de irene - Editorial Club Universitario

Anuncio
LOS
DE
22 ARCANOS
IRENE
PALOMA VILLAREJO
Título: Los 22 arcanos de Irene
Autora: © Paloma Villarejo
Fotografía de portada: © Reme Galindo
ISBN: 978-84-8454-814-0
Depósito legal: A-165-2009
Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33
C/. Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)
www.ecu.fm
Printed in Spain
Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87
C/. Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)
www.gamma.fm
[email protected]
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede
reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico,
incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de
información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los
titulares del Copyright.
Para mi guardián particular
Desnuda, completamente desnuda, igual que lo estuvo
cuando su madre la trajo al mundo hacía quince años en
un complicado e interminable parto de nalgas y con una
vuelta de cordón al cuello que estuvo a punto de asfixiarla.
Pero Irene nació con muchas ganas de vivir. O eso al
menos le dijeron los médicos a su madre cuando por fin
la tuvo entre los brazos, todavía amoratada por el trauma
del nacimiento. La asustó la luz del fluorescente, aleteó los
párpados transparentes y su madre le tapó los ojos para
que no sufrieran sus extrañas pupilas violetas, veteadas
en negro, que “con el tiempo le desaparecerán” le dijeron
las enfermeras. La recién parida notó también el ligero
estremecimiento que bateó el cuerpecillo de su hija porque
seguro que añoraba la calidez protectora de su útero.
La apretó más contra su pecho, sin importarle sentir el
dolor de las mamas henchidas de calostro. Era suya. Había
parido sin la compañía de ningún familiar, ni siquiera la de
él y lo prefería así. Mejor sola que mal acompañada por aquel
marido que viajaba en camiones de cabinas interminables
por carreteras polvorientas que le alejaban de ella y ojalá
que fueran caminos de un único sentido, de los que no se
pueden desandar. No le quería a su lado. Irene era lo único
que quería de él.
Un cerdo más entre el resto de cerdos que conducía al
matadero y si no que hablaran de una vez por todas sus
silenciosas magulladuras de la espalda, o el desgarro de la
vagina por la última acometida salvaje cuando la embistió,
el muy puerco, excitado por el anuncio del periódico “mulata
sexy, soy una yegua sin domar, te espero encabritada”.
Ahora Irene no sentía ni la luz ni el frío de esas primeras
horas del amanecer en que otras niñas aún conciliaban
sueños dulcemente rosas. Ella está sola y desnuda. Cae
una lluvia fina desde las nubes pletóricas de tormenta que
rasgan la oscuridad y las gotas, menudas y primerizas, van
cayendo sobre la desnudez del cuerpo de la niña y ella no
hace nada por cubrirse. Después goterones enormes se van
remansando en la hoquedad de su vientre. Resbalan por
sus pechos núbiles, del tamaño de unas naranjas, hasta
5
Paloma Villarejo
ir a morir al remanso del ombligo. Ni un parpadeo para
proteger sus pupilas del fragor de la lluvia, y éstas van
chocando en el fondo violeta de sus ojos. Irene, tumbada, y
enraizada su desnudez en la humedad de la madre tierra,
asiste al espectáculo de un amanecer lluvioso de abril. Tan
perpleja que no parpadea ni una sola vez.
El cabello, enredado entre la broza de la acequia, la
dibuja como una muñeca desvencijada y rota por el trasiego
de manos infantiles. La luna, antes de desaparecer entre
las nubes, refleja su blancura metálica en los charcos. Una
pierna de Irene, la derecha, descansa en uno de ellos. La
niña no se queja y ya, ni tan siquiera, puede recordar cómo
le gustaba de pequeña chapotear descalza, saltar de charco
en charco, empaparse los zapatones de colegiala de gruesas
suelas de goma y salpicarse de barro hasta el elástico de las
medias altas que le llegaban a las rodillas. Ahora, no lleva
zapatos ni medias y su pie lunar zozobra en el charco y, sin
embargo, no siente la humedad del agua ni la despedida de
la luna. No puede levantar la mano para saludarla. La luna
lunera se va sin su adiós.
Las manos yacen tendidas a lo largo de su cuerpo
desnudo y, mientras la derecha araña la tierra con los
dedos en un vano y desesperado intento de aferrarse a
algo, la mano izquierda aprieta con fiereza la presa de los
veintidós naipes de Tarot.
Una niña que ya no es niña, porque ni un hálito palpita
por su cuerpo. Ni la recorren miles de humores que la
hacían sentirse viva: el sudor incontrolable de sus manos,
la sangre de su primera menstruación con sólo once años,
el escape de orina antes de los exámenes a causa de los
nervios. Tampoco arderá ninguna médula en los entresijos
múltiples de su cuerpo desnudo. El piercing aún lo lleva
grapado al borde del ombligo. Niña moderna, niña sola y
niña muerta.
Ni un rastro de violencia mancilla la belleza de su cuerpo, aunque éste no tardará muchas horas en deshilacharse
en bellos jirones en cuanto la rigidez de la muerte ejerza su
implacable tronío. Descansa ya, Irene. Nadie vendrá a perturbar la paz eterna de los muertos, ni siquiera el zumbido
de los coches, ruidoso telón de fondo, de la carretera nacional que se escucha a lo lejos.
Tú yacerás por siempre tumbada, desnuda, muerta y
por fin en paz.
6
1
La primera vez que Esther se encontró con Irene creyó
que había tropezado con la muerte vestida con un camisón
de lunas y estrellas. Esta noche, acababa de comenzar su
turno de guardia en el hospital en donde venía trabajando
desde que acabó sus estudios de enfermería. Claro que por
aquellos años el hospital no se llamaba Gregorio Marañón
sino Francisco Franco y es que los cambios políticos de un
país barrían los viejos y polvorientos nombres de las calles
y también los nombres de los hospitales.
Todavía no tenía plaza fija y por eso cubría sustituciones más o menos largas. La enfermera jefe siempre le daba
el turno de noche porque ninguna de las veteranas quería
cubrirlo. Sin embargo, la noche ya no le parecía tan horrible
como al resto de sus compañeras porque así podía deambular de unas salas a otras con tranquilidad, sin las prisas
que imprimían las mañanas.
