GarciaMontero - Recopilatorio iL

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Verso libre
Luis García Montero
Verso libre
2
Luis García Montero
2
Nos estamos viendo
8
El amor después de Auschwitz 10
Aquí yacen dragones
12
El futuro es un país extraño
14
La mitología antirrepublicana 16
Conversación con un periodista 18
¿Pesimismo? ¿Optimismo?
20
Lo imposible sólo tarda un poco más
La tragedia del cine
24
Volveré mañana
26
22
El dinero y la opinión pública 28
Crear un lector, crear un público
El genio imbécil
30
32
Feria del Libro de Madrid
34
La emancipación y la lectura
36
Pena de muerte 38
España, con la pata quebrada
40
¿Una movida? Una Removida 42
El tradicionalismo mentiroso
44
El mundo no es previsible
46
La autoridad del mal
La confianza
50
La poesía
52
La utopía
54
48
El error ajeno como asunto propio
Un problema de imaginación
Teatro del bueno
58
60
El derecho a la admiración
62
56
Cosas que siempre quise contarte
Pedro Almodóvar
64
66
Francisco Ayala 68
¿Hasta dónde puede llegar la literatura? 70
Otra vida
72
Las personas normales 74
Rosalía 76
Falange y literatura
78
Todavía una oportunidad
80
Tener trabajo no es tener un oficio
Javier Krahe
82
84
Enrique Morente
86
Hagamos greguerías
88
¿Ser poeta o ser poema?
El salto del ángel
90
92
Mujeres bajo sospecha 94
La mujer en la ventana 96
Memoria de un editor 98
¿Es el enemigo? Que se ponga 100
José Emilio y la gran belleza
El buen juez
102
104
Los ahogados 106
Hoy es siempre todavía 108
La verdad
110
Drama de mujeres
112
Los monederos falsos 114
Sin esperanza, con convencimiento
Querido Armando
119
La soberbia de la señora
Carta a un poeta catalán 123
121
116
De algún tiempo a esta parte
126
El derecho a la admiración
128
Los cansados
130
La utilidad de lo inútil 132
¿Qué puede resistir España?
134
El fútbol cuesta arriba 136
Los maestros
138
Las cosas de palacio
140
La hospitalidad 142
Romped, tajad, pulverizad la carroña
144
Los obispos y los libros 146
Tranvía a la Malvarrosa 148
La guerra, el abismo
150
Juventud: del botellón a Pedro Sánchez 152
Confesiones de un lector
154
Sobre el populismo y la mentira 156
La buena reputación
159
La impunidad 161
La multitud tecnológica 164
Ganemos la ciudad
Las máscaras
169
La crueldad
171
167
Una capital grotesca
173
Un país manicomio
175
La impostura
177
Museo de la memoria 179
Poetas, políticos…, la gente
181
Relatos salvajes183
Retablo de las maravillas
185
Noticias felices en aviones de papel
187
La fosa de García Lorca
Vivos los queremos
189
191
Modos de perder la vergüenza 193
El cuento del fiscal independiente
Las ilusiones
197
Lista de personajes sin honor
El saber de la risa
202
Tus pies toco en la sombra
La teoría del todo
En la plaza
199
204
206
208
La angustia del poder
210
Los encanallamientos 212
La mano en el fuego
214
De ahora en adelante
216
¿Quién liquida la Transición?
218
Mientras tanto 220
Soledades
222
El sentido de la vergüenza
‘Negro como yo’
224
226
La casa, identidad y conflicto
228
Los intelectuales y la política
230
Marcado por la mala vida
233
‘Mujeres’
235
El número dos 237
El oído democrático
239
El barbero de Picasso
241
Salones de ‘estares’
243
¿Qué pasará ayer?
245
Los premios literarios 247
Los amigos
249
195
Valle-Inclán
251
Un orgullo compartido 254
Varufakis
256
La puerta estrecha
259
¡Periodistas escandalizados!
Elegía por un café
261
264
¿Para qué sirve la literatura?
266
Morir de prisas 269
Humanos
271
Un día perfecto 273
Algo va a pasar, ya lo verás
275
El naufragio de Europa 277
El final de ETA 279
Poeta en Granada
281
La política y la pobreza 283
El partido más votado 285
El día 7 tenemos una cita
287
Hay muchas cosas por hacer
289
La muerte y la palabra 292
No me gusta ‘La Marsellesa’
Sí nos representan
297
Todos náufragos
299
Palestina
294
302
Votar sin miedo 305
La honestidad de una política alternativa
¿En qué transición estamos?
312
No a la dimisión de Rita Maestre
Hacienda no somos todos
318
Sobre un futuro Gobierno
321
Mentiras y tragedias
325
315
308
Nos estamos viendo
Cuidado. Un verso libre no es un verso suelto. Se ha impuesto la costumbre de entender la libertad como un ejercicio de desvinculación, un acto que afirma la individualidad para desentenderla del grupo. Hay muchos cabos sueltos, mucho enfado suelto,
mucha vanidad suelta, mucha cuerda rota en esta cultura que ha hecho de la soledad no
un ámbito de independencia y reconocimiento, sino un modo de formar parte de unos
rebaños sin nombre, mal avenidos y con impulsos de fiera. Ser hoy un verso suelto
significa llover sobre mojado.
El verso libre no pierde nunca su compromiso con la música del poema. Supone un
modo personal de participar en ella. La libertad rompe con la pauta prevista para el metro y la rima que imponen las verdades establecidas. Es una forma de responder desde la
necesidad más íntima y la conciencia propia al buen sentido del conjunto. Luis Cernuda,
un rebelde con mucha conciencia cívica, buscaba en el verso libre el diálogo secreto con
la poesía. Odiaba las convenciones huecas.
Y es que el verso libre es una reivindicación del oficio como compromiso humano
con la sociedad. La rima y la regularidad métrica se convierten con frecuencia en un
soniquete, una tecnocracia, la rutina de un escribir como mandan los cánones y las academias. El valor se le supone al soldado. La técnica se le supone al poeta. Es fácil con
una mínima información escribir de oído, saber cuántas sílabas tiene un verso sin contar
con los dedos. Un soneto se improvisa en cinco minutos. Tener voz propia cuesta una
vida. Los burócratas de la poesía corren con la lengua fuera detrás del endecasílabo,
detrás de las rimas. Sus formas son anteriores a su propio mundo. Sólo los poetas de
mundo propio consiguen que el soneto corra detrás de ellos y se ponga a los pies de sus
palabras. Ahí están Rafael Alberti y Blas de Otero, ahí Quevedo y Borges. Son poetas, no tecnócratas, y más que al acomodo de una forma conocida responden en cuerpo y alma a su oficio para darse a los demás. Son una vocación, como los buenos
médicos, como los buenos periodistas, como los buenos profesores, que sólo entienden
el saber a modo de compromiso con los pacientes, la opinión pública y los alumnos.
Como el mundo propio necesita con frecuencia buscar su música particular, hacer que
ésta rompa moldes para responder a su sinceridad, el verso libre delimita una geografía
de voz singularizada. Es, repito, su forma de compromiso. Entiende la libertad como
una forma de participación en el Todo. El verso libre se parece a la conciencia que no
se niega a sí misma cuando participa en una ilusión colectiva. Necesita que su estar
con los otros sea una forma de sinceridad.
La sinceridad del verso libre se parece mucho a las ideas que sobre el periodismo mantuvo Albert Camus. Son importantes dos cosas: no hablar en nombre de la verdad y no
mentir. La objetividad no existe, la falacia de la neutralidad queda para un mundo engañoso e hipócrita reducido a titulares. Las miradas tienen un peso, su historia, su perspectiva, y cada historia es un matiz. Así que sólo el pensamiento dogmático se afirma en la
posesión de la verdad. Más que a poseer la verdad, las palabras deben aspirar a no
mentir, a no engañar o engañarse, a no cerrar los ojos ante lo que pasa en favor de una
consigna política o de un negocio. La verdad es una forma de publicidad camuflada.
El negarse a la mentira es una apuesta por la conciencia en libertad, por el oficio como
compromiso social en libertad. El verso libre tiene voluntad de reverso, pretende conocer y decir el otro lado de las cosas, aquello que se esconde detrás de los himnos y las
músicas oficiales.
Negarse a mentir implica saber denunciar, pero también saber admirar. En tiempos de
descrédito es tan importante denunciar lo precario como hablar sobre lo que merece la pena aplaudir. Vamos a aplaudir. Hay mucha creatividad, mucho ejemplo, mucho
talento, muchos recuerdos que merecen hacerse visibles, volver a nosotros en forma de
libro, película, obra de teatro, exposición, concierto, para devolvernos el vínculo que
une al autor y al lector, al pensador y a las preguntas, al artista y a su público. La cultura
es un patrimonio común porque se alimenta de versos libres. Estamos vinculados. Nos
vemos. Nos estamos viendo.
El amor después de Auschwitz
Una pareja de ancianos baila en el centro de una habitación. Esa es la imagen que
me ha quedado de Amor, la última película de Michael Haneke. Una pareja baila con
elegancia, en una casa elegante, dentro de un barrio elegante de París. Los cuerpos
de Jean-Luis Trintignant y Emmanuele Riva convocan el amor en un abrazo. Se
funden en los recuerdos y en la música silenciosa de sus ochenta años. Ancianos y
bellos danzan reunidos y con pasos tímidos en la soledad de un espacio y de una edad
demasiado grandes.
Quizá haya algún espectador que me corrija. Los ancianos de la película no bailan.
Ella sufre una enfermedad grave que la paraliza. Para ir al baño o para regresar
del salón al dormitorio, consigue ponerse de pie con mucha dificultad y sólo puede
moverse si se apoya en el cuerpo de él, si se anuda a su cuello, pecho contra pecho.
Necesitan acompasar su paciencia y sus piernas frágiles. ¿Eso es bailar? Hará bien en
quitarme la razón quien identifique el baile y la unidad íntima de dos cuerpos con la fortaleza de la fiesta. Pero yo me inclino a señalar en este momento, en estos momentos, la
debilidad que puede esconderse y salvarse también en un abrazo. Justificar un abrazo.
Nos apoyamos en el otro, nos movemos junto al otro, para compartir una alegría o una
debilidad. Quienes bailan se refugian.
La debilidad es la verdadera razón de los vínculos. No se trata de egoísmo. Afecta tanto
la debilidad propia como la ajena. Nos reunimos porque necesitamos cuidar y que nos
cuiden. El deseo surge de la conciencia de que algo nos falta. Buscamos y nos ponemos
en búsqueda y captura. La sociedad de los débiles es la que más necesita el amor. Y es
que el amor es un derecho de expresión y reunión.
El argumento de la película de Haneke da vueltas sobre la decrepitud, la enfermedad,
las escenas finales de la vida. No oculta en ninguna escena la debilidad humana, sus
humillaciones, las ataduras inevitables que se dan entre lo más hermoso, lo más querido
y los excrementos. Mientras la mujer elegante, maestra de piano y orgullosa, se acerca
con una lucidez despiadada no ya a su muerte, sino a una realidad escatológica, la cámara se fija en los buenos libros, el arte y la atmósfera de la música clásica. Emmanuele
Riva no quiere trampas. ¿Es la belleza y la dignidad humana una trampa?
Tehodor Adorno se preguntó si tenía sentido escribir poesía después de
Auschwitz. Cuando el ejército soviético entró en el campo de concentración nazi, el
espectáculo de los cuerpos maltratados era sólo un indicio de la catástrofe. Era la razón
humana convertida en crueldad y método de destrucción contra los judíos. ¿Y la poesía?
Las dudas de Adorno estaban cargadas de gravedad. No nos decía que resultase difícil
ponerse poético después de asistir a un exterminio. Lo verdaderamente complicado era
comprender que ese exterminio había surgido desde el corazón de la misma cultura que
alimentaba los sentimientos más sublimes de la poesía.
Pues busquemos entonces el corazón. Y decidamos. ¿Es posible escribir después de
Auschwitz? Sí, desde luego. Se ha escrito mucho, por fortuna. Pero no es conveniente escribir olvidándose de que Auschwitz ha existido. De que Palestina existe
hoy. No deberíamos ser indiferentes a la tortura, a las cárceles, a la muerte, a los cuellos
fracturados, a las humillaciones por motivos raciales en el autobús cotidiano de la vida.
Y para seguir escribiendo, además, es conveniente recordar que en la condición humana, junto a la crueldad, danzan también el amor, y los cuidados, y el baile, y películas
como la última de Michael Haneke. Nos vincula nuestra debilidad. El fanatismo, que es
fuerte, nos cierra los ojos. Quien se pone de parte de las víctimas, puede equivocarse,
pero sus errores no son nunca muy graves. Quien se equivoca al ponerse al lado de los
verdugos corre un riesgo mucho mayor de indecencia. Eso nos enseñó Auschwitz,
algo que no debemos olvidar, sobre todo, los que estamos empeñados en seguir escribiendo poesía.
De la última película de Michael Haneke me quedo con la imagen de dos ancianos
enamorados. Bailan, están unidos, son conscientes de su debilidad y resisten juntos,
abrazados, ante la muerte. No cierran los ojos. La muerte no puede negarse. Hay que
aceptarla. Pero el amor y los cuidados son un aplazamiento, una forma de resistencia. Aquí yacen dragones
La imaginación es un requisito imprescindible para salvarnos de la cobardía. La realidad cuenta con muchos recursos cotidianos que procuran acomodarnos en la obediencia.
Parece que ser responsable y sensato significa comulgar con ruedas de molino, vivir en
la renuncia.
Uno de los recursos más útiles de la realidad para domarnos es su propia desaparición.
Tiende a autoliquidarse en carne y hueso para sacrificar nuestra experiencia en favor de
un paisaje virtual.Se diluye la vida que respiramos, pisamos y tocamos. Nos parece
irreal porque la tenemos cerca y porque nos han enseñado a tomar decisiones en la lejanía. Una paradoja inseparable de los mecanismos de dominación: las realidades virtuales se diseñan como el escenario pragmático de nuestras decisiones. Una cosa es la opción política que yo quiero votar, o el periódico que quiero leer, o la justicia que me
gustaría defender, y otra cosa el voto útil, la prensa que fabrica el prestigio de las corrientes de opinión, la justicia que ordena los comportamientos de la sociedad. La realidad desaparece para rompernos en dos –lo que siento y lo que hago– y transformarnos en seres obedientes. Somos una virtualidad. Y la virtud se pierde en manos de
la virtualidad. Si miramos a nuestros alrededor vemos a mucha gente con miedo.Buenos
amigos, buenos profesionales, personas comprometidas, pero con miedo. En privado dicen una cosa y en público comulgan con ruedas de molino. Hay muchas versiones
de bolsillo de esa única razón de Estado que nos hace vivir al margen de nuestros principios.
El director de cine Fernando León de Aranoa publicó en 2010 un libro titulado Contra
la hipermetropía (Debate). Su cine apegado a la vida es una toma de postura contra los
que no quieren mirar aquello que tienen más cerca y deciden su comportamiento en la
claridad de las visiones lejanas. El poder que diseña esas realidades virtuales sabe dibujar al mismo tiempo el bien y el mal. Las figuras de Dios y del Demonio pertenecen al
mismo poder. Elegir entre cualquiera de las dos opciones implica una forma de obediencia, un modo de habitar en la superstición.
Porque las realidades virtuales no suponen más que un regreso al mundo de la superstición. Cervantes imaginó a don Quijote para criticar a los personajes que no vivían
de acuerdo con su experiencia histórica, la de su tiempo, la de su realidad. Don Quijote
fue un fantoche al servicio de los códigos feudales de la caballería. Era, eso sí, un fanto-
che valiente, y la nueva superstición de las realidades virtuales procuran convertirnos en
títeres cobardes. Da miedo pensar en las supersticiones que fundan hoy los pragmatismos de la gente.
La ficción surgió como una alternativa a las supersticiones. La mirada de la ficción es
consciente de sus maniobras, inventa para conocer la realidad, pero no confunde nunca
esa realidad con los fantasmas de la imaginación. Se trata de detectar precariedades y de
plantear alternativas. Es decir, la ficción nos invita a ser dueños de los finales. Las supersticiones y los milagros nos hacen devotos al confundir la realidad con un mundo
virtual. En la ficción surge un proceso de conocimiento; en la superstición se cancela la
realidad, se sustituye por un ejercicio de engaño.
Por eso Fernando León de Aranoa, que es un narrador puro en sus películas, publica
ahora un libro de relatos, Aquí yacen dragones (Seix Barral, 2013), que es una reivindicación de las ficciones y un alegato contra la cobardía. En los viajes de los antiguos
navegantes había una frontera de miedo, una raya marina en la que se intuía el fin del
mundo. Al otro lado de esa raya empezaba el lugar de los dragones. Así que los navegantes daban la vuelta y regresaban a sus obediencias. Los relatos de Fernando León
prefieren seguir viaje. Hablan de todo y todo lo ponen del revés para atreverse a definir
una mirada propia. Y en la imaginación del escritor pasa la vida de cerca con sus debates sobre la identidad, el miedo o el amor a los otros, eldolor o la ilusión de la gente, la magia cotidiana,
la miseria, las corrupciones políticas, las quimeras del pragmatismo, las fragilidades de
cualquier estabilidad, los juegos de la memoria y las contradicciones inevitables de los
que estamos sentenciados a vivir.
Pero el lector se equivocará si recorre las páginas de Aquí yacen dragones en busca de
una constante doble intención o una interpretación política de cada ingenio. En el libro
hay de todo porque nace en la raíz de todo, como una apuesta por la ficción para salvarnos de la hipermetropía. Un alegato contra ese cobarde que va dentro de nosotros
cuando alguien nos ofrece una bifurcación y no somos capaces de imaginar nuestro propio camino.
El futuro es un país extraño
No hay melancolía más grave que la provocada por la ausencia de un futuro con unas
mínimas ilusiones. Por el futuro se puede sentir nostalgia igual que por el pasado. Y en
esta crisis política y económica, además de la pobreza, el desempleo, la corrupción y
las humillaciones de la vida laboral, está haciendo mucho daño la nostalgia de futuro. Sí, el futuro ha dejado de estar en su sitio. Ya no parece ese lugar de avance histórico
disciplinado según lo imaginaron la diversas mentalidades progresistas. La sociedad no
camina en línea recta. A veces se queda paralizada y a veces da marcha atrás a causa
de una actualización decidida de la desigualdad y la barbarie.
Las ilusiones revolucionarias se atrevieron a profetizar un porvenir utópico. El temor
del poder capitalista a lasmovilizaciones obreras buscó un pacto de convivencia en
elEstado del bienestar. Durante el tiempo de la revolución o de los equilibrios sociales
fue lógico pensar en el mañana como una versión perpetuamente mejorada del hoy.
Aunque los días llegasen repletos de dificultades y sacrificios, los padres trabajaban
con el derecho a pensar que sus hijos iban a vivir mejor que ellos. Esa idea no puede
sostenerse ahora en la lucidez. Queda reducida –para quien quiera abandonar el hastío y
la fatalidad- a la esfera de las convicciones éticas, como un valor político de compromiso social.
El historiador Josep Fontana acaba de publicar El futuro es un país extraño (Ediciones
de Pasado y Presente, 2013), un libro en el que reflexiona sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI. El panorama parece propio de una novela de terror. Pero no hay
ninguna voluntad catastrofista en la meditación argumentada del historiador. Los datos
minuciosos, los documentos de primera mano, los informes institucionales y las opiniones de muchos economistas, periodistas, historiadores, sociólogos y políticos confirman
la realidad desoladora de un mundo en el que las élites económicas han conseguido
imponer la lógica de la desigualdad. Desde la perspectiva de los acontecimientos actuales, el futuro nos destituye como ciudadanos y nos convierte en material de acoso y
derribo. Más paro, más pobreza, menos derechos, más impunidad para el trono de los
especuladores y una liquidación real de la democracia. Ese es el horizonte.
El desmantelamiento del Estado y la privatización de la sanidad y la educación pública
se aceleran en esta lógica. Pero hay un fenómeno anterior que no conviene olvidar porque está en la raíz del ciudadano destituido: la privatización de la política. Las decisiones que han permitido poner las leyes sociales al servicio del poder financiero y del
empobrecimiento de los ciudadanos provienen de una calculada privatización de la política. Loslobbyists invierten cientos de millones en comprar políticos y en imponer
decisiones que marcan el trato a los bancos y a los grandes empresarios, la degradación
de las condiciones laborales, la conversión en negocios privados de lo que pertenecía al
servicio público y la falta de límites para las agresiones ecológicas.
A la privatización de la política pertenece también la alarmante falta de preparación y
el bajo nivel intelectual de muchos responsables públicos. Dan Quayle, todo un vicepresidente norteamericano, fue incapaz de deletrear en la palabra “patata”. Basta leer un
periódico para constatar el alto porcentaje de cretinos que representan al Estado.
Parecen tonto o poetas platónicos. No importa que hagan el ridículo. Mejor si son pánfilos, porque así desacreditan la política y cumplen sin interferencias el soplo de sus dioses.
De poco van a servir las protestas y las nuevas formas de rebeldía si no consiguen nacionalizar de nuevo la política para devolvérsela a los ciudadanos. Joseph Fontana,
historiador admirable y riguroso, no hace profecías, pero comprueba que la fuerza mayor del capitalismo es su apropiación de la política y concluye que “la situación sólo
puede ser modificada o corregida mediante una acción política”.
Defender una sociedad más justa significa recordar que los derechos son la consecuencia de la lucha. Sin acción sindical no se hubiera conseguido nunca en Europa la dignidad laboral que ahora se pierde. Pero conviene recordar que los triunfos de la lucha
obrera necesitaron un cauce político para intervenir en las instituciones. Despreciar la
política o caer en la trampa de apoyar a partidos que llevan décadas al servicio de los
poderes financieros supondrá hacer del futuro no ya un país extraño, sino un planeta inhabitable.
La mitología antirrepublicana
Manuel Fraga Iribarne explicó en una entrevista de 2007 sus antipatías republicanas: “…los muertos amontonados son de una guerra civil en la que toda la responsabilidad, toda, fue de los políticos de la II República. ¡Toda!”. El celebre Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia hizo una lectura muy parecida de nuestro
siglo XX al afirmar que Franco no fue un dictador, calificación que se reservó para don
Juan Negrín.
Son detalles que nos recuerda el profesor Francisco Sánchez Pérez a la hora de justificar la edición del libro Los mitos del 18 de julio (Crítica, 2013), volumen en el que ha
coordinado a los historiadores Ángel Viñas, Fernando Puell de la Villa, Julio Aróstegui, Eduardo González Calleja, Hilari Raguer, Xosé M. Núñez Seixas, Fernando
Hernández Sánchez y José Luis Ledesma. Las percepciones sobre la guerra civil son
muy diversas según la ideología de cada cual. Pero el trabajo de los historiadores es
comprobar con datos y documentos qué tipo de percepción se ajusta más a la realidad.
Este libro es un ejemplo.
¿Otro libro más sobre la guerra civil? Sí, claro, y sea bienvenidopor su actualidad. El
profesor Sánchez Pérez hace bien en advertirnos que la razón de las falsificaciones sobre la República no siempre ha sido la misma. El franquismo se esforzó a partir de
1936 en reescribir los acontecimientos para justificar el golpe de Estado. Pero buena parte de lo escrito por algunos historiadores desde 1975 no se debe tanto al franquismo, sino a la necesidad de maquillar y bendecir su herencia: la Santa Transición. Y la Transición se vende mucho mejor, con su tono paternal y sus élites económicas liberales, si colocamos a figuras como la de don Juan Negrín en una atmósfera de
violencia y extremismo. Resulta injusto identificar a los santificadores oficiales de la
Transición con la historiografía fascista. Pero es también miope no advertir esa parte de
la mitología y de la revisión histórica en la que coinciden.
Agradezco la lectura de libros como Los mitos del 18 de julio o de otros firmados –y
perdonen la lista, pero me quedo corto-- por Julián Casanova, Enrique Moradiellos, Paul
Preston, Francisco Espinosa, Mirta Núñez, Conxita Mir, Alberto Reig Tapia, Josep Fontana, Secundino Serrano, Manuel Ortiz Heras, Ronald Fraser o Francisco Moreno Gómez. Agradezco sus trabajos por un doble motivo. El primero tiene que ver con la equidis-
tancia entre republicanos y fascistasque se ha empeñado en bendecir la novela española contemporánea. Los novelistas que quieren ser celebrados por la cultura oficial no
encuentran un camino más rápido que escribir historias llenas de obreros canallas y republicanos tortuosos que puedan equipararse con los violentos golpistas de 1936. Es
una de las perspectivas más agradecidas por nuestra mentalidad dominante.
Cuando los historiadores del Régimen intentaron fijar una consigna franquista de la historia, novelistas como Max Aub o Francisco Ayala ofrecieron desde el exilio una alternativa más ajustada a la realidad. Me parece una buena noticia que ahora, cuando
notables escritores juegan a la equidistancia y al falseamiento del pasado, los historiadores profesionales pongan las cosas en su sitio: más allá de comportamientos personales,
ni los dos bandos fueron iguales, ni el golpe de Estado puede justificarse por una República violenta y extremista. Los políticos de la II República no fueron la causa de la
guerra civil. Tampoco comparten la mitad de las culpas.
Mi segundo motivo se debe a que la historia, ya se sabe, ayuda acomprender el presente. Es mal camino para un historiador proyectar situaciones del presente en el pasado.
Los moralistas del ayer son ridículos al confundir acontecimientos y razones. En la España republicana, como explica en este libro el llorado Julio Aróstegui, la palabra revolución tenía un significado distinto a la que le damos hoy. Pero lo que sí resulta muy útil
es conocer laslecturas ideológicas que se hacen ahora de 1931, 1936 y 1975 para entender el significado de nuestro presente. La situación actual de España, por ejemplo, se
entiende mejor si analizamos el desprecio interesado de la II República impuesto por
el franquismo y la Transición monárquica. Estribillos repetidos: arte de la mentira,
descrédito de la política, confusión de política y violencia o conversión de la protesta y
la participación democrática en un problema de orden público. Y también la idea de que
reconciliación y convivencia significanolvidar las injusticias sociales y asumir de forma pacífica las órdenes del poder.
También es útil recordar que se puede repetir a grandes vocesla palabra España con
orgullo de unidad nacional mientras se vende el país a potencias extranjeras. Manuel
Fraga, figura del franquismo, la Transición y la monarquía, era muy coherente al culpabilizar a los políticos de la II República. Lo de Franco, sus generales y sus banqueros no
tuvo importancia.
Conversación con un periodista
A José Couso
Tocar la piel del día.
Esa es tu tarea
hasta llegar al cuerpo de la historia.
Si las noticias pueden tener dueño,
los hechos no. Te llamará mañana
algún dios familiar o algún desconocido
para decirte lo que ocurre.
No aceptes su palabra
y mira con tus ojos,
habla con las razones de tu voz,
escribe con las dudas de tus manos.
Tocar la piel del día.
Debes estar allí.
Para contar la guerra,
oír la noche de los bombardeos.
Para nombrar el mundo,
sentir los ojos de la gente.
Para medir discursos, sopesar las monedas y las sílabas que caen en el suelo,
el funeral que llega por la plaza,
la mirilla que busca, el cañón que dispara.
Tocar la piel del día.
Estar allí para juzgar las causas,
hacerse responsable de los otros,
meditar soluciones,
el sudor de la vida, el testimonio,
contra la primavera virtual,
contra el silencio de los ruidos.
Esa es tu tarea,
tu oficio maltratado,
el loco enigma de la dignidad,
el terco corazón de la conciencia.
Tocar la piel del día.
Si las noticias pueden tener dueño,
los hechos no. Procura
que la imagen no pierda su mirada,
que las palabras no traicionen
el calor de los cuerpos que las dicen
y en cada letra exista
el mundo que has vivido
para contar el mundo.
Que por las redacciones no se extienda
ni la rosa marchita, ni el murmullo de plástico.
Yo dependo de ti. Nunca lo olvides.
¿Pesimismo? ¿Optimismo?
Toda lectura supone un estado de ánimo. Los escritores buscan componer efectos. Las
metáforas, las reflexiones, las críticas, las alabanzas y las declaraciones de amor se
convierten en hechos de lectura y se encarnan en un lector gracias a los efectos literarios. De nada sirve una religión sin un creyente. De poco sirve un amor sin un
enamorado o un líder sin seguidores. Los efectos son la sombra fiel de las ideas y de los
sentimientos. Menos mal que el mundo de los libros fue uno de los primeros en reivindicar el derecho al divorcio y a la duda.
Los libros que leo en los últimos meses sobre la situación española implican casi
siempre una invitación al pesimismo o al optimismo, dos estados de ánimo que suelen servir para negociar de manera rápida nuestras decisiones sobre la vida. El yo y la
vida encuentran buenas muletas en el optimismo y el pesimismo. No hace falta quejarse mucho porque todas las cosas tienen arreglo. ¿Para qué preocuparnos si esto y
aquello no tienen solución?
La crisis económica, el descrédito de la política, el agotamiento de la Transición, las
corrupciones, el periodismo y las nuevas tecnologías desencadenan miradas optimistas o pesimistas. Y cada estado de ánimo conlleva sus ventajas y sus inconvenientes. El pesimismo suele ejercitarse en la lucidez, abre los ojos, pero también paraliza las
manos y las piernas si uno deja que la perforación negativa de los problemas desemboque en la renuncia. Perdida la capacidad de decisión, el fatalismo justifica cualquier estrategia propia de los cínicos y los relativistas. Los aguafiestas del pensamiento
aprenden pronto a reírse de todo para no sentir responsabilidad ante nada.
El optimismo ayuda a resistir, acumula energía, pero también puede instalarnos en un
cuento de hadas. Nos obliga a leer con felicidad una historia que no ocurrió, sentirnos
orgullosos de un rey ideal que nunca existió y transformar el pasado y el futuro en una
versión adaptada para la inocencia de los niños y los cuentos de final feliz. Todo credo
encierra el peligro de un don Tancredo.Cuando se juntan el optimismo y el dogma, la
palabra verdad echa mano a la cartera y a la pistola, dos objetos que viven como
hermanos en la casa del futuro, que es un hijo político, es decir, un yerno de nuestras
precariedades y nuestras ilusiones.
El pesimismo y el optimismo responden a una idea lineal del tiempo. Cuando el
tiempo se hace historia, empieza a dibujar un camino que pretende conseguir una meta
predeterminada. El optimista confía en el progreso porque se siente amigo de las líneas rectas y del avance continuo. El pesimista mira las curvas, los retrocesos, la
marcha atrás, las pérdidas o, en el mejor de los casos, el sentido del presente como
una cadena perpetua, una sospecha de que la condición humana no tiene remedio. La
historia de España parece que tampoco.
Ay, España. ¿Qué nos conviene más en estos momentos? ¿Ser optimistas o ejercitar
el pesimismo? Esa no es la cuestión. Quizá no haya por qué elegir entre dos estados
de ánimo y sea más oportuno acogernos a un estado de conciencia. Se trata de sustituir la idea lineal del tiempo por una reivindicación de los valores. Estos días tristes no
reclaman optimismo o pesimismo, sino valores. Adecuarnos, por ejemplo, a los valores de la democracia social y de los derechos humanos nos permite -más allá del optimismo y del pesimismo- una tribuna sólida para opinar sobre los poderes financieros, la
corrupción en el sistema político del reino vigente, la situación nacional e internacional
y la agonía de la democracia y de sus oficios.
El maquillaje del optimismo y del pesimismo desfigura nuestro rostro con las máscaras
de la trampa o de la ingenuidad. Las convocatorias de una multitud de medias verdades han convertido a España y a Europa en una gran mentira. Demócratas
enemigos de la libertad, señores de traje y corbata con alma de bandidos, reyes campechanos, patriotas sin lealtad a su territorio, republicanos con devociones monárquicas,
políticos sin respeto por la política, estadistas sin amor por lo público… Los valores no
niegan la existencia del relato, pero nos obligan a mirarnos al espejo y a vivirlo con
nuestro propio rostro.
Lo imposible sólo tarda un poco más
Cuando oigo la palabra cultura, saco mi pistola. Es uno de los pensamientos más exactos del nazismo, una frase iluminadora atribuida a veces a Goebbels y a veces a Goering. Aunque hayan existido personas muy cultivadas de voluntad temible, sabios de cálculos
negros y decisiones inclinadas a la crueldad, sólo la incultura generalizada permite
que un pueblo sea dominado por el fanatismo y la degradación asumida. Si pensamos en las estrategias de la dominación actual, quizás habría que cambiar la frase y escribir lo siguiente: cuando oigo la palabra cultura, propongo un programa de televisión
que contagie el entretenimiento populista y los instintos bajos.
La palabra cultura llegó a significar entre nosotros un patrimonio relacionado con la
educación, la conciencia crítica y el conocimiento. Pero uno de los mecanismos que ha
caracterizado humillación de las sociedades europeas a la mentalidad neoliberal, además
de la desregulación de los mercados financieros y de la privatización de la política, es la
rebaja superficial de la cultura al entretenimiento. Y no se trata de excluir la diversión
en la cultura más seria –nada más seductor y absorbente que una obra de arte con humor- , sino de rebajar el saber y la emoción al consumo barato, la soberbia de los analfabetos y el rencor de la ignorancia. Los grandes odios y las frivolidades lúdicas movilizan el corazón de los rebaños.
Por eso es tan necesario encontrarse de vez en cuando con obras de teatro como Un trozo invisible de este mundo, escrita por el actor Juan Diego Botto y estrenada hace
unos meses en las Naves del Matadero de Madrid. Ahora está de gira por España
para llevar a los escenarios una meditación conmovedora sobre el desarraigo, la represión, la experiencia del exilio y las miserias íntimas de una realidad poco
hospitalaria. La palabra cultura emociona en la voz de los personajes. Vuelve a levantarse contra las pistolas y el entretenimiento zafio. Cuando alguien convoca en serio
los laberintos de la vida y la muerte, el hecho de vivir deja de ser una forma estúpida de
matar el tiempo.
Juan Diego Botto acaba de publicar también Invisibles (Espasa, 2013), un libro que supone una confesión personal, una meditación sobre la sociedad y un taller literario. Junto a la obra de teatro antes citada, se recogen las ideas, las historias, los recuerdos y las
inquietudes políticas de su autor. Es decir, el drama se publica junto al sedimento intelectual y emocional que lo sostiene. Los lectores podemos comprobar así el proceso que
va de la ideología al arte, de lo interesante a lo conmovedor. La obra de arte es siempre un trabajo de elaboración que dota de significación humana general a los acontecimientos y las inquietudes particulares.
El arte se consolida hoy como un acto de rebeldía contra los dogmas establecidos por el
poder en la superficie de nuestra existencia. Los medios de comunicación controlados
por las élites económicas y políticas pretenden enseñarnos a pensar con una obediencia rutinaria: la inversión pública es un derroche, los inmigrantes nos roban lo
nuestro, es imposible cambiar las cosas, las víctimas son en realidad criminales peligrosos, los beneficios de los ricos son buenos para toda la sociedad, es necesario desconfiar
de la rebeldía… El arte, sin embargo, ayuda a pensar de otra manera, a mirar de otra
manera. Hace el camino de vuelta para que nada nos desarraigue de nuestra conciencia.
Los lectores o los espectadores, invitados a ponerse en la piel de los personajes, aprenden a mirar con otros ojos y a vivir por dentro el dolor de los demás.
Bertolt Brecht nos advirtió de que “en los regímenes autoritarios queda velado el contenido económico de la violencia, mientras que en los regímenes formalmente democráticos queda velado el contenido violento de la economía”. Es el pensamiento que le permite a Juan Diego Botto articular de forma unitaria los dramas de la represión política y
el autoritarismo de una pobreza uniformada que obliga a la emigración
El arte y la cultura son hoy también un foco de energía. Frente a la ceguera cómplice
de los cínicos y la renuncia de los entregados al fatalismo, las víctimas de la dictadura
argentina se atrevieron a pedir reparación en el convencimiento de que “lo imposible
sólo tarda un poco más”. Las dificultades de una batalla ética no pueden ser la coartada del abandono. La resistencia no depende de los triunfos, sino de las convicciones.
Merece la pena ver obras de teatro como Un trozo invisible de este mundo. Merece la
pena leer libros como Invisibles. La tragedia del cine
Resulta curiosa la utilización que se hace en arte de adjetivos como político, ideológico
o comprometido. Una película, por ejemplo, suele calificarse de política cuando trata
algún asunto que afecta a los derechos humanos, denuncia las injusticias del poder o
expone los dramas de la miseria. Pero se olvida que hay otro tipo de compromisos
políticos y que también es ideológico el cine que consagra comportamientos reaccionarios. El simple hecho de renunciar al arte como una forma profunda de conocimiento y
de apostar por la trivialización de la mirada, supone ya una forma de compromiso con el
pensamiento dominante.
El cierre de Alta Films anunciado por Enrique González Macho es una noticia de
calado político, un síntoma de la política cultural imperante y de las formas de comportamiento social. La gran distribuidora de cine de autor nacional e internacional no puede
resistir una situación de crisis generalizada. Muchos factores entran en juego, pero todos los caminos conducen a la imposición calculada de la basura como marca actual
en nuestro tiempo de ocio. Esta desoladora dinámica reclama el esfuerzo de una meditación generalizada.
El público no acude al cine, las salas se cierran, hacer y distribuir una película en España es casi imposible. Durante los últimos años el desarrollo de la piratería ha sido
vertiginoso. También se ha explicado la crisis con el argumento de que el cine español
es tan malo que no consigue espectadores, por lo que sólo se mantiene gracias a la subvención pública. La consecuencia de todos estos debates, adornados con grandes palabras sobre la libertad, la independencia y la calidad artística, es la paulatina justificación de un cine de bajísimo interés cultural, un cine comprometido con los valores
más reaccionarios del neoliberalismo norteamericano.
Los defensores de la piratería cultural y las descargas ilegales en nombre de la libertad deberían empezar a pensar con más honradez en sus argumentos. El desprecio a la
cultura que encierra la piratería se traduce de forma inmediata en la pérdida de independencia de los creadores, que son obligados a someterse al mecenazgo de las grandes
multinacionales y los ámbitos globales de control ideológico. Que en España se favoreciera tanto la piratería cultural, fue primero una falta de reflejos, después una irresponsabilidad y ahora un calculado programa de castigo para borrar a las conciencias rebeldes e imponer la dinámica del populismo y la basura intelectual en una población tratada como rebaño. ¿Es que la gente es tonta? No, la gente es gente. Somos personas y
solemos responder según la educación que recibimos.
Junto a las razones de calado en la degradación cultural de la sociedad del espectáculo, conviene tener en cuenta otros motivos de andar por casa. Muy importante en esta
crisis es el rencor que la derecha española ha alimentado contra el cine. El PP consideró
que el compromiso del mundo de la culturacontra la Guerra del Golfo fue una de las
causas principales de su inesperada derrota electoral en 2004.
Los actores jugaron un papel importante. Han pasado los años, la historia ha demostrado la injusticia de aquella guerra, las mentiras utilizadas, la crueldad que desató y sus
gravísimas consecuencias en la política internacional. Pero en vez de una meditación
honrada sobre su equivocación, el PP sólo ha asumido una política de venganza contra
los que denunciaron aquel error.
Todas las industrias están subvencionadas en España. El mercado de los coches, la
energía, las comunicaciones, los alimentos o las armas recibe subvenciones directas e
indirectas. El cine, que además de una importantísima seña de identidad cultural de un
país es una industria, también recibe subvenciones. Esta práctica común, y muy menor
si se compara con el dinero público que corre por Hollywood, dio pie en España a una
calumniosa acusación de pesebrismo. Las manipulaciones populistasutilizan el rencor
como uno de sus recursos más eficaces. El odio de todos contra todos evita la respuesta
común. La derecha española ha alimentando de forma bárbara el rencor contra el
mundo del cine, y después ha practicado otras formas de castigo como la disparatada
subida del IVA en las entradas al 21 % o la paralización de las inversiones de TVE.
España se queda sin cine de autor. Sacrificamos así una de las claves históricas en la
configuración nacional e internacional de un país. A cambio se nos invita a consumir
el cine político de la basura, el héroe solitario que busca las justicia con sus propias
armas porque no debe creer ni en el Estado, ni en las ilusiones compartidas, ni en las
organizaciones sociales. The end.
Volveré mañana
La Biblioteca Pública de Nueva York está en la 5ª Avenida a la altura de la calle 42.
Es una de las zonas de Manhattan que más me gustan. La vigila el pico de del Chrysler
Building, el edificio de la avenida Lexington en el que García Lorca situó su “Grito hacia Roma” para denunciar la falta de amor que impera en los viejos salones del Vaticano
y en las oficinas de Wall Street. Dios y el César son dos caras de la misma moneda. La
vida es contradictoria porque está hecha de tiempo, una materia íntima que suele
pegársenos a las manos como una mezcla a la vez transparente y espesa. Todo se queda
adherido en ella, todo se confunde y cada cosa llega a convertirse en su contrario. García Lorca elaboró la arquitectura de Nueva York como un paisaje agresivo para
simbolizar una civilización que no estaba hecha a la altura del ser humano. Inmensas
escaleras, aristas duras, ventanas abiertas para el suicida, perspectivas ajenas… Pero
ocurre que a través de los poemas de García Lorca y de otras muchas obras de arte
hemos ido haciendo nuestro el paisaje de Nueva York. Reconocemos sus formas, nos
reconocemos en ellas al caminar, son una puerta hacia la vida y la humanidad. El tiempo y sus contradicciones: siento ahora mías las calles de Nueva York porque un poeta
admirado las sintió ajenas en 1929.
La exposición preparada por la Fundación Federico García Lorca en la Biblioteca Pública de Nueva York se titula “Volveré mañana”. Es un acierto más de los comisarios
de la exposición, los profesores Andrés Soria Olmedo y Christopher Maurer. García
Lorca no encontró a su editor, José Bergamín, cuando fue a llevarle el original de Poeta en Nueva York a las oficinas de Cruz y Raya en 1936. Le dejó el texto con una
nota: “He estado a verte y creo que volveré mañana. Abrazos”. Tenía razón. Su
muerte impidió que volviera a encontrarse con Bergamín, pero siempre es mañana si la
literatura es buena y el autor regresa ahora en esta exposición y en unos versos que son
a la vez pasado, presente y futuro.
Me emociono al ver los dibujos, las cartas, las fotografías, los manuscritos llenos de tachaduras, las palabras tantas veces leídas.Y me siento de pronto raro. Federico García
Lorca es un antepasado, un lazo con la tradición. Pero al escribir Poeta en Nueva York
tenía 31 años, era mucho más joven que yo. ¿Qué admiro aquí? ¿La tradición o el futuro? Admiro al mismo tiempo los versos de un antepasado y de un poeta joven. La
memoria sirve para alabar un acto de juventud, el ayer para sentir el latido de lo nuevo.
García Lorca llegó a Nueva York angustiado por una crisis amorosa y estética. Sus amigos Dalí y Bueñuel habían despreciado el éxito del Romancero gitano. Les parecía un
libro tradicionalista, viejo, complaciente. Lorca procuró entonces una respuesta, buscó
lo nuevo con versos cercanos al surrealismo. ¿Y qué encuentro yo ahora en Nueva
York, en la Public Library, en 2013? Pues unas novedades que tienen 84 años. Muchos más años que yo, que soy un cincuentón cansado de valorar las cosas por el simple
prestigio de las novedades. Cuando las palabras actúan y emocionan después de mucho
tiempo, la ética de la literatura niega tanto el olvido como la soberbia de las modas.
La vida se nos pega en las manos. El olvido no tiene que ver con la palabra ayer sino
con la renuncia a la geografía moral que somos. Al salir de la exposición de García Lorca me encuentro en la calle con el Ángel de la Historia de Walter Benjamín. Vuelto de
espaldas, tiene las alas abiertas y mira hacia el pasado. No observa un encadenamiento
de sucesos lineales, sino una acumulación, una catástrofe única. Quisiera apiadarse, socorrer a todas las víctimas, pero un viento huracanado, esa tormenta que llamamos progreso, le impide cerrar las alas, lo paraliza. El Ángel de la Literatura, sin embargo,
me ofrece una oportunidad. El dolor de las víctimas de 1929 es el mismo dolor de
1936, el mismo de los que sufren la crisis y las injusticias en el año 2013. De la esfinge
a la caja de caudales, como escribió García Lorca, hay un hilo tenso que atraviesa el
corazón de todos los niños pobres. Y debajo de las multiplicaciones de Wall Street hay
también una gota de sangre de marinero.
La poesía nos confirma con su vieja juventud que somos una comunidad. El pasado, el
presente y el futuro están unidos. La suerte de los seres humanos también. García Lorca volvió mañana. El dinero y la opinión pública
Hablar de dinero ya no es de mala educación. En los bares, en las plazas, en las mesas
familiares, en las tertulias, en las gradas de los campos de fútbol, en las puertas de los
colegios y los teatros, en la cola del supermercado y en las salas de espera de los hospitales, con el taxista y con el camarero, con el médico y con los enfermos, con los profesores y los alumnos, con los jubilados y los parados, hablamos mucho de economía.
Y no sólo se tartamudean confesiones personales. La conversación se transforma de improviso en un debate sobre lo productivo y lo especulativo, sobre la prima de riesgo y la
deuda pública, sobre el déficit y el consumo, sobre la ley hipotecaria y las complicidades de los partidos políticos con las instituciones financieras. La crisis saca la economía de los despachos especializados y la convierte en un asunto de opinión
pública. Los poetas leen libros dedicados a estudiar el ritmo de los fondos de inversiones. Los estudiantes de filosofía devoran estudios sobre la lógica del terrorismo financiero. Los oyentes suben el volumen de la radio cuando alguien da cifras o analiza los
últimos datos de IBEX 35. Un paraíso fiscal despierta ya más interés que la promesa de
vida eterna en el reino de los justos.
Y todo se debe a una operación de legítima defensa. El vértigo cambia las costumbres.
Joan Robinson afirmó que era conveniente que la gente normal estudiase economía
aunque sólo fuese para evitar ser engañada por los economistas. Tenía toda la razón.
Leo el consejo de Joan Robinson, que condensa la realidad de nuestra inquietud cotidiana, en el último libro de Vicenç Navarro y Juan Torres López, Lo que debes saber para
que no te roben las pensiones (Espasa, 2013). Se trata de un estudio escrito con voluntad divulgativa, pero con el rigor de los intelectuales que se atreven a situar la discusión no donde prefiere el poder, sino donde entran en juego los verdaderos intereses.
La tendencia neoliberal con la que desayunamos cada día fue puesta en el café con leche
y en el plato de las tostadas por Ronald Reagan cuando advirtió que “los pobres tienen
demasiado y los ricos demasiado poco”. Desde entonces cada vuelta que ha dado el
mundo volaba con la intención de empobrecer a la mayoría de los humildes usuarios del
transporte público para acumular la riqueza en las manos distinguidas de los que disfrutan de un chófer particular. A la economía se le pusieron dedos alargados y piel venosas
de obispo. Los Gobiernos y las instituciones europeas, los tecnócratas del dinero y
los sabios dóciles, saltaron como chupamirtos en la jaula de los especuladores.
Pero la opinión pública, que necesitaba una legítima defensa ante la catástrofe justificada como fatalidad sobrenatural o ley científica, ha contado también con la compañía de
economistas alternativos. Las voces de Joseph Stiglitz, José Luis Sampedro, Vicenç Navarro, Carlos Berzosa, Juan Torres y Alberto Garzón, por ejemplo, se han mezclado en
nuestras conversaciones cotidianas para enseñarnos que los asuntos del dinero son
algo más que un coto cerrado de los sacerdotes del poder. Los citamos como se cita
a un amigo, a un cómplice, a un hermano mayor. Eso es precisamente lo que necesitamos para convertir el debate económico en una parte fundamental de la opinión
pública. Una inmensa mayoría esta capacitada ya para bromear con las tontadas de
un ministro de Hacienda propio de los tebeos tebeo o con la peligrosa trayectoria profesional de un ministro de Economía sin escrúpulos.
Se habla de las incertidumbres de la economía. Pues no es verdad. Pocas incertidumbres. La mayoría de los problemas que denuncian desde hace años los economistas
alternativos se cumplen con una exactitud matemática. Vicenç Navarro y Juan Torres nos avisan en su nuevo libro de la próxima batalla de los políticos y los economistas neoliberales contra el sistema estatal de pensiones. El pensamiento oficial insistirá
en el discurso catastrofista de una sociedad que se hace vieja, que no cuenta con trabajadores suficientes para sostener las pensiones y que debe suscribir cuanto antes fondos privados para asegurar el futuro.
Juan Torres y Vicenç Navarro cambian de conversación.Conviene defenderse de la especulación privada que pretende quedarse con una parte significativa del ahorro
de los trabajadores para dedicarla a su propio beneficio. En sus manos peligra el futuro. Y ese peligro podemos sentarlo en nuestra mesa para discutir con él de tú a tú. Hablar de dinero no es ya de mala educación, sino un acto de legítima defensa. Crear un lector, crear un público
Escribir literatura significa inventarse un lector. La contemplación activa de un lector
ideal supone una presencia clave en la mesa de trabajo del escritor. El hecho de lectura,
el acontecimiento literario, necesita para existir que un receptor acuda a la cita con su
propia vida y habite las palabras para celebrar, comulgar y debatir. El disentimiento es
también una forma de participación. Pero las ficciones se sienten sobre todo alegres
cuando consiguen seducir, convertir a sus lectores en piratas, niños abandonados, víctimas con deseos de venganza o amantes locos.
Se trata en cualquier caso de buscar el tesoro.
El ejercicio intelectual necesita crear lectores, pero también crear un público, un espacio
colectivo en el que sea posible la actividad de la conciencia individual y su confrontación con la realidad. Lasopiniones nacen con la voluntad de convertirse en un encuentro, en un diálogo, en cita entre seres libres, y para eso resulta imprescindible establecer un lugar y una hora. Ese es el sentido de la creación de un público.
Esta tarea de crear un público en tiempos de crisis implica un empeño decisivo. Después
de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial, Francisco Ayala y LorenzoLuzuriaga, dos exiliados republicanos, se unieron con losintelectuales
argentinos para editar en Buenos Aires la revista Realidad. Se intentó crear un ámbito
de discusión capaz de defender el pensamiento democrático en su sentido más profundo,
al margen de la deriva totalitaria de la Unión Soviética y de un capitalismo capaz de
desembocar en la bomba atómica o en el control tecnológico de las conciencias. La revistafue uno de los testimonios culturales más importante del exilio español y sigue
conservando una grave actualidad, tal vez porque el progreso no ha servido después de
casi 70 años para sacarnos de la urgencia democrática. Puede comprobarlo el lector que
leaRealidad en la edición facsímil ofrecida por Renacimiento.
En la revista apareció el famoso artículo “¿Para quién escribimos nosotros?” de
Francisco Ayala, una toma de conciencia sobre el significado de la pérdida del público
natural en la experiencia del destierro. Y Jean-Paul Sartre adelantó su pregunta “¿Qué
es literatura?”. Un Sartre anterior a la polémica con Camus y a la comprensión de las
contradicciones soviéticas de la guerra fría, el Sartre que aún no había escrito“todo anticomunista es un perro rabioso”, defiende la crítica abierta de la injusticia, venga del
bando que venga, y apuesta por la creación de un público nuevo, operación que no su-
pone otra cosa que la desmistificación del público existente: “Pero como el escritor se
dirige a la libertad de su lector, y como cada conciencia mistificada, en tanto es cómplice de la mistificación que la encadena, tiende a perseverar en su estado, no
podremos salvaguardar la literatura sino poniéndonos a la tarea de desmistificar a
nuestro público”.
Sartre comprende que la creación de una opinión pública domada, la tarea de formar
súbditos, es el empeño prioritario del poder. En ese sentido puede entenderse que el
pensamiento libre vive en el destierro no sólo cuando una dictadura lo expulsa de su
propio país, sino cuando los poderes económicos mistifican el ámbito de la información
y el debate para reducir la opinión al servicio de sus intereses. La adhesión populista al
rencor, al fatalismo, al sentido común de la avaricia económica, al sálvese quien pueda,
a las consignas de los unos y los otros, al odio ante lo extranjero, puede crear trastornos
personales, incluso úlceras de estómago, pero es una opción muy cómoda desde el punto de vista intelectual. Evita los matices, enmascara las responsabilidades.
La crisis actual del periodismo es uno de los síntomas más importantes de los peligros
que sufre el pensamiento democrático. La defensa de la información en libertad es, por
tanto, una apuesta de emergencia, un riesgo a asumir de manera personal y
colectiva. Los nuevos medios que están surgiendo dentro de este horizonte deben comprender que –en cierto modo-nacen en el destierro. Por eso su tarea principal es la
creación de lectores, la creación de un público, de una nueva naturaleza informativa.
El genio imbécil
No se trata de recibir gato por liebre. No es que uno admire a un artista y después descubra que en vez de genio es un idiota. La sensación resulta más compleja. Es posible
sentir admiración por un genio y pensar a la vez que es imbécil. Salgo deslumbrado
de la exposición retrospectiva, Todas las sugestiones poéticas y todas las posibilidades
plásticas, dedicada a Salvador Dalí por el Museo Reina Sofía y el Centre Pompidou. No
puedo dejar de pensar, sin embargo, que era un imbécil. Y creo que se trata de un sentimiento objetivo, de una extrañeza consciente de sus derechos, más que de una manía
personal.
Dalí es un artista decisivo, uno de los pintores más importantes de la cultura del siglo
XX. En cada una de sus épocas, encontramos un mundo personal y obras que imponen
por sí mismas la autoridad de la buena artesanía y de las emociones creativas fuertes.
Pero en una apuesta estética dirigida a unir el arte y la vida, las transformaciones plásticas y las pulsiones humanas más íntimas o poéticas, resulta difícil olvidar que este genio hizo mucho el idiota. Ni siquiera de adolescente, cuando me cruzaba por casualidad con la cultura oficial española de los años sesenta y setenta, me parecían respetables
sus bigotes retorcidos de imbécil, su deformada manera de pronunciar las palabras y su
vestuario de mercachifle con aspiraciones a vidente.
Luego fui interesándome por la biografía real que descansaba bajo las cortinas de sus
números de circo. El modo de comportarse con sus amigos más cercanos me pareció
propio de un canalla. Uno de sus grandes cuadros, La miel es más dulce que la sangre,
le debe el título a una anécdota de Cadaqués. La famosa Lidia, mujer muy peculiar que
deliraba de forma paranoica con Eugenio d`Ors, provocó el enfado de su hijo al sentirse
descuidado por ella. Todas las atenciones de la mujer iban dirigidas al escritor. La singular madre no tardó en poner las cosas en su sitio con una respuesta llamada a hacer historia cultural: “La miel es más dulce que la sangre”.
Para Salvador Dalí la miel fue siempre Salvador Dalí. Daba igual que recordase cosas
ciertas, medias verdades o mentiras despreciables utilizadas para reescribir su vida.
Tampoco hubo reparo a la hora de halagar al dictador que había asesinado a Federico García Lorca o de crearle problemas a Luis Buñuel, que intentaba reconstruir su
vida en EEUU, al recordar a las autoridades norteamericanas las relaciones que había
mantenido durante un breve tiempo con el comunismo. La miel era Dalí y todo lo demás estaba a su servicio.
Si me atrevo a afirmar que este endulzado Salvador Dalí era un imbécil no es sólo por
un comportamiento humano poco ético.Abundan los casos de grandes artistas que
fueron malas personas. Considero objetivo mi sentimiento sobre el genio imbécil por
un hecho que sucede en el interior de los procesos artísticos. La obra de Dalí se consolida como un esfuerzo de interpelación a su espectador. Pero hay un momento en el que
confunde o sustituye el papel de ese espectador con el mercado. Dalí es uno de los primeros artistas que comprendió y animó el desplazamiento de la cultura a la civilización
del espectáculo, a la celebración del negocio mediático, y asumió sin escrúpulos esa
plusvalía de imbecilidad exigida por el capitalismo. De ahí sus bigotes, sus túnicas, sus
collares y sus declaraciones de imbécil.
Uno de los más grandes pintores contemporáneos fue el adelantado de un mundo volátil. Abrió las puertas a una cultura triunfante del usar y tirar, a una fugaz vigencia
especulativa en la que pueden hacer su carrera pintores que no saben pintar, escultores
que no saben esculpir, escritores que no saben escribir o músicos incapaces de ordenar
una partitura. ¿Qué necesito decir de Dalí? Lo que ya he dicho. ¿Pero qué necesito sentir? El amor al
arte tiene su honradez. Por el pintor Dalí no puedo sentir más que admiración, aunque su figura me resulte antipática. La misma falta de honradez ante el arte que Dalí
protagonizó al convertirse en un imbécil, la sufriríamos nosotros si –por juicios políticos o humanos- negásemos la admiración que merece una parte decisiva de su obra.
Feria del Libro de Madrid
No recuerdo la primera vez que vi el mar. Recuerdo la primera vez que mi padre me
leyó “La canción del pirata” de Espronceda. ¿Qué significa esta ordenación de la memoria? No se trata de que la literatura sea para mí más importante que la vida. Sólo ocurre que la literatura forma una parte decisiva de mi vida, o que la literatura es vida,
pura vida, como la mirada infantil del mar, como la decisión de sentarse al lado de un
hijo para contarle un cuento o recitarle un poema.
Veo a mi padre con Las mil mejores poesías de la lengua castellana en la mano, oigo el
rumor del viento, el mar cortado por la proa de un velero bergantín, y pienso en la hija
que escucha mi cuento. Parece como si la literatura me hubiese enseñado quela vida es
un relato, que estamos suspendidos en un argumento en el que los desenlaces vienen
del pasado. Es una forma de comprender que somos responsables de los nudos que
hay entre los planteamientos y los desenlaces, responsables de los nudos por deshacer
y por hacer en el presente.
Mi padre leía con voz teatral, ronca, lenta… No como si estuviese hablando en otro
idioma, pero sí como el habitante de un tiempo distinto, de un ámbito imaginado en
común para los acontecimientos particulares. El niño puede ver y oír, ahí están, un barco pirata que se llama el Temido, la lona de las velas que gimen, un capitán orgulloso
de su libertad y la espuma de una canción tan rápida como el viento: Y si caigo, ¿qué
es la vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo como un bravo sacudí. Mi
padre -ahora lo comprendo-, creaba efectos al leer. Se ponían en situación para que yo
entrase en la historia.
La lectura nos enseña a ponernos en el lugar del otro, pero no deja al otro sin lugar. El
hecho literario crea un mundo compartido. Espronceda, liberal de conspiraciones y
trincheras decimonónicas, se puso en la piel de un pirata para que los lectores habitáramos su rebeldía. El personaje es una plaza pública, un lugar de encuentro, el espejo que
acaba por desnudar nuestros propios deseos de libertad. Hermosa libertad enlazada y
compartida en la que nos descubrimos a nosotros mismos cuando somos capaces de
ponernos en el lugar del otro.
Espronceda, romántico exaltado, se pone en la identidad de un pirata que lucha contra
las leyes injustas y la rapiña legalizada de los ingleses. Mi padre se coloca en el lugar
del pirata, lee su canción con voz ronca y crea efectos para seducirme. O para ponerse
en mi lugar. Y yo me pongo en el lugar de mi padre, que me lleva hasta el lugar de un
pirata que me empuja a su vez hasta el lugar de Espronceda. El poeta me espera en sus
versospara descubrirme al final de la navegación mi propio rostro, mi rebeldía. Ahora
vuelve a aparecer la memoria. Me veo en el atardecer de un día de los años 60, después
de pasar las horas con los gamberros en las alamedas del río Genil, llegando fuera de
tiempo a casa y sin haber hecho los deberes. Seguro que mi padre va a regañarme, pero
yo repito: ¿Qué es la vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo como el
bravo sacudí.
¿Al final de la navegación? Los viajes humanos nunca acaban, son el patrimonio de una
comunidad. El relato construye los vínculos. Se suma a la memoria el poema que un
día escuchó mi hija a través de la voz ronca de su padre. Pienso en ella, la imagino convertida en madre. Mi nieto escucha un poema en su voz. No conozco una metáfora más exacta del contrato social moderno.La lectura: un ejercicio que te descubre a ti mismo, pero cuando llegas a ponerte en el lugar del otro. Un
ejercicio que te enseña a ponerte en el lugar del otro, pero que no deja al otro sin lugar.
Bajo el aire de la modernidad se inauguran a lo largo del año muchas ferias dedicadas a
la tecnología de última hora, a los instrumentos más sofisticados, a las herramientas más
innovadoras. Ninguna es más moderna que la 72 Feria del Libro que se acaba de
inaugurar en Madrid. La emancipación y la lectura
Vuelvo al asunto de mi último Verso libre. Insisto en el poder simbólico de los libros,
la lectura, el pacto entre el autor y el lector, el significado ético de habitar en un relato,
en la palabra todavía, en un futuro abierto que nos viene desde el ayer. Hoy es siempre
todavía, escribió Antonio Machado.
¿Ayer? ¿Qué dimensión le damos al tiempo? La historia se ha instalado en el tiempo
del riesgo, en ese vértigo que es el juego de la especulación. El olvido trabaja en los
pliegues de la prisa. Una memoria borrada suprime muchas responsabilidades. Lo que
ocurrió hace un año, cinco meses, tres días, pertenece a un pasado remoto. El Fondo
Monetario Internacional otorga a la cultura milenaria griega muy pocos días para tomar
decisiones y provoca el error. ¿A favor de quién? Del tiempo del riesgo, de la especulación que lo devora todo, incluso las palabras ahora y presente que alcanzan prestigio a
costa de debilitarse y perder territorio para su significación. Ya no alcanzan a contener
más que unos segundos precarios. Disuelven su historia en un plis-plas.
Como el tiempo de la lectura es distinto, me atrevo a aconsejar para esta Feria del Libro
una novedad de hace cinco años. Se trata de un libro de Edward W. Said, el filólogo
norteamericano de origen palestino:
Humanismo y crítica literaria. La responsabilidad pública de escritores e
intelectuales (Debate, Madrid, 2008). Propongo una meditación sobre esta frase: “La
realidad de la lectura es, ante todo, un acto de emancipación e ilustración humana,
quizá modesto, pero que transforma y realza nuestro conocimiento en aras de algo
diferente del reduccionismo, el cinismo o el estéril mantenerse al margen” (pág. 91).
Reduccionismo, cinismo y marginalidad, tres palabras que definen nuestro presente.
Pensar en la lectura como una alternativa supone, en efecto, un acto de emancipación.
Devolverle al tiempo un ritmo humano, que no pare el reloj, pero que tampoco disuelva
el pulso de la sangre y de la realidad en el vértigo de la especulación, supone tomar distancia ante las formas actuales de relación con la economía, el pasado, el futuro, la política, los valores jubilados y los continuos descubrimientos del mar Mediterráneo. El pensamiento reduccionista, sin matices, en blanco y negro, se acomoda al ritmo de
los titulares, a la noticia prefabricada para el consumo fácil. Los dogmas son la prisa de
las ideas, dividen el mundo en el sí y el no, en el bueno y el malo.Todo lo convierten en
una caricatura sin preguntas, la escenificación de una libertad sin consistencia en la que
es mucho más fácil el decir que el pensar. La dinámica invita a decir lo que no hemos
pensado antes que a pensar lo que vamos a decir. Hay incluso quien opina que ser libre
significa hablar mucho sin tener opiniones propias.
Por eso cobra tanto prestigio el cinismo en un presente de plis-plas. Todo es
relativo, nada tiene importancia, nada nos va a engañar, la inconsistencia de cualquier
idea permite que nos riamos mucho mientras se quedan las cosas como están. Es una
traición al humor que siempre tuvo la capacidad de provocar la sonrisa, la risa o la carcajada para poner las cosas del revés. El poder ha aprendido la lección del cinismo.
Más que argumentar hoy sus iglesias, sus dogmas, la legitimidad de sus injusticias, prefiere ridiculizar las alternativas, las ilusiones que pueden llegar a compartirse, el crédito
de un relato diferente. El ventilador del cinismo lo ensucia todo e impone la fatalidad de
la corrupción común. Mejor no aspirar a nada, quedarse al margen.
Es estéril mantenerse al margen. Una versión más delindividualismo posesivo, una
nueva sacralización del egoísmo como perspectiva única para fundar la subjetividad. La
palabra libertad pierde la dimensión social de su diálogo con la vida y se encierra en la
ley del más fuerte. ¿Contrato social? No gracias. Pacto de lectura, ya tampoco. Mejor
una prisa que nos convierta en tierra, polvo, humo, sombra, nada.
Contra este vértigo, la lectura es, según el maestro Edward W. Said, un modesto ejercicio de emancipación e ilustración.
Pena de muerte
Los asuntos que se han debatido esta semana en el V Congreso Social contra la Pena
de Muerte vuelven a situarnos ante uno de los puntos más oscuros de la civilización.
Sentimientos, razones y brotes de indignación se mezclan en un vértigo paradójico. La
existencia de crímenes legales, como calificó Víctor Hugo a las ejecuciones en nombre
del Estado, no sólo conmueve la conciencia, sino que cuestionan las raíces más profundas del contrato social. Encontrar argumentos para ajusticiar a uno de los firmantes
de ese contrato supone, más que un castigo individual, el reconocimiento de un fracaso
colectivo. La sociedad se deslegitima cuando confunde su autoridad con la muerte.
Víctor Hugo escribió muchas páginas contra la pena de muerte. Utilizaba los argumentos de la razón y del sentimiento. Llegó incluso a entender la literatura como un
modo de acercar la protesta a los domicilios particulares. Las estrategias del poeta
siempre han tenido que ver con el escrache. En el prefacio a El último día de un condenado, puso especial atención a la hora de describir algunas ejecuciones. Pobres desgraciados que no acababan de morir, errores de verdugos, guillotinas fracasadas, víctimas sangrantes que sostenían con sus propias manos las cabezas medio cortadas… La
intención de Víctor Hugo estaba clara: “Conviene citar aquí dos o tres ejemplos de lo
que ciertas ejecuciones han tenido de espantoso y de impías. Hay que provocarles un
ataque de nervios a las esposas de los procuradores del rey. Porque una mujer es, en
cierto modo, una conciencia”.
La realidad imita al arte. Podemos imaginar los nervios y la confusión interior de una
reina casada con un rey adúltero cuando ve sus magníficas relaciones con Arabia Saudí, país que contempla el adulterio como un delito a castigar con la pena de muerte. Paradojas de la vida, puntos ciegos de la sociedad.
682 personas fueron ejecutadas en 2012. China, Irán, Irak, Arabia Saudí, Yemen y Estados Unidos son los países que aplican con mayor vocación el crimen legalizado. Es
difícil mantener la calma ante la cuenta atrás que vive una persona a la que le fijan su
hora, le cortan el pelo, le atan las manos y la conducen a un patíbulo. Es difícil soportar
que en el mundo se condenen adeficientes mentales, a muchachas de 9 años por no
respetar la ley de Dios, a niños que confesaron un crimen obligados por la tortura,
a hombres y mujeres que no disponían de dinero para un buen abogado en el país que
confunde la justicia y el dólar. Punto ciego, fractura en la que la civilización descubre su
cercanía con la barbarie, la venganza y el miedo. Puntos ciegos. China es una máquina de matar. Resulta paradójico que un país llamado comunista tome decisiones sobre los individuos sin respetar su dimensión social. Los
seres humanos no son unidades independientes a la hora de vivir, educarse o recibir un
castigo. Como denunció Víctor Hugo, la pena de muerte recae también sobre la madre, el padre, la pareja o los hijos del condenado. Paradoja se da también en los países liberales que exaltan la individualidad como ley única de la economía, la educación
y la política para acabar aceptando que el individuo es tan peligroso que en ocasiones ni
siquiera una cárcel sirve para asegurar la convivencia.
Una de las ventajas de la lectura, de la educación literaria, es que nos ejercita en el descubrimiento de los puntos ciegos del pensamiento. Mi admiración por El pirata de Esproceda, su canto extremo de rebeldía contra los reyes de Inglaterra, Francia y España,
esconde la contradicción romántica de buscar una alternativa social a través de un solitario, un pirata, una exaltación de los márgenes. Por ese camino se llega a la incoherencia. Espronceda, que escribió también poemas de denuncia contra la pena de muerte,
acaba permitiéndole a su pirata la venganza y la horca: “Yo me río, /no me abandone la
suerte/ / y al mismo que me condena/ yo colgaré de una entena, / quizá en su propio navío”.
A favor y en contra, se discute sobre la pena de muerte con las perspectivas de la
razón y el sentimiento. Pero el mayor punto ciego de la cultura moderna ha sido la tentación de separar razones y sentimientos. Ningún fin justifica los medios, ningún medio
tiene sentido sin un fin. La razón sin valores sentimentales puede conducir al exterminio
científico y legal de un campo de concentración. Los sentimientos sin razones pueden
llevar al ojo por ojo, es decir, a un mundo ciego. Pobre Biblia. España, con la pata quebrada
Voy a los cines Golem. En medio de la selva de lossuperhéroes y de los tecnodramas
comerciales de la ciudad, busco aquí el documental de Diego Galán titulado Con la pata
quebrada. Participo durante hora y media en una navegación a través de la Historia de
España del siglo XX. No sé qué medios tendrán los españoles del futuro para comprender la educación sentimental de su país. El cine me ayuda ahora a entender de forma
directa, casi envuelto en las situaciones, el modo en el que nuestra nación organizaba su
vida cotidiana, los códigos que han definido la condición femenina y el papel que debían representar las mujeres.
Con la actual agonía del cine nacional, con la falta de apoyo y de inversiones, la nación española asume su falta de proyección. ¿Qué verán nuestros nietos cuando intenten
conocernos? Hombres, mujeres o extraterrestres venidos de otros mundos. Si un experto
en metáforas se decide mañana a analizar sus vuelos y sus abismos, quizá llegue al estado último de nuestra conciencia. Pero será cosa de ingeniería intelectual, de arqueología teórica. La gente no nos verá enamorarnos, discutir, decir disparates, hacer el ridículo, guardar ilusiones en nuestros ojos, crear relatos, quedarnos viejos. En fin, la historia cambia y se convierte en una borradura al servicio del olvido. Y el olvido en una
forma drástica de falsificación.
Gracias a la sabiduría de Diego Galán, a través de la historia recordada del cine y de las
mujeres, me acerco a la monarquía de Alfonso XIII, la II República, la guerra civil y la
posguerra. Es bueno saber, saberse, aunque esta pretensión parezca también condenada
al olvido. Me emociona la normalidad de España en el primer tercio del siglo XX, esa
normalidad que culminó el 14 de abril de 1931, y me provoca desazón y tristeza la
anormalidad posterior. Más que las imágenes duras de la guerra o la exaltación imperial
del franquismo, me indigna la zafiedad con la que salimos de su largo túnel en 1975.
Las películas del destape, las duchas, los desnudos horteras exigidos por el papel, la
cara imbécil de los españoles salidos y descompuestos, son las mejores imágenes de esa
herencia final de degradación que nos dejó la dictadura y que ilumina una parte –la
peor- de la Transición. Nos alejábamos de un sistema represivo, pero devastados y sin
poder crear una dignidad pública de respeto al bien común.
Por eso recuerdo el último libro del historiador Julián Casanova, España partida en
dos. Breve historia de la guerra civil española (Crítica, 2013). Desde el mismo comienzo intenta aclarar una perspectiva: “En los primeros meses de 1936, la sociedad española estaba muy fragmentada, con la convivencia bastante deteriorada, y como pasaba en
todos los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran Bretaña, el rechazo
de la democracia liberal a favor del autoritarismo avanzaba a pasos agigantados”. Es importante destacar eso de “y como pasaba en el resto de los países europeos”. Por-
que España no fue una anomalía en los años 30. La amenaza de los totalitarismos, las
dudas sobre la democracia liberal, la violencia de los conflictos sociales y las guerras
caracterizaron a toda Europa. La anomalía empezó a raíz de la victoria del franquismo
y su impunidad posterior. Losgolpistas militares animaron mucho la versión sangrienta
de España. Si somos un ruedo, una fiesta taurina, se justifica entrar a matar en un
principio para después decir que era necesario imponer el orden y la paz. Esa versión
franquista de la rara afición española por la sangre, fue heredada a su modo por los padres de la Transición para justificar las equidistancias, los pactos, las renuncias y la
impunidad de los verdugos. España no fue rara por imaginar una república y expulsar a un rey. La anomalía española empezó cuando unos militares dieron un golpe de Estado, pidieron ayuda a Hitler y
Mussolini, provocaron una matanza, las democracias europeas cerraron los ojos y se
impuso una victoria criminal durante casi 40 años. La anomalía continuó cuando la
Transición firmó el olvido, falsificó la historia y aceptó convertir la democracia en una
herencia del franquismo.
España no es un país raro por tener corruptos, sino porque los corruptos no dimiten,
no conocen el pudor democrático y siguen ocupando un papel principal en el Gobierno.
España no es un país raro por tener bancos avariciosos, sino por la impunidad y la prepotencia de unas instituciones financieras propias de una dictadura o una monarquía bananera. España no es un país raro por haber sufrido una dictadura, sino por falsificar la
historia para equiparar a los golpistas con los defensores de la democracia y por desamparar a sus víctimas con una ley de punto final.
