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Índice
Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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1. Una trayectoria política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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2. Construir una república democrática sobre los escombros de
una dictadura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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3. Crear una democracia del siglo XXI . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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4. El islam político y el tripartito: el desafío democrático . . . .
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5. El salafismo: un fenómeno periférico . . . . . . . . . . . . . . . . .
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6. La revolución tunecina no será «confiscada» . . . . . . . . . . .
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7. Una economía para todos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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8. Una organización social al servicio de todos. . . . . . . . . . . .
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9. La geopolítica de las primaveras árabes . . . . . . . . . . . . . . .
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10. Construir un Mediterráneo democrático . . . . . . . . . . . . . . .
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Conclusión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Introducción
La originalidad de la experiencia tunecina
El período por el que está pasando Túnez es caótico, pero es un caos
que lleva en sí la promesa de nuevas estructuras, nuevas instituciones,
nuevos modos de vida que probablemente nos sorprenderán a todos,
incluyéndonos a nosotros, los políticos, que creemos que controlamos u
orientamos el proceso actual. Ojalá las nuevas instituciones que surjan
sean más estables, más justas y más eficientes. Me he propuesto acompañar esta evolución, sin hacerme muchas ilusiones sobre mi capacidad
de dominar una dinámica tan extraordinaria pero con el inmenso honor de pensar que formo parte de un proceso de recreación, de reestructuración de todo un país. Es algo magnífico y al mismo tiempo terrorífico, porque a veces tengo la impresión de que los mecanismos que se
han desencadenado tienen una fuerza que me supera.
Las causas de la longevidad insólita de las dictaduras árabes
Para entender la originalidad de la experiencia tunecina y el lugar
que ocupa en las revoluciones árabes y las experiencias democráticas que
se están produciendo en el sur del Mediterráneo, es importante recordar
que la democracia es, evidentemente, una urgencia ética. Pero también
es una urgencia técnica. El sociólogo estadounidense Alvin Toffler ha
planteado esta hipótesis:1 cuando una sociedad se vuelve más compleja,
su nivel de educación se eleva y las tomas de decisión tienen que descentralizarse para ganar eficacia, la democracia se convierte en una urgencia. No se pueden gobernar sociedades complejas con un autoritarismo heredado de sociedades simples y agrarias.
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Lo paradójico es que esta urgencia no parecía rezar con el mundo
árabe. Nuestras sociedades eran complejas, pero estaban sometidas a
dictaduras. Aunque el mundo árabe, en cierto modo, había «pasado de
lado» por el siglo XIX y la industrialización –sobre todo porque no tenía
el carbón ni los bosques que se necesitaban para una revolución industrial–, estaba formado por sociedades desarrolladas. En los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado, los árabes vivían en sociedades
modernas y complejas, con clases medias cada vez más consolidadas,
un nivel de educación cada vez más elevado, una verdadera hambre de
libertad y una sed de alcanzar a Occidente y a Asia. Pero cuando el petróleo se convirtió en el motor de la segunda revolución industrial, los
árabes estaban ya bajo la bota de regímenes autoritarios.
Túnez estaba listo para la democracia en los años ochenta. Tanto el
anhelo de democracia como las estructuras necesarias estaban bien presentes. Había partidos políticos, sindicatos, una Liga de Derechos Humanos. La sociedad se había ganado una autonomía frente al estado,
condición fundamental para construir una democracia. Las transformaciones sociales estaban en marcha. Millones de niños habían ido a la
escuela en los años cincuenta, se habían convertido en adolescentes y
estudiantes en los sesenta y adultos en los setenta. Está claro que no se
puede gobernar un pueblo de analfabetos como se gobierna un pueblo
al que se ha «dado» educación. Esa fue la paradoja del estado autoritario creado por Habib Burguiba, el fundador del Túnez moderno: sacó a
miles de niños de la ignorancia y, cuando llegaron a la edad adulta, listos para asumir sus responsabilidades, les negó ese derecho falsificando
las primeras elecciones libres de la historia del país, en 1982. El bloqueo duró treinta años.
