hombre mirando al sur - Cita en las Diagonales

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HOMBRE MIRANDO AL SUR
Tributo al Jazz
Gabriel Jiménez Emán
Ediciones IMAGINARIA
Colección El monte lunar
HOMBRE MIRANDO AL SUR
Tributo al Jazz
Gabriel Jiménez Emán
HOMBRE MIRANDO AL SUR
Tributo al Jazz
Ediciones
IMAGINARIA
© 2014, Hombre mirando al sur. Tributo al Jazz,
Gabriel Jiménez Emán
© Ediciones Imaginaria, Primera edición,
Colección El monte lunar
Diseño de Colección: Rafael Guédez
Diseño de Portada: Asmiriam García
Montaje digital: Asmiriam García
Reservados todos los derechos
Hecho el Depósito de Ley
ISBN: 978-980-12-7179-6
Depósito legal Nº: lf0682014800132
Impresión; Imprenta Regional Omar Hurtado,
Coro . Estado Falcón
Venezuela
Impreso en la República Bolivariana de Venezuela
A la memoria del gran artista y amigo
Ricardo Domínguez
V
eo a mi madre que viene cargando una
lata de agua desde el tanque grande. Yo
estoy sentado en un banco de tablas de
madera y a mi alrededor pululan los pollos y gallinas;
los rayos del sol dan sobre los charcos de agua que
ha dejado la lluvia, pasan chicos montando bicicletas
oxidadas por un patio común a nuestras familias que
se afanan en sus labores y oficios. Mi tío Buster es
carpintero y su mujer Norma, mi tía, es maestra en la
escuela primaria, mi padre acaba de morir y mi
madre debe trabajar duro para mantenerme y yo
quiero trabajar para ayudarla; hago mandados en la
tienda para el señor Stevens que vende ahí
comestibles y víveres, también repuestos para autos
y bicicletas y también vende periódicos, mientras mi
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madre lava y plancha ropa todos los días para los
médicos y enfermeras del Hospital Jackson. Yo voy
a la escuela a estudiar por las mañanas y en la tarde
voy a la tienda. Me gustan los libros y los instrumentos
de música, guitarras, pianos y cornetas; sobre todo la
corneta que está en la tienda que está al frente de la
del señor Stevens, lleva ahí un buen tiempo y mi
madre no puede comprármela porque vale mucha
plata. El otro día entré a esa tienda y vi cómo uno de
los músicos de la banda estuvo ahí y tomó la corneta
un rato entre sus manos para probarla; yo oí las notas
que el músico logró sacar de ella y quedé pasmado,
quedé impresionado con aquel sonido pastoso,
poderoso, que era como una voz metálica potente
depositada en la garganta de la corneta. El precio era
muy alto y el músico no pudo llevársela; entonces el
dueño de la tienda le dijo que podía comprarla en
cuotas, lo oí muy bien cuando se lo dijo, que podía
abonar y así, en unos pocos meses, la corneta podía
ser suya. Los meses seguían pasando y la corneta
seguía ahí en el exhibidor de la tienda y un día me le
acerqué al dueño y le pregunté si podía sostener la
corneta en mis manos, él me dijo que sí pero que con
mucho cuidado, solo un momento, muchacho, me
dijo, porque puede ensuciarse. Entonces yo la tomé
y sentí su peso, sentí el metal bruñido en mi mano,
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un roce cariñoso para mi piel, sentí el frio agradable
del metal en mis dedos, acaricié la boca por donde
salen los sonidos que son como almas de sonidos
congeladas en el aire por un momento, y después
fluyen hacia nuestros oídos y se meten dentro de
nosotros. El señor la quitó de mi mano con delicadeza
y la volvió a colocar en su estuche, un estuche de
felpa roja muy suave, ahí estaba ella al lado de una
guitarra de madera amarilla de bordes color vino,
una guitarra de cuyas cuerdas pulsadas salía la
música de blues, una música que era como una
vibración larga y temblorosa, una nota metálica
estirada infinitamente para producir dentro de uno
una dulzura trémula, un dulzor de chocolate oscuro.
Qué bien se ven las dos en la vidriera de la tienda,
parece que hubiesen nacido para estar juntas, para
vivir juntas. Vendo periódicos y reparto panes y
litros de leche en las casas, llevo cartas y recados del
señor Stevens y de otros dueños de tiendas para
ayudarme con algo, también a Mama Dolly, la mujer
más bonita del mundo para mí, cuando la veo
planchándome las camisas y los pantalones para ir a
la escuela en las mañanas, lustra mis zapatos y
remienda el bolso donde llevo los cuadernos, cuando
me sirve el pan con mantequilla y queso en el
desayuno y me sirve con dulzura mi vaso de leche,
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yo me esmero en aprender cosas que me dice la
maestra Georgina, ella que es quien nos enseña a
leer, escribir y memorizar cosas. Yo nunca pensé que
la maestra Georgina se fuera a morir de repente y a
dejarnos tan solos, y que su muerte fuera a afectar
tanto a mi mamá y a mis tíos, y a todos en el barrio.
El día de la muerte de la maestra Georgina vino la
banda a tocar cosas fúnebres, ese día fuimos todos a
velarla en la escuela y yo saqué valor de no sé dónde
para pedirle prestada la corneta al señor de la tienda
y me la llevé conmigo a la escuela a hacerla sonar
con la música de la banda, pegué mis labios a la
boquilla y soplé desde el fondo de mi mismo con
toda la tristeza que podía y salieron las notas por la
boca de la corneta con una claridad que dejó
boquiabiertos a los presentes, incluso yo mismo me
quedé asombrado al oír todo lo que salió del
instrumento y todos ahí me felicitaron, me dijeron
muchacho, dónde aprendiste a tocar así, qué bueno
te quedó ese homenaje a Georgina que nos quería
tanto a todos, y Mama Dolly estaba llorando de la
emoción y me abrazó y me besó y el señor Stevens
me dijo, muchacho, eso te salió de maravilla.
Buscaban a otra maestra que la sustituyera y la
comunidad estaba de luto, yo no cesaba de pensar
en la corneta y le propuse un trato al señor Stevens,
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que si me compraba la corneta yo se la pagaría con
mi trabajo. Pero muchacho, me dijo el señor Stevens,
esa trompeta es muy cara y tendrías que estar meses
trabajando para tenerla, pero me parece de todos
modos un trato justo, lo voy a consultar con tu mamá.
Mi mamá no estuvo de acuerdo ni él tampoco y
entonces dejé de trabajar en la tienda, me puse
furioso, y duré tiempo sin hablarle a mi mamá,
pasaron días y una tarde se apareció el señor Stevens
con la corneta en mi casa, y me la regaló. Tan grande
fue mi alegría que ahí mismo toqué algo en la corneta
para él, me salió sola una melodía, como si la corneta
me estuviese utilizando a mí para expresarse,
salieron unas notas tan festivas que en la cuadra
mucha gente salió de su casa a averiguar dónde era
la fiesta, llegaron los muchachos vecinos y se
pusieron a aplaudir y a cantar, tocaban cualquier
cosa, le daban con un clavo a un rallo de queso, una
botella con un palito, un sartén golpeado con una
cuchara, y desde ahí salimos al jardín y de ahí a una
plaza donde estaba una gente reunida rindiendo un
homenaje a un héroe militar de la ciudad, y ahí
creyeron que nosotros íbamos a unirnos a esa
celebración. Nosotros seguimos la corriente y
entonces se nos agregaron unos cantantes en el
pueblo, cantantes de góspels de las iglesias. Aquella
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corneta había sido hecha para mí, de ahí seguimos a
La Congo Square y ahí estaba un guitarrista por
casualidad sentado en un banco y un percusionista
en la grama con un tambor y se unieron al jolgorio
general, el guitarrista punteaba blues en la guitarra
de lo mejor, y el percusionista hacia honor a sus
orígenes africanos con el tamborcillo y la pandereta,
todos ellos salidos de Nueva Orleans, de aquella
ciudad sentada sobre una gran ciénaga, una gran
laguna movediza que se hundía poco a poco, ella nos
había parido a casi todos, a aquella gente negra que
había venido desde lugares remotos cruzando los
mares, unos desde Europa, de Francia sobre todo,
todos se habían mezclado allí con blancos o indios y
habían compartido lo duro del vivir, habían formado
sus familias fundando calles y barrios, construido
sus casas con el fruto del trabajo de sus manos,
cultivando algodón o tabaco, pescando, criando
animales y comerciando víveres y habían fundado
sus comunidades, siempre en desventaja con las
ciudades del norte, donde la opulencia de los blancos
se mostraba al mundo. Me puse a tocar la corneta en
Congo Square y en todas las plazas que pude, en el
mercado y las calles me puse a darle al instrumento
con todo lo que me salía de adentro, y pronto el
nombre de Buddy Bolden se conoció en los barrios
bajos de Nueva Orleans. Me ofrecían dinero para
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que tocara, me pagaban comidas y tragos, buenas
cervezas o ginebras, whiskies o vinos, de todo. Buen
tabaco y algodón crecían en este ambiente fuerte y
riesgoso, la corneta se fue curtiendo con el roce de
este jodido mundo, con ella tenía suficiente para
mantenerme y para mantener mis necesidades, mis
bebidas y mujeres, pero también podía llevarle buen
dinero a Mama Dolly, ya no era menor de edad sino
un hombre que podía trabajar y ganar dinero con su
música, me sentía bien con tanta gente rodeándome.
Y llegó el día en que conocí a una muchacha distinta,
bien vestida la chica, llamada Helen, de hermosa
voz, fumaba con estilo, apenas me sonrió me dejó
encantado y yo le dediqué las mejores notas de mi
corneta. Me dijo ella que con mi talento podía llegar
lejos, tenía que formar un grupo y ser el director, y
le hice caso. El sonido de mi corneta le fascinó y yo
la fui enamorando; ella me seducía con ese cuerpo,
con ese rostro fino de ojos grandes y boca carnosa,
con su talle, su trasero y sus pechos, y llegó el día:
Helen Thomas se desnudó para mí y fue como si se
me revelara el universo entero, caí a sus pies, la
idolatré, comíamos y bebíamos de lo mejor, íbamos
a casas finas, me dijo que tenía amigos blancos con
mucho dinero, gente acomodada que me ayudaría.