No es extraño que la Iglesia y el pensamiento reaccionariosigan aquí, en esta democracia de raíces secas, entorpeciendo cualquier política que intente facilitar la igualdad
de género y las reivindicaciones feministas. Vivimos en una nación con la pata quebrada. ¿Una movida? Una Removida
Voy al Teatro Alfil. Las calles de Malasaña están llenas de gente. Parece como si un nuevo tipo de
movida estuviese buscando su cultura y su conversación en los bares. Mientras las inversiones oficiales desaparecen, mientras el Estado abandona las bibliotecas, la música, el cine y el teatro,surgen
las alternativas de un tejido social agitado que quiere discutir, hablar de política, buscar responsables de lo que está pasando. Y la gente utiliza los libros, la música, el cine y el teatro.
Se percibe una nueva movida, una Removida. Con características diferentes, desde luego. La política ocupa hoy un lugar destacado a la hora de crear una cultura alternativa,
el oxígeno que hace respirable una España real frente a la atmósfera turbia, fosilizada y
mentirosa de la España oficial. En la movida de los 80, la gente necesitó cambiar las
costumbres de la nación, romper con el sentimiento de culpa y café con galletas que había impuesto el franquismo, y dejó la política en manos de unos profesionales que se
encerraron en el Parlamento con sus ambiciones, sus renuncias y sus pactos. Ahora la
calle necesita recuperar la política, negarse al silencio, volver a decir, reconocer en
el pasado los errores que prepararon el camino a un presente imperfecto, cada vez más
desequilibrado y más miserable. Hay una cola larga en la calle del Pez. En el Teatro Alfil se despide hasta la próxima
temporada el Autorretrato de un joven capitalista español que ha escrito, dirigido y representado Alberto San Juan. La sala repleta forma parte del espectáculo porque la gente representa con sus ganas de oír, de reír, de pensar y de aplaudir el abismo abierto entre la vida cotidiana y la España oficial. Ya no basta con quedarse en los síntomas.
Todo huele a final de ciclo. Ahí están los tesoreros y los empresarios en la cárcel, ahí
están los silencios y las mentiras ridículas de las autoridades, ahí la desvergüenza de los
partidos mayoritarios y de los medios de comunicación que trabajan al servicio de los
bancos, ahí los escándalos de la Casa Real y de una Europa construida como proyecto
de especulación y desmantelamiento de los servicios públicos. Ahí está todo eso, pero la
gente quiere convertirlo en conversación, analizar el pasado, buscar las causas y saberse
fuera de ese mundo, ajena de un modo sentimental a una parte ya podrida de la historia
de España.
Y eso es lo que ofrece al público el monólogo de Alberto San Juan. Con su enorme poder de actor, desata y sostiene una crítica apasionada contra la Transición al entenderla,
detrás de toda su retórica, como una estrategia para perpetuar los privilegios de las
élites económicas del franquismo. La obra empieza con la autocrítica. Es el modo de
fijar la responsabilidad no en un Gobierno concreto –y éste que tenemos da mucho pie a
la indignación o la risa–, sino en una dinámica generalizada de dinero fácil, consumo,
entretenimiento hueco y cinismo. Hasta las buenas intenciones forman parte de la farsa
cuando queremos cambiar el mundo y pagamos la cuenta con tarjetas de crédito de bancos que especulan con alimentos y matan a la gente.
¿Cuándo empezó todo? Esa es la pregunta que se hace Alberto San Juan antes de contar
su vida. Porque pensar en la historia es contarnos nuestra propia vida, algo que tendemos a olvidar. En el escenario vemos a un hombre que toma conciencia de las mentiras.
El periódico que ha leído en el desayuno durante años estaba al servicio de la mentira.
Las cosas que le contaron de niño eran mentiras para sellar el silencio de las víctimas y
convertir en padres de la patria a los verdugos. La España de Felipe González protagonizó un proceso de reconversión ordenado en el que unas siglas históricas se pusieron
al servicio de las privatizaciones y del capitalismo más impúdico. Esa fue la modernidad propuesta: la privatización de la política, la falsificación del socialismo. No era la
paz, ni la reconciliación, sino la renovación de un sistema controlado por las mismas
instituciones financieras.
Alberto San Juan acaba su monólogo con una mirada a la calle. ¿Será posible aprovechar esta vez la crisis para transformar la realidad? Muchas fuerzas políticas entienden
su renovación como una simple cuestión de edad, ese cambio generacional que facilita
la perpetuación del sistema. Pero detrás de cada puerta está la calle, una calle removida,
gente que quiere hablar de política y llenar los teatros. Ríe, aplaude, participa y exige
valentía. Ser cobarde es una forma de tomar partido. El tradicionalismo mentiroso
Cultivo el derecho de admirar y de sentirme confiado. El respeto al otro genera confianza, un sentimiento indispensable que vive horas muy bajas. Conviene ejercitarse más
que nunca en el arte de elegir bien aquello que merece ser admirado.Aquello que
nos defiende de la parálisis, del cinismo, de la humillación ante la injusticia, de la incapacidad de compadecer, de la falta de amor, de la fatalidad. Leo Fama y soledad de Picasso (Alfaguara, 2013), un ensayo memorable de John Berger. El paso de los años no
le ha restado su capacidad de interpelación, su fuerza a la hora de invitarnos a meditar
sobre el arte, el destino de los artistas, los conflictos sociales y las relaciones entre la
historia y la creación estética.
Los ojos tienen tiempo, pertenecen a un tiempo. Los ojos de Picasso, los ojos de John
Berger, los ojos del espectador o del lector. Una de las lecciones insistentes de Berger
como escritor y crítico de arte responde a la necesidad de destacar el valor de la
mirada. Somos mirada y, por lo tanto, conviene aprender a mirar. Conviene, además, tomar conciencia de que la historia se encarna en nuestra mirada.
El presente en conflicto de España hace que mi mirada atienda sobre todo a las consideraciones de Berger sobre el país en el que Picasso nació y vivió su adolescencia. Antes
de analizar los efectos de la estética cubista, que sacaron al pintor de sí mismo, Berger
valora las diferencias entre una España feudal y una Europa capitalista. Uno tiene la tentación de pensar que las cosas han cambiado poco. Escribe Berger al analizar los primeros años del siglo XX: “Una de las dificultades para escribir sobre España es que
hay varias Españas. En términos económicos y sociales el país no está aún unificado”. Y cuando habla de las relaciones ideológicas con Europa, opina lo siguiente: “Su
posición geográfica y el hecho de formar parte de la cristiandad tienden a engañarnos.
Sería más cierto decir que España representa una cristiandad a la cual ya no pertenece
ningún país, desde las Cruzadas”.
La tentación de decir que seguimos hundidos en la misma maldición es fuerte. Ahí están
los problemas de articulación del Estado, ahí están el Concordato con la Iglesia Católica, la soberbia ideológica de los obispos y los representantes políticos que se arrodillan al opinar sobre la educación o la interrupción voluntaria del embarazo. Pero
aprender a mirar significa darle importancia a los matices. Y el tradicionalismo mentiroso español está hoy muy matizado.
Más allá de la dependencia sentimental de una tierra y más allá del derecho –democráticamente respetable- a la autodeterminación de los pueblos, hay un matiz que no debe
olvidarse. No se trata ahora de falta de unificación, sino de una protesta clasista ante los
logros de lo ya unificado. Unificar supone compartir ventajas y problemas. Afirmar
que la crisis es asunto de Madrid o del derroche público supone enmascarar las
responsabilidades propias de una política reaccionaria. La falta de unificación en
esta circunstancia es una estrategia para desentenderse de los de abajo y no poner en
cuestión los privilegios económicos de las élites. La distinción en el lugar geográfico de
nacimiento sirve para ocultar otra pregunta: ¿en qué clase hemos nacido?
También conviene matizar hoy el catolicismo español. La iglesia tiene fuerza como factor de poder, pero la religiosidad católica ha desaparecido de la conciencia de los españoles. Eso explica las dudas del Gobierno con respecto al aborto. La Iglesia presiona,
pero el electorado del PP está formado en buena medida por padres que temen un nieto
no deseado y por jóvenes acostumbrados a consumir sin escrúpulos ni respeto, incluso
el sexo, y que son incapaces de ponerse un preservativo antes de buscar un placer sin
alma. ¿Cómo compaginar la Iglesia con el electorado? El respeto a la religión católica
es una mentira más de nuestro tradicionalismo.
John Berger, enemistado desde hace años con el frío deshumanizado de la modernidad
capitalista, advierte que nuestro retraso industrial tuvo también sus ventajas: “España no
había pagado el precio del progreso que hubieron de pagar Francia e Inglaterra”. Nuestra historia reciente ha matizado este consuelo. El tradicionalismo español ha perdido
sus restos de existencia comunal y las dependencias sentimentales propias de una
sociedad preindustrial. De ahí su enorme mentira, porque defiende la tradición, pero
con la cabeza fría y el alma solitaria de un economista protestante. Sólo hay algo inalterable desde Fernando VII en la historia de España. Escribe Berger: “la clase dirigente
española no había creado nada, no había establecido nada, no había descubierto nada
que fuera provechoso”. Aunque quizá también aquí convenga matizar un poco. De forma dudosa y modesta, algo descubrió en los últimos 30 años y ahora se ha precipitado a
liquidarlo de manera compulsiva.
El mundo no es previsible
Oigo Con derecho a…, el disco de María Rozalén. Siento la alegría de la sorpresa y la
creación. Siento que el mundo no es previsible.
Después del gran fracaso de los sacerdotes de la economía, se ha vuelto a poner de
moda la convicción de la ignorancia. Sólo sabemos que no sabemos nada. Da gusto
repetirlo para explicar una crisis que se agrava, unas medidas que no sirven, unos diagnósticos equivocados y un futuro incierto pese a la solemnidad y la prepotencia de los
tecnócratas. Todas las profecías que se apoderan de los debates salen mal, todo empeora, de poco sirve el consejo de los expertos.
Pero la ignorancia y las incertidumbres de la sabiduría oficial son una trampa. Claro
que se saben las cosas. La apariencia del no saber intenta camuflar un discurso escrito y
calculado al servicio de los poderes reinantes. García Lorca resumió bien la certeza de
las nubes provocadas por el imperio: aquí pasó lo de siempre, han muerto cuatro romanos y cinco cartagineses. Lo decisivo en esta lógica poética no es la exactitud de los
números, sino la realidad de la diferencia. Puede que no se establezcan con precisión los
daños del conflicto. Pero se sabe quién gana en la rutina del desorden. Así que se
llama ignorancia a la desregulación, a la ley del más fuerte.
Si me atrevo a decir que el mundo no es previsible es porque existe la creación, la capacidad de reinventar los asuntos de siempre. El arte como respuesta al poder, como rebeldía ante las palabras rutinarias del más fuerte, como la interferencia de las razones
poéticas y los sentimientos en las ondas dominantes. Si las ondas son perturbaciones, el
arte que interfiere puede restablecer por unos minutos la verdad.
Los cantautores forman una parte clave en la educación sentimental de mi generación.
La libertad tiene para mí poco de anuncio televisivo. No me identifico con la mujer
medio desnuda que galopa en un caballo blanco a la orilla del mar, ni con el coche
último modelo que recorre el mundo. La libertad es para mí una voz, una guitarra y la
necesidad de decir las cosas, de contar las cosas, de cantar. La atención a los cantautores
es un buen recurso para los cartagineses que nos esforzamos en dudar de las dudas del
poder, en alejarnos de las invitaciones a su falsa ignorancia. Los cantautores ofrecen una
forma de sabiduría sentimental que pone los pies en el suelo y el corazón en el horizonte.
Oigo el primer disco de María Rozalén, una joven de 26 años, y me emociono. Alguien
-que sabe más que yo- me dice que está de moda y decido contribuir a esta moda. Se
trata de una personalidad llena de matices, de una voz que convoca la guitarra del
cantautor, el quiebro jondo, el vértigo del rock, la copla, el chotis y los golpes nocturnos y festivos del cabaret. Se trata de una voz con historia, con historias de amor.
Rozalén habla del querer, del por qué te quiero, de ese saber que me dijo que tú
eras para mí, de mujeres que son hadas y van todos los días a trabajar, de la magia
que es inmortal y existe en un autobús o un supermercado.Habla del amor en los
tiempos del sida, de una alegría en común que es más importante que la sangre. Rozalén
utiliza con atención los plurales, pone especial cuidado en el compromiso del número
dos. Por eso se atreve a dar consejos sobre la seducción, reconoce la cal y la arena.
Como lo dulce empalaga y la sal seca, propone buscar con el otro y en el otro una buena
combinación.
Estamos en el verano del 2013. Necesitamos responder a la oligarquía financiera que
destruye los últimos sueños de la democracia. No dejemos de discutir, hablemos de
política y economía. Pero midamos nuestras fuerzas. No olvidemos la música, la poesía, el cine… Necesitamos cultivar la raíz de nuestra insumisión. Yo aconsejo sumarse a
la moda de María Rozalén. La autoridad del mal
Leo En la orilla (Anagrama, 2013), la última novela de Rafael Chirbes. La imagen de
un pantano en el que la naturaleza se resuelve en fango, podredumbre y corrupción,
me hace pensar en la autoridad del mal, en el absolutismo del mal.
Rafael Chirbes es uno de los novelistas más importantes y convincentes de la literatura
española contemporánea. Obras como La buena letra (1992) o
como Crematorio (2007), hacen que la narración entre y salga de la historia colectiva,
de la intimidad de los personajes, de la conciencia del lector, para trazar el examen minucioso de un país amargo que perdió una guerra, soportó la insolencia de los vencedores, empezó a soñar de nuevo y vio cómo los sueños se corrompían por culpa de la
avaricia y la frivolidad. El compromiso de la esperanza dio paso al tiempo de la deslealtad. El monólogo y la tercera persona, lo que agita por dentro a los personajes y lo que se ve
en las calles, en los hoteles, en los restaurantes, en los periódicos, en los cuerpos, sirven
para desvelar los entresijos comunicantes entre el pasado y la actualidad. Para ejemplificar el significado venenoso del éxito, la ambición que ha devorado la vida española,
nada mejor que el viaje del joven revolucionario, ya sea en una organización comunista
o en la parroquia de los ideales cristianos, que se acomoda después a la política
pragmática del PSOE para acabar navegando en el lujo, la falta de escrúpulos y la
corrupción inmobiliaria.
Por mucho que el Vaticano ponga ahora en duda su existencia, no es imaginable un
mundo sin demonios. El preferido de Rafael Chirbes es Felipe González. El mío
también.
La narración de En la orilla da un paso más, como la historia de España. Ya no cuenta el
paso de la dignidad al lujo y a la corrupción, sino las consecuencias finales del proceso.
El padre del protagonista, viejo militante que perdió la guerra y quiso mantener sus
ideales, entró en la amargura al sentirse extraño, habitante de otro planeta, en medio de
un festín que le resultaba ajeno. El protagonista se ratifica en la amargura heredada al
comprobar que su ambición, su participación en el festín, desemboca en la quiebra del
negocio familiar. Ahí está la crisis, es decir, ahí están las tentaciones especulativas, la
falta de escrúpulos a la hora de explotar a los demás y el deseo del enriquecimiento fácil
que desembocan en el paro, los desahucios y la miseria.
Pese al título, Rafael Chirbes intenta no actuar de moralista, no se queda en la orilla, se mete dentro de la descomposición pantanosa. Hace un diagnóstico. Y su
diagnóstico no deja ningún hueco para escapar a la desolación: “la seguridad de que no
hay ser humano que no merezca ser tratado como culpable”, confiesa el protagonista.
Eva le echó mano a la serpiente creyendo que era un collar de esmeraldas.
Desde este punto de vista hay poco espacio para los buenos recuerdos. Todo se analiza
desde la perspectiva de la degradación. El cuerpo es enfermedad y agonía, el sexo una
llamada a la suciedad, la amistad un vertedero, el amor una máscara de esa suciedad
mezclada con intereses económicos, el pasado un cementerio de banderas muertas y
el futuro una intuición de miserias, nuevas traiciones y mezquindades.
Confieso mi admiración por Rafael Chirbes. Confieso que comparto su demonio principal. Confieso que no estoy de acuerdo con el diagnóstico que ofrece En la orilla. ¿Se
trata sólo de la experiencia concreta del personaje? Es inevitable que las experiencias
personales adquieran en una narración el tono de una filosofía general. La lucha por la
vida que se convierte en el absolutismo del mal nos devuelve al pecado original, al
todos somos culpables, al no existe espacio ni para la bondad concreta ni para una ilusión colectiva.
Las novelas de Rafael Chirbes me han servido en muchas ocasiones para defenderme de
una realidad hostil. Ahora es la realidad hostil la que me defiende del absolutismo del
mal que domina la última novela de Chirbes. Con una oligarquía financiera y un Partido Popular empeñados en convencernos de que las víctimas son los culpables, yo
no puedo asumir el absolutismo del mal o la democratización del pecado. La crisis no se
debe a que la gente haya vivido por encima de sus posibilidades. Cada cual tiene su debilidad, pero la responsabilidad de esta dañina filosofía de vida tiene rostros políticos y
económicos muy concretos. La generalización del mal supone la absolución de los culpables. Convine vigilar los laberintos del nihilismo, porque suelen conducirnos a la
complicidad con el enemigo.
Y, además, estoy enamorado. Y, además, la vida me sigue proporcionando placeres
nobles. Uno de ellos es la lectura de los libros de Rafael Chirbes.
La confianza
Voy al teatro Infanta Isabel para ver una obra clásica y un éxito de crítica y público de la
posguerra española, Maribel y la extraña familia de Miguel Mihura. La destreza y la
carpintería teatral del autor llegan desde los años 50 a las manos de Gerardo Vera. El
director impone una sabiduría actual de ritmos, imágenes, efectos y personajes bien perfilados. La comedia levanta los aplausos y las risas del público de manera entregada y
reúne sobre el escenario la experiencia de dos históricas, Alicia Hermida y Sonsoles
Benedicto –que están para comérselas-, con un reparto eficaz y bien equilibrado. Lucía
Quintana es la perfecta Maribel y Markos Marín el perfecto Marcelino. Buen teatro en
una tarde de verano.
Se trata de un espectáculo entretenido. Es posible que, pasados 50 años, casi nadie comprenda el matiz histórico que supone en el 2013 ver un espectáculo entretenido y comercial, hecho con dignidad e inteligencia, en medio de una rutina que ha confundido el
tiempo de ocio con la basura, la zafiedad, los programas de cotilleos y la pesadilla del
reality show. Tampoco es fácil que el público de hoy alcance a entender la paradoja que
supuso Maribel y la extraña familia en 1959. Con un argumento protagonizado por una
puta, equiparada con las esposas buenas y los ángeles del hogar, Mihura consiguió el
Premio Nacional de Teatro y el éxito en una España dominada por el nacionalcatolicismo. Por arte de magia, la obra superó el discurso clerical y las convenciones del
púlpito que invadían las costumbres familiares, la prensa, los colegios y los consejos de
ministros. No es que Mihura fuese un revolucionario. No pensaba, desde luego, que la España
franquista pareciera una casa de putas. Fue en realidad un adicto más al Régimen,
pero en vez de escribir panfletos quiso escaparse de la realidad a través de un humor que evitase el conflicto. Porque la carpintería de Mihura procuró evitar o superar
el conflicto en sus aspectos más serios. Si habla de la bondad, no es para distinguir entre
buenos y malos. Prefirió llevar las distinciones al terreno de los ingenuos y de las sospechas. La risa humana de los malos entendidos sirvió para que él y su público encontrasen una salida. Por arte de magia, evitaban el conflicto entre el poder y sus víctimas.
Mihura propone ideas, pero tiene el cuidado de dejarlas abiertas para que nadie se sienta
obligado a asumir responsabilidades. En Maribel y la extraña familia se pone casi sartreano al decirnos que nuestro ser depende de la mirada del otro. Dejamos de ser putas
si el otro no nos ve como putas. Nos habla también de la tristeza de una sociedad en la
que confiar en los demás se confunde con un acto de buenismo estúpido. Luego el argumento evita problemas. No sólo porque acabe en boda, sino porque los partidarios de
la tradición y la desconfianza pueden sentirse buenos por dos horas sin obligarse a dudar de sus ideas. Las modernidades y la tolerancia dan gato por liebre. Todo depende de
la perspectiva, del modo de mirar las cosas. El teatro de Mihura se basó en estas paradojas que lo hicieron anticonvencional en una España llena de convenciones, pero poco
molesto en una España muy dada a molestarse.
Creo que Gerardo Vera sí piensa que la España de hoy es una casa de putas. Después de
su paso por el Centro Dramático Nacional y de su apuesta rigurosa por un repertorio
serio y despiadado, llama la atención que comience la nueva aventura de la empresa teatral Grey Garden con una comedia de Mihura. A mí me parece un acto de inteligencia y
de retranca. En la España de la zafiedad mediática, un entretenimiento respetable y no
degradante. En la España que regresa al franquismo, el recuerdo de su cultura más digna
y menos clerical. En la España oficial que intenta hundir el teatro con un IVA insoportable, una apuesta de puro teatro que permita resistir el huracán de las demandas comerciales. Y, finalmente, la conciencia de que el teatro sólo recupera su autoridad cuando
consigue conectar con la gente. Intentar combatir la zafiedad con experimentos elitistas es una trampa vieja. No están los tiempos para confundir nuestra miseria con
nuestro orgullo. Para volver al conflicto hay primero que contar con la gente. En una
España que nos mira como putas y nos trata como putas, podemos confiar por fortuna
en la sabiduría teatral de Gerardo Vera.
La poesía
Unas vacaciones pueden perderse como se pierde un bolígrafo. Están ahí durante todo el
año, encima de la mesa de las fantasías particulares y dispuestas a escribir palabras
como descanso, desconexión, mar, paseo o viaje. Pero llega la hora de la verdad, el papel en blanco nos llama y de pronto ha desaparecido el bolígrafo. No sabe uno si escapó
detrás de un número de teléfono, de la anotación de un libro o de una lista de la
compra. Lo mismo ocurre con las vacaciones. Como no seamos prudentes, pueden
desaparecer por culpa de una noticia, un debate parlamentario o un desaguisado
político.
La verdad es que este año parece difícil la desconexión. La rutina de una sociedad puesta del revés
es más difícil de olvidar que la sorpresa en una convivencia normalizada. Cuando uno asiste al imperio general de la mentira, la falta de pudor, la avaricia, la impunidad y el atropello, resulta complicado no meter en la maleta un corazón sobrecogido. Da vértigo asistir a la descomposición de la sociedad en la que van a vivir nuestros hijos. Da vértigo el futuro inmediato y la entrada en un camino
de degradación sin posible retorno. España duele. El sentimiento que con tanto ímpetu asaltó a
los intelectuales regeneracionistas del siglo XIX y a los poetas sociales de la posguerra franquista, se
hace realidad ahora, carne propia, entre los veraneantes de agosto de 2013. Vamos a broncearnos un
dolor, una humillación crónica.
Desconectar parece difícil. Pero también da rabia perderlo todo. Es injusto que el malhumor y la indignación se apoderen de nuestras vacaciones, de esa época en la que somos dueños de nuestro propio tiempo y en la que podemos buscar un olvidado sabor a
nosotros mismos. Es injusto que la precariedad y la estafa marquen al completo nuestro
calendario. Conviene buscar un refugio, un cuarto propio, un rincón a salvo del veneno. Conviene descansar de los malvados para no acabar pareciéndonos a ellos.
Mi recurso es la poesía. Camino a través de ella, paseo, respiro el aire limpio, aprendo a
mirar el mar, apuro las noches de luna, dejo que el olor a jazmín y la sensualidad me
ofrezcan un acuerdo tranquilo con el mundo. Mientras escribo esta confesión, pongo un
disco de Mozart y recuerdo el poema que le dedicó Luis Cernuda en Desolación de la
Quimera: “Si la vida es abyecta y ruin el hombre, / da esta música al mundo forma,
orden, justicia / nobleza y hermosura”. Se trata de un buen programa de defensa, porque todos arrastramos el peligro de convertir los sentimientos y la conciencia en un sistema bipartidista marcado por nuestra idea del bien y las inercias
del mal que establece de forma cotidiana la realidad. Es preciso darnos forma y para eso conviene
saber que no hay orden aceptable sin nobleza humana, ni justicia sin hermosura. Es el acuerdo
entre fondo y forma que busca la poesía en sus reflexiones más penetrantes, cuando acompasa el
mundo con la intimidad.
Invitado a un curso de verano en El Escorial sobre la poesía de Francisco Brines, he tenido una vez más la ocasión de volver a sus libros. Brines es un heredero de Cernuda,
uno de los grandes poetas que medita sobre la vida sin engañarse, aceptando sus límites,
pero sin renunciar a la búsqueda de dignidad en lo precario. Su personaje poético se
identifica con el hombre que repasa su vida en una casa junto al mar, evoca sus experiencias, asume las pérdidas y recuerda los momentos en los que fue posible encontrar la plenitud dentro de una existencia mortal, la belleza en un mundo hostil.
La poesía de Brines invita a la serenidad y a la ética. Hacerse dueño de uno mismo no significa
renunciar al otro, sino todo lo contrario. En uno de sus versos reconoce la imprescindible alianza
con el lector: “Si existo es porque existes”. Para aprender a convivir de manera justa conviene ser
propietarios de nuestras soledades, no dejar que nadie las envenene, que nadie corrompa la poesía, y
el mar, y el viaje, y el árbol, y la ilusión que llevan dentro. La estrella que llevamos dentro.
La utopía
Leo la Invitación a la utopía (Trotta, 2013) del teólogo Juan José Tamayo. En tiempos
difíciles, cuando el mundo parece orientado hacia la infelicidad, conviene tener buenos
pensamientos. Un buen pensamiento implica hacerse cargo de la historia pasada
para reconocer la precariedad del presente e imaginar un mundo alternativo. Los buenos pensamientos pueden llenarse de peligros. Hubo un tiempo en el que la
coartada del futuro perfecto sirvió para cerrar los ojos al presente y justificar el abandono de la ética en nombre de la verdad. Los comisarios políticos se instalaron en el
mañana para invadir el hoy con una autoridad totalitaria. Pero en la realidad actual el
peligro mira con otros ojos. El descrédito del futuro, la sospecha que desata cualquier
ilusión alternativa, sirve para cancelar el pasado e imponer una parálisis en la precariedad del presente. Nos acostumbran a convivir con la injusticia.
Juan José Tamayo vuelve hacia atrás, hace historia, prepara el camino a su rehabilitación crítica de la utopía. Un clásico es un amigo de confianza. Los clásicos están vivos
porque nos interpelan en nuestro propio mundo y aceptan una discusión. A los clásicos se les puede admitir un buen consejo y se les puede llevar la contraria. Suelen ocurrir casi siempre las dos cosas a la vez. Las páginas de Invitación a la utopía nos
permiten discutir con Hesíodo, Platón, Aristóteles, San Agustín, Moro, Campanella, Bacon, Olympia de Gouges, Marx, Bakunin, Huxley, Orwell, Bloch, Lévinas y otros
muchos autores.
Discutimos con los clásicos porque no tenemos más remedio que colocarlos, además de
en su historia, en la cola de nuestro supermercado. Mientras esperamos para pagar la
factura de la vida cotidiana, pensamos en este mundo que se nos ofrece como el mejor
de los posibles. Junto a las marcas nuevas y el yogur desnatado, en la cesta caben el
hambre, la desigualdad, la humillación laboral y la ruina del pensamiento democrático. Pensamos, existimos, insistimos, elegimos. La lectura es siempre una forma de
elección. Nos quedamos con esto de Platón, pero esto otro no puede aceptarse. Cuidado
con el cinismo que cancela cualquier sueño, pero cuidado con las formas de soñar que
acaban en un campo de concentración o en una bomba atómica. Así, entre lo uno y lo
otro, entre el entusiasmo y la vigilancia, vamos construyendo nuestro propio relato.
Y de eso se trata: de construir un relato, de tomar conciencia de que la historia tiene pulso narrativo. Somos responsables del capítulo que estamos escribiendo, y del siguiente, en un cauce que no puede aspirar al punto final, pero sí a la justicia y a la hospitalidad.
La utopía es el no-lugar. Cuando Tomás Moro acuñó la palabra para definir el futuro de
sus sueños, tuvo la prudencia de llamar el País de ninguna parte a la tierra que estaba fundando en la imaginación. Así se adelantó a todos los que iban a utilizar sus
utopías para cancelar la autoconciencia, el conocimiento del presente, y para edificar un
dominio totalitario sobre la realidad. Atreverse a imaginar con buenos pensamientos
un futuro feliz, no supone desconocer la palabra hoy, sino preparar un equipaje para
reconocer la infelicidad, las deficiencias del mundo. Si al no-lugar se le añade la palabra
todavía y empezamos a discutir sobre el País de ninguna parte (todavía), la parálisis se
rompe y el futuro se convierte en un compromiso con los otros, con los seres humanos
que han sufrido y que sufren la injusticia social.
Un equipaje para viajar en este mundo. Pensar en la utopía como fuerza dinámica de
la historia significa afirmar que tenemos derecho a dejar de sufrir. De ahí que Juan
José Tamayo entienda que en tiempos de crisis es imprescindible una Invitación a la
utopía. Porque renunciar a ella no supone que la utopía desaparezca del mundo, sino
que la abandonamos en manos de la injusticia. El capitalismo lleva años refundándose
como no-lugar gracias a la cancelación de la historia, las abstracciones especulativas y
la deslocalización de sus poderes. El error ajeno como asunto propio
La convivencia supone una reunión de intereses entretejidos. Dependemos de los demás
tanto como los demás dependen de nosotros. Hay situaciones que evidencian este compromiso y resulta fácil comprender que la suerte individual es una experiencia compartida en el destino común. Pero otras veces se olvida que el error ajeno es un asunto propio. Cuando este olvido se hace costumbre desembocamos en el cinismo, la indiferencia, el rencor y la pérdida de ilusiones. El naufragio del otro llega entonces a provocarnos una momentánea y poco fértil alegría. Pero tiramos piedras sobre nuestro tejado.
Admitimos como evidencia que el error ajeno nos afecta cuando sufrimos un accidente.
La equivocación de un maquinista o los fallos de seguridad en una vía pueden costarnos
la vida. En sentido contrario, también un ciudadano aislado puede amargarle la existencia a un maquinista o a todos los viajeros de un tren si decide abandonarse a la desesperación y colocar la cabeza en la vía para despedirse del mundo.
En otras situaciones cuesta más reconocer que el bien común supone una dependencia.
Si vamos a ver una película y nos defrauda, es normal que salgamos del cine con mala
opinión de los actores, el guionista o el director. Menos frecuente es que nos planteemos
la responsabilidad de una mala elección. Y mucho menos frecuente vivir el cine como
una pasión íntima hasta el punto de considerar los errores del guionista, la actriz o el
director como un asunto propio. Si nuestra felicidad depende de una buena película, resulta una desgracia que alguien se equivoque. Disfrutar con el fracaso ajeno parece
una perversión de nuestras alegrías, un modo de tirar piedras sobre nuestro tejado.
El arte ofrece consuelos y envenenamientos. Nos consolamos al buscar películas nuevas
que nos den una alegría o al ver una vez más las viejas películas que nos hicieron felices. Nos envenenamos al obsesionarnos en la desgracia ajena disfrutando del fracaso del
autor al que hemos tomado manía. Hay críticos literarios y cinematográficos que pierden su capacidad de admiración, es decir, la raíz de su vocación, al entretenerse más
con el error que con el acierto. Entran a una casa y salen de ella con el descubrimiento
de que funciona mal la cisterna. No han tenido tiempo de mirar la biblioteca, los cuadros o el paisaje que se disfruta desde la ventana.
Perder la capacidad de admiración conduce a la infelicidad y nos hace olvidar que el
error ajeno es asunto propio. La capacidad de crítica, fundamental para una convivencia
libre con aspiraciones de mejora, se pervierte cuando nos produce alegría el mal de los
otros. El veneno destructivo acaba siendo una forma de autodestrucción. Podemos
llegar a afirmar que la poesía, la novela, el cine, el teatro, la pintura de de hoy están
muy mal. Pero no conviene olvidar que eso es una desgracia propia, una catástrofe personal para el lector o el espectador que somos.
No hago estas consideraciones por rencor a mis enemigos como poeta. Tengo muy buenos amigos y maestros, pero confieso que mis enemigos me han enseñado más sobre lo
que quiero y no quiero ser. Les estoy agradecido. Si escribo este artículo sobre el error
ajeno como asunto propio es porque me preocupa que la ruindad se convierta en la norma para abordar los problemas públicos. Me preocupa, por ejemplo, no ya el descrédito
de la política española, sino el modo alegre y ensañado con el que muchas personas hablan de ese descrédito. Desprecian a los políticos, los insultan, los maltratan, destacan con rencor o con risas sus equivocaciones, pero lo hacen como si se tratase de un
asunto ajeno, de un mal que no afectara a nuestras vidas. Desde los que defienden la
abstención como castigo hasta los que afirman que van a votar con los dedos en la nariz
para evitar el mal olor, parecen olvidar que la descomposición de nuestra política es
algo más que un problema de nuestros políticos. Los errores ajenos son también en este
caso, y más que en ningún otro, un asunto que nos importa a cada uno de nosotros.
El ciudadano que renuncia a la política es como el lector que se aleja de los libros
por culpa de una mala novela o el espectador que deja de ir al cine porque le ha tomado manía a un director. El rencor que sentimos puede acabar con nosotros, borrarnos
como ciudadanos, si no encontramos una forma adecuada de respuesta. La crítica a un
libro de poemas sólo es saludable si se hace por amor a la poesía. Lo mismo ocurre con
la política. Por eso no conviene olvidar que los errores ajenos son un asunto propio.
Un problema de imaginación
Las matanzas vuelven a extenderse por el mundo como un resumen de nuestra historia.
Una vez más, siempre. El ser humano es un animal carnívoro y pone con facilidad su
inteligencia al servicio de la destrucción. Las distancias y las abstracciones ayudan a
que se acumulen las cuentas de resultados en la economía especulativa de la muerte.
Siria, Egipto, Irak… la piel de un planeta que da vueltas desde hace miles de años alrededor del crimen. Después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y en la intuición de las
bombas atómicas, Pedro Salinas escribió el poema Cero para imaginar a un piloto en el
momento de apretar el botón. A la hora de matar resulta más cómoda la distancia que la
cercanía.
Las armas de destrucción masiva se dejan caer sobre un mapa.Así no vemos los ojos de
las víctimas. Todo resulta higiénico, científico, perfecto. Claro que la furia y la crueldad
permiten también el asesinato íntimo. El verdugo llega a rozar el sudor de su presa. Pero
se trata sólo de una cercanía geográfica, de los metros cuadrados de una plaza o de una
habitación. El odio y el miedo convierten los territorios en una materia elástica, abren
distancias abismales en cada centímetro, desdibujan lo que se ve. La deformación de un
enemigo (el monstruo, la amenaza, la fiera) nos hace observar la existencia de su dolor
desde muchos pies de altura. La compasión queda fuera de órbita.
El escritor japonés Kenzaburo Oé se adiestró en la compasión cuando entró en contacto con los médicos que consagraron su vida a la atención de las víctimas de Hiroshima y
Nagasaki. El mal era tan grave que el trabajo no se podía justificar en una esperanza
demasiado fuerte. Tampoco era posible abandonarse a la renuncia y la paralización porque el dolor estaba ahí, muy cerca, sin posibilidad de refugio en el pasado o en el futuro.
Se trataba sólo de resistir, de acompañar, de mantenerse, de seguir un segundo más, un
minuto más, frente a la consternación. Cuidar a los otros nos pone en contacto con nosotros mismos, nos ayuda a imaginarnos.
En la conciencia humana actúa la inteligencia, pero también las emociones y la imaginación. Kenzaburo Oé acabó de comprenderse a sí mismo como persona y como escritor cuando su hijo mayor nació con una grave deficiencia mental. Aprendió a resistir, a
elegir con cuidado las palabras y a disfrutar de las alegrías. Las debilidades nos hacen
más fuertes que el poder. Lo cuenta Oé en Un amor especial, el libro en el que habla
de Hikari y en el que recuerda unas palabras de Rousseau: "Sólo la imaginación puede
enseñarnos el dolor ajeno".
Esta idea la recoge también el novelista John Berger en Un hombre afortunado. "Si lloras es porque tienes imaginación", dice un médico rural para consolar el llanto de un
niño. Frente a las distancias especulativas del odio y de la destrucción, el ser humano
inventó el arte. Es verdad que las imágenes y las canciones nacieron para exaltar a los
dioses y a los jefes de la tribu. Es verdad que a lo largo de los siglos se ha escondido
la barbarie debajo de la belleza. Hemos encontrado a muchos asesinos escuchando a
Wagner en un campo de concentración, mientras los científicos resolvían problemas matemáticos para sus armas de destrucción masiva. Así es nuestra historia.
Pero también es verdad que el arte educa nuestra sensibilidad y nos ayuda a mirar a los
ojos, a descubrir una vida propia y un espíritu en cada cuerpo. Nos ofrece la imaginación moral necesaria para comprender el dolor ajeno. Si hay un lado carnívoro en el ser
humano, existe al mismo tiempo una parte compasiva que convierte la realidad en una
conversación y al individuo en un lugar hospitalario. El yo soy otro de Rimbaud puede
conducir a la extrañeza de uno mismo, pero también a nuevas formulaciones como yo
soy en los otros o los otros son también yo.
Es una desgracia que los ministerios de educación estén tan interesados en identificar el
éxito con el lado carnívoro y avaricioso del ser humano, en vez de cultivar la imaginación moral que nos ayuda a comprender el dolor ajeno. Egipto, Siria, España… Teatro del bueno
Esta semana se ha oído la voz del teatro. En la sesión de clausura del Festival de Mérida, la gala de entrega de los Premios Ceres sirvió para que actores, actrices y directores
recordasen una vez más la disparatada política que mantiene el Gobierno respecto a
la cultura. La carga de un 21 % de IVA a las representaciones teatrales es todo un síntoma. La medida, que fue tomada de forma coyuntural para castigar a un sector caracterizado por su conciencia crítica, supone a largo plazo unadescalificación de la
cultura como bien público y patrimonio imprescindible de una sociedad. La educación, el conocimiento, la imaginación moral y la sensibilidad nos vinculan,
forman comunidad, determinan una manera de entender nuestra convivencia. La zafiedad, la telebasura, los nuevos modos de analfabetismo y la agitación populista de los
instintos bajos nos agrupan sin vincularnos en una multitud de soledades. Más que
una sociedad, forman un tumulto propicio a la manipulación y a la cólera. Detrás de la
degradación del tiempo de ocio, sólo nos esperan el sacrificio y el linchamiento. Al dramaturgo Juan Mayorga se le concedió el Premio Ceres al mejor autor teatral
2013. Era el segundo galardón que recibía en una misma semana. La Universidad Internacional Menéndez Pelayo le había distinguido en Santander con el Premio La Barraca.
Durante la ceremonia de entrega, Juan Mayorga afirmó que el nombre de La Barraca
ayuda a recordar un tiempo, tan extraño hoy, en el que el Gobierno consideraba la cultura y la educación como la raíz prioritaria del progreso. Con el mismo espíritu de las
Misiones Pedagógicas, el ministro republicano Fernando de los Ríos puso en marcha,
bajo la dirección de Federico García Lorca, a un grupo de estudiantes que llevaron la
voz de los autores clásicos a las ciudades, los pueblos y las aldeas españolas.
Fueron unos años, desde luego, muy distintos a estos por lo que se refiere a las preocupaciones culturales del Gobierno. El teatro es una metáfora de la sociedad porque reúne
las miradas de la gente en un escenario público. Los ojos particulares de los espectadores coinciden en un espacio común para compartir un argumento. Las relaciones entre lo
privado y lo público de un contrato social se parecen mucho a la dinámica que se genera
entre la butaca de cada espectador y el escenario. Por eso García Lorca consideró la
vida teatral como el gran síntoma del estado moral y espiritual de un pueblo.
El desprecio al teatro es propio de un Gobierno que degrada lo público y considera lo
privado como un punto ciego. La cancelación de lo público nunca ha supuesto una for-
ma de respeto a los intereses particulares de los ciudadanos, sino un modo de facilitar su
desarticulación. Al poder le asustan poco los gritos de los boicoteadores aislados por
muy payasos y ruidoso que sean. Hacen poco daño en el fondo y se las calla con facilidad bajo los aplausos de una pandilla de admiradores pagados. Siempre hay a mano una
claque sumisa. Mucho más inquietante resulta la ilusión pública capaz de sentir en
común los asuntos de la vida humana. En la ceremonia de entrega del Premio La Barraca, Juan Mayorga afirmó también que la
razón última del teatro es el amor a la gente. Un acto de amor para los españoles condenados al analfabetismo supuso la decisión del Gobierno republicano de enseñarles a
oír y a mirar hacia Cervantes, Lope de Vega y Calderón de la Barca en las plazas de sus
aldeas. Se mira al cielo en busca de nubes cuando hay sequía. Un acto de amor y de respeto a la gente supone el teatro de Juan Mayorga. Obras comoHimmelweg, Castas de
amor a Stalin, La paz perpetua o El chico de la última fila nos han ayudado a pensar en
nosotros mismos, en nuestra historia, en la responsabilidad de nuestros sentimientos y
de nuestros diálogos. La configuración digna de un escenario común es la única
forma eficaz de respeto a las vidas particulares.
Ahora que el Gobierno representa una mala obra, se enmascara de manera impropia, no
sabe actuar en sus parlamentos y hace mutis por el foro, es un consuelo admirar a Juan
Mayorga. Esteatro de verdad, teatro del bueno. El derecho a la admiración
Repaso las columnas que he escrito en este rincón del Verso libre y compruebo que la
mayoría recogen declaraciones de admiración a escritores, directores, actrices, historiadores, pensadores… La ventaja de centrarse en la cultura, acercándose a la política sólo
de forma indirecta o sin los reclamos de la actualidad, es que uno puede evitar el protagonismo de la mirada negativa sin mala conciencia. Aunque existen el error o la precariedad, en la cultura hay también suficientes motivos de celebración. Podría dedicarme a
poner faltas, pero hoy por hoy aquí necesito admirar.
El derecho a admirar merece ser cultivado en estos tiempos. Forma parte de la ética
de la resistencia dentro una sociedad dominada por el descrédito. La perspectiva de la
sospecha ha abandonado las filas del pensamiento crítico, ese que pone en duda los valores y los poderes establecidos, para alinearse con las estrategias de control rutinario.
Una cólera humillada. Se trata de inutilizar cualquier opción alternativa. Más que justificar sus propios argumentos, la parálisis reaccionaria prefiere desacreditar las ilusiones
emancipadoras. Por eso no hay organización, iniciativa o voz rebelde que escape a las
garras del descrédito. Se ha perdido la capacidad de admirar, de amar, de confiar en
lo que nos llama a comprometernos.Como escribió Bécquer, tenemos nuestra ropa
puesta a secar. La memoria del naufragio desmiente las promesas de futuro.
Nunca viene mal un poco de escepticismo. Después de la experiencia histórica que nos
dejó el siglo XX, resulta beneficioso convivir con la sonrisa del diablillo impertinente
que se empeña en buscar los tres pies al gato para poner en solfa cualquier sueño demasiado solemne. Interesa vigilar las tentaciones de absoluto. Pero una cosa es vigilar, llamar a la conciencia, abrir las ventanas que aseguren el aire libre y la respiración, y otra
convertir la sospecha en un mecanismo de paralización completa y de anclaje en el mal.
Una forma servil de absolutismo. Y en eso se ha convertido la dinámica del descrédito,
en una temeraria refutación de las ilusiones posibles que invade no ya las barras de las
cafeterías matutinas, sino también las palabras meditadas en soledad. Demasiado ruido,
demasiado empeño en negar.
Como el mundo está mal, va a peor y ya no sirve eso de que vivimos en la realidad menos mala de las posibles, me parece un lujo excesivo renunciar a la esperanza (por
modesto que sea el valor que queremos darle a esta palabra). La perspectiva del descrédito, que sirvió para ponernos en guardia contra los peligros del futuro perfecto, ha pasado a mayores y quiere acabar también con el futuro imperfecto. Y un verbo sin futuros
es poco recomendable para una encarnación en la vida humana.
La trampa del descrédito es doble: ridiculiza cualquier esperanza y, al mismo tiempo, hace invisible aquello que merece la pena ser admirado. Reclamar el derecho a la
admiración supone afirmar que entre tantas ruinas, tantos escombros, tantas luchas perdidas, hay cosas que merecen un aplauso, esfuerzos que dieron resultado, acciones que
llegaron a buen puerto, bellezas que forman parte del mundo con el mismo derecho que
la basura y los desperdicios.
La condición de la poesía es la admiración. Si alguien se decide a escribir un poema
propio, un diálogo con su conciencia y su imaginación, es porque en algún momento
feliz quedó deslumbrado por unos versos ajenos. Escribimos porque otros han escrito
antes y nos han convencido. La lectura también es un ejercicio de admiración. Como ya
hemos admirado en muchas ocasiones, abrimos el nuevo libro con la esperanza de que
nos guste.
Conviene aprender a cuidarse, sobre todo a cierta edad. Dejar de fumar…, dejar de cometer excesos… Somos creadores porque hemos sido lectores, y somos lectores
porque necesitamos crear. Para un creador es importante cuidar al adolescente que se
deslumbró con un libro en las manos. La admiración es el reconocimiento de que la vida
sigue abierta, y nos reclama, y puede hacer algo con nosotros mientras nosotros hacemos algo con ella.
Cuando un gobernante roba, miente y permanece en su cargo sin pudor, añade a sus faltas legales el daño moral de expulsar a los ciudadanos de su Estado. Les arrebata el derecho a la identificación con los asuntos públicos. Es lo contrario de lo que ocurre con la
admiración. Nos reclama, nos moviliza, nos da vida. Cosas que siempre quise contarte
Contar las cosas a los demás supone siempre un ejercicio de conciencia. Pensar, ordenar, compartir. Nos contamos a nosotros mismos aquello que queremos ser. Ser para
contar y para contarle a los demás. Hacemos selección y creamos un sentido con el que
identificarnos. Escribir sobre la vida es buscarle un sentido a la vida. Miguel Ríos ha
publicado sus memorias con el título Cosas que siempre quise contarte (Planeta, 2013).
Además de muchos episodios privados y públicos de la biografía de uno de los músicos
decisivos de nuestra cultura contemporánea, el lector de este libro encuentra la búsqueda vital de un sentido. ¿Qué significan el éxito y el fracaso en una vida? ¿Cómo se
ponen a moverse – y a bailar en este caso sobre un escenario–, el amor, el compromiso, el miedo, la ilusión, el riesgo…?
Cuando utilizamos la expresión “sentirse realizado en la vida”, admitimos no sólo que
formamos parte de la realidad y que nuestros sueños necesitan encarnarse en una historia. Admitimos también que nuestra relación con la vida es un sentimiento y que entenderla, sentirse vivido y cumplido, exige un acto de negociación y de acuerdo con nosotros mismos. Para estar satisfecho no basta acumular éxitos, dinero, fama… Para saberse negado no basta con sufrir fracasos o cometer errores… La vida es insaciable, rencorosa, acuciante en la felicidad o en el dolor si uno no se ha preocupado de buscarle sentido, un acuerdo con la propia voluntad. Al leer 'Cosas que siempre quise contarte',
he tenido la sensación de adentrarme en la vida de un hombre honrado consigo
mismo y con los demás, o mejor, de alguien que para ser honrado con los demás se
puso la tarea de ser honrado consigo mismo. Los éxitos, los riesgos, los errores, las
apuestas de Miguel Ríos son acontecimientos propios de alguien que procuró desde
muy pronto darle sentido a su vida. No es que escribiera desde su adolescencia un guión
calculado del porvenir. Pero fue respondiendo a esto y a aquello, a lo previsible y a las
sorpresas, con la voluntad de no traicionarse a sí mismo, con lealtad a su memoria y a su
vocación.
Miguel Ríos nació en 1944. Vino al mundo sobre el Desembarco de Normandía, la posguerra española más dura, una ciudad provinciana acostumbrada a devorarse a sí misma
y una familia numerosa caracterizada por el trabajo, la necesidad y un sentido maternal
de la decencia y el amor. A la memoria de Miguel Ríos pertenecen recuerdos que definen bien los últimos 70 años de la historia de España. Siendo niño, un sacerdote de las
Escuelas Salesianas, capellán también del Frente de Juventudes, lo llevó de excursión a
Cádiz. En los altavoces del puerto sonó “Adios, mi España querida” en la voz de An-
tonio Molina, mientras partía un barco cargado de emigrantes hacia América. Fue
la experiencia más triste, sobrecogedora y hermosa de su vida.
En un concepto fértil de lo nuestro cabe también el amor por lo desconocido. Los recuerdos se suceden a golpes de música y el adolescente que desembarca en Madrid en
los años 60 se convierte pronto en el explorador de la aristocracia rockera y en el cantante de éxito que gracias al “Himno de la Alegría” recorre en limusina la Quinta Avenida de Nueva York. Se suceden los triunfos, las grandes giras, y también las desilusiones,
las cosas que no salen bien, incluso los fracasos humanos. Una experiencia carcelaria
que recuerda no le duele tanto por el hecho de la detención y el escándalo público como
por la cicatriz íntima de pensar que no estuvo a la altura de las circunstancias
cuando fue interrogado por la policía franquista. El lector no puede darle mucha importancia (confesar con quién has fumado porros no es grave si se compara con las delaciones políticas que los torturadores arrancaban en aquella época). Pero Miguel sí se
la da, porque en las cosas que nos cuentan hay sobre todo un ejercicio de conciencia, la
búsqueda de un sentido personal.
La sociedad se ha acostumbrado a identificar el éxito con la acumulación de dinero.
Junto al rumor de muchos nombres que desaparecieron o se traicionaron a lo largo de
más de 50 años de historia musical, la biografía de Miguel Ríos alcanza un valor ejemplar y emocionante. Sus memorias también. Nos dejan la sensación de que una vida
realizada depende de algo más que de la fama y el dinero. La lealtad a su gente y a
su vocación le ha permitido resistir, disfrutar de las alegrías, reinventarse ante las decepciones y ser, en el buen sentido de la palabra, bueno. Toda memoria es un género de ficción. Miguel tenía muy difícil lograr un personaje
literario llamado Miguel Ríos que estuviese a la altura del ser humano Miguel Ríos. Y
lo ha conseguido.
Pedro Almodóvar
La Academia de Cine Europeo ha concedido a Pedro Almodóvar su Premio de Honor. Lo recibirá en Berlín, el día 7 de diciembre. A lo largo de su carrera ha obtenido en
numerosas ocasiones los reconocimientos más importantes. Yo lo celebro, no sólo porque me han conmovido muchas de sus películas, sino porque me parece significativo
que un rompedor decidido obtenga el aplauso de la sociedad y de las instituciones culturales.
La atención a los márgenes puede asumir distintas direcciones. Hay quien diviniza la
marginalidad para defender que es el único lugar digno, que la gente pura está condenada a vivir en ella… Sólo en las minorías arde la antorcha incontaminada de la verdad y
cualquier éxito significa una traición. Este gusto por los márgenes esconde una impotencia personal que se convierte en algo triste y peligroso cuando justifica una teoría
general contra la convivencia. Todo es despreciable menos aquello que vive en los
suburbios del diálogo.
Almodóvar representa para mí otro modo de entender los márgenes. La sociedad impone sus normas, sus centros, y expulsa cualquier síntoma de rebeldía o diferencia. Atender a estos síntomas, darles protagonismo, no supone una renuncia, sino un modo de
asaltar las normas sociales para hacerlas más flexibles, menos represivas. Este llevar las
afueras al centro es un verdadero atentado contra la estabilidad del poder. Impone de
manera insolente el diálogo en el corazón de la convivencia y amenaza a las rutinas
de la represión con más eficacia que la pureza tramposa de los márgenes.
La moral de la posguerra española se caracterizó por el sacrificio. Los tiempos de dificultades económicas suelen convertir las consignas de ajustes económicos en catecismos de ahorro sentimental. La dinámica de los recortes se desplaza a las costumbres y a
la libertad de los individuos. Un tiempo marcado por la renuncia. La posguerra fue
una larga educación en represiones, sometimientos y obediencias. El papel definido
para las mujeres, dulces y comprensivas ante los desmanes del varón, visibilizó el espíritu de una sociedad acostumbrada a doblar el espinazo con un humillante sentido de la
devoción jerárquica y con mucho miedo a sacar los pies del plato. La irrupción del
mundo de Almodóvar con películas como Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón
(1980) supuso una ruptura con los tiempos del miedo y del café con leche, culpa y galletas.
En dos de sus películas más importantes, ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) y
Volver (2006), la ama de casa tiene que asesinar a su marido abusador. Es buena
metáfora de los fundamentos de la rebeldía de Pedro Almodóvar, porque la mujer
sometida había sido la metáfora de las rebajas éticas del franquismo. Como hizo por la
misma época Joaquín Sabina con sus canciones, los excesos venían a deslegitimar las
costumbres de la represión y la culpa que se habían impuesto durante años como consigna de ahorro individual. El pensamiento conservador ha criticado a Pedro Almodóvar por caricaturizar a España
en la imagen de los travestis, los homosexuales y las mujeres histéricas. Pero lo que en
el fondo molesta es la ruptura del verdadero y pesado cliché: la España clerical de beatas, machismo y leyes de vagos y maleantes.
También ha recibido otro tipo de críticas, incluso de los partidarios de su cine que se
sienten defraudados con algunas películas. El riesgo es un alimento fundamental de la
rebeldía, y Pedro Almodóvar no se ha acomodado nunca como director. Intenta no esconderse detrás de la barrera, busca, duda, se expone, asume el peligro para no estancarse, para sentirse libre. Esa España sin culpas y sin moral de sacrificio fue nombrada, gracias al cine de Almodóvar, Honoris Causa en Harvard, en el año 2009, y recibió el Óscar en los años 1999
y 2002.También es la que recibe ahora el Premio de Honor de la Academia Europea de
Cine. Algo bueno nos viene de Berlín, menos mal. Conviene no olvidarlo en esta época
en la que los recortes económicos intentan convertirse otra vez en costumbres sumisas
al ahorro sentimental de las libertades.
Francisco Ayala
Acaba de publicarse el tomo VI de las Obras completas de Francisco Ayala que, bajo la
dirección de la profesora Carolyn Richmond, están editando Galaxia Gutenberg y el
Círculo de Lectores. Lleva por título De vuelta a casa y recoge los artículos periodísticos escritos por el novelista e intelectual granadino desde 1976. Se trata de las meditaciones políticas, sociológicas y literarias de un escritor republicano que se incorpora a su país después de largos años de exilio. Con pasaporte norteamericano, Francisco Ayala había regresado a España en el verano
de 1960. Vivo aún el dictador, ni quiso ni pudo tener una presencia oficial en su tierra.
Sólo con la muerte de Franco y con el proceso democrático, llegó la oportunidad de participar en la vida pública española y lo hizo de forma constante a través de la
prensa. Sus artículos, además de iluminar los acontecimientos y los debates de 30
años cruciales de nuestra historia, definen una manera de sentirse intelectual, un
modo de entender el compromiso cívico del escritor con su sociedad.
Ayala nos enseña, nos sigue enseñando, que la tarea intelectual tiene poco que ver con
el deseo de caer simpático o levantar aplausos. Para eso existen ya otras inercias y otras
plataformas mediáticas. La necesidad de matizar, de cuestionar las corrientes de
opinión y de señalar las contradicciones, es más importante que la de participar en los
consensos falsificadores. Las coyunturas invitan a saltar por encima de la realidad con
la pértiga de la falsa ilusión, los tópicos o las consignas. Pensar supone un esfuerzo por
no engañarse, por no acomodarse al lugar común, por no sacrificar la independencia.
En el estudio que abre el volumen, Santos Juliá destaca las características más llamativas de Ayala como escritor público. Perfila muy bien el pudor ético que lo acompañó
desde sus inicios en el Madrid asombroso y agitado de los años 20. Tan clara como la
profundidad de su compromiso cívico fue siempre la necesidad de conservar su mirada
y su voz propia. Por eso evitó que su obra de creación literaria, pendiente del estudio de
la condición humana y de los fondos sociológicos de la vida, se mezclara con los debates políticos de cada momento. Esa era la tarea del periodista de El sol, del catedrático
de Derecho Político, del ciudadano comprometido con el republicanismo de Azaña, del
letrado en las Cortes de Besteiro, del diplomático que colabora con los socialistas Juan
Negrín y Luis Jiménez de Asúa, del intelectual dispuesto a defender el pensamiento
democrático contra las diversas formas de totalitarismo que conoció a lo largo del
siglo XX.
Su deseo de separar la creación literaria y el compromiso político coyuntural es el síntoma más característico de un pudor ético que procura participar en las ilusiones colectivas sin diluir la propia conciencia en los mandatos del Todo. Santos Juliá ejemplifica
esta forma de sentir y pensar en algunos episodios de Recuerdos y olvidos (1906-2006),
las memorias de Ayala. Su compromiso con la República fue profundo. El golpe militar
de 1936 le sorprendió en un viaje por América, junto a su mujer y su hija, y no
dudó un momento en regresar al país para ponerse a las órdenes del Gobierno legítimo y soportar de forma muy activa las crueldades de una guerra en la que los sublevados fusilaron a su padre y a uno de sus hermanos. Pero este compromiso no había impedido que en otras épocas de alegría, quisiera dar testimonio de su independencia. Cuando el 14 de abril de 1931 sus amigos se colocaron con entusiasmo escarapelas republicanas en la chaqueta, Ayala prefirió evitar la uniformidad callejera.
Este pudor hace que su escritura pública busque la distancia en cualquier situación para
opinar sobre la realidad. Cuando salió al exilio en 1939, no se dejó atrapar por la
nostalgia de lo perdido y abrió los ojos a los nuevos horizontes del mundo. Cuando
regresó del exilio después de la muerte del dictador, no intentó reencontrar la España de
su juventud y se dedicó a echar su cuarto a espadas en los debates de los años 70 y 80.
Una labor decisiva del intelectual es el silencioso esfuerzo por no engañarse con las
propias ilusiones.
Y para no caer en el engaño es imprescindible la apuesta por el coraje cívico y el compromiso con la sinceridad. Son los nutrientes fundamentales de la independencia. En De
vuelta a casa, Francisco Ayala opina sobre la democracia, la política, el nacionalismo,
las dinámicas internacionales, la historia de España con sus olvidos y sus supersticiones,
la prensa, la cultura, la amistad, la vida… Cosas de ayer, cosas de hoy. ¿Hasta dónde puede llegar la literatura?
El 14 de mayo de 2011 sonó el teléfono en casa de la escritora colombiana Piedad Bonnett. Llegaba desde Nueva York la peor de las noticias. Su hijo Dani, que estaba cursando una maestría de arte en la Universidad de Columbia, acababa de suicidarse. En un
instante el horror se hizo vida cotidiana y recuerdo hiriente. La memoria de una larga enfermedad mental, sobrellevada por Dani con inteligencia y coraje, se mezcló con la
necesidad de viajar, desmontar una habitación de estudiante y sostenerse en el rito del
funeral y los pésames. Como Dani era un muchacho pudoroso de 28 años, dejó ordenados en su mesa la billetera, el teléfono y otros objetos personales antes de saltar al vacío. Pero no dejó ninguna carta.
En medio del duelo, Piedad Bonnett empezó a leer y releer libros sobre el suicidio. Intentaba llenar la ausencia de esa carta. Si toda muerte es una interpelación, el suicido
multiplica la nada, el dolor, la culpa y el deseo de encontrar sentido. Aunque el consuelo resulta imposible en esta experiencia, la decisión de dialogar con la verdad puede convertirse en una forma de resistencia. Algunas voces hablaban de accidente para
evitar el tabú de la palabra suicidio. Pero ella no podía cerrar los ojos y empezó a escribir sobre la verdad, sobre su hijo, sobre la realidad de una existencia que tenía, pese a la
muerte joven, su razón propia y cumplida. El resultado de muchas horas obsesivas de
redacción y corrección fue un libro despiadado y sereno: Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013).
Refugiarse en la escritura durante un tiempo de duelo tiene mucho que ver con la concepción del hecho literario que Piedad Bonnett asume. Su obra es una de las más importantes de la poesía hispánica contemporánea. Los versos consiguen que la intensidad
sentimental nazca de la lucidez y que la inteligencia objetiva se llene de quiebros emocionantes capaces de alcanzar los pliegues más íntimos, las fronteras y las debilidades
de una mirada individual. La idea de que el poema es el lugar de la verdad alejó pronto
a Piedad Bonnett de la retórica sobrante y el hermetismo cobarde. Estableció en sus
libros un pacto de honestidad con el lector.
Lo que no tiene nombre es un libro honesto con la literatura y con la vida. Una madre
cuenta, se cuenta, el suicidio de su hijo. Necesita volver a darle sangre, volver a traerlo
al mundo. Las palabras son también una forma de cuidado. Primero se descubre que
lo más cercano puede ser un enigma y después la imaginación nos lleva hasta el lugar
del otro, nos sitúa dentro de su experiencia, nos ayuda a conocerlo por dentro. Piedad se
atreve a descubrir las cosas que desconocía de Dani y, al mismo tiempo, en el mismo
proceso, se enfrenta con su propia personalidad, se mira en el espejo iluminador de una
experiencia tan dura que no permite ser esquivo con la verdad.
Sí, el relato es parte de los cuidados. Le cambiamos los pañales a un hijo, lo apretamos
contra el pecho desnudo, le ponemos un pijama limpio, lo metemos en la cama y le contamos un cuento.Las palabras son físicas, extienden el cuerpo. Ir hacia el otro descubre nuestro rostro, porque el que nos oye forma parte de nosotros. Necesitamos hablarnos, contarnos.
Este libro le ha recordado a Piedad Bonnett que la literatura, por encima de todas las
elaboraciones intelectuales, surgió de la necesidad de contar la vida y confesar algunas
emociones importantes. Lo que no tiene nombre se ha convertido en un acontecimiento
en Colombia, ha despertado el deseo de hablar entre muchos lectores condenados al silencio. El miedo, el tabú y la soledad imponen la incomunicación, impiden y ocultan el reconocimiento de nuestras debilidades. Y es precisamente ese reconocimiento
el que sostiene desde sus orígenes el impulso de hablar, relatar, dialogar y convivir.
Piedad Bonnett cita a Paul Auster: “Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te
suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y
entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”.
Piedad Bonnett nos ha contado su vida y la vida de Dani.La buena literatura convierte la historia personal en una experiencia humana colectiva. Por eso este libro habla
de la fragilidad de cualquier vida y de la necesidad de seguir viviendo, de seguir conviviendo. Otra vida
Más que un artículo, le debo una declaración de amistad a Eduardo Mendicutti. Acabo
de leer su última novela, Otra vida para vivirla contigo (Tusquets, 2013), y estoy conmovido por razones literarias y biográficas. Todo tipo de literatura, hasta la poesía, hasta
la autobiografía, depende del poder de la ficción. Pero la ficción depende también de su
capacidad de convertirse en vida, ya sea al hablar de lo que ocurre en nuestra calle, ya
sea al intuir mundo lejanos y utópicos en el siglo XXII. Y esta novela, que nace de la
vida de Eduardo, se convierte en vida. El verdadero reto de la ficción no consiste aquí
en imaginar mucho, en cambiar y disfrazar las cosas, sino en la capacidad de acercarse
al desnudo del amor y del dolor, provocando una sensación de verdad, no un
desahogo patético.
Si confieso que le debo una declaración de amistad a Eduardo, no aludo a una deuda
literaria. Cada vez que publica una novela, procuro escribir una reseña. Eduardo Mendicutti, con sus golpes de humor en el vocabulario, los personajes y los argumentos, me
parece uno de los novelistas más serios de la literatura española. Al hablar de él, necesito siempre destacar su homosexualidad para después dejarla a un lado. Es importante
señalar el compromiso de libertad que asumió desde sus primeros libros, contando
la experiencia de la homosexualidad en una España represiva. Casi siempre se trata
de homosexuales que no santifican la marginalidad, sino que viven con orgullo y miedo
su libertad, sabiendo que es la libertad de todos, y que merece la pena dar la cara por un
mundo más justo y más respetuoso con la historia particular de cada uno de sus habitantes.
Pero una vez destacado su compromiso, es necesario evitar que una crítica literaria llena
de prejuicios intente reducir las novelas de Mendicutti a un subgénero marcado por el
asunto. Porque sus libros trascienden cualquier anécdota, cualquier límite, y acaban indagando en lo más profundo de la condición humana. Mientras no se caracterice a Madame Bovary como una novela heterosexual, no hay por qué calificar de forma
rutinaria a las novelas de Eduardo Mendicutti con la insistencia en su homosexualidad.
Otra vida para vivirla contigo es un ejemplo de este poder narrativo transcendente. Uno
se sumerge en el humor brillante de una historia llena de gracias, maldades, cotilleos y desparpajos, para acabar en lo más hondo de un sentimiento que nos descubre el desamparo que hay en la máscara del humor y la debilidad solitaria que esconde
cualquier ser humano. Si pensamos en Oscar Wilde, pasamos de pronto de La importan-
cia de llamarse Ernesto –y así se llama el protagonista de la novela de Mendicutti–, a la
conmovedora y deslumbrante confesión de De Profundis, el libro en el que el escritor
irlandés cuenta desde la cárcel la historia con el muchacho que acabó arruinándole la
vida.
Eduardo no cuenta una ruina, sino un amor con todos sus detalles de entrega, miedo, deseo, felicidad, desamparo y humillación. La homosexualidad, por supuesto, genera matices sociales inevitables, pero el sentimiento del libro conmueve igual que
cualquier otra historia de amor. Ahí están para demostrarlo los boleros y las rancheras
que marcan la prosa y el argumento.
Las novelas en clave invitan a localizar personajes reales. Es fácil conseguirlo
aquí. Pero lo que más me ha afectado es que el protagonista actúa como un heterónimo, no como una máscara. Es un personaje que, al vivir por su cuenta, saca del interior de Eduardo Mendicutti cosas que una identidad única podría esconder con la ayuda
del humor y de otro tipo de estrategias. Ernesto no es un seudónimo, sino un heterónimo
que me ha hecho comprender la profundidad de un amor y un dolor que a mí, como
amigo, me había pasado desapercibido. Conocía la historia, incluso con detalles, pero
había sido incapaz de tasarla. Sin querer, con ganas de ayudar, podemos equivocarnos
con quien tenemos al lado.
La deuda de este artículo es personal y quiere presentarse como una declaración de incondicionalidad. Si las páginas más conmovedoras de Otra vida para vivirla
contigo, suponen una declaración descarnada cuando el amante se casa con otro, yo
hago aquí una confesión de amistad. Ni siquiera me interesa valorar el comportamiento
de algunos personajes o el concepto de libertad e independencia que recorre la historia.
Y la verdad es que da para mucho el modo en el que un ser aparentemente libre, no me
importan lo que los demás piensen de mí, puede caer en la falta absoluta de
escrúpulos: me traen sin cuidado los demás. Narciso es una de las claves del neoliberalismo.
Pero no voy a entrar en eso. Sólo quiero confesar que sea como sea el final, y da igual
qué tipo de amor o qué tipo de dolor,siempre estaré de parte de Eduardo Mendicutti.
Las personas normales
Me gusta el novelista norteamericano Richard Ford. Leo su último
libro, Canada (Anagrama, 2013), y me conmueve la historia de un adolescente obligado por los giros bruscos de la realidad a perder la inocencia de manera angustiosa. Sus
padres forman un matrimonio normal, pero de pronto se convierten en los atracadores
de un banco.
Los matices de la novela ponen, claro está, en cuestión ese de pronto. Los recuerdos, las
historias personales, algunas escenas conservadas en la memoria, iluminan antecedentes
y señalan un proceso. Pero se trata de una elaboración que sólo cobra sentido después
de que los padres del protagonista se metan en un coche y crucen las carreteras de Dakota del Norte para atracar el Agricultural National Bank de Creekmore. Antes, con toda
su historia a cuesta, podían representar el papel de la pareja convencional formada por
un exmilitar de las fuerzas aéreas y una profesora de literatura con pretensiones líricas.
Sus dos hijos, sus casas, sus traslados, sus desavenencias, entran en la normalidad, que
es un territorio, como se sabe, poco pacífico y lleno de serpientes de cascabel. “Cuanto
más posponga calificar a mi padre de criminal nato, más precisa será esta
historia”, afirma el protagonista.
Conmueve seguir los recuerdos de un niño o un adolescente que busca una segunda
oportunidad después de que su vida quede rota. Conmueve acercarse a ese punto de no
retorno que delimita el antes y el después de un destino. Pero como cada lector arrastra
en los ojos sus obsesiones, y yo vivo ahora en un país que necesita cambiar de rumbo con urgencia, me he instalado desde el principio en la quiebra, el modo en el que
una postura ordinaria convive con la opuesta o el momento en el que las personas normales se consagran al crimen.
Las crónicas periodísticas están llenas de ese tipo de asombros. Cuando se produce un
asesinato, los vecinos del culpable suelen hablar de su sorpresa. Nadie se explica cómo
una persona tan normal ha podido dar cuarenta puñaladas o apretar el gatillo de forma
compulsiva contra la víctima. Ninguna sospecha en el sol de las mañanas de domingo,
la panadería, el quiosco de prensa o el ascensor de la casa. El asesino saludaba con cortesía, dejaba el paso a las señoras y cargaba con la bolsa de la compra o la maleta del
anciano. Y de pronto… En la normalidad sonríen los maltratadores, los violadores,
los asesinos, la estafa, el ladrón, el terrorista, gentes con buenas palabras y con hijos que llevar al colegio.
Claro que las sorpresas van casi siempre en la misma dirección. De la normalidad a la
catástrofe, de la buena educación a la sangría, de las actitudes corteses al cadáver. ¿Qué
pasaría si ocurriese lo contrario? Si de pronto, un día cualquiera, en una calle o una plaza cualquiera, el viento cambiase de dirección y las veletas marcaran hacia la alegría en
vez de señalar la indignidad y la tristeza. Imaginemos una crónica periodística en la
que se contara que el especulador se ha convertido en un activista solidario, el avaro en una persona generosa, el corrupto en un ciudadano avergonzado que pide disculpas por sus actos y dimite de sus cargos, el indiferente en un corazón preocupado y el
miedoso en un ejemplo de coraje cívico.
No nos quedemos cortos a la hora de imaginar unas elecciones llenas de asombro. Después de mil protestas contra la injusticia, el paro, la corrupción y la indignidad laboral
en España, la gente suele votar a los dos partidos mayoritarios que han protagonizado la corrupción y la política neoliberal causante del paro, la injusticia y la indignidad laboral. ¿Y si un día nos llevásemos una sorpresa agradable y la gente dejara de votarlos? Personas normales que de pronto se convierten en votantes decididos a cambiar
las cosas.
Todo es posible. Richard Ford nos ha contado en una novela muy recomendable, Canada, la historia de Dell Parsons, un adolescente que de la noche a la mañana se convierte
en el hijo de unos atracadores de banco. La vida puede sorprendernos al revés. Nosotros podemos sorprendernos a nosotros mismos. Rosalía
El Consello da Cultura Galega celebra este año el 150 aniversario de la publicación de
los Cantares gallegos de Rosalía de Castro. Quedan pocas dudas de su importancia tanto en la consolidación de la lengua y la literatura gallega, como en el desarrollo de la
poesía simbolista española. Paradojas de la vida, sus tristezas fueron un bien lírico. La
tristeza de En las orillas del Sar significó el paso del dolor espectacular del Romanticismo a un lenguaje suavísimo, de malestar íntimo, precursor del simbolismo. Juan
Ramón Jiménez y Antonio Machado le deben mucho a Rosalía. Los abismos entre la
palabra y la idea no se salvan a través de la gran oratoria y la elocuencia. El pensamiento camina con otro ritmo pausado, lleno de sugerencias, alejado de los gritos. A la hora de definir la personalidad de Rosalía de Castro conviene tener en cuenta su
orgullo poético. Creo que esa fue la razón de muchas de sus decisiones y de la riquísima
forma que tuvo de relacionarse con las identidades. El discurso duro de la identidad
tiende a fundarse en el yo soy. Se trata de una seguridad afirmativa que suele seguir un
guión preestablecido, una palabra más inclinada a las esencias que a la conciencia. Me
gusta pensar que el orgullo poético de Rosalía se acerca a otra identidad, la del yo
hago. Los sentimientos se convierten en una responsabilidad con uno mismo y con los
demás. La experiencia es así un campo ético de decisiones en el que el inevitable yo soy
queda superado por la dimensión moral del yo hago. Por ejemplo, de la poesía que yo
hago.
Rosalía mantuvo en este sentido una relación precavida con las identidades. Las dos
más importantes para ella fueron su condición de mujer y su origen gallego. Nunca
negó, claro, la importancia de estas dos raíces. No se trataba de negar el hecho de ser
mujer, pero sí de enfrentarse a lo que se esperaba de ella por ser mujer según las costumbres de su tiempo. El paradigma de la condición femenina establecido en su época
identificaba el alma de la mujer con un sentimiento tierno muy útil para convertirse en
hija obediente, esposa amante y madre entregada. La estirpe de los ángeles de la casa.
El orgullo poético invitó a la rebeldía. Escribe en Follas novas: “Daquelas que cantan as
pombas i as frores, / todos din que teñen alma de muller”. Como se esperaba de ella que
cantase sobre palomas y flores, asumió la ruptura con esa definición de lo femenino. Es
la misma rebeldía que la identifica con los emigrantes, con las víctimas de los poderosos, con la denuncia de la hipocresía y con el dolor de las mujeres abandonadas. Se niega a cuidar los pichones y los rosales que deja el hombre cuando decide irse:
“que sequen, como eu me seco, / que morran, como eu me morro”.
