elección de un cardenal polaco para el solio pontificio y la victoria electoral de Margaret Thatcher y Ronald Reagan fueron los desencadenantes de una cadena
de acontecimientos que desembocó en el 9 de noviembre de 1989.
El primero supuso la agitación en la ciénaga de la tranquilidad que habían sido los países satélites, especialmente en Polonia. Antes se habían producido intentos de liberación, pero fueron frustrados. Sin embargo, el movimiento liderado por Lech Walesa y el sindicato Solidaridad –aunque
abortado finalmente– dejó accionada una bomba de relojería en el punto de conexión entre la vanguardia y la retaguardia del Pacto de Varsovia.
Además, supuso una revitalización moral de una Iglesia que hasta entonces había sido refractaria a intervenir en los asuntos del mundo. Desde Solidaridad la injusticia ya no sólo fue algo
material sino también político, y el “Gulag” fue puesto en la mirilla pastoral de los Obispos.
El segundo golpe de timón fue de calado político y práctico. Surgió en el mundo libre un discurso que trataba de recuperar el dinamismo de la sociedad civil subvencionada por el Estado del
Bienestar. Para ello se recuperó el legado del liberalismo y sus instituciones: la libertad, el mercado, la seguridad jurídica y la propiedad.
Y si esto sucedía de puertas adentro de los países libres, de puertas afuera, el enfrentamiento protagonizado por Ronald Reagan frente al expansionismo soviético recuperó la estrategia de
la contención dando batalla en todos los frentes abiertos por la Guerra Fría.
Es difícil aventurar qué hubiera sido del mundo si las nubes de los años setenta hubieran seguido adensándose en los ochenta. A lo mejor, la tormenta se hubiera disuelto por sí misma, pero no
sabemos a qué precio.
Hoy, conocemos que la URSS estaba al límite de su fuerza. La Utopía no daba más. La planificación sembraba la desolación material. Elevaba los costes económicos, ecológicos y humanos
de una revolución que avanzaba hacia el abismo llevada por un totalitarismo que se hacía centrífugo en sus márgenes y volátil en su interior; mientras que el sistema evolucionaba hacia su colapso debido, por un lado, a la ingestión de dosis pantagruélicas de ineficiencia y, de otro, al pago de
una hipoteca armamentista que fiaba su liquidación a una victoria futura sobre el mundo libre.
La Utopía se salía de sus goznes y la criatura estaba a punto de devorarse a sí misma, como
se vio en Chernobil. La perestroika y la glasnost gorbachovianas fueron la primera señal de que el
gigante tenía los pies de barro.
Si en vez de una fotografía, ahora recurriésemos a una radiografía del Muro de Berlín, tendríamos
que admitir que su derribo fue, en realidad, el producto de una combinación implosiva y explosiva.
22
PRESENTACIONES
Y así, el cambio de presión de los años 80, provocado por la llamada Revolución Conservadora
y la Guerra de las Galaxias impulsadas por Reagan, forzó a la enfermiza constitución de la URSS
a subir a las alturas. En este escenario, la enfermedad se agudizó porque el Imperio Soviético tuvo
que hacer la Guerra Fría en los elevados riscos del espacio y no en la pantanosa superficie de los
años 70.
Esta circunstancia y, sobre todo, la experiencia de su particular Vietnam en los desfiladeros
afganos, aceleró la enfermedad que arrastraba consigo el aparentemente vigoroso cuerpo del
Leviatán soviético, e hizo que fuese incapaz de recuperarse del impacto que produjo en su fisiología totalitaria la efervescencia de una sintomatología que venía arrastrando desde los primeros
años de la revolución. El desenlace es lo que nos reúne hoy aquí: la celebración de su derrota
hace quince años.
Sí, quince años ya del derribo del Muro. Quince años que, sin embargo, nos tienen que hacer
pensar sobre lo que significó realmente aquel acontecimiento. Por eso, nuestro álbum de fotos
está incompleto. No podemos cerrarlo todavía. Desde 1989 hasta ahora podríamos añadir un sinfín de nuevas instantáneas. Pero de entre todas ellas hay una que ha trastocado la educación sentimental de las generaciones que asistieron a la efervescente ilusión que trajeron los noventa.
Se la presento porque creo que lejos de desalentarnos debe estimularnos a seguir luchando
por la libertad y la civilización que la sustenta: la sociedad abierta.
La empresa de ser libres exige que sepamos a qué atenernos. Los liberales no creemos en
las ilusiones falsas ni en los espejismos de los grandes conceptos. Sabemos que la libertad
hay que ganársela día a día. Es la consecuencia de una decisión que reiteramos cada mañana.
Es la decisión que distingue al hombre libre del esclavo. Exige responsabilidad y sacrificio, coraje y dosis de convicción. Sobre todo en el seno de una sociedad que ha hecho de la libertad
algo cotidiano, tan cotidiano que hemos relajado confiadamente su defensa más íntima a las
instituciones.
Precisamente aquí reside la amenaza: hemos olvidado que hay que seguir palpando sobre
nuestra piel el estado y la fortaleza íntima de nuestra libertad si queremos que ésta siga fortaleciéndose y no debilitándose por una creciente adición de tejido adiposo.
De ahí la importancia de la foto que presento ahora. Abre un nuevo escenario de confrontación
planetaria entre la sociedad abierta y la sociedad cerrada. Ya sabéis a qué foto me estoy refiriendo: el impacto de los Boeing secuestrados por Al Qaeda sobre las Torres Gemelas ha oscurecido
la luminosa irrupción de esperanza protagonizada por aquellos berlineses que veíamos en nuestra imaginación hace unos momentos encaramados sobre el Muro.
Ahora sabemos, sentimos todos, que aquello es cosa del pasado. Tanto que nuestra memoria
hace vencer sobre aquel recuerdo berlinés la nitidez del colorido flamígero de las explosiones producidas sobre la superficie de los rascacielos que minutos después se desmoronaban atrapando
a miles de víctimas entre sus cenizas.
Termino. Cuando Tocqueville decía que habría “amado la libertad en cualquier época pero en
los tiempos que corren estoy inclinado a adorarla”, emitía un principio nuclear del credo liberal.
Hoy, queridos amigos, ya no somos españoles, ni europeos, ni norteamericanos. Somos occidentales que amamos por encima de todo una libertad que está amenazada.
23
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Por eso mismo, nos emocionó en 1989 el derribo del Muro berlinés y nos sobrecogió, también,
la acción terrorista de Al Qaeda cuando dirigió sus aviones contra las Gemelas y el Pentágono tratando de localizar sus esfuerzos destructivos sobre los presuntos iconos que a sus ojos fanáticos
identifican a Occidente.
Sin embargo, al elegir esos blancos los terroristas desvelaron el fondo de su alma. Con ello
nos mostraron su debilidad. Nos ofrecieron una foto, es cierto, pero también su radiografía más
íntima. Erraron de plano. Evidenciaron con su resentimiento que no nos entienden, porque nuestra fuerza no está en el capitalismo de las Gemelas ni el poder militar de Occidente que representa el Pentágono.
Pasaron muy cerca, es cierto, pero se equivocaron porque el mundo libre está encarnado en otro
icono. Se levanta a la entrada de la bahía de Nueva York. Curiosamente fue un regalo que hizo la
vieja Europa a esos pujantes EE. UU. que nacieron del empeño utópico del milenario continente.
En la Estatua de la Libertad está nuestra esperanza. Su traza clásica nos habla de nuestro
pasado, de nuestra tradición de libertad. Su antorcha nos revela que su luz ilumina nuestro mañana. Y hoy, cuando celebramos el derribo del Muro de la Vergüenza, podemos decir orgullosos que
somos berlineses pero, también, desde el 11-S, neoyorquinos.
Y es que ambas riberas del Atlántico están hermanadas por un hilo misterioso y mágico que
fluye indestructible. Un hilo fino, pero que porta consigo la vigorosa nervadura de la libertad. Un
nuevo milenio comenzó en 2001. Con él comenzó también un nuevo enfrentamiento entre el
mundo libre y la tiranía, esta vez revestida con el atuendo beduino del totalitarismo islamista.
Pero con este nuevo milenio se ha puesto en marcha, también, nuestra voluntad firme y decidida de defender la libertad amenazada. Y aunque esta voluntad se encuentra lastrada por el desánimo, la apatía e, incluso, la hostilidad de muchos en el seno mismo de nuestras sociedades
abiertas, con todo, los liberales debemos decirnos aquello que mantenía Abraham Lincoln al señalar: “Todos pueden estar engañados algún tiempo; algunos todo el tiempo, pero nunca todos
durante todo el tiempo”.
Demostrar este engaño es la tarea cultural y política que tenemos los liberales de todo el mundo
por delante. El giro, ese golpe de timón que anuncie los nuevos tiempos de esperanza que vendrán,
está ahí, al alcance de nuestra mano: tenemos la responsabilidad histórica de hacer de nuevo ilusionante la gesta de defender orgullosos nuestra libertad. Si la merecemos lo haremos así.
24
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
25
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Puedo decir que conozco el mundo de la política. Muchas personas se dedican a ella, pero muy pocos llegan a la
altura de estadistas. De personas con principios sólidos y valores firmes y con la visión necesaria y la voluntad de llevar a cabo sus convicciones. De personas que saben estar a la altura de las circunstancias en momentos cruciales de
la Historia. Uno de los pocos políticos que he conocido y que puedo situar entre los grandes estadistas es Helmut Kohl.
La labor de Helmut Kohl, muchos años en la oposición, y más aún como Canciller de Alemania, no puede resumirse en pocas palabras. Creo que fue un excelente gobernante que hizo grandes cosas por su país y por Europa. Lideró
un proceso gracias al cual hoy Europa está por fin unida en torno a las ideas de la libertad y la democracia.
Para Helmut Kohl, magnífico conocedor de la Historia, la idea de Alemania era inseparable de la idea europea. Y por
eso ha sido siempre un gran europeísta, uno de los mejores. Y no olvidemos que para él ser europeísta y ser atlantista
es la misma cosa. A Helmut Kohl no le bastaba una Alemania unificada. Su objetivo era una Alemania unida, y libre. Y
ese objetivo sólo era posible con una Europa atlántica, aliada con firmeza y lealtad a los Estados Unidos en defensa de
la libertad de todos.
Para que fuera posible era necesario contar con claridad de ideas, voluntad y capacidad de llevarlas a cabo y verdadero sentido de Estado. Helmut Kohl aportó todo esto y mucho más. La reunificación alemana era una tarea de
dimensiones colosales que requería, ante todo, decisión. La primera decisión era plantar cara al coloso soviético.
Negarse a seguir cediendo ante él. Helmut Kohl lo hizo. Cuando el Pacto de Varsovia desplegó misiles agresivos para
amenazar a la Europa libre, él apoyó el despliegue de las defensas necesarias para preservar nuestras democracias.
No se plegó ante un falso dilema de opinión pública. Él sabía que lo más importante para mantener la paz era defender la libertad. El Muro de Berlín no cayó por causas naturales. Cayó porque hombres como Kohl tomaron decisiones
difíciles, a veces impopulares. Eran las decisiones imprescindibles para derribarlo.
Alemania no estaba dividida como un castigo. El país estaba dividido por la imposición de una tiranía comunista,
controlada por los tanques soviéticos, contra millones de alemanes, al igual que otros muchos millones de europeos.
La reunificación de Alemania era una cuestión de justicia histórica. Siempre la apoyé y creo que basta comparar cómo
eran las cosas hace 15 años y cómo son hoy para concluir que fue un gran acierto. Un logro que se debe, más que a
nadie, a Helmut Kohl.
Testimonios como el suyo son esenciales para comprender lo que pasó hace quince años y para que todos apreciemos más aún el valor del liderazgo y, sobre todo, el valor de la libertad.
José María Aznar
26
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
LA UNIFICACIÓN ALEMANA Y LA UNIDAD EUROPEA
Helmut Kohl
Cuando pienso en los enormes cambios a los que ha asistido el mundo en los últimos 15
años, me parece muy importante no olvidar que todo lo que ha ocurrido en Europa y en Alemania
no es en absoluto mérito exclusivamente de los alemanes y aún menos de una única persona,
sino que se debe también a todos aquellos que nos han ayudado, y a ellos debemos mostrarles
nuestro agradecimiento. El camino hacia la unificación alemana y la integración europea sólo ha
sido posible gracias a todos los que nos han prestado su apoyo. Así, al hablar sobre la reunificación alemana y la integración europea cuando se conmemora la caída del Muro de Berlín ya
hace quince años, ante todo debo decir gracias. Uno de los grandes teólogos y filósofos de la
religión del último siglo, Romano Guardini, al que admiro desde mi época juvenil, afirmó en una
ocasión: «El agradecimiento es la memoria del corazón». Precisamente éste es el sentimiento
que me invade al echar la mirada atrás y al hablar de lo que he vivido, y en lo que yo mismo he
podido contribuir.
1. Hoy en día se afirma con gran ligereza que muchos acontecimientos están «haciendo época»;
sin embargo, es la Historia la que debe afirmar tal cosa. Lo que sí es cierto es que la caída del
Muro de Berlín puede calificarse de acontecimiento trascendental, un suceso que ha transformado no sólo el panorama político alemán, sino el de todo el continente. Los años 1989 y 1990
supusieron el comienzo del fin del sistema comunista. Actualmente sólo queda un país en el
mundo cuyo Jefe de Gobierno cree aún que el comunismo tiene futuro, y ese país es Cuba. No
obstante, en un tiempo predeciblemente corto también allí se arriará la bandera roja.
En Polonia, en Hungría, en Checoslovaquia, en Rumanía, en los Estados Bálticos: en todos
estos países los ciudadanos se opusieron al régimen de opresión y tiranía. En la República
Democrática Alemana (RDA), en el otoño de 1989, primero fueron miles, luego decenas de millares, después cientos de miles y al final millones de personas las que se echaron a la calle para
27
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
pedir y reclamar mayores cuotas de libertad. La caída del Muro el 9 de noviembre de 1989 supuso el final de una dictadura de cuarenta años y tuvo como consecuencia, gracias a la ayuda de
nuestros amigos y vecinos, la reunificación de nuestra patria. Me parece muy importante subrayar
una cosa, y no precisamente por cortesía, sino porque tengo el pleno convencimiento de que es
cierto, y es que nuestros amigos españoles nos apoyaron sin titubeos en aquella situación. En
París, en Roma e incluso en Londres se produjeron reticencias, hubo muchas vacilaciones y dudas
respecto a si modificar los resultados de la Segunda Guerra Mundial podía aportar algo positivo.
Aún tenemos en la memoria la declaración que hizo Margaret Thatcher en Londres: «Prefiero dos
Alemanias a una única Alemania unida»; en realidad yo no critico estas palabras, ya que reflejaban el modo de sentir de muchos. Sin embargo, nuestros amigos españoles, quizá guiados también por su fe en la libertad y por su propia experiencia histórica, estuvieron de nuestro lado, y
esto tampoco lo olvidaremos nunca.
2. El 9 de noviembre de 1989, a pesar de todos los problemas que ha supuesto en años posteriores, sobre todo de carácter económico, seguirá siendo un día de alegría y de júbilo. La forzada
separación de la nación alemana tocó a su fin ese día, y las imágenes de las primeras personas
que pasaron de un lado a otro del Muro dieron la vuelta al mundo. Estas imágenes pusieron de
manifiesto que la mayor parte de los alemanes del Este y del Oeste no estaban dispuestos a
soportar la separación forzosa del país por más tiempo. La caída del Muro fue el triunfo de la libertad. Pero, para ser sincero, he de añadir que, si bien en la antigua República Federal, de la que yo
fui canciller desde 1982, también existía este sentimiento, esa sensación se veía en parte paralizada por una cierta «saturación». Además, a algunas personas les preocupaba que su Estado de
bienestar pudiera verse amenazado por el experimento de la «unidad», como se denominaba en
algunas ocasiones a este proceso.
La caída del Muro también se la debemos al valor de nuestros compatriotas en la RDA, que se
rebelaron contra la dictadura. Muchos recordarán todavía las imágenes que mostraban cómo cientos de miles de personas se manifestaban a favor de la libertad en Leipzig, en Dresde y en muchas
otras ciudades, asumiendo un gran riesgo personal. Estas manifestaciones pacíficas, que partían
siempre de las iglesias, lograron quebrantar el poder del régimen del SED (Partido Comunista de
Alemania Oriental) y finalmente produjeron el desmoronamiento del mismo. El valor y las hazañas
de nuestros compatriotas de Alemania del Este ya forman parte de los capítulos más destacados
de la historia alemana, y todo aquel que conozca la historia de nuestro país, especialmente la historia del siglo XX, apreciará la importancia de que esa revolución transcurriera de forma pacífica.
Sin duda, ese hecho quedará de manifiesto en la imagen de Alemania para la posteridad.
3. La revolución pacífica en la RDA y la caída del Muro no hubieran sido posibles, y es algo que
quiero reiterar, sin la ayuda y apoyo de nuestros amigos y vecinos. Entre todos ellos, en primer
lugar quiero citar a Estados Unidos y al entonces presidente George Bush padre, un presidente
que reflejaba y resumía en su persona todo lo que constituye el sueño americano: la idea de libertad y la autodeterminación. Para él, las consecuencias de la caída del Muro eran claras: una
Alemania soberana y reunificada. Así pensaba también su antecesor en el cargo, Ronald Reagan,
un presidente que no suele mencionarse cuando se habla de este tema. Sin embargo, su política
siempre se caracterizó por una postura clara frente a los dirigentes del Kremlin. Reagan era una
figura bastante inusual y de principios muy claros: para él «sí» quería decir «sí», y «no» quería decir
«no». Era una persona digna de confianza, y estos principios surtieron efecto en un momento decisivo para la historia mundial. Cuando la Unión Soviética comenzó a estacionar los misiles SS-20
en Europa, fue él quien amenazó a Breznev con el contraataque y le dejó claro que la Unión
Soviética iba a perder esa carrera. En Moscú, y es algo que sabemos hoy, inicialmente se rieron
28
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
de él; sin embargo, él cumplió su advertencia. No puede considerarse en absoluto una coincidencia que en su visita a Alemania en 1987, a pocos metros de la Puerta de Brandeburgo, Reagan
exclamase: «Señor Gorbachov: ¡Abra esta puerta! ¡Derribe este Muro!». Ronald Reagan era un
hombre de ideas y principios claros; fue el único Jefe de Estado que en nuestras reuniones periódicas me preguntaba acerca de la opinión de los jóvenes en la RDA sobre el futuro de Alemania.
Solía decir que dividir un país era algo así como amputarle los brazos, las manos o los pies a un
cuerpo humano: este cuerpo podría seguir viviendo, pero con grandes dificultades. Puede parecer
una filosofía muy simple, pero ha conmovido mucho más que los discursos sesudos de grandes
conocedores de la situación en aquellos momentos.
Su filosofía política se basaba en la aplicación de la llamada «doble decisión» de la OTAN, sin
cuya puesta en práctica la historia de los años 1989 y 1990 hubiera tomado con seguridad otro
curso. La «doble decisión» consistía, por una parte, en entablar negociaciones con la Unión
Soviética acerca de la reducción del armamento nuclear desplegado en Europa. Por otra parte, la
OTAN dejó una cosa clara: si los miembros del Pacto de Varsovia no detenían el despliegue de
misiles SS-20 en la RDA y en los territorios del bloque oriental, la alianza occidental respondería
con el despliegue de nuevos misiles Pershing y de crucero. En este sentido cabe reconocer el mérito de mi predecesor Helmut Schmidt al haber contribuido a la toma de esta decisión en la OTAN;
sin embargo, Schmidt ya no estaba en situación de obtener mayoría en su propio partido, el SPD.
Al final, su gobierno acabó fracasando.
Con la aplicación de la «doble decisión» de la OTAN, es decir, el despliegue de los misiles
Pershing II y de los misiles de crucero norteamericanos en territorio de la República Federal, la
cuestión era si seguíamos siendo aliados dignos de confianza. Y es que si en 1983 no hubiésemos procedido al despliegue, las relaciones de la República Federal con Estados Unidos, sobre
todo, se habrían visto gravemente afectadas. Además, la OTAN habría atravesado una gran crisis
y probablemente incluso se habría desmoronado. Por conversaciones mantenidas con Mijaíl
Gorbachov conozco la importancia que tenía nuestra actitud en las decisiones del Kremlin.
Gorbachov se dio cuenta de que forzar la carrera armamentística, dividir la alianza occidental y alejar a Alemania de la solidaridad de Occidente sería una empresa dura e infructuosa. De este
modo, Gorbachov tuvo que admitir que no podía ganar la carrera armamentística, lo cual le llevó
a dar los primeros pasos hacia el desarme. Así es como el objetivo de mi gobierno, esto es, lograr
la paz con menos armas, pudo materializarse paso a paso.
La conciencia de no poder ganar la carrera armamentística provocó el surgimiento de la glasnostpy la Perestroika. Desde esta nueva perspectiva, con la perestroika, Gorbachov lideró un cambio en la política soviética que llegó a extenderse incluso a la RDA. Mijaíl Gorbachov tomó una
sabia y acertada decisión en un momento clave para los alemanes el día posterior a la caída del
Muro. Nunca lo olvidaré.
La noche del 10 de noviembre de 1989, con motivo de la caída del Muro, se celebró un multitudinario acto frente al berlinés Schöneberger Rathaus, sede del Ayuntamiento de Berlín occidental en ese momento, y en ese acto también participé. Justo antes de tomar la palabra en el balcón del ayuntamiento, me hicieron llegar un mensaje de Mijaíl Gorbachov. Al parecer, al secretario
general del PCUS le preocupaba que la situación en la RDA llegara a descontrolarse, y se preguntaba qué pasaría si una muchedumbre rebelde asaltara las instalaciones soviéticas. Gorbachov se
encontraba bajo la presión de la KGB y los instigadores del gobierno del SED, que habrían preferido anular la revolución pacífica a mano armada, de forma similar a lo que ocurrió en la revuelta
popular de 1953.
29
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Sin embargo, fui capaz de convencer a Gorbachov de que la información que le habían dado
no se correspondía con la realidad: el pueblo de la RDA era de carácter pacífico y las instalaciones soviéticas no corrían peligro alguno. En esos momentos era fundamental que Gorbachov nos
creyera. El hecho de que confiara en mí también se debió a que, durante su visita a la República
Federal en junio de 1989, tuve la suerte de establecer una relación personal muy fructífera con
él. En nuestras conversaciones descubrimos que tanto su familia como la mía habían sufrido
sobremanera durante la guerra: su tío y su padre habían resultado heridos de gravedad, y mi propio hermano había fallecido en combate. Todo ello afianzó aún más los lazos personales que nos
unían. Siempre estaré agradecido a Gorbachov, porque, al tener que elegir entre movilizar los tanques o dejarlos en el cuartel, optó por la solución pacífica, y ése fue precisamente su mérito personal. Su postura fue condición clave para que, en último término, pudiéramos lograr la unidad
en la paz.
Cuando recuerdo con agradecimiento los momentos de apoyo y ayuda, también pienso en nuestros amigos de Hungría. Al igual que en la revuelta de 1955, los húngaros reunieron el valor necesario para emprender varias reformas imprescindibles en su país por propia iniciativa, lo que dio
lugar a situaciones dramáticas, como la del verano de 1989, cuando miles de ciudadanos de la
RDA huyeron a Hungría bajo el pretexto de pasar sus vacaciones allí. En esa ocasión, el gobierno
húngaro hizo algo por lo que aún hoy debemos estar agradecidos, y fue tomar la decisión de no
detener a los ciudadanos de la RDA que habían decidido salir de su país de aquella manera. Esto
fue posible gracias a que mi gobierno siempre se había negado a reconocer una ciudadanía propia a los habitantes de la RDA, algo que pretendía Honecker desde hacía tiempo. La Unión
Soviética y, sobre todo, la propia RDA, querían que reconociéramos las dos condiciones: una nacionalidad alemana de la RFA y una nacionalidad alemana de la RDA. Otros componentes de la política alemana occidental, sobre todo los socialdemócratas, además de varios representantes de la
industria, movidos por razones comerciales, apoyaban la postura de Honecker. Sin embargo, en
vista de que nosotros rechazábamos esta alternativa, el primer ministro húngaro Nemeth y su
ministro de Exteriores Horn declararon que los alemanes deberían poder viajar a Alemania. Quien
sí nos apoyó expresamente en nuestra determinación fue Deng Ziao Ping, el presidente de la
República Popular China. Nunca olvidaré cómo en una ocasión me preguntó irónicamente: «¿Acaso
Goethe era alemán de la RDA y Schiller alemán de la RFA?» En su opinión sólo había alemanes.
Y así pensaban también los húngaros que, en el verano de 1989, abrieron las fronteras a los alemanes que querían abandonar la RDA, hecho que tuvo una tremenda repercusión en el desarrollo
de este territorio.
También agradezco de corazón la ayuda que nos brindó Polonia. Los polacos, con su gran tradición de libertad, fueron los primeros en intentar liberarse de las ataduras de la dictadura a través del sindicato independiente Solidaridad. También fueron los primeros en lograr, en 1989, un
gobierno verdaderamente democrático. Sin embargo, conviene recordar algo que se suele obviar,
y es que esta evolución que se produjo en Polonia sólo fue posible por la coincidencia de que en
Roma se eligió a un Papa polaco. Como se ha puesto de manifiesto tras la consulta de algunos
documentos del Kremlin, cuando se eligió al papa Juan Pablo II, en el círculo del gobierno del
Kremlin reinaba una gran inseguridad a la hora de valorar la situación en Polonia; en esos tiempos se acuñó una conocida frase de Napoleón: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?» Pero, claro
está, ese Papa no necesitaba división alguna debido a su inmensa fuerza moral y a su pleno convencimiento en el valor de la libertad; era un hombre que apoyó a su país con todo su ser.
Recuerdo una conversación con el último ministro del Interior polaco de la era estalinista, en
la cancillería federal de Bonn. Yo le pregunté: «Señor ministro, ¿qué tal Solidaridad?», a lo que él
30
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
respondió con frialdad: «Señor Canciller, no tiene por qué preocuparse; Solidaridad no supone ningún problema para nosotros». Acto seguido le dije: «Pero he visto por televisión las imágenes de
la visita del Papa al santuario polaco de Czestochowa, e informaban de que medio millón de personas había acudido al acto», a lo que él replicó: «No importa, lo tenemos todo bajo control».
Después le pregunté: «Y ¿no ha visto que más de la mitad de esas personas eran mujeres? ¿Qué
opina usted, una persona respetada, de que el policía polaco llegue a su casa por la noche, apague la luz y se acueste junto a su mujer?». Consternado y no precisamente satisfecho, el ministro
dio por terminada la conversación. Sin embargo, a partir de ese momento supo que no nos convencían sus habilidades de persuasión.
También pienso en el gobierno checo, que en la primavera de 1989 posibilitó la salida de la
RDA hacia la República Federal de miles de alemanes congregados en la embajada alemana en
Praga. Las escenas de lo sucedido en la embajada alemana contribuyeron al debilitamiento del
régimen de la RDA.
4. Tras la apertura del Muro de Berlín y de la alambrada de púas, era fundamental que yo tomara
la iniciativa y enfocara el desarrollo del país hacia la unidad alemana. Para que nadie dudara de
la capacidad resolutiva del canciller alemán, desarrollé, en colaboración con un círculo reducido
de consejeros, el llamado «Programa de diez puntos para la unidad alemana», basado en tres
fases: la «comunidad contractual», las estructuras confederativas y la federación como objetivo,
es decir, la reunificación de Alemania como Estado federal de Derecho.
En dicho programa, que presenté el 28 de noviembre de 1989 en el Bundestag alemán, evité
la imposición de cualquier tipo de plazo, lo cual se reveló rápidamente como una ventaja incuestionable, ya que el proceso que se había puesto en marcha el 9 de noviembre adquirió un dinamismo cada vez mayor. Los habitantes de la RDA ya estaban en camino hacia la Alemania unificada desde hacía tiempo, algo que pude comprobar por mí mismo en la multitudinaria manifestación del 19 de diciembre de 1989 en Dresde. En todo el territorio de la RDA, la gente se reunía
en las iglesias para rezar y en diversos lugares para manifestarse. Primero gritaban «¡Somos el
pueblo!», pero con el tiempo empezaron a exclamar «¡Somos un pueblo!». Los manifestantes y los
cientos de miles de personas que se dirigían hacia el Oeste dictaron en lo sucesivo el ritmo con
el que se recorrería el camino que quedaba por delante. En el otoño de 1989 aún era imposible
prever cómo transcurriría exactamente ese recorrido.
Sin embargo, teníamos un objetivo claro y seguimos adelante: desde las primeras elecciones
libres de la RDA celebradas el 18 de marzo de 1990 hasta la firma del Tratado de unificación y
del «Tratado 2 + 4» en otoño de 1990, pasando por el establecimiento de la unión económica y
monetaria el 1 de julio de ese mismo año. Cuando el 3 de octubre de 1990 logramos nuestro objetivo, la unidad alemana, apenas había transcurrido un año desde la caída del Muro.
El 9 de noviembre de 1989 y el 3 de octubre de 1990 son los días más felices de mi vida: en
apenas once meses logramos hacer realidad la unidad de Alemania gracias a la ayuda de nuestros amigos y de Dios.
Tanto para los cristianodemócratas alemanes como para la mayoría del pueblo alemán, con
este objetivo se cumplió un gran anhelo. No en vano, la CDU, a diferencia de numerosos socialdemócratas y de la mayoría de los Verdes, se había considerado desde su fundación como partido de la unidad alemana, algo que no ha dejado de ser aún hoy. En la CDU nunca hemos abandonado nuestro objetivo constitucional de «perseguir la unidad y la libertad de Alemania».
31
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
No sabíamos cuándo llegaría la unidad alemana, pero yo siempre estuve convencido de que llegaría. Y dado que siempre tuvimos en mente ese objetivo, también orientamos nuestra política en
la dirección adecuada.
En los años 1989 y 1990, la puerta de la historia se entreabrió y nosotros la empujamos. Nos
abrimos paso a través de esa puerta y, con la ayuda de Dios, logramos la reunificación. En el
gobierno federal, mis colegas y yo nos encontramos en 1989/1990 ante un gran desafío, ya que
no teníamos ningún plan preconcebido para la reunificación; en muchos sentidos puede decirse
que aterrizamos en tierras desconocidas. Sin embargo, con valor y resolución hemos conseguido
mucho desde 1990.
5. El primer Canciller de la República Federal de Alemania, Konrad Adenauer, sentó los fundamentos para que se produjese esa unidad alemana. Su política logró devolver a Alemania a la comunidad de valores del mundo libre occidental. Debido a lo sucedido en nuestra historia, en absoluto se sobreentendía que pudiésemos reintegrarnos en dicha comunidad de valores. Uno de los
grandes méritos de Adenauer fue recuperar la confianza de nuestros vecinos, una confianza que
nos resultó de gran ayuda en los momentos más difíciles: los días y meses de los años 1989 y
1990.
Siempre tuve claro que la reunificación de Alemania debía estar incluida en el marco de la
unión de Europa. Como siempre hemos dicho en la CDU, «la reunificación de Alemania y la unidad europea son dos caras de la misma moneda». Así, sin el proceso de la unidad europea nunca
hubiésemos obtenido el beneplácito para realizar la reunificación de Alemania. En este sentido
quisiera decir, sin ánimo de reproche, que casi todos los gobiernos de nuestros países vecinos
de Europa occidental, menos el español, veían con gran escepticismo el proceso de reunificación
de Alemania. Margaret Thatcher fue la más honesta porque lo dijo sin tapujos: «Prefiero dos
Estados alemanes a uno solo». Por su parte, el primer ministro italiano Andreotti incluso alertó
de la posible presencia de un nuevo «pangermanismo». Los franceses también mostraron un
enorme escepticismo: Francia, con 56 millones de habitantes, y la República Federal, con 61
millones, estaban casi a la par en cuanto a número de habitantes. Sin embargo, con la unificación Alemania se convirtió en un país con 82 millones de habitantes, además de ser la economía más fuerte de Europa; en definitiva, una situación nada fácil de aceptar para un Jefe de
Estado francés. Por eso también hay que reconocer el mérito de François Mitterrand, que al principio se mostró cauto a la hora de opinar sobre asuntos relacionados con la unidad alemana,
pero se dio cuenta rápidamente de que era mejor tender la mano a los alemanes y acompañarlos en su camino hacia Europa.
En los duros meses de la reunificación nos mantuvimos ligados a la política europea, lo que
significaba la adhesión a la Unión Económica y Monetaria establecida.
Ya a mediados de los años ochenta yo había hablado por primera vez con Mitterrand de la
posibilidad de una moneda común para la Comunidad Económica Europea, como se llamaba
entonces la UE. En el Consejo Europeo de Hannover celebrado en junio de 1989, es decir, antes
de la caída del Muro, ya se habló públicamente por primera vez de la implantación de una unión
económica y monetaria. La decisión a favor del euro ya se había tomado (en contra de lo que afirman numerosas leyendas) incluso antes de que se vislumbrara la reunificación de nuestra patria.
En los años posteriores, mi gobierno siempre se aferró con firmeza al objetivo de la Unión
Económica y Monetaria. De ese modo demostramos a nuestros amigos y vecinos que, para nos32
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
otros, la unidad alemana estaba unida a la unidad europea. Al mismo tiempo, los temores a una
posible «jugada individual» de la Alemania reunificada perdieron su razón de ser. No en vano, el
hecho de que los alemanes estuviésemos dispuestos a renunciar a nuestro querido y próspero
marco alemán era la mejor prueba de lo mucho que apoyábamos el proyecto europeo.
6. La introducción del euro es sin duda uno de los hitos más destacados de la historia de la Unión
Europea; en mi opinión, representa un momento clave en el camino hacia una Europa unida. Los
alemanes considerábamos necesario integrarnos en la Unión Europea: tras la implantación de la
moneda común, la unidad europea se convierte en un proceso irreversible y sin vuelta atrás. Así,
el euro ha supuesto un firme lazo de unión entre los Estados miembros.
Además de la introducción del euro nos propusimos llevar adelante la ampliación de la Unión
Europea. Al principio se decidió acoger en la Unión Europea a Finlandia, Austria y Suecia en 1995,
según los planes previstos. Sin embargo, tras la caída del Telón de Acero no tuve dudas de que
los países de Europa central, oriental y del Sur también deberían poder optar a la posibilidad de
ser miembros de la madre Europa. Ninguno de nosotros está autorizado a impedir la entrada a
Europa de los polacos, los húngaros o los checos, que no son responsables de haberse encontrado inmerecidamente al otro lado del Telón de Acero durante decenios. Nunca olvidaré el momento en el que recibí a los Jefes de Gobierno de los tres países bálticos en la Cancillería de Bonn a
principios de los años noventa. Sin duda, hablaron muy claro: «Señor Canciller, ¡nos volvemos a
apuntar a Europa!». El proceso de ampliación era un deber histórico y moral; es y sigue siendo uno
de los intereses innatos a los países miembros. La ampliación de la Unión Europea de 10 a 25
países el 1 de mayo de 2004 es un hito en la historia de la unidad europea, ya que nunca antes
habían entrado tantos países al mismo tiempo en la Unión Europea. Ocho de esos diez países
estaban al otro lado del Telón de Acero hace 15 años, y ahora se han convertido en miembros de
la madre Europa. ¡La unificación de Europa es ya una realidad!
7. Una vez superada la implantación de la Unión Económica y Monetaria, así como la ampliación
de la UE, nos enfrentamos a nuevos retos. El próximo será intensificar la unión política, proceso
en el que se incluye la ratificación del proyecto de Constitución aprobado a finales de octubre de
2004. Si bien no todos los deseos pudieron hacerse realidad en la fase de elaboración del proyecto, el texto de la Constitución incluye una gran parte de las ideas reformistas. El resultado del
proceso, en mi opinión, es un compromiso. También quiero decir que considero un gran error que
en el Preámbulo de esta Constitución no se haga mención a Dios, por razones que no acepto; a
mi entender, una sociedad sin vínculos con lo trascendental carece de futuro alguno.
Asimismo, creo que necesitamos una política exterior europea común. Europa ha de aprender
a hablar con una voz propia, para lo cual es fundamental que la UE mantenga una colaboración
transatlántica con Estados Unidos. No en vano, esta Europa sólo podrá llegar a ser algo si las relaciones transatlánticas funcionan. En España está de moda adoptar una postura antiamericana,
pero la amistad con los estadounidenses es parte de la existencia y del futuro de la Unión
Europea. No obstante, es preciso definir esa amistad, ya que amistad no equivale a dependencia.
Por supuesto, de un amigo no esperamos recibir órdenes, ya que los dos estamos a la misma altura; de un amigo esperamos que nos diga la verdad, y no lo que deseamos escuchar. Por eso debemos cuidar esa amistad con independencia de lo que suceda en Estados Unidos. En mi opinión
carece de sentido caer en una postura antiamericana.
8. Después de las grandes catástrofes de la Segunda Guerra Mundial y los crímenes sufridos por
tantas personas en nombre de Alemania, se puede decir que en Europa hemos empezado a tener
33
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
una gran suerte desde finales del pasado siglo. Deberíamos considerar la unidad de Europa como
un regalo, y como una oportunidad para el futuro. Así, frente a las preocupaciones y a los problemas no hemos de caer en el desaliento. Si echamos la vista atrás a los últimos 50 años y, sobre
todo, a los últimos 15 años, comprobaremos que tenemos todos los motivos para culminar la
construcción de la casa Europa: el regalo de la unidad nos obliga a ello. Y es que sin la política
de la integración europea, de la reconciliación con nuestros vecinos y de la renuncia a la política
de la fuerza propia de los siglos XIX y XX, el futuro pacífico es una utopía.
Los jóvenes de Madrid considerarán totalmente normal el hecho de poder viajar a lugares como
Praga o Varsovia. Sin embargo, no pueden imaginar en absoluto que una vez Europa estuvo dividida por un Telón de Acero. Además, les parecerá extraño que en medio de Berlín y a lo largo de
Europa hubiera alambradas y campos de minas. Apenas podrán creer que allí se hiciera uso de
las armas y que más de mil personas perdieran la vida en el intento de pasar de Alemania a
Alemania. Pero eso también forma parte de la historia alemana.
La generación más joven tiene todas las posibilidades para crecer en una Europa en la que
reine la paz y la libertad, valores inseparables, ya que allí donde no exista libertad, tampoco habrá
paz. Además, no me cabe la menor duda de que esta nueva generación de jóvenes no vivirá ninguna guerra en Europa. Por eso creo que tenemos razones de sobra para mirar al futuro con optimismo.
A los jóvenes les pido que no se dejen desanimar; que no se dejen convencer por aquellos que
dicen que este es el peor de todos los mundos y que mañana caerá el cielo sobre la tierra. Que
aprovechen las oportunidades que se les presentan y afronten la vida con alegría. Pero que tengan en cuenta que alegría también significa adoptar una postura activa, cada uno en su ámbito,
porque ni nuestro mundo ni nuestros respectivos países avanzan solos. Por eso, con esa alegría
de vivir, les invito a dar forma al futuro de su país y de la Europa que compartimos.
34
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
En su libro Las raíces comunes de Europa, Bronislaw Geremek profundiza en los mecanismos que durante la historia han ido amalgamando a los diversos pueblos del continente en una única Europa. Reclama la conexión entre el
Este y Oeste de Europa y rechaza la falsa división que algunos siguen defendiendo. O como resumía en un discurso
reciente “la expansión hacia el Este de la Unión Europea se puede considerar como un proceso de unificación de
Europa: unida, Europa puede convertirse en un socio importante en la interdependencia política y económica global”.
A partir de su papel fundador en el movimiento Solidaridad hasta su trabajo como Ministro de Asuntos Exteriores
de Polonia (1997-2000), Bronislaw Geremek ha desarrollado y sigue desarrollando su lucha por la libertad con la convicción de que las palabras y el ejemplo son más fuertes que la espada.
En 1980, desde el Astillero Lenin en Polonia, el movimiento Solidaridad, que cofundó Bronislaw Geremek, alzó la voz
reclamando la libertad y la justicia para los polacos y demás europeos sometidos al totalitarismo soviético. El éxito de la
huelga iniciada por los trabajadores del Astillero Lenin creó un espacio de libertad donde los polacos pudieron reconocer
y aceptar la verdad de su situación: estaban aislados del mundo. Gracias a los acontecimientos de 1980, los polacos comprendieron que las promesas de los comunistas no valían nada; pudieron apreciar hasta qué punto el “interés nacional”,
que el régimen decía proteger, estaba exclusivamente integrado por los intereses de los comunistas.
Desde su escaño en el Parlamento Europeo, Bronislaw Geremek trabaja para la unidad de Europa porque sabe de
primera mano que el aislamiento, la división, la anti-globalización, conducen al empobrecimiento. Su libro La pobreza:
una historia examina la inquietud que ésta siempre ha provocado en la parte más aventajada de cualquier sociedad.
Bronislaw Geremek encuentra en quienes se incomodan ante la brecha entre ricos y pobres la semilla de las utopías
socialistas que prometieron paliar estas diferencias, pero cuyo resultado fue la esclavitud de los desafortunados, en la
sumisión de nuevo a la pobreza. Una de las características principales de la esclavitud es el aislamiento del esclavo del
resto de la sociedad. Y en el aislamiento nace la pobreza.
Resistiendo pacíficamente, pero sin tregua, Bronislaw Geremek y otras gentes como él derribaron el Muro de Berlín
desde dentro. Sin su apoyo y su rebeldía contra los dictámenes del politburó, el gran acontecimiento del 9 de noviembre de 1989, la liberación de la Europa atrapada y esclavizada bajo el régimen comunista y la subsiguiente reunificación no hubiera sido posible. Y conviene recordar que los mártires armados, tipo Che Guevara o Yasir Arafat –tan celebrados por la izquierda y que venden tantas camisetas con sus efigies– han fracasado siempre en sus intentos de unir
a sus pueblos con el resto del mundo y mejorar su suerte.
Ana Palacio
36
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
EL SINDICATO POLACO “SOLIDARIDAD”
Y LA IDEA EUROPEA DE LA LIBERTAD
Bronislaw Geremek
Tras la ampliación histórica de la Unión Europea el 1 de mayo de 2004 y en el contexto actual
de las negociaciones sobre otras ampliaciones, Europa se enfrenta más que nunca al dilema
de su identidad. No se puede reducir dicho debate al problema de las fronteras geográficas europeas, ya que habría que hacer referencia a lo arbitrario. A finales del siglo XVIII, el Zar pidió a
Tatistchev, el geógrafo de la Corte, que definiera la frontera que dividía la parte europea de la parte
asiática en la Europa rusa. Se trataba de una cuestión práctica, puesto que la administración de
las dos zonas tenía que organizarse de forma diferente. Tatistchev situó la frontera en los Urales,
entre las dos zonas administrativas del imperio del Zar. De hecho, fijó la frontera del Este de
Europa en los Urales. ¿Quién podría ser hoy el Tatistchev encargado de definir las fronteras?
Los mapas geográficos que están sobre las mesas de las grandes conferencias internacionales y el papel decisivo de las consultas geográficas pertenecen a un pasado que nunca volverá (el
caso de los acuerdos de Dayton sólo es la excepción que confirma la regla). En Bruselas, la
Comisión Europea no dispone de “geógrafos oficiales”, por lo que yo sé, y con razón: en efecto,
parece que la axiología más que la geografía define Europa. En primer lugar, la axiología europea
parece influir sobre nuestra visión del futuro, pero no se puede disociar de la historia de la civilización europea que ha formado la base de nuestros valores comunes y de la memoria colectiva
europea. Cuando hablo de “memoria colectiva”, y estoy incidiendo en esta noción, lo que tengo
en mente se parece más a una tarea que hay que realizar que a una realidad psicológica existente. Para que el término “europeos” así como “ciudadano europeo” tenga sentido no sólo es necesario referirse a una realidad étnica o a un estatuto jurídico, sino también a una toma de conciencia de los procesos y de los acontecimientos que han formado Europa y el alma europea. Hay que
37
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
mencionar la Historia de Europa, su espíritu inventor, su idea del Estado de derecho y de la democracia, la forma de promocionar a las personas, su querencia por la libertad. La Historia de Europa
es por encima de todo la exaltación de la libertad. Es una larga historia que comienza con la liberación de los campesinos y el nacimiento de los pueblos en la Europa medieval y que continúa a
través de los altibajos de la era moderna. Y en esa historia, el año 1989, el que marcó el fin de
la partición de Europa, de la Guerra Fría y del Muro de Berlín, ocupa un puesto destacado. Polonia
fue el país que desencadenó ese formidable proceso hacia la libertad.
Durante la “Revolución de Terciopelo” de Praga, acaecida en otoño de 1989, se podían ver pancartas con un texto un tanto extraño, pero que tenía un significado muy alentador para los que participaron en estos acontecimientos: “Polonia, 10 años; Hungría, 10 meses; RDA (Alemania del
Este), 10 semanas; Checoslovaquia, 10 días”. Comprendo muy bien el orgullo que sentían mis
amigos de Praga al escribir este eslogan. No obstante, para mí, también quiere decir que la reconquista de la libertad en Europa Central y lo que consideramos como nuestro “regreso a Europa”
fue un camino muy largo.
Las etapas se sucedían al compás de la revuelta de Berlín de 1953, de las demostraciones de
cólera popular de Poznan en junio, de la revuelta de Budapest en octubre de 1956, de las esperanzas que suscitaron la “Primavera de Praga” de 1968 y las grandes huelgas obreras polacas de
1970, 1976 y 1980. Estos movimientos no deberían reducirse al fenómeno disidente que expresaba un rechazo desesperado al régimen comunista en el gigantesco imperio soviético, ya que
tanto en la insurrección de Budapest como en la efervescencia de Praga a favor del “socialismo
con rostro humano”, ya existían proyectos políticos. Pero nuestra voluntad de auto-organización de
la sociedad civil quedaba patente sobre todo en la serie de acontecimientos ocurridos en Polonia,
no tanto contra el régimen comunista sino sobre todo al margen de sus dirigentes y sus estructuras. Hace veinticinco años, la huelga de Gdansk en 1980 y el nacimiento del sindicato Solidaridad
supusieron la máxima expresión de la lucha pacífica por el sustento y por la libertad.
Una vez más, fueron los obreros los que se levantaron contra ese régimen que se identificaba con
la clase obrera y contra el partido único llamado obrero. Los astilleros Lenin de Gdansk junto con
otros astilleros de la costa báltica, se pusieron en huelga el 14 de agosto de 1980. Un joven obrero, Lech Wallesa, comprometido desde hacía unos años con las actividades de la oposición democrática clandestina, se convirtió en el líder de la huelga. Las razones más inmediatas fueron de orden
económico; sin embargo, el programa de 21 postulados reclamaba la creación de sindicatos libres,
la legalización del derecho de huelga, la libertad de expresión y la consecución de reformas económicas estructurales. El movimiento de solidaridad se extendió en un primer momento por la costa
báltica y a continuación por toda Polonia. Los campesinos llevaban víveres a los obreros encerrados
en el astillero de Gdansk , y la Intelligentsia de todo el país intentaba apoyarlos. Los obreros sin patria
de los que hablaba Marx, se convirtieron en los baluartes de la causa nacional y cantaban “Para que
Polonia pueda ser Polonia”. La palabra “Solidarność”, solidaridad, tenía un programa de gran calado
humano: contra la ideología oficial de la lucha de clases proponía la solidaridad de un pueblo sediento de libertad, la solidaridad de hombres y mujeres de diferentes condiciones sociales, la solidaridad
de quienes no llevaban armas ante las fuerzas policiales, el ejército, los barcos soviéticos que surcaban el Báltico y las fuerzas militares soviéticas que permanecían en suelo polaco.