Fuimos a varios de esos lugares de vidas distintas,
estilos de vida dicen ellos, costumbres y modales
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diferentes, nada de miseria, nada de pobreza, goza la
vida Buddy, bebe y celebra la vida, toca tu corneta,
forma tu grupo, tu orquesta, tu empresa, haz dinero,
hazme el amor, disfruta que la vida es breve, pero
recuerda que yo no soy de nadie, no pertenezco a
nadie, soy libre. Pero qué te sucede Helen, yo soy
tuyo y estoy dispuesto a darte lo que quieras, mi
amor, tú eres mi inspiración y quiero casarme
contigo. ¿Casarme? No digas tonterías, Buddy, yo
no pienso casarme contigo ni con nadie, ven, tómate
otro trago y disfruta. En una fiesta que se dio en un
club elegante, Helen estaba coqueteando con un
tipo, se divertía con él en la fiesta y se alejaron juntos
a un lugar apartado y empezaron a reírse, a tocarse y
al poco rato ya se estaban besando. Yo la llamé para
reclamárselo y se puso furiosa, me dio una cachetada
y me dijo que me largara porque ella no era propiedad
de nadie. Yo me largué porque en ese momento me
dieron ganas de matarlo a él, asesinarla a ella,
matarlos a los dos, el amor que le tenía se convirtió
en odio automático y me largué de ahí a beber, me
metí en los antros de las calles más sórdidas donde
permanecí cuatro días con sus noches bebiendo sin
parar. Conocí tipos de malas costumbres, realmente
muy malas, de modales groseros que además de
beber ingerían drogas, se inyectaban heroína,
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rodeados de mujeres vistosas, con quienes compartí
tragos y camas sexuales y luego discutí excitado por
el alcohol y la depresión, el recuerdo de Helen
besando al tipo en el balcón me atormentaba y
entonces la pagué contra aquellos seres sórdidos,
terminé discutiendo con ellos y enfrentándolos,
hasta que me propinaron la primera paliza de mi
vida y se llevaron mi corneta. Me arrojaron como un
fardo a la calle y allí me dejaron tirado y molido a
golpes. La llovizna de la noche me hizo volver en sí
y a duras penas logré llegar a mi casa, donde Mama
Dolly me esperaba abatida. Al verme en tal estado le
dio una crisis nerviosa y tuvimos que llevarla al
hospital a ella también, éramos dos los pacientes.
Después de salir del hospital Mama Dolly ya no
tenía las mismas fuerzas para trabajar; mi tío Buster
y mi tía Norma su mujer la cuidaron varios meses,
su preocupación por mí coincidió con una dolencia
que ella tenía desde hacía mucho tiempo y esto
aceleró su proceso de desgaste y ante mis ojos la
vida de Mama Dolly se fue extinguiendo hasta que
una tarde Mama Dolly expiró. El crepúsculo que se
dibujó esa tarde en el cielo de Nueva Orleans fue el
más bello y el más trágico que recuerdo. Una
bandada de pájaros cruzó el cielo de la ciudad y el
contraste de las siluetas aladas contra el cielo índigo
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coloreado de nubes naranja y tintes rosados que se
diluían en el horizonte, se quedaron estampados para
siempre en el interior de mi cabeza. De mí se apoderó
un mutismo y una actitud tan huérfana de esperanza
hacia la existencia, que mi espíritu descendió por
unas escaleras sombrías a encontrarse con la Nada.
En la Nada se sumió mi espíritu por meses en los
alicientes del alcohol, la droga y el sexo de mujeres
que parecían sombras en la noche, fantasmas
deseosos que huían por las rendijas de las penumbras
en los cuartos. Pedí prestadas cornetas a algunos
músicos para purgar mi espíritu con música en las
horas borrachas. También probé con drogas que me
empujaron más abajo, precipitándome al abismo del
delirio. Allá abajo vi la cara de mi padre muerto y el
rostro de Mama Dolly, el perfil de mi maestra
Georgina y nadé por el fondo fangoso del río
Mississippi, atravesé sus aguas verdes llenas de
algas y limos pegajosos, un infierno de profundidades
abisales donde yo me hundía más y más buscando
mi corneta original para salvarme. A relampagazos
veía también el rostro de Helen Thomas burlándose
de mí, su voz dando risotadas grotescas. Aquel rostro
de Helen me martirizaba, le infligía arañazos a mis
sentimientos y los desgarraba por dentro, volviéndolos
flecos. De la postración mental en que me encontraba
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logré recuperarme milagrosamente para dirigirme a
casa de mis tíos Buster y Norma, los únicos seres
queridos que en el mundo me quedaban. Me dieron
de comer unos días, me preguntaron cosas que no
pude contestar, me dieron sus consejos, me trataron
como a un niño. Apenas mejoré un poco, les prometí
que intentaría convertirme otra vez en un músico
decente. Hasta me obsequiaron una trompeta, y con
ella me fui a las calles otra vez a buscar a los amigos
de la calle Perdido para formar un grupo, me encontré
con Willy Warnes y Frank Lewis, los dos clarinetes,
a Jimmy Johnson el contrabajista; al guitarrista
Brock Munford y al percusionista Cornelius Tilman
y a mi viejo amigo Charlie Galloway, el mejor
guitarra que he escuchado nunca y que junto a
Cornelius fueron mis mejores amigos. De vez en
cuando se nos unía el trombón de Willy Cornish, un
músico errabundo y genial que nos impresionada
con su talento. Juntos conseguimos animar fiestas
familiares, tocar en plazas y parques y participar en
fiestas públicas o privadas, en los carnavales del
Mardi Gras, en ceremonias de entierros. Fue en el
Mardi Gras donde mi alegría se desbordó más.
Cuando llegaba esa fecha del martes de carnaval,
toda Nueva Orleans se volcaba a ella desde la
madrugada, desde el día anterior la gente estaba en
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vela aguardando el martes graso, último día del
carnaval, con el desfile de las carrozas que llenaban
las calles para disfrutar de todos los placeres posibles
antes de que llegara la abstinencia de la cuaresma,
del decirle adiós a la carne, al deseo carnal que viene
junto con los apetitos del beber y del comer lo que
se nos antoje, de hundirnos en las suculentas grasas
de la carne asada, horneada o frita, sobre todo del
cerdo preparado bajo las formas más exquisitas, el
cerdo horneado entero relleno de frutas. Ah, y los
grandes pasteles, las tortas reales que son las más
deliciosas no sólo de la ciudad sino del estado y del
país, yo me atrevería a decir que de todo el mundo,
no hay una torta que supere a ésa. El día sexto de
todos los eneros, en la noche de epifanía, empiezan
los bailes con máscaras, el desfile de carrozas que
llevan a sus reinas y a todo el séquito de disfraces de
todos los personajes concebibles, tanto reales como
imaginarios, históricos o fantásticos, míticos o
alegóricos que encarnan ese día en personas reales
que surgen desde las carrozas y desfiles y con los
atuendos más coloridos y llamativos, la fiesta de los
colores se une a la fiesta de los mimos y los gestos,
de las actuaciones con la fiesta de la música, las
bandas que surgen de todas partes y se integran a un
solo movimiento humano, a una masa de gente que
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canta, baila, exhibe su voluptuosidad, las mujeres
sus vestidos, los hombres sus atuendos. Niños,
animales, perros, gatos y pájaros se integran a la
fabulosa celebración, al fasto de iniciación de la
alegría mundana que estalla en todo su esplendor,
todos los apetitos terrenales se muestran como son
pero trasmutados por el poder de las máscaras, por la
sugerencia de un disfraz que los potencia doblemente,
los libera de la convención de lo prohibido, de lo no
permitido por las reglas de la sociedad que produce
una represión del ánima, de los sentimientos, de la
conciencia o las ideas, el encarcelamiento de las
emociones. Toda la semana comienza con esa
desinhibición maravillosa desde la calle Bourbón,
planeada todo el año por las comunidades en los
barrios de la ciudad donde costureras, sastres,
diseñadores, dibujantes, artistas, fotógrafos, todos
aportan sus ideas a las asociaciones, a las sociedades,
a las cofradías que organizan y diseñan los desfiles,
los bailes y las carrozas, los uniformes y las baratijas
y se lanzan caramelos, chucherías, chocolates y
joyas de fantasía, collares de cristal, finos collares
hechos en otros países, recuerdo los collares checos
que se lanzaban desde las carrozas, y las mujeres se
volvían locas, ellas los atrapaban en el aire y de
inmediato se los colocaban, saltaban contentas al
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sentir que las cuentas cristalinas lanzaban destellos
de colores al contacto con la luz y producen en el
ojo un efecto extraordinario de ganas de estar aquí
pisando este mundo, esta tierra, esta ciudad donde
se han tejido tantas imágenes, tantas historias entre
negros y blancos, entre zambos, trigueños y mulatos,
mestizos que han visto brillar estos collares de
cristal mezclados a otros de madera o plástico,
baratijas de la china o de América que son como un
símbolo del efímero esplendor de la vida, oropeles
de esta fiesta donde las cuentas de los collares tienen
formas de animales o personas. Las cuentas de baja
calidad se rompen o se salen de sus cuerdas, caen
rebotando por el suelo de las calles y avenidas de
esta Nueva Orleans que exhibe su espíritu festivo en
estos días carnavalescos. Cuando las horas del día
han terminado, la noche tiende su cobija negra por
todo el cielo y deja correr sus aguas instintivas en
los salones de baile, cerca de las hogueras encendidas
a orillas del río Mississippi o del lago Pontchartrain
o por cualquier calle del barrio francés, que se llenan
de gente bebiendo; vinos, cervezas, ginebras,
whiskies y rones se liberan en las gargantas de
hombres y mujeres que desean convertir su diálogo
en cópula, su baile en sexo pleno, su deseo en
enamoramiento, su sed en beso, su hambre en
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penetración acariciante, sus temores en risas
desbocadas, su humillación en música, en blue, en
ragtime, en spiritual o góspel, o en ese jazz nuevo
que tocamos nosotros. Tantas veces, de niño, fui con
Mama Dolly y mi familia al Mardi Gras y me
disfrazaron de jaguar o de león y después de príncipe
o guerrero romano, y ya después de adolescente yo
mismo me disfracé de rey negro para enloquecer a
las mujeres, y después con mi corneta me interné
por las angostas calles del barrio francés donde me
esperaban las bellas mujeres y los hombres pícaros,
alcohólicos y contrabandistas, proxenetas y