Muy conocido es el episodio de 1881 que le llevó a afirmar: “ni por tres, ni por seis, ni
por nueve mil reales volveré a escribir nada en nuestro dialecto, ni acaso tampoco a
ocuparme en nada que a nuestro país concierna”. Había escrito un artículo titulado“Costumbres gallegas” en el que hablaba de la hospitalidad primitiva y masculina de algunas
aldeas marineras. Los navegantes de paso disfrutaban del derecho a dormir con una mujer del lugar. Las críticas que sufrió Rosalía por “calumniar” las costumbres gallegas le
hicieron acordarse de todo lo que había hecho por la lengua y la cultura de su país y decidió, consciente de su propia valía, cambiar de lengua. Era tan gallega como la saudade, los robles o la lluvia, pero no estaba dispuesta a aceptar una forma única y
correcta de ser gallega. Escribió en español En las orillas del Sar.
Los lectores del prólogo a Follas novas sabemos que otras razones literarias, propias de
la época, ayudaron a motivar el cambio de lengua. Pero conviene destacar lo que hay en
Rosalía de orgullo poético, de conciencia de sí misma, dispuesta a no aceptar ninguna
consigna que estuviese por encima de su voluntad y de su ética. Su palabra se situó más
allá de cualquier fe. Las identidades del yo soy diluyen nuestra responsabilidad. Por eso
me gusta identificar con el yo hago a Rosalía de Castro y al orgullo poético más
consciente.
Falange y literatura
El maestro José-Carlos Mainer acaba de publicar una nueva versión de su libro Falange
y literatura (RBA, 2013). Es una revisión muy ampliada (se trata ya de un volumen de
700 páginas) de la antología y el estudio que publicó en 1971 en la recordada colección
Textos Hispánicos Modernos de la editorial Labor. Resulta significativo que unos de los
historiadores de la literatura que con más interés ha perseguido la configuración del
pensamiento liberal y las letras de la España democrática, fueseuno de los primeros en
ordenar y analizar la literatura del mundo falangista. Mainer ha querido siempre
dibujar el panorama más amplio de la historia para buscar después los matices personales de cada autor en la lectura de los textos.
En la primera edición de uno de sus libros más importantes, La edad de plata (1975), la
cubierta apareció ilustrada por un mapa del sistema solar en el que autores como Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Juan Ramón, Salaverría o Víctor Pradera se mezclaban igual que los planetas y los satélites en las leyes de un universo. Fue un acierto
de los editores. No sólo sirvió para caracterizar el sistema literario español del primer
tercio del siglo XX, sino también para aludir a la perspectiva crítica de Mainer que ha
procurado siempre ordenar las voces y los ecos dentro de la experiencia histórica de la
sociedad española. Teoría, historia y lectura se unen en su tarea filológica.
En la nueva edición de Falange y literatura nos ofrece un pormenorizado análisis del
fascismo español, desde sus primeros síntomas al calor del pensamiento totalitario
europeo, hasta sus alegatos finales en la posguerra, cuando algunos de sus protagonistas
empezaron a convivir con la mala conciencia. La antología reúne, entre otros, textos de
Julián Ayesta, Agustín de Foxa, Dionisio Ridruejo, Rafael Sánchez Mazas o Ernesto Jiménez Caballero. A la hora de hacer recuento de historia literaria del falangismo, reconocemos algún hallazgo, alguna ráfaga de genialidad personal, un fondo sociológico de
interés y poco más. La Literaturas con mayúscula, pese a las sesgadas reivindicaciones
que a veces se intentan alentar desde el pensamiento equidistante o desde las ideologías
más reaccionarias, estaba en otra parte. No siempre en otro bando, pero sí en otra parte.
José-Carlos Mainer hace un estudio riguroso, ofrece datos, dibuja el horizonte, no entra
a discutir de política con los autores. Perosu estudio despierta en el lector la melancolía del progresismo español que intentó configurar una memoria distinta para España. Frente al autoritarismo imperial, los Reyes Católicos, Trento y el yugo y las flechas de la Falange, la estirpe liberal soñada en los Episodios Nacionales de Galdós, con
las Cortes de Cádiz al fondo y unas movilizaciones populares no sometidas al púlpito y
las cadenas, sino al compromiso rebelde contra el absolutismo.
Todavía sobrecoge ver una plaza llena de banderas españolas. La mitología nacional es
heredera aún de una parte de las consignas que recibieron los falangistas del pensamiento reaccionario y que intentaron unir con la modernidad de los movimientos totalitarios
del siglo XX. La historia liberal de España, de derrota en derrota, de olvido en olvido,
ha sido expulsada de la mitología oficial de su patria. Tienen poca cabida los valores
que se relacionan con la libertad de conciencia, el respeto y la decencia cívica. El
nacionalismo español no sube del pueblo al Estado, sino que baja de las élites a un pueblo que nunca ha podido apoyarse en una versión propia del Estado.
Esa herencia de precariedad intelectual y cívica se analiza en el ensayo de José-Carlos
Mainer a través de la literatura, los precursores, las memorias generacionales, la guerra,
los héroes, las nostalgias y las fantasías del falangismo español. Es un lujo leer a los
maestros en tiempos de miseria infectados otra vez de impunidad y barbarie. La
exaltación irracional de la juventud y el autoritarismo fueron dos de las consignas preferidas por los mandamientos fascistas. Tan peligrosos como los viejos cascarrabias son
los jóvenes que renuncian a su memoria. José-Carlos Mainer es un nombre mayor, un
maestro, que sigue enseñándonos a mirar la historia. Todavía una oportunidad
Imagine el lector un suburbio del que surge entre edificios desangelados una melodía de
Bach. Imagine un vertedero dominado por la carroña en el que aparece la gracia movediza de una ardilla. Imagine el instante de plenitud que ofrecen un recuerdo o unas rosas
en la fugacidad del tiempo. Imagine una cerámica precolombina en la que un hombre y
una mujer hacen el amor y viven un orgasmo que se mantiene a lo largo de los siglos,
mientras pasa junto a ellos la muerte y caen los imperios y las civilizaciones. Imagine
la desilusión, las utopías manchadas, el descrédito de las banderas y de los ideales.
Pero luego ponga al lado ese sufrimiento de las víctimas que moviliza nuestra conciencia y reclama una afirmación ética. Así es la poesía de Joan Margarit, así la de
José Emilio Pacheco. Hoy reciben juntos el premio Poetas del Mundo Latino que se concede en Aguascalientes. Cada edición reconoce la labor de dos autores, uno mexicano y otro extranjero, para
destacar los lazos culturales y el diálogo abierto de la poesía. Pocas veces pueden premiarse a la vez obras de tanta calidad y con tantas cosas que decirnos y que decirse entre sí. Son voces de personalidad muy distinta, pero con códigos literarios compartidos.
Uno escribe en mi lengua, pero no es de mi país. Otro es de mi país, pero no escribe en
mi lengua. Yo los admiro a los dos y siento que sus países y sus lenguas son míos gracias a la identidad de la poesía.Con su descarnada lucidez, después de pasearse en
frío por la realidad sucia de las catástrofes, la desolación y la injusticia, siempre
encuentran una nueva oportunidad para la vida.
Ninguno de los dos cree en la originalidad. Aman la tradición y reconocen el peso de la
comunidad social y humana a la que pertenecen. El poeta catalán vio en Joan Maragall
un edificio en el que ensamblarse con la ayuda de Espriu y Vinyoli. El poeta mexicano
despreció el miedo a las influencias para declararse heredero de López Velarde, Gorostiza, Sabines y Paz. Y los dos han preferido apartarse del ensimismamiento purista o
académico. Prefieren contar las cosas que conmueven a cualquier ser humano a través
de sus versos con olor a calle e historia. No escriben para poetas, sino para lectores,
intentando convertir sus obras en un espacio público que pueda ser habitado y revivido
por el otro.
Los dos creen en la personalidad singular, algo muy distinto en arte al fantasma torpe de
la originalidad. Estos poetas comunicantes muestran una personalidad marcada. Su experiencia histórica y sus ciudades, Barcelona y México, tienen que ver. Los procedi-
mientos literarios también. Los dos se han acostumbrado a perder sus geografías infantiles, a negociar con la memoria y el tiempo, a recibir la herencia de Baudelaire. Una determinada realidad nos hace, luego se deshace y nos deja solos, convirtiendo el mundo
en una alegoría en la que conviven las ausencias y el presente. En esa alegoría
habitan. El poeta catalán se ha forjado en la memoria de una lengua maltratada
por una guerra civil y una dictadura. El poeta mexicano viaja por la historia hasta las
culturas precolombina y regresa a la actualidad para sentir el terremoto constante y corrosivo de la negación.
Pero José Emilio Pacheco necesita el pudor, quiere esconderse detrás de una máscara,
dar a la palabra una objetividad que la distancie de su propio yo. Es un modo de buscar
la trascendencia de lo que se escribe. Joan Margarit, sin embargo, apuesta por el impudor, remueve su biografía, la convierte en literatura de manera constante. Se dice y se
cuenta con una energía que desnuda su propia intimidad. El yo procura en los dos casos convertirse en ficción, reclama la complicidad del lector, y lo hace a través de la
máscara objetiva o de la biografía elaborada. Distintos procedimientos en una misma
entrega a la ética de la poesía.
En los tiempos que corren, insisto, conviene destacar el rayo vital que se introduce una
y otra vez por debajo de la puerta de estos dos pesimistas metódicos. No hay mentira:
ahí están las guerras, la crueldad y los naufragios. Pero de pronto también está ahí la
luz, la compasión, la belleza, el amor que afirma su todavía y sugiere una segunda oportunidad. Las palabras de Joan Margarit y José Emilio Pacheco nos buscan, nos encuentran y nos hablan de uno en uno para devolvernos un instante, una mirada, una historia:
la dignidad de la vida. Tener trabajo no es tener un oficio
El oficio es un factor decisivo a la hora de generar elsentimiento de ciudadanía. Tener
un oficio nos vincula con la sociedad porque convierte el trabajo en algo más que en
un esfuerzo para ganarse la vida. Quien posee un oficio es dueño de su propia utilidad, se siente responsable de la finalidad de su trabajo. Poder vivir de acuerdo con una
vocación supone un lujo que estamos acostumbrados a identificar con la medicina, el
magisterio, la política o el sacerdocio. Pero es también una suerte sentirse responsable no ya de una carpintería, sino de los muebles de una carpintería, o de un tendido eléctrico, o de los motores de un taller, o de los cultivos de un huerto. El oficio
nos convierte en participantes y protagonistas de una sociedad. Nos define como seres
vinculados.
El invierno democrático que vivimos se debe entre otros motivos a la degradación de
los oficios. Porque tener trabajo no es lo mismo que tener un oficio. El desempleo provoca un horizonte de heridas muy amplio. No sólo nos deja sin trabajo, sino que además
degrada la soñada colocación que aspiramos a conseguir. Crea un ejército de mano de
obra disponible que abarata los salarios y que nos deja sin oficio y con poco beneficio.
Hay que estar a lo que caiga. Contratos temporales que hoy nos hacen camareros,
mañana conductores, pasado mañana vendimiadores, guardas de seguridad o albañiles. La cadena de producción a veces da trabajo, pero no permite la sabiduría y el
orgullo de un oficio. Nos define como seres desvinculados. Es muy difícil entender el
sentido social de un trabajo bien hecho.
La literatura me ha enseñado que el oficio puede ser agredido por dos extremos: la especialización y el desempleo. Dos maneras de romper el ámbito del trabajo como un
espacio de socialización.
La historia de Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de la novela El perfume de Patrick Süskind, es inolvidable y denuncia los peligros de una especialización sin conciencia de la realidad. Su capacidad para trabajar en la elaboración de perfumes se fue
encerrando en sí misma, transformándose en una obsesión, fragmentando las vidas, las
ciudades y los experimentos. Acabó en un fin que se desentendía de la responsabilidad
ética de los medios. No le importó convertirse en un asesino para alcanzar la esencia perfecta con el cadáver de sus víctimas.
Hay muchas formas de especialización, de obsesiva obediencia gremial, encerradas en
la historia de Jean-Batiste Grenouille. Los economistas dedicados a la especulación olvidan la responsabilidad social de su oficio y se dedican a acumular ganancias en nombre de sus jefes y de ellos mismos. No les importe matar de hambre, liquidar derechos sociales o empobrecer a la mayoría de los ciudadanos. Otras formas de ensimismamiento dejan también hueca la vinculación social de un oficio. Ha sido común a
lo largo del siglo XX que los escritores, sobre todo los poetas, olviden que el sentido de
la literatura tiene que ver con el conocimiento humano y la emoción, con el deseo de
contar historias para dar testimonio de la realidad, conservar la memoria de un patrimonio cultural y denunciar las contradicciones de un tiempo. Los escritores dejaron de trabajar para lectores, buscaron el aplauso gremial de otros escritores ysacrificaron la
imaginación moral de la literatura en beneficio de los alardes técnicos y del instante gratuito de los experimentos. Acabaron con el significado social de la vocación literaria.
Al otro extremo de los oficios está el desarraigo de la ignorancia, la nueva esclavitud
de una carne de cañón que sirve para cualquier cosa porque nada de lo que se le ofrece
tiene importancia. Su vida no posee otro reconocimiento social que el de su propia explotación. Hoy será usted esto, mañana lo otro y luego lo que caiga. Así se llega a
una generalización sirviente y humillada. Los oficios tienen poco sentido, pueden hacerse mal, no hay responsabilidad en ser periodista, o mecánico, o barrendero, o servidor público. La mayoría de nuestros políticos no responden a una vocación, no siente
el oficio, se dedican a conservar un puesto de trabajo. Obedecen, negocian con su miedo, renuncian a su conciencia, como las masas de la población desarraigada a la que intentan engañar.
Quien pueda vivir hoy de acuerdo con una vocación es un ser afortunado. Su realización personal responde a un sentido social. Se trata de una verdadera suerte, soportamos un tiempo en el que la educación pierde solidez junto a la artesanía, los maestros, el
saber y el compromiso. Ser poeta es algo más que un deseo de escribir endecasílabos
perfectos. Ser profesor es algo más que sentirse más listo o más informado que los
alumnos. Ser filólogo es algo más que aprender a elaborar una nota a pie de página. Tener trabajo no es lo mismo que tener un oficio.
Javier Krahe
El soneto suele ser una prueba de fuego para los poetas. Su rima estrecha y su estructura
fija retan la libertad de cualquier mundo personal. Hay que tener mucha energía lírica
para no acabar corriendo con la lengua fuera detrás de las exigencias de los cuartetos y
los tercetos. Sólo los autores más fuertes consiguen someter las rimas de la estrofa a
su capacidad de mirar y decir la realidad. No se desnudan por exigencias del guión,
sino que matizan, perfilan, eligen, imaginan, hasta ponerse o quitarse la ropa que ellos
mismos quieren.
Javier Krahe acaba de editar Las diez de últimas, un nuevo disco que me confirma
en mi admiración ante su intensidad lírica y su poder sobre las palabras. La rebeldía es una forma de resistencia que necesita fundar un poder alternativo sobre el lenguaje, y eso es lo que hace el cantautor en cada una de sus canciones. Yo también encuentro
en ellas “un inequívoco sentido satírico, provocador y crítico”, según afirmaba la sentencia judicial que lo absolvió de las acusaciones de ofensas a la religión por la famosa
escena del horno y el crucifijo. Pero encuentro también un sedimento cultural, inteligente y civil, un fondo de libros, ciudades, conversaciones y palabras, que resulta muy extraño en el mundo feo, católico y cruel que soportamos.
El Centro Jurídico Tomás Moro lo demandó por la proyección en Canal Plus de una película, Esta no es la vida privada de Javier Krahe, en la que se recogían unas imágenes
de una vieja grabación sobre la manera de cocinar un crucifijo y de mantenerlo tres días
en el horno. No era la primera vez que el cantante se veía perseguido por los inquisidores. Su canción “Cuervo ingenuo”, cantada con Joaquín Sabina para denunciar las
mentiras de Felipe González sobre la OTAN, desapareció del programa de Televisión Española en el que iba a emitirse. Las canciones y el pensamiento de Javier
Krahe incomodan a los partidarios de un mundo domado. Negarse a la mordaza trae
consecuencias y despierta la enemistad de los mandarines.
En este nuevo disco se publica una canción, “Fuera de la Grey”, en la que el músico
nos habla de sus relaciones con la religión. Es una pieza inteligente y honrada. No trata
de sacar partido publicitario a un juicio ruidoso, sino de explicar con humor la incompatibilidad de su mundo (mujeriego, ilustrado, solitario) con los rebaños de las
religiones. Pisa el suelo de las calles de Madrid, se repone de los ataques del inquisidor moderno y se mantiene alejado del Nirvana y de las praderas del simpático
Manitú. Se mantiene también en su sofá, buscando palabras e imaginando historias que
tengan poco que ver con las renuncias y las convenciones sociales.
Las diez de últimas no suenan a despedida, sino a apuesta rotunda por su propio mundo.
Se apunta él mismo a su manera de ser, a la cultura y la ironía que lo han caracterizado
desde los años 80 y los tiempos de La Mandrágora. Porque las estrategias de este provocador, repito, tienen que ver con un sedimento cultural que se hace evidente en los
primeros acordes y las primeras palabras. La cuerda conserva, con una ironía sentida, el
eco de la música de cámara renacentista y la poesía juega con las tradiciones. La canción que abre el nuevo disco, “Agua de la fuente”, cae sobre una de las referencias claves del simbolismo: el mensaje secreto de la monotonía del agua. Aquí no hay una verdad esencial que expresar, no hay dogmas ni certezas intocables, la palabra se instala
en un tal vez que fluye para contar el deseo, las historias de amor, las contradicciones de la vida y las debilidades de uno mismo.
Javier Krahe acompaña su disco con una edición de El derecho a la pereza de Paul Lafargue, el histórico luchador marxista. Si convenimos en traducir –para no entrar en más
debates– la pereza por el ocio, debemos aceptar que la degradación del tiempo de ocio
es tan dañino como el desmantelamiento de la dignidad laboral. En el mundo zafio e
injusto que nos cerca, Las diez de últimas de Javier Krahe invitan a sentir y pensar. Más
que al grito de los rebaños nos llevan a la complicidad de sus miradas sobre las palabras bien puestas y las historias que merecen ser contadas.
Enrique Morente
El 13 de diciembre se cumplen 3 años de la muerte de Enrique Morente en la Clínica de la Luz de Madrid. Oigo sus discos para recordar al amigo y voy del Homenaje a
Antonio Chacón, por el que recibió en 1978 el Premio Nacional al mejor disco de música folclórica, hasta Omega, la maravillosa aventura que protagonizó con Lagartija Nick
para cantar los poemas de Federico García Lorca. La versión del Pequeño vals
vienés dePoeta en Nueva York es una de las canciones que más me han conmovido nunca. Consigue acompañar mis peores soledades.
La cultura rueda, no se está quieta, es una lagartija en movimiento. García Lorca,
un poeta andaluz aficionado al cante jondo, viajó a Nueva York y en febrero de 1930
escribió allí un vals vienés para mirar hacia el hombro en el que solloza la muerte. Muchos años después, un joven canadiense llamado Leonard Cohen empezó a escribir
poemas por admiración a García Lorca y aprendió música con un guitarrista flamenco.
Ya convertido en un cantante famoso hizo una versión en inglés delPequeño vals vienés,
que Enrique Morente trajo de vuelta a España, apoyándose en un grupo de rock y en su
tímido acento granadino. Algunos de los matices que ahora oigo en los jóvenes flamencos de más interés son herencia de las indagaciones de Morente. Enrique fue un maestro a la hora de distinguir entre la pureza y los puritanos, es
decir, entre la tradición y los tradicionalistas. Respetar la exigente verdad del arte, amar
la historia de un oficio, no puede confundirse con la voluntad conservadora de la simple
repetición. El amor y el respeto no se miden con los códigos santificados por una academia. La memoria es vida cuando dialoga con el presente. Enrique aprendió de la
mano de Pepe de la Matrona lo que su maestro había aprendido de Antonio Chacón, y
los jóvenes aprenden ahora de él porque supo utilizar el pasado como una forma de
búsqueda, como un compromiso. Los tradicionalistas pierden la memoria con facilidad,
olvidan el instinto de búsqueda y la piel en carne viva del pasado.
Con su pureza y su rechazo al puritanismo, Enrique Morente nos dio otra lección
importante. Escucharlo supone entender la hermandad entre lo popular y lo culto, entre
el folclore y la alta poesía. Lo mismo trabajaba una letra campesina que componía
una Misa flamenca con versos de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y Lope de
Vega. Buscaba siempre la misma intensidad de quiebro, la misma sabiduría en las miradas y las palabras, la misma elegancia.
La humillación de la telebasura
Vivimos malos tiempos para la cultura. Pero nos equivocamos al preocuparnos sólo
de la falta de inversión pública y de las trabas e impuestos que cargan con voluntad
agresiva el teatro, el cine, la música, los libros y las demás actividades que suelen englobarse en la Cultura con mayúscula. La agresión más desoladora está produciéndose
sobre la cultura popular, ese sedimento de comunidad y de saberes que ha sostenido
durante tantos años la sensualidad, el respeto y las relaciones de la gente con la vida. La
telebasura, la humillación todopoderosa a la zafiedad y el mercantilismo, están dejándonos sin arraigo más allá del rencor y la sospecha. Junto a la desaparición de los oficios,
la conversión de la gente en audiencia es uno de los mecanismos más graves de perversión de la realidad. El tradicionalista pervierte la tradición, el puritano la pureza y el populista la cultura popular.
Recuerdo ahora la conferencia de Federico García Lorca sobre las canciones de cuna
españolas. Vuelvo a oír su Pequeño vals vienés en la versión de Leonard Cohen que
canta Enrique Morente. Pienso en la realidad de un mundo habitable por encima o
por debajo del mercantilismo. Pienso en una ciudad sin grandes producciones en la
que poder ir al cine, al teatro o a una librería decente. Pienso en una sanidad que no
convierta las enfermedades en negocio y la vocación médica en una máquina de emitir
facturas. Pienso en el amigo perdido. Hagamos greguerías
En la guía del teléfono está el nombre del Mecenas posible. ¡Pero cualquiera lo encuentra! Esta greguería de Ramón Gómez de la Serna, un escritor de nervio y vocación
desatada,podría aplicarse a la realidad de la cultura española. Tampoco abundan
hoy los mecenas, ya sean oficiales o privados, y tampoco falta imaginación para buscar
alternativas. Ramón la encontró en el periódico: Artículo de primera necesidad: el que
uno envía al diario.
Con motivo de los cincuenta años de su muerte, se ha recordado durante el año 2013 la
alegre figura de Gómez de la Serna. Falta todavía por llegar el acontecimiento más
importante, la aparición del volumen dedicado a las greguerías que, dentro de las
Obras Completas dirigidas por Ioana Zlotescu en el Círculo de Lectores, ha preparado la
profesora Pura Fernández. Está anunciado para las próximas semanas y será un acontecimiento editorial. La greguería es la seña de identidad de Ramón, su esfuerzo por
ir y venir del aforismo al verso, deteniéndose unos segundos en el espectáculo visual
de las palabras. El escritor llevó en la cartera, a lo largo de los años, las redacciones, los libros y los
continentes, el copyright de su invento. Por eso resultaba tan difícil como necesario poner orden en una selva disparatada. Las costillas del esqueleto simulan una jaula rota, de
la que se ha escapado el pájaro, escribió. Sin el volumen de las greguerías, las obras
completas de Ramón, que empezaron a editarse en 1996, son algo así como una jaula
sin pájaro. Los lectores saben que los buenos refranes están hechos con leche de oveja.
Pero saben también que Ramón añade un trozo de luna, un escaparate roto, una media
de mujer y una esquina del pecado original. En las greguerías, como en el cisne, se unen
el ángel y la serpiente.
Gómez de la Serna vivió la religión del instante desde su adolescencia. Vigiló las
novedades del mundo, las corrientes y movimientos de vanguardia, asomado a la
ventana de un torreón como quien mira por un periscopio.Saludó la vitalidad irresponsable de Nietzsche en sus primeras conferencias y se quitó su conocido sombrero
de hongo ante cualquier novedad. Convencido de que el tiempo no es oro, sino purpurina, se mostró muy crítico con los dogmas y las certezas eternas. Prefirió dejarse
arrastrar por el fluido vertiginoso de la vida moderna. Amó el cine, aunque nunca olvidó que los que van al cine se alimentan de fantasmas pasados por agua. Siempre supo
que en la circulación perpetua y cada vez más acelerada del mundo está escondida la
tragedia de un desarraigo, de una nada en forma de circo. Sí, el diablo suele vivir en las
alas del espíritu santo.
Su amor por las palabras es una herencia bien gestionada del simbolismo. Los poetas le enseñaron que las palabras son un pozo sin fondo, un río de sugerencias, matices y
sedimentos. Pero a Ramón le dio por pensar que, en el mundo de la prisa, no vale una
simple metáfora para comunicar las cosas. El poeta que pasa va tan orgulloso que nunca
quiere volver la cabeza aunque le chisten para hacerle ver que se le ha caído la inspiración. Decidió entonces caminar por la ciudad como literato, no como poeta, y se dedicó
a teatralizar el simbolismo en unas greguerías capaces de llamar la atención. Supo mirar
y contar: en el fondo de los espejos hay un fotógrafo agazapado.
En el fondo de su obra no hay una gran novela, un poema inolvidable, una obra de teatro decisiva. Pero están las greguerías, unos destellos que, bajo las aguas del espejo y
de la historia, suponen el encuentro de la literatura con las posibilidades y las exigencias
de un periódico. Gómez de la Serna se dedicó a twittear literatura, a su debido tiempo, con los lectores de la prensa diaria. Contó que los obispos se sientan en un automóvil como si fuesen recibiendo la confesión del paisaje. Denunció que la mano que pide
limosna muestra sin rubor las líneas de un destino aciago. Advirtió que las gaviotas son
la posdata del barco. Y recordó que comer en una embajada es comer protocolo con salsa tártara.
Hagamos greguerías. Contemos, denunciemos, advirtamos y recordemos de una sola
vez que En el restaurante del Congreso se sirven platos precocinados en los bajos hornos del banquero. ¿Ser poeta o ser poema?
Todavía conmueve y da que hablar la famosa escena en la que Hamlet ve a un sepulturero cantar mientras cava una fosa. León Felipe sacó una conclusión herida en uno de
los poemas más famosos de Versos y oraciones de caminante: “No sabiendo los oficios
los haremos con respeto. / Para enterrar a los muertos / como debemos / cualquiera sirve, cualquiera…menos un sepulturero”.
No faltan razones para temer a los profesionales que pierden el sentido humano de
su oficio. Sólo un tecnócrata puede llegar a dos de las conclusiones más dañinas del saber humano: el fin justifica los medios y los medios sin un fin están justificados por sí
mismos. La paradoja del tecnócrata es que busca su provecho en su insensibilidad, y
esto suele provocar un lío peligroso entre fines y medios que acaba con los motivos de
su vocación y, lo que es peor, con la responsabilidad pública de su oficio.
Los votantes también pueden caer en la tentación de latecnocracia electoral. Hace dos
años se extendió la idea ridícula de que una crisis económica la pueden gestionar mejor
los que están acostumbrados a tratar con el dinero. Si hay que hacer políticas de derechas, se dijo, será mejor que las haga la derecha. El resultado fue que los sepultureros se
pusieron de inmediato a cavar fosas y a cantar sobre nuestros cadáveres.
He escrito más arriba que León Felipe sacó una conclusión herida. Sus versos están heridos por una historia injusta y pueden infectarse, infectarnos, si acabamos aceptando
que nuestros oficios no tienen que ver con el respeto a nosotros mismos, que es el fundamento del respeto a los demás. Aunque parezca cursi reivindicar la vocación en estos
tiempos, creo que la herida tecnocrática es una de las primeras que conviene curar si
queremos devolverle un compromiso social a la economía, la ciencia y la política.
El historiador francés Marc Bloch escribió su Apología de la historia en un campo de
concentración, poco antes de ser fusilado por los nazis. Buscarle sentido a su vida supuso en primer lugar la obligación de encontrar un sentido para su oficio: “¿Qué artesano,
envejecido en su oficio, no se ha preguntado alguna vez, con un ligero estremecimiento,
si ha empleado juiciosamente su vida?” Este historiador, acostumbrado a los documentos, los datos objetivos y los análisis sociales, encontró parte de la respuesta en una advertencia profesional: “Evitemos quitar a nuestra ciencia su parte de poesía. Evitemos, sobre todo, como he descubierto en el sentimiento de algunos, sonrojarnos
por ello”.
Me gusta abrir como un abanico las palabras de Bloch. Cualquier oficio, ya sea técnico,
humanista o científico, conlleva un compromiso humano, una emoción sobre el sentido
del saber y del vivir, que puede identificarse con la poesía. En la tarea cotidiana se juega
esa dimensión ética que suelen traicionar los tecnócratas. El trabajo mal hecho tiene la
misma lógica deshonesta que una promesa electoral incumplida. Se ponen en juego
sobre todo las razones y las formas del vivir. En su último libro, El salto del ángel
(Aguilar, 2013), el filósofo Ángel Gabilondo escribe: “La verdadera mentira, lo que encierra una paradoja, no es que digamos lo contrario de lo que pensamos, es que vivamos
lo contrario de lo que decimos”. Los malos políticos nos hacen vivir lo contrario de lo
que dicen. Convierten la democracia no ya en una profecía mentirosa, sino en una mentira de vida, una estafa cotidiana.
Me parece que esa aspiración de verdad construida enlaza el vivir y el oficio, la conciencia y la mano, y justifica una de las confesiones más llamativas de Jaime Gil de
Biedma. En una recopilación de sus poemas, Las personas del verbo, admitió lo siguiente: “yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema”. Su oficio era inseparable de la búsqueda de una identidad vital y su personaje literario implicaba un modo de cuestionar y comprometer su yo biográfico.
La educación democrática insiste en que es tan importante formar como informar en
libertad. La voluntad de dar forma, esa formación de los profesionales bien informados,
es incompatible con la tecnocracia. Nos conviene mucho que los sepultureros, los economistas, los políticos, los poetas y los maestros hagan bien su trabajo. Sólo nos deben
tomar el pelo, y con respeto, en una peluquería de confianza. Evitaremos así los trasquilones.
En esta época de listas de libros para regalo, he citado una novedad y tres títulos clásicos. No es una mala medida de oficio. Creo que es un buen consejo literario: la mejor
forma de estar al día es leer tres clásicos por cada novedad.
El salto del ángel
¿Se pueden ensanchar los límites de lo posible? Ese es el verdadero desafío del
pensamiento. Il Tuffatore, el que se lanza y se sumerge en el agua, es una imagen elaborada por la poesía contemporánea. Proviene de la cultura clásica, de un fresco localizado en una tumba de Paestum, una imagen datada en el año 475 a C. Un saltador se
lanza al mar abierto desde las columnas del templo de Hércules, justo en la frontera del
mundo conocido. Nadará, pues, en el enigma.
Los periódicos suelen elegir un libro del año en los últimos días de diciembre. Se trata
de un ejercicio del que me considero incapaz, no por falta de generosidad, sino por exceso de admiración. Son muchos los libros que merecen mi gratitud en diferentes géneros y por diversos motivos. Pero hoy sí me atrevo a elegir el libro de estos años, o sea,
el libro que ha nacido al calor de estos años para convertir la actualidad no en una prisa,
sino en un reto intelectual, en un compromiso de cultura. Me refiero aEl salto del
ángel (Aguilar, 2013) de Ángel Gabilondo. Con la imagen de Il Tuffatore al fondo de
las ideas y la escritura, el filósofo se lanza a debatir consigo mismo los límites de un
pensamiento que necesita intervenir en la realidad y meditar asuntos como la libertad, la
igualdad, la educación, la austeridad, los recortes, la lucha o la paciencia.
El pensamiento es una materia tierna, flexible por necesidad a la presión exterior. Un
intelectual está en el mundo como cualquier ciudadano, pero su oficio, además, supone
una permanente meditación sobre la realidad. Resulta imposible quedarse al margen, no
aceptar la vinculación, la exigencia del decir y del actuar. Lo que puede aportar un intelectual no está sólo en el salto al vacío, en una radicalidad optimista o pesimista, sino en
su decir y su actuar meditado. Hacen falta valores desde los que justificar un comportamiento, aunque sea en la primera línea de fuego. Escribe Ángel Gabilondo:
“Los tiempos complejos, de importantes desafíos, han de ser aún más tiempos de convicciones, no tan volubles o inestables como los estados de ánimo. Ellas son nuestro
decisivo recurso”.
El libro huye de una elección rápida entre el pesimismo y el optimismo, tan cómoda
para el que siente miedo ante su propio desnudo cuando se lanza al agua. Pero las palabras consiguen en las convicciones un estado de ánimo afirmativo, sobre todo por su
cita con los clásicos. Del cercano Foucault, al que Gabilondo dedicó un libro, El discurso en acción (1990), para buscar una ontología del presente, vamos haciendo el camino
de Hegel, Kant, Cicerón, Aristóteles, Platón o Sócrates. Y es esta cita con los clásicos la
que mejor nos advierte: tenemos algo que decir ante esto que pasa, que nos pasa a
cada uno y a los demás.
Para adentrarse en la actualidad nada más importante que pertrecharse contra el actualismo. De ahí la obligación de acordar con uno mismo esa demora imprescindible
que pide mirar, escuchar, meditar y dialogar. Es una de las claves del libro: “Frente
al actualismo, empeñado en sacar provecho y en considerar que tal vez sólo puede suceder lo que cabe en un periódico o es susceptible de llegar a ser noticia, se trata de actualizar posibilidades y de ver cuál es el campo hoy de experiencias posibles”.
En un tormentoso debate en el Parlamento, el ministro republicano Fernando de los
Ríos llegó a afirmar que en España ser educado suponía un valor revolucionario. El orgullo humanista de Ángel Gabilondo, la lección de sus clásicos, propone un pertrecho
de democracia radical que también tiene valor revolucionario en el actualismo español.
Es necesario lanzarse al agua y comprometerse hasta el fondo, pero sabiendo que uno
no tiene la verdad absoluta, que se nada en mar abierto, sin conclusiones cerradas, y que
un argumento resulta más importante que una opinión, porque en su brazada implica
al otro, asume el acto de pensar y, además, el rito democrático de la conversación. Las palabras de Ángel Gabilondo son hospitalarias. Reciben la actualidad que llega a
casa, hacen de la meditación un diálogo con los clásicos y preparan los argumentos para
que el lector pueda habitarlos. Por eso digo que El salto del ángel es el libro de estos
años, el libro para estos años. Lo que ha ocurrido está ahí. Pero la templanza del filósofo le ha quitado a los sucesos la gabardina húmeda de las noticias y les ha ofrecido
una butaca y una taza de café. Como en la calle sigue lloviendo, dice, es mejor que nos
sentemos a hablar para elegir bien no sólo lo que nos afirma y nos hace, sino lo que estamos dispuestos a hacer y afirmar. Il Tuffatore salta desde las columnas del templo
de Hércules. Mujeres bajo sospecha
Veo por fin la exposición Mujeres bajo sospecha en la sede granadina de la Biblioteca
de Andalucía. Basada en una colección de artículos que ha coordinado, con el mismo
título, Raquel Osborne en la editorial Fundamentos, la exposición busca la memoria de
la sexualidad femenina desde 1930 hasta los años 80. Sin salir de la sala, esta magnífica
exposición muestra un relato difícil con final feliz. Las mujeres modernas de los años 20
y 30 iniciaron un proceso de emancipación que dio sus frutos con la llegada de la Segunda República en 1931. El derecho al voto, el divorcio, la presencia femenina en las
aulas y la emancipación económica de la mujer hicieron de España uno de los países
más avanzados de Europa.
Después llegó el golpe de Estado de 1936 para abrir un tiempo largo en el que el rapado
y el aceite de ricino simbolizaron una doble explotación. La represión general en la política, se duplicó para la mujer al convertir su cuerpo en un campo de castigo. Con la
agonía de la dictadura, las grietas de libertad –que siempre existieron frente a los dictados del poder–, lograron abrirse en un proceso de dignidad democrática. Aunque no
desapareció el machismo, la lucha feminista dio sus frutos y se convirtió en uno de
los motores principales de la transformación de España.
Sin salir de la sala, digo, el relato que forman los periódicos, las fotografías y los demás
documentos tiene un final feliz. El problema es salir de la exposición, caminar por la
calle y volver a una historia que sigue abierta, amenazadora, en manos una vez más
del pensamiento reaccionario.
Mientras cruzo la ciudad, me pregunto las razones del Partido Popular para promover
una ley del Aborto tan tradicionalista que ni siquiera conecta desde el punto de vista
ideológico con la mayoría de su tejido social. En una sociedad tan consumista como la
nuestra, en la que hasta los cuerpos y las sexualidades tienden a producirse como mercancía, no encaja un regreso desmedido a la cultura del nacionalcatolicismo. ¿Cuál es
entonces la utilidad de esta ley?
Cruzo los jardines del Genil. Cuando yo era niño, las parejas de novios buscaban el
atardecer de los castaños y los plátanos pararobarle un beso a las costumbres decentes. Poco después aparecieron también los homosexuales. ¿Qué argumento, insiste mi
meditación, tiene el PP para considerar de nuevo el cuerpo como un campo de castigo?
En primer lugar, desde luego, hay una constante del pensamiento antidemocrático. Si la
democracia supone el control del poder público desde la ciudadanía, es decir, un viaje
de abajo a arriba, el autoritarismo significa lo contrario, la obligación de bajar de lo público a lo privado para escenificar el control del poder. En el reparto de papeles del
machismo, la mujer es el corazón de lo privado. Humillarla, someterla, imponerle su
particular catecismo, es el signo más claro de la victoria.
¿Pero qué más? En segundo lugar, parece que el PP necesita medidas para tranquilizar y
mantener en sus filas a la extrema derecha. El asunto del aborto es una de ellas, sobre
todo sisignifica el sacrificio moral de Gallardón, un político que, con la ayuda de algunos medios de comunicación, representó por unos años el ala progre del partido.
¡Vaya ojo!
¿Pero qué más? En tercer lugar, la muleta del anticlericalismo ha sido siempre un buen
recurso para torear el odio del pueblo. Pasamos por unos momentos en los que, de forma descarada, se escenifica la promiscuidad de la derecha con los bancos, las eléctricas
y los grandes templos del dinero. El odio hacia estos templos empieza a pesar mucho en
la sociedad. No viene mal desviar la atención hacia los viejos altares y, de camino, enmascarar con la sotana moral del clericalismo la vergonzosarelación pornográfica del
PP y el dinero.
¿Algo más? Confieso que ya en la puerta de mi casa tengo delirios propios de un demócrata de izquierdas que lleva más de 30 años sintiéndose estafado por un sistema hipócrita. Y en mi delirio pienso que, de vez en cuando, el PP necesita echarle una mano al
PSOE para que el bipartidismo siga justificando el voto útil de los españoles. Lo que el
PSOE ha sido incapaz de promover con una verdadera renovación, se lo regala ahora el
PP. Señores, somos tan bárbaros que les conviene votar al PSOE, la izquierda con aspiraciones de Gobierno. Si tienen que castigarnos, que sea con nuestro amor de toda la
vida, nuestro enemigo más útil. Yo, que soy granadino, recibí la maldición de la madre de Boadil desde la cuna: lloro
como una mujer, ya que no he sabido defenderme como un hombre. Después de tantos
años de vivir bajo sospecha, está justificado que pague con la misma moneda.Medito,
sospecho, deliro.
La mujer en la ventana
Todos tenemos nuestras cosas. Nos hacemos de una manera, nos sentamos al lado de
una forma de ser, nos rodeamos de manías y de objetos. El uso humano llena a las cosas
de sentido hasta convertirlas en una costumbre, en algo vivo que mezcla la memoria con
la realidad del presente. Cuando nos vemos obligados a separarnos de nuestras cosas o
de nuestras opiniones, perdemos pie, sentimos vértigo. No es que nos quedemos en tierra de nadie, o que dejemos de ser de los nuestros, es que dejamos de ser. Tal vez cuesta
tanto trabajo separarnos de nuestras cosas porque esa fractura obliga a comprender que nosotros también somos objetos, mercancías, cosas de usar y tirar, un posible
desperdicio. El uso de las cosas llena al ser humano de sentido.
Voy al teatro, a la sala Mirador. Veo a Petra Martínez, bajo la dirección de Juan Margallo, hacer y vivir La mujer en la ventanade Franz Xaver Kroëtz. Se trata de la última
noche de una anciana en su casa. A la mañana siguiente la recogerá su hijo para llevarla
a una residencia. La casa, el mundo que ha habitado durante 40 años, fue declarada en
ruinas y la autoridad competente ya ha firmado el desahucio. Pero la ruina alcanza también los sentimientos, la identidad, la pertenencia familiar, porque sus hijos no pueden hacerse cargo de su falta de utilidad. Por mucho humor que sea capaz de convocar, por mucha ironía que utilice para negociar con ella misma y con la realidad, sabe
que es una cosa, una vida de usar y tirar.
Ella es ella y sus cosas. En el escenario sólo hay cosas y el monólogo gira sobre la operación de elegir aquello que puede llevarse al cuarto de una residencia. Aunque el argumento se detenga antes, uno puede imaginarse a la protagonista peinada y con una abrigo viejo, sentada en una silla, aferrada con las dos manos a su bolso, rodeada de un álbum de fotos, un jarrón, un candelabro, unos libros, y esperando a que vengan para llevársela. Es la historia de una anciana, pero la obra nos habla también de los emigrantes, de los exiliados, de todos los que por la condena de una realidad hostil se ven obligados a separarse de sus cosas.
Mientras la mujer va y viene del armario al aparador, de los cajones a las baldas de una
estantería, yo recuerdo el episodio deLas uvas de la ira de Steinbeck en el que una familia de granjeros de Oklahoma tiene que abandonar su casa. A veces mandan la edad y
los hijos, a veces los banqueros de California, Barcelona o Madrid, a veces las armas. El
coche se llena de baúles, maletas, cestos. Todo se va quedando por el camino igual que
la sombra de los protagonistas. A la espalda están los desahucios, la policía, las gue-
rras. En la nieve de los exiliados aparecen muñecas, cucharas o vestidos de novia.
La anciana no está sola. Habla con un canario desobediente e imprevisible que canta y
guarda silencio a destiempo. Es lo mismo que ocurre con la conciencia, una compañía
nerviosa que habla sobre lo que hablamos, escribe sobre lo que escribimos y borra todo
lo que pensamos para después exigirnos que volvamos a hablar, escribir o pensar. Las
conversaciones de la soledad suelen ser así, una imaginación que nos proyecta en
los objetos, los ruidos y los silencios. La obra tiene una vigencia hiriente. Vuelve a la sala Mirador 30 años después de que
Juan Magallo y Petra Martínez la montaran por primera vez. Vemos con nuevos ojos,
los de la realidad de hoy, una historia que nos acerca al drama de los desahucios, a los
desgarrones íntimos de la gente que procura sobrevivir y controlar sus llamaradas de
santa cólera, a la desolación que intenta no decirse la verdad sobre el dolor de una
traición. Imaginamos esas nuevas formas de pobreza y soledad de los ancianos con
pensiones miserables perdidos en las ciudades, sin dinero para pagar los recibos de la
luz y del teléfono..., o sin nadie a quien llamar. Seres que son cosas, una cosa más de
usar y tirar entre sus cosas.
La gran manzana se parece a un gran vertedero. No se puede ver otra cosa a través de
los cristales rotos de la ventana. La cultura del vertedero intenta presentarse como puro
entretenimiento, diversión superficial. Petra Martínez recordará el esfuerzo que, con 30
años menos, le costaba representar el papel de una anciana. No le resultará rara, sin embargo, su juventud de hoy, el convencimiento de que la cultura es algo que tiene que
ver con la sabiduría, la emoción y los valores más profundos de la vida. Muchos
años de buen teatro. Son las cosas de Juan Margallo. Las cosas de Petra. Memoria de un editor
Conocí a Jaime Salinas a mediados de los años 80. Dirigía entonces Aguilar, la editorial
para la que yo iba a preparar los tres volúmenes de la poesía completa de Rafael Alberti.
Nos reunimos en casa de Teresa, la sobrina de Rafael, con la intención de cerrar entre
todos los detalles. Había que casar los deseos del autor con las características del nuevo
proyecto de Obras Completas de Aguilar puesto en marcha por Jaime. La casa de Teresa
era entonces el hogar de Rafael y de sus amigos, un mundo familiar y alegórico en el
que Alberti acomodaba el presente con la intimidad de su memoria. Entre niños, jóvenes
poetas y cuadernos que recogían sus versos finales, habitaban las huellas del pasado, las
mil y una historias de los años felices de la generación del 27 y los azares de la República, la guerra y el exilio.
Jaime llegó a la casa no sólo como director de Aguilar, sino como hijo del poeta Pedro
Salinas. No me costó trabajo identificar su simpatía civilizada y la discreta
timidez de su conversación con un tiempo casi sagrado para mí. Pero un tiempo también peligroso cuando la carga de los mitos es tan pesada que corta la respiración y
abruma la voz propia. Jaime se dio cuenta de que yo me había fijado en el temblor de su
mano al coger una taza de café. Por eso me explicó que no tenía parkison y me contó
una historia... Juan Ramón Jiménez, el maestro de los maestros, visitó un día la casa de la familia Salinas. El traje blanco que vestía resultaba tan puro como sus poemas y como el respeto que despertaba entre sus discípulos. Con la complicidad de la torpeza infantil, la
mala suerte quiso que el niño derramase una taza de chocolate encima de la chaqueta y
el pantalón del invitado. Me armó tal bronca, explicaba Jaime, se puso de tal manera,
me dio tantos gritos, que desde entonces no puedo coger una taza sin temblar.
Jaime había crecido y trabajado en un tiempo de mitos sucesivos. Si sus recuerdos infantiles enlazan con los monstruos literarios amigos de su padre, al regreso del exilio se
encontró en Barcelona con Carlos Barral, Gabriel Ferrater y Jaime Gil de Biedma. Su
trabajo en la editorial Seix-Barral lo puso en contacto con un grupo deslumbrante en la
desolación de la posguerra española. Luego, instalado en Madrid, los días de Alianza
Editorial y Alfaguara le permitieron disfrutar de otra versión de la misma sabiduría, protagonizada en este caso por Juan Benet, Juan García Hortelano y Ángel González. Todas estas atmósferas, sobrecargadas de fumadores y de voces proclives a los excesos de
la inteligencia, invitaban a acomodarse en un segundo plano, en esa discreta timidez
de la cordialidad y el saber estar que caracterizaba la conversación de Jaime.
La editorial Alfaguara acaba de publicar un libro de Jaime Salinas titulado El oficio de
editor. Se trata en realidad de una larga conversación con Juan Cruz en la que usa la
misma cordura de siempre, pero con una extraña seguridad, para hablar de sus recuerdos
familiares, sus amigos, sus ideas socialistas, su participación en la Segunda Guerra
Mundial, su estado de ánimo en la España que encontró al regreso del exilio, su
trabajo editorial, su paso por la Dirección General del Libro y la condición de la derecha española. De verdadero interés es el análisis que aflora sobre el mundo de la edición, desde una época en la que se buscaba la calidad literaria y en la que los autores
eran lo importante, hasta el imperio de las ventas, los agentes comerciales y los responsables de marketing. El tono de la voz que habla depende de la intención del que escucha. Juan Cruz sabe
admirar y sabe escuchar, no es de las personas que se cargan de razones propias hasta el
punto de convertir sus oídos en rocas para que no penetren en él las palabras del otro.
Aunque a veces se intuyen diferencias de opinión, por ejemplo en asuntos como la situación política de Cuba o como el peligro de los grupos mediáticos, el que oye sabe
dar aquí una hermosa seguridad al que habla, le permite reconocerse como protagonista, decirse a sí mismo con sinceridad.
El 14 de abril del año 2010 invité a Jaime a una cena en homenaje a la República. Supongo que mi llamada debió responder a una sugerencia anterior suya. Hubo pequeños
discursos, reconocimiento a viejos luchadores y, como despedida, el canto de la Internacional. Recuerdo a Jaime con el puño en alto y la emoción en los ojos. Estaba enfermo, no tardaría en morir, pero una extraña convicción de vida se apoderó del él en aquel
momento para enseñar el corazón que había detrás de su sonrisa, sus palabras entrecortadas y sus reservas. Es la misma presencia que he sentido al leer este libro.
El original de El oficio de escribir, debido al propio carácter de Jaime Salinas y a las
quiebras editoriales, se perdió. Por fortuna ha reaparecido 15 años después. Merece la
pena recordar a Jaime desde la perspectiva que ofrecen estas páginas y meditar con él
sobre los tiempos que corren, los trajes blancos y las tazas de café. ¿Es el enemigo? Que se ponga
Miguel Gila sale al escenario, se cala la boina, guiña un ojo y descuelga el teléfono.
Consigue conectar con el enemigo. Está interesado en preguntarle cuándo va a atacar.
"¿Tan temprano?" "Nos van a pillar a todos acostados". "¿Y cuantos van a ser?
¡Tantos!" "No sé yo si va a haber balas para todos".
David Torres acaba de publicar Todos los buenos soldados (Planeta), una novela
que sitúa su argumento en la guerra de Sidi Ifni. Se trata de una guerra con batallas
reales que nunca llegaron a existir, porque la prensa franquista manipuló las noticias
hasta convertir el conflicto en una algarada de frontera. Miguel Gila es uno de los protagonistas. Contratado junto a Carmen Sevilla para divertir a los soldados, se ve envuelto en la atmósfera cuartelaria de la Legión, acentuada por una trama de excesos,
corrupciones y venganzas. De humorista pasa a ser sospechoso de un crimen.
La sospecha fue inseparable de la personalidad de Miguel Gila en la España franquista
de la primera posguerra. Había combatido en el bando equivocado y salvó la vida
gracias a un golpe de suerte, cuando ninguna de las balas de su pelotón de fusilamiento le rozó el uniforme. Todas se marcharon en busca de sus compañeros. Se marcharon
también los ejecutores chapuzas, sin tomarse en este caso la molestia de repartir tiros de
gracia. Cosas que pasan aquí, un ciudadano español puede ser fusilado varias veces a lo
largo de su vida.
"¿Es la fábrica de armas? ¿Está el señor Emilio, el ingeniero? Que se ponga. De
parte del ejército. Le llamo por un asunto de reclamaciones. Que de los seis cañones que
mandaron ayer, vienen dos sin agujero. Los estamos disparando con la bala por fuera. O
sea, al mismo tiempo que uno aprieta el gatillo, otro corre con la bala. Claro, pero se
cansa y la suelta. No sabemos dónde porque nunca vuelven"...
Las carcajadas de la tropa no suponen una simple celebración del disparate, sino el reconocimiento del mundo en el que viven. Bajo un calor de justicia que dificulta todas
las digestiones, los soldados acaban de recibir un envío de turrón y mantecados pasadas
ya las Navidades. Se juegan la vida en una guerra absurda, para defender una posición que admite poca defensa y con un armamento viejo. Combaten contra un
enemigo que ellos mismos han adiestrado en sus academias y sus ejercicios de campaña. Los gritos patrióticos y el militarismo bravucón son la máscara de un país ineficiente, hueco, desmantelado.
El tejido narrativo de Todos los buenos soldados, a través de los episodios, los diálogos y la voz literaria, revela que los excesos no son aquí un escape de la vitalidad reprimida, sino la escenificación de la mentira, la gran corteza de cartón piedra que recubre las injusticias y los códigos heredados de la victoria franquista. Bajo el águila del
Imperio, los himnos, los gritos de rigor y las grandes homilías, no hay nada, si no es la
degradación ética y unos espías vestidos de lagarterana, unos paracaídas rotos y
unos cañones sin agujero. Por concretar más, puede decirse que el agujero de los cañones no servía para el enemigo exterior, porque estaba hecho a la medida de los españoles desafectos al Régimen. El recuerdo de la mentira como el lugar rutinario de la existencia salta ahora del
pasado al presente. Los procedimientos degradados de la democracia española actual
cumplen un papel semejante a la bravuconería del militarismo franquista que describe la
novela de David Torres. No se deben confundir las situaciones, porque eso sería hacerle
un favor innecesario a una de las dictaduras más crueles del siglo XX, pero sí tomar
conciencia de la gran corteza de mentiras que se ha adueñado de la democracia
española. La mentira en forma de ruedas de prensa y de silencios, de medios de comunicación controlados, de multinacionales y bancos que subvencionan a los partidos para
privatizar la política. Bajo los debates y las reuniones de Gobierno, no hay nada, si no es
la degradación de la gran puerta giratoria en una economía especulativa.
Hoy sale Miguel Gila al escenario, nos guiña un ojo, saca su móvil y llama a unos
amigos que pueden llamarse Emilio Botín o Isidre Fainé. Que se pongan. "Oiga, es
que hemos recibido a un pasmado que dice que va a ser el próximo presidente. Sí, el que
viene envuelto en papel de Gas Natural. No, el de Endesa no, ese dice que va para ministro. Bueno, vale, ¿y cómo hablará? Es que me lo han mandado ustedes sin boca. Ah,
claro, que en otro envío mandan ustedes las palabras"...
José Emilio y la gran belleza
Uno empieza a morir en las agendas. El paso de los años se querella contra nosotros,
pero no por los números tachados en el calendario, sino por los que duermen sin voz en
las agendas. Uno no puede borrar los nombres y los números de los amigos muertos. Uno empieza a borrarse a sí mismo cuando los teléfonos pierden poco a poco la
vida. Aunque no estemos dispuestos a olvidarnos de ellos, sabemos que cada vez vivirán más pálidos, más encerrados en sí mismos, sin dejarse calentar por la luz del sol o
por la cena y la conversación de una buena noche.
Este maldito enero de 2014 ha llegado con un particular rencor contra los poetas. No
hacen falta muchas explicaciones para comprender que sus palabras están de más en un
tiempo sórdido.La única relación entre los números y la poesía humana se da hoy
en las agendas de teléfono. Son números de amistad, de recuerdos, de citas, viajes, cenas, pequeñas rencillas, secretos, alianzas, palabras puestas en común. Nada que ver con
los beneficios y los dividendos que hacen de los bancos una sede parlamentaria y de los
parlamentos una sucursal de la bolsa. El teléfono empezó a sonar con una crueldad impaciente en este maldito mes contra la
poesía. Primero, Juan Gelman, después José Emilio Pacheco, y luego Fernando Ortiz y
Félix Grande. El idioma y las agendas se han quedado temblando, están avergonzados
de sí mismos, como si nada tuviese derecho a acumular tanta desgracia. Nosotros no
podemos borrar sus números, pero ellos nos borran al morirse, nos dejan en los
huesos, cada vez más perdidos en un mundo vacío o, por lo menos, un mundo que
ya no es el nuestro. El silencio verdadero tiene un ruido: el de un teléfono que se marca
y suena sin que sea posible la respuesta.
“Antiguos compañeros se reúnen” es uno de los poemas más famosos de José Emilio
Pacheco. Una brevedad certera: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los
veinte años”. Esa composición recogida en Desde entonces hablaba, claro está, de la
degradación silenciosa a la que nos somete la vida, sus renuncias y sus traiciones. Pero
ocurre que la literatura es un rabo de lagartija y que se mueve por los libros y la historia
a su libre albedrío. No hace falta traicionarse, la lentitud de la vida es una película de
acción, las agendas tiemblan y acabamos siendo lo que no quisimos, los habitantes
de un mundo ajeno, voluntariosos vecinos de la nada, cada vez más solos y más llenos
de recuerdos.
Todos los teléfonos eran negros en mi infancia, estaban gravados por una menesterosa
solemnidad. Vuelven ahora a ser negros, por mucho que los móviles y sus fundas quieran invitarnos al colorido festín del consumo. Dan miedo las llamadas. ¿Quién ahora?
Carlos París, el filósofo que se atrevió a recordar que la ciencia y la técnica forman
parte de la poesía, porque piden a gritos una ética inseparable del corazón humano.
En medio de los días tristes y los teléfonos sobrecogidos, me consuela La gran belleza,
la maravillosa película de Paolo Sorrentino. Pese a su calculada lentitud, sus trucos poéticos y sus abreviaturas esperpénticas, es una película de acción. Y es que no hay otra
acción que la vida, los días que pasan y conducen a la vejez y la muerte. Sobran las
explosiones, los coches por el aire y los héroes de pacotilla. Ningún efecto especial es
más poderoso que el cuerpo envejecido, la empecinada resistencia a la decrepitud, los
amores rotos y las propias contradicciones. La belleza se convierte en una máscara en
los tenderetes del mercado y del dandi si pierde su conexión con la realidad humana,
con los argumentos de la soledad, el amor y la muerte. Es una película de acción, la única acción, La gran belleza de Sorrentino.
José Emilio Pacheco se alejó de la solemnidad del patriotismo en otro famoso poema,
“Alta traición”, de No me preguntes cómo pasa el tiempo: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares
suyos, / cierta gente, / puertos, bosques, desiertos, fortalezas, / una ciudad deshecha,
gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / –y tres o cuatro ríos”.
No hay otra, nuestros lugares son aquellos en los que damos la vida. Y ese es el lugar de
la belleza. Ese, y las agendas, los números de los amigos muertos. Para subir la cuesta
de este mes maldito, me abandono al penoso consuelo de pasear por los números y
buscar dentro de ellos algunas ciudades,puertos, fortalezas, cierta gente y tres o cuatro ríos. Y aceptar luego que uno va borrándose, que uno empieza a morir en las agendas. El buen juez
La vida, que es una retórica de los días, se cuela siempre en nuestro estilo. Cuando la
vida es altisonante, corremos el peligro de abultarnos a nosotros mismos, exorbitados y
sacados de quicio. Por eso conviene siempre volver a Azorín, a sus frases limpias y pudorosas. El escritor sabía que vivir es ver pasar las nubes y, sobre todo, ver volver. Igual
que regresan los escándalos, el deterioro de la política y los padecimientos del periodismo, regresa la necesidad de decir y de contar. Azorín es una de esas cosas a las
que conviene volver.
A principios del siglo XX, el pequeño filósofo caminaba por Madrid con un paraguas,
un sombrero de copa y una cajita de plata repleta de fino y oloroso tabaco. Nosotros
hemos tenido que dejar el tabaco porque, como los sueños, resulta peligroso para la salud, y bajo nuestro paraguas sólo cabe una humilde gorra para combatir el invierno.
Pero con gorra y sin tabaco vemos cosas muy parecidas a las de Azorín, el escritor que
aprendió la claridad y el diálogo directo con el lector gracias a las páginas de los periódicos. Lo despidieron de muchos, El País, El Imparcial, Diario de la Marina…, por
opinar a contracorriente, pero él aprendió a volver y a llevarse el buen estilo a su literatura. Lo mejor de la letras española ha vivido, y no sólo por cuestiones alimenticias,
con la ayuda de los periódicos. En La voluntad (1902), criticó de forma despiadada la España de la Restauración. La
mentira de los políticos había separado de forma tajante el reino oficial y la vida real,
las discusiones del Parlamento y las necesidades de la gente. La sucesión de turnos entre
los unos y los otros, los conservadores y los liberales, era una farsa que servía para consolidar el predominio de las élites. No es difícil comparar el cinismo de Romero Robledo, el cacique de la política que provocó su expulsión de El Imparcial, con el espectáculo del embuste sin sonrojo que campea hoy en las declaraciones del Gobierno y
de su partido. No es difícil sentir vergüenza ante algunas santas indignaciones de la
oposición, como si en dos años se hubiese olvidado de su comportamiento cuando estaba en el Gobierno.
Mi libro preferido de Azorín es Los pueblos (1905). Vuelvo a él y me encuentro con la
España de hoy. Basta con cambiar el sombrero de hongo por la gorra, los casinos por las
redes sociales y la hora del café por la llamada del móvil. Ya sé que es mucho cambiar,
pero también sé que bajo tanto cambio permanecen algunas cosas decisivas. La España
dormida de los pueblos de Azorín rodaba por la decadencia a fuerza de glorias falsas y
sueños imperiales. Nosotros rodamos también con la marca España en el
bolsillo, aunque las falsas glorias sean hoy deportivas y los sueños imperiales pinten
menos que la corrupción política aceptada como costumbre. La misma corrupción, pero
sin coartadas imperiales.
Leo El buen juez, un capítulo de Los pueblos compuesto por dos artículos publicados en
España los días 6 y 8 de septiembre de 1904. El escritor se acerca a la jornada laboral de un juez que cumple con su trabajo. Provoca un revuelo de extrañeza al dictar
sentencia contra los intereses del poder y de su orden. Lo normal es darle la razón a la
autoridad social, al rico, al que come caliente y duerme en un lecho de seda. Pero de
pronto el buen juez de Azorín, después de la lectura oportuna de las sentencias del presidente Magnaud, se pone de parte del que sufre y decide que la justicia no se basa en
cumplir a rajatabla las leyes, sino en reparar injusticias.
Lo ideal es que las leyes se identifiquen con la reparación de la injusticia. Pero la retórica que se cuela en nuestras sociedades suele servir de paraguas para el desmán
de los poderosos. Por eso el buen juez necesita con frecuencia buscar huecos, retorcer
un poco la ley, ir por delante para hacerla avanzar, con la intención de coser los desgarrones provocados por la injusticia. Si los ministros de interior retuercen la ley para violar derechos, los buenos jueces la retocan para impedir injusticias.
Leo a Azorín y pienso en el buen juez que toma declaración a una infanta de España
sospechosa de participar en asuntos turbios. Pienso en los jueces que no consideran
delito el escrache en el domicilio de los déspotas. Pienso en los jueces que paralizan
un desahucio, una expulsión de inmigrantes menores de edad o un proceso de privatización de la sanidad pública. Leo a Azorín y pienso que vivir es ver volver.
Pienso también que la calidad literaria es inseparable de la rebeldía. Conforme el maestro perdió indignación cívica, sus palabras se fueron quedando más huecas. Escribir y
vivir son dos formas de resistencia frente al poder de la muerte. Los ahogados
Los ojos abiertos de los ahogados son una interrogación. Miran a la muerte, preguntan,
piden explicaciones. Cuando la muerte ajena depende de nosotros, los ojos flotan
para siempre en la memoria. Recuerdo a Albert Camus, vuelvo al punzante sentimiento de culpa de Jean Baptiste Clamence, el juez peregrino de La caída (1956). Un hombre se cruza con una mujer en un puente del Sena. De pronto la vida se condensa en
unos segundos, en el vértigo de una decisión. La mujer es una suicida que se lanza a las
aguas del río. ¿Qué hacer? El hombre puede desentenderse, quedarse quieto, seguir camino. Puede también lanzarse al agua, dar socorro a la vida que se pierde.
La literatura es a veces una forma de consuelo porque su imaginación moral permite las
segundas oportunidades. Ocurrida la desgracia es posible volver al puente, cruzarse de
nuevo con la mujer, saltar al Sena para impedir su muerte. Pero la vida no suele ser tan
bondadosa ante lo irremediable. La culpa de Clamence define como una sombra la responsabilidad del ser humano. En medio del abusurdo, el azar, la hostilidad de la existencia, hay valores que dependen de nosotros y no se pueden traicionar de manera impune. Las caídas de los demás se convierten en nuestra propia caída, nos llevan a la
negación de nosotros mismos. Nos conmueve una lealtad humana que no sabe humillarse con tranquilidad ante la cobardía.
Las catástrofes del mar se desatan también en nuestros sentimientos, forman parte con
especial intimidad de la historia de los seres humanos, de las leyendas de la vida y la
muerte. La orilla, las tormentas, las islas, los naufragios y los barcos salvavidas están
pegados a nuestra piel literaria porque son una metáfora del existir. Los miedos y las
esperanzas tienen desde hace mucho tiempo, y desde hace mucha muerte, olor a
agua marina.
Resulta difícil archivar con tranquilidad la memoria del día 6 de febrero de 2014. Nos
hemos acostumbrado ya a la injusticia, la precariedad, la rabia y la mentira. Son nuestra
rutina, el veneno de cada día. Pero la muerte de los inmigrantes en la playa de Ceuta
clama dentro de nuestro ser como el viento en un abismo y nos coloca al borde del
precipicio. Es demasiado dura la escena de una policía aduanera que se desentiende de
la muerte de las personas. Más que salvar al que se ahoga, la orden se preocupa de que
los nadadores agonizantes no lleguen a la orilla. ¿Qué están haciendo con nosotros?
No entro en el agravante cruel de las balas de goma, los disparos de fogueo y los gases
lacrimógenos que aumentaron la desgracia. Aunque las fuerzas de seguridad se hubiesen
quedado quietas sin hostilizar a los indefensos, el abismo ético resultaría también demasiado profundo. ¿Cómo no lanzarse al agua para salvar al suicida, al inmigrante, al
ser humano que está a punto de morir delante de nuestros ojos? La pregunta va más
allá de la ideología del político que da la orden, del policía que se refugia en la obediencia. La pregunta me afecta a mí. ¿Qué están haciendo con nosotros, en qué país vivimos,
qué moral configura el día y la noche de nuestra realidad? Por encima de cualquier debate, es desolador asumir la situación a la que hemos llegado. Quien nos representa,
quien fue elegido para defendernos, ya no responde al grito de ¡hombre al agua! Asume
como algo normal que la preocupación prioritaria de su trabajo sea que un náufrago, el
otro, no llegue a la orilla.
Resulta imprescindible exigir responsabilidades públicas, claro que sí. Pero vamos a
cuidar también de nuestra vida privada porque están haciendo de nosotros algo muy difícil de aceptar, un musgo venenoso parecido al agua oscura y verde del pozo en el que
flotan los ahogados. Vamos a cuidarnos más allá de las órdenes públicas. Elijamos una
mañana de domingo y una vereda con árboles para caminar. Elijamos un buen paseo,
una buena película, un libro de Camus, una música, un recuerdo preferido, una conversación, un cumpleaños para querer a los amigos, una siesta para hacer el amor poniendo
mucha atención en cada caricia, en cada beso, en cada murmullo. Elijamos un buen periódico, una mirada que nos dé compañía. Elijamos cualquier cosa que nos salve de la
degradación y que nos ayude a recordar el oficio de ser o el instinto de lanzarse al
agua para salvar al desdichado que se esté ahogando.
¿Quién nos manda? ¿Quién fabrica nuestra realidad? Escribió Albert Camus que sólo
merecen piedad aquellos que han perdido el sentimiento de la compasión. Pues que
alguien se apiade de nosotros.
Hoy es siempre todavía
Más que acomodar las cosas, la ética dificulta los argumentos con su claridad. Para fundar una tranquilidad mentirosa, que es siempre la tranquilidad del poder injusto, las sociedades pretenden dividir a sus ciudadanos en dos especies: los que se engañan a sí
mismos y los que engañan a los demás. Pero llega la ética y nos avisa de que engañarnos a nosotros mismos es engañar a los demás y engañar a los demás supone engañarnos a nosotros mismos. Somos una conversación, palabras de ida y vuelta. La ética nos enseña que sentir es una forma de pensamiento y pensar el modo más humano de sentir. Si nos sirven las copas del bien y del mal, vivir con respeto no supone
elegir así como así, de buenas a primeras, el bien ofrecido en bandeja. Se trata de dudar
dónde está el veneno, de dudar sobre el bien y el mal para hacernos dueños de nuestras
palabras. El sí y el no ceden el paso al vamos a ver, vamos a tomarnos en serio el momento de la decisión. Los valores desestabilizan con frecuencia la lógica prevista por la
sociedad. Los valores salvan a la palabra de esa banda de tambores y cornetas que utilizan los tribunos para llamar la atención y exigir el consenso. Tener cuidado con lo que
se aplaude y lo que se niega: es la lección que Antonio Machado convirtió en poesía. Debajo de cualquier retórico hay un sargento chusquero. El sargento chusquero que
todos llevamos dentro.
Alejarnos de las certezas nos desorienta, nos convierte en unos perdidos. Pero saber
perder no significa renunciar a la victoria. Elegir en conciencia una derrota no supone
contentarse con la épica de los perdedores. Estar lejos, casi solo, exiliado, vencido,
tampoco es lo mismo que sentirse fuera de lugar. Cuando aceptamos que somos lo
que somos, nada más y nada menos, se comprende mejor lo que queremos conservar y
los que perdemos, lo que damos y lo que recibimos. Se abre además una relación distinta con el tiempo. El pesimismo y el optimismo desaparecen como razón de vida. El
triunfo deja de ser el argumento de la decisión. Empieza el orden de los valores.
Hoy es siempre todavía. Es el proverbio de Antonio Machado que recordé delante de su
tumba, en Colliure, el pueblo francés en el que murió hace ahora 75 años. Cuando Rafael Alberti recibió la noticia aún luchaba en Madrid contra los militares golpistas. Pero
dio la República por perdida. Otros escritores republicanos como Francisco Ayala y María Zambrano sintieron un mismo vacío.Machado, heredero de la Institución Libre de
Enseñanza, había fijado la dignidad social en la alianza de la educación, la cultura
y el trabajo. Esta fe le hizo envejecer a contracorriente. Mientras otros compañeros de
generación, muy revolucionarios en su juventud, se iban haciendo conservadores, don
Antonio comprendió que la libertad resultaba inseparable de la justicia social y la economía, tan inseparable como los sueños de la realidad. Su vocación de sentir y de pensar
al mismo tiempo, lo situó al lado de aquellos que estaban sufriendo.
En medio de la desbandada final, cuando salía al exilio por la frontera francesa, fue detenido con palabras secas. Mal está el mundo allí donde se secan las palabras. El escritor
Corpus Barga tuvo que explicar de quién se trataba y mostrar documentos oficiales del
Gobierno para que no lo encerrasen en un campo de concentración. Era el destino normal de los españoles que huían del fascismo. Machado viajaba con una madre enferma, él mismo estaba envejecido y enfermo, caminaba hacia la muerte inmediata
en una posada extranjera. La atención respetuosa al significado de don Antonio parecía más que lógica. Pero la separación del poeta y de su gente representó el verdadero
final del sueño republicano. La alianza de la educación y el trabajo estallaba como un
espejo roto.
Hoy es siempre todavía. Saber elegir una derrota ante la tumba de Machado, ponerse
por voluntad en el lugar de los vencidos, supone aceptar una tradición que no es optimista ni pesimista. Se trata de no sostener el relato en los triunfos, sino en las convicciones. Abro una vez más las páginas de Juan de Mairena y busco en el pasado motivos
para recuperar la confianza en un futuro sin sargentos chusqueros. La verdadera libertad
no está en decir lo que pensamos, sino en pensar lo que decimos. Los que nos invitan a
despreciar la política sólo quieren hacer su política sin nosotros. Nada justifica el desprecio a un ser humano, porque ningún adjetivo tiene más valor que el hecho mismo de
ser humano. La poesía es hospitalaria porque sabe ponerse en el lugar del otro y no deja
al otro sin lugar. El tú es tan fundamental como el yo. Palabras de Machado, palabras
que no conviene olvidar si queremos convivir con el futuro y con el pasado sin renunciar al hoy. Flores rojas, amarillas y moradas en la tumba de Antonio Machado.
Hoy es siempre todavía.
La verdad
Caminaba por la calle Fuencarral. Acababa de salir de un acto sobre Europa, o sobre la
realidad europea, o sobre los peligros del sentimiento antieuropeo, o sobre las mentiras del mundo que hemos creado. Muchas de las palabras oídas me habían parecido
también mentirosas. De pronto me encontré con unos músicos callejeros, tres violines y
un violonchelo, que estaban tocando a Beethoven. Me asaltó un repentino y agudo sentimiento de verdad.
La gente dudaba, volvía la cabeza, se detenía un momento, para seguir después con su
prisa. De vez en cuando alguien echaba una limosna en el plato que los maestros habían
colocado en el suelo. Porque sin duda eran maestros, tocaban muy bien, uno podía
imaginar largas horas de estudio y conservatorio en algún país del Este. En un margen de la calle, ahora ocupaban casi el lugar de los mendigos, pero seguían concentrados en la solemne dignidad de su música mientras la realidad caminaba con prisa hacia
otras soledades y otros asuntos.
Cuando uno se atreve a utilizar la palabra verdad saltan todas las alarmas. Enseguida protestan los miedos, el daño de los dogmas, los sermones, la conciencia de que
sólo existen puntos de vista, la sabiduría contrastada de que la realidad es una materia
flexible, líquida, dependiente de cada interpretación. Todo eso está muy bien, pero si
escribo esta columna es porque sentí que la verdad de Beethoven y de aquellos músicos
callejeros merecía en mí una segunda oportunidad. Como ocurre con algunos libros, algunos cuadros, algunos argumentos, a veces coinciden las cosas, lo que es, lo que vemos y lo que sentimos, y de nosotros un deseo de afirmación.
¿Nos atrevemos a afirmar? La cultura dominante lleva años invitándonos al
descrédito. Tener una convicción parece cosa del pasado, un hecho característico de
otras épocas peligrosas, cuando las ideas eran capaces de alterar el mundo y acabar en
revoluciones, odios ciegos, banderas sangrientas y campos de concentración. No es que
ahora falten la sangre, la muerte y la injusticia, pero las ideas que justifican su perpetuo
dominio se han convertido en una rutina, en normas que llenan el aire de nuestras habitaciones y la tela nuestros bolsillos, y no hacen otro ruido que el de la gente que pasa. La duda razonable ante el poder de los dogmas se ha transformado en el poder del cinismo, el relativismo, el nada tiene importancia porque no existe la verdad, y todo es
una farsa, y la representación parece inseparable de la mentira, y las convicciones son
un equipaje molesto para la prisa que nos lleva a nuestro comedor, o al escaparate de la
próxima tienda, o a la fiesta oscura de nuestra soledad. No hay tiempo para reconocer
la sorpresa de los músicos.