Y sobre la gran puerta del astillero en huelga, bajo el rótulo “Astillero Naval Lenin”, se encontraba el retrato de Juan Pablo II. El Papa polaco, que había llegado a Roma un año antes desde
su país natal, pronunció las siguientes palabras a sus compatriotas en una gran plaza de Varsovia:
“No tengáis miedo”.
38
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
No voy a hacer la historia de la epopeya polaca del mes de agosto de 1980. Las películas de
Andrzej Wajda, los libros, como el de Timothy Garton Ash sobre la “revolución polaca”, las colecciones de octavillas y de cánticos lo expresan mucho mejor que yo. Lo que quiero es rememorar
aquellos diez días que pasé en el astillero de Gdansk , mostrar el recuerdo inolvidable del deseo
de libertad y la felicidad que proporciona recuperar la libertad. Veinticinco años después encontré
el mismo clima moral, la misma espontaneidad, la misma determinación en los ucranianos reunidos en Plaza de la Independencia, el famoso maïdan de Kiev. Quizá se podría responder a la cuestión de las fronteras de Europa diciendo que ese deseo de libertad y la búsqueda de la dignidad
humana son los postes indicadores.
El 31 de agosto, los acuerdos de Gdansk, un contrato sin precedentes entre el poder autoritario comunista y la sociedad, permitieron crear un gran sindicato libre, formado por diez millones
de personas. A continuación, durante 500 días, Polonia fue el único país del bloque soviético
donde los campesinos tenían derecho a la propiedad privada, y donde la mayor fuerza moral era
la de la Iglesia, pero donde también había una sociedad civil organizada. El 13 de diciembre de
1981 el poder decretó el “estado de guerra” contra sus propios ciudadanos. Manos polacas llevaron a cabo el plan soviético de represión del movimiento de la libertad que se cobró decenas
de muertos, y decenas de miles de recluidos, prisioneros y perseguidos.
El movimiento polaco transmitía un mensaje contundente sobre la esencia del sistema comunista, pero también sobre la posibilidad de ofrecer resistencia. Los periodistas occidentales se
quedaron en Polonia desde la huelga de Gdansk , e informaron no sólo a la opinión pública de
sus países, sino también de forma indirecta y gracias a la radio “Europa libre”, a la opinión
pública polaca (“¿quién les ha dejado entrar?”, se preguntaban los dignatarios del régimen). La
declaración de la ley marcial en Polonia fue acogida por algunos dirigentes políticos europeos
como la solución inevitable, e incluso con cierto alivio, ya que evitaba en cierto sentido el riesgo de confrontación entre el Este y el Oeste. La reacción de un ministro de Asuntos Exteriores
–“no haremos nada, por supuesto”– expresaba la actitud de la mayor parte de las cancillerías
occidentales. Sin embargo, la opinión pública europea estaba conmocionada por el acontecimiento y se solidarizaba con el pueblo polaco: la insignia de “Solidarność” creaba un espacio
público europeo real. Y todo esto concernía también a esa “otra Europa”; la que va de los
Urales hasta el mar Báltico. Recientemente supimos lo que le ocurrió a un obrero rumano que
en 1981 escribió una carta al primer congreso nacional de Solidaridad. Iulius Filip pagó un precio muy alto por esa carta, ya que fue condenado a ocho años de prisión por “actividades antisocialistas”. El congreso de Gdansk lanzó un llamamiento a los trabajadores de Europa del Este
en el que reclamaba su derecho a la libertad. En aquella época se podía considerar que dicho
manifiesto era una bomba de relojería que traspasaba la línea roja de seguridad, pero un cuarto de siglo después puede considerarse como uno de los actos fundadores de la solidaridad
europea.
Lo que mejor definía ese famoso “por supuesto” ministerial era la idea de sofocar la existencia legal de ese movimiento de masas que era Solidaridad, pero también su supervivencia en la
clandestinidad, la resistencia a la represión. Durante un corto periodo de tiempo, el poder militar
logró mejorar de forma pasajera la situación económica del país e instauró cierta calma social
momentánea que se sustentaba en un sentimiento de resignación e impotencia. Ese poder quería justificar su papel en el país arguyendo la ausencia de una alternativa política interna y el peligro de una intervención exterior, es decir, la repetición del escenario de Budapest y Praga. Pero la
situación real contradecía esos argumentos. La Unión Soviética, agotada militar y moralmente
debido a las derrotas en Afganistán, estaba inmersa, con la llegada de Gorbachov al poder en
39
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
1985, en la consecución de reformas internas (perestroika) y medidas de liberalización política
(glasnost), y estaba menos preparada que nunca para intervenir.
Por otro lado, el trabajo de las estructuras clandestinas de Solidaridad y la creación de la
“segunda oleada” de divulgación de las ideas y de la información que se realizaba con la ayuda
de una auténtica red de imprentas clandestinas, convenció a la gente sobre la existencia de
una verdadera alternativa política. En 1976, cuando las manifestaciones que se produjeron en
Radom desembocaron en el incendio de la sede del comité local del partido comunista, Jacek
Kuroń, uno de los dirigentes históricos de la oposición polaca pronunció la celebre frase: “no
queméis sus comités, formad vuestros propios comités”. Y en los años ochenta ese deseo se
hizo realidad. Las encuestas realizadas por las instituciones del régimen mostraban la creciente desconfianza del pueblo en la economía estatalista: en 1988, el 73% de la población defendía no sólo la economía de mercado sino también el sector privado. Casi la mitad de los encuestados se pronunciaba a favor de la legalización de la oposición política. La ilegitimidad del poder
comunista era evidente, la alternativa política comenzaba a abrirse paso.
Detengámonos por unos instantes en nuestro relato para recordar una verdad extremadamente sencilla: en ocasiones, la Historia nos parece determinada porque conocemos el desarrollo de
los acontecimientos. Sabemos que el año 1989 borró del mapa europeo el poder comunista y resquebrajó el imperio soviético. Se puede pensar que se trataba simplemente de justicia, y que estaba escrito en la lógica de la Historia, pero hasta los más optimistas, los discípulos más fieles del
Maestro Pangloss, estarán de acuerdo en que no era tan predecible que fuera a ocurrir en 1989,
ya que podía haber ocurrido cinco, o quince, o treinta años después. La herencia de la revolución
bolchevique de 1917, que ya nadie reclama, hubiera podido esperar para celebrar su centenario
en 2017. Si nos ajustamos a la Historia probabilista, a la Historia que se basa en la expresión
“¿Y si...?”, podemos afirmar que si el ansia de libertad en 1989 no hubiera ido acompañada del
rechazo a la violencia, del rechazo a la confrontación o del choque entre el Este y el Oeste, esta
historia podría haberse escrito de otro modo. No fue la prudencia de las diplomacias, sino la prudencia de la autolimitación de los pueblos la que generó el milagro de 1989.
Volvamos a nuestro relato sin abandonar completamente las digresiones sobre la filosofía de
la Historia.
En 1988, tras una serie de huelgas, las autoridades comunistas de Polonia se dieron cuenta de
que no podían controlar la situación sin recurrir a métodos drásticos, es decir, a la violencia. El régimen se encontraba francamente debilitado y sus intentos de liberalización contribuyeron a ello. A
Tocqueville no le faltaba razón cuando afirmaba que los regímenes autoritarios sembraban el terreno para su propia destrucción cuando trataban de mejorarse. El régimen comunista polaco hubiera
podido retroceder, abandonar el proceso de liberalización política, apostar por el desarrollo de la economía de mercado sin democracia, ampliar la libertad económica y asfixiar la libertad política. El 13
de diciembre de 1981 los comunistas polacos tomaron partido y eligieron utilizar la violencia armada contra la sociedad y rechazar así cualquier tipo de diálogo político con Solidaridad: esa era la
única manera de mantenerse en el poder y proteger los intereses y los planes de la Unión Soviética.
Pero en 1989, su elección fue bien distinta: creían que sus intereses podían preservarse de otro
modo o bien consideraron que se trataba de meras concesiones pasajeras que no cambiarían la
naturaleza del sistema y que podrían anularse pasado un tiempo, como había ocurrido con la “nueva
política económica” de la Rusia soviética de 1921. Estoy dispuesto a aceptar que en 1989 los líderes comunistas polacos estaban sirviendo a su país y que tomaron esa decisión de forma consciente. Uno de ellos, a finales de 1989, me dijo que asistía al fin de su mundo: la Unión Soviética, que
40
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
él consideraba como su segunda patria, estaba desapareciendo; el marxismo-leninismo, su religión,
se volvía anacrónico y anticuado; la clase obrera, de la que se consideraba representante, le daba
la espalda a él y a su partido y demostraba su apoyo a Solidaridad y a la Iglesia católica.
Me niego a aceptar que la declaración de la ley marcial en diciembre de 1981 salvaba a Polonia
de la intervención soviética y que se trataba de un mal menor: era el Mal. En 1989 participaron
en la creación de las condiciones necesarias para una transición pacífica hacia la democracia,
para una revolución negociada. Merecen al menos el beneficio de la duda.
A principios de los ochenta, en una encuesta realizada entre estudiantes polacos, sólo el 4%
de los estudiantes respondieron afirmativamente a la siguiente pregunta: “¿Te gustaría que la
forma de socialismo que existe en Polonia se extendiera al resto del mundo?” Los sociólogos que
han analizado la situación de Polonia en dicho periodo afirman que el conflicto social tomó la
forma de un conflicto de valores más que de un conflicto de intereses (en referencia a la tesis de
Edmund Wnuk-Lipinski). Solidaridad supo articular en este conflicto el programa de la independencia nacional, de la democracia y de la libertad oponiéndose de manera frontal al sistema comunista. Ante semejante situación de polarización de las posiciones, no iba a resultar nada fácil desarrollar un proceso político que permitiera evitar el enfrentamiento y que pudiera tratarse por la vía
de negociaciones sin que los adversarios se enfrentaran y adoptaran posiciones radicales.
Por un lado, el poder comunista trataba de evitar a cualquier precio el reconocimiento de
Solidaridad como socio, ya que significaba reconocer públicamente el fracaso de la operación militar del 13 de diciembre. De esta manera rechazaba cualquier idea de “pluralismo sindical”, es decir,
de una nueva legalización de Solidaridad, que incluía también cierto pluralismo político. En primer
lugar había que convencer a la Iglesia para que formara un sindicato cristiano y se comprometiera,
o bien que decidiera corresponsabilizarse de la situación política del país, ya fuera directamente o
valiéndose de una representación política laica. La Iglesia rechazó rotundamente estas proposiciones y reiteró que Solidaridad era el único socio válido para las negociaciones. El poder propuso
negociar el pacto social en una mesa redonda compuesta por las organizaciones no gubernamentales, de la que se excluía a Solidaridad. Finalmente, el poder no tuvo más remedio que aceptar
que había que negociar con la sociedad, pero a condición de nombrar representantes. Este programa era conocido como el “del combate y el entendimiento”. Combate contra toda oposición
democrática y cualquier tipo de pluralismo social o político, y entendimiento con los creadores del
régimen. No sólo era una manifestación de hostilidad hacia Solidaridad, que se identificaba con
esas posiciones, sino también la obcecación en la filosofía del monopolio del poder y de la monocracia del aparato comunista.
En otoño de 1988, un gran congreso de “militantes obreros” seguía excluyendo cualquier posibilidad de pluralismo, y el general W. Jaruzelski declaró su negativa a dialogar con “aquellos que
ponían en duda el orden legal y constitucional del país”. Fue el estado de la economía nacional lo
que obligó al poder a ofrecer finalmente las concesiones necesarias.
Por parte de Solidaridad aparecieron estrategias de diversa índole, desde programas radicales
para derrocar al régimen hasta argumentos que, bajo el nombre de “realismo político”, promovían
la colaboración con la corriente reformista del partido que ostentaba el poder. La autoridad inquebrantable de Lech Wallesa garantizaba la cohesión de su movimiento, la unidad de las estructuras
clandestinas y de las estructuras cuasi-legales, y sobre todo la representatividad de Solidaridad,
que era la única que podía hablar en nombre de la sociedad. La amnistía de 1986 y la consiguiente liberación de los presos políticos hizo posible la búsqueda de soluciones políticas. La vuelta al
41
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
principio del pluralismo sindical, es decir, el regreso de Solidaridad a la legalidad era una condición
indispensable en cualquier negociación. Repetíamos incansablemente: “no hay libertad sin solidaridad”. En lo que respecta a este punto, la determinación era muy similar a la de los comunistas,
que pretendían aceptar una cierta pluralidad en la acción política, pero nunca jamás el pluralismo
de la actividad sindical. Solidaridad desarrolló a partir de 1987 un “pacto anti-crisis” cuyo objetivo
era acordar con la sociedad con el fin de llevar a cabo una política de reformas económicas, establecida conjuntamente por las autoridades del país y Solidaridad.
Podíamos considerar este pacto como un punto de partida de una transformación orgánica y
evolutiva en la que la esfera pública, controlada por el partido comunista, debería limitarse a realizar funciones militares e internacionales mientras que la libertad se convertía en el principio
máximo de la economía así como de la vida social. La clave de esta visión de futuro residió en
la sociedad civil. Era menos utópico de lo que parecía en un primer momento, puesto que lo que
no decía este programa era que la libertad es contagiosa y que ella misma crea sus propios
mecanismos de expansión. Se hacía necesaria una auto-limitación de las aspiraciones para evitar por encima de todo una confrontación violenta o la aparición del espectro del choque entre
dos grandes bloques. La necesidad de llevar a cabo cambios estructurales y económicos tanto
en la economía como en la política era cada vez más acusada, pero era necesario realizar un
pacto entre la sociedad y el “aparatchik” (aparato del Estado) para llevar a cabo la revolución de
una forma no revolucionaria, para que la democracia instaurada por métodos antidemocráticos
se tornara legítima y válida.
Retomando la interpretación que Sir Isaiah Berlin expone en The Hedgehog and the Fox (El erizo y
la zorra)1 basada en Arquíloco, añadiría que ellos eran como el zorro, que sabe muchas cosas, y
nosotros como el erizo, que sólo sabe una cosa, pero la más importante: una cosa llamada libertad.
El debate televisivo del 30 de noviembre de 1988 entre el jefe del sindicato oficial y miembro
del politburó y Lech Wallesa debía conseguir lo que la propaganda del régimen nunca había logrado
hasta el momento: destruir el mito de Wallesa y ridiculizar al líder de Solidaridad. Pero ocurrió todo
lo contrario: Wallesa, el vencedor indiscutible de la pugna, retornó a la escena pública polaca con
un apoyo del 64% mientras que a la pregunta de si se debía legalizar Solidaridad, un 73% respondió de forma afirmativa. La visita de Wallesa a París unos días después, a invitación de François
Mitterand, confirmó la leyenda europea del sindicalista polaco y le brindó la ocasión de presentar
su programa político.
El 6 de febrero de 1989, la “mesa redonda” reunió a 56 representantes del régimen, de la oposición democrática y de las dos centrales sindicales así como a algunos intelectuales independientes, y todos se pusieron a trabajar. En los preparativos, los representantes de la Iglesia también
jugaron un papel fundamental en calidad de observadores, mediadores o testigos. La mesa redonda reunió a dos bandos hostiles y recelosos, uno frente al otro. Sólo la Iglesia podía asegurar la
confianza mínima necesaria para que las negociaciones se llevaran a cabo, y lo que es más, que
éstas llegaran a buen puerto.
Los dos meses de negociaciones protagonizados por la mesa redonda hasta que se firmaron
los acuerdos el 5 de abril de 1989 supusieron una confrontación constante de dos puntos de vista
1
Berlin, Sir Isaiah (1953). The Hedgehog and the Fox, New York, Simon and Schuster.
42
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
diferentes y en la mayoría de los casos, contradictorios. Era una situación nunca vista. Se
reunían cara a cara el antiguo régimen y las fuerzas del cambio, los representantes del régimen
autoritario y los de la sociedad civil, el poder que conocía su ilegitimidad y la oposición que se
sabía legítima.
Y eso no sucedía en las calles ni en las barricadas, sino alrededor de una mesa, durante unas
negociaciones en las que participaron los que acababan de derribar los muros de las cárceles y
sus carceleros. No resultaba nada fácil buscar un acuerdo en esas condiciones. Más bien parecía imposible. En ambos bandos existían enemigos acérrimos de cualquier acuerdo. Sin embargo,
a lo largo de las negociaciones, surgió el tema del interés del país y eso fue lo que permitió llegar
a un acuerdo.
Inicialmente, el problema principal era reconocer el principio del pluralismo sindical y permitir
la legalización de Solidaridad. Para sorpresa de todos, una vez que se adoptó la decisión, el problema dejó de ser tan grave. Fueron las cuestiones políticas las que se convirtieron en las protagonistas de los acuerdos de la mesa redonda. En las decisiones sobre las elecciones parlamentarias que tendrían lugar el 4 de junio, el poder comunista buscó, si no la supervivencia de su
monopolio de poder, al menos la garantía de preservar su dominio político. El pacto preveía que
sólo un 35% de los escaños de la Dieta serían elegidos en elecciones libres; el resto se reservaría al partido comunista y a sus partidos satélite. El Senado se constituía por elecciones libres,
pero se veía privado de competencias políticas. El escaso tiempo que duró la campaña electoral
debía favorecer a los comunistas, que disponían de estructuras de organización y de medios de
comunicación así como de recursos financieros ilimitados. Pero todos los cálculos del poder se
revelaron inútiles y sin fundamento alguno. La campaña electoral de Solidaridad se centraba en
Lech Wallesa, el indiscutible líder nacional, y estuvo organizada por comités cívicos que se crearon de forma espontánea en todas las ciudades e incluso en los pueblos. Al oponerse al poder, la
sociedad se constituía en una unidad que proponía la elección más sencilla: “ellos” o “nosotros”,
sin necesidad de que los partidos políticos actuaran como intermediarios.
El éxito del movimiento Solidaridad y el fracaso del poder comunista fueron aplastantes. Todo
el espacio que correspondía a los cargos elegidos en elecciones libres fue tomado por Solidaridad;
los comunistas no obtuvieron ningún escaño en el Senado, y en la Dieta su mayoría desapareció,
ya que los partidos satélite los abandonaron de inmediato. En el primer gobierno participaron
ministros comunistas al frente de la defensa nacional y del Ministerio del Interior –Polonia aún era
miembro del Pacto de Varsovia– pero el jefe del gobierno era Tadeusz Mazowiecki.
El régimen comunista se derrumbó sin un solo disparo, sin cristales rotos, sin actos violentos,
sin derramamiento de sangre. El “efecto dominó” se extendió a toda la región: en Budapest se
creó otra “mesa redonda” siguiendo el ejemplo polaco, la “revolución de terciopelo” cambió el régimen en Checoslovaquia, el Muro de Berlín se hizo añicos.
Durante cierto tiempo, el cadáver del comunismo siguió envenenando el clima político; se
cometieron toda clase de errores, apareció el desencantamiento social, la transformación económica fue traumática, pero el cambio era inevitable y definitivo.
La casualidad hizo que los acontecimientos de 1989, ese annus mirabilis, tuvieran lugar doscientos años después de la Revolución Francesa. Se produce de forma natural una identificación
entre los dos cambios de régimen. Pero surge una pregunta: ¿Hay razones para afirmar que lo que
ha ocurrido en Europa Central es realmente una revolución?
43
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Giovanni Sartori, titular de la cátedra Albert Schweitzer de la Universidad de Columbia de Nueva York y profesor emérito de la Universidad de Florencia, marcó un hito en el estudio de las ciencias políticas desde Italia cuando fundó y dirigió el Centro di Studi di Politica Comparata y consolidó la creación de la Revista Italiana di Scienza Politica. Giovanni
Sartori es también, para la generación larga de españoles que vivimos intensamente la Transición, el autor de Partidos
y sistemas de partidos, obra que descubrimos primero en inglés y que hoy amarillea en nuestras bibliotecas en una
casi mítica edición de bolsillo de Alianza Editorial. Teoría de la democracia y el ya citado Partidos y sistemas de partidos, obras esenciales para entender “esa cosa extraña” (y estoy citando al profesor Sartori) que es la política, constituyeron una brújula fundamental en la primera andadura de nuestra democracia.
Después de sorprendernos de nuevo, justo tras la mal llamada caída del Muro de Berlín, con un agudo análisis sobre
la democracia después del comunismo, con envidiable lucidez, Giovanni Sartori ha continuado ahondando en el entendimiento de nuestras sociedades, reflexionando sobre el reto que suponen su creciente diversidad y complejidad. Y son
paradigmáticos en esta teoría de la democracia que desgrana su obra los criterios para lograr una ciudadanía armónica que establece en Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros, publicado en España en 2001, entre los que destaca
el de reciprocidad: tolerar a los intolerantes conduce a la extinción del tolerante. En otras palabras: apaciguar a los que
quieren acabar con nuestra libertad nunca funciona.
Giovanni Sartori ha abierto aún otro vector de análisis al filo del nuevo siglo. El provocador Homo videns: la sociedad teledirigida, propugna la libertad política como condición sine qua non de la existencia de las otras formas de libertades necesarias en una democracia: la libertad de opinión y la libertad de expresión, en particular. Y en este contexto, la noción de realidad, la ideología y la escala de trascendencia de los eventos cotidianos se configuran -y ése es su
análisis- a partir de la cultura de los media, dependiendo así de la visión de un reportero o, todavía más, del interés de
quienes controlan esos medios. La implicación de este fenómeno para el ámbito de una sociedad democrática adquiere matices peligrosos, de los que los españoles hoy somos, lamentablemente, muy conscientes.
El lema que preside la fecunda vida de Giovanni Sartori lo acuñó él mismo en una de sus primeras obras: “La libertad
implica actividad, participación en los asuntos de la comunidad política, acción positiva y también resistencia activa”.
Ana Palacio
44
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
VICTORIA Y FRACASOS
Giovanni Sartori
Para recordar lo que supuso la caída del Muro de Berlín, cuyo decimoquinto aniversario
hemos celebrado, debemos seguir el orden de los acontecimientos. Primera parada: Berlín. O
mejor dicho, dos momentos de Berlín, dos ciudades diferentes. El Berlín de 1948-1949 y el
Berlín de 1989.
En 1948, el bloqueo de Berlín desencadenó la Guerra Fría. Se hubiera desencadenado igualmente en cualquier momento, pero el factor determinante fue el bloqueo de Berlín. Cuarenta
años después, la caída del Muro provocó la caída del comunismo, y, poco más tarde, la caída
de la Unión Soviética.
Estos dos extraordinarios acontecimientos berlineses (1948-49 y 1989) supusieron un
punto de inflexión en el llamado “siglo breve”. No estoy muy convencido de su “brevedad”, pero
sí de que fue un siglo intenso y agitado. Una de las ventajas de ser mayor (ni que decir tiene
que también hay algunas desventajas) es que uno conoce la historia porque la ha vivido: uno
ha visto las cosas, las ha experimentado, en algunos casos incluso las ha tocado. Cuando los
historiadores empiezan a escribir sobre un asunto intentan, sin duda, hacerlo lo mejor posible.
Reconstruyen el pasado, y esta reconstrucción conlleva una interpretación; pero rara vez presentan sus estudios mientras ocurren los hechos.
En 1948-1949 Berlín fue rodeado y sitiado. El único vínculo de unión con Occidente era el
aeropuerto de Tempelhof. Por aquella época tuve la oportunidad de aterrizar en ese aeropuerto, y resultó ser toda una experiencia. Tempelhof no era más que un diminuto terreno cubierto
de césped en medio de la gran ciudad. Cuando aterricé (no recuerdo exactamente cuándo fue)
había una tormenta tremenda, con rayos y nubarrones negros. De pronto, el avión empezó a
45
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
descender en picado. Llegué a pensar que íbamos a estrellarnos. Pero no, ésa era la forma en
que tenían que aterrizar los aviones en ese tipo de aeropuerto. Y en aquel diminuto terreno de
césped rodeado de altísimos edificios, la facción occidental era capaz de entregar 6.700 toneladas de provisiones diarias, incluido el carbón. Recuerdo que los aviones aterrizaban y volvían
a despegar sin parar, cada dos o tres minutos. Era increíble, pero aun más lo era el esfuerzo
por ganar. Stalin pensaba que no tenían nada que hacer. ¿Cómo podían conseguir que Berlín
sobreviviera? Pero lo hicieron, durante un año entero.
Finalmente, Stalin se dio por vencido. ¿Por qué? Bueno, Stalin todavía no tenía la bomba atómica. Y en caso de que la hubiera tenido, no contaba con el sistema de distribución apropiado
ni con misiles. No podía correr el riesgo de implicarse en una guerra y decidió rendirse. Pero
ésa fue la última vez. Desde aquel momento hasta 1989, fue Occidente quien tuvo que ceder
una y otra vez. Cuando comenzaron las revueltas del Este de Europa, lo único que hizo
Occidente fue sentarse y mirar. No podía hacer nada más. A esas alturas, se había establecido la doctrina de la DMA: Destrucción Mutua Asegurada. La Destrucción Mutua Asegurada significaba que nadie podía correr el riesgo de iniciar una guerra contra la Unión Soviética.
Quiero recordar otra anécdota relacionada con aquel puente aéreo de Berlín. En 1949, estaba en Nueva York y coincidí con el General Clark, que había estado al mando del Quinto Ejército
en Italia. En 1944 había tenido la oportunidad de llegar a conocerlo bastante bien. Por aquel
entonces estaba destinado en California, y cuando lo vi en Nueva York me dijo: “Ya sabe, vine
en un avión con dos motores”; en aquella época anterior al jet, se solían utilizar aviones de cuatro motores para los vuelos transcontinentales, así que yo le pregunté: “¿Y eso, por qué?”. A
lo que me contestó: “No queda un solo avión de cuatro motores en Estados Unidos, están todos
en Berlín”.
El Muro se construyó la noche del 13 de agosto de 1961. Nadie se lo esperaba. Los servicios secretos occidentales de la época eran conscientes de que existía un plan para dividir y
sellar Berlín. Pero aquel agosto creyeron que todo estaba tranquilo y que no iba a pasar nada.
Demostraron muy poca previsión, porque la época de mediados de agosto es perfecta para las
sorpresas. Muchas guerras han empezado a mediados de agosto, por lo menos las grandes. El
Muro de Berlín se levantó en plena noche, ante la sorpresa de todo el mundo. Pero no se podía
hacer nada. El presidente Kennedy estaba de vacaciones y no quiso interrumpirlas. Adenauer
protestó, pero no con la energía suficiente. La única protesta que de verdad se dejó sentir fue
la del alcalde de Berlín. No fue hasta dos años después cuando Kennedy se pronunció al respecto y dijo aquello de “Ich bin ein Berliner”. Si hubiese pronunciado esas palabras el 14 de
agosto de 1961, quizás las cosas habrían tomado otro rumbo. Pero dos años después, al margen de ser un gran espectáculo, no tuvo ninguna consecuencia. El Muro se levantó, pero no de
manera inmediata. Berlín se cercó durante la noche, pero el muro final, el de cemento, no se
construyó hasta dos años después, en 1963. Cerca de 5.000 personas trataron de escapar.
Cuando uno miraba aquel muro, podía imaginarlas. Algunas incluso lo consiguieron. Era increíble. La libertad es absolutamente irresistible y, milagrosamente, algunos la alcanzaron.
Remontémonos ahora al 9 y al 10 de noviembre de 1989: la caída del Muro. En 1989, los
países del Este empezaron a volverse “desobedientes” y, de repente, Hungría abrió sus fronteras a Austria. Decenas de miles de alemanes del Este ya estaban ahí, esperando, y el gobierno de Alemania del Este se dio cuenta de que no se podía hacer nada para evitar que escaparan. Por eso declaró que estaba dispuesto a expedir permisos que permitirían a los alemanes
del Este cruzar el Muro y pisar, después de mucho tiempo, el Berlín occidental.
46
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
En ese instante ocurrió un hecho extraordinario. Sólo un oficial de bajo rango compareció
en la conferencia de prensa donde se realizó ese comunicado. Los medios de comunicación
no dejaban de preguntarle “¿Cuándo, cuándo va a ocurrir eso?”. A aquel pobre hombre no le
habían dado instrucciones. Miró sus papeles y entonces masculló, “Ab sofort” (“desde ya
mismo”). Y eso fue todo. No estaba autorizado para decir “Ab sofort”, pero no sabía qué otra
cosa decir. Necesitaba instrucciones por escrito y no le habían dado ninguna. Por eso pronunció aquel “Ab sofort”, y en un par de días, nos enteramos de que cinco millones de personas
habían cruzado el Muro. No existe ningún tipo de acta ni de documento oficial que atestigüe
que eso se estaba produciendo, ni siquiera una hora después de que la gente empezara a cruzar la frontera. ¿Quién ordenó a la policía fronteriza que se retirara? No lo sabemos y, personalmente, creo que no lo hizo nadie. Los guardias se evaporaron, simplemente desaparecieron. Por
lo que yo sé, fue aquella expresión, “Ab sofort”, la que destruyó el Muro de Berlín.
Pasemos ahora al tema de la televisión. En Estados Unidos la conmemoración de este acontecimiento ha sido un auténtico fiasco. Cualquier otro programa de las tres grandes cadenas
nacionales tuvo más audiencia que la emisión sobre el Muro de Berlín. Se impuso la industria
del entretenimiento. Y las cadenas se lo tomaron con mucha calma. Se dijeron, “A la gente le
interesan los asesinatos, las tormentas o los terremotos. ¿Por qué les va a interesar el Muro
de Berlín?”. Ésa fue su justificación, algo que personalmente me resulta repugnante. A menudo suelo citar el cinismo de esta respuesta. Si la gente no está interesada, es sobre todo porque a lo largo de los años las propias televisiones se han encargado de restar interés al asunto. La gente reacciona ante lo que ve. Si no ve nada, si no se le informa sobre nada, evidentemente no puede estar interesada. Es una explicación muy sencilla. Este fiasco televisivo es
culpa de la televisión, y eso es algo que dice mucho de nuestro futuro. Fue sin duda el acontecimiento más importante de la segunda mitad del siglo XX, porque la caída del Muro de Berlín
supuso (aunque unos años después) la caída de la Unión Soviética, y, por tanto, la caída del
comunismo y un nuevo renacer de la Historia.
Evidentemente, no se trata de un acontecimiento plasmado en imágenes impactantes. Si se
hubiesen publicado buenas imágenes, como las de las Torres Gemelas el 11 de septiembre, la
gente habría querido ver más y más. ¿Pero qué es lo que vimos? Vimos masas de gente cruzando el Muro. Con diez minutos era más que suficiente. No se trataba de un acontecimiento
interesante visualmente, a pesar de que se trataba de un hecho de una importancia simbólica
sin parangón, comparable a la toma de la Bastilla. De hecho, la toma de la Bastilla, en sí, no
significó nada. En la Bastilla sólo había tres guardias y un puñado de prisioneros. En realidad
no pasó mucho más. No podría considerarse un asalto; los materiales se vendieron a constructores que ganaron una fortuna con aquellos restos. Aun así, el 14 de julio es la fiesta nacional
francesa porque la toma de la Bastilla simboliza el final del Antiguo Régimen. El Muro de Berlín,
en cambio, no consiguió convertirse en un acontecimiento con la misma categoría simbólica, a
pesar de tratarse de una historia real (y no una inventada en su mayor parte). Y no lo consiguió
porque, afortunadamente para Francia, en 1789 no existía la televisión; pero para nuestra desgracia, en 1989 ya había sido inventada.
Dos citas condensan lo ocurrido en 1989. La primera es de Martin Malia: “Nada nos ha sorprendido más del comunismo que la forma en que salió de la historia”. Es una cita extraordinaria, porque todos sabíamos que los regímenes comunistas se estaban viniendo abajo, pero
nadie podía imaginar que el colapso se iba a producir tan rápidamente, o de la manera en que
ocurrió. La segunda es obra de Enzo Bettiza. Se trata de un epitafio: “En 1989, la nada implosionó y se tragó a sí misma”. Es imposible ser más conciso.
47
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
En 1990, poco después de la caída del Muro, escribí un pequeño panfleto, La democracia
después del comunismo. En él apuntaba que la democracia ya no tenía enemigos, pero ¿en qué
sentido y hasta qué punto no tenía enemigos la democracia? Yo sostenía que no existía una
contra-legitimidad con respecto a los países en los que el principio de legitimidad es la voluntad de la gente. Evidentemente, en los países teocráticos esa legitimidad no se aplica porque
es la voluntad de Dios y no la voluntad de la gente la que cuenta (en 1990 Fukuyama se olvidó del Islam). Pero en la medida en que las sociedades políticas se basan en el principio de
legitimidad democrática, en esa precisa medida, la democracia ha vencido al comunismo.
A pesar de esta premisa, fui víctima de una emoción excesiva (algo bastante inusual en mí).
Creía que el pensamiento ideológico podría vencerse y que podríamos volver al pensamiento
real. Y es que el pensamiento ideológico es sinónimo de no-pensamiento: está muerto, congelado, se trata de una mera repetición del pensamiento anterior. La gente deja de pensar en lo
que dice, se limita a transmitir el mismo lema. Esta preocupación queda reflejada en mis libros.
Siempre he combatido el pensamiento ideológico, y en aquel momento pensé que estábamos
ante el instante en que volvería el pensamiento real, la capacidad de pensar. En 1990 afirmé
que eso podría ocurrir para 2050, gracias al cambio generacional. Pero me temo que estaba
equivocado, porque, aunque la ideología del comunismo (la ideología, no la filosofía) falleció
definitivamente, nos encontramos con la fórmula de la corrección política, que viene a ser lo
mismo. Ahora, el mundo se divide entre personas políticamente correctas y personas políticamente incorrectas. Es equivalente a las divisiones ideológicas del pasado.
Existen dos aspectos a tener en cuenta en lo que respecta a este análisis de la era postcomunista. Uno de estos aspectos es la escena internacional. Una vez más, ha cogido a mucha
gente por sorpresa. Todos nos habíamos acostumbrado a la DMA –la Destrucción Mutua
Asegurada–, que nos había proporcionado una clara estabilidad. Con la DMA, nos encontramos
con un buen número de guerras secundarias y periféricas (África fue uno de los campos de batalla preferidos), pero los dos contendientes principales fueron sumamente cuidadosos. Tenían
que serlo. Todos pensábamos que si aquella suerte de mundo bipolar se llegaba a colapsar,
tendríamos más inestabilidad, aunque fuera una inestabilidad positiva, y no una inestabilidad
amenazante. De hecho, un extraño aspecto de nuestra actual inestabilidad con respecto a la
caída del “Muro de los Muros” es la reconstrucción de cientos de nuevos muros. Desde 1989
hemos asistido a noventa guerras locales que han reconstruido otros tantos muros, guerras
cuya intención era la de reconstruir pequeñas entidades nacionales. Algunas de ellas estaban
justificadas (las identidades nacionales existen), pero muchas de ellas eran, como mínimo, sospechosas. Derivaban de la aplicación del principio de que es mejor ser general en un país
pequeño que coronel en uno grande. Cuantos más países, más generales; y eso hace felices a
los generales (la única excepción a esta tendencia a la “reconstrucción del muro” fue la guerra
de Iraq de 1991). Por tanto, pasamos de una gran y única muralla a un montón de pequeñas
murallas. Tal vez los pequeños muros sean mejores que los grandes. Pero, una vez más, nos
hemos vuelto a encontrar con un nuevo muro, tan inmenso como el de antes: el islámico.
El otro aspecto es la escena democrática (insisto una vez más, se trata de la escena democrática, no de la escena internacional). ¿Qué le ocurrirá a la democracia? De nuevo, dando
muestras de mi pesimismo y por lo tanto de mi cautela, vuelvo a recuperar una pregunta que
formulé en 1990 y que cito textualmente: “¿Resistirá la democracia a la democracia?”. Hice
esta pregunta porque es el enemigo quien nos mantiene unidos, quien nos mantiene movilizados. Y ahora no cabe duda de que tenemos un nuevo enemigo. Eso es lo que yo creo, al menos.
Como no soy diplomático, puedo hablar sin diplomacia. Creo que asistimos a un choque de civi48
1. EL DERRIBO DEL MURO: ACCIONES Y RAZONES
lizaciones y que es inútil negarlo. La diferencia reside en que este nuevo enemigo no está generando la respuesta que generaba el anterior. Contra el comunismo, la Guerra Fría unió al mundo
occidental, a pesar de que existía el riesgo de la guerra atómica. Pero ahora, cara a cara con
el nuevo enemigo, ha ocurrido justo lo contrario. Occidente no sólo no está unido, sino que se
está desmembrando y rindiendo.
La diferencia reside en que ya nos somos los mismos. Yo sigo siendo la misma persona que
era durante la Guerra Fría, pero las nuevas generaciones son diferentes. Y las nuevas generaciones, para bien o para mal, se parecen cada vez más al niño consentido del que hablaba
Ortega. Son blandos. Por lo general, estamos perdiendo valor, vigor y principios. Lo único que
quieren nuestras sociedades es vivir de la manera más feliz posible; no quieren plantarle cara
a las perspectivas menos agradables, a las posibilidades desagradables. Prefieren meter la
cabeza bajo tierra. En los años cuarenta y posteriormente, Occidente tenía la voluntad de resistir. Ahora no está tan claro. Y uno de los motivos por los que está poco claro se debe a que no
sólo las sociedades ricas han acabado convirtiéndose en sociedades blandas, sino que además seguimos teniendo al viejo enemigo entre nosotros. Oficialmente, los comunistas de tipo
estalinista han dejado de existir, pero sus huérfanos han decidido vengarse. Han perdido
Moscú, su casa madre, pero siguen combatiendo la democracia liberal. Les encantaría que la
democracia liberal fracasara y su nueva bandera es el tercermundismo. Y el tercermundismo
debilita profundamente nuestra resistencia.
Actualmente, nuestro problema más serio es que la izquierda sigue creyendo que la democracia liberal, y por consiguiente, la democracia occidental, es una democracia capitalista malvada. Con el fin de combatirla ha decidido abrazar el multiculturalismo en nuestras sociedades.
Y ésta es una guerra que no vamos a ganar si no nos damos cuenta de que estamos realmente en peligro.
49
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
51
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Nicolas Baverez se doctoró en la Universidad de Paris X en 1986 y se graduó en la Escuela Nacional de
Administración. Es autor de libros de reconocida calidad intelectual como Raymond Aron, un moraliste au temps des
idealogies (1997) y Les orphelins de la liberté (1999). Además de su actividad de escritor y colaborador habitual en
distintos medios de comunicación, Nicolas Baverez gestiona su propio bufete de abogados especializado en Derecho
Mercantil y Administrativo.
“Cuanto más cambien las cosas, más hay que hacer para no cambiar nada”. Esta frase de Francia en declive, obra
con la que Nicolas Baverez irrumpió en el panorama intelectual europeo, insisto europeo y no sólo francés, resume a
la perfección el dilema al que se enfrenta nuestro gran país vecino en particular, y Europa en general.
De acuerdo con Baverez, el Estado intervencionista ve en la libertad individual una amenaza a su poder, a su control de las vidas de los ciudadanos. De ahí la sobrerregulación, los pesados impuestos y otras recetas que coartan la
iniciativa individual. El resultado no tarda en hacerse patente; la calidad de vida empeora, se pierde en términos de
prosperidad, de seguridad e incluso de identidad.
Francia en declive ha causado y sigue causando enorme polémica porque no se esconde en lo políticamente correcto. Llama las cosas por su nombre. Y su rigor y honradez intelectual irrita a los políticos acomodaticios y poco dispuestos en general a escuchar la verdad no complaciente. Esta agitación de la clase política queda perfectamente reflejada en el artículo que Dominique de Villepin, a la sazón Ministro de Asuntos Exteriores, publicó en Le Monde proclamando que “La France qui tombe ne tombe pas”.
Pero Nicolas Baverez no se queda en la mera crítica, sino que indica el camino a seguir, camino que pasa por dar
más libertad a los individuos. El futuro de Francia, de España y de Europa está en nuestros ciudadanos y su innata
creatividad. La primera responsabilidad de un gobierno es fomentar esa creatividad, crear las condiciones necesarias
para que esa energía se transforme en la fundación de empresas, en el renacimiento de la cultura, en soluciones imaginativas para los problemas sociales que padecemos.
Ana Palacio
52
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
DEL FIN DE LAS IDEOLOGÍAS
A LAS DESILUSIONES DE LA LIBERTAD*
Nicolas Baverez
Quiero en primer lugar agradecer a la señora Ana Palacio su invitación a participar en este
ciclo de conferencias que organiza la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, presidida por el ex Presidente del Gobierno español, José María Aznar.
Se nos convoca para reflexionar sobre “la revolución de la libertad”, simbolizada en la fecha
del 9 de noviembre de 1989, cuando los ciudadanos de Berlín se atrevieron a derribar la barrera levantada por el comunismo que les separó durante años al coste de muchas vidas humanas que intentaron traspasarla.
Han pasado quince años desde entonces, y he sintetizado lo sucedido en esos tres lustros
en un título que entiendo significativo: Del fin de las ideologías a la desilusión de la libertad, esto
es: el proceso que transcurre desde que podemos dar por concluido el papel del comunismo
en la Historia, hasta nuestros días, en que otras amenazas nos preocupan con intensidad creciente. Nos surge entonces la angustia de ver que el sueño de disfrutar de la libertad sin esfuerzo ha de ser sustituido por la necesidad de luchar por ella otra vez y reconquistarla frente a enemigos nuevos.
* Este texto es un resumen no literal de la Conferencia pronunciada el 10-12-2004 por Nicolas Baverez en el Aula Magna de la
Universidad San Pablo-CEU de Madrid, dentro del ciclo “La revolución de la libertad” organizado por la Fundación para el Análisis y
los Estudios Sociales (FAES).
53
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
En efecto, tras la derrota del comunismo se pensó que había llegado el fin de la historia.
Incluso Francis Fukuyama dio tal nombre a su célebre ensayo, entendiendo que el paradigma
de la democracia liberal había ganado, en todas partes y para siempre, la partida. Parecía que
el mito revolucionario y las utopías totalitarias pertenecían al pasado, que la libertad estaba
adquirida por toda la eternidad, y que con el supuesto final de los ciclos económicos, sustituidos por una expansión sin límites, la nueva economía globalizada abría un panorama pleno de
promesas.
El despertar fue brutal. En la mañana del 11 de septiembre de 2001, un comando terrorista estrelló dos aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York y asesinó a miles de personas
para recordarnos que las cosas no iban a resultar tan sencillas como las habíamos imaginado.
De golpe, el mundo se dio cuenta de que el fin de las ideologías –que, ciertamente, había tenido lugar al desmoronarse la principal de ellas– no significaba el fin de la historia, y de que realidades que parecían superadas (el odio, la opresión, la tiranía) formaban parte también de
nuestro presente.
Ese día comprendimos que la batalla de la libertad no se gana de una vez para disfrutarla
luego sin esfuerzo. Al derrumbarse el World Trade Center quedó claro que, ante la nueva configuración del mundo posterior a 1989, correspondería una nueva lucha por la libertad. Distinta
de las libradas en épocas anteriores, sí, y contra adversarios de otra naturaleza y con otras
intenciones: pero lucha al fin y al cabo.
Sí, la libertad es algo por lo que hay que pelear siempre sin darla por conquistada, y en esa
tesitura se debate el mundo en nuestros días.
Una posguerra sin dirección
La historia del siglo XX ha sido rica en conflictos, y si volvemos la mirada atrás la encontramos
plagada de crisis de naturaleza diversa, si bien todas ellas de gran trascendencia: crisis bélicas, crisis políticas, crisis económicas.
Tres grandes crisis bélicas. La Primera Guerra Mundial, que da protagonismo a las naciones
y disuelve los últimos imperios europeos, al tiempo que supone la entrada de los Estados
Unidos en el tablero del poder internacional. La Segunda Guerra Mundial, contra el totalitarismo nazi. Y la Guerra Fría, que bajo una forma distinta libró una continua batalla de contención
frente al agresivo totalitarismo comunista.
Tras estas crisis bélicas subyacen dos crisis políticas: en los veinte primeros años de la centuria, la lucha de los pueblos contra los imperios; y luego, la de las democracias contra los totalitarismos de uno y otro signo.
Y, por último, conviven con tres crisis económicas: la inflación de los años 20, en que el
mundo vivió el espejismo del progreso continuo (los happy twenties); la deflación de los años
30, con la Gran Depresión y el crac bursátil de 1929; y la estanflación de los años 70, cuando
la sombra amarga de un paro persistente puso fin al periodo expansivo anterior.
¿Qué lectura podemos hacer de tan intrincado panorama? La inmediata, desde un punto de
vista geoestratégico, es que, como resultado de todas estas crisis, los Estados Unidos han
alcanzado un liderazgo mundial en detrimento de la influencia de Europa, víctima en ese sentido de las tres posguerras y de las tres sucesivas y traumáticas descolonizaciones.
54
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
Hay una diferencia. Tras las dos guerras mundiales, el proceso de reorganización de la política internacional que ambas supusieron tuvo un órgano director: la Sociedad de Naciones en
un caso, la Organización de Naciones Unidas en el otro. Las cuales, mejor que peor, pilotaron
el proceso. Sin embargo, la tercera posguerra, la que nace en 1989-1990 con el derribo del
Muro, la disolución de la URSS y el final de la Guerra Fría, no está siendo organizada por nadie.
Y hemos pagado enseguida el precio de esa incertidumbre.
Sin duda, Estados Unidos continúa siendo la gran potencia mundial, y ocupa un lugar preeminente que por el momento nadie le discute. Con todo, ya despunta China, al alba de su renacimiento como nación protagonista en el inmediato devenir de la humanidad. ¿Qué surgirá de
la competencia entre ambas? El gran país asiático ya se está convirtiendo en un duro rival para
todas las economías del mundo, por su enorme masa laboral a bajo coste y su incomensurable mercado potencial.
Mientras que la Sociedad de Naciones y la ONU intentaron establecer una serie de pautas
por las que se regirían todos los países miembros (respetadas –al menos nominalmente– con
mejor o peor fortuna), ahora asistimos a una divergencia en los valores fundamentales entre
unas naciones y otras. Y esto sucede en un contexto de globalización que no esconde, sino que
amplifica, esa divergencia y el roce entre cosmovisiones opuestas. Bajo la apariencia de paz,
subyacen pues tensiones muy importantes sin que ningún organismo esté velando por limitar
su alcance ni por encauzarlas en una tarea común.
Las amenazas a la libertad
El error vuelve a ser el deseo de una vida sin riesgo, en que la libertad nos venga dada sin
esfuerzo por nuestra parte. De hecho, hubo quien pensó que no sería precisa la acción de los
hombres: la simple existencia de una técnica nueva de comunicación global, Internet, propagaría por sí sola la idea de la libertad, la plasmaría en hechos, y vencería todas las resistencias
a ella sin sacrificio perceptible.
¿Cuál es la realidad, sin embargo?
La realidad es que la democracia sigue siendo minoritaria en el mundo. Aunque se han producido avances significativos, sólo está asentada con firmeza en el Viejo Mundo, en Australia y en
Estados Unidos. En Iberoamérica y en aquellos países de Asia y África que han optado por ella, vive
sometida a multitud de incertidumbres y de tentaciones política o culturalmente totalitarias.
La realidad es que la libertad continúa teniendo enemigos, desde los residuos del socialismo hasta la marea del integrismo islámico.
La realidad es que, en una pugna descarnada con esa fuerza de cohesión entre personas y
pueblos que supone la globalización, se halla la fuerza disgregadora de la violencia nihilista.
