En Nueva York hacía muy buen día, uno de esos

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En Nueva York hacía muy buen día, uno de esos días de primavera en los que se podía creer que
el peso de las atrocidades de 2001 no sería eterno. Dina se despertó temprano y, al ver
durmiendo a su marido, se encendió en su cuerpo el recuerdo de la noche de amor que habían
compartido. Hacía mucho tiempo que Karim no demostraba tanto ardor y pasión. Gracias a ello,
y a que Dina no se había hecho de rogar, habían revivido brevemente los primeros tiempos de su
matrimonio, cuando el amor era algo nuevo, y el sexo, un fuego que los consumía. Durante toda
la noche le había murmurado: «Te quiero, Dina. Pase lo que pase, quiero que sepas que te
quiero».
«Qué guapo es», pensó, acariciándole la cara. Su piel, cubierta como cada mañana por una barba
incipiente era de color café con leche. Tenía el pelo oscuro y ondulado, con algunas canas, y una
boca generosa, de risa fácil. Sus pestañas parecían las de una estrella de cine, y tenía unos
pómulos marcados y una nariz de patricio, más que de árabe. Él solía reírse y le decía: «Por ti
seré romano, griego o lo que quieras». Pero debía de ser broma, porque en lo que llevaban de
casados había ido volviéndose cada vez más árabe, más tradicional, más... más todo lo contrario
de su mujer. Dina se puso la bata y las zapatillas, preparó café de Kenya (el favorito de Karim) y
se lo llevó a la cama, por primera vez en mucho tiempo. Él abrió los ojos lentamente y la miró
con tanto deseo que casi hizo que ella renunciara a ir al trabajo; casi, porque en Mosaic (su
empresa de diseño floral, mantenida con muchos años de esfuerzo) iba a ser un día importante.
Por un lado, Dina tenía que preparar un pedido importante para el nuevo bistrot de Daniel
Bouloud, y por el otro, había quedado con el dueño de un nuevo y exclusivo hotel. Si Dina, y
Mosaic, se habían convertido en habituales de la revista New York y la sección de cotilleos del
New York Post, no era porque se tomase días libres, y menos con tanta gente ansiosa por
arrebatarle lo que tanto sudor y esfuerzo le había costado conseguir para Mosaic: la fama de ser
la mejor tienda de diseño floral de Manhattan. Aun así, se entretuvo un poco tomando café con
su marido y disfrutando de unos momentos deliciosos en sus brazos. Estaba tan a gusto, tan
calentita, que le costó un gran esfuerzo salir de la cama. Luego se vistió con rapidez, pero sin
descuido. Nueva Cork era una ciudad tan competitiva que ir elegante no representaba una simple
cuestión de vanidad, sino una inversión. A pesar de los tres hijos que había tenido, y de sus
veinte años de matrimonio, Dina mantenía la talla 36. Tenía el pelo rubio y sin ninguna cana, un
poco por encima de los hombros, con un corte que enmarcaba su cara ovalada y le favorecía
mucho. Sus ojos eran despiertos y limpios, de color marrón claro. La falta de arrugas de su piel,
también clara, se explicaba tanto por factores hereditarios como por alguna visita a uno de los
mejores dermatólogos de la ciudad. Después de una ducha rápida, y de un somero maquillaje, se
puso uno de los trajes de chaqueta de diseño que siempre llevaba al trabajo. Cuando bajó, Fatma,
la niñera, ya estaba atareada en la cocina. Era una prima soltera de Karim, dotada de una
puntualidad digna de un ferroviario de los de antes. El horario inquebrantable de la casa dictaba
que a esa hora ya tenía que estar preparado el desayuno de Suzanne y Ali (los mellizos de ocho
años del matrimonio Ahmad). En vista de que Dina no se había presentado en la cocina, Fatma
había optado por encargarse de todo, lo cual había despertado ciertas protestas.