Aceptar un sentimiento de verdad suele ponernos en un compromiso. Resulta difícil dejar de comprometerse con una verdad, cerrar los ojos ante aquello que nos interpela y
nos afecta porque ya forma parte de nosotros, porque une lo que somos a las condiciones de la realidad. Y tampoco están los tiempos para compromisos, así que es mejor renunciar a la verdad, al sí o al no que se meditan con la lentitud de cualquier aprendizaje,
por ejemplo, del solfeo o la armonía. Sobran los vínculos, sobra el peso de un abrazo
que pretenda convertirse en algo más que la flor de un instante. Sobra el esfuerzo.
Supongo que dentro de la sensación de verdad que me asaltó en la calle había algo más
que la música de Beethoven. Supongo que allí vi representado el esfuerzo de unos músicos, su afán durante años por dominar un instrumento. Supongo que vi también el
compromiso de cuatro personas con una vocación malaventurada. Supongo que necesité darle la razón a la palabra verdad porque aquella belleza no enmascaraba, no suprimía las realidades feas, me obligaba a mirar un mundo precario en el que las palabras
Bethoveen, Europa, maestro, esfuerzo, compromiso y convicción eran situadas en el
lugar de la mendicidad, en los márgenes de una prisa cotidiana que ya no desea convertirse en relato. Supongo, además, que me sentí viejo ante el mundo que pasaba de largo
y consideré más patético disfrazarme de joven que aceptar la miseria de mis esfuerzos,
mis compromisos y mis convicciones. Cuenta la leyenda que Bethoveen gritó en una ocasión “mi música es para esa gente”,
porque quiso defender la dignidad del pueblo frente a los ritos de la nobleza. En la calle
Fuencarral, muy cerca de las putas de la calle Carretas, sentí que la música mendiga de
un violonchelo y tres violines era para mí. Es la verdad. Drama de mujeres
Las batallas ideológicas más importantes del siglo XX se han librado sobre el cuerpo
de las mujeres. La libertad y la represión entablan su duelo en el origen de la vida. Son
muy famosas las palabras con las que una madre tiránica cierra el argumento de La casa
de Bernarda Alba: “No quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara… ¿Me
habéis oído? Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio!” La represión suprime las
palabras, empobrece los vocabularios, prohíbe los idiomas. La represión ha borrado
también el pulso de la vida en el cuerpo de Adela.
Casi nadie recuerda, sin embargo, las palabras que inician La casa de Bernarda Alba.
Una criada se queja: “Ya tengo el doble de esas campanas metido entre las sienes”. Doblan a muerto. Las campanas pueden ser hermosas cuando forman parte del paisaje de
una aldea o cuando flotan sobre los amaneceres de una ciudad. Los decorados sonoros
nos ayudan a apropiarnos de un ambiente, como las viejas canciones que ruedan sobre
la barra de un bar o los asientos de un coche. Pero el significado cambia si las campanas
de la iglesia se meten entre las sienes. Es el ambiente el que quiere apropiarse de nosotros. El viento busca súbditos.
Las ideologías no viven como ideas abstractas. Procuran encarnarse en un cuerpo, meterse entre las sienes. Por eso las grandes batallas se libran sobre un cuerpo. El poder no
se conforma con dominar la plaza. Necesita introducirse en el cuarto de estar y luego en
el dormitorio. El poder que suena a campana en la plaza y en el salón se convierte así
en el tic-tac del reloj que marca los silencios de un cuerpo desvelado. El poder necesita
hacerse vida privada, intimidad. Por eso las grandes batallas se libran sobre el cuerpo de
una mujer. La sociedad contemporánea quiso ordenar la existencia definiendo la condición femenina como un ámbito sentimental propicio para lo privado y la intimidad. Es
la historia del ángel del hogar.
Cuando Federico García Lorca quiso indagar la presencia del poder en los últimos rincones de la casa, suprimió la mentira del ángel del hogar para enfrentarse cara a cara
con la represión y los deseos insatisfechos. Su drama de mujeres estalla cuando Bernarda quiere tapiar las puertas y las ventanas para que se cumpla un luto riguroso.
Pero todo es una mentira, no existe separación posible, no hay distancia entre lo público, lo privado y la intimidad. Las campanas que se meten entre las sienes ocupan todas
las habitaciones y tiemblan debajo de las almohadas. El agua corre libre en los ríos y se
mueve con fuerza en el mar. El agua de un pozo está quieta, no desemboca en ningún
sitio. Bernarda vive en un pueblo de pozos, su casa gira alrededor de un pozo y el pecho
de cada una de sus hijas es un pozo de insatisfacción y veneno.
Pocas reflexiones tan radicales sobre la geografía del podercomo la que nos encontramos en La casa de Bernarda Alba. Son razones muy profundas las que hacen que los
instintos de dominación, las ideologías totalitarias y las crisis económicas de nuestra
sociedad castiguen de forma directa a las mujeres.Doblan las campanas en las alcobas. Se intenta cancelar su libertad de conciencia en asuntos tan personales como la interrupción de un embarazo. Doblan las campanas en el cuarto de estar. La violencia de
género se apodera de la convivencia en un grado alarmante para toda Europa. Y doblan
las campanas en los talleres y las plazas. La crisis acentúa la desigualdad. Sin amparos públicos, sin ayudas sociales, sin políticas de igualdad, la economía es otra forma de
violencia para las mujeres que intentan trabajar, criar a los hijos y cuidar a los mayores. Unos obispos que no huelen a hombres, sino a hombres viejos, a sotana rehervida, ponen las campanas a doblar. Y ya tenemos el doble de esas campanas metido entre las
sienes.
Irina Kouberskaya y Hugo Pérez de la Pica dirigen una versión deLa casa de Bernarda
Alba en el Teatro Español de Madrid. Está en cartel hasta el 30 de marzo. Merece la
pena verla, salir del teatro con ganas de hablar, con ganas de pensar en el silencio, y en
las campanas, y en las alcobas, y en las plazas públicas, y enlas batallas que nos afectan a todos, aunque se libren sobre el cuerpo de una mujer. Los monederos falsos
Pesadilla de una noche de invierno. Vivir es aceptar la desorientación. Firmo este artículo con mi propio nombre, y lo hago por imperativo legal. De hecho no
me siento dueño de mis actos, de mis palabras, de mí mismo. Cierro los ojos y soy un
biombo surrealista, alguien que no tiene dominio sobre su identidad, y se desnuda, y se
convierte en pez, y después en pájaro, y más tarde en arlequín. No soy nada más que
un viento que pasa en forma de pesadilla por delante de un espejo.
Nací en el tiempo de la política y poco a poco me voy quedando sin tiempo. Pertenezco
a una época en la que los ciudadanos nos quisimos sentir dueños de nuestro destino a
través de la política. Las dictaduras, las injusticias, el capitalismo eran rocas que
podían romperse con la fuerza de la política. Es decir, de nuestra política. Tal vez no
fue más que un sueño hermoso, pero estaba ahí, a mi lado, en mi noche, ayudándome a
resistir las amenazas de la pesadilla.
De pronto la política empezó a convertirse en un argumento propio de Jacinto Benavente. Los personajes del sueño aparecieron vestidos de amos y siervos, de colombinas y
polichinelas, para gritar la moraleja de Los intereses creados: en vez de afectos conviene crear intereses. Con poca verdad y muchas ambiciones, los partidos tradicionales
fueron una trama de intereses particulares. El duro discurso de los aparatos jugó a perpetuarse y a convertir a los jóvenes en siervos de la ratonería y la mentira. Hacer política, también en nuestra política, dejó de ser el sueño que pretendía transformar el mundo.
Ahora se trata más bien de asegurarse un puesto en una dirección y un cargo en la vida
pública. Los jóvenes se disfrazan de viejos.
La descomposición de la política alcanza así un grado peligroso. El viento empieza a
repetir el eco de un desprecio. Una frase se instala en las plazas: no nos
representan. ¿Servirá la indignación para algo? Los partidos tradicionales deciden no
moverse ni un milímetro en sus comportamientos, así que dan lugar a que aparezca en el
horizonte una extraña figura. Un viejo, el viejo de siempre, disfrazado de joven. Recuerdo la obra maestra de André Gide, Los monederos falsos, una mirada desoladora a
la juventud de un París tomado por la mentira. La pesadilla sigue un camino, acelera y
no sabe detenerse.
Pertenezco al tiempo desaparecido de los sueños políticos. Por eso me duele que los
jóvenes de la política hereden los mismos vicios y las mentiras de los viejos. Nosotros,
los viejos, nuestra vanidad y nuestras trampas convertidas por los jóvenes en caricatura.
¿Podemos caer más bajo? Sí, podemos.
En un acto de vanidad y de marketing vergonzoso, el ideólogo de Podemos declara que
convierte a su movimiento en un partido político por imperativo legal. Desde luego lo
conocemos, es uno de los nuestros: ha aprendido con nosotros a mentir. Hace un partido
político porque necesita ser cabeza de ratón, aunque para eso ayude a cancelar la respuesta unitaria de la izquierda. Como los partidos políticos y la falta de unidad están
muy desprestigiados, se lava las manos y dice que se trata sólo de un imperativo legal.
Vanidad de vanidades y sólo vanidad en la fiesta del obispillo. Los poderes mediáticos
saben bien a quién halagan en cada ocasión.
Pobre política maltratada. Pertenezco a una época en la que la palabra Partido merecía un respeto por imperativo de clandestinidad. Los viejos y los jóvenes, los jóvenes y los viejos, somos incapaces de configurar una nueva mayoría, una alternativa.
Por eso la pesadilla se empeña en convertirse en profeta. Maldita sea la gracia, porque
no hay nada más antipático que un profeta. Pero es que la pesadilla sabe mucho por diablo, y tiene a Italia muy cerca, y toma nota de lo que pasó cuando los partidos políticos
tradicionales desaparecieron víctimas de la corrupción, la incompetencia y las tramas
mediáticas. Llegó una época peor, de más corrupción y más incompetencia. De esta forma los cambios de ciclo no son una buena noticia. Me lo repite la pesadilla
profética, maldita sea: los que no supimos configurar una nueva mayoría, sólo seremos
un peón más en la definitiva descomposición política. Ante un panorama fragmentario de desgobierno, los dos partidos grandes del sistema justificarán un pacto en nombre
de la razón de Estado. Como España no es Alemania, y los ciudadanos españoles no sacan beneficios de la situación neocolonial impuesta en Europa por la banca alemana, esa
gran coalición será la traca final del descrédito de la política y, sobre todo, del PSOE. El
estallido se producirá cuando ya sea imposible una alternativa razonable. Los lobos tendrán los colmillos más libres para su festín.
No me hago responsable de nada de lo que he escrito porque firmo este artículo con mi
nombre por imperativo legal. En realidad soy un pez que no quiere darle lecciones a
nadie,una golondrina sin voluntad de quitarle espinas a ningún Cristo, un viento sin
identidad, una mentira más en el espejo de mi cuarto de baño. Sin esperanza, con convencimiento
Leo La impotencia democrática. Sobre la crisis política de España (Catarata, 2014),
un ensayo de Ignacio Sánchez-Cuenca, compañero en las páginas de opinión de infoLibre. El argumento central del libro, sostenido con datos fiables y razones claras, señala que el proceso de unión en Europa ha significado en realidad el laboratorio para conseguir un compuesto político y social: la consolidación de una democracia liberal en la
que se mantengan los derechos civiles, pero de la que quede excluido el autogobierno,
es decir, la soberanía de los ciudadanos a la hora de decidir su futuro.
Se trata de algo más que de una sospecha. En una realidad globalizada, cuando la
economía especulativa adquiere un poder rotundo ante la economía productiva, el diseño del Banco Central Europeo y del euro ha facilitado una sociedad en la que el Estado
pierde un poder de decisión que se desplaza a las corporaciones financieras. Esta impotencia democrática para decidir soluciones ante una vida cada vez más precaria es la
causa del descrédito actual de la política por encima de la corrupción, el funcionamiento
opaco de los partidos o las contradicciones en la articulación territorial. El descrédito
es un problema más europeo que español.
El ensayo del profesor Sánchez-Cuenca es inteligente y, con buenos motivos, pesimista. Confieso que lo he leído con admiración, pero confieso también que a lo largo de sus
páginas he tenido que hacer muchos pactos entre mis ideas y sus razones. El peso de
una crisis económica general le sirve a Ignacio Sánchez-Cuenca para despreciar el papel
jugado en el descrédito de la política española por algunos asuntos propios: por ejemplo, una Transición insuficiente, una ley electoral ideada para consolidar el bipartidismo
y una corrupción demasiado escandalosa. También insiste en suavizar la responsabilidad
de los políticos para cargar contra el comportamiento de la banca. Si digo que he tenido
que pactar con frecuencia con los argumentos de su ensayo, no es porque respete a la
banca, sino porque estoy convencido de que la Transición, la ley electoral, la corrupción
y el bipartidismo, junto al incendio económico, desde luego, tienen una importancia
significativa en el descrédito generalizado de la política.
Opino con precaución, porque soy escritor, y por si faltaba algo ¡poeta! Sánchez-Cuenca ha mostrado en este libro y en otros artículos su desconfianza en la opinión de
los escritores que se atreven a hablar de todo. Pero en mi atrevimiento y en mis deseos de pacto saco fuerzas de la propia lucidez de La impotencia democrática, libro que
tiene por costumbre pactar consigo mismo en muchas ocasiones. La tecnocracia es para
su autor una tendencia tan peligrosa como el populismo a la hora de definir la política
de una sociedad. Si no debemos dejar en manos de los tecnócratas responsabilidades tan
altas como el gobierno de un Estado, tampoco hay por qué dejarles los artículos de opinión de un periódico.
Al hablar de la corrupción, Ignacio Sánchez-Cuenca duda de la eficacia de las simples
medidas políticas, necesarias por otra parte. Está muy estudiado que la educación de un
país en 1870 o incluso fenómenos propios de la baja Edad Media tienen que ver con el
impudor actual. Si esto es así, yo no me veo obligado a restarle importancia al peso
de una Transición que nos queda más a mano. La impotencia democrática señala de
manera muy lúcida que la anomalía española no se encuentra en una crisis general que
destruye riqueza, sino en el reparto injusto de sacrificios que ha abierto de manera vertiginosa la desigualdad entre las élites y la población. Quizá las razones de esa anomalía
se deban a una Transición que se fraguó para salvaguardar la prepotencia de las élites
económicas del franquismo.
Pensar en las peculiaridades de España no es sólo un asunto provinciano. Los estudios
sobre el regeneracionismo español y la generación del 98 que he tenido que explicar
durante muchos cursos como catedrático de Historia de la Literatura llegaron hace años
a la conclusión de que era tan inconsistente asumir explicaciones nacionalistas y aisladas sobre el alma de España como olvidar que la crisis general sufrida por la cultura europea al final del siglo XIX se vivió aquí de acuerdo con la realidad nacional de la Restauración borbónica. Me parece que hay también una manera española de vivir la
crisis europea actual, y en esa manera no carece de importancia el bipartidismo basado
en una ley electoral manipuladora que se pactó por las élites como valor preconstitucional y que ha infectado la labor de espacios tan decisivos como el poder judicial, el periodismo o los privilegios de la banca.
Que el PSOE, como indica de manera oportuna La impotencia democrática, haya recibido regalos tan generosos de los bancos, explica su comportamiento a la hora de negarse a cambiar una ley hipotecaria cruel que ha levantado a la población española contra
bancos y políticos. Los banqueros utilizan las leyes que aprueban los políticos. Esta situación española particular nos puede ayudar a sacar conclusiones generales sobre el
comportamiento de la socialdemocracia en la configuración de esa Europa en la que los
ciudadanos ya no son dueños de su futuro político.
En el famoso Pacto de San Sebastián que posibilitó la Segunda República se acordó sobre todo la necesidad de unir la justicia social con las formas de Estado. Creo de verdad
en la utilidad de ese tipo de pactos, y no en los que firman las élites para asegurarse la
ayuda mutua en el mantenimiento de sus privilegios. Un pacto entre el socialismo y las
formas de Estado puede ayudarnos a imaginar alternativas. Quizá así consigamos deshacer el entuerto y recuperar la fortaleza democrática, aunque para ello tengamos que
cuestionarnos una moneda y una Unión Europea ideadas para robarle el autogobierno a
los ciudadanos en nombre del capitalismo. No es asunto ya de militantes antisistemas,
sino de demócratas cansados de reyes, especuladores y políticos privatizados por la
banca.
Como Ignacio Sánchez-Cuenca, yo tampoco soy optimista. Querido Armando
España soportaba la piel amarillenta de los enfermos como si estuviese iluminada por
una bombilla pobre. Sí, contar España era hablar de niños descalzos a la entrada de
los pueblos, de caminos de herradura, plazas sucias, fondas descuidadas y tabernas con
vino peleón. Era hablar del miedo a la Guardia Civil y de recuerdos callados bajo una
atmósfera sin higiene, como los retretes y los suburbios.
Contar España: eso es lo que hicieron un grupo de narradores sociales en los años 50 y
60 del siglo XX. Antonio Ferres, Alfonso Grosso, Jesús López Pacheco y Armando
López Salinas optaron por un realismo descarnado para hablar de la miseria como
una parte más de la represión política. El hambre forma siempre parte de la represión
y el castigo, muerde igual que una paliza en un cuartelillo o el sonido de un disparo en
una cuneta. La gente no podía votar, la gente se jugaba la vida en obras peligrosas por
un salario ruin, la gente dejaba el campo para buscar una chabola en las afueras de la
ciudad o para hundirse en la explotación de una mina.
Contar la vida de la gente. Bertolt Brecht se preguntó muchas cosas. ¿Quién construyó
Tebas, la de las siete puertas? En los libros sólo aparecen los nombres de los
reyes, pero no resulta creíble que ninguno de ellos arrastrara los bloques de
piedra. César venció a los galos. ¿No llevaba siquiera a un cocinero? Un gran hombre
nace cada diez años. ¿Quién paga los gastos de su grandeza? Preguntas de Brecht, preguntas de los novelistas sociales que quisieron contar España y contar la vida de la gente que, mientras sufría la miseria como una forma más de castigo, tejía poco a poco un
país roto con sus trabajos mal pagados, sus migraciones y sus sacrificios.
La muerte esta semana de Armando López Salinas no sólo me ha afectado de manera
íntima, sino que me ha hecho pensar en la otra cara de la Historia, una tarea imprescindible en medio del circo mediático que dobla sus campanas por los césares y los padres de la patria. Conocí a Armando en los primeros años 80, cuando llegó a Granada
como miembro del Comité Central del Partido Comunista para hacer campaña electoral
por la provincia de Granada. Fue un honor viajar en coche con él por carreteras muy
secundarias y hablar a su lado en un escenario. Había leído sus libros, estaba enterado
de su historia.
Después de ganar el premio Acento de relatos, Armando publicóLa Mina, finalista del
premio Nadal en 1959. La solapa de la primera edición contaba que, después de cursar
tres años de bachillerato, tuvo que ponerse a trabajar al concluir la guerra. Fue pintor de
brocha gorda, llevó la maleta de un representante de zapatos, ejerció de auxiliar en una
oficina y estudió para calcador y delineante en una fábrica de manufacturas
eléctricas. Era la biografía lógica de un hijo de militante anarquista, vencido como
la República y juzgado en la posguerra. La lectura apasionada le enseñó que la escritura es un ajuste de cuentas con la realidad, un modo de nombrar todo lo que sufre pena
de silencio. En Colliure, junto a la tumba de Antonio Machado, un jurado compuesto por Carlos Barral, Antonio Ferres, Juan García Hortelano, Juan Goytisolo, Manuel Lamana, Eugenio
de Nora y Manuel Tuñón de Lara, le concedió en 1962 el premio Ruedo Ibérico por la
novela Año tras año. Recuerdo que una muchacha le dice a su padre al final de la historia: “Esta casa es como España, sucia y fea. Pero se puede arreglar. Habrá que cambiarlo todo, habrá que hundir la piqueta hasta que salga el rojo de los ladrillos”. Para hundir la piqueta de la literatura y contar España, Armando ideó libros de viajes.
Las crónicas de Caminando por las Hurdes, escritas junto a Antonio Ferres, tuvieron
tanta repercusión queJean Paul Sartre mandó traducirlas y las publicó en Les Temps
Modernes. Con Alfonso Grosso redactó Por el río abajo, un testimonio de la vida de
los pueblos del Guadalquivir. Literatura social, seca, de tricornio y sed, de resistencia, dolor y esperanza. La crónica de viaje huyó del costumbrismo para contar la realidad del país.
Armando sacrificó después su dedicación a la literatura por una entrega plena a la militancia en el Partido Comunista y a la lucha clandestina contra la dictadura. Poco a
poco se fue alejando de las letras. Aunque la exigencia de la política no fue la única
causa. También pesaron los caminos tomados por un mundo literario novísimo que
pronto se dedicó a hablar de Venecia o de Barthes para celebrar la inmediata entrada de
España en el capitalismo desarrollado. La narrativa social estaba de sobra en una narrativa poco aficionada a narrar. El desprestigio de la política en nuestro país es un
asunto más viejo de lo que se cree. Ser escritor ayuda a saberlo.
Me gustaba hablar con Armando de literatura. Me gustaba oírlo recordar su infancia en
Madrid. Y contaba historias de la clandestinidad, de sus colaboraciones en La Pirenaica,
de su Partido. Era un hombre bueno y justo. Era una de esas personas que se borraran en la historia para que brille solitaria la figura de César.
La soberbia de la señora
Soberbia: altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros. Vanidad: arrogancia,
presunción. La soberbia se define por el desprecio a los demás. La vanidad tasa los méritos propios de manera excesiva. El populismo dicharachero de Esperanza Aguirre
siempre ha tenido más que ver con la soberbia que con la vanidad. La simpatía y
desenvoltura de esta política madrileña no se fundan en la confianza que le merecen sus virtudes o en la necesidad de defender de manera rotunda y sin pelos en la lengua sus convicciones. Más bien se trata de una soberbia natural, esa que siente la dueña
de un cortijo cuando habla con sus criados.
Esperanza Aguirre es una mujer literal, no genera incertidumbre, no se escuda en la pátina mentirosa de la política. Sus actitudes se acercan en cada momento a una definición
palpable de la realidad. Si abandona el disfraz de la solemnidad es porque vive con la
energía secular de una estirpe que no necesita justificar el origen de su poder. España y
Madrid son un cortijo. España y Madrid pertenecen por nacimiento a una casta, a
una élite. Cualquier alternativa a lo establecido por la tradición es un atentado injustificable que no se debe tolerar. ¿Ustedes qué se han creído? Cuando la señora Ama de un
latifundio da explicaciones, no necesita argumentos, excusas, motivos. Basta con la
propia desfachatez de su existencia.
España es un cortijo. Nunca se ha visto razonable que una pareja de guardias civiles le
pidan a un cacique la licencia de caza cuando pasea la escopeta nacional por sus
propiedades. ¿Qué es la autoridad legítima? El orgullo civil de un pueblo que quiere
vivir en condiciones de igualdad. La autoridad puede convivir con la vanidad, con la
fatuidad ridícula de algunos padres de la patria (expolíticos, experiodistas,
financieros…). Abundan en esta Corte de los milagros. Pero la autoridad democrática es
incompatible con la soberbia de los que se creen dueños de una nación por derecho de
nacimiento y de clase.
Recuerdo Los santos inocentes (1981), la maravillosa novela de Miguel Delibes, un retrato perfecto de la vida de cortijo en la Extremadura de los años 60. Mario Camus hizo
en 1984 un peliculón con Alfredo Landa, Terele Pávez, Paco Rabal y Juan Diego. El
señorito Iván hace y deshace a su antojo en la vida de Paco y Régula. Convierte las reglas en algo muy parecido a un capricho. Bajo la aparente cercanía, bajo las declaraciones de afecto, no hay más que soberbia y derecho de posesión. Con una buena
peluca rubia, Juan Diego clavaría a Esperanza Aguirre.
Doña Esperanza es una mujer literal. Pone en evidencia lo que sus compañeros de partido ocultan con la solemnidad desparramada y silábica de su hipocresía. Doña Esperanza se lleva la moto de la autoridad por delante. Cuando Mariano Rajoy afirma ante el
Parlamento que no tiene nada que ver con las cuentas de su tesorero de toda la vida, se
lleva también por delante la moto de la dignidad democrática de un país. Cuando Mariano Rajoy, María Dolores de Cospedal o Ignacio González no dimiten, después de visto lo visto y oído lo oído, se llevan muchas motos por delante y convierten a España en
una monarquía bananera donde la política no tiene pudor y la vida pública se instala en
la indecencia. El mérito de doña Esperanza es que arrolla de forma literal la moto del guardia que se
atreve a ponerle una multa por aparcar en un carril bus y en plena Gran Vía de
Madrid. Y no es que luego se dé a la fuga con la policía detrás, es que cambia de
olivo y de sombra en su cortijo. La calle, la ciudad y la nación forman parte de sus
propiedades. A cualquier ciudadano se le pediría la prueba del alcohol por haber actuado
así. Un cacique –digo yo- no necesita estar bebido para actuar de esa manera. Si los
criados no aceptan el arreglo de la simpatía, aflora la soberbia.
Una mujer literal lo hace todo evidente. Esa ha sido la historia de Esperanza Aguirre.
Llegó a la Presidencia de la Comunidad de Madrid porque dos diputados socialistas
vendieron su voto para cambiar la decisión popular. Si las discusiones teóricas meditan sobra la privatización de la política en manos de los intereses económicos y sobre la
pérdida de la soberanía popular, doña Esperanza aporta el ejemplo.
Ahora se discute también sobre una ley de seguridad ciudadana que humilla a la Justicia
y sobre unas fuerzas del orden que parecen marionetas manipuladas por el poder. La
soberbia de Esperanza Aguirre evidencia de forma clara qué significan la ley y la
policía para el PP. Un último ejemplo de literalidad: la estrategia de criminalizar a las
víctimas. La derecha española degrada la educación y convierte en culpables a los
maestros, procura hundir la sanidad pública y acusa a los médicos, liquida los derechos
laborales y responsabiliza de la situación a los trabajadores y a los sindicalistas. Pues
bien, doña Esperanza humilla a unos guardias, arremete contra un moto, sale pitando en
acto de clara desobediencia a la autoridad y dice luego que los pobres guindillas eran
prepotentes y machistas.
Pese a las tristezas, Los santos inocentes es una novela que acaba bien. El señorito Iván
se había pasado mucho al matar a la milana bonita, la grajilla de Azarías. El PP está
matando muchas grajillas. Espero que las urnas den respuesta a su soberbia. Carta a un poeta catalán
Querido Joan Margarit, no sé si te he contado que mi nuevo ordenador me saluda y me
despide en catalán. Lo compré estas pasadas navidades, porque el antiguo andaba mal,
muy fatigado por el uso de los años, los versos, los artículos, las novelas y las navegaciones. Cuando lo puse en marcha, su sistema operativo utilizó tu lengua. Cada vez que
lo enciendo, me abraza con un Benvingut. Cuando lo cierro, me da tres opciones:
Atura temporalment, Tanca y Actualiza y reinicia.
Y en esas estamos. Después de escuchar el debate parlamentario de esta semana sobre
el derecho de la sociedad catalana a la autodeterminación, me acordé de mi
ordenador. Las discusiones políticas se mueven entre la posibilidad de quedarse
suspendidos temporalmente, de cerrar o de actualizar y reiniciar. Ya sabes que soy
partidario de actualizar y reiniciar. Yo sé bien que tú has optado hace tiempo por el Tanca. Los dos sabemos que pase lo que pase podremos hablar de cualquier asunto sin dramatismos, porque la amistad, el respeto y la comprensión del otro favorecen la sinceridad y evitan los malentendidos. La sinceridad permite incluso un ámbito de complicidad. Si no he cambiado la lengua
catalana de mi ordenador, es entre otras cosas por homenaje a tus poemas, tus poetas y
tu lengua. Soy lector tuyo desde hace muchos años y me hiciste feliz al dedicarme el
poema “Exprés García Lorca” en el libro Estació de França.García Lorca, ejecutado en
mi ciudad, fue para ti un símbolo de la barbarie que padeciste en el
franquismo. Barcelona y la sociedad catalana fueron para García Lorca un símbolo de
vida y de modernidad frente a la España muerta de la Restauración borbónica. ¿Qué ha
ocurrido? ¿Por qué no es posible extender esta complicidad que sentimos nosotros?
Hace falta en primer lugar tomar conciencia de los errores. Tú has condensado la zafiedad de la España reaccionaria en el águila –y la gallinaza– de la bandera franquista. Las
declaraciones de amor a Cataluña de Mariano Rajoy en el debate conmovieron la memoria inmediata. ¿Cómo se puede ser tan impúdico? El desprecio del Estatut votado
por los catalanes, la actitud ante la lengua, el boicot al cava y las mesas callejeras
para pedir firmas ante el peligro catalán han escenificado una situación de crispaciones
poco acordes con la realidad. La utilización del anticatalanismo para conseguir consenso y votos en España ha sido una de las mayores irresponsabilidades del patriotismo
de la gallinaza. Esta tropa es capaz de cualquier cosa. Han provocado muchas heridas y
con los sentimientos no se juega.
Mi respeto, querido Joan, pasa por el respeto a tus sentimientos. Yo no soy nadie para
decir si tú debes ser o no español. Los conflictos en democracia se solucionan votando.
Y cuando las leyes se alejan de la realidad social es imprescindible cambiar las leyes para unir la legalidad con la legitimidad. El derecho a la autodeterminación parece
hoy una exigencia democrática en Cataluña. Si escuchaste bien las intervenciones de
Rajoy y Rubalcaba, cada uno en su tono, te sorprendería igual que a mí que los dos dieran ya por supuesta la victoria del independentismo en una posible consulta. Acto seguido se ampararon en la Constitución para declarar ilegal la voluntad de la mayoría.
Es un disparate dejar que el asunto se pudra y separar la democracia de la voluntad de
los ciudadanos. La inmovilidad conduce de forma irremediable a unas elecciones catalanas plebiscitarias y a una declaración de independencia del Parlament de Catalunya.
¿Eso es lo que se quiere? ¿No es posible la madurez democrática que encauce los
hechos y permita decidir con claridad y sin confusiones? Los sentimientos que no
encuentran respeto democrático, que no solucionan los conflictos en las urnas, están
condenados a la irracionalidad.
Sabes que soy sincero cuando defiendo el derecho de Cataluña a decidir sobre su independencia. Sabes también que yo no deseo el Tanca, la independencia. Además de demócrata, soy socialista (no me confundas, por favor, con Rubalcaba), y creo que para la
mayoría social de Cataluña y España vuestra independencia no va a significar el fin
del sistema bipartidista borbónico, sino un reforzamiento de las condiciones políticas y económicas de la derecha. No me creo a Artur Mas cuando destroza por ideología neoliberal la educación, la sanidad y los espacios públicos catalanes y utiliza la coartada de España para justificar el empobrecimiento de sus ciudadanos. Por eso estoy
convencido de que nos hacemos falta para luchar juntos en favor de una nueva ilusión
política que acabe con la corrupción, la prepotencia policial y los agudos desequilibrios
económicos de esta monarquía bananera. Las cosas están muy mal aquí. La debilidad
democrática española ha multiplicado por cien los vientos neoliberales que azotan a Europa.
Querido Joan, te escribo esta carta para decirte lo que ya sabes.Estoy contigo en la defensa democrática del derecho a la autodeterminación, pero -conseguida la consultano sería partidario de la independencia. No tengo ningún argumento para prohibirte decidir en libertad, para prohibirte que te vayas, pero tengo muchos motivos para rogarte
que te quedes.
Aunque no estés de acuerdo con lo que digo, ya sé que no me vas a malinterpretar ni a
desconfiar de la sinceridad de mis opiniones.Es un lujo hablar en amistad. El arzobispo Rouco Varela tiene poco que hacer con nosotros en su intento de sembrar la cizaña
guerracivilista. Pase lo que pase, ya sabes mi paradero.
De algún tiempo a esta parte
Las vacaciones permiten viajar por las carreteras y por las bibliotecas. El tiempo
flexible deja huecos para la improvisación, facilita que nos alejemos por unos días de la
rutina, esa inercia discreta que tanto nos aburre cuando está demasiado presente y que
tanto echamos de menos cuando nos falta. Por eso las vacaciones perfectas son aquellas
que nos permiten disfrutar de la vida normal, pero sin prisas, sin horarios laborales, sin
obligaciones inmediatas, con tiempo para hacer lo de siempre y trabajar en lo nuestro
más allá de los recortes y la vigilancia austera del reloj. Son las vacaciones lujosas de los que han conseguido unir el tiempo laboral con el
tiempo de ocio. Si en esta situación que padecemos es difícil encontrar o mantener un
puesto de trabajo, resulta mucho más complicado trabajar en lo que a uno le gusta, sentir que uno vive en su vocación, con la libertad extraña de amar y desear lo que ya se
tiene. Dichosas tardes de repetición y de insistencia, de volver a lo mismo y de decirnos
todo lo que sabemos. Son las tardes que nos facilitan las verdaderas historias de amor. La rutina entra así en negociaciones amables con el azar. Me gusta viajar por mi biblioteca, saltarme las previsiones y las lecturas obligadas para abandonarme por cualquier
camino. Me encuentro, por ejemplo, con el anuncio de que el próximo domingo, 27 de
abril, se representará en la Residencia de Estudiantes un monólogo de Max Aub, De
algún tiempo a esta parte, y me molesta no haberlo leído, y busco en las estanterías,
más o menos ordenadas, el volumen de su Teatro completo, publicado por la editorial
Aguilar en 1968, y me sumerjo en una historia conmovedora de 1938. Una mujer mayor, judía, sufre la anexión de Austria a la Alemania nazi y pierde su mundo con una
vertiginosa crueldad.
De pronto se deshace aquello que parece más estable. En pocos meses, de un tiempo a
esta parte, aunque nos creíamos integrados y dueños de un mundo, todo se desvanece,
los pasos se quedan sin suelo y los principios más profundos no encuentran una lógica
real en la que apoyarse. Entre el ayer y el hoy se abre un abismo que borra cualquier
posibilidad de pronunciar con serenidad la palabra mañana. Más que la miseria, más que
los asesinatos en la calle, más que la persecución de la propia sangre y la ejecución de
su marido, a la mujer le angustia que su hijo haya podido convertirse en un nazi. Aceptar el sacrificio en nombre de nuestra sangre, provoca menos dolor que sospechar la
perversión de lo que llevamos dentro, de lo que ha nacido en nuestras venas.
Con el telón de fondo del nazismo, la guerra civil española y las sombras acuciantes
de una posible guerra mundial, el monólogo de Max Aub está lleno de matices y pone
en juego algunas de las obsesiones que aparecen también en su teatro mayor. Recuerdo
el argumento de San Juan, la historia de un barco cargado de judíos que huyen del nazismo sin ser aceptados en ningún puerto. Las dificultades del amor, la indiferencia, los
egoísmos personales, el no querer complicarse, el desprecio a la política, hacen posible
el naufragio de un mundo que parecía sólido. Cuesta trabajo comprender que la navegación es una tarea colectiva. Cuesta trabajo, porque el dolor y el miedo se viven siempre
en soledad.
Max Aub tuvo cuatro nacionalidades, un reto grave en una realidad llena de
fronteras que convierten la identidad en algo muy complejo. Fue alemán por origen
familiar, francés por su nacimiento en París, español desde que la Primera Guerra Mundial lo empujó a Valencia y mexicano, después de pasar por los campos de concentración de Roland Garros, Vernet y Djelfa, cuando la República española cayó en manos
de Hitler, Mussolini y Franco. Cuatro nacionalidades, pero una sola identidad: fue un exiliado republicano español.
Una de las escenas más emocionantes de nuestra literatura contemporánea pertenece a
su novela Campo de los almendros. La guerra se ha perdido, los prisioneros conforman
un paisaje de alambradas, derrota, miseria, enfermedad, humillación y despojos. Un padre explica a su hijo que en esa desolación se reúnen vencidos los sueños más dignos y
los sacrificios más generosos de su tiempo.
Max Aub, militante socialista, formó parte de esa historia y vivió para contarlo. El próximo domingo, 27 de abril, se representa su monólogo De algún tiempo a esta parte,
dirigido por Esther Lázaro. Las vacaciones me han llevado de viaje al teatro de Max
Aub. El derecho a la admiración
Una de las energías decisivas de la literatura nace de la capacidad de admiración. El
tiempo solitario y minucioso va componiendo una biblioteca íntima, la memoria sucesiva de un deslumbramiento. Mirar las baldas y sentir los recuerdos literarios significa
pasear por el aprendizaje de la vida. Los lectores hemos compaginado los adoquines y
las aceras de las ciudades con las calles de papel. También tuvimos la experiencia del
amor, el miedo, la cólera, la muerte, la duda o la felicidad con un libro en las
manos. Nuestros autores y nuestra admiración forman parte de un sentido de la
pertenencia.
Las autoridades actuales de la pedagogía parecen muy enemistadas con la memoria.
Oyen la palabra memoria y sacan un decreto como se saca una pistola. Hay que potenciar las habilidades, dicen, la capacidad de interpretación y decisión a la hora de sacar
un billete de metro, dicen, los usos prácticos de la vida, dicen. Yo no digo que un
alumno deba ser un archivo muerto en el que se vuelquen datos, fechas, nombres y palabras cerradas.¿Pero está la memoria en contra de la habilidad y la
interpretación? ¿No es la herencia viva de un saber recibido la que nos permite unir el
conocimiento a la realidad para caminar de forma cultivada con el presente? Me da miedo: los que se niegan al uso de la memoria en el estudio pueden parecerse a
aquellos que aconsejan el olvido de la historia para borrar los antecedentes penales de
los poderosos. ¿Los muertos de una dictadura? Punto final, no recordemos, no abramos
heridas, no busquemos la verdad, vivamos en un presente muy habilidoso, pero sin valores, o sin memoria del valor, o sin el valor y la capacidad de admiración que contagia la memoria.
Debo sentirme viejo, pero me gusta recordar mis esfuerzos adolescentes por aprender de
memoria los poemas de Federico García Lorca. Leía en voz alta, memorizaba los versos, intentaba buscar la lógica de las palabras, su por qué. Comprendía así las elecciones
del poeta y luchaba contra el olvido (de sus sorpresas, de sus imágenes, de su
muerte). Aprender un poema de memoria no suponía separarme de la vida, sino
llevarme la poesía a la vida, guardarla conmigo a través de las calles y de la edad. Y
citar después un verso recordado era citarme con el autor en un lugar y una hora precisa,
igual que nos citamos con un amigo para ir al cine o para discutir de política.
La capacidad de admiración tiene su historia y por eso aprender a admirar es también un
ejercicio de memoria, un tomarse en serio lo que somos, las raíces de nuestras ideas y
nuestra sentimientos. Sin memoria, no hay habilidad práctica que no se confunda con
una metodología de la obediencia inmediata. He aprendido a lo largo de mi vida muchos
poemas de memoria, me los he aprendido poco a poco. En esta época de descrédito,
sigo cultivando la capacidad de admiración. Se trata de una memoria principal entre
todas mis vocaciones.
Las épocas dominadas por el descrédito imponen el impulso negativo como único equipaje. Nos paralizan con su estrategia de rencores. Todos los político son iguales…, todo
es una mentira y una corrupción…, esto no hay quien lo arregle…, nada merece la
pena… El decreto de lo negativo consolida un relativismo moral con fuerza de dogma y
nos exime con su absolutismo de cualquier responsabilidad. El descrédito no sólo resalta el mal, sino que hace invisible lo que conviene mirar, lo que merece la pena, el lado
hermoso de la vida, aquello que debe defenderse, que nos compromete con la
realidad. La memoria y el derecho a la admiración son la mejor vacuna contra la
indiferencia.
En el Palacio de Congresos de Granada, asistí ayer sábado a un concierto dedicado a
Federico García Lorca y a la defensa de la Vega de Granada, nuestra tierra histórica de
cultivo, que lleva años sufriendo el maltrato de las piquetas y los ladrillos de la especulación. Admiro la música de Lara Bello, de la familiaMorente, de Paco Ibáñez,
de Lagartija Nick, de Miguel Ríos. Admiro a García Lorca y al trabajo que Laura García Lorca desempeña en su Fundación. Admiro a Teatro para un instante. Y me gusta
recordar al muchacho que paseaba por la Huerta de San Vicente, por la Vega de Granada, y aprendía de memoria los versos de su poeta preferido.
Esos versos van conmigo, luchan contra la parálisis del descrédito, me responsabilizan.
La Vega de Granada ha sufrido un largo infortunio. Pero unos ojos adiestrados en la
admiración me ayudan a ver lo mucho que queda, todo lo que puede salvarse, aquello
que merece la pena defender. No sé abandonarme a la renuncia. Admiro a los que educan en una pedagogía del compromiso humano. ¿Es posible armonizar la economía,
la ecología y la cultura? Hago memoria, dejo el balcón abierto, escucho a la tierra y
oigo una voluntad que me obliga a contestar que sí. Los cansados
¿Tiene que ver un cuarto desordenado con el futuro del mundo? Precisemos la situación con una escena doméstica fácil de imaginar. Un padre llega a
casa, saluda, nadie contesta. Algunas voces se mezclan en el pasillo, pero son voces de
televisor. En el salón deshabitado, detrás de las latas de Coca-Cola, del plato sucio, de
los cojines por el suelo, el televisor está encendido, como las lámparas del techo y de la
rinconera. Conversa en la distancia con las voces de otro televisor que hay en la cocina.
Una fuente de ensaladilla evidencia las huellas del calor y del tiempo sobre la encimera.
El frigorífico trabaja a medio metro. Hubiera bastado dar un paso y devolver la fuente al
frigorífico para salvar la ensaladilla.
El hijo debe estar encerrado en su cuarto. Son las diez de la noche de un sábado y no es
previsible que salga a la calle hasta las doce o la una. El intento de despertarlo temprano
e ir con él a dar un paseo por la ciudad será un nuevo fracaso en la mañana del domingo. No desayunará con la familia, no comerá, no aparecerá hasta la tarde. Encenderá el
televisor de la cocina, buscará algo en el frigorífico, pasará al salón, mandará a su tribu
mensajes por el móvil, encenderá el otro televisor, desayunará una Coca-Cola y un trozo
de pizza recalentado en el microondas, dejará las latas y el plato sucio sobre la mesa y
desaparecerá luego hacia su cuarto. Para regresar a la cama deberá saltar sobre un infierno de ropa sucia y objetos acumulados en el suelo por la desidia. Es un rebelde sin
causa, pero con criada.
Puede ser una escena más de Los cansados (Alfaguara, 2014), el libro de Michele Serra que ha supuesto un acontecimiento en Italia. Novela la historia de las relaciones de
un padre progresista y un adolescente que no hace vida familiar, no se responsabiliza de
nada y actúa bajo los horarios y los códigos de una tribu generacional que no tiene nada
en común con sus mayores.
¿Y un cuarto desordenado? ¿Tiene que ver con el futuro del mundo? La ironía inteligente de Michele Serra nos hace sospechar a veces que sí. Aunque se siente culpable de no
haber desempeñado bien su papel, al padre le sobran motivos para la santa indignación.
¿Le ha faltado autoridad? Quizá sí, quizá su desconfianza en el poder es una herencia
excesiva de su historia y su izquierdismo. Tal vez no ha salido bien eso de ser un padremadre o una madre-padre. Quizás ha fallado a la hora de poner límites. Pero no es un
caso aislado, un simple fracaso personal. Otros padres-madres han debido fallar también
porque las conversaciones desesperadas en el instituto son una experiencia muy repartida. Y son muchos los adolescentes que forman colas estúpidas durante tres horas estúpidas para comprar una sudadera estúpida.
El espectáculo de una juventud rebelde, pero con gustos caros, puede representar la
masificación final del narcisismo. El padre, por ejemplo, no asume bien la conversación
con un personaje que se le presenta como el tatuador de su hijo. Hace esfuerzos para no
ponerse rígido. Al padre le revientan los tatuajes, le parecen una temeridad sobre los
cuerpos, una agresión, ese tipo de decisiones que se toman como si no existiese la responsabilidad ante el paso de los años, la vejez, la piel descolgada. Pero es que no sabe
que los tatuajes son una nueva forma de arte. ¿Arte? Al padre le revienta una decisión
que implica privatizar el arte, llevárselo al propio cuerpo, como si no hubiera nada que
compartir con los demás y la vida fuese un yo enorme tirado en un sofá.
Siempre ha habido enfrentamientos generacionales, los padres y los hijos han
discutido... pero sobre un mismo campo de batalla. Este padre superado, desorientado,
siente que el hijo más que discutir con él ha cambiado de campo de batalla. Recuerda su
ilusión por acompañar a sus mayores a la montaña, por conocer la naturaleza, mirar las
tormentas, madrugar para ir a la vendimia. Recuerda la curiosidad de los viajes, el respeto a su padre, las conversaciones en la mesa o en las noches de verano. El hijo ya no
siente más que hastío. No se trata sólo de una discusión, sino de una quiebra en la historia.
Como viene de donde viene y también desconfía del pesimismo, en la historia contada
por el padre aparece al final el optimismo de la voluntad. La historia en progreso exige
un reconocimiento de la juventud. Pero no sabemos qué pasaría si la historia fuese contada por el hijo. ¿Qué significado tendría este nuevo hastío? Tal vez la quiebra nos arranque de la tranquilidad optimista de la historia y la naturaleza. Tal vez nos enfrente a un abismo más. La falta de respeto, la falta de horarios compartidos, nos sitúan ante una versión precaria de la convivencia.
Supongo que muchos padres españoles se reirán con el libro de Michele Serra. Mejor
mirar hacia Italia. Mejor reírse que llorar.
La utilidad de lo inútil
Me parece una buena noticia el éxito editorial de La utilidad de lo inútil (Acantilado,
2013), el libro de Nuccio Ordine, profesor de Literatura italiana en la Universidad de
Calabria y especialista en Giordano Bruno. Su éxito indica el malestar que una parte de
nuestra sociedad siente ante la deriva mercantilista de la ciencia, la política, la educación y las instituciones.
Algo huele mal cuando los saberes se humillan ante el utilitarismo económico. Algo va
mal cuando se pide a las universidades, a los investigadores, a los profesores que enfoquen su trabajo hacia la rentabilidad comercial. Algo corre por mal camino cuando
se confunde el éxito humano con la acumulación de dinero y se piensa que la felicidad
no depende de la realización completa de una vida, una vocación, un carácter, sino de
las cifras altas en un saldo de beneficios.
En este panorama depredador y economicista resulta difícil mantener la importancia
del saber humanístico, el valor de la cultura clásica, el sentido de la poesía. El éxito
del libro de Nuccio Ordine señala que el malestar no afecta sólo a los profesores dedicados al saber humanista. Mucha gente sufre el malestar de una sociedad gobernada por
políticos que se someten de manera pornográfica e impudorosa a ley del dinero cuando
organizan los programas educativos o las reglas de la convivencia. Frente al imperio de
las monedas furiosas, es consolador el mundo de valores defendido a lo largo de los siglos por los filósofos y los literatos. Se ha argumentado de muchas formas la utilidad de
lo inútil y los peligros del utilitarismo descarnado. Hay un saber, una verdad
humana, una raíz ética que vale por sí misma y que no puede someterse a la avaricia y el egoísmo del dinero.
Como demuestran las numerosas citas bien elegidas por Nuccio Ordine, las tensiones
entre la sabiduría y el dinero, o entre lo inútil y lo útil, recorren la historia del pensamiento humano. Resulta inevitable en una vocación cívica y cultural plantearse lascontradicciones que laten en lo que la sociedad suele entender como útil y en la soledad del conocimiento puro y la poesía. Antonio Muñoz Molina y yo publicamos en
1993, en la editorial Hiperión, un ensayo en el que intentamos respondernos a la pregunta ¿Por qué no es útil la literatura? La cuestión, claro está, es ponerse de acuerdo
en qué se entiende por utilidad.
Confieso que, dentro de la identificación general con las razones de Ordine, he
sentido algunos instantes de incomodidad intelectual con sus argumentos y sus citas. La larga cabalgada por autores de todos los tiempos me ha recordado a veces a esos
resúmenes de los partidos de fútbol en los que todos los equipos y sus jugadores parecen geniales. Visto el partido completo, y no sólo la miel de las jugadas brillantes, uno
comprueba que la realidad no es tan deslumbradora.
Mi incomodidad tiene que ver con la tendencia de muchos artistas a reivindicar la
inutilidad como una forma de orgullo frente al utilitarismo mercantil. En nombre de
esa inutilidad se han hecho cientos de payasadas y se han defendido muchas estupideces. Más que la exaltación de la inutilidad, considero que importa la defensa y la definición de un significado no mercantilista de la palabra utilidad. Hay muchas cosas
útiles,muy necesarias para el ser humano, que no pasan por el dinero o, llevando la
discusión a otra parte, que no dependen de la aplicación tecnológica de los saberes. Estoy convencido de que ante la muerte de un amigo es mucho más útil un poema que un
electrodoméstico.
Se trata de un matiz importante: no elogiar lo inútil, sino conquistar un sentido no economicista de la palabra utilidad. Lo siento: Baudelaire, uno de mis poetas preferidos,
sostuvo una estupidez grave al decir “ser un hombre útil me ha parecido siempre
algo en verdad espantoso”. Me he reafirmado en este sentimiento no ya al leer las páginas placenteras de Baudelaire en las que recuerda el apaleamiento de un obrero, sino
cada vez que he necesitado de forma urgente un médico o un electricista. Por respeto a
la poesía, debemos negarnos a que se convierta en una carta blanca para decir o escribir
tonterías. Se puede estar en contra de la hostilidad de John Locke contra la poesía, sin
caer en la trampa de despreciar lo útil. Me parece más interesante afirmar, contra los
gobernadores y los buitres del negocio, que la poesía es tan útil como la ciencia o la
técnica.
El asunto no es superficial. Está en juego el espacio del saber democrático. El libro
de Nuccio Ordine da suficientes datos para abandonar la vieja polémica entre letras,
ciencias y técnica. Es una inercia reaccionaria el desprecio de las ciencias y las letras.
Conviene tenerlo claro para afirmar después que es también muy reaccionario despreciar el saber humanístico. Estamos hablando de cosas decisivas, como los programas de
estudio, las universidades y la educación. Las humanidades son muy útiles, son imprescindibles, en la consolidación de una sociedad democrática y justa. Basta con ver la deriva que lleva el mundo, los resultados
de la liquidación de la conciencia humana. El saber es la única riqueza que podemos
transmitir, dar a los demás, sin empobrecernos.
¿Qué puede resistir España?
En el año 1978 las Brigadas Rojas secuestraron a Aldo Moro. Cuando la policía detuvo
a un miembro de las Brigadas, se pensó que era imprescindible sacarle información de
su paradero a través de cualquier medio. El general Dalla Chiesa, responsable del mando único antiterrorista, afirmó lo siguiente: “Italia se puede permitir la pérdida de
Aldo Moro, pero no la práctica de la tortura”. Baltasar Garzón recuerda esta historia en el libro La fuerza de la razón (Debate, 2011).
¿Qué se puede permitir un país, qué se puede permitir el mundo? A la hora de contestar
a estas preguntas, los defensores del pragmatismo más descarnado quizás nos recuerden
que el propio Dalla Chiesa fue asesinado por la mafia en 1982. Pero entonces no habría más remedio que volver al origen de la cuestión: “Italia se puede permitir la pérdida
de Dalla Chiesa, pero no la práctica de la tortura”.
¿Qué podemos permitirnos en nombre de una voluntad pragmática? Quizás los defensores del utilitarismo nos digan que no conviene ser tajantes, que debemos negociar con la
realidad y comprender algunas situaciones. Pero la realidad y las situaciones nos han
enseñado que cuando se abre la puerta a la primera injusticia es inevitable ponerse
a la espera de la segunda.Las fronteras éticas son más necesarias que las geográficas.
Son dos tipos de invenciones ante la naturaleza, pero mientras unas buscan siempre la
justicia y dan soluciones a los conflictos internos, las otras suelen provocar conflictos
externos y generan violencia. En cualquier caso, cuando un Estado acepta en su pasaporte el sello de la violación de los derechos humanos, resulta difícil que la crueldad y
la mentira no se conviertan en lugares asiduos de destino.
Durante el Gobierno de Rodríguez Zapatero, el parlamento español asumió por presiones de Israel un recorte en la jurisdicción penal universal. Se trataba de cancelar
las causas abiertas en España por los crímenes cometidos contra los palestinos. Fue la
primera limitación. La reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, aprobada por el
PP y por el Gobierno de Rajoy en marzo de este año, ha asumido ya de manera absoluta
que los jueces españoles no deben investigar crímenes contra la humanidad. Se trataba
ahora de calmar a los dictadores chinos, indignados ante la posibilidad de que alguien
castigue sus desmanes.
La historia corre de manera vertiginosa. En España, la historia es hoy un cangrejo
desorientado que corre –más que anda– hacia atrás. Hace poco tiempo, el 5 de julio de
2007, la Sala Penal del Tribunal Supremo impuso una condena de 1.084 años a Adolfo
Scilingo por los crímenes cometidos durante la dictadura argentina en la Escuela
Superior de Mecánica de la Armada. Ahora es la justicia argentina la que busca verdad,
justicia y reparación para las víctimas del franquismo, despreciadas por las instituciones
democráticas españolas en nombre de una ley de amnistía que se ha interpretado como
una ley de punto final. La situación social y económica de 1975 hacía insostenible una dictadura. Hasta los
capitalistas más feroces necesitaban las libertades, el decorado de un marco democrático, para extender sus negocios por el mundo. Cerrar los ojos a los crímenes de
Franco (a las desapariciones, a las torturas, a la barbarie más infame y a la gran mentira
de su heredero), no sirvió para traer la democracia, sino para dejar marcada de manera
definitiva la piel del orgullo cívico español.
El partido en el Gobierno tiene una caja B, cobra dinero negro por concesiones públicas,
es una fábrica de cuentas en Suiza. Sus responsables mienten de manera descarada ante
la prensa, los jueces y el Parlamento. Y nadie dimite, y no hay un tejido social que exija un mínimo de pudor público, un resto de virtud política. ¿Qué puede resistir España? ¿Hasta dónde vamos a llegar? Resulta muy significativo que el juez Baltasar Garzón
fuese culpado al mismo tiempo por investigar las corrupciones del PP y los crímenes del
franquismo. España no ha dejado de ser diferente, multiplica por dos la infamia. Aquí
no sólo se impide juzgar los crímenes ajenos. También se decreta la impunidad de los
crímenes propios. Por eso tenemos dos problemas: unos gobernantes que se consideran herederos de Franco y una ciudadanía que lo acepta todo, hija de una Transición que nos enseñó a comulgar con ruedas de molino. ¡Cuántos cómplices de la dictadura, de pistola, oficina o corona, se convirtieron en padres de la democracia!
La fundación de Baltasar Garzón celebra esta semana un congreso sobre la Jurisdicción
Universal en el siglo XXI. En esta España diferente que hace incluso distinciones entre
víctimas buenas y malas, llama la atención que se respete por igual a todas las víctimas. La primera conferencia correrá a cargo de Benjamin B. Ferencz, un jurista de 96
años que fue fiscal en los juicios de Núremberg contra los crímenes del nazismo. Es un
viejo defensor de la necesidad de un Tribunal Penal Internacional.
A Baltasar Garzón le gusta repetir esta frase de Martin Luther King: “Si supiera que el
mundo se acaba mañana, yo hoy plantaría un árbol”. Si la suerte da vida, de árbol en
árbol, habrá españoles que lleguen a los 96 años deseando un mundo distinto. Pero un
mundo distinto, eso sí, en el que España no sea diferente.
El fútbol cuesta arriba
Escribo este artículo en el tren, el sábado por la mañana, viajando hacia Madrid y hacia
la final de la copa de Europa. Cuando se publique, los lectores sabrán ya el resultado y
muchos de ellos habrán visto el partido. Yo escribo sin conocer los detalles del
juego. Desconozco también el resultado. Y mis sentimientos no tienen que ver con la
ilusión, el miedo, los nervios o la confianza, estados de ánimo muy propios de las horas
que preceden a una disputa de esta características. Tienen que ver con la tristeza.
Me gusta mucho el fútbol. Mi vida futbolera me ha hecho socio de dos equipos, el Granada y el Real Madrid, y voy con regularidad a las gradas de Los Cármenes y del Santiago Bernabeu para aplaudir, protestar, discutir las jugadas, criticar a los árbitros, valorar a los entrenadores y cerrar los ojos en los momentos de un peligro superior a mis
fuerzas. Hablo del fútbol en la barra de los bares, mis amigos se ríen de mí, yo me río
de mis amigos y nuestros teléfonos móviles se llenan de bromas según los marcadores.
Estoy acostumbrado a perder, a ganar, a subir, a bajar y a vivir en esa lógica del hoy
por ti y mañana por míque se impone en casi todos los ciclos de la vida. Mantengo
incluso contacto con una amiga muerta hace años que me deja todavía recados felices
cuando gana el Barcelona y que celebra las derrotas del Madrid. La memoria es un entresijo de olvidos y lealtades y cada cual, ya se sabe, negocia como puede con el tiempo,
con sus fortalezas y su debilidad. Así son las cosas.
Pero tengo que confesar que este año se me está poniendo muy cuesta arriba sentirme
cómodo en el torbellino del fútbol. Y no es que que me sorprendan ahora los negocios
oscuros, el baile de millones, las manipulaciones mediáticas y las lecturas políticas
que siempre envuelven con su papel de estraza manchada la inocencia infantil de un
deporte que se cuela en la memoria de nuestra identidad con un sedimento de amor y
pertenencia. Pero es que todo tiene un límite.
Los límites en este caso los pone la situación española. No se pueden mezclar peras con
manzanas, no se pueden colocar en la misma balanza las alegrías del fútbol y el orgullo de una sociedad. Eso es confundir distintas unidades de medida. Y esta
práctica, muy característica de las dictaduras más viles, se ha impuesto con la final
de la Copa de Europa: un síntoma del estado de nuestra democracia. Es la guinda de un
intento sistemático de utilizar los éxitos deportivos para darle brillo a una marca España
muy ensuciada por la corrupción, la miseria, el desempleo y la degradación política e
institucional. Yo tengo derecho a ir al fútbol sin que un comentarista deportivo me escriba sermones
sobre la felicidad del balón que nos consuela del desempleo y de los malos comportamientos de los políticos y de la economía. Las alegrías que me dan mis equipos no
me consuelan de nada que tenga que ver con eso.
Yo tengo derecho a valorar el esfuerzo del Atlético de Madrid en la liga, sin que la victoria con pundonor del pequeño sirva paradesplegar una fisolofía del sacrificio y los
recortes, una ridiculización de la protesta y un tratado neoliberal en homenaje a los
emprendedores que solucionan el drama del desamparo y la pérdida de derechos sociales con su voluntad solitaria. Felicidades a los atléticos, pero maldita, maldita la palabra
emprendedor, utilizada por el capitalismo para hacernos culpables únicos de nuestra
mala suerte.
Yo tengo derecho a disfrutar del fútbol sin que los palcos de los estadios supongan
una reunión de fraudes, negocios especulativos, peticiones de indulto para los delincuentes, recalificaciones de terrenos, negocios opacos y favores políticos.
Yo tengo derecho a disfrutar del fútbol sin que mis jugadores admirados se conviertan en la representación del egoísmo. Se olvidan de la suerte colectiva del equipo y
atienden sólo a sus estadísticas personales o a las rivalidades de ficha y sueldo entre
compañeros.
Yo tengo derecho a disfrutar del fútbol sin comprobar que la democracia española se
parece cada vez más a una dictadura.
Sé que mañana sería incapaz de escribir este artículo. Si gana la décima copa el Madrid,
estaré feliz recordando la sexta que gané junto a mi padre o la octava que conquisté con
una de mis hijas. Si pierde, la dignidad me hará orgulloso y ocultaré como pueda mi desilusión. Escribo el artículo el sábado por la mañana para que nadie pueda confundirlo con una pataleta. Y quien me conoce sabe que cambio la permanencia del Granada en Primera por cualquier título. No, este artículo no es una pataleta, es una confesión de que el fútbol se me está poniendo cuesta arriba.
Los maestros
La Universidad de Almería nombró el viernes pasado doctores Honoris Causa a Pedro
Cerezo y Juan Carlos Rodríguez.Son dos maestros, dos de mis maestros desde que
empecé a estudiar en la Universidad de Granada en los años 70. Lo primero que aprendí
de ellos fue quizás el orgullo de sentirse discípulos. Oí a Pedro Cerezo hablar con respeto y admiración de José Luis López Aranguren. Oí a Juan Carlos Rodríguez hablar con
respeto y admiración de Louis Althusser. Por ahí suelen empezar el camino los maestros, por su capacidad de sentirse discípulos.
Un maestro es algo más que un profesor, igual que un oficio supone algo más que un
empleo. El maestro convierte la información en formación y el trabajo en una vocación.Las asignaturas pasan a formar parte de un destino, del cumplimiento de una
vida. El oficio llega a ser así un ámbito cívico de compromiso con la sociedad, una continua interpelación, una alianza con los otros.
En “Recuerdo infantil”, Antonio Machado definió la sensación de tedio que suele penetrar en las aulas, el sufrimiento de las horas muertas: “Una tarde parda y fría / de
invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de la lluvia en los cristales”. Stéphane Mallarmé capturó un sentimiento que a veces invade a los lectores: “la carne es
triste y ya he leído todo los libros”. Las páginas, los horarios, las asignaturas y los días
se confunden con un malestar de hastío y agotamiento.
Pero de pronto llegan los maestros y le dan sentido a la palabra saber. Se aprende a escuchar. Las palabras definen una forma de mirar, un modo de negociar con las inquietudes, una energía de vida. Si una obra de arte consigue que nuestros sentimientos coincidan por unos instantes con el mundo exterior, los maestros facilitan que el carácter se
transforme en destino. Y entonces es otra la frase que se recuerda de Mallarmé: “El
mundo fue hecho para dar lugar a un libro hermoso”. Y el poema de Machado que brota
en la memoria no tiene ya que ver con la monotonía, sino con los yunques de su homenaje aFrancisco Giner de los Ríos: “¡Yunques, sonad! ¡Enmudeced, campanas!”. O
también: “Lleva quien deja y vive el que ha vivido”. O: “Sed buenos”.
Pedro Cerezo ha centrado buena parte de su trabajo filosófico en el pensamiento literario, en Machado y Unamuno, o en autores que han supuesto una relación viva entre la
filosofía y la literatura como Ortega y Gasset o María Zambrano. Sus estudios han servido también para iluminar el mal del siglo, la crisis de la mentalidad positiva a fi-
nales del XIX, una dinámica que supuso para la literatura española el modo de responder a la situación particular de la Restauración y al mismo tiempo una manera de sumarse a las preocupaciones más hondas de la filosofía occidental.
Juan Carlos Rodríguez nos enseñó con un soneto de Garcilaso o con unas liras de San
Juan de la Cruz que la literatura es histórica desde su misma raíz. Aviso para los puristas: tan social es una melancolía como una novela realista. Una rima en pretérito imperfecto responde a la historia tanto como una drama ilustrado sobre la necesidad de los
matrimonios justos para conseguir una sociedad feliz. Por eso nos enseñó a concebir la
intimidad como un espacio en el que se juega la emancipación del ser humano.Indagar
en uno mismo supone una forma de compromiso con los demás.
Antonio Machado hablaba de la búsqueda de una nueva sentimentalidad. En su poesía
hospitalaria, donde el tú y el otro ocupan un lugar central, coincidieron las lecciones de
Pedro Cerezo y Juan Carlos Rodríguez. Evocación de un tiempo ya borroso. Entonces
se fumaba en las clases, pero las palabras son mucho menos efímeras que el humo.
Las épocas de descrédito resaltan lo negativo y juegan con el pesimismo como invitación a la parálisis. Invisibilizan aquello que debe mirarse, aquello que merece admiración. Los maestros, que antes han sido discípulos, enseñan a admirar y nos dan energía para conservar hacia el futuro la herencia que hemos recibido de nuestros mayores.
El tiempo, entendido como aprendizaje y artesanía, no pasa sólo como las nubes del
querido Azorín. Es también un marco social para los vínculos. Las cosas de palacio
Dentro de palacio, fuera de palacio, un modo de ordenar la realidad que aprendí de
Pier Paolo Pasolini.
Se llama valido a quien tiene el primer lugar en la gracia de un rey. También puede entenderse al revés: calificar de valido a quien ocupa el primer lugar en la tarea cortesana de que el rey tenga gracia. Los matices del lenguaje sirven para entender las situaciones históricas concretas. Las palabras necesitan moverse junto a lo real. Juan II de
Castilla tuvo a don Álvaro de Luna, Enrique IV a Beltrán de la Cueva, Felipe II a Antonio Pérez, Felipe III al Duque de Lerma, Felipe IV al Conde-Duque de Olivares y Juan
Carlos I a Felipe González.
Felipe González tiene el primer lugar en la gracia del rey, pero no es el único. Tiene el
primer lugar porque su misión y su sumisión eran las más útiles. Que la derecha española asumiese la monarquía resultaba una labor fácil. Despejadas las nostalgias dictatoriales en nombre de los buenos negocios abiertos con la Europa democrática, casi todos los mitos de la derecha (orden, apoliticismo, horror a la voluntad libre de los ciudadanos…), coinciden con la Corona. Resultaba más difícil hacer monárquicos a los republicanos, introducir la herencia biológica en los debates democráticos del siglo XX. Eso
era tan difícil como transformar al heredero designado por Franco en padre de la democracia. Y Felipe González, que no ha sido el único, es sin duda el primero.
El apoyo a la figura del rey en 1975 podía justificarse en la necesidad de conseguir las
libertades. Alguien con autoridad dentro del Régimen abría la puerta del calabozo. Creo
que es una explicación demasiado fácil, porque la Transición no puso en juego un debate entre dictadura y democracia(imprescindible ya para el capitalismo español),
sino entre posibles formas de democracia: una democracia social que permitiese la
transformación profunda de la realidad y una democracia controlada por las élites económicas del franquismo.
El relato de la Transición española se ha explicado con argumentos fáciles y manipuladores. Pero, bueno, significaban una explicación. Lo que no tiene explicación ninguna
es que en 2014, sin militares franquistas con tentación de golpe, salga una vez más Felipe González, de la mano de Rubalcaba, con sus argumentos de valido: los socialistas tenemos corazón republicano, pero apoyamos la monarquía porque el rey salvó la
democracia y ha conseguido el mayor periodo de estabilidad. Lo importante para Juan
Carlos I no era el favor de la derecha, sino la complicidad de los socialistas. Tampoco
valía de mucho que el ABC calentase el trono. Los verdaderos servicios debía hacerlos
la prensa identificada con la democracia y con el progreso.
En 1975 podía pensarse que la legitimación de la monarquía era fruto de un pacto político para conseguir las libertades. En 2014 está claro que la Corona supone un pacto de
los partidos de palacio con el Ibex-35 para mantener el predominio de las élites
económicas. Estas élites han utilizado la crisis para devorar las modestas conquistas
sociales que la lucha obrera había conseguido en su oposición al franquismo. Por culpa
de su avaricia, el discurso social ha vuelto a coincidir con la ilusión republicana y las
élites (rey, políticos, banqueros) se han vuelto a poner nerviosas. El miedo y los nervios
de las élites son la verdadera novedad frente a la España impune de los últimos años.
Ellos saben que algo está pasando. Su miedo alimenta mi muy apagado optimismo.
Fuera de palacio, la gente se pregunta ahora, con el instinto de su mala situación, qué
puede significar eso de ser republicanos y defender la monarquía. ¿Tendrá que ver
con el cinismo, con las mentiras electorales, con los políticos sin principios, con el descrédito de un Parlamento que no responde a sus votantes sino a los despachos de la aristocracia económica?
Y también se abre la pregunta sobre la estabilidad. ¿Es que tenemos que quedarnos
así de estables para siempre?¿Es que hay que convivir con un paro endémico, unos
derechos laborales convertidos en basura, unos derechos cívicos cada vez más golpeados, unos salarios cada día más parecidos a la limosna? Si ya no estamos dispuestos a
matarnos entre nosotros, ¿de qué estabilidad hablan? ¿La estabilidad de La Caixa, Bankia y el Banco de Santander? Ocurre, además, que en los últimos años se ha roto el pacto de los medios de comunicación para blindar la imagen pura del Rey. El azar crea símbolos históricos graciosos. Justo cuando una periodista se casó con el príncipe heredero, la prensa entró hasta
la alcoba de la Casa Real para hablar de sus negocios, sus cacerías, sus líos de faldas y
hasta sus implicaciones con el general Armada y con la intentona golpista del 23 F. Con
motivo de la abdicación del Rey y por mandato del Ibex-35, la prensa ha vuelto a cerrar filas. Pero los medios tradicionales ya no son lo que eran… Quien juega a la bolsa
en vez de informar, puede acabar sin crédito en todos los sentidos.
Felipe González es, según mi opinión, el primer valido de Juan Carlos I. Dejo que el
lector elija el nombre del segundo.
La hospitalidad
Me encuentro de nuevo con la palabra hospitalidad. Uno se encuentra con las palabras como se encuentra con la gente. Doblar una esquina o pasar la página de un libro es
admitir una modesta invitación a la sorpresa en la que caben el riesgo y la alegría. Saludar o cerrar los ojos a una palabra responde a sentimientos de miedo, cansancio, prisa,
necesidad o alegría. Yo me encuentro con la palabra hospitalidad y siento una alegría
que viene de la necesidad. Se trata de una alegría necesaria.
Leo un libro de la historiadora del arte Estrella de Diego que se titula Rincones de postales. Turismo y hospitalidad (Cátedra, 2014). Frente a la imagen romántica de los viajeros, las multitudes de turistas contagian una incómoda antipatía. Aunque uno supere
cualquier tentación de elitismo, no se puede desconocer el mecanismo perverso de
una cultura capitalistaque consigue incluir también nuestro tiempo de ocio en la cadena de producción. Se nos permiten las vacaciones porque son un privilegiado tiempo de
consumo. Un tiempo utilitario. Los turistas japoneses con cámaras de fotografías nos
dejan en las taquillas de nuestros monumentos y en nuestros hoteles el dinero que hace
falta para que nosotros consumamos su tecnología.
Este turismo da pocas oportunidades para el riesgo de la contaminación. Resulta difícil
conocer al otro, conocer la tierra que pisamos, durante un viaje organizado en todos sus
detalles.La masificación entorpece las posibilidades de conocimiento. Desconocimiento del otro. Desconocimiento de nosotros mismos cuando nos ponemos en el lugar
del otro. Acabamos todos sin lugar, sin palabras.
Por eso Estrella de Diego acaba por hablar de contaminación. La emoción real ante un
cuadro, una iglesia o un puente supone algo más que el motivo de una postal o una fotografía reconocible para el teléfono móvil. Implica sentir la tierra, mancharse con la
historia, saberse interpelado con la vida, conocer, arriesgar una experiencia de carne y
hueso no elaborada por las realidades virtuales, volver al cuerpo, compartir... Estrella de
Diego habla entonces también de la hospitalidad, y yo me encuentro con una vieja conocida, y me alegro, y la abrazo, y hablo con ella de la poesía de Edmond Jabès, de la
ética de Emmanuel Lévinas, de las reflexiones sobre la extranjería de Jacques Derrida.
Son tres antiguos amigos que comparto con la palabra hospitalidad y que me enseñaron
mucho de ella, quizá porque los tres fueron franceses, pero uno nació en Egipto, el otro
en Lituania y el otro en Argelia.
Me gusta entender la poesía como un acto de hospitalidad. Escribo para que el lector
pueda habitar las palabras, hacerlas suyas, suceder en ellas. La escritura es falsa si no
nace del amor. No es lo mismo el amor a la palabra que la palabra por amor. El amor a
la palabra por sí misma provoca a veces una pedantería inaguantable, una retórica del
engaño y la cobardía. La palabra que nace por amor exige ponerse en juego, decirse de
verdad, procurar no mentir, quedarse a disposición del otro.
El encuentro con la palabra hospitalidad es hoy una alegría necesaria. No están las cosas
para bromas. Más que una muestra de cariño, el amor se impone como una obligación
ética. Se ha publicado esta semana el informe número 12 de CEAR, la Comisión Española de Ayuda al Refugiado. Me ha puesto los versos de punta y el vocabulario de
gallina. Los gobiernos firman acuerdos internacionales que se convierten después en
papel mojado cuando alguien se acerca a las fronteras con una tragedia en la espalda.
Los papeles mojados se convierten después en cadáveres en el mar o cuerpos ensangrentados por las cuchillas de una alambrada.
Los que buscan refugio por huir de una guerra o del hambre no son turistas, no
responden a la producción del tiempo de ocio, sino al tiempo de la supervivencia, de la
necesidad radical. Están malditos. No sólo nos mostramos extremadamente cicateros a
la hora de respetar los derechos humanos o las leyes de asilo, sino que falseamos los
datos y las cifras para crear alarmas innecesarias. Eso explica con pelos y señales el informe de CEARal hablar de la realidad de España y del mundo en el 2013. En este panorama, ante este cuadro de la realidad, es una alegríanecesaria encontrarme con la palabra hospitalidad para pensar en el viaje que no se hacen por turismo.