Conocíamos, sí, la experiencia de que un Estado apoyase el terrorismo: lo hicieron todos los
regímenes comunistas financiando y entrenando a grupos de ideología marxista-leninista para
sus atentados en Occidente. Conocíamos la experiencia de que Estados islámicos fomentasen
el yihadismo, como Siria, Irán, Iraq, etc. Lo nuevo fue que un Estado entero llegase a estar controlado por un grupo terrorista, como sucedió en Afganistán.
Ésta es la realidad con la que nos enfrentamos en nuestros días, justo cuando comenzábamos a soñar en disfrutar la paz y la libertad ganadas por otros. Pero es que hay algo que los
55
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
europeos olvidamos con frecuencia: que la paz y la libertad tienen un precio, y que querer ser
libres implica estar dispuestos a pagarlo.
Hasta aquí hemos enumerado ciertos motivos para enjuiciar con pesimismo la situación contemporánea. Con ellos coexisten razones para el optimismo.
Pensemos, por ejemplo, en la incorporación al capitalismo de nuevos y gigantescos entornos
demográficos, como China, Brasil o la India. Contra lo que querría esa suerte de pensamiento
oficial progresista o políticamente correcto, son este tipo de países los mayores defensores de
la libertad económica. El Sur (los países subdesarrollados o en vías de desarrollo) irrumpe
como abanderado de los principios de la libre empresa y el libre comercio, mientras el Norte
desarrollado se vuelve proteccionista, temeroso de la competencia.
He aquí una verdadera “descolonización”, en la medida en que supone un acceso de esos
países a las corrientes reales de la economía mundial, a las que hasta ahora permanecían ajenos, vinculados a tradiciones culturales, corsés ideológicos o clases directoras corruptas (interesadas en la regulación estatal) que impedían su crecimiento.
Europa, en una encrucijada decisiva
Y así, frente al indiscutible liderazgo mundial de Estados Unidos y frente al auge de países de
potencial inimaginable, como los citados, Europa se mira a sí misma y comprueba que carece
de medios políticos de actuación sobre el mundo. Por desgracia, quienes primero lo perciben
son las personas mejor preparadas, y así es como en los últimos años están huyendo de nuestro suelo las cabezas científicas, motoras de la investigación y el progreso.
Los desafíos son, pues, importantes.
Por un lado está el denominado choque de civilizaciones. Resulta crucial que se adopten
medidas políticas para que la tradición de integración no se vea derrotada por minorías violentas. Ahora bien, justo porque son violentas, serán precisas asimismo medidas militares, porque
hay Estados que fomentan el encono entre religiones y culturas.
También es un desafío la mundialización de la economía. Con todo, no hemos de verla con
ojos timoratos, porque es el arma principal contra la pobreza. El libre comercio no sólo fomenta la paz, sino que permite a los desfavorecidos prosperar con la venta de sus mejores productos o de sus mejores condiciones, hasta extremos impensables sólo hace unos años. Es falso
que haya que optar entre la globalización y la protección social. El Estado –y no precisamente
el Estado providente del socialismo– sólo puede proteger a sus ciudadanos cuando la sociedad
que rige está incrementando su riqueza, y eso sólo sucede en entornos de libertad de comercio, desregulación y competencia.
Por último, Europa ha de concienciarse de su propia necesidad de autoprotección. Los
Estados Unidos no podrán responder ellos solos eternamente a la demanda de seguridad de
las democracias, que asumieron como propia en la Segunda Guerra Mundial, luego durante la
Guerra Fría, y ahora cargando sobre sus espaldas el peso principal de la lucha contra el terrorismo. En ese sentido, ha de juzgarse positiva la incorporación a la Unión Europea, tras la
ampliación a 25, de países como Polonia, Hungría, Chequia o Eslovaquia. Estas naciones, que
han padecido el totalitarismo comunista y la tiranía de la Unión Soviética, aportan una mentalidad habituada a resistir a la opresión. Saben los sacrificios que ello implica, pero no menos
56
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
saben que la libertad vale la pena, esto es, vale las penas empleadas en su conquista y custodia. No es casualidad que los gobiernos de dichas naciones se hayan convertido en los principales aliados europeos de Estados Unidos desde el 11-S.
No puedo dejar de señalar que nuestro viejo continente está sometido a un suicidio demográfico, por la caída de la natalidad, y económico, debido a la persistencia en el proteccionismo
estatal.
El peso proporcional de la población europea en el contexto mundial ha descendido en un
siglo hasta límites impredecibles. Todavía conserva un peso crucial en el planeta en virtud de
su potencial científico y tecnológico, mas ¿qué pasará cuando masas de población emergentes
en otras latitudes alcancen ese nivel?
Es aquí donde aparece el otro suicidio, el económico. La Agenda de Lisboa pareció marcar
el camino de unas reformas liberalizadoras que pusiesen a la Unión Europea en un camino de
crecimiento similar al que está sacando de la pobreza a zonas emergentes del mundo mucho
más pobladas. Pero muy pronto ese camino ha sido abandonado.
Junto a ambas amenazas de “suicidio” e interrelacionadas con ellas, Europa padece dos
grandes carencias.
No tiene un buen sistema de decisión política, que se pierde en un marasmo de instituciones y órganos colegiados de función coincidente o no permanente, donde el peso de los intereses de los Estados continúa prevaleciendo sobre los intereses de la Unión como entidad política propia ante el resto del mundo.
Y tampoco posee un sistema de defensa militar capaz de garantizar su autodefensa, en caso
de que Estados Unidos se retirase del papel protector que desempeña desde hace sesenta
años.
Conclusión
Éste es el panorama del mundo quince años después de la caída del Muro de Berlín, y menos
de un lustro después del final del sueño, acaecido un 11 de septiembre.
No hay que ignorar la realidad ni las amenazas. Es indispensable la unidad de las democracias para hacerles frente, y no hay por qué dudar en combinar esa respuesta política en defensa de la libertad, movilizando a todas las instituciones para ello, con una respuesta militar cuando sea precisa. La libertad es una conquista perpetua, no un terreno en el que asentarse definitivamente para disfrutar sus beneficios. Entenderlo exige un trabajo cotidiano de pedagogía,
y ésa es la labor principal que tenemos ante nosotros.
57
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
“Aunque resulte doloroso, es conveniente admitir que para muchos latinoamericanos el liberalismo es la tremenda
desigualdad entre ricos y pobres, la corrupción de los políticos, el egoísmo, la explotación inicua, y es, en suma, el peor
perfil de la sociedad en la que viven”. Esta sectaria visión que comparten lamentablemente muchos europeos es una
de las ideas clave que desarrolla Carlos Alberto Montaner.
Entre los ejemplos que avalan la anterior afirmación, uno me resulta particularmente preocupante: hace aproximadamente tres años, nuestro actual Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, declaraba al diario El País:
“el hundimiento del muro permitió una ofensiva ideológica neoliberal encabezada por Thatcher y Reagan que ha supuesto un fracaso estrepitoso en cuanto a la mejora de las condiciones de vida de las sociedades donde lo han padecido”.
En coherencia con esta declaración, vemos hoy cómo se erige en palmero del sátrapa Chavez y adalid de un proyecto
diseñado por la dictadura cubana que, como recientemente ha escrito Vaclav Havel, “conduce a condenar a los disidentes cubanos al apartheid político”. El objetivo del actual Gobierno de España es que la UE levante lo que denomina
“dañosas sanciones” contra Cuba, limitadas, en realidad, a que las delegaciones europeas no sean encabezadas por
ministros –evitando así “la foto” y la manipulación subsiguiente por parte del dictador– y que las embajadas de los
Estados miembro inviten a los luchadores por la democracia. Son estos, frente a la ruin propuesta de nuestro gobierno, mínimo insoslayable para que Europa pueda mirarse al espejo cuando predica defender la libertad en América
Latina.
Carlos Alberto Montaner, cubano de nacimiento, ha sido profesor universitario y conferenciante en las más prestigiosas instituciones de América Latina y Estados Unidos. En 1990, y a partir de la experiencia española, creó la Unión
Liberal Cubana con objeto de encontrar una vía pacífica para iniciar una transición hacia la democracia que incluyera
a cubanos de todos los sectores de la vida pública nacional. Otra faceta suya igualmente importante: Carlos Alberto
Montaner escribe sin descanso predicando el valor de la libertad y la responsabilidad que acarrea ser libre. Además de
prestigioso columnista, leído por seis millones de personas regularmente, según las estimaciones, es autor de libros
entre los que destacan ¿Cómo y por qué desapareció el comunismo?, Libertad, la clave de la prosperidad, No perdamos también el siglo XXI, Manual del perfecto idiota latinoamericano, y tal vez el más conocido Las raíces torcidas de
América Latina, publicado hace dos años.
La vida y la obra de Carlos Alberto Montaner están marcadas por la dictadura castrista, por la falta de libertad en
su país, por la represión a la que están sometidos los cubanos. Él es testigo, y al tiempo ejemplo, de la dureza y también de la importancia de la lucha por la democracia y la libertad.
Ana Palacio
58
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
EL TOTALITARISMO Y LA NATURALEZA HUMANA:
CÓMO Y POR QUÉ FRACASÓ EL COMUNISMO
Los diez factores psicológicos que hacen incompatibles al hombre y al marxismo
Carlos Alberto Montaner
A principios de la década de los noventa viajé a Moscú en varias oportunidades. El mundo
había sido testigo de dos sucesos asombrosos: la pacífica desintegración de la URSS y la disolución por decreto del partido comunista más grande y fuerte del planeta. En ese momento, cuando en el año 1989 el mundo comunista se vino abajo, durante un instante pareció que la libertad
podía incluso llegar a Cuba, como había llegado a todos los países de Europa central. Parecía
imposible que se sostuviera la dictadura castrista si desaparecía la referencia comunista soviética. Ya gobernaba Boris Yeltsin, con quien, a su paso por Estados Unidos, había compartido una
interesante mañana en la que pude darme cuenta del increíble nivel de confusión e improvisación
que existía en los altos mandos del Kremlin y el intenso miedo que este político, nacido en los
Urales, en los confines de Europa, sentía a ser ejecutado por el KGB mediante un aparato que
podía paralizarle el corazón.
Curiosamente, el entierro de la URSS podía verse como una victoria del nacionalismo ruso, que
juzgaba ese desmembramiento como una suerte de deseada liberación que libraba a Moscú de
un rosario de incosteables sanguijuelas. Sólo Cuba, en el remoto Caribe, había costado a los
rusos más de cien mil millones de dólares en inútiles subsidios a lo largo de varias décadas. Una
cantidad realmente extraordinaria, teniendo en cuenta que el Plan Marshall había costado sólo
11.000 millones de dólares. ¿Qué sentido tenía continuar sosteniendo a la Nicaragua sandinista,
agregar a la lista de satélites la Etiopía de Mengistu y la Angola revolucionaria, o insistir en la guerra colonial de Afganistán? Entonces se repetía una audaz frase que sintetizaba esta pragmática
59
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
posición política: “hay que liberar a Rusia de la URSS”. Al fin y al cabo, aun podándole las adherencias imperiales, Rusia seguía duplicando en tamaño a cualquiera de las otras grandes naciones de la tierra: Estados Unidos, China, Canadá, Brasil o la India. El mundo veía a los soviéticos
como verdugos, mientras los rusos, en cambio, se percibían como víctimas de una ideología que
había hipertrofiado el perímetro de sus responsabilidades económicas y militares en perjuicio del
bienestar de la propia población eslava.
Pero tal vez más sorprendente aún que la incruenta cancelación del imperio soviético fue el dócil
comportamiento del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS): sus veinte millones de miembros acataron la orden de disolverse sin protestar, y el país de Lenin, el país de la “gloriosa
Revolución de Octubre”, meca y mito de todos los revolucionarios radicales del siglo XX, a una sorprendente velocidad enterró los dogmas y doctrinas marxistas-leninistas con un universal gesto de
fatiga.
En un viaje a Moscú, tras entrevistarme con el canciller Andrei Kozirev y el vicecanciller Georgi
Mamedov para hablar de los inevitables asuntos cubanos, por medio del escritor Yuri Kariakin –un
gran especialista en Dostoievski y en Goya– concerté un encuentro con Alexander Yakovlev, un personaje que ya estaba fuera del gobierno, ex embajador de la URSS en Canadá y tal vez el principal consejero e ideólogo de Mijaíl Gorbachov. Quería escuchar en su propia voz una explicación
coherente sobre el proceso que había liquidado el sistema comunista en la nación que por primera vez lo puso en práctica.
En ese momento Yakovlev era el funcionario clave de una fundación creada por Gorbachov, e
irónicamente nos recibió en el enorme despacho que había ocupado Mijaíl Suslov hasta su muerte, ocurrida en 1982. Suslov había sido el implacable defensor de la ortodoxia comunista, el
Torquemada de mano dura contra cualquier desviación de la obediencia al Kremlin, ya fuera el
trotskismo, el titoísmo o la revuelta húngara de 1956. Si existía un símbolo del drástico cambio
ocurrido en la URSS era que Yakolev estuviera sentado exactamente en el lugar que, en su
momento, ocupó el temido Suslov.
Un sistema contrario a la naturaleza humana
La historia que me contó Yakovlev merece ser repetida. Este héroe de la Segunda Guerra Mundial,
miembro prominente del Partido, a principios de la década de los setenta se atrevió a escribir que
el comunismo soviético arrastraba un perverso componente de la historia zarista que lo llevaba a
ejercer la violencia indiscriminada contra la sociedad, lo que, a su vez, impedía el desarrollo de la
URSS en todo su enorme potencial.
Esa opinión era muy riesgosa, y tal vez, para impedir que ese peligroso juicio se contagiara a
otros camaradas, el entonces premier Leonid Breznev, quien poco antes, tras la invasión de
Checoslovaquia de 1968, había formulado la doctrina imperial que le concedía al PCUS el derecho a decidir dónde y cuándo desplegar los tanques para preservar el comunismo en el planeta
–que era tanto como asignarle a la URSS el derecho al uso indiscriminado de la violencia a escala internacional–, le procuró a Yakovlev un exilio dorado, nombrándolo embajador en Canadá –otro
enorme país helado, como Rusia, mas próspero, pese a todo–, lejos de las intrigantes camarillas
del Kremlin.
Pero el destino, como en el reino de Serendip, a veces desemboca en el lugar exactamente contrario al procurado. Sucedió que un día llegó a Canadá en viaje oficial un joven técnico en desarrollo agrario, prometedora estrella del Partido Comunista, el señor Mijaíl Gorbachov, y se reunió con
60
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
su embajador Alexander Yakovlev, y estuvieron conversando durante varios días, tal vez porque la
misión de Gorbachov se prolongó más de lo previsto, o tal vez porque el avión de Aeroflot, la línea
aérea soviética, se averió más de lo acostumbrado.
Es muy aleccionador pensar que aquellas pláticas amables pero apasionadas entre dos personas inteligentes, que podemos imaginar humedecidas por un buen vodka ruso, sin que nadie lo
supiera y sin que los interlocutores lo sospecharan, cambiaron el rumbo de la humanidad. Anécdota
que nos recuerda la fragilidad de esa futurología mecanicista basada en el acopio de información
económica o en las predicciones de los expertos. Si alguien ha creído alguna vez que la historia se
mueve como consecuencia de los factores económicos o que es predecible, llegará a la conclusión
contraria al escuchar la historia de Yakovlev y Gorvachov. Porque fue allí y entonces, aparentemente, donde Gorbachov se convenció de que el comunismo era reformable si se eliminaba ese doloroso componente de violencia que impedía el libre examen de los problemas. Fue allí y entonces
donde dos comunistas patriotas se persuadieron de que sabían exactamente qué hacer para que
el país más grande del mundo se convirtiera, además, en el más rico, feliz y desarrollado.
Era necesaria la reforma, la luego tan mentada perestroika. Pero para que la reforma diera sus
frutos había que quitarle las cadenas al juicio crítico: eso era la glasnost, la transparencia sin consecuencias ni represalias, la recuperación de la verdad como instrumento de análisis y corrección
de los males. Si a la planificación colectivista y a la búsqueda de la justicia distributiva inherentes al marxismo se agregaba la libertad, el comunismo –concluyeron Yakovlev y Gorbachov– se
convertiría en un modelo imbatible para lograr la felicidad de los pueblos.
Y, andando el tiempo, de un modo casi mágico las cartas fueron cayendo ordenadamente sobre
la mesa: tras la muerte de Breznev, lo sucedió en el cargo Yuri Andropov, un reformista moderado
y prudente, ex jefe del KGB y amigo de Gorbachov, quien de la mano de su poderoso protector
ascendió unos peldaños dentro de la burocracia soviética. Pero en 1984 murió Andropov y, en lo
que parecía ser un retroceso, fue elegido Konstantin Chernenko, un “duro” de la época de Breznev
–fue su jefe de gabinete–, mas llegó al poder a los 74 años, ya enfermo de muerte.
Apenas un año más tarde, en efecto, Chernenko murió, y probablemente ese hecho convenció
a la nomenklatura soviética de la necesidad de estabilizar la autoridad eligiendo a un líder razonablemente joven y saludable capaz de dirigir al país durante un largo periodo. Fue en ese punto en
el que Mijaíl Gorbachov entró en la historia por la puerta grande. Sólo tenía 53 años y proyectaba
una imagen vigorosa. Con él traería de la mano a Yakovlev, y lo colocaría al frente del aparato de
propaganda para defender el novomyshlenie o nuevo pensamiento, las “nuevas ideas”.
Los hechos que siguieron son más o menos conocidos. Gorbachov comenzó por continuar las
reformas emprendidas por Andropov (entre ellas la de racionar el alcohol o aumentarlo significativamente de precio, dado que este vicio supuestamente debilitaba la capacidad productiva del país
–una campaña en la que ya había fracasado el bueno de Nicolás II, último zar de Rusia), pero lo
verdaderamente decisivo fue la tolerancia con espacios de libertad crítica que fueron aumentando de manera imparable en círculos cada vez más amplios. Poco a poco, los comentarios negativos dejaron de limitarse a los problemas concretos de la economía y se empezó a cuestionar la
esencia del sistema soviético y los dogmas marxistas-leninistas. Todo ello llegaba acompañado
de una aguda crisis de producción y abastecimiento, pero Gorbachov, lejos de amilanarse, extendió su voluntad de reformas al campo de los satélites europeos. Finalmente, en octubre de 1989
cayó el Muro de Berlín y una tras otra casi todas las naciones de Europa central fueron abandonando el comunismo y el campo soviético.
61
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
¿Por qué Gorbachov –les pregunté a Yakovlev y a Kariakin, ambos conocedores íntimos del personaje–, pese a su temperamento enérgico, no intentó frenar la descomposición de la URSS y del
llamado campo socialista? La respuesta que entonces me dieron me sigue pareciendo convincente: porque en la psicología profunda de Gorbachov, o en eso a lo que llamamos “carácter”, había
un elemento genuino de aborrecimiento de la violencia. Gorbachov no ignoraba que se estaba desintegrando el mundo parido por Lenin a partir de 1917, pero sabía que para mantenerlo sujeto era
indispensable sacar el Ejército Rojo a las calles y matar varios millones de personas. Seguramente
es lo que hubieran hecho Stalin, Kruschev o Breznev, pero él era demasiado compasivo para ordenar una carnicería de esa magnitud. Ese desmoronamiento no se veía como una tragedia, o al
menos las personas con las que yo hablaba no lo veían como tal. Lo veían incluso como una liberación para los rusos, es decir, percibían que los rusos habían sido esclavos de la Unión Soviética,
que los eslavos habían pagado el pato imperial de conquistar Cuba por 100.000 millones de dólares, de conquistar Nicaragua, Etiopía, y de invadir Afganistán. Todo ese sostenimiento había salido de los bolsillos de los rusos, que eran los que tenían que afrontar el costo de un imperio totalmente ineficiente.
Tras la descripción histórica de los hechos, que consumió casi toda la entrevista, le hice a
Yakovlev una pregunta final: ¿en definitiva, por qué fracasó el comunismo en la URSS, siendo ésta
el país más grande, con 20 millones de km2, el país del mundo con mayores riquezas naturales?
Se quedó pensando unos segundos y me dio una respuesta probablemente correcta, pero que hay
que abordar con cuidado y en extenso: “porque –me dijo– no se adaptaba a la naturaleza humana”. Las reflexiones que siguen van encaminadas a explorar esa premisa, aunque se hace necesario cierto rodeo previo.
EL MARXISMO Y SUS FRACASOS
En realidad, hay un primer elemento de bulto, extraído del método científico, que indica que, en
efecto, hay algo en el sistema comunista que invariablemente conduce al fracaso. Cuando llevamos a cabo un experimento en un laboratorio y luego podemos repetirlo en las mismas condiciones y los resultados son similares, de esta experiencia extraemos reglas y conclusiones. Por la
otra punta, cuando intentamos obtener unos resultados previstos y realizamos el mismo experimento, pero variando las circunstancias, y en ningún caso logramos esos resultados, la conclusión obvia debería ser que la premisa científica estaba equivocada. Test, por cierto, que el propio
Marx recomendaba vivamente, como se puede leer en su conocido ensayo Tesis sobre Feuerbach,
en el que el pensador alemán afirmaba: “el problema de si al pensamiento humano se le puede
atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de
la práctica es un problema puramente escolástico.”
Apliquemos, pues, ese criterio de Marx a la experiencia comunista. La premisa marxista establecía que al eliminar la propiedad privada y planificar la producción se produciría una mejoría
intensa del modo de vida físico y espiritual de las personas hasta alcanzar una sociedad justa,
equitativa, feliz, y en la que no estuviera presente la violencia coactiva del Estado porque éste
habría desaparecido. Se llegaría a una sociedad en la que ni siquiera serían necesarios los jueces y las leyes porque la convivencia entre los seres humanos estaría basada en una forma de
espontáneo altruismo capaz de armonizar fraternalmente las necesidades e intereses de todas
las personas. Esta premisa se sustentaba en los supuestamente providenciales hallazgos de Karl
62
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
Marx en el terreno histórico, filosófico y económico que Engels sintetizó hábilmente en la oración
fúnebre que le dedicó en 1883, en el momento de su muerte, y que cito textualmente:
“Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por
consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a
partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres, y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y
no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo. Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos problemas, mientras que todas las
investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas,
habían vagado en las tinieblas”.
Engels pudo agregar que Marx también trató de explicar la crisis final del capitalismo como
resultado de una superproducción creciente, generada por la falta de planificación, dado que cada
codicioso empresario ocultaba sus planes particulares a la competencia, acumulando stocks
invendibles que producirían grandes masas de desempleados o de asalariados remunerados con
sueldos decrecientes, provocando con ello una catástrofe económica que sumiría a los trabajadores en una espiral de progresiva miseria que no podía tener otro fin ni otro destino que la revolución mundial para terminar con ese criminal modo de explotación. Llegado ese punto, los obreros
y campesinos –pero especialmente los obreros, que eran los sujetos históricos que habrían adquirido “conciencia de clase”– destruirían los Estados burgueses y los sustituirían por “dictaduras
del proletariado” provisionales hasta alcanzar el fabuloso mundo prometido por los marxistas.
O sea: otra superstición más.
Provistos de estas fantásticas ideas, que a ellos les parecían “científicas”, aunque sólo eran
hipótesis dudosas que casi inmediatamente comenzaron a ser desmontadas por otros pensadores –como Eugen von Böhm-Bawerk, quien ya en 1896 pulverizó la teoría del valor de Marx y sus
postulados sobre la plusvalía–, en diversas partes del planeta numerosos reformadores sociales,
llenos de buenas intenciones, sin esperar a la crisis final del capitalismo, encontraron una justificación para recurrir a la violencia, dada la santidad de los fines que perseguían. Así las cosas,
desde finales del siglo XIX y a lo largo del XX surgieron figuras como Lenin, Trotski, Stalin,
Kruschev, Tito, Enver Hoxha, Todor Zhivkov, Fidel Castro, Che Guevara, Georgi Dimitrov, Nicolás
Ceaucesu, Mao, Tito, Walter Ulbricht, Kim Il Sung, Pol Pot y otras varias docenas de líderes que
compartían un prominente rasgo biográfico: todos ellos se entregaron abnegadamente a una
causa política por la que padecieron persecuciones y sufrimientos, y por la que arriesgaron la vida
en numerosas oportunidades. Sin embargo, ese no era el único elemento que los unificaba: todos
ellos, cuando ejercieron el poder dentro del sistema comunista, lo hicieron cruelmente, asesinando y encarcelando a millones de personas, acusándolas de traición, de rebelión o de simple desobediencia, cuando en la infinita mayoría de los casos se trataba de personas simplemente desafectas que sostenían puntos de vista diferentes o eran ex camaradas desengañados con las
ideas marxistas.
Alguna vez yo he cometido el error, como tantos escritores, de calificar de psicópatas a estos
dictadores sanguinarios. Es un error, no son psicópatas, no son locos, pueden ser incluso perso63
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
nas bondadosas, pero el sistema invariablemente los lleva en la dirección del horror y la represión,
como si no pudieran escapar a esa fatalidad policíaca. La represión brutal no es una aberración
del sistema sino la consecuencia natural de tratar de implantar un tipo de sociedad extraña a los
valores y expectativas de las personas. Los revolucionarios rusos llegaron al poder en 1917, y un
año más tarde Lenin ya daba la orden de crear “colonias penales” y de utilizar una feroz represión
contra mencheviques, kadetes, o cualquier fuerza acusada de simpatizar con los reformistas de
Kerenski, tarea en la que Trotski colaboró con criminal energía, como recuerdan los historiadores
que se han ocupado de la matanza de los marinos de Kronstand. Pero las instrucciones de Lenin
iban más allá todavía: era importante castigar indiscriminadamente, incluso a inocentes, para que
nadie se sintiera seguro y todos obedecieran. Era el principio del Gulag que luego Stalin continuaría con entusiasmo vesánico hasta dejar varios millones de muertos en las cunetas y calabozos,
baño de sangre al que añadiría los juicios públicos a comunistas acusados de colaborar con el
enemigo, farsas que solían culminar con la autoconfesión de crímenes nunca cometidos, gritos de
militancia revolucionaria y la posterior descarga de los fusiles y el tiro en la nuca.
Naturalmente, no hay nada desconocido en esta rápida descripción del terror comunista en las
primeras tres décadas de su implantación en la URSS, pero a donde quiero llegar es a la siguiente observación: exactamente eso, o algo muy parecido, ocurrió luego en Bulgaria y en Rumanía, en
Checoslovaquia y en Hungría, en China y en Corea del Norte, en Cuba y en Etiopía. Dondequiera que
se implantaba el totalitarismo comunista aparecían el paredón de fusilamientos, las innumerables
cárceles, las torturas, los juicios públicos, los siempre vigilantes cuerpos de delatores, la paranoica policía política, permanentemente dedicada a la búsqueda de traidores contactos con el exterior,
los pogromos, los atropellos sin límite, las persecuciones a las minorías ideológicas, sexuales y, a
veces, étnicas, y el control total de la vida de las personas, que ya ni siquiera podían emigrar, porque el deseo de marcharse resultaba ser una prueba clara de deslealtad a la patria.
Daba exactamente igual que el proceso lo dirigiera un abogado cubano como Fidel Castro, educado por los jesuitas, un ex seminarista cristiano como Stalin, un maestro como Mao, un militar
como Tito o un afrancesado y tímido burgués como Pol Pot. No era una cuestión de personas sino
de ideas y de métodos: no todos podían ser psicópatas malignos. No había diferencia en que se
tratara de regímenes impuestos por el ejército soviético, como ocurrió en varios países de Europa
central, o que fueran el resultado de revoluciones, guerras civiles o golpes autóctonos, como en
Albania, Cuba, China o Etiopía: el resultado –admitidas algunas diferencias de grado más que de
fondo– acababa por ser muy parecido, como si la implantación del comunismo inevitablemente trajera aparejada una sanguinaria manera de maltratar a los seres humanos.
¿Por qué esa cruel fatalidad? ¿Cómo personas bienintencionadas, altruistas, que creen dedicar sus vidas a la redención de sus conciudadanos, incurren en esas monstruosidades?
Seguramente, porque sacrificaban cualquier juicio moral con relación a los medios que utilizaban
con tal de alcanzar los fines que se habían propuesto, lo que no hizo Gorbachov. Esa variación
condujo a la descomposición de la URSS. Gorvachov no podía admitir, por ese profundo rasgo de
su personalidad mencionado por Yakovlev y Kariakin, que el sistema se mantuviera en pie sobre
una matanza. Se encontraba, por tanto, muy lejos de quienes asentían a un párrafo clave del
Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental –un cónclave planetario de guerrilleros, terroristas y radicales comunistas de medio mundo congregado en La Habana en 1966–
enviado por el Che Guevara, quien entonces preparaba su aventura boliviana, en el que el médico
argentino reivindicaba “el odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta
y selectiva máquina de matar”. Odiar y matar a los enemigos era exactamente lo que debía hacer
64
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
el revolucionario en nombre del amor a la humanidad, y por ello no debía sentir la menor vacilación o pena.
Esta fanática certeza en las creencias comunistas que ha convertido a Stalin, al Che, a Pol Pot
y a tantos revolucionarios en criminales políticos tiene, además, dos consecuencias nefastas. Por
una parte, los lleva a crear un lenguaje compatible con el odio, inevitablemente precursor de la agresión. Los adversarios ideológicos son siempre “gusanos”, “apátridas”, “vendepatrias”, “lamebotas
del imperialismo”, es decir, una gentuza infrahumana que se puede suprimir sin contemplaciones
con un balazo en la cabeza o se puede internar para siempre entre rejas, como se hace en los zoológicos con los animales peligrosos. La segunda consecuencia de esta actitud dogmática es el
autismo moral. En general, quienes permanecen fieles a las creencias comunistas se cierran totalmente a otros estímulos intelectuales críticos o a proposiciones más razonables, enterrando la
cabeza en la arena, como afirman que hacen los avestruces cuando se sienten en peligro.
¿Cómo seguir creyendo en el análisis económico marxista tras la refutación impecable de
Böhm-Bawerk y otros miembros destacados de la Escuela austriaca? ¿Cómo insistir en las bondades de la planificación centralizada cuando Ludwig von Mises, ya en 1922, en su obra
Socialismo demostró la imposibilidad del cálculo económico en sociedades complejas, el valor de
los precios como un sistema de señales y el mercado como la manera menos ineficiente de asignar recursos, prediciendo, de paso, el inevitable fracaso del entonces incipiente experimento soviético? ¿Cómo sostener el materialismo dialéctico y la superstición de que la historia se comporta
de acuerdo con las leyes supuestamente descubiertas por Marx tras ponderar las reflexiones de
Karl Popper sobre el historicismo? ¿Cómo insistir en la culpabilización de Occidente si se ha leído
con detenimiento El opio de los intelectuales de Raymond Aron o los seminales ensayos de Isaiah
Berlin? ¿Cómo no coincidir con Hayek cuando advierte que el camino socialista conduce a la servidumbre, con Hanna Arendt cuando explica los tortuosos mecanismos que destruyen el equilibrio
emocional en los regímenes totalitarios y generan ese odioso sentimiento de indefensión con que
ese tipo de omnipresente dictadura castra y marca a los ciudadanos?
Los marxistas, prisioneros de una injustificada arrogancia intelectual, para poder insistir cómodamente en sus errores descalificaban las observaciones de sus adversarios sin necesidad de
conocerlas, o recurrían a una obscena aspereza en el lenguaje, siempre encaminada a tratar de
destruir a los autores, no a sus ideas, y muy especialmente cuando se referían a personas de
izquierda o ex comunistas que habían escapado de la secta y contaban sus valiosas experiencias,
como Arthur Koestler, Andre Malraux, Albert Camus, George Orwell, John Dos Passos, Octavio Paz,
Joaquín Maurín, Eudocio Ravines, Mario Vargas Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza, Jorge Semprún y
otras varias docenas o quizás centenares de valiosos intelectuales y pensadores desencantados
con la praxis marxista-leninista, invariablemente calificados de agentes de la CIA, de asalariados
de Wall Street o, más genéricamente, de “lacayos al servicio del imperialismo”.
Otras circunstancias, los mismos resultados
¿Sería acaso un problema cultural? ¿Habría tal vez culturas más proclives a ejercer la violencia o
a aceptar la tiranía y otras en las que el comunismo podía arraigar de manera más suave y natural? No parece. El comunismo se intentó en el enorme imperio ruso en el que coincidían cien pueblos distintos; en la Alemania del Este, corazón de Europa, desarrollada y culta; en Checoslovaquia
y Hungría, dos fragmentos gloriosos del viejo Imperio Austro-Húngaro; en el mosaico Yugoslavo; en
la Albania culturalmente desovada por Turquía; en China, en Vietnam, en Camboya, en Corea del
Norte; en Cuba y Nicaragua; en el África negra de Angola y Etiopía. Y en todos fue un desastre. Se
intentó en pueblos de raíz greco-cristiana, como Rusia, Bulgaria y Rumanía; en pueblos católicos,
65
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
como Hungría, Cuba o Nicaragua; en pueblos cristiano-protestantes, como Alemania o
Checoslovaquia; en pueblos islamizados como Albania, ciertas porciones de Yugoslavia y algunas
repúblicas del Turquestán soviético; en otros de tradición confuciana, budista y taoísta, como
China, Camboya, Vietnam y Corea del Norte. Y en todos fracasó. Lo ensayaron sociedades de origen eslavo, germánico, chino, subsahariano, latino, hispanoamericano, escandinavo y turcomano,
y todas concluyeron en el desastre, el abuso, la pobreza y la mediocridad. Un fracaso del que sólo
conseguían salvarse abandonando el sistema, o del que todavía hoy intentan huir mixtificándolo
con medidas características de las sociedades occidentales tomadas de la economía de mercado.
Pero, ¿cómo y por qué podemos afirmar que se trata de experimentos fracasados? ¿No habla
la propaganda comunista de sociedades dotadas de extendidos sistemas de salud y educación,
en las que no existe el desempleo y todas las personas disfrutan de unos bienes mínimos, suficientes para sostener una vida feliz? Naturalmente, éxito y fracaso son siempre juicios relativos, pero, como en los laboratorios, contamos con experimentos de control y contraste que nos
permiten calificar de total desastre la experiencia comunista: tras la Segunda Guerra Mundial
varios países y sociedades homogéneas se dividieron en los dos sistemas antagónicos que
durante medio siglo disputaron la Guerra Fría. Hubo dos Alemanias, dos Coreas, y dos o varias
Chinas: la continental, Taiwan, Hong Kong, e incluso Singapur. Hubo una Austria neutral en la
que se instauró la democracia y se insistió en la economía de mercado, mientras Hungría y
Checoslovaquia –los otros dos grandes fragmentos del viejo Imperio Austro-Húngaro– quedaban
tras el telón de acero.
La comparación de los resultados no ha podido ser más humillante para el sistema comunista. Alemania Occidental, Austria, Corea del Sur, las Chinas capitalistas, se desarrollaron
mucho más eficaz y humanamente, desplazándose hacia formas de convivencia cada vez más
democrática y respetuosa de los derechos civiles, como sucedió en Taiwán y en Corea del Sur,
convirtiéndose en un poderoso polo de atracción para quienes tuvieron la desgracia de quedar
al otro lado de los barrotes. Las sociedades capitalistas no eran perfectas, por supuesto, y no
estaban exentas de graves problemas, pero el flujo migratorio indicaba la clara preferencia de
los pueblos. Nadie saltaba el Muro en dirección al Este. Los chinos que lograban huir pedían
asilo en Taiwan o en Hong Kong, nunca en el paraíso de Mao. La mayor parte de los prisioneros norcoreanos cautivos en Corea del Sur, terminada la guerra en 1953, imploraron no ser
devueltos al país del que provenían. Cuba, tras ser un importante refugio de inmigrantes a lo
largo del siglo XX, a partir de la revolución se convirtió en un pertinaz exportador de balseros y
emigrantes. Los Estados comunistas, como observó la profesora y diplomática norteamericana
Jeanne Kirkpatrick, eran las primeras entidades políticas de la historia que construían murallas
no para evitar las invasiones, sino para impedir las evasiones de sus desesperados súbditos,
y no hay un juicio más certero para medir la calidad de una sociedad que la dirección en que
se desplazan los migrantes.
¿Sería, acaso, un problema de recursos materiales? Tampoco: resultaba evidente que el comunismo fracasaba en todas las circunstancias materiales posibles, aun cuando tuviera enormes
posibilidades de triunfar. La URSS contaba con inmensos recursos naturales, mayores que los de
cualquier otro país. Ucrania había sido el granero de Europa hasta la Primera Guerra Mundial.
Bulgaria y Rumanía tenían una buena experiencia en el terreno agrícola. Alemania del Este,
Checoslovaquia y Hungría poseían una antigua tradición industrial y científica, y podían exhibir un
copioso capital humano formado en notables universidades. Todos esos países crearon un mercado común articulado en torno al COMECON –la respuesta soviética al Plan Marshall y a la
Comunidad Económica Europea– y coordinaban sus esfuerzos económicos, financieros y de inves66
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
tigación. No obstante, todos esos factores positivos no eran suficientes para generar riqueza, tecnología o avances científicos en la cuantía en que Occidente lo lograba, y, visto ya con cierta perspectiva, resulta casi inexplicable que, con ese inmenso potencial a su servicio, el bloque comunista no haya sido capaz de originar siquiera una sola de las grandes revoluciones tecnológicas del
siglo XX: la televisión, la energía nuclear, los antibióticos, la biotecnología, los vuelos supersónicos, los transistores o la computación. Sólo en un aspecto, el de la carrera espacial, los soviéticos tomaron la delantera por un corto periodo tras el sputnik, lanzado en 1957, pero ese episodio más bien parecía un subproducto de la cohetería militar, una industria favorecida por el
Kremlin, donde también habría que inscribir la impresionante actividad espacial posteriormente
desplegada por Moscú. No obstante, todavía existía una coartada final para no admitir que el marxismo partía de una serie de errores intelectuales originales que conducían al fracaso a todos los
líderes, en todas las culturas y hasta en las más prometedoras circunstancias materiales: y ese
pretexto era la idea de que existía un “socialismo real” que fracasaba por errores humanos en su
torpe implementación y no por el carácter equivocado de los planteamientos originales. Se negaban a aceptar, entre otras evidencias, la melancólica observación de Yakovlev: el comunismo, sencillamente, no se adapta a la naturaleza humana. Exploremos ahora las razones de esta esencial
incompatibilidad.
LA NATURALEZA HUMANA
Durante buena parte de los siglos XIX y XX, psicólogos, sociólogos, filósofos y biólogos discutieron apasionadamente sobre la esencia de la naturaleza humana. El núcleo del debate era muy
escueto: unos opinaban que, fundamentalmente, el hombre era el resultado de la influencia externa, mientras los otros se decantaban por explicarlo como consecuencia de factores genéticos. Por
un tiempo, un sector tal vez mayoritario del mundo académico, seguramente horrorizado por la
experiencia del nazismo, negó con vehemencia que los seres humanos tuvieran instintos o tendencias innatas, y hasta se consideró “reaccionario” y “racista” suponer que la herencia y la biología jugaban un papel preponderante en la conducta de las personas.
No obstante, en la segunda mitad del siglo XX, con la concesión del Premio Nobel en 1973 al
etólogo austro-alemán Konrad Lorenz por las investigaciones y reflexiones volcadas en su libro On
Agression, en medio de un agrio debate académico que dura hasta nuestros días, se fortaleció una
especie de neodarwinismo que tuvo otro hito fundamental en los postulados de los sociobiólogos,
capitaneados por Edward O. Wilson desde la publicación de sus libros Sociobiology (1975) y On
Human Nature (1978). A partir de ese momento, fue creciendo exponencialmente el número y la
importancia de quienes pensaban que los seres humanos, como todas las criaturas, estaban sujetos a las fuerzas de la evolución, lo que permitía explicar la conducta, los sentimientos y las actitudes como formas de adaptación a esa misteriosa urgencia de perpetuación de las especies que
gobierna a todos los seres vivos. A esa visión neodarwiniana, en general contrapuesta a la postura de los científicos sociales más cercanos al marxismo, también se le llamó “funcionalismo”: la
existencia de instituciones como el matrimonio y la familia, de creencias religiosas o de comportamientos agresivos frente a los extraños, podían explicarse como estrategias innatas de supervivencia de nuestra especie, involuntariamente aprendidas y aprehendidas durante cientos de
miles de años de constante evolución.
Si aceptamos esta premisa teórica, y si convenimos en que la clave del éxito en cualquier sociedad es el capital humano de que se dispone, sus virtudes cívicas, la disposición que muestre para
el trabajo y la coherencia y adecuación entre el sistema de convivencia y los rasgos psicológicos
de quienes deben habitarlo, ¿qué elementos de los planteamientos marxistas y del modelo de
organización comunista del Estado contradecían la naturaleza humana y afectaban negativamen67
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
te a la sociedad y, por ende, al proceso de creación de riquezas? A mi juicio, varios, todos ellos
vinculados a la psicología profunda de la especie, y, para facilitar su comprensión, creo que vale
la pena consignar diez de los más importantes, aunque lo haga de manera esquemática:
1. El colectivismo y la represión al ego
El más evidente de esos elementos contrarios a la naturaleza humana era la imposición violenta de diversas expresiones del colectivismo que negaban o reprimían la pulsión egoísta radicada en la psiquis de las personas sanas. El colectivismo reprime esa tendencia absolutamente
natural de defender nuestro yo, nuestro ego, que hace que todos los días nos levantemos con
ganas de trabajar y hacer cosas, porque necesitamos colocar nuestro yo en el mundo, necesitamos instalarlo y defenderlo. El colectivismo que impone una especie de disolución de esa tendencia absolutamente natural de defender nuestro yo se convierte en un mecanismo represivo
que provoca el primer distanciamiento grande entre el modo de sociedad que nos quieren imponer y nuestra propia naturaleza. El totalitarismo convertía el reclamo de prestigio y distinción
personal –uno de los grandes motores de la acción humana– en una suerte de conducta antisocial castigada por las leyes y estigmatizada por la moral oficial, olvidando que las personas
necesitan fortalecer su autoestima mediante el reconocimiento social basado en la singularidad de sus logros. Naturalmente, esa represión al egoísmo y a la búsqueda de reconocimientos iba acompañada por grotescas formas sustitutas del éxito, como las distinciones oficiales
a los “héroes del trabajo” dentro de la tradición stajanovista, pero la artificialidad de este sistema de premios, generalmente entregados en ceremonias ridículas, inevitablemente vinculados a la docilidad bovina de los elegidos, acababa por perder cualquier tipo de prestigio social,
vaciándolo totalmente de contenido emocional.
2. El altruismo universal abstracto contra el altruismo selectivo espontáneo
El colectivismo exhibía, además, otra faceta inmensamente negativa: decretaba la obligatoriedad
de una especie de altruismo universal abstracto –los obreros, la humanidad, el campo socialista–,
mientras combatía el altruismo selectivo espontáneo, dirigido al círculo de las relaciones más íntimas, que es, realmente, el que moviliza los esfuerzos de los seres humanos: al desaparecer la
propiedad privada ya no era posible dotar a los hijos de elementos materiales que garantizaran su
bienestar. Ese fuerte instinto de protección que lleva a padres y madres –especialmente a las
madres– a sacrificarse por sus descendientes y a posponer las gratificaciones personales en aras
de sus seres queridos, quedaba prácticamente anulado por la imposibilidad material de transmitirles bienes. Era, pues, un sistema que inhibía y penalizaba dos de las actitudes y comportamientos que más influyen en la voluntad de trabajar y en la consecuente creación de riquezas: la búsqueda del triunfo personal y la protección y el mejoramiento de la familia. ¿Cómo asombrarse,
pues, de los raquíticos resultados materiales del totalitarismo comunista cuando el sistema, generalmente impuesto por la violencia, suprimía las motivaciones más enérgicas que tienen las personas para trabajar con ahínco?
3. La desaparición de los estímulos materiales como recompensa a los esfuerzos
Pero ni siquiera ahí terminaban los refuerzos negativos que debilitaban la voluntad de trabajar
en las personas comunes y corrientes: el marxismo proponía como meta la lejana obtención de
un paraíso siempre situado en la inalcanzable línea del horizonte. El sistema exigía el sacrificio
constante en beneficio de generaciones futuras, privando a los trabajadores de una recompensa efectiva e inmediata conseguida como resultado de sus desvelos, ignorando que si algo se
sabe con toda certeza en el terreno de las motivaciones es que existe una relación directa entre
el nivel de esfuerzo y la inmediatez de la recompensa obtenida: mientras mayor sea y más próxima se encuentre la recompensa, más intenso será el esfuerzo por obtenerla. ¿Cuánto tiempo
68
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
y cuántas generaciones de trabajadores podían realmente defender con entusiasmo un sistema que les negaba o aplazaba sine die una legítima compensación por sus desvelos?
4. La falsa solidaridad colectiva y el debilitamiento del “bien común”
Como consecuencia del colectivismo y de la desaparición de estímulos materiales asociados al
esfuerzo personal, en todos los Estados comunistas se producía, además, un paradójico fenómeno que Marx no supo prever: la solidaridad colectiva, lejos de fortalecerse con el comunismo, fue
desvaneciéndose hasta hacerse imperceptible. Nadie cuidaba los bienes públicos. La verdad oficial era que todo era de todos. La verdad real era que nada era de nadie, y, en consecuencia, a
nadie le importaba robarle al Estado, dilapidar las instalaciones colectivas, o abusar sin contemplaciones de los servicios ofrecidos, actitud que generaba una letal combinación entre el despilfarro y la escasez propia del sistema.
En los Estados comunistas la obsolescencia de los equipos era asombrosa: los tractores, vehículos de transporte o cualquier maquinaria que se entregaba a los trabajadores tenían una vida
útil asombrosamente breve, acortada aún más por la permanente falta de piezas de repuesto, típica de las economías centralmente planificadas. Nadie cuidaba nada porque las personas no conseguían asumir mentalmente la idea del “bien común”. Lo que era del Estado –un ente opresor
remoto e incómodo– no les pertenecía a ellas y no había razón para protegerlo. Esto se veía con
claridad en el entorno urbano característico de las ciudades regidas por el socialismo, siempre
sucio, despintado, mal iluminado, con edificios en ruinas. A un país como Alemania del Este, la
más próspera de las naciones comunistas, las cuatro décadas que duró el comunismo no le alcanzaron siquiera para recoger todos los escombros de la Segunda Guerra Mundial. En La Habana,
destruida por la incuria sin límite del castrismo, mientras los automóviles oficiales al servicio de
la nomenklatura apenas duraban dos o tres años, los viejos coches de los años cuarenta y cincuenta, todavía en manos de particulares, se mantenían circulando heroicamente. La diferencia
entre el destino de unos y otros era una forma silenciosa, pero efectiva, de demostrar la ineficiencia sin paliativos del socialismo y el inmenso costo material que esa característica le imponía a
la sociedad. El espacio público se desvanece ante –haciendo uso de una expresión del marxismo
aunque en un sentido distinto– la enajenación del hombre que vive dentro del socialismo, que
nunca identifica que el Estado donde vive es un Estado que le pertenece.
5. La ruptura de los lazos familiares
Por otra parte, el colectivismo y la imposibilidad de colaborar con el bienestar de la familia no parecían ser un producto fortuito de la desaparición de la propiedad privada, sino una consecuencia
conscientemente buscada por la dictadura totalitaria en su afán por romper los lazos familiares con
el objetivo de forjar hombres y mujeres que no estuvieran sujetos a la moral tradicional. De ahí las
comunas chinas, las escuelas en el campo cubanas o el rechazo brutal camboyano a la vida urbana durante la tiranía de Pol Pot, el crimen enloquecido de destruir las ciudades, los lazos urbanos,
porque sólo se podían transmitir los valores comunistas puros en el mundo rural. En Cuba se llegó
al extremo especialmente morboso –quizá ocurrió en otros países comunistas–, de decretar el odio
familiar contra todo aquel que se iba del país por tener unas ideas contrarias a las del gobierno. Lo
asombroso no es que se decretara el odio familiar, sino que se obedeciera el decreto. La gente
simuló o realmente odió al familiar que tenía unas ideas distintas. De esta manera se rompió o se
intentó romper la estructura familiar. Se trataba de quebrar bruscamente los vínculos de sangre
para crear una hermandad fundada en la ideología, donde la fuente única para la transmisión de
los valores fuera el omnisapiente Partido. Por eso en todos los gobiernos comunistas se cantaban
las glorias de los niños que vencían los prejuicios de la lealtad burguesa y eran capaces de delatar
a la policía política a sus padres o hermanos cuando violaban las normas de la doctrina.