prostitutas que al principio fueron un hallazgo
esplendoroso y después una humillación progresiva,
pero también viví momentos de alegría verdadera
en el Mardi Gras. Recuerdo aquella vez que Mama
Dolly me explicó el significado de los tres colores
del carnaval: el dorado es poder, el verde la fe y el
morado la justicia y yo me arrimé siempre a la fe del
verde para continuar con mi corneta hacia la ruta del
poder marcada por el dorado, pero nunca tuve el
sentido de la justicia lo suficientemente desarrollado
para sopesar lo que se me venía encima, para calibrar
todo el tropel de situaciones que se me acumulaban
carnaval tras carnaval, diciembre tras diciembre,
enero tras enero, inmediatamente después de las
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pascuas donde uno hacía su papel de niño bueno
rindiéndole honores al Supremo Niño Jesús, de ir a
la iglesia a ofrecerle cánticos de alabanza y de
pedirle regalos después de celebrar su nacimiento en
Belén, y de comer torta real, cerdo relleno y todo el
vino rojo que pudiéramos conseguir, debíamos pasar
entonces al carnaval y luego a la cuaresma donde
casi todo nos estaba prohibido. Recuerdo aquella
escena famosa de los senos al aire, las bellas tetas de
las mujeres al desnudo cuando empezaba la rebatiña
de los collares de cristal, cuando empezaban a ser
sustituidas las cuentas de cristal por cuentas de
madera o metal, cuando las bellas negras y mulatas
se abrían los escotes y mostraban sus resplandecientes
tetas con sus pezones tiernos se armaban tremendas
trifulcas, y luego la policía tuvo que prohibir a las
mujeres abrir sus escotes, pero los collares siguieron
regalándose y las cuentas se salían de las cuerdas y
las pelotitas de madera o metal terminaban rodando
por las calles una vez la fiesta había terminado, los
niños y las niñas, los perros o los gatos terminaban
jugando con las cuentas rodando por las calles de
Nueva Orleans. El resto del año era trabajo y más
trabajo, esfuerzo y más esfuerzo, pobreza, vicio y
segregación, todas esas historias de sacrificio,
enfermedad e injusticia. Son tantas, que ya se me
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han ido borrando de la memoria por la acción del
alcohol. Yo seguí con mis amigos animando fiestas
familiares, tocando en plazas y bares, entierros y
cumpleaños. Yo seguía tomando y fumando, no
podía estar sin tomarme los tragos que me calmaban
la sed y me relajaban por dentro, las cervezas, vinos,
rones y ginebras pasaban por mi garganta y en mis
venas eran remansos para mis nervios y pensamientos
dolorosos, para calmar el recuerdo de mi madre
muerta, mi maestra ida, y mis pensamientos locos
por Helen Thomas, las notas de mi corneta se
llenaron de nostalgias melancólicas, de tristuras
punzantes que fueron las responsables de que la
gente se acercara tanto a mí y a mi música, yo no era
nada sin la música, más bien yo era la música y mi
cuerpo sólo era una caja de resonancia, la gente me
abrazaba y besaba con frenesí, me decían muchacho
cuídate, cuida tu talento y tu salud que tú nos
expresas a todos nosotros, es como si te hubieras
metido en nuestras cabezas y sentires. Una señora un
día me dijo que cuando oía mi música su tristeza se
curaba con la tristeza de mí corneta, de esas dos
tristezas sale una alegría que me alivia, me dijo, me
devuelve la esperanza, y cuando esa señora humilde,
esa cocinera de pueblo me dijo eso, se me puso el
alma tierna y la carne flojita, le vi sentido a mi vivir
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y me pareció que mi pasión valía la pena. Ahí en
Congo Square estábamos tocando un día Charles,
Norman, Jimmy y yo y entramos lentamente en una
temperatura de conexión tan grande, que la gente
que iba pasando por la plaza se detenía, poco a poco
se fue formando una rueda que fue creciendo hasta
tomar completamente el espacio de la plaza. Tocamos
en perfecta armonía como grupo, los instrumentos
sincronizaban entre ellos como si estuvieran
conversando, de repente improvisábamos, coincidíamos
en un acorde común, era el diálogo entre los
instrumentos, y llegado un momento Cornelius
Tilman hizo un solo de congas tan brillante que el
público de la Congo Square lo aplaudió a rabiar;
después vino Charlie Galloway con un solo de
guitarra y ¡bravo Chas! le gritaban, ¡vamos Chas,
eso es, Chas! Y él dándole a los cueros y a la
percusión, coreaban las gentes el nombre de ¡Chas!
¡Chas! y aquel pegajoso sonido bautizó la calidad
sonora de aquella tarde memorable. De seguidas
Jimmy Johnson hizo una improvisación al bajo
como nunca se había presenciado en esa plaza, y
cuando me tocó a mí el turno, mi corneta se soltó en
una melodía tan sublime y festiva y tan cargada de
sentir y de limpidez en las armonías, que yo mismo
me quedé estupefacto con lo que salía de mis
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pulmones y de mi ser, de mi boca y de mi pecho y
mis propios oídos no daban crédito a lo que estaban
escuchando, caí en trance, dormí en los brazos de la
belleza, me dormí en las cadencias de las armonías
bruñidas de mi propia corneta, como si otro ser
hubiese salido de mí y hubiese encarnado en otro
Buddy para escucharme. Cuando le tocó el turno
otra vez a Charles de intervenir con sus congas le
gritaban chas! chas! y esa palabra comprimida se fue
escuchando durante toda la sesión de esa tarde que
duró hasta entrada la noche, yo mismo la pronuncié
varias veces chas! chas! chas! y era pegajosa, se fue
quedando en los oídos de la gente y sirvió para que
todos la usaran para animar a los músicos que iban a
tocar, y la palabra se fue suavizando y dulcificando
para referirse a las sesiones que dábamos en Congo
Square, parecía un zumbido de abeja, era como una
insinuación al enamoramiento y ahí se quedó fijada
en memoria de aquella tarde. De ahí surgieron
nuevos contratos para nuevas actuaciones y las cosas
se iban enderezando hasta que apareció de nuevo
Helen Thomas, yo venía bebiendo mucho menos,
me venía recuperando un poco, aunque la bebida
formaba parte de mis sentimientos y temperamento,
cuando entraba a mi torrente el pecho se me inflaba,
mis pulmones administraban el aire para la corneta
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de acuerdo a los latidos del corazón, sino bebía
tampoco podía dormir, el sueño no aparecía por las
noches. La calidez del cuarteto y la calidez de los
músicos y la amistad que se tejió entre nosotros
fueron los mejores alicientes, yo me quedaba a
dormir en casa de Charlie y su mujer Bianca, que me
tenían cariño y me toleraban como yo era, no me
daban sermones pero tampoco me permitían pasarme
de la raya. Bianca cocinaba muy bien y Charlie era
más que un hermano, en el seno de esa familia pude
hallar algo de lo que había perdido en mi hogar
primero, de las dulzuras de mi madre y mis tíos que
quizá me estarían esperando en alguna parte de la
ciudad. Había algunas muchachas que coqueteaban
conmigo, dentro de mí estaba floreciendo otra vez
una cierta esperanza, cuando de pronto volvió a
aparecer por el Bar Sunshine Helen Thomas, esta
vez más sofisticada, y acompañada de tipos elegantes
que se acomodaron a un recodo del bar a beber y
fumar. Uno de ellos se acercó a mí y me ofreció
trabajo en un hotel de la ciudad, un hotel para gente
rica, Helen me ha hablado mucho de ti, Buddy, me
ha hablado de tu talento, es hora de que des el salto,
me dijo, echándome el humo de su habano en la
cara, era un negro con un traje costoso llamado
James Green, llevaba anillos de oro en los dedos,
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Helen es mi mujer pero te tiene mucho cariño,
Buddy. Cuando me dijo esto la sangre me hirvió en
las venas y me sentí mareado, se me nubló la visión
y me levanté de donde estaba para ir al lavabo a
vomitar y a refrescarme la cara. Después me empiné
tres ginebras y me puse a tocar la corneta con tal
rabia que casi hice explotar aquel lugar, las notas
agudísimas parecían traspasar las paredes y los oídos
del público, y los músicos se pusieron nerviosos.
Helen se levantó del sofá donde estaba, movió su
cuerpo monumental, vino hacia mí y puso su rostro
frente al mío, me dio un beso y yo me volví a marear.
No me hagas esto Helen, por dios no me hagas esto,
venir aquí con este tipo sabiendo que me destrozas
el corazón. Véte Helen, que esto es demasiado para
mí. Está bien papito, si tú lo quieres así, me iré, pero
que sea la mujer de James Green no quiere decir que
no te tenga cariño a ti, Buddy, lo que te falta es
meterte en un mundo grande, en el mundo de los
triunfadores y dejarte de pequeñeces. Los celos me
asfixiaban y sus palabras me llenaron de ira, esta vez
no pude tocar la corneta y reprimí mis ganas de
golpearla y de besarla a la vez, y salí disparado de
aquel sitio dejando a los demás músicos en el
escenario. Al otro día me empiné el codo desde
temprano, la ginebra se desbordó, me interné en los
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suburbios y me encontré con viejos amigos de los
barrios bajos que me contaron y recontaron las
mejores historias de los personajes más divertidos y
trágicos de la ciudad, nos reíamos a carcajadas y
escuchábamos la radio a todo volumen, el delirio
nos atrapó en aquellos instantes de hacer la memoria
gozosa de aquella ciudad poblada de cementerios y
catedrales, de mansiones de cualquier estilo
alineadas en porches amplios con rejas de hierro
forjado, tejados de todas las formas: torreones,
balcones, barandas, todas metidas en un laberinto de
árboles melancólicos que parecen abonarse en los
cementerios. Había varios beodos viejos que venían
unos de la Calle Canal, otros de Morgan City, de
Jackson Square o de la Spanish Plaza, alternando las
historias en la barra, meados de risa evocaban las
diabluras de los hombres y mujeres más allá y más
acá de la Calle Canal, más allá del Bridge City donde
el Mississippi deja su cieno por doquier, deja pasar
sus barcos llenos de gente que llevan dentro pequeñas
bandas de músicos, o se deslizan hacia poblados
fantasmas como Thibodeaux, o con historias de
carretera que cruzan por calles con nombres de árbol
como Sauce, Roble, Magnolia o Sicomoro, o bien
con las narraciones que tejen los hombres en los
bares, ocurridas en los pantanos o las pequeñas islas
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de yerbas y ciénagas, con el olor del cieno podrido o
chamiza quemada que se mete dentro de los
pulmones y la cabeza y hace alucinar a la gente.