Escribo este artículo en la casa de Forés de mis amigos Joan y Mariona. A Joan le gusta
reírse de las cosas ridículas que han escrito los filósofos sobre la palabra amistad. Ni
siquiera Cicerón y Montaigne, me dice, han acertado a decir algo serio sobre la amistad.
Tal vez podamos acercarnos al asunto de otra manera. Empezamos a escribir desde la
perspectiva de la hospitalidad. Estar en la poesía o en la casa del otro como si estuviéramos en nuestra propia casa. Tener preparado en nuestra casa un lugar para el
otro. Romped, tajad, pulverizad la carroña
Son muchas las páginas de Ortega y Gasset, joven o maduro, que apuestan de forma
enérgica por el exterminio de la política oficial española. En 1918, con 35 años y todavía bajo el espíritu de la Liga de Educación Política, insiste en la necesaria rebeldía
contra la siesta letárgica de unas instituciones “en manos descrépitas y enviciadas,
en yertas y sórdidas manos de viejos”. El joven debe romper, tajar, pulverizar la carroña.
La pasión intelectual lleva al exceso como forma de estilo. Leo la biografía de José Ortega y Gasset (Taurus, 2014) que acaba de publicar Jordi Gracia. En una colección llamada Españoles Eminentes, una suerte de vidas ejemplares con apego a la excelencia
de los personajes, Ortega impone su centro de gravedad desde el mismo concepto. Hacer una biografía de este filósofo, como confiesa el propio Jordi Gracia, se parece a torear un miura. Añadiría yo que se parece a torear un miura en una plaza envenenada,
porque la cultura española ha sido muy dada a los pitos y palmas, o más bien a las
broncas y las ovaciones, en las tardes dedicadas a su figura. Ortega, además, fue de todo, y para todo tuvo su opinión rotunda a la hora de ejercer de
estudiante, profesor, filósofo, político, hombre de prensa, director de revistas, editor, conspirador, crítico de arte, maestro de tendencias literarias, intelectual vociferante
para agitar las aguas estancadas e intelectual callado, casi desaparecido, cuando las
aguas se agitaron de verdad. Con tantos especialistas diestros en una perspectiva única,
procurar una imagen completa, un paisaje Ortega, significa el verdadero reto de este libro, una aventura muy bien lograda por Jordi Gracia.
Escribir una biografía de Ortega es torear un miura. Leer esta biografía de 700 páginas
es casi una convivencia, un habitar durante días un espacio en el que caben viajes en
tren, billetes de avión, hoteles, tardes hogareñas, recuerdos, momentos de varia admiración y de muchas indignaciones. Ortega ha levantado la devoción y el disgusto. Incluso
hay lectores y amigos suyos que sintieron al mismo tiempo la admiración y el
disgusto. Fue Alfonso Reyes quien dijo “lo admiro, lo amo, pero no lo
aguanto”. Algo muy parecido podrían haber dicho Victoria Ocampo, María de Maeztu,
José Gaos o María Zambrano. Algo parecido sienten a veces el autor y el lector de este
libro.
Es admirable el joven español que decide formarse de modo minucioso, sale a Alemania
para cursar sabidurías actualizadas y rompe con su propia familia (un eje en la vida polí-
tica y periodística de la Restauración). Toma concienca de los males del país, asume
el trabajo cultural como una decidida responsabilidad política y desemboca en el
socialismo como único modo de conducir el viejo liberalismo en los incios europeos del
siglo XX. Es el Ortega más vivo a la hora de opinar sobre el mundo, el más cómodo
para el lector deseoso de identificarse en las batallas contra las mentiras de la realidad
oficial. Es, además, el Ortega en el que se consolidan los valores orgullosos de la sinceridad y la independencia, valores que ya no abandonará a lo largo de su vida, aunque
descienda por ellos a los infiernos.
Luego está el Ortega que Jordi Gracia presenta como “víctima de sí mismo”. Es el
hombre de talento inclinado a la exageración, según sentencia de Azaña, que llegó a
convertir sus virtudes en defectos patéticos. Si el pragmatismo de los políticos sin princios resulta peligroso, también parecen inquietantes las vanidades de los intelectuales
que desconocen la realidad y quieren someter el mundo a sus ideas sin la menor concesión a las situaciones. El pensamiento de Ortega se quiebra en su raíz por despecho,
incapaz de perdonar que la vida no le haga caso y que la sociedad no responda a sus
diagnósticos. Podía haber disfrutado de sus discípulos, de su poder editorial, de su indudable prestigio, pero se amargó porque España no caminaba de acuerdo a su palabra. De ahí el doble efecto que provoca su personalidad. No podemos confundirlo con el cínico que rema a favor de sus intereses, pero no podemos perdonarle que el despecho le
lleve al callejón sin salida –para su propio mundo– de las élites y al desprecio de la democracia. Los desmedidos éxitos argentinos de 1916 no le vinieron bien (ni ningún éxito desmedido suele venir bien, ni en nombre de la juventud, ni en nombre de la vejez, ni
a cuenta de la propia sabiduría). Cuando resultaba necesaria una mirada democrática a
los problemas de la sociedad de masas, no sentirse escuchado en España le llevó a
defender la aristocracia de los hombres eminentes frente al populismo manipulador.
Canceló así de manera fácil el debate en demasiadas ocasiones y fue atrapado por posturas que en el fondo nada tenían que ver con su pensamiento, con su razón histórica.
Jordi Gracia consigue en su excelente libro no caer en la ceguera ni para despreciar ni
para enamorarse de su personaje. Uno tiene la sensación de estar ante Ortega. De paso
se comprende el peligro, y es una lección muy útil en los tiempos que corren, de no saber independizarse de las propias pasiones a la hora de opinar sobre la
realidad. No basta con sentirse libre ante el poder. Hay que ser libre también ante las
exigencias del propio yo. Buena lección para todos los que somos opinadores de oficio.
Los obispos y los libros
A veces los lectores cuentan algo de su vida. Los lectores cuentan. El escritor se siente
recompensado, tomado en cuenta, alegre de que la literatura sea un viaje de ida y vuelta,
feliz de que los libros, sus libros, formen parte de una educación sentimental. Más allá
de las ventas, las cifras y las listas, un escritor necesita reconocerse en sus lectores, sentirse orgulloso de ellos. No es cuestión de cantidad, sino de condición.
Se acercan dos jóvenes al escritor en busca de una firma y le cuentan su historia. Uno se
llama Eduardo, el otro Javier. Acaban de casarse. Durante meses mantuvieron la apariencia de una relación de amistad, sin que ninguno se atreviese a hablar de amor.
Sentían miedo a la incomprensión, a la posibilidad de romper algo. Cada uno llevaba en
su memoria el peso de una ciudad provinciana, una familia difícil, muchas ofensas soportadas y una costumbre de silencio como forma de resistencia.
Un día, justo cuando Javier se iba a pasar las Navidades a casa de sus padres, Eduardo
decidió dar un paso. Copió a mano un poema del escritor, lo metió en un sobre y se lo
dio a su amigo en la Estación de Atocha. Por favor, dijo, no lo abras hasta que el tren
esté en marcha. Javier hizo caso, leyó el poema de amor cuando Madrid se despedía sobre la ventanilla con casas de suburbio, entendió la situación, decidió bajarse en la primera parada y tomó un tren de vuelta. El escritor observa la felicidad con la que los lectores cuentan su vida y se siente feliz. No puede dejar de imaginarse los momentos de
silencio, el instante en el que Eduardo decidió elegir su poema, el lugar donde lo copió,
la inquietud de Javier mientras empezaba a leerlo en un vagón de tren. Rincones de la
vida.
En otra ocasión se acercan dos mujeres. Una de ellas, la más silenciosa, está embarazada. Me llamo Teresa, dice la otra, y quiero que me firme el libro. Antes de que el escritor empiece la dedicatoria, le toca el vientre a su amiga para definir la situación. Ella se
llama María y el niño que esperamos se llamará Fernando.Quiero que nos dedique el
libro a los tres. Luego Teresa se pone a contar una historia en la que aparece un poema
de cuatro versos. El escritor observa su felicidad y se siente feliz. Imagina una cafetería
frente al mar, una conversación entre dos profesoras de instituto. Rincones de la vida.
La Conferencia Episcopal publica Testigos del Señor (2014), su nuevo catecismo. Una
nueva edición con los miedos y las represiones de siempre. Como cada uno suele tener los lectores que se merece, el escritor piensa en los suyos. La mayoría de ellos no
van a sufir mucho porque viven ya en un mundo no gobernado por el infierno de la
Iglesia. No estamos, por suerte, en la España clerical que denunció Pérez Galdós en
Electra (1901). Los jóvenes Baroja, Valle-Inclán, Azorín y Maeztu fueron convocados a
moverse contra la Restauración por aquella obra de teatro en la que una muchacha con
derecho a ser feliz era maltratada por las supersticiones beatas de la España oficial. No,
no estamos en la situación de Electra. Tampoco Doña Perfecta (1876) tiene ya poder de
decisión sobre el amor y la muerte bajo la soberbia sumisa de las sotanas. No es casualidad que una buena parte de la mejor literatura española se haya escrito desde el siglo
XVIII contra los daños y las mezquindades de la Iglesia. Algo se ha conseguido, señor
Jovellanos, señor Clarín, señor Ortega y Gasset, señora Ana María Matute.
Tampoco es casualidad que García Lorca se identificara como poeta con Cristo frente a
la intolerancia del Vaticano y de la institución católica. Se trataba de vivir el amor contra el deseo de poder. La Conferencia Episcopal no dedica su teología al amor, eso es
mentira, sino al poder, a entender la religión como forma de poder, y por eso desprecia a
los enamorados que no asumen sus reglas de obediencia. Y por eso maltrata también a
los sacerdotes y a los cristianos que se empeñan en vivir de acuerdo con el amor, con la
pura y libre incondicionalidad del amor.
No, por fortuna ya no estamos en la época de Pérez Galdós. Pero cuanto daño han hecho y hacen todavía aquellos que buscan los rincones de la vida para obstaculizar la
felicidad de la gente. El escritor piensa en sus lectores y brinda por los ojos, las manos y
las conciencias que han decidido vivir en libertad.
Tranvía a la Malvarrosa
Leo Tranvía a la Malvarrosa (Alfaguara, 2014). Se cumplen 20 años de su publicación y la editorial lo celebra con una edición conmemorativa. Vuelvo a acompañar al
protagonista en su viaje iniciático a través de los 5 sentidos. La prosa de Manuel Vicent
elabora la memoria sentimental de un aprendizaje en la Valencia franquista de los años
50. Un tranvía con jardinera recorre el camino simbólico que lleva a los héroes hacia su
destino y a los adolescentes hasta la conciencia inmediata de la vida y de la muerte.
Se trata de la historia de un muchacho que no quiso ser portador de valores eternos, sino
gozador de placeres efímeros. Hay episodios notables y personajes de mucho peso como
Vicentico Bola, un maestro en el arte de sacarle partido a la existencia y al lado bueno
de la falsedad. En una España en la que todo era mentira, en la que las glorias imperiales no suponían más que un decorado de cartón sobre la miseria, se agradece la compañía de un amigo con porte de gobernador civil capaz de engañar a las orquestas y los
reservados de los prostíbulos.
Pero la verdadera protagonista de la novela es la sensualidad.Contra la bota del franquismo, por las costuras del orgullo militar y de las exigencias clericales, la escritura
convoca una voluntad de vida a través de los sentidos. Las palabras buscan la complicidad de un paisaje lleno de huertas y caminos que presienten la cercanía del mar. Las palabras buscan también la amistad con la luz de una memoria dispuesta a recordar que
“hay más estructura en un aroma que en cualquier pensamiento, más verdad en los sentidos que en la lógica”.
No es mala receta para los tiempos tristes, ya se respire el pulso gris, chillón, atemorizado de una dictadura sórdida o la realidad oxidada de una democracia parda tirando a mezquina. No se trata de renunciar al compromiso cívico, sino de cultivar a
ese vividor que llevamos dentro para darle argumentos alegres y carnales a la rebeldía.
Es la mejor manera de mantenerse lejos de la corrosión de los púlpitos, las consignas y
los himnos. La mejor manera, en medio del vértigo, de recuperar un olvidado sabor a
nosotros mismos. Cuando la sociedad se llena de escombros, cuando nos cubren y nos quitan el aire los
decretos, cuando nos sentimos sepultados por las catástrofes, los sermones, las mentiras
dichas con solemnidad oficial, las cifras de la realidad o la realidad impuesta por las cifras, es un buen recurso hacer memoria de la sensualidad para buscarnos allí donde es-
temos, allí donde quede algo de nosotros. La victoria del enemigo sólo es real cuando
consigue cambiarnos por dentro.
La relectura de Tranvía de la Malvarrosa me ha invitado a recordar. Por unos días decido vivir bajo la disciplina del recuerdo. Cultivo de forma metódica la memoria de la
sensualidad, el abrazo de un sol, la humedad de una lluvia. Vuelvo a unas mañanas de
hace cincuenta años. La primera luz se ha mezclado entre las sábanas con el pequeño
estrépito de un tranvía amarillo que cruza la ciudad y con el olor del café que están preparando los mayores. Es mañana de domingo porque ese estrépito y ese olor se resuelven en el azúcar de la bollería que espera sobre la mesa. La piel de los bollos suizos está
en el origen de todas las caricias.
La resistencia nos ha enseñado a vivir con la ética de la última copa. Es la conversación de la noche que se alarga entre camaradas por la complicidad de lo ya soportado,
de lo que sucedió, de lo que se ha perdido. Está bien, es un lujo que no puede despreciarse en los tiempos que corren. Pero conviene no olvidar nunca la ética del desayuno.
Quien recuerda que alguna vez desayunó con los cinco sentidos está acorazado frente a
los púlpitos. Será capaz de llegar hasta la muerte siendo todavía manantial, como deseaba Federico García Lorca.
Recuerdo de forma metódica una humedad, un escalofrío, un beso, el olor nocturno de
un mes de abril, el azul de los veranos, las escandalera de unos pájaros. Me dejo contagiar por Manuel Vicent y por su tributo a la sensualidad.
La guerra, el abismo
El siglo XX ha invadido el siglo XXI con su cara más miserable. Ahí están para demostrarlo las guerras, las víctimas de los bombardeos y esa mentira inagotable de las
identidades fuertes. Entiendo por identidades fuertes aquellas que transforman un Estado en una materia opaca, rígida, sin aire, con las dudas muertas a los pies de la jerarquía. Entiendo por identidades fuertes aquellas que aspiran a convertir un Estado en un
ejército.
Los historiadores estudian la Primera Guerra Mundial en su centenario. Las editoriales publican numerosos títulos para recordar un conflicto que marcó la historia del siglo
XX. Pero el centenario exacto, el homenaje más fiel, es el que celebra la realidad política y militar de este año. Estamos a la altura, seguimos sindo igual de criminales, igual
de cínicos, igual de canallas. Seguimos robando con las armas en la mano. Nuestros tributos se llaman Israel, Hamás, Siria, Irak, Ucrania... y, desde luego, la diplomacia internacional, una indecente, hipócrita y despiadada diplomacia internacional.
Entre la literatura que nació de la Gran Guerra, me acompañan desde hace años algunas
piezas memorables. Los sentimientos tienen también su artillería particular. En Adios a
todo eso,Robert Graves contó la experiencia de joven oficial que le llevó a despedirse
de todas las convenciones. La ironía apunta a los muros de un mundo hipócrita con las
sonrisas y las corbatas manchadas de sangre.
Recuerdo también la Canción de Craonne, surgida para justificar el motín de los soldados franceses que se cansaron de ir al matadero para defender las fortunas de los avaros.
El himno subversivo apunta a la esperanza de una respuesta colectiva contra la injusticia. Con la pena de muerte, el general Pétainrestableció la disciplina y el orden.
Pero la denuncia de la guerra más seca que he leído se titulaSenderos de gloria (Capitán
Swing, 2014), la novela deHumphrey Cobb. Sin ironía, sin esperanza de subversión,
sin hueco para el patriotismo, el heroísmo o cualquier otro sentimiento capaz de embellecer una matanza, descubre el esqueleto de una realidad cruel. Existen guerras porque
allí donde hay ejército es inevitable el olor a muerte. Lo dice uno de los personajes
de Senderos de gloria: “La disciplina es el primer requisito de un ejército. Se debe mantener y una de las forma de hacerlo es fusilar a un hombre de vez en cuando”. Quien
dice fusilar, dice también provocar una matanza de civiles, de niños en la escuela, de
enfermos en el hospital, de gentes en sus casas. Cobb se alistó en el ejército canadiense a los 17 años para combatir en Europa. Su experiencia le sirvió para contar una lógica destinada a arrebatarnos la posesión de nuestra
vida, no sólo porque podamos morir, sino porque dejamos de ser dueños de nuestra
existencia. El mando del 181º Regimiento del Ejército Francés no debe asumir errores.
Para ocultar una noticia falsa, ordena una operación suicida, una maniobra que acaba en
catástrofe. Cuando ocurre el desastre, se justifica, acusa de cobardía y fusila a algunos de sus propios soldados. Las víctimas se escogen por sorteo, o por viejas rencillas, o por otros motivos que nada tienen que ver con la responsabilidad. Un personaje se salva por ser judío. Existen esas paradojas en la hipocresía del mundo. Después de la injusticia racista
cometida contra el capitán Alfred Dreyffus, el teniente obligado a elegir prefiere que
nadie lo califique de antisemita y se hace cómplice de la nueva injusticia. La injusticia forma parte de la realidad tanto como el clima, dicen los cínicos mientras
se lavan las manos. Prefieren no pensar que existen ejércitos porque existen Estados que
se conciben a sí mismos como fundadores y vigilantes de una identidad única. Responden así a una perpetua economía de guerra. De vez en cuando, cada dos años, se decreta
una matanza en Palestina. Se trata de una violencia disciplinada. Los fundamentalistas de Hamás aspiran a su identidad única, dialogan con el terror para
imponer su credo como forma de vida. Pero lo grave, lo que en realidad define al mundo en el que vivimos, no es que una banda terrorista cometa actos de violencia, sino
que un Estado democrático se transforme en una máquina de terror para asesinar
de forma despiadada a la gente. En 1947, cuando Naciones Unidas partió Palestina en dos para propiciar la creación del
Estado de Israel, no sólo puso en marcha la idea de un refugio-nación para el maltratado
pueblo judío. Respondió también a la nostalgia de la vieja Europa ante el Estado burgués de identidad fuerte y única, el Estado que responde a una sola identidad, la patria
que nos pone un velo en la conciencia y en el corazón. Ese tipo de Estado es opaco,
fundamentalista, fomenta el racismo y no permite ni la libertad ni la integración de nadie. Los derechos humanos se acaban enfrentando a su carta de ciudadanía.
Con la nueva matanza de Gaza, celebramos como se merece el centenario de la Primera Guerra Mundial. Las guerras no solucionan nada, dice un personaje de Cobb. El final
impuesto por la primera significa el primer paso para la siguiente.
Juventud: del botellón a Pedro Sánchez
La juventud, como coartada biológica para la regeneración y la esperanza, ha jugado un papel muy significativo en esa fábula amarga que llamamos Historia Contemporánea de España, una colección de glorias huecas, bellos sueños frágiles y desencantos.
Si queremos buscar fecha, todo empezó en 1870 con una meditación del pedagogo
Francisco Giner de los Ríos titulada La juventud y el movimiento social. Un país seco,
minado por las corrupciones y las mentiras, necesitaba educar a una juventud capaz de
consolidar un Estado y regenerar la vida social. Para eso fundó Giner la Institución Libre de Enseñanza, y en esa ilusión de ramas verdes en el olmo seco vivieron sucesivas
generaciones a través de las fechas, los nombres y las misiones pedagógicas. El 1898,
1914, 1927, 1931, Unamuno, Ortega y Gasset, Azaña, García Lorca, Luzuriaga... Ortega llegó a quejarse de haber vivido sin juventudporque, en vez de apurar sus
felices 20 años, tuvo que quemar la mocedad en el compromiso regenerador de España.
Ser joven ha soportado aquí el sobrepeso de una discusión perpetua: la tarea de dar solución a la realidad mohosa de una política oficial sin escrúpulos y sin piedad para los
ciudadanos.
Quizás convenga recordar que la apuesta en favor de la juventud lanzada por Giner de
los Ríos llegó después de un fracaso sonoro de las ilusiones juveniles. Su famosa meditación empezaba constatando lo siguiente: “En pocos periodos de nuestra historia contemporánea habrá hecho alimentar la juventud tan consoladoras esperanzas como durante los últimos diez años que preceden a la Revolución de Septiembre”.
En 1868 el sueño de la España progresista consiguió expulsar del trono a Isabel II. Los
Borbones se fueron a Francia en medio de la alegría general. El compromiso pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza surgió cuando los hechos demostraron que
la juventud española, arrebatada al criticar la descomposición del país, era incapaz de
crear una alternativa. Acabó por aterrorizar no sólo a la oligarquía, sino a la clase media
que la había apoyado. Los jóvenes de 1868 se comportaron con la misma degradación
ética que sus mayores.
La verdad es que confiar la regeneración de un país a razones biológicas no es un argumento muy sólido. Tan peligrosos son los viejos cascarrabias como sus herederos, formados con la misión de perpetuar el orden vigente. Aunque conviene siempre abrir las
ventanas para que entre aire limpio, no es bueno reducir el debate de ideas a una
simple cuestión generacional. Se corren dos peligros paralelos: la perpetuación sibilina
de lo anterior (cambiar de cara, para que no cambie nada) o el desplazamiento de la vitalidad al irracionalismo de los frentes de juventudes. Los jóvenes del 1868 acabaron
provocando una Restauración que devolvió el trono a los Borbones y la política española a la corrupción y la mentira. Y España siguió soñando en su juventud redentora en
una larga marcha que pasó de las aulas de la Institución Libre de Enseñanza hasta las
cafeterías barbudas y llenas de humo del antifranquismo.
Felipe González fue un joven sin escrúpulos, que rompió con sus mayores, convirtió la
política en un exitoso marketing electoral y se deslumbró con el mundo del dinero. Si
Pedro Sánchez no comprende que los problemas actuales del PSOE tienen mucho más
que ver con la figura de Felipe González que con los últimos naufragios de su heredero
Rubalcaba, tal vez ejerza una juventud brillante y sin escrúpulos, pero no será capaz de
crear una alternativa para el socialismo español.
El sobrepeso soportado por la juventud en la historia de España tuvo un momento de
vacaciones en los años posteriores a la Transición. Cuando el discurso oficial estableció
que todo estaba hecho, que la historia se había acabado con una democracia perfecta
gracias al Rey y a sus validos, las plazas sustituyeron las banderas por litronas de
cerveza. A la juventud se le dio permiso para ser hedonista, dedicarse al botellón y disfrutar de las alegrías de la mocedad.
Como la democracia no ha resultado perfecta y está llena de socavones, la juventud
ha vuelto a la primera línea de fuego. Las cosas están tan mal entre los viejos de la política española que a veces el panorama de los jóvenes recuerda más a la Septembrina de
1868, con discusiones de barra de bar y botellón, que al sueño pedagógico de Giner de
los Ríos.
Soy un melancólico optimista, mantengo la disciplina de la esperanza. La realidad sociológica indica que los españoles jóvenes están mejor preparados que nunca. Indica
también que muchos de ellos deben emigrar para buscar su destino fuera del país roto
que les hemos dejado. Hacen bien, pues, en intentar hacerse dueños de su destino. Pero
más que la sociología, me sostiene la voluntad. Me queda la esperanza de que los jóvenes no confundan el debate de ideas con un debate biológico, que no se sientan orgullosos del simple marketing juvenil, que no se parezcan a sus abuelos y sus padres..., que
intenten crear una alternativa razonable. Confesiones de un lector
El tiempo de ocio es una enredadera. Si cae en buena tierra, las cosas se llaman unas a
otras, crecen por las paredes de las horas y se enredan en un laberinto frondoso. Lo saben bien los lectores en los meses de verano, sobre todo los que se ganan la vida dando
clases de literatura. Es una suerte que uno pueda cobrar por hacer lo que le gusta,
por leer y hablar después de los libros que ha leído. Desde luego, un privilegio.
Pero las clases a veces imponen un rumbo, señalan un camino fijo. Hay que apurar un
ensayo sobre Gonzalo de Berceo, o unos artículos sobre San Juan de la Cruz, o una edición reciente de Poeta en Nueva York, o esa novela de Benito Pérez Galdós que da vergüenza no haber leído. Se pasa bien, pero se trata de una ruta trazada por las obligaciones, como esas lecturas que ordenan los programas de estudio igual que un ejército a
punto de entrar en batalla.
Los días de verano, si son dichosos, permiten hacer con libertad lo que repite uno a lo
largo del curso. Para las personas que tienen la suerte de ganarse la vida en su
vocación, la felicidad es un calendario en el que el ocio se parece mucho al trabajo,
pero sin despertadores, programas o citas inmediatas. Mientras los amigos viajan por el
mundo, el lector se abandona en manos del azar y se convierte en un vagabundo de su
biblioteca. Es entonces cuando los libros se llaman unos a otros como las hojas de una
enredadera.
La semana pasada un amigo me prestó, es decir, me regaló, un buen libro del historiador
Maximiliano Fuentes sobre España en la Primera Guerra Mundial (Akal, 2014). Me
adentro en lo que el prologuista, José Álvarez Junco, llama con exactitud “un complejo
cruce de caminos”. La historia europea de hace 100 años se mezcló con la crisis española del edificio de la Restauración, el desprestigio de la monarquía y las opiniones
esfervescentes de Unamuno, Ortega, Azaña, Vázquez de Mella, Baroja, Azorín, Araquistáin, Cambó, Prat de la Riba…
Cuando los que opinan son dueños de su propia opinión, cuando están al margen de
un espectáculo mediático, da gusto ver pensar, ver cómo las inteligencias aciertan o se
equivocan. En el libro se habla de Benavente, redactor de manifiestos germanófilos.
Maximiliano Fuentes cita su drama La ciudad alegre y confiada (1916) y la relaciona
con Maura, un político que podía unir el mensaje de la “no intervención” con una España de paz, estabilidad y orden. Como tengo tiempo, me permito volver a Benavente, re-
leer esta comedia triste en la que el escritor decide poner los personajes de una de sus
obras más importantes, Los intereses creados (1907), al servicio de una toma de postura
entre genoveses y venecianos, es decir, entre aliados y alemanes.
Que Benavente apostara por el imperio y el orden es lógico. Más raro resulta que sintiese la misma inclinación el Baroja de aquellos años. Creo que acertó Julio Camba al escribir que “Baroja ha sido el único español que se ha equivocado en esto de la guerra
europea”. Es extraño que su espíritu rebelde y anticlerical de 1914, enemigo de la Restauración, le llevase a tomar una postura contraria a la de casi todos sus amigos. Las
enredaderas de cada biografía están llenas de lugares imprevistos. Mi enredadera de
este verano me lleva por curiosidad de Benavente a Baroja y vuelvo a las páginas deJuventud, egolatría (1917), uno de sus libros que más me gustan.
A la hora de evocar su juventud, con una mirada muy poco ególatra, Baroja toma conciencia de qué supone escribir mientras suenan los cañones. ¿Es legítimo preocuparse
por asuntos que no sean los propios de una hora violenta? Llega a la conclusión de
que Homero o Shakespeare son en la historia un hecho más importante que cualquier batalla. Se pone así de parte esa verdad humana que rozaron las palabras de Homero. Y, pese a los cañones, escribe.
A mí, que me cuesta trabajo escribir de libros mientras caen lasbombas sobre Palestina, me viene bien leer una vez más esta reflexión de Baroja. Y me alegro, además, de
haber vuelto a la inteligencia afilada y un poco cursi de Benavente. Si vivo dentro de la
literatura no es porque me aparte del mundo, sino porque me lleva una y otra vez
hacia él. Afirma el Desterrado, protagonista de La ciudad alegre y confiada: “No es lo
triste la humillación de esta derrota; lo triste es dejarse vencer por ella”. Toda una lección de actualidad.
La verdad es que soy lo que han hecho de mí los libros a través del ocio, las obligaciones, los programas y los días de verano que me llevan por azar de la amistad a la historia y de unos autores a otros. Como ciudadano de España y del mundo, siento la violencia y la corrupción de estos tiempos como una derrota. Pero como lector he aprendido
a no dejarme vencer y despliego la vela roja en la barca de la protesta, como hizo Baroja –todavía- en 1917. ¿Todavía? Baroja tuvo un final triste. Bueno, ya veremos hasta
dónde llega uno, hasta dónde alcanza la enredadera. Sobre el populismo y la mentira
El concepto de lo popular ha sido de gran importancia en la poesía española contemporánea. Bécquer, los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Alberti
jugaron a su modo con las tradiciones populares. En las notas a su Segunda antología
poética, Juan Ramón quiso explicar el secreto de esta estrategia: en realidad no había
en ellos una simple poesía popular, sino elaboración culta de lo popular, una tradición popular del Arte.
Pienso con frecuencia en la poesía cuando asisto a las discusiones sobre el populismo político. La situación de la política es de tanta inutilidad y descrédito que se acusa
de populismo a cualquier intento de recuperar la intención original de la democracia:
ordenar y dar respuesta a las necesidades de la mayoría. La política no puede ser otra
cosa que la elaboración institucional de la soberanía popular, la ordenación legislativa
de los intereses del pueblo.
La oligarquía de la realidad, con las instituciones y los gobiernos al servicio de los
grandes intereses de las élites económicas, ha establecido una dinámica que pretende
convertir en demagogia populista la defensa del bien común. Conviene romper esa
lógica y recordar una de las reflexiones más insistentes de Fernando de los Ríos, profesor socialista y ministro de la Segunda República: si queremos que el ciudadano sea libre, hay que encadenar a la economía. Eso no es populismo, sino la justificación principal de la política democrática más seria.
La elaboración legislativa de los intereses de la sociedad debe permitir regular la economía, elaborar una fiscalidad equilibrada y ordenar las relaciones internacionales de
acuerdo con el bienestar de los ciudadanos. No es serio aceptar como dogma natural
la avaricia de los bancos y los especuladores. Un Gobierno que esté dispuesto a meter
en la cárcel a los banqueros que han estafado o que han impuesto leyes contra el bien
público, más dañinos con sus corbatas blancas que cualquier ladrón de saco y antifaz,
no será un Gobierno populista. Se limitará a recuperar el orgullo de la política democrática.
Entonces, ¿qué es el populismo? Por lo que se refiere a la política actual española, el
populismo en su significación negativa se define por el uso de la mentira y por la
manipulación mediática de los bajos instintos. Eso es lo que convierte a una convocatoria electoral en una farsa y a una democracia constitucional en una deriva desconstitu-
yente.
La democracia española es populista porque convive con la mentira y la utiliza no sólo
para engañar, sino para levantar los peores instintos. Por mucho que se invoque una y
otra vez la Constitución, España ha vivido en los últimos años un proceso desconstituyente. Si quieren ser democráticas, las constituciones deben respirar como un organismo vivo, caminar pegadas a los intereses de los ciudadanos, estar dispuestas a
reformarse para resolver los conflictos en favor de la convivencia. No pueden ser un
Carta muerta utilizada para negar derechos democráticos, ni tampoco derivar en la defensa impudorosa de una minoría oligarca.
Esa es la dinámica desgraciada que está dejando sin prestigio en España el valor
de la democracia constitucional. El único cambio producido en más de 30 años se
provocó de manera urgente en el 2011. La reforma del artículo 135 prohibió por vía
constitucional una política democrática de inversiones públicas. Esa reforma, fundada
en un pacto ideológico entre el PSOE y el PP, ha servido para la liquidación de los servicios públicos y para promover la idea de que los ciudadanos españoles, con sus derroches y sus derechos desmedidos, eran los causantes de la crisis. Se puso así la constitución en manos de la oligarquía española y europea.
Esta lógica convierte a las víctimas en culpables porque las mentiras del populismo sirven para alentar los bajos instintos. El paradigma de la política se parece en esta dinámica a un programa de telebasura. Pongo sólo dos ejemplos: la bronca bipartidista
y el tratamiento de la inmigración.
Las llamadas al voto del bipartidismo, más que en la defensa de una ilusión propia, se
han fundado en el miedo y el rencor contra el adversario. El PP se ha cohesionado fomentando el odio a Felipe González y Zapatero. El PSOE, por su parte, llama al voto
útil con el miedo al PP. Este tipo de broncas sólo sirve para borrar con algaradas populistas la discusión política. Así ha ocurrido en el tema de la inmigración, tan importante en un mundo globalizado. Bajo los gritos y las proclamas racistas del PP, tampoco se han dado muchas diferencias entre los dos partidos mayoritarios en lo que se refiere a leyes de extranjería. La falta de hospitalidad transformada en razón de Estado ha
sido una característica compartida.
No es populismo defender un comportamiento humano en las fronteras, denunciar la
lógica horrible de los centros de Internamiento o respetar el derecho de asilo. Populismo
es falsear los datos, crear amenazas mediáticas y hacerle creer a la gente que la presencia de los extranjeros es un peligro. Populismo es congelar con una identidad sólida la
flexibilidad de los espacios públicos. La oligarquía crea chivos expiatorios para ocultar
sus robos. Como andaluz, lo siento, me he acordado mucho estos días de todas las
calumnias del honorable Jordi Pujol contra los vagos del sur que viven a costa de
Cataluña.
Populismo es negarle a Cataluña su derecho a decidir porque un líder catalán haya
resultado un ladrón. Populismo es manipular un crimen mediático para justificar un
endurecimiento innecesario del Código Penal. Pero encadenar la economía y estar en
contra de la deriva neoliberal de Europa no me parece nada populista. Se trata sólo de
una elaboración culta e institucional de la soberanía.
La buena reputación
Leo la última novela de Ignacio Martínez de Pisón, La buena reputación (Seix Barral, 2014), y reconozco en mí el protagonismo de la figura del lector. No se trata sólo
de que me guste mucho el libro, sino de que sienta en cada página la importancia de la
mirada del lector. Su privilegio en el hecho literario. La retórica llama narrador omnisciente al autor que escribe desde la perspectiva del saber absoluto. Más allá de lo que
conoce cada uno de sus personajes, la voz que cuenta llega hasta cada rincón de las ciudades, cada recuerdo de todas las memorias y cada sueño de las noches que pasan con
los silencios, los miedos y las ilusiones de la gente. La lectura de La buena reputaciónconsigue crear un lector omniscente, alguien que en un argumento lleno de sorpresas
siente que se lo sabe todo, porque todo lo que descubre habla de él mismo y de la historia de su familia.
Es un privilegio conseguido por la literatura en una historia que tiene que ver con la
identidad, las repeticiones y el sentido de la permanencia. Las personas cambian
mucho. Sabemos que las personas no están selladas con plomo, que la vida extiende
sus hilos y teje un ser domado de un rebelde, un alma rencorosa de un ejemplo de amor
o un adúltero de la fidelidad andante. También la mezquindad se transforma en voluntad
de entrega y el egoísmo en sacrificio. Lo sabemos al valorar el paso de los años en la
existencia de los demás. Pero como los años pasan al mismo tiempo por nosotros, y nos
cambian, y nos descambian, no alcanzamos a calibrar del todo el sentido de la mutación,
esa perpetua materia en movimiento que llamamos identidad. La literatura ilumina lo
que diluye la costumbre.
Los poemas hablan de peces que quieren ser pájaros o de vientos que sueñan con la
quietud de la piedra. Las obras de teatro ponen en escena un biombo para que el hombre
que entra en él salga convertido en una muchacha o la directora autoritaria en un
alumno castigado. Las buenas novelas no necesitan otra experimentación que la de
contar la historia de una familia. Nos enseñan así la deriva de las mutaciones y los
regresos, las curvas que se dan en el sentido de pertenencia, las fragilidades de la identidad y los códigos de la repetición. Nos enseñan que más allá de los héroes y los villanos, de las victorias y las derrotas, la vida es una tarea de resistentes.
La buena reputación se pone en marcha con la historia de un matrimonio. Mercedes, la hija de un militar católico, se casa con Samuel, un judío de Melilla, el hombre de
confianza del Régimen franquista en la comunidad hebrea. La indagación profunda so-
bre la identidad que desata Martínez de Pisón no se limita a una atractiva geografía de
cóctel: una ciudad española en África, junto a un Marrueco colonizado a punto de conseguir su independencia, en la que habitan tres dioses y muchos negocios en situación
de incertidumbre. Tampoco basta con detectar las contradicciones de una mujer que se
enamora y se casa con un judío, pero rechaza en su hogar la liturgia de la sociedad hebraica, y de un hombre que parece indiferente a los ritos y a las costumbres de su comunidad, pero acaba poniéndose en peligro para salvar a los judíos que necesitan huir de
Marruecos hacia Israel.
Ni siquiera debemos quedarnos en los pies de barro del heroísmo, de cualquier heroísmo, pensando que Samuel sólo pudo ser un hombre justo con los judíos por el prestigio
adquirido en los negocios de los militares franquistas. Lo que acaba imponiéndose en la
novela es que La buena reputación no depende de la opinión de los demás, sino del
mundo interior de los personajes, su forma de afrontar las herencias, la culpa, la ilusión, el secreto, la soledad, el amor y los pactos con la vida cotidiana. La existencia no
es un poema épico por mucho que se empeñen los héroes de las patrias, las religiones y
las consignas. La vida es la novela realista de cada ser humano, una novela en la que
hay demasiadas situaciones propias de esa intimidad quebradiza que persiguen los buenos poemas líricos. El libro de Martínez de Pisón, que empieza narrando un rincón poco
conocido de una identidad fuerte, la Melilla judía de la primera mitad del siglo XX,
acaba deslizando una experiencia de conocimiento: el respeto que se merece cualquier
ser humano. Más que juzgar desde lejos, conviene conocer por dentro la novela de cada
personaje.
El lector vive la historia de los abuelos, los padres y los nietos… y se acostumbra a
conocer. El lector omniscente cierra el libro y piensa en su propia familia. Siente el deseo de llamar por teléfono, de preguntar, de interesarse, de volver a hablar, de quedar un
día, de perdonar y ser perdonado.
La impunidad
Me explica un amigo que el problema de la democracia española es una cuestión de dialectología, una forma de pronunciar las palabras. En una campaña de Twitter en favor de
la igualdad, alguien dio en el clavo y escribió: no da igual. Esa es, en efecto, nuestra situación, llevada al extremo por la descarada manera del Gobierno del PP a la hora
de pronunciar la palabra igualdad. El deseo democrático de igualdad ha desembocado en el igual da de los impunes. Digo llevada al extremo por el PP porque la enfermedad afecta a otras latitudes. Pero en cualquier caso, conviene delimitar de forma urgente
dónde está hoy el principal foco de infección. Necesitamos aislarlo. Tal vez nos pesen demasiado la etimología y la historia. La democracia española tiene
como pecado original una ley de amnistía que funcionó en realidad como ley de punto
final o de impunidad en favor de los crímenes del franquismo. En España se dio un
golpe de Estado, se provocó una Guerra Civil, se vendió el país a los nazis y los fascistas, se instauró la dictadura más cruel durante años y, luego, se aceptó que las tácticas
democráticas eran el olvido y la impunidad de los criminales. ¿Es usted hededero del
dictador? Igual da. ¿Sus negocios y sus bancos representan la economía de la dictadura?
Igual da. ¿Ha sido usted cabeza visible de un régimen sangriento? Igual da. ¿Mataron a
su madre, o a su padre, y lo enterraron en una cuneta? Igual nos da, usted se aguanta, no
tiene derecho a la verdad y la reparación.
Pero volviendo de la dialectología de nuestra democracia, preciso es denunciar que la
situación llega a un descaro extremopor lo que se refiere al machismo, el mundo laboral, la banca, la corrupción y las normas electorales. Lo que hoy se vende como política
sensata de Estado no es más que la complicidad con un sistema de bandidos que se dedica a la libre extorsión. Es preocupante que las últimas campañas de intoxicación política estén encaminadas a confundir la simple decencia cívica con una ola antisistema y
populista enemiga peligrosa del orden instaurado por una Santa Transición.
Los cómplices de la realidad actual, los que se niegan a una transformación de raíz de la
marca España, son los que realmentese han acomodado al extremismo del igual
da para cancelar la aspiración democrática de la Igualdad. Así están las cosas.
Usted es alcalde de Valladolid, usted vuelve a llover sobre mojado, usted desprecia los
esfuerzos de la sociedad para combatir el machismo y la violencia de género, usted
afirma que tiene miedo de entrar con una mujer en un ascensor por si a ella se le
ocurre romperse el sostén y simular una violación, usted llena de basura las siglas de
un partido y el nombre de una ciudad... Y qué más da.
Usted empobrece a la sociedad, usted liquida los servicios públicos, usted dinamita la
educación y la enseñanza pública, usted cambia la Constitución para limitar las inversiones del Estado en el bienestar de la gente, usted destina todo el dinero ahorrado
a pagar la deuda de los malos negocios de la banca, usted financia, de forma multimillonaria y con dinero público, una reestructuración de las cajas de ahorro en favor de
tres banqueros de élite... Y qué más da.
Usted cobra comisiones jugosas en dinero negro, usted roba y tiene cuentas en
Suiza, usted contrata a tesoreros como un mafioso contrata a un contable, usted utiliza la política como forma directa o en diferido de enrequecimiento personal, usted
convive con los sobres y los sobresueldos, usted deja un cargo y pasa a un consejo de
administración de una empresa agraciada por sus decisiones de Gobierno... Y qué más
da.
Usted aniquila los derechos y la dignidad del mundo laboral, usted impone la libertad de explotación con contratos basura, usted acaba con las conquistas de la lucha obrera, usted le devuelve a las élites de siempre los privilegios a los que habían tenido que
renunciar para pasar de su dictadura a su democracia, usted dice que salir de la crisis
supone crear puestos de trabajo temporales parecidos a los viejos acuerdos del caciquismo en las plazas de los pueblos... Y qué más da.
Usted teme perder unas elecciones y decide cambiar las reglas, usted intenta mover
la ley como un ladrón mueve su linterna, usted hace su especial pronunciamiento institucional o su golpe de Estado, usted trata a los ciudadanos como imbéciles afirmando
que se pretende enriquecer la democracia y la participación... Y qué más da.
La democracia española necesita pasar del igual da a la igualdad. Para eso es conveniente atemorizar a las élites, no hay otra salida.Las élites deben asustarse de las consecuencias de sus comportamientos avariciosos y desmedidos. Los demócratas, los que
hemos renunciado a la violencia y al tiro a la nuca de los pistoleros, necesitamos utilizar
el debate político y las urnas como medios de presión. En el debate político, resulta necesario recuperar el pudor público como raíz de una
legitimidad republicana. El PSOE tiene una buena posibilidad de atemorizar al PP y
paralizar este golpe de Estado de la reforma electoral si decide, ante tan descarada impunidad, regresar a sus orígenes republicanos. Sería una buena respuesta. Decir en su
postura ante la forma de Estado: hasta aquí hemos llegado. ¿Es una ocurrencia mía?
Bueno, pues por lo que se refiere a las urnas, la izquierda no englobada en el PSOE sólo
puede dar miedo si asume como asunto prioritario la creación de plataformas de
unidad: ese frente amplio y cívico que acabe con el igual da y que trabaje por la igualdad. La multitud tecnológica
Escribir literatura supone inventarse un lector. Quien escribe necesita ordenar sus
pensamientos, buscar las palabras precisas, imaginar en una dirección determinada,
tomar decisiones que implican a otro. El lector ideal, más que la persona que mañana
puede comprar un libro, es un esbozo de la conciencia del autor, el lugar en el que
aprende cosas de sí mismo al mirarse desde fuera, con una objetividad que lo distancie
de su ensimismamiento.
Informar y meditar sobre un país supone la búsqueda de una opinión pública. El esfuerzo de no mentir, de no confundir la verdad con un alegato en favor de los propios intereses, exige un horizonte público que se niegue a la manipulación. Exige también ojos
que miren y oídos que escuchen con la intención de establecer un diálogo. Para no caer
en la derrota y perder el pudor, la figura pública necesita una sociedad capaz de reconocer la decencia y de castigar la infamia. Para no hundirse en el monólogo estéril,
quienes informan o quienes opinan sobre la sociedad necesitan una opinión pública con
la que confrontar sus miradas hacia la realidad.
El poeta T. S. Eliot pensaba que para el ejercicio de la poesía era imprescindible la existencia de un grupo suficiente de lectores que le diera sentido social al trabajo del
poeta. Ocurre lo mismo por lo que se refiere al periodismo, necesita una opinión pública y cada medio crea la suya, la busca, le pide apoyo para respirar y argumentos para
discutir.
“¿Quién es el público y dónde se encuentra?”, preguntaba Larra en el título de uno
de sus artículos de costumbres. La respuesta del periodista no era muy alentadora. Decidido a buscarlo, salió a la ciudad y se encontró una multitud rutinaria que ocupaba
como un rebaño los lugares de Madrid según las horas y opinaba arrastrada por instintos
poco razonables: un público “caprichoso y casi siempre tan injusto y parcial como la
mayor parte de los hombres que lo componen”. Un público capaz de aplaudir y apoyar a
aquel que lo maltrata.
El artículo de Larra tiene algunas semejanzas con un cuento de Edgar A. Poe que se titula El hombre de la multitud. La multitud es una acumulación de gente que no tiene
nada que decirse. Se agrupa en lugares que no puede compartir. Como después señaló
Baudelaire, la multitud es sólo un conjunto de soledades. Es la misma muchedumbre
que cruza por las páginas de Poeta en Nueva York, sin una voluntad de amor que la con-
vierta en una dignidad colectiva.
La nueva realidad ha propiciado el protagonismo de la multitud tecnológica. Se
trata del lado negativo de las nuevas posibilidades de comunicación. A veces uno escribe un artículo, opina sobre cualquier problema y se ve asaltado por respuestas que tienen poco que ver con la existencia de una opinión pública. Los comentarios del periódico, Twitter y Facebook se convierten en una multitud sin nada sobre lo que dialogar.
Caben la caricatura, el insulto, las críticas o las felicitaciones por lo que no has querido
decir, cualquier cosa menos un argumento o un dato sobre el que establecer una conversación. La gente dice lo que piensa sin pensar lo que dice y se despacha en una dinámica en la que hay muchas ganas de hablar y pocos deseos de escuchar.
El paradigma de la telebasura ha extendido a través de la tecnología el encono de los
sectarismos políticos y las furias de la barra de bar. Llevo años viendo cómo desde
medios muy tradicionales se alienta el insulto, el desparpajo y la calumnia. Así que
tengo motivos para pensar que esta deriva está muy calculada como método para acabar
con cualquier posible protagonismo de una opinión pública capaz de decidir. Una manera de privatizar la vida es convertir las plazas en un vertedero. No estamos hablando, por supuesto, de la crítica o la refutación que pueden merecer un
artículo o unas declaraciones.Hablamos de la incapacidad de meditar sobre opiniones contrarias y de cancelar el debate público transformando los argumentos en calumnias o desprecios. Leo en Fernando Pessoa (Aforismos, Editorial Renacimiento) que
“Cualquier maledicencia es una confesión” y pienso que la mayoría de las mentiras y
los insultos son la confesión de una multitud compuesta por soledades, gente obligada a
caminar junta, pero sin nada que decirse. Decir no es hablar. El ruido del bla ba bla tiene
poco que ver con la comunicación.
Me pongo a mí mismo como ejemplo. Cuando alguien se duele con respeto y me lleva
la contraria por mis opiniones sobre elPSOE, me entran ganas de explicar, de explicarme, de matizar, de decirme que mis críticas rotundas, por ejemplo a Felipe González, no
son más que el reconocimiento de la importancia que tienen los votantes socialistas y
buena parte de su militancia para la transformación de una democracia maltratada con el
apoyo de sus líderes. Pero cuando alguien anónimo me acusa de ser cómplice de ETA y
de no respetar a las víctimas del terrorismo por criticar a un gobernante del PP sólo
siento ganas de callarme y me veo a mí mismo sucio, formando parte de un vertedero
en el que las palabras ya no tienen espacio para respirar.
Sirvan estas confesiones para agradecer a los lectores deinfoLibre su compañía. Con
sus críticas o sus apoyos, me invitan a debatir conmigo mismo y con los demás. Sirvan también como saludo a los periodistas que buscan una opinión pública igual que un
poeta busca a un lector. Entre todos tenemos que inventarnos.
Ganemos la ciudad
Nuestra política parece una parodia de la política. Nuestros políticos parecen una
parodia de lo que debe ser un político. Nosotros empezamos a ser una parodia de nosotros mismos. Enciendo la televisión, oigo la radio, leo los periódicos, y tengo miedo
que todas las cosas de España estén hechas con cartón pintado, que todo sea un escenario de quita y pon. Más que teatro o representación pública, esto parece reteatro, una teatralización del
teatro, un esperpento, una astracanada. ¡Pero cuidado! La cuestión es que no es lo
mismo un esperpento que una astracanada. Aunque se trata de dos verdaderas obras
maestras, hay diferencias importantes entreLuces de bohemia de Valle-Inclán y La venganza de don Mendode Muñoz Seca.
Es verdad que en las dos obras juega un papel decisivo la parodia. La literatura, ya
se sabe, es hija de su tiempo. En las dos primeras décadas del siglo XX era ya muy
difícil tomarse en serio los comportamientos políticos de la Restauración borbónica.
Sometida a los intereses de sus caciques, la España oficial se había alejado tanto de la
España real que el poder parecía una parodia de sí mismo. La moral y las palabras de la
esfera pública resultaban ajenas a la vida cotidiana, no respondían a la experiencia común de la gente.
Palabras como España, honor, rey, gobierno y política empezaron a tener un inevitable aire de chiste. Así surgió la genialidad de don Mendo, convertida la honra de
nuestro teatro clásico y el dolor de las tragedias románticas en una continua carcajada.
Las palabras se cachondearon de sí mismas, los versos se partieron de risa entre nobles
cornudos y grandes damas más tornadizas que las gallinas. La solemnidad se aplicó a la
descripción de la vulgaridad para destacar la distancia existente entre la realidad y su
representación.
Así surgió también la genialidad de Max Estrella, su paseo por Madrid, la deformación
sistemática de la existencia en los espejos cóncavos del callejón del Gato. Como la vida
oficial era una gran deformación de la realidad, el esperpento quiso exagerar de un
modo guiñolesco la realidad en la idea de que deformando lo ya deformado por el
poder se podía dar una visión objetiva de las cosas.
Veo al presidente Rajoy, oigo sus declaraciones y me acuerdo de las distancias existen-
tes entre la realidad cotidiana y la España oficial de la Restauración. Veo a la familia Pujol, el inmenso escándalo de la herencia del padre, la hermana que no sabe nada,
Felipe González que lo defiende, y siento que asisto a una teatralización del teatro, a
una parodia de la representación política.
Pero cuidado porque hay en juego cosas muy importantes y no son lo mismo la carcajada que te cierra los ojos y el humor que te ayuda a entender la realidad y te empuja a la
disidencia ética. La venganza de don Mendo, sin duda una obra maestra, es una carcajada perpetua, la risa que necesita la oligarquía para pasar el rato –o el trago– sin que nada
cambie. Luces de bohemia rompe las dimensiones del teatro y de la teatralización del
teatro, sale a la calle, toma la ciudad, la convierte en un escenario implacable para iluminar las mentiras del ministro, del poeta, del amigo, del periodista, del policía, de
la puta y de cualquier personaje que se atreva a pasar por el argumento y a participar
en la farsa.
En esta España de carcajada y llanto no caben ya las soluciones tibias. Entre una gran
coalición de los intereses del sistema y un nuevo proceso constituyente, la realidad
busca una salida a su representación.
Cuando veo a los políticos oficiales, cuando analizo las reformas electorales que se
proponen e, incluso, cuando oigo las declaraciones de algunos líderes sectarios de la
revuelta, siento desolación. Creo probable que salgamos de esta coyuntura como se sale
de La venganza de don Mendo después de una función escolar y navideña. Muertos de
risa, pero igual que estábamos y creyendo en los Reyes Magos.
Por eso agradezco el esfuerzo de los que intentan buscar en común una alternativa a la
realidad para ganar un escenario distinto fuera de los límites del teatro. Ganemos la
ciudad, como hizo Valle-Inclán con Luces de bohemia. Las máscaras
Voy al Museo del Prado para ver "Máscaras", la exposición de Alberto Schommer. El
regreso a la ciudad no significa sólo el adiós triste a las vacaciones y la vuelta a la rutina
del trabajo. La luz pálida de septiembre significa también el retorno de algunas costumbres queridas, los huecos del vivir diario que se organizan como ritos para celebrar la
parte más amable de la realidad. Frente a las hostilidades del tiempo y del espacio, buscamos la complicidad de una cita en el café de siempre, o un paseo por las calles preferidas, una tarde de cine, una exposición. Se trata de insistir en uno mismo, mientras
la vida corre y se desbarata.
La inmovilidad es sin duda una desgracia. Somos libres en la medida en que rompemos ataduras, cambiamos, comprendemos las transformaciones del mundo. Un
deseo estático tiene mucho de falsificación pública y privada, de constitución muerta. El
amor necesita romper convenciones y la libertad social no es más que una versión colectiva de la metamorfosis. Todo esto es verdad, pero a veces las cosas van tan rápido
que uno necesita insistir, hacer compatible la audacia con el pasado. Le pedimos ayuda
a las costumbres para salvarnos del vértigo de la descomposición. Debemos aprender a
conservarnos un poco para no convertirnos en unos conservadores.
Me disculpo ante el lector de este “Verso libre” por tanta cavilación, pero la llegada de
septiembre y las imágenes de Alberto Schommer me han puesto meditativo. “Máscaras” ofrece una galería impresionante de retratos fotográficos elaborados en los
años 80. La fotografía entra en el Museo del Prado y presenta grandes personajes de
nuestra cultura. Rafael Alberti, Francisco Ayala, Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya,
José Luis López Aranguren, Luis García Berlanga, José Hernández, Antonio López…,
están ahí, mirándose de frente, cara a cara, con otros personajes pintados a lo largo de
los siglos: Velázquez, Góngora, Goya, Juan de Ribera…
¿Están ahí? En la sala del museo se cuelgan por supuesto unas fotografías magníficas de
rostros elaborados con la quietud de una máscara mortuoria. Se trata de personajes que
ya estaban consagrados por edad y calidad en la década movida, juvenil, de los 80. Tienen los ojos en sombra y reflejan la seriedad de quien pertenece a la historia y merece
dejar testimonio de su imagen para el recuerdo de siglos venideros. Por eso las fotografías de Schommer dialogan con la tradición de los bustos clásicos.
Pero la mirada del espectador añade una perspectiva más entre el fotógrafo, los persona-
jes del siglo XVII y los maestros de los años 80. De ahí la pregunta: ¿están en esas fotos
Alberti, Ayala, Aranguren, Berlanga…? Resulta inquietante ver convertida en lápida
una parte de la historia que hace sólo unos años era vida, simple y palpitante vida
con una copa de whisky en la mano, un acierto o una metedura de pata, una cita en un
restaurante, un viaje, una discusión.
Se puede intuir la personalidad del retratado en el pañuelo elegante, la corbata bien ajustada, el cuello abierto de la camisa o la forma de soportar las gafas y la seriedad. Pero al
final se impone un sentimiento que va más allá del carácter de cualquiera de los personajes. Es la distancia insalvable entre la vida y su recuerdo, entre la carnalidad de
los días y la solemnidad de la historia evocada.
La retórica poética ha sido siempre una equilibrista en la cuerda tendida por el tiempo y
la eternidad. ¿Cómo capturar lo que sucede en un momento para darle significación intemporal? Baudelaire y Bécquer buscaron en la anécdota diaria un modo de conseguir
emociones de valor eterno. ¿Consigue el arte detener el paso del tiempo y conservar
la vida que se pierde? ¿Está la vida en su representación? ¿Hay algo más que representación en la vida, juego de máscaras y de superficies?
Confieso que me gustan las fotografías familiares, las que se guardan en un álbum o en
una caja para recordar un cumpleaños, un viaje o un noviazgo. Conservo fotos de piscinas, de bares, de asambleas, de coches, de todo lo que conserva una huella de la vida.
No me importa envejecer, pero necesito insistir en mis recuerdos para no sentirme diluido en el vértigo y para no vivir en un mundo descompuesto. Por eso procuro que dialoguen en mí la libertad y la memoria. Que la audacia conserve un instinto de prudencia y el pasado no sea un obstáculo para respirar el aire nuevo. Segunda semana de septiembre: las vacaciones están olvidadas. Pero no sólo por la
mala cara de la rutina y los horarios.También por el regreso a las costumbres elegidas
en la ciudad, la conversación en el café de siempre, la tarde de cine o la visita al
museo. La crueldad
No duermo. He visto en televisión una vez más las imágenes de un desahucio. Esta
vez me quitan el sueño. La policía vence la protesta de unos vecinos, entra en casa de
dos ancianos estafados, cumple una orden judicial y les arrebata su casa, una casa de
toda la vida. Es extraño que me conmueva tanto una escena repetida en muchas ocasiones durante los últimos años. Madres con hijos recién nacidos, viudas, matrimonios
enfermos, desempleados. Las operaciones bancarias no tienen compasión.
Doy vueltas por la nada con el rostro del anciano en mi noche. Quizá se trata de que me
ha recordado a mi padre. Algunos sentimientos primarios son tan fuertes que consiguen romper la costumbre, el ruido que nos deja sordos, la costra seca que nos hace
insensibles. Esta desesperación de ancianos en la calles extiende la culpa, me hace sentir
más allá de la lógica de un orden. Las cosas son así, pero no basta. Culpabilizo uno por
uno al banquero que busca negocio sin escrúpulos, al político subvencionado por el
banquero para aprobar una ley hipotecaria injusta, al juez que dicta sentencia, al policía
que cumple con su trabajo… y me culpabilizo a mí por ser parte de este mundo. Los
sistemas, las profesiones, incluso el dolor, son con mucha frecuencia una excusa
para esconder las responsabilidades individuales.
“Mi nombre es David Cawlhorne Haines, me gustaría declarar que te hago enteramente
responsable a ti, David Cameron, de mi ejecución”. Son las últimas palabras del tercer
degollado ante las cámaras por el Estado Islámico. Ahora consigo sostener la
mirada. Cuando decapitaron a la primera víctima, el periodista James Foley, no
pude resistir ni un segundo.Conviene ver estas cosas para saber el mundo en el que
vivo, no se puede mirar hacia otro lado, pensé. Pero no pude. Tampoco pude con la
muerte de Steven Sotloff, el segundo ejecutado. Parece que la repetición del acontecimiento por tercera vez me da fuerzas o me insensibiliza.
Siempre el mismo decorado: la inmensidad del desierto, un encapuchado vestido de negro con un cuchillo en la mano y la víctima con mono naranja, como los que llevan en
el corredor de la muerte los presos en EE.UU. Víctor Hugo sostenía que cualquier
pena de muerte es un modo de legalizar el asesinato. Fijar la hora para la desaparición de una persona es una crueldad, como lo es concederle a la víctima un último deseo
para hacerla cómplice del rito o prestarle unas últimas palabras para que forme parte del
espectáculo. Te hago enteramente culpable…
¿David Cameron? ¿Las injusticias bélicas del mundo occidental con Bush, Blair y Aznar en el origen? Sí, claro. Algunos comentarios en los periódicos digitales parecen alegrarse de la venganza del rebelde. También a los magnates se les puede meter un
dedo en el ojo. Sí, claro, ya lo sé, Obama que ejecuta sin juicio ni ley a Bin Laden con
el aplauso su público… Pero qué pasa con el desierto moral, con el encapuchado asesino, con el canalla que sostiene la cámara clandestina ante un ser humano que va a morir, que siente un cuchillo en el cuello, que se desangra, que muere. Y qué pasa con los
que asisten al espectáculo y entran en el sí y el no, en el eje del bien y del mal, en la
toma de partido entre los buenos y los malos. El espectáculo banaliza el mal de forma
inevitable.
El cañón norteamericano disparó contra el periodista español José Couso para
imponer el silencio. Ojos que no ven, corazón que no siente. Manos libres para la brutalidad. El espectáculo ha descubierto que la repetición es tan útil como el silencio, porque llena los ojos de ruido, nos insensibiliza, nos borra. La brutalidad que convierte al
mal en espectáculo no sólo hace dañó a la víctima, sino que pretende fundar un mundo
sin conciencia, establece un orden sin sentimientos personales. Como los sentimientos
son la última razón de los matices, la brutalidad acaba con los individuos para imponer un sistema, una lógica de normalidad y de sometimiento, un orden parecido al
de los banqueros que manda, los políticos que obedecen, los jueces que sentencian, los
policías que cumplen con su deber. Ninguno reconoce los ojos de su padre en el anciano que van a desahuciar.
Rafael Alberti escribió Sobre los ángeles (1928) para hablar de una crisis social y personal. Su protagonista era un hombre deshabitado. La crueldad exterior se interioriza,
nos deja huecos por dentro. Deshabitado me siento yo en este insomnio al recordar las
escenas de un desahucio, las acusaciones de un sentenciado a muerte, el diseño estético
en naranja y negro de un desierto moral que nos niega como individuos y convierte
la crueldad en espectáculo o en rutina. Pese a las multitudes, vivimos en un mundo
deshabitado.
Una capital grotesca
El poeta Charles Baudelaire se despachó bien con Bélgica. La vida de Bruselas le invitó a trazar un dibujo literario de todos los males del mundo. Bastan los títulos barajados
en su proyecto de libro para explicar el ánimo con el que vivió en la ciudad que hoy es
capital política de Europa: la Bélgica grotesca, Bélgica al desnudo, una capital de risa,
una capital de simios, una capital de monos imitadores…
Desde luego no le tembló la mano en sus apuntes. Bruselas es una ciudad insulsa, llena de jorobados, en la que domina la tristeza y la hipocresía. Dominan también la
torpeza, la brutalidad, el aturdimiento y las palabras sin ton ni son. Las bocas parecen
cloacas, letrinas con imbecilidad. Las caras son tan rígidas que no conocen la sonrisa.
No importa que los belgas vayan sucios y feos, porque hasta limpios serían repelentes.
La mirada sañuda de Baudelaire reparte adjetivos sin importar la edad y el género. Aunque no hay hombres y mujeres, sino hembras y machos, el escritor francés no renuncia
al retrato. Los niños, de horrorosa presencia, son piojosos, mugrientos e inmundos. Los
machos no saben andar y miran de un modo arisco, sombrío y receloso. Las hembras se
caracterizan por su hedor y por una tipología semejante al borrego. Nada se salva, la
vileza se extiende por los alimentos, las tabernas, las costumbres y, por supuesto,
las almas.
La editorial Valparaíso acaba de publicar Pobre Bélgica en edición de Pablo M. López
Martínez y Marie-Ange Sanchez, el libro inacabado y último de Baudelaire. La editorial Valparaíso ha conseguido en pocos meses abrirse un espacio ya imprescindible en el
panorama de la poesía española e hispanoamericana. Como hizo antes con los poemas
de amor deEdgar Allan Poe, incluye ahora en su catálogo este libro póstumo, un regalo
para curiosos y lectores. Encontramos al por mayor y de golpe los característicos disparates, excesos, injusticias y rabietas que solía poner en movimiento el autor deLas flores
del mal.
Baudelaire mezcla en su mirada la gracia para ver y los rencores que ciegan. Había
llegado a Bélgica en abril de 1864 con la ilusión de ordenar su economía, publicar sus
obras completas y vengarse de una Francia que censuraba sus poemas y sus comportamientos. Pero tardó muy poco en comprender que, fuese donde fuese, llevaría siempre a
su patria en la suela de los zapatos. Sus conferencias no gustaron, los proyectos editoriales acabaron en desastre, la estrechez económica volvió a agobiarle y la enfermedad le
persiguió como un veneno tenaz. El desastre se apoderó de sus ojos para convertir a
Bruselas en la radicalización de todos los males franceses: “Francia parece muy bárbara
vista de cerca. Pero vayan ustedes a Bélgica y se volverán menos severos con su país”. El libro de Baudelaire es un ejemplo claro de los efectos perversos de la desilusión.
Los fracasos pueden hacernos mejores, pero el empecinamiento del desencanto suele
empujar al abismo de una indignación totalitaria. El dolor enseña, el rencor desorienta y
degrada.
La configuración de una Europa mercantilista y sin verdaderas instituciones democráticas ha generalizado en la política actual el odio de Baudelaire a Bruselas. Se esperaba mucho de una Europa ilustrada y capaz de defender el estado del bienestar, pero la
realidad ha impuesto una perversión del sueño que desata rencores, malentendidos,
odios por rebote y llamadas a una identidad autodefensiva. No todo es lo mismo, claro
está, pero la humillación del sueño político europeo ante los intereses capitaneados por
la banca alemana late bajo reacciones tan dispares como el auge social de la extrema
derecha en Francia, los movimientos independentistas en Cataluña y Escocia, el nacionalismo centralista español y los deseos de regeneración electoral protagonizados en
España por Podemos. Nosotros contra la casta. Se trata de maneras distintas de responder, unas democráticas, otras amenazantes, al
asalto contra el Estado que puso en marcha el capitalismo posmoderno. Tengo muy
poco que hablar y discutir con las respuestas de extrema derecha. Más que el diálogo,
sólo parece pertinente la denuncia. Pero con las respuestas democráticas, sí se necesita
hablar, matizar, llegar al entendimiento. Después de leer a Baudelaire, empiezo por
pedirme, por pedirnos a todos prudencia. Al menos, en el mismo grado que tiene hoy
la audacia.
Un país manicomio
La locura clásica se representa con el personaje que confunde su identidad y afirma con
absoluto convencimiento que es Napoleón. Cuesta poco trabajo imaginar su paseo por
el patio del manicomio, muy solemne, con andares de general en jefe y la mano en el
pecho, dándole vueltas a la estrategia de la próxima batalla.
A cuenta de don Quijote, me indicó una vez Carlos Castilla del Pino que la locura no es
una enfermedad a tiempo completo. Alguien puede opinar de forma razonable sobre
la libertad, la justicia, las bellas artes, el amor, la política, y de pronto, cuando la vida
roza su herida mental, actuar como si fuese un héroe dentro de un libro de caballería. El
hombre sensato pasa en un segundo a acometer las aventuras más altas que han visto los
siglos pasados y que verán los días inciertos del porvenir.
El misterio anida en el momento de la quiebra, en la guillotina psicológica que separa
una cabeza y una experiencia de la realidad. Pasear hoy por España se parece demasiado a ir por el patio de un manicomio, un itinerario en círculo que nos lleva de quiebra
en quiebra. Nos encontramos con Napoleón o, por ejemplo, con un estafador que dice
estar casado con la hija de un rey. Bien situado, con una vida majestuosa, con las revistas del corazón a sus pies y los consejos de administración en sus manos, acaba envuelto
en un manto de villanías capaz de amargarle para siempre la existencia.
Se puede hablar de la avaricia, de la condición humana, de la sangre podrida de una élite que nunca ha sido azul, y es verdad. Pero hay algo que no casa del todo, una quiebra. La ambición se vuelve contra nosotros mismos, nos hace su primera víctima, cuando establece mundos paralelos, diferencias tajantes sobre la realidad y nuestros comportamientos.
Entre la existencia de un pobre diablo y Napoleón, hay la misma quiebra que entre el
yerno del rey y el delincuente, o entre el ejecutivo de sueldo millonario y el cretino
que utiliza una tarjeta de crédito, opaca pero con registro, para pagar la cuenta de una
barra americana. Es también la misma quiebra que se da entre el minero revolucionario,
líder de la clase obrera, y el defraudador que utiliza una amnistía fiscal para el blanqueo
de millón y medio de euros. ¿De dónde sale ese dinero? De la ambición, sí. De la corrupción, también. Pero es necesaria además una quiebra, una separación de la realidad, un convencimiento de que se
está por encima del bien y del mal, de que se vive en un mundo paralelo donde nada de
lo que hagamos tiene consecuencias reales. Nadie nos va a pedir cuentas porque nuestras batallas con los molinos de viento pertenecen a una ética y un reino distintos.
No encuentro un concepto más adecuado para designar esta quiebra que el de neoliberalismo. La cultura neoliberal consiste en separar de una manera radical el mundo del
dinero de la realidad, la especulación abstracta de la economía de lo real. Además de las
operaciones de Bolsa, buenos ejemplos son los sueldos de los altos ejecutivos. Se disparatan con la intención de abrir una brecha entre los de arriba y los de abajo, entre algunas nóminas y el rumor precario de la calle. Dos experiencias distintas de la verdad.
Las tarjetas de crédito simbolizan bien esta quiebra. El uso normal de las tarjetas ya es
un proceso de abstracción. Pero su uso radical, el hecho de poner en juego un dinero
que no tiene que ver con nuestro patrimonio o nuestra cuenta de banco, lleva al extremo
la experiencia neoliberal de cancelar la ética de la realidad para convertirnos en napoleones. La verdad del cuerpo es sustituida por un mundo virtual.
Los neoliberales que detentan el poder y controlan la cultura han repetido en medio de
la crisis que vivimos por encima de nuestras posibilidades. No era sólo una excusa para
culpabilizar a sus víctimas y empobrecerlas de forma despiadada. También se trataba
de una constatación de su lógica, de una invitación: el deseo de sugerir una inercia en la
que todos vivamos como pobres diablos, pero igual que si fuésemos Napoleón.
El neoliberalismo ha provocado en nuestras sociedades una verdadera mutación de identidades. Hasta el mismo Napoleón sería hoy un loco si se atreviese a descansar su mano
sobre un botón de su uniforme. Esta locura neoliberal se generalizó en Europa en los
años 80 y se cebó desde entonces con particular virulencia en una España falta de solidez democrática, abriendo huecos muy profundos para la corrupción y la quiebra de
la personalidad.
Daba igual que los gatos fuesen blancos o negros, lo importante era que cazasen ratones. Y aquí me callo, porque yo tengo también mis obsesiones de loco y no quiero volver a meterme con el que siempre me meto. Tengo miedo de mí mismo, porquetambién
yo soy Napoleón. La impostura
Algunas anécdotas de la realidad tienen mucha trastienda. Después de reírnos y de bromear con los
amigos, se nos queda la ironía pensativa en los ojos y uno empieza a dudar y a bromear a medias
ante el espejo.
Me he reído con la aventura estafadora del joven Francisco Nicolás. No es nueva la
realidad chistosa que a veces provoca la farsa social. En el entierro de Nelson Mandela,
un falso intérprete de signos llamado Thamsanqa Jantjie estuvo traduciendo las palabras
de los altos mandatarios del mundo con un galimatías de aspavientos. Aquel absurdo
definió mejor que nada la hipocresía de un duelo en el que muchos políticos reaccionarios y xenófobos alabaron sin medida el significado histórico de Mandela.
Ahora recoge la antorcha nuestro joven Francisco Nicolás, un muchacho de 20 años,
cercano a los ámbitos del PP, que con arte y simpatía se ha hecho pasar por asesor de la
vicepresidenta del Gobierno y por agente del CNI. Las fotos que comparte en reuniones
y besamanos con las más altas instancias del Estado dan testimonio de la carrera meteórica de un aventurero de los despachos. Según el informe forense, elaboró y vendió
una “florida ideación delirante de tipo megalomaníaco”.
El convincente Francisco Nicolás utilizó su falsa enjundia pararecibir euros a cambio
de gestiones y favores. La magistrada que instruye el caso no acierta a entender cómo
un joven pudo, “con su mera palabrería”, entrar en donde entró y conseguir lo que consiguió. Pero los servicios de seguridad no son perfectos, como demostró Thamsanga
Jantjie al colocar su teatro de manos junto al presidente Obama. Y basta, por desgracia,
tomar conciencia del país en el que vivimos para comprender que alguien pague 25. 000
euros a un joven con chaqueta en espera de que el Gobierno ayude a vender una propiedad en Toledo.
Uno se ríe con las burlas de Francisco Nicolás. Luego uno vuelve a reírse al pensar en la
“florida ideación de tipo megalomaníaco” que define a algunos personajes de postín y
patatán de nuestra vida pública. Y, finalmente, uno se mira en el espejo, pasa de la
anécdota a la trastienda y medita sobre los límites de la impostura. Basta haberse visto
obligado a defender los propios méritos en unas oposiciones a cátedra para intuir al impostor que todos llevamos dentro.
¿Qué hacemos con ese impostor? Como esbozó la poesía cortesana, el secreto está en
el origen de la intimidad.Somos secretarios de nosotros mismos, algo que después demostró también la novela decimonónica con ayuda de los sentimientos de culpa. Nos
hacemos en lo que decimos y lo que callamos.
Optar por la sinceridad absoluta es malo. Nuestros instintos pueden hacernos sacar sin
educación a la calle toda la suciedad que debe quedarse en la ducha del cuarto de baño.
Educarse supone elaborarse, cultivarse, conseguir fruto de un árbol que a veces se abona
con estiércol. No es bueno eso de llamarle gordo a un amigo en cuanto nos cruzamos
con él en un semáforo. ¡Qué gordo te veo, Jesús! La representación condensa virtudes
que hacen posible y real la convivencia pública.
Optar por la hipocresía como norma también resulta negativo. Institucionalizar la mentira nos convierte en seres huecos, reproductores de palabras sin significado, hábiles partidarios de la formalidad y el procedimiento, dueños de un urbanismo que se convierte
con facilidad en la máscara del engaño y de la falta de compromiso.
