REVISTA Nº 59 (archivo PDF - 1,46 Mb)

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Editorial
¿Por qué un «homenaje»?
La palabra homenaje viene del
latín, y su raíz es la misma de la
palabra «hombre». Significaba el
juramento de fidelidad hecho a un
rey o señor. Luego se utilizó como
sinónimo de vasallaje, sumisión, y
más tarde de respeto, admiración.
Todas estas acepciones,
hechas las debidas
adaptaciones, caben a
nuestro propósito para
este
«Número
Homenaje».
El R.P. José Luis
Torres-Pardo,
fundador y actual
superior de nuestro
Instituto «Cristo Rey»,
para aquellos que le
conocemos bien (y no
solamente de oídas) ha
sido siempre un verdadero y
entrañable PADRE, reflejo palpable
de la Paternidad de Dios.
Nosotros somos testigos de su
desgaste constante por formar a sus
hijos, de su docilidad minuciosa a
la acción de la gracia, de su amor
apasionado a la Santísima Trinidad,
a Jesucristo, a la Ssma. Virgen, a
la Santa Madre Iglesia y sus
pastores, y tantas otras virtudes que
se hacen más heroicas al ser
practicadas fidelísimamente
todos los días (dejamos al R.P.
Jorge Piñol CR la descripción de
su semblanza espiritual, por eso
no nos extendemos más aquí).
Por todo ello este hombre de
Dios se merece nuestro
juramento de fidelidad a
todo lo que nos legó, la
sumisión amorosa de
todos sus hijos e
hijas espirituales, el
respeto profundo a
sus 75 años
vividos para la
gloria de Cristo
Rey, y la incontenible admiración
de quienes palpamos su entrega.
Por todo ello y
mucho más, que queda
en el tintero, le dedicamos
este humilde número 59 de la
revista «Cristo Rey».
Si tú, amigo lector, no
conoces a este sacerdote, te
ofrecemos
también
una
biografía, escrita por el R.P.
Carlos González CR. Pero con
mayor instancia te invitamos a que
intentes acercarte a su corazón,
a que disfrutes (como nosotros)
de su amor de Padre.
P.D.
*75añosdevida*
1
“La gloria de los hijos son sus padres”. (Prov 17, 6)
La que tenemos por delante es una labor apasionante y bella, pues ¿acaso
puede haber para un buen hijo algo más deleitoso que escribir acerca de su
propio padre? Nos guía una santa curiosidad impulsada por el amor, pues el amor
siempre quiere saber más acerca de aquel a quien se ama. El contemplar el denso
entramado de alegrías, dolores, temores e ilusiones que han constituido la vida
del R. P. José Luis Torres-Pardo C.R., nos lleva a sentirnos aún más dichosos de
ser sus hijos y nos hace glorificar y dar gracias a Dios Uno y Trino por habérnoslo
dado como Fundador y Padre.
Pero el asunto no termina aquí. Acercarse al itinerario vital de nuestro Padre
supone mucho más que aproximarse a una serie de episodios más o menos
conectados entre sí... Es también (debe ser) un intento por rastrear y palpar el
designio de Dios sobre él, manifestado a lo largo del tiempo, y esto implica a la
vez sondear el acto de Amor eterno que está en la raíz misma de nuestra propia
existencia, indisolublemente ligada a la suya. Conocerlo más a él es empezar a
conocernos más a nosotros mismos, al menos según el conocimiento de Dios,
que teje las vidas de los hombres en un entramado misterioso donde nada es
casual, donde todo está conducido por una Mano invisible y amorosa que sabe
llevar las cosas y los hombres hasta donde El quiere.
También será ésta una buena ocasión para que los muchos que le sienten
como Padre espiritual, y todos aquellos que le conocen y bien le quieren en el
Señor, puedan saber algo más sobre él. A ninguno de los que han recibido a
través de él algún bien (¡y cuántos son ya después de estos 75 años de vida!)
puede resultarle indiferente lo que vamos a decir, pues ese bien realizado tiene su
raíz en la historia que ahora nos aprestamos a contar.
Incluso nos atrevemos a pensar que estas líneas y la semblanza que le sigue
pueden, tal vez, servir (¡ojalá!) para que aquellos que poco y mal le conocen
comiencen a descubrirle de verdad, tal como él es.
Contamos para nuestra tarea con la inmensa ventaja que da la perspectiva del
tiempo transcurrido, y que hace ver como providenciales acontecimientos que a
primera vista podían parecer intrascendentes y desprovistos de significado alguno.
En definitiva, la que nos aprestamos a narrar es una “historia de amor”, pues
en la vida de nuestro Padre se han hecho realidad una vez más aquellas inmortales
palabras que Dios pronunció por boca del profeta Jeremías: “Con Amor eterno te
he amado; por eso he reservado gracia para ti” (31, 3). Un amor correspondido
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por nuestro Padre con fidelidad inquebrantable. Un amor del que nos sentimos
santamente orgullosos. Un amor que nos llena de alegría...
El comienzo: érase una vez un hogar...
“Antes que te formara en el vientre te conocí,
antes de que tú salieses del seno materno te consagré”. (Jer 1, 5)
Comenzando por remontarnos a aquel 30 de septiembre de 1928, cuando
nuestro Padre vio la luz, es lícito preguntarse: ¿quién podía entonces conocer y
ni aun siquiera imaginar que aquel niño, exteriormente igual a tantos otros, sería
agraciado con una especial predilección divina? En efecto, como bien dice San
Pablo: “¿Quién conoció el pensamiento del Señor?” (Rom 11, 34) ¿Quién podía
sospechar siquiera que aquel niño algún día se convertiría en religioso y en
sacerdote, y que Dios querría servirse de él nada menos que para dar origen a
una nueva familia espiritual en el seno de la Santa Madre Iglesia?... “Esta es la
obra del Señor, y es admirable a nuestros ojos”(Sal 118, 23), nos atrevemos a
repetir hoy con el salmista, jubilosos y agradecidos...
Pero no debemos adelantar el curso de la historia. Ahora hemos de retornar a
aquel 30 de septiembre. Fue en España; más precisamente en Córdoba, aquella
perla andaluza que, recostada a orillas del Guadalquivir, parece evocar con lánguida
nostalgia su pasado esplendor de ciudad mora. Aquel día sería inolvidable para el
entonces teniente Don José Luis Torres-Pardo y Asas, joven militar del Ejército
español, y para su jovencísima esposa, Doña Luisa Moya Portas, que estrechaba
entre sus brazos trémulos e ilusionados a su hijo primogénito. Habría de llevar el
mismo nombre de su padre y se convertiría en la alegría de aquel sencillo hogar
(que varios años después se vería nuevamente bendecido por el nacimiento de
una hija, María Luisa, hoy madre ejemplar de una numerosa y cristianísima familia).
El teniente Torres-Pardo era un caballero cristiano con
todas las letras, uno de esos hombres que, guiados por
un Ideal de grandeza, son capaces de las mayores
renuncias, absolutamente ignorante de la doblez de
corazón y de la búsqueda egoísta de sí mismo, en
quien la firmeza y la dulzura paternal se armonizaban
en una síntesis perfecta. “Mi padre era un santo”,
nos dirá incontables veces nuestro Padre con un
amor filial preñado de rendida admiración. Los
que tenemos la dicha y el privilegio de convivir
con el Padre sabemos muy bien que el testimonio
de lo que su padre fue y de todo aquello por lo
que él vivió lo ha marcado y acompañado todos y
cada uno de los días de su vida.
Doña Luisa, la mamá, era (y es aún, por gracia
de Dios) una auténtica dama, viva encarnación de
los valores más acendrados de la raza española: fe
sólida, piedad auténtica, gran capacidad de amor, espíritu
de sacrificio, fortaleza indoblegable ante la adversidad, y ese
gracejo tan peculiar que es capaz de endulzar incluso las más grandes calamidades
y amarguras. Ella supo sabiamente sembrar en su pequeño hijo las semillas de
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3
aquellas virtudes humanas y específicamente cristianas que, andando el tiempo,
habrían de dar tan copiosos y visibles frutos.
La infancia de nuestro Padre se desarrolla, pues, en ese clima de fe profunda
que, empapando todos los resquicios de la existencia cotidiana, hace posible
arraigar en el alma de un niño los valores de la piedad de modo que se conviertan
en seguro fundamento de toda una vida. Lo testimonian aquellos versos simples
y devotos que Doña Luisa, la mamá, hacía
rezar a su pequeño hijo cada día, antes
del descanso nocturno, y que éste aún
hoy recuerda con cariño:
Jesusito de mi vida,
que eres Niño como yo,
por eso te quiero tanto
que te doy mi corazón.
Ahora dos anécdotas deliciosas y a la
vez muy significativas, entresacadas de
los recuerdos de infancia de nuestro Padre.
En uno de sus escritos, él mismo nos
cuenta lo siguiente: “Cuando, siendo niño,
mis padres me llevaban al cine (muy pocas
veces), me quejaba (y desengañaba) cuando leía la palabra ‘FIN’... Fui
entendiendo que la vida es también como una larga (¿o corta?) película... a la
que le llega inexorablemente su ‘FIN’...” En su mentalidad de niño, nuestro
Padre comenzaba ya a sacar una importante conclusión: “que en esta vida no
puede hallarse la ‘felicidad’ (que, por definición, supone plenitud y duración
sin fin)”1.
La otra anécdota nos dice que, para asombro y desconcierto de sus padres,
cuando le llevaban al circo, frente a los payasos, en lugar de reírse de sus dichos
y de las acciones graciosas que protagonizaban, el niño José Luis sufría y se
ponía a llorar. ¿Cuál era el motivo de ese llanto? El mismo nos lo revela: “Porque
temía que no tuvieran gracia y la gente no se riera, o bien porque pensaba que
‘por dentro’, tal vez, estarían llorando sus penas...”2
Estos sencillos recuerdos nos hablan bien a las claras de la profundidad con
que nuestro Padre, aun desde su más tierna infancia, ha mirado siempre la vida,
más allá de las apariencias exteriores. En efecto, pudo escribir con toda verdad:
“Siempre tuve, por temperamento, un sentimiento ‘trágico’ de la vida temporal,
que me ha ayudado muchísimo para no dejarme jamás seducir por el mundo y
sus vanidades”3. La última anécdota nos revela también la hondura compasiva de
su mirada, incapaz de quedar insensible ante la sola posibilidad del sufrimiento
ajeno. ¡Mirada profunda y gran sensibilidad de corazón! ¡Dos constantes que los
hechos de su vida jamás desmentirán!
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4
EN EL
OJO DEL HURACÁN
“Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no temerá”. (Sal 27, 3)
“El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob”.
(Sal 46, 4)
Pero la niñez de nuestro Padre va ahora a entrecruzarse con los trágicos
acontecimientos que se abatieron sobre España en el trienio 1936-1939 con la
Guerra Civil española, a la que cabría con más veracidad el apelativo de ‘Cruzada’
por el trasfondo religioso e ideológico (inseparables ambos) con que fue
emprendida. Para poder entender lo que entonces ocurrió y situar los hechos en
su debido contexto, brindaremos a continuación algunos datos históricos
imprescindibles.
Caída la monarquía, el 14 de abril de 1931 es proclamada la IIª República
española, que inicia su andadura con un definido tinte anticlerical. Para muestra
de ello, sin hablar de las leyes sectarias que atentaban contra la dignidad y libertad
de la Iglesia, y de otras medidas arbitrarias y vejatorias (supresión de la Compañía
de Jesús e incautación de sus bienes, destierro del Cardenal Segura, arzobispo de
Toledo y Primado de España), bastaría recordar, entre otros hechos, los incendios
de los templos en Madrid y provincias en mayo de 1931 (apenas instalada la
República), las sangrientas revueltas de octubre de 1934 (especialmente en
Asturias 4), o el turbulento período entre febrero y julio de 1936, en el que fueron
destruidas o profanadas más de 400 iglesias, sin hablar de los atropellos y agravios
incontables a personas, cosas y derechos de la Iglesia todo a lo largo del quinquenio
1931-1936.
Precisamente en febrero de 1936, con el triunfo del Frente Popular formado
por socialistas, comunistas y otros grupos radicales, en el ambiente ya más que
enrarecido se fue perfilando cada vez con mayor nitidez la amenaza de una
revolución marxista, destinada a convertir a España en un nuevo baluarte del
comunismo, al estilo de la Rusia soviética. Como bien dijeron los obispos españoles
en una Carta colectiva dirigida a los obispos del mundo entero, “estaba en la
conciencia nacional que, agotados ya los medios legales, no había más recurso
que el de la fuerza para sostener el orden y la paz”5.
La chispa que encendió la hoguera fue el vil asesinato de Don José Calvo
Sotelo, líder de la oposición al Gobierno en la Legislatura, perpetrado por guardias
de asalto en un vehículo oficial. Pocos días después, el 18 de julio de 1936, se
consumó el Alzamiento nacional contra el gobierno del Frente popular que estaba
conduciendo a España a su disolución. Se cumplieron aquí plenamente aquellas
esclarecedoras palabras de Su Santidad Juan Pablo II cuando decía que el hombre
justo “tiene el coraje de defender a los demás en sus sufrimientos y se niega a
capitular ante la injusticia, a comprometerse con ella; y, por muy paradójico que
parezca, el que desea profundamente la paz rechaza toda forma de pacifismo que
se reduzca a cobardía o simple mantenimiento de la tranquilidad. Efectivamente,
los que están tentados de imponer su dominio encontrarán siempre la resistencia
de hombres y mujeres inteligentes y valientes, dispuestos a defender la libertad para
promover la justicia”6.
Más aún, fue la misma Iglesia Católica de forma oficial la que definió el
carácter de auténtica Cruzada para esta contienda, mediante la autorizada voz de
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5
sus Pastores manifestada a través de varios Mensajes y Cartas pastorales. El
Sumo Pontífice Pío XII en persona no vaciló en declarar que “el sano pueblo
español (...) se alzó decidido en defensa de los ideales de fe y de civilización
cristianas (..); y ayudado de Dios (...) supo resistir el empuje de los que, engañados
con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no
luchaban sino en provecho del ateísmo”7. En efecto, lo que estaba en juego no
eran simplemente intereses políticos o la supervivencia de un determinado régimen
(como muchos han pretendido hacer creer desde una “leyenda negra”, al presentar
los hechos como una estéril “lucha entre hermanos”), sino “los mismos
fundamentos providenciales de la vida social: la religión, la justicia, la autoridad
y la libertad de los ciudadanos”8. Aquella “santa España” que cantó Paul Claudel
en su Oda a los mártires hispanos, “concentración de Fe y alcázar de María”,
“rechazo indeclinable de los términos medios”, no podía no jugarse el todo por el
todo, aunque ello le exigiera mostrar el color de su propia sangre.
El mismo Papa Pío XI, en su Encíclica Divini Redemptoris, luego de traer a
colación el dramático caso de España, hacía ver con claridad cómo cuando “se
arranca del corazón de los hombres la noción misma de Dios, necesariamente
son éstos arrastrados por sus pasiones a la más feroz barbarie”9. Ello se hizo
evidente con la ola de torturas, asesinatos, profanaciones y demás atrocidades
que abiertamente tuvieron lugar en la zona “republicana” (marxista), por odio a la
fe y a la Iglesia, a partir del 18 de julio de 1936, y que convirtieron una vez más
a España en una auténtica “tierra de mártires”10.
Aquella fue la mayor persecución religiosa que se recuerde desde los aciagos
tiempos del Imperio Romano, en la que el horror y la sádica crueldad de los
verdugos por un lado, y el heroísmo y la caridad cristiana de las víctimas por
otro alcanzaron cimas difícilmente superables. Muchísimos mártires, al ofrendar
su vida en supremo testimonio de amor a Dios y de perdón para sus perseguidores,
sellaron sus labios con una invocación para nosotros dulcísima: “¡Viva Cristo
Rey!” En ellos ha resplandecido de modo particular “la fuerza de la fe, de la
esperanza y del amor, que se ha demostrado más fuerte que la violencia. Ha sido
vencida la crueldad de los pelotones de ejecución y el entero sistema del odio
organizado”11.
Cuando se inicia el Alzamiento nacional, el papá de nuestro Padre, que tenía el
grado de capitán, estaba destinado en Toledo; más concretamente en la Academia
militar que funcionaba entonces en el Alcázar. Esta imponente fortaleza del tiempo
del emperador Carlos V se alzaba sobre la ciudad en la cima de una elevación
natural, cual mudo vigía, testigo insobornable de un pasado de gloria. Ante el giro
de los acontecimientos, el coronel José
Moscardó, plegándose al Alzamiento,
asume la comandancia militar de la
plaza y decide encerrarse en el Alcázar
de Toledo con unos cuantos oficiales,
guardias civiles, soldados y voluntarios
(además de 550 mujeres y 50 niños),
dispuesto a resistir hasta la muerte o
la liberación.
Fue precisamente en aquellas horas
dramáticas, de desgarradora tensión,
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donde se decidió, en cierto sentido, la supervivencia de nuestro
Padre y de su mamá. Su papá, también plegado al Alzamiento,
no creía que fuese necesario llevar junto con él a su esposa y
a su pequeño hijo al Alcázar, pues no imaginaba el sesgo que
los acontecimientos iban a tomar y el gravísimo riesgo que
sus vidas podrían correr si permanecían en su casa de Toledo.