Mientras oíamos música en la radio o comentábamos
las noticias que cuentan los viejos lobos del
Mississippi, saboreaban cada uno sus tragos entre
chismes y rumores y bocanadas de denso humo de
tabaco. Uno de ellos, llamado Sam el pegajoso, se
puso a discutir con otro, Johnny el caletero, y se
enfrascaron los dos en una conversa sórdida que de
pronto tomó matices peligrosos; el licor les aceleró
la lengua y después ya se estaban insultando
directamente y acusándose de mentirosos o blasfemos.
No tardaron en agarrarse a golpes, y cuando ya
estaban a punto de destrozar la taberna otros lograron
sujetarlos, pero esos otros también estaban borrachos
y la trifulca redobló, las sillas y botellas volaron por
el aire y aquello se convirtió en un desastre. Yo recibí
varios golpes en la cara y el estómago, y casi no
pude defenderme de una paliza que me dejó como
un fardo en una acera, en plena madrugada. Pero
esta vez no me llevaron al hospital, me llevaron a la
policía y me acusaron de golpear a un hombre que
estaba malherido y de haberle roto la cabeza a una
señora con un jarrón. Mientras más intentaba
aclararle el error en el que estaban, los policías más
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me azotaban, queriendo que yo les confesara un
crimen que no había cometido. Los policías me
golpearon en el rostro y me dieron patadas en las
costillas, me decían “negro inmundo” o “maldito
asesino”. Las patadas me produjeron tanto dolor que
me quedé privado en el suelo pensando que la cabeza
me iba a reventar, o que de veras me reventó y me
morí, y cuando abrí los ojos de nuevo me sentí como
un muerto-vivo. Me tiraron en una celda donde
apenas podía respirar y probar sorbos de agua y
migas de pan duro, y cuando estuve en el verdadero
límite de la muerte me dieron sopas asquerosas que
regurgitaba casi de inmediato. No sé cómo demonios
sobreviví a esta humillante experiencia de reo donde
conocí las formas más abyectas del ser, descendí a
estados verdaderamente imposibles de describir, no
creo que narrándolas de viva voz o escribiéndolas
pueda dar cuenta de hasta dónde puede uno
incursionar en las zonas del no-existir, del no-ser,
donde la palabra o el concepto mismo de muerte no
funcionan sino como tabla de salvación, como el
estado de una anti-vida que borra todo vestigio de
existencia ordinaria, para convertirse en
sobrevivencia marginal, fuera de cualquier tiempo y
espacio conocidos, la experiencia carcelaria de un
negro solo, pobre y abandonado es lo más parecido
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a la muerte en el infierno; existe el infierno y ese es
el que los hombres han inventado en las cárceles,
pues ahí la privación de libertad está muy por debajo
de las demás formas de maldad, perversidad, odio,
envidia, celos, traición, humillación mental y física,
un mundo que una vez vivido se convierte en el
recuerdo más horripilante que pueda perseguirnos.
Poco a poco fui perdiendo la razón, mi conciencia se
fue poblando de imágenes caóticas que, como
animalejos, iban trepando por el interior de mi
cerebro y tomando posesión de regiones que
convirtieron mis pobres sueños en pesadillas; poco a
poco me fui adaptando a esas pesadillas hasta
convertirlas en mi refugio, en mi vida real, pues de
cuando en cuando tenía algún sueño bueno que me
donaba algo de felicidad, soñaba con cosas de mi
infancia, con mi madre, mi familia, mis tíos, mis
días de barbero a orillas del río Mississippi donde
afeitaba a todo tipo de señores, poseía una gran
habilidad para manejar la navaja y la tijera, cuando
me enfrentaba al trabajo de barbero tenía las cabezas
de estos hombres pobladas como la mía de cabellos
ensortijados, crespos de muchas texturas que caían
cortados por las tijeras, y luego con mi navaja me
disponía a emparejar barbas, patillas y nucas que
luego refrescaba con brochas espumosas y lociones
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que hacían lucir más jóvenes a mi gente negra, sobre
todo a los hombres, porque las mujeres preferían
cortar sus cabellos y afeitarse con mujeres. Cada
persona que se sentaba en el banco de madera junto
al río para rasurarse me narraba siempre algo de su
vida, una anécdota, una breve historia, o bien se
referían a detalles de sus vidas, detalles delicados,
infidencias que se prestaban a ser referidas luego en
cuentos escritos. De hecho, yo una vez le referí a una
de estas anécdotas a un escritor amigo, Louis McRae,
y él la escribió y la publicó en el periódico y ganó
un premio, mientras que a mí me inspiraban
canciones tristes, porque casi todas provenían del
trabajo mal pagado y humillante de los esclavos que
llegaban en los barcos por el Mississippi, los traían
de otros países para que trabajaran en los campos y
en las haciendas, en casas de hacendados o en
campos de algodón, porque el algodón es la
bendición más grande que nos ha llegado del cielo
junto con la música, esa música que sale de la
garganta de los negros y negras de la iglesia en el
coro, voces altas y bajas que se mezclan perfecto
para entonar canciones a nuestro Dios, a nuestro
amado Jesucristo, al hombre más noble y bueno que
ha pasado por esta tierra y que nuestros ministros de
la iglesia pentecostal han sabido dirigir sus sermones
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para elevar nuestros corazones por encima de
nuestras miserias humanas; cuando los hermanos
del coro de la iglesia se acoplan en una sola voz
mística que retumba en los claustros del templo y se
eleva a la cúpula y rebota de las columnas para
regresar a nuestros oídos a endulzarnos el espíritu
con esos góspels que nos dejan el pecho embelesado;
siento que nuestro señor Jesucristo nos ha elegido a
nosotros los negros como a unos servidores de Dios
que vamos a trascender todas estas miserias terrenales
para elevarnos al seno de los cielos, donde todas
nuestras angustias y escaseces serán recompensadas
porque de seguro vamos a flotar por encima del río
Mississippi como unos fantasmas gozosos, vamos a
planear como pájaros por los campos de algodón
para ver las casitas de los negros desde arriba y
saludarlos como si fuésemos ángeles, batiremos
nuestras grandes alas y les enviaremos justicia a los
hombres negros, porque no es justo que solamente
los hombres blancos tengan derecho a disfrutar de
las cosas buenas de Dios, yo no sé cómo puede haber
un solo Dios para los blancos que explique unas
cosas y para los negros explique otras, pero lo que sí
sé es que nosotros tenemos un alma trabajadora y un
alma noble también, tenemos un corazón bien grande
dentro de este pecho que nos va a permitir a todos
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ser felices en un futuro, porque va a haber líderes
nuevos que van a seguir el camino de Abraham
Lincoln que nos van a sacar de la esclavitud, estoy
seguro de esto, que si muero antes de tiempo en esta
cárcel, mi alma volará al lado de los sonidos de mi
corneta para acompañar las voces de los góspels en
las iglesias y las voces de algodoneros y algodoneras
en los campos del sur de este país y de los pescadores
aquí en Nueva Orleans, y todos los músicos aquí,
como mi amigo Charlie el guitarrista, deben andar
por allá afuera en las calles con otros compinches de
la banda tocando, sacándole notas a esas cuerdas que
son lamentos gozosos, esa tristura que tiene un
contento en el fondo, esa alegría que viene de la
profunda dignidad africana, de aquellas tardes
soleadas y relampagueantes de sol donde tuvo lugar
el origen de los seres humanos, y donde los elefantes
se beben los ríos y los tigres se esconden de la
codicia de los hombres, nos ha tocado, como raza,
vivir los peores estragos del calor, el hambre y la
sed, del clima y la escasez, qué conjuro ha caído
sobre nosotros para que tengamos que pasar siempre
todo esto. Sólo dios lo sabe. Ahora mismo oigo el
trombón de Willy Cornish y me consuelo, cómo
emite esos sonidos de animal ronco, su voz grave
hace piruetas sonoras en el aire, y cómo le siguen los
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clarinetes de Willy Waynes y de Frank Lewis
rapidísimos, sus notas son como pellizcos agradables,
como insinuaciones infantiles que me divierten, me
arrancan sonrisas, a mí y a todos, y ahí va también
Jimmy Johnson con el contrabajo, improvisando con
los grandes bordones de su diapasón, de ese
instrumento que es como un gigante, parece el
abuelo de la banda, su ancha caja de resonancia deja
salir por sus hendijas ese sonido hondo de las cuerdas
tensadas en la íntima gravedad. Y qué me dicen de
los cueros y tambores de Cornelius, de ese hombre
hecho para percutir esos cueros ancestrales, esos
golpes asestados con las yemas, los dedos y las
falanges para marcar el ritmo del conjunto, para que
todos los compases de los instrumentos vayan a
cerrarse en las percusiones de Cornelius Tilman,
cuando sus brazos, y él detrás de ellos, golpeen esas
pieles templadas, clavadas sobre esos cuellos de
maderas, esos pellejos curtidos de animal que ahora
vienen a poner la huella distintiva a nuestra banda
que se convierte en lecho perfecto para mi corneta,
para yo empinarme con la fuerza de mis pulmones
sobre esta boquilla, convirtiendo mis labios y mi
lengua en instrumentos de expiración e inspiración,
de tomar el aire del espacio externo para inyectarlo
en mi corneta usando mi cuerpo como caja de
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resonancia, para que el aire pase a través de mí como
purificándose, llevándome a ese éxtasis que consiste
en hacer sonar ese metal sacando fuerza desde los
pies, todos mis órganos dan una orden al unísono
para que mi cerebro elabore el sonido allá dentro
pasando antes por los pulmones y el corazón, que
son los órganos donde viven el alma y el espíritu,
donde se cocinan los sentimientos con los
pensamientos en el caldo gustoso y doloroso del
existir, porque yo siento que la música me corre por
la piel, por las venas, por el sudor, por la respiración,
todos vueltos esa sonoridad que nos redime cada
día, pues yo sé que a pesar de toda la cadena de
locuras por las que he pasado, luego de tantas
discusiones alcohólicas y diálogos absurdos de
borracho, frases sin sentido surgidas de los delirios
de la ginebra, de las sórdidas peleas de zaguán que
me condujeron a la ruina física, nuestra música nos
liberará y nos dará un sitio en el recuerdo de todos,
lo sé, alguien hablará de nosotros y nos recordará
bien, porque la verdadera historia la escriben los
pueblos que quieren huir de la opresión. Dije que me
acordaba de aquellos días de barbero al aire libre y
luego en la bonita barbería del señor Williams en la
Spanish Plaza donde llegaban a cortarse el cabello
gentes educadas, médicos, abogados, profesores,
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militares, y yo tenía que andar mejor vestido, bañado,
afeitado y perfumado también para poder atenderlos.