Los matices de la representación, fundamentales en la vida pública, marcan el devenir
de las ilusiones políticas.Comprender que el mercado electoral tiene sus reglas de comunicación y sus audiencias es una virtud imprescindible en un sistema democrático. Si
se quiere gobernar resulta decisivo saberqué horizonte de expectativas tienen los votantes. Sólo así es posible saludarlos con buenos modales en la calle. Pero subirse a la
ola de las encuestas, hablar sólo de lo que resulta simpático y desentenderse de algunas
cuestiones importantes convierte a los representantes públicos en cazamariposas. Una
buena audiencia no implica que el programa de televisión sea bueno.
Dos medias verdades no forman una verdad completa, sino el hueco abierto para las
mentiras. No es lo mismo un movimiento para tener buenos resultados electorales que
un proyecto para transformar una sociedad. La cuestión es compleja y nos interpela,
igual que la impostura, porque también es cierto que sin buenos resultados electorales
resulta imposible transformar la sociedad. Así que a debatir con uno mismo y a pensarse las cosas tres veces.
Bueno, pero estas últimas consideraciones ya no tienen que ver con el joven Francisco
Nicolás, asesor florido y megalomaníaco de la vicepresidenta. Está más relacionado con
una coincidencia sustanciosa: la celebración del 40º aniversario del congreso de Suresnes que cambió la dirección del PSOE y la gran asamblea de Podemos en Vistalegre. Lo
primero ya es historia. Espero que lo segundo vaya bien y con suerte.
Museo de la memoria
Estoy en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile. De
pronto recuerdo una escena deTrafalgar, el primero de los Episodios Nacionales de
Galdós. En un otoño de hace 200 años, los barcos de guerra españoles se preparan para
enfrentarse a la armada inglesa. El puerto de Cádiz es un ir y venir de marinos, comerciantes, cargas de víveres, armas, abrazos y despedidas. La voz moderna de la narración
comprende entonces que la presencia de los navíos no simboliza ya el poder del rey y de
sus nobles, sino la vida cotidiana de una sociedad, el destino de la gente común que sale
de sus casas todos los días para trabajar, aprovecharse de las satisfacciones de la existencia y sobreponerse a las injusticias del destino.
Desde luego recuerdo también lo que fue parte viva de mi adolescencia y de mi juventud. Las palabras dignas de Salvador Allende, su más pronto que tarde, sus alamedas
libres del futuro, salen de radio Magallanes una vez más y caen sobre la fotografía
de Carmelo Soria, el diplomático español asesinado. Caen sobre las imágenes de la
dictadura, los desaparecidos, los torturados, los exiliados y los luchadores clandestinos.
Caen sobre las mentiras de la prensa partidaria de los golpistas y de la embajada norteamericana. Caen sobre los actos de solidaridad internacional con la democracia chilena
y caen sobre los funerales de Franco (Pinochet presente). Caen también sobre los poemas de Neruda, Violeta Parra, Gonzalo Rojas, Oscar Hahn, Gonzalo Millán, y sobre Rafael Alberti, y Antonio Machado, y Luis Cernuda…
Es inevitable que al visitar el Museo de la Memoria de Chile y al observar los trabajos
de la Comisión de la Verdad me acuerde de la historia de España, del Museo y la Comisión que nunca existieron en mi país. Mientras las víctimas del franquismo eran
desamparadas, los torturadores recibían medallas policiales en la democracia y los descendientes biológicos o políticos de los asesinos ocupaban los cargos de Gobierno.
Veo una habitación de exiliada chilena, sus pocas cosas, su cartel de Víctor Jara, su
maleta sin deshacer (porque en la pobre cama de hierro, más de pensión que de domicilio, sólo se piensa en regresar a la patria), y me parece estar leyendo la Memoria de la
melancolía de María Teresa León. No se compra nada que pese, nada que ate a un lugar
extranjero, siempre vivir en tránsito, sin raíces, aunque sea durante 40 años.
Las fotografías de los fusilados, las cartas a la familia horas antes de la ejecución, los
libros censurados y la dignidad clandestina me hablan a la vez de Chile y de España, y
me hablan sobre todo de la vida de la gente. Una sociedad es un tejido y resplandece en
la bandera de un barco cuando representa a todo un pueblo y habla de la vida cotidiana,
de los despertadores y las cocinas, no de los negocios de un rey y de su nobleza. Es
difícil identificarse con un himno oficial que se aleja de las calles, el rumor de los talleres y la soledad de los desamparados. Los golpes militares rompen ese tejido. Sólo es
posible volver a coser lo que se ha partido en dos con una memoria democrática limpia
capaz de devolverle la dignidad a los espacios públicos y al sufrimiento privado.
La democracia española quedó sin raíces sólidas cuando se permitió la impunidad y el
olvido de los crímenes del franquismo. La insoportable falta de respeto al bien común
tiene mucho que ver con la falta de justicia a la hora de reparar el dolor de las víctimas
individuales. Los herederos del franquismo, los que se han negado por sistema a condenar el golpe de Estado de 1936, roban, mienten, venden los intereses de España al negocio extranjero, no dimiten, no dan explicaciones, no saben lo que es la virtud republicana. Piensan que gobernar un país es adornar los navíos del rey, las cuentas del IBEX-35,
abrir distancias entre las élites y la ciudadanía y separar la España oficial de la España
real.Confunden la normalidad con el vasallaje. Las grietas territoriales de la identidad española no encuentran solución, entre otras razones, porque la palabra España se negó a adecentar su pasado. Sólo aquí, en el Museo
de la Memoria de Chile, me siento español. Mi España, como escribió Cernuda, es la de
Benito Pérez Galdós. También la de Antonio Machado y Federico García Lorca, o la de
otros muchos nombres que llevo en la memoria. Me duele que no haya en mi país un
museo de estas características. Pero en este museo chileno me siento en mi patria.
Poetas, políticos…, la gente
Participo en las V Jornadas de poesía española que organiza la Universidad de Turín.
En el Aula Magna del Liceo Europeo Vittoria, hablo, escucho, me preguntan, pregunto.
Se trata de pensar en común sobre las inquietudes y las palabras que me han acompañado a lo largo de los años. ¿Por qué la poesía es un género minoritario? ¿Por qué se venden tan pocos libros de poesía? ¿Qué sentido tiene escribir?
Son muchos los matices, las perspectivas, las dudas. Pero cuando todo el mundo se centra en el mercado, el enjambre de monedas furiosas, la telebasura, las deficiencias de la
educación y los malos tiempos para la lírica, me da por presentir también la responsabilidad de los propios poetas. ¿Pueden quejarse de que la gente no lea poesía después de
haberse despreocupado ellos mismos de la vida de la gente?
La respuesta es clara, pero no conviene plantearse la claridad de manera sencilla. Los
matices que entran en una discusión fácil sirven para iluminar una realidad oscura: la
distancia entre la poesía y la gente. ¿Remedios? Más que una reivindicación de lo liviano, lo superficial, la comunión con lo publicitario, se trata de reflexionar sobre el
sentido de la cultura. Y se engañan los poetas cuando piensan que la ausencia de lectores se debe sólo a una falta de cultura. En realidad hay muchos lectores cultos que
han renunciado a los libros de poesía.
Médicos, abogados, periodistas, profesores, funcionarios… Resulta muy estrecha la definición que deja fuera de la palabra cultura a miles de hombres y mujeres que nunca
leen poesía, ni se acompañan de ella para sentir el amor o la muerte, el miedo o las frágiles ilusiones. Esta constatación ilumina el asunto: una parte importante de la poesía
contemporánea ha confundido el rigor de su trabajo. En vez de escribir para gente culta,
los poetas buscan más bien a los tecnócratas, especialistas y compañeros de gremio.Es
decir, escriben para poetas. La poesía, como reacción de autodefensa orgullosa ante la
mentalidad utilitaria, se consume a sí misma y se devora hasta quedarse en los huesos.
Es sólo una parte del problema, claro está, pero conviene tenerlo en cuenta a la hora de
examinar el esqueleto.
No basta con decir que la gente es antipoética y utilitaria. La duda entra también en el
oficio con su rumor de moscardón, aletea e insiste en preguntar a través de qué mecanismos la poesía ha quebrado sus orígenes y su utilidad. Hay versos que se parecen
mucho al ataúd en el que se entierra a la poesía. Como las incertidumbres de España se han convertido en una obsesión, mezclo mis dudas líricas con el aliento enfermizo de política española. ¿Por qué la gente se ha apartado de la política? ¿O por qué la política oficial se ha apartado de la gente? ¿Con qué
maderas se ha fabricado su ataúd? La vocación poética me empuja a mezclar las cosas y
voy de los versos a la realidad y de la realidad a los versos. Siempre me planteo el rigor,
el populismo, el exceso, la mentira, la verdad, la corrupción y la honestidad como si estuviese delante de un poema por escribir, de un mundo que debe elaborarse con palabras.
La política oficial ha quebrado sus orígenes y se ha apartado de la gente. Muchas voces
insisten en los peligros del populismo, en la amenaza de un futuro desorganizado. Pero
la realidad es que los padres y las madres más solemnes de la patria son también los
signos más claros de un comportamiento antisistema. La política privatizada, que se
somete a los despachos económicos y se distancia de la soberanía cívica, ha quebrado
sus orígenes, se descuartiza a ella misma en una corrosión de mentiras, inutilidades y
avaricias.
El debate electoral de los próximos meses se situará en una tribuna de dinámicas complejas: la seriedad frente al populismo, los hombres de Estado frente a la locura, la responsabilidad frente a la demagogia, la política culta frente al analfabetismo. Es una
parte sólo del asunto, claro está, pero conviene tener en cuenta que hay muchos ciudadanos que no son antisistema y están ya hasta las narices de los padres y las madres de
la patria, de su falsa seriedad. La corrupción, el blindaje de los aparatos, la falta de democracia y el gremialismo del poder han convertido a la política oficial en un ámbito
tecnocrático y deshonesto alejado de la gente.
Poetas de aparato, políticos redichos, gente, obsesiones. Siento rabia al tomar conciencia de que la belleza del otoño y de la ciudad me están pasando desapercibida. Cruzo las
calles de Turín, veo los árboles heridos por el óxido de noviembre y descubro que se me
olvida disfrutar del mundo por culpa de esta obsesión llamada España. No es poca
broma: otro antisistema obsesionado por su patria. La sonrisa me devuelve a la paradoja más seria de la poesía: el compromiso de los solitarios, el ámbito de la soledad
como conciencia y razón de las ilusiones públicas.
Relatos salvajes
Si todavía no han visto esta película, no se pierdan Relatos salvajes, de Damián Szifrón.
Pocas veces se sale del cine con una alegría que no sirve para cerrar los ojos, sino para
reconciliarnos con la inteligencia. Pocas veces se demuestra con tanta eficacia que la
inteligencia no es una forma pedante de mirarse el ombligo, que la alegría del espectador no tiene por qué depender de la zafiedad, el chiste barato y los trucos del sentimentalismo publicitario o la espectacularidad carroñera.
Debajo de un buen relato, da igual que sea un cuento, una novela, un poema, una obra
de teatro o una película, hay siempre un ajuste de cuentas con la realidad. La imaginación es el ojo de la cerradura por donde miramos hacia el mundo. Primero nos ayuda a
tomar conciencia de lo que ocurre, de las dichas y las precariedades de una vida casi
siempre demasiado hostil; después, ya que miramos al mundo en secreto y detrás de la
puerta, la imaginación nos anima a ajustar cuentas sin que nadie nos vea.
La alegría de los cortos que conforman estos Relatos salvajesdepende del sentido último
del relato, de la imaginación que se cobra una justa venganza ante la mísera realidad. La
fotografía de la película, su dirección, la interpretación de actores como Ricardo Darín,
Leonardo Sbaraglia o Erica Rivas y las historias escritas por Szifrón nos invitan a probar eso que siempre hemos querido hacer cuando el giro cotidiano del mundo nos desampara con su torpeza infatigable. La injusticia es insistente, y vulgar, y suele llenarse
de prepotencia o de burocracia tortuosa. Como la imaginación responde a un ajuste de
cuentas, a la cólera del justo, el humor consigue que la violencia artística no sea
un ejercicio de barbarie, sino un desenlace poético con sentido y consentido.
Si alguna vez han deseado reunir en una misma catástrofe a todos los que les han hecho daño en la vida, no se pierdan Relatos salvajes. Si alguna vez se han indignado por
una discusión de tráfico, o han perdido la paciencia ante una ventanilla, o han padecido
el odio que merece un desalmado, o han perdido los nervios por una disputa amorosa, o
les han puesto los cuernos, o les han pillado poniendo los cuernos, o han sentido la fatigosa, estúpida, miserable mezquindad del sistema y sus autoridades corruptas, no se
pierdan Relatos salvajes.
A veces no basta con perdonar a alguien que nos hace mal. A veces es necesario perdonar al mundo, reconciliarse con la vida, y para eso está la imaginación, para ajustar
cuentas con la realidad, para vivir y hacer las cosas que sólo son felices, justas del todo,
en un buen relato.
La unidad de las historias y los ajustes de cuentas nos llevan a un punto extremo, una
contradicción humana, es decir, sentimental e intelectual, que no puede resolverse de
forma fácil. Aunque suele olvidarse, nos dejamos arrastrar tanto por las pasiones como
por las convenciones. Las pasiones pueden llevarnos a una barbarie peligrosa, el acto
que responde al puro odio, la violencia irracional, la aceleración que degrada a quien la
sufre hasta límites infernales. Las convenciones pueden llevarnos a la mentira tóxica, el
acto que responde a la pura humillación, la razón de una violencia secreta, la parálisis
que borra y desvirtúa a quien la sufre. Nada es fácil en la vida. Hay situaciones en las
que ser cobarde no vale la pena, y sin embargo, en otras situaciones, sólo los imbéciles
se consideran con derecho a ser valientes. La imaginación no da soluciones, pero encuentra una puerta de salida. Justo en esa frontera, Relatos salvajes dinamita en la pantalla el muro de las convenciones degradantes y de las pasiones malignas. El cine encuentra una salida hacia la
alegría por un camino sostenido, bien señalizado de principio a fin. Háganme caso, no
se pierdan esta película.
Retablo de las maravillas
Vivimos una realidad que ha oficializado la mentira. Las grandes palabras, la política,
las siglas, los compromisos, las renovaciones, todo suena a mentira. La corrupción es un
capítulo más, elcristal roto y sucio que brilla en el vertedero. Shakespeare le hizo decir al joven Hamlet palabras duras contra su madre: “Perdonad este desahogo, ya que en
esta delincuente época la virtud misma tiene que pedir perdón al vicio”.
Quién pudiera tener en casa un manual de historia que contase los próximos 25 años de
España. Sería un consuelo ante la incertidumbre. El problema es que la historia próxima no está por leer, sino por hacer, y ahora nadie sabe nada, todo se confunde. A veces uno piensa que la audacia es la mejor forma de prudencia, a veces uno siente que el
anacronismo es una manera digna de afrontar el futuro, a veces se intuye que estamos
equivocándonos cuando hacemos lo que se debe hacer o que acertamos al asumir lo que
sólo es fruto del egoísmo.
Quizás la única solución sea plantearse en serio el papel de la mentira, su condición y
sus consecuencias. Una parte importante, desde luego, nos viene de la Transición, de
haber convertido en padres de la democracia a fascistas impunes con méritos suficientes
para ser buscados por la justicia internacional. Las víctimas de la dictadura fueron obligadas en el desamparo a pedir perdón a sus verdugos, como la virtud al vicio.
Pero hay otras mentiras que se han acumulado después. Cuando pase la urgencia, cuando el mal olor y el ruido insoportable de la corrupción pasen de largo, tendremos que
enfrentarnos a la raíz de la hierba que nos ha hecho mentirosos como país, como sistema, como economía.
Cervantes escribió el Retablo de las maravillas para denunciar una situación de engaño
colectivo. Los comediantes Chanfalla y Chirinos consiguen que todo un pueblo vea sobre la escena pública aquello que no existe, lo que sólo sucede como pura mentira. Desde el gobernador hasta el ser más humilde están dispuestos a admitir una representación
imaginaria. ¿Cuál era la mentira de entonces, la que aparecía también en El Quijote y en
otras obras de Cervantes? Era la limpieza de sangre. La gran patraña de la contrarreforma, la mentira que justificaba la complicidad con una España que se arruinaba por
momentos, era la consigna de ser cristiano viejo, sin gotas de sangre judía o árabe.
Para no parecer conversa, por devoción a una Iglesia retrógrada, por miedo, por una
culpa inventada, la gente se acomodaba de forma ridícula a la mentira y se hacía
cómplice de la nobleza feudal, la clase que estaba imponiendo el atraso y la ruina sobre
los siglos de España. Prefirió hundir al país que perder sus privilegios. Retablo de las
maravillas: aplaudamos todos a un Sansón que no existe, sintamos pavor ante toros y
ratones imaginados.
¿Pero cuál es la mentira de la España de hoy, de la política y la economía de hoy? Creo
que la mentira más importante es Europa, es decir, la Europa que hemos construido.
Esa parece la razón última de nuestro retablo de las maravillas.
A la derecha, en estos días, no se le va de la boca la palabra España. Sin embargo todas
sus medidas han estado encaminadas a maltratar la dignidad laboral, los salarios y los
servicios públicos de los españoles. La palabra Europa no ha servido para construir una
comunidad vinculada, sino para crear condiciones favorables de libre explotación contra
los españoles. El poder económico no tiene patria, juega a su particular globalización.
Las élites españolas han aprovechado la crisis y la construcción europea para acabar con
los modestos derechos conquistados por la democracia social después de la muerte del
dictador. Europa es la tapadera de su avaricia. En nombre de Europa, siguen pidiendo
sacrificios, justificando fraudes y paraísos fiscales.
Y Europa ha sido también la gran mentira de la socialdemocracia. El verdadero problema de los socialistas, más allá de las corrupciones y los errores puntuales, fue participar
en una construcción europea que liquidaba la soberanía popular y la política como opciones para regular la vida pública, los derechos y la justicia económica. Más que la corrupción, aunque ayuda mucho, el descrédito de la política y del socialismo europeo se
debe a su inutilidad para solucionar los problemas de la gente. Hablan de izquierda, de
sociedad, de compromiso, igual que la derecha habla de España. Pero los debates
reales se fraguan en unos despachos que ya no les pertenecen. Esto no significa que el Estado haya perdido todas sus posibilidades de acción.
Pero está en peligro de muerte. Y cualquier posibilidad de mejora pasa por comprender que la farsa de nuestra limpieza de sangre, de nuestra Europa, ha convertido la realidad oficial en un Retablo de las maravillas.
Hay que pensar Europa de otra manera. Más que los cielos,necesitamos asaltar Europa. Eso sí, para un ciudadano español Europa empieza en España.
Noticias felices en aviones de papel
Juan Marsé acaba de publicar una novela breve. El escritor barcelonés es una parte decisiva de mi biografía como lector. Susquimeras de posguerra, sus niños obligados a los
sueños como consuelo de una realidad hostil y su ciudad llena de supervivientes han
marcado mi imaginación y mi melancolía. En la pantalla blanca y negra de un cine de
barrio, he aprendido a negociar con el hambre, la mentira, la prepotencia y la zafiedad
del totalitarismo. También he convivido con las ilusiones modestas, las bellas lealtades,
las insistencias del deseo, las calles pobres y la bondad humana.
Entro en la librería a buscar Noticias felices en aviones de papel (Lumen, 2014). Siento
una alegría nerviosa, una extraña y enérgica felicidad que me devuelve a mi juventud.
Entonces me temblaban los ojos en busca de un libro de Jaime Gil de Biedma, Carlos
Barral, García Hortelano o Sánchez Ferlosio. No soy más que eso todavía, un lector
apasionado, pero los años desgastan la energía capaz de confundirnos de manera
inocente con la vida. De ahí que agradezca tanto la felicidad íntima que me provoca el
libro de Marsé. Se publica en una hermosa edición, ilustrada por María Hergueta con
mano figurativa, elegante y pacífica.
Es la misma felicidad que veo en los ojos de mi hija pequeña cuando la acompaño a una
tienda para cambiar de móvil. Por esome siento anacrónico en la librería. Anacrónico
y feliz. Bastante difícil es cumplir años, aprender a bailar con las desilusiones del cuerpo y los achaques del alma, como para cargar también con el peso de la indignidad.
Nada tan patético como un viejo con camisas de colorines adolescentes, un dinosaurio
ye-yé o una flamante capa de pintura sobre un edificio en ruinas.
Cuando oigo algunas conversaciones y veo algunos espectáculos, me confirmo en mi
derecho a ser una estación tardía, en mi voluntad de no negar mi anacronismo. Quizá
respondo a la desconfianza en el presente, una melancolía reaccionaria, pero también
se trata de una forma honrada de respetar a los jóvenes, de no intentar la ocupación de
su lugar, robándoles –además– las lecciones que como viejo me han dado los años. Un
tanto por ciento de anacronía es algo digno y útil para todos en estos tiempos de prisa,
pérdida de memoria y vértigo especulativo.
Estoy hablando de política, de mí y de la novela de Juan Marsé. El argumento sitúa una
historia y unas imágenes propias de la alta posguerra en la Barcelona de finales de los
años 80. Pero es que vivir es negociar con el pasado, es aclararnos con la sombra que
deja nuestra espalda al caminar. La sombra forma parte de nosotros y llega a convertirse
en la razón de lo que ven nuestros ojos. Ahí, en esa esquina, está la fotografía del tiempo que pasa y vuelve y no pasa. La vida reúne a la señora Pauli, una judía polaca que huyó de los nazis y acabó como
bailarina en las revistas musicales del Paralelo, y a Bruno, el hijo adolescente de un matrimonio separado. El padre es un hippy. ¡Cuidado! Pocos escritores pueden ser tan
perversos como Marsé a la hora de dibujarla figura ridícula de un personaje cualquiera, más aún de un hippy trasnochado. Pero un padre es un padre, un pasado es un
pasado, conviene no negarlo, y Bruno deberá tomar conciencia de la responsabilidad de
su historia, de su sombra, aunque intente alejarse de ella, hablarle de usted y escudarse
en el desprecio. Aprenderá la lección gracias a las locuras de Hanna Pawlikowska, la señora Pauli, una
vieja que sale al balcón todos los días para lanzar aviones de papel con noticias felices.
Esos aviones no aterrizan en la Barcelona de los años 80, sino en otra ciudad, en otro
tiempo necesitado de esperanzas modestas, y de alimentos, y de miradas compasivas, y
del abrigo de una melancolía que tiene su propia verdad y su propia experiencia del
mundo.
Quizá leer sea ya una anacronía. Llegan poco a poco las Navidades. Las escaleras mecánicas de las grandes superficies se llenarán de gente en busca de regalos, es decir, de
videojuegos, móviles, tabletas, esa colonia tecnológica que marca el olor de nuestro
mundo. Si se atreven ustedes a ser anacrónicos, harán bien en regalarse y regalar este
cuento de Navidad que ha escrito el maestro Juan Marsé. Bendito sea el pasado. La fosa de García Lorca
Me produce una tristeza íntima la deriva que ha tomado la búsqueda de los restos
de Federico García Lorca. Duele la perversión mediática de una causa noble.
Como es difícil para mí explicar este sentimiento, recurro a un caso de actualidad: la
tristeza sentida al ver cómo el marido de Teresa Romero, la enfermera contagiada de
ébola, convirtió la enfermedad de su mujer y el sacrificio de su perro en un caso mediático para sacar dinero con procedimientos propios de la telebasura. La solidaridad con
Teresa Romero y el enojo contra la prepotencia del consejero de Sanidad fueron la consecuencia de toda una historia de dignidad. La lucha de la Marea Blanca contra el desmantelamiento de la sanidad pública de Madrid ha estado protagonizada por cientos de
profesionales con vocación muy alta de servicio a la comunidad. Que el matrimonio
afectado mercantilice el asunto es una falta de respeto a las víctimas del ébola, a los misioneros muertos y a la sanidad española. La telebasura nos está convirtiendo en una
sociedad demasiado zafia.
Es la misma tristeza que siento ante la deriva del caso García Lorca. Olvidados de su
literatura, hay medios que sólo hablan de él cuando se descubre un novio nuevo o se
desata una curiosidad macabra sobre la fosa. Claro que reconozco la importancia de la
memoria histórica y del esclarecimiento de la ejecución o el asesinato del poeta. Desde
mi adolescencia granadina, he visitado los barrancos entre Víznar y Alfacar como un
territorio sagrado. Merecen mucho respeto los más de 1.000 republicanos ajusticiados
allí por culpa del golpe militar de 1936. Pero cuidado, porque hay causas nobles que se
pervierten…
El historiador Miguel Caballero, responsable de las últimas investigaciones sobre la
fosa, es autor de un libro confuso, Las trece últimas horas en la vida de García Lorca.
Continuando las pesquisas del escritor falangista Eduardo Molina Fajardo, localiza con
certeza el lugar de la ejecución del poeta y los máximos responsables del crimen. Caballero aporta además datos valiosos sobre las rencillas familiares y las antiguas disputas
entre terratenientes de la Vega de Granada. Estas disputas alimentaron deseos de venganza contra el poeta y su padre. Es de agradecer su investigación.
Pero el libro entra en una deriva peligrosa cuando el historiadorquiere dar protagonismo a su tesis a costa de negar la importancia política de un suceso tan significativo
en la Guerra Civil. Insiste en la cantinela de que “García Lorca no fue nunca un perso-
naje político”, afirma que “la apropiación que hicieron de su figura los partidos de izquierda desde el momento de su asesinato fue una apropiación indebida” y se enorgullece en descubrir “los motivos que dieron lugar” a un asesinato “perpetrado por elementos
cercanos y familiares”.
Afirmar que Lorca no era político porque no perteneció a ningún partido es desconocer
el significado de su obra literaria y su repercusión en la España del primer tercio del siglo XX. El mismo historiador se contradice a la hora de hablar de la amistad del poeta
con Fernando de los Ríos o de las repercusiones que tuvo elRomance de la Guardia Civil española. Se podrían añadir muchos más argumentos en su obra, sus entrevistas y su
compromiso con el Frente Popular. Pero los razonamientos del historiador se dejan llevar por el amarillismo, fuerza argumentos insostenibles sobre las implicaciones familiares de La casa de Bernarda Alba y olvida que esos Roldán de los que habla, además
de parientes lejanos de Lorca, eran unos fascistas participantes en un golpe de Estado
contra la República. Y se olvida que entre las más de 5.000 víctimas granadinas hubo
muchas que estuvieron menos comprometidas políticamente que Federico García Lorca.
La memoria del poeta ha defendido durante años a todas las víctimas enterradas en los
barrancos de Víznar y Alfacar. Lorca es uno más entre los muertos. Hay serios motivos
para sospechar que aquellos terrenos se convertirán en un lugar apropiado para urbanizaciones de lujo y especulaciones cuando los restos del poeta se lleven a otro lugar. Hace unos años se quiso construir allí un campo de fútbol. En las condiciones legales actuales, si aparecen los huesos de Lorca tendrán que ser
conducidos a una tumba familiar o al cementerio más cercano. Por eso es muy sensata
en este caso la propuesta de la familia García Lorca: que se declare la zona como cementerio y que, localizados los huesos, se queden allí, convirtiendo el terreno en un
espacio protegido, un lugar de memoria histórica en honor de todas las víctimas de la
Guerra. Bastará una intervención austera, un delicado memorial, para que el lugar conserve la emoción de su valor histórico.
Separar la muerte de Lorca del significado político es una manipulación. Tanto como
separar sus restos de las demás víctimas anónimas. Y es una perversión derivar hacia el
amarillismo las importantes investigaciones que se han dado en el campo de la memoria. Ese no es el camino de la verdad, la justicia y la reparación.
Vivos los queremos
La Feria del Libro de Guadalajara es un ir y venir de periodistas, editores, agentes
literarios, escritores y lectores. Ya desde la mañana, desde los desayunos en el restaurante del Hotel Hilton, cada minuto se convierte en un racimo de saludos, conversaciones
partidas y noticias literarias. De vanidades también, pero incluso sobre las irremediables vanidades se impone la fiesta del libro: el calor de los lectores, la admiración honesta y el reconocimiento generoso.
Nunca falta la rebeldía allí donde hay libros. Pero en esta edición el compromiso cívico
ha estado en la piel de los acontecimientos. Muchas veces he recordado en estos días
una de las pancartas estudiantiles que recogió Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco: “Más libros, menos granaderos”. Los escritores suelen poner voz a la gente.
Elena quiso poner oído en su conmovedora crónica sobre las movilizaciones estudiantiles y la matanza militar de 1968 en la plaza de las Tres Culturas. La voz de la gente
dice su historia, cuenta en coro las detenciones, la represión y la masacre del 2 de octubre cuando el ejército disparó de forma salvaje contra un mitin de estudiantes.
Busco el libro y me encuentro con estas palabras de Carlos Monsiváis: “Despolitizar
no es únicamente volver la tarea de la administración de un país asunto mágico y sexenal, resuelto a través de una pura deliberación íntima: también despolitizar es privar de
signos morales, de posibilidad de indignación a una sociedad. Es aniquilar la vida moral
como asunto de todos y reducirla al nivel del problema de cada quien”.
El Gobierno reprimió a los estudiantes porque sus movilizaciones estaban sacando a la
gente de la indiferencia. Muchos años después, la desaparición y el asesinato de los 43
estudiantes normalistas en el Estado de Guerrero, ha puesto en pie de indignación a la
sociedad mexicana. Nada más llegar me pasan un poema de David Huerta titulado
“Ayotzinapa”: Esto es el país de las fosas / Señoras y señores/ Este es el país de los aullidos / Este es el país de los niños en llamas / Este es el país de las mujeres martirizadas.... Ese mismo día Paco Ignacio Taibo IIencabeza una manifestación desde el recinto ferial hacia el centro de Guadalajara.
Hugo Gutierrez Vega, buen poeta y director del suplemento cultural de La Jornada, es
nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Guadalajara. En un paraninfo
abarrotado, empieza su discurso de aceptación así: “No estamos todos, nos faltan 43”.
Una parte numerosa de los escritores mexicanos han decidido iniciar sus actos con el
recuerdo de los desaparecidos y con el lema: vivos se los llevaron y vivos los
queremos. La barbarie de un alcalde familiarizado con el narcotráfico –ordenó una matanza para que los estudiantes no molestasen con protestas un acto organizado por su
mujer–, ha roto la indiferencia a la sociedad mexicana. Los escritores oyen y hablan en
la Feria del Libro de Guadalajara. La repulsa de la deriva oficial adquiere en México
una indignación sonora y le devuelve al país sus signos morales, una forma necesaria de
politización según las viejas palabras de Monsivais.
El asalto al Estado, una inercia generalizada en la globalización neoliberaliberal del
mundo, asume en México la forma del narcotráfico, de su avaricia especulativa, de sus
ajustes de cuentas y su penetración corrupta en las instituciones. México está pagando
la factura de ser vecina de la gran potencia del capitalismo. Es la ley del más fuerte.
No se trata sólo de que Estados Unidos sea el mayor consumidor de droga, el foco de la
demanda, es que además favorece la venta libre de armas y llena su frontera de comercios bélicos. Allí acuden los narcotraficantes mexicanos para satisfacer sus necesidades.
Algunos escritores me comentan que no hay otra solución que legalizar la droga en
México. El narcotráfico ha invadido la economía y la vida política del país gracias al
negocio de la distribución clandestina. Sería una medida valiente y oportuna. Pero hace
falta también que se extienda y tome forma esta nueva indignación cívica, este impulso
ejemplar de la sociedad mexicana que ha roto con la indiferencia. Como dice el poema
de David Huerta: Quien esto lea debe saber también / que a pesar de todo / los muertos no se han ido / ni los han hecho desaparecer.
Mientras camino hacia el pabellón 4 de la Feria del Libro para hablar del placer de la
lectura, voy pensando en España. Murmuro palabras como corrupción, descrédito, fosas, indignación, política... Y le aplico el cuento a mi país.
Modos de perder la vergüenza
Casi siempre se piensa en delitos y asuntos ilegales al hablar de un sinvergüenza. El
robo, el dinero negro, las comisiones y las estafas están a la orden del día en el panorama triste de la administración y la política española. En la cárcel viven el tesorero todopoderoso del partido del Gobierno, el cacique del Partido Popular en Castellón, un
exministro y cargos muy significativos de la red política de Esperanza Aguirre. Incluso
se intuye que dentro de poco las puertas del Palacio de las Rejas se van a abrir para dar
la bienvenida al marido de doña Cristina de Borbón.
Perder la vergüenza conduce a la ilegalidad. Pero nos equivocaríamos al olvidar que
existen muchas formas legales de perder la vergüenza en política. En una sociedad
como la nuestra, a veces resulta mucho más grave la legalidad que la ilegalidad.
Dentro de las disputas electorales es un ejercicio legal echarle la culpa al adversario y
pintar de rosa el resultado de las gestiones propias. Pero hace falta perder la vergüenza
para afirmar como presidente del Gobierno de España que “la crisis es historia del pasado”. El triunfalismo mentiroso supone un desprecio inadmisible al deterioro de la
vida cotidiana de millones de desempleados y de millones de trabajadores a los que no
les llega el salario para salir de la pobreza.
Es legal que un ministro del Interior tenga su ideología sobre el trato que merecen los
inmigrantes. No es legal favorecer devoluciones en caliente que violan las leyes del
país. Y sea legal o no, es una forma de perder la vergüenza ponerse chulo con los derechos humanos y el deber de asilo. El ministro Jorge Fernández Díaz se comporta con un
impudor cínico y alarmante cuando desprecia a las instituciones europeas comprometidas con el cumplimiento de los derechos humanos en una frontera. El ministro del interior es un sin papeles, porque los pierde, al llamar hipócritas a los ciudadanos con preocupaciones humanitarias y al pedir domicilios para enviar inmigrantes. ¿Qué idea tiene
el ministro de las obligaciones de un Estado?
Es legal que la diputada Andrea Fabra tenga sus ideas sobre la riqueza y la pobreza, el
orden social y los derechos cívicos. Pero perdió la vergüenza –tanto como su padre con
los trapicheos de dinero público–, cuando gritó que “se jodan” en un debate parlamentario sobre los parados.
Es legal que haya diversas opiniones sobre la historia de la Guerra Civil española y los
silencios y los pactos asumidos en la Transición. Pero Rafael Hernando perdió la vergüenza al decir en nombre del Partido Popular que “las víctimas del franquismo sólo
se acuerdan de sus familiares cuando hay subvenciones”.
Hasta aquí esta breve historia de la infamia. Existen muchos modos legales de perder la
vergüenza y los casos abundan en un país falto de educación ciudadana y de vida democrática.
Pero las ideologías políticas tienen formas más graves de perder la vergüenza dentro de
la legalidad. Sin duda parece legal que a ACS se le haya pagado una indemnización de
1.350 millones de eurospor el fracaso del proyecto Castor, el famoso almacén de gas
submarino frente a Vinarós. Sin duda parece legal que el pago se haya hecho de forma
vertiginosa, acelerando los ritmos lentos de la administración y desatendiendo otras
prioridades humanitarias en época de crisis. Y sin duda parecerá legal que los consumidores paguemos 4.731 euros en nuestras facturas, por un negocio fallido, a lo largo de
los años. Pero tampoco hay duda de que este traspaso salvaje del dinero público a los
negocios privados es una forma de perder la vergüenza.
También es legal que desde 1984 los españoles hayamos pagado en el recibo de la luz
4.383 millones de euros por la moratoria que suspendió la construcción de tres centrales
nucleares. Un acto propio de la soberanía nacional se convirtió en obligación de pagos
millonarios a Iberdrola, Endesa y Unión Fenosa. Será sin duda legal lo aprobado por el
Gobierno de Felipe González, pero también parece una vergüenza. La broma ha marcado nuestros recibos durante 30 años.
Aquí ya no se trata de infamias personales, sino de un sistema injusto que ha perdido la
vergüenza democrática. Lo peor de nuestra sociedad es que la ilegalidad es menos
cruel y avariciosa que la legalidad vigente. El dinero de la delincuencia es el chocolate del loro si se compara con los impudores de la legalidad. Los ciudadanos somos lo
que somos y, además, pagamos la cama. El cuento del fiscal independiente
Las inercias de la vida política suelen escribir los argumentos de la actualidad con recursos muy planos. Los guionistas se adaptan a las exigencias de una discusión fácil y
olvidan que las monedas tienen dos caras. Era bien sencillo, por ejemplo, que se utilizara la dimisión del fiscal general del Estado para criticar las presiones políticas del Gobierno. Esta dinámica ha convertido aEduardo Torres-Dulce en una víctima de su independencia. El abucheo al Gobierno facilita así la santificación de su antiguo colaborador. Pero las cosas demasiado fáciles nunca están claras.
En los debates sobre corrupción, salta enseguida a la vista el estribillo del “y tú más”.
Parece como si las debilidades del adversario justificaran los defectos propios. Incluso
cuando surge una nueva fuerza política, los partidos tradicionales viven con prisa la necesidad de cargar al recién llegado de episodios negros. Más que competir en ideas novedosas y en alternativas, todo el mundo se precipita en darle la bienvenida al aprendiz
con los brazos abiertos de la corrupción.
Hay, sin embargo, costumbres peligrosas al otro lado del llamativo “y tú más”. Me refiero a los secretos compartidos, a los saberes que entran en el “yo también me callo”.
Artur Mas se lo recordó de forma pública a los socialistas en una famosa ocasión: si
quieren gobernar junto a nosotros es mejor que dejen de hablar del tanto por ciento y
las comisiones cobradas por Convergència. La complicidad pedida amparó durante años
las negociaciones políticas y dio licencia a la familia Pujol para llenar de miel la colmena.
Son los caminos de ida y vuelta de la degradación. Junto al “y tú más” está el “yo también me callo”. Junto al funcionario obediente está no sólo el profesional que defiende
su independencia, sino también la rabieta del que exige el pago por los servicios prestados.
Merece la pena elegir bien a quién se le concede la medalla del funcionario independiente. En su época regeneracionista, Miguel de Unamuno fijó la suerte de España en
los buenos profesionales. No dejen ustedes, escribió, que sus hijos entren en política. Si
quieren hacer algo por el país, conviértanlos en buenos médicos, abogados, ingenieros… Eran los años de la Restauración y la política vivía horas muy bajas debido a los
desmanes del bipartidismo.
La conciencia individual es un ámbito de dignidad en el funcionario público y en el
cumplimiento de cualquier trabajo. El político de turno puede presionar, pero está en la
mano de un juez o de un fiscal mantener la responsabilidad de su independencia, aunque
eso dificulte su carrera. En una justicia politizada por el bipartidismo, con un Poder Judicial hecho a la medida de los partidos mayoritarios, hay profesionales que han sabido
estar a la altura de su responsabilidad hasta poner en juego su futuro.
¿Es el caso del Torres-Dulce? No me cabe duda de que el ex-fiscal general, persona
educada y culta, tiene sus valores, pero no creo asumible que uno de ellos sea la independencia. Que los ministros de Justicia hayan contado poco con él no lo convierte en
un independiente, sino más bien en un cero a la izquierda. Por otra parte, cuando el debate político necesitó de él, estuvo siempre al lado del Gobierno, bien por coincidir en
su ideología conservadora, bien por prestarse a sus estrategias. No dudó, por ejemplo,
en sumarse a la pelea sucia del Partido Popular contra Rubalcaba en el caso Faisán, pidiendo dos años de cárcel para el jefe superior de Policía del País Vasco. Recuerdo este
caso porquela manipulación del terrorismo de ETA en campañas de desprestigio ha
sido uno de los recursos más zafios del Partido Popular. No dudó nunca en rentabilizar
el dolor de las víctimas y los sentimientos de la ciudadanía en beneficio propio y en
desprestigio del adversario. Pues bien: contó con la colaboración de Torres-Dulce.
De manera que no me creo el cuento del fiscal independiente. Me parece que le va mejor el papel de cero a la izquierda que busca una salida medio digna o, tal vez, el enfado
del servidor mal pagado. En el mes de julio, un incidente de tráfico dejó vacante la plaza del magistrado Enrique López en el Tribunal Constitucional. El presidente Rajoy
nombró para el puesto al teniente fiscal Antonio Narváez, segundo de Torres-Dulce.
Parece curioso que en ese mismo momento empezaran las tensiones entre la independencia del fiscal general y el Gobierno.
En fin, que conviene mirar el otro lado de la luna antes de precipitarse en celebraciones
y altares. El regeneracionismo del joven Unamuno vuelve a hacer mucha falta en España y debemos tomarnos en serio la figura del ciudadano que hace bien su trabajo. ¿Medallas? Las justas.
Las ilusiones
En las ilusiones pueden esconderse los engaños, pero en todas ellas hay también una
negociación con el mundo de lo posible. Los desencantos de la realidad tienen casi
siempre más que ver con los medios que con los fines.
Pienso en mis cartas a los Reyes Magos. La verdad es que un balón de reglamento, una
batería, un Scalextric o un tubo de chocolatinas no sólo fueron posibles, sino también
reales. Pocas cosas hay tan realistas como las cartas de los niños a los Reyes Magos.
Otra cosa es que algunos Reyes Magos no existan y el amanecer deslumbrante de los
regalos sólo sea posible gracias a la ilusión de los padres. Pero eso no tiene que ver con
los fines, sino con los medios. La ilusión está ahí, nadie la desmiente. Sólo hace falta
encontrar un modo de que los fines y los medios se ajusten, sean justos, compartan la
realidad de un sueño.
Este año me han llamado del Ayuntamiento de Granada para que salga en la Cabalgata
de los Reyes Magos. No he podido, no he querido resistirme a la ilusión, ni a la melancolía. Voy a hacer de Rey Gaspar y es un honor. Tengo recuerdos vivísimos de mi infancia, la letra redonda de las cartas con camellos en el sobre, la cabalgata, el tumulto de
hermanos y primos en la puerta de la tienda de música de mi abuelo, la lucha por los
caramelos, el desfile de pajes y carrozas llegadas del Oriente, el frío del regreso en la
parada del autobús, las sábanas nerviosas, la impaciencia del amanecer y la fiesta de la
luz encendida con el nombre de cada uno delante de los regalos distribuidos por el salón.
Las ilusiones en el futuro son realistas porque son infantiles, porque saben lo que debe
suceder, porque tienen la forma de un par de zapatos de niño en espera de unas monedas de chocolate, tres copas de licor para los Reyes, unas cuantas zanahorias y un barreño de agua para los camellos.
Los ajustes con los datos de la verdad son irremediables. Ayer fui al Ayuntamiento a
probarme la corona, la túnica y el manto. Siempre hace falta tomar medidas. Me condujeron a la dependencia municipal más hermosa, un gran almacén donde se guardan los
utensilios de la cabalgata de Reyes y de la procesión del Corpus. Allí estaba mi infancia
ordenada en estanterías y guardada en baldas, baúles y cajones. Me miraron en silencio
los cabezudos, la cara sin velo de la reina mora, la Tarasca, los gorros con plumero, los
jarrones de Oriente, las vestiduras de los pajes y de sus Majestades. Allí estaba la me-
moria, llena de color y fantasía, ocupando unos metros cuadrados de la realidad.
La verdad es que la corona y el manto del Rey Gaspar me quedaban muy bien. No hubo
que añadirles o quitarles un centímetro. Ya que estaba tan cerca de la ilusión, decidí escribir una carta para pedirme unas cuantas cosas a mí mismo. Ahora no se me escapan
los sueños, yo me lo guiso y yo me lo como, sin necesidad de saber dónde acaba Gaspar
y dónde empieza Luis. Deformado por los años, pensé en iniciar la carta con una declaración de principios. La vida nos condena a guardar los ideales y la conciencia en un
almacén secreto, a doblar las telas de las esperanzas y el compromiso, del mismo modo
que los operarios municipales guardan y doblan los trajes de una cabalgata.
Buena imagen, pero engañosa, porque ahí no reside el problema. La vida cotidiana está
repleta de ilusiones a flor de piel y muchas de ellas guardan un calado político real a la
hora de pensar en un mundo más justo. No son los fines los que fallan, sino los medios, las personas que están por medio. Por eso no deberíamos desencantarnos de nuestros sueños de igualdad, fraternidad, libertad y justicia social, sino comprender que nos
hemos equivocado de reyes o de padres al escribir la carta. El Scalextric y las chocolatinas son posibles…, las que no tienen perdón son unas autoridades que se han comportado como los dioses, reyes o tribunos de siempre.
Perder el miedo a los intermediarios, es decir, cambiar de intermediarios, es urgente y
mucho más útil que perder la ilusión. Os lo dice el Rey Gaspar que sabe mucho de cartas precisas y esfuerzos de hombres y mujeres, de miles de personas dispuestas a que las
ilusiones se cumplan. Este rey sólo cree en la corona de los sueños, en el brillo de los
ojos de la gente que sabe lo que quiere ver al despertarse. Para los intermediarios del
viejo mundo, tiene preparado un saco de carbón.
Lista de personajes sin honor
Para mal y para bien, la lista que mejor caracteriza al viento de 2014 es la que contiene
a los personajes sin honor. Suelen hacerse listas de los mejores libros, las mejores películas, los goles más hermosos o más tontos, las canciones más oídas, los triunfadores
del año… Pero lo que caracteriza con exactitud la herencia sentimental de 2014 es una
galería de personajes sin honor.
Para mal y para bien, tengámoslo en cuenta. El honor es un concepto de ida y vuelta.
Su significado tiene valor individual y público porque se refiere tanto a la cualidad moral que nos lleva al cumplimiento de nuestros deberes respecto al prójimo, como a la
buena reputación que sigue a la virtud. Una sociedad descompuesta es terreno abonado
para que conserven sus simpatías las personas que no cumplen con su deber. Una sociedad compuesta ejerce la conciencia crítica. La crisis económica y la indignación social han propiciado una benéfica intransigencia
contra la corrupción y la soberbia de las élites que se creían por encima del bien y del
mal. La necesidad y el menoscabo han consolidado a la opinión pública española, el
único ámbito que puede dejar sin honor a los que actúan sin virtud. Despunta así algo de
luz en el filo de la noche y la tristeza.
Thomas Piketty, el economista francés de moda, acaba derechazar la Legión de Honor porque considera que no es papel de un gobierno decidir quién es honorable. Tiene
razón.Se trata más bien de un respeto que concede la opinión pública, aunque después
cada ciudadano ordene sus preferencias.
Sí, las listas dependen de los ojos y el corazón de cada cual. Yo propongo algunos nombres, variados acontecimientos y dolidos recuerdos. La selección final es libre, aunque
me temo que el orden de los elementos no alterará ese producto fangoso que llamamos
2014, tercer año triunfal del presidente Rajoy:
1. Empecemos por lo simbólico. Entraron en la cárcel Isabel Pantoja, Ortega
Cano y José María del Nido, una folklórica, un torero y un presidente de fútbol. En
otra situación, pese a los delitos cometidos, la herencia cultural franquista hubiese facilitado la simpatía popular con dos lágrimas, un pase de pecho y los colores de una bandera. Pero no está el horno para soberbias. La impunidad ya no viste de luces.
2. Como el cargo de Jordi Pujol se adornaba con el título de Honorable, nos llamó la
atención verlo tan deshonorable o exhonorable por culpa de la comisiones en dinero negro que han enriquecido a su familia. La financiación ilegal de los partidos, mal de muchos, ha dado pie a los actos familiares de bandidaje. Ni siquiera la ancianidad sirvió
para dar compasión. Fue insufrible ver la soberbia con la que regañaba a los parlamentarios catalanes por atreverse a preguntar sobre sus actos. 3. Caja Madrid: Rato, Blesa y Sánchez Barcoj utilizaron las tarjetas opacas hasta el
último momento. Sus sueldos millonarios no impidieron que sacaran avaricioso provecho del sistema turbio que ellos gobernaron para comprar obediencias y silencios indebidos.
4. Doloroso comportamiento de José Antonio Moral Santín, representante de Izquierda Unida en Caja Madrid. Lo pongo como caso aparte porque para mí es un dolor propio. Resulta triste que los llamados a vigilar el bien público desde la izquierda acaben
entrando en los usos y abusos de la falta social de escrúpulos. Es verdad que en este escándalo de las tarjetas ha habido también su confusión. Algunos consejeros hicieron uso
de ellas para gastos representativos y mantuvieron después su independencia de voto.
Así que los justos han caído en el lógico griterío popular contra los pecadores. Pero Moral Santín participó en el núcleo duro de las complicidades y se acercó disciplinadamente todas las semanas al cajero para sacar poco a poco 456.522 euros. Dios le perdone,
porque Marx no puede.
5. Esperanza Aguirre huyó en abril de la policía municipal, arrolló con su coche en
fuga a una moto y a un agente del orden. Luego calificó a los guindillas maltratados de
machistas que buscaban la foto. La figura del cacique impune, definida según la prepotencia populista de doña Esperanza, pertenece a la España franquista. Está por ver qué
pasa con nuestro dolido Madrid en 2015. Ella se ofrece a continuar.
6. El segundo de doña Esperanza, Francisco Granados, demostró de una vez por todas
que un partido político puede ser una asociación para el crimen organizado. Francisco
Camps, aunque no está imputado judicialmente, demostró lo mismo en Valencia.
7. Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior, ofreció un ejemplo claro de que la ley,
la religión y la política pueden carecer de humanidad y compasión. Justificó el tiroteo
contra unos inmigrantes que nadaban para alcanzar las costas de Melilla. Los ojos abiertos de los ahogados forman desde entonces parte de laMarca España.
8. Javier Rodríguez fue destituido como consejero de Sanidad de Madrid por la prepo-
tencia y la ineficacia con la que gestionó el caso de la enfermera contagiada de ébola en
acto de servicio. La desvergonzada privatización de los servicios públicos ha creado la
dinámica entre muchos políticos de criminalizar a los profesionales de la sanidad y la
educación.
9. Propongo también los nombres de fiscal Pedro Horrach y del abogado Miquel
Roca. La propia Audiencia de Palma tuvo que llamarle la atención al fiscal por comportarse más como defensor de la Casa Real en el asunto de la infanta Cristina que como
vigilante público contra el delito. Y para abogado ya basta con el ejemplo lamentable de
Miquel Roca, que acaba de acusar de corrupto al honorable juez Castro. Habla mal de
España que uno de los padres de la Constitución, como Roca i Junyent, acabe de abogado defensor de negocios turbios, aunque se trate de la familia real. Eso nos devuelve de
forma iluminadora a los orígenes de nuestra democracia y a los orígenes de Roca. A
principios de los años 70 montó un gabinete de estudios junto a Narcís Serra para poner
en marcha el Plan de la Ribera en el Ayuntamiento de Barcelona. La oposición social
logró paralizar un proyecto que pretendía urbanizar de forma privada y masiva la franja costera de la ciudad. Narcís Serra, después de haber sido de todo en el PSC y el
PSOE, también está hoy imputado por sueldos desmedidos mientras arruinaba Caixa
Catalunya. El saber de la risa
Está claro que reírse es una cosa muy seria y que el saber de la risa sirve para iluminar los sentidos de una cultura. El humor tiene un sentido que suele cargar de significado el sentido del humor. Esto siempre ha sido así desde que sonó en el mundo la primera carcajada.
La risa tuvo en el cristianismo medieval una clara vocación carnavalesca. La sociedad
necesitaba reírse en la entrada de la cuaresma para recordar la existencia de la tentación,
la carne y el demonio. El mundo sacralizado une de forma inseparable el alma y el
cuerpo, la risa y la oración, dios y el demonio. El Arcipreste de Hita buscó la risa en lo
más sagrado porque consideraba un acto de hipocresía negar el mal, la convivencia del
ser humano con las imperfecciones terrenales. Cara y cruz, al derecho o al revés, la
oración y la risa formaron parte de un mismo mundo.
Luego llegó el mundo moderno del humanismo y aprendió muy pronto a reírse según su
propia lógica. Con buen humor contó el Lazarillo de Tormes las desgracias de su vida
para convencernos de que la ética de cada individuo responde a su propia experiencia.
Y con buena risa dibujó Cervantes las locuras de un hidalgo ingenioso que se había
empeñado a destiempo en vivir bajo códigos y libros medievales cuando la realidad del
mundo había cambiado de sentido.
La ilustración, como horizonte de la modernidad madura, necesitó pronto de su propio
sentido del humor para no convertir los valores de la razón en una fe religiosa. Porque
una razón convencida de su poder universal y absoluto podía negar con facilidad la
condición humana de las personas que no viviesen bajo el diseño de su mundo. El relativismo y la capacidad de reírse hasta del orgullo de un conocimiento científico tienen
sus incomodidades, a veces obligan a convivir con las sombras. Peroes mucho más
sombría la carencia de humor que acaba en el dogma de la modernidad como coartada para sostener discursos totalitarios, campos de concentración o bombas atómicas.
El significado de la revista Charlie Hebdo ha sido triple en lo que se refiere al humor y
al periodismo desde que se fundó en 1992. Quizás por eso muchos de los líderes y de
los medios de comunicación que hoy se duelen justamente de la masacreintentaron denigrarla de forma injusta definiéndola como una publicación de extrema izquierda.
Las democracias degradadas suelen calificar la defensa de la raíz democrática como un
ejercicio de extremismo y radicalidad.
Charlie Hebdo supo reírse de los fanatismos irracionales de la religión y puso una
carcajada en el interior de las mezquitas, las sinagogas y las iglesias. Eso es
importante. Charlie Hebdo supo reírse de los que propagan el miedo al fanatismo como
una forma racista de negar las diferencias de civilización para convertir la cultura ilustrada en una fe dogmática. Y eso también es importante. Charlie Hebdo supo ponerse en
riesgo con su risa enfrentándose a las amenazas de muerte y asumiendo que la opinión
libre es un acto cívico de carácter irrenunciable. Y eso es un ejemplo en un panorama
triste en el que la libertad de prensa suele ser una quimera por culpa de los poderes económicos que imponen sus líneas editoriales y de los poderes políticos que no respetan la
independencia de la información pública.
La cultura europea necesita ser consciente de aquello a lo que no debe renunciar. Eso es
más importante que precipitarse en elegir cosas a imponer. La risa tiene su sabiduría y
su significado. El síntoma más claro del estado de la prensa oficial en España, y de su
crédito, es el prestigio que el humor ha alcanzado como fuente informativa. Humoristas
como Joaquín Reyes con sus parodias y programas como El Intermedio tienen éxito por
su talento. Reyes, Wyoming y Miguel Sánchez- Romero, creador de El Intermedio, tienen mucho talento, desde luego. Pero su importancia social y su popularidad se debe a
algo más que al talento: es un indicio del descrédito de la prensa oficial y de la necesidad de convertir la risa en un informativo para combatir unos informativos de
risa. Charlie Hebdo tuvo mucho de eso.
Lo que pide con melancolía la risa es que el periodismo seriorecupere su dignidad. Tus pies toco en la sombra
El oficinista regresa de la oficina, el juez de su estar cansado, el conductor de su noche
al volante, el panadero de su horno, la abogada de sus pleitos, la médica de sus enfermos y sus largos pasillos de hospital, el electricista de sus faroles rotos, la farmacéutica
de los medicamentos caros, los niños de su infancia,y los sueños vuelven a darle la
vuelta al mundo. En una de sus vueltas, cuando menos se lo esperan, los sueños se encuentran una vez
más con la poesía de Pablo Neruda. Acaba de aparecer y llega esta semana a las librerías Tus pies toco en la sombra (Seix Barral), un libro que reúne 21 poemas inéditos del
autor de Residencia en la tierra y Odas elementales. Darío Oses, director de la Fundación Pablo Neruda, explica que han aparecido entre los papeles que se conservan en el
archivo. Al preparar las publicaciones póstumas, estas composiciones sigilosas se habían escapado de la minuciosa búsqueda de Matilde Urrutia, la viuda del poeta.
Cada cual escoge sus propias leyendas. Vivir es rechazar y forjar leyendas hasta convertirse en uno mismo. Me gusta creer en la leyenda del asalto militar a la casa de Pablo
Neruda en 1973. El poeta estaba muy enfermo cuando se perpetró el golpe de Estado de Pinochet. Los soldados llegaron a su casa para registrarla, y cuenta la leyenda
que Neruda les advirtió: lo único peligroso para ustedes que van a encontrar aquí es la
poesía. Me creo la leyenda y me creo que la poesía es un peligro para los fusileros. La
poesía no sabe obedecer a una pistola.
Ni siquiera obedece a la muerte. Cuando menos se espera, en un cuaderno perdido, en
el reverso de un programa musical, en el menú de un restaurante, en una hoja suelta, en
la cámara acorazada en la que se conservan los manuscritos a su debida temperatura,
surge la poesía y con ella regresa Pablo Neruda, amando, tocando una caracola o un
cuerpo, denunciando un crimen, sentado en un avión o en la orilla del mar.
Cuando dejen de aparecer inéditos, no pasará nada. Los buenos poemas publicados
tienen vida propia y se mueven como rabos de lagartija en el saco sin fondo del tiempo.
Los clásicos viven, reviven, cambian de postura, cobran significados para entrar en diálogo con los ojos y las generaciones nuevas. Esto es así, pero bien está que de vez en
cuando haya un acontecimiento y aparezcan poemas inéditos, poemas de verdad, buenos
poemas, de un autor como Neruda, que pasó por el mundo con ganas de poesía.
Aquí está el amor, venid a verlo: “Tú y yo somos la tierra con sus frutos”. Supo Neruda que el tú y yo del amor interioriza en la intimidad el diálogo de cada corazón con
los otros, del ciudadano con la sociedad. Por eso defendió la alegría, el amor feliz, prueba última de que es posible pronunciar al viento la palabra nosotros.
Aquí está la sangre, venid a verla: “La nieve, el mar, la arena, / todo será camino. / Lucharemos”. Supo Neruda que la palabra del poeta es algo más que un adorno. Es un
modo de ser dueño de uno mismo, dueño de la propia conciencia y la mirada propia. Por
eso vuelve de su muerte para establecer un diálogo con el muchacho que fue, con el aspirante a poeta que fue: “hay que ser en la vida / buen fogonero, / honrado fogonero, /
no te metas / a presumir de pluma, / de argonauta, / de cisne / de trapecista entre las frases altas / y el redondo vacío, / tu obligación / es de carbón y fuego / tienes / que ensuciarte las manos”.
La poesía no es cuestión de volumen. ¡Es que Neruda escribió mucho! Qué suerte.
¡Otros escriben mucho menos! Qué suerte también. Con Neruda empieza todo, igual
que con Juan Ramón, Machado, Lorca, Alberti, Borges, Vallejo, Ángel González, Gil de
Biedma… Porque el vivo regresa de su cansancio, el oficinista de su oficina, la abogada
de sus pleitos, los políticos de sus reuniones, la maestra de su escuela, y la poesía vuelve
a darle una vuelta al mundo, a la necesidad de sentir, de ser nosotros mismos, de encontrar una respuesta a la vida que aprieta. Tiempo para ti, para mí, para el tú y yo.
Actualidad: elecciones, juicios, pactos, repartos, atentados, dioses, corruptos. No, esta
semana es Neruda. La teoría del todo
Tener prejuicios está bien. Es una consecuencia de la edad, de la búsqueda de una opinión propia, de la lealtad a los sentimientos vividos y particulares. Es también la única
manera de estar abiertos a la sorpresa. Nada más dogmático que una persona sin prejuicios, porque suele esconderse en su máscara el indiferente que no da su brazo a torcer.
Quien tiene valores y tiene pasiones debe convivir con los prejuicios. La conciencia establece fronteras y éstas se diluyen sólo en la medida en la que se diluye la
conciencia. El prejuicio más carnívoro es la falta de valores, el cinismo que nos deja
sin precaución, sin moral preventiva. Se trata de una forma egoísta de acercarse al Todo,
una forma de legitimar que todo da igual, una versión sin conciencia del Totalitarismo,
la cara deshumanizada y agresiva del nihilismo. En nombre de Dios se puede llegar al
terror de que no hay nada más que Dios, mi Dios, no el de los otros.
Hablo de prejuicios porque con prejuicios fui al cine a ver La teoría del todo, la película
de James Marsh, gran protagonista en la carrera hacia los Oscar. Los componentes previsibles –y al gusto de Hollywood–, de los melodramas que apuntan a las pastelerías del
corazón suelen dejarme tan frío como las solemnidades más pedantes de la cursilería del
intelecto. No tenía mucha fe en una historia que se mueve en la vida privada de Stephen
Hawking, el cosmólogo, el físico discapacitado físicamente, que hace grandes aportaciones de valor público por su capacidad intelectual.
Pero tener prejuicios es una buena escuela para aprender a dar nuestro brazo a torcer. Es lo mismo que intentar una explicación única del origen de todos los fenómenos
del universo, la ecuación del todo, sin estar dispuesto a creer en Dios. El todo con límites, los valores sin dogma, o los valores y los límites sin la renuncia a la comprensión
del todo, nos alejan del todo da igual o del todo por Dios y por la Patria. El caso es que a los cinco minutos estaba disfrutando de una película bien equilibrada,
con dos buenas actuaciones de Eddie Redmayne y Felicity Jones. Se demuestran en la
pantalla gracias a ellos cosas que necesitan demostración. Una mujer se enamora de
verdad y se casa con un hombre que va a morir y que sólo sobrevivirá a costa de una
degradación física implacable. Una mujer entregada del todo a un hombre se enamora
de otro y negocia su vida con su lealtad. Un hombre destruido se salva por amor y por
inteligencia racional y rompe los límites hasta extremos milagrosos. Un discapacitado
riguroso, que no puede moverse, que no puede hablar, es capaz de seducir a otra mujer,
y enamorarse de verdad, y ser libre desde una silla de ruedas. La esperanza no tiene límites. Cuidar nos mejora.
Todo esto sucede en la pantalla. La meditación sobre el tiempo, el amor, la atracción
y la libertad se hace desde una silla de ruedas. La lealtad no tiene que ver con la parálisis igual que el todo no tiene que ver con Dios. Juan Ramón Jiménez, un poeta poco
creyente, escribió “Dios está azul”. Federico García Lorca, un poeta perseguido por la
sombra de Cristo, escribió “¡El hombre es azul!”. Los poetas fuerzan sus límites para no
ser dogmáticos.
El actor que hace de Stephen Hawking representa una vocación, ve todo lo que llega a
su vida a través de la física. La física está en todo, en una escena de baile o en una seducción de bar, y la física le permite acercarse a la vida, mantener sus valores, negarse a
ser un Caballero de la Reina. La actriz que interpreta a Jane Wilde sacrifica toda su vida
por amor a una inteligencia, y su sacrificio le permite no separarse de ella misma, mantenerse leal a su dignidad. Cuidado con los sentimientos y con el melodrama, porque
a veces esconden tanta verdad como una ecuación matemática.
Está bien la Teoría del todo, de James Marsh. Tener una vocación, una ética, implica
siempre apostarlo todo, sentir la necesidad del todo. Pero conviene no utilizar como
excusa la figura de Dios, o por lo menos no hacer de Dios una cerrazón vengativa y abstracta, más afín a la nada que al amor de los seres humanos. El todo con ética nos salva
a la vez de la razón occidental de la bomba atómica y del irracionalismo de los que confunden sus prejuicios con un dogma y no dan nunca su brazo a torcer. Hablo de buena y
de mala poesía. En la plaza
"Hermoso, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo, sentirse bajo el
sol, entre los demás, impelido, llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado..."
Así comienza En la plaza, uno de los poemas más conocidos de Vicente Aleixandre.
Pertenece al libro Historia del corazón (1954) y habla de las sensaciones vitales, los
sentimientos y la significación intelectual de un recuerdo. Aleixandre quiso revivir su
inmersión con Luis Cernuda en la gran corriente humana que llenó la Puerta del Sol
en abril de 1931.
La convocatoria de Podemos en Madrid simboliza una voluntad individual y colectiva
similar. Devuelve a la gente la ilusión de su protagonismo. Bajo el sol común de la plaza, se produce el hermanamiento y el reconocimiento, un hermoso olor a existencia.
Se trata de una ocasión importante para Podemos y para la democracia española.
Como los ojos de Aleixandre, los míos no se quedan en los márgenes y contemplo la
marcha hacia la plaza del 15-M desde varias perspectivas. El balcón, las escaleras, las
esquinas, el brazo del amigo, los pies, todo está ahí. La movilización me dice:
1-. A los participantes del 15-M se les reprochó desde la soberbia del poder político que
eran simple desorden, incapaces de formar un partido para intervenir en unas elecciones. La gente ha reaccionado con un impulso nuevo, participa en política, y las
élites han pasado de la soberbia del todo atado y bien atado a la preocupación sobre
lo que pueda suceder. Se anuncian catástrofes, se adelantan elecciones, se piensa en
grandes coaliciones de mandarines, se provocan cambios generacionales, se buscan estrategias oportunas para que todo siga casi igual después de modificar algunas cosas superficiales...
2-. Podemos, como partido, completa un proceso iniciado con sus mítines en Madrid,
Barcelona, Sevilla y Valencia. Se trata de pasar de las realidades virtuales y los platós de
televisión a la calle. Del “me gusta”, el twitter y el animoso o airado comentario digital,
se pasa a la voluntad ciudadana de estar, de hacerse carne y hueso, olor y presencia física: el camino de las urnas.
3.- Sí, es el protagonismo de los ciudadanos. Aunque la intención de enmascarar una
condición de partido ya organizado siga siendo cuestión de pura táctica, Podemos acierta al insistir una y otra vez en el protagonismo de la gente. Con manos libres, cuando no
se depende de las exigencias de las élites o de los aparatos tradicionales, es posible hacer sociología, oír a la sociedad, interpretarla, representarla. Y la gente, en España,
como en el poema de Aleixandre, necesita reconocerse, redescubrirse.
La soberanía popular y la figura del ciudadano han sido borradas en estos años o convertidas en pura formalidad. La impotencia política del Parlamento, al servicio de los
bancos y las grandes empresas más que de la gente, fue acompañada con la transformación de los españoles en extranjeros en su propio país. Entre la gente y los servicios
públicos, la policía o las decisiones políticas, se ha levantado una valla repleta de concertinas para que las personas se corten las manos cada vez que han querido reclamar
sus derechos o acercarse a una voluntad.
La emigración de los años 70 enseñó al capitalismo europeo que un obrero no nativo es
mucho más útil para sus negocios: no consolida derechos, no participa de la historia nacional, no puede meterse en política o en luchas sindicales, se le usa y se le tira según
convenga... Las directrices europeas y las medidas gubernamentales han intentado convertirnos a todos en emigrantes, extranjeros en nuestro propio país.
Por eso es importante reconocerse, sentirse, recuperar el cuerpo, como paso imprescindible para saber desde dónde se piensa, qué lugar se ocupa al hablar, qué mano vota.
La participación ha sido notable. Más allá de la guerra de cifras, la participación resultó
un éxito porque a la gente se le ha permitido reconocerse en la plaza y eso era un paso
simbólico decisivo en el proceso de Podemos. Dice el poema de Aleixandre quereconocerse significa estar dentro, pero sin perder la conciencia de uno mismo. En las banderas republicanas, en las protestas cívicas contra la desigualdad y la injusticia social, ayer estuvo en la Puerta del Sol, junto a lo nuevo, una historia que viene
de lejos. Ojalá haya suerte esta vez.
La angustia del poder
En un panorama de cambio, cuando se abren fisuras decisivas en un horizonte de hormigón armado que parecía inmutable, es lógico que los pensamientos se llenen de ilusiones, tentaciones, obsesiones, capitulaciones, decepciones… y de otras palabras que
acaban en “ones”. Uno mira la realidad, uno se entera, ve, escucha, y a los labios sube
una expresión: “tiene narices”.
La política española está nerviosa. Y los nervios nos envuelven en la prisa, y la prisa
nos empuja hacia el espectáculo, y el espectáculo nos encadena al disparate. Por una parte, parece legítimo aprovechar el momento de cambio, no perder la oportunidad de expulsar a las élites de un poder corrupto que lleva muchos años anidado en el
vivir y en el sinvivir de los españoles. Tener buenos resultados electorales es imprescindible para intervenir en la realidad y para cambiar las cosas. Pero, por otra parte, es muy
peligroso abandonarse a la inercia del electoralismo, del mercado del voto, del golpe
de efecto, renunciando a lo que no sea una pasarela de moda para lucir el tipo con andares de triunfo. No se olvide: desde el punto de vista de los poderes establecidos ocurre
lo mismo.
Por una parte, da miedo perder pie, poner en peligro la rutina que ha permitido durante
años gobernar en beneficio de las propias mesnadas. Pero, por otra parte, es un riesgo
abandonarse a las simpatías del populismo como único recurso. El Partido Popular se
debate con pulsión interna y deshoja la margarita. Esperanza Aguirre sí y Esperanza
Aguirre no para la alcaldía de Madrid. Es una tentación valerse de una política que tiene
sin duda un nombre en la ciudad, pero también es un riesgo que ese nombre esté unido
de forma íntima a las tramas de corrupción y caciquismo. Un nombre que sube a los
palacios de la especulación urbanística y baja a las cabañas del tráfico, las multas y las
fugas ante la policía.
Si la princesa de Rubén Darío estaba triste, la política española está nerviosa, muy nerviosa, y eso activa las luchas internas, las tensiones y los descalabros inoportunos.
Las ventajas se convierten en fuego que quema las manos y los nervios acaban en enfrentamientos entre Esperanza-Rajoy, Pedro Sánchez-Susana o Tania-Ángel Pérez, cada
cual en su grado y en su lugar. Viven por dentro el terremoto que cambia las cosas de
sitio. Claro que tampoco es muy higiénico el grito sectario de prietas las filas, todos a
una, no se aceptan críticas, los míos son un ramo de violetas hagan lo que hagan, pongo
la mano en el fuego por todos y ay de aquel que se atreva a llevarnos la contraria. El
sectarismo populista es otro síntoma de nervios, de la angustia y la urgencia de poder.
En situaciones tan quebradizas es muy difícil dar con un punto bueno entre la oportunidad y el vértigo. Quizás el único equipaje para el camino sea la ética, la humilde impedimenta de los valores, el escrúpulo ante lo que no se puede hacer. No es mucho, pero
tampoco hay mucho más. No sé si las enseñanzas de la literatura sirven para el mundo
carnívoro de la política, pero cuando las elecciones se convierten en un problema de
conciencia, a la hora de escribir y de leer, son compatibles la dicha de acertar y la
dignidad de quedarse solo.
La última novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez,Las reputaciones (Alfaguara, 2013), hablaba de eso. Javier Mallarino, el caricaturista político más influyente de su sociedad, alguien capaz de dar identidad o de destruir carreras con sus dibujos,
se debate entre la obligación de no callar y el peligro de ser injusto al decir. A veces las
cosas se complican, y no por el enfado de la persona denunciada, sino por daños a terceros, por las carambolas en el billar de las consecuencias. Es un debate que reconoce bien
cualquier articulista de opinión que siga considerando con respeto su mesa de trabajo.
Es un destino que viven los poetas cada vez que se toman en serio la elección de un adjetivo. Acertar, compartir y darse a entender: una alegría. Pero quedarse solo no es una
tragedia.
En situaciones de angustia y nervios no queda más equipaje que el de los valores
propios. Ayudan a comprender el deseo de la gente, las ganas de cambio, la denuncia de
los que están. Pero ayudan a recordar que no todo vale.
Los encanallamientos
El periodista Manuel Bueno, famoso por el desafortunado bastonazo que dejó manco
a Valle-Inclán, llegó a ser contratado por el Ayuntamiento de Madrid como ama de cría.
Así eran las cosas en una época en la que cada político tenía su periódico y los partidos
empleaban a los periodistas para asegurarse los aplausos y los silencios. No había otro
puesto disponible, todo estaba cubierto, y la orden de colocar a Manuel Bueno superó el
inconveniente de la biología. Que algún niño se quedara sin leche en el hospicio era un
problema menor.
Los años finales del XIX y los primeros del XX mezclaron la bohemia con el encanallamiento en la prensa española. Al final las cosas quedan como recuerdo histórico y
literario. Los novelistasManuel Ciges Aparicio y Pío Baroja contaron jugosas anécdotas de un periodismo que pasaba con facilidad del chantaje a los vítores. Por unas cuantas pesetas, las redacciones amigas del sablazo callaban un escándalo o sostenían una
calumnia. No era obligado que los directores de periódico fuesen maestros en su oficio.
Bastaba con que supieran manejar la espada o la pistola para salir con vida de los lances
de honor. Como estudió José Álvarez Junco en un libro magnífico, El emperador del Paralelo.
Lerroux y la demagogia populista, la redacción de El País maduró una forma de hacer
política basada en la falta de escrúpulos, las decisiones radicales, la ausencia de programas y la movilización de los sentimientos. Me refiero a El País fundado en 1887
para servir las políticas de Ruiz Zorrilla con el dinero de Antonio Catena, propietario
de una casa de juego clandestino en Madrid.
La verdad es que la falta de pudor de buena parte del periodismo actual, ya sea en las
tertulias televisivas o en las cabeceras tradicionales, recuerda mucho la atmósfera de
aquellas redacciones sin escrúpulos. Siempre ha habido una servidumbre informativa.
Pero dejando a un lado las consignas y las censuras propias de los dictadores, la falta de
vergüenza que ahora sufrimos sólo es comparable con aquella España en la queLerroux pasó de la silla de un periódico a la movilización de las masas.