¿Cómo suponer que se estaba en los albores de un conflicto
que ensangrentaría el suelo español durante tres interminables
años? Fue entonces cuando la divina Providencia (que también
tiene nombres y apellidos, como muchas veces nos ha dicho
nuestro Padre) se manifestó a través de la intervención del
ayudante del capitán Torres-Pardo, quien instaba una y otra
vez a su jefe inmediato para que mandase a buscar a Doña
Luisa y al pequeño José Luis, como único modo de garantizar
su supervivencia. Felizmente triunfó la insistencia de este
soldado, y así nuestro Padre y su mamá fueron llevados
secretamente y a toda prisa, en medio de la noche, hasta el
Alcázar, que ya bullía con los preparativos para el inminente
asedio. Este no tardaría en comenzar, terrible y desgastante,
con tiroteos permanentes, incursiones sorpresivas,
despiadados bombardeos y hasta la explosión de una mina
subterránea. A pesar de todo, nada pudo doblegar la épica resistencia de los
defensores del Alcázar, inferiores en número, armamento y vituallas, pero no en
arrojo. Ellos escribieron con su propia sangre y con su esfuerzo titánico una de
las páginas más heroicamente bellas de toda la Cruzada.
Las que se enfrentaban en el sitio del Alcázar no eran tan sólo dos ideologías
inconciliables: eran el símbolo (bien expresivo por cierto) de dos modos antitéticos
de entender la vida, el mundo y la historia. Era una cultura de raíces profundamente
católicas, anclada en valores trascendentes, que libraba la suprema batalla por su
supervivencia frente a una cultura enemiga de Dios y, por consiguiente, del hombre
mismo. Eran, en el fondo, como las “Dos Banderas” que San Ignacio expone en
sus Ejercicios Espirituales a la consideración del ejercitante, a fin de provocar en
él una generosa “oblación de mayor estima y de mayor momento” en servicio de
Jesucristo, su “Rey eterno y Señor Universal” (cfr. Ejercicios Espirituales, nº
97).
Un cúmulo de sensaciones fuertes golpearon entonces el ánimo de aquel niño
de apenas ocho años, que andando el tiempo habría de librar una batalla más
personal (y, en cierto sentido, no menos cruenta) en pro de la Realeza social de
nuestro Señor Jesucristo. En su ánimo impactaban, en vertiginosa sucesión, el
valor de los intrépidos defensores del Alcázar (entre los cuales se encontraba su
propio padre), las vibrantes arengas a los combatientes, los lógicos temores ante
las continuas incursiones y avances del enemigo, las alegrías por las victorias
obtenidas en la defensa, el ruido ensordecedor de la metralla y las bombas que
caían aquí y allá, el lamento desgarrador de los heridos (precariamente atendidos
con los poquísimos recursos sanitarios disponibles), el llanto sobre los muertos,
la ferviente plegaria elevada constantemente al Cielo en alas de una fe robustecida
por la prueba y el dolor.
¡Con qué emocionada admiración nos ha evocado muchas veces nuestro
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Padre el clima de fervor religioso y patriótico que se vivió en aquellos días
inolvidables! Recuerda especialmente la piedad con que los combatientes y demás
refugiados rezaban el santo Rosario ante una imagen de la Inmaculada Concepción
de María Santísima, la misma que sería conocida como “la Virgen del Alcázar”.
A pesar de su admirable tenacidad, es indudable que la lucha de los defensores
del Alcázar no podía prolongarse indefinidamente frente a un enemigo poseedor
de recursos humanos y técnicos muy superiores. De no llegar una ayuda a tiempo,
la suerte de los sitiados estaba echada. Y aquí nuevamente intervino la mano
amorosa de la divina Providencia, que seguía teniendo nombre y apellido... Una
orden expresa de aquel católico sin tacha que fue el Generalísimo Francisco
Franco, hace que las columnas del Ejército nacional que avanzaban hacia Madrid
desvíen su rumbo para rescatar a los sitiados en el Alcázar, aun a sabiendas de
que ello podría comprometer seriamente el pronto final de las hostilidades (como
efectivamente sucedió). De modo que cuando la resistencia de los sitiados
alcanzaba ya ribetes de agonía, llegó por fin la salvación tan esperada. El 27 de
septiembre arribaron a Toledo las primeras columnas de los libertadores, y al día
siguiente, controlada ya la situación en la ciudad, pudieron finalmente salir a la
luz del día, de entre un cúmulo de ruinas humeantes, los defensores y sus familias.
Todas las mujeres y niños albergados en el Alcázar estaban a salvo, y todos,
sitiados y libertadores, se confundían en un inmenso y emocionado abrazo, entre
cantos, aclamaciones y llantos de alegría desbordante.
Seguramente en medio de aquel bullicio festivo pasaría casi inadvertida la
silueta de un niño de ocho años, nuestro biografiado, quien para asombro de sus
padres, habituado ya al ambiente aquel en el cual se sentía seguro, ¡no quería
salir del Alcázar ese día! ¡Parece todo un símbolo! ¡No querer abandonar el
ámbito donde se han defendido hasta el extremo los soberanos derechos de Cristo
Rey, ultrajados por la ‘crecida soberbia’ (cfr. Ejercicios Espirituales nº 142) del
marxismo!
Recuerda también nuestro Padre lo desolador que resultó el retorno a su
domicilio en la recién liberada ciudad de Toledo. La casa, que en su ausencia
había sido habitada por adictos al comunismo, estaba literalmente saqueada y se
hallaba en estado ruinoso. En el piso, entre escombros, aparecieron los restos de
la imagen de Cristo Crucificado que antes había presidido la habitación de sus
padres, y que su madre, en la nerviosa precipitación de la partida (y pensando tal
vez en un pronto regreso) no había atinado a llevarse consigo. Esa talla, aun
habiendo sido dolorosamente mutilada por aquellos que veían en ella un símbolo
de lo que les era más odioso, se alzaba todavía en medio de la desolación reinante
como protestando que ninguna maldad humana, ni siquiera la más cruel e insidiosa,
podría jamás derrotar el infinito Amor de aquel Rey crucificado por nuestra
salvación. Esa talla está hoy en poder de nuestro Padre, como doloroso y precioso
recuerdo de aquella gesta sin par.
Pero las zozobras de la guerra no acabaron obviamente aquel 28 de septiembre.
La madre de nuestro Padre, refugiada con su pequeño hijo en Córdoba y luego en
Palencia (dentro de lo que entonces se llamaba “zona nacional”), tuvo que afrontar
todavía las angustiosas incertidumbres de tres años de encarnizada contienda,
con su esposo destinado en el frente de Madrid. Precisamente allí el papá de
nuestro Padre fue gravemente herido, y no es exagerado decir que su supervivencia
y recuperación fueron un auténtico milagro.
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8
Finalmente, el 1º de abril de 1939, con la toma de Madrid, acabó la Cruzada
española. Pocos días después (el 16 de abril), el Santo Padre Pío XII se dirigía a
los españoles con palabras más que elocuentes: “Con inmenso gozo nos dirigimos
a vosotros, hijos queridísimos de la católica España, para expresaros nuestra
paternal congratulación por la paz y la victoria con que Dios se ha dignado
coronar el heroísmo cristiano en vuestra fe y vuestra caridad, probados en tantos
y tan generosos sufrimientos”12 . La auténtica España había cumplido su
providencial misión, defendiendo a Europa, a la Iglesia y a la cultura cristiana
frente a un peligro de muerte.
Nuestro Padre tenía entonces apenas diez años y medio. Siendo aún un niño,
está marcado de por vida por esta gesta trágica y gloriosa, vivida en una edad en
que las impresiones no se borran ya más del corazón y de la memoria. La mamá
de nuestro Padre nos ha confesado que ella cree que el origen de la vocación de
su hijo hay que buscarlo en el episodio del Alcázar. Y es muy probable que
efectivamente sea así, aunque él no tenga aún conciencia de ello. De lo que sí
tiene clara conciencia (conciencia de niño, claro está) es de que hay Dos Banderas
enfrentadas en una lucha sin cuartel y un solo Rey a quien servir. Esto no lo
“sabe” simplemente, sino que lo ha “vivido” en carne propia. Las premisas ya
están puestas. La labor paciente de la gracia divina irá ahora haciendo el resto,
hasta que llegue el momento oportuno, la “hora” del Señor...
Los años juveniles y un encuentro decisivo
“El hombre planea su camino, pero es el Señor quien dirige sus pasos”. (Prov 16, 9)
Terminada la Guerra Civil, España emprendió el largo y arduo sendero de su
reconstrucción. Durante esos años transcurre
el resto de la niñez de nuestro Padre, así como
su adolescencia y juventud.
Un recuerdo particular de aquellos
tiempos, con encanto de anécdota más que
elocuente: tanto amaba nuestro Padre a sus
padres, que le disgustaba muchísimo que
ellos saliesen solos de casa (por ejemplo, a
cenar fuera con otros matrimonios amigos,
lo que ocurría muy de vez en cuando), debiendo él
quedarse junto con su hermanita, al cuidado de la mucama.
No le gustaba en absoluto estar sin ellos, y contaba impaciente las horas hasta su
retorno, escuchando ansiosamente el ruido del ascensor del edificio en el que
vivían para detectar por anticipado su regreso, con la consiguiente decepción si
el ascensor pasaba de largo. Y cuando por fin percibía que el
ascensor se detenía en el piso en que vivía y escuchaba el
chasquido de la llave que su padre hacía girar en la cerradura
de la puerta de entrada, salía corriendo a recibirlos y
abrazarlos, feliz de hallarse otra vez plenamente “en familia”.
¡Cómo no ver aquí un anticipo más que evidente de lo que,
andando el tiempo, sería una preocupación “carismática”
de nuestro Padre: la vida y el clima de “familia espiritual” en
el seno de nuestro Instituto y de toda nuestra Obra! ¡Cuántos
sufrimientos le tocaría sobrellevar en el futuro relacionados
con este aspecto tan distintivo de su personalidad humana y
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religiosa!
El joven José Luis inició su bachillerato con los Hermanos de La Salle en
Córdoba y Valladolid, y el resto lo cursó en Madrid (donde su padre había sido
transferido) con los religiosos de la Compañía de María (marianistas). Vivió una
juventud muy alegre y sana, llena de diversiones puras, bajo la mirada complacida
de sus padres, que cifraban en él grandes esperanzas. Acabados sus estudios
secundarios, comenzó la carrera de ingeniero agrónomo. Mientras tanto militaba
en la rama juvenil de la Acción Católica y en las Conferencias de San Vicente de
Paúl de la Parroquia de la Inmaculada Concepción. Recuerda muy bien la mamá
de nuestro Padre cómo en las mañanas de los domingos su hijo sacrificaba su
descanso para ir a llevar alivio material y el alimento espiritual de la catequesis a
gentes que habitaban en barrios muy pobres de la periferia de Madrid.
Acerca de aquellos tiempos nos ha dejado escrito nuestro Padre:
“Ya desde mi adolescencia (...) sentí, como por instinto, un deseo ardiente y
continuo de la búsqueda de Aquello, o mejor, de Aquel ‘Unico necesario’ (Lc
10, 42), de lo Absoluto, Inmutable, Trascendente, Infinito, Eterno... dentro y
más allá (...) de lo ‘contingente’, que, como el agua, se deshace entre los
dedos...”13 Aquella mirada profunda que detectábamos ya en su infancia no sólo
no se había diluido con el paso del tiempo, sino que se había hecho aún más
penetrante... ¡Admirable disposición para percibir un llamado de lo Alto!...
Precisamente por aquel tiempo ocurrió un episodio que merece ser recordado.
La hermana de nuestro Padre hizo su Primera Comunión en Valladolid, y las
religiosas que la prepararon le dijeron a ella y a las otras niñas que, si tenían algún
joven en la familia, pidiesen a Jesús, cuando le recibiesen por vez primera, que le
llamase al sacerdocio. Ella pensó de inmediato en su hermano José Luis, y así fue
que ese día pidió con toda simplicidad que él fuese sacerdote algún día. ¿Quién es
capaz de medir lo que puede la oración de una niña inocente en el día de su
Primera Comunión?... Nuestro Padre siempre nos ha dicho que él cree que la
gracia de su vocación la debió a esta oración de su hermanita...
Un acontecimiento trascendental iba a tener lugar en su vida por aquel tiempo.
Uno de los amigos de nuestro Padre, integrante como
él de la Acción Católica, llevó un día a la sede de la
misma al Rvdo. Padre Francisco de Paula Vallet (18831947), Fundador de la Congregación de los
Cooperadores Parroquiales de Cristo Rey, para que
les diese una charla. El joven José Luis quedó
literalmente deslumbrado por el Ideal apasionante de
la Realeza de Cristo.
Nuestro Padre nunca ha podido ni podrá olvidar
la impresión que el Padre Vallet le dejó: la de un
auténtico hombre de Dios de vitalidad arrolladora y
de apabullante humildad, de verbo encendido, y a la
vez de suavísima unción sacerdotal. Refiriéndose a él
nos ha dicho con mucha frecuencia a nosotros, sus
hijos: “Yo he conocido a un santo”. Aún hoy evoca
conmovido cuán hondamente se le grabaron en el
alma aquellas palabras que le escuchó decir poco
después de aquel primer encuentro, durante un sermón en la Iglesia de la
Inmaculada Concepción, ante una multitud de jóvenes que practicaban un retiro
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1 0
abierto para universitarios: “¡Jóvenes! ¡¡Dios es vuestra novia!!...” El amoroso
“cerco” de Dios empezaba por fin a estrecharse...
Poco después hizo nuestro Padre sus primeros Ejercicios Espirituales
ignacianos con el P. Vallet. La experiencia, aunque inolvidable, no determinó aún
su entrega definitiva al Señor. De momento, comenzó a dirigirse espiritualmente
con el P. Vallet, quien le recomendó leyese las Confesiones de San Agustín y la
vida de San Francisco Javier. El ejemplo del misionero insigne, hijo dilecto de
San Ignacio de Loyola, se entrecruzaría en el espíritu de nuestro Padre con las
cálidas efusiones de aquel corazón abrasado de Agustín de Hipona. Sin duda la
gracia iba haciendo su obra...
La voz del Rey que llama
“Te he llamado por tu nombre, tú eres mío”. (Is 43, 1)
Ocurrió entonces un hecho inesperado que impresionó profundamente al joven
José Luis: el fallecimiento del P. Vallet, ocurrido en Madrid el 13 de agosto de
1947, mientras predicaba Ejercicios Espirituales a los Padres Escolapios. La última
carta que nuestro Padre le había dirigido no llegó a ser contestada de puño y
letra... aunque tal vez sí lo fue, bien que de otro modo ..., de un modo que
seguramente el joven José Luis no hubiese imaginado jamás. Porque en marzo de
1948, apenas seis meses después de la santa muerte del P. Vallet, mientras hacía
Ejercicios ignacianos con los Padres Cooperadores, nuestro Padre recibió la gracia
fortísima, indubitable, del llamado a dejarlo todo para seguir más de cerca a
Jesús en la vida religiosa. Precisamente en la meditación de los “tres binarios” el
Rey divino le hizo ver con meridiana claridad que lo quería para El, sólo para El,
y el corazón generoso del joven José Luis, con todo el empuje y la ilusión de sus
diecinueve años le dijo rotundamente: ¡sí!
El 13 de abril de 1948 ingresó en la vida religiosa en la congregación fundada
por el P. Vallet. Aún recuerda nuestro Padre las emociones de los últimos días
vividos en su casa, la congoja de su madre y de su pequeña hermana, y muy
particularmente la dolorosa despedida de su papá, quien le acompañó hasta su
nuevo hogar. En ese momento nuestro Padre se emocionó profundamente, y su
papá le sostuvo en el trance con estas sencillas palabras: “¡Pepe, hay que ser
valiente en la vida!” Según supo después nuestro Padre por el testimonio de un
íntimo amigo suyo que los había acompañado en esa circunstancia, al salir de la
casa de los Cooperadores, y lejos ya de la mirada de ese hijo a quien acababa de
entregar a Dios, el papá de nuestro Padre se quebró en llanto... Se había esforzado
hasta el último instante para no flaquear ante su hijo, a fin de que éste, al verle
humanamente destrozado, no tuviese la tentación de volverse atrás en el camino
que el Señor le trazaba... Sólo Dios sabe cuánto le había costado consumar esa
ofrenda...
Comenzaba ahora para el joven José Luis su período de adaptación al suavísimo
yugo de una Regla, a las renuncias cotidianas que supone la vida comunitaria, a
las exigencias derivadas de un compromiso formal para tender en todo y siempre
a “lo que más” agrada a Dios nuestro Señor, en la búsqueda consciente y constante
de su santísima y adorable Voluntad. Dio nuestro Padre estos primeros pasos
bajo la dirección prudente y fuerte del R.P. Georges Vinson, quien sería su primer
Superior y Maestro de novicios, y a quien llegaría a profesar un profundo y
sobrenatural afecto. También ha guardado nuestro Padre un recuerdo más que
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entrañable del R.P. Francisco Navarro, ejemplar sacerdote Cooperador quien
durante mucho tiempo fue su confesor y director espiritual. Podemos decir sin
temor a equivocarnos que nuestro Padre se entregó verdaderamente a la
adquisición y fortalecimiento de las virtudes cristianas y específicamente religiosas
con un ardor extraordinario, y que amó a su Congregación con un amor tiernísimo,
nunca desmentido.
No podemos pasar por alto el rol inigualable que en la formación de nuestro
Padre tuvo el R. P. Juan Terradas Soler, hijo espiritual dilecto y sucesor del P.
Vallet como Superior General de los Cooperadores 14.
Este sacerdote sabio, de eminente virtud, acrisolado
por muchos y hondos sufrimientos, fue el instrumento
providencial del que Dios se quiso valer para transmitir
a nuestro Padre la preciosa herencia espiritual del P.
Vallet y para hacerle descubrir los grandes tesoros de
la Sabiduría cristiana. Junto a él aprendería (y se
grabarían en su mente y corazón de modo indeleble)
los grandes principios de la Metafísica, de la
Apologética, y de la Teología ascético-mística; el
aborrecimiento visceral a toda sombra de error, capaz
de empañar mínimamente la virginal pureza de la
Verdad revelada; el amor filial a la Santa Madre Iglesia
y al Papa, Vicario de Cristo; el ardiente entusiasmo
por el sublime Ideal de la Realeza social de Cristo, las
grandes claves de la espiritualidad de San Ignacio de
Loyola, el amor fortísimo a su Congregación y a la
tradición de la que ella vivía, y la clara conciencia de que lo que se ama se ha de
defender con todas las fuerzas que se tengan.