Su primera sustitución la hizo en la planta de Psiquiatría.
Cuando el aire de desorientación de los enfermos ya estaba
cuajando en ella —empezaba a pasear sola por no importaba
qué calle, se le olvidaba ponerse las medias blancas a
pesar de que estaban en pleno invierno o incluso llegaba
a despertarse con las gafas de vista cansada colgadas
aún de los ojos— se le acabó el contrato y la enviaron a la
sala de Quemados. Allí para entrar y soportar el dolor de
los pacientes tenía que dejar los sentimientos, los suyos,
agazapados detrás de la puerta acristalada. Y así, helada
su alma de enfermerita, conseguía no resquebrajarse como
las pieles retorcidas y quemadas de sus pacientes, que
se deshacían en cada cura que intentaba hacerles. ¡Eran
personas a pesar de habérseles desdibujado a muchos de
ellos su perfil humano, chamuscado por la vorágine del
fuego!
Aquellos recuerdos no eran comparables a la fuerte
impresión que le causó la dulce Irene esa noche. Deshojada
entre las sábanas de la cama, Irene parecía una blanca
7
Paloma Villarejo
azucena tronchada, una mariposa sin alas con las que
volar. Tenía desplegada su melena rubia por el almohadón
y el rostro vuelto hacia la ventana, por donde entraba sólo
la negrura de la noche, porque el viento que cimbreaba
las copas de los árboles se quedaba enredado y prisionero
tras el doble cristal. A pesar de la postura ladeada de la
niña, Esther pudo contemplar sus dos finas muñecas que,
rematadas por las vendas que las cubrían, descansaban
como pájaros heridos encima de la sábana blanca.
Se trataba pues de eso, de un frustrado intento de suicidio. No era el primero que pasaba por sus ojos, ni mucho
menos. Aunque lo que sí le sorprendía era la juventud de la
enferma —unos quince años, para que luego dijeran la tontería aquella de los años de la niña bonita— y también la
manera en que había atentado contra su vida. Porque ella,
desgraciadamente, estaba acostumbrada a lavados urgentes de estómago por ingestión masiva de medicamentos, a
vómitos incontrolables de frágiles adolescentes que se diluían en sollozos, de arrepentimiento o de fracaso, porque
no habían tenido éxito en su tentativa de suicidio, a padres
atrincherados entre pretextos “ha sido un descuido de la
niña que se ha confundido de frasco”, “las veces que le habremos dicho que con las pastillas no se juega”. Y, sin embargo, Esther aún no se había acostumbrado a practicar
curas en el reguero mortal de las venas calientes de una
quinceañera, abiertas por el frío cortante de una cuchilla.
Tocó con los nudillos en la puerta abierta para anunciar
su presencia, pero el rostro de la pequeña seguía absorto en
el torbellino de la noche y del viento. Carraspeó también en
vano y ya decidida entró taconeando con sus zuecos blancos
de enfermera para hacer ruido. Todo inútil, la dulce Irene
—supo luego su nombre por el parte médico que colgaba del
lecho— seguía ajena a sus llamadas, escorada en no sabía
qué playa de algún triste recuerdo.
¡Qué extraño que no hubiera ningún familiar para
acompañarla durante la noche! Las noches de hospital
resultan interminables para los enfermos con parientes
olvidadizos porque es entonces cuando los espíritus del
silencio, del dolor y del miedo se apropian de los pasillos
y de las habitaciones, esquinando aquellas salas donde
hay padres, madres o esposas vigilantes. “¿Me moriré
esta noche?”, se preguntaba el paciente recién ingresado
esta mañana gracias a un vecino que se dio cuenta de que
8
Los 22 arcanos de Irene
llevaba dos días sin verle. “¿Vendrán mis hijos?”, ¿por qué
se hace esa pregunta si sabe que sus hijos andan perdidos
por la geografía de España? Cuando el hedor del orín le
remueva la conciencia —la cara que pondrá la enfermera,
y con razón cuando vea el pantalón meado como si fuera
un chicuelo—, mascullará bajito para que no le oiga el de
la cama de al lado, cuyos parientes por cierto le han estado
martirizando todo la tarde. “No vendrán”. Bueno, pues si se
muere esta noche mejor que mejor. Mira que si la hubiera
palmado en mitad del pasillo y su perrilla Lali le hubiera
comido las orejas cuando le acuciara el hambre. ¡Cosas
como ésas pasaban en la tele!
Irene también estaba sola y despierta, sin nadie que
entretuviera su vigilia, ni ahuyentara sus pesadillas de
niña despierta, marcada de por vida con las cicatrices de las
muñecas, que luego ya de mayor tendría que disimular con
un reloj en la muñeca derecha y en la izquierda una ancha
pulsera de cuero con su nombre.
Esther se acercó y miró en el parte médico el nombre
de la pequeña, la hora en la que la ambulancia la recogió
de su casa en el viejo barrio de Chamberí, porque a última
hora Irene se arrepintió y quiso vivir fuera como fuera, y la
enfermera intentó pronunciar su nombre como suponía que
lo haría su madre, bajito y vocalizando muy despacio cada
una de las cinco letras.
—Irene —susurró intentando que saliera del abismo
particular en que debía estar hundida hasta la médula de
sus venas cortadas.
Tenía que haberse callado. Y es que siempre se excedía
en el cumplimiento de su trabajo. Debía ser por lo del
juramento hipocrático y todas esas pamplinas. La miró
fijamente, sin parpadear —le extrañó que Irene aguantara
tantos minutos sin bajar los párpados— y le dieron miedo
sus ojos violetas y todo lo que leyó en el vacío de su mirada:
páginas enteras de desilusión, de temor, un proceloso mar
de renuncias... La mirada de una vieja de ochenta años en
el cuerpo de una adolescente.
—Irene, soy la enfermera de guardia —le dijo entre
murmullos—. Si necesitas alguna cosa, llámame. Aprieta
esta perilla y enseguida estoy aquí. No dudes en hacerlo
porque no es ninguna molestia, te lo aseguro.