69
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Ni siquiera se podía amar a quien no exhibiera las señas de identidad comunistas o, más genéricamente, “revolucionarias”. Hijos, padres y hermanos, divididos por la militancia política por
órdenes implacables del Estado, dejaron de hablarse o escribirse. En Cuba, en los expedientes
policíacos, en las planillas de admisión a los centros de estudio y en las empresas se inscribía el
dato peligroso: “el acusado mantiene relaciones con familiares que viven en el exterior”. Otras
veces la advertencia giraba en torno al círculo de amigos: “el acusado mantiene relaciones con
contrarrevolucionarios conocidos”. Mas esa brutal manipulación de las zonas afectivas de las personas tenía un alto costo emocional: las personas, obligadas por el miedo, obedecían al Estado,
y renunciaban a los lazos familiares o amistosos comprometedores, pero secretamente se distanciaban aún más del Estado que las obligaba a esa abyecta mutilación de sus querencias.
6. Las instituciones estabularias
Consecuentemente, el totalitarismo negaba y reprimía cualquier forma de organización que
no estuviera sujeta al control y escrutinio de la cúpula gobernante. La sociedad no podía
espontáneamente generar instituciones para defender ideales o intereses legítimos. La participación estaba limitada a los pocos cauces creados por la cúpula: el Partido, las organizaciones
de masas, los parlamentos unánimes, los sindicatos amaestrados, y en ninguna de esas instituciones oficiales las personas se veían realmente representadas. De forma contraria a la tradición histórica, el comunismo era un sistema conscientemente dedicado a desatar lazos y a
disgregar las estructuras espontáneas y naturales de vinculación generadas por la sociedad,
sustituyéndolas por correas de transmisión de una autoridad arbitraria y represiva, disfrazadas
de cauces artificiales de participación, aun cuando eran, en realidad, verdaderos establos en
los que “encerraban” a los ciudadanos para lograr su obediencia: parlamentos en los que no
se discutía nada sino que se aplaudía, sindicatos en los que no se defendía a los trabajadores,
organizaciones de masas que no eran otra cosa que modos de organizar a la sociedad para que
respaldaran a la dictadura. En ese cuerpo de falsas instituciones se recluía a las personas y
se impedía que la sociedad se organizara espontáneamente en torno a sus propios objetivos e
intereses, según su instinto natural. ¿Resultado de esa cruel estabulación de las personas? Un
creciente sentimiento de enajenación en el conjunto de la población, incapaz de sentirse representada y mucho menos defendida por un sector público percibido como extraño y ajeno.
7. De ciudadano indefenso a ciudadano parásito
Sin embargo, el pecado comunista de someter a la obediencia a los ciudadanos mediante la coacción, y de cortarles las alas para que no pudieran pensar, organizarse, ni crear riquezas por cuenta propia, traía implícita su propia penitencia: convertía a las personas en unos improductivos
parásitos que esperaban del Estado los bienes y servicios que éste no podía proporcionarles, precisamente por las limitaciones que le había impuesto a la sociedad. Ese ciudadano indefenso –y
este es un término que acuñó hace muchas décadas Hanna Arendt– se convertía entonces en un
consumidor permanentemente insatisfecho, constantemente obligado a violar las injustas reglas
a que era sometido mediante el robo y el mercado negro, debilitando con ello las normas éticas
que deben presidir cualquier organización social justa y razonable.
8. El miedo como elemento de coacción y la mentira como su consecuencia
En todo caso, ¿cómo lograban los comunistas ese grado de control social? Lo conseguían por
medio de una desagradable sensación física omnipresente en las sociedades dominadas por el
totalitarismo: mediante el miedo. Miedo a la represión. Miedo a los castigos físicos y morales.
Miedo a ser expulsado de la universidad o del centro de trabajo. Miedo a ser despojado de la
vivienda. Miedo a la cárcel. Miedo a los aterradores pogromos. Miedo a las golpizas. Miedo a los
paredones de fusilamiento. Nadie quiere sentir miedo. El miedo es incómodo y real en esa socie70
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
dad en la que el Estado omnipresente organiza espías en todas las esquinas, husmea en la vida
privada de la gente, escucha las conversaciones, amenaza, se mete en las casas.
Sólo que el miedo, como todo refuerzo negativo –afirmación en la que no se equivocan los psicólogos conductistas–, es un estímulo precario que genera reacciones contraproducentes. Entre
ellas, tal vez las más graves son el fingimiento, la simulación y la ocultación. Mentir es la especialidad de las sociedades regidas por el comunismo. Miente el Partido cuando defiende planteamientos que sabe falsos o inalcanzables. Mienten los funcionarios cuando informan sobre los
resultados de la gestión a ellos encomendada, generalmente mal ejecutada por falta de medios.
Mienten los jerarcas cuando presentan resultados deliberadamente distorsionados. Mienten los
militantes o los indiferentes cuando deben opinar sobre los logros supuestamente obtenidos,
pero, lo que es aún más grave, todos, tirios y troyanos, enseñan a sus hijos a mentir porque en el
sistema comunista, al revés de lo que asegura la Biblia, la verdad no nos hace libres, nos lleva
directamente a la cárcel. Sólo que esa atmósfera de falsedades –que en Cuba llaman de “doble
moral”, o de “moral de la yagruma”, una hoja que tiene dos caras de distintos colores–, se transforma en una fuente del cinismo más descarnado y destructor, terrible medio para la creación de
riquezas, como revela una frase que se oía en todas las sociedades regidas por el comunismo:
“ellos (el Estado) simulan pagarnos; nosotros, a cambio, simulamos trabajar”.
9. La desaparición de la tensión competitiva
De forma tal vez previsible, un modelo de organización como el comunismo, que introduce en la
sociedad unas tensiones psicológicas artificiales basadas en el miedo y en la permanente incoherencia entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se hace, simultáneamente destruye una tensión natural que contribuye a la mejora de la especie: la urgencia por competir.
En efecto, los seres humanos tienden a competir en prácticamente todos los ámbitos de la convivencia. Desde el simple intercambio de criterios entre varias personas, muy estudiado por la
dinámica de grupos, en donde inconscientemente todos procuran establecer y colocarse dentro
de una cierta jerarquía, hasta las competiciones deportivas, en las que resulta obvia la búsqueda
del triunfo, las mujeres y los hombres luchan por destacarse y escalar posiciones de avanzada.
Desgraciadamente, dentro del sistema comunista, donde las únicas instituciones que existen
son las diseñadas artificialmente por el Partido, y donde las iniciativas que se permiten son sólo
las que emanan de la cúpula dirigente, los individuos creativos son casi siempre marginados y no
encuentran campo para desarrollar sus sueños y proyectos. Los “héroes” y “capitanes de industria”, como les llamaba Thomas Carlyle, impelidos por la naturaleza para llevar a cabo impetuosas
hazañas sociales, están prohibidos, son perseguidos o se les extirpa cruelmente de la vida pública si consiguen hacerse peligrosamente visibles. Es muy probable que en países como la URSS
o Checoslovaquia, donde había un alto nivel educativo, existieran personas como William
Schockley, uno de los creadores del transistor, o jóvenes inquietos como Steven Jobs, padre del
computador personal Apple, pero ¿cómo las buenas ideas se transforman en acciones concretas
en sistemas sociales cerrados, guiados por dogmas infalibles y administrados por burocracias
políticas, ciegas y sordas ante cualquier iniciativa novedosa?
El éxito aplastante de sociedades como la norteamericana, comparadas con las comunistas, se
debe, en gran medida, a las inmensas posibilidades de actuación que tienen los individuos creativos donde existen libertades individuales e instituciones que favorecen el talento excepcional. Es
muy notable que un genio como Thomas Alva Edison haya patentado más de mil inventos, y entre
ellos la bombilla de luz eléctrica, o que un estudiante llamado Bill Gates haya creado un software
71
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
ingenioso para ser utilizado como sistema operativo en las computadoras, pero tan admirable como
la obra de estas personas, es que vivían en sociedades que potenciaban el paso vertiginoso de la
idea al artefacto y del artefacto a la empresa. Edison no sólo inventó la bombilla: además creó la
empresa para distribuir la electricidad y cobrar por el servicio. Gates no sólo perfeccionó el lenguaje Basic y le dio un destino concreto como pieza clave de las computadoras personales, además,
en un humilde garaje y ayudado por cuatro amigos creó una empresa, Microsoft, que en veinte años
estaría entre las mayores del planeta. De haber nacido ambos en el mundo comunista, lo probable
es que la creatividad y la energía que los impulsaba a trabajar, competir y triunfar se hubieran disuelto lentamente bajo el peso letal de un sistema concebido para destruir casi cualquier iniciativa
espontáneamente surgida en su seno.
10. La necesidad de libertad
A esta represión del espíritu de competencia hay que agregar la fatal supresión de las libertades
implícita en toda forma de organización social montada sobre la existencia de dogmas inapelables, como sucede con la escolástica marxista. ¿Por qué recurrir a la expresión “escolástica marxista”? Porque en el marxismo, como en el método escolástico medieval, las verdades ya son
conocidas y aparecen consignadas en los libros sagrados de la secta escritos por las autoridades.
En el marxismo lo único que les es dable a las personas, especialmente si ocupan puestos destacados, es confirmar la sagacidad de las autoridades con ridículos ditirambos como “Gran timonel”, “Máximo líder”, “Querido líder”, “Padre de la patria”, muestras todas de las formas más
degradadas de culto a la personalidad.
Pero sucede que la libertad para informarse, examinar la realidad y proponer cursos de acción
no es un lujo espiritual prescindible, sino una de las causas de la prosperidad en las sociedades
modernas. Si hay una definición bastante exacta del hombre es la de “ser que se informa constantemente”. No es una casualidad que el saludo más extendido en la especie humana sea “¿qué
hay de nuevo?”. ¿Por qué? Porque el rasgo característico de la especie es la permanente transformación del medio en el que vive, y eso significa un cambio constante en los peligros que acechan y en las oportunidades que surgen. Porque lo que hay de nuevo es lo que determina el que
podamos huir de los peligros o aprovecharnos de las oportunidades que se nos presentan. La
posibilidad de informarse libre y copiosamente es la clave del éxito de cualquier persona o grupo.
Cuando en una sociedad como la del mundo comunista se cercena esta posibilidad de informarse, se censuran los libros, se mete en la cárcel a los portadores de ideas contrarias o equivocadas, en esa sociedad se está cerrando la savia del comportamiento humano. Es terrible saber que
en esas sociedades durante cuarenta años se prohibieron las películas, las ideas, los libros que
resultaban incómodos para los burócratas de la dictadura, se persiguió a todos los herejes acusándolos de ser enemigos del paraíso socialista. Lo que conseguían con esta actitud y al oponerse a la libertad era sencillamente ir en contra de la esencia del espíritu humano.
Tenían razón, pues, Yakovlev y Gorbachov cuando pensaban que la libertad para intercambiar
información sin miedo –la glasnost– era el camino para aliviar los enormes problemas de la URSS,
pero se equivocaron al creer que el sistema comunista era reformable. No lo era, como finalmente me admitió Yakovlev, porque contrariaba la naturaleza humana. Eso lo condenaba al fracaso.
EPÍLOGO
Sólo que la evidencia no es suficiente para convencer a cierta gente de la inviabilidad del comunismo. Un profesor y amigo me contaba que había acudido a un país latinoamericano para dictar
una conferencia sobre el fin del marxismo, pero a las puertas de la universidad lo esperaba una
72
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
elocuente pancarta: “Marx ha muerto: ¡viva Trotski!”. Y así es: decenas de fracasos en otros tantos países y en diversas circunstancias, contemplados a lo largo de muchas décadas, no han bastado para convencer a algunas personas indiferentes a la realidad. ¿Por qué? Tal vez porque el
marxismo, aunque falso, aporta un diagnóstico sencillo, elemental y comprensible de los males
sociales, al alcance de cualquier persona, por limitada que sea su educación o por escasa que
resulte su capacidad de análisis; tal vez, porque la disparatada terapia que propone posee esas
mismas características. También, porque las utopías, causantes de las mayores catástrofes de la
historia, son siempre seductoras para un porcentaje de la sociedad que prefiere delirar a observar y reflexionar. Sin embargo, el hecho de que algunas personas insistan en un error no es una
forma indirecta de validarlo. Es, simplemente, una muestra de terquedad irracional, de la que hay
otros miles de ejemplos en la historia. Con extraña frecuencia, la gente se adhiere a lo que Ana
Palacio denominó en una ocasión “ideas-zombi”, ideas muertas que, sin embargo, perduran entre
nosotros como si su muerte intelectual, su muerte histórica no se hubiera producido realmente.
En todo caso, no olvido una triste observación que me hizo Yuri Kariakin, marxista en sus años
mozos y demócrata en su vejez, mientras esperábamos a Yakovlev: “¡Qué raro y desproporcionado es el marxismo! Durante nuestra juventud –me dijo–, en pocos días nos llenamos la cabeza de
porquerías e insensateces ideológicas, pero luego nos toma muchos años sacarlas del cerebro”.
Hay gente que no lo consigue nunca.
73
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
El prototipo de estudiante universitario español resultaría ser, según un estudio publicado recientemente por la fundación BBVA, un joven de izquierdas, poco religioso, con visión socialista, contrario a la globalización. Este estudio añade
que uno de cada cuatro universitarios otea como horizonte profesional deseable el ingreso en la función pública. La
ambición profesional, el espíritu emprendedor, la competencia como acicate para el desarrollo personal y la disposición
de asumir riesgos y cambios no constituyen valores arraigados en la media de nuestros estudiantes. Y si bien no hay
respuesta simple a esta realidad, resulta incontrovertible que parte de la explicación pasa por la estructura misma del
sistema de selección de docentes en la universidad pública, cuyo resultado hoy es la hipertrofia de ideas socialistas
trasnochadas y un férreo sistema de promoción que garantiza su perpetuación.
Sin embargo, la educación se basa en la capacidad de pensar, es decir, de evaluar una idea contra una idea contrapuesta. Ideas, no ideologemas. Y también en el empleo de la lógica, de la crítica. Y es precisamente en esta tarea
donde nuestras universidades públicas están fallando y donde Jesús Huerta de Soto constituye una excepción, en el
empeño sin desmayo durante su larga trayectoria docente de presentar el lado silenciado de los argumentos, que paradójicamente es el lado de la libertad.
En clase, el profesor Jesús Huerta de Soto ha sido pionero en introducir a sus alumnos a autores que simplemente quedaban ignorados por la mayor parte de la Academia. Autores como Hayek, Von Mises, Bruno Leoni, Karl Popper
o Murray Rothbard. Pero quizás, lo más importante del profesor Huerta de Soto es que esclarece para sus alumnos el
origen del tan controvertido, del tan vilipendiado liberalismo y la gran contribución aportada por la España del Siglo de
Oro, la Escuela de Salamanca y sus destacados pensadores, especialmente el Padre Juan de Mariana.
Para llevar todos estos autores a sus alumnos, el profesor Huerta de Soto se ha lanzado al dudosísimo negocio (en
términos económicos) editorial. Y gracias a él hemos leído en español, además de a los mencionados, a otros autores
como Bastiat o Zanotti. Su dedicación a la libertad le ha llevado a escribir algunos de los mejores textos en castellano
sobre el liberalismo como Socialismo, cálculo económico y función empresarial, La escuela austriaca, Dinero, crédito
bancario y ciclos económicos, o Los principios del liberalismo.
Jesús Huerta de Soto es Catedrático de Economía Política en la Universidad Rey Juan Carlos y ha sido uno de los
más jóvenes en recibir el Premio Internacional de Economía Rey Juan Carlos. Es Vicepresidente de la Mont Pelerin
Society, que es la sociedad que fundó Hayek, de la American Economics Association y del Royal Economic Society entre
otras asociaciones. Además, es “Adjunct Scholar” del Ludwig von Mises Institute, de la Universidad de Auburn, Alabama
y editor asociado del Journal of Libertarian Studies.
Ana Palacio
74
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
LA CRISIS DEL SOCIALISMO
Jesús Huerta de Soto
No hay nada más práctico que una buena teoría. Por eso, me propongo explicar en términos teóricos qué es el socialismo y por qué es un error intelectual, una imposibilidad científica. Mostraré
por qué se desmoronó, por lo menos el socialismo real, y por qué el socialismo que sigue existiendo en forma de intervencionismo económico en los países occidentales es el principal culpable de
las tensiones y conflictos que padecemos. Vivimos en un mundo esencialmente socialista, a pesar
de la caída del Muro de Berlín, y seguimos soportando los efectos que según la teoría son propios
de la intervención del Estado sobre la vida social.
Definir el socialismo exige entender previamente el concepto de “función empresarial”. Los teóricos de la economía definen la función empresarial como una capacidad innata del ser humano.
No nos estamos refiriendo al empresario típico que saca adelante un negocio. Nos estamos refiriendo a esa innata capacidad que tiene todo ser humano para descubrir, crear, darse cuenta de las
oportunidades de ganancia que surgen en su entorno y actuar en consecuencia para aprovecharse
de las mismas. De hecho, etimológicamente, la palabra empresario evoca al descubridor, a quien
se da cuenta de algo y lo aprehende. Es la bombilla que se enciende.
La función empresarial es la primera capacidad del ser humano. Es lo que por naturaleza más
nos distingue de los animales, esa capacidad de crear y descubrir cosas. En este sentido general,
el ser humano, más que homo-sapiens es homo-empresario. ¿Quién es, pues, empresario? Pues la
Madre Teresa de Calcuta, por ejemplo. No estoy hablando sólo de Henry Ford o de Bill Gates, que
sin duda alguna son grandes empresarios en el ámbito comercial y económico. Un empresario es
toda persona con una visión creativa, revolucionaria. La misión de la Madre Teresa era ayudar a los
más necesitados y buscaba medios para lograrlo de forma creativa y aunando voluntades. Por eso,
75
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Teresa de Calcuta fue un ejemplo paradigmático de empresario. Por tanto, entendamos la función
empresarial como la más íntima característica de nuestra naturaleza como seres humanos, que
explica el surgimiento de la sociedad como una red complicadísima de interacciones. Son relaciones de intercambio de unos con otros y las entablamos porque de alguna manera nos damos cuenta de que salimos ganando. Y todas ellas están impulsadas por nuestro espíritu empresarial.
Todo acto empresarial produce una secuencia de tres planos. El primero consiste en la creación
de información: cuando un empresario descubre o crea una idea nueva, genera en su mente una
información que antes no existía. Y esa información, por una vía o por otra, se transmite en oleadas sucesivas, dando lugar al segundo plano. Aquí veo un recurso barato que se utiliza mal, y allí
descubro una necesidad urgente de ese mismo recurso. Compro barato, vendo caro. Transmito la
información. Finalmente, agentes económicos que actúan de manera descoordinada aprenden, descubren que deben guardar un recurso porque alguien lo necesita. Y esos son los tres planos que
completan la secuencia: creación de información, transmisión de información y, lo más importante,
efecto de coordinación o ajuste. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, disciplinamos nuestro comportamiento en función de necesidades ajenas, de personas a las que ni siquiera llegamos a conocer, y eso lo hacemos motu proprio porque, siguiendo nuestro propio interés
empresarial, nos damos cuenta de que así salimos ganando. Es importante presentar esto de entrada porque, por contraste, vamos a ver ahora qué es el socialismo.
El socialismo se debe definir como “todo sistema de agresión institucional y sistemática en contra del libre ejercicio de la función empresarial”. Consiste en imponer por la fuerza, utilizando todos
los medios coactivos del Estado. Podrá presentar determinados objetivos como buenos, pero tendrá que imponerlos irrumpiendo por la fuerza en ese proceso de cooperación social protagonizado
por los empresarios. Por tanto, y ésta es su primera característica, actúa mediante coacción. Esto
es muy importante, porque los socialistas siempre quieren ocultar su cara coactiva, que es la esencia más característica de su sistema. La coacción consiste en utilizar la violencia para obligar a
alguien a hacer algo. Por un lado está la coacción del criminal que asalta en la calle; por otro, la
coacción del Estado, que es la que caracteriza al socialismo. Porque si se trata de una coacción
asistemática, el mercado tiene sus mecanismos, en la medida de lo posible, para definir el derecho de propiedad y defenderse de la criminalidad. Pero si la coacción es sistemática y procede institucionalmente de un Estado que tiene todos los medios del poder, la posibilidad de defendernos
de los mismos o evitarlos es muy reducida. Es entonces cuando el socialismo manifiesta su realidad esencial con toda su crudeza.
No estoy definiendo el socialismo en términos de si existe propiedad pública o privada de los
medios de producción. Eso es un arcaísmo. La esencia del socialismo es la coacción, la coacción
institucional procedente del Estado, a través de la cual se pretende que un órgano director se encargue de las tareas necesarias para coordinar la sociedad. La responsabilidad pasa de los seres
humanos de a pie, protagonistas de su función empresarial, que tratan de buscar los fines y crear
lo que más les conviene para alcanzarlos, a un órgano director que “desde arriba” pretende imponer por la fuerza su particular visión del mundo o sus particulares objetivos. Además, en esta definición del socialismo es irrelevante si ese órgano director ha sido o no elegido democráticamente.
El teorema de la imposibilidad del socialismo se mantiene íntegro, sin ninguna modificación, con
independencia de que sea o no democrático el origen del órgano director que quiere imponer por
la fuerza la coordinación de la sociedad.
Definido el socialismo de esta manera, pasemos a explicar por qué es un error intelectual. Lo
es porque es imposible que el órgano director encargado de ejercer la coacción para coordinar la
76
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
sociedad se haga con la información que necesita para dar un contenido coordinador a sus mandatos. Ése es el problema del socialismo, es su gran paradoja. Necesita información, conocimiento, datos para que su impacto coactivo –la organización de la sociedad– tenga éxito. Pero nunca
puede llegar a hacerse con esa información. Los teóricos de la Escuela Austriaca de Economía,
Mises y Hayek, elaboraron cuatro argumentos básicos durante el debate que mantuvieron en el
siglo XX contra los teóricos de la economía neoclásica, que nunca fueron capaces de entender el
problema que planteaba el socialismo. ¿Y por qué no fueron capaces de entenderlo? Por esta
razón: creían que la economía funcionaba como se explica en los libros de texto de primer curso,
pero lo que se explica en los libros de texto de primer curso de economía con respecto al funcionamiento de la economía de mercado es radicalmente erróneo y falso. Esos libros de texto basan
sus explicaciones del mercado en términos matemáticos y de ajuste perfecto. Es decir, el mercado
sería una especie de computadora que ajusta de manera automática y perfecta los deseos de los
consumidores y la acción de los productores, de tal manera que el modelo ideal es el de competencia perfecta, descrito por el sistema de ecuaciones simultáneas de Walras.
Siendo yo estudiante, en mi primera clase de economía, el profesor comenzó con una frase sorprendente: “Supongamos que toda la información está dada”. Y luego comenzó a llenar la pizarra
de funciones, curvas y fórmulas. Ése es el supuesto que utilizan los neoclásicos: que toda la información está dada y no cambia. Pero ese supuesto es radicalmente irreal. Va contra la característica más típica del mercado: la información no está nunca dada.
El conocimiento sobre los datos surge continuamente como resultado de la actividad creativa de
los empresarios: nuevos fines, nuevos medios. Luego no podemos construir una teoría económica
bajo ese supuesto sin que sea errónea. Los economistas neoclásicos pensaron que el socialismo
era posible porque supusieron que todos los datos necesarios para elaborar el sistema de ecuaciones y encontrar la solución estaban “dados”. No fueron capaces de apreciar lo que sucedía en
el mundo que tenían que investigar científicamente, no pudieron ver lo que de verdad sucedía.
Sólo la Escuela Austriaca siguió un paradigma distinto. Nunca supuso que la información estaba dada, consideró que el proceso económico era impulsado por empresarios que continuamente
cambian y descubren nueva información. Solamente ella fue capaz de darse cuenta de que el socialismo era un error intelectual. Desarrolló su argumento empleando cuatro asertos, dos que podemos considerar “estáticos” y otros dos que podemos considerar “dinámicos”.
En primer lugar –afirma–, es imposible que el órgano director se haga con la información que
necesita para dar un contenido coordinador a sus mandatos por razones de volumen. El volumen
de la información que manejamos los seres humanos es inmenso, y lo que siete mil millones de
seres humanos tienen en la cabeza es imposible de gestionar. Este argumento quizá lo pudieran
entender los neoclásicos, pero es el más débil, el menos importante. Al fin y al cabo, hoy en día
con la capacidad informática de que disponemos podemos tratar volúmenes inmensos de información.
El segundo argumento es mucho más profundo y contundente. La información que se maneja
en el mercado no es objetiva; no es como la información que está impresa en la guía de teléfonos.
La información empresarial tiene una naturaleza radicalmente distinta, es una información subjetiva, no objetiva; es tácita, es decir, sabemos algo, un Know How, pero no sabemos en qué consiste
detalladamente, es decir, el Know That. Explicado de otra forma: es la información del que sabe
montar en bicicleta. Es como si alguien pretendiera aprender a montar en bicicleta estudiando la
fórmula de la física matemática que expresa el equilibrio que mantiene el ciclista cuando pedalea.
77
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
El conocimiento necesario para montar en bicicleta no se obtiene así, sino mediante un proceso de
aprendizaje, habitualmente accidentado, que finalmente permite experimentar el sentido del equilibrio subido a una bicicleta y que al torcer en las curvas debemos inclinarnos para no caer. Con toda
seguridad, Indurain desconoce las leyes que le han permitido ganar el Tour de Francia, pero tiene el
conocimiento de cómo se monta en bicicleta. La información tácita no se puede plasmar de manera formalizada y objetiva, ni trasladar a ningún sitio, y menos a un órgano director. Sólo se puede
transmitir a un órgano director para que éste asimile y coaccione, dando un contenido coordinador
a los mandatos, una información unívoca que no se preste a malentendidos. Pero la mayor parte
de la información de la que depende el éxito de nuestras vidas no es objetiva, no es información
de la guía de teléfonos, es información subjetiva y tácita.
Pero estos dos argumentos –que la información es de un volumen enorme y que además tiene
un carácter tácito– no bastan. Hay otros dos, dinámicos, que son todavía mucho más contundentes y que implican la imposibilidad del socialismo.
Los seres humanos estamos dotados de una innata capacidad creativa. Continuamente descubrimos “nuevas” cosas, “nuevos” fines, “nuevos” medios. Difícilmente se va poder transmitir a un
órgano director la información o el conocimiento que todavía no ha sido “creado” por los empresarios. El órgano director se empeña en construir un “nirvana social” mediante el Boletín Oficial del
Estado y la coacción. Pero para eso tiene que saber qué pasará mañana. Y lo que pase mañana
dependerá de una información empresarial que todavía no se ha creado hoy, no se puede transmitir hoy para que nuestros gobernantes nos coordinen bien mañana. Esa es la paradoja del socialismo, la tercera razón.
Pero eso no es todo. Existe un cuarto argumento que es definitivo. La propia naturaleza del
socialismo –que como hemos dicho antes se basa en la coacción, el impacto coactivo sobre el cuerpo social o sociedad civil– bloquea, dificulta o imposibilita, allí donde precisamente impacta y en la
medida en que impacte, la creación empresarial de información, que es precisamente la que necesita el gobernante para dar un contenido coordinador a sus mandatos.
Ésa es la demostración en términos científicos de que el socialismo es teóricamente imposible,
porque no puede hacerse con la información que necesita para dar un contenido coordinador a sus
mandatos. Y éste es un análisis puramente objetivo y científico. No hay que pensar que el problema del socialismo reside en que “los que están arriba son malos”. Ni la persona con mayor bondad del mundo, con las mejores intenciones y con los mejores conocimientos, podría organizar una
sociedad sobre el esquema coactivo socialista; lo convertiría en un infierno, ya que, dada la naturaleza del ser humano, resulta imposible conseguir el objetivo o el ideal socialista.
Todas estas características del socialismo tienen consecuencias que podemos identificar en
nuestra realidad cotidiana. La primera es su atractivo. En nuestra naturaleza más íntima encontramos el riesgo de caer en el socialismo porque su ideal nos tienta, porque el ser humano se rebela contra su naturaleza. Vivir en un mundo con un futuro incierto nos inquieta, y la posibilidad de
controlar ese futuro, de erradicar la incertidumbre, nos atrae. Dice Hayek en La fatal arrogancia que
en realidad el socialismo es la manifestación social, política y económica del pecado original del
ser humano, que es la arrogancia. El ser humano quiere ser Dios, es decir, omnisciente. Por eso,
siempre, generación tras generación, tendremos que estar en guardia contra el socialismo, asumir
que nuestra naturaleza es creativa, es de tipo empresarial. El socialismo no es un simple tema de
siglas o de partidos políticos en determinados contextos históricos. Siempre se infiltrará de manera sinuosa en comunidades, familias, barrios, partidos políticos de derechas y liberales... Tenemos
78
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
que estar en contra de esa tentación del estatismo porque es el peligro más original que tenemos
los seres humanos, nuestra mayor tentación: creernos Dios. El socialista se considera capaz de
superar ese problema de la ignorancia radical que desacredita en su esencia su sistema social. Por
eso, el socialismo siempre es resultado de un pecado de soberbia intelectual. Detrás de todo socialista hay un arrogante, un intelectual soberbio. Y eso lo podemos constatar en todos lo ámbitos.
Además, el socialismo tiene unas características que podemos llamar “periféricas”: descoordinación y desorden social. El acto empresarial puro coordina, pero el socialismo lo coacciona y produce un efecto de descoordinación. El empresario se da cuenta de que hay una oportunidad de
ganancia. Compra barato, vende caro. Transmite información y coordina. Dos personas que en un
principio actuaban contra sus respectivos intereses, ahora, sin darse cuenta, actúan de forma coordinada o ajustada. El socialismo, al impedir eso por la fuerza, en mayor o menor medida, desajusta. Y lo peor es que los socialistas, cuando observan el desajuste causado por ellos, la descoordinación, el conflicto y el agravamiento del problema, lejos de llegar a las conclusiones razonables
que hemos expuesto, demandan más socialismo, más coacción institucional. Y pasamos a un proceso en el que los problemas, en vez de solucionarse, se agravan indefinidamente, incrementándose todavía más el peso del Estado. El ideal socialista exige extender los tentáculos del Estado por
todos los intersticios sociales y genera un proceso que conduce hasta el totalitarismo.
Otra característica del socialismo es la falta de rigor. Se prueba, se cambia de criterio, se constata el agravamiento de los problemas y se da un giro político coaccionando de manera errática.
¿Por qué? Porque los efectos que tienen las medidas de intervención suelen parecerse poco a los
pretendidos. El salario mínimo, por ejemplo, pretende mejorar el nivel de vida. ¿El resultado? Más
paro y más pobreza. ¿Los más perjudicados? Los grupos sociales que por primera vez acceden al
mercado de trabajo, que son los jóvenes, las mujeres, las minorías étnicas y los inmigrantes. Otro
ejemplo: se diseña una política agraria comunitaria y se inunda de productos la Unión Europea
mediante subvenciones o precios políticos. El consumidor paga precios más elevados y se perjudica a los países pobres porque los mercados internaciones se llenan de productos excedentes de
la UE a precios con los que no pueden competir.
El socialismo actúa además como una especie de droga u opio inhibidor. Genera malas inversiones, porque distorsiona las señales acerca de dónde hay que invertir para satisfacer los deseos de
los consumidores. Agudiza los problemas de escasez y genera irresponsabilidad sistemática de los
gobiernos, porque no hay posibilidad de conocer la información necesaria para actuar responsablemente, no es posible conocer los costes. El gobernante sólo puede actuar de modo voluntarista,
dejando constancia en el Boletín Oficial del Estado de su mera voluntad; eso, como afirma Hayek,
no es “LEY” –así, con mayúsculas–, sino “legislación”, normas, habitualmente excesivas e inútiles,
aunque digan ampararse en datos “objetivos”. Lenin decía que toda la economía debía organizarse como el servicio de correos y que el departamento más importante de un sistema socialista es
el Instituto Nacional de Estadística. “Estadística” procede etimológicamente de “Estado”. Por tanto,
es un término ante el que debemos ponernos en guardia si queremos evitar el socialismo, un concepto sospechoso. Jesús nació en Belén porque el emperador ordenó una estadística relacionada
con los impuestos. Lo primero que tiene que hacer todo gran liberal es pedir la eliminación del
Instituto Nacional de Estadística. Ya que no podemos evitar que el Estado haga daño, al menos
ceguémosle los ojos para que sea más aleatorio cuando forzosamente se equivoca.
Otro efecto claro del socialismo es el que produce sobre el entorno natural. Es terrible. La única
manera de defenderlo es definiendo bien los derechos de propiedad. Nadie llama a la casa de uno
y le tira un cubo de basura a su cara. Eso sólo se hace en las “zonas comunes”. Como se afirma
79
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
en un viejo dicho español, “lo que es del común es del ningún”. La tragedia de los bienes comunales, sean aguas sucias, bancos de peces que desaparecen o la extinción del rinoceronte, siempre
es resultado de una limitación estatal del derecho de propiedad que exige una economía de mercado. Porque allí donde se privatiza el monte hay caza, pero no la hay en los montes públicos. Y
donde se han privatizado los elefantes, los elefantes sobreviven. Y siguen existiendo las reses bravas porque los empresarios de la Fiesta Nacional se encargan de cuidarlas. La única manera de
mantener el medio ambiente es mediante una economía de mercado, a través del sistema capitalista y de los derechos de propiedad bien defendidos. Donde estos principios desaparecen el medio
ambiente se degrada. Los ríos ingleses son de titularidad privada. Todos están limpios, en todos
se puede pescar; lo hacen diferentes clubes de pesca, caros, medianos y baratos. Vayan ustedes
a buscar peces a los ríos españoles...
Y la corrupción. El socialismo corrompe. Los que vivieron las economías socialistas que se
escondían tras el Muro de Berlín se dieron cuenta de la gran mentira que suponía todo ese
mundo. Y no nos durmamos en la complacencia pensando que lo hemos superado, que esa
gran mentira no existe aquí. Sigue existiendo, aunque con una diferencia de grados. ¿Por qué
corrompe el socialismo? Por varias razones. En primer lugar, los seres humanos coaccionados
en el esquema socialista no tardan en darse cuenta de que para lograr sus objetivos es mucho
más efectivo dedicar su esfuerzo e ingenio a influir sobre los gobernantes que a tratar de descubrir oportunidades de ganancia y servir a los demás. De ahí surgen los grupos de interés, que
tratan de condicionar las decisiones del órgano director. El órgano director socialista atrae como
un imán todo tipo de influencias perversas y corruptoras. Además, inicia un proceso de lucha
por el poder. Cuando prepondera el esquema socialista es vital quién esté en el poder, si es
“de los míos” o no. Una sociedad socialista siempre está muy politizada. No ocurre como en
Suiza, por ejemplo, donde seguramente la gente no conoce ni el nombre de su Ministro de
Defensa, o incluso el del Presidente del Gobierno. Y además no le importa, porque no es vital
quién esté en el poder.
Los seres humanos deberíamos dedicar la mayor parte de nuestro esfuerzo a sacar adelante
nuestras vidas sin este tipo de intervenciones. Y este proceso de lucha por el poder, de intervencionismo, hace que poco a poco se vaya modificando el hábito de comportamiento moral del ser
humano. Los seres humanos manifiestan un comportamiento cada vez más amoral, menos sometido a los principios. Nuestro comportamiento es cada vez más agresivo. Se trata de lograr el poder
para imponer cosas a los demás. Y eso se traslada miméticamente al comportamiento individual,
hace que cada vez disciplinemos menos nuestro comportamiento, que dejemos de lado el esquema pautado de normas morales. La moral es el piloto automático de la libertad. He aquí otra influencia corruptora del socialismo.
Además, cuanto más socialismo hay, más se desarrolla la economía llamada sumergida o mercado negro. Pero como se decía en los países del Este, en un medio socialista “la economía sumergida no es el problema, es la solución”. Por ejemplo, en Moscú no había gasolina, pero todo el
mundo sabía que en determinado túnel se vendía gasolina en el mercado negro. Gracias a eso la
gente podía conducir.
Pero, obviamente, un gobierno socialista no puede conformarse con aceptar todas estas críticas,
de manera que recurre a la propaganda política. Todo problema –se dice– es detectado a tiempo
por el Estado, que lo arregla inmediatamente. Una y otra vez, de manera sistemática, la propaganda política está en todos los ámbitos para tratar de contrarrestar la crítica, creando una cultura de
lo estatal que aturde y desorienta a la ciudadanía, que llega a pensar que ante cualquier problema
80
2. LA REVOLUCIÓN NECESARIA
el Estado se hará cargo de todo. Y ese modo de pensar, estrictamente socialista, se transmite de
generación en generación.
La propaganda conduce a la megalomanía. Las organizaciones burocráticas, los funcionarios, los
políticos etc., no están sometidos a una cuenta de pérdidas y ganancias. Una mala gestión no supone para ellos la expulsión del mercado. El gobernante y el funcionario solamente responden ante
un presupuesto y un reglamento. No hay maldad personal en ello. Al menos, no necesariamente.
Son como cualquiera de nosotros, pero en el entorno institucional en el que están insertos sus
acciones son perversas. Su actividad dentro del Estado los lleva a pedir más funcionarios, más presupuesto, y a afirmar que su labor es vital. ¿Recuerdan algún funcionario, político o burócrata que
después de un profundo análisis haya llegado a la conclusión de que el organismo para el que trabaja es inútil, que tiene un coste superior al beneficio que proporciona a la sociedad, y haya propuesto a su responsable gubernamental y a su ministro que elimine el epígrafe presupuestario
correspondiente y lo clausure? Nunca. Por el contrario, siempre –en todos los contextos y con todos
los gobiernos– es “vital” el papel que uno cumple en el Estado. El socialismo es megalómano e
impregna de ese carácter al conjunto de la sociedad. A la cultura, por ejemplo, transformada en política cultural y definida por un distinguidísimo representante de la Unión Europea del siguiente modo,
según le dijo a un compañero de partido cuando estaba a cargo del Ministerio de Cultura: “Mucho
dinero público, mucha fiesta para los jóvenes y premios para los amiguetes”.
Igualmente, el socialismo conduce a la prostitución de los conceptos de ley y de justicia. El derecho, entendido en su concepción clásica, no es sino un conjunto de normas o leyes materiales abstractas que se aplican con carácter general a todos por igual. Y la justicia consiste en enjuiciar si
los comportamientos individuales se han ajustado o no a ese esquema de normas objetivas y abstractas. Se trata de normas ciegas. Por eso, tradicionalmente se representa a la Justicia con los
ojos tapados. En el Levítico se dice “con justicia juzgarás a tu prójimo, no dejándote llevar ni por las
dádivas del rico ni por las lágrimas del pobre”. En el momento en el que se violan los principios
generales del derecho, aunque se pretenda hacerlo “por una buena causa” (porque nos conmueve
un desahucio por impago de la renta, o porque un pequeño hurto en un gran almacén carece de
relevancia en los ingresos de la empresa afectada) se inflige un daño terrible a la justicia. Los jueces que actúan de esta forma y no aplicando la ley, caen en ese error fatal de la arrogancia intelectual, de creerse dioses. Sustituyen la ley por su impresión sobre las circunstancias particulares del
caso y abren la puerta a quienes no pretenden del juez que haga justicia sino que se conmueva.
La demanda se convierte en un boleto de lotería que puede salir premiado si uno tiene suerte en
el juzgado, y se desencadena un efecto de bola de nieve que sobrecarga a los jueces, que son cada
vez más imperfectos en la emisión de sus sentencias y alimentan el proceso con su arbitrariedad.
Desaparece la seguridad jurídica y la justicia se corrompe.
La solución, por supuesto, no pasa por dotar de más medios al sistema judicial, pero eso es justamente lo que se pedirá.
En última instancia, el daño más perverso de la corrupción del socialismo es ese efecto mimético sobre el ámbito de la acción individual. Para la gente de buena fe es muy atractivo: si hay problemas, el Estado pondrá los medios e impondrá la solución. ¿Quién puede estar en contra de conseguir un objetivo tan bueno y loable? El problema es la ignorancia que anima ese argumento. El
Estado no puede saber lo que necesitaría saber para obrar así, no es Dios, aunque algunos crean
que lo es. Esa creencia perturba el proceso empresarial y agrava los problemas. En vez de actuar
de manera automática siguiendo principios dogmáticos sometidos al derecho, actúa arbitrariamente, y eso es lo que desmoraliza y corrompe más la sociedad. La lucha antiterrorista ilegal que se
81
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
desarrolló en España durante el mandato del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) es un ejemplo perfecto de lo que decimos. Fue un error terrible. Los principios no son un obstáculo que impida alcanzar los resultados deseados, sino el único camino que nos puede conducir hasta ellos.
Como afirma un dicho anglosajón, “la mejor política pragmática es actuar atendiendo a principios”,
es decir, ser honestos, siempre. Y eso es precisamente lo que no hace el socialismo, porque en su
esquema de racionalización de fines y medios, creyéndose Dios, la decisión óptima es violar los
principios morales.
El socialismo no sólo es un error intelectual, también es una fuerza realmente antisocial, porque
su más íntima característica consiste en violentar, en mayor o menor medida, la libertad empresarial de los seres humanos en su sentido creativo y coordinador. Y como eso es lo que distingue al
ser humano, el socialismo es un sistema social antinatural, contrario a lo que el ser humano es y
aspira a ser.
En la encíclica “Centesimus Annus”, Juan Pablo II, preguntándole cuál es el sistema social más
conforme a la naturaleza humana, escribe lo siguiente: “Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre
creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva”. Aunque
inmediatamente añade, “Pero...”. Y ¿por qué? Porque Juan Pablo II pasó su vida advirtiendo de los
efectos de un capitalismo salvaje, ajeno a los principios morales, éticos y legales. Teniendo en cuenta que lo censurable es el egoísmo, la inmoralidad, etc., porque a efectos del sistema social, el capitalismo es en el peor de los casos neutro. Pues en un esquema de intercambios voluntarios se promueve la moralidad, la distinción entre el bien y el mal, frente a la corrupción propia del socialismo.
Finalmente, ¿qué ha pasado con el socialismo? ¿Ha fracasado? ¿Ha desaparecido, se ha diluido como un azucarillo en un vaso de agua? Sí y no. Eso ha pasado con el socialismo real, pero
nuestras sociedades siguen profundamente imbuidas de socialismo. Las diferencias entre los llamados partidos de izquierdas y de derechas son de grado, aunque en España algo se avanzó entre
1996 y 2004 en el ámbito de la libertad. Primero, con la desaparición de la esclavitud en pleno
siglo XX: el servicio militar pasó a ser voluntario, y eso es de vital importancia –por cierto, me permito recordar que el PSOE no quería–. En segundo lugar, se produjo una reducción tímida de impuestos y, luego, el principio del presupuesto equilibrado y alguna liberalización y privatización. Tampoco
fue para tirar cohetes, pero hay que tener en cuenta que la inmensa mayoría de los 11 ó 12 millones de votantes del partido que estuvo en el poder eran socialistas, en el sentido que hemos dado
aquí a ese término. Poco más se podía hacer.
Ahora, la misión es nuestra, de los intelectuales, de los second-hand dealers of ideas, de los profesores en la universidad... Somos responsables de ir cambiando el espíritu, sobre todo de los jóvenes, que son capaces de salir a la calle a pecho descubierto a defender los ideales. El socialismo
sigue siendo hoy predominante: entre el 40% y el 50 % del Producto Interior Bruto de los países del
mundo occidental moderno está gestionado por la Administración pública. Ahora, de nuevo con el
PSOE en el Gobierno de España, parece que los vientos soplan otra vez en esa dirección. Así, terminaremos totalmente perdidos y muy lejos del único camino por el que puede avanzar nuestra
sociedad. Nuestra única posibilidad radica, como siempre, en el poder de las ideas y en la honestidad intelectual de la juventud.
82
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
83
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Francis Fukuyama es doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Harvard. Ha sido miembro del prestigioso Rand Corporation, el centro de investigación sobre asuntos sociales, económicos y políticos puntero de Estados
Unidos. En 1981 y 1982 y, de nuevo, en 1989 trabajó en el Consejo para la Planificación de Políticas del Departamento
de Estado de los Estados Unidos. En la actualidad es miembro del Consejo Presidencial sobre Bioética y profesor de
Economía Política Internacional en la Universidad Johns Hopkins en Washington.
Sin perjuicio de lo anterior, Francis Fukuyama inscribió su nombre en el pensamiento occidental con la publicación,
en 1992, de The End of History and the Last Man. En él sostiene que el motor de la historia, así como el problema
central de la política, la economía y la sociedad, ha sido el reconocimiento de la dignidad humana. Y sólo existe un sistema que fomenta y promueve el reconocimiento de la dignidad humana; la democracia liberal. Frente a él, el comunismo, el socialismo, el nazismo y, en la actualidad, el terrorismo propugnan precisamente lo contrario, y su éxito pasa por
borrar la dignidad e imponer un concepto uniforme, casi mecánico del individuo.
Trust: The Social Virtues and the Creation of Prosperity, otro de sus muchos libros (todos ellos, por cierto, grandes
éxitos que se adentran en los territorios fronterizos, como la biotecnología), publicado en 1998, analiza el impacto que
el grado de confianza existente entre las personas de una misma sociedad puede tener sobre la economía, la política
y la cultura misma. Así, las sociedades con niveles más bajos de confianza también suelen ser las más pobres y las que
tienen mayores problemas de corrupción. Y justo lo contrario ocurre con las sociedades cuyos ciudadanos tienen confianza en los demás. Hoy en día, asistimos a un movimiento generalizado de expansión de la democracia liberal.
Su último libro, State Building: Governance and World Order in the 21st Century examina el proceso de conquista
de la libertad frente a los Estados que fracasan en esta evolución hacia la democracia. Y es que estos Estados fracasados representan uno de los grandes peligros para la paz y la prosperidad del mundo, ya que al final permiten a quienes quieren volver atrás en la Historia, los que quieren volver a la imposición y a la persecución desarrollar sus planes
para imponer una determinada visión totalitaria.
Tras el derribo del Muro de Berlín, Francis Fukuyama vio con una claridad casi única que la lucha entre modelos de
organizar la sociedad había terminado. Ya quedaba solo y victorioso el modelo de la democracia liberal, el Estado de
derecho y las libertades individuales. Si queremos que el siglo XXI triunfe sobre la opresión, las matanzas de inocentes,
el hambre, la pobreza y las grandes pandemias, tenemos que descubrir juntos la forma más eficaz de traer la libertad
y las instituciones que la preservan a todos estos países que están luchando por ello, a todas esas sociedades que
anhelan la libertad, a todos los individuos que, desde el fondo de su corazón, la buscan.
Ana Palacio
84
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
¿SIGUE LA HISTORIA DE NUESTRO LADO?
Francis Fukuyama
Me gustaría regresar a mis tesis originales acerca del fin de la Historia y hacerme la pregunta que me he planteado muchas veces, especialmente en los últimos tres años: si la historia
ha recomenzado, en algún sentido, fundamentalmente desde lo sucedido el 11 de septiembre.