Aquellos años de formación fueron verdaderamente deliciosos para nuestro
Padre. Su riquísima naturaleza, potenciada a su vez por la gracia divina, hizo que
bebiese con avidez (con verdadera “hambre y sed de formación”) todo lo que el
P. Terradas le pudo transmitir, llegando a ser uno de sus hijos más queridos. En
aquel tiempo el Señor concedió a nuestro Padre la dicha inefable de poder vivir
una vida religiosa verdaderamente “en familia”, con desbordante entusiasmo
fundacional, con inocultable fervor y alegría espiritual.... Allí se hacían realidad
las palabras del Salmo 133: “Ecce quam bonum et quam iucundum, habitare
fratres in unum!” (“¡Ved qué bueno es, qué grato convivir los hermanos unidos!”).
“Sacerdos in aeternum”
“Preparas ante mí una mesa, ...me unges con perfume la cabeza,
y mi copa rebosa”. (Sal 23, 5)
Los años pasaron, y en ellos se fueron dando, con absoluta regularidad, todos
los pasos que convertirían a nuestro Padre en un “religioso” en el pleno sentido
de la palabra: toma de hábito, primeros votos temporales, profesión perpetua...
siempre con la irradiante alegría que el Señor da a aquellos que lo han dejado todo
para seguirle más de cerca. Simultáneamente emprendía nuestro Padre sus estudios
de Filosofía y Teología, con vistas a recibir algún día la ordenación sacerdotal.
Con sus hermanos de Comunidad asistió en los primeros años al Seminario de
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Madrid, para pasar luego a completar su formación en Francia, en el Escolasticado
de su Congregación, recién fundado, en el cual se desempeñaría también como
profesor, incluso antes de ser ordenado sacerdote. Antes también del sacerdocio
(con dispensa de la Santa Sede, por no tener aún la edad requerida por el derecho
canónico) se le confió la delicada misión de Maestro de novicios, es decir,
especialmente encargado de transmitir un espíritu, un carisma determinado a los
jóvenes que ingresaban a la vida religiosa. Esta experiencia singular sería
fundamental para su propia formación, y de vital importancia en orden a la misión
para la cual el Señor lo iba preparando sin que él siquiera llegase a sospechar por
entonces cuáles habrían de ser esos designios divinos.
Fue precisamente en Francia donde nuestro Padre recibió las órdenes sagradas
del subdiaconado, del diaconado y, por fin, la del ansiado sacerdocio. Esta última
gracia, verdaderamente trascendental en su vida,
como es fácil imaginar, le fue otorgada en Digne
el 6 de julio de 1958, de manos del entonces
obispo de Mónaco, Mons. Gilles Barthe. ¿Quién
será capaz de imaginar siquiera los sentimientos
de nuestro Padre en aquel instante inolvidable?
Muchas veces nos ha dicho cómo se le grabó de
modo imborrable en el corazón aquella postración
profunda, previa a la imposición de manos del
obispo, mientras se cantaban las letanías de los
santos. ¡Era como sentir encima suyo todo el
peso de la Iglesia, la inefable comunión de los
santos “interpelantes por él”! (cfr. Ejercicios
Espirituales, nº 232). ¡Y qué decir de su primera
Misa solemne, celebrada al día siguiente! ¡El
divino Rey Jesús se hacía Hostia entre sus dedos
temblorosos y se dejaba ver al mundo desde sus
manos recién ungidas! Aquellos fueron días de gracia en el más pleno sentido de
la palabra, días de inefable consuelo espiritual, de profunda inmersión en el Misterio
de ese amor de predilección con que Dios lo había agraciado. Muchos años
después confesaría nuestro Padre: “A medida que fue transcurriendo el tiempo
(sobre todo a partir de mi feliz ingreso en la vida religiosa, a los 19 años; y de mi
ordenación sacerdotal, a los 28) fui comprendiendo más y mejor (de un modo
más intuitivo que especulativo) que Dios es todo y que, como dice San Pablo,
‘lo llena todo en todo’ (Ef 1, 23) y ‘en El vivimos, nos movemos y existimos’(Hch
17, 28)”15.
Como lema de su ordenación sacerdotal (que es casi decir como programa de
toda su vida de ungido del Señor) eligió nuestro Padre un texto emblemático,
entresacado del capítulo tercero del libro del Génesis (según la versión de la
Biblia Vulgata). Nada menos que el inicio de las palabras que Dios dirige a la
serpiente tentadora después de la caída de nuestros primeros padres: “Inimicitias
ponam inter te et mulierem... Ipsa conteret caput tuum” (“Pondré enemistades
entre ti y la Mujer... Ella te aplastará la cabeza”). Nuestro Padre era plenamente
consciente de que desde el inicio de la historia humana se está librando una gran
batalla espiritual entre el bien y el mal, y él estaba dispuesto a combatir hasta el fin
el “buen combate” (cfr. 2 Tim 4, 7) por defender los sacrosantos Derechos de
Dios y de su Iglesia, por la mayor Gloria de su Rey adorado y hermoso, y
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tomado siempre de la mano de su Madre, la Santísima Virgen.
No mucho después de su ordenación sacerdotal, a fin de reponerse
adecuadamente de una dolencia, nuestro Padre debió observar un prolongado
período de reposo, que fue en verdad providencial, pues le permitió sumergirse
en los maravillosos escritos de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz.
La sublime doctrina espiritual de los Doctores Místicos dejaría en su alma una
impronta imborrable, que él iría profundizando poco a poco hasta fundirla en
armoniosa síntesis con la espiritualidad de San Ignacio de Loyola, cuya paternidad
espiritual irá sintiendo de un modo cada vez más incisivo y dulce con el transcurrir
del tiempo. Y como “hilo de oro” de esta síntesis admirable, el sublime Misterio
de la divina Realeza de nuestro Señor Jesucristo, que será el Ideal de sus ideales,
la Pasión de sus pasiones, la Alegría de sus alegrías, la divina “obsesión” a la cual
consagrará sus anhelos, sus esfuerzos y fatigas, sus desvelos... en una palabra,
su vida toda.
Ya repuesto nuestro Padre, sus Superiores continuaron confiándole cargos
de gran responsabilidad, llegando a ser Superior en la Casa de Pozuelo de Alarcón
(cerca de Madrid) y participante de tres Capítulos Generales de su Congregación.
En el crisol del Amor divino
“Tú me entregaste tu escudo salvador y tu mano derecha me sostuvo”. (Sal 18, 36)
Fue por ese tiempo que su corazón empezó a saborear el cáliz de amargura
que el Señor reserva para sus más fieles servidores, a fin de hacerles compartir
más íntimanente su dolorosa Pasión. El 23 de abril de 1963 muere el P. Juan
Terradas, a quien él amaba con profunda piedad filial. Nada ni nadie será capaz
de expresar el agónico sentimiento de orfandad que entonces embargó su espíritu:
había perdido a un verdadero ‘padre’ a quien nadie podría ya reemplazar.
Siempre obediente a sus Superiores, nuestro Padre llegó a la Argentina en
octubre de 1968, enviado como Superior local y regional de Argentina y Uruguay.
En vísperas de la Solemnidad de Cristo Rey (¿tal vez un nuevo “signo” de la
divina Providencia?) arribó a la Comunidad de los Cooperadores en Rosario, sin
imaginar que el Señor le traía aquí para dar vida a una nueva familia espiritual en
el seno de la Santa Madre Iglesia.
Por aquellos años en que nuestro Padre se desempeñó como Superior en
Rosario estaba aún muy vivo el recuerdo del Concilio Vaticano II, sin duda el
hecho más trascendental de la historia de la Iglesia en el siglo XX. Iniciado en
1962 por la clarividente sabiduría del Beato Juan XXIII, y concluido en 1965
bajo la iluminada guía del Siervo de Dios Pablo VI, había aspirado a provocar una
fecunda renovación espiritual en el seno de la Iglesia, dejando intacto su secular
patrimonio doctrinal y espiritual, y a la vez abriéndola a los desafíos de los nuevos
tiempos a través de una prudente adaptación.
Sin embargo, no pocas de las esperanzas suscitadas por el Concilio y sus
inspirados Documentos se vieron comprometidas y aun severamente defraudadas
por los amargos frutos producidos por aquellos que interpretaron de modo
desviado o extrapolaron abusivamente los textos y el genuino espíritu del Concilio.
Así precipitaron a muchos en el torbellino de un funesto y devastador “progresismo”
(o “neomodernismo”) que amenazó disolver la integridad de la fe, la piedad
tradicional y la disciplina eclesiástica. Frente a las desoladoras consecuencias de
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la vorágine postconciliar (rebeldía contestataria contra los legítimos Pastores,
desacralización de la Liturgia, relajación de la vida religiosa y sacerdotal, disolución
doctrinal de la catequesis, reviviscencia de los errores modernistas, avance del
laicismo... con el consiguiente desconcierto, turbación y hasta escándalo de no
pocos fieles), se situó como comprensible pero también lamentable reacción, un
cierto “tradicionalismo” falto de caridad y de humildad. Este último, con pretexto
de “ortodoxia” y de “fe de siempre”, se embanderó en una crítica sistemática y
en una obstinada rebeldía contra el Papa y el Concilio, negándose a ver sus
auténticos y saludables frutos. Llegó a tal punto la crisis en el seno de la Iglesia
que el mismo Papa Pablo VI confesó amargamente: “Se esperaba que, después
del Concilio, habría llegado una jornada de sol para la historia de la Iglesia; y,
al contrario, ha venido una jornada de nubes, de tormenta, de oscuridad, de
búsqueda, de incertidumbre... (...) Por algún resquicio ha entrado el humo de
Satanás en el templo de Dios”16.
Como es lógico, un apasionado por la verdad como nuestro Padre, formado
en el más filial e ignaciano “sentire cum Ecclesia”, padeció vivamente esta dolorosa
situación y salió de inmediato a la palestra a través de artículos,
conferencias, pláticas y todos los medios a su alcance a fin de
ofrecer a los fieles, en medio del confusionismo reinante,
criterios seguros de discernimiento. Sin pretender otra cosa
sino caminar al paso de la Iglesia, la fidelidad y el amor
incondicional a la persona del Vicario de Cristo y a su Magisterio
permitieron a nuestro Padre enfrentar al progresismo en todas
sus virulentas y sutiles manifestaciones, sin dejarse seducir
jamás por el fantasma del tradicionalismo. ¡Cuánto agradeció
entonces nuestro Padre la sólida formación recibida de labios
del Padre Vallet y del Padre Terradas! Siempre nos ha dicho
que, supuesta la gracia de Dios, ésa fue su auténtica “tabla de
salvación”...
Obviamente, la postura neta, incapaz de dobleces y
componendas que nuestro Padre tuvo siempre por norma de
conducta, no podía menos que convertirle en “signo de
contradicción”, acarreándole antipatías, críticas (abiertas y
solapadas), marginación y soledad... que sobrellevó siempre
con ejemplar grandeza de alma. Cuando escribió en las Reglas
de nuestro Instituto: “Aprendamos de nuestro Rey a devolver
bien por mal, a vencer el mal con el bien, a rogar por los
enemigos, a bendecir a quienes nos maldicen, a vencer
dejándonos crucificar, a dejar a Dios que El nos defienda, si quiere” (Regla 68),
no eran éstas simplemente bellas palabras, sino una realidad que él había hecho
carne mucho antes en su propia vida. En efecto, en su lucha incesante en favor
de la verdad (fruto de su acendrado amor a Dios, a su Madre la Iglesia, y a los
hombres) jamás se ha dejado mover nuestro Padre por una motivación mezquina,
ni aun puramente humana, sino siempre y en todo sobrenatural. Inconmovible en
la más genuina caridad evangélica, nunca ha dirigido sus ataques a las personas
en cuanto tales, sino a los errores doctrinales y desviaciones morales, y tampoco
se ha dejado tentar por el rencor ni por la crítica destructiva, por muchos y
grandes que puedan haber sido sus padecimientos. Muchos de los que lo han
atacado a lo largo de su vida y que lo conocen menos que poco y muy mal, se
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sorprenderían seguramente si le viesen tal como realmente es, absolutamente
distinto de la “imagen” deformada que de él se han forjado.
Una nueva espada de dolor vino por aquel entonces a sumarse al ya intenso
sufrimiento provocado por la crisis a que antes aludimos: nada menos que el
fallecimiento de su queridísimo padre, acaecido en Madrid el 15 de abril de 1973.
Muy fácil habría sido para nuestro Padre el ir a España a fin de asistirle en su
lecho de muerte y cerrarle los ojos, pero tenía plena conciencia de que el Señor
le pedía que le inmolase esa satisfacción de suyo tan legítima y no viajó, aun
sabiendo que corría el riesgo de que su gesto no fuese comprendido.
Apenas llegado a Rosario, nuestro Padre había conocido al entonces Arzobispo,
Mons. Dr. Guillermo Bolatti, quien, justipreciando la valía de nuestro Padre, no
tardaría en designarlo profesor de Filosofía en el Seminario
Arquidiocesano “San Carlos Borromeo”. Desde el inicio
alentó nuestro Padre un afecto sobrenatural, filial y
entrañable hacia Mons. Bolatti (probado con creces,
por ejemplo, en el modo como “se jugó” por él en la
grave situación que se suscitó por aquel tiempo en la
Arquidiócesis, a causa de los sacerdotes llamados
“renunciantes”). Este afecto fue correspondido por
el Arzobispo con singulares y reiteradas muestras de
paternal estima, que irían en aumento con el transcurrir
del tiempo. Pocos tal vez han llegado a conocer y querer
de verdad a Mons. Bolatti tan intensamente como nuestro
Padre. Por eso pudo escribir acerca de él: “Dentro de un
exterior tímido, algo adusto y poco manifestativo, latía un
corazón de niño, humilde, sencillo, lleno de bondad, atento a las necesidades de
todos y extremadamente cuidadoso de no perjudicar a nadie. ¡Conmigo fue un
padre... y una madre!”17 Los hechos que seguirán en nuestra historia no harán
sino corroborar estas palabras...
El cáliz hasta el borde
“Encomienda a Yahveh tus caminos, confía en él y él hará su obra”. (Sal 37,
5)
Llegamos ahora a un momento particularmente amargo y crucial en la vida de
nuestro Padre. Después de mucho reflexionar y de invocar incesantemente las
luces del Cielo para conocer la Voluntad de Dios, habiendo consultado
oportunamente (entre otros) con Mons. Bolatti, Mons. Adolfo Tortolo (entonces
arzobispo de Paraná) y Mons. Atilano Vidal (entonces obispo auxiliar de Rosario),
con indecible aflicción y a la vez con total abandono en los brazos de la Providencia
divina, dejó su amada Congregación en octubre de 1974.
En un ambiente enrarecido de sospechas, prejuicios, intrigas y recelos que no
pocas veces creaban en torno suyo un deliberado y particularmente crucificante
“vacío” (¡cuántos sufrimientos sobrellevados en paciente silencio, a imitación de
nuestro Rey Jesús en su Pasión!), nuestro Padre tuvo el inefable consuelo de
verse paternalmente acogido por Mons. Bolatti.
Nuestro Padre había salido de la Comunidad de los Cooperadores acompañado
de dos seminaristas profesos y de un hermano coadjutor, que voluntariamente
quisieron irse con él. Estos últimos hallaron provisoria acogida en la casa de los
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religiosos Sacramentinos de Rosario, y luego se trasladaron por un tiempo con
nuestro Padre a una residencia facilitada por las Hermanas Franciscanas Misioneras
de la Inmaculada Concepción, que entonces prestaban un caritativo servicio
pastoral en el Hospital Español. Finalmente, en 1975 el mismo Mons. Bolatti les
brindó alojamiento en un sector del Colegio “Virgen del Rosario”, ubicado en
Salta y Ovidio Lagos, en la ciudad de Rosario. Una singular delicadeza del
Arzobispo fue la de conceder a los que estaban con nuestro Padre el correspondiente
permiso para estar con él en “comunidad” y para llevar hábito. Siempre vivieron
de limosna, y la divina Providencia no defraudó nunca su confianza.
Muchas veces nos ha hablado nuestro Padre de las horas angustiosas que
atravesó por entonces, con un futuro personal aún incierto, siendo plenamente
consciente de su responsabilidad frente a aquellos jóvenes que le acompañaban,
y a quienes nunca ocultó la precariedad de la situación en que se encontraban.
Dios le iba conduciendo como de la mano, pero sin darle más luz que la mínima
suficiente como para avanzar paso a paso, manteniéndole en una actitud de absoluta
disponibilidad ante su santísima Voluntad, y a la vez, desprendiéndolo de todas
las seguridades puramente humanas, a fin de convertirlo en un instrumento apto
para la Obra que ya, de alguna manera, empezaba a realizar a través de él.
También algunos laicos comprometidos siguieron a nuestro Padre,
“estrechando filas” en torno suyo. Fue entonces cuando nuestro Padre fundó la
“Legión de Cristo Rey”, en
sus dos ramas, masculina y
femenina, asociación de
apostolado laical al servicio
de la Santa Madre Iglesia.