Como si nada, como si en vez de a ella, se hubiera
dirigido a las paredes blancas e inmaculadas intentan9
Paloma Villarejo
do mantener una conversación de locos. Hablar con las
paredes tampoco era tan raro, lo que sí era ya alucinante
es que éstas te respondieran como hacían con la señorita
Amelia, la de la planta de Psiquiatría. Y es que a la pobre
se le fueron muriendo todos los que vivían en su reino doméstico: el padre, la madre octogenaria, el gato de angora,
su colección de rosas de té… La señorita Amelia siguió
sola, solterona y ataviada con su vestido de moaré en su
piso del barrio de Salamanca y como sólo le quedaban los
muros de su castillo empezó a hablar con ellos y hubiera
seguido así toda su vida si no la hubieran denunciado
las vecinas. En cada visita que Amelia le hacía al jefe de
Psiquiatría del hospital le aseguraba lo mismo, que se le
aparecían caras dibujadas en las paredes y como ella era
una señorita muy educada no podía pasar por delante sin
decir esta boca es mía. Y claro, luego con el tiempo les
fue cogiendo cariño y ya entablaba largas conversaciones
y además no se le iban a morir nunca y nunca la dejarían
abandonada. ¡Qué encantadora resultaba Amelia con la
diadema de flores de tela, su vestidito lujoso estampado en
aguas y su alegre locura!
Esther, para aliviar la tensión del momento, se acercó
a la cama y alisó arrugas imaginarias de una sábana que
apenas dejaba intuir la delgadez del cuerpo de la paciente
y después comprobó si el suero bajaba hasta la vía abierta
en su mano derecha.
—Pobrecilla, ¡cómo ha debido dolerte! —murmuró al
ver las huellas inútiles de los pinchazos de la aguja en los
brazos.
Supuso que su compañera del turno anterior no le
había encontrado la vena en ninguno de ellos y había
tenido que acabar buscándola en la mano. Cuando volvió
a mirarla, tropezó con los ojos de la niña, sus pupilas
violetas, atravesándola como el cuerno de un astado. Y al
sentir el frío de su mirada, añoró los ojuelos cálidos de su
querida Amelia.
Ninguna palabra, ningún gesto. Lo único vivo de la
pequeña eran sus pupilas de un azul tintado en viola,
que acechaban todos sus movimientos, y se sintió como
un zorro acosado por una jauría de perros. Huyó de ella
sin una despedida, y libre por fin de su mirada una vez
en el pasillo respiró entrecortadamente, como fatigada por
un gran esfuerzo. ¿Había parpadeado alguna vez Irene
10
Los 22 arcanos de Irene
durante los minutos que había estado en su habitación?
Juraría que ni una sola vez.
Quedaba mucha noche por delante para sentirse amenazada por unos ojos, por muy extraños que fueran. Quedaban otros enfermos por atender, otras salas por vigilar,
conversaciones con su compañero Juan —el único técnico
sanitario hombre de aquellas salas, “no tan hombre” decían
las lenguas viperinas de sus compañeras— desgranadas
en torno a innumerables cafés tan negros como esa noche
que quedaba fuera del hospital madrileño, agazapada entre
los altos edificios próximos hasta que llegara la claridad de
la mañana.
Estaba acercándose a la sala de enfermeras porque
había acabado el recorrido de las habitaciones de la
planta y ya veía a Juan haciéndole gestos con la mano.
Se rumoreaba que le gustaban los hombres sólo porque
leía poesía y no iba martirizando a las enfermeras jóvenes,
como hacían ciertos médicos, con piropos o con pellizcos
camuflados entre los dobleces y pliegues de las batas
blancas. ¡Una mano delicada, nervuda y de dedos largos,
ideal para perderse por todos y cada uno de los resquicios
tibios de cualquier mujer!
De la mano y con la experiencia de Juan, estaba aprendiendo que la comprensión y la ternura en el trato con los
enfermos era la mejor terapia, por no decir la única, para
vencer a la enfermedad y le costaba entender por qué lecciones como ésas se daban con cuentagotas en la facultad
de Medicina. Teoría y más teoría, poca práctica y nada de
psicología. Aunque no sabía qué era peor, porque luego
una iba y les cogía cariño a los enfermos. Todavía recuerda
cuando estuvo en la sala de Neonatos. Era tan fácil amar a
aquellos cuerpecillos que luchaban por vivir dentro de sus
claustrofóbicas incubadoras. El caso aquel de las siamesas
que compartían la pelvis y las extremidades inferiores, aún
hoy después de dos años, alteraba sus sueños y la hacía
despertarse sobresaltada en medio de la noche para sentirse unida al cuerpo de su hermana Alicia a pesar de que era
diez años más pequeña que ella.
—Esther, un aviso de la habitación 13, la de la niña
que ingresó esta mañana por intento de suicidio. Anda,
acércate tú, la próxima llamada la cubro yo.
No imaginaba qué podía querer la pequeña cuando
había sido tan maleducada en el primer encuentro que
11
Paloma Villarejo
habían tenido no haría ni una hora escasa. No se había
molestado en dedicarle un gesto o un parpadeo que
aliviara la extraña tensión de sus párpados, ni menos aún
una palabra. Le dolían las piernas de estar tantas horas de
pie —cada vez encontraba menos alivio en las medias de
descanso—, y no estaba para tonterías ni aunque vinieran
de una adolescente en plena crisis existencial.
Quizás Irene fuera una niña de papá, cabreada con
el autor de sus días porque no le había regalado para
celebrar sus quince años una moto como la de Vanesa,
su compañera inseparable del internado suizo. O tal vez el
disgusto vendría porque mamuchi no le había obsequiado
con un modelito de Donatella Versace con el que tumbaría
de envidia a sus amigas o por ese flechazo hacia el nuevo
chófer que había entrado hacía bien poco al servicio de
su padre y que inexplicablemente la rehuía como a una
apestada y, desconcertada por el primer rechazo de su
vida, se había intentado cortar las venas mientras dudaba
en el último momento de si el morenazo de gorra de plato
merecía la pena, porque mira que si las manchas de sangre
no saltaban luego de su camiseta Calvin Klein.