-Mamá, tenías que darnos de desayunar, pero seguías dormida-se quejaba Suzy, mirándola con
sus ojos marrones.
Ali, que prácticamente era una fotocopia de su hermana pero con el pelo más corto y rizado,
expresó la misma opinión de forma ensordecedora.
-Bueno, bueno -dijo Dina, acatando el sentimiento de culpa que constantemente le generaban por
el mero hecho de que a veces no consiguiera ser tres personas a la vez: esposa, madre y
empresaria-. Ya que he arruinado el desayuno, ¿queréis que comamos juntos? Podríamos quedar
en el parque. Fatma os llevará. Comeremos unas salchichas y pasearemos un poco. ¿Os apetece?
Dos fuertes síes indicaron que les encantaba la idea. Dina se alegró de que los niños olvidaran (y
perdonaran) tan deprisa. ¡Lástima que no fuera tan fácil con los adultos! Miró a Fatma y repitió
las instrucciones: recoger a los niños a la salida del colegio y llevarlos al parque. La prima de
Karim contestó con un gruñido. Después de quince años de convivencia, Dina aún no había
encontrado la manera de que congeniasen. Era un sentimiento recíproco: por un lado, Dina
siempre tenía la sensación de que la miraba mal, y por el otro, Fatma le parecía demasiado seria
y antipática. Claro que aparte de tener un carácter tan difícil, también era la envidia de muchos
conocidos de Dina, cansados de contratar y despedir niñeras. Al llegar al trabajo le extrañó la
mala cara de Eileen, su ayudante, pero entendió el motivo tras una breve charla con ella:
Bouloud había pedido que en los arreglos florales tuvieran protagonismo las orquídeas, pero en
el reparto matinal no había llegado ninguna. La solución pasaba por realizar unas llamadas
indignadas al proveedor, que lo atribuía a un fallo de la propia Dina, y más llamadas, esta vez a
otras tiendas, para mendigar suficientes flores para el encargo. No fue el único problema de la
mañana. Un personaje bastante conocido, director de una revista de interiorismo, quería sacar en
la portada del nuevo número una foto de una mesa antigua preparada para una cena, y quería
encargarle el diseño a Dina. Otro éxito para Mosaic... pero con un plazo de tres míseros días.
Dina tuvo la tentación de anular la comida con sus hijos, pero algo la disuadió, quizá el miedo a
fallarles dos veces en tan poco tiempo. Hasta después de comer no había quedado con el
hotelero, y de repente le entraron muchas ganas de pasar una hora en el parque sin la presión de
tener que hacer publicidad de sí misma. La sobrecarga de trabajo no le impidió llegar temprano
al lugar de la cita, de modo que se sentó en un banco y esperó con los o jos cerrados, dejando que
el sol de abril le acariciase el rostro. Hacía más calor de lo normal para aquella época del año.
Después de un invierno tan duro, la primavera era un placer para Dina. Al abrir los ojos, vio
llegar a los tres: Fatma, morena y gruesa, con vestido largo y un pañuelo en la cabeza, y sus dos
angelitos de pelo rizado, llenos de energía, que corrían hacia ella dando saltos. Fue a su
encuentro y al abrazarlos respiró su olor. El hecho de que ya no fueran bebés, sino niños cada
vez mayores, siempre le recordaba el poco tiempo que pasaba con ellos. Cumpliendo su
promesa, se saltó la regla según la cual todoslos almuerzos debían ser sanos y compró perritos
calientes y refrescos, que fueron devorados con verdadero entusiasmo. Fatma prefirió
desenvolver el bocadillo de pita que había traído y comérselo despacio, metódicamente, sin la
menor señal de disfrute.
-¡Qué bien, mamá! ¿Mañana también comeremos fuera? ¡Por favor, por favor! -le suplicó Suzy.