Sus miembros hacen el
firme propósito a tender
eficazmente a la santidad en
el humilde servicio a la
extensión del Reinado social
de nuestro Señor Jesucristo,
particularmente a través de
la práctica y difusión de los
Ejercicios Espirituales de
San Ignacio de Loyola,
Legionarias y legionarios de Rosario
siempre en amorosa y filial
de la primera hora
obediencia al Santo Padre y
a los obispos, sucesores de los Apóstoles. El Ideal supremo de la Realeza de
Cristo, “el Ideal que nos apasiona, el Ideal que predicamos y el que queremos
vivir” era el que daba “forma” a este compromiso de militancia eclesial, pues “no
podemos quedarnos tranquilos, como tantos católicos ‘buenos’, viendo a Cristo
expulsado de la vida pública y de las reuniones internacionales”18. Palabras que
precisamente hoy, a la triste luz de los acontecimientos que estamos viviendo en
el plano nacional e internacional, parecen sencillamente proféticas y más actuales
que nunca.
La celebración anual de la Solemnidad de Cristo Rey (alternativamente en
Rosario y en Luján) se convertiría en la ocasión privilegiada para que las Legiones
masculina y femenina, junto con ejercitantes y allegados, reforzaran sus lazos de
unión en torno a nuestro Padre y a su naciente “Comunidad” de Hermanos en
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1 7
formación.
Merece aquí una especial mención la Sra. Concepción Marqués de Bossi (“la
Madre”, como después comenzamos a llamarla cariñosamente), designada por
nuestro Padre como primera Presidenta de la Legión femenina, quien durante
muchos años consagró su tiempo y sus mejores esfuerzos en el fiel servicio al
Señor a través de nuestra Fundación, apoyando a nuestro Padre desde el primer
momento, con no poco sacrificio.
También en ese tiempo (junio de 1975) vio la luz “sencillamente, modestamente,
sin pretensiones...” nuestra revista de espiritualidad “Cristo Rey” (a la que pocos
meses después Mons. Bolatti dirigió un consolador mensaje de bendición a modo
de “bienvenida”). Ya en el primer número nuestro Padre sentaba las bases
imprescindibles para hacer realidad nuestra soberana vocación: la Realeza de
Cristo. Estas bases no eran ni podían ser otras que estas tres: santidad, doctrina
y acción.
Santidad, porque sin ella “no hay nada que hacer”. “No podemos contentarnos
con amar a Dios ‘a medias’”. Hemos de amarle con un “amor ardiente, que
excluye todo egoísmo, toda excusa, toda tibieza”.
Doctrina, es decir, “asimilación vital y progresiva de los grandes principios
de la razón y de la fe” para adherirse amorosamente a la verdad y defenderla de
toda mancha de error o ambigüedad.
Acción “eficaz, actual, comprometida (...) en todos los campos: doctrinal,
apostólico, político-social”, a fin de contribuir eficazmente a la “inspiración
cristiana del Orden temporal” (Concilio Vaticano II, Decreto “Apostolicam
actuositatem”, nº 19)19.
Intensísima fue la actividad apostólica de nuestro Padre por aquellos años.
Ante todo, predicación de numerosas tandas de Ejercicios ignacianos en varias
localidades de nuestra Patria, donde muchos ejercitantes vivieron una experiencia
que los marcaría de por vida, de manos de aquel sacerdote profundamente
enamorado de Jesús y apasionado por la Santa Madre Iglesia. A esto se sumó un
gran número conferencias y de retiros de perseverancia en Buenos Aires, Rosario,
San Nicolás y Villa Constitución, alternando con sus clases de Filosofía en el
Seminario Arquidiocesano, con el dictado de clases de Teología en los Cursos de
Cultura Católica (dependientes de la Universidad Católica Argentina), y con la
publicación de hermosos y profundos artículos de carácter espiritual y/o doctrinal,
destinados en su mayoría a la revista “Cristo Rey”. Sucesivamente fueron saliendo
de su pluma páginas riquísimas que no han perdido nada de su brillo ni de su
actualidad: “Dios”, “Combate espiritual”, “Grandeza del Cristianismo”, “El orden
sobrenatural”, “El festín de la sabiduría”, “Padeció bajo Poncio Pilato”, “Escuela
ignaciana”, “Discernimiento”, “Sentir con la Iglesia”, “La Realeza de Cristo en
los Ejercicios ignacianos”, “Rey crucificado”, “Signum magnum (canto a la
Virgen)” ... y tantos otros más. En ellos trenzaba magistralmente sus grandes
amores, los que de modo carismático irían definiendo con netos perfiles su
espiritualidad: Cristo Rey, la Santísima Virgen, la Iglesia, San Ignacio y sus
Ejercicios... Todo estaba “a punto” para el paso más importante, aquel para el
cual Dios lo había venido preparando desde muy lejos...
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La “hora” del Señor
“Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? (Is 43, 19)
Nuestro Padre nos ha dicho infinidad de veces que él no tenía ninguna intención
de fundar una comunidad de vida religiosa. La viva conciencia de su propia nada
le impedía considerar siquiera la posibilidad de que el Señor quisiese servirse de
él para una obra así. Pero los caminos de Dios son bien diversos de los nuestros...
De hecho, como señalamos antes, desde el momento mismo de su salida de los
Cooperadores, por especial Providencia divina, en torno a nuestro Padre se habían
ido congregando algunos jóvenes deseosos de consagrarse a Dios... pero siguiendo
sus pasos.
El mismo Mons. Bolatti, siempre interesadísimo en la marcha de esta incipiente
“Comunidad”, le insistiría luego repetidas veces para que escribiese unas Reglas
que paternalmente fue corrigiendo en persona en el Arzobispado junto con él,
como nos lo narra nuestro Padre:
“...con mucha paciencia y benevolencia, durante varios días, sentados frente
a frente en su mesa de trabajo, fue leyendo y escuchando, una a una, palabra
por palabra, nuestras Reglas, haciéndome, a veces, comentarios o sugerencias,
siempre con exquisita delicadeza y discreción, con respeto e interés por algo que
también, en cierto sentido, era suyo”20.
Desde 1975 hasta
1979 inclusive, los
seminaristas
que
acompañaban a nuestro
Padre habían cursado
sus estudios de Filosofía
y/o Teología en el
Seminario de Paraná,
gracias a la benevolente
protección de Mons.
Tortolo, a quien nuestro
Padre siempre estimó
como un auténtico
santo. Mons. Tortolo les
había dicho: “las
puertas
de
mi
Arquidiócesis están
El Padre Fundador en Coronel Pringles con algunos de
siempre abiertas para
los primeros hermanos que le acompañaron: en el
extremo izquierdo el entonces ‘Hno. Daniel Almada’ y
ustedes”, y en aquellos
en el derecho el ‘Hno. Jorge Piñol’
años quedó bien patente
que sus palabras eran muchísimo más que una frase amable.
Pero en el curso de ese período, como suele ocurrir en toda Fundación que se
inicia, no faltaron las defecciones entre los seguidores de nuestro Padre. De
hecho, ninguno de los que salieron con él de los Cooperadores perseveró en sus
buenos propósitos, y si bien se fueron incorporando algunos otros con el paso
del tiempo, nuevas defecciones impidieron al grupo crecer en número como se
hubiese esperado. En este sentido, 1979 fue un año crucial, dado que por entonces
algunos de los seminaristas que seguían a nuestro Padre se iban acercando a las
órdenes sagradas, y se hacía necesaria y cada vez más urgente una definición (y
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una elección) acerca de su futuro por parte de ellos mismos: o la incardinación
en la Arquidiócesis de Paraná (es decir, la incorporación al clero de la misma), o
el seguimiento de nuestro Padre. Dadas así las cosas, a finales de 1979 tenía
nuestro Padre a su lado a dos Hermanos “incondicionales”: Jorge Piñol y Daniel
Almada (ahora Padres), quienes por entonces cursaban ya la Teología en el
Seminario de Paraná. Y fue precisamente a principios de 1980 cuando un hecho
puntual sirvió de detonante para el inicio formal de nuestro Instituto.
Ocurrió que el joven José Laxague, hijo de una numerosa y ejemplar familia
de ejercitantes residente en la localidad de Coronel Pringles (Pcia. de Buenos
Aires) manifestó su intención de entregarse a Dios tras las huellas de nuestro
Padre. No fue posible en ese momento que se sumase a los Hnos. Jorge y Daniel
en el Seminario de Paraná, y tampoco llegó a concretarse su admisión como
interno en el Seminario Arquidiocesano de Rosario. La Voluntad de Dios se reveló
claramente entonces a través de la palabra de Mons. Bolatti, quien dijo a nuestro
Padre que ya era hora de que empezasen a vivir juntos de modo “oficial” y
permanente. Y fue así cómo con el ingreso del Hno José (hoy Padre), el 9 de
marzo de 1980, quedó constituida la primera Comunidad estable del Instituto
“Cristo Rey”.
Nuestro Padre nos ha expresado innumerables veces la inmensa alegría y
seguridad que siempre le produjo el hecho de que fuese el mismo Arzobispo
quien le instara, pues nunca ha dejado de reconocer que, humanamente hablando,
no se sentía con arrestos para ningún emprendimiento de ese tipo.
Por aquel entonces (concretamente en
marzo de 1979) gracias a las oraciones y
donaciones de ejercitantes, amigos y otros
bienhechores, se había hecho posible la
adquisición de una casa, ubicada en Ovidio
Lagos 451 de la ciudad de Rosario, para
que sirviese de vivienda a nuestro Padre y
a la futura Comunidad de “Cristo Rey”.
Se abandonó, pues, definitivamente la
residencia en el Colegio “Virgen del
Rosario”, y Mons. Bolatti bendijo la nueva
casa el 29 de febrero de 1980. De las
palabras que pronunció en aquella
memorable ocasión extractamos las
siguientes, reveladoras del gran cariño con
que amparaba nuestra pequeña Fundación:
“... los que vivan aquí, constituirán una familia, alabarán a Dios, le
agradarán con su buena conducta, y desde aquí se irradiará el bien. Esta casa
ha sido bendecida para esto (...) ¡Quiera Dios que mañana se pueda engrandecer,
porque crece el Movimiento! (...) Desde aquí se planeará la conquista para
Cristo del mundo, en la medida en que puedan realizarlo las pobres fuerzas con
que cuentan... Pero cuentan con la gracia de Dios, el auxilio divino, y ciertamente
estará presente cuando se trabaja por El. De aquí se irradiará, por tanto, el
bien, la virtud, los deseos de servir al Señor todos los días de la vida y difundir
ese Reino que Cristo vino a traer al mundo. (...) Les deseo... todo el éxito en esta
empresa nada fácil, bastante difícil; difícil por las circunstancias en que comienza,
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pero si es de Dios, Dios la bendecirá por caminos que El solo conoce”21.
Estas expresiones más que alentadoras fueron también, en cierta manera,
confirmadas por aquellas con que el querido Mons. Tortolo despidió a nuestro
Padre y a la Comunidad después de la visita que le hicieron en diciembre de 1980:
“Padre Torres-Pardo: ¡que Dios multiplique sus hijos como las arenas del mar y
las estrellas del cielo!” Palabras que fueron como un bálsamo en aquellos momentos
fundacionales, y que serían las últimas que escucharían de sus labios, antes de
que Mons. Tortolo cayese gravemente enfermo.
Los tres Hermanos que acompañaban a nuestro Padre (Jorge, Daniel y José)
iniciaron desde entonces su ritmo regular de clases en el Seminario Arquidiocesano
de Rosario, como alumnos externos. Acabadas las horas de clase, retornaban a
su residencia, donde nuestro Padre iba día tras día imprimiendo en sus corazones
nuestro carisma de Cristo Rey a través de pláticas, homilías, recreos formativos
y un continuo y amoroso velar sobre ellos. A partir de aquí, como es obvio, la
historia personal de nuestro Padre resulta inseparable de la del Instituto y la Obra
de Cristo Rey.
Los gozos y los dolores
“Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol:
... un tiempo para llorar y un tiempo para reír,
... un tiempo para rasgar y un tiempo para coser,
...un tiempo para callar y un tiempo para hablar,
un tiempo de guerra y un tiempo de paz”. (Ecl 3, 1. 4. 7. 8)
No fue fácil para nuestro Padre tomar el camino que el Señor le trazaba;
pesaban aún en su memoria y en su corazón muchos recuerdos dolorosos que le
hacían temer que la frágil criatura que acababa de nacer pudiese algún día perder
su rumbo. Por otro lado, palpaba con asombro (casi diríamos con “susto”) lo
que el Señor iba realizando poco a poco a través de él, y no cesaba de escrutar en
su interior la Voluntad divina, esforzándose por no dar un solo paso por sí mismo,
siempre procurando dejar a Dios la iniciativa.
El 20 de diciembre de 1980, Mons. Bolatti concedió el sagrado Orden del
Diaconado al Hno. Jorge Piñol (¡el primer diácono del Instituto!), y el siguiente
19 de marzo de 1981 tuvo lugar un hecho trascendental para nuestra historia
como Fundación y para la vida de nuestro Padre: en ese día Mons. Bolatti le
entregó el Documento de aprobación “ad experimentum” de nuestro Instituto,
que quedaba así erigido oficialmente como “Asociación privada de fieles”. Nuestro
Padre, con el documento en sus manos, creía hallarse en medio de un dulce
sueño del cual no quería despertar...
Otra singular alegría que el Señor le deparó a nuestro Padre por aquel entonces
fue sin duda la compra de una nueva residencia para la Comunidad en la localidad
de Roldán, dotada de un amplio terreno, apto para futuras edificaciones y
ampliaciones. La operación fue posible gracias a la generosidad de uno de nuestros
más insignes bienhechores: el Señor Andrés Laxague, papá del entonces Hno.
José. El mismo Mons. Bolatti se hizo nuevamente presente entre nosotros para
bendecirla el 26 de abril de 1981. Particularmente expresivas fueron sus palabras
en esa ocasión, casi como un pequeño “testamento” que siempre atesoraremos
con veneración y gratitud:
“Evidentemente hay amor, y hay amor en el P. Torres-Pardo, y él está
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2 1
infundiéndoles este espíritu a los suyos: de amor a Dios nuestro Señor, para cuya
gloria hace todo esto; amor a los hombres, que necesitan de Dios.
Yo no dudo de que ha de seguir adelante esta Obra, y la iremos viendo.
Todavía nosotros, los que estamos ya casi al cabo de la vida, todavía esperamos
verla progresar más. Yo esto lo auguro, esto le pido a Dios”.
En ese mismo año, el 3 de octubre, Mons. Bolatti ordenó diácono al Hno.
Daniel Almada, y confirió la dignidad presbiteral al Hno. Jorge Piñol. ¡Podemos
imaginar la tremenda emoción de nuestro Padre al revestir con los ornamentos
sacerdotales y estrechar luego en un paternal y cálido abrazo a este “primogénito”
que tantos desvelos le había costado, y que representaba la primera garantía de
continuidad para su incipiente Instituto! Su paternidad espiritual, acrisolada en la
fragua de tantas pruebas exteriores e interiores, comenzaba a dar sus frutos más
maduros. Por eso, en la homilía que predicó en la primera Misa solemne del P.
Jorge, pudo nuestro Padre exclamar:
“Queridos Jorge, Daniel, José: yo puedo decir que: ¡Yo os he engendrado en
Cristo! (cfr. I Cor 4, 15) y que esta Fundación es un dolor de parto, y me parece
un sueño.”22
Pero los “dolores de parto” no habían hecho sino comenzar. Una terrible
prueba va ahora a golpear el corazón de nuestro Padre: el 7 de agosto de 1982
fallece su gran protector Mons. Bolatti, y experimenta una angustiosa sensación
de orfandad. El mismo Padre nos lo relata:
“¡Llegué a querer mucho a Monseñor, y su ausencia no ha hecho sino
acrecentar en mí este amor! ¡Viví intensamente, amargamente, las horas del
velatorio y de las honras fúnebres de aquel día de luto histórico, inolvidable!
¡Me sentí huérfano por segunda vez!” 23
Pero había una grande y grave diferencia en esta segunda orfandad (la primera
era la padecida a la muerte del P. Terradas): nuestro Padre tenía ahora tras de sí
una Fundación apenas nacida, que quedaba de repente sin su protector más
insigne. ¡Sería el tiempo quien habría de demostrar que esta protección de Mons.
Bolatti no sólo no quedaba interrumpida, sino que era ahora, desde el Cielo, más
firme y poderosa que nunca! En ese momento, nuestro Padre sólo atinó a ponerse
en manos del Señor, implorando su misericordia.
Un gran don que el Señor le hizo a nuestro Padre en esos penosos momentos
fue la dicha de poder abrazar a su segundo hijo sacerdote, el P. Daniel Almada,
ordenado el 4 de diciembre de 1982 por Mons. Atilano Vidal, a cuyo cargo se
hallaba la Arquidiócesis durante la vacancia de la sede.
La designación de Mons. Jorge Manuel López como
nuevo Arzobispo de Rosario fue para nuestro Padre una
auténtica alegría, y un verdadero regalo de la divina
Providencia para nuestra Fundación. Mons. López
estimaba mucho a nuestro Padre, a quien había conocido
cuando era obispo auxiliar de Mons. Bolatti. Las muestras
de su paternal benevolencia sobre nosotros no tardarían
en manifestarse.
En primer lugar, cuando nuestro Padre celebró sus
bodas de plata sacerdotales, el 6 de julio de 1983, Mons.
López se hizo presente en la santa Misa solemne que con
ese motivo se celebró en la capilla del Colegio “Virgen del
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2 2
Rosario” en la persona de su representante, Mons. Oscar Villena (obispo auxiliar),
y él mismo presidió luego la cena-homenaje, acompañado por Mons. Vidal, Mons.