No sentía envidia de la pequeña porque tampoco ella
se podía quejar de la vida que le había tocado en suerte.
Un padre trabajador de la mañana a la noche, a vueltas
siempre con el soplete y las tuberías, entre las inmundicias
y los excrementos que las atascaban y una madre, ama de
casa, esposa perfecta, madre dedicada en cuerpo y alma
a su hermana Alicia y a ella. Nunca olvidaba darle a su
madre el beso de despedida antes de irse a dormir, y eso
que tenía ya veintitrés años, y siempre le había revelado
sus confidencias por íntimas que fueran, como la del chico
de sexto que la miraba con ojos de carnero degollado y que
dejó de hacerlo cuando tuvo que irse a Florencia siguiendo
el rastro de un padre militar. La dejó destrozada porque
fue el primer amor y el despertar a una inquietud primeriza
que le hacía hormiguear algo allí dentro, no quería saber
muy bien en qué lugar de su cuerpo porque seguramente
era pecado.
Eduardo, se llamaba Eduardo. ¿Se acordaría todavía de
ella? El primer beso —recuerda que ella tomó la iniciativa
con los labios cerrados, colocados con delicadeza en la
boca también cerrada de él— le supo a chicle de fresa. Y
cada vez que mascaba uno le venía el sabor goloso de ese
12
Los 22 arcanos de Irene
único beso. Desde entonces sólo comía chicles de menta
para ver si así aventaba el sabor agridulce de aquellos
recuerdos.
Desde niña, sabía de memoria sus obligaciones y esta
vez también estaba decidida a cumplirlas, asomada al
balcón del mundo vestidita con la mejor de sus sonrisas
como hacía siempre y, con su impecable uniforme de
enfermera.
Tranquilidad, Esther, veremos qué quiere la pequeña
Irene.
13
2
No podía evitarlo y a lo mejor es que tampoco quería.
Cada vez que entraba en la comisaría, enclavada en la Ribera de Curtidores, entraba de golpe y porrazo en su infancia, dura y marginal de niño de barriada pobre, marcada
con el hierro de la droga y la prostitución.
Tantas veces había abierto la puerta de cristal, o mejor
dicho, tantas veces le metieron a empellones allí dentro
que podría moverse con los ojos cerrados sin tropezar con
nada. La comisaria era pequeña, como todo en este barrio
céntrico de Madrid: pisos pequeños de cincuenta metros
cuadrados, negocios reducidos de principios de siglo, calles
estrechas de aceras imposibles, parques inexistentes y, por
supuesto, la comisaria no iba a ser una excepción a la regla
de pequeñez con que estaba trazado el barrio.
¡Esta comisaria de juguete tuvo, sin embargo, su punto
bueno! Los domingos con el cirio que se montaba con lo del
Rastro, a él y a los demás colegas de la banda de los Ratas,
el sargento les dejaba darse el piro porque la oficina estaba
a reventar de casos más importantes y no, sus pequeñas
trapacerías de pilluelos criados y amamantados con la
basura de las calles.
Ahí seguían los mismos bancos de madera, más
pintarrajeados que entonces, en donde esperaban a que el
sargento Morales les tomara declaración a él y a los otros
compinches. Y además fue él, el Boni, antes de llamarse
con su nombre entero, Bonifacio Seoane, quien bautizó al
policía Morales con el apodo de Moriles basándose en dos
pruebas sustanciales: su nariz colorada de payaso de feria y
el tembleque incontrolable de sus manos, prematuramente
avejentadas.
Hoy —transcurridos más de veinte años— sabía que
la explicación era muy distinta: una alergia a los ácaros
del polvo que se habían hecho fuertes en todos los
resquicios de la comisaria, sobre todo en la oficina del
sargento porque habían tropezado con un enemigo débil, el
15
Paloma Villarejo
sargento Moriles, aquejado ya de los primeros síntomas de
Alzheimer y que, luego ya convertidos Bonifacio y el viejo
en compañeros de oficina, le apartaron antes de tiempo del
servicio obligándole a aceptar una jubilación anticipada
con sólo cincuenta años y un largo e intachable expediente.
¡Pobre viejo!
Sin embargo, Bonifacio le estaba muy agradecido porque
fue su mentor, y gracias a él pudo escapar del corredor de
la muerte en que se convertía el barrio para aquellos de
sus hijos que, una vez cumplida la mayoría de edad, no
conseguían liberarse de su atracción fatal. Pero eso vendría
muchos años más tarde. Él salió antes de sus calles y lo
hizo desde el reformatorio en donde fue a parar cuando el
sargento ya se hubo cansado tanto de las buenas palabras
del Boni como de sus vanas promesas de arrepentimiento:
“Boni, ésta es la última vez. A la próxima, te saco del barrio
aunque sea a la fuerza. Lo hago por tu bien, chaval, porque
si no acabarás mal”.
¡El viejo cumplió su palabra! El hurto a aquella bruja
llamada doña Engracia, según dijo llamarse en la toma de
declaración, el saco de huesos con ojos —así la recuerda
él— le acabó de colmar la paciencia al sargento.
—De aquí no pasa. Esta vez te has atrevido con una
anciana. ¡Hasta la has arrastrado varios metros por la acera
cuando se ha resistido a que le hurtaras el bolso! Podría ser
tu abuela, Boni —le amenazó el sargento con el tono de voz
chirriante que sólo utilizaba con los criminales, matadores
de hombres, que llegaban esposados a su comisaria.
Y enseguida extrajo del fondo de su pantalón de raya
perfectamente planchada la cajita de rapé, el único objeto bello de su infancia que él recordaba. Pequeña como el
barrio, como sus pequeñas manos de chico de doce años
llenas de sabañones en invierno y en verano colmadas de
duras y resecas grietas. No le daba la gana decirle al sargento que él no recordaba ni abuelo ni abuela, ni nada que
se le pareciese, que su padre si lo tuvo desapareció arrepentido o asustado de haberle engendrado en el vientre de
su madre —la Amparo— y que a ésta, según las vecinas del
barrio, se le fue la salud a chorros debido al mal francés,
más conocido como sífilis, y contagiada por algún descuidado cliente, quizás su propio padre.