Recuerdo que el señor Williams, el dueño me
adjudicó una bata de barbero muy limpia y
almidonada, y allí ganaba bien para sostenerme
antes de dedicarme de lleno a la música, antes de
que comenzaran a crecer los compromisos con la
banda, cuando empecé a llegar tarde a la barbería o
a no ir porque amanecía con resaca, y entonces el
señor Williams no tuvo otro remedio que despedirme,
pero sí, la barbería del señor Williams fue la
verdadera escuela buena de mi vida, porque después
terminé la escuela primaria y murió Mama Dolly y
no pude seguir estudiando pues la música se metió
en mi y comencé a tocar solo o con la banda en bailes
y fiestas, en matrimonios y bautizos al aire libre a
orillas del lago Pontchartrain y en fiestas a bordo de
los barcos en el Mississippi, y estas fiestas eran las
que más me gustaban, íbamos en esos vagones río
abajo o río arriba tocando y cantando, porque
primero eran sólo piezas instrumentales, pero
después Charlie y los dos Willies y Jimmy comenzaron
a cantar cosas improvisadas entusiasmados con las
gentes que iban en el vapor, con las mujeres hermosas
que se unían a nosotros a cantar y bailar, mujeres
negras y blancas y mulatas comenzaron a participar
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como espontáneas cantando con la banda y nos
excitaban a todos, y también comenzamos a
improvisar con nuestros instrumentos uno por uno.
Primero Charlie me dice a mí Chas Chas! que es
también mi nombre de pila para que yo inicie un
solo de corneta, y así con los demás, el espíritu de
cada uno de nosotros se iba liberando a medida que
nos iba tocando el turno. Luego yo le riposto a
Charlie y le digo Chas! Chas! así se pronuncia
nuestro nombre rápido y corto, en confianza, los dos
nos llamábamos entre nosotros Chas aunque los
demás me llamaban Buddy, y luego que Willy hizo
lo suyo con su trombón, Frank Lewis con su clarinete
y Jimmy con su otro clarinete, surgió una mujer
negra del público que iba en el vapor e improvisó un
solo de voz que nos dejó perplejos, boquiabiertos.
La mujer se llamaba Adelina y llenó todo el ambiente
con su hermosa voz, una voz trémula que nos puso
la carne de gallina con su sentimiento de blue y
después cantó un ragtime que sembró una fiesta en
el ambiente, la gente nos aplaudió a rabiar, nos
pusimos a compartir todos con todos, la gente del
barco era un solo coro de música negra que se
desbordó, después bebimos buenos tragos de vino y
comimos buenos pescados, como reyes, y nos
rodearon hermosas mujeres negras que andaban con
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Adelina y también sabían cantar, empezaron a
mostrarnos sus sonrisas y sus bellezas distintas y nos
sentíamos todos como en el paraíso y Adelina nos
dijo muchachos, hoy hemos oído un concierto
memorable dirigido por los dos Charles, Chas King
Bolden y Chas Galloway y esa palabra chas tiene un
sonido muy sensual, chas, pero escrita con ch se ve
ordinaria, mejor la escribimos de una forma más
elegante, pongámosle jaz. Entonces Adelina la
escribió en un papel y yo también, y luego Charlie
Galloway le agregó otra z y quedó jazz, la palabra se
veía bonita escrita así, tenía un aire sofisticado.
Hablamos con las chicas y luego tocamos otro rato
repitiendo el esquema de las improvisaciones
instrumento por instrumento, y Angelina cantó otra
vez de manera más reposada y profesional, como si
estuviera subrayando el alma de la pieza de modo o
forma consciente, era una manera más lenta y
melancólica y tenía una mezcla de blue con góspel y
otra cosa, un ingrediente callejero más atrevido, más
libre. Nos despedimos en el muelle pero antes
invitamos a Angelina a cantar con nosotros en la
banda si ella lo quería, y nos dijo que no podía, ella
no vivía en Nueva Orleáns y estaba allí de paso, de
vacaciones. Qué lástima, le dije yo, a lo mejor de
aquí va a salir algo bueno y nuevo para todos
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nosotros. Seguro que saldrá, Buddy, tienen una
banda muy buena, muchachos, sigan así, seguro
encuentran a una chica que cante con ustedes. Yo me
quedé prendado de ella pero andaba con su hombre,
un tipo muy simpático llamado Ben que también
había participado de la juerga y se había hecho
amigo de todos nosotros, así que no podía ir tan lejos
y ponerme a cortejar a su mujer, y lo dejé así, viendo
cómo la bella y sensual Adelina se alejaba de
nosotros. Les dije a los muchachos que este había
sido uno de los mejores días de nuestras vidas y ellos
asintieron, partimos con las cabezas ilusionadas a
hacer otro nuevo toque de jazz en la Congo Square,
y como no teníamos cantante le dijimos a Jimmy
Johnson que cantara él, pues tenía la mejor voz del
grupo. Y él se atrevió y entonó una improvisación
con mucho ritmo y sabor, con esa nostalgia que debe
tener el blue pero con una nueva entonación. Un
periodista nos estaba oyendo, embelesado, y a él le
dijimos por primera vez en público que lo que
hacíamos era jazz, y la palabra salió impresa al otro
día en los periódicos. Nos invitaron desde ese día a
programas radiales, todos estábamos entusiasmados
y comenzamos a tocar en fiestas privadas de gente
rica, clubes elegantes, en un restaurante de la Calle
Canal, su dueño nos dijo que quería que tocáramos
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ahí mientras la gente comía, ya saben, nos dijo, algo
suave y lento mientras la gente come y charla, una
cosa agradable para amenizar. Nosotros lo hicimos.
Ahí y en otro sitio similar, y luego en Storyville. Allí
recalaban los marineros, las prostitutas, los
contrabandistas y también gente exclusiva y también
se hacían concursos de bandas musicales, de
orquestas que al final de la competencia se quedaban
con los premios musicales del mes, y con los mejores
contratos. Storyville vivió su edad de oro cuando las
orquestas allí tocaban en cabarets al aire libre y la
gente las incitaba desde la calle, y los automóviles
eran usados para publicitar a las orquestas, que
debían competir en velocidad para tocar en piruetas
virtuosas. La orquesta que tocara más rápido en
Storyville o el solista que alcanzara la nota más alta
eran proclamados vencedores. En esos días en
Storyville llovían las mujeres y la ginebra, y cuando
el licor se me subía a la cabeza me daba por conquistar
a varias mujeres a la vez, algunas de ellas prostitutas
y otras no, pero igual la confusión que se me armaba
en la cabeza era igual y no me permitía diferenciar
cuál de aquellas chicas se enfadaba realmente y me
lo reclamaba; fue así que comencé a derrochar el
dinero en ginebra, drogas y prostitutas. Los amantes
de estas chicas me propinaban palizas y me dejaban
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medio muerto. Después apareció todo el rollo con
Helen Thomas que me involucró en situaciones
terribles, especialmente con James Green, el tipo
que terminó de arruinarme, cuando estuve hasta los
huesos de ginebra y me creía un superhombre, el
único resultado fue que me vencieran en las peleas
más rápido. Estábamos tocando en un club de
Storyville que estaba administrado por James, el
hombre de Helen, un mafioso de siete suelas que
tenía negocios ilícitos en todas partes. Los sicarios
de James Green se cansaron de amenazarme y
golpearme cada vez que les reclamaba algo, una
mejor paga, menos horas de trabajo, entonces
entraban en acción los sicarios. Venía luego Helen
con sus hipócritas consejos, siempre andaba
acompañada de dos guardaespaldas de James, y
hasta parecía que uno de ellos se la estaba tirando,
no lo sé, esto me torturaba más, ya no importaba
nada, ya estaba en la ruina y mis músicos me
abandonaron. La Marina del Estado de Louisiana
cerró Storyville en mil novecientos diecisiete y yo
caí en desgracia cuando me achacaron el haber
maltratado a una chica en un prostíbulo. No me
dieron tiempo de defenderme ni de despedirme de
mis tíos o mis amigos, y me encerraron por varias
semanas en una celda, y la misma Helen Thomas en
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persona pagó la fianza para que me sacaran. Pero yo
no era el único vicioso del equipo. Otros como
Freddy Keppard y Bunk Johnson, músicos muy
sonados de entonces, también cayeron en las redes
del sexo, el alcohol y el desenfreno. Entonces bandas
de músicos blancos bastante mediocres, como la
Original Dixieland Band, grabaron para la compañía
Víctor el primer disco de blue, que pasó sin pena ni
gloria. En esos meses estaban comenzando las
grabaciones, la fiebre provocada por el invento del
disco se estaba empezando a apoderar del público,
para acercar esa música a miles de personas. Al
género dixieland lo aplastó el ragtime, con la
trompeta adelante dirigiendo la orquesta, la trompeta
que era una corneta más perfeccionada con esos tres
pistones que pueden pulsarse para encontrar sonidos
más sutiles y una mayor gama de combinaciones y
detalles, que la convertirían en el instrumento estrella
del ragtime, y yo la oía sonando con mi jazz para
siempre, junto con los otros instrumentos que ya
habían dejado de ser rudimentarios para estar más
perfeccionados, como fue el caso de los Hombres
Orquestas, quienes se cosían o amarraban a los
brazos, piernas, pies y cabeza, instrumentos de
percusión como maracas, cencerros, palos y
tamborcitos para lograr los efectos de percusión que
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después vendrían a formar la batería. La música del
ragtime se impuso, el blue siguió teniendo un auge
impresionante, reflejado en los infinitos músicos que
se han seguido produciendo en todo el país y que
oigo por la radio aquí en el Hospital. Todos estos
datos tan positivos y éxitos de los músicos del jazz y
del disco, los he sabido por las noticias que me
llegan aquí al Hospital Jackson. Dónde estarán ahora
mis amigos Charlie Galloway, los dos Willy y Frank
y Jimmy, seguro andarían en nuevos clubes o fiestas
o acaso habrán grabado ya su primer disco de jazz
con otro cornetista o trompetista, eso es lo importante.