Claro que hay matices. Entonces los periódicos dependían de los intereses de un partido. Luego cambió el panorama y fueron los partidos los que empezaron a depender de
los intereses de los periódicos. Para completar el ciclo, hemos llegado a una situación en
la que ni periódicos ni partidos son dueños de sí mismos: trabajan en hermandad al ser-
vicio de los grandes bancos y grupos económicos que los han comprado.
La falta de pudor profesional y la necesidad de sobreactuación en esta sociedad del entretenimiento zafio provocan una atmósfera de encanallamiento. Meterse en política es
ahora entrar en un avispero. El trasiego de datos privados y de informaciones institucionales se apresura a ensuciar la vida del que se atreva a poner un pie en la escena pública.
Se convierte en sospechoso a cualquier persona honrada, se dimensionan los pequeños
errores hasta el punto de presentarlos como grandes escándalos, se mancha la verdad, se
agita, se calumnia, para que los ladrones de siempre sigan controlando sus negocios
bajo el humo del griterío. Un error en una declaración de hacienda, la debilidad de una
noche de sexo o la rebeldía familiar de un hijo adolescente pueden equipararse en la hoguera de la actualidad con el 80% de las empresas del IBEX 35 que especulan a diario
con nuestra vida en paraísos fiscales o en bancos como el HSBC.
El encanallamiento y la falta de pudor llegan también a la lucha de los partidos donde
los compañeros se asestan puñaladas en la espalda, humillan, cambian cerraduras y
rompen los órganos de democracia interna. La política como territorio sólido se desvanece en la espuma momentánea del espectáculo. Y allí vuelven a juntarse sin pudor el
dinero, la política y la prensa.
Un medio de comunicación convierte en portada de actualidad durante varios días una
noticia menor. Esa noticia medio inventada sirve para que un político necesitado de golpes de efecto actúe sin escrúpulos, cese a un compañero y se salte a la torera los procedimientos democráticos y la formalidad de su partido. A las pocas horas aparece una
encuesta preparada con antelación para respaldar el éxito de la estrategia y el aplauso
popular.
Llega un momento en el que lo de menos es el éxito o el fracaso. Las preguntas son
otras: ¿qué somos nosotros?, ¿quién juega con nosotros?, ¿quién nos manda? La pérdida de oficio y prestigio de esos periodistas, esos políticos y esos encuestadores, los convierte en amas de cría en el hospicio de Madrid. Ninguna persona decente debería
mezclarse en una política diseñada de este modo. Estas amas de cría alimentan la
perpetuación de la injusticia y el deshonor.
La mano en el fuego
La expresión “poner la mano en el fuego” ha cobrado protagonismo en la política española. Me parece todo un síntoma de una crisis ideológica que suele desembocar en la
falta de solidez, los golpes de efecto y la sustitución de los debates y los programas en
reafirmaciones de carácter moral. Cuando la corrupción se extiende como una enfermedad institucionalizada, es lógico tratar de situarse en el lugar de la ética, o de ocuparlo
por completo. Pero la ética no deja de ser un requisito de actuación. Esta deriva de sustituir con la bandera ética todo debate político sobre la economía, el trabajo y la organización social forma parte de la inutilidad de los partidos y de la melancolía democrática.
Abstenerse de robar está muy bien, pero no basta.
Poner la mano en el fuego es un acto de fe incondicional sobre la honestidad de una persona. Hay varios matices en esta expresión, sobre todo cuando se formula en la escena
pública, que pueden resultar inquietantes. Ya de por sí es triste que la amistad, la hermandad o el compañerismo deban desenvolverse como una ordalía, ante un fuego amenazador. El sé que no me voy a quemar esconde también la idea de que no me importa
acabar con la mano achicharrada por una persona muy mía. En épocas de descrédito,
esto indica de forma subrepticia que entrar en política supone estar dispuesto a quemarse. El riesgo de la llamarada cobra vida en la versión abrasadora y crispada de las
actuaciones públicas.
Conviene recordar también que la incondicionalidad es un valor asumible en los debates
familiares o privados. Es lógico que una madre y un padre se pongan fuera de la ley antes de dejar que su hijo sea degollado por los soldados de Herodes. Y también es respetable que un hijo se decida por su madre en vez de por la justicia. Pero son sentimientos
privados difíciles de asumir en una norma pública. Llevados como escenificación de fe
al debate político sólo sirven para cerrar la discusión y cancelar las explicaciones, los
matices o el sentido de los argumentos.
El fuego, en este caso, esconde dentro de sí el golpe voluntarioso y sectario del que se
niega a hablar: aquí ya no se dice más y quien mantenga una duda, una opinión distinta
a la mía, se convierte en un enemigo que pone en peligro la tranquilidad de mis ideas,
mis apuestas y mis deseos. Un dogma es una prisa en el terreno de las ideas, la decisión
de acomodarse sin fisuras en el sí y el no, en el blanco y el negro, en lo bueno y lo malo.
La pretendida lealtad generosa encubre con frecuencia el propio interés, el egoísmo de
no incomodarse, de no entrar en razones, de no alterar nada de todo aquello que me sir-
ve o va conmigo. Por eso el fuego, más que las manos, suele quemar las conciencias de
la barra brava.
Me tomo muy en serio el valor simbólico de estas cosas desde que leí un libro del filósofo José Gaos titulado Exclusivas del hombre. La mano y el tiempo (1945). Gaos fue
uno de los grandes pensadores del exilio republicano. Como defendió con brillantez el
carácter histórico del tiempo y del pensamiento, no se enfadará conmigo si cambio ahora lo de las “exclusivas del hombre” por las exclusivas de los seres humanos o de las
personas. Y sí, claro que sí, es verdad, la imagen de la mano y la conciencia del tiempo
están en la condición de los monos y las monas que se pusieron de pie y empezaron a
caminar sobre la tierra. Son raíces que van juntas, por eso muchas veces se nos lee la
palma de la mano para imaginar un futuro. La mano sirve para asir, para agarrar, para utilizar una herramienta. Es el requisito del
homo faber, que anda en paralelo con el homo sapiens en el desempeño de los oficios.
La mano es la parte del cuerpo en la que se reúnen la voluntad de acción y la inteligencia. De nada sirven las buenas intenciones si a uno le faltan dos dedos de luces. Por
si fuese poco, la mano define también el tacto, la capacidad de percibir o de sentir, el
deseo de palpar, acariciar o ser acariciado. Es el ámbito de la delicadeza. Uno puede tratar la política a puntapiés. Pero cuando uno acaricia un sueño, una idea, conviene no
equivocarse con los juegos de manos, aunque las manos sean también un requisito imprescindible para jugar. Es una cuestión de posiciones y de situaciones. Llegados a las
manos, por ejemplo en el fútbol, conviene más jugar de portero que de delantero
centro. En cualquier caso, cuando se trata de la política, poner las manos en el fuego no es que
sea prudente o imprudente, es que está fuera de lugar. Resultan más ajustadas otro tipo
de expresiones: dar la mano, echar una mano o ponerse en buenas manos. Lo del fuego,
si se saca del hogar para llevarlo a la escena pública, puede conducir en el peor de los
casos a las hogueras de la Inquisición. Y en el mejor a la hipocresía, a eso de que no
sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha.
De ahora en adelante
Hace ya 25 años que murió Jaime Gil de Biedma. Uno cobra verdadera conciencia del
tiempo cuando descubre que el presente también empieza a estar lejos. Resulta menos inquietante la distancia de un pasado lejano, el recuerdo incierto de una casa infantil
o un episodio a medio deshacer en el patio de un colegio. Pero los años también alejan
el presente, esa parte fundamental que es el eje, la razón de una vida, y ponen una distancia de fechas en lo que nos acompaña a nosotros mismos cada vez que decimos yo.
Hay un momento en el que los años hacen del pasado un presente, es decir, tal vez un
regalo, pero siempre una actualidad. Ocurre lo mismo con el futuro.
Lo bueno de los poetas que uno lleva dentro es que siempre tienen un poema para cada
ocasión. No se trata de que nos digan lo que debemos hacer, sino de que saben acompañarnos en lo que estamos haciendo. Nos devuelven el sabor de nuestra vida en forma de
realidad actual. Leo un poema del primer libro de Jaime, Compañeros de viaje (1959),
titulado "De ahora en adelante". Es un poema de iniciación y reconocimiento. El protagonista asume su propia personalidad al intuir que ser otro supone también ser en los
otros, ponerse a disposición de los otros como un modo de definir la lealtad con uno
mismo. “Llamaban –escribe Jaime–. Algo, ya comenzado, no admitía espera”.
A veces ser dueño del propio destino sólo es posible cuando uno decide responder y
acudir a una llamada ajena. Jaime escribe en los años de la poesía social. Los intelectuales burgueses se comprometían en la lucha contra el franquismo y en la defensa de
la clase obrera, maltratada por “el desprecio total de que es capaz, frente al vencido, un
intratable pueblo de cabreros”. Para un poeta como Jaime Gil de Biedma acudir a la cita
no sólo significaba querer, sino también ser querido. Necesitaba conservar en el nosotros su propia manera de ser: “Amigos míos, o mejor: compañeros, necesitan, quieren lo
mismo que yo quiero y me quieren a mí también, igual que yo me quiero”.
La conciencia es un modo de quererse a uno mismo, un querer ser de una manera, un
deseo del yo que puede integrarse sin violencia como parte del nosotros. Jaime, entre
otras muchas cosas, era homosexual. Desde luego, una cosa importante, sobre todo
cuando se vive en tiempos de desprecio y represión. La necesidad de defenderse ante
los inquisidores y los castigoscoincidió de manera muy fértil con una elaborada teoría
poética. Se trataba de convertir el yo biográfico en un personaje literario, una identidad
compartida con los lectores. La experiencia del otro, con su historia y su manera de decir yo, habita en los versos y crea un sentido propio y compartido. Compartirse nunca es
igual que confundirse.
Jaime escribe “apenas puedo recordar qué fue de varios años de mi vida, o adónde iba
cuando desperté y no me encontré solo”. En ese “De ahora en adelante” se llena de sentido el descubrimiento y se alude tanto a la condición sexual de un amanecer como a la
respuesta política de un compromiso público. Eran muchos los grupos perseguidos:
los emigrantes, los hombres injuriados, las familias hambrientas, las mujeres humilladas… En el poema “A una dama muy joven, separada”, da un consejo rotundo. La amiga debe pensar bien lo que hace “porque estamos en España, porque son uno y lo mismo
los memos de tus amantes, el bestia de tu marido”.
Esta meditación sobre el diverso carácter de las represiones hizo que los poemas eróticos de Jaime fuesen una de las partes más vivas de la cultura antifranquista. Convirtieron el deseo de libertad en educación sentimental y ayudaron a comprender que la
intimidad es también un territorio histórico en el que se juega la emancipación. Poemas
como “Pandémica y Celeste”, “Un cuerpo es el mejor amigo del hombre” o “Contra
Jaime Gil de Biedma”, están siempre ahí, esperándome, esperándonos. También “Albada”, ese diálogo con la poesía trovadoresca que reivindica la carnalidad de los amantes
clandestinos: “Porque conozco el día que me espera, y no por el placer”.
Cuando conocemos los días que nos esperan, es bueno acudir a la poesía. Aunque hayan pasado 25 años de su muerte y las fechas empiecen a sentirse lejanas, los recuerdos y los versos forman parte de nuestro presente, le dan significado. Recordando a Auden, escribe Jaime en “De ahora en adelante” que todas las mañanas traen “verbos irregulares que es preciso aprender, o decisiones penosas y que aguardan examen”. No es mala perspectiva para reconocer y reconocerse, para saber que los sueños públicos son imposibles sin la transformación de la vida cotidiana y que la política se resiente si no hay una diaria transformación de la política. Es el único modo de decir nosotros, de querer y de ser queridos así, como queremos que nos quieran.
¿Quién liquida la Transición?
Como el pasado forma parte del presente y, en realidad, no pasa nunca, la vida suele
darle muchas vueltas a las cosas. Las conversaciones, los debates, las inquietudes de la
actualidad nos buscan las vueltas. Esto es lo que ocurre con la Transicióncada vez que
se discute sobre el bipartidismo, la memoria histórica, el proceso constituyente o la crisis desconstituyente.
Si don Benito Pérez Galdós ayuda a entender la historia española del siglo XIX desde la
derrota de Trafalgar hasta los turnos políticos de la Restauración, la literatura de Max
Aub es una buena compañía para meditar sobre los años republicanos, la guerra civil
y el exilio. Las palabras iluminan las huellas que dejaron las efemérides y las declaraciones oficiales sobre la vida cotidiana.
Aub dedicó tres pequeñas obras de teatro a contar Las vueltas de algunos exiliados españoles o a darle vueltas a España desde el exilio. En una de ellas, fijada en 1964, un
personaje dice: “La democracia liberal ha llegado a ser algo tan útil como el coche,
las vacaciones pagadas o la televisión”. Creo que es necesario tener en cuenta estas palabras. Cuando murió el dictador en 1975, después de los planes de desarrollo, los Seat
600 y los electrodomésticos, las verdaderas tensiones políticas no se producían entre la
dictadura y la democracia. Conviene comprenderlo si queremos entender el significado
de nuestra historia y de nuestro presente.
Las élites económicas del franquismo habían aceptado ya que la autarquía y las formas
dictatoriales no eran aconsejables para integrarse en los negocios del capitalismo europeo. La dictadura estaba de sobra y las peligrosas agresiones de la extrema derecha suponían, más que un camino de afirmación fascista, un argumento a la hora de imponer
las condiciones que más les interesaban en el diseño de la Transición. El debate real se
produjo entre dos formas de entender la democracia. Por un lado, la reforma liberal útil
para perpetuar el predominio económico de las élites franquistas y acercarlas a un
campo más ancho de negocios internacionales; por otro, la democracia social promovida durante años de clandestinidad por el movimiento obrero y las luchas estudiantiles con el deseo de una transformación más profunda de la sociedad.
La situación histórica, eso que se llama correlación de fuerzas, hizo que las élites impusieran su modelo bajo el símbolo de la monarquía restaurada, el olvido del pasado y la
reconciliación. Pero estas élites españolas, poco dadas a lo largo de la historia a rebajar
su prepotencia y a perder privilegios, tuvieron que ceder y asumir algunas demandas de
la democracia social en libertades civiles y derechos públicos. Sin llegar nunca a igualarnos con las democracias maduras de Europa, se consiguieron avances significativos
en la sanidad, la educación, las administraciones, las fuerzas de orden público y los
derechos laborales.
Conviene recordarlo por varias razones. En primer lugar, porque muchos luchadores
antifranquistas, después de haber soportado años de cárcel, torturas y miedos, y después
de haber visto a muchos compañeros asesinados por el Régimen, tienen derecho a pensar y saber que su sacrificio sirvió para algo. Y en segundo lugar, porque nos interesa
darle vueltas a la actualidad y tomar conciencia del significado de nuestro
presente. Aunque critiquemos con toda justicia el bipartidismo, la degradación institucional y la deriva calculada de nuestro sistema, no debemos perder de vista que las
batallas profundas contra la Transición, sus liquidaciones más serias, las plantean ahora
las élites. Una configuración neoliberal de Europa y la dinámica de la crisis financiera han servido de argumento a los poderes económicos, bajo el paraguas de la austeridad, para
recuperar todos los privilegios que cedieron con la intención de perpetuarse en su modelo de democracia neoliberal. De ahí el ataque agresivo a los servicios públicos y a los
derechos laborales.
Hay muchos motivos para estar indignados. El ejercicio de la crítica es indispensable, pero conviene tomar conciencia del tablero de juego para evitar que los movimientos no faciliten la pérdida de nuestros peones, alfiles y torres. Se trata de comerse al rey
del adversario. La furia desemboca en mansedumbre disfrazada cuando nos obsesionamos con nuestra táctica y perdemos de vista la estrategia del enemigo.
Mientras tanto
Recibo y leo el nuevo número de la revista Mientras tanto. Me entero por la “Carta de
la redacción” que será el último publicado en papel después de una trayectoria de 35
años. Fundada en 1979, la memoria de la revista me devuelve una constante sensación
de debate intelectual y de lectura. Pienso en la tarea que los redactores asumieron en el
primer número, cuando yo era todavía estudiante en la Universidad: trabajar por una
humanidad justa en una Tierra habitable. Pienso en meditaciones que desde entonces me
han acompañado, ese activo de palabras abiertas, entre otras muchas, por las manos de
Giulia Adinolfi, Manuel Sacristán, Juan-Ramón Capella, Francisco Fernández-Buey,
José Antonio Estévez, José Luis Gordillo o Jorge Riechmann.
Leer Mientras tanto era y es volver a las ilusiones y las exigencias del pensamiento
emancipador, dispuesto a unir el rojo, el verde y el violeta. En medio de una inercia que
tiende a fragmentarlo todo o a buscar una ambigüedad acomodaticia, la revista ha querido integrar durante años los diversos frentes de una única emancipación, el viejo esfuerzo de reunir la teoría y la práctica, la alianza entre el movimiento obrero y la ciencia. Así han pasado por sus páginas el compromiso pacifista, la batalla contra la
OTAN, el cuestionamiento de la cultura neoliberal, la búsqueda de una democracia verdadera y la denuncia de un orgullo nacional ciego, prepotente e irresponsable en los
años del lujo.
Tan peligrosos son los viejos cascarrabias como los jóvenes sin memoria. El tiempo es
una plaza pública cuando la historia se convierte en herencia y se sienta hablar con la
experiencia del presente y con un compromiso de futuro. Reconozco el espíritu deMientras tanto en la “Carta de la redacción” que despide el papel y consolida la edición digital. Del mismo modo que hace años se asumía la feminización del sujeto revolucionario
o la obligación de superar las contradicciones entre la ecología y las extensiones productivas del mundo laboral, hoy se explica el abandono de la edición impresa por el
cambio del contexto social, la transformación en los hábitos de lectura de los jóvenes
politizados y sus dificultades económicas para sostener la suscripción de una revista
en papel.
Siento melancolía al tener entre las manos el número 122-123 deMientras tanto. Pero si
se me permite forzar las palabras, aclaro que se trata de una melancolía sin nostalgia. La
emoción del recuerdo adquiere un impulso vivo cuando establece complicidad con los
jóvenes politizados que necesitan la agilidad del medio digital para intervenir en la
realidad. Respetar la sombra de aquel joven que, a principios de los años 80, comprendió el horror de los dogmáticos y los acomodados ante la teoría significa ahora entender
la mirada de los jóvenes que intentan abrir un interrogatorio sobre las carencias y las
injusticias del presente. Y si los jóvenes no se atreven a entender la razón de esta melancolía sin nostalgia, de este suceso íntimo que es el último número en papel de Mientras
tanto, será que no son tan jóvenes o tan nuevos como piensan, porque responden más a
una biología condenada a envejecer que a una historia llamada a imaginar el pasado y el
futuro.
Reencuentro, cómo no, a Pasolini en estas páginas. Es uno de los aliados imprescindibles para comprender el vértigo de nuestro tiempo: “Cinco años de desarrollo han convertido a los italianos en un pueblo de idiotas neuróticos; cinco años de pobreza pueden devolverle su humanidad, por mísera que sea”. Y me emociona la cita de unos
versos de Valente en la voz de Fernández Buey: “lo peor es creer que tenemos razón por
el mero hecho de haberla tenido”. Lo avisa también la “Loa a la dialéctica” de Bertolt
Brecht que cierra el número: “Quien aún esté vivo no diga jamás. / Lo firme no es firme. / Todo no será igual”.
Pues no, no todo es igual. Pero hay un diálogo posible entre los jóvenes que vieron
como la prepotencia del capitalismohomologaba las conciencias de un país y los jóvenes que necesitan ahora de la teoría para defenderse de las nuevas formas de miseria. La historia se hace y se deshace. El pensamiento vigila, mientras tanto.
Soledades
El sentimiento de soledad tiene un marcado carácter social.Sentirse solo es un modo de
relacionarse, de saberse ante los otros, de definirse en el abandono o en la huida. Bajo
el silencio de un solitario, en esa propiedad particular del corazón que forman las inquietudes más íntimas, caben las ciudades con sus calles y sus plazas, las carreteras con
sus distancias, las noticias del mundo con sus periódicos, sus emisoras de radio y sus
televisiones… y cualquier cosa que vuele por el cielo o que repte en el frío de un sótano.
Los seres humanos somos un vaso de agua en el que cabe el mar. Leo la colección Haikus en el corredor de la muerte(Hiperión, 2015) preparada por Elena Gallego y Sieko
Ota. Se trata de una colección de haikus escritos por presos condenados a la pena máxima. Sintieron la necesidad de elaborar en tres versos, dentro de una convención muy
fijada por la cultura japonesa, su despedida del mundo. En la puerta de la muerte, la soledad busca una forma de entenderse a sí misma y de dejar testimonio de un sentir personal. Antes de ser ejecutado a los 25 años, Eishun escribió: “Día de la madre, / cerrando los ojos / veo a mi madre”. Había aprendido a escribir un año antes en la cárcel, y
quizá también había encontrado allí el calendario en el que descubrió que hay un día del
año dedicado a la madre. El tiempo, igual que las soledades, tiene un marcado carácter
social.
Hoomei, ejecutado a los 39 años, escribió: “Nombre de mi hijo, / lo escribo y borro, /
noche larga”. Como denunció Víctor Hugo, el criminal puede tener madre, padre, hijos,
pareja, y la pena de muerte los castiga a todos, aunque no sean responsables del
delito. La culpa también tiene un marcado carácter social, y el que va a morir borra
y escribe el nombre del hijo, porque sabe que llevará para siempre no sólo su ausencia,
sino la marca de una ejecución. ¿Tiene algún sentido, preguntaba Víctor Hugo, que la
sociedad acuerde penas que se desdoblan como un eco y castigan a los inocentes? La
mano dura es una mano muy imprecisa, cortar por lo sano, pero en el cuerpo de otros.
“Muérete, / me susurro yo mismo. / Luna velada”, escribió Tenmin con poco más de 20
años. Era cuestión de tiempo, de culpa o desesperación, de miedo o de noche reconciliada, mientras la luna se oculta y anticipa una despedida total. Los ciclos de la luna han
enseñado al ojo humano a nacer, llenarse, menguar y desaparecer sobre la cuerda del
tiempo. Sólo un condenado sabe lo que es una pena de muerte.
Sólo el parado sabe lo que es su paro. Sólo el enfermo sabe lo que es su enfermedad.
Sólo el hambriento sabe lo que es su hambre.Sólo el desahuciado sabe lo que es su
desahucio como experiencia humana. Pero en la soledad de sus experiencias cabe el
mundo entero, sus leyes y sus rumores, igual que en los tres versos de un haiku cabe la
noche larga, el viento primaveral, el bambú, la nieve que se derrite, el horizonte inmenso o la hormiga.
“En la ventana de la celda / a una hormiga confieso / mi arrepentimiento”, escribió Yoshimitsu, ejecutado a los 77 años. La dignidad y el amor propio piden ayuda a la poesía, o a una larga y consolidada tradición social en la cultura de Japón, para dialogar con
la culpa, la desolación y la muerte. Cada soledad está habitada por los demás. El sentenciado, el hambriento, el desahuciado, el enfermo y el parado están solos con su destino,
pero en esas soledades puede sentirse el calor o el frío, el silencio o la palabra, el abandono o la solidaridad, la crueldad o la compasión, la oscuridad o la luz. Hay un tejido
humano que llega a vestirnos incluso en los momentos más desnudos.
Por eso las palabras del haiku pasan con facilidad del sentenciado al que sentencia, de la
soledad personal a la sociedad tumultuosa y viva. Justo antes de su ejecución a los 28
años, Kooyoo escribió: “El agua se templa. / No se me puede quitar / la suciedad de las
manos”. Eso es lo que muchas personas piensan y sienten al ver una pena de muerte, un
desahucio, un enfermo desasistido, una población condenada al paro y a la incultura.
El sentido de la vergüenza
La vida del ser humano y los hábitos de una sociedad son una negociación con el presente. Para comprender sus transformaciones conviene tener en cuenta la prisa implacable de la economía, las contradicciones ideológicas y el significado de los acontecimientos políticos. Pero como rompeolas de todas estas fuerzas que van a dar a un corazón
particular, hay un sentimiento decisivo en las transformaciones: el sentido de la vergüenza.
Yo lo aprendí en la literatura. Seguro que otras experiencias servirán también de manual
de pudores y que un médico en su hospital, un carpintero en su taller, un periodista en
su redacción o un camarero en su barra habrán aprendido a vivir y sobrevivir gracias al
sentido de la vergüenza. Porque sentir vergüenza propia y ajena tiene mucho sentido.
Benito Pérez Galdós supo poner a los poetas decimonónicos en situaciones vergonzosas ante los ojos de sus lectores. En una fiesta, en medio de un salón de alta sociedad,
entre gentes movidas por los intereses más utilitarios de la época, el poeta era invitado a
recitar por simple costumbrismo retórico. Ni su verbo florido, ni los movimientos de sus
manos, ni los asuntos del poema tenían entonces nada que ver con el tiempo marcado
por el reloj de las casas o con el aire respirado en las calles.
El sentido de la vergüenza es un mecanismo de vigilancia. En el caso de la poesía se
extrema este pudor confesional y escribir significa valorar palabra a palabra no sólo
aquello que se escribe, sino también qué lugar ocupamos al escribir, para quién escribimos o qué deudas se cobran y se pagan en los haberes de la tradición. Por sentido de
la vergüenza Gustavo Adolfo Bécquer se alejó de la altisonancia de un romanticismo
envejecido y condensó sus sentimientos en la brevedad natural y seca de susRimas.
Claro que detrás de las palabras hay una mentalidad, un pulso ideológico. Los críticos
literarios pueden estudiar la síntesis de las pequeñas canciones líricas como una respuesta estética a la velocidad del mundo moderno. Quien se sube en un tren a mitad del
siglo XIX no encuentra la forma de contar sus impresiones en la elocuencia de una narración minuciosa. Necesita la brevedad del instante, el chispazo depurado de un sentimiento. Pero todo eso lo comprendió Gustavo Adolfo Bécquer gracias a su sentido de la
vergüenza cuando se vio fuera de lugar en medio de un salón de palabras huecas. Los
poetas buscan formas distintas porque se niegan a dejar la poesía, pero –respetuosos con
su verdad incierta– no quieren hacer el ridículo.
Ocurre igual en otras tareas, por ejemplo, en la política. Quien se ve en el compromiso
de presentarse a una campaña electoral tiene un buen aliado en su pudor. Las urgencias
electorales extreman las dinámicas de los comportamientos políticos. El estar sin
estar, la foto ocasional, el codazo al adversario, el insulto, el autobombo, la mejor sonrisa, el ponerse de perfil, la promesa hueca, la seguridad falsa y el conocimiento superficial de los problemas se convierten en el pan nuestro de cada día.
Hacerse fotos es necesario. Uno va a los lugares para oír y apoyar, para enterarse de lo
que le ocurre a un enfermo sin tratamiento, o a un sindicalista juzgado por su actuación
en una jornada de huelga, o a unos jóvenes que se quedan sin becas y no pueden estudiar, o a unos compañeros que necesitan sentir el calor y el orgullo de militar en una ilusión política y no en un sótano de guerras internas. Uno se hace la foto, claro. Pero resulta necesario no perder el pudor que te hace dar un paso atrás, el paso que procura no
ser el centro de la foto para no sentir la vergüenza de utilizar la enfermedad ajena, la
precariedad ajena, la sentencia ajena, la militancia generosa de los otros como una
operación de lanzamiento personal. La política que mira a los ojos de la gente pretende
ser y estar con los demás, pero siente vergüenza ante la posibilidad de utilizar a los demás para beneficio propio.
La misma sensación de impostura se soporta al participar en debates que derivan en autoafirmaciones o desprecios tajantes. Uno sabe que dentro de todo “no” hay un “sí” y
dentro de todo “sí” hay un “no”, y uno sabe también que las convicciones más íntimas
rozan en alguna parte con la fragilidad, y uno además no soporta la violencia de despreciar o ser despreciado en el teatro de los malos modos. La vergüenza enseña que uno
sólo puede comprometerse a no mentir. Eso de poseer la verdad absoluta es ya un privilegio que disfrutan únicamente los que no tienen sentido del ridículo.
Los poetas trabajan contra la retórica hueca para no perder la vergüenza. Cuando la política pierde el sentido de la vergüenza, la vida oficial se separa de la vida real y el espacio público se convierte en un asunto de palabrería. La necesidad de otra forma de
hacer política nace así del sentimiento de vergüenza propia o ajena. Quizá sea eso la
virtud republicana.
‘Negro como yo’
Leo Negro como yo (Editorial Capitán Swing, 2015), el libro en el que John H. Griffin
cuenta la historia de su transformación para vivir como negro durante unos meses en el
sur de los EEUU. Más allá de los libros concretos, algunas editoriales forman parte de la
educación sentimental y la vida cotidiana de los lectores. Son como de la familia, saben
estar en el salón de una casa, comparten almohada, pasan la noche en el dormitorio, entran y salen del cuarto de baño. Los diseños, las cubiertas, los tipos de letra y el rumor
de los catálogos se convierten en costumbre.
A mí me ocurre desde hace años con Seix-Barral, Alianza Editorial, Tusquets, Anagrama, Taurus, Alfaguara, Visor, Hiperión, Pre-Textos…, toda una pandilla familiar a la
que se ha sumado también Capitán Swing. Pasé parte de las últimas navidades en su
compañía, leyendo Un séptimo hombre, el libro de John Berger sobre la emigración en
la Europa de los años 70. Me lo llevé conmigo de viaje para entender una lluvia que
viene de lejos, los problemas de los inmigrantes, la realidad de los hijos y nietos del
desarraigo que reciben las invitaciones fuertes del terrorismo.
Los libros a veces dan más de lo que uno les pide. Berger me enseñó a entender las
raíces de un problema, pero también a emocionarme con las experiencias de algunas
vidas particulares situadas en cualquier rincón del tiempo. Acompañar a una persona
como Berger en sus meditaciones sobre la realidad es un espectáculo íntimo.
Capitán Swing me ha dado ahora la posibilidad de leer Negro como yo. En época de
tambores y cornetas, cuando la jerarquía religiosa se convierte en espectáculo para turistas y en muestrario de lujos, me apetecía acercarme a una forma distinta de entender la
religión. John H. Griffin, después de un elaborado proceso de transformación corporal,
se convirtió en negro el 7 de noviembre de 1959 y salió a las calles y las carreteras del
racismo en el sur de los EEUU, dispuesto a vivir en carne propia la experiencia de la
segregación.
La historia de Griffin es impresionante. Educado en Texas como blanco racista, decidió
hacer su carrera universitaria en Francia y acabó comprometido en la resistencia contra
la invasión nazi. Después se quedó ciego en un bombardeo mientras combatía en el Pacífico como miembro de la Fuerza Aérea de los EEUU. Padeció más de una década de
ceguera, hasta que un día de 1957 empezó a percibir los brillos rojizos que poco a poco
le devolvieron la vista. Dos años después sintió la necesidad de convertirse en negro
para comprender la realidad del otro. La publicación de su libro le llevó a ser, junto
a Martin Luther King, uno de los líderes más conocidos de la lucha contra la segregación.
Hay muchos episodios en los que se sufre la humillación de no poder entrar en un lugar
o de sentir el odio ajeno. Pero el momento más significativo del libro se debe quizá a la
mirada propia en el espejo. Después del tratamiento, de las píldoras para la pigmentación, de los rayos ultravioleta, del rapado y el tinte, Griffin se miró al espejo y vio a un
negro de edad avanzada. Los ojos cruzaron sus fogonazos de sorpresa. El miedo del negro observado se mezcló con el miedo del hombre que miraba. Hubo un momento de
odio.
Recordé el biombo que Federico García Lorca colocó en El público para que sus personajes comprendiesen las mutaciones que se dan en una identidad. Nadie es siempre
homosexual, heterosexual, macho o hembra. Las 24 horas del día son un tiempo demasiado largo para las identidades cerradas. Llevamos dentro al otro y, por eso, ir en
busca del otro supone a veces encontrarse a uno mismo.
Griffin llegó a una conclusión parecida al situarse más allá de la otredad. Encontró
el Uno Mismo. Desde aquellos años se ha discutido mucho en la teoría sociológica sobre
el nosotros universal, la desigualdad, la igualdad y el derecho a la diferencia. Pero no
creo que haga falta llegar a la exactitud de una definición científica sobre la desigualdad
para ponerse de acuerdo en la voluntad de amor que hay en el Uno Mismo de Griffin y
en su apuesta contra la discriminación y el racismo.
El escritor norteamericano, además, supo vigilarse, midió los tiempos de la lucha. Quien
se pone en el lugar del otro corre el peligro de dejar al otro sin lugar. Por eso Griffin
comprendió el poder negro y quiso pasar a un segundo plano cuando las víctimas dieron un paso hacia adelante y protagonizaron su lucha. Que los “blancos buenos”
perdieran importancia en la batalla del racismo en los años 70 no provocó en Griffin
ningún desencanto.
Una cosa más. Griffin escribió: “Ser activista no es algo que corresponda a mi carácter. Pero tu vocación no tiene por qué ajustarse necesariamente a tu carácter”. Feliz con
su familia y sus libros, dichoso mientras se dedicaba a leer y escribir en su casa de
Mansfield, se respondía de esta manera mientras complicaba su vida una vez y otra vez.
La casa, identidad y conflicto
Los recuerdos son un lugar en conflicto, sobre todo cuando uno quiere acercarse a su
propia identidad. La nostalgia pacífica suele ser una máscara. Sólo el lugar no vivido
puede dibujarse con el lápiz de la perfección. La casa que está en un orden absoluto, sin
manchas, sin algún plato sucio, sin algún objeto descolocado, sin alguna sombra revuelta, no es más que la ficción de un maniático.
El azar tiene la costumbre de la repetición. Se concentra en un punto, elige la misma
esquina para fijar sus citas y sus emociones. En las últimas semanas he recomendado a
mis amigos tres novelas de tonos muy diferentes, pero que coinciden en una geografía
común: la realidad melancólica, áspera y quebradiza de una casa familiar condenada a
desaparecer por la oferta de una empresa inmobiliaria. La especulación urbanística aviva –para borrar después– las huellas del pasado.
El escritor chileno Pablo Simonetti cuenta en El jardín(Alfaguara, 2015) la historia
conmovedora de Luisa Barbaglia, una mujer viuda obligada a desprenderse de la casa
que compartió con su marido durante más de 40 años. La angustia que siente al despedirse de su jardín de azaleas, cuidado de forma meticulosa a lo largo de una vida, se
funde con la inquietud ante las posibles discusiones entre sus hijos. La actualidad devora el cultivo de la memoria.
El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince vuelve a emocionarme con La
oculta (Alfaguara, 2015) a través de una mirada literaria sobre la violencia reciente de
Medellín. Una casa y una finca escondidas en las montañas de Colombia dan pie a que
tres hermanos cuenten su pasado mientras una oferta millonaria cae sobre los paisajes
familiares. Fatalidad y vértigo, la autoridad irremediable del dinero es el mejor resumen
de lo que significa en una vida el paso del tiempo.
Las casas de Pablo Simonetti y Héctor Abad me han llevado a recordar La buena
letra (Debate, 1991) de Rafael Chirbes. Hay muchos motivos para volver de vez en
cuando a esta novela que me acompaña desde hace casi 25 años en mis habitaciones de
lector. Una educación sentimental es el modo en el que la historia se hace cuerpo humano, y Rafael Chirbes nos contó en la primera persona discreta y herida de una mujer,
una madre abandonada, todo lo que había ocurrido en los años de la Transición. Las
evocaciones de una juventud republicana, de la guerra civil, el hambre, la cárcel, la resistencia, la discordia y el amor habitan en una casa familiar que la generación nueva
quiere vender por una buena suma (de dinero).
Insistencias del azar, historias de tres casas como lugares íntimos de conflicto. La mitología conservadora siempre intentó hacer del hogar, del dulce hogar, un refugio ante las
contradicciones de la política y los negocios. La paz privada pretendía vivir a salvo de
las contradicciones de las tormentas públicas. Buena parte de la mejor literatura contemporánea ha asumido el ejercicio de una microfísica del poder para quebrar la máscara de este consuelo. Como las campanas de una iglesia, el redoble va de la plaza al salón
de estar, del salón a las alcobas y de las alcobas a las sienes. Los debates sobre el aborto ejemplifican bien cómo las mismas mordazas que pretenden callar una plaza necesitan meterse en la cama y en la conciencias de la gente.
Los recuerdos son siempre un lugar de conflicto. El jardín de azaleas de Luisa Barbaglia reconoce al hijo homosexual que consolida su propia autoestima ante los desprecios de un hermano mayor, un hombre autosuficiente y desconsiderado. Los paisajes
idílicos de La Oculta sufren la violencia de la guerrilla, las matanzas de los paramilitares y los desarreglos de cada intimidad. En un pueblo del levante español, una mujer
regala a su nuera un modesto tesoro familiar, el resumen de las noches y los cuerpos, la
vieja historia de una pobreza dignidad: unas sábanas con nombres bordados. El regalo
acaba en el trastero de un chalet, y la madre, abandonada como las sábanas, abre el cajón de un aparador, mira fotos, recuerda todo lo que luchó de joven, las canciones que
cantó, las palabras que se pronunciaban en voz baja para acariciar un sueño, y llora, y
siente pena por todos nosotros.
Esta mujer encuentra fuerzas en su soledad para no vender la casa. Los especuladores,
contra toda lógica, tendrán que esperar a su muerte. ¿Falta de lógica? Quizá se trate de
falta de cuidados, o de falta de tiempo para mirar y entender la sangre que late dentro de
un corazón, aquello que vive en el interior de una experiencia.
En fin, historias de casas familiares y de inmobiliarias, largas conversaciones con Pablo
Simonetti, Héctor Abad Faciolince y Rafael Chirbes. Casas y cosas de un lector.
Los intelectuales y la política
Resulta curioso que al abordar las relaciones entre los intelectuales y la política se otorgue poca importancia a lo que debería ser un motivo principal de discusión: una toma
de postura intelectual sobre el significado de la política. Es decir, una toma de decisiones meditadas no tanto por las coyunturas de la actualidad, sino por el sentido de la
cultura dominante. ¿Cómo estamos pensando?
La simpatía o el resquemor que provoca el paso de un intelectual a la política activa tienen su historia. No siempre fue amable el abrazo público entre los dos mundos. La tradición ilustrada alimenta la necesidad de un pensamiento cívico, pero la ética comprometida puede desempeñarse a través de la escritura o del activismo. Y existen dudas
muy lógicas sobre el peligro de que la militancia oficial en unas siglas fagocite la independencia de la opinión o rebaje a largo plazo la calidad de una obra. Parece que la política mancha.
Por otro lado, la política demanda negociaciones constantes entre la realidad y el deseo
a la hora de resolver conflictos. Esa urgencia de razones prácticas despierta recelos sobre la utilidad de los intelectuales con su pesada vocación teórica y sus valores inamovibles. Para muchos políticos los intelectuales son cabezas de chorlito. Parece que la
vocación del pensamiento abstracto inutiliza para la vida.
Como suele ocurrir en este tipo de debates, las tensiones entre la eficacia del político y
la meditación de una ética intelectual no alude sólo al juego de tronos característico del
poder. La vida cotidiana de los ciudadanos vive la misma complicación en su juego de
sillas, en su pensar y decir al sentarse en una cocina, un café o un dormitorio. Conviene
no olvidarlo, porque hay una legítima vocación política que no surge de un juego de
tronos o de sillones, sino del juego de unas sillas para sentarse a hablar: un deseo de
emancipación intelectual en la vida cotidiana.
Un intelectual puede ser tan honesto o tan deshonesto, tan pedante o tan humilde, tan
inútil o tan útil para los asuntos públicos como cualquier ciudadano. Los intelectuales
no salvan nada. La honradez tiene menos que ver con una clase de oficio concreto que
con la manera de relacionarse con el propio oficio (sea el que sea). Es normal que acabe metiéndose en política un médico convencido de la importancia de
la sanidad pública. Es normal que acabe entrando en política un maestro convencido del
valor de la educación pública. Es normal que entre en política la madre que sufre la falta
de guarderías en una sociedad que no sabe repartir el compromiso de los cuidados. Es
normal que entre en política la trabajadora que no encuentra empleo o que recibe un trato laboral indecente. Se trata de formas de reacción contra los que llegan a la política
para servir a los que buscan negocios sucios a costa de la sanidad, la educación, la
igualdad o el empleo.
La cultura es vida, forma de relacionarse con la vida, valores de amor o de odio que se
convierten en la piel de una sociedad. En ese sentido, es normal que entren en política
los intelectuales que quieren decidir sobre su lugar y su posición ante la cultura dominante. La clave entonces es plantearse, por ejemplo, si uno quiere participar en un juego
de tronos.
El neoliberalismo se ha convertido en la cultura dominante de las últimas décadas.
Afecta a la lógica financiera, las relaciones en el mundo laboral, la política, el modo de
vivir el amor o el desamor y las visiones del tiempo. La sociedad líquida se somete al
vértigo (que es el tiempo de la especulación) y todo lo convierte en un espectáculo de
momentos estelares, una prisa que disuelve el contrato laboral, la privacidad, la memoria o el prestigio de las realidades organizadas.
El fin de las ideologías fue uno de los ejes principales de la cultura neoliberal. Cumplida
la historia y establecidos en Occidente los paraísos del consumo era agua pasada eso de
mantener compromisos sólidos con unos valores. De esta lógica surgió también, aunque
con disfraz de versión moderna, la idea de que no se debe clasificar, de que ya es viejo
hablar de derecha o de izquierda. Y al adjetivo viejo hubo además que sobrecargarlo de
valores peyorativos para disolver la memoria del pasado, un ejercicio paralelo al descrédito de cualquier identidad organizada. Muertos los valores como referencia, la transformación no necesita cambios de modelo y puede limitarse a la regeneración biológica.
Se fractura el sentimiento histórico de la vinculación para abrir las puertas al debate
de lo nuevo y lo viejo. Como enseñan los libros, los valores y el corro de sillas en una cocina o en una mesa de
café, cancelar el pasado como herencia de una identidad es el modo más eficaz de
desarticular el futuro. Nos lo contó el abuelo John Berger. La sociedad líquida se precipita en la sociedad del humo.
Un intelectual puede entrar en política por pura reflexión intelectual, alarmado ante el
poder de una cultura dominante capaz no sólo de legitimar el hambre y la desigualdad, sino también de definir a su gusto la actuación de los movimientos alternativos.
¡Sonó la hora de sacrificar a la izquierda organizada! Es el fin de las ideologías, del trabajo fijo y de las intimidades que no están dispuestas a mercantilizarse. ¿Es necesario?
Quizá lo sea para jugárselo todo por el trono. Marcado por la mala vida
Entró la desgracia en la familia cuando el abuelo Juan abandonó a su mujer y a su descendencia. Fue el anuncio de una nube oscura que cruzó el cielo en forma de destino.
No tardó mucho en volver a llover de mala manera. El padre cumplió siete meses de
cárcel por deudas y convirtió los barrotes y las cadenas en una herencia.
El protagonista de nuestra historia tuvo que lidiar con la justicia desde muy joven.
Pero su primer delito grave lo cometió a los 22 años, cuando hirió a un hombre. Huyó
de España para evitar el castigo, buscó acomodo en la Roma de los césares y los pontífices, encontró amparo en el ejército y libró batallas importantes que lo dejaron manco.
Otro golpe de fortuna volvió a conducirlo al cautiverio. Preparó algunas fugas que
resultaron fallidas. Una mala lengua corrió la noticia de que la vida amable en la prisión se debía a tratos pecaminosos con uno de sus carceleros. Recobró la libertad gracias a la ayuda de su familia o a una suma de dinero conseguida con relaciones poco
decentes.
Probó fortuna en la literatura y en la vida, publicó libros, se casó, decidió repetir la
aventura del abuelo Juan, dejó el hogar y desempeñó el oficio de recaudador de impuestos por los caminos del sur. Fue excomulgado, dio con sus huesos en la cárcel, recobró
la libertad, volvió a entrar en prisión, volvió a salir a la calle ysobrevivió en un ambiente de modestos escándalos y de mala fama, ese rumor picante que arrastraban sus
hermanas, sus sobrinas y una hija natural que había decidido imitar la suerte de las mujeres de la familia. Un crimen perpetrado cerca de su casa le costó el último enredo serio
con la justicia.
Penosos antecedentes familiares, deudas, rumores malintencionados, fracasos en las aspiraciones cortesanas, celdas y jueces soberbios caracterizaron su vida. Los partidarios
de la mano dura y de no permitir las segundas oportunidadesencontrarían hoy en Miguel una víctima propicia. Su historia hubiese servido para criminalizar la pobreza y
convertir el pensamiento disidente en un problema de orden público.
Pero la historia sucede con frecuencia como un acontecimiento irónico, el mito y el olvido se dan la mano. Los muertos se ríen de los vivos en cuanto se les ofrece una oportunidad. Nuestro personaje es hoy respetado por los académicos, aplaudido por los reyes, celebrado por los ministros, citado en los discursos políticos y estudiado en los co-
legios.
Entre agobio y agobio, celda y celda, escándalo y escándalo, acertó a escribir a los 58
años uno de los libros más importantes de la literatura universal, ganando así la partida
a las convenciones más que a la desgracia. En cualquier caso, el éxito de El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha no carece de chiste o ironía. Los personajes literarios también aprovechan la oportunidad que dan los lectores para reírse de sus padres.
Marcado por una realidad más que dura, Cervantes quiso denunciar la mentira y la
grandilocuencia de una España que había convertido los valores tradicionales en una
gran farsa. Por eso imaginó las aventuras de un loco, tan humano como ridículo, que se
empeñaba en vivir a destiempo el mundo de las novelas de caballería. Lo que necesitaba
la vida española era lo contrario, un comportamiento alejado de los códigos de la Iglesia, la superstición y el feudalismo. La posteridad lo hizo célebre, pero lo traicionó con su personaje. En los elogios se
aplaude la fuerza del soñador, la audacia del héroe que ataca a los gigantes y libera a los
bandidos, a los que confunde con pobres víctimas de la injusticia. Cervantes, sin embargo, quería un mundo humanista en el que los molinos fuesen molinos de viento, los
bandidos fuesen bandidos y los locos no se convirtieran en un modelo social. Su fama
póstuma lo ha empujado a la orilla contraria. Hay más quijotistas que cervantistas.
España no es país de discursos serios y meditados, sino de locuras simpáticas. Es el lugar que nos ha reservado la civilización.
Los que somos cervantitas nos alegramos de que la vida le diese aMiguel de Cervantes la oportunidad de escribir y de superar las malas andanzas del destino. Sentimos
también una ternura suave por el personaje. Pero, sobre todo, levantamos la copa por el
autor cada 23 de abril. ‘Mujeres’
La poesía de Eduardo Galeano se hizo memoria, pensamiento y narración. Pasó del
canto al cuento sin perder un segundo en explicaciones, o sea, sin perder un gramo de
intensidad. Lo bueno si breve dos veces pájaro. Lo debió pensar así la hija del preso político que llevó a la cárcel un dibujo de pájaros. Los policías rompieron el dibujo por
enemistad hacia todo lo que vuela. La niña llevó en la visita siguiente un dibujo con árboles y pequeños puntos entre las ramas. ¿Qué son estos puntos?, preguntó el padre.
Ella explicó que se trataba de los ojos de los pájaros.
Es una de las historias que se recogen en Mujeres (Siglo XXI, 2015), el libro feminista
de Eduardo Galeano. El escritor uruguayo necesitó mirar hacia la mujer en muchos
momentos de su obra como una estrategia para mantener viva su propia rebeldía. “No
hay tradición cultural –afirmó– que no justifique el monopolio masculino de las armas y
de la palabra, ni hay tradición popular que no perpetúe el desprestigio de la mujer o que
no la denuncie como peligro”. Por eso Eduardo escribió sobre Nellie Bly, la mujer que demostró en un Pittsburgh decimonónico que el periodismo no era cosa de hombres, y dio la vuelta al mundo en setenta y dos días, y se hizo arrestar por robo para hablar de las cárceles, y luego pisó la
locura para entrar en un manicomio y denunciar los tratamientos psiquiátricos de la
época. También por eso habló Eduardo de las putas que cerraron un burdel en la Patagonia argentina para no acostarse con los soldados que habían reprimido de manera salvaje una huelga de peones. Fusilar cansa, pero más cansa la injusticia.
En fin, Eduardo Galeano habló de Frida Kahlo, Juana de Arco, Rosa Luxemburgo,
Marie Curie, Matilde Landa, Violeta Parra o de las Comuneras anónimas que lucharon en las barricadas con un pañuelo rojo en el cuello, poniendo en peligro su vida junto
a compañeros que les negaban el derecho al voto. Todas estas habladurías y muchas más
se recogen ahora en un libro antológico que nos cuenta cosas de Mujeres. La literatura de Galeano está llena de ideas. Schopenhauer afirmó que la mujer es un
animal de pelo largo y pensamiento corto. Eduardo Galeano quiso llevarle siempre la
contraria. Estaba cansado de soportar un mundo de avaricias largas y de ideas cortas. Su mejor manera de protestar contra el cacareado fin de las ideologías fue demostrarnos que las ideas son bellas, que hay pensamientos conmovedores, argumentos que
son al mismo tiempo una forma de mirar con inteligencia y de hacer poesía. La literatu-
ra de Galeano unió la metáfora y la reflexión, encontró en la vida cotidiana un modo de
contar la Historia y dominó el arte de la levedad profunda, de la brevedad sin fronteras.
Se encontró así con las mujeres al hacerse partidario de la piel del mundo y de la vida
cotidiana. Y comprendió que era necesaria una palabra bella, pero de otra manera. Los
malentendidos entre la poesía y la condición femenina brotan en el alma de la cultura machista. En la geografía de lo privado y lo público que articula las formas tradicionales del pensamiento moderno, la condición femenina y la poesía fueron asignadas
al ámbito sentimental de lo privado, mientras que la razón y la condición masculina se
destinaron al gobierno de lo público. Por eso Bécquer escribió su famosa declaración
“Poesía eres tú” para responder a la pregunta de una mujer.
Eduardo Galeano sabe que no se trata de ser poesía, musa, sino de ser poeta, y para conseguirlo hace falta romper el orden, borrar fronteras y segregaciones, asumir palabra a palabra los sentimientos de lo público y las razones de lo privado hasta llevar la
emancipación a los últimos pliegues de la intimidad. El pensamiento se hace entonces
corazón y sostiene el sueño de las plazas públicas, y la memoria frente al olvido, y las
palabras frente al mandato de todos los silencios.
Eduardo Galeano aprendió de las mujeres una forma de responder al poder. Si el
poder intenta confinar en lo privado el mundo de los sentimientos, resulta necesario escribir y dar la batalla en el amor de la vida cotidiana y de la intimidad. Es un camino
directo para asaltar lo público.
La lectura de Mujeres ha sido para mí una forma de vivir el duelo. Daba gusto hablar
con Eduardo Galeano de política, periodismo, literatura, fútbol y mujeres. El número dos
A Juan Torres y Lina Gálvez
Federico García Lorca dudaba de la existencia del número dos. Era su modo de plantear dudas sobre muchas cosas, de poner en cuestión la seguridad del número uno y el
perfil de palabras como dios, emperador, tú o yo. En un poema escrito en Nueva York,
un Pequeño poema infinito, afirmó: “Pero el dos no ha sido nunca un número / porque
es una angustia y su sombra”.
La poesía se pone a contar aquí a través de una matemática imperfecta de la intimidad.
Resulta difícil reconocer al otrocuando lo convertimos en una proyección de nuestra
angustia, cuando acabamos por borrarlo para que nuestra sombra ocupe su lugar.
Creer en el diálogo significa aceptar la existencia del número dos, aunque sea a costa de
reconocer que forma parte de nuestra propia identidad. Eso no soluciona del todo los
cuentos y las cuentas de las identidades matemáticas. Tampoco llegamos por aquí a las
aspiraciones absolutas. Más bien se complica el asunto. Acabamos sacando a la conclusión de que el número uno carece de existencia. Puede escribirse entonces: “El número
uno no existe / porque es una sombra y su angustia”. No estar seguro de uno mismo,
de la propia autosuficiencia, es tan real como las sombras que despierta la existencia del
otro o como las sombras que proyectamos sobre el otro hasta borrar su existencia.
Tal vez se trata de contar de manera diferente. El amor es el mayor alegato contra el
neoliberalismo porque supone el descubrimiento verdadero del otro. Nos descubre la
realidad del número dos, la existencia de alguien que existe por sí mismo aunque forme
parte inevitable de nuestra intimidad. La economía de la posesión tiene que configurarse
y hacerse compatible con la economía del beso, la caricia, el murmullo al oído, esas palabras que rebosan en el uno para encontrar hueco en el otro.
La convivencia empieza allí donde existen los vínculos. Aparece una geografía que
dibujan los cuidados. No existe comunidad verdadera en la que falten los cuidados. Sólo
nos vincula en la fraternidad el reconocimiento de que necesitamos cuidar y ser cuidados. Esa es la interpelación del amor. Sus conversaciones no son únicamente palabras de
cama. El amor y su economía del abrazo pueden darse también en una sala de estar o en
una plaza pública. El sujeto posesivo del neoliberalismo, el gran protagonista de la cultura actual, está dibujado como una unidad cerrada. En el fondo necesita reconocer también la existencia
del otro, pero en una economía de la negación y la violencia. El otro es necesario para
desahuciar, expropiar, humillar, estafar y explotar. La celebración de la ley del más fuerte no puede darse sin los débiles, exige acumular, privatizar, convertir en mercancía
la debilidad ajena.
Si el amor genera vínculos, la angustia de la privatización provoca soledades. La
convivencia no existe dentro de las multitudes que no conocen el amor o los vínculos.
En otro poema escrito en Nueva York, Paisaje de la multitud que orina, García Lorca da
testimonio de esta dinámica multitudinaria: “Se quedaron solos y solas / soñando con
los picos abiertos de los pájaros agonizantes”. Un niño japonés agoniza, un sapo es
aplastado, la noche se abre de piernas como una prostituta, pero la multitud pasa indiferente ante el gemido de Battery Place.
La pedagogía de los cuidados ilumina el contrato social. La mala lección de las privatizaciones oscurece la convivencia, nos desvincula, contagia soledad en las camas del
enfermo, en los pupitres de la niña sin libros de texto, en la mañana inútil del parado, en
las lágrimas secas de la persona que padece la violencia y el olvido. Hay distintos modos de contar, de decir uno, de decir dos, de decir nosotros.
Estos pensamientos son cosas de poetas y cosas de economistas. La poesía de los números vive pendiente de la economía de la caricia. En un soneto titulado El poeta dice
la verdad, García Lorca murmuró un deseo: “Que no se acabe nunca la madeja / del te
quiero me quieres”. Pueden faltarnos recursos, pero nunca el amor, la economía del
amor. El oído democrático
Las épocas de crisis invitan más a hablar que a escuchar. La boca necesita dar cauce
a la indignación y, sobre todo, decir aquí estoy como respuesta a la invisibilidad y al
desamparo. Resulta necesario llenar de palabras el vacío íntimo que provocan el miedo,
la inestabilidad y la injusticia.
Pero hacerse presente no implica entrar en conversación. El ruido no es música, si acaso
es un síntoma de las dificultades del entendimiento y de las dinámicas que renuncian al
sentido. La queja está ahí, la protesta debe ser interpretada, y en la interpretación es
necesario tener en cuenta no sólo el dolor que encierra el grito, sino también el significado de la voz que rompe y que se rompe. En el grito hay indignación, incertidumbre y
desconfianza en las palabras del otro. Tal vez sea el último recurso del que quiere ser
tenido en cuenta. Para eso sirve la sospecha. El grito suena a la despedida del que no
quiere irse.
Las épocas electorales hacen mucho ruido. Los políticos están obligados a hablar, gritar
y prometer. La política habla tanto que no tiene tiempo de escuchar. Buena parte de
los electores, sumidos en una desconfianza legítima, tampoco están dispuestos a poner
el oído. Tenemos demasiadas cosas que decir y que contradecir como para establecer
una conversación. Hay situaciones que sólo invitan al monólogo o a las peroratas.
Obligarse a oír es un requisito imprescindible de la cultura democrática. Se trata de una
obligación que debe ser tenida en cuenta, sobre todo, por la política. Conviene ser muy
curioso, cultivar el oído democrático, saber escuchar, invertir mucho tiempo en las palabras del otro. Baudelaire afirmó que sólo un extranjero tiene derecho a contarnos su
vida. Cuando la actividad oficial se separa de la realidad, cuando la gente es extranjera
en sus instituciones, resulta imprescindible que un político deje de hablar por un rato
y se dedique a escuchar.
El drama está esperando. Acudir a él con los oídos abiertos es la mejor manera de entender la crueldad de las instituciones y la falta de empatía de los gobernantes con el
sufrimiento ajeno. Una familia de Valdecarros cuenta su historia. Hace unos años consiguió una vivienda
de protección oficial con un alquiler subvencionado. Mal que bien ha podido vivir con
una renta baja, pagar el recibo de la luz y llevar a sus hijos al colegio. De pronto el
Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid, propietarios de viviendas públicas, deciden
vender a precio de saldo sus edificios. Los fondos buitres de inversión aparecen como compradores perfectos. La especulación
ha aprendido a hacer rentable la miseria y reconoce el desahucio como una práctica
útil a la hora de buscar negocio. Las instituciones retiran las ayudas para el alquiler, los
inquilinos no pueden pagar y los nuevos propietarios dejan en la calle a las familias,
después de tres meses, por una deuda de poco más de mil euros. Mientras uno escucha,
la niña lee un libro sacado de una biblioteca y el niño juega con una pelota.
No siempre se oye lo que uno espera. La falta de compasión de las instituciones se
extiende con facilidad en la lucha por la supervivencia. Los necesitados compran la cultura de la falta de compasión, asumen la lógica del poder. Alguien más bajo en la escala
social sirve para reforzar la autoestima.
La cita en este caso es en la parroquia de Santo Domingo de la Calzada, en la Cañada
Real Galiana. Duele el terrible paisaje humano de la droga. Pero duele también otra
droga: lanecesidad social de fundar diferencias. Una mujer enfadada no quiere que la
confundan con los rumanos que viven en el poblado chabolista El Gallinero. Un hombre
enfadado no quiere que los problemas de su sector sean confundidos con los problemas
de los emigrantes marroquíes de otro sector. Una mujer advierte que ella ocupó la casa
en la que vive hace muchos años, antes de que el ayuntamiento hiciera el censo de la
Cañada. Parece muy injusto que la traten como a los ocupas que han llegado después
del censo. Y así.
La curiosidad por la vida ajena es la mayor lección de democracia que puede recibir un
político. Hablar bien resulta muy vistoso, pero es más importante aprender a escuchar. Uno entiende la necesidad inmediata de que las instituciones se conviertan en seres vivos con capacidad de compasión. Uno entiende que es más importante comprender
que juzgar. Uno entiende que no se puede luchar contra las injusticias del poder si se cae
en el error de asumir su cultura. El barbero de Picasso
Nada tiene más valor en el mundo que lo que no se puede comprar. Las lecciones de la
vida son tan lentas que a veces se cubren de rutinas y hojas secas. Aunque caminamos
sobre ellas y en el fondo nos sostienen, tendemos a olvidarlas. Por eso se agradecen las
sorpresas que invitan a recordar lo que importa. Es verdad, nada tiene más valor en el
mundo que lo que no se puede comprar.
Esta campaña electoral me llevó una mañana a la Sierra Norte de Madrid. Quería conocer sobre el terreno las infraestructuras del Canal de Isabel II y algunas opiniones expertas sobre su estado. En el plan previsto se mezclaron de pronto la poesía, el arte y la
amistad. Una compañera de Torrelaguna me llevó a la iglesia donde está enterrado Juan
de Mena. Los caminos acaban devolviéndonos siempre a nuestro punto de partida. Pasé
de pronto a las aguas de la poesía sin necesidad de olvidarme de los debates sobre el
poder. Ahí estaban Juan de Mena, Juan II, don Álvaro de Luna, la poesía del siglo XV y
el deseo arriesgado de cabalgar sobre la Fortuna y domar su cuello con ásperas riendas.
Del Laberinto de Fortuna me sacó una parada en Buitrago. Pensé que iba a rendirle
homenaje al Marqués de Santillana, pero en realidad –siguiendo la ruta– me encontré
con Eugenio Arias, el barbero de Picasso, y con viejas historias que me había contado
Rafael Alberti hace muchos años.
Eugenio Arias nació en Buitrago, fue primero sastre y después barbero, se hizo comunista, luchó en el Quinto Regimiento durante la Guerra Civil, sufrió la derrota, salió al
exilio, vivió la experiencia de los campos de concentración, participó en la resistencia
contra el nazismo, esta vez venció y acabó instalando un salón de peluquería en Vallauris, un pueblo del sur de Francia. Aunque había coincidido con Picasso en 1945, en la
celebración del 50 cumpleaños de Dolores Ibárruri, la verdadera amistad se consolidó
cuando el pintor decidió alejarse de la espuma parisina, que le impedía trabajar con
tranquilidad, y buscó una casa con sol y con Sur. En Vallauris encontró la casa, pero encontró también un salón de peluquería.
Las complicidades surgen donde menos se piensan. El vértigo ofrece compromisos, citas, éxitos, fracasos, condecoraciones, ruidos… Pero la vida, con el sedimento de sus
lecciones minuciosas, ofrece también raíces humanas, maneras naturales de vivir
un sentido de pertenencia. Picasso y Arias buscaban ocasiones para acudir a las corridas de toros de Arles y Nimes, o para quedarse solos y hablar de España, la República,
la política, el amor, las bodas, las separaciones, el arte del siglo XX y las intimidades
que confiesan hombres y mujeres cuando se sientan en el sillón de una peluquería. Nadie suele cortarse si el barbero cumple bien con su oficio.
Esta amistad dejó muchas huellas en forma de dibujos, libros con dedicatorias ilustradas, cerámicas, grabados y una caja para las tijeras, el peine, la brocha y la cuchilla decorada por la mano del artista. Eugenio Arias donó a su pueblo esta herencia millonaria
de amistad, que nunca quiso vender, y ahora puede visitarse en Buitrago un museo singular y valioso. La sensación de la vida cotidiana, de los días compartidos, de las
comidas y las cenas está convertida en arte. Y es que al arte no le gusta tener las manos
quietas, siempre aprovecha lo que tiene a mano.
En la entrada del Museo se reproduce una frase de Eugenio Arias: “Nada tiene más valor en el mundo que lo que no se puede comprar, el respeto, la amistad, la confianza y
la fidelidad”. Es un buen consejo, una lección minuciosa de la vida. Incluso es un buen consejo para
entrar en política. Aunque haya que discutir mucho de presupuestos, inversiones, infraestructuras y carencias, quizá lo más importante para un verdadero cambio político está
en lo que no puede comprarse. O dicho de otra forma: en lo que uno debe negarse a
vender.
Salones de ‘estares’
Es inevitable sentir un aguacero de extrañeza cuando se oye la voz propia a través de la
radio o la televisión. Uno llega a sí mismo desde fuera, y la lejanía no sólo tiembla en
el sentido de las palabras, sino también en el sonido. Parece otro el que habla en tu
nombre o eres tú el que te descubres como otro. El aire de la voz deja de ser íntimo.
En esta campaña electoral me he oído muchas veces a mí mismo cuando saltaba la radio-despertador. Amanecía en la cama con un extraño. A veces llegábamos a ponernos de acuerdo, a veces entablábamos una discusión. Las complicidades y los errores
dan mucho de sí, sobre todo cuando se está en la cama.
Una mañana me oí hablar de los “salones de estares”. En un mitin había defendido los
cuidados, la necesidad de cuidar y de ser cuidado a lo largo de la vida, como la raíz de
una comunidad. Quería reivindicar una economía del amor frente a la lógica de la avaricia y el abuso del neoliberalismo. Recordé la solidaridad que se crea en una casa cuando
hay dificultades, la importancia que habían tenido los hombros familiares para remediar
situaciones de urgencia en la crisis. La mejor economía alternativa, defendí, está en sacar estos vínculos a las plazas públicas para devolverle el corazón a las instituciones.
Y entonces puse el ejemplo de lo que ocurre en los “salones de estares”.
El error apoyó su cabeza en la almohada unos minutos, se levantó conmigo, se duchó en
mi cuarto de baño y luego me ayudó a preparar el desayuno. Nos pusimos a hablar con
una taza de café en la mesa. Lo correcto, dije yo, es salones de estar, no salones de estares. Uno se pone a hablar, sin darse cuenta pasa de familiares a estares y surge el disparate. Es verdad, me contestó el error, te has equivocado. Pero una vez admitido el desliz
lingüístico, te pregunto una cosa: ¿de verdad que no te gusta eso de salones
deestares? En un mismo sitio se puede estar de maneras muy distintas.
Antes de contestar, pensé en los salones de estar de mi vida, en las huellas diferentes
que ha dejado mi cuerpo en un mismo sofá. Se puede estar solo o acompañado, y la soledad a veces es dulce, y la compañía a veces es un pesar, y hay días de otoño que brillan como un domingo de primavera, y hay tardes de mayo que se parecen a una noche
de diciembre, y se establece una lógica entre lo uno y lo diverso donde se conjugan las
manos y las presencias o las ausencias, las palabras y las bocas, los silencios y los oídos. Sí, es verdad, ahí está, hay muchas maneras de estar, de estar en tu sitio o fuera
de lugar. Es bueno reconocerlo. Bueno, puede ser, respondí al final: si la voluntad de cantar produce cantares, la voluntad de estar produce estares, lo admito. No se trata sólo de estar donde uno quiere, sino
de saber estar. La vida es una negociación entre el lugar y la forma, entre el sofá en el
que te sientas y la huella que deja tu cuerpo.
Al día siguiente quedé con mi hija Irene para dar un paseo por la ciudad. A la altura de
Cuatro Caminos, comentó que me había oído en la radio hablar de la economía del amor
y de los “salones de estares”. ¿Lo dijiste de forma intencionada?, me preguntó. Tuve por
un momento la tentación de decirle que sí, pero enseguida confesé que se había tratado
de un error. No mentir tiene la virtud de dejar huecos para la verdadera complicidad de
diálogo, por ejemplo, entre un padre y una hija. Irene entonces empezó a hablar, me dijo
que le había parecido una expresión interesante porque hay muchas maneras de
estar en un salón y que ella no siempre era la misma al estar. Hayestares porque hay
tristeza, alegría, amor, odio, música, ruido, frío, calor, memoria, olvido, días laborales,
fiestas, y las combinaciones son interminables. Esta hija mía, pensé, se come la cabeza
con las mismas cosas que yo. Sentí una íntima emoción al recordar los
muchos estares compartidos con ella a los largo de 27 años.
Para no abandonarme a la melancolía de sus primeras fotos, cuando abría los ojos cada
mañana igual que se abre un regalo de cumpleaños, le hablé de política, de nuestra política, y le dije que el arte de vivir depende no sólo del querer estar, sino del saber estar, porque hay mucha gente que tal vez está en su sitio, pero no en su lugar, y viceversa. Los errores enseñan, dije…, lo que hace falta es aclararse para que empiece a clarear.
Irene me dio un beso. Elegimos un camino para seguir con nuestro paseo y nuestros estares. ¿Qué pasará ayer?
El escritor Benjamín Prado se pregunta lo siguiente: “¿Cómo es posible que a veces la
actualidad esté tan lejos de lo que está pasando?”. Es uno de los aforismos de su
libro Más que palabras(Hiperión, 2015). Los buenos aforismos son fórmulas abreviadas
para tratar asuntos interminables. Bajo la apariencia de verdad rotunda, de sentencia que
no necesita legitimarse, su profundidad debe quedar abierta a la meditación y a la duda
para no resultar falsa. Si el peligro que puede corroer un poema está en la solemnidad de la cursilería, la amenaza de un aforismo suele esconderse en la falsa profundidad. Uno se aburre en la tercera palabra.
Valoro mucho los aforismos de Benjamín Prado porque nunca aburren. Más que doctrina, condensan experiencias que invitan a una reflexión abierta, acaban con un punto y
seguido. Cuando no tiene más remedio que acercarse a verdades como puños, el escritor
las divide en asaltos para dar un respiro a los contendientes.
La pregunta que propone sobre esa actualidad tan lejana hoy a lo que ocurre tiene que
ver, claro está, con los dueños del relato. Si se tratase de un artículo de opinión, quizá
me limitaría a pensar en la falta de independencia de los medios de comunicación y
en su forma interesada de callar, contar y remendar lo que sucede en beneficio de los
propietarios. Pero tratándose de un aforismo, con su capacidad de estar a la moda y de
convertirse en un tuit, me preocupo no sólo por el dueño del relato, sino también por sus
tiempos. En una esfera de reloj que tiene como protagonista al segundero, se establecen
nuevas relaciones entre las formas y los contenidos.
El poder quiso siempre hacerse dueño del relato. En la época más dura de la Unión Soviética, los ciudadanos murmuraban una pregunta irónica: ¿qué pasará ayer? El pasado era un territorio movedizo, en perpetuo cambio, porque el dictador reescribía la historia según los intereses de su presente. Nombres borrados, personajes que desaparecían
de los documentos fotográficos y falsas hazañas demostraban que las purgas y los cultos
a la personalidad hacían del ayer algo con poco de memoria y con mucho decreto oficial
convertido en relato. La historia de España contada por el franquismo fue capaz también
de convertir en personas leales a los traidores y en personajes rebeldes y fusilables a los
que se habían mantenido en su sitio y en su lugar.
El aforismo de Benjamín Prado me lleva a pensar hasta qué punto se ha acelerado la
lucha por el relato. El intento por reescribir la historia ya no tiene paciencia para espe-
rar unas semanas, unos años, y surge en el segundero como una necesidad imperiosa de
actualidad. Las redes sociales han abierto un campo nuevo de ventajas e inconvenientes.
Pero quizás lo más significativo para la sociedad es que han trasladado al presente la
conspiración por el dominio del relato. Ya no basta con contar de una manera interesada
lo que ha sucedido, se necesita dominar el cuento de lo que está sucediendo. O peor
aún: fundar una “actualidad palpitante” alejada de lo que sucede. Las cerraduras suenan
detrás de cada punto. A través de Twitter llegan noticias, opiniones, ideas abiertas, artículos aconsejados,
bromas, canciones y poemas. Bienvenidos sean. Llegan también doctrinas
cerradas, formas imperativas para leer sin grietas lo que está ocurriendo, calumnias,
sentencias propias de dictadores en potencia, o sea, dictadores con odio, pero sin policía
ni ejército. Dice Benjamín Prado que en cada insulto se esconde el cadáver de un argumento. Twitter se parece mucho a una fosa común.
Las batallas de siempre se desplazan a los nuevos campos. Cuando me acerco a las instituciones y al mundo organizado, comprendo la necesidad del cambio. Pero cuando me
alejo demasiado, me asalta una inquietud melancólica. Siento que el frío de Stalin y
Franco, de Hitler y Mussolini, y su necesidad de dominar el relato han encontrado
acomodo en el presente de Twitter. El vacío araña tanto como una ciudad ocupada. Hay
mucha gente que dicta sentencia con manos inflexibles en su tribunal portátil. Del qué sucederá ayer hemos pasado a la distancia entre la actualidad y lo que está
pasando. Leer los aforismos de Benjamín Prado, su manera de entender en breve la experiencia de los asuntos interminables, supone un consuelo a la altura de los tiempos. El
lector, además, no siente miedo. Nadie pretende empujarle desde la altura al vacío.
Los premios literarios
A Pedro Zerolo
Me lo contó un amigo sacerdote. Ocurrió en la capilla del tanatorio de Motril. Oficiaba
un funeral solitario. La muerte había sorprendido en el sur de España a un hombre del
norte mientras viajaba con su mujer por la costa de Andalucía. En la capilla sólo estaban
la viuda, el féretro y el sacerdote. Sin el ropaje de la familia, los amigos y la cercanía de
la tierra propia, la tristeza del funeral duplicaba el peso de la desolación sobre los
bancos vacíos. Era un trámite solitario camino del crematorio, las cenizas, la carretera y
el desamparo.
Antes de la última oración, el sacerdote pensó en hacer partícipe de la ceremonia a la
viuda y le preguntó si quería decir algo. La mujer se levantó, se acercó al féretro y
murmuró: “Aquí / no es diaria ni justa la existencia. / Bésame y resucita si es posible”. El nombre del poeta y las explicaciones de la cita literaria sorprendieron a mi
amigo. Escribió para contármelo. Unos versos míos escritos en 1981 servían en el 2013
para que alguien habitase con sus recuerdos una capilla vacía y una oscuridad demasiado llena.
Hace algunos años, en la feria del libro de El Retiro, se acercaron a la caseta en la que
firmaba un hombre moreno y un hombre rubio. Me pidieron que no escribiese la dedicatoria en la portada, sino en un poema titulado Aunque tú no lo sepas. Pregunté el motivo y me contaron su historia. Habían mantenido durante meses una relación de amistad
sin que ninguno de los dos se atreviese a hablar de amor. El hombre moreno decidió un
día dar el paso. Aprovechando que el hombre rubio salía de viaje hacia Alicante, lo
acompañó a la estación de Atocha y le dio un sobre, pidiendo que no lo abriese hasta
que el tren estuviera en marcha. Dentro del sobre había un poema que hablaba del
amor callado, silencioso, el deseo que vive de un modo cotidiano encerrado en la imaginación por miedo a que la realidad se llene cristales rotos.