¡Cómo le habría gustado por aquel entonces poder coger
la caja, como la cogía ahora, y perfilar su contorno una y
16
Los 22 arcanos de Irene
otra vez con sus dedos de uñas negras mordisqueadas
hasta el infinito, acariciarla y mirar en su interior y en
el colmo del atrevimiento olfatear el tabaco, negro y muy
picado, con el que el sargento se llenaba su nariz colorada!
Y a esperar porque el estornudo, vivito y coleando, no se
hacía de rogar y por arte de magia la hinchazón de la nariz
descendía. Todo un ritual cuyos prolegómenos de sobra
eran conocidos por los chicos del barrio. Era la primera vez
que veían a alguien esnifar tabaco por la nariz. Si hubiera
sido hachís o pegamento... eso ya era otro cantar, a esas
prácticas sí que estaban por desgracia acostumbrados.
La cajita de latón con una piedra morada incrustada en
la tapa era un recuerdo que compró el sargento una tarde
de paseo en un bazar moruno cuando fue destinado a la
XIII Bandera de la Legión en El Aaiun, Marruecos. Aunque
el recuerdo más imborrable de aquella época todavía lo
lleva el sargento dibujado en el colgajo del brazo derecho
por un chiquilicuatre morito: el tatuaje con la bandera de
España que era la tarjeta de presentación de cualquier
legionario que se preciase, recién alistado en los Tercios. Y
cuando el domingo pasado el sargento le preguntó que por
qué llevaba aquella calcomanía estampada, a Bonifacio le
dieron ganas de restregársela hasta hacerla desaparecer
como estaba haciendo el Alzheimer con el pasado del
viejo.
Por eso respetaban al sargento, por sus años de
legionario sirviendo a la nación. Pero sobre todo por su
esposa Ariadna. Cuando ella aparecía por la comisaria
para llevar la comida del mediodía a su marido, era entrar
y el bullicio se aquietaba amansado por el halo de su
seducción, de su belleza, por su marcado acento andaluz
que decoraba el clavel reventón de su boca llena y también
por el olor a jazmín que duraba días y días y que iba
desprendiendo con cada paso de mujer gitana y morena.
El Boni llegó a pensar que el sargento Morales esnifaba
tabaco para taponarse la nariz y no olfatear el olor a jazmín
de su esposa y evitar así ponerse a cuatro patas berreando
de amor al sol nublado o a la luna llena. Si lo hubiera
hecho, habría perdido la autoridad ganada en miles de
frentes ante subalternos, carteristas, y busconas.
Y es que detrás de Ariadna corrían eclipsados los ojos
de todos los presentes. Detrás de su afilada cintura, de
su cabellera negra y lisa que tapaba unas nalgas que
17
Paloma Villarejo
Boni y los chicos de la banda imaginaban respondonas,
detrás de sus ojos almendrados, cuyo perfil de almendra
parecía delineado por el trazado sabio de una raya negra o
“¿sería la frondosidad de las pestañas?”, pensaba el pobre
Boni. Detrás llevaba encandiladas el alma y la vista de los
testigos presenciales y el sargento Morales lo sabía, porque
también él se quedó boquiabierto desde que la descubrió
aquella noche de agosto descalza y medio desnuda sobre
las rocas de la playa, como una sirena fatalmente varada a
una playa cualquiera de Huelva.
Ahora la cajita de rapé la llevaba Bonifacio Seoane en
el bolsillo de su chupa de cuero. Se la regaló el sargento
cuando el Boni consiguió licenciarse y cuando empezó
a darse cuenta de sus pequeños lapsus de memoria
porque no quería perder el único objeto de su pasado de
legionario, engullido por algún sucio retrete o que algún
anciano lunático de la residencia se la robara mientras
dormía el sueño de los viejos.
¡Qué orgulloso se sentiría el sargento si pudiera
enterarse de que el pequeño Boni se había hecho poli
como él! Claro que le costó mucho aprobar el examen
psicotécnico, casi tanto como sacarse el graduado por
las noches y es que venía reventado de pasarse el día
repartiendo bombonas de butano en el barrio, porque ni
un solo piso tenía ascensor, pero sí muchas y estrechas
escaleras rematadas en pasillos oscuros donde te las
veías negras para subir una bombona o una camilla
como aquélla en donde dormía inconsciente la niña rubia
llamada Irene o para bajar al último muerto, cuajadito de
droga, al que la coca le había dejado churretes blancos por
el rostro.
Las vecinas de siempre, las del barrio de toda la vida
recompensaban al Boni con algunas propinas, pocas,
con las que redondeaba el infame sueldo de repartidor,
pero muy honrado. Le llenaba de orgullo saber que a sus
espaldas las vecinas se arremolinaban para alabar su
constancia de luchador porque había logrado apartarse
del mal camino que trazaba el barrio para todos los que se
dejaban subyugar por sus calles retorcidas. Las mismas
calles que se convertían en auténticos laberintos de Creta
para los extranjeros, en cuanto se atrevían a alejarse de
la Ribera de Curtidores para buscar otras esquinas donde
practicaban un regateo que no existía en sus países. Y
18
Los 22 arcanos de Irene
caían por fin atrapados en las redes de los despiertos
timadores que llevaban un buen rato observándoles.
—¡Quién le ha visto y quién le ve! —exclamaban
alborozadas.
¡Qué de vueltas daba la vida! Su vida, la vida del sargento
Morales, la de su esposa Ariadna. Aunque algo bueno tuvo
tanto subir y bajar bombonas y era que los músculos de
su cuerpo se le esculpieron bajo el cincel pesado de la
carga sin necesidad de máquinas de musculación como
las que usaban ahora sus compañeros para mantenerse
en forma en el gimnasio que habían apañado en el sótano
de la comisaría.