De algunas cosas me enteré primero en la cárcel,
donde permanecí por unos cuantos meses; por eso
Charlie Galloway pagó para ponerme en libertad, y
una vez libre no lograba saber cuáles serían mis
primeros planes, por supuesto me compraría otra
corneta o una trompeta quizá, en la cárcel no pude
acercarme a una corneta ni en fotos, sentía un
rechazo físico hacia ella, la sola posibilidad de
tocarla me desquiciaba, pero una vez fuera pensé
que podía dar una nueva batalla. No tenía dinero
para comprar una, un amigo músico me prestó una
por un momento, me permitió tenerla por un rato en
la mano, me la acerqué a los labios pero no logré
sacarle ningún sonido, no me atreví. Vagué por las
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calles de Nueva Orleáns durante varios días y no
reconocí a nadie, los nuevos músicos no me conocían
y yo tampoco les dije nada, mis viejos amigos
músicos se habían marchado de la ciudad y otros
habían muerto. La ciudad tenía un aspecto brumoso,
el cielo estaba nublado y una fina lluvia caía; las
ciénagas potenciaban su hedor a alga podrida y
pescado seco; tañían lánguidas las campanas de las
iglesias, mientras grupos de gaviotas se detenían en
plazas y andenes, los gorriones cantaban trémulos y
de mí se apoderó una modorra pertinaz. Agotado,
llegué hasta la casa de mis familiares, de los ya
ancianos tíos míos Buster y Norma, que vivían en el
vecindario del barrio negro con sus hijos, y me
ofrecieron alojamiento. Les agradecí el gesto, casi
no podía hablar ni responder preguntas de nadie,
estaba metido en mi mismo, embebido en los
vericuetos cansados de mi cabeza, ellos comprendieron
mi agotamiento y me dejaron tranquilo, me ofrecieron
una cama para dormir y yo me acosté y me sumí en
un sueño largo, ancho como un desierto y que duró
mucho tiempo, ni siquiera recuerdo si llegué a soñar
o no, esta vez no me había refugiado en los sueños
como era mi costumbre en el hospital, pero al sentir
los olores familiares de aquel cuarto y aquella
almohada casera y aquel cuarto de antepasados
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recientes, me puse a roncar como un león y no supe
más de mi, horas y horas estuve en el largo viaje del
reposo real, como nunca antes. Desperté y tenia los
párpados hinchados, flema en la garganta y legañas
en los ojos, me di un buen baño y mis tíos me
proporcionaron nueva ropa, un pantalón y una
camisa limpios, me tenían lista una comida y me
senté a comer y charlar con ellos de manera tranquila,
les pregunté a mis ancianos tíos por familiares
conocidos de antes, y prefirieron no hablar del
asunto, luego nos sentamos a tomar café en los
muebles de una pequeña sala. El sabor y el aroma de
aquel café cariñoso, las fotografías de familiares que
adornaban las paredes, muchas de ellas mostrando
músicos de blues, calles y avenidas de la ciudad,
paisajes del Mississippi con viejos barcos, y aquella
brisa que entraba por puertas y ventanas moviendo
las humildes cortinas de la casita, se apoderaron de
mí con el sentimiento de una rotunda hermosura,
como si el tiempo de mi vida se hubiese devuelto
hacia mí, me conmovió todo aquello y salieron
lágrimas de mis ojos mientras me llevaba la taza de
humeante café a los labios, una nueva esperanza
estaba rondando cerca de mí, mezclada a una especie
de horror por la vida. Desde aquel momento del café
en la casa de mis viejos tíos no logro recordar casi
50
nada, mi memoria se iba borrando a medida que iba
caminando por las calles de la ciudad acompañado
de una mujer, con una botella de licor en la mano.
Después no sé qué ocurrió. Estaba tirado otra vez en
la grama de un bulevar, y un agente de policía me
estaba despertando. ¿Eres Buddy Bolden, no es
cierto?, me preguntó el policía, te he escuchado en el
bar Sunshine de la calle Perdido, de veras eres muy
bueno, lástima que bebas tanto, es tiempo de que
regreses, muchacho, me dijo el agente, y me dio
unas palmadas en el hombro. Sí, ese era yo, le dije al
policía, tuve mi época, tuve mi gloria, le dije. Pero
no seas tan apocalíptico, Buddy, tú eres un tipo joven
y aún tienes algunos años por delante, ¿o es que te
diste por vencido? No lo creo. Mira, párate de ese
charco asqueroso y empínate desde ti mismo. Ven, te
invito a mi casa después que termine mi guardia
aquí, ya falta poco, sentémonos un rato en aquel
banco y después nos vamos, me dijo. El comprensivo
policía me tomó por el brazo y me llevó consigo
hasta un banco del parque, no sin antes detenernos
ambos a tomar unos refrescos de fruta. Yo estaba
hecho un asco y tuve que ir sacudiéndome la ropa,
bebí mi jugo de naranja y comí mi trozo de torta con
tanta avidez que Samuel el policía pensó que no
había comido antes en toda mi vida. Me ofreció más
51
jugo y poco a poco fue desapareciendo el malestar y
la jaqueca que tenía. Samuel parecía un hombre de
bien y me daba consejos de todo tipo, parecía un
tutor o algo así. Mientras hablaba yo lo miraba e
intuía rasgos familiares en sus gestos, el uniforme de
policía le calzaba tan bien que parecía un héroe de la
Independencia Americana, tenía un hablar reposado
y en su rostro se dibujaba la satisfacción cuando
ponía énfasis en un consejo. Nunca había conocido a
un policía tan gentil. Me llevó a su casa y me contó
la historia de su vida, se iba internando en los
laberintos de su narración con minuciosidad
sorprendente, de cada situación extraía un ejemplo,
aquello era impresionante. Encima de esto tenía un
pequeño cuarto desocupado que me ofreció para
pasar la noche. Me deshice de la inmunda ropa, me
di un buen baño, me acosté y dormí como un
angelito. Volví a disfrutar de un sueño reparador, y al
despertar en la mañana Samuel el policía estaba
preparando un desayuno criollo cuyo olor me
estimuló y me hizo ir como un autómata a la mesa
del comedor de la casita a devorar aquella delicia de
carne, huevos, frijoles y pan fresco, todo en la más
pura tradición de Nueva Orleáns, parecidos a los que
me preparaba Mama Dolly. Le hablé de ella y me
dijo claro que sí, claro que sí conocí a tu mamá a tu
52
papá y a la familia Bolden y también a los muchachos
de la banda, a Charles, Jimmy, Willy y Frank,
también monto guardia en Congo Square y en otras
calles del barrio francés, aunque ya estoy a punto de
jubilarme. ¿Y tu familia, Samuel, dónde está tu
familia? le pregunté. Bueno, me dijo, mi mujer
falleció hace tiempo y mis hijos crecieron y se fueron
a vivir a Nueva York y Chicago, pero yo me siento
bien aquí en Nueva Orleáns a pesar de todo, esta es
mi ciudad y aquí me voy a quedar hasta la muerte.
Se veía que Samuel sabía de lo que hablaba, y a
medida que lo observaba me parecía que lo conocía
de antes, no podía determinar dónde, y menos ahora
con tanta confusión en el interior de mi cabeza.
Samuel hasta me sacó ropa limpia y me ofreció
dinero que yo rechacé. Me preguntó por mis padres
y yo le solté toda la historia, no sólo de mis padres
sino de todo lo que me había ocurrido, cosa que no
había hecho con nadie antes, confesarle cosas
privadas, infidencias mías. El se quedó perplejo y
me dijo que yo podía estar en su casa todo el tiempo
que quisiera, mientras no bebiera y llegara temprano,
condición bastante lógica en cualquier casa ajena.
La verdad no sabía si podía regenerarme. No sabía si
era capaz de salir de aquel laberinto donde la vida
me había metido, duré días sin beber, intercambiando
53
historias y cafés con Samuel, pero pronto la sensación
de angustia que siempre me acechaba comenzó a
inundarme el pecho y los nervios cada vez que se me
ocurría llegarme hasta el centro de la ciudad a
recorrer el barrio francés y las calles de siempre. Un
día Samuel se apareció en la casa con un obsequio
bien envuelto en papel y cinta de regalo y cuando
rompí el papel y abrí la caja ahí estaba: una trompeta
usada, preciosa, de cobre bruñido con boquilla de
plata, que yo sopesé bien y era el instrumento más
perfecto que había apreciado en mi mano, pegué mis
labios a la boquilla y toqué unas notas, puse los
dedos en los pistones y las armonías se produjeron
con una naturalidad sorprendente. El viejo Samuel
me veía de reojo, le dije que ese instrumento era un
objeto muy costoso, dónde has encontrado esta joya,
Samuel. Me dijo que la había comprado a un músico
de las bandas que la tenía en venta a un bajo precio,
la tenía guardada para venderla luego a alguien a
una mejor suma y así recuperar la inversión, y que
además de ello la trompeta le gustaba como objeto,
pues siempre había sido amante del blues y disfrutaba
con tenerla. Le dije que no le podía pagar un
instrumento tan costoso pero que poco a poco iría
abonando el importe y Samuel aceptó el trato, pero
que antes tenía que prometerle que iba a dejar de
54
beber y yo le respondí que no podía prometerle eso,
pero que al menos podía intentar volver a la banda.