Mi opinión es que no, y eso subsiste como manera válida de observar el mundo, a pesar de ser
una pregunta con la que tenemos que tratar, a la luz de nuevos acontecimientos. Lo que me
gustaría hacer en esta conferencia es revisar la teoría que propuse y revisar los retos que tendremos que afrontar en el siglo XXI.
Empezaré con la pregunta: ¿qué significó el “fin de la Historia”?
El concepto del fin de la Historia es, para empezar, una teoría sobre la modernización que
tiene su origen en las teorías de Hegel y Marx en el siglo XIX. De hecho, es un concepto con el
que cualquier marxista está familiarizado. Durante los 150 años anteriores al final del siglo XX,
la mayor parte de los intelectuales progresistas creía en la existencia de un proceso histórico
progresivo de modernización, en el que las sociedades pasaron de ser sociedades de cazadores-recolectores a sociedades agrícolas y de ahí a sociedades industriales. También creían que
la Historia terminaría en una utopía comunista. Lo que yo expresé en mi libro, El fin de la historia y el último hombre, es que al final del siglo XX no parecía que esto fuese a suceder. No parecía que el progreso de las sociedades humanas fuese a desembocar en una utopía comunista,
sino más bien en lo que los marxistas llamaban una democracia liberal burguesa. El fin de la
Historia se encarnaba en la universalización de los principios de la Revolución Francesa.
Me han comparado en muchos aspectos con mi antiguo profesor, Samuel Huntington –que
sigue siendo mi amigo–, quien expuso una visión muy distinta del desarrollo mundial en su libro
85
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
El choque de civilizaciones. Pero resulta fácil exagerar el grado de discrepancia en nuestra interpretación del mundo. Por ejemplo, coincido en su creencia de que la cultura es muy importante y que el desarrollo y la política no se pueden entender sin una referencia a los valores culturales.
Sin embargo, hay un aspecto fundamental que nos separa: es la cuestión de los valores de
la Ilustración, específicamente occidentales, y si estos valores son potencialmente universales
o no. Huntington cree, claramente, que no. Argumenta que las instituciones políticas que se
dan en Occidente –que forman la base de la democracia liberal moderna– son consecuencia de
una cultura determinada, la cultura cristiana de la Europa occidental, y son específicos de la
misma, por lo que, en un cierto sentido, nunca trascenderán los lugares en que dicha cultura
se ha establecido. Diría que, de hecho, se trata de algo más amplio y más profundo, una cuestión que todos nos debemos plantear: si es posible o no que estos valores occidentales tengan un significado universal.
Huntington tiene toda la razón cuando afirma que el origen de la democracia liberal, secular
y moderna reside en la Cristiandad. Esta idea no es nueva. Hegel, Tocqueville y Nietzsche, entre
otros muchos grandes pensadores, ya dijeron que la democracia moderna es, de hecho, una
versión secular de la doctrina cristiana fundamental que habla de la dignidad universal del hombre y que se interpreta ahora de una forma moderna, como una doctrina política. En mi opinión,
no hay duda de que es así, desde un punto de vista histórico.
Pero, aparte del hecho de que la democracia liberal moderna tenga su origen en este contexto cultural concreto, la verdadera cuestión es si estas ideas se pueden separar de sus raíces culturales y llegar a tener un significado para aquellos que viven en culturas no cristianas.
Hay muchas pruebas en todo el mundo que confirman esta idea. Lo explicaré utilizando una
analogía: el método científico en el que se basa nuestra civilización tecnológica moderna también surgió en Europa y de esta misma cultura cristiana. Surgió con filósofos como Francis
Bacon y René Descartes, que fueron quienes crearon el método científico moderno. Pero después de su creación, el método científico pasó a ser de toda la Humanidad, sin importar si uno
era japonés, africano o indio. El método científico es algo todavía útil para la gente, con independencia de su origen cultural.
La cuestión es, por lo tanto, si los principios de libertad y democracia que para nosotros son
la base de la democracia liberal tienen, de manera análoga a lo anterior, un significado universal. Personalmente, opino que sí y creo que hay una lógica general en la evolución histórica que
explica por qué, a medida que las sociedades avanzan, hay más democracia. He construido, por
decirlo de alguna manera, una especie de “máquina” que explica este proceso. No es una
máquina determinista a la manera del marxismo, pero pienso que hay un modelo general en la
evolución social del hombre que nos dice que este proceso evolutivo debería concluir con una
mayor presencia de la democracia.
El origen de la democracia liberal moderna reside realmente en la ciencia y la tecnología
modernas. La ciencia es un saber acumulativo; no olvidamos de manera periódica los descubrimientos científicos previos. Este hecho es el que crea el mundo económico actual, ya que genera un horizonte de posibilidades productivas y garantiza que la era de la máquina de vapor es
distinta de la era del arado y, a su vez, la era del transistor y del ordenador va a ser diferente
de la era de la máquina de vapor. Todo esto nos lleva al desarrollo económico moderno, a enormes incrementos de la productividad como consecuencia del crecimiento del capitalismo
86
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
moderno y de la difusión de la tecnología y las ideas en las economías de mercado modernas.
Ello desencadena un proceso que resulta enormemente atractivo en todo el mundo. El desarrollo económico es un deseo prácticamente universal.
La prueba de ello es, en mi opinión, la forma en que la gente se desplaza y actúa “con los
pies”. La gente vota “con los pies”. Todos los años, millones de personas en sociedades
pobres y subdesarrolladas intentar llegar a Europa occidental, a los Estados Unidos, a Japón y
a otros países desarrollados porque ven que las posibilidades de desarrollo humano en un país
rico son mucho mayores que en un país pobre. Y esto es algo universal.
El deseo de democracia no es algo tan extendido inicialmente como el deseo de desarrollo.
De hecho, se dan regímenes como el de la China actual, Singapur o Chile durante el gobierno
de Pinochet que, aunque autoritarios, son capaces de conseguir un desarrollo y un grado de
modernización aceptables. Pero hay una conexión más directa entre desarrollo económico y
desarrollo político. Tiene que ver con la fuerte correlación que existe entre el desarrollo y el crecimiento de las instituciones democráticas. Mi antiguo colega de la Universidad George Mason,
el gran sociólogo Seymour Martin Lipset, fue quien se refirió primero a esta correlación. Se dio
cuenta de que, en todo el mundo, existe un alto nivel de correlación entre países democráticos
y países industrializados y desarrollados. Hay numerosas razones para pensar que esta correlación es fuerte. Cuando un país sobrepasa un nivel de renta per cápita de aproximadamente
6.000 dólares, significa que deja de ser una sociedad agrícola, ya que tiene una clase media
que posee un patrimonio, una sociedad civil compleja y un nivel educativo alto, todo lo cual
fomenta el deseo de participación democrática.
España es un buen ejemplo. A la muerte del general Franco, España había sobrepasado ya
esa barrera de desarrollo económico y su sociedad estaba preparada para la democracia, de
manera distinta a lo que ocurría una o dos generaciones antes. Todo esto explica por qué se
ha producido un crecimiento de la democracia en lugares como Japón, Corea del Sur, Taiwán y
otras partes de Asia e Iberoamérica.
El componente final de esta “máquina de la modernización”, como se la podría denominar,
está relacionado con la cultura. La conexión en este caso no es tan sólida. Todo el mundo aspira al desarrollo económico, y éste, a su vez, fomenta la implantación de instituciones políticas
democráticas. Sólo al final de este proceso se produce la convergencia cultural.
Coincido plenamente con Huntington en su afirmación de que nunca viviremos en un mundo
culturalmente uniforme. No creo que queramos vivir en un mundo con los mismos valores culturales universales; tenemos y valoramos las tradiciones históricas de nuestros propios pueblos, las tradiciones religiosas y otros elementos culturales que nos son propios.
Pero sí que creo que existe un elemento cultural que surge necesariamente de este proceso de modernización: la separación entre la religión y las creencias profundas y la política. Esto
no es algo inherente a la sociedad cristiana occidental. Al final de la Edad Media, todos los
reyes europeos dictaban las creencias religiosas de sus súbditos. Pero uno de los logros del
liberalismo moderno fue que, como resultado de 150 años de terribles guerras de religión, los
pensadores occidentales que crearon las instituciones liberales modernas coincidieron en la
necesidad de excluir el debate sobre las cuestiones religiosas de los asuntos políticos. Éste es
el verdadero origen de nuestra sociedad moderna basada en la Ilustración liberal que proclama
un pluralismo y una tolerancia en relación con las cuestiones religiosas.
87
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
El mundo occidental vivió este proceso. Un proceso que ahora se está viviendo en el mundo
islámico. Por lo tanto, hay que explicar las razones por las que debe producirse un proceso histórico amplio y por qué cabe esperar una expansión gradual de la democracia liberal en el
mundo.
Para contestar a esta pregunta, debemos hablar de los problemas y retos a los que nos enfrentamos. Ésta es una tesis que he venido desarrollando durante los últimos quince años, y que ha
sido atacada por todo tipo de personas, desde casi todos los puntos de vista imaginables.
En mi opinión, hay cuatro grandes obstáculos a esta perspectiva optimista de evolución que
he expuesto con anterioridad. El primero tiene relación con el Islam como obstáculo cultural
para la democracia; el segundo tiene que ver con la tecnología y, en particular, con las armas
de destrucción masiva; el tercero guarda relación con las brechas políticas que se han abierto
entre Europa y los Estados Unidos, sobre todo durante los últimos años; y finalmente, el tema
de mi último libro, que es la construcción del Estado.
Comencemos con la cuestión del Islam. Está muy extendida la opinión de que hay alguna contradicción fundamental entre el Islam como religión y la posibilidad de desarrollo de la democracia moderna. No hay ninguna duda de que, si hay una parte del mundo donde debería haber más
democracia y aún no la hay, es en el mundo musulmán. En los países musulmanes se ha producido una excepción generalizada al modelo de desarrollo democrático que se ha dado en América
Latina, Europa, Asia e incluso en lugares como el África subsahariana. Por ello, hay quien argumenta que puede haber algo en la doctrina islámica que identifica la religión con el Estado y que
actúa como una barrera infranqueable que impide la implantación de la democracia.
Esto es muy dudoso. No creo que haya necesariamente una incompatibilidad entre el Islam
y la democracia moderna. Todos los sistemas religiosos son enormemente complejos; la cristiandad defendió en su día la esclavitud y la jerarquía, y más tarde defendió la democracia. Una
vez que se libran de la rigidez de ciertas tradiciones, las doctrinas religiosas como el Islam o el
cristianismo están abiertas a una distinta interpretación política de una generación a otra. Y
creo que esto está ocurriendo con el Islam. Si se analiza lo que ocurre en distintas partes del
mundo, se aprecia la enorme diferencia entre países de cultura islámica: Indonesia, que pasó
en 1997 de tener un gobierno autoritario a una democracia; Turquía, que ha tenido a partir de
la Segunda Guerra Mundial periodos democráticos bipartidistas con un cierto éxito; otros como
Mali o Senegal... Hay algunos países que son musulmanes y democráticos. Además, hay otros
como Malasia que han tenido un desarrollo económico muy rápido. Por tanto, el Islam no supone necesariamente un obstáculo a la democracia.
De hecho, el profesor Stephan de la Universidad de Columbia ha señalado que la excepción
a un modelo generalizado de democratización en el mundo musulmán es, en realidad, una
excepción en los países árabes, más que en los musulmanes. Hay algún elemento de la cultura política árabe que ofrece una mayor resistencia. ¿Cuál es ese elemento? Ésa es una cuestión a debatir, pero seguro que no es producto de la religión. Este reto al que nos enfrentamos
no es de carácter religioso, cultural ni inherente a la civilización. Es un reto muy serio y muy
importante, pero es político. Es el que ofrece el islamismo radical, que tiene una larga historia
durante el siglo XX, pero que es, en último término, una doctrina política moderna.
En los escritos de Said Kutub, el fundador de la Hermandad Musulmana en Egipto, o de
Osama bin Laden y sus ideólogos de Al Qaeda, se observa que el origen de muchas de sus
88
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
ideas sobre los conceptos de Estado, revolución y organización política no tienen origen en la
tradición islámica, sino en las ideologías radicales de la derecha y la izquierda europeas del
siglo XX, es decir, en el fascismo y en el comunismo. Dichas doctrinas, que son extremadamente peligrosas, no reflejan realmente ninguna de las enseñanzas fundamentales del Islam; lo que
representan es la utilización política de unas ideas para unos fines determinados. Es más,
representan, en mi opinión, la profunda alienación que se da en muchos países musulmanes
por el hecho, precisamente, de que no hay posibilidad de participación democrática en la mayoría del mundo árabe, de que el desarrollo económico es escaso y no existe oportunidad para la
gente de abrir sus propios negocios y unirse al proceso positivo de la globalización. A todo ello
se une, además, el crecimiento excesivo de los entornos urbanos, que también fue uno de los
factores que impulsaron el fascismo.
¿Cuál es, por tanto, el futuro de esta doctrina? Creo que hay que enfrentarse a esta ideología como a cualquier otra ideología radical del siglo XX: mediante una combinación de política
y, desgraciadamente, de medidas militares ocasionales, dada su peligrosidad.
En último término, no debemos sobrestimar el poder de esta doctrina. En primer lugar, porque no ha tenido el más mínimo atractivo para personas de un entorno cultural no musulmán.
Creo que hoy las posibilidades de que España vuelva a ser islamizada, o de que países como
los Estados Unidos, Japón o Rusia se conviertan al Islam en un futuro son mínimas. Y, lo que
es más, esta clase de doctrina política radical no ha tenido un verdadero éxito ni siquiera entre
los musulmanes. No hay más que observar los países en los que esta ideología ha llegado al
poder (Irán, Afganistán y Arabia Saudí). Estos países representan enormes fracasos. El caso
de los talibanes y su ideología radical islamista es claro; en Irán, el setenta por ciento de la
población tiene menos de treinta años y, dentro de ese grupo de edad, creo que casi nadie
quiere seguir viviendo bajo ese tipo de teocracia islámica, y por lo tanto cabe esperar que se
produzcan importantes cambios políticos en el país durante la próxima generación, cambios
orientados a la consecución de una mayor libertad. El núcleo del problema es, en mi opinión,
Arabia Saudí. Este país es un auténtico desastre. La renta per cápita ha disminuido en dos tercios en una sola generación. Es un país muy mal gestionado y con un elevadísimo nivel de
corrupción, el mejor caldo de cultivo para una determinada ideología política muy extremista y
llena de odio. Ha conseguido exportar esa ideología por el simple hecho de vivir sobre un mar
de petróleo y la ha hecho llegar a otras partes del mundo donde no se habría asentado de no
ser por su papel accidental dentro de la Historia. Pero en general, mi opinión es que el reto
ideológico que representa esta doctrina es mucho menor que el que presentaba, por ejemplo,
el comunismo.
Lo cual me lleva al segundo asunto, el de las armas de destrucción masiva. De no existir las
armas nucleares y biológicas en el mundo, se podría decir que este Islam radical es un problema para Oriente Próximo, para los países musulmanes, pero no para nosotros. Y en mi opinión,
la unión entre esta doctrina ideológica extremista y radical con las tecnologías de destrucción
es lo que lo convierte en un problema para todo el mundo. Ése fue el verdadero significado del
11 de septiembre. Y añadiría, a propósito del 11 de septiembre, que es una de las grandes
fuentes de malentendidos entre Europa y Estados Unidos. Los europeos tienden a verlo como
otro acto terrorista más con el que están familiarizados, que no es diferente al problema de
ETA, el IRA o las Brigadas Rojas. En Estados Unidos, en cambio, se ve más bien como algo completamente nuevo desde el punto de vista histórico, algo que relaciona el terrorismo suicida y
nihilista con la posibilidad de usar armas de destrucción masiva, lo que cambia por completo
la forma de enfocar este asunto.
89
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
No sé cuál de estas dos interpretaciones es la correcta. Es posible reaccionar de manera
tanto excesiva como escasa a este problema. Lo que sí sé es que es un problema importante
al que nos debemos enfrentar de manera conjunta. Esta nueva situación implica que la tecnología ha traído, en cierto sentido, la posibilidad de socavar la propia civilización tecnológica que
la ha creado. Es un asunto importante sobre el que tenemos que seguir trabajando y es realmente uno de los problemas centrales en la guerra continua contra el terrorismo.
La tercera objeción a mi hipótesis sobre El fin de la Historia, la optimista, es la relacionada
con las disputas abiertas entre Europa y Estados Unidos, especialmente tras la guerra de Iraq
iniciada por el gobierno Bush.
Durante la Guerra Fría, nos consideramos a nosotros mismos, de manera común, un
Occidente unido. Compartíamos unos intereses que dieron a los pueblos europeo y americano
el sentido de pertenecer a una misma familia, con valores democráticos comunes que se
encontraban en peligro como consecuencia de los enormes movimientos totalitarios del siglo
XX. Desde el fin de la Guerra Fría, creo que el distanciamiento entre Europa y Estados Unidos
se ha manifestado en numerosos aspectos, y que esas diferencias cristalizaron debido a la guerra de Iraq.
Diría que las áreas en que se producen estas diferencias se pueden reducir a cuatro o cinco.
De hecho, Jürgen Habermas y Jacques Derrida, dos de los principales filósofos europeos, escribieron un manifiesto tras la guerra de Iraq en el que resumían estas diferencias, y creo que es
un resumen bastante acertado. Decían que, en general, los europeos tienden a estar, en mayor
medida que los americanos, a favor de un Estado del bienestar amplio, de la solidaridad social
y de la protección de los ciudadanos frente a un capitalismo sin restricciones.
La segunda diferencia es que los europeos se sienten parte de un proceso en el que se está
trascendiendo el concepto de nación-Estado, mientras que para los americanos, en mi opinión,
existe una creencia firme y profunda en que la fuente de la legitimidad o de la actuación legítima reside en una democracia constitucional y no en una institución supranacional, ni tampoco
en un mayor grado de cooperación internacional.
La tercera diferencia importante tiene que ver con la diferente visión de la utilidad y la fuerza moral de las intervenciones militares. En este sentido, creo que las diferencias entre ambos
reflejan en realidad las diferencias históricas que se dan a cada lado del Atlántico. En Estados
Unidos hay una firme y profunda creencia en la capacidad redentora, desde el punto de vista
moral, de la fuerza militar. Esto se basa en nuestra propia experiencia bélica, desde la
Revolución Americana contra la monarquía británica, pasando por la Guerra Civil Americana
–una guerra terriblemente sangrienta en la que murieron 600.000 americanos pero que condujo a la abolición de la esclavitud y a la unión de los Estados Unidos–; y que llega hasta la
Primera Guerra Mundial y, especialmente, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, que se
consideraron, en cierta manera, como cruzadas para la liberación de Europa de dos formas distintas de tiranía, en dos ocasiones distintas Ésta es, de hecho, una interpretación correcta de
la forma en que se utilizó el poder militar por parte de los Estados Unidos. Cuando en Europa
se piensa en el uso de la fuerza armada, se piensa sobre todo en la Primera Guerra Mundial,
vista como el suceso que marcó el comienzo del siglo XX, un hecho que socavó la confianza de
la civilización europea en sí misma. Desde mi punto de vista, la interpretación común es que
fue la propia soberanía nacional la que causó la masacre absurda de una generación entera de
ciudadanos europeos. Los fines morales de la guerra como fuerza liberadora se tienen mucho
90
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
menos en cuenta en esta parte del mundo como consecuencia de esa experiencia. Además,
esta visión está más profundamente relacionada con la propia Historia europea, en la que el
uso de la soberanía y el poder a lo largo de los siglos ha sido mucho más conflictivo.
No creo que se pueda decir que una de estas visiones sea la correcta. Estos puntos de vista,
a cada lado del Atlántico, son simplemente resultado de una experiencia histórica particular (por
lo que no se puede decir que ninguno de los dos sea correcto o equivocado, y es perfectamente posible que la fuerza militar se use con fines morales, como también lo es que la soberanía
se utilice incorrectamente de manera que conduzca al desastre), pero que explican de manera
acertada la forma en que cada una de las partes ve las cosas.
La cuestión final está relacionada con la religión, que nos separa. Los americanos creen
mayoritariamente en Dios, no así los europeos. Este hecho tiene su origen en el carácter descentralizado de la religión en los Estados Unidos. Nunca hubo una religión oficial en nuestro
país; ésta ha sido siempre voluntaria y basada, de hecho, en un protestantismo sectario, cuya
propia supervivencia dependía del sostenimiento de los propios creyentes. Nunca se dio la
unión entre Estado e Iglesia a la manera de muchos países europeos. Esta peculiaridad fomentó una participación democrática dentro de las instituciones religiosas y un mayor grado de compromiso religioso personal, a la vez que impidió la aparición de sentimientos anticlericales que
se producen en países en los que existe una confesión oficial, donde las personas pueden llegar a ver la fe religiosa como algo impuesto u obligatorio. De nuevo, nos encontramos con un
ejemplo de cómo las características históricas de nuestro desarrollo como sociedades han llevado a resultados muy diferentes. Ambas sociedades creen en el principio de separación entre
religión y política, pero la experiencia de la religión se vive de manera muy diferente por los ciudadanos a cada lado del Atlántico.
Estos cuatro factores separados han llevado a políticas opuestas. Europa se podría definir
como una zona prácticamente libre del equivalente a los republicanos estadounidenses, y los
Estados Unidos serían una zona sin la presencia de socialistas en su mayor parte. Esto no tenía
gran importancia durante la Guerra Fría, porque los republicanos, los equivalentes de los demócratas americanos o euro-atlantistas y los socialistas se oponían igualmente a la dominación
de la Unión Soviética, por lo que había una base muy sólida. Ahora, tras el final de la Guerra
Fría, cuando el campo de batalla se ha desplazado de Europa a Oriente Próximo, la coincidencia es más estrecha: son la izquierda americana y la derecha europea las que forman la base
de la asociación transatlántica.
Sin embargo, desde el punto de vista histórico no hay ninguna necesidad de un distanciamiento entre Europa y Estados Unidos basado en dichas diferencias, ya que no son diferencias
de civilización; son, por así decirlo, distintos dialectos de un mismo idioma. Ése es el papel de
los gobernantes –el Presidente Aznar fue el perfecto ejemplo–; enfrentarse a un problema que
se puede superar si los políticos y gobernantes tienen visión de futuro y son capaces de encontrar una agenda común. De hecho, existen cuestiones importantes para una agenda común
entre Europa y Estados Unidos. Nos enfrentamos a una amenaza común, el terrorismo. Aunque
el Islam no es en sí un problema, sí lo es el islamismo radical. Los actos del 11 de marzo y del
11 de septiembre fueron comparables y fueron causados por el mismo odio y extremismo, daba
igual que se tratase de España o de los Estados Unidos. Y, en cierta forma, Europa se enfrenta a un problema mayor en todo lo relacionado con la emigración y la integración de personas
de otras culturas dentro de su estructura social. Históricamente, Estados Unidos ha tenido una
experiencia bastante positiva en todo lo relacionado con la asimilación de emigrantes. Es un
91
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
área, a mi parecer, en la que los europeos pueden aprender de los Estados Unidos. No es un
problema, por lo tanto, que no se pueda superar con un cierto grado de liderazgo político.
Por último, el cuarto problema o reto en este Fin de la Historia es el siguiente: he afirmado
que existe un proceso histórico que comienza con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, el
cual lleva al desarrollo económico, que a su vez lleva a la democracia política, la cual, en último término, tiene distintas implicaciones culturales. El problema es conseguir el inicio del desarrollo económico, un problema que se ha dado en muchos países en vías de desarrollo en
Sudamérica, Oriente Medio, el sur de Asia y el África subsahariana. Y creo que una de las verdades que salen a la luz al observar el problema del desarrollo es que, en cierto sentido, tiene
un origen político: el desarrollo económico no sólo se consigue aplicando políticas económicas
acertadas; debe existir un Estado que sea “de Derecho”. Un Estado que asegure la ley y el
orden, la propiedad privada, un marco estable mínimo en el que la gente pueda vivir, para que
pueda haber inversión, crecimiento, intercambios comerciales, comercio internacional, etc. La
existencia de un Estado no es algo que se pueda dar por hecho en los países pobres. Diría, de
hecho, que los problemas del siglo XXI están relacionados con la ausencia de instituciones
estatales sólidas en los países pobres, más que con la situación típica del siglo XX en la que
los Estados eran demasiado grandes (aunque este problema no ha dejado de existir).
El siglo XX estuvo dominado por grandes potencias, Estados demasiado grandes y poderosos. Fueron Estados enormes y centralizados los que llevaron a las guerras mundiales y a la
Guerra Fría. En el siglo XXI, los problemas vienen principalmente de países como Somalia,
Afganistán, Haití y, en cierta medida, Iraq; países que no tienen instituciones de gobierno que
puedan garantizar un Estado de derecho mínimo, necesario para que haya desarrollo o para la
creación de instituciones democráticas. En muchos aspectos, la agenda política para los años
venideros es una agenda con dos vertientes. Creo que en el mundo desarrollado, la antigua
agenda de Ronald Reagan y Margaret Thatcher sigue siendo válida. Necesitamos reducir los
“excesos de gobierno”, la regulación excesiva. Europa se enfrenta a una crisis importante de
su Estado de bienestar en las próximas dos generaciones. Pero en los países en desarrollo el
problema es el opuesto: una ausencia de Estado que impide el desarrollo económico, lo que se
convierte en un caldo de cultivo para multitud de problemas como el terrorismo, las enfermedades, los refugiados, etc. Por consiguiente, hay que llevar a cabo acciones muy diferentes en
estos dos mundos: reducir el tamaño del Estado en los países desarrollados, pero fortalecerlo
en gran parte de las zonas en vías de desarrollo. Y el reto para nosotros, en mi opinión, reside
en el hecho de que al no vivir en países pobres, no sabemos muy bien cómo solucionar este
problema, cómo construir un Estado o cómo mejorar el Estado en estas sociedades. Estamos
empezando a aprender cómo movernos en este terreno, pero es un tema en el que nosotros
mismos necesitamos mucha experiencia y mucha reflexión.
Así que ésta es la situación. Nos situamos en esta tendencia histórica generalizada que lleva
a la democracia liberal. Éstos son los retos principales a los que nos enfrentamos.
Hay también otros que podemos mencionar, como la dictadura blanda de China, o el caso de
Venezuela, donde Chávez ha causado un auténtico desastre al servirse de una especie de
democracia populista para desmantelar todas las instituciones importantes del país: la prensa
independiente, los sindicatos, los partidos políticos, etc. Un problema que pueden compartir
todos los países andinos –Ecuador, Bolivia, Perú, Colombia...–, y en cuya solución España,
como madre patria y como ejemplo, puede desempeñar un papel esencial. Debemos pensar
también sobre el modo en que muchos de estos países pueden crecer económicamente para
92
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
superar la pobreza, porque es el crecimiento económico lo que permite reducirla, y ese crecimiento no se producirá si no se acometen las reformas necesarias. El fracaso de estos países
no está ligado a la aplicación de lo que se suele denominar “políticas neoliberales”, sino a su
ejecución parcial e incoherente, y a la falta de instituciones políticas capaces de hacer cumplir
ese programa. Y tenemos que encarar el grave problema de la inmigración, para lo que resulta
fundamental el desarrollo de un sentido universal de ciudadanía política que permita que las
personas se identifiquen con su país de acogida, más que con un grupo étnico, una religión o
un país de origen.
Pero creo que los cuatro asuntos principales a los que he aludido –la relación del Islam con
la democracia; la tecnología y las armas de destrucción masiva; la relación entre Europa y los
Estados Unidos y la construcción del Estado allí donde no existe– son los que deberemos encarar realmente durante los próximos años. Nunca he sido un determinista a la manera de la
mayoría de los marxistas-leninistas, quienes tenían una visión muy rígida sobre la forma en que
la Historia se desarrolla. La capacidad de los gobernantes, la política, el liderazgo y la iniciativa individual siguen siendo fundamentales en el desarrollo histórico, con el fin de que estas tendencias generales puedan establecer la base para un cierto tipo de desarrollo. Por ejemplo, las
oportunidades que ofrece la tecnología actual no llegan de manera automática. Llegan cuando
las sociedades aceptan el reto y están lideradas por personas que crean las instituciones necesarias, que establecen los valores y la apertura precisos para que estas ideas fructifiquen. El
futuro no está condicionado en absoluto por ninguna de estas premisas; depende mucho más
de las decisiones políticas que tomamos como pueblo al votar y de los líderes de nuestras
democracias.
Estamos ante un verdadero reto, el de reflexionar sobre el mundo actual y en particular sobre
la clase de instituciones que habrá en él. El lugar que ocupamos dentro de la Historia es resultado de nuestra capacidad de crear instituciones democráticas válidas, que rinden cuentas
como corresponde a una democracia a escala nacional y estatal. Ése es el resultado de 200
años de desarrollo en Europa y Norteamérica. Lo que no comprendemos igual de bien es cómo
crear estas mismas instituciones en el ámbito internacional. Las que tenemos actualmente,
como las Naciones Unidas, las instituciones de Bretton Woods o la OMC, responden parcialmente al problema, pero sólo parcialmente. Hay una falta de instituciones a escala internacional, y
la clase de retos a los que nos enfrentaremos durante las próximas generaciones tiene relación
con la capacidad de crear nuevos tipos de instituciones. Este reto corresponde a la generación
que se asoma ahora al liderazgo.
93
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
En su libro, El progreso y sus enemigos, Guy Sorman caracteriza el pensamiento de la izquierda, de los ecologistas,
de los antiglobalización como “mágico y acientífico”. Mágico porque confían en la comunidad frente al individuo a la
hora de solucionar los problemas del mundo, y esto a pesar de la abrumadora evidencia de que en la mayoría de los
casos la comunidad ha empeorado cualquier problema que se ha propuesto solucionar. Son acientíficos porque les
importa bien poco el método de prueba y error para llegar a conclusiones. Mas bien prefieren llegar a las conclusiones
que les convienen y luego presionar a los políticos, intelectuales y científicos para que las defiendan.
Tal presión tiene un nombre: lo políticamente correcto. Lo políticamente correcto habla de la caída del Muro de
Berlín. La verdad es que fue derribado por las ansias de libertad. Lo políticamente correcto dirá que la libertad es injusta y hay que buscar la igualdad. La verdad es que no hay igualdad posible sin la libertad.
Guy Sorman, gran defensor de la libertad individual, el rigor analítico y el potencial humano, hizo su doctorado en
el Instituto de Ciencias Políticas de Paris en 1964 y se graduó en París en la Escuela de la Civilización Oriental (1966)
y la Escuela Nacional de la Administración. Ha sido profesor en la Universidad de Paris, la Universidad de Beijing y la
Universidad de Moscú entre otras. Es columnista de varios de los periódicos internacionales más importantes como Le
Figaro, Wall Street Journal y La Nacion. Es autor de varios libros de enorme acogida como El Mundo es mi Tribu (1997),
El genio de la India (2000) y su último Made in USA (2004) donde explica las claves actuales para entender la potencia estadounidense. Además de su labor intelectual, ha aconsejado a los líderes de su país, Francia. Fue asesor para
cooperación cultural del Ministro de Asuntos Exteriores entre 1993 y 1995 y asesor para la planificación estratégica
del Presidente de la República entre 1995 y 1997.
Ana Palacio
94
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
¿QUIÉN MERECE SER LIBRE?
O ¿PODEMOS EXPORTAR LA DEMOCRACIA?
Guy Sorman
La intervención en Iraq y los importantes acontecimientos que se están produciendo como
resultado de la misma nos obligan a reflexionar. De estos acontecimientos podemos esperar
un cambio drástico en el prejuicio según el cual el mundo árabe-musulmán sería culturalmente o religiosamente impermeable a la libre democracia. Por lo tanto, esta intervención no debe
interpretarse desde una mirada a corto plazo, sino desde una perspectiva histórica más
amplia. De la misma forma, el debate sobre lo que viene a llamarse “la exportación de la
democracia”, que constituye el telón de fondo de los acontecimientos iraquíes, también debería considerarse desde una perspectiva histórica más amplia.
En primer lugar, debemos recordar que la noción de libertad no surge de forma espontánea
de una humanidad amorfa. Tiene su propia historia, una historia y una geografía. La historia
de la libertad es la de un concepto que es fruto de la inteligencia y de la reflexión sobre la
naturaleza y la condición del ser humano. Es indiscutible que este concepto nació hace veinticinco siglos, en algún lugar entre Atenas y Jerusalén. Estas dos ciudades encarnan, respectivamente, la filosofía y la revelación. La libertad nació del encuentro entre Atenas y Jerusalén,
de la confluencia entre la filosofía y la revelación.
Sin la contribución metafísica judía, la libertad no habría encontrado su sentido. Los hebreos
introdujeron en la Historia el sentido, la dirección. Con la Biblia, la Historia cobra sentido. El
mesianismo es la historia del sentido. Los hebreos también introdujeron el concepto de responsabilidad. En un primer momento, este concepto se reveló como un indiviso colectivo entre todos
95
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
los miembros de la nación hebrea, y a medida que el Antiguo Testamento evoluciona o se vuelve más complejo, el concepto de responsabilidad se traslada de lo colectivo a lo individual. Por
eso podemos afirmar que la huida de Egipto es la invención de la libertad. Es la primera vez en
la Historia que un pueblo elige abandonar la esclavitud e inventarse a sí mismo como pueblo
libre. Del mesianismo hebreo también se deriva la medida del tiempo, que se convertirá en nuestro calendario, nuestro reloj. Y todos sabemos que sin reloj, sin calendario, el tiempo no tiene
sentido y la Historia no existe.
Ahora bien, si el tiempo no existe, tampoco hay lugar para la ciencia y el desarrollo. De esta
forma, partiendo de conceptos tan abstractos como el sentido de la Historia que dicta el
mesianismo, o la invención de la libertad a partir de la huida de Egipto, comprenderemos por
qué la ciencia y el desarrollo nacieron en la era religiosa del mundo hebreo del que provenimos nosotros, y no en cualquier otro lugar. La contribución de Jerusalén no resulta decisiva
como fundamento de Occidente hasta que Jerusalén se cruza con Atenas. A Atenas le debemos la decisión racional, la noción de deliberación como paso previo a la decisión política. A
Atenas le debemos por lo tanto la invención de la democracia: la democracia no sólo como
forma de gestionar los asuntos públicos, sino sobre todo como forma de gestionar las pasiones colectivas. Muy a menudo, incluso hoy en día, la democracia se define únicamente como
una institución destinada a gestionar lo mejor posible los asuntos públicos. Esta definición es
imperfecta, porque no permite comprender la superioridad de la democracia sobre el despotismo ilustrado. La superioridad de la democracia reside en otra parte, en su capacidad de
canalizar las pasiones a través de la elección. Además, también cobra sentido, como subrayó
el filósofo Karl Popper, por su capacidad para establecer un límite temporal al mandato de los
dirigentes. Es la elección de la dirección sin violencia y con plazo fijo lo que constituye la diferencia esencial entre el despotismo, que tiende a perpetuarse, y la democracia, con un plazo
fijo de sustitución. Y, por último, será de Jerusalén y de Atenas de donde partirán a la conquista del resto del mundo estos mismos conceptos de libertad, democracia, deliberación y relaciones racionales.
El resto del mundo ha alcanzado a concebir nociones muy próximas a las de libertad, responsabilidad y racionalidad. Existen rastros de esa invención en todas las civilizaciones. Por
ejemplo, en la antigua civilización china, en textos de hace más de veinte siglos, podemos leer
disquisiciones que evocan los debates filosóficos atenienses. Asimismo, en algunas poesías
chinas, por seguir con la referencia a esta civilización, la noción de individuo aparece muy temprano. No es, como se dice muy a menudo en Occidente, ajena a la mentalidad china. Pero
sólo en Occidente esas nociones llegarán a convertirse en un sistema. No se limitarán a ser
el atributo de tal o cual individuo o corriente filosófica, sino que se convertirán en normas
colectivas. La originalidad occidental reside en su organización “sistemática”.
El resto del mundo entrará en contacto con este sistema sin haberlo escogido gracias al
expansionismo europeo del siglo XVI. Se dice a menudo que el choque entre Occidente y las
sociedades diferentes se remonta a la colonización o a la descolonización, y que el tema de
la libertad política en países que no fueron libres tan sólo se plantea desde hace treinta años.
No es exactamente así. Ya desde el siglo XIV, con los grandes descubrimientos y las primeras
misiones religiosas –sobre todo las de los jesuitas en América del Sur, India y Extremo
Oriente– las autoridades y los intelectuales de esos países tuvieron conocimiento de esas normas occidentales, y al conocerlas asumieron que eran técnicamente superiores. Las civilizaciones no occidentales no rechazaron esas técnicas superiores; al contrario, se las apropiaron de inmediato. Podemos recordar, como anécdota con categoría de ejemplo, la pasión que
96
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
sentían los emperadores chinos por los péndulos que hasta allí llevó el jesuita Mateo Ricci.
En el siglo XIX, y a excepción de algunas zonas específicas, el mundo ya estaba globalizado.
En realidad ya no existían ni en Japón, ni en China, ni en la India ni en América Latina formas
de pensamiento político y de organización que pudieran erigirse en alternativas mundiales a
la libertad de pensamiento y de expresión que Occidente había exportado. El caos que invade
las sociedades tradicionales en el siglo XIX –es decir, China, Japón, el mundo árabe-musulmán– se basa en que todas intentan fusionar sus culturas tradicionales con las normas occidentales, manifiestamente más eficaces.
Se pueden citar varios intentos de síntesis. Uno de los más admirables ocurrió en Bengala,
en pleno siglo XIX, con la aparición de un movimiento filosófico, político y religioso de liberación de la mujer y de las mentes, que proponía una suerte de monoteísmo común al mundo
hindú y al mundo cristiano. Y en el mundo musulmán podemos citar un movimiento llamado
“Renacimiento Árabe”, que inició Rifaa, un intelectual y hombre de Estado egipcio que demostró que no existía incompatibilidad alguna entre la revelación coránica y las instituciones y la
ciencia occidentales. En Japón, también es muy conocido el experimento del emperador Meiji,
que logró fusionar de forma impecable la tradición japonesa y las instituciones, técnicas y ciencias occidentales. En 1898 se produjo en China un movimiento de reformas idénticas, pero
fracasó debido a la resistencia del sistema imperial.
Ahora bien, ¿esta superioridad de Occidente es sólo una cuestión técnica? No. También es
moral, y los pueblos que se enfrentaban a Occidente no tardaron en comprenderlo. Lo
demuestra, por ejemplo, la opción, realizada en el mundo árabe-musulmán y en particular en
Egipto por iniciativa de Rifaa, de educar a la mujer. Rifaa comprende muy pronto que la modernización de Egipto será imposible sin la educación de la mujer, y demuestra que el Corán no
está en contra de la educación de la mujer. Citemos el caso de Bengala, donde el movimiento que he mencionado llevó a prohibir el suicidio de las viudas. He aquí otra prueba moral de
las consecuencias de la introducción de las ideas occidentales, que no se limitan a las cuestiones mecánicas o militares. De forma general, la occidentalización del mundo siempre ha
ido acompañada por la mejora en el estatus de la mujer. Este criterio es esencial y permite
comprender las resistencias de las sociedades tradicionales. Estas sociedades tradicionales
se resisten al cambio en nombre de sus costumbres y de su civilización, pero detrás de ese
argumento –que suele ser una coartada– hay que comprender, y eso sigue siendo cierto hoy
en día, que son los hombres los que se escudan en su civilización para negar la libertad a la
mujer.
Esta explicación de la oposición a Occidente es mucho más convincente y resulta a día de
hoy más pertinente que los análisis marxistas sobre la contradicción entre las proclamas
idealistas y los intereses materiales de los occidentales. Esta hipótesis marxista no es del
todo errónea, ni en el siglo XIX ni en el XX, pero sólo refleja una ínfima fracción de la realidad
vivida por aquellos que reciben las técnicas y las ideas de Occidente. En varias ocasiones he
utilizado el término “superioridad de Occidente”, que suele provocar numerosos malentendidos. Cuando hablo de la superioridad de Occidente no me refiero a una idea absoluta, sino a
un enfoque relativo que, en cuanto a la argumentación, enfatiza la eficacia científica y técnica.
Si se adoptan otros criterios en las relaciones entre las sociedades, está claro, por ejemplo,
que el criterio estético o el criterio de la solidaridad familiar conducen a una jerarquización de
las sociedades en la que Occidente no sale muy bien parado. En consecuencia, no existe una
jerarquía absoluta, ni de civilizaciones, ni de razas, sino una superioridad occidental en lo que
podemos denominar la organización práctica de la existencia.
97
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
¿Qué factor permite demostrar esta superioridad en la organización de la existencia? El
hecho de que se puede medir. Por ejemplo, existen índices sintéticos que miden la esperanza
de vida. Este índice, escasamente discutido, permite medir el notable incremento de la esperanza de vida que se produce en todos los lugares en los que se instauran las técnicas occidentales y las instituciones occidentales. Este aumento de la esperanza de vida puede considerarse como un bien en sí mismo, en la medida en que aumenta las posibilidades de elección a lo largo de nuestra existencia. Este hecho pertenece al ámbito de la inmanencia y no,
desde luego, al de la trascendencia, que no es nuestro campo.
Abordemos ahora una cuestión más. ¿Es posible exportar la libertad y la democracia?
Aunque la pregunta preocupe hoy en día a todo el mundo, si se toma en consideración todo
lo que he expuesto más arriba, el debate se convierte en algo teórico, casi anacrónico. En realidad, Occidente no ha dejado de exportar la democracia en cinco siglos. Allí donde existe,
fuera del Occidente tradicional, ¿de dónde habría podido surgir en lugares como la India, las
dos Américas, Japón y Oriente Próximo? Hemos olvidado este hecho desde finales del XIX.
Desde luego, como ya he dicho antes, los conceptos de individuo y de libre pensamiento están
presentes en esas civilizaciones, pero sin la influencia de Occidente no habrían conducido a
la creación de instituciones políticas que denominamos democracias. En China, por ejemplo,
un lugar en el que la noción de libertad individual existía, ¿qué podía hacer un letrado disidente? No se podía adscribir a la oposición porque no había oposición. La forma que adoptaba su
disidencia era el suicidio. Si Occidente siempre ha exportado la democracia, deberíamos volver a formular con más exactitud la problemática contemporánea. ¿Acaso la discusión actual
no se centra en que Occidente debería dejar de exportar la democracia y en por qué debería
hacerlo? Ante el caso de Iraq, se nos presentan un sinfín de argumentos a favor de esta interrupción. Por ejemplo, se nos dice que ciertos pueblos no merecen ser libres, ya que la democracia pone en peligro su esencia cultural. Este tipo de argumento se aplica a menudo al
mundo arabe-musulmán y también al chino. Con respecto a la especificidad china, algunos llegan a decir que en China ni siquiera se debería apoyar a los demócratas.
Nos deberíamos preguntar si apelar al relativismo cultural, a ese aparente respeto de las
culturas, no es un subterfugio para pasar de contrabando los viejos demonios del racismo y
de la superioridad del hombre blanco. Negar la democracia a esos pueblos es ignorar el camino a la libertad que esos pueblos emprendieron hace cinco siglos al entrar en contacto con
Occidente. Si no es conveniente apoyar las democracias, ¿quiere eso decir que hay que apoyar a las dictaduras? Es justamente lo que han hecho la mayoría de los gobiernos occidentales durante mucho tiempo, y lo que muchos siguen haciendo hoy en día. ¿Qué legitimidad tiene
apoyar las dictaduras o tolerarlas? Durante la Guerra Fría, esta tolerancia se basaba en una
necesidad que estaba por encima de la moral democrática. Enfrentados a un peligro totalmente real, los occidentales –sobre todo los americanos– priorizaron las urgencias. Si nos remontamos aún más en el tiempo, está claro que el riesgo real que representaba el nazismo justificaba la alianza con el comunismo soviético. Y de la misma forma, la amenaza del comunismo soviético justificaba las alianzas con regímenes autoritarios.
En consecuencia, hay que reconocer que en la vida internacional la moral también tiene
excepciones, pero estas excepciones están justificas por imperativos morales más elevados,
como son la supervivencia de la libertad en Occidente. No se trata de discutir el principio de
la exportación de la democracia en sí mismo, sino más bien sus modalidades específicas en
circunstancias históricas precisas. Por ejemplo, en las circunstancias actuales de Oriente
Próximo, y tal vez mañana en Irán o en Corea del Sur, ¿deberíamos dejar que los americanos
98
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
intervengan solos o sería mejor intervenir con ellos? Y si es mejor no intervenir en absoluto o
no intervenir con los americanos, ¿qué alternativas podrían proponer los europeos? Primera
alternativa: “deberíamos esperar a que los oprimidos se subleven”. Desgraciadamente, es
poco probable que eso ocurra teniendo en cuenta la eficacia de los mecanismos modernos de
represión en las sociedades tiránicas. Otra alternativa: el statu quo. Sabemos que a los jefes
de Estado les gusta el statu quo porque prefieren tratar un mal que ya conocen, mejor que un
mal que desconocen o que no desean conocer. ¿Pero es el statu quo una alternativa real? Por
supuesto que no. El statu quo sacrifica a los pueblos dejándolos en manos de sus tiranos en
nombre del respeto a su cultura exótica. El statu quo es inmoral, contradice profundamente
los valores de Occidente y lo tiñe de hipocresía, como si sólo lo movieran sus intereses materiales. Y el statu quo en las tiranías siempre acaba debilitando los intereses de Occidente, no
sólo su reputación. Además, sabemos –y esto es aún más peligroso para los occidentales–
que es el caldo de cultivo del terrorismo.
Tomemos como ejemplo el islamismo radical. Nadie discute que el islamismo radical es
una ideología que se ha desarrollado de forma autónoma, al igual que lo hacen todas las
ideologías. Los revolucionarios no son nunca los condenados de este mundo, los revolucionaros no son nunca los pobres y los proletarios. Suelen ser intelectuales o seudo-intelectuales
que se presentan como revolucionarios e ideólogos. Pero esas ideologías sólo tienen influencia en la medida en que puedan reclutar militantes y desenvolverse en una sociedad que esté
favorablemente predispuesta a acogerlos. Es el caso del islamismo radical. Éste no surgió en
el cerebro de unos pensadores árabo-musulmanes, ni tampoco del mundo indio. Estos ideólogos hubieran sido casos totalmente aislados si no hubieran sido capaces de reclutar militantes de forma masiva. Pudieron hacerlo gracias a las condiciones sociales, políticas y económicas objetivas que reinan en esos países musulmanes. Esas condiciones objetivas, es decir
la miseria y la opresión, son el resultado directo del despotismo, del statu quo que ciertos países occidentales pretenden seguir apoyando. Y se produce una contradicción insalvable en la
actitud de los defensores del statu quo que no desean intervenir en Oriente Próximo pero que
al mismo tiempo critican a los que intervienen.
Hagámonos una pregunta después de todo este análisis: ¿En el mundo actual, tiene Europa
una función histórica específica? Por desgracia, es difícil contestar a esta pregunta de forma
positiva. Europa ha abandonado su primera vocación, que fue la de exportar los derechos del
hombre. Si los derechos del hombre consiguen avanzar en nuestro entorno, por ejemplo en
Ucrania, podemos afirmar que no ha sido gracias a Europa. Así que es un poco tarde para
sublevarse contra los americanos, teniendo en cuenta que ellos se han limitado a recuperar y
apropiarse de la misión que en sus orígenes fue europea. Hubiera sido mucho mejor para los
europeos, para los americanos y también para el resto del mundo que Europa no hubiera abandonado su misión. Porque si Europa hubiera seguido exportando la democracia, ahora no se
la acusaría –con razón o sin ella– de mantener una posición más cínica que la de los americanos, sobre todo en el mundo árabe. Dicho esto, tampoco hay que sobrestimar el amor que
se nos tendría a los europeos fuera de Europa. Que el antiamericanismo sea aplastante no
quiere decir que el filo-europeísmo fuera a extenderse como la pólvora.