Aún recordaba con gratitud a la mujer aquella de la
calle Rodas, perpendicular a la Ribera de Curtidores,
pintarrajeada a brochazos como un cuadro, que se
pasaba un rato largo con las propinas. Siempre se le iba
la mano huesuda como un sarmiento hacia su brazo con
el pretexto de agarrar la bombona y enseguida venía el
leve roce, seguido de un “perdón, chico, fue sin querer”
a la intersección de sus piernas. El Boni la dejaba hacer
porque estaba convencido de que sería el único contacto
humano que tendría “la Colores” en una semana y si con
eso se daba un gusto al cuerpo, mejor que mejor.
La cajita de rapé la llevaba siempre en el bolsillo
izquierdo y la pistola viajaba de incógnito en la axila
derecha porque era zurdo de nacimiento. ¡Con las veces
que sor Martirio le había machacado la mano con la vara
de mimbre para corregirle el endemoniado vicio y para
que escribiera con la diestra como los otros chicos! Pues
esa mala costumbre le daba la ventaja de la sorpresa ante
cualquier quinqui que le amenazara armado de alguna
afilada perica. Quinquis y putas, ésos también eran los
vecinos que habitaban su mundo y ya desde bien pequeño
el barrio de la Latina le venía ofreciendo lo más granado de
su fauna. Sería por eso que Ariadna se le aparecía en sus
tibios sueños infantiles como una bocanada de aire fresco,
perfumado a jazmines.
Nunca le llegó a decir al sargento Morales, cuando ya
era Morales para él porque eran compañeros y él ya no era
el Boni sino Bonifacio Seoane que las primeras calenturas
en la entrepierna —con unos doce o trece años— se las
provocaba su esposa Ariadna. Cómo se encandilaba cuando
la oía pronunciar su nombre silabeando, acariciando cada
19
Paloma Villarejo
una de sus letras: “Bonifasio, otra vez tú por aquí”. Cuando
pronunciaba esa “s” suavecita y la “o” al final, la boca se le
abría en una gruta sensual y profunda por donde emergía
tentadora la serpiente roja de su lengua.
Fue un secreto que nunca contó a nadie, ni siquiera
a ningún otro Rata. ¡Como para ir largando por ahí que
Ariadna, la mujer del sargento, era la protagonista de sus
sueños, colmados de erecciones y bañados en semen!
Después de tantos años de aquello, seguía preguntándose
a pesar de saber la respuesta: “Boni, ¿por qué te dejabas
pillar “in fraganti” con el monedero o la cartera recién
mangada?”. Porque quería que le llevaran a la trena
para verla. Aunque era tan frecuente últimamente que el
sargento Morales llegó a pensar que el Boni iba perdiendo
facultades y rapidez en los dedos con la entrada en la
adolescencia.
—Boni, ya no eres el mismo —le sonreía el sargento con
una sonrisa sesgada de policía resabiado.
Y él, el Boni, buscaba una y otra excusa, amparado en
la inocencia fingida de su rostro, y en la candidez de una
sexualidad que la mujer del sargento había despertado,
igual que al genio de la lámpara. Sabía, vaya si lo sabía,
que una vez descorchada la hombría ya era imposible de
reprimir, ni siquiera con duchas frías.
—Sargento, es que los tiempos ya no son como antes,
no se vaya a creer, ni siquiera las abuelas son lo que
parecen —recordaba que le respondió Bonifacio.
Los años sucesivos le darían la razón porque la
dichosa doña Engracia —la que vivía en la calle de los
Melancólicos, otro de sus robos fallidos, el último, dueña
de aquel maldito bolso, falsa imitación de cocodrilo, que
fue a parar a sus manos sin saber cómo y que rebosó
hasta el borde la paciencia del sargento— resultó ser
una usurera. La doña murió rodeada de inmundicia y de
dinero y fue descubierta por el buen olfato de los vecinos
del inmueble. Doña Engracia vivía en el bajo y desde allí
fisgoneaba las miserías de sus inquilinos y les husmeaba,
como un hurón mezquino, hasta sus más inconfesables
intimidades.
Y si no hubiera sido porque la pestilencia amenazaba
con tragarse al barrio entero, no habrían denunciado la
desaparición de la vieja en la comisaria. Casualmente
el caso recayó en manos del Boni, ya pretrechado de
20
Los 22 arcanos de Irene
su nombre entero, Bonifacio Seoane, y fue él mismo,
con la ayuda de un par de compañeros, quien tuvo que
echar la puerta abajo y también fue él el primero que se
lio a patadas con las ratas que ya mordisqueaban sus
zapatillas de orillo.
“Le está bien empleado, una muerte así, espeluznante”
—le confesaban los vecinos cuando les iba tomando
declaración—. No se cortaron en revelarle al policía, y
eso que iba uncido con la autoridad del uniforme, la
animadversión que sentían por la dichosa vieja. Muy
parecida a la que sintió él en su día, porque por culpa de
la señora Engracia el sargento le envió al reformatorio.
La vieja se dedicaba a prestar dinero a sus inquilinos
a un interés imposible. Nada, pues, de débil ancianita
ni memeces por el estilo. Con gusto se lo restregaría al
sargento Morales, lástima que ahora el sargento ya no
estuviera para reproches.
—Sargento, ¿me oye? —le decía cada domingo a las
cinco de la tarde cuando le hacía la visita acostumbrada
en el geriátrico donde el sargento vivía desde hacía unos
diez años, ¿por qué no decir la verdad?, donde languidecía
poco a poco a la sombra de aquella maldita enfermedad.
—Boni, hijo, gracias por venir. Hoy te has retrasado
mucho. ¿Tenías muchas bombonas que repartir? —le
espetaba a gritos en cuanto veía aparecer su cabeza por
encima de los setos del jardín.