Dina volvió a sentirse culpable. ¡Qué poco le pedían! Tan solo que dedicara unos minutos más a
unas criaturas que eran lo que más quería en el mundo. Antes de contestar le revolvió a Suzy el
pelo, le dio una palmadita en la mejilla, con su hoyuelo, y miró aquellos ojos tan grandes y
oscuros que le recordaban a su suegra Maha. Seguro que de joven Maha había sido muy guapa,
pero Dina se alegró de que el parecido se redujera a los ojos. Le había costado mucho tomar
cariño a una mujer que en el fondo nunca la había aceptado.
-No, mañana no -dijo-, pero os prometo que lo repetiremos muy pronto.
Los niños parecieron conformarse. Fatma se levantó del banco de al lado y se aprestó a volver
con ellos al colegio.
-Dadle un beso a mamá -les ordenó con un marcado acento árabe.
A Dina le extrañó aquello, porque hasta entonces Fatma nunca se había preocupado de que le
hicieran demostraciones de cariño. En fin, quizá tampoco fuera insensible a un día tan bonito.
Los gemelos la besaron ruidosamente y con ganas. Dina les devolvió los besos riendo, y de
repente deseó poder tomarse la tarde libre y decirles a sus hijos que también se la tomaran.
¡Habría sido tan agradable quedarse en el parque disfrutando del sol y la vegetación! Lástima
que tuviera tanto trabajo en Mosaic. Suspiró y volvió al trabajo caminando deprisa, guardando en
su corazón las palabras de despedida de sus hijos: «Adiós, mamá, adiós».
La entrevista con Henry Charenton, el hotelero, salió bien. Charenton había visto algunos
diseños florales típicos de Dina en un hotel de Chelsea, y quería saber si podía adornar el nuevo
establecimiento con otros que fueran «bonitos pero sofisticados». Naturalmente que sí. La
especialidad de Mosaic era aunar la originalidad y la belleza. Durante media hora, Dina le
enseñó varios libros de fotografías que refrendaban su prestigio. A Charenton le pareció perfecto
y dijo que enseguida prepararían los contratos, con una cláusula que especificase que los
primeros diseños se entregarían a principios del siguiente mes. Poco después del final de la
entrevista, la ayudante de Dina le dijo que tenía una llamada.
-Toma el recado.
-Es tu madre -dijo Eileen.
-Entonces lo cogeré en mi despacho.
Desde que habían operado a su padre de cáncer de colon, Dina estaba muy pendiente de
cualquier novedad.
-¡Mamá! -dijo entrecortadamente-. ¿Pasa algo?
-No, cariño, tranquila. Solo quería agradecerte el regalo tan bonito que nos habéis enviado esta
mañana.
-¿Qué regalo?
-Sí, cariño, las frutas secas. Me ha dicho Karim que las ha traído de Brooklyn, de Atlantic
Avenue, y que como a tu padre le gustan tanto los orejones de albaricoque y los higos, tal vez le
devuelvan el apetito.
-¿Ah, sí...?
Dina no sabía qu e Karim hubiera ido a las tiendas árabes de Atlantic Avenue, ni que le hubiera
mandado un regalo a su padre. Le extrañó que no le hubiera comentado un detalle tan bonito.
Joseph Hilmi estaba pasando una temporada bastante mala, y la última sesión de quimioterapia le
había dejado con náuseas y pocas ganas de comer. ¡Qué gesto tan amable! Sobre todo teniendo
en cuenta que Karim también llevaba unas semanas con trabajo hasta las cejas.
Al colgar vio que Eileen volvía a hacerle señas desde la puerta, pero negó con la cabeza y marcó
el número del despacho de Karim. Se puso a la primera señal, cuando lo habitual era que
contestase su secretaria, Helen.
-¡Dina! ¡Qué sorpresa!
Era una reacción lógica: hacía bastante tiempo que Dina no lo llamaba al trabajo. Durante la
primera época de su matrimonio, hablaban por teléfono como mínimo una vez al día.