Europa tiene un segundo agujero en la memoria, que tiene que ver con los orígenes de la
Unión Europea. En este momento todo el mundo parece olvidar que Europa ha sido un éxito
porque fue una unión comercial antes de ser una unión política. Hay que recordar que en cuanto las instituciones europeas se alejan de su vocación primera para aventurarse en nuevos
territorios, no tardan en meterse en callejones sin salida. Y esto se debe a que los intercam99
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
bios económicos apaciguan las pasiones, mientras que la diplomacia y la política las azuzan.
Esta nueva orientación de Europa, o más bien esta nueva confiscación de Europa por parte de
los profesionales de la política y los burócratas, la han conducido a fantasías de poder, de política extranjera y de intervención militar. Pero esa nueva fantasía carolingia tiene escasas posibilidades de hacerse realidad, ya que Europa, en estos asuntos, está dividida. Además, se
corre el riesgo de apartar a Europa de su vocación primera, que es la de garantizar la paz entre
europeos, así como su prosperidad y la de aquellos que la rodean.
Llegados a este punto, es preciso comentar que el proyecto de Tratado constitucional que
se propone a los europeos no define con claridad la vocación de Europa. ¿Se trata acaso de
permanecer fieles al proyecto original de una zona común de paz y de prosperidad? ¿O, por el
contrario, se trata de construir una nueva gran potencia cuya vocación sería más bien antiamericana, en vez de la exportación de la democracia? En realidad, esta Constitución sólo es
un trámite interno que necesita la burocracia europea. La verdadera constitución europea
sigue inédita y no podrá redactarse, ya que Europa está en la actualidad profundamente dividida entre diferentes conceptos de sí misma. Para unos es una red de libertad (un enfoque
liberal). Para otros es una gran potencia en ciernes (un enfoque no liberal). Creo que el enfoque liberal se adaptaría mejor a la nueva era en la que hemos entrado. Es absolutamente evidente que la aspiración a la libertad es ya universal y que gana terreno en un número cada
vez mayor de naciones hacia el Este y el Sur del continente europeo. Si adoptamos un enfoque no liberal, es decir el de una Europa erigida en potencia carolingia, no podríamos acoger
a esas nuevas naciones y no tendríamos argumentos para hacerlo. No podríamos pretender,
por un lado, que somos la encarnación de la libertad y, por el otro, negarles la asociación con
nosotros en nombre de su libertad.
Por esta razón, el futuro de Europa, si es que existe tal futuro, pasa por la concepción de
una Europa en red, una superposición o sucesión de redes, de geometrías variables que permitan a todos asociarse libremente en los asuntos económicos, de defensa, de desarrollo,
ciencia o técnica. Con esta nueva versión de una Europa en red, cuestiones tan absurdas e
insalvables como la dimensión geográfica o la identidad fundadora de Europa quedarían
resueltas. No haría falta preguntarse si Europa se acaba en el Bósforo o en los Urales, o si
es necesariamente cristiana. Un enfoque liberal de Europa debería fundarse en la definición
que los pueblos se den a sí mismos. Cualquier nación que estuviera dispuesta a firmar una
Carta europea de la libertad podría integrarse en esa red. Y de esta forma, a partir del núcleo
europeo, poco a poco, se irían extendiendo todos los conceptos liberales a los que nos sentimos próximos, porque han dado prueba de su existencia. Es esta Europa en red la que podría
aportar una visión alternativa de la organización de la libertad, en vez de oponerse a los
Estados Unidos.
Estoy convencido de que pertenezco a una generación privilegiada nacida entre dos huracanes históricos después de la Segunda Guerra Mundial, que ha sobrevivido a la Guerra Fría
y que no sabe todavía cuál será la próxima amenaza histórica. Puede que hayamos sufrido el
yugo de un imperialismo; en cualquier caso, ha sido el yugo más llevadero de todos los imperialismos de la Historia, el de Estados Unidos. Los privilegios de esta generación han llevado
a muchos de nosotros a una suerte de pereza mental, a creer que la libertad es un bien adquirido definitivamente y no una lucha permanente. Esta tranquilidad incita a conformarnos más
que a reflexionar, incluso a cierta actitud de renuncia ante la magnitud de algunos deberes históricos, como es el de la exportación de libertad. Entiendo perfectamente que a nivel personal se escoja la felicidad apacible y tranquila. Sin embargo, hay que ser conscientes de que
100
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
al escoger esa vía de la felicidad personal, nuestra falta de acción no deja de tener consecuencias. La falta de acción sacrifica a todos los que en este planeta han tenido la desgracia de
no nacer en el buen lugar ni en el buen momento. Y todos los que saben que han nacido en
el buen lugar y en el buen momento, también deberían estar convencidos de ello. Para los que
defienden las ideas liberales, el liberalismo es por encima de todo un deber, un deber de militancia. No se puede ser liberal a título individual.
101
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
André Glucksmann es un filósofo comprometido con la causa de la libertad. Una causa que, quizá por su poder de
convicción, por su fuerza expansiva de las últimas décadas, es vista por los terroristas como una causa peligrosa que
hay que destruir. Y los enemigos de la libertad, como sabemos, como ellos mismos han demostrado, están dispuestos
a hacer todo el daño posible en su empeño.
Glucksmann defiende la tesis de que el terrorismo es la principal amenaza ante la que nos enfrentamos. No puedo
estar más de acuerdo con él. Y en España, como en Israel, Reino Unido, Colombia y algunos países más, lo llevamos
experimentando desde hace muchos años. Defiende, también, que existe una sola civilización occidental, que comparte valores y, por desgracia, también amenazas. Lo que le preocupa, como a muchos otros, es que una parte de
Occidente esté en contra de aceptar esa realidad. Se atreve a criticar la respuesta autista que una parte de Occidente
da al desafío islamista. Y su mirada está exenta de las anteojeras ideológicas que distorsionan la realidad. Porque el
terrorista –y quien le apoya, le alienta, o se sirve de él para obtener sus finalidades políticas– no es “el otro” con el que
debamos dialogar. No, frente a nosotros está el enemigo al que tenemos que derrotar.
Permítanme citar una idea de su anterior libro Occidente contra Occidente: “No es la guerra de Oriente contra
Occidente. El enfrentamiento es entre la gente que prefiere vivir de manera civilizada y los nihilistas. Es una brecha
transcultural que apareció tras la Guerra Fría. Los nihilistas están en el mundo musulmán, en Europa y en Asia, en todas
partes. No es la guerra de Oriente contra Occidente. Es la de los derechos del hombre contra el terrorismo. El enemigo
de Occidente es la voluntad de destruir”. En efecto, aquí hay dos causas enfrentadas: la de la libertad, y la de quienes
no tienen más objetivo que destruirla: los terroristas.
André Glucksmann ha denunciado también cómo, en algunos países europeos, pareció triunfar el miedo a enfrentarse a la realidad tras los terribles ataques terroristas del 11 de septiembre. Una parte de Europa, por tanto, se niega
a reconocerse como Occidente y a defender con ahínco sus valores esenciales, simplemente porque no quiere reconocer que están amenazados por un potencial de destrucción que en aquella fecha declaró la guerra universal. Quienes
estaban en las Torres, personas de multitud de nacionalidades, no habían cometido más delito que ser personas que
vivían en libertad.
Glucksmann publica ahora otro ensayo valiente: El discurso del odio. Y a buen seguro volverá a granjearle incompresiones, porque resulta insólitamente original que alguien se atreva a explicar que el Mal existe. Afirma que la “tesis
mayoritaria y bienpensante es que el odio mayúsculo no existe”. Y sin embargo –vuelvo a emplear una cita de este nuevo
libro– “un odio incansable, tan pronto ardiente y brutal como insidioso y glacial, amenaza al mundo”.
José María Aznar
102
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
ACTUALIDAD DEL NIHILISMO
André Glucksmann
Empecemos con un chiste que se remonta a la caída del Muro de Berlín: Un oficial ruso, ex
soviético, interpela a su homólogo occidental y le dice: “¿Amigo, mío, qué vas a hacer a partir
de ahora?” El occidental le mira asombrado; no entiende por qué se apiada de él después de
una victoria tan monumental. Así que el ruso le aclara: “Acabas de perder a tu único enemigo,
es un verdadero desastre. ¿En qué vas a pensar? ¿Qué vas a hacer sin el monstruo soviético
que yo encarnaba?”
Durante diez años, los occidentales aplicaron este chiste al pie de la letra. Ya no había enemigos. Así que se entregaron a una vida de autismo narcisista: todo había terminado, podíamos echarnos a dormir sin ningún miedo. La amenaza había desaparecido: no había guerra ni
desastres en el horizonte. Todo había acabado.
Desde la caída del Muro hasta la de las Torres de Manhattan, se afirmó que sólo quedaban
revueltas de barrio, disputas periféricas, cosas sin importancia. Se sabía que la crueldad campaba a sus anchas en Afganistán, que se martirizaba a las mujeres, que se dinamitaban obras
de arte... Se sabía. O no se quería saber. Sin embargo, sí se sabía que en Ruanda, el país africano, en el año de gracia de 1994, se estaba produciendo el hecho más atroz en la escala de
la deshumanización. En tres meses se masacraba a toda la minoría tutsi, es decir, a un millón
de personas. Un millón de mujeres, hombres y niños en tres meses equivale a diez mil al día,
ejecutados con machete o a balazos por una Administración fascista cuyos representantes se
sentaban en la ONU. El genocidio –planificado y organizado– tuvo lugar a campo abierto, ante
los ojos de todas las cámaras de televisión del mundo. Sin embargo, el universo entero no vio,
o no quiso ver nada. El general de la ONU, el canadiense Dallaire, responsable de la MINUAR
en Kigali, solicitó 5.000 cascos azules para detener las masacres antes de que estallaran. Kofi
103
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Annan no se enteró de nada. Las grandes potencias hicieron oídos sordos. Durante tres meses,
el genocidio de los tutsis se cobró 1O.OOO víctimas por día. ¡Esa era nuestra paz! ¡Aquello era
el “fin de la Historia”! ¡Ya no teníamos enemigos!
El 11 de septiembre de 2001, el atentado de Manhattan sacudió brutalmente a las conciencias adormecidas. Descubrimos que el único fin de la Historia realmente factible no era más
que el fin catastrófico de la humanidad. Una persona capaz de estrellar el avión en el que él
mismo va contra las torres de Nueva York, también es capaz de estrellarlo contra una central
nuclear y causar unos estragos tales que dejarían pequeño a Hiroshima. De repente, el mundo
occidental despertó, tembló y se dijo : “Todavía tengo enemigos”. El chiste soviético había dejado de ser verdad.
Los norteamericanos no sólo descubrieron que debían hacer frente a estos temibles depredadores (que bautizaron en bloque como “terroristas”, con la intención de dibujar un panorama
más claro), descubrieron además, y lo que resulta más sorprendente, que para una buena parte
del planeta el enemigo público número uno eran precisamente ellos. Comentarios, encuestas y
reportajes sobre lo que acontece al otro lado del Atlántico confluyen en la pregunta del millón:
“¿Por qué nos odia tanta gente? ¿Por qué despertamos tanto odio? ¿Qué hemos hecho?” Por
su parte, los europeos apenas se plantean esa pregunta, la evitan, se sienten culpables... El
odio contra los americanos es un odio anti-occidental. Y que yo sepa, hasta nueva orden, los
europeos forman parte de ese mundo occidental.
Durante un tiempo, Francia prefirió quedarse al margen, ya que pensaba que su rechazo a la
intervención de Iraq le garantizaría inmunidad y seguridad. Por eso, cuando los periodistas franceses fueron secuestrados, el Gobierno galo se quedó estupefacto ante semejante ingratitud y
dirigió el siguiente mensaje a los terroristas: “Se están ustedes equivocando. Nosotros somos
los buenos, no tenemos nada que ver con los americanos”. Una periodista francesa, Florence
Aubenas, permaneció secuestrada durante 157 días. ¡Qué desagradecidos! El Gobierno francés
tendrá que pagar los rescates como el resto. Como los italianos, por ejemplo, que sí “tienen
que ver” con los americanos y consiguieron liberar a periodistas y cooperantes en misiones
humanitarias. A los franceses les ha costado comprender que los secuestradores no atienden
a ese tipo de detalles.
Los españoles han vivido una experiencia similar. Y todavía más cruel. Después de la matanza de Atocha y la retirada de las tropas de Iraq, muchos españoles pensaron que los terroristas islamistas no volverían a atacarles. Tiempo después, descubrieron nuevos planes para
hacer volar por los aires la Audiencia Nacional de Madrid. El califato que reivindicaron los islamistas no tuvo que ver con su participación en Iraq, sino con la recuperación de Andalucía como
tierra del Islam, etc. El chantaje es infinito. No puede limitarse el daño encogiéndose de hombros y practicando la política del avestruz. Se trata de un odio anti-occidental, un odio anti-americano, anti-judío y contra la mujer.
Cuando, en 1978, Jomeini puso en marcha su “revolución islámica”, nombró con todas las
letras a sus tres grandes enemigos: el gran Satán americano, los judíos y las mujeres. El hombre fue considerado un pobre atávico, y su revolución, mero folclore local: no era más que una
historia iraní. En realidad, fue el factor que aglutinó a las dos grandes ideologías asesinas, el
comunismo y el nazismo. Se lanzan a matar universalmente en su nombre. En Argelia degollaron a un grupo de alumnas de secundaria que se negaron a utilizar en velo. Algo parecido sucedió en Afganistán y en Pakistán. El velo se convirtió en un uniforme mundial impuesto a todas
104
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
las musulmanas bajo pena de muerte. Este odio hacia todo lo occidental se extendió desde
Teherán al resto de la humanidad.
Primera conclusión: la tesis del “fin de la Historia” comete un grave y peligroso error. Dos
fechas de envergadura cósmica marcaron la emergencia, al margen de los antiguos bloques, de
la primera generación “universalizada”, pero no universalizada por la economía, sino más bien,
universalizada, esencial y profundamente, por el mismo destino geopolítico. Allende las fronteras, la pregunta de Hamlet impone un horizonte de desaparición ilimitada, sin vestigios. Ser o
no ser.
Los seres humanos que en noviembre del 89 tenían veinte años, cultivaron la ilusión de un
final feliz para la Historia de la humanidad. La caída del Muro de Berlín se consideró un anuncio maravilloso de su inmortalidad colectiva. Diez años más tarde, esas mismas personas fueron testigos de la caída de las Torres Gemelas y se enfrentaron a la posibilidad de un
Apocalipsis abrupto que anuncia sólo el advenimiento de la nada. Se les arrojó a una vida sin
garantías de supervivencia. Tanto si intentan huir –abúlicos– de su repentina responsabilidad,
como si tratan de asumirla, se descubren intrínseca, definitiva y planetariamente mortales.
¿Qué nos reveló el atentado del 11 de septiembre en Manhattan? Una capacidad de devastación equivalente a la de Hiroshima, la posibilidad de un desastre de similar envergadura por
un precio bastante asequible, equivalente al de un apartamento de ocho habitaciones en
Madrid o Nueva York; basta con hacer un curso de piloto y pagar dos años de preparativos.
En 1945, cuando la bomba A explotó sobre las Islas Japonesas (en agosto de este año se
conmemora el 60 aniversario) muchos intelectuales pensaron que se trataba de una ruptura
absoluta. Sartre escribió por aquel entonces: “La comunidad poseedora de la bomba atómica
está por encima del reino natural porque es responsable de la vida y la muerte: será preciso
que cada día, cada minuto, consienta en vivir”.
A lo largo de cincuenta años, de 1945 a 2001, Europa consideró esta responsabilidad como
un asunto lejano. Hasta el 11 de septiembre de 2001, el derecho a la vida o a la muerte del
género humano era un privilegio exclusivo de los poseedores del arma absoluta. Como disponían del monopolio del fin del mundo, las superpotencias se reunían, o no. Las observábamos,
las fotografiábamos. Pensábamos: “sonríen, todo va bien”. O “no sonríen, ¡peligro!” Las responsabilidades de la comunidad humana seguían siendo oblicuas y distanciadas: habían sido delegadas democráticamente en ciertos países y delegadas automáticamente en países despóticos. Hoy en día, el monopolio de la devastación se escapa de las manos de las “grandes potencias”. Los estudiantes que prepararon el atentado de Manhattan vivían en Hamburgo, junto a
otros estudiantes que preparaban tranquilamente sus exámenes. Y de repente, tenemos que
hacernos cargo de una responsabilidad directa que afecta a todo el mundo. ¿Cuándo nos
damos cuenta de que no somos capaces de asumir la situación? ¿Qué hacer cuándo nos sintamos demasiado débiles ante el peligro? Según afirma Sartre en su teoría de la emoción, desmayarnos. Ante lo ocurrido en Manhattan, una buena parte de la humanidad prefirió cerrar los
ojos y quiso perpetuar un sueño al que ya no tenía derecho.
En realidad, nuestra angustia es doble. No sólo se ha democratizado espantosamente la
capacidad de devastar, sino también la decisión resuelta de aniquilar por parte de ciertos militares fanáticos. Imagínense a esa pobre mujer que limpia las escaleras del World Trade Center
y de repente ve esos aviones que se abalanzan sobre ella. Imagínense, por ejemplo, que se
105
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
encuentra frente a frente con el pirata, Mohammed Atta. Imagínense que ella le pregunta: “¿Por
qué?, ¿Por qué yo? ¿Por qué aquí? ¿Qué hemos hecho nosotros?”. ¿Qué le respondería Atta?
“No hay ningún porqué”. Ésa es exactamente la misma respuesta que el guardián de las SS
de Auschwitz le dio a Primo Levi cuando éste le preguntó: “¿Por qué? ¡No hay ningún porqué!”
Cualquiera puede ser condenado por ninguna razón, como las 60 variedades humanas, negros,
asiáticos, blancos, españoles, portugueses, franceses, americanos, ricos y pobres, mujeres y
hombres, todos prisioneros de torres incendiadas, asesinados simplemente por el hecho de
estar ahí. El judío es gaseado por el simple hecho de haber nacido judío, y el tutsi es “machacado” por haber nacido tutsi. Esta resolución de matar sin importar a quién, el hecho de que
el asesino pueda pensar que “todo vale”, ahí es donde reside el axioma demoníaco. El atentado de Manhattan conjuga la capacidad física de Hiroshima y la capacidad mental de
Auschwitz.
Recapitulemos. Ha desaparecido el enemigo tradicional, el que formaba un “Bloque” al estilo de la Unión Soviética. Nuestros enemigos se nos revelan fluctuantes, difusos y repartidos por
el mundo. Se presentan disimuladamente, son difíciles de distinguir y fáciles de eludir para
quien se obstina en no verlos. Por consiguiente, a los que desean permanecer adormilados les
resulta más fácil explicar que el enemigo no existe y que todo el asunto no es más que una
invención imperialista. Si caen las Torres Gemelas, hay que culpar a las víctimas, no a los verdugos. La arrogancia americana es la culpable de todo.
Eso es tanto como decir que hay que repensar la noción de enemigo. O mejor dicho, para no
caer en el maniqueísmo, que detrás de los enemigos múltiples, móviles, siempre cambiantes,
se encuentra “la adversidad” como tal. El bloque comunista ya no existe, aunque sigan subsistiendo algunas dictaduras comunistas. Tampoco existe un bloque islamista. Aunque haya un
cierto número de despotismos que invocan el Islam, lo cierto es que no todos los musulmanes
son islamistas y que en ningún caso forman un bloque. Tendremos que hacer un gran esfuerzo
para concebir esta nueva adversidad.
Por eso les propongo el concepto de nihilismo para caracterizar el odio que anima a un terrorista a suicidarse en una bomba voladora, o a asesinar masivamente a civiles en las calles o
las estaciones. Llamo nihilista a esa capacidad de odio, no importa contra quién, esa capacidad de aterrorizar arbitraria, pero deliberada, hacia todo lo que le rodea, de sacrificarse por conseguir una obra maestra mortal. Los asesinos nihilistas no sólo son prisioneros de ideas falsas o de ideales devastadores. Fijémonos en el Doctor Khan, inventor de la bomba atómica
pakistaní y sunita islamista. No sólo ha trabajado para la causa, sino que ha reconocido haber
comerciado con el mundo entero. Ha armado a Corea el Norte, país marxista-leninista, pero también ha abastecido al Brasil y la Argentina fascistas, a la Libia de Gadafi y al Irán chiíta. Para él
no existen ni fronteras morales, ni fronteras ideológicas, ni fronteras geográficas.
Pero no vayamos a creer que el nihilismo exterminador es fruto espontáneo de la miseria y
la humillación. Esta pseudo-explicación, que nos ofrecen hasta la náusea, es un insulto para
los más pobres, para los humillados, para la mayoría de la población mundial que apenas tiene
para comer, que vive instalada en la pobreza más extrema. Las bombas humanas se reclutan
en otros parajes. El nihilismo no es un efecto, sino una causa. El nihilista es un estratega. Uno
no nace terrorista, se hace.
Esta deriva criminal no es monopolio exclusivo del Islam. En los meses de junio y julio del
año 2000 realicé un viaje clandestino a Chechenia, porque el Gobierno ruso no quiere que
106
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
nadie sea testigo de sus fechorías. Unos meses antes, la ciudad de Grozny (4OO.OOO habitantes) fue arrasada completamente. Algunas veces viajaba a pie junto a la resistencia chechena y otras iba en los coches oficiales de la policía secreta rusa (FSB). Los coroneles venden sus servicios al mejor postor, transportan armas y, en ocasiones, heridos por un puñado
de dólares. Mi viaje, que cubrió unos 100 kilómetros, me costó 800 dólares. Mi chófer era
coronel, rondaba los cuarenta años, iba relajado, vestido de paisano, en mangas de camisa.
En su 4x4 sonaban sin cesar los Rolling Stones. En la muñeca llevaba una pulsera dorada
con la siguiente leyenda: “Get what you want” (Consigue todo lo que quieras), reveladora
inversión de un conocido estribillo de Mick Jagger: “You can’t always get what you want” (No
siempre puedes conseguir todo lo que quieres). Y es que el ejército ruso hace lo que le da
la gana con la población chechena. Secuestra jóvenes (y no tan jóvenes), chicos y chicas,
para revenderlos a las familias. El precio varía en función de las torturas a las que haya sido
sometido y del estado del prisionero. Un cadáver es más barato que un rehén vivo. Los soldados venden sus armas, los altos cargos trafican a gran escala, los dignatarios se embolsan el dinero desbloqueado para la reconstrucción. El hombre de uniforme no cree en nada.
Se trata de un ejército nihilista, que se considera autorizado para llevar a cabo todas las
transgresiones, homicidios, violaciones colectivas y públicas, saqueos, etc. Sin remordimientos ni escrúpulos. Nadie lo juzga. Ni el Kremlin, ni Occidente, ni la ONU. Porque el mal no
existe, todo vale.
Una última pincelada para el retrato del nihilista moderno. Esta anécdota me la contó un
amigo mío, el escritor Hans Christoph Buch. Mientras realizaba un reportaje en Liberia, tuvo ocasión de hablar con un niño de diez años que llevaba un Kalachnikov más grande que él. Le preguntó: “¿No te da miedo matar con eso a tus hermanos o a tus padres”, y el niño le contestó
sin titubear: “¿Y por qué no?”
¿Qué tienen en común un nazi, un comunista, un islamista, un ultra nacionalista al estilo
ruso en Chechenia y un niño-soldado? La intuición común de que ‘todo vale’. Los ideales son,
sin embargo, muy diferentes. El nazi proclama la raza eterna, el comunista la clase universal y
la victoria del socialismo, el islamista la victoria de la fe, el nacionalista su país por encima de
cualquier otra cosa, mientras que el soldado ruso está inmerso en un combate supuestamente “antiterrorista”. Estas promesas de un futuro mejor no son más que coartadas de una crueldad que se manifiesta plenamente en el modus operandi propio de las S.S.: de la “calavera”,
sinónimo de muerte, al “hombre de hierro” estaliniano, a la bomba humana islamista, al exterminador nacionalista. Las grandes ideologías que han ensangrentando el siglo XX gravitan sobre
el “todo vale” nihilista.
El nihilista se viste con ropajes nazis o comunistas. Puede llevar un turbante islamista o un
uniforme ruso. A veces se ve sumido en movimientos de resistencia legítima. Los chechenos
se oponen a la opresión colonial, pero entre ellos hay asesinos nihilistas que secuestran a los
espectadores de un teatro en Moscú o a los niños de una escuela en Beslán. El hecho de que
los rusos hayan matado a 40.000 niños en Chechenia no justifica el secuestro de cientos de
escolares. No hay ninguna excusa, incluso después de saber que la mayoría de los muertos,
tanto en el teatro como en la escuela, fueron víctimas de los salvajes asaltos de las fuerzas de
seguridad federales.
El nihilismo atenaza al mundo como una verdad flotante que trasciende la división de los bloques y la especificidad de las circunstancias. No ha sido necesario ver el Islam, ni el comunismo, ni el nazismo para explicitar las estrategias apocalípticas del odio absoluto. La hostilidad
107
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
o la rivalidad son algo normal en los seres humanos. Pero el odio no intenta corregir al otro, ni
controlarlo, ni dominarlo. Su objetivo es suprimirlo.
Séneca, preceptor de Nerón y gran escritor ibérico, describió perfectamente la unicidad de
la bomba humana y la inversión subjetiva que precede a la implosión. ¿Cómo cultivar la rabia?:
como lo hizo Medea. Medea, la esposa de Jasón traiciona a su familia por amor a él y le ayuda
a conquistar el trono. Hasta este momento se puede decir que es una mujer apasionada, no
una nihilista. Pero Jasón la engaña, la repudia, se casa con una joven princesa y Medea enfurece, se auto-sataniza, proclama la muerte del mundo entero y la suya propia. Su sirvienta le
aconseja ser más astuta: “Tienes hijos, intenta obtener un exilio dorado, un buen divorcio”.
Pero ella se niega: ni por sus hijos ni por nada en el mundo. Primera época: ahondo en mi dolor,
derramo sal sobre mis heridas. Segunda etapa: la furia. Nada puede detenerme. Marx decía
que “lo único que puede perder el proletario son sus cadenas”. Pero Marx se equivocaba. Los
verdaderos proletarios tienen mucho que perder: sus hijos, sus casas, sus salarios, la vida.
Medea, al igual que el proletario con el que soñaba Marx, decide romper amarras. Y construye
la mayor de las furias. Tercera etapa: el tiempo del Apocalipsis. Lanza su dolor y su furia contra los demás, sin orden ni concierto, sobre todo el resto del mundo. Prende fuego al palacio
y a la ciudad. Asesina a sus hijos delante de su padre. Tres etapas que demuestran el grado
de entrega personal que exige la construcción de una bomba humana. Un trabajo sobre sí
mismo que podemos encontrar en el asesino nazi, bolchevique, genocida de tutsis. Un deseo
de muerte que el hombre sabe cómo hacer fructificar de forma individual o colectiva. Una amenaza permanente que ni la economía ni los buenos pensamientos son capaces de frenar. Para
controlarla es necesario denunciarla y no dejar que salga de la cáscara. Pero cuando se pone
en acción hay que saber bloquearla mediante otros actos, unas veces policíacos y otras militares.
Frente a este paso a la condición autodestructiva, frente al nihilismo está el trabajo de la
civilización. No crean que es obra de los sabios ni de los conformistas. Si la tranquilidad que
vive ahora Europa es la envidia del mundo, si Occidente ha resistido a las locuras asesinas de
Occidente, se debe a los esfuerzos de gentes valientes y anónimas. También hay sindicalistas
rebeldes cuyos nombres son mundialmente conocidos, sacerdotes convertidos en Papas, prisioneros políticos elegidos presidentes. Pero sobre todo está esa masa de desconocidos que
son la sal de la tierra. Desde las sublevaciones aplastadas en Berlín en 1953 en la Stalin Allee
a Poznan y Budapest en 1956, a la Primavera de Praga en 1968, a la victoria de Solidaridad en
Polonia y la caída del Muro de Berlín, los rebeldes “sin poder” han reunificado el continente. Y
recientemente el viento de la libertad ha soplado en Georgia y en Ucrania, en Europa, aunque
ésta no se ha dado mucha cuenta. Se ha contagiado al Líbano, y allí Siria, proveedora de terror,
ya no campa por sus respetos. Desactiva el riesgo de aniquilamiento nihilista, ya sea por las
alturas –amenaza atómica– o por abajo –terrorismo callejero–.
Se habla mucho del “relativismo moral”, de la pérdida de valores, del Bien y del Mal. Es cierto que es muy difícil definir el Bien. ¿Acaso el infierno no está empedrado de buenas intenciones? No es nada nuevo. La crisis de valores, las discusiones sobre el Bien, lo Verdadero, lo
Bello se remontan a la Grecia antigua. La civilización occidental ha asesinado en masa en nombre del Bien, y en su nombre ha estado a punto de desaparecer. Cuando se unificó, no lo hizo
sobre una idea común del Bien, imposible de concebir sin guerras, sino sobre la prueba de la
existencia del Mal. El nihilista no niega el Bien, niega la existencia del Mal. El nihilista no ve el
Mal. Por el contrario, la civilización se ha construido sobre la percepción de un cierto número
de males. La capacidad de encarar el mal define a la civilización occidental. La Unión Europea
108
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
es la mejor prueba de un triple contrato antifascista, anticomunista y anticolonial. El conocimiento del Bien es relativo, pero la percepción de las crueldades existe en todas las latitudes.
El mal atraviesa las fronteras nacionales o ideológicas. Trasciende las motivaciones religiosas
o culturales, que se convierten en meras coartadas movibles. Y se muestra en toda su crudeza nihilista.
El nihilismo y su “todo vale” se han erigido en enemigos mortales de las civilizaciones. Su
capacidad de devastación no se basa en el relativismo, sino en la negación y en la destrucción;
su esencia no se apoya en la afirmación banal de que los valores supremos se han eclipsado,
sino en la voluntad deliberada de ocultar la experiencia universal de las infamias, de los males,
de la corrupción y de la crueldad: si no hay maldad, todo vale: las torturas, las humillaciones,
los campos de concentración, las masacres genocidas. El terrorismo del siglo XX se alimenta
del adagio que entonó Maquiavelo en el siglo XVI: “Está mal hablar mal del mal”. El combate
de la civilización va más allá de unos meros programas policíacos o militares antiterroristas, la
lucha contra el nihilismo nos exige a todos tener el valor de abrir los ojos, el deseo de llamar
a las cosas por su nombre, desenmascarando así al mal tal y como es, teniendo la audacia de
resistir a la amenaza de una aniquilación radical tanto de los demás como de nosotros mismos.
Manhattan y Atocha son los símbolos del terrorismo globalizado.
109
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
“Príncipe de las Tinieblas”, “Darth Vader” o “neocon” son algunas de las coloristas adjetivaciones, que, con intención
descalificadora, dedican a Richard Perle algunos medios de comunicación españoles, antes de “acusarle” –por ejemplo,
El País del pasado 13 de marzo– de ser artífice principal de la política exterior del Presidente Bush.
Sin lugar a dudas, Richard Perle ha sido y es una persona influyente en EEUU. Con ideas muy claras, que han dejado huella en las distintas responsabilidades que a lo largo de su vida ha tenido, en particular, como Assistant Secretary
of Defense for international Security Policy (1981-1987), y Presidente del Defense Policy Board (2001-2003). Es decir,
primero, junto al Presidente Reagan, mientras éste maduraba la política exterior de su país, que desde el famoso “Mr.
Gorbachov, tear down this wall” condujo a la desaparición de la Unión Soviética y a la libertad de millones de ciudadanos. Y más recientemente, en la definición de la política exterior de los Estados Unidos desde la marcha hacia la libertad, que cristalizó en el discurso inaugural del segundo mandato del Presidente Bush.
Porque a día de hoy, las huellas de la política exterior del Presidente Bush están en la imagen de las mujeres iraquíes, mirando al futuro con la desafiante V de la victoria dibujada por sus dedos manchados de tinta violeta, desde la
memoria de los más de 300.000 cadáveres ejecutados en tiempos de Saddam Hussein exhumados en el último año,
y el coraje de no haberse plegado a los terroristas. La política exterior americana reverbera en las elecciones en
Afganistán que han consolidado democráticamente a Hamid Karzai. La podemos rastrear en las aspiraciones a la libertad que empiezan a tener eco en distintas reformas, aún tímidas e insuficientes que germinan en el mundo árabe desde
el despotismo. Y la proclama, en el Líbano, tras el arrebol de banderas que cubrió las plazas, Walid Jumblatt, el líder histórico druso, hasta hoy notorio antiamericano: “La invasión norteamericana de Iraq hizo posible el levantamiento contra la ocupación siria”.
La marcha hacia la libertad progresa, pese a que algunos, en Europa, y particularmente en España, no quieran verlo,
y prefieran recibir en Madrid por todo lo alto al Ministro Pérez Roque de Cuba, que bravuconea sobre las sanciones al
régimen castrista, y dos centenares de personas vinculadas al mundo del espectáculo acusan de falta de autoridad
moral a los EEUU y expresan su apoyo a la dictadura cubana porque dicen “no ha existido un solo caso de desaparición, tortura o ejecución extrajudicial y donde a pesar del bloqueo se han alcanzado índices de salud, educación y cultura reconocidos internacionalmente”. Delirante: hay quien, todavía hoy, quince años después del derribo del Muro de
Berlín, se pone del lado de los déspotas, de los dictadores, desde una argumentación que la historia ha demostrado
falsa, sin futuro, sin vida, desde ideas-zombi pertenecientes a la felizmente periclitada era de la coexistencia pacífica,
el realismo y la colaboración, contra la que ha luchado con denuedo Richard Perle.
Ana Palacio
110
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
LA GUERRA, EL TERROR Y LA DEMOCRACIA
Richard Perle
El tema que voy a abordar está relacionado con tres asuntos: el terrorismo, la guerra para
derrotar a los terroristas y la lucha por la democracia. Voy a ocuparme de la forma en que
estos tres temas están relacionados. En un contexto inmediato, todos tienen su origen en los
acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. Lo que el mundo de hoy conoce como la política exterior de Estados Unidos surge a partir del 11 de septiembre y es imposible comprender esa política si no se comprende el impacto que causaron los acontecimientos ocurridos
aquel día.
Los norteamericanos estábamos confortablemente instalados entre dos grandes océanos,
y en nuestras fronteras del Norte y del Sur había países amigos. No teníamos que enfrentarnos a ninguna guerra en nuestro territorio desde hacía mucho tiempo y nos creíamos invulnerables por los actos terroristas. Antes del 11 de septiembre, creíamos que las medidas que
estábamos tomando contra un posible ataque terrorista estaban a la altura de la magnitud de
la amenaza. Estábamos realizando las inversiones precisas (modestas) en nuestras instituciones de seguridad, y no estábamos provocando demasiadas molestias a nuestros ciudadanos,
aun reconociendo que ya se habían producido atentados en el pasado y que podían reproducirse en el futuro. Lo que aprendimos el 11 de septiembre, al cobrar conciencia de que el
siguiente atentado podía llevarse a cabo con armas químicas o biológicas, fue que habíamos
minusvalorado esa parte de la ecuación que consistía en la magnitud del daño que podía infligirnos un ataque terrorista.
Por esa razón, inmediatamente después del 11 de septiembre los Estados Unidos adoptaron una política totalmente diferente a la que habían desarrollado anteriores Administraciones.
El 11 de septiembre, el Presidente Bush expuso esta nueva política al decir: “No haremos distinciones entre los terroristas que han cometido estos ataques y los países que los acogen”.
111
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Era la primera vez que un Presidente norteamericano declaraba que íbamos a tomar medidas
contra Estados que daban cobijo a los terroristas. Afganistán era el país que había invitado a
Al Qaeda a instalarse en su territorio; le había facilitado, abiertamente, los medios necesarios
para preparar los ataques del 11 de septiembre y también algunos de los atentados que habían tenido lugar previamente en nuestras embajadas, barcos e instalaciones militares. Resulta
irónico que el 11 de septiembre, la única fuente significativa de ayuda humanitaria del régimen talibán fuera Estados Unidos. Estábamos ayudando a la gente de Afganistán, y como agradecimiento a dicha ayuda ellos colaboraban en la preparación de un ataque terrorista contra
nosotros. Es justo preguntarse por qué el Gobierno talibán creía que podía aceptar nuestra
ayuda con una mano mientras servía a nuestros enemigos con la otra. Creo que la respuesta
a esta pregunta es que nos habíamos acostumbrado a una política en la que no respondíamos a los que fomentaban el terrorismo contra nosotros.
Pero a partir del 11 de septiembre nuestra política cambió. Gran parte del resto del mundo
no estaba preparada para ese cambio. Al declarar que nos veríamos obligados a actuar contra Estados que acogían organizaciones terroristas, entramos de lleno en el debate de la “guerra preventiva”. La idea de la guerra preventiva no goza de mucha popularidad en el mundo.
Sin embargo, creo que es una cuestión de sentido común. La pregunta es la siguiente: ¿Hasta
qué punto está justificada la intervención de un país para impedir una catástrofe? En 1981,
en un duro ataque aéreo, los israelíes destruyeron un reactor nuclear que Jacques Chirac
había vendido a Sadam Hussein. Y no lo hicieron creyendo que podía ser capaz de producir
material nuclear “en ese momento”. Lo hicieron porque podía transformarse en la cabeza de
un arma nuclear. Lo destruyeron porque, después de un acalorado debate del Gobierno israelí, llegaron a la conclusión de que si permitían que se introdujera combustible en el reactor,
cualquier otra acción posterior destinada a destruir esa incipiente capacidad propagaría material nuclear en la zona del reactor y causaría más daños de los imaginables. Por esa razón, el
último momento para actuar contra lo que se hubiera convertido en un arma nuclear en manos
de Sadam Hussein se localiza en un instante anterior al día en que la amenaza hubiera llegado a ser efectiva. Si se hubiera cargado combustible en el reactor, se habría traspasado un
umbral sin vuelta atrás. Por eso, en algunas ocasiones, actuar para garantizar la seguridad
requiere hacerlo mucho antes de que la amenaza se convierta en algo evidente.
La pregunta es la siguiente: ¿Cuándo se cruza ese umbral crítico? No es necesariamente
dos minutos antes de que el misil que va a devastar nuestro territorio sea cargado con la ojiva
correspondiente. Cuando recordamos el debate sobre la posibilidad de una amenaza inminente a los Estados Unidos, es importante subrayar que en estos casos es difícil definir qué
entendemos por “inminencia”. Esperar demasiado sería correr un riesgo gigantesco, y una de
las lecciones más importantes que aprendimos con el 11 de septiembre fue que habíamos
esperado demasiado tiempo. Incluso después de ver lo que estaba ocurriendo en Afganistán
–las instalaciones, los campos, los jóvenes reclutas– y de los ataques que sufrimos en África
y en otros lugares del mundo. Lo que hicimos después del 11 de septiembre pudo haberse
hecho antes. Así que rectificamos y decidimos que no volveríamos a esperar a que fuera demasiado tarde.
Si queremos enfrentarnos de forma efectiva al terrorismo, lo primero que debemos entender es quiénes son los terroristas y de qué trata esta guerra. Los terroristas que más nos
preocupan son los que están ideologizados, irremediablemente impregnados de motivos ideológicos. Con ellos es imposible establecer ningún tipo de diálogo. Dialogar con el totalitarismo es “totalmente” inútil. El diálogo no sirve para acabar con las instituciones totalitarias o
112
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
con el comportamiento opresivo y violento propio de un Estado de ese tipo. Estoy seguro de
que no puede existir diálogo con gente que cree que sólo hay un camino y que ese camino
implica la adopción de un concepto de ley y de comportamiento humano que se expresa en
corrientes radicales de extremismo islámico. No puede producirse un debate serio con gente
que cree que hay que acabar con los infieles (un grupo que comprende a la mayor parte de la
humanidad). Ahora bien, es importante distinguir entre los líderes de este movimiento terrorista y los soldados, los reclutas. Por desgracia, los reclutas son gente joven a la que se hace
creer que la muerte es preferible a la vida, que se gana la inmortalidad y el paraíso muriendo
por un mundo en el que todos viviremos bajo su doctrina. Por regla general, estos jóvenes sólo
han vivido bajo dictaduras. Estoy convencido de que existe un vínculo irresistible entre la
democracia y nuestra capacidad para entrar en contacto con esa bolsa de jóvenes entregados
a la causa terrorista.
En última instancia, la batalla contra el extremismo islámico debe llevarse a cabo entre los
propios musulmanes. La gran mayoría de los musulmanes, todos los que no creen en esa
visión de una guerra santa contra el resto de las religiones, deben desempeñar un papel crucial en esta lucha y nosotros debemos animarles a hacerlo. Contemplo con consternación los
escasos esfuerzos que desarrollan los gobiernos occidentales en la organización de campañas sobre este tema que lleguen de verdad a las mentes y a los corazones de la gente.
Nuestro papel en un debate que debe producirse en el interior de la comunidad musulmana
es extremadamente limitado. Y los ejecutivos del mundo de la publicidad no son la solución.
En mi opinión, nuestra tarea consiste en hacer frente a las declaraciones de esos movimientos terroristas, es decir, a los terroristas mismos, cuando estén armados y sean peligrosos.
Sin embargo, el debate intelectual y filosófico sobre lo que está bien o mal no resulta fácil
para ningún gobierno, y en una dictadura no suele producirse jamás. Hasta que las sociedades en las que ese debate debe desarrollarse se muestren más abiertas a una auténtica discusión, va a resultar difícil animar, y aún menos introducir, un intercambio de ideas entre
musulmanes moderados y musulmanes fanáticos.
Se me pregunta con frecuencia si, después de lo ocurrido en Iraq, tuvimos razón cuando
derrocamos a Sadam Hussein, si sigo defendiendo la invasión de Estados Unidos contra ese
régimen. Siempre respondo lo mismo: no cambiaría nunca la decisión de derrocar a Sadam
Hussein, bajo ningún concepto. Derrocar a un dictador sádico y brutal que había matado al
menos a 300.000 iraquíes, que había comenzado dos guerras en las que murieron más de un
millón de personas, que ha controlado las vidas de más de 25 millones de iraquíes, que ha
asesinado sin medida… eso era lo que había que hacer. Creo que la Historia demostrará que
fue un acto de liberación del que los norteamericanos deben sentirse orgullosos y que el pueblo iraquí les agradecerá. Pero también es cierto que no tenemos mucha experiencia a la hora
de invadir otros países o gestionar una Administración colonial. Así que pensamos que estábamos allí para ayudar a los iraquíes a establecer un orden decente. Creo que hubiera sido
mejor que se hubiesen encargado antes ellos mismos de su propia Administración, quizá debimos transferir antes el poder. Pero en cualquier caso, ahora son ellos los responsables de su
propia sociedad y de su democracia.
Hoy se escucha muy a menudo que no se puede derrotar al terrorismo utilizando sólo
medios militares y que no se puede crear la democracia apuntando con un arma. Ambas afirmaciones son totalmente ciertas. Pero lo que sí se puede hacer por medio de la fuerza militar es forzar a los Estados a que dejen de ser refugio de terroristas y acabar con los obstáculos que impiden la democracia, como hicimos al derrocar a Sadam Hussein. En otras palabras,
113
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
la fuerza militar tiene un papel que desempeñar, pero no es el único medio para derrotar al
terrorismo e instaurar la democracia.
Los iraquíes celebraron sus primeras elecciones en enero de 2005. Dando muestra de un
valor extraordinario, 8,5 millones de iraquíes desafiaron a la muerte para ir a votar. Aunque
muchos países no dieron mucha cobertura a este acontecimiento, como es el caso de Francia,
fue un día muy importante para los iraquíes. Algunos de ellos tenían la certeza de que iba a
ser el último día de sus vidas. Había una cola de votantes esperando en un barrio a las afueras de Bagdad cuando un francotirador abrió fuego desde un edificio cercano y alcanzó a una
persona que se encontraba en la fila. Todo el mundo se agachó, pero nadie se movió de su
sitio. El mundo entero pudo ver que los votantes estaban orgullosos de sí mismos. Hubo un
debate antes de las elecciones entre los oficiales responsables de organizar las elecciones
para evitar el doble voto. Todos se esforzaron en organizar lo mejor posible esas primeras elecciones. También se produjo un debate sobre la necesidad de marcar a los votantes con una
tinta, y sobre si ésta debía ser visible o invisible. Muchos expertos sugirieron que, por seguridad, era necesario utilizar una tinta invisible. Pero al final se marcó a los votantes con toda
claridad, y los iraquíes, demostrando un gran coraje, exhibieron con alegría sus dedos manchados de tinta violeta, como una prueba de honor, sin dar importancia a que eso los convertía
en blanco del terrorismo. Así fue como los iraquíes empezaron el proceso que los llevó a formar un Gobierno.
Durante una conversación con un corresponsal de Al Jazeera le pregunté sobre las elecciones. Me dijo que no eran las primeras que se celebraban en el mundo árabe; las imágenes de
la gente yendo a los colegios a votar no le impresionaban mucho, y afirmó que hubiera preferido ver imágenes del Gobierno derrotado abandonando el poder. Pero esas elecciones han
servido de inspiración para todo el mundo árabe y esto no habría sido posible sin la liberación
de Afganistán e Iraq. La imagen de la gente en los colegios electorales ejerciendo su derecho
a votar está cargada de significado. Ahora se están exigiendo procesos de apertura política en
todos los países árabes.
En todos los lugares de la tierra los seres humanos desean vivir en libertad. Nadie desea
vivir bajo el temor o la censura. Por esa razón, la liberación de Iraq ha puesto en marcha algo
sumamente importante en esa parte del mundo en la que viven los terroristas. La relación
entre la democracia, los actos terroristas y la guerra es la siguiente: los gobiernos, que deben
dar respuesta a los deseos de su pueblo, se verán acosados por ciudadanos que exigen formas pacíficas de resolver los conflictos. No podrán hacer frente a los presupuestos que
requieren los procesos de militarización. El fin de las democracias no es hacer la guerra al
vecino. Las personas que viven en democracia tienen libertad para expresarse y eso hace
mucho más difícil reclutarlos para la causa terrorista.
Creo que la apertura del mundo musulmán será fundamental a la hora de controlar el terrorismo, no por medios violentos sino poniendo en marcha un cambio político que ofrezca una
salida a los jóvenes y que les haga rechazar la causa terrorista. En muchos países, como Irán,
Libia, Egipto o el Líbano se han producido ya importantes cambios políticos.
Desgraciadamente, en Europa, en vez de considerar esta posibilidad como una gran oportunidad para el mundo árabe, muchos siguen obsesionados con saber dónde están las armas
de destrucción masiva que supuestamente se encontraban en Iraq. La hostilidad hacia
Estados Unidos, que proviene en buena parte del fracaso a la hora de encontrar esas armas,
114
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
impide a la gente percibir las cosas buenas que han ocurrido gracias a la liberación del país.
La alternativa de derrocar a Sadam Hussein era dejarle en el poder. ¿Hubiera sido eso mejor
para el pueblo iraquí? ¿Y para la causa de la libertad? Estoy orgulloso de lo que hicimos y creo
que la Historia nos dará la razón. Espero que los iraquíes consigan el apoyo que necesitan
para lograr lo que se han propuesto, con valor y con un terrible coste en vidas humanas: construir la democracia en su país.