En los años ochenta, como hemos visto, las condiciones estaban dadas para que Túnez se convirtiera en un estado democrático moderno,
pero la ola democrática que barrió otras dictaduras crueles y anacrónicas, incapaces de administrar sociedades complejas, como las de América Latina y Europa del Este, no llegó al mundo árabe. Sólo los imbéciles o los racistas han pretendido explicarlo como una «peculiaridad
cultural árabe», una supuesta tendencia a la sumisión, cuando es bien
sabido que todos los seres humanos están hechos de la misma madera y
sus necesidades son las mismas en todas partes. A partir de 2010, como
sabemos, las rebeliones árabes se han encargado de desmentir este argumento culturalista.
En realidad, la longevidad insólita de las dictaduras árabes obedecía
ante todo a dos factores externos. En primer lugar, la presencia de Israel
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propició la permanencia de regímenes nacionalistas que manipularon la
hostilidad –o la resistencia– a la política de este país, y una situación
permanente de guerra o falsa guerra, para mantenerse en el poder: la
exacerbación del nacionalismo siempre ha resultado útil para acallar las
oposiciones internas, y los regímenes, tocando esta cuerda sensible, pudieron salirse con la suya durante décadas. La otra causa del inmovilismo fue el apoyo occidental. En efecto, se olvida con demasiada frecuencia esta paradoja: si las dictaduras perduraron en el mundo árabe,
fue sobre todo gracias al apoyo de ciertas democracias occidentales
como Estados Unidos, España o Italia. Sus dirigentes respaldaron y
protegieron a estos regímenes, directa o indirectamente. Hubo, pues,
mecanismos exteriores que bloquearon la evolución interior hacia un
régimen democrático. Tampoco hay que desdeñar la fuerza de las dictaduras y su capacidad de hacer daño, pero no está de más recordar que el
apoyo de unas democracias envejecidas impidió durante mucho tiempo
el surgimiento de democracias nuevas en el mundo árabe.
Otro factor que intervino fue el miedo al islam político. En la primera década de este siglo, Gadafi y Ben Ali se emplearon a fondo en la
lucha contra el «terrorismo islámico» y luego en el control de los flujos
migratorios; desde entonces varios gobiernos occidentales siguieron
protegiéndoles a cambio de los servicios prestados en esos terrenos. De
todos modos, conviene señalar –y es preocupante– que el respaldo de
las democracias occidentales a las dictaduras no obedecía únicamente a
la defensa de sus intereses (reales o supuestos), sino también a un racismo más o menos consciente que achaca a las sociedades árabes una
especie de alergia a las aspiraciones democráticas. Visto desde este ángulo, un cambio en la región sólo podría desembocar en dictaduras islamistas, asimiladas por los responsables políticos europeos a las dictaduras comunistas de las que acababan de disolverse. Afortunadamente,
con las revoluciones de la «primavera árabe», la realidad de que el
mundo árabe es un entramado de sociedades complejas que aspiran a la
libertad y la justicia como cualquier otra sociedad se ha impuesto ante
la historia y ante los dirigentes occidentales.
Los triunfos y la ambición del «modelo tunecino»
Fue como una erupción volcánica. Durante el tiempo interminable
de letargo, la presión aumentaba inexorable y silenciosamente en la cámara magmática. Luego se produjo la explosión, que hizo visible para
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todos lo que sólo algunos sagaces vulcanólogos habían visto bajo la calma engañosa.
Entre las revoluciones del mundo árabe, la tunecina se distingue no
sólo por su autoridad, sino también porque ha sido autónoma y pacífica.
Ha habido algo más de trescientos muertos: evidentemente, son demasiados, pero muy pocos si comparamos el sacrificio de los mártires con
los profundos cambios producidos, no sólo en Túnez, sino a escala mundial. En Libia la revolución necesitó apoyo militar exterior. En Egipto
la revolución fue autónoma, pero pagó un precio muy alto. En Yemen
el levantamiento también segó la vida de muchos revolucionarios y la
revolución sigue pendiente. En Siria las manifestaciones populares se
han convertido en una guerra civil catastrófica para el país y todos sus
ciudadanos. Allí donde los dictadores resisten, la factura en lágrimas y
sangre es cada día más elevada.