Benito Rodríguez (ex-obispo auxiliar) y Mons. Victorio Bonamín (Pro-Vicario
castrense). Más allá del gozo de la celebración, eran auténticas “bodas de sangre”,
como bien lo señaló el P. Daniel Almada en las palabras alusivas que pronunció en
la sobremesa: “bodas de sangre ... de un sencillo y humilde sacerdote, que ha
sabido subir con Jesús al Calvario, dejarse crucificar por su Amor...”24
En efecto, no eran éstas expresiones de mero cumplimiento, sino una realidad
que sus hijos palpaban día tras día... Hay que tener en cuenta que, más allá de la
constante y amorosa protección de Mons. Bolatti (continuada por su sucesor),
en muchos ambientes nuestro Padre y la Fundación eran mirados con recelo y
suspicacia, no exentos en ocasiones hasta de cierta hostilidad más o menos
encubierta. Todo este sufrimiento lo sobrellevaba nuestro Padre con fe
inquebrantable y con la mirada puesta en Aquel a quien todo debía.
En segundo lugar, el 24 de marzo de 1984 Mons. López se hizo presente por
primera vez en nuestra residencia de Roldán para bendecir la nueva capilla y
dedicar su altar. En las palabras pronunciadas en la sobremesa del festejo
subsiguiente, nuestro Padre manifestó la total disponibilidad de su obediencia,
genuinamente ignaciana, para aceptar con espíritu de fe cualquier decisión que
Mons. López quisiese tomar sobre el Instituto y la Obra de Cristo Rey, incluso la
eventual supresión. Fue entonces cuando Mons. López nos reveló la satisfacción
que le embargaba al “ir continuando las cosas que ha bendecido y llevado,
alentando, el recordado y querido Mons. Bolatti”, añadiendo después: “No tengan
miedo. No la voy a suprimir. Alégrense, porque hoy y siempre la voy a bendecir”25.
En tercer lugar, estas últimas palabras quedaron felizmente corroboradas
cuando el 22 de enero de 1986 Mons. López emitió un nuevo decreto, confirmando
la aprobación a título experimental del Instituto como Asociación privada de
fieles ya concedida antes por Mons. Bolatti. ¡La voz de la Santa Madre Iglesia
jerárquica se había hecho oír una vez más para ratificar la autenticidad del camino
emprendido por nuestro Padre! No es difícil imaginar los sentimientos de intenso
gozo espiritual con que el Señor lo colmaría...
A fines de ese año 1986, concretamente el 21 de noviembre, recibía la
ordenación sacerdotal el Hno. José Laxague. ¡Ya los tres jóvenes que habían
constituido junto con nuestro Padre la primera Comunidad del Instituto eran
sacerdotes! ¡Qué satisfacción le embargó entonces, después de tantos años de
desgaste y de silenciosa siembra regada con no pocos sudores y lágrimas! Pero
nuestro Padre, exultante en su ferviente ilusión de estar haciendo “fuego nuevo”
en el seno de la Madre Iglesia, sabía muy bien que tanto él como los que se
congregasen en torno suyo debían estar dispuestos a “vivir” su carisma
participando en la soledad y oprobios del Rey coronado de espinas, cuyos pasos
seguían. Así lo vivía él cada día, y así lo expresó en la homilía de la Primera Misa
del P. José:
“Nuestra Fundación es un Vía Crucis. Es ser condenados a muerte por el
mundo y por el Sanedrín. Es sentir sobre nuestras espaldas los azotes de las
críticas, de las burlas y de la difamación; es ser coronados de espinas, es caer y
levantar (como Cristo camino del Calvario) bajo el pesado yugo de la Fundación
hasta llegar al lugar del suplicio, chupar el vinagre y sentir traspasado el
corazón...
*75añosdevida*
2 3
Y tenemos que seguir adelante, sin vacilar, a ejemplo de Jesús, bendiciendo a
todos, porque esos que no nos entienden, esos que se burlan, esos que nos miran
como sospechosos, tal vez hasta con odio... nos están haciendo un gran bien,
porque nos ayudan a ser más humildes y a imitar a nuestro Rey ‘fracasado’...”26
El 30 de septiembre de 1988, con motivo de los 60 años de nuestro Padre, vio
la luz a modo de sentido y filial homenaje, una recopilación de sus principales
escritos, en dos volúmenes, bajo el título sugestivo y emblemático de “Por el
triunfo de Cristo Rey”. Nuestro Padre lo definiría como “una cuenta de conciencia
humilde que me permito dar al mundo, a la sociedad actual”, y “un desahogo de
algo muy profundo que llevo dentro”27.
La presentación del
libro en Rosario (que contó
con la asistencia de Mons.
López) estuvo a cargo del
Dr. Héctor Padrón,
distinguido intelectual
católico militante, y de
Mons. Victorio Bonamín, a
quien nuestro Padre
profesaba una gran
veneración
por
su
reciedumbre doctrinal, su
alma de luchador, su
unción sacerdotal y su profundo amor a la Iglesia y al Santo Padre. Veneración y
estima que Mons. Bonamín retribuía a nuestro Padre con holgura, como quedó
de manifiesto en el bellísimo Prólogo que redactó para la obra antes dicha, a la
que calificó de “libro de la Realeza Absoluta”, “monumento de sabiduría y de
claridad docente”, “abundosa recopilación de realidades y de profecía”28.
En efecto, en esta obra, como bien expresó Mons. Bonamín el día de su
presentación, “todo aparece como escrito con sangre del corazón, de un corazón
enamorado”. Nuestro Padre, “asomado desde su libro a las plazas de todos lo
negadores de Cristo, increpa a los ateos, a los marxistas, a los liberales (sobre
todo, si son católicos), a los modernistas, a los laicistas, a los secularistas; con
santa indignación de profeta parecería que les estuviera diciendo a los de la
plaza:
‘¿Cómo? ¿Crucificáis a vuestro Rey? ¿Lo destronáis? ¿Lo desterráis de los
tribunales, de la legislatura, de la universidad? ¿Osáis matarlo como Herodes
en el alma de los niños por el laicismo escolar...?
Pues, sabedlo -parecería decir-, os lo digo con el profeta Isaías (cfr. 60, 12):
si El no reina, la nación y el reino que no le sirvan perecerán. Esas naciones
serán totalmente aniquiladas’”29.
¡Palabras que parecen hacerse cada día más trágicamente actuales!
El libro de nuestro Padre fue presentado también en Buenos Aires el 14 de
octubre siguiente por Mons. Antonio Quarracino (quien era entonces Arzobispo
de La Plata y sería poco después cardenal primado), y por el Dr. Héctor Hernández
(antiguo ejercitante y destacado profesor universitario), en presencia del Nuncio
de Su Santidad, Mons. Ubaldo Calabresi. ¡Nuestro Padre estaba exultante de
alegría por este singular “mimo” de la divina Providencia que le hacía sentirse
*75añosdevida*
2 4
más que nunca seguro y cobijado en el regazo de la Madre Iglesia! Sin desmedro
alguno de las hermosas y profundas palabras de los disertantes, a nuestro Padre
tuvieron que “llenarle el alma” literalmente las breves y sencillas del Sr. Nuncio al
final del acto:
“...una palabra de felicitación, una palabra de augurio. Felicitación no
solamente por los libros sino por esta Fundación que es algo que enriquece a la
Iglesia. Una palabra de augurio para que esta Fundación pueda dar ubérrimos
frutos de santidad en la Iglesia”30.
Mientas tanto, los santos Ejercicios ignacianos predicados por los Padres del
Instituto iban llegando a otras localidades de nuestra Patria: Bahía Blanca, Comodoro
Rivadavia, Córdoba, San Luis, Necochea..., y en ellas el Señor iba suscitando
grupos de laicos fervorosos y comprometidos que, haciendo suyo nuestro Ideal
en pro de la Realeza de Cristo, pasaban a engrosar las filas de nuestra Obra, y por
consiguiente a saberse y sentirse también hijos espirituales de nuestro Padre.
El 5 de mayo de 1989 el libro de nuestro Padre fue presentado en San Luis
por el entonces obispo de dicha diócesis, Mons. Juan Rodolfo Laise, y por el Dr.
Alberto Caturelli, filósofo católico de méritos indiscutibles y prestigio internacional.
Fue una nueva alegría para el corazón de nuestro Padre, quizás destinada como
las anteriores a preparar su corazón para afrontar la gran tribulación que se
avecinaba...
Otro auténtico “acontecimiento de gracia” fue la concesión verbal que nuestro
querido Mons. López nos hizo a fines de 1988 para que nuestros Hermanos
estudiantes pudiesen cursar los estudios de Filosofía en nuestra casa. Así nació
nuestro Escolasticado “Sedes Sapientiae”. El lema que nuestro Padre eligió para
él, tomado de la Primera Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios (2, 7): “Sed
loquimur Dei sapientiam in mysterio” (“pero nosotros predicamos la sabiduría
de Dios en el misterio”) definía perfectamente nuestro Ideal de ser apóstoles
ardientes de la divina Sabiduría (que no es “del mundo” ni puede conformarse
con los criterios “del mundo”), a la cual debemos “servir y defender, si es preciso,
hasta el sacrificio de nuestras vidas”, exponiéndola con fidelidad y descubriendo
y refutando el error, “que mancha la mente e impide la acción de la divina
gracia”31.
La gran prueba
“En mi angustia te busco, Dueño mío; de noche tiendo mi mano sin
descanso,
y mi alma rehúsa todo consuelo;...¿Es que el Señor nos rechaza para
siempre y no volverá a favorecernos? (Sal 77, 3. 8)
En el curso de los años que acabamos de reseñar, el Instituto se había ido
consolidando gradualmente y el número de sus miembros se había visto reforzado
con el ingreso de varios jóvenes llamados por el Señor al sacerdocio o a la hermosa
(y hoy por desgracia casi extinguida) vocación de Hermano coadjutor.
En 1990 nuestro Padre consideró oportuno solicitar a Mons. López un
documento de aprobación que ratificase por escrito la aprobación verbal de nuestro
Escolasticado de Filosofía. Y fue en el curso de la audiencia tenida con él al
efecto que Mons. López dijo algo que nuestro Padre no había previsto, ni siquiera
imaginado: “Aprobamos todo...” Esta frase, que dejó a nuestro Padre asombrado
y casi paralizado, como quien viese caer un rayo en un día sereno, aludía como
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2 5
es obvio a que la voluntad de Monseñor era aprobar no sólo el Escolasticado de
Filosofía sino el Instituto mismo, con una aprobación de categoría superior a la
meramente experimental concedida por Mons. Bolatti y oportunamente
confirmada por él.
Nuestro Padre regresó a casa bajo la honda impresión de haber presenciado
una actuación directa de Dios nuestro Señor, expresando su Voluntad por boca
del Sr. Arzobispo. Como siempre le ha ocurrido, nuestro Padre disfrutaba al
constatar que era el mismo Dios quien nos llevaba adelante, pues él ni de lejos
había pensado pedir lo que Mons. López ofrecía.
Con vistas a la suspirada aprobación, nuestro Padre se abocó de inmediato a
una segunda redacción de las Reglas del Instituto, a fin de incorporar a ellas la
experiencia de los años transcurridos y también para actualizarlas a la luz de los
Documentos magisteriales más recientes sobre la vida religiosa. Dicha redacción
fue concluida el 31 de julio de 1990, y en ella nuestro Padre, con la profunda
humildad de la verdad, definió para siempre nuestra esencia al decir: “La Realeza
de Cristo es, por inspiración del Espíritu Santo, el carisma y ‘don fundacional’,
propio de nuestro Instituto”32. El era y es bien consciente de que todo lo que
había realizado y todo aquello por lo cual vivía no era sino un “don” que procede
de lo alto (cfr. Sant 1, 17). Y de que ese don se nos daba y se vivía en y para la
Santa Madre Iglesia; por eso agregó poco después lo que jamás dejó de tener
presente desde los inicios mismos de la Fundación: “la Iglesia es nuestra razón
de existir”33.
Esa Realeza es necesariamente “social”, dado que no hay ámbito alguno en la
esfera de lo humano ni en el cosmos que pueda escapar a la Soberanía de Aquel
a quien ha sido dado “todo poder en el Cielo y en la tierra” (cfr. Mt 28, 18). Pero
ésta será “la lógica consecuencia de la Realeza interior”, pues “¿qué otra cosa
es la santidad, sino el triunfo total del Rey de amor en un alma libre?”34
Las nuevas Reglas fueron filialmente sometidas por nuestro Padre a la
aprobación de Mons. López, y comenzaron a darse los pasos y consultas
necesarias para que el deseo de Monseñor pudiese hacerse realidad. Y fue entonces
cuando se abatió sobre nuestro Padre (y sobre el Instituto todo) la que seguramente
ha sido la prueba más grande que hasta el
presente haya tenido que afrontar.
Algunos eclesiásticos intervinieron en
esos momentos para “abortar” no sólo la
aprobación en ciernes, sino al mismo
Instituto en cuanto tal. Se había ido tejiendo
sobre él a lo largo del tiempo toda una
“leyenda negra” -como diría nuestro Padre
años después- “ya sea por prejuicios o malos
entendidos o resentimientos o envidias o
ignorancia o mal espíritu o alguno de esos
‘imponderables’ que envuelven a una
fundación, por el solo hecho de ser ‘nueva’
y, en consecuencia, algo distinto, extraño,
chocante, sospechoso o provocativo para
quienes carecen de discernimiento, de
La comunidad orando, en aquellos
experiencia o simplemente de buena
momentos de prueba, ante el Santísimo.
*75añosdevida*
2 6
voluntad”35.
Informado por Mons. López, nuestro Padre se vio en la obligación de presentar
una réplica a modo de defensa, mientras la Comunidad toda se ponía en oración
ante el Santísimo Sacramento expuesto, para implorar del Rey eucarístico la
gracia de que el peligro se alejase.
Nadie podrá imaginar la magnitud de la aflicción de nuestro Padre en aquellas
horas dramáticas, empapadas del dolor más profundo y a la vez del más absoluto
y filial abandono en las manos del Padre celestial. ¡La obra de su vida, la obra que
había sido para él una promesa de resurrección después de años aciagos estaba
amenazada de muerte! La oración de nuestro Padre se hizo entonces clamor de
angustia, gemido y sollozo implorantes ante la Majestad de Aquél que tiene en sus
manos los corazones de los hombres. Fue una auténtica “noche oscura”. Así la
llamó nuestro Padre en unas líneas sobradamente expresivas acerca del modo
como vivió esta experiencia de cruz y soledad:
“ ‘Noche oscura’ querida por Dios para probarnos, purificarnos, fortalecernos,
hacernos más humildes, ejercitarnos en la fe, en la esperanza, en la caridad, en
la oración, en la paciencia, en el santo abandono entre los brazos de la divina
Providencia... en una palabra, para santificarnos y demostrarnos que, en
definitiva, es El el que dirige, el que reina, el que ‘se sale con la suya’, el que
sabe sacar bienes de males, el que tiene fijada ‘su hora’, que nada ni nadie
puede adelantar ni retrasar una décima de segundo...”36
Verdaderamente invalorable resultó en aquellos difíciles momentos la luminosa
y consoladora intervención de Mons. Bonamín en defensa del Instituto, resultado
no sólo de una sincera estima personal, sino de un conocimiento profundo del
mismo. Este conocimiento se había ido alimentando en los años previos con
contactos diversos y frecuentes. Pero se había incrementado muy poco tiempo
antes a raíz de la misión que Mons. Bonamín acababa de cumplir como Visitador
designado por Mons. López, a fin de hacer una evaluación del Instituto con
vistas a su aprobación.
Fueron pasando los días,
las semanas y los meses, en
medio de zozobras incesantes,
hasta que poco a poco se fue
viendo despuntar el alba. Y
superadas
todas
las
dificultades, llegó por fin aquel
dichosísimo 1º de mayo de
1993, en que nuestro querido
Mons. López se llegó una vez
más hasta nuestra residencia
a fin de presidir una Santa
Misa solemne y entregar a
nuestro Padre el Documento
de aprobación del Instituto
como Asociación pública de
la Iglesia, con vistas a una
futura aprobación del mismo como Instituto religioso de derecho diocesano,
cuando se diesen para ello las condiciones exigidas por el derecho canónico.
Las palabras que Mons. López dirigió a nuestro Padre hacia el final de su
*75añosdevida*
2 7
homilía, a la vez que dejaban traslucir su honda satisfacción, eran el sello de su
paternal reconocimiento a la labor sacrificada y silenciosa de nuestro Padre, a su
actitud constante de hijo fiel de la Madre Iglesia:
“Os felicito de todo corazón, querido Padre Fundador, Padre José Luis TorresPardo, por vuestro empeño y por vuestra tenacidad en llevar adelante, por la
gloria de Dios y por el bien de las almas, este Instituto que pertenece al ámbito
de nuestra Iglesia arquidiocesana”37.
¡Fue un día de júbilo desbordante! El Instituto alcanzaba por fin su “mayoría
de edad” después de una larga espera. Un numeroso grupo de hijos e hijas de
nuestra Obra, además de otros muchos ejercitantes y allegados se congregaron
en torno al Padre y a la Comunidad del Instituto para celebrar dignamente tan
gran acontecimiento. Nuestro Padre, con la incontenible emoción de quien está
presenciando un auténtico “milagro”, sólo atinó a expresar sus sentimientos con
tres palabras más que elocuentes: “¡gracias, Señor!, ¡perdón, Señor!, ¡misericordia,
Señor!”
Junto con el decreto de aprobación del Instituto, Mons. López nos trajo también
una preciosa “sorpresa”: el decreto de aprobación de nuestro Escolasticado de
Filosofía, confirmando efectivamente la aprobación que ya nos había dado de
palabra años antes.
El Instituto proseguía su andadura con la bendición solemne de la Iglesia
preparando “los caminos del Señor, hasta que El vuelva”, “luchando, sin
desfallecer, ‘para que al Nombre de Jesús, se doble toda rodilla en los cielos, en
la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Cristo Jesús es el Señor!, para
gloria de Dios Padre’ (Flp 2, 10-11)”38.
Finalmente, señalemos también que por este tiempo la “Madre Concepción” y
nuestro Padre dieron inicio al Instituto de “Adoratrices de la divina Realeza”, que
recibió el 10 de febrero de 1994 la aprobación de nuestro querido Mons. López
como Asociación privada de fieles.