Luego venía lo peor, las preguntas que le hacía el
sargento sobre Ariadna y que a Bonifacio Seoane le
revolicaban el pasado. Le parecía estar viéndola entrar en
la comisaría como cuando era niño, bañada de la cabeza
a los pies en ese denso perfume a jazmín que se adueñó
para siempre de su infancia y de la comisaria del barrio,
incluso cuando ella se marchó, sin decir adiós, un día
cualquiera olisqueando el rastro de un chulo de pelo
casposo y engominado. Bonifacio Seone hubiera jurado
que cuando venía de la calle y entraba en la comisaria
quien primero le saludaba era ese mismo aroma dulzón,
estancado en la oficina y en sus recuerdos de hacía veinte
años atrás.
—Boni, ¿cómo está mi mujer? Acércate a mi casa,
por favor, y dile que llevo entre manos un caso de gran
envergadura y que no sé si iré a cenar esta noche.
—No se preocupe, sargento. Le daré el recado a doña
21
Paloma Villarejo
Ariadna enseguida —le contestó siguiéndole la corriente
como venía haciendo todos los domingos en los últimos
diez años.
Éste era el triste juego al que le obligaba a participar
cada domingo la demencia del anciano. El sargento
Morales, jubilado prematuramente y con honor a los
cincuenta años y con el grado de inspector, vivía anclado
en el pasado porque su enfermedad había enterrado bajo
una losa de granito el presente, pero no sólo el suyo, sino
también el de Bonifacio Seoane.
Así que cada vez que Bonifacio entraba en la residencia
recuperaba de la mano de la enfermedad del sargento su
infancia, y volvía a ser el Boni, el jefe indiscutible de los
Ratas hasta que fue enviado al reformatorio, el chaval que
pateaba las alcantarillas y las calles del barrio buscando
dónde esconderse y cómo sobrevivir.
Sabía que las comadres del barrio sentían pena por él,
y por su madre —la Amparo— porque la pobre sobrevivía
vendiendo su cuerpo o lo poco que quedaba de él en el
Parque de las Vistillas. Y, como si volviera a tener diez
años, recuerda las veces que tuvo que ir en busca de su
madre porque no regresaba a casa y siempre se temía lo
peor. Se la encontraba hecha un blando amasijo de carne
desparramada en un banco. Y, entonces, Boni se acercaba
con miedo de encontrársela muerta: los pelos grasientos
tapándole la cara y las piernas al aire esqueléticas
y desnudas porque la falda de falso cuero la llevaba
arremangada en las escurridas caderas.
Ahora como ayer volvió a sentir el miedo y la mano
que veía delante de sus ojos ya no era la de un hombre
de treinta años sino una mano pequeña, esculpida en
sabañones y expectante, que buscaba la muñeca de su
madre, igual que veía hacer al sargento Morales cuando
tropezaba con algún fiambre. El niño escuchaba el débil
latido del corazón y no sabía si sentir alegría o pena porque
la historia se repetiría otra vez como cada noche. Le bajó
la falda hasta las rodillas macilentas y la llamó bajito para
despertarla:
—Mamá, ya estoy aquí. Venga, despiértate, nos vamos
para casa.
Al retirarle el pelo de la cara, vio la boca de su madre
bañada en sangre por el mordisco de algún cliente
intemperante y buscó en su cuerpo más huellas de
22
Los 22 arcanos de Irene
violencia, pero por esa noche ya estaba bien y no encontró
ninguna más. ¡Qué poco pesaba! Él con sus doce años
casi la llevaba en volandas y ella se agarraba con desmayo
al cuello de su hijo mientras recostaba su cabeza en su
hombro. Como dos novios, les veía alguna vecina cuando
bajaba a tirar la basura al contenedor y sentía lástima de
lo que quedaba de la Amparo, de su crío, el Boni, de ella
misma y del chulo de su marido que la estaría esperando
con el cinturón de hebilla grande en una mano y la botella
en la otra, porque sólo así lograba a duras penas algo de
equilibrio, el suficiente para no caer rodando al suelo antes
de descargar en la puta de su mujer —como él la llamaba
una y otra vez— su asco y su borrachera.
La vecina también envidiaba esa ternura que se abría
ante sus ojos y tenía que parpadear varias veces para
ver si todo era un sueño. Pero no, ahí seguían los dos,
agarrados como dos novios. Y ya no le importó subir las
escaleras, aunque de sobra sabía que el padre de sus
cuatro criaturas, sin contar los abortos, porque de ésos ya
había perdido la cuenta la estaría esperando agazapado
entre las sombras del pasillo con el cinturón en la mano
bestial.
A Bonifacio le dolía su pasado o mejor dicho el de su
madre como una herida que nunca acababa de cicatrizar.
Le estaba muy agradecido a la Amparo porque le había
dado la vida y también por habérsela respetado porque no
habría sido el primer caso ni el último de recién nacidos
asfixiados en el interior de bolsas de basura, allí enterrados
en el fondo de los contenedores y descubiertos a la luz del
día por los basureros cuando vaciaban los cubos en el
camión de recogida. Claro que a veces, cuando el asco le
supuraba por cada poro, llegaba a pensar si su madre no lo
habría hecho no por él sino por el morbo de ciertos clientes
que preferían tirarse a las putas que llevaban la preñez
colgada del vientre. ¡A pesar de todo le debía la vida!
Y con las visitas dominicales al sargento Morales,
Bonifacio recuperaba un pasado que estaba empeñado
en enterrar y venga el sargento una y otra vez con sus
recuerdos sacándole de quicio y alterándole los nervios.
Además, tampoco debía impedírselo porque según le
habían dicho los especialistas formaba parte de la terapia.
Había que dejar que el pasado se instalara en el vacío del
presente, hasta que llegara el triste momento —ya se lo
23
Paloma Villarejo
había advertido el psiquiatra— de que en la mente del
sargento dejara de existir también ese lancinante pasado
y estallara el apocalipsis final. El vacío. Ojalá que el Dios
de la Amparo le enviara antes una trombosis o un ataque
fulminante al corazón. Cualquier cosa mejor que verle
arrumbado en una butaca como un vegetal.
—Sargento, me da el brazo y nos acercamos a la
cafetería a tomarnos unos quintitos de birra —le decía
Bonifacio para ver si se callaba y dejaba de hurgar en la
herida.