Bueno, está bien, dijo él, entonces quedamos así, y
entonces yo busqué a los muchachos, los logré reunir
poco a poco pues no tenía idea dónde estaban,
Samuel me ayudó a hacerlo, Charlie estaba en Nueva
York, Cornelius y los demás en otras ciudades de
Luisiana. Por cierto que por ahí anda fanfarroneando
Jelly Morton el pianista, con diamantes en los
dientes, diciendo que él ha inventado el jazz, el tipo
es un magnífico pianista pero también un proxeneta
y contrabandista y ha hecho mucho dinero jugando y
contrabandeando y manejando muchachas en la
prostitución y anda vestido con un traje blanco y
lleno de sortijas en los dedos y cadenas y regala
collares originales de cristal del Mardi Gras, y así
alimenta su vanidad hasta hacerla crecer como una
montaña y se hace acompañar de los mafiosos de
siempre, maneja una orquesta y la dirige desde el
piano, ha grabado discos y se siente él el inventor
del ritmo que nosotros los Chas inventamos aquella
tarde en aquel vapor por el Mississippi, y así como
él varios andan por ahí disputándose la creación de
este invento mío pero eso no importa, eso está bien,
lo importante es que ya les ha tocado el alma y lo
sienten suyo, ya el jazz ha crecido solo y anda
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germinando en todas partes, ha cruzado el río y se ha
ido de viaje a otras regiones, a otros estados y países,
creo yo. Me costó mucho convencer a mis viejos
amigos para reunirlos a todos aquí, y volver a tocar
en los clubes y en los hoteles de lujo y después en las
madrugadas volver a los bares de siempre, y me
pareció un verdadero milagro en cuanto ocurrió
porque al vernos nos dimos sendos abrazos, alzamos
nuestras copas y brindamos, fumamos y cada uno
echó los cuentos de sus andanzas por los distintos
pueblos, los percances y chistes mientras jugábamos
a las cartas, oíamos en la radio las presentaciones en
vivo de los músicos jóvenes que estaban a punto de
escalar la fama local, y de ahí nos fuimos a Congo
Square de nuevo donde estaban los conocidos de
siempre, los músicos callejeros que afinaban allí sus
instrumentos, y le dimos duro a unas sesiones que
lograron entusiasmar de nuevo al público que poco a
poco fue entrando en la temperatura fuerte del jazz,
del dolor que se nos metía como un aguijón en el
cuerpo, y de ahí a los instrumentos y todos nos
reconocíamos en ese dolor como una catarsis
colectiva, como un ritual que nos liberaba de las
miserias mortales, volvíamos a ascender al
firmamento de nuestro arte. De inmediato se corrió
la voz y pronto se aparecieron en la plaza los
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productores de los hoteles para invitarnos a tocar, y
claro que aceptamos hacerlo en el Royal, que se
había puesto de moda en la ciudad y a donde iban las
antiguas bandas de Storyville y recordaban aquellos
tiempos iracundos y febriles. Cuando entramos al
hotel Royal nos recibieron con aplausos y vivas, y
nos pusimos a tocar y la música estaba sonando
como nunca, la gente hacía rueda para aplaudirnos,
bailaban y coreaban y repetían los acordes tarareando,
aquello era un regreso apoteósico ver a la banda
tocando enfebrecida durante aquella fiesta de
cumpleaños de una mujer de la sociedad blanca, los
muchachos me animaron a que tocara de nuevo mi
Funky Butt, que era una canción bastante vulgar,
quiero decir una canción fuerte de los barrios bajos
con alusiones directas al sexo, a la picardía sensual
de los negros y a sus chistes gruesos, pero en ese
momento no importaba, esa sensualidad la estábamos
transmitiendo a un ambiente de gente rica, reluciente,
estábamos en plena descarga de improvisaciones
donde yo le di sabroso con mi corneta al solo
principal y después Charlie se disparó con su guitarra
un punteo sobrenatural y luego vino el solo de batería
de Cornelius y el saxo de Jimmy, y en eso estábamos
cuando de repente aparece parada ante mi vista la
figura de Helen Thomas en persona, estaba ahí con
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un vestido majestuoso que permitía calibrar las
líneas de su cuerpo. Fumaba su cigarrillo con una
boquilla y sonreía, estaba fascinada con la música y
se balanceaba mientras fumaba, era una diosa parada
al lado de una fuente en el jardín de aquel hotel de
lujo. Mi corazón comenzó a palpitar como una
bomba flexible y sufrí un mareo, me puse a
contemplarla y dejé que la banda hiciera el resto, ella
comenzó a acercarse y yo quedé paralizado viendo a
mi musa ahí tan cerca de mi deseo. No pude seguir
tocando, y en el receso de la banda me acerqué a ella
y le di un beso de bienvenida, ella olía a una mezcla
de mermelada de piña con un no sé qué de esencia de
canela, no puedo describirlo, ahí estaba otra vez con
su sonrisa provocativa y su voz aterciopelada. Lo
estás haciendo muy bien de nuevo, Buddy, de veras
muy bien, me dijo, no tienes muy buen aspecto pero
estás tocando mejor, no sabes cuántos recuerdos me
trae Funky Butt, ya sabes, de aquella época tan loca.
Cuando pronunció la palabra “loca” a mí se me
nubló la vista, de veras. Nos tomamos dos copas de
vino cada uno y al poco tiempo ya se había colocado
a su lado el mafioso de su marido, el fulano James
Green, quien se me acercó con arrogancia y me
tendió la mano, qué tal Buddy, me dijo, te suena
bastante bien el instrumento, gusto de verte chico,
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deberían tú y tus muchachos ponerse una mejor ropa
en un lugar como éste. Helen le dirigía una mirada
fulminante, se despidió y se fue con su tipo hacia
unas mesas situadas al fondo del salón. Era una
noche de verano y la brisa del Mississippi refrescaba
aquel gran jardín poblado de personas elegantes que
comían bocadillos, tomaban tragos, bailaban,
charlaban. Había una piscina de cristalino fondo
azul, fuentes, glorietas, bancos, salones para bailar y
pequeños laberintos de árboles para perderse y
pautar encuentros amorosos. Mujeres rubias,
morenas, negras, hombres jóvenes y viejos, todos
nosotros estábamos en aquel ambiente sofisticado
pero que para mí era insoportable, agobiante, con el
recuerdo de Helen al fondo de mi memoria, Helen al
fondo de mi futuro, Helen al fondo de la noche,
Helen, Helen, Helen, siempre Helen. Se fue por su
lado y después de terminada la fiesta y de tener
nuestra paga nos fuimos a los bares de siempre en el
barrio francés. En uno de esos bares Cornelius me
presenta a Hannah, una rubia deslumbrante que está
dispuesta a pasar el rato con nosotros, me hace
preguntas acerca de mi música, me admira mucho,
dice, me acaricia el brazo y al poco rato me besa la
mejilla, después bailamos, siento su cuerpo, su olor
de hembra fina, sus movimientos, su voz, los tragos
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suben la temperatura, aderezan la noche donde la
rubia Hannah es la protagonista y ella baila divino
conmigo, la beso en la boca, le palpo las nalgas,
siento la cercanía y el poder de sus senos suaves,
Hannah me tiene atrapado en su encanto y la invito
a la cama, son cincuenta dólares, me dice, eso es
todo lo que he ganado tocando esta noche, le
respondo, está bien, te hago una rebaja especial, me
dice, no pagas los tragos y me tienes por cincuenta,
descuento especial para ti, mi rey, por ser Buddy,
ahora ven, tómate esta ginebra con hielo y limón y
ya verás como todo empieza a ponerse mejor. Sorbo
la exquisita ginebra y la figura de Hannah crece en
mi deseo, no puedo resistirlo y me voy con Hannah
al lecho, me hundo en su cuerpo, en sus piernas,
pechos, muslos, nalgas, sexo, traspaso con mi
hombría toda su extensión de mujer pensando en
Helen, como si Hannah fuese sólo un conducto para
llegar a aquélla, Hannah y Helen se funden en una
sola mujer, en un solo deseo que se esparce por mi
pecho, por mi cabeza, por mis huesos, mis músculos,
mi ser interior, ahí voy, liberado de todo lo demás,
cruzo la barrera del tiempo y del espacio y exploto
en una sola ebullición que ocurre en mi cerebro, me
descoloca del mundo y me sume en los placeres de
la ginebra con buen sexo, crece dentro de mí una
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fuerza terrible, un impulso de aniquilación, de
destruir los fantasmas de ayer y de hoy, estamos en
un borde, a punto de caer a un abismo, porque
cuando Hannah me dice que debo irme, que ya
terminó todo, que ha llegado la mañana y yo estoy
en el cuarto de un burdel, ya la magia de la noche ha
acabado, ha terminado el encanto, mi sexo se ha
derramado dentro de una mujer nocturna que no
volveré a ver en mucho tiempo, ni a Helen tampoco,
ni a Mama Dolly que ya murió ni al padre que nunca
tuve, ni una casa estable ni una familia ni nada, sólo
estos recuerdos de bares, estos recuerdos en el Mardi
Gras y el barrio francés y aquellas tenidas, aquellas
descargas de improvisación y el ronquido de la
bocina de los barcos por el Mississippi cuando
inventamos el jazz aquel día, toda esta música que
retumba en mi cabeza, estas notas de corneta que
traspasan las paredes, las casas, las personas, se
meten en la sangre de la gente y cose tristeza con
tristeza, el blue inunda el corazón y el espíritu, el
ragtime con su sincopa y cadencias expresan sus
penas viriles, sus reclamos de amor, sus desilusiones
y angustias y todos los sentimientos que se frustran
alma adentro y brotan convergidos en voces, letanías,
oraciones, aullidos, gemidos, notas quebradas, como
cuando oí cantar a Ma Rainey y el corazón se me
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abrió como un retoño, cuando oí a Bessie Smith y a
Charlotte Foster llamada la pobre rosa, el alma se
me quedaba colgada de las estrellas de la noche,
cuando Red Nelson cantaba la tristeza de la
esclavitud yo lloraba a mares, cuando Charlie
Christian tocaba el blue en su guitarra, y Blind
Blake, el ciego más feliz que he conocido, en ellos
se fundaba esta raza doliente, se estaba cocinando
nuestro espíritu negro en una gran caldera a fuego
lento, todos los cornetistas que vi en el Mardi Gras
llenaron mi pecho de ilusiones, ellos insuflaron en
mí un deseo de cantar en las calles y las plazas, en la
fiesta de toda esta lujuria oculta que de pronto se
destapó por esta región del sur, porque yo desde
cualquier sitio que me pare estoy mirando al sur, no
me es permitido mirar hacia otra parte ni yo quiero
hacerlo tampoco, es mi sur, nuestro sur, el profundo
sur. En cuanto Helen y Hannah se me hicieron una
sola en mi cabeza, y Mama Dolly y mi tío Buster y
Norma y Samuel el policía conjugaron en mí dos