115
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
El profesor Joseph Weiler es una de las voces más interesantes en el campo del Derecho Internacional y de la Unión
Europea. Sus reflexiones sobre las claves de lo que acontece en nuestro proceso de integración se han convertido en
una referencia obligada. Dos de sus libros traducidos al español –Europa, fin de siglo, y Dos visiones norteamericanas
de la jurisdicción europea– son un buen exponente de la agudeza de análisis. Es European Union Jean Monet Professor
en el Departamento de Derecho en la New York University y Director del Hauser Global Law School Program que dirige
el nuevo centro Jean Monet para el estudio del derecho y la justicia internacional y regional. Además, es o ha sido profesor en las universidades más prestigiosas del mundo, desde el College of Europe de Brujas hasta la University College
de Londres.
En Una Europa cristiana, Joseph Weiler destila, con enorme coraje intelectual, una visión penetrante sobre Europa
en general, y sobre dos cuestiones de máximo interés: la no mención en la Constitución Europea de nuestras raíces
cristianas y el significado de la ciudadanía europea, argumentando, además, hasta qué punto se relacionan entre sí.
Joseph Weiler mantiene la idea de que es ilegítimo, en el más estricto sentido constitucional, que un documento constitucional ignore deliberadamente estas raíces, argumentando neutralidad. En ningún modo, dice, la secularización es
neutral, en todo caso es respetable, y en ocasiones se hace beligerante. De hecho, defiende Joseph Weiler, en Europa
se está difundiendo una ola de cristianofobia desde las esferas políticas y administrativas de las instituciones que se
encuentran encorsetadas por lo políticamente correcto. Uno de los ejemplos más llamativos es el linchamiento público
de Rocco Butiglione, candidato a la Comisión Europea, por expresar sus convicciones religiosas.
Además, esta aversión por reconocer las raíces cristianas daña el fomento del sentimiento europeo porque en gran
medida impide encontrar el alma de Europa. O en cita del referido libro, “es ridículo no reconocer que el cristianismo
es un elemento de enorme importancia para la definición de lo que nosotros entendemos como Identidad Europea,
para bien o para mal. No existe un juicio valorativo al afirmar este hecho empírico, existe un juicio de valor únicamente cuando se niega. Los conceptos morales claros y compartidos son una pieza, pues, clave para analizar la construcción de nuestro continente europeo. La libertad forma parte de la moralidad. Y a su vez, la moralidad es parte de nuestra historia. Ignorar el pasado e ignorar los valores, indudablemente nos hace enfrentarnos a parte de las contradicciones que asuelan Europa y su futuro”.
Ana Palacio
116
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
LA “CONSTITUCIÓN”
DE EUROPA: REQUIESCAT IN PACE
Joseph Weiler
Grandes dilemas
¿Quién se acuerda ya del borrador de Constitución elaborado por el Parlamento Europeo después
del Tratado de Maastricht? Sus propios promotores no tardaron en relegarlo al olvido. Se convirtió entonces en un cadáver político. Si alguien se atrevía a hablar de una constitución para Europa,
lo tachaban inmediatamente de federalista, federalista anticuado por si fuera poco. Diez años después llegó la tendencia contraria: todo el mundo quería una constitución para Europa. Joschka,
Jacques, Valery y Helmut siguieron la corriente y proporcionaron a la idea respetabilidad política1.
Habermas (1992; 1999; 2001) consiguió que los círculos intelectuales tragaran la píldora. A pesar
de que la Convención sobre el Futuro del Europa no era oficialmente una Convención
Constitucional, fue bautizada por su mismísimo Presidente como la Filadelfia Europea. La taxonomía es interesante: de la Constitución al Tratado Constitucional, y por último al Tratado que establece una Constitución. La idea de una constitución parecía haber perdido –al menos en parte–
su connotación integracionista-progresista.
Al principio parecía como si “la gente” también hubiera sido arrastrada por la palabrería. En la
prensa se decía que España había hecho un “regalo” a Europa con la aprobación de la
1 Fischer lo puso en marcha. Para consultar el texto y el debate ver C. Joerges, Y. Meny, J.H.H. Weiler (Eds) What Kind of
Constitution for What Kind of Polity? Responses to Joschka Fischer. Robert Schumann Centre EUI Florence/Harvard Law School,
Cambridge, MA (2000). Ver también la tribuna de opinión de Giscard d’Estaing y Helmut Schmidt – International Herald Tribune,
11 de abril de 2000.
117
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
“Constitución”. Ahora el referéndum español no parece tan admirable. De hecho, como un ejercicio de cultura cívica europea, dejó patente la creciente ola de apatía e indiferencia, ejemplificadas
por la escasísima participación y una desfasada calidad del discurso estatal, ejemplificado por una
tasa de aprobación a la Ceaucescu, que recuerda un tipo de régimen autoritario que los españoles están orgullosos (con justicia) de haber dejado atrás.
Los debates públicos que se desarrollaron en Francia y en Holanda, más cerebrales y a la vez
clarificadores, así como el claro rechazo a la “Constitución” por parte de las gentes de dos de los
miembros fundadores, han sido un verdadero jarro de agua fría para el proyecto actual.
Sin embargo, no han logrado descomponer la corrección política propia de la clase profesional
y periodística que abrazó con tanto fervor aquel proyecto. Flota en el aire el inconfundible aroma
del malvado comentario de Brecht después del levantamiento de 1953: “Es hora de cambiar al
Pueblo”. (Sin la ironía brechtiana, claro está).
Resulta sintomático el siguiente Proyecto de Manifiesto que ha circulado entre el profesorado
de Derecho Europeo y que está publicado por una de las redes más prestigiosas del Derecho
Constitucional Europeo.
Manifeste des professeurs européens de droit constitutionnel sur le vote français du 29 mai 2005 et le
vote néerlandais du 1er juin 2005.
(Manifiesto de los profesores europeos de derecho constitucional sobre el voto francés del 29 de mayo
de 2005 y el voto holandés de 1 de junio de 2005)
[Texto original en francés]
“El proceso de integración europea ha permitido a los pueblos europeos vivir en paz desde hace más de
cincuenta años. Queremos continuar desarrollando ese proceso...
Decir “No” a la constitución es votar contra una Europa más democrática, contra una Europa más eficaz,
contra una representación más articulada de nuestros intereses en el mercado mundial, contra el mantenimiento de la paz basado en un orden jurídico eficaz que incluye el respeto a los derechos fundamentales – liberales y sociales – del individuo. Votar “No” también quiere decir rechazar el reconocimiento de
los ciudadanos y ciudadanas como fuente de legitimidad de Europa y como responsables, tanto a nivel
individual como colectivo, de las políticas realizadas en su nombre a escala europea...
Comprendemos que los demagogos han vertido desinformaciones y medias verdades, y que se han aprovechado de los referendos para atacar a los gobiernos. Comprendemos que los gobiernos no han logrado explicar a los trabajadores y a los parados las verdaderas virtudes de la Constitución, quizás por falta
de credibilidad de esos mismos gobiernos sobre este tema. Comprendemos la angustia social que también se ha adueñado de los jóvenes y que no ha podido ser sustituida por una visión común de un futuro más próspero y seguro, de una Europa más democrática, más solidaria, unificada y consolidada gracias a la Constitución...”.
Cada uno de estos párrafos es una verdadera “joya”. El primer párrafo –de una sola frase– se
caracteriza por incluir tres falsedades: que los que votaron contra la Constitución no quieren continuar el proceso de integración europea; que no comparten, ni reconocen, ni desean los extraordinarios éxitos de la integración europea en relación con la paz y, por último, que este éxito está
en peligro por culpa del rechazo a la Constitución.
Pero el segundo párrafo es aún más sorprendente que el primero, ya que afirma que los que
votaron “No” son en cierto sentido antidemócratas. Como si no se pudiera votar “No”, como hizo
tanta gente en Francia y en Holanda, porque no quería proporcionar legitimidad popular a un docu118
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
mento que hubiera consagrado, con el término Constitución, el persistente déficit democrático y
político, así como otros problemas que la Constitución no supo abordar en absoluto. Hay algo positivamente orwelliano en afirmar que los ciudadanos, que de buena fe y en pleno ejercicio de su
soberanía política votaron contra la Constitución, estaban negando esa misma soberanía. Si vota
usted “correctamente”, afirma la soberanía del ciudadano. Pero si vota en contra, ¿estará negando esa misma soberanía? El euro-lenguaje se ha convertido en doble-lenguaje.
El último párrafo es el peor, debido al tono paternalista de monarca ilustrado que desprecia la
rotundidad de las votaciones en Francia y Holanda: pobre gente; lo que les pasa es que no entienden nada; les han engañado; han sido víctimas de la demagogia. Y en este punto el aroma se convierte en hedor, ese hedor que desprenden los argumentos marxistas sobre la “falsa conciencia”.
¿Quién hubiera adivinado que Europa pudiese resucitar semejante ruina intelectual? Sin duda
alguna, hubo mucha demagogia y mucha falsedad, pero no en una facción más que en otra, como
demuestra el propio proyecto del Manifiesto. Y no hay que llamarse a engaño: en muchos países
en los que los parlamentos lograron ratificar el Proyecto con amplias mayorías, es sumamente probable que un escrutinio popular hubiera arrojado resultados muy diferentes.
Dejemos a los historiadores y a los científicos sociales que exploren las complejas razones del
voto negativo. Más tarde o más temprano, la polvareda acabará despejándose. Pero el casi seguro fallecimiento de la Constitución dará una oportunidad para reabrir la discusión, y ojalá que sea
en un tono más sobrio en ambos lados.
Me gustaría subrayar aquí algunas de las difíciles decisiones a las que se enfrenta Europa en
este debate constitucional, que ha quedado sin resolver ahora que el texto ha sido rechazado.
El giro hacia el constitucionalismo suele ir relacionado con el proyecto de ampliación. En lo institucional –se dice– Europa requiere una reforma profunda. Debajo del capó, a pesar de las múltiples capas de pintura, todavía late el mismo motor de Comisión-Consejo-Parlamento de 1951 o
de 1957, y todavía corre el riesgo de sufrir una sobrecarga debido al peso considerable de los diez
nuevos Estados miembros. La arquitectura institucional requería –así al menos parecía sugerirlo
el consenso– una estructura constitucional. ¿Es eso cierto?
Parece que la decisión constitucional más difícil y de mayores consecuencias ya se ha tomado, y se ha hecho muy al estilo europeo: Deus ex Machina. Hay algo –de hecho hay más de una
cosa– engañoso en la yuxtaposición de ampliación y constitución. En primer lugar, está la idea de
que esas dos nociones son conceptualmente diferentes, como si la decisión de la ampliación no
fuera una decisión constitucional. Pero es al revés. La decisión de la ampliación fue la decisión
constitucional más importante que se tomó en los últimos diez años y probablemente de mucho
más tiempo atrás. Para bien o para mal, el cambio en el número de Estados miembros, en el tamaño de la población europea, en su geografía y topografía, así como en su combinación cultural y
política, adquieren una magnitud que hará de la nueva Europa una organización política muy diferente, independientemente de la estructura constitucional que se adopte.
En segundo lugar está la idea de que dado que la ampliación acaba de ocurrir, la Constitución
merece un procedimiento de toma de decisiones muy particular: de ahí la idea de la Convención2.
2 Por supuesto, hay otras razones para adoptar la metodología de la Convención.
119
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
En la práctica, la ampliación “ocurrió”, sencillamente. No se produjo un debate serio ni a nivel europeo ni a nivel de Estados miembros, salvo si se considera que una discusión en el Consejo Europeo
es una discusión pública de verdad. Las consecuencias, políticas y económicas, no se han establecido de forma transparente y el proceso de negociación en sí mismo es el equivalente europeo al
Fast Track americano. La Comisión negocia y presenta un paquete de facto: “o lo tomas o lo dejas”.
Puede que el rechazo haya sido, en cierto sentido, el resultado de este pecado original.
No hay razón para cuestionar la bondad de la ampliación per se, pero un proceso de decisión
totalmente desprovisto de transparencia merece ser cuestionado. De la misma forma, también se
puede cuestionar el método utilizado para la ampliación: ¿Tiene realmente sentido integrar diez nuevos Estados miembros de una vez? (Y ¿cómo se llegó a una decisión de consecuencias tan gigantescas?) ¿Tiene sentido poner en marcha una Ampliación basada en una organización política monolítica, o tal vez alguno de los modelos “círculo concéntrico” hubiera tenido mayor sentido político?
La esencia del problema constitucional:
¿El Tratado es una Constitución disfrazada o la Constitución es un Tratado enmascarado?
¿Cuál es la esencia del problema constitucional? Con esta pregunta me refiero a la cuestión del
estatus formal de la Constitución, con independencia de su contenido. El estatus formal se ha
convertido en una de las decisiones de mayor envergadura que haya tomado Europa. De forma oficial, teníamos un Tratado que establecía una Constitución. Pero para la percepción pública, se convirtió en una Constitución.
Imaginemos el documento presentado ante Europa sin la palabra Constitución. Con los mismos
trámites institucionales, el Presidente, el ligero respaldo por parte de los parlamentos nacionales…
y todo lo demás. Este documento podría haber sido enviado para su ratificación a cada uno de los
veinticinco Estados miembros de acuerdo con sus condicionamientos constitucionales, tal y como
se ha hecho con otros tratados de cierta envergadura. Y todo indica que hubiera sido ratificado sin
demasiados problemas. Se puede deducir de ahí que tal vez sea la palabra “constitución”, con todo
lo que conlleva, la que ha levantado la opinión pública, tanto a favor como en contra.
Es este giro hacia la organización constitucional clásica –ya sea formalmente, con la consulta a
la nación, o más informalmente, tal y como acabo de sugerir– lo que resulta atractivo y repulsivo a
la vez. También es algo con una fuerte connotación pragmática e histórica. No se puede tener la
paciencia de esperar a que estén asentados los lazos de lealtad y de organización políticos, propios de un demos constitucional, para poner en marcha un acuerdo constitucional. El acuerdo constitucional es una invitación voluntaria, consciente y autónoma para crear esa organización política,
ese demos y las correspondientes lealtades.
La mejor metáfora para entender esta decisión, con toda su combinación de idealismo y realismo aplastante, es el matrimonio. Al casarse, una pareja joven –dejemos la pasión de lado– no
tiene los afectos profundos, la lealtad y la solidaridad que llegan sólo después de muchos años
en común y de haber experimentado juntos los sinsabores de la vida. La ceremonia nupcial es una
invitación al largo proceso vital del matrimonio. De la misma forma, cuando los pueblos adoptan
una constitución, es en realidad una invitación a una organización política. El estado constitucional, al igual que el matrimonio, es un proceso. Muchos europeos desean ardientemente dar ese
paso. Otros no. Quieren seguir siendo amigos, no casarse.
¿Tiene alguna virtud el statu quo, o esta opción refleja sólo falta de nervio y de voluntad? En
contra de lo que uno puede pensar en un principio, también el statu quo refleja valores profundos.
120
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
Por supuesto, Europa posee una Constitución, de la misma manera que el Reino Unido posee
la suya. De hecho, si nos fijamos en la relación entre la Unión y los Estados miembros, observaremos que la Unión presenta exigencias constitucionales muy pesadas, que en algunos casos van
más allá de las propias de un Estado federal3. Sin embargo, sigue existiendo una diferencia abismal: los principios constitucionales de Europa, aunque sean sustancialmente similares, proceden
de circunstancias cuanto menos diferentes. En las federaciones, ya sea la americana, la australiana, la alemana o la canadiense, las instituciones se ubican dentro de un marco constitucional
que presupone la existencia de un “demos constitucional”, un único poder constituyente ejercido
por los ciudadanos de la federación en cuya soberanía, como poder constituyente y por medio de
su autoridad suprema, tienen su origen los acuerdos constitucionales específicos. Por ello, aunque la constitución federal busque garantizar los derechos del Estado y a pesar de que la doctrina constitucional y la realidad histórica nos han enseñado que la federación bien podría ser criatura de las unidades constituyentes y de sus respectivas gentes, la soberanía formal y la autoridad del pueblo aunados como poder constituyente son mucho mayores que cualquier otra expresión de soberanía por parte de la política y de ahí la autoridad suprema de la Constitución, incluidos sus principios federales.
Ni que decir tiene que una de las grandes falacias del arte de la “construcción de federaciones” (federation building), como en el ejercicio de la “construcción de naciones” (nation building),
consiste en confundir la presuposición jurídica de un demos constitucional con la realidad política y social. En muchos casos, la doctrina constitucional presupone la existencia de aquello que
crea: el demos que es llamado a aceptar la constitución se constituye legalmente gracias a esa
constitución y, en ocasiones, dicha aceptación supone uno de los primeros pasos hacia una
noción política y social más profunda del demos constitucional. Por tanto, la legitimidad empírica de la constitución puede ir por detrás de su autoridad formal, e incluso requerir generaciones
y guerras civiles para que se interiorice del todo, tal y como quedó patente en la historia de los
Estados Unidos. Asimismo, la presuposición jurídica de un demos puede estar en contradicción
con una realidad social persistente de múltiples ethnoi o demoi, que no comparten, ni llegan a
compartir nunca, el sentido de pertenencia mutua que trasciende las diferencias políticas y las
facciones, formando una comunidad política esencial para un modelo constitucional de estilo clásico. En este caso obtendríamos un pacto inestable: la historia de Canadá y la España actual
dan buena cuenta de ello. Sin embargo, en tanto que materia de observación empírica, desconozco la existencia de un Estado federal, antiguo o moderno, que no presuponga la autoridad
suprema y la soberanía de su demos federal.
En Europa, dicha presunción no existe. Sencillamente, la arquitectura constitucional de
Europa jamás ha sido validada mediante un proceso de adopción constitucional por parte de un
demos constitucional europeo. En consecuencia, como una cuestión tanto de principios normativos políticos como de observación social empírica, la disciplina constitucional europea no goza
del mismo tipo de autoridad que los Estados federales, cuyo federalismo está arraigado en un
orden constitucional clásico. Se trata de una constitución que carece de algunas de las condiciones clásicas del constitucionalismo. Existe una jerarquía de normas: las normas comunitarias se imponen a las de los Estados miembros con las que entran en contradicción. Pero esta
jerarquía no está arraigada en una jerarquía de autoridad normativa o en una jerarquía de poder
real. De hecho, el federalismo europeo se construye desde arriba a base de una jerarquía de
3 Por dar dos ejemplos, algunos aspectos de la integración del mercado europeo de las mercancías superan a los Estados
Unidos y algunos aspectos sobre movilidad laboral superan a Canadá.
121
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
normas, pero también se construye desde abajo mediante una jerarquía de autoridad y poder
real.
Es precisamente la singularidad de la estructura constitucional europea existente lo que, desde
mi punto de vista, revela su regla más original y profunda, su verdadera norma fundamental o
Grundnorm: el principio de la Tolerancia Constitucional.
En términos políticos, este Principio de Tolerancia encuentra una expresión sumamente notable en la organización política de la Comunidad, una organización que desafía la premisa normal
del constitucionalismo. Por lo común, en una democracia se requiere una disciplina democrática,
es decir, aceptar la autoridad de la mayoría sobre la minoría sólo dentro de una estructura política que se considera a sí misma constituida por un único pueblo, sea cual sea la forma en que se
defina éste. Si se da el caso de una mayoría que solicita obediencia a una minoría que no se considera parte del mismo pueblo, suele ser considerada una forma de imposición. Más aún cuando
se trata de una disciplina constitucional. Y, sin embargo, en la Comunidad, supeditamos a los ciudadanos europeos a la disciplina constitucional, a pesar de que la estructura política se compone de pueblos distintos. Un ejemplo claro de tolerancia cívica consiste en aceptar someterse a
ciertos preceptos que no han sido articulados por “mi pueblo”, sino por una comunidad compuesta de distintas comunidades políticas: un pueblo, por así decirlo, de otros. De esta forma, comprometo mi autodeterminación como una expresión de este tipo de tolerancia interna –hacia mí
mismo– y externa –hacia los demás–.
Constitucionalmente, el Principio de Tolerancia encuentra una de sus máximas expresiones en
una cuestión ha empezado ahora a ser debatida: una disciplina constitucional federal que, sin
embargo, no se basa en una constitución de tipo estatal.
Los representantes constitucionales del Estado miembro aceptan la disciplina constitucional
europea no porque se trate una cuestión de doctrina legal, como ocurre con los Estados federales, que están supeditados a una soberanía y a una autoridad superiores que se atienen a unas
normas validadas por el pueblo federal, el demos constitucional. Lo aceptan como un acto voluntario autónomo de subordinación, que se renueva constantemente en las áreas específicas gobernadas por Europa, como una norma que es la expresión conjunta de otras voluntades, otras identidades o comunidades políticas. Evidentemente, este hecho genera un tipo distinto de comunidad política, un caso único cuya voluntad consiste en aceptar una disciplina vinculante enraizada
y derivada de una comunidad extraña a uno mismo. A los habitantes de Québec se les dice: en
nombre del pueblo de Canadá, están ustedes obligados a obedecer. A los franceses, los italianos
o los alemanes se les ha dicho: en nombre de los pueblos de Europa, están invitados a obedecer. En ambos casos, se les solicitó una obediencia constitucional. Cuando la aceptación y la subordinación son voluntarias, constituye un acto de verdadera liberación y emancipación con relación
a la autoarrogancia colectiva y el fetichismo constitucional: una de las máximas expresiones de
Tolerancia Constitucional.
Hoy en día, se trata de una opción muy difícil. Por una parte, el movimiento hacia un nuevo terreno constitucional resulta atractivo.
¿Es posible adoptar una constitución formal que codifique el principio de Tolerancia
Constitucional? Me temo que no. La Tolerancia se nutre del hecho de que la disciplina constitucional es voluntaria, no una exigencia de la autoridad de una constitución formal apoyada por un
demos constitucional. Evidentemente, habrá que decantarse por uno o por otro. En cambio, resul122
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
ta menos claro que el significado profundo de esa elección sea tenido en cuenta o simplemente
aceptado por razones pragmáticas o de oportunidad.
Desde esta perspectiva, se puede decir que rechazar el simbolismo y la iconografía de una constitución formal (más que el específico contenido institucional) no debería ser considerado como una
elección moral ni –desde la perspectiva de la integración europea– normativamente inferior.
Especificidad constitucional. La singularidad de una Europa social
La importancia de las decisiones constitucionales no sólo reside en la estructura y en el proceso
de gobierno que ponen en marcha. Las constituciones también versan sobre compromiso moral e
identidad. Percibimos nuestras constituciones nacionales como algo más que la estructuración de
nuestros poderes de gobierno y las relaciones entre la autoridad pública y los individuos o entre
el Estado y otros agentes. Nuestras constituciones aspiran a abarcar los valores fundamentales
de la organización política y esto, a su vez, aspira a ser el reflejo de nuestra identidad colectiva
como pueblo, como nación, como Estado, como Comunidad, como Unión. Si nos sentimos unidos
y compenetrados con nuestras constituciones es justamente por razones como ésas. Hablan de
cómo limitar el poder, no de cómo ampliarlo; protegen los derechos fundamentales del individuo
y definen una identidad colectiva que no nos produce repulsión, como ocurre con ciertas formas
de identidad étnica. Movilizar en nombre de la soberanía está anticuado; movilizar para proteger
la identidad haciendo hincapié en la especificidad está de moda.
Europa se enorgullece de una tradición de solidaridad social que tuvo su origen político y legal
en el Estado de bienestar que siguió a la Guerra y que todos los Estados de todos los colores políticos adoptaron durante años como ideal y como promesa programática. La sanidad universal, la
educación gratuita desde la enseñanza primaria hasta la universidad, las considerables ayudas a
los más desfavorecidos, sobre todo a los desempleados, han sido algunos de los hitos de este
compromiso. No se trataba sólo de una mera elección política. Al igual que en el caso del rechazo a la pena de muerte, este compromiso se convirtió en una fuente de identidad, incluso de orgullo, sobre todo a la hora de compararse con Estados Unidos.
Por lo tanto, parece lógico que la Constitución europea se haga eco de ese compromiso.
Muchos votantes, sobre todo en Francia, se lamentaban de la ausencia o de la insuficiencia de
este compromiso en el texto. Pero el problema no es que esto sea cierto o falso, ni tampoco que
la versión francesa de la solidaridad social sea la mejor para Europa. El verdadero meollo de esta
cuestión es si estos asuntos deben reflejarse en las garantías constitucionales. Y esto plantea un
dilema muy serio. Por un lado, este tipo de compromiso podría justamente constituir el motor político de la Constitución europea, así como una fuente de identidad y de identificación.
Sin embargo, dos consideraciones complican esta opción y evidencian la dificultad del dilema.
La primera es la capacidad de cumplir con las obligaciones. Es cierto que muchos consideran el
compromiso de solidaridad social como una marca de identidad europea fundamental, que debería por tanto tener su reflejo en la Constitución europea. Pero para la mayoría, las principales características del Estado de bienestar siguen siendo responsabilidad de los Estados miembros y son
de su jurisdicción exclusiva, aunque Europa en su conjunto contribuya a la prosperidad general que
permite a cada Estado miembro redistribuir sus recursos nacionales en virtud de ese plan de bienestar. Se podría argumentar que Europa no debería prometer ni garantizar constitucionalmente
algo que no puede cumplir. Hacerlo dañaría la credibilidad intrínseca del entramado constitucional
europeo y daría paso a otra gigantesca intrusión en las competencias de los Estados miembros,
cuyos resultados son muy poco deseables.
123
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
La segunda consideración es más delicada todavía. Parece que el consenso sobre el Estado
de bienestar clásico no está ya tan arraigado como antes. Esta afirmación ya no es una aberración “thatcheriana”, sino una parte del discurso político en España, en Italia e incluso en
Alemania y en otros Estados miembros. ¿Acaso la universidad gratuita para todos –que no distingue los niveles de renta de sus beneficiarios– es el símbolo de una organización política progresista? ¿O se trata más bien de una redistribución regresiva de los menos ricos a los más
ricos (que se aprovechan de forma desproporcionada de la educación universitaria) disfrazada
de solidaridad social? Un sistema sanitario basado en parte en los niveles de renta de sus
beneficiarios ¿no sería más justo y mejor? ¿Acaso la inquebrantable seguridad en el empleo
es un compromiso de justicia social y un factor de resistencia a los perniciosos efectos de la
globalización? ¿O no es más bien un privilegio, el de unos pocos trabajadores sindicados, los
restos perversos del antiguo corporativismo que ponen en peligro la futura prosperidad de una
organización política más amplia? Estas cuestiones, planteadas de forma polémica, configuran
cada vez más a menudo parte del debate político de los Estados miembros.
El duro dilema constitucional resulta aquí evidente. Una constitución no es un mero depósito de valores. También entraña consecuencias políticas y jurídicas de gran envergadura.
Cuando algo pasa a formar parte de nuestras constituciones, se saca y se extrae del proceso
político normal. Constitucionalizar, con garantías efectivas, el compromiso histórico de Europa
con el arraigado Estado de bienestar equivale a sacar estos problemas del ámbito de la política, por encima y más allá del discurso parlamentario normal de los partidos y de las políticas
electorales. El concepto de “secuestro” constitucional nos viene a la mente. No está claro que
estas políticas disfruten en la Europa actual del tipo de consenso que justificaría ese paso.
En este caso, el dilema constitucional es particularmente difícil: si un compromiso significativo con el concepto de bienestar no se refleja de forma exacta en la constitución (y cuando
digo significativo quiero decir por encima del denominador común más bajo), se perderá una
de las grandes oportunidades para que la especificidad europea cristalice en un documento
definitorio. Si no se refleja de forma exacta, se producirá una situación curiosa: se dejará fuera
de la política y por lo tanto fuera de la disciplina de la democracia, un asunto fundamental que
forma parte de la esencia del discurso público, en un documento cuyo propósito es garantizar
la legitimidad democrática de los futuros procesos de decisión en Europa.
Una Europa cristiana
La cuestión de incluir una Invocatio Dei y una referencia a las raíces cristianas de Europa en el
preámbulo de la Constitución fue uno de los problemas que causaron el rechazo inicial del
texto por parte de los Jefes de Estado en la Cumbre de Bruselas de 2003. A muchos les parece una apelación anacrónica a la premodernidad, una regresión en la evolución constitucional.
La complejidad de este asunto merece un artículo4. La mitad de la población europea se rige
por constituciones que hacen referencias a Dios y/o a la Cristiandad. Y lo que es más importante, mientras que todos los Estados Europeos respetan en sus disposiciones constitucionales de derecho el principio de la libertad religiosa, existe una tradición sólidamente arraigada
que considera la imparcialidad del Estado el mejor defensor de este principio, lo cual no requiere el tipo de separacionismo que caracteriza la relación entre Iglesia y Estado en Norteamérica.
En muchos países de Europa, la enseñanza religiosa puede recibir las mismas ayudas que la
4 Ver J.H.H. Weiler, Una Europa Cristiana (Rizzoli, 2003).
124
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
enseñanza secular. La Invocatio Dei no sólo está respaldada por el argumento de que una constitución debería reflejar el pluralismo de la tradición constitucional europea. También lo está
por el de que la democracia no debe presentarse como excluyente de la sensibilidad religiosa
pública. Podría argumentarse que este estricto separacionismo es un “paso atrás” y que el verdadero mensaje de modernidad sobre la democracia y la religión es que ambas puedan convivir pacíficamente, en armonía. Por otro lado, la idea de que la democracia implica desterrar a
Dios de la vida pública es completamente anacrónica. En cualquier caso, y a este respecto,
Europa ha creado tradiciones que difieren del dogma franco-americano, y el hecho de que la
Constitución intente reflejar ambas, como hace la Constitución polaca, es una cuestión de gran
relevancia.
La cuestión de las competencias
La cuestión de las competencias no ha ocupado una parte fundamental del debate, pero sí lo
es para quienes creen que Europa se ha vuelto demasiado intervencionista. Desde mi punto de
vista, la solución de la Constitución asignaba, reasignaba o “desasignaba” a y desde la Unión
ciertas competencias, enfocadas hacia cuestiones equivocadas, evitando así el verdadero gran
dilema5.
Ya durante el debate que acompañó al Tratado de Maastricht, salió a relucir la cuestión latente de “las competencias y los poderes” de la Comunidad. Esta cuestión y su debate correspondiente encontraron su código en el concepto tan deliciosamente impreciso de “subsidiariedad”.
La cuestión ha estado inevitablemente unida a la continua preocupación acerca de las estructuras y procesos de gobernación, acerca del equilibrio entre Comunidad y Estados miembros y
acerca de la cuestión de la democracia y la legitimidad de la Comunidad a la que el debate de
Maastricht dio un nuevo y bien recibido giro.
¿Qué ha quedado de este debate?
En primer lugar, hagamos un poco de historia. El estudioso del federalismo comparativo descubre un rasgo común en casi todas las experiencias federales: una tendencia a la concentración de poderes legislativos y ejecutivos en el centro del poder general, a expensas del de las
unidades constituyentes. Parece que esta concentración se produce de forma independiente
del mecanismo que asigna la jurisdicción/competencias/poderes entre el centro y la “periferia”. Las diferencias, si existen, dependen más del ethos y de la cultura política que de los
mecanismos jurídicos y constitucionales. La Comunidad ha compartido esta experiencia general, aunque también ha diferido de ella.
La ha compartido en la medida en que la Comunidad, sobre todo en los años setenta, había
asistido a un debilitamiento de cualquier mecanismo práctico y ejecutable para la asignación
de la jurisdicción/competencias/poderes entre la Comunidad y sus Estados miembros.
¿Cómo pudo ocurrir esto? Esto ocurrió por la combinación de dos factores.
5 Una excelente presentación de estos asuntos es la de I. Pernice – Rethinking the Methods of Dividing and Controlling the
Competences of the Union, in Europe 2004, Le Grand Débat
http://europa.eu.int/comm/dg10/university/post_nice/index_en.html
125
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
a) Prácticas legislativas demasiado laxas, sobre todo, por ejemplo, en el recurso a lo que
entonces era el Art.235 EC.
b) Una jurisprudencia bifurcada del Tribunal de Justicia Europeo (TJE), que por una parte interpreta extensamente el alcance de la jurisdicción/competencias/poderes otorgados a la
Comunidad y que, por otro lado, había realizado un planteamiento autolimitador de la ampliación de la jurisdicción/competencias/poderes de la Comunidad cuando éstos eran ejercidos por
los órganos políticos.
Realizar esta declaración no equivale a criticar a la Comunidad, a los órganos políticos ni al
TJE. La cuestión de fondo son los valores. Es posible argumentar que este proceso beneficiaba sobre todo a la evolución y al bienestar de la Comunidad, así como a los Estados miembros,
sus ciudadanos y residentes. Pero este proceso también era una bomba de relojería constitucional que un día u otro pondría en peligro la evolución y la estabilidad de la Comunidad. Antes
o después, los tribunales “supremos” de los Estados miembros se darían cuenta que el “contrato socio-jurídico” anunciado por el TJE en una sus grandes decisiones constitucionalizantes
–es decir, que “la Comunidad constituye un nuevo ordenamiento jurídico [...] en beneficio del
cual los Estados ven limitados sus derechos soberanos, aunque sea en campos limitados”– se
había hecho pedazos. Aunque esos tribunales “supremos” hubieran aceptado los principios del
nuevo ordenamiento jurídico, la supremacía y el efecto directo, los campos habrían dejado de
estar limitados. Se habrían acabado dando cuenta de que, en ausencia de contrapesos jurídicos comunitarios, les tocaba a ellos trazar las lindes jurisdiccionales entre la Comunidad y sus
Estados miembros.
Es interesante subrayar que la experiencia de la Comunidad difiere de la experiencia de otras
organizaciones políticas federales en el sentido de que, a pesar de la gigantesca expansión
legislativa de la jurisdicción/competencias/poderes de la Comunidad, los Estados miembros no
habían presentado grandes batallas políticas en esta materia.
¿Por qué? La respuesta es tan sencilla como evidente. Se sustenta en el proceso de toma
de decisiones que imperó durante décadas en la Comunidad de los diez. A diferencia de los
gobiernos estatales de la mayoría de los Estados federales, los gobiernos de los Estados miembros, cada uno por su cuenta y también juntos, podían controlar la expansión legislativa de la
jurisdicción/competencias/poderes de la Comunidad. Nada de lo que se hacía podía hacerse
sin el asentimiento de todos los Estados. Así quedaba despejada cualquier amenaza y cualquier
crisis por parte de los gobiernos. En realidad, si queremos buscar “delincuentes” que no han
respetado el principio de la competencia limitada, serían principalmente los gobiernos de los
Estados miembros, bajo la forma del Consejo de Ministros, en connivencia con la Comisión y el
Parlamento. Siempre resultaba útil hacer algo en Bruselas que sería mucho más difícil de realizar políticamente en casa y luego, ¡echarle la culpa a la Comunidad! El papel del TJE históricamente no ha sido el del activismo, sino más bien el de la pasividad activa. Sin embargo, no
ha sido capaz de construir una base de credibilidad en tanto que entidad capaz de patrullar de
forma efectiva las fronteras jurisdiccionales entre la Comunidad y los Estados miembros.
Esta época terminó cuando se produjo el cambio al voto mayoritario después de la entrada
en vigor del Acta Única Europea (AUE). Fue entonces cuando empezaron a salir a la luz los primeros síntomas de crisis. Era cuestión de tiempo que uno de los tribunales nacionales plantara cara al TJE en esta materia. Los Estados miembros se dieron cuenta de que en un proceso
que no les otorga poder de veto –ni de de jure, ni de facto–, el asunto de los límites jurisdiccio126
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
nales resultaba fundamental. La Decisión sobre Maastricht del Tribunal Constitucional Federal
Alemán corroboró esta predicción, aunque más tarde de lo esperado6.
La iniciativa alemana pudo quizá ser considerada como una forma de insistir en una visión más
policéntrica de la adjudicación constitucional, diseñada para forzar una relación más igualitaria
entre el Tribunal Europeo y sus homólogos constitucionales nacionales. Pero en cierto sentido, la
iniciativa alemana de los años noventa en relación con las competencias se parece a su iniciativa anterior, relacionada con los derechos humanos. Fue esa iniciativa la que forzó al Tribunal
Europeo a tomarse en serio los derechos humanos.
Ahora bien, la iniciativa del Tribunal Constitucional Federal Alemán no era una invitación a entablar conversaciones. A pesar de que el Tribunal Alemán mencionaba que las decisiones sobre las
competencias debían tomarse en colaboración con el TJE, se reservaba la última palabra. De esta
forma, un diktat europeo quedaba simplemente sustituido por otro nacional. Y un diktat nacional
es mucho más destructivo para la Comunidad, si se piensa en la posibilidad de que surjan quince interpretaciones diferentes.
En consecuencia, ¿cómo se consigue la cuadratura de este círculo?
No se logra, insisto, depositando nuestra fe en una lista de competencias como las que se han
redactado en la Constitución Europea. Este intento de detener la centralización del poder ha fracasado en la práctica totalidad de los Estados federales. Y para aquellos que no están versados
en federalismo, la lección aprendida es ciertamente amarga. Por lo común, el efecto de cualquier
lista que recoja competencias centrales positivas o negativas en una constitución federal no desemboca en una limitación de las competencias centrales, sino que tiene el efecto contrario: otorga valor constitucional a las interpretaciones que permiten al gobierno central tomar dichas decisiones. El fracaso siempre es más doloroso si forma parte de una Constitución, ya que está respaldado por la propia Constitución. El verdadero problema no es el método de elaboración de la
lista, es la gestión de cualquiera de los métodos que se adopten.
La solución está en volver a diseñar quién interpretará el alcance de las funciones y poderes
de la Comunidad y de la Unión.
Una de las soluciones podría haber sido institucional. Yo he propuesto una y otra vez la creación de un Consejo Constitucional de la Comunidad, basado en cierta manera en el modelo francés (Weiler, 1997). El Consejo Constitucional tendría jurisdicción sobre diversos asuntos de competencias (incluyendo la subsidiariedad), y decidiría qué casos podrían serle sometidos una vez
adoptada una ley, pero antes de que entrara en vigor. Podría recurrir a él cualquier institución comunitaria, cualquier Estado miembro o parlamento nacional o el Parlamento Europeo actuando por
decisión mayoritaria de sus Miembros. Su presidente sería el Presidente del TJE y sus miembros
6 Existen multitud de comentarios; la siguiente es una muestra de los diferentes puntos de vista: Herdegen, Matthias,
Maastricht and the German Constitutional Court: Constitutional Restraints for an “Ever Closer Union”, CMLR 31 (1994), 235;
Ipsen, HansPeter, Zehn Glossen zum Maastricht-Urteil, EuR 1994, 1; Schwarze, Jürgen, Europapolitik unter deutschem
Verfassungsvorbehalt. Anmerkungen zum Maastricht-Urteil des BVerfG vom 12.10.1993, NJ 1994, 1; Steindorff, Ernst, Das
MaastrichtUrteil zwischen Grundgesetz und europäischer Integration, EWS 1993, 341; Tomuschat, Christian, Die Europäische
Union unter Aufsicht des Bundesverfassungsgerichts, EuGRZ 1993, 489; Wieland, Joachim, Germany in the European Union - The
Maastricht Decision of the Bundesverfassungsgericht, EJIL 5 (1994), 259.
127
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
serían miembros activos de los Tribunales Constitucionales o de sus equivalentes en los Estados
miembros. Dentro del Consejo Constitucional, ningún Estado miembro tendría poder de veto. La
composición también dejaría patente que el asunto de las competencias es ante todo un asunto
de normas constitucionales nacionales, pero sujetas a la solución de la Unión a través de una institución de la Unión.
No voy a elaborar ninguno de los aspectos técnicos de esta propuesta. Su mérito principal es
que aborda el problema de los límites jurisdiccionales fundamentales sin poner en peligro la integridad constitucional de la Comunidad, como hizo la Decisión sobre Maastricht del Tribunal
Constitucional Federal Alemán. Debido a que, desde un punto de vista material, el asunto de los
límites tiene una indeterminación intrínseca, el problema fundamental no consiste en saber cuáles son los límites, sino quién los decide. Por un lado, la composición del propuesto Consejo
Constitucional deja de ser un problema puramente político; por otro, crea una entidad que disfrutaría de una confianza pública muy superior.
El texto sometido a los europeos incorporaba dicha lista, pero dejaba en el mismo sitio a los
políticos de siempre. Esto, al parecer, no inspiró demasiada confianza.
La Carta de los Derechos Fundamentales
Finalmente, me gustaría expresar un motivo de pesar muy particular por el rechazo de la Carta de
los Derechos Fundamentales. En primer lugar, recordemos que la Carta podía integrarse dentro de
los Tratados, como se propuso para el de Niza, sin la parafernalia constitucional.
Pero podemos llegar aún más lejos. Merece la pena preguntarnos si Europa necesitaba realmente esta Carta. ¿Iba a mejorar realmente la protección de los derechos humanos fundamentales dentro de la Unión? Después de todo, los ciudadanos y los residentes europeos no sufren un
déficit de protección jurídica de los Derechos Humanos. En la mayor parte de los Estados miembros, los tribunales constitucionales u otros tribunales defienden estos derechos. Como una red
de protección adicional, también están protegidos por la Convención Europea sobre Derechos
Humanos y por los órganos de Estrasburgo. En la Comunidad, el TJE proporciona protección jurídica utilizando como fuente la misma Convención y las tradiciones constitucionales comunes a los
Estados miembros.
¿Así que para qué se necesitaba una nueva Carta?
Para los promotores de la Carta, lo más importante era el problema de la percepción y de la
identidad. Desde Maastricht, la legitimidad política de la construcción europea seguía siendo un
tema candente; el establecimiento de la Unión Monetaria (UME), con su Banco Central Europeo
–independiente– apuntaló la percepción de una Europa más preocupada por los mercados que por
la gente. Es muy probable que el Tribunal Europeo garantice la protección jurídica contra las violaciones de los derechos humanos, pero ¿quién es consciente de ello?
Una Carta, afirman sus defensores, haría evidente e incuestionable lo que hasta ahora sólo
conocían unos abogados sin nombre ni rostro. Además, la Carta, en su papel de símbolo fundamental, serviría de contrapartida al euro y se convertiría en parte de la iconografía de la integración europea, contribuyendo así a la identidad y a la identificación con Europa.
¿Se ha confirmado esto? El tiempo lo dirá, pero por ahora la Carta es la típica leyenda europea, parecida al concepto de Ciudadanía Europea que se anunció a bombo y platillo en Maastricht:
128
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
un ejercicio caracterizado por una retórica pomposa y vacía y, al mismo tiempo, un llamativo fracaso a la hora de tomar decisiones importantes para integrarlo en la ordenación jurídica de la Unión.
Estamos tan acostumbrados a este doble euro-lenguaje que no nos dimos cuenta.
Los expertos legales subrayaron con gran entusiasmo que los Abogados Generales del Tribunal
Europeo de Justicia (y ahora el Tribunal de Primera Instancia) ya se refieren a la Carta y que puede
ser “incorporada” en el ordenamiento jurídico por la vía judicial. No estoy seguro de que esta iniciativa sea positiva, ni desde un punto de vista pragmático ni normativo. Me pregunto si el silencio absoluto por parte del Tribunal, o un rechazo provocador a la hora de tener en cuenta la Carta,
no impulsarían mejor una posible acción política. También me pregunto, tal y como he indicado
anteriormente, si el Tribunal está capacitado para llegar muy lejos en la incorporación jurídica de
la Carta, teniendo en cuenta, por decirlo lisa y llanamente, que ésta ha sido rechazada como parte
integrante de la ordenación jurídica de la Unión. No se puede entonar odas a la democracia y al
constitucionalismo, y luego no acatarlas cuando no encajan en nuestro programa de derechos
humanos. Parece como si el Tribunal mismo hubiera asumido estas advertencias.
A menudo se invoca la claridad como una segunda justificación a la hora de respaldar ese ejercicio. Se argumenta que el sistema actual de considerar las tradiciones constitucionales comunes
y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como una fuente para los derechos protegidos en la
Unión resulta insatisfactorio y debiera ser sustituido por un documento formal que enumerara
estos derechos. Pero, ¿podría hacerse este texto más claro? Examinémoslo. Está bien redactado
en ese magistral lenguaje característico de nuestras tradiciones constitucionales: la Dignidad
Humana es inviolable, etcétera. Esta tradición tiene sin duda muchas virtudes, pero entre ellas no
está la de la claridad. Llegado el momento de definir los límites de los derechos incluidos en la
Carta, no estoy seguro de que haya añadido más claridad entre lo que protege y lo que no.
Nótese además que al redactar una lista e incorporarla quizá algún día en su totalidad en el
ordenamiento jurídico, habremos tirado por la borda –al menos en parte– una de las características realmente originales de la arquitectura constitucional previa a la Carta en el campo de los
derechos humanos, es decir, la capacidad de utilizar el régimen jurídico de cada Estado miembro
como un laboratorio vivo y orgánico de protección de los derechos humanos que caso a caso
puede ir adaptándose a las necesidades de la Unión por parte del Tribunal Europeo, por medio de
un diálogo con sus homólogos nacionales. Puede que la Carta no frustre del todo dicho proceso,
pero conlleva el riesgo de inducir una jurisprudencia más introspectiva y frenar el diálogo constitucional.
Se decía que la redacción de una nueva Carta daría la oportunidad de introducir algunas innovaciones muy necesarias en nuestras normas constitucionales, moldeadas según constituciones
y tratados constitucionales anticuados. Asuntos como la biotecnología, la ingeniería genética, el
derecho a la intimidad en la era de Internet, la identidad sexual y, sobre todo, los derechos políticos de los individuos podrían abordarse por primera vez y colocar así a la Carta a la vanguardia
del constitucionalismo europeo.
Dejaré que los asistentes a esta conferencia juzguen si la Carta ha sabido introducir estas
novedades. En algunos casos, el lenguaje utilizado por la Carta corre el riesgo de “desconstitucionalizar” ciertos derechos. La fórmula bastante utilizada sobre derechos –“Se garantizan, de
acuerdo con las normas nacionales que regulen su ejercicio”– puede infligir un daño considerable a la protección constitucional de los derechos humanos. Mientras sea una fórmula que puede
encontrarse en los ordenamientos constitucionales de los Estados miembros y en los tratados
129
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
constitucionales y, mientras sea posible desarrollar una jurisprudencia que separe la existencia
de un derecho de su ejercicio, en el marco de las circunstancias particulares de la Comunidad,
será muy difícil desafiar constitucionalmente una medida comunitaria (y mucho menos a un
Estado miembro) que duplique la ley existente en este o en aquel Estado miembro. Esto puede
conducir a una involución extraordinariamente regresiva en el campo de la protección de los derechos humanos.
Otra situación regresiva se produciría si el Tribunal se viese presionado para rechazar cualquier
interpretación progresiva de las distintas fórmulas que se encuentran en esta Carta, si resultara
que la Convención que redactó la Carta había rechazado esas mismas fórmulas. Por ejemplo, una
propuesta para incorporar a la Carta “el derecho de todos a tener una nacionalidad” fue rechazada durante el proceso de redacción. Sería difícil ahora que el Tribunal llegase a articular un derecho como éste. Asimismo, la “integridad genética” se suprimió del Artículo 3 sobre el Derecho a
la Integridad de la Persona. Esto también hubiera podido tener consecuencias en su interpretación. Y se pueden encontrar muchos más ejemplos. En general, al Tribunal le resultaría mucho
más difícil cristalizar una Comunidad que hubiera sido rechazada por una asamblea política constituyente. En algunas áreas, la Carta recorta realmente la protección que ahora proporciona el
ordenamiento legal de la Comunidad. El artículo 51(1) de hecho reduce las categorías de actos
de los Estados miembros que podrían estar sujetos al escrutinio europeo, y el Artículo 53 deja
entrever los problemas de la supremacía del Derecho Comunitario en esta área.