El sargento sólo era feliz cuando rememoraba el
pasado, comido el presente por el avance de la enfermedad
y Bonifacio de lo que venía huyendo era del pesado lastre
de aquella dura infancia que amenazaba con hundirlo en
la miseria. Habría dado cualquier cosa, hasta su preciada
cajita de rapé, porque un estado de amnesia se tragara
con avidez de sediento sus años infantiles y nacer al
mundo ya muerta su madre, huida doña Ariadna detrás
del chulo aquel apodado el Posturitas y disfrazado él de
persona respetable con su honrado trabajo de repartidor
de bombonas.
Le ayudó a levantarse de la butaca y abandonado a
sus brazos —igual que años antes hiciera su madre— le
condujo a rastras hasta la cafetería. La enfermedad seguía
tan implacable su avance que el sargento ya ni reconocía
el sabor de la cerveza y por eso el camarero le podía servir
tranquilamente el té en una jarra —reconociendo la seña
que Bonifacio le hacía cada domingo— sin percatarse
siquiera de la bolsita que colgaba de la jarra.
—La mejor cerveza del mundo, ¿eh, Boni? No hay nada
en este mundo como una jarra de cerveza Mahou fresquita,
ni siquiera un abrazo y un besazo de mi Ariadna —le dijo
el sargento al llevarse la falsa cerveza a la boca.
Oírle decir eso y ver la bolsita de té tan cerca de su boca
desdentada era como para descojonarse allí mismo si no
fuera porque él, Bonifacio Seone, no se reía nunca.
24
3
Esther avanzaba por el blanco e inmaculado pasillo
hecha un mar de dudas. ¿Qué es lo que querría la
pequeña de la habitación 13? Le había insistido no haría
ni una hora, que le pidiera cualquier cosa, que no era
ninguna molestia y aquélla a vueltas con la ventana de
doble cristal, sin mirarla a los ojos. Aunque la verdad casi
lo prefería porque nunca había conocido a nadie con unos
ojos de color violeta como los de Irene. Y no era sólo el color
sino también la mansedumbre y quietud de sus pupilas.
Sentada en la cama, Irene parecía esperar la llegada
de cualquier vasallo sumiso. Esther desde la puerta
abierta pudo contemplar la altiva figura de Irene. Estaba
arrellanada sobre la almohada, con el cabello rubio
vistosamente desparramado sobre el camisón de lunas
y estrellas que aún vestía y con un juego de cartas en el
regazo.
No la miró al entrar tan concentrada estaba con el
recuento de los naipes. Esther decidió carraspear para
atraer su mirada peregrina. Nunca había conocido a nadie
tan hermoso: esa aura de misticismo que irradiaba desde
sus pupilas violetas, el afilado perfil de mejillas en punta,
su virginal y despejada frente enmarcada entre unas
guedejas rubias que para sí hubiera querido.
Estas palabras no eran suyas. Las aprendía de la mano
de su compañero Juan porque despejaban así el sueño de
las guardias, que se volvían interminables y aburridas en
las largas noches de invierno. Jugaban a inventarse frases
con las palabras que Juan sacaba de sus libros de poesía.
No es que ella fuera inculta ni mucho menos, pero el poco
tiempo que tenía lo empleaba en leer tratados de Medicina
porque no había desechado la idea de completar sus
estudios, y de ahí que anduviera perdida entre palabras
técnicas como perlesía, hemoptisis, analítica, esclerosis...
Lo que no sabía Esther es que le faltaba bien poco
para convertirse en una iniciática de otro lenguaje, el
25
Paloma Villarejo
adivinatorio. Tampoco podía saber aún que de la mano
de Irene recorrería con admiración el dialecto mágico del
Tarot, igual que la niña a su vez lo había aprendido de su
madre cuando escuchaba sus charlas entre tinieblas con
la otra, la Invasora. La pequeña, después, aprovechando la
ausencia de las dos, cogía los naipes con mucho cuidado
como si quemaran. Y con las cartas ya en las manos, por
fin se sentía tranquila y libre.
—Hola, Irene. Ya estoy aquí. ¿Qué quieres, pequeña?
No podía evitar sentir lástima y ternura hacia la enferma
porque le recordaba demasiado a su hermana Alicia. Las
dos tendrían la misma edad. Esperaba una respuesta como
“Tengo sed, por favor, ¿me traerías un vaso de agua? o
¿me bajas la cama a ver si puedo dormir?”. Lo que nunca
hubiera imaginado era esta pregunta:
—Esther, ¿quieres jugar conmigo a las cartas?
De nuevo, esta niña tenía la facultad de sorprenderla,
y cuando la oyó pronunciar su nombre se asustó, quizás
mediatizada por el camisón de lunas y estrellas, o por sus
ojos violáceos y su mirada fija y vacía, de otro mundo. O tal
vez por todo.
—¿Cómo has sabido mi nombre? —le preguntó la
enfermera.
—Lo llevas bordado en el bolsillo de la bata. ¿Te lo ha
bordado tu madre, Esther? La mía nunca hubiera hecho
algo así por mí.
Lo soltó sin más, como si ella acabara de salir del
parvulario. Y como si no necesitara la aprobación de
nadie para continuar con su propósito, decidido en algún
momento de su soledad nocturna, Irene barajó las cartas
con sus pequeñas manos hábiles, desplegando ante la
mirada cada vez más atónita de Esther, la destreza alada
de los dedos y la figura formada por cuatro naipes. Los
dispuso en forma de cruz, parecida a la que ella llevaba
colgada al cuello, regalo de sus padres por su primera
comunión.
Esther no se quitaba nunca el crucifijo de su cuello y eso
que sus compañeras se burlaban diciéndole que a ver si se
modernizaba un poco y se quitaba el Cristo aquel, porque
ahora lo que se llevaba eran muchas cadenitas finas de oro
y de paso que hiciera algo con su pelo, media melena rizada
—bastante sosita por cierto— que envolvía toda su cabeza
en rizos negros que le llegaban hasta los hombros.
26
Descargar