hombres en un solo padre, porque mi mente se había
apoderado de Samuel como si el fantasma de mi
padre se hubiese corporizado en una calle de mi
ciudad para salvarme en aquella noche de invierno,
y el alcohol, la ginebra, la cerveza, el sexo y el amor
se revolvieron en una bola gigantesca, en un solo
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ovillo de sensaciones, ilusiones perdidas y emociones
que detonaron dentro de mí como balas, explotaron
como petardos o me punzaban como dagas cuyos
filos hirieron y desangraron mi vigilia con el objeto
de producirme esta rabia de vivir, esta muerte que es
la misma de siempre, la misma bazofia con la misma
baba maloliente que se cuela por las circunvoluciones
de mi cerebro y no me deja en paz, no me permite
asomarme ni por un momento al sosiego, a esa paz
que buscamos cuando cantamos para Dios en las
iglesias, pues ya no habrá paz que valga para mí
desde aquel día en que me recogieron en el suelo del
bar después del concierto en el hotel Royal donde
me despedí de Helen y luego de Hannah para
siempre, y estas dos putas soberbias se reunieron en
mi cabeza con las demás mujeres de tantas tabernas
y tantos bares de carretera, prostíbulos de orilla en
puertos y muelles que terminaron por hacer de mi lo
que soy, un hombre turbado por los azares y la
miseria, pero también bendecido por la música y la
destreza para tocar la corneta y así hacer felices a las
gentes de mi raza. Yo los vi con estos ojos míos
estremecerse con las notas que fluían desde mis
pulmones a sus corazones, y ello me basta para
consolarme de mis derrotas. Volví a despertar en la
cama vacía de aquel burdel y volví por mis fueros
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con la ginebra y el tabaco, me hundí otra vez en el
subterráneo de la nada y en lo único que pensé en
adelante fue en el suicidio, en que podía liberarme
cortándome las venas o ahorcándome de cualquier
techo con una soga, y en efecto esta última idea se
apoderó de mí y estuve buscando esa soga para
terminar con todo esto, y en ese intento destrocé la
casa de Samuel al encontrarme allí a una señora que
decía ser la madre de mi esposa, a quien supuestamente
yo había preñado y ella dado a luz un niño que era
mío, un niño que era mi hijo, noticia que me sublevó
los nervios hasta la cima, la señora se desgañitaba en
insultos hacia mí haciendo énfasis en mi
irresponsabilidad, me amenazó con demandarme y
denunciarme a la policía por padre irresponsable,
gritaba histérica todas sus amenazas y ahí mismo le
lancé un jarrón que estaba sobre la mesa del comedor
y lo fui a estrellar directamente en su cabeza
haciéndose añicos, y ella cayó al suelo con la frente
sangrando y vino la policía y me sacó preso y me
llevaron en una patrulla. Ahí en la cárcel duré unos
pocos días hasta que decidieron considerarme
enfermo mental y me trajeron al Hospital Jackson
donde he estado todo este tiempo conviviendo con
enfermos, locos, insanos, perturbados, esquizofrénicos,
esquizoides y todos los demás pacientes de
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enfermedades de la mente. Intentaron todas las
terapias posibles después de baños con mangueras
de agua fría y descargas eléctricas en la cabeza, me
indujeron a construir cosas con las manos, a hacer
carpintería, jardinería, escultura, pintura, asear
baños, barrer y pasar el coleto, lo que más nos
gustaba era jugar al ajedrez, entregarme días a
partidas que duraban meses, en una sola jugada
podíamos durar semanas, mientras protegíamos el
rey de cada uno e intentábamos dar jaque o mate al
del oponente discerníamos sobre las cuestiones más
abstrusas o fantásticas, las charlas tomaban un vuelo
maravilloso, la lógica de la guerra y el absurdo se
unían en jugadas imaginarias, caballos, torres y
afiles cobraban vida, se movían, defendían, atacaban,
enrocaban e iban preparando otra jugada posible,
pasaba noches enteras pensando una sola jugada y la
cabeza toda se me volvía un solo tablero donde las
más inusuales posiciones se producían sin cesar,
hasta que llegado un punto ya el ajedrez nos
atormentaba, nos hacía alejarnos de él para hacer
otras cosas, todo menos tocar la corneta. Apenas oía
música en la radio, cada vez que oía jazz entraba en
un estado nervioso que era descrito por los médicos
como depresión, lloraba sin parar, no quería comer,
sólo me provocaba beber agua, una sed infinita se
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apoderó de mí, bebía agua y tragaba pastillas hasta
que me dormía. Hice amigos en el Hospital Jackson,
mujeres y hombres atontados por los medicamentos
como yo, íbamos de un lado a otro haciendo labores
maquinales sólo para permanecer despiertos, su
cercanía me permitió soportar todo aquello, nos
comunicábamos más con miradas y gestos que a
través de palabras, éramos leales entre nosotros, era
otro tipo de amistad, una manera más limpia de
comunicarnos, ahí no mediaba ningún interés sino el
fin único de comunicarnos una sonrisa o una mirada,
necesidades subjetivas, trozos de infiernos
particulares, diálogos absurdos durante horas,
éramos filósofos anónimos, pensadores marginales,
exiliados de nosotros mismos tejiendo diálogos
infinitos sobre las cuestiones más abstractas, esa era
nuestra terapia. De cuando en cuando venían a
verme algunos amigos cuerdos que apenas reconocía,
pero cuando venían Charlie, Jimmy o Cornelius me
daban accesos de llanto y debían devolverme al
asilo, quedaba gimiendo por horas hasta llenarme de
un cansancio insoportable. Solamente cuando venía
Samuel, el policía bondadoso, el cuerpo se me
acomodaba un poco, él era el padre que yo nunca
había tenido, era maravilloso aquel gesto suyo de
regalarme aquella hermosa corneta y que supiera
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tanto sobre mí, cuando le detallaba bien las facciones
mientras me hablaba en la visita me parecía que era
un yo mío de antes, alguien con mi misma sangre, al
fin había encontrado a un papá, un hombre recio de
veras que velaba por mí y me cuidaba como si fuera
el marido de Mama Dolly o como mi tío Buster, y
ahora ya era feliz con esos recuerdos y no me
importaba nada, vivía con esos retazos de memoria
y así pasé años y años y todos murieron, Mama
Dolly y Samuel y Helen y Hannah y todos mis
amigos músicos y hasta yo mismo morí y no descendí
a los infiernos como creía sino que ascendí a los
cielos y aquí estoy tocando la trompeta del apocalipsis
a la diestra de dios padre para despedirme, estoy
viendo con una piedad nueva el mundo acabado de
la tierra, desde aquí estoy mirando hacia abajo, voy
planeando por Storyville como un pájaro, y me
zambullo en el río Mississippi y me convierto en pez
y salgo otra vez convertido en hombre hacia el barrio
francés y hacia la calle Canal y la calle Bourbon y la
calle Perdido, estoy mirando el barrio negro donde
vivía y estoy viendo ahora a Mama Dolly
planchándome la ropa para ir a la escuela, estoy
viendo mi primera corneta en la tienda del señor
Stevens, y también estoy viendo hacia el futuro y
veo que la corneta sale de la tienda del señor Stevens
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y se va volando por el aire y va a aterrizar en las
manos de un niño llamado Louis Armstrong en la
calle Perdido, y este niño crecería y la haría famosa
en el mundo, lo veo ahora cómo entra a Nueva
Orleáns aclamado por multitudes, y también estoy
viendo en un desfile a Sidney Bechet, Roy Eldridge,
Bunk Johnson, King Oliver, Hot Lips Page, Muggsy
Spanier, Clifford Brown, Harry James, Shorty
Rogers, Buck Clayton, Bill Davison, Bobby Hackett,
Miles Davis, Chet Baker, Bix Beiderbecke, Dizzy
Gillespie y Wynton Marsalis, todos llevan sus
trompetas y las entonan al unísono en el desfile por
la calle Canal en el martes del desenfreno grasoso
del carnaval en el Mardi Gras, vienen entonando
Potato Head Blues de Armstrong y mi Funky Butt y
yo estoy gozando un mundo aquí contemplándolos a
todos ellos vivitos y coleando, tocando y haciendo
gozar a la gente que los saluda desde los balcones y
les lanza bambalinas y collares, y entonces sí puedo
decir que estoy en el verdadero paraíso aquí de pie
sobre las nubes que tienen aureolas de luz mirando
hacia el profundo sur, estoy aquí parado y puedo
decir en el nombre del padre del hijo y del espíritu
santo amén, porque todo aquel infierno ha valido la
pena si era para lograr que el jazz se expandiera por
los corazones del mundo, qué bello mama Dolly,
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mira esto, ven acá, Mama Dolly, no te puedes perder
este espectáculo, acércate chica, ven acá Mama,
dáme la mano, tienes que ver este desfile.
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GRANDES TROMPETISTAS DEL JAZZ
GRANDES TROMPETISTAS DEL JAZZ
Bill Davison
Bobby Hackett
Bix Beiderbecke
Buck Clayton
Buddy Bolden
Bunk Johnson
Chet Baker
Clifford Brown
Dizzy Gillespie
Wynton Marsalis
Harry James
Hot Lips Page
Joe Oliver
Shorty Rogers
Louis Armstrong
Red Rodney
Muggsy Spanier
Miles Davis
Arturo Sandoval
Roy Eldridge
Hombre mirando al sur de Gabriel Jiménez Emán,
se terminó de imprimir en agosto de 2014,
en los talleres Gráficos de la Imprenta Regional
del Estado Falcón “Omar Hurtado”
Son 500 ejemplares
De las músicas populares del siglo XX, el Jazz es quizá la que ha tenido y
sigue teniendo una influencia más decisiva. Desde que los primeros músicos
negros de Nueva Orleáns la hicieron nacer en las modalidades del Góspel, el
Blue y el Spiritual, ésta no ha cesado de enriquecerse con los nuevos aportes
de la música latinoamericana: el bossa nova, la salsa, el tango, el bolero, el son
y otras expresiones donde se fusionan el Pop, Rock, el Bebop, el Cool, Swing
o Free Jazz. Sin embargo, los músicos de Jazz vivieron en su mayoría entre la
extrema pobreza, la droga y la segregación racial, lo cual los convierte en especies
de héroes culturales, en iconos de la autenticidad artística y humana, como bien
lo atestiguan los diferentes vocalistas e intérpretes instrumentales a lo largo de
las últimas décadas.
Recreando la vida de Buddy Bolden, quien fuera quizá el primer músico y
trompetista del Jazz, --pero que no pudo dejar grabación de ninguna de sus
piezas-- Gabriel Jiménez Emán ha querido rendir un tributo a esta música que
ha marcado de manera indeleble la sensibilidad de nuestro tiempo, dando como
resultado uno de los relatos más estremecedores de la literatura contemporánea.
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