El hombre rubio se bajó en la primera estación, compró un billete de vuelta a Madrid y
fue en busca de su amor. Pedro Zerolo casó a la pareja años más tarde. Unos versos
de 1994 interrumpieron un viaje en 2001, sirvieron para cambiar las vías de una historia
y fueron recitados en una boda en 2005. Las palabras de un libro pertenecen a los lectores tanto como a los autores. Los sueños de los luchadores se hacen realidad al conver-
tirse en un patrimonio común de la gente.
Estoy ahora en Quito, en un festival de poesía. Un joven poeta ecuatoriano me confiesa
una deuda. Mientras leía un poema mío en la biblioteca de la Universidad, una muchacha se sentó a su lado. Al cabo de unos minutos iniciaron una conversación tímida, ella
preguntó qué estaba leyendo y él recitó el poema. Unas semanas después ella volvió a
recitarle el poema, ahora en el oído, justo antes de darle el primer beso: “…date por
muerto, amor; / es un atraco, / tus labios o la vida”. El único premio literario importante lo recibe un escritor cuando tiene la suerte de comprobar que forma parte de la educación sentimental, la memoria y la vida de sus lectores. Uno escribe versos y hace ficción por amor a la verdad. No hay belleza poética que no
responda a la verdad. No me refiero, claro está, a la Verdad de los dogmas y las afirmaciones absolutas. Se trata de una versión más modesta: el respeto a uno mismo, la
necesidad de no mentir, de no mentirnos, de definir un lugar más allá del cinismo, un
espacio en el que no tenga sentido el juego de la relatividad.
El verdadero premio literario acontece cuando esa verdad deja de ser sólo nuestra para
configurarse en la vida de los otros, allí donde se cumplen los destinos personales del
amor y la muerte. El tiempo pasa de forma irremediable y las palabras con las que intentamos contener la vida también están llamadas a arder. Es así y es triste. Pero todo se
da por bien empleado si el fuego encendido sirve para dar calor. Los amigos
Ojo conmigo. Con este aviso para lectores comienza Rafael Sánchez Ferlosio su Campo
de retamas (Random House, 2015), la reunión de sus pensamientos breves. Para dar la
bienvenida establece una desconfianza: “Los textos de una sola frase son los que más
se prestan a ese fraude de la profundidad, fetiche de los necios, siempre ávidos de
asentir con reverencia cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras charol”.
Un pecio es un resto de la nave que ha naufragado. Ferlosio llama pecios a sus reflexiones. Pensar de forma seria no sirve casi nunca de refugio, no regala un consenso
tranquilizador. Las ideas gustan de la radicalidad, se sumergen, quedan escondidas en
los fondos, reflotan, buscan su contradicción y su deriva. El pensamiento suele llevarse
la contraria, detesta la palabra única. Por eso necesita la desconfianza más que las trampas de lo único y lo indiscutible. Ojo conmigo.
Los pecios de Ferlosio suponen un alegato contra las patrias y los fervores religiosos.
Las consignas que fundan un sentido preciso de la pertenencia, del nosotros y lo nuestro, desembocan de un modo inevitable en la paranoia. La fe del “Todo por la patria”
tiende a pasar por las armas aquello que no se identifica con la unidad de destinos. Patriotismos y religiones nos paran en cualquier esquina y nos piden la identificación.
Dice Ferlosio: “La tierra como hábitat es el suelo de la vida, la tierra como territorio es
el solar de la dominación”. Los credos y las identidades buscan un escenario en el que
prime como frontera una expresión empobrecedora y peligrosa: ser de los nuestros. Empobrece porque enmascara, borra matices, excluye. Y supone un peligro de autoritarismo porque la pobreza intelectual no aspira a convencer, sino a ser obedecida.
Pero el pensamiento no puede quedarse tranquilo ni siquiera cuando niega lo absoluto.
Poner en cuestión la identidad colectiva provoca de inmediato una melancolía, la necesidad de un sentimiento de pertenencia para evitar el abismo. Se trata, quizá, de una pertenencia flexible, poco imperativa, sin órdenes de obligado cumplimiento. En cualquier
caso, resulta necesaria,sobre todo en épocas que extienden el individualismocomo
consigna colectiva.
Somos una conversación con nuestros libros, nuestros amigos, nuestra gente. Como
espacio de convivencia, la edad enseña que es mucho más razonable una buena amistad
que una patria. En los años de juventud se fraguan amistades al calor del futuro. Nos
reunimos para cambiar el mundo, defender una solución política, cantar un himno. Luego los himnos, la política y los cambios suelen perder el sentido de la amistad, se hacen
patria, grito, trampa. Las discusiones acaloradas dejan de dar calor, conforman una
reunión de soledades.
Ferlosio se siente incómodo ante algunas reuniones. “Tan cierto es –escribe– que la
unión hace la fuerza, que hace precisamente sólo eso: la fuerza, sacrificándole todo lo
demás: los sentidos, el entendimiento, la palabra, el albedrío”. Por deformación política,
yo añado también el sacrificio de la fraternidad. Hay unidades que disuelven. Son las
unidades que sustituyen la amistad por la acumulación de consignas o silencios.
Contra los años malos, las patrias, las guerras y las cegueras, el sentido de pertenencia
puede sostenerse sin pudor gracias a la amistad. Tanto en la pérdida como en la celebración, mientras el tiempo se viste de entierro o de boda, ahí están los amigos para
confirmar que la soledad es un sentimiento compartido y que la fiesta es también un
modo de respetar la palabra individual, la singularidad del albedrío y el entendimiento.
Da igual que las cosas no salgan según lo esperado. Lo importante es que la vida nos
mire con cara de buenos amigos. Tan importante es contar como saber con quién
contar. Por eso una buena lectura se parece mucho a un acto de amistad.
Valle-Inclán
Toda vida es una obra de ficción, un conjunto de invenciones que se teje con los hilos
de la realidad. Somos y nos interpretamos, pensamos y construimos un mundo con
nuestras ideas,recordamos y convertimos la memoria en una negociación con lo posible, sentimos y edificamos un teatro de pensamientos y recuerdos para darnos sentidos. Los escritores saben que un yo biográfico no es lo mismo que el personaje literario que
habita en sus confesiones. Las personas saben que presentarse en público implica la estrategia de una representación. Y me parece un saber afortunado, porque el mundo sería mucho peor sin un poco de falsa modestia, fingida bondad o forzada educación.
Suele resultar terrible la autosuficiencia a cara descubierta. Es temible la crueldad cuando se quita la máscara de la civilización.
Al hablar de sí mismo, Valle-Inclán hizo lo que todas las personas. Pero hay que admitir
que exageró de una forma maravillosa. Fue un maestro de la teatralización y empezó
por él mismo. Así lo demuestra la admirable biografía La espada y la palabra. Vida de
Valle-Inclán (Tusquets, 2015), publicada por Manuel Alberca. Su trabajo
minucioso permite desmontar muchas leyendas extendidas por el autor, sus amigos
y sus críticos. Nos permite también conocer la realidad histórica de unos de los escritores españoles más admirables del siglo XX.
Feo, católico, sentimental, absurdo, brillante, a veces hambriento, muchas veces acomodado, pendenciero, orgulloso, rey de tertulias y de duelos, de la espada y la palabra,
buen padre, ciudadano extravagante, genial escritor, susceptible, injusto, precipitado,
bohemio sin abismos, trabajador infatigable, serio al llevar las cuentas de su casa, cargado de contradicciones, elaborador de su propia fábula: don Ramón María del ValleInclán.
Quien exagera más de la cuenta a la hora de fabricar su propio personaje corre el peligro
de que la realidad pase factura de un modo cruel. Una derrota es asumible, incluso
puede ser una condecoración digna, siempre que el disparo no provenga de los sueños
personales, del bando propio. Valle-Inclán se quedó manco por un bastonazo en una pelea sórdida de café, una estupidez suya y de Manuel Bueno. La vida hubiese contribuido
a su leyenda haciéndole perder el brazo en una batalla, un duelo o una aventura con fieras en una selva americana. La desgracia no fue quedarse sin brazo, sino sacrificarlo en
una historia estúpida, poco digna, un dolor que humillaba en vez de engrandecer el corazón.
Son paradojas de las invenciones y la realidad. Resulta llamativo que un escritor de
ideología tradicionalista como Valle-Inclán pudiese escribir obras como Luces de
Bohemia o Los cuernos de don Friolera. Pero el tradicionalismo y la creatividad artística renovadora nunca han sido incompatibles. Lo demuestran en muy distintas
épocas casos como los de Quevedo o de T. S. Eliot.
La lógica modernista hizo que Valle-Inclán despreciara el utilitarismo mercantil y la especulación industrial. El carlismo le ofreció entonces el refugio nostálgico de un mundo
aristocrático ideado por su imaginación. Encontró en él una ética para enfrentarse al capitalismo del mismo modo que encontró en el exceso y la sexualidad una forma de dinamitar el pensamiento moderado de la Restauración borbónica. La lealtad al carlismo
encajó con las críticas generacionales a la España mentirosa y oficial forjada por
Cánovas y, después, a las degradaciones de Alfonso XIII. La ambigüedad indignada en
las épocas de crisis reúne matices de diferente calado, voces juntas por el mundo que
todas rechazan más que por el que quieren fundar.
La Primera Guerra Mundial, de la que Valle-Inclán fue testigo de trinchera, supuso una
vuelta de tuerca. La guerra se convirtió en un espectáculo sin honor, una barbarie literal
y sangrante. Desde entonces la mirada del escritor suavizó sus nostalgias y se fijó en
las descomposiciones de la realidad. Si hay revolucionarios sin fe en el futuro, puede
haber también tradicionalistas sin una verdadera confianza en el pasado. Y en esa rueda
de tensiones se acercó no ya a la II República en España, sino a la interpretación de figuras como Lenin y Mussolini, personajes propios de la modernidad más que del tradicionalismo.
Enemigo de los caciques españoles en México, enemigo de Primo de Rivera,
pacifista, partidario del divorcio como derecho cívico aunque se convirtiese en un
problema para él, sublimador de ideales socialistas, solidario con los represaliados de la
Revolución de Asturias, la verdad es que el descubrimiento del vacío de su viejo tradicionalismo lo condujo a escribir una obra radical y también a establecer amistad con los
sectores más avanzados de los años republicanos. Manuel Alberca insiste mucho en que no fue nunca un rojo. Quizá tiene razón si se refiere a un pensamiento sistemático y disciplinado. Pero lo bueno de la biografía del profesor Alberca es que ofrece de manera rigurosa tantos datos que el lector se encuentra
en condiciones de sacar su propia conclusión. De candidato carlista pasó en unos años
a estar de forma continuada en las posiciones sociales y políticas contrarias al pensamiento conservador.
Don Ramón María sigue entre nosotros, puede estar sentado en una mesa de cualquier café español. Uno lo oye opinar en voz alta y utilizar mucho la palabra mentecato.
Un orgullo compartido
No es lo mismo una acumulación que una suma. Las multitudes saben mucho de soledad. La soledad está superpoblada en las ciudades, y el vacío o el anonimato se parecen a una copa que se desborda en cualquier esquina. Esa fue una de las angustias queFederico García Lorca aprendió en el París de Baudelaire. Le sirvió mucho para entender el caminar de la gente en Nueva York.
La multitud es un conjunto de soledades. Cada cual con su silencio, su dolor, su secreto, su pasado y sus zapatos. Articular un amor, una ilusión colectiva, no sólo sirve
para generar compromisos, sino también para darle sentido a la propia intimidad. “Eres
lo más bonito / que he hecho por mí”, escribe la joven poeta Elvira Sastre en su
libro Baluarte (Valparaíso, 2014). El desnudo de la amada ilumina su propia conciencia.
Federico García Lorca vivió la crisis de 1929 en Nueva York. Una crisis es algo que
afecta a la economía, las ciudades y la propia intimidad. Las multitudes están pobladas
por muertos vivientes que caminan aislados en su propio destino. Pero la conciencia del
dolor y del amor llega a articular un diálogo, a crear una sociedad. El impulso de solidaridad con las víctimas es un acto de amor propio, una capacidad de entender el dolor
ajeno.
García Lorca se subió a la torre más alta de Nueva York, la torre del Chrysler Building, para lanzar su “Grito hacia Roma”. Frente a la Iglesia totalitaria y a la cúpula
del Vaticano,exigió una mirada hacia las víctimas. Quería comprender sus soledades.
Se fijó en las gentes que luchaban contra las sierpes del hambre, en las carnes desgarradas por la sed, en los negros humillados, en las mujeres ahogadas con aceites minerales
y en los muchachos que temblaban bajo el terror pálido de los directores.
El poeta unió la lucha contra las grandes injusticias del capitalismo con la reivindicación del “oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas”. A lo largo del siglo
XX, la poesía ha repetido que la emancipación es un compromiso íntimo porque los
sentimientos son parte de la historia. Las plazas públicas se construyen con el aire libre
de las alcobas. El murmullo de un amor es tan histórico como una guerra, un tratado de
paz, el Fondo Monetario Internacional, los gobiernos europeos que trabajan al servicio
de los bancos o las urnas que se mantienen con vida en una democracia. La forma en la
que asumimos nuestro deseo y nuestros besos forma parte de la resistencia y la li-
beración.
Luis Cernuda cantó con una libertad firme a la belleza de “Un muchacho
andaluz” y defendió la legitimidad de un deseo no controlado por las normas de la
Iglesia: “Porque nunca he querido dioses crucificados, / Tristes dioses que insultan /
Esta tierra ardorosa que te hizo y deshace”. En el mismo libro,Invocaciones, dibujó el
“Soliloquio de un farero”, para escribir sobre el orgullo de quien vive su diferencia y
su singularidad como una forma de comprometerse con la dignidad colectiva: “Por ti,
mi soledad, los busqué un día; / En ti, mi soledad, los amo ahora”. La verdad personal
como un inmenso abrazo que convierte las multitudes en sociedad y las leyes en un
marco común de convivencia.
El orgullo gay es un valor compartido en España. Las discusiones sobre el matrimonio de personas del mismo sexo conocieron muchos matices a finales del siglo XX. Estaban los partidarios de los dioses crucificados. Estaban también los cantores de los
márgenes, que mantenían una postura contraria a toda norma social. Si la cultura neoliberal alimentaba la ley del más fuerte propia de la mentalidad machista, fomentaba
también, en el otro extremo, el descrédito individualista y maldito de lo colectivo. Se
prefería cultivar la leyenda del comportamiento antisocial como mandato alternativo.
El movimiento de gays y lesbianas apostó por un orgullo compartido. Fue una lección. Más que santificar los márgenes, quiso emancipar los centros, reivindicar su libertad en nombre de toda la ciudadanía. Supieron decir no en el momento oportuno para
trabajar por una sociedad afirmativa. El reconocimiento del otro no sólo es una conquista individual, sino la raíz de la convivencia y de una sociedad sin plusvalía de soledades.
“Eres lo más bonito / que he hecho por mí”, escribe la poeta Elvira Sastre. La ley del
matrimonio de personas del mismo sexo es un orgullo común, una bandera multicolor
de dignidad pública, lo más bonito que hemos hecho por nosotros y nosotras en este
tiempo mezquino de neoliberalismo, en el que las constituciones, los gobiernos y la política se humillan al mandato de los bancos y de la avaricia.
Varufakis
El dinero manda, nos convierte a los seres humanos en mercancía y a nuestros derechos
civiles en negocio. Se privatizan la sanidad, la educación, el agua, la información, los
servicios de limpieza, las cárceles… Y, sobre todo, se privatiza la política. Sí, se privatiza un partido político igual que un hospital o un colegio. Los partidos políticos que diseñaron la arquitectura de Europa trabajaban como organizaciones privatizadas al servicio de la banca y las multinacionales. El horizonte fue la
cultura neoliberal y su trampa íntima: no se trataba de desmantelar el Estado, sino de
concebir un Estado al servicio del dinero. Más que desregulación, hay una ingeniería
política y social capaz de convertir en deuda pública las pérdidas privadas de los
bancos y de la economía especulativa.
Los acreedores han sustituido así a los políticos en la toma de decisiones, un proceso
puesto en evidencia hasta la saciedad en la crisis griega. En vez de preocuparse por la
gente (sus salarios, sus pensiones, su hambre, su dignidad, su desempleo), los acreedores se empeñan no ya en cobrarlo todo –porque hay deudas que no se pueden cobrar enteras–, sino en que no se rompan las reglas de juego que han provocado sus ganancias, la deuda, el desempleo, el hambre y el maltrato de la gente.
El comportamiento de los políticos-banqueros y de la prensa-banquera durante el referéndum griego ha sido un espectáculo indecente. En nombre de la solución económica
de un problema grave han intentado, a base de calumnias y amenazas, devolverle el poder a los mismos partidos tradicionales que contribuyeron a crear la situación crítica
(por seguir los mandatos del BCE y del FMI) y derribar al Gobierno elegido por los
ciudadanos para resolver sus problemas.
La lección importante del dinero, claro está, es que los ciudadanos no tienen derecho a
resolver a través de la política sus problemas. Las urnas son un peligro. El comportamiento de las instituciones europeas se mueve así en el oleaje de la cultura neoliberal
dominante que desacredita la política. Le compramos con facilidad su cultura al enemigo cuando decretamos el fin de la política, las listas electorales sin políticos, la corrupción de todos los políticos, el todos son iguales, porque esa dinámica sólo sirve para
dejarle las manos libres al dinero. Como advirtió Antonio Machado hace muchos
años, conviene cuidarse de quien aconseja que no nos metamos en política, porque eso
significa que quiere hacer la política sin nosotros.
Nos conviene matizar y no dar la política por perdida. Frente a la puerta giratoria del
político-banquero o del político-acreedor, resulta necesario consolidar la imagen del político-ciudadano, es decir, del representante de los ciudadanos. En medio de todas las
tristezas de la crisis griega, hemos tenido la alegría de comprobar la dignidad humana de Yanis Varufakis, catedrático de Economía de la Universidad de Atenas y exministro de finanzas. Su comportamiento de político-ciudadano ha causado irritación en
el foro de los políticos-banqueros.
No nos engañemos: Varufakis no es un ejemplo de las dificultades que hay entre las
promesas electorales y su posterior realización, sino de la correlación de fuerzas que
existen entre las mentiras del poder del dinero y la ciudadanía. Una ideología es dominante cuando consigue hacer creer a la gente su mentira: el poder real no reside en
la mayoría oprimida, sino en la élite opresora. Como recuerda Varufakis en su libro El
Minotauro global (Debolsillo, 2015), este proceso se conoce en la historia del pensamiento como el secreto de Condorcet.
El deseo de denunciar el secreto de Condorcet convirtió a Varufakis en un político-ciudadano. Este economista no es un demagogo y miente mucho menos que los representantes de las instituciones económicas y políticas europeas. Su libro analiza con inteligencia la situación de Europa dentro de la economía especulativa mundial. La imagen del Minotauro, una fuerza cruel, pero capaz de mantener equilibrios, alude a los
mecanismos por los que Estados Unidos decidió a partir de los años 70 disparar su déficit como fórmula para alimentar la capacidad de exportación industrial de Alemania,
Holanda y China. Las ganancias de estos países volvían después a Wall Street convertidas en dinero especulativo.
El hundimiento de este mecanismo, reconocido por el propio Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de EE.UU. durante 20 años, ha descompuesto el proyecto europeo. El diagnóstico de Varufakis es claro: “Europa se está desintegrando sencillamente
porque su arquitectura no era lo bastante sólida para soportar la onda expansiva provocada por los estertores mortales del Minotauro”. Yanis Varufakis no iba a la mesa de negociaciones con propuestas radicales y demagógicas, sino con un análisis económico
que obligaba a construir Europa, a repensarla, a poner las instituciones –empezando por
el BCE- al servicio de los ciudadanos. Y por eso era recibido como un marciano por
unos políticos-banqueros que hablan mucho de Europa, pero que no sienten como suya
una identidad que obliga a vivir en primera persona las dificultades de los griegos, los
españoles, los portugueses o los italianos.
Varufakis no piensa que los banqueros sean unos malvados insaciables, ni que haya una
trama capitalista pensada por alguien para hacer el mal. Piensa que el capitalismo es un
monstruo que se desarrolla sin control y que puede convertir en pobreza y autodestrucción propia sus movimientos de extensión. Por eso es imprescindible tomarse en
serio unas instituciones con capacidad de control.
La precariedad democrática de Europa es una evidencia. El conflicto griego es el conflicto de Europa. O transformamos el invento ideado por los políticos-banqueros o estamos condenados a una larga agonía de injusticias y desintegración. La puerta estrecha
Incluso un filósofo tan combativo como Voltaire necesitaba a veces caer en la tentación
y encerrarse a cultivar su jardín. Eso es lo que acabó concluyendo su Cándido, después
de haber sido estafado muchas veces en nombre de las buenas intenciones. ¿La tolerancia? Está bien, dijo, pero debemos cultivar nuestro jardín. Esta soledad defensiva esconde también una precaución generosa. El jardín propio no es
sólo un lugar para ponerse a salvo de las mentiras ajenas, sino la estrategia que evita
manchar con un escepticismo experimentado las nuevas ilusiones que mueve el
viento. La memoria suele confundir el valor de una idea con la voz que la propone.
Por eso es bueno acogerse a la paciencia del riego, la flor que nace, las hojas que se secan y las opiniones discutidas de los pájaros.
El mejor jardín de un lector está en su biblioteca. Dejarse llevar por una biblioteca es un
síntoma feliz de que las vacaciones han comenzado. Las enredaderas suben por los muros de la casa y los libros se mezclan en la curiosidad. Leo una carta de García Lorca,
del verano de 1924, en la que recuerda otro verano de 1917: “Yo estoy nutrido de Burgos, porque las grises torres de aire y plata de la catedral me enseñaron la puerta estrecha por donde yo había de pasar para conocerme y conocer mi alma”. El poeta se refiere
a uno de los viajes que hizo con su maestro Martín Domínguez Berrueta. Escribe con
mala conciencia y con cariño. Berrueta es un amigo muerto, un amigo al que se le está
agradecido, aunque las cosas no acabaran bien entre ellos.
Los estudiosos de García Lorca anotan la cita del evangelio de San Lucas: “Esforzaos
en entrar por la puerta estrecha, porque muchos pretenderán entrar y no podrán”. Camino de Jerusalén, Jesús habla de la salvación y aconseja el sacrificio. Con espíritu volteriano y francés, el jardín de mi biblioteca me conduce a la novela de André
Gide, La puerta estrecha (1909), traducida en 1922 al español por Enrique Díez-Canedo.
Gide cuenta la historia del joven Jérôme Palissier para mostrar los efectos del moralismo venenoso que quiere negar los impulsos naturales de la vida. La austeridad que cancela el deseo o la sublimación que convierte en nube mística el sudor de la piel desembocan en una desgraciada enfermedad de extravíos y represiones. Jérôme pasa los veranos con sus primas Alissa y Juliette. El amor poderoso que sienten Jérôme y Alissa se
complica por culpa de un enredo de sospechas, intuiciones, malentendidos y medias
verdades. Cuando Alissa decide sacrificarse por su hermana Juliette, empieza a mancharse el aire con el veneno de las buenas intenciones que se pudren. Nada es más peligroso que una bondad que se corrompe.
La puerta estrecha es la historia de una idea bella que se descompone y de una fidelidad
que acaba en un dolor sin justificación. Los sueños sacados de quicio son tan negativos como los seres incapaces de soñar. Mantenerse fiel a un sueño desquiciado significa vivir en los brazos de un muerto.
A veces resulta optimista la melancolía. Hay personas y mundos a los que sólo se les
puede mantener el cariño una vez que se convierten en nostalgia. Cortada la convivencia que manipula y envenena, es posible recordar las ilusiones compartidas y los bellos momentos del pasado. Juliette ha hecho su vida, ha cambiado de mundo, ha negociado su felicidad, ha tenido la suerte de alejarse. Después de la muerte de Alissa, reconstruye la habitación de su hermana y la convierte en memoria. Jérôme, por el contrario, naufragó con Alissa por ser incapaz de situarla en la lejanía de una bella nostalgia.
¿Qué hubiera sido de García Lorca, a qué parálisis se hubiera condenado, si no llega a
aceptar los resentimientos de don Martín Domínguez Berrueta como un mal inevitable?
¿Qué destino cabe esperar para las buenas propuestas cuando sólo son la máscara de
algo que lleva muchos años muerto?
La biblioteca se enreda con la vida. Como todas las historias de los libros pertenecen al
último que llega, es decir, al lector que entra en sus páginas, las palabras del jardín nos
devuelven siempre a la realidad. García Lorca me llevó a André Gide… y Jérôme Palissier a las últimas noticias.
¡Periodistas escandalizados!
Hay recuerdos literarios que caminan con nosotros a lo largo de los años. Cuando vivimos situaciones de fiesta, escándalo, hipocresía, felicidad, frío, hambre, calor, incertidumbre, alegría o miedo, siempre acuden a hacernos compañía las páginas de un libro,
el fragmento de una novela, la meditación de un ensayo, la escena de teatro o los versos
que nos ayudan a comprender las repeticiones del tiempo y de las historias humanas.
Hablo en plural, escribo nosotros, vivimos, hacernos y nos ayudan, porque insisto en
mis ilusiones y juego a imaginar que los libros ocupan todavía un lugar, aunque sea modesto, en las existencias de la gente. Y escribo existencias porque aludo no sólo al hecho de existir, sino al valor de las despensas. Los libros son imprescindibles en una
sociedad con existencias.
Estos días me ha venido a la memoria Baudelaire gracias al escándalo provocado entre
periodistas, columnistas y opinantes por el anuncio de la página informativa del ayuntamiento de Madrid para aclarar rumores, informaciones tergiversadas y calumnias.
En una divertida prosa, el poeta nos contó el escándalo sentido por una famosa prostituta francesa ante los desnudos expuestos en unas obras de arte. Así es, nuestros vicios
contados en público o nuestras formas de vida suelen indignar, igual que las corrupciones y los secretos de estado. Somos cortesanos dispuestos a escandalizarnos por la
venus de Urbino de Tiziano, la Maja Desnuda de Goya o la Olimpia de Manet.
Parece lógico que algunos articulistas conservadores tengan prisa por identificar a Podemos y al ayuntamiento de Ahora Madrid con las inclinaciones del chavismo en lo
que se refiere a la detención de opositores y a las censuras y las multas en la prensa.
Pero extraña que organizaciones profesionales se dejen llevar por la corriente antes de
pensarse las cosas dos veces y analizar la situación en la que vivimos.
Si empezamos por los medios de comunicación públicos, esos que deben velar constitucionalmente por la información veraz, el paisaje es desolador. La profesión debería vivir
minuto por minuto escandalizada al contemplar lo que se hace, por ejemplo, en Televisión Española y en Telemadrid. Es escandaloso cómo se informa, cómo se usan y se
liquidan los bienes públicos y cómo se trata a los profesionales.
Si continuamos con los medios privados, la indignación es más contenida, pero el miedo democrático es mucho más profundo por su capacidad de intervención en la realidad.
La indignación es más contenida porque ya hemos aceptado que cada uno es libre de
utilizar su dinero como le dé la gana. Las normas que pueden plantearse hoy no impiden mentir o interpretar las situaciones a beneficio de quien paga. Pero el miedo
democrático es más profundo, porque la propiedad de los medios dominantes está en
manos de bancos, fondos de inversión y élites económicas. El maltrato profesional de
los periodistas sólo es comparable a la falta de respeto por el testimonio veraz y por la
información que se merecen los lectores. Y si continuamos por los gabinetes de prensa de los partidos políticos o de los ministerios, nos encontramos con máquinas de confusión sistemática. El gabinete del Ministerio de Sanidad convierte a los médicos en unos vagos peligrosos y a los enfermos en
unos derrochadores sin escrúpulos. El gabinete del Ministerio del Interior trabaja para
convencernos de que los extranjeros y los refugiados son unas alimañas peligrosas que
merodean como víboras por las fronteras o por nuestras calles para dañarnos la existencia.
En medio de este panorama profesional, salta el escándalo por un espacio de información ciudadana que quiere poner en marcha el ayuntamiento de Madrid. No lo entiendo.
Si los buenos periódicos cuentan con un defensor del lector, como vecino de Madrid
yo quiero que haya algo así como un defensor de la ciudadanía. Si algún periódico
publica que me van a subir los impuestos municipales cinco veces al mes, será un gusto
contar con una página que me quite el susto o que me informe de los responsables ante
los que debo protestar, ya sea el periodista mal informado o el concejal avaricioso. En la
prensa de hoy existen demasiados datos sin contrastar, demasiadas tergiversaciones,
demasiados intereses, como para que una institución renuncie a un ámbito de transparencia.
La libertad de expresión no es patrimonio de los periodistas o de los escritores, sino
de la ciudadanía que conforma la opinión pública en una democracia. Y dar explicaciones, aclarar, ajustar los datos, desmentir al que engaña, confirmar o matizar a quien pretende decir la verdad, nunca está de más.
Claro que los espacios informativos merecen credibilidad según el rigor de sus procedimientos y sus palabras. Por eso no estaría tampoco de más que las informaciones de
esa página del ayuntamiento de Madrid no estuviesen en manos de las consignas del
partido de turno, sino de profesionales independientes capaces de entender que una institución no es propiedad privada de un partido, sino un bien público, un espacio común.
Ahora hay magníficos profesionales en paro o con trabajo a medias, hombres y mujeres
capaces de informar en nombre de la ciudadanía. Se trata de apostar por el periodismo veraz e independiente en los medios públicos o en el compromiso de las aventuras
privadas. Lo demás es escandalizarnos como la prostituta de Baudelaire. Y escribo veraz e independiente porque sigo creyendo que la tarea principal del periodismo es la vigilancia de los abusos e injusticias del poder y sus desigualdades.
Elegía por un café
La señora Muerte ha cerrado las puertas del café Comercial. La ciudad de Madrid debería estar de luto, pero Madrid es al fin y al cabo una ciudad, un cuerpo vivo, tornadizo, dispuesto a adaptarse, a seguir las modas y a olvidar. Las ciudades van mucho más
de prisa que sus habitantes, es su condición: nos hacen a su modo, luego cambian, se
deshacen para hacerse de nuevo y nos dejan desamparados.
En las ciudades nació la prehistoria de la modernidad, esa prehistoria en la que todavía
seguimos instalados aunque nos disfracemos de posmodernos. Cuando el mundo cometió la impertinencia de declarar que el tiempo no era sagrado, lo convirtió en una mercancía o en un objeto de usar y tirar. Desde entonces rueda como una bola de nieve, va
cada vez más rápido y salta por donde menos se piensa. Es que no hay tiempo para
pensar, me argumentaba un camarero amigo, así que el tiempo está a sus anchas en el
vértigo. En su Diálogo de la moda y la muerte, Giacomo Leopardi nos avisó de que la
condición de la novedad es hermana de la guadaña. Ahora le ha tocado al Café Comercial. Las escaleras, las mesas, los espejos y los grandes ventanales del café Comercial han
salido por la puerta giratoria del presente para refugiarse en la memoria de sus parroquianos. Un café con camareros de nombre conocido y citas para la conversación pertenece a la piel de la vida cotidiana. La marea pública encuentra en los cafés un lugar para
la intimidad porque son una parte de la calle en la que la gente puede sentirse como en
su propia casa. Antes de que se extendiese la calefacción por los domicilios
particulares, los escritores y los conversadores estaban en los cafés incluso mejor
que en el invierno de sus casas.
Es buena la costumbre de encontrar lugares que nos ayuden a identificar la calle como
parte de nuestra casa. Me parece el mejor ejemplo del bien común y la vida amable. El
bar de la esquina, las tiendas del barrio, el rincón de la plaza y el café de la glorieta
son la versión sincera, no burocrática, del carné de identidad. Otorgan una sensación humana de ser y estar, regalan un modesto derecho a la pertenencia mucho más
fiable que el ofrecido por las banderas y los patriotismos.
El mes de junio se llevó a La Duquesita, la pastelería de siempre.El mes de julio se lleva el café de siempre. Qué poco valor tiene ahora la palabra siempre, nos falta sosiego
para entender su significado. La mercancía y la especulación exigen el vértigo. Un café
no es negocio rentable porque la gente va a estar, reconocer la lentitud, conversar, recordar, discutir sin gritos, compartir, y todo eso se apoya en la fragilidad de una pequeña consumición, sin demasiado margen para los beneficios. Ni siquiera los bebedores de
whisky hemos salvado las cuentas. En un café hay desayunos, sobremesas, palabras, es
decir, está la gente, y la gente ha dejado de ser la protagonista de las sociedades o las
protagoniza sólo en forma de mercancía humana y espectáculo. El modo de cerrar el café, por sorpresa y con alevosía, en medio del verano, sin avisar
a los trabajadores, hace pensar en una gran oferta económica que los propietarios no han
querido rechazar. Pronto veremos en la glorieta de Bilbao un lugar a la moda, rentable,
que borrará muchos recuerdos particulares. Es importante saber que en el café Comercial se sentabanAntonio Machado, Tomás
Segovia o Rafael Sánchez Ferlosio, saber que se rodaron películas y se fraguaron libros y canciones. Pero lo más importante es saber que la gente de Madrid va a perder un
lugar que merecería ser conservado porque formó parte de su vida cotidiana durante
más de un siglo. A la vida cotidiana de un Madrid que desaparece es a la que debemos
darle el pésame.
La modernidad tiene pendiente una discusión sobre la palabra audacia. Sin duda resulta
necesario ser audaces para inventar, renovar, abrir caminos, fundar, conquistar, lograr… Pero también hay que ser audaces para decidir lo que no puede perderse, lo que
merece la pena ser conservado. Las leyes, que son el único cortafuego de los débiles
frente al poder, deben cortarle el paso a algunas inversiones o aceleraciones del tiempo
que apuntan al corazón. Las sociedades democráticas tienen también derecho a sus melancolías.
Los dueños del futuro y la especulación están ahora dedicados a arrebatarnos la audacia
de conservar, para controlar a sus anchas y sin escrúpulos la otra audacia, la de crear. La
catástrofe como producción entró en el diálogo entre la moda y la muerte para
contaminarlo todo. Una idea especulativa del progreso quiere las manos libres para
cerrar lo que no pertenece a sus prisas. El mundo de la memoria, las conversaciones y la
lentitud están de duelo y escriben la elegía del café Comercial. ¿Para qué sirve la literatura?
Sergio Ramírez ha escrito una novela que celebra el poder de imaginación y la literatura. Sara (Alfaguara, 2015) juega con el episodio del Génesis protagonizado por
Abraham. Toma los personajes, el decorado bíblico, la mitología hebrea, y más que una
interpretación teológica en busca de la Verdad se dedica a divertirse, a divertirnos,
reivindicando el placer de contar, de convocar palabras y encadenar episodios, sorpresas
y personajes.Esa es su apuesta por el conocimiento.
El texto sagrado propone en teología una Verdad inamovible y escrita con mayúscula. Las páginas literarias sugieren una modesta verdad humana en pura transformación,
pues se llena de matices, contradicciones, sinsentidos, alegrías, penas, compasiones y
crueldades que se ajustan a la quebradiza intimidad de los seres humanos que han sufrido y han disfrutado la historia.
Por la novela de Sergio Ramírez pasa un faraón con el pene pequeño, un pintor que captura imágenes pornográficas en los burdeles de Sodoma y Gomorra, un marido que mete
a su mujer en lechos ajenos, una esclava avariciosa, un hermano condenado a la envidia,
unas hijas que embriagan a su padre para que las fecunde, una mujer que se convierte en
sal por no resistir la tentación de mirar la ciudad en la que su amante va a ser exterminado y otra mujer que se ríe de las cosas que dice Dios.
Claro que Dios tampoco puede estarse quieto. Aunque afirma ser el que es, como si su
esencia formara un engranaje perfecto con su existencia, a veces es niño, a veces pastor barbudo, otras veces mancebo irresistible y otras un viejo tuerto que vomita pichones, todo eso mezclado con el misterio de la unidad, porque puede aparecer en tres,
en dos o en uno según las circunstancias.
Como el tiempo también es una ficción de acontecimientos distantes que ocurren a la
vez, la rutina pertenece a la vida tanto como la metamorfosis. Junto a las apariciones
misteriosas, los días pasan de forma natural, se suceden las lluvias, llegan los fríos y los
inviernos, los cuerpos se aman y los hijos crecen y heredan las leyendas que los padres
cuentan junto a la hoguera.
La novela de Sergio Ramírez apuesta por una lealtad profunda a la Biblia y por una disidencia radical. La disidencia tiene que ver con la protagonista, Sara, que murmura,
protesta, piensa por su cuenta y hasta se ríe de los pronósticos de Dios, adquiriendo
una relevancia negada a la mujer en la historia sagrada. La lealtad tiene que ver con el
respeto literario que merece la Biblia. No es que siga al pie de la letra su historia, sino
que pide prestada su capacidad de inventar, imaginar, seducir y tomar decisiones imprevistas.
La Biblia nos acerca a un modo de contar fantástico en el que las ancianas o las vírgenes
quedan embarazadas, un hombre puede vivir en el vientre de una ballena, el agua se
convierte en vino, los panes en peces, los muertos resucitan y los bastones toman la vida
de las serpientes. No es extraño que Sara acorte por un atajo y le ponga a Dios el
nombre de Mago. Para celebrar la literatura y la pasión de inventar y contar, o de coser
y cantar, Sergio Ramírez decide entrar en la atmósfera de la Biblia. El lector presiente
su felicidad entre palabras, imaginaciones, personajes movedizos, cóleras divinas, pubis
rociados de vino, lechos dominados por la sensualidad, enumeraciones y frases con esquinas blandas que se doblan y se desdoblan al gusto de la inspiración.
El placer de crear otorga una autoridad que permite al novelista ordenar cualquier
desarreglo y salvar las contradicciones de los años y de los milagros. Como Sara, Sergio Ramírez se ríe al escribir con la felicidad de la madurez y parece hacer suyas,
pero desde la literatura, esas seguridades que el sandinismo de hoy, tan diferente al
suyo, ha sacado de San Mateo para firmar una alianza con la iglesia y adornar las calles
de Managua bajo el lema “Con Dios todo es posible”. ¿Para qué sirve la literatura? La leyenda de Abraham, el hijo prometido y la fe inquebrantable sirvió para darle una identidad a un pueblo con problemas. Las imaginaciones, la capacidad de fabular y contar dan legitimidad a las razas, las fronteras, las
guerras, los altares, las perversiones y los sacrificios locos ante los poderes del cielo y
de la tierra. La capacidad de fabular sirve también para legitimar la disidencia,
comprender por dentro la vida de los otros, sentir amor o imaginar alternativas contra la
fatalidad de la injusticia. Los argumentos para justificar bombardeos son una fábula de
la industria armamentista. Los derechos humanos son la fábula de una sociedad capaz
de convertir la dignidad de los seres humanos en derecho.
¿Para qué sirve la literatura? Para aprender a hacernos dueños de nuestras propias imaginaciones. El eje principal de la novela de Sergio Ramírez es una pregunta: ¿hasta
dónde está legitimado a llegar un creyente? Es la pregunta del Hacedor cuando escribe y piensa en el lector. Es la pregunta con la que negocian las ideologías para imponer
sus discursos y sus hábitos. Es la pregunta que da sentido a nuestros compromisos y
nuestros ejercicios de conciencia.
¿Para qué sirve la literatura hoy? Para distinguir entre las verdades mentirosas y las
mentiras verdaderas. En este mundo de promesas virtuales conviene adiestrarse en la
distinción entre las ficciones y la superstición. Morir de prisas
Las relaciones políticas con el tiempo sugieren una meditación continua y vigilante.
Cuando las cosas van demasiado despacio conviene acelerar el curso de las aguas. La
inmovilidad provoca moho. Pero cuando las cosas empiezan a ir demasiado de prisa,
resulta imprescindible hacerse amigo de la calma, comprender bien quiénes son los pescadores en el río revuelto y qué se pierde cuando tiramos algo por la borda para navegar
en el vértigo. Se corre el peligro de mezclar una cultura y una historia propias con
el lastre inservible.
Disponer de tiempo es un signo de vida buena y de autoridad humana. Quien tiene dinero disfruta sin duda de privilegios y armas para dominar. Los que deben defenderse de
los privilegios del dinero necesitan tener tiempo. Tener el tiempo es un equipaje imprescindible para decidir sobre los que tienen el dinero. Y esto es un problema porque el tiempo, transformado en mercancía, tiene precio y también se compra o se vende.
Siendo presidente del gobierno de la República, hubo un momento en el que Manuel
Azaña sintió la necesidad de escribir: “Soy el español más tradicionalista que hay en la
Península”. Me lo recuerda Alfonso Reyes, el gran escritor mexicano, en un ensayo de
1932 que se titula Atenea política. La relectura es uno de los placeres de tener tiempo. Para mí significa tener tiempo para recordar el presente, nada más y nada menos.
Los problemas de Syriza en Grecia, la fractura del sueño después de la convocatoria del
referéndum y de la aceptación del tercer rescate, me recordaron el ensayo de Alfonso
Reyes sobre la prisa y el prestigio habitual de los grandes cambios tajantes en la meditación histórica.
Azaña, claro está, no se sentía atraído por el conservadurismo, el derechismo o la nostalgia reaccionaria. Reivindicó la tradición porque en su deseo de enfocar el futuro
quería traducir en presente la memoria de un pasado de lucha, los valores de una
tradición ética. La postura de Azaña interesó a Reyes porque acababa de leer un artículo del Harper's Weeklyen el que se caracterizaba el momento como la consecuencia de
una crisis generalizada de valores, la necesidad de renunciar a todo lo viejo y el anuncio
de una nueva época de cambios radicales. El artículo se podía aplicar al conflictivo año
1932 que estaba viviendo entonces el mundo, pero lo interesante para Reyes era que
pertenecía a una publicación de 1857.
Cuando toda la tripulación tira el barco por la borda o la casa por la ventana, conviene
recordar que se muere de velocidad y prisas lo mismo que se puede morir de éxito.
El problema de vivir en el vértigo –que es el tiempo de la especulación en bolsa–, se
parece mucho a quedarse sin tiempo por excesiva confianza en los tiempos, las modas,
la actualidad y las exigencias del presente. El vértigo resulta tan peligroso como el
inmovilismo. Por eso Manuel Azaña y Alfonso Reyes sintieron la necesidad de mantener respeto a la memoria en un tiempo de crisis. La vanidad de sentir que todo lo inventamos a primera hora de la mañana nos deja sin raíces, sin ayer y, sobre todo, nos deja
desarmados ante un contratiempo.
La cultura de la justicia y la igualdad no se adapta a un ritmo de todo o nada, de ahora o
nunca. Una larga tradición de ilusiones, esfuerzos, debates, sacrificios, amores, compasiones y conquistas ha permitido soportar las derrotas, darle sentido a las pérdidas.
La lógica del ahora o nunca es preocupante porque nos deja desarmados ante la derrota.
Cuando el poder provoca grandes decepciones, conviene tener tiempo a la espalda para
no darse definitivamente por perdidos. Se trata de un episodio, de un eslabón en la lucha.
¿El gobierno de Syriza ha traicionado? ¿Fue inútil el referéndum? Me respondo dos veces con un no herido, pero dispuesto a resistir. Syriza hizo lo que podía, nada más.
Pero su esfuerzo ilumina el conflicto en muchos aspectos. La crisis griega evidencia
que la soberanía nacional y los ciudadanos no cuentan en la configuración política
de Europa. La cancelación de los antiguos Estados no ha supuesto la formación de una
soberanía europea cívica, sino la renuncia al poder político democrático que se ha disuelto en beneficio de las élites económicas. Con estas reglas de juego es imposible que
se respete la decisión de las mayorías sociales. La mentira democrática que sufrimos
exige la unificación de valores cívicos y una meditación a largo plazo, un pensamiento
organizado más allá de la lógica vertiginosa del usar y tirar.
La crisis también ha demostrado los peligros de la insolencia absolutista de lo
nuevo. La derrota sin memoria desemboca en la renuncia, la decepción, la desmovilización. La memoria enseña a asumir las derrotas sin darse por perdidos, nos adiestra
en una cultura que avanza, pero que no tira por la borda los valores de la resistencia. El
tacticismo sin raíces puede deshojar el árbol al primer golpe de viento.
En la dinámica del tiempo y el contratiempo, siempre se está a tiempo de defender una
conciencia a contratiempo. Porque la ética es también una conciencia del tiempo… de
los tiempos.
Humanos
Escribo este artículo en un ordenador que tiene la pantalla rota. Las grietas se extienden
por las palabras del mismo modo que una tela de araña sobre las caras en un espejo partido. Acepto la metáfora. Hay imágenes que lo ensucian todo, que lo parten todo, que
deforman cualquier realidad. Por ejemplo la imagen del contenedor de un camión, en
una carretera de Austria, con los cadáveres de 71 refugiados. Por ejemplo, un mar con
cientos de ahogados.
Las catástrofes naturales suponen siempre una invitación al progreso. Necesitamos esperar del futuro los recursos y la voluntad para encauzar la dinámica de la vida, organizar la sociedad y hacer menos peligrosos los huracanes y los terremotos.Se trata de seguir avanzando, de ampliar lo que ya se tiene.
Las catástrofes de origen social, por el contrario, rompen el espejo y provocan una negación del progreso. Ya no se trata de afinar nuestros instrumentos, sino de quedarse en
el aire, situados frente a frente con el vacío. Un campo de concentración, un genocidio,
un camión con 71 cadáveres, un mar de muertos provocan el temblor de un edificio
que está a punto de caerse. Provocan también la conciencia sentimental de que el edificio debería caerse, porque no es otra cosa que la máscara de una escombrera.
En estos días maldigo una de mis palabras fundamentales:ciudadano. Siento rabia hacia ella, porque hay decepciones que no se pueden perdonar. La sociedad
inventa máquinas, pone en marcha, coches, centrales eléctricas, aparatos de rayos X,
relojes, cohetes…La sociedad tiene también invenciones morales. Cuando los seres
humanos eran siervos, inventaron la palabra ciudadano para definir su libertad y su
igualdad ante la ley. El concepto de ser humano se apartaba del servilismo y legalizaba
los derechos de un respeto merecido. Por eso la invención moral de la ciudadanía tiene
sentido si aporta una mejoría y si implica una defensa de la dignidad del ser humano.
Involucra al Estado democrático en esa defensa.
Pero las fronteras, las aduanas, las policías del mundo, las nuevas formas de colonialismo y la xenofobia tardaron poco en comprender que la ciudadanía era un concepto de
doble filo. Aquel que no tiene la suerte de alcanzar la condición de ciudadano corre el
peligro ser tratado como un animal, desfigurando su valor humano. Es decir, la ciudadanía deja de ser un avance legal en la consideración primordial del ser humano,
se convierte en un arma discriminatoria y en una justificación de maltrato para las personas no amparadas por las leyes.
Un ser humano nunca es ilegal. La perversión del concepto de ciudadano desemboca
en leyes de extranjería que tratan a muchos hombres y mujeres como si fuesen seres
humanos ilegales. Un pensamiento jurídico progresista es aquel que reduce al máximo
las grietas que se pueden producir entre los derechos del ser humano y los derechos del
ciudadano. En la Europa reaccionaria que hemos creado, mercantilista, neocolonial,
despiadada, gobernada por fieras que tienen el poder sin presentarse a las elecciones y
por hienas que sí se presentan y hacen el paripé de tener poder, la distancia abierta entre
el ser humano y el concepto de ciudadanía alcanza dimensiones catastróficas.
La señora Angela Merkel hizo llorar hace poco a una niña palestina. Con toda la sinceridad de su mundo le explicó ante las cámaras de televisión que no iba a tener las mismas posibilidades ni los mismos derechos que una niña alemana. La falta de piedad
forma parte del avance tecnológico sin corazón humano. Hace un año vimos a policías
españoles disparar contra unos náufragos ilegales para que no pisasen la playa de
Ceuta.Son imágenes que rompen el espejo, que extienden una tela de araña sobre las
palabras y la pantalla del ordenador, que dejan sin sentido los cálculos y las cuentas, las
tradiciones y las leyes, las constituciones y las sociedades. Escribió Adorno que después
de Auschwitz no era posible escribir poesía. En realidad sólo es posible escribir poesía.
Escribir y escribir después de que la ciencia desemboque en una cámara de gas. Escribir
poesía después de ver un contenedor con los cadáveres de 71 refugiados. Escribir para
lanzar un grito y una maldición sobre las fronteras y los pasaportes, para no sentirse parte de ninguna ciudadanía, para ponerse de forma incondicional del lado de los seres humanos. Escribir poesía como una consecuencia última de la asfixia.
Acepto las dificultades legales, políticas y económicas de la completa libertad humana
de movimientos. Acepto menos la falta de solidaridad de los Estados europeos y el filo
cortante de sus leyes de extranjería. Y, en cualquier caso, estoy convencido de que un
mundo sin libertad de movimientos no es más que la máscara legal de una escombrera dominada por el crimen, la desigualdad y la avaricia.
Un día perfecto
¿Qué significa la lluvia al final de Un día perfecto? Me lo pregunto como espectador al
salir de la magnífica película, una más, que acaba de estrenar Fernando León de Aranoa.
No es una pregunta retórica, es que salgo de ver una historia dura, pero como espectador
empapado por un sentimiento de limpieza y alegría. Se trata, por supuesto, de una inteligente manera de utilizar el humor para destacar las luces y las sombras, los rasgos
de crueldad y generosidad, que hay en todo episodio humano de supervivencia. Pero se
trata de algo más.
Me viene a la cabeza un poema de Wislawa Szymborska tituladoFin y principio. La escritora polaca sabe que después de cada guerra alguien tiene que limpiar. Las cosas
no se ordenan solas, hay que echar los escombros a la cuneta para que puedan pasar los
carros llenos de cadáveres y para que empiece a crecer la hierba sobre los recuerdos.
Los que entendían de qué iba el asunto dejan su lugar a una nueva generación y así continúa la vida junto a los puentes reconstruidos, los muros apuntalados y los pozos con
agua limpia.
Hace falta que llueva para que crezca la hierba. El optimismo que levanta la tierra con
olor a mojado tiene que ver con la intuición de una cosecha próxima. Cuando las nubes
abren la mano, incluso en forma de diluvio y castigo divino, el agua limpia la suciedad
de la atmósfera. Lo sé, y sé también que la historia que cuenta Fernando León nace de
una novela de Paula Farias tituladaDejarse llover. Sé también que comprometerse supone mojarse. Pero siento que mi pregunta sobre la lluvia no es inútil, quizás porque
recuerdo el final del poema de Szymborska: “En la hierba que cubra / causas y consecuencias / seguro que habrá alguien tumbado, / con una espiga entre los dientes, / mirando las nubes”.
Volvemos a la guerra de los Balcanes. La película cuenta la historia de un grupo de
cooperantes internacionales a lo largo de un día significativo, un día perfecto para ser
contado, un día perfecto porque se ha contado bien. Las imágenes hablan de casas destruidas, pozos infectados, vacas muertas, carreteras con minas, familias destruidas, el
rencor, la explotación, el sufrimiento hasta nombrar la soga en casa de los ahorcados.
Las imágenes hablan también del amor, los cuerpos, la solidaridad, las historias personales y un determinado sentido común que esuna negociación con la realidad imprescindible para la supervivencia.
El sentido común y la ficción tienen muchos lazos, más de los que se piensa. El sentido
común se esfuerza en que los deseos, los miedos y las inquietudes personales alcancen
un punto de encuentro con la realidad cotidiana. La ficción se teje para que los vuelos
de la imaginación resulten verosímiles en el mundo que ellos mismos crean. Sentido
común y ficción deben negociar con las exigencias de una historia.
Mirar las nubes mientras crece la hierba implica ver pasar el tiempo, tomar conciencia
del movimiento y la fragilidad de la vida, pero también adivinar formas que tienen que
ver con la imaginación: ahí están las nubes, componen un mapa, o un rostro, o el cuerpo
de un animal, o un barco sobre el cielo. Las ficciones de la imaginación son un pacto
con la realidadque nos permite sobrevivir a las mezquindades, ajustar cuentas, saber
que hay un punto en el que los límites se quiebran, participar de la energía optimista de
una naturaleza que se esfuerza siempre en pensar un nuevo amanecer bajo la oscuridad
o la llegada de la lluvia bajo la sequía.
Merece la pena cuidar los inestimables puntos de unión que hay entre nuestra verdad
interior y la realidad exterior. Pienso en un abrazo, o en la ternura, o en la complicidad
de la ironía, o en las emociones del arte y la ficción. Sentimos entonces que la experiencia no es sólo individual, sino que es posible una realidad más amplia, algo que nos
transciende para bien, que funciona en nuestro favor, aunque a veces ocurra más allá de
nuestros cálculos. Por eso sentimos alegría y por eso la lluvia puede salvar con nuestra ayuda a un grupo de gente que va a ser asesinada o puede limpiar un pozo infectado sin nuestra colaboración.
¿La lluvia? No es una pregunta retórica, sino una pregunta sobre retórica. Decir que la
lluvia aparece en Un día perfecto como el cierre perfecto para una ficción perfecta es
algo más que aludir a la maestría de Fernando León de Aranoa. Es reivindicar el valor
indomable de la ficción. Al hablar de las estrategias de su ficción, aludo también a su
compromiso y al sentido de su cine. Una de las respuestas más dignas y rebeldes contra
las barbaries de la realidad es la vitalidad de ese ser que mira a las nubes y aprende a
imaginar el amanecer o la lluvia del día siguiente. Por eso lo invocó Wislawa Szymborska como la imagen de un principio que insiste
después del fin. Algo va a pasar, ya lo verás
Las crisis económicas nos recuerdan que los seres humanos somos la principal mercancía de las sociedades en las que habitamos. Debajo de las banderas, las constituciones,
las leyes nacionales, los convenios internacionales, los himnos y los grandes discursos,
se oculta un proceso de mercantilización de las almas y los cuerpos.
La economía y la política neoliberal nos convierten en números. Somos una cifra de
consumidores, trabajadores, jubilados, desempleados, hambrientos, usuarios de hospitales o comedores sociales, funcionarios, clientes, alcohólicos, desahuciados, estudiantes,
analfabetos, emigrantes, refugiados, víctimas en los accidentes de tráfico, casados, nacidos y muertos. Los especuladores hacen sus negocios con las posibilidades que ofrecen
estos números.
Los cálculos estadísticos, que pueden ser una forma de denuncia abreviada contra la desigualdad y la injusticia, acaban suponiendo una estrategia de olvido. Son un recurso
decisivo de la mercantilización. Nadie se compadece de un número y las cifras resultan un saco sin fondo en el que se esconden las experiencias individuales. Por eso conviene colocar junto a los números las letras de una literatura capaz de contarnos la vida
por dentro.
El narrador Christos Ikonomou ha contado la crisis griega en una colección de relatos
titulada Algo va a pasar, ya lo verás(Valparaíso, 2015). Está bien vivir los recuerdos y
la realidad cotidiana de los seres humanos para comprender lo que hay detrás de las
operaciones de los bancos, los acuerdos de Bruselas, la negociación de los gobiernos
europeos y las directrices delFondo Monetario Internacional. Las preocupaciones económicas van desgastando el amor y corrompiendo el carácter. Bajo las multiplicaciones, las restas y las sumas, hay una mujer estafada, una pareja
que está a punto de perder su casa, un padre que no puede alimentar a su hijo, un trabajador despedido, un joven sin esperanzas, un inmigrante expulsado y un fabricante de
cubitos de hielo que recita poemas de Miguel Hernández mientras observa cómo se
deshacen en agua las formas de vida, los derechos sociales y los trozos de su mundo.
Hay también un grupo de cinco ancianos en las puertas de un hospital. Forman una cola
en la noche, necesitan conseguir un buen puesto para ser tratados cuando por fin se
abran las puertas.Ellos mismos se convierten en número, son un lugar en la cola. Por
fortuna para los lectores se trata de una noche muy fría y tienen la ocurrencia de hacer
una hoguera con un bidón, cartones y maderas. Junto al fuego, dejan de ser simples números. Las palabras de sus conversaciones empiezan por devolverles la condición de
enfermos.
El número 1 es una persona casi ciega por culpa de un glaucoma. El número 2 no
puede mantenerse de pie por culpa de una ciática. El número 3 es un corpulento sesentón con unpólipo en el intestino. El número 4 tiene piedras en el riñóny el número 5,
el que había llegado el último, es ya un preguntón, alguien capaz de limpiarse las gafas
para ver mejor y de interesarse por las historias personales y sus desenlaces.
El reconocimiento de la propia debilidad, el propio frío, abre la puerta a los recuerdos,
los amores, las ilusiones, los golpes de fortuna, las pérdidas y la conciencia estremecida
de sentirse algo más que un número en una estadística o en una cola. Las cifras tienen
vida humana por dentro.
La lectura de Christos Ikonomou ayuda a conocer la realidad humana que se vive en
Grecia bajo los escombros de la política europea. Y ayuda también a recordar que los
seres humanos no pueden reducirse a la mercantilización de los que convierten las almas homologadas y los cuerpos en negocio.
Por la calles no caminan mercancías. Camina el hombre que acaba de ser diagnosticado y necesita tratamiento. Camina la mujer que se acerca a una entrevista de trabajo.
Camina la estudiante que espera una beca. Camina el joven que mañana buscará por internet un billete barato de avión para irse de España. Camina la pareja que lleva un año
sin hacer el amor por los traumas y rencores que provoca el desempleo. Caminan seres
humanos felices, tristes, generosos, mezquinos, leales, traidores, honrados, deshonestos.
Caminan lectores curiosos que llevan en el bolsillo un libro para conocer la vida de los
demás por dentro. Por ejemplo: Algo va a pasar, ya lo verás. El naufragio de Europa
Confieso que no considero a la indignación como una categoría política fiable. Como
suelo indignarme y apasionarme demasiado, he aprendido por obligación a dudar de las
indignaciones. Soy el principal argumento de mi desconfianza ante la indignación
como categoría social y política.
Indigna ver por televisión las imágenes de los refugiados en las fronteras de Europa.
Los cadáveres, las lágrimas, los tumultos, la ferocidad de la policía y las alambradas no
pueden dejar tranquilo a nadie. Indignado es el que se compadece ante el dolor ajeno y
quiere hacer algo. Pero indignado será también el que vea mañana una horda de enemigos hambrientos, con otra religión y otros hábitos, para quitarnos la seguridad, el pan,
las costumbres y el trabajo.
Tal como va Europa y tal como se forman los discursos televisivos en nuestra sociedad,
me temo que, después de semejante espectáculo, la indignación dominante será el sentimiento colectivo de que los refugiados son un verdadero problema, un enemigo
masificado, un ejército que no pertenece al “nosotros”, un argumento para levantar muros preventivos y para deshacer el derecho de asilo en un perpetuo estado de excepción.
No hay mayor rencor que el que sentimos contra nosotros mismos, ni mayor vergüenza
que la que provoca nuestra debilidad. Cuando se dibuja la condición “de un otro”, casi
siempre se crea un espejo. El furor íntimo que despierta en ocasiones el otro se debe a
que nos intuimos en él y nos enfrentamos inconscientemente a nuestra propia situación.
El desamparo de los refugiados en las fronteras no hace más que evidenciar la evolución
de nuestras democracias en la dinámica de la Unión Europea. La desregulación, la
conversión de las personas en mano de obra barata, la pérdida de derechos cívicos,
el deterioro de la sanidad y la educación pública, es lo que se está evidenciando en las
fronteras con el desprecio al asilo y la pérdida de respeto ante la sacralidad laica que
supone el derecho a la vida.
Javier de Lucas alude a la sacralidad laica del derecho a la vida como el eje de la historia democrática que ha intentado unir los conceptos de legalidad y legitimidad. Confieso
que cultivo mi respeto por los sabios. Es la estrategia que busco para vigilar las consecuencias de mi indignación propia y de la indignación ajena. La sociedad indignada
desconfía del sabio, el catedrático, el especialista, el viejo del lugar, es decir, del saber,
confundiendo la democracia con el populismo como se confunde la opinión seria con un
comentario de barra de bar o de pupitre de primero de carrera. No se trata de crear diferencias democráticas, sino de reconocer lo importante que es
para una democracia distinguir entre la sabiduría y la ignorancia. Las élites económicas han cultivado el orgullo de los analfabetos porque es mucho más fácil manipular
a un espectador indignado que a alguien que sabe de lo que se habla. El deterioro de la
educación pública suele estar acompañado por la desconfianza ante el saber y por la
prepotencia televisiva.
Javier de Lucas ha publicado Mediterráneo: el naufragio de Europa (Tirant Humanidades, Valencia, 2015), un ensayo que señala la violación de los derechos humanos en
las fronteras como el síntoma más claro del hundimiento del Estado de Derecho en Europa. Nuestras sociedades juegan a hacer invisible lo que ocurre en más de la mitad del
planeta, una situación de inseguridad marcada por las guerras, el hambre y el desarraigo. La globalización es un fenómeno económico, de negocio internacional sin
barreras, que no se ha preocupado de generar derechos ni instituciones democráticas a la hora de regular la nueva realidad. ¡Manos libres para la explotación! Cuando
nos llegan las corrientes migratorias, vemos lo que habíamos invisibilizado, sentimos
una amenaza y levantamos muros.
Murieron 3.072 personas en el Mediterráneo durante 2014. La culpa de estas muertes no
está sólo en la enorme desigualdad económica que provocan los desplazamientos. Estas
muertes se deben también a las leyes europeas que convierten en una aventura mortal
el derecho al desplazamiento y al asilo.
No hay otra solución humanitaria que la encarnación en leyes de los derechos humanos.
La verdadera alternativa pasa por ese terreno tan aburrido, tan poco televisivo, pero tan
humano, que es el Derecho. Primero, no violar lo que ya se había acordado en épocas
más democráticas; después, acordar de nuevo paraintervenir en favor de un mundo
más justo, menos desigual, trazando límites claros en favor de las sacralidades laicas
que exige una convivencia digna.
Europa no va por ese camino. El comportamiento de los gobiernos europeos desprecia
el derecho a la vida y convierte al inmigrante y al refugiado en “un otro” que amenaza.
Por eso es posible que tras la conmoción piadosa del drama estallen serios brotes de
racismo. Y por eso hacen falta, más que piedades de urgencia, decisiones legales y legítimas sobre nuestro Estado de Derecho. El final de ETA
El ministro del Interior es el hombre más añejo de España. Cada vez que veo en televisión al señor Fernández Díaz, siento que vuelvo a la España en blanco y negro de los
años sesenta. Más que un informativo de actualidad, me parece asistir a un reportaje del
NODO, y las palabras se llenan de naftalina, de olor a ropa vieja,como de político que
habla en la puerta de una iglesia.
Hubiera sido muy difícil encontrar un actor más adecuado para desempeñar su papel
cuando habla de los peligros de la inmigración, del cumplimiento de la ley, de multas y
mordazas.Todo son malas noticias, miedos y manos duras. Todo es tristeza y ceniza.
Todo una pena infinita, una lágrima bajo palio. Por eso resultó tan poco creíble su cara
de circunstancia amarga cuando nos anunció a principios de esta semana el final de
ETA. Me atrevo, dijo, a anunciar el desmantelamiento final de ETA. Hay políticos que
se atreven a casi todo.
A la historia de España pertenecen los bárbaros atentados de ETA, la crueldad de los
asesinos que han puesto bombas, han apretado el gatillo sobre la nuca de la víctima o
han participado en la violencia de la banda armada. A la historia de España pertenece
también la indignidad de los gobernantes que han manipulado el dolor para sacar beneficios electorales o, incluso, para olvidarse del Estado de Derecho.
La violencia de ETA provocó muchas veces que saliera lo peor de nosotros mismos, y
no hablo del miedo, sino del autoritarismo que se oculta en la indignación y que
tiende a confundir la justicia con la venganza o el remedio con la indecencia. El premio
gordo, claro está, se lo llevó el famoso Señor X que encontró hueco en sus ocupaciones
de hombre de Estado nacional e internacional para dar el visto bueno a la tortura y a los
asesinatos del GAL, una banda formada por mercenarios y policías. La democracia
necesita también sus cloacas y los padres de la patria sus venenos.
Pasando del delito a la tristeza, fue lamentable que el PSOE y el PP aprovecharan los
crímenes en beneficio del bipartidismo y excluyeran de sus pactos a las demás organizaciones. Sustituyeron el acuerdo parlamentario que había y la unidad de todos los demócratas contra la violencia por la escenificación del abrazo entre los dos Grandes de
España. El terror facilitó así una justicia sin independencia, una economía sin debate
y una política pactada por las élites.
Esperemos que esta experiencia no sea un anticipo de lo que puede facilitar ahora el debate sobre el independentismo catalán. El resultado final de tanto humo de identidad
quizás sea elabrazo de una gran coalición entre PSOE y PP en el próximo Gobierno. Pero la verdad es que el PP es poco leal en sus pactos. Rompió cada vez que pudo la
unidad bipartidista contra el terrorismo y se convirtió en el único propietario de la lucha
contra ETA. Su tendencia a la manipulación no tuvo límites. Todo el que no militase en
el PP era sospechoso. Según la coyuntura, no ha sentido ningún pudor en acusar de colaboración con la banda terrorista a José Luis Rodríguez Zapatero, Gaspar Llamazares o Pablo Iglesias.
Por este camino llegó a la ignominia el día en el que quisomanipular el atentado del
terrorismo islámico en la estación de Atocha. Con 191 cadáveres y 1500 heridos en
las calles de Madrid, y con los primeros informes oficiales de la policía indicando el
origen verdadero, el Gobierno del PP empezó a llamar a las embajadas, los directores de
periódico, las cadenas de radio y televisión y los organismos internacionales para asegurar que se trataba de ETA. Encontró colaboración y brindó desde los medios (desde algunos). España es un país podrido civilmente porque los responsables de este tipo de
fechorías no sienten la obligación de dimitir ni de la política, ni de la prensa.
El PP ha mentido, ha puesto querellas y ha interferido en el trabajo profesional de las
fuerzas de seguridad. El PP dificultó el esfuerzo de la sociedad civil y de otros partidos,
ese esfuerzo que desembocó felizmente en el fin de ETA durante el ministerio de Alfredo Pérez Rubalcaba. La manipulación electoralista importaba más que el cese de la
violencia. Por eso el PP sólo ha aceptado el adiós de la banda cuando este falso final
sólo es una treta más de su electoralismo.
El ministro Fernández Díaz se ha atrevido ahora a certificar el final de ETA. Es desde
luego un gran éxito. Con la tristeza del ministro, la algarabía alegre del falso plebiscito
catalán y las elecciones generales de diciembre, se corre el peligro de que pase
desapercibida la importancia de este gran éxito. Así que yo me apresuro a brindar.
Poeta en Granada
Ian Gibson acaba de publicar Poeta en Granada. Paseos con Federico García
Lorca (Ediciones B, 2015). Celebra así sus bodas de oro con una ciudad y un poeta. En
el verano de 1965, el hispanista irlandés empezó a estudiar los acontecimientos que
desembocaron en la ejecución del autor del Romancero gitano yBodas de sangre. Con
apenas 26 años, atraído por las relaciones literarias entre el poeta andaluz y su compatriota J. M. Synge, se empeñó en preguntar, madrugar por los archivos, compartir recuerdos con amigos y familiares y quemar las noches de las tabernas en las que se
emborrachaban y se iban de la lengua los franquistas para buscar lo que temblaba en
los silencios de la ciudad…, en los escombros de la mentira. El resultado fue su
ensayo La represión nacionalista en Granada en 1936 y la muerte de Federico García
Lorca (Ruedo Ibérico, 1971).
Por esas fechas yo había empezado a leer a Lorca en la edición deObras Completas de
la editorial Aguilar que encontré en la biblioteca de mi padre. Me encerraba en la habitación más silenciosa y adornada de la casa, un salón que se reservaba sólo para las visitas y las celebraciones especiales. Algunos libros son visitas que se vuelven amigos
de toda confianza. Allí me dejaba arrastrar por las metáforas. La luna, los limones, los
caminos nocturnos, el jinete condenado a no alcanzar su destino, el puñal, los juncos a
la orilla del río, el horizonte de perros detrás de la oscuridad, el temblor de los muslos y
de los pechos me encerraban en otra habitación imaginaria, llena de emociones, sugerencias y verdades primitivas. Una habitación particular dentro de otra habitación. Desde entonces la poesía no ha dejado de ser para mí una habitación de ventanas
abiertas al mundo dentro de cualquier habitación cerrada. Suenan los pasos de la vida
y de la historia al otro lado de las puertas, al otro lado de la luz o de las sombra.
Sobre los quince años cayó en mis manos el libro de Ian Gibson sobre la muerte de Federico García Lorca. Descubrí el pasado de mi ciudad, la permanencia en forma de silencio o de murmullo de una realidad que había sido condenada por la represión. Gracias a un hispanista irlandés, hoy más granadino que yo, descubrí el sedimento de
una historia que todavía era posible sentir en las plazas, los cafés, las huertas y los inviernos de Granada. El destino se convirtió entonces en la tarea de recuperar lo que había desaparecido con la Guerra Civil. Son las paradojas de toda verdad falsificada: el
futuro llega a depender de la recuperación del pasado.
Muchos años después, ya en los años 90, me enamoré de una madrileña. En nuestro
primer viaje a Granada, fuimos a la casa familiar para hacer las presentaciones. Ya no
existía la habitación de las visitas. Después de comer con mis padres, tomé la carretera
de Víznar y subimos al silencio sagrado de una fosa común para completar el viaje.
En un poema deCompletamente viernes que se titula “El pasado” recordé aquella segunda entrada en familia: “Aquí viven mis muertos, / estas son mis raíces, / y su calor se
extiende / como ramas al borde del camino, / alambres oxidados por la lluvia, / que sirven todavía para tender mi ropa”.
Poeta en Granada, el último libro de Ian Gibson, merece la reseña de un crítico literario
que hable con objetividad de las relaciones decisivas entre la obra de Federico García
Lorca y su ciudad. A la manera de Richard Ford, Gibson ofrece una guía práctica
para recorrer Granada con los ojos del poeta. De paisaje en paisaje, de calle en calle,
señala además cuestiones imprescindibles para la comprensión de la literatura lorquiana.
Pero yo no escribo aquí una reseña, sino un artículo sentimental. El ensayo del hispanista maduro me ha devuelto al adolescente que fui y a los libros que desde entonces
marcaron mi vida.
Ayer estuve en el Congreso de los Diputados con la Plataforma Comisión de la Verdad para entregarle a los grupos parlamentarios de izquierdas las indicaciones que los
expertos de la ONU han hecho sobre el desamparo que todavía sufren las víctimas
del franquismo, una historia injusta que cae sobre más de 150.000 desaparecidos forzosos, 30.000 niños robados y 2.300 fosas documentadas. Hace casi 40 años que vivimos en una democracia sin raíces. Muchas de las cosas que ocurren en España son
una herencia del olvido. La política y la pobreza
Los informes de Cáritas de los últimos años suelen ser desoladores. Acostumbrados a
las encuestas sobre intención de voto, que si sube Ciudadanos, que si baja el PP, que si
se recupera el PSOE, que si cae Podemos…, los informes de Cáritas obligan a mirar
la realidad de la calle. Bueno, está bien, todo es realidad. Tanto los hechos de la vida
como la visión que tenemos de esos hechos forman parte de la realidad. Por eso es frecuente que los asuntos concretos queden cubiertos y distorsionados por las interpretaciones que hacemos de ellos.
El debate político en España es un ejemplo claro. Durante años los dos partidos mayoritarios se vieron envueltos en numerosos casos de corrupción sin que los escándalos pasaran factura excesiva. Cuando llegó la crisis económica, la indignación popular se
hizo dominante y empezaron a sonar voces de cambio. El descrédito de la política
tuvo una raíz profunda: la incapacidad de los partidos gobernantes para solucionar el
deterioro de los derechos laborales, los servicios públicos y la calidad de vida de la gente. Saltaba a la vista: el bipartidismo estaba privatizado al servicio de las élites económicas.
El malestar económico sirvió de energía cívica para dirigir la mirada hacia otras cosas también importantes: la falta de transparencia en la gestión de las instituciones, la
falta de democracia interna en los partidos y la falta de protagonismo de los jóvenes en
la cúpula de las decisiones políticas. Tres faltas sin duda graves.
Lo normal hubiese sido que en los debates se unieran la degradación laboral, la explotación económica y las nuevas formas de hacer política. Pero en realidad la interpretación de los hechos se ha impuesto sobre la parte decisiva de los hechos mismos. La
discusión de las nuevas formas de la política y la necesidad de caras jóvenes ha servido
al final para ocultar el debate económico. En una España socialmente tan deteriorada, es
muy sintomático que el señor Rajoy se permita repetir una y otra vez que estamos
saliendo de la crisis. Y es muy sintomático que Ciudadanos, un partido con la misma
política neoliberal que el PP y con su mismo rumbo antisocial, aparezca ante mucho españoles como una alternativa.
Así que conviene atender a la realidad que denuncian los informes de Cáritas. La pobreza en España no sólo es una verdad dominante, sino que ha cambiado de rostro.
Los sueldos son tan miserables y las condiciones laborales tan indecentes que tener un
trabajo ya no significa superar el umbral de la pobreza.La pobreza se enquista, el 74%
de los parados llevan más de un año sin encontrar empleo.
¿Salir de la crisis? ¿Ciudadanos como alternativa? El 53 % de los pobres españoles
trabajan, pero no pueden alimentar a sus hijos o pagar sus cuentas. Son datos de
esta semana. Cáritas publicó otro informe el mes de junio pasado para advertir que 1 de