Pero lo más problemático de todo consiste en el hecho de que el ejercicio de la Carta haya servido de subterfugio o de coartada para no hacer lo que resultaba imprescindible para mejorar la
protección de los derechos fundamentales en la Unión, en vez de hablar sobre la mejora de dicha
protección.
El verdadero problema de la Comunidad es la ausencia de una política de derechos humanos,
con todo lo que eso conlleva: un Comisario, una Dirección General, un presupuesto y un plan de
acción horizontal para que sean efectivos esos derechos, ya otorgados en los Tratados y protegidos en los diferentes niveles de los Tribunales Europeos. Gran parte de la historia de los derechos
humanos y de su violación se produce fuera de las augustas salas de los tribunales. Muchas víctimas de violaciones de derechos no saben ni tienen medios para interponer recursos judiciales.
La Unión no necesita más derechos en sus listas, ni más listas de derechos. Lo que necesita
sobre todo son programas y agencias que conviertan en realidad esos derechos y no simples interdictos para que los tribunales los hagan cumplir.
La mejor forma de comprender este punto es pensar en la política de competencia.
Imaginemos que nuestra Comunidad tiene unos artículos 81 y 82 que prohíben las prácticas restrictivas y el abuso de posición dominante, pero sin tener un Comisario ni una Dirección General
(DG) de Competencia para controlar, investigar, regular y perseguir las violaciones. Las denuncias
de violaciones de la competencia se verían seriamente comprometidas. Pues bien, esa es exactamente la situación de los derechos humanos. En su gran mayoría, las normas apropiadas ya
existen. Si las violaciones llegaran al Tribunal, la reacción judicial sería igualmente apropiada. Pero
¿seríamos realmente capaces de combatir los casos de violación anti-monopolio sin una DG de
su Competencia? ¿Tendríamos la misma oportunidad en el campo de los derechos humanos sin
contar con una estructura institucional similar?
Una de las razones por las que no contamos con una política en este terreno es porque el
Tribunal –a mi entender erróneamente– anunció en Opinión 2/94 que la protección de los dere130
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
chos humanos no es uno de los objetivos de la política de la Comunidad, y por tanto no puede
estar sujeta a una política proactiva.
Mucho más importante que cualquier Carta para la reivindicación efectiva de los derechos
humanos hubiera sido una simple enmienda del Tratado recogiendo una protección activa de los
derechos humanos dentro de la esfera de aplicación del Derecho Comunitario, como parte de la
política comunitaria y de otras políticas y objetivos del Artículo 3, así como un compromiso para
tomar todas las medidas necesarias para abordar estas política expeditivamente7. Hay que decir
que no sólo no se tomó esta medida, sino que el Artículo 51(2) dejaba claro que sería muy difícil
tomar esta iniciativa en el futuro.
Lo más importante que puede hacer la próxima CIG por los derechos humanos no es la adopción da la Carta (a pesar de que en este punto el rechazo permanente de la Carta sería sumamente perjudicial), sino el compromiso de adoptar una política de derechos humanos, por supuesto dentro de la esfera de aplicación del Derecho Comunitario y no más allá. En el plano conceptual, esta decisión no es difícil de tomar. Sin embargo, es de las más arduas en el plano político.
Conclusiones: El momento constitucional
Una de las características del desarrollo de la construcción europea es la atención desmesurada
que siempre se ha prestado al proceso político de toma de decisiones. En cambio los desarrollos
constitucionales, que acarrean a menudo graves consecuencias ya que condicionan el “sistema
operativo” de la organización política, se han producido casi a hurtadillas.
Pues bien, ahora nos encontramos, nada menos, en pleno debate explícito acerca de constitucionalismo. El rechazo de este texto no debería acarrear más lamentaciones. Sería una arrogancia propia de leguleyos imaginar que todas las constituciones se limitan a ésta. Estos problemas
son como los diques y las presas de un río, capaces de canalizar y a veces obstaculizar, pero no
alterar realmente el curso de la vida de los seres humanos. El futuro de Europa no se decidirá en
su sentido más profundo por este texto o por cualquier otro. El rechazo de este texto no es un
“No” a Europa. Es un “No” a cierto tipo de Europa, y especialmente, a una Europa que espera que
todos sus ciudadanos digan amén a todas las decisiones de nuestros “líderes”. Yo hubiera votado a favor de esta Constitución. Pero no sólo respeto la elección que han hecho los ciudadanos
europeos. También reconozco que esta elección es un hito importante y un momento constitucional en la democratización de Europa.
Referencias
Alston, P. and Weiler, J. H. H. (1999). An ‘Ever Closer Union’ in Need of a Human Rights Policy: Jean Monnet Working Paper 1/99).
Chirac, J. (2000) Our Europe (Londres: Federal Trust).
Habermas, J. (1992) “Citoyenneté et identité nationale. Réflexions sur l’avenir de l’Europe’’ en Lenoble, J. and Dewandre, N. (ed.)
L’Europe au Soir du Siècle: Identité et Démocratie. (París: Esprit).
Habermas, J. (1999) ‘The European Nation-State and the Pressures of Globalization’, New Left Review (235): 46-59.
Habermas, J. (2001) So, Why Does Europe Need a Constitution? (Fiesole, Italia: Robert Schuman Centre, European University
Institute).
Leonard, M. (2000) (ed.) The Future Shape of Europe (Londres: The Foreign Policy Centre).
Weiler, J. H. H. (1997) ‘The Reformation of European Constitutionalism’, Journal of Common Market Studies 35(1): 97-131.
7 Para un debate de altura sobre la necesidad y el contenido de esta política, ver Philip Alston and J. H. H. Weiler, An ‘Ever
Closer Union’ in Need of a Human Rights Policy: The European Union and Human Rights Harvard Jean Monnet Working Paper
1/99 www.law.harvard.edu/programs/JeanMonnet/ and http://ejil.org/journal/Vol9/No4/090658.pdf
131
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Dos frases para la historia son insoslayables en cualquier referencia al American Enterprise Institute. La primera, la
famosa interpelación del Presidente Ronald Reagan a Mijaíl Gorbachov en Berlín en 1987: “General Secretary
Gorbachov, if you seek peace, if you seek prosperity, come here to this gate. Mr. Gorbachov, open this gate, tear down
this wall”. La segunda, la retadora proclama del presidente Bush en su discurso inaugural del pasado mes de enero:
“All who live in tyranny and oppression: when you stand for your liberty, we will stand for you. The United States will not
ignore your oppression or excuse your oppressors; when you stand for your liberty, we will stand for you”.
Muchos políticos y pensadores europeos políticamente correctos, tildaron al presidente Reagan de utópico, mientras proclamaban con un deje paternalista las virtudes del realismo, la estabilidad y la coexistencia pacífica. Hoy sabemos que la Historia le ha dado la razón a los Estados Unidos, al presidente Reagan y a aquellos líderes europeos que
no dudaron en secundar esa postura: Margaret Thatcher y Juan Pablo II. Y también hoy, la marcha hacia la libertad
impulsada por el presidente Bush y respaldada, como entonces, por algunos líderes europeos –entre los que destacan
el primer ministro Blair y el presidente Aznar–, recibe comentarios similares desde distintos voceros de ideas amortizadas, de ideas muertas, pero que siguen entre nosotros, actuando, influyendo. Es decir, “ideas-zombi”. Mientras, la
Historia se va tejiendo con las voces de millones de ciudadanos que, desde Afganistán hasta el Líbano, proclaman su
ansia de libertad.
En uno de sus últimos artículos titulado “Why the economy must remain job one”, dice Chris DeMuth: “Los radicales islámicos no odian a los Estados Unidos tanto por sus símbolos como por sus virtudes de libertad, de prosperidad
y de dinamismo”. Chris DeMuth, abogado y economista, trabajó en las Administraciones de Richard Nixon y de Ronald
Reagan y enseñó en la famosa Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard. Desde 1986, es presidente del American Enterprise Institute, think tank en el que se puede rastrear el andamiaje intelectual de la idea de libertad que subyace a la miliar toma de posición de los presidentes republicanos Reagan y Bush.
Detrás de los planteamientos intelectuales que inspiraron la creación del American Enterprise Institute, que hoy
defiende en primera línea bajo la presidencia de Chris DeMuth, hay una común apuesta por el ser humano, por su capacidad de creación, de imaginación, de iniciativa. Una común apuesta por la libertad, que contrasta con el derrotismo
pactista que subyace a la doctrina del “realismo en política exterior” que propugna aún hoy a la izquierda europea.
Derrotismo, por mucho que se envuelva en oropeles de brillantes eslóganes como el de “Alianza de Civilizaciones”.
Ana Palacio
132
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN:
DE LA REVOLUCIÓN A LAS INSTITUCIONES
Christopher DeMuth
Es un gran honor para mí haber sido invitado a participar en este ciclo de conferencias de FAES.
Debo decir que Ia invitación me sorprendió y me divirtió. Coincidí con el Presidente Aznar en
Washington el verano pasado y estuvimos hablando de los acontecimientos políticos, de los “think
tanks” y de su nueva actividad en FAES. Me dijo que Ana Palacio y él estaban organizando un ciclo
de conferencias para conmemorar el “25º aniversario de la Revolución”. “Disculpe, Presidente
Aznar”, Ie interumpí, “¿a qué revolución se refiere?” Me respondió tranquilamente, “¿Recuerda
1980, Ronald Reagan y Margaret Thatcher?”
A ambos nos pareció gracioso que un líder político europeo le recordara al presidente del
American Enterprise Institute la importancia de Ronald Reagan y su aniversario. Pero también fue
un momento revelador. Hay algo de verdad en la caricatura que se hace de los norteamericanos
obsesionados con el presente y de los europeos que tienen una mayor conciencia de la historia,
de cómo el pasado resurge y amenaza nuestro horizonte actual. Por eso aprecio tanto la invitación
a reflexionar sobre la época de Reagan y Thatcher y comprobar qué nos enseñan sobre los distintos –pero igual de importantes y discutibles– problemas a los que nos enfrentamos en la actualidad.
133
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Debo empezar diciendo que la Revolución de la Libertad no comenzó realmente en noviembre
de 1980, cuando Ronald Reagan fue elegido presidente de los Estados Unidos, sino cinco años
antes –en noviembre de 1975– cuando el Rey Don Juan Carlos subió al trono en Madrid y anunció que iba a ser el rey de todos los españoles y a instaurar la democracia en España. La importancia de ese momento no se puede subestimar. Gracias al liderazgo del Rey y de una generación
emergente de jóvenes activistas políticos, España demostró, por primera vez en la historia moderna, que era posible que una nación pasara de la dictadura a la democracia sin grandes estallidos
de violencia. Un gran número de intelectuales y de analistas políticos dudó desde el principio de
su viabilidad. El ejemplo español se extendió enseguida a Portugal y Latinoamérica. A finales de
los años ochenta, de los países de habla española o portuguesa sólo dos no eran democracias
libres.
No obstante, es cierto que el movimiento inicial hacia la libertad política y civil cobró un nuevo
y gigantesco impulso con la llegada de Margaret Thatcher en 1978 y Ronald Reagan en 1980.
Creo que sus logros nos enseñan tres grandes lecciones que podemos aplicar a nuestra situación
en 2005.
I
La primera lección es que la libertad y la democracia no son costumbres típicas y exclusivas
de las personas que viven alrededor de Atlántico Norte, sino que son universales y fundamentales. Son fuerzas transformadoras que nos permiten detectar y poner en práctica oportunidades de
mejora que de otra manera nos estarían vedadas.
Estas enseñanzas, a pesar de haber sido fundamentales para el Presidente Reagan y la
Primera Ministra Thatcher una vez elegidos, tuvieron poco que ver con su forma de llegar al poder,
ya que entraron en la Casa Blanca y en el 10 de Downing Street por casualidad. Ambos presidentes procedían de familias humildes de clase media-baja y habían sido objeto del desprecio por
parte de las capas altas de sus partidos, el partido conservador británico y el partido republicano
americano. Eran figuras minoritarias en partidos minoritarios y habían sido elegidos por desesperación en un clima de crisis que había desacreditado a todos los que estaban a su alrededor.
En Gran Bretaña, la economía se encontraba en estado de descomposición, a lo que se sumaba una serie de terribles huelgas que paralizaron el país: la basura se amontonaba por las calles
de Londres, los ataúdes se apilaban porque los conductores de ambulancias estaban en huelga
y se negaban a llevar a los enfermos y a los moribundos a los hospitales. Lo que se denominó el
‘British disease’ (‘mal británico’) se reveló una enfermedad mortal. En los Estados Unidos, nos
enfrentábamos a desmesuradas tasas de inflación y paro, a la crisis de rehenes de Irán –en la
que los ciudadanos americanos fueron capturados en suelo americano, provocando una reacción
patética e ineficaz– y a un presidente que reprochaba a sus ciudadanos que no quisieran adaptarse a un mundo (desde su punto de vista) en crisis y con menos oportunidades.
Sólo después de acceder al poder, se hizo patente que Thatcher y Reagan representaban algo
más que alternativas conservadoras al fracaso político de James Callaghan en Gran Bretaña y de
Jimmy Carter en los Estados Unidos. Ellos tenían sus propias ideas sobre el papel que debía jugar
la libertad y la democracia en la práctica política, unas ideas que no habían formado parte del pensamiento político general que les había precedido.
Reagan y Thatcher asumieron dos premisas. La primera era su valoración de la economía soviética. Desde finales de los años cincuenta hasta los ochenta, en Occidente dominaba la idea de
134
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
que la economía de mercado, debido a todas sus ventajas a escala nacional, suponía un obstáculo en nuestra lucha contra el comunismo soviético. Las libertades económicas se concebían
como una fuente de riqueza privada y de satisfacción personal, pero tenían un elevado precio a la
hora de abordar objetivos más amplios. Las economías occidentales fueron creadas para los consumidores, mientras que las economías soviéticas fueron creadas para el poder nacional.
Un ejemplo que ilustra claramente esta idea es la lucha por la presidencia de los Estados
Unidos en 1960 entre el Vicepresidente Richard M. Nixon y el Senador John F. Kennedy. El año
anterior, el Vicepresidente Nixon participó en la célebre discusión espontánea que surgió con el
soviético Nikita Kruschev en una exposición americana en Moscú en la que se comparaban las
tecnologías de consumo de ambos países. Durante la visita, Nixon habló de la televisión en color
–una nueva tecnología revolucionaria en aquella época que en los Estados Unidos sustituyó rápidamente a la televisión en blanco y negro– como ejemplo de superioridad de la economía americana; aunque también reconoció que los soviéticos iban por delante en otras áreas como el envío
de cohetes para explorar el espacio. Más tarde, en 1960, el Senador Kennedy hizo de ese tema
pendiente de los misiles un asunto fundamental en su campaña presidencial, y se burló del
comentario que Nixon realizó en aquella ocasión. Kennedy declaró que América debía ocupar el
primer lugar en la carrera de los cohetes espaciales, aunque eso significara ser segundo en televisiones en color.
A ese respecto, el Vicepresidente Nixon –candidato republicano y supuestamente con más
“visión de mercado”– replicó: “De ninguna manera. América puede permitirse ambas cosas, las
televisiones en color y los misiles más potentes, lo único que hay que hacer es trabajar más”.
Parece ser que a nadie se le había ocurrido –ni tampoco a los que participaron en los debates de
1960– que una economía tan avanzada tecnológicamente y capaz de producir televisiones en
masa –un milagro comparable al iPod actual– pudiera ponerse por delante de la planificada economía soviética, incapaz de producir siquiera televisiones en blanco y negro de calidad, por no
hablar de neveras o tostadoras. La única persona que había comprendido ese punto era el propio
Nikita Kruschev, que respondió a Nixon insistiendo que la Unión Soviética iba por delante de los
Estados Unidos tanto en televisiones en color como con el lanzamiento de cohetes. Esta afirmación tan ridícula la pronunciaba un hombre sin escrúpulos que conocía muy bien a su adversario.
Cuento esta anécdota como metáfora de la profunda confusión que reinó en Occidente durante toda la Guerra Fría en cuanto a los méritos de la economía libre frente a la socialista. Durante
décadas, la CIA realizó cálculos anuales sobre el comportamiento de la economía soviética que
ahora sabemos que estaban inflados. (También sabemos que, al sobreestimar el PIB de la Unión
Soviética, se subestimaba el porcentaje que los soviéticos dedicaban al gasto militar). Los cálculos erróneos de la CIA no fueron resultado de un servicio de inteligencia ineficaz o de unas técnicas de cálculo inexactas. La Agencia estaba formada por economistas muy preparados salidos de
Harvard, Yale, y de otras grandes universidades que habían asimilado las teorías –muy populares
en aquellos tiempos– sobre las ventajas inherentes del socialismo y los derroches y la ineficacia
de los mercados libres. Hubiera bastado pasearse unos cuantos días por Moscú y Leningrado para
demostrar que esas ideas eran totalmente erróneas. Si uno va a la biblioteca y consulta el
Statistical Abstract of the United States de 1989, se da cuenta de que el año en que cayó el Muro
de Berlín, el gobierno de los Estados Unidos calculaba que el PIB per capita era mayor en Alemania
Oriental que en Alemania Occidental.
La segunda premisa de la que partían Reagan y Thatcher se basaba en el papel de los derechos humanos y la democracia en la política exterior. El pensamiento dominante decía que estos
135
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
asuntos resultaban ajenos a los intereses políticos occidentales e incluso perjudiciales. Esto que
parece tan extraño hoy en día, se basaba en la idea de que las economías del bloque soviético
funcionaban bien y que estaban alcanzando a las occidentales. Desde luego, si ese era el caso,
el comunismo soviético estaba bien asentado y el estado de la política internacional era en aquel
momento inmutable. Podíamos lamentarnos sobre la falta de derechos civiles y libertades políticas en los países comunistas, pero su sistema mostraba ciertas ventajas y no tenía la más mínima intención de desaparecer. Por lo tanto, lo mejor que podíamos hacer era aprender a vivir con
ello. Entre los conservadores, tanto en Gran Bretaña como los Estados Unidos, la escuela dominante de análisis de la política exterior era el realismo. El realismo suponía llevar lo mejor posible
las relaciones de poder entre los estados, sin tener muy en cuenta lo que ocurría dentro de los
estados, es decir dentro de las sociedades que esos estados decían representar.
En aquella época había una escuela rival dedicada al activismo pro derechos humanos en asuntos internacionales, pero había estado dominada durante cuatro años por el Presidente Jimmy
Carter, cuya visión de los derechos humanos era bastante perversa. En manos del Presidente
Carter, los derechos humanos constituían una herramienta que se utilizaba contra los gobiernos
autoritarios simpatizantes de los Estados Unidos en la lucha contra el comunismo soviético, aunque en los países comunistas no se prestaba ninguna importancia a la violación de los derechos
humanos. Con el predecesor del Presidente Carter, Gerald Ford, los derechos humanos habían
desempeñado un papel más neutral y eficaz en la política de la Guerra Fría. En 1975, cuando el
Presidente Ford y varios líderes europeos firmaron los Acuerdos de Helsinki con el líder soviético
Brezhnev, reconocieron en cierto sentido el dominio soviético en Europa Oriental a cambio del
acuerdo soviético de reconocer ciertos derechos humanos para sus propios pueblos. Los
Acuerdos de Helsinki resultaron ser un golpe maestro para la realpolitik de los derechos humanos
y que propiciaron las primeras aperturas de la política nacional soviética para Andrei Sakharov,
Natan Sharansky, y otros valientes disidentes. Pero en ese momento, los conservadores americanos criticaron a Gerald Ford por firmar los Acuerdos con tanta intensidad como atacaron la política de Jimmy Carter sobre derechos humanos.
Ronald Reagan y Margaret Thatcher rechazaron de forma rotunda y sin contemplaciones esas
ideas dominantes en cuanto accedieron al poder. Para ellos, la lucha fundamental entre el mundo
libre y el soviético era una lucha moral, no una lucha de poder. La lucha de poder que había acaparado la atención de la elite política extranjera era simplemente un reflejo de una división moral
implícita. Las economías libres de Occidente no eran un punto débil sino un punto fuerte en la
batalla contra el comunismo. Y la falta de libertades individuales y políticas entre los sometidos
al totalitarismo soviético era el tendón de Aquiles que precipitaría su caída. Thatcher y Reagan no
buscaban la distensión sino la destrucción; no buscaban la coexistencia pacífica sino la victoria
pacífica.
La política nacional y la política exterior estaban íntimamente relacionadas en la visión estratégica de Reagan-Thatcher. La liberalización, una moneda estable, unos impuestos bajos, y la
privatización eran formas de potenciar la ventaja natural de Occidente sobre las economías planificadas socialistas. Los enormes recursos que el Presidente Reagan invirtió en el rearme militar de Estados Unidos en los años ochenta, y la confianza que expresó públicamente en la creación de un sistema de defensa de misiles de alta tecnología, formaban parte tanto de la política económica como de la militar. Al final, dándole la vuelta a la estrategia de Nikita Khruschev,
Reagan se propuso convencer a los líderes soviéticos que sucedieron a Brezhnev de que no
podrían alcanzar a Occidente y de que se iban a quedar cada vez más atrás, incluso en el área
de su economía que mejor funcionaba, es decir la militar. Y proporcionó un apoyo continuo tanto
136
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
material como moral a los que luchaban contra los soviéticos defendiendo la libertad en
Latinoamérica y en todas partes.
Ahora contamos con el informe de Natan Sharansky para conocer los efectos dentro de la Unión
Soviética, mucho antes de que se reconocieran en Occidente. En la prisión en la que estuvo encarcelado muchos años, algunos reclusos desarrollaron ingeniosos métodos subrepticios de comunicación, como cuando tamborileaban códigos para pasarse mensajes por las tuberías o cuando
tenían un mensaje muy urgente, tiraban de la cadena del W.C. pegaban la cabeza al inodoro y
hablaban entre ellos directamente. El día después de que Ronald Reagan pronunciara su famoso
discurso del “Imperio del Mal” en Estados Unidos, un día en que los medios de comunicación occidentales emplearon en burlarse y ridiculizar aquellas palabras, las tuberías y los inodoros de la
cárcel donde estaba preso Sharansky resonaban con códigos nerviosos y gritos de júbilo. Todos
los presos supieron inmediatamente que después de que el líder de Occidente llamara a la Unión
Soviética por su verdadero nombre, ésta estaba abocada al fracaso y que ellos verían el final.
Cuando Ronald Reagan dejó la presidencia tras ocho años de mandato en un mundo donde reinaba el realismo en la política exterior y el pesimismo en torno al declive de Occidente, dio su última gran conferencia pública en Washington, en mi instituto, el American Enterprise Institute. Y
esto es lo que dijo:
“Nosotros abogábamos por una política exterior cuya base fundamental eran aquellas verdades que resultaban evidentes para todos los americanos: que todos los hombres son iguales por
naturaleza, que poseen derechos inalienables concedidos por su Creador, entre ellos el de la vida,
el de la libertad y el de la búsqueda de la felicidad. Y lo hemos hecho no sólo porque creemos
que es lo correcto, sino porque sabemos que es importante para nuestro país. Hemos hecho partícipe al mundo de la verdad que hemos aprendido de la noble tradición de la cultura occidental,
y es que la única respuesta a la pobreza, a la guerra, a la opresión, se resume en una única palabra: libertad. Ahora, la libertad no sólo constituye un imperativo moral de nuestra política exterior;
sino que también es notablemente pragmática. Si hay algo que el mundo ha aprendido en la década de los ochenta es que la libertad funciona”.
La aplicación de la doctrina Reagan-Thatcher en la lucha contra el terrorismo y el radicalismo
islámico al que nos enfrentamos hoy en día no podría ser más directa. Poco después del 11 de
septiembre, George W. Bush, José María Aznar, Tony Blair, y otros líderes asiáticos de grandes
miras, como el Primer Ministro japonés Junichiro Koizumi y el Presidente taiwanés Chen Shui-bian,
colocaron la libertad y la democracia en el centro de su estrategia geopolítica, siguiendo la estela de Reagan y Thatcher. El segundo discurso inaugural de George Bush el pasado mes de enero
ponía particular énfasis en estos principios. Esta intervención fue criticada en la prensa americana y europea. Pero apenas dos meses después, en Iraq, Afganistán, Ucrania, Palestina, Líbano y
Egipto, hemos asistido a una serie de espectaculares avances en la democracia, tanto es así que
incluso el New York Times y otras publicaciones críticas con la política del Presidente Bush han
llegado a decir que quizás, sólo quizás, tuviera razón.
Por supuesto hay quien dice que George Bush utiliza la democracia como excusa para expulsar
a Saddam Hussein sólo porque no logró encontrar las armas de destrucción masiva. Pero eso no
es cierto. El aparato del gobierno americano empezó a comprender los dos pilares de la lucha contra el terrorismo unos meses después de los ataques del 11-S. En primer lugar, la tarea inmediata consistía en perseguir, eliminar, matar o capturar a Al Qaeda y otros terroristas. En segundo
lugar, que eso no sería suficiente porque habría muchos jóvenes fanáticos esperando sustituirlos.
137
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
Los nuevos reclutas –como la banda saudí-egipcia que planeó y dirigió los ataques del 11 de septiembre– serían los seguidores de las tiranías seglares y teocráticas que habían regido los destinos de Oriente Medio durante tantas décadas, indiferentes ante el terrible fracaso de sus sociedades y al fanatismo religioso que ese fracaso había engendrado. En un mundo donde pequeñas
y bien organizadas células contaban con los medios para provocar una destrucción masiva en
poblaciones civiles inocentes, la única esperanza para lograr la paz mundial era llevar la paz a las
sociedades del Oriente Medio árabe y persa. Y eso significaba civilizaciones donde el Islam había
logrado la paz mediante la libertad individual, elecciones libres y el estado de derecho.
Iraq era el problema inmediato más urgente porque su dictador había invadido poco antes un
estado soberano limítrofe, había violado todas las condiciones básicas del acuerdo de cese al
fuego después del fracaso de su invasión, y había hecho de su país un paraíso para los terroristas locales (como poco). Con su derrocamiento se esperaba propiciar que las instituciones libres
empezar a arraigar en el mundo árabe. Unas semanas antes del comienzo de la Operación
Libertad Iraquí, el Presidente Bush expuso en un discurso en el American Enterprise Institute el
razonamiento lógico que fundamentaría lo que estaba a punto de ocurrir:
“El régimen iraquí ha mostrado el poder que tiene la tiranía para sembrar la discordia y la violencia en
Oriente Medio. Un Iraq liberado puede mostrar el poder que tiene la libertad para transformar esa región
vital llevando la esperanza y el progreso a las vidas de millones de personas. Tanto los intereses de
América por la seguridad, como la profunda creencia de América en la libertad conducen a un mismo
resultado: un Iraq libre y en paz.
Hubo un tiempo en que muchos defendían que las culturas japonesa y alemana no eran capaces de
mantener los valores democráticos. Pero se equivocaban. En la actualidad hay quienes dicen lo mismo
de Iraq. Y también se equivocan. Iraq –con su valioso patrimonio, sus abundantes recursos, y una población preparada y educada– es completamente capaz de emprender la senda de la democracia y vivir en
libertad. Al mundo le interesa la implantación de los valores democráticos, porque las naciones estables
y libres no engendran las ideologías de la muerte. Al contrario, impulsan la búsqueda pacífica de una vida
mejor. Resulta presuntuoso e insultante sugerir que toda una zona del mundo –o una quinta parte de la
humanidad, que es musulmana– permanece ajena a las aspiraciones más básicas de la vida. Las culturas pueden ser muy diferentes, pero el corazón humano se rige por los mismos buenos deseos en todos
los rincones de la Tierra.”
Es imposible imaginar una aplicación más fiel de las doctrinas que pusieron en marcha Ronald
Reagan y Margaret Thatcher a la situación actual.
II
La segunda lección de la revolución de la libertad de Reagan-Thatcher es que el verdadero liderazgo político está basado en las ideas y en la independencia. Ronald Reagan y Margaret Thatcher
demostraron que las ideas son tan importantes para gobernar eficazmente como los partidos políticos y la organización de las campañas. Ambos eran políticos con un instinto pragmático muy desarrollado, pero provenían de una cultura intelectual –del mundo de los think tanks, de los periódicos y revistas de opinión, y de las conferencias académicas, como esta en la que nos encontramos– que transcendió a sus partidos y, como hemos visto, puso en cuestión algunos de los dogmas más arraigados de sus partidos. Ellos consideraron sus carreras políticas no como fines en
sí, sino como medios para cumplir objetivos superiores para las sociedades en que vivían. Una
vez que accedieron al gobierno mantuvieron estrechas relaciones con los intelectuales de sus países y prefirieron oír sus opiniones en vez de las de una nueva corte de manipuladores políticos y
especialistas en relaciones públicas. Este hecho les concedió una notable protección frente al ais138
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
lamiento que amenaza a todo aquel que está en la jefatura de un gobierno. Nunca permitieron
que los ministros o su staff los secuestraran y nunca imaginaron que el éxito político provenía de
crear una relación a tres bandas entre los intereses políticos que les rodeaban, presionaban y adulaban.
Yo mismo formé durante un tiempo parte del gabinete del Presidente Reagan en la Casa Blanca
y puedo decirles de primera mano que esas historias que cuentan que se mostraba distante y poco
interesado en los asuntos cotidianos son completamente falsas. Muchas de esas leyendas salieron de sus empleados, gente cuya principal queja era que permanecía ajeno a sus recomendaciones. Algo que solía ocurrir en la Casa Blanca en aquella época es que el Presidente recibía un
memorándum de decisiones que ofrecía tres opciones, A, B, y C, para que eligiera una. Pero él siempre escogía una en la que nadie había pensado excepto para consternación de todos, salvo, claro
está, él mismo. Ronald Reagan tenía sus propias ideas sobre las políticas correctas y el buen hacer
político que estaban respaldadas por sus relaciones con académicos, intelectuales, empresarios,
viejos amigos y otras personas que no formaban parte de ningún gobierno o jerarquía política.
Nuestro Departamento de Estado y la CIA, horrorizados por el borrador del discurso de Reagan del
“Imperio del Mal”, le advirtieron de las serias repercusiones que podría acarrear en el ámbito internacional. Ese sería el discurso que haría saltar de alegría a Natan Sharansky y a sus compañeros
reclusos y aterrorizaría a los líderes soviéticos. Asimismo, cuando preparaba el borrador del famoso discurso sobre el Muro de Berlín, los principales asesores de Reagan tacharon varias veces la
frase “Sr. Gorbachov, eche abajo el muro”, intentando convencerle de que no pronunciara esa fantasía ridícula y peligrosa. Pero Reagan sí que sabía lo que estaba ocurriendo. Sus profundos conocimientos, junto con las extensas fuentes de información, que no eran las que elaboraban sus
memorandos de decisión, le dieron la confianza necesaria para imponer su opinión.
No sé tanto sobre la Primera Ministra Thatcher. Pero gracias a algunas de mis experiencias personales y a las de los que trabajaron con ella, sé que incluso una conversación distendida con
Margaret Thatcher parecía un examen oral en la universidad más competitiva ante el profesor más
exigente e incisivo. Era una mujer dotada de fuertes convicciones y de un extraordinario don de
gentes. Aprovechaba cualquier encuentro para recopilar nueva información y poner a prueba sus
opiniones y sus juicios. Ella exponía sus propias opiniones de manera muy clara, y con la misma
fuerza bombardeaba con preguntas a los demás exigiendo opiniones y argumentos. Quería hechos
y le encantaba discutir; podía rebatir casi todo lo que le dijeran con tal de obtener más información. Su curiosidad insaciable formaba parte de su estrategia de liderazgo, que dependía de mantener líneas de comunicación fuera de los círculos oficiales.
La lección que saco es que grupos como el AEI, FAES y otros que están surgiendo en Europa y
también en Asia, no son actividades académicas de entretenimiento para políticos en su tiempo
libre, sino que son realmente la vanguardia, el futuro de nuestros políticos. Los “think tanks” no
son, a pesar de lo que su nombre indica, compartimentos estancos; son más bien incubadoras
donde maduran y se generan nuevas ideas y nuevos líderes que transformarán la política del
mañana. En muchas ocasiones y en muchas democracias, la política ha estado en manos de políticos convencionales, tal y como sucedió en los Estados Unidos en los años noventa y en España
actualmente. Pero los líderes que marcan la diferencia, que hacen historia, proceden de instituciones que gestan nuevas ideas y conciben la política no como un concurso de popularidad, sino
como un concurso de ideas.
George W. Bush no tiene el mismo background intelectual de Ronald Reagan y Margaret
Thatcher. Sin embargo, a finales de los noventa, el Gobernador de Texas consultó a escritores,
139
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
académicos y expertos en políticas de diferentes formaciones para hablar sobre los problemas
de Corea del Norte, de Irán, la reforma de la Seguridad Social, los impuestos, y una gran variedad de temas relativos al bienestar social. Así fue como acumuló información y conocimientos
que sirvieran de complemento a sus fuertes convicciones y a su determinación. Y así sigue
haciéndolo. Como todos sabemos, durante los últimos dos años, la “estrategia por la libertad”
del Presidente Bush en Oriente Medio ha recibido continuos ataques, que a menudo se han convertido en insultos, de parte de la izquierda americana y de muchos centros oficiales e intelectuales de Europa. Pero lo que no se sabe tanto es que también ha sufrido ataques similares
dentro de su propio gobierno. El Departamento de Estado y la CIA se oponen ahora a las iniciativas de George Bush de la misma forma que se opusieron a las iniciativas más importantes
en política exterior de Ronald Reagan. Nuestro “gobierno permanente” sostenía una visión de
la Guerra Fría que en 1980 resulto ser muy contraproducente y, hoy tiene una visión de Oriente
Medio igual de contraproducente. Irónicamente, las ideas desfasadas de hoy en día son un vestigio de la Guerra Fría. Buscan por encima de todo la estabilidad y el mantenimiento del statu
quo y tienen miedo de los riesgos que entrañan con toda seguridad la libertad y la democracia
en Oriente Medio. Esta situación no sólo ha puesto a prueba la fuerte personalidad del
Presidente Bush, sino también el conocimiento profundo de sus políticas a la hora de exponerlas ante una oposición interna tan fuerte que en ciertos momentos también se puede tachar
de sabotaje.
Un excelente ejemplo de la extraordinaria y peculiar inteligencia del Presidente Bush es su
reciente encuentro con Natan Sharansky, que ya he mencionado con anterioridad. El pasado mes
de diciembre, Sharansky publicó un libro muy controvertido llamado The Case for Democracy
(Alegato por la democracia). Un viejo amigo texano del Presidente Bush leyó el libro, se lo envió y
le pidió que lo leyera inmediatamente, y así lo hizo. Unas semanas después, Sharansky se encontraba en Washington, hablando en el AEI sobre el libro, cuando recibió una llamada de la Casa
Blanca en la que le preguntaban si podría reunirse con el presidente. Hablaron más de una hora,
y George Bush le dijo a Natan Sharansky: “Este libro describe a la perfección los objetivos de mi
política exterior. Usted la ha comprendido y la ha expresado mejor que nadie”. Al final de la reunión, Sharansky abrazó al presidente y le dijo: “Sr. Presidente, ¡usted es el primer disidente del
mundo!”. Viniendo de Natan Sharansky, este es el mayor elogio que se puede hacer. Imaginen lo
que significa que el Presidente de los Estados Unidos sea considerado un disidente. Significa que
es un hombre que entiende la importancia de mantener la independencia intelectual ante la presión constante de las diferentes corrientes políticas. Una de los cometidos más importantes que
pueden llevar a cabo grupos como FAES y el AEI es cultivar la independencia respecto a los líderes políticos.
III
La tercera lección que podemos sacar de los años Reagan-Thatcher es que la libertad tiene
enemigos poderosos, y que la lucha por mantener y extender las instituciones libres no acaba
nunca. Ronald Reagan y Margaret Thatcher fueron en su día políticos tan controvertidos, y en algunos aspectos tan vituperados, como George Bush, José María Aznar y Tony Blair lo son hoy en día.
Cuando sus ideas triunfaron, aquellos que se habían opuesto a ellas no reconocieron su error, no
se retractaron de sus antiguas posiciones. De hecho, se limitaron a racionalizar los resultados.
Muchos de ellos dijeron que el imperio soviético habría caído por sí solo y que lo habría hecho
antes si Reagan y Thatcher no hubieran prolongado el final con su beligerante retórica y sus provocaciones militares. Después de declarar sin ningún tipo de remordimientos que era un acontecimiento inevitable –lo que antes habían calificado de imposible- se reagruparon y se dedicaron a
otros asuntos y causas que expresaban de forma diferente su hostilidad hacia la idea de la liber140
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
tad individual. A medida que avance la “estrategia de la libertad” en Oriente Medio, veremos cómo
aquellos que se opusieron balbucean las teorías más surrealistas.
La causa de la libertad se enfrenta permanentemente a tres obstáculos que debe superar cada
generación. El primero está constituido por las ideologías totalitarias –ideas sobre la constitución
de una sociedad que defienden que el Estado controle totalmente la vida de las personas–. Ayer
fue el comunismo, hoy es el islamismo radical. El segundo está constituido por los grupos de interés –grupos comerciales, sindicatos, agricultores, profesorado, jubilados, etc.– que logran obtener
subvenciones y otros beneficios del gobierno y que trabajan sin descanso para mantener sus privilegios. Y el tercer obstáculo es la opinión pública en sí. La mayor parte del tiempo, la mayoría
de las personas no presta atención a la política. Están ya bastante ocupados con sus trabajos,
familias, comunidades locales, aficiones, deportes, y otros aspecto de su vida personal. Esto es
positivo, pero esto pone en manos de los grupos de interés y de los ideólogos el control del proceso político. Los grupos de interés sí están pendientes de lo que hace el gobierno y son especialistas en defender las políticas que les benefician a costa del resto de la sociedad. Los ideólogos también son expertos en dar respuestas simples y rápidas a los problemas complejos e inextricables de forma a hacerlos atractivos a gente que tiene otro tipo de preocupaciones. La democracia puede resultar realmente complicada y las sociedades libres no conocen con exactitud sus
resultados, pero muchas personas querrían que el gobierno les diera respuestas, y no meros procedimientos para obtener respuestas.
A pesar de que las enseñanzas de la era Reagan-Thatcher están suficientemente claras en el
caso de Oriente Medio y a la hora de hacer frente a otras tiranías en el mundo, la revolución de
la libertad presenta hoy tres asuntos particulares que forman parte de nuestro tiempo. En primer
lugar, nosotros, liberales clásicos (llamados conservadores o libertarios en Estados Unidos, liberales en Europa) debemos determinar con exactitud hasta dónde queremos reducir el Estado de
bienestar nacional, incluidos los programas de seguridad social y regulación económica. Reagan
y Thatcher lograron detener el crecimiento del gobierno, reduciendo los impuestos, el gasto y las
regulaciones, pero no llegaron tan lejos como realmente querían y, aparte de las iniciativas de privatización de la Primera Ministra Thatcher, ninguno de sus logros perduraron. No hemos tratado
estos problemas con más rigor debido a que existen desacuerdos entre nosotros (decir que uno
es liberal no equivale a opinar sobre la política de pensiones) y debido a que no sabemos hasta
qué punto serían bien recibidas nuestras ideas por parte de nuestros conciudadanos.
En segundo lugar, ¿hasta qué punto es intenso nuestro compromiso con la democracia, no
sólo en Iraq y Siria, sino en nuestros propios países? Decir que uno está a favor de la democracia no es decir lo que uno piensa sobre la Constitución europea o sobre las muchas formas
de gobierno supranacional, como las Naciones Unidas, la Organización Mundial del Comercio, y
el Protocolo de Kyoto, que sólo tienen una sutil relación con el sentir popular y el control de la
democracia. No especifica si es mejor una representación proporcional o el sistema electoral
mayoritario, y no dice qué poderes deberían tener los gobiernos centrales y locales en los sistemas federales.
Y por último, ¿pueden los ideales del liberalismo clásico, que se han abierto camino en las políticas prácticas y en algunos grupos de la esfera intelectual, comenzar a ganar terreno en las instituciones culturales de elite y populares, es decir en los periódicos y revistas, en la televisión y el
cine, en la universidad, y en el mundo del arte y la literatura? Es un hecho destacable que después de 25 ó 30 años de revolución de la libertad, casi toda la cultura occidental siga siendo clara
y manifiestamente de izquierdas y anti-liberal. Y es francamente vergonzoso que las sociedades
141
LA REVOLUCIÓN DE LA LIBERTAD
que han logrado altos niveles de prosperidad económica y pluralismo social permanezcan tan
cerradas e inamovibles en el ámbito cultural. A los liberales como yo les gusta lamentarse de que
los medios son muy tendenciosos y de los caprichos ideológicos del profesorado y de las estrellas de Hollywood. Pero avanzar en este camino exige algo más que lamentarse: tendríamos que
desarrollar nuestras propias instituciones y nuestros propios talentos, nuestros equivalentes culturales de Reagan, Thatcher y Aznar.
Creo que una forma fructífera de hacer frente a estos tres retos es abordarlos desde la perspectiva de la libre competencia. La libre competencia es algo distinto de la libertad, la democracia o la iniciativa privada. Propongo que todas las cosas que tienen valor deberían ser ofertadas
por distintos proveedores y así nadie podrá hacerse con un monopolio. Muchos se muestran
escépticos ante los grandes negocios y el mercado libre, y muchos no confían en los intelectuales de ninguna corriente, ya sean liberales o socialistas; pero casi todo el mundo entiende el principio de competencia gracias al deporte y a la vida cotidiana, y comprende que competir es un aliciente muy poderoso para trabajar más y obtener buenos resultados y un poderoso antídoto contra la corrupción y el trato de favor que es una verdadera plaga en muchos programas de gobierno. Permítanme sugerir cómo se debe aplicar el principio de competencia a los retos que he especificado previamente.
En lo referente al Estado de bienestar, creo –y estoy seguro de que la mayoría de los ciudadanos también lo cree– que en unas sociedades tan ricas como las nuestras el gobierno debe apoyar la educación de los jóvenes y ayudar con generosidad a los enfermos o a los que se enfrentan a otros problemas serios de los que no tienen culpa. Pero eso no significa que dichos servicios deban ser monopolios del Estado. Sería mucho mejor que estos servicios se ofrecieran en
condiciones de competencia. En Estados Unidos estamos en pleno debate sobre la reforma de
las escuelas públicas, especialmente en las comunidades urbanas más pobres, que son cada vez
más caóticas e improductivas. La propuesta de reforma más prometedora consiste en entregar a
los padres cheques escolares que podrán utilizar para enviar a sus hijos a la escuela que elijan,
ya sea pública o privada. Ése es el principio de la competencia en acción. Cuando los padres tengan la posibilidad de negar recursos a una escuela y dárselos a otra, todas las escuelas tendrán
que esforzarse para sobrevivir. El mismo principio se puede aplicar a las pensiones, la asistencia
sanitaria, la formación laboral, y otros servicios de tipo social. Uno puede ser igual de generoso a
la hora de proporcionar una pensión o asistencia médica a personas con pocos recursos sin tener
que recurrir a los monopolios del Estado. Los planes de pensiones privados y los cheques para
comprar seguros médicos privados tienen potencial suficiente para corregir muchos de los problemas fiscales y económicos que asuelan al Estado del bienestar, al mismo tiempo que proporcionan una red de seguridad más sólida a los más necesitados.
La competencia es igualmente un principio importante a la hora de determinar los poderes
relativos de los gobiernos local, nacional, y supranacional. Desde luego, el gobierno es por definición un monopolio de poder coactivo, pero el grado de monopolio es el verdadero meollo: un
gobierno puede hacer cumplir sus normas a todos los ciudadanos, pero los ciudadanos, a su vez,
pueden “votar con sus pies” o con sus carteras, trasladándose ellos mismos o trasladando sus
empresas a otras jurisdicciones que tengan normas distintas. En Estados Unidos, las normas de
mayor éxito son aquellas que se introducen en condiciones de máxima competencia entre los
gobiernos de los Estados (como las leyes corporativas, donde las compañías eligen si quieren
regirse por las leyes de un Estado, sin tener en cuenta donde se encuentran sus oficinas centrales). En el ámbito internacional, el fenómeno de la globalización –la creciente movilidad de las personas, el capital y las transacciones comerciales por todo el mundo– ha intensificado enormemen142
3. EL FUTURO DE LA REVOLUCIÓN
te la competencia de las normas entre las distintas naciones con respecto al pasado y ha propiciado un sinfín de reformas muy positivas. Algunas iniciativas recientes realizadas a nivel supranacional así como ciertos tratados son iniciativas encaminadas a proteger a los poderes nacionales tradicionales de los efectos de la globalización, creando “convenios normativos” que impiden
a los ciudadanos escapar de estas desafortunadas normas.
Como muchos extranjeros, soy reacio a opinar sobre la Constitución europea. Se trata de una
Constitución tan ligada a la situación política, y tan orgánica en cuanto a la experiencia y las aspiraciones de cada país, que una opinión externa posee un valor limitado. Pero sí hay algo de lo que
una persona ajena a este tema puede hablar, y es el potencial de abusos que puede cometer un
gobierno demasiado centralizado. En mi opinión, los detalles de dicha Constitución carecen de
importancia en comparación con el poder político que ha acumulado Bruselas. Hoy en día, en
muchas áreas de las políticas gubernamentales, se da una sana competencia entre las naciones
europeas. Por ejemplo, en el caso de la política fiscal, Irlanda introdujo hace diez años drásticas
reducciones en los tipos de interés (especialmente en aquellos aplicados a las rentas del capital),
lo que provocó una avalancha de inversiones extranjeras, un enorme incremento de la productividad laboral y, por consiguiente, un gran incremento en los salarios medios. En 1998, la reducción
de los tipos de interés en España generó un incremento significativo de la oferta laboral y otros
beneficios similares a los de Irlanda. Estas innovaciones en las políticas fiscales despertaron las
protestas de otras naciones europeas, pero también generaron muchas otras mejoras a lo ancho
y largo del continente.
En cuanto al gobierno europeo de Bruselas, la supresión de la competencia fiscal –que siempre prometió que no aplicaría, pero a la que ha ido cediendo poco a poco– sería muy perniciosa
para la prosperidad económica. Y existen muchas otras propuestas, como la que pretende establecer un órgano regulador de la Bolsa a nivel europeo que vendría a sustituir a las prácticas actuales que reconocen la legalidad de las leyes nacionales y que sería igualmente dañina. Hace unos
días sentí una profunda decepción al enterarme del aplazamiento y posible abandono de las propuestas de libre competencia en servicios como la asistencia sanitaria más allá de las fronteras
nacionales. Para el gobierno de Bruselas –que comenzó con el Tratado de Roma y el gran sueño
de un mercado único europeo– el hecho de rendirse a las presiones del proteccionismo nacional
sería realmente lamentable.
En tercer lugar, y abordando el reto de la cultura, permítanme citar al gran novelista y ensayista peruano Mario Vargas Llosa, que la semana pasada dio una conferencia en el American
Enterprise Institute. Afirmó que lo que diferencia la civilización de la barbarie no es la economía,
sino las ideas y la cultura. Creo que la creación de una cultura global de libertad es el reto más
importante de todos los que tenemos hoy en día. La democracia y el capitalismo sólo pueden triunfar en una cultura que informe a los hombres libres de las distintas opciones y que otorgue sentido a las consecuencias sociales de sus decisiones. Pero una cultura de éxito, al igual que una
democracia o un sistema de mercado con éxito, debe basarse en la persuasión y no en la coacción: debe estar dispuesta a competir abiertamente con otras ideas, otros ideales y otras normas.
Cuando nuestras instituciones culturales, populares o de elite, sean tan pluralistas y competitivas
como nuestras instituciones políticas y comerciales, habremos dado un gran paso en la revolución
de la libertad.
143
Descargar