-Gracias por enviarle las frutas a mi padre.
-No, mujer, qué tontería. Ya sabes que le tengo mucho cariño. Además, me sabe muy mal que
esté tan enfermo, y he pensado que si había alguna manera de tentarle...
-De todos modos, gracias. Ah, oye, Karim...
-¿Qué?
-¿Qué te parece si esta tarde intento salir un poco antes del trabajo? Vamos como locos, pero si
aprieto al máximo durante unas cuantas horas podré dejarle los últimos retoques a Eileen. Si
quieres descongelo las hojas de parra que preparé el mes pasado -propuso Dina, soñando con
prolongar la intimidad de la noche y la mañana.
-Pues...
-¿Qué pasa? ¿Tienes que quedarte a trabajar hasta muy tarde?
-No, Dina, hasta muy tarde no...
-Perfecto. Ya sé que últimamente solo pienso en la tienda, pero la verdad es que tengo muchas
ganas de estar más tiempo contigo y con los niños.
El silencio se alargó tanto que Dina pensó que se había cortado la llamada.
-¿Karim?
-Sí, aún estoy aquí.
-Pues eso, hasta luego. ¡Adiós!
-Adiós, Dina.
Haciendo honor a su palabra, aumentó el ritmo para terminar lo antes posible. Luego dejó
instrucciones para el resto del trabajo y se despidió de Eileen, que estaba perpleja.
Antes de ir a casa fue corriendo a Grace's y compró un paquete de pitas, yogur y unos pepinos,
para la ensalada de acompañamiento. Compró un pastelito de frambuesa para Ali; para Suzy (y
también para ella), cannoli; y para Karim y Fatma, unas tartaletas de mousse de chocolate.
Siempre que iba de compras tenía en cuenta a Fatma, aunque la prima de Karim soliera rechazar
las exquisiteces que le traía.
Últimamente, con Fatma no había manera. ¿Qué palabra la describía mejor? ¿Gruñona? No,
porque entonces parecía que alguna vez hubiera sido simpática, y no era el caso, al menos en los
quince años desde que Karim la había traído de su Jordania natal (por responsabilidad familiar,
más que para ayudar a Dina, o al menos eso parecía).
Mientras buscaba las llaves, pensó que Fatma debía de añorar su país y sus costumbres; a menos
que hubiera entrado en la menopausia, o que fueran las secuelas del 11 de septiembre. En
cualquier caso, no se estaba muy a gusto en su presencia. Había pensado en comentárselo a
Karim, pero tenía miedo de añadir otra polémica a las que ya lastraban su vida de pareja más
que nada por la diferencia de culturas, que parecía pronunciarse con los años). Después de tantos
años aguantando el mal humor de Fatma, solo habría tenido que aguantar un poco más. Aunque
tampoco descartaba del todo decírselo a Karim.
Entró en casa y saludó. Como no contestaban, dio un grito por la escalera (era una vivienda de
tres plantas y sótano, muy grande para los cánones de Nueva York), pero decididamente no había
nadie, lo cual no tenía nada de extraño. Quizá, a la salida del colegio, Fatma hubiera vuelto al
parque con los niños. Entonces estarían de vuelta antes de que empezara a hacerse de noche.
Aunque ya llevaba tantos años en la ciudad, Fatma seguía pensando, al igual que los foráneos de
Nueva York, que era una locura caminar de noche por la calle. El primer indicio de que pasaba
algo raro fue que no encontró ninguna nota. Al margen de su carácter difícil, Fatma era
extremadamente meticulosa en todo lo referente a los niños. Y aunque ella no supiera escribir en
inglés, siempre le pedía a uno de los gemelos que garabateara un mensaje indicando dónde
estaban y lo dejara en la mesa de la cocina, debajo del molinillo de pimienta de madera. (Por
alguna razón no le gustaban los imanes para la nevera que había comprado Dina con ese
cometido específico.)
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