La misión de transmitir un carisma
“Tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa:
ésta es la bendición del hombre que teme al Señor”. (Sal 128, 3-4)
Desde entonces la vida de nuestro Padre no ha sido muy pródiga en eventos
externos de especial importancia. Más bien ha transcurrido (en plena continuidad
con los años anteriores) en el silencio de una inmolación permanente, cotidiana,
tremendamente exigente (pero para él gozosa y exaltante), a fin de formar a sus
hijos consagrados (los sacerdotes y hermanos del Instituto), grabando en ellos
“a fuego” el sello de nuestra “identidad CR”; a fin de hacer de nuestra Comunidad
una auténtica familia espiritual, y de nuestra Obra una gran “familia de familias”.
Es sobre todo en los recreos comunitarios donde nuestro Padre revela toda
su estatura como formador. Sabe hacernos reír y sabe ponernos serios; sabe
hacernos vibrar de emoción, suscitar la compunción del corazón, y remontarnos
hasta Dios al hacernos vislumbrar con la más delicada piedad algo de su inefable
Misterio. Junto a él las horas discurren casi sin sentirse, en ese clima de íntima
confidencia que sólo es posible cuando se habla desde lo más profundo del corazón.
Tiene el raro don de convertir su entorno en un auténtico cenáculo “de caridad y
unión, de paz y alegría”, donde arde “el fuego del Espíritu Santo, Amor del
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2 8
Padre y del Hijo”39.
En este camino ya largo no le han faltado a nuestro Padre amargas decepciones,
penosísimas ingratitudes y aflicciones de todo género, pero siempre ha sabido
enfrentar y superar las adversidades con la mirada puesta en Dios y en su mayor
gloria, devolviendo bien por mal por doquier y a manos llenas.
Ha tenido en estos últimos años la alegría de ver extenderse nuestra Obra a
otros lugares de nuestra Patria (como Merlo, Junín y Mar del Plata), y también
del extranjero (concretamente a Washington y Miami, en los Estados Unidos), y
se ha gozado viendo multiplicarse y consolidarse los frutos de santificación que
el Rey divino ha tenido y tiene a bien producir por medio de sus hijos. Y siendo
por naturaleza amante del silencio y del recogimiento, no ha vacilado nuestro
Padre en renunciar a él para visitar a sus muchos hijos e hijas espirituales laicos,
y llevarles junto con la “confirmación en la fe” y en nuestro carisma, el aliento de
su presencia paternal y de su palabra consoladora.
El 30 de septiembre de 1998, con motivo del 70º cumpleaños de nuestro
Padre, vio la luz una recopilación y reelaboración de algunas de sus principales
predicaciones sobre el Misterio de la Santísima Virgen, titulada “In Sinu Matris”
(en el Seno de la Madre), auténtico tributo de profundo amor filial hacia Aquella
a quien ha amado e invocado, como un niño pequeño, a lo largo de toda su vida.
La obra fue prologada por nuestro querido Mons. Jorge Manuel López, ya entonces
arzobispo emérito de Rosario, y presentada por su inmediato sucesor, Mons.
Eduardo Vicente Mirás, quien,
continuando las huellas de sus
predecesores, no ha cesado de brindar
a nuestro Padre y al Instituto
expresivas muestras de su
benevolencia. Esta obra de nuestro
Padre, que fue presentada también en
Córdoba, Buenos Aires y San Luis,
ha sido desde entonces un medio
providencial del que el Señor ha
querido servirse para conducir a sus
lectores a una piedad más devota e
Mons. Mirás en la presentación de
ilustrada hacia nuestra amada Madre
In Sinu Matris
y Reina.
El luminoso atardecer
“Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado”. (Lc 24, 29)
“Mantengo mi alma en paz y silencio como un niño
que se recuesta sobre el pecho de su madre”. (Sal 131, 2)
No cabe duda de que nuestro amado Padre, siempre muy consciente (mejor
diríamos tremendamente consciente) del paso inexorable del tiempo, ha sabido
sacar del que Dios le ha concedido el máximo provecho, en el más noble y
religioso sentido del término. De ahí que no vacilemos en aplicarle plenamente
aquellas palabras que escribió pocos años atrás:
“...considero que los ancianos (si han vivido bien, como auténticos cristianos)
ya purificados, iluminados y transformados por el Espíritu Santo, son dignos,
no sólo del mejor respeto, sino también de admiración y ¿por qué no decirlo?, de
*75añosdevida*
2 9
santa envidia, ya que, después y a pesar de tantos trabajos y fatigas, de tantas
luchas, de tantas pruebas y tentaciones, de tantas victorias y derrotas... (como
diría San Pablo) han combatido el buen combate, han alcanzado la meta y han
conservado la fe (cfr. 2 Tim 4, 7); y cargados de experiencia (porque no basta la
ciencia), llenos de sabiduría, casi tocando el cielo con la mano, transportados
de alegría, están escuchando cada vez más cerca el ‘aleluya’ ininterrumpido de
los ángeles y santos en la celestial Jerusalén”40.
Por eso, la escena final de esta sencilla y profunda vida de nuestro Padre la
haremos contemplándolo en oración ante el sagrario de su oratorio privado, el
gran “regalo” que el Señor le ha hecho últimamente mediante una bondadosa
concesión de nuestro querido arzobispo, Mons. Mirás. ¡El Rey Eucarístico se ha
“quedado” con él en este atardecer de su vida! Allí pasa nuestro Padre no pocas
horas de su día, en coloquio silencioso con el Amor de sus amores, con el
“Eterno Señor de todas las cosas” (cfr Ejercicios Espirituales, nº 98) que lo ha
guiado paso a paso en todos sus senderos, y para cuya mayor gloria ha vivido,
sufrido, callado, orado y gozado. Allí encuentra las fuerzas que necesita para
seguir cumpliendo su ardua misión: de allí brota la inagotable paciencia para
formar a sus hijos, el amor paterno de sus correcciones, el celo incontenible en
su defensa de los inalienables derechos de Dios, la unción de su prédica inflamada...
En medio de los incesantes reclamos de su tarea de formador, de las inevitables
preocupaciones derivadas de una Obra en expansión, ese oratorio constituye su
refugio y su solaz. Allí su corazón de niño se recuesta en el pecho de Jesús para
escrutar los latidos del Corazón divino; se recuesta en el pecho de su Madre, la
Santísima Virgen, para hacerla confidente de sus temores y esperanzas; se recuesta
en el pecho de su Madre la Santa Iglesia, a la cual ha servido siempre con entrañable
piedad, y por la cual se ha “jugado” hasta el fin, esperando el momento en que el
Señor lo lleve para Sí y pueda entregar su
espíritu, como otrora lo hiciera la gran Teresa
de Jesús, como ferviente “hijo de la Iglesia”.
No ha sido otra cosa su vida sino eso: la vida
de un hijo de la Iglesia que amó con locura a
Cristo Rey y se ha gastado y desgastado para
comunicar ese amor dondequiera que el
Señor lo ha llevado, sin importar el precio
que para ello hubiese que pagar.
Con toda razón pues, hoy nosotros, sus
hijos, podemos de corazón dar gracias a Dios
Uno y Trino pues nos consta que no ha vivido
en vano... Ahora nos queda mirarlo siempre
así, inmerso en el misterio de su oración, y
dejar la vida en el empeño por seguir sus
pasos...
R.P. CARLOS GONZÁLEZ CR
*75añosdevida*
3 0
NOTAS:
1
Testimonio de un “joven” sacerdote septuagenario, Roldán (2000), pág. 4.
2
Testimonio de un “joven” sacerdote septuagenario, Roldán (2000), pág. 4.
3
Testimonio de un “joven” sacerdote septuagenario, Roldán (2000), pág. 3.
4
No es ocioso apuntar que en medio de la anarquía reinante en esos días de terror perecieron
inmolados por el odio antirreligioso varios sacerdotes, seminaristas y religiosos, entre ellos los
mártires de Turón (canonizados en 1999), uno de los cuales fue nuestro primer santo: San
Héctor Valdivielso Sáez.
5
Carta Colectiva del Episcopado Español a los obispos del mundo entero, 3; en A NTONIO
MONTERO MORENO, Historia de la persecución religiosa en España. 1936-1939; Madrid (1961),
pág. 728.
6
JUAN PABLO II; Mensaje para la celebración de la “Jornada mundial de la Paz” [1 de enero de
1984], del 8 de diciembre de 1983; L’Osservatore Romano nº 52 [25 de diciembre de 1982], pp. 9-10.
7
PIO XII; Radiomensaje al pueblo español (16 de abril de 1939); en A NTONIO MONTERO MORENO,
Historia de la persecución religiosa en España. 1936-1939; Madrid (1961), pág. 744.
8
Carta Colectiva del Episcopado Español a los obispos del mundo entero, 1; en A NTONIO
MONTERO MORENO, Historia de la persecución religiosa en España. 1936-1939; Madrid (1961),
pág. 726.
9
PIO XI; Carta encíclica Divini Redemptoris (19 de marzo de 1937), nº 9; en Colección completa
Encíclicas pontificias , vol. I (Buenos Aires, 1963), pág. 1487.
10
En el glorioso pontificado de nuestro amado Santo Padre Juan Pablo II numerosos mártires de
esta cruelísima persecución han sido ya elevados a los altares. La Iglesia “los reconoce, a la
vez, como signo de su fidelidad a Jesucristo hasta la muerte, y como signo preclaro de su
inmenso deseo de perdón y de paz, de concordia y de mutua comprensión y respeto” (Homilía
del Papa Juan Pablo II en la beatificación de las carmelitas mártires de Guadalajara, 29 de marzo
de 1987; en L’Osservatore Romano nº 14 [5 de abril de 1987], pág. 2).
11
JUAN PABLO II, Homilía en la beatificación de 71 mártires hospitalarios, 51 mártires claretianos
y una laica ecuatoriana, 25 de octubre de 1992; en L’Osservatore Romano nº 44 [30 de
octubre de 1992], pág. 2.
12
A NTONIO MONTERO MORENO, Historia de la persecución religiosa en España. 1936-1939; Madrid
(1961), pág. 744.
13
Testimonio de un “joven” sacerdote septuagenario, Roldán (2000), pág. 1.
14
El mismo Padre Vallet, al nombrarlo su sucesor en su lecho de muerte, manifestó que entre él
y el P. Terradas había habido “toda una generación espiritual”.
15
Testimonio de un “joven” sacerdote septuagenario, Roldán (2000), pág. 1.
16
Homilía del 29-VI-1972, en L’Osservatore Romano nº 28 [9 de julio de 1972], pág. 2.
17
Del artículo “¡Gracias Monseñor!”, publicado en la Revista “Cristo Rey” nº 27 (noviembre de
1982), pág. 2.
18
Palabras de nuestro Padre en el artículo “Presentación”, en el nº 1 de la revista “Cristo Rey”
(junio de 1975), págs. 3. 4.
19
Cfr. el artículo “Presentación”, en el nº 1 (junio de 1975), págs. 3-6.
20
“¡Gracias, Monseñor!”, en Revista “Cristo Rey” nº 27 (noviembre de 1982), pág. 2.
21
Inauguración de la residencia “Cristo Rey”, Rev. “Cristo Rey”, nº 20 (abril de 1980), págs. 2, 3.
22
Ordenación y Primera Misa del P. Jorge Piñol C.R., en Revista “Cristo Rey” nº 25 (marzo de
1982), pág. 5.
23
“¡Gracias, Monseñor!”, en Revista “Cristo Rey” nº 27 (noviembre de 1982), pág. 1.
24
Bodas de plata sacerdotales del R.P. José Luis Torres-Pardo, en Revista “Cristo Rey” nº 29
(octubre de 1983), pág. 10.
25
Bendición de la nueva capilla “Cristo Rey”, en Revista “Cristo Rey” nº 31 (junio de 1984), pág. 12.
26
Realeza sacerdotal. Homilía en la Primera Misa del P. José, en Revista “Cristo Rey” nº 37
(mayo de 1987), pág. 8.
27
De las palabras pronunciadas por nuestro Padre en la presentación del libro Por el triunfo de
Cristo Rey, en Revista “Cristo Rey” nº 40 (enero de 1989), pág. 20.
28
Por el triunfo de Cristo Rey, Prólogo, vol. I; Rosario (1988), págs. 14-15. 17.
29
Presentación del libro Por el triunfo de Cristo Rey a cargo de Mons. Victorio Bonamín, en
*75añosdevida*
3 1
Revista “Cristo Rey” nº 40 (enero de 1989), pág. 15.
30
Palabras de Mons. Ubaldo Calabresi al final de la presentación del libro Por el triunfo de Cristo
Rey en Buenos Aires, en Revista “Cristo Rey” nº 40 (enero de 1989), pág. 47.
31
Constituciones y Reglas del Instituto “Cristo Rey”, reglas 122 y 123.
32
Constituciones y Reglas del Instituto “Cristo Rey”, Preámbulo.
33
Constituciones y Reglas del Instituto “Cristo Rey”, regla 9.
34
Constituciones y Reglas del Instituto “Cristo Rey”, Preámbulo.
35
“Nuestra epifanía”, en Revista “Cristo Rey” nº 47 (julio de 1993), pág. 1.
36
“Nuestra epifanía”, en Revista “Cristo Rey” nº 47 (julio de 1993), pág. 1.
37
De la homilía de Mons. López en la Misa celebrada con motivo de la aprobación del Instituto
“Cristo Rey”, en Revista “Cristo Rey” nº 47 (julio de 1993), pág. 13.
38
Constituciones y Reglas del Instituto “Cristo Rey”, Preámbulo.
39
Constituciones y Reglas del Instituto “Cristo Rey”, regla 176.
40
Testimonio de un “joven” sacerdote septuagenario, Roldán (2000), págs. 9-10.
¡Felicitaciones!
A ese valiente grupo minoritario de mujeres católicas que dieron
testimonio de la Verdad en el «Congreso de Mujeres Autoconvocadas»
(Rosario, 16-18/8/03), ante las burlas, los desprecios y las agresiones de
la también minoría de mujeres organizadoras, que «democráticamente»
las despreciaban. En la foto: algunas legionarias y allegadas a nuestra
Obra durante aquellos días, de paso por nuestra Casa.
El Padre Fundador y la Comunidad del Instituto
«CristoRey»tienenelagradodeinvitarlo ala
Ordenación Diaconal de nuestro querido Hermano
FernandoJavierSerpicelli;lamismaserápresidida
pornuestroArzobispo:Mons.EduardoVicente
Mirás,ytendrálugarelsábado29denoviembrede
2003alas18:00hs.enlaCasaMadredenuestro
Instituto,Talacasto113(alturaruta9km.324,800),
ciudaddeRoldán,Pcia.deSantaFe.
*75añosdevida*
3 2
«Reparad en la peña de donde fuisteis tallados,
la cantera de la que fuisteis extraídos.
Reparad en Abraham vuestro padre» (Is 51,1)
La imagen de la peña, utilizada por el profeta, tiene sus limitaciones, pero es
expresiva. Y lo era especialmente para aquellos pueblos antiguos en los cuales las
piedras tenían un lugar relevante y casi omnipresente en la vida de los hombres.
La roca firme tiene que ver con el buen fundamento y la consistencia de la
casa, la seguridad de la ciudad amurallada, la vivienda hogareña y el asilo en los
peligros... con razón en la Escritura se califica como «roca» a Yahvé, a Cristo, a
Pedro... Y aunque la piedra no engendra, en el texto de Isaías la cantera parece
tener algo de origen paternal, ya que de esa fuente proceden las buenas piedras
que serán labradas para la construcción.
En la feliz ocasión de los 75 años de nuestro querido Padre Fundador
seguiremos el consejo del gran profeta. Fijaremos la mirada del alma en nuestro
Padre para tomar conciencia de la calidad de nuestra estirpe y de nuestra filiación.
Este distinguido aniversario, como otras gratas fiestas de familia, es el momento
oportuno para ponderar gustosamente nuestra filiación respecto de quien es nuestro
padre en Cristo Jesús, Rey eterno, como consagrados y laicos de una misma
familia espiritual.
Reconocer de dónde nos ha tallado el Señor para labrar en nosotros auténticos
hijos de Dios, imágenes vivas del Hijo único, Rey universal, debería incitarnos a
una sentida meditación sobre los caminos misteriosos y misericordiosos por los
cuales la divina Providencia nos conduce.
Puntualicemos que esta conciencia de pertenencia a un linaje escogido no es
para regalo de la vanidad o de la altivez mundana.
Muy al contrario: ¡Nobleza obliga!
Ya decía san Pedro que los cristianos somos «linaje escogido» (1 Pe 2, 9),
por pura misericordia de Dios... y que esta dignidad funda con todo derecho una
apremiante y permanente exigencia de santidad de vida.
De modo análogo, la renovada conciencia de ser hijos de un gran padre y
herederos de grandes tesoros de sabiduría, ¿no debería significar para nosotros
un renovado compromiso de fidelidad?
*75añosdevida*
3 3
Propósitos
Es preciso declarar mejor los propósitos de este artículo.
•Ante todo y siempre, la gloria del Padre eterno, fuente de toda paternidad.
Como nos enseña San Ignacio en la «contemplación para alcanzar amor», deseamos
remontarnos a la Fuente de «tanto bien recibido», de manera que nos veamos
confirmados en nuestro empeño de «en todo amar y servir a su divina majestad»
(EE 233). Alabar a Dios, presente, activo, magnífico en sus dones a nuestro
Padre Fundador, de esto se trata en definitiva.
Quisiéramos sentir la alabanza y gratitud que brotan de los corazones
purificados, sencillos y ennoblecidos por la gracia, cuando descubren al Señor
del universo en todas sus obras: «Mil gracias derramando pasó por estos sotos
con presura...», cantaba san Juan de la Cruz.