Sean cuales sean los procesos o el precio que ha de pagarse, todas las
sociedades árabes han emprendido el mismo camino. El viejo sistema
político tiene que ser destruido y lo será en todas partes, en un plazo
más o menos largo, con más o menos estragos. Dentro de diez o veinte
años, todos los regímenes árabes se habrán transformado. En este sentido, la experiencia tunecina es interesante por dos motivos. Por un lado,
porque la revolución fue rápida, poco sangrienta y se hizo sin intervención exterior. Por otro lado, el proceso de democratización no ha optado
por construir una democracia enfrentando fuerzas políticas irreconciliables, aunque sea por la vía electoral, sino con una voluntad compartida
de llegar a un entendimiento entre los dos grandes componentes fundamentales de la sociedad, el modernista y el tradicionalista. Esta voluntad se plasma tanto en la redacción de la constitución como en el manejo de los asuntos de estado. Es un legado de nuestra historia, porque el
diálogo y la negociación forman parte de nuestra tradición. No en vano
somos descendientes de pueblos mercantiles: ¡llevamos tres mil años
negociando!
Dos años después de la caída de Ben Ali estamos inmersos en un
proceso todavía turbulento en muchos aspectos, pero el día de mañana
podremos ser un ejemplo para otros países. Si Túnez logra mantener
este consenso y poner en marcha su máquina económica –y lo está haciendo–, podrá convertirse en un verdadero laboratorio. Si Túnez sale
adelante, su modelo podrá servir en Libia, Yemen, Siria…
Varios factores me inspiran confianza en nuestra capacidad de llevar
a buen término nuestra transición democrática. Para empezar, la población tunecina es escasa, homogénea, no tiene minorías y la clase media
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es muy numerosa. En un país de unos 10 millones de habitantes casi
todo el mundo se conoce y, si una familia se puede dividir, también
sabemos cómo reconciliarnos. Es verdad que en Túnez hay pobres muy
pobres y ricos muy ricos. Pero la brecha social no es tan grande como
en los otros países árabes. Y estamos libres de tensiones que se prestan
a la manipulación, como la rivalidad entre los shiíes y los suníes en
Irak, Siria y otros estados de Oriente Próximo, o entre musulmanes y
coptos en Egipto.
Además, la gran mayoría de los tunecinos estamos dispuestos a mantener la paz y llegar a un entendimiento de fondo, pese a las divisiones
políticas o sociales que existan en nuestra sociedad. Hemos sido forjados por nuestra historia y nuestra geografía. Túnez es un país pequeño,
abierto al mar y con muy pocas montañas, lo cual nos ha enseñado la
necesidad del diálogo y ha agudizado nuestra capacidad de hacer historia sin cavar trincheras ni montar barricadas. Porque si estallara una
guerra civil no habría en Túnez ningún sitio donde refugiarse o esconderse, ni en el interior ni en las ciudades, relativamente pequeñas y
poco apropiadas para la guerrilla urbana. Un amigo argelino me dijo un
día: «¡Vosotros, los tunecinos, no os rebeláis nunca!». Le contesté:
«Dadnos vuestras montañas y ya veremos lo que pasa».
Siempre hemos hecho un gran esfuerzo por evitar las batallas interminables y los enfrentamientos desgarradores, optando por soluciones
negociadas y satisfactorias para todos. Pero el hecho de que seamos un
pueblo pacífico no significa que nos falte determinación, como ha demostrado nuestra revolución. Este libro es el relato de mi determinación, la de un ciudadano tunecino que ha llegado a presidente, la de un
opositor que ha pasado por la cárcel y el exilio antes de entrar en el
palacio de Cartago y está dispuesto a participar en la invención de una
democracia del siglo XXI.
Palacio de Cartago, 7 de marzo de 2013
Notas
1. Alvin Toffler, La Troisième Vague, Denoël, París, 1980 (tr. de Adolfo Martín, La
tercera ola, Plaza & Janés, Barcelona, 1992).
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