Sentimientos que más se encienden con la privilegiada experiencia de la
hermosura de Dios en las almas que le están entregadas «en serio».
Todo el amor, el reconocimiento y la piedad para con nuestros padres (y para
con nuestro Padre Fundador en este momento), poseen más hondura y fuerza
cuando percibimos en ellos un amor sincero y limpio, con una única voluntad de
llevarnos hacia Dios, es decir, engendrarnos y educarnos más como hijos de
Dios que como propiedad personal.
•Otro propósito de este artículo consiste en expresar y cultivar el «espíritu de
familia». Podríamos decir que este «espíritu de familia», con sus efectos de
alegría y gratitud por compartir el dulce hogar y su patrimonio espiritual, se
alimenta con la conciencia de nuestras raíces comunes, de nuestro honor y de
nuestro compromiso comunitario, y de la excelencia del «carisma fundacional»,
tan unido a la persona misma del Padre. ¿No es un gran bien para todos los hijos
el respeto de los padres, la celebración afectuosa de su paternidad, el recordar
sus bondades y sus sacrificios por dar vida digna y feliz a sus hijos? (¿y no
acarrea graves males el olvido o el menosprecio de los padres, o la crítica ácida,
la grosería...?)
«El hijo sabio es la alegría de su padre, el hombre necio desprecia a su madre»
(Pr 15, 20).
•El homenaje sería incompleto y estéril si faltara la exhortación práctica.
Este recuerdo piadoso intenta estimularnos a caminar con sabiduría y entereza
por la dichosa senda que el Padre va recorriendo, como respuesta magnánima al
llamado de Cristo, Rey eterno.
«El hijo sabio atiende a la instrucción de su padre» (Pr 13, 1).
Será bueno aclarar que la fidelidad al legado vivido por nuestro Padre no
supone copiar un temperamento o ciertas cualidades humanas personales o ciertas
experiencias intransferibles. (¿Cómo reproducir interiormente, por ejemplo, la
experiencia única de la defensa gloriosa del Alcázar de Toledo, que ciertamente
habrá modelado en buena parte el carácter de aquel niño que es hoy nuestro
Padre?).
Es verdad que hay ciertas condiciones innatas, familiares y culturales que nos
disponen mejor para comprender y vibrar con nuestro carisma. Parece innegable
que cierto temple nativo y cierta educación humana ayudan en gran manera a no
ser sordos al llamamiento divino y a vibrar con la hermosura del Rey eterno. Y el
*75añosdevida*
3 4
Padre, a este respecto, ha sido profusamente
dotado.
Pero, aun cuando esto sea verdad, subrayemos
que el amor a Cristo Rey no está limitado por una
raza o una cultura o una psicología. No es un
«problema cultural». Se trata con toda verdad del
Rey universal.
«Apariciones» complementarias
Es lógico que, según desde dónde y cómo se
mire a una gran personalidad, las impresiones sean
muy variadas. El ejemplo paradigmático nos es
dado por el Evangelio: «¿Quién dicen los hombres
que es el Hijo del hombre?» (Mt 16, 13). Opiniones
las más diversas y generalmente deudoras de una
notoria mediocridad y miopía espiritual.
La rica personalidad del Padre no es fácilmente
abarcable, ni siquiera por lo que estamos muy
cerca. Por ello lo mío no puede ser más que un
bosquejo, una aproximación a su fisonomía
espiritual.
Por mi parte, tengo que limitarme a mi experiencia, compartida en gran medida
por mis queridos hermanos de religión y de fundación; experiencia compartida
también por muchos que se han visto cautivados por la figura transparente de
nuestro Padre, quien no pretende ganar nuestra simpatía sino llevarnos al amor
de Dios (¿quién no advierte su tajante y encantadora libertad de espíritu?).
Lo que me toca no es una reseña histórica, que ya ha sido prolijamente
hilvanada por un hermano mío en otro artículo. Sin embargo, para este bosquejo
me parece útil indicar distintas dimensiones de nuestro Padre que se nos han ido
apareciendo a través del tiempo a quienes tenemos la gracia de conocerlo desde
hace ya decenas de años:
•Primero fue el encuentro con el gallardo apóstol de Cristo Rey, el notable y
apasionado predicador de la Palabra (sobre todo en el marco privilegiado de los
Ejercicios Espirituales), que no dejaba de irradiar el brío y la hidalguía de la
España grande. Encendido paladín de los Derechos de Dios. Así lo veíamos en
nuestros primeros juveniles años.
•Luego, ya en los inicios de nuestra vida comunitaria, fue apareciendo a
nuestros ojos y corazones la imagen del experto formador de consagrados a
Cristo Rey, forjado él, a su vez, en la alta escuela de sacerdotes y religiosos
verdaderamente ejemplares. El Padre, bajo esta óptica, era sumamente respetado
y querido como abnegado labrador de almas consagradas, llamadas a vivir
coherentemente el exigente y espléndido camino de la santidad.
•Y desde hace varios años, en plena madurez y entrado ya en el otoño de su
vida, el Padre se nos aparece y es sentido sencillamente como «padre»: paciente,
sufrido y dulce, espiritualmente ubérrimo, comunicador de vida y alegría, sin
*75añosdevida*
3 5
claudicar en nada (¡muy al contrario!) del ideal de perfección evangélica, sin el
cual los religiosos (y todos los cristianos) no tenemos razón de ser.
Por supuesto que ninguna de estas «apariciones» niega la anterior, sino que la
integra en su propia riqueza. Y de este modo la purifica y ennoblece. Siempre es
apóstol intrépido de la Realeza del Señor, siempre sabio formador, y cada vez
más padre.
Trazos para una figura
No debería reducir a esquema la compleja realidad de una vida pletórica. Para
expresarla mejor seguramente ayudaría el talento de la poesía. Pero tengo que
conformarme con lo que está a mi alcance, una exposición llana y sintética, con
cierto orden de los conceptos. Lo haré ayudándome de tres ideas-clave muy
densas, enseñadas por el mismo Padre Fundador como uno de sus pedagógicos
resúmenes sobre los caracteres de una personalidad cristiana bien madurada y
cabal. He aquí tres «sentidos» que me parece nos dan los trazos sustanciales de
la figura del Padre.
Sentido de lo esencial
En nuestro Padre parece innato un profundo sentido metafísico, es decir, el
sentido del «ser» de las cosas y de lo esencial. Es extraordinariamente sensible al
«esplendor de la verdad», a la verdad sobre Dios, ante todo, pero también a la
verdad sobre el hombre... y a la verdad última de todas las cosas. En el fondo
sólo le ocupan y le preocupan los grandes temas, a los que san Agustín resumiría
bajo el título: «Dios y el alma»1 .
No se deja atrapar por los pequeños accidentes, por las anécdotas superficiales,
por las novedades fugaces. Permanece incontaminado por la «cultura de lo
efímero», según la exacta locución del gran Papa Juan Pablo II.
Es decir, las ocupaciones y las preocupaciones del Padre congenian
perfectamente con aquella vívida exhortación de santa Teresa: «No es tiempo de
tratar con Dios negocios de poca importancia»2.
Sin embargo, el Padre percibe al vuelo ciertos detalles que revelan el valor y la
delicadeza de las almas. Suele medir los «acontecimientos» domésticos y
cotidianos, ínfimos en sí mismos, en relación con el amor divino, con la santidad
y la vida eterna, convirtiéndolos de este modo en lo que Chesterton llamaría
«enormes minucias», como realmente son a los ojos de Dios. Es decir, su óptica
constante es la del «Principio y fundamento» de los Ejercicios de san Ignacio.
Números y tecnología, turismo y pasatiempos, chismes e infantilismos... Creo
que nada de esto es lo suyo. Nació para trascender las historias, los vaivenes, las
modas y los aparatos que agitan el tiempo de los hombres. No deja de reconocer
y de utilizar todo lo bueno que la ciencia y técnica nos ofrece. Pero nada de esto
le roba el corazón. Mucho menos le puede cautivar lo que es superficial e insulso.
Se enternece fácilmente ante los dolores y las debilidades de los hombres
(creo que más y más mientras se va adentrando en los años). Pero su alma está
sabiamente anclada en las realidades más profundamente humanas, las que más
corresponden a su auténtica dignidad, cuyo horizonte último es el único Dios
vivo y verdadero. De modo que nunca lo hemos visto seducido por el espectáculo
curioso o por la opinión de la inmensa mayoría, a no ser por su valor intrínseco
*75añosdevida*
3 6
de verdad o de belleza.
Una vez más, conviene precisar: ser un «hombre esencial», tener firmes
convicciones y consistente estabilidad afectiva no es lo mismo que rigidez de
pensamiento o dureza de corazón. ¡Es muy distinto! Lo más opuesto al hombre
«light», forjado y masificado por la «cultura» de los poderosos medios de
comunicación, no es el hombre revestido con una armadura de hierro, sino aquel
que vive de grandes ideales y con gran corazón. Los más altos representantes de
estas personalidades libres y esenciales son los santos, los más humanos, por ser
los más divinos.
Para quienes conocemos al Padre no harían falta más distinciones. Pero, si se
trata de describir su auténtica figura a un círculo más amplio, es conveniente
alguna aclaración más, ya que este «sentido de lo esencial» y esta capacidad de
trascender los eventos fugaces que lo caracterizan podrían confundirnos. No se
trata de un puro filósofo que busca permanecer inmutable, flotando en el mundo
de sus ideas, sin dejarse arrastrar por el río de los sentimientos humanos.
Quien lee los escritos del Padre o lo escucha (y lo ve) en su predicación del
Evangelio o en sus clases (¡cuánto más si comparte con él la vida de comunidad!),
queda fácilmente convencido de su tan viva y ardiente sensibilidad frente a la
verdad, la belleza y la santidad, así como frente a la falsedad, la corrupción y el
pecado. Hasta el inconfundible estilo de sus artículos delata una escritura palpitante
de vida y de amor.
Es igualmente claro que no se trata de un mero y apasionado investigador de
la verdad racional, si bien la busca con todos los recursos de su dotada inteligencia.
Cuántas veces nos ha dicho que le entusiasma la filosofía, pero solamente en
cuanto, con sus propias limitaciones, abre el camino hacia el Dios viviente. Porque
lo que le apasiona, en último término, no es más que Dios Uno y Trino.
Recordemos unas palabras del mismo Padre como testimonio de este rasgo
tan suyo que hemos denominado «sentido de lo esencial» o «metafísico»3:
«Ya desde mi adolescencia (en un hogar profundamente cristiano) sentí, como
por instinto, un deseo ardiente y continuo de la búsqueda de Aquello, o mejor, de
Aquel ‘Único necesario’ (Lc 10,42), de lo Absoluto, Inmutable, Transcendente,
Infinito, Eterno... dentro y más allá de las cosas y de las personas, de lo visible y
sensible, de lo transitorio y corruptible, en una palabra: de lo ‘contingente’, que,
como el agua, se deshace entre los dedos...
Al mismo tiempo, padecía hambre
de unidad (unidad del saber, del amar y
del hacer), ilusión y prisa por ascender
por los tres peldaños de la Sabiduría
(Metafísica, Teología y AscéticaMística) hasta poder llegar a la Armonía
total del Orden natural y sobrenatural,
al Primer Principio y Último Fin, y (a
partir de estos últimos años) hasta
vislumbrar, allá en el horizonte, absorto
y anonadado, ese «Rayo de tiniebla»
del «Mysterium fascinans et tremens»
(Misterio fascinante y terrible) de la
santísima, inefable y adorable
TRINIDAD... ¡la más sorprendente e
*75añosdevida*
3 7
increíble Sorpresa (que supera infinitamente toda fantasía, todo concepto, y todo
el mundo de los ‘posibles’); el Espectáculo más insólito y fantástico, que ha
provocado siempre la ansiedad, la felicidad y el delirio de todos los santos, ya
aquí, en este valle de lágrimas; el Tesoro de valor infinito, por el cual no es nada
dejar todas las cosas de este mundo, ni de diez mil mundos juntos!»4
Sentido de lo bello y del amor
Es evidente que el Padre tiene un elevado sentido romántico de la vida. A
poco de conocerlo advertimos cómo vibra con las auténticas manifestaciones
del amor y de la belleza, especialmente de la poesía y de la música. En este
sentido podemos subrayar que es realmente «humano», instintivamente receptivo
de las riquezas más entrañablemente humanas, tan queridas por Quien es fuente
de todo lo bueno, bello y noble: el amor humano, la paternidad, la filiación, la
familia, la inocencia de los niños...
A veces, en nuestras recreaciones familiares, hemos sido testigos de su
capacidad para asumir expresiones románticas profanas (por ejemplo, «canciones
de amor») y transformarlas en clave cristiana.
Según esta misma lógica, el Padre en ciertas ocasiones ha fustigado la posible
(y a veces palpable) tibieza y mediocridad de los sacerdotes y religiosos, con el
ejemplo de quienes, tal vez sin fe ni vida sobrenatural, son capaces de amar
generosa y alegremente a sus seres queridos.
Hecho para amar y para amar totalmente, es decir, para enamorarse (palabra
que no es raro que aparezca en sus labios, pero con un sentido muy distinto a
como suena en los oídos del mundo), con frecuencia nos ha «provocado» con
palabras semejantes a éstas: «Estamos aquí (sacerdotes, religiosos) para
enamorarnos de Dios, de Cristo... y si no llegamos a vivir enamorados de Jesús,
somos unos fracasados».
Con qué prontitud y alegría recoge todos los rasgos «románticos» del Plan de
Dios, la poesía y la música del Evangelio, la amabilidad y hermosura del Corazón
de Jesús.
En algunos escritos el Padre se ha pintado a sí mismo como «romántico a lo
divino». He aquí alguna muestra notable:
«Quien en el claroscuro de la fe viva, ha descubierto la presencia misteriosa
de la Familia divina: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, experimenta una tan
fuerte y embriagadora sensación de ‘vértigo’, que no puede escapar ya de su
‘hechizo’, ni puede amar ya, por sí misma, a criatura alguna, ni puede tener
jamás otra ilusión en esta vida.... ¡Dichoso el corazón enamorado, que ha sido
invitado (gratuita, indigna y humildemente) al gran ‘Festival’ y a participar (por
pura misericordia y condescendencia de Dios) en la sublime y secreta ‘Danza’
de las Tres divinas Personas, expresión e impresión de su misma esencial y
eterna Felicidad!
¿Qué sentido tiene, en definitiva, esta vida sobrenatural, sino una ‘Invitación
al Vals’5?
¡He aquí el más delicioso, extasiante e inexplicable ‘Romanticismo’!
¡Sí! Pero ¡cuidado!, a condición de pagar un ‘precio’ muy alto: la cruz de
cada día, hasta morir místicamente con Cristo, para resucitar también con Él!»6
«¡Oh! ¡Qué admirable, sublime y envidiable ‘romanticismo’, el más humano
*75añosdevida*
3 8
precisamente por ser el más divino!
No hay amor más puro y apasionado que el denominado ‘matrimonio espiritual’
o ‘místico’ entre Jesús y sus santas y santos, en el jardín de la Iglesia!
Esa maravillosa ‘carta de amor’, que es el Cantar de los cantares (contenida
en la sagrada Biblia) es, sin lugar a dudas, el Romance de amor más dramáticamente
íntimo y sublime, lo que –al decir de San Bernardo- ‘sólo puede enseñarlo la
unción y sólo puede aprenderlo la experiencia... no se escucha desde fuera ni
resuena en público; sólo lo escucha el que lo canta y aquel a quien se dedica, es
decir, al Esposo y la esposa’ 7»8 .
Como buen caballero cristiano (e ignaciano), tiene tanto de guerrero como de
trovador. Y tiene tanta capacidad de santo y festivo «enamoramiento» como de
dolor e indignación por lo que mancilla el honor de Dios.
El mismo carácter «romántico» que le hace entusiasmarse con la música de
Dios, le causa una fuerte vivencia de la fealdad y malicia del pecado y del drama
que ha desatado en la historia de los hombres.
Es justo que sea así: la comprensión vívida del infinito Tesoro del Amor de
Dios y de nuestra soberana vocación a la santidad y filiación divina tiene como
reverso inseparable el sentimiento agudo de la injuria a la divina Majestad y de los
destrozos aparejados para el hombre por el pecado.
El auténtico y cristiano «romanticismo» va acompañado del sentimiento trágico
de la vida. Los hijos de Adán, desterrados del Hogar del Padre eterno, renovamos
constantemente la antigua rebelión contra la Majestad de Dios. He aquí que nos
hallamos despojados de la gracia filial, aferrados al egoísmo y a tantas pasiones
desordenadas, en el mundo como «entre brutos animales»9, absolutamente
necesitados de redención. De una obra redentora que la humanidad entera, con la
fuerza de su ingenio y de su voluntad, no puede realizar.
Según las palabras del Padre:
«Aquí [a partir del pecado original] comienza la ‘dura batalla contra el poder
de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el
Señor, hasta el día final’ 10.
A partir de este momento, el mundo queda fraccionado en dos Reinos, dos
Caudillos, como explica san Ignacio en la meditación de las «Dos Banderas» (EE
136).
‘Enzarzado en esta pelea el hombre ha
de luchar continuamente para acatar el bien,
y sólo a costa de grandes esfuerzos, con
la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de
establecer la unidad en sí mismo’11.
¡Aquí comienza la tragedia del hombre!
¡Aquí comienza también la epopeya de
Dios!»12
Tenía que ser el Hijo de Dios quien,
nacido de la dulce Virgen María, y «unido
en cierto modo a todo hombre» 13 ,
reparase el honor del Padre y le ofreciera
un acto de amor y obediencia que todos
*75añosdevida*
3 9
los hombres juntos jamás podrían realizar.
El «romanticismo» del plan de Dios se reviste de «dramatismo». Y el «amor
hermoso» del gran Rey se expresará siempre a través de su Corazón traspasado
en la cruz. De modo que si queremos gustar y cantar y cultivar el divino amor,
tendremos que mirar y seguir a Jesús, el único Salvador, mi Salvador, humillado
y elevado en la cruz.
El Padre nos lo ha predicado, nos lo ha cantado y nos lo ha ejemplificado con
su vida. Quienes recordamos los cantos compuestos por él, especialmente por lo
que se refiere a la letra, advertimos intuitivamente una fuerte dosis de embeleso
por la belleza de Dios combinada con la intensa tragicidad de la obra redentora.
Elegimos para ilustrar estas afirmaciones una piadosa letra dedicada a la Virgen,
a la vez Madre máximamente hermosa y dolorosa:
«Toda hermosa eres,
Virgen María, Reina de amor...
Junto a la cruz de Jesús,
con gran dolor me diste a luz...
Eres dulce canción, para gloria de Dios,
de la creación la más linda flor.
¡Yo te quiero con fervor, yo me muero sin tu
amor!»14
¿Será extraño que con esta fina sensibilidad
espiritual el Padre sea tan «niño» y tan «lírico» en
su devoción a la purísima Virgen María?15
Sentido del misterio divino
Nuestro Padre tiene muy vivo sentido de lo sagrado. No lo hemos podido
silenciar más arriba, porque esta característica impregna todo lo suyo.
Lo que se ha dicho certeramente del Beato Rafael podríamos aplicarlo sin
violencias a nuestro Padre: «Fascinado por el Absoluto»16. Pero ahora queremos
remarcar que no se trata del filósofo que, de algún modo, se extasía por la idea de
Dios y por los «trascendentales del ser». Nos referimos a fascinación por el Dios
vivo, el «Dios de nuestros padres», el Dios-Amor que se nos ha revelado y que
quiere dársenos en su propio Hijo encarnado, el Dios absolutamente trascendente
y a la vez absolutamente inmanente.
Esta capacidad para «sentir» la tremenda e inefable majestad de Dios es la que
impone al Padre tanto respeto, estremecimiento y adoración en la presencia del
Señor, e imprime en su personalidad el sello de un auténtico «caballero andante a
lo divino».
En esto, como en tantos otros rasgos, se nota que el Padre es de estirpe
ignaciana. Y, por tanto, no debe ser confundido con un hidalgo idealista, cantor y
soñador de grandes amores en su mundo de fantasía, émulo de Don Quijote.
Ciertamente no es así, aunque tiene mucho del señorío que simboliza aquel honroso
personaje.
Y menos aún debe ser visto como un aventajado discípulo de Aristóteles o de
Plotino, aunque tiene mucho en común con aquellos y con otros amadores de la
sabiduría.
Sabemos bien que el Padre se sentiría lastimado si lo clasificáramos en el
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plano meramente natural. En él la dimensión religiosa es el distintivo que enaltece
y transfigura todo. El Dios viviente, el único DIOS, el Dios trinitario, es el Todo,
no un simple aditamento, una idea conveniente y funcional o un estímulo para
nuestros mejores sentimientos. Nuestro Padre Fundador se desvive por hacernos
«entender» que Dios, tal cual se nos ha revelado, es infinitamente más que eso.
No se trata de «fundamentalismo» o de «reduccionismo ilusorio», caricaturas
o etiquetas que, si bien se refieren a vicios viejos y nuevos acerca de la religión,
son harto frecuentemente utilizados para desacreditar maliciosamente a la misma
Iglesia.
Se trata, en cambio, de una fe muy despierta y del don de piedad.
Quien conoce un poco al Padre se da cuenta rápidamente de cuán vivos están
en su alma los sentimientos de piedad y reverencia filial para con Dios, nuestro
Padre, y para con todo lo que de algún modo viene de Él y nos lleva a Él.
Gestos y palabras de respeto, anonadamiento, alabanza, gratitud a Dios...
surgen de su corazón en cualquier instante y del modo más sencillo.
Qué bien comprende que cuando el hombre reconoce la soberanía de Dios y
lo adora y le obedece con la máxima docilidad, no sólo no se degrada o
empequeñece, sino que se eleva a su auténtica dignidad y libertad.
Cuántas veces nos ha abierto los ojos a la amorosa paternidad-maternidad de
Dios derramada en la infinidad de sus obras: sea en la Santísima Eucaristía, o en
un pajarito... o en el mismo castigo decretado por la divina justicia.
Qué lejos se encuentra el espíritu del Padre respecto de la corriente
desacralizadora dominante en nuestro mundo de hoy, signado por una «apostasía
silenciosa»17, a la que se ha referido el Papa tantas veces.
Mentalidad desacralizadora que, para ser francamente realistas y no ocultar
un motivo de agudísimo dolor para nuestro Padre, se halla entronizada también
en algunos influyentes hijos de la misma Iglesia, seducidos por el «espíritu del
mundo», o por algunas de sus perversas expresiones 18.
Cómo no le iba a doler semejante «espíritu» al Padre, cuya fidelidad a la visión
evangélica de la existencia es tan sin fisuras, tan inocente y tan coherente.
Sus hijos podemos atestiguar que con el paso de los años la mirada de fe se le
ha hecho más connatural y profunda.
Edificante el testimonio de quien, habiendo llegado a una avanzada edad y
después de mucho estudio y experiencia, ve la vida y la muerte con ojos más
sencillos y sobrenaturales:
«Los que, por gracia de Dios, hemos llegado a la ‘bienaventurada ancianidad’,
debemos tener presentes los admirables ejemplos de aquellos venerables y santos
patriarcas, tanto del antiguo como del nuevo Testamento, cada uno de los cuales
era –como se dice- ‘toda una institución’, y cada una de sus palabras era una
‘sentencia’.
La llamada hoy ‘tercera edad’ es para mí la ‘edad de oro’, la edad ‘otoñal’ de
recoger los mejores y más dulces frutos; la edad más fecunda para engendrar
hijos de hijos de hijos, en el Espíritu; la edad festiva del ‘descanso sabático’ y
jubilar (‘jubilado’ viene de ‘júbilo’); la edad del más puro y delicioso
‘romanticismo’ entre el alma y el Ser Amado, Dios Uno y Trino; la edad, en fin,
de la ‘última conversión’, antes de entrar en el Cielo, la nueva ‘tierra que mana
leche y miel’ (Dt 26,15), cantando el ‘cántico nuevo’ (Ap 5,9) y participando en
las ‘bodas (eternas) del Cordero’ (Ap 19,7)»19.
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Sentido de la Iglesia
«Tres cosas hay que teme mi corazón,y una cuarta me espanta...» (Eclo
26,5).
Amparado en los precedentes que nos ofrecen los Libros sapienciales de la
Biblia, cuando a veces quieren «redondear» una enseñanza, añado ahora un cuarto
«sentido». En realidad no se distingue sustancialmente de los tres ya indicados.
Sobre todo, guarda estrecha relación con el sentido del misterio. Pero lo expreso
aparte por su particular significado en nuestra historia.
Por la gran importancia que ha tenido en la vida de muchos de los hijos de
nuestro Padre, quisiera, ya hacia el final de esta semblanza, resaltar y agradecer
con gran énfasis la hondura de la mirada y de su «sentimiento» eclesial.
El Padre nos ha marcado a fuego con el más sagrado, fuerte y dulce «sentir
con la Iglesia», última consigna sapiencial de los Ejercicios ignacianos.
Después de muchos años de estar muy cerca del Padre Torres-Pardo, puedo
afirmar que su vivencia del misterio de la santa Madre Iglesia, como piadosamente
la designa, está toda ella empapada de fe, de esperanza y de caridad teologales.
Es una vivencia profundamente cristiana, llena de luz sobrenatural y de afecto
filial.
Tanto es el amor del Padre hacia la Madre Iglesia y tanta la profundidad de su
mirada creyente que podría parecer (y a algunos les ha parecido) que es ingenuo,
infantil o poco lúcido para percibir la «realidad» de la crisis en la Iglesia.
Pero la verdad es muy distinta: precisamente porque tiene una extraordinaria
lucidez (y es tan lúcido principalmente porque tiene la fe simple y «madura» de
los niños amados por Jesús), por eso mismo puede ver la auténtica dimensión de
la santidad y hermosura de la Iglesia, que trasciende «como infinitamente» el
barro del pecado y del error tan presente en sus hijos de todas las categorías.
Precisamente porque el Padre es tan lúcido para contemplar el misterio de la
Iglesia en toda su divina y humana dimensión, se entusiasma ardorosamente ante
su inmarcesible belleza y su sabiduría. Y al mismo tiempo, como fruto espontáneo
de su santo celo por la Casa de Dios, siente un intenso dolor e indignación santa
frente a las maquinaciones de la Ciudad mundana o frente a las impiedades y
traiciones de quienes sólo «de nombre» son hijos de la Iglesia, quienes de un
modo u otro denigran el rostro purísimo y hermoso de la Madre.
Muchas son las pruebas por las que se ha acrisolado la fidelidad del Padre a la
santa Iglesia Jerárquica, como se declara en el artículo adjunto que tan exactamente
reseña su vida.
¡Qué seguridad y confianza nos han infundido la
palabra, la mirada y la oración del Padre cuando se
trata de tener criterios, juicios y posturas en este punto!
Nos hemos sentido cálidamente cobijados en la
barca de Pedro, mientras bravas tormentas hundían a
diestra y siniestra a los que se creían jueces del Papa y
de la tradición, o muy seguros con «su» verdad y «sus»
razones, o muy celosos de «su» libertad y autonomía...
Es llamativa la variedad de expresiones afectuosas
y altamente ponderativas de la Iglesia que afloran con
fluidez de los labios del Padre, tanto en la intimidad de
un recreo comunitario como en la predicación pública,
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así como también en los distintos artículos escritos sobre la «vera Esposa de
Cristo nuestro Señor»20:
«...yo le canto [a la Iglesia] con el Cantar de los
cantares:
¡¡¡Oh Santa Iglesia de Dios, Iglesia nuestra,
Iglesia mía, qué hermosa eres...
Mejores que el vino son tus amores,
mejores al olfato tus perfumes.
Eres lirio entre espinas,
huerto cerrado, jardín florido, fuente sellada,
pozo de aguas vivas,
porque tu voz es dulce
y tu semblante hermoso...
Muéstranos tu rostro, danos a oír tu voz.
Llévanos en pos de ti... ¡corramos!
Introdúcenos contigo en las mansiones del REY,
por ti nos alegraremos y regocijaremos en Él!!!»21
El desahogo final
Desde hace un tiempo el Padre suele terminar sus escritos con una oración.
Hacia el fin de sus artículos cambia la orientación. Ya no se dirige a los lectores.
Después de haber expuesto con esmero y fervor algún tema -que suele ser
teológico, pero con inmediatas resonancias espirituales- desahoga su piedad con
una invocación o una alabanza a Dios Uno y Trino, o a Jesús, o a la Santísima
Virgen.
Son sentimientos y oraciones que el Padre descubre confiadamente cuando
se ha creado ya un clima de comunión espiritual con los lectores.
Son exclamaciones que revelan su devoción interior y que envuelven de algún
modo al mismo lector, el cual es invitado a ingresar en su personal impulso de
ferviente gratitud, de alabanza y de confianza en Dios.
Tomaré en préstamo alguna de estas oraciones cordiales para que nos ayude
a compartir su vibrante acción de gracias. Aunque será justo y necesario, así
como es también signo de alegría y piedad filial, añadir nuestra íntima gratitud a
Dios Padre, bueno y misericordioso, por el don precioso del Padre Fundador,
que constituye un signo muy claro de la divina predilección para quienes somos
hijos de esta «nueva Fundación» de Cristo Rey, consagrados y laicos.
Venimos de aquella «cantera», es decir, de aquel corazón grande y encendido.
Y mirando más arriba, nuestro origen, como Familia de Cristo Rey e hijos del
Padre Torres-Pardo, se remonta a una elección eterna y una gracia incandescente
del Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien encontró donde plasmar un carisma
sublime. Ideal y carisma que merece y exige ser vivido por nosotros con amor
entero y feliz. ¡Nobleza obliga!
«Antes de poner punto final, siento la imperiosa necesidad de dar gracias
infinitas a mi Dios y mi Rey, adorado y esperado, por nacer en un país y en un
hogar auténticamente cristiano; por la larga vida y buena salud, que me ha regalado;
con mayor razón, claro está, por el impagable don de la fe, en el seno amoroso de
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la santa Madre Iglesia; por entregarme a la Santísima Virgen como Madre; por la
vocación al sacerdocio en la vida consagrada; por mi amada Fundación de Cristo
Rey, mi Tabor, mi Calvario, mi arca de Noé; y gracias por el ‘don de los dones’
y la ‘gracia de las gracias’: la perseverancia en el camino emprendido, pues
como dijo el Señor: ‘El que persevere hasta el fin, ése se salvará’ (Mc 13,13) (...
) y, en fin, ¡gracias!¡gracias!¡gracias! Dios mío, Trinidad mía, amor mío,
Misericordia mía, Dulzura mía, Felicidad mía...»22
R.P. J ORGE PIÑOL CR
NOTAS:
1
Soliloquios 1,2,7.
2
Camino de perfección 1,5.
3
Hablamos de «metafísica» en su acepción clásica y noble, a la que se refiere, por ejemplo,
Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio.
4
Testimonio de un «joven» sacerdote septuagenario, Roldán (2000), págs. 1-2.
5
Título de una obra de música clásica, de Weber.
6
Testimonio de un «joven» sacerdote septuagenario, pág. 2.
7
Comentario al Cantar de los cantares, 1.
8
El Corazón del Rey, publicado en la revista «Cristo Rey» nº 58 (julio de 2003), pág. 24.
9
SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales , n. 47.
10
CONCILIO V ATICANO II, const. Gaudium et spes, n. 37.
11
Ib.
12
La epopeya del Rey de reyes, Rosario (1988), pág. 4.
13
CONCILIO V ATICANO II, const. Gaudium et spes, n. 22.
14
La bella melodía del canto está tomada de una obra de Offenbach.
15
Cf. In sinu Matris (Rosario) 1998, especialmente el capítulo dedicado a La Belleza de María.
16
«Fascinado por el Absoluto» es el título de una bella y documentada biografía del joven
trapense Rafael Arnáiz, beatificado por Juan Pablo II, escrita por Paolino Beltrame
Quattrocchi, Madrid (1991).
17
Exhort. Ecclesia in Europa (28 de junio de 2003), n. 9.
18
Aparte del imperante relativismo moral, con su apertura a «la cultura de la muerte» y a la
diabólica conspiración contra el amor humano y la familia, el Padre siente especial indignación
cuando desde «dentro» mismo de los ambientes eclesiales se menosprecia o se impugna el
celibato sacerdotal y la radicalidad de la vida religiosa.
19
Testimonio de un «joven» sacerdote septuagenario, pág. 12.
20
SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales , 353.
21
La Iglesia,, piedra de escándalo, Wheaton (1997), pág. 25.
22
Testimonio de un «joven» sacerdote septuagenario, pág. 12.
Felicitamos de todo corazón al R.P. Pablo
Ponce CR, pues como fruto de su destacada
labor a lo largo de varios años de estudio en
la Facultad Católica de Psicología de Rosario
(unidad dependiente de la Universidad Católica
de La Plata), acaba de obtener el título de
«Licenciado en Psicología».
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Nuestro Padre hizo en estos últimos meses varios viajes. El 4 de octubre
pasado visitó por primera vez la ciudad de Junín (Pcia. de Buenos Aires), donde la
Obra lleva 10 años de labor. Allí dictó la conferencia “Soberanía de Cristo y libertad
del hombre”, en el salón de la Parroquia “Sagrado Corazón de Jesús”, puesto a
disposición por el párroco, Pbro. Alejandro Werder, quien acompañó el acto con
mucha generosidad y cordialidad. A la conferencia asistieron alrededor de 120 personas.
Al día siguiente, domingo, predicó un retiro en el Hogar de ancianos “San José”, de las
Hermanitas de los ancianos desamparados.
Pocos días después, el 16, viajó a Buenos Aires para dictar
la misma conferencia; esta vez en el salón de actos de la Federación
de los Círculos Católicos de Obreros. Se enmarcó el acontecimiento
en las celebraciones por el XXV aniversario de pontificado del
Santo Padre, que se conmemoraba precisamente ese día.
El día 27 del mismo mes, nuestro Padre viajó a Bahía Blanca.
Al día siguiente tuvo lugar una Misa con los miembros de la Obra
y una animada reunión en la que los legionarios y legionarias
pudieron expresar y aclarar sus dudas sobre los más diversos temas. La mañana del 29
de octubre, se entrevistó con el nuevo Arzobispo, Mons. Guillermo Garlatti, quien se
mostró sumamente amable con nuestro Padre.
Nuestro Padre también dictó, junto con el Dr. Luis Daloisio, la conferencia
“Nuevo Orden Mundial y Soberanía de Cristo”, el día 6 de noviembre en el Colegio
“Virgen del Rosario” de nuestra querida Arquidiócesis de Rosario, ante una nutrida
concurrencia.
Finalmente, del 15 al 18 de noviembre el Padre
visitó por primera vez Comodoro Rivadavia. Aprovechó
la visita para reunirse con los legionarios y legionarias y
amigos de la Obra. Les predicó el domingo 16 un retiro
de perseverancia, y tuvo también la oportunidad de
atender espiritualmente a las religiosas Carmelitas
descalzas del Monasterio “San José”, el carmelo más
austral del mundo (ubicado en Diadema, a pocos
kilómetros de Comodoro Rivadavia). También fue recibido muy paternalmente en
audiencia por el obispo del lugar, Mons. Pedro Ronchino SDB .
Damos gracias al Rey de reyes por tantos frutos cosechados en estos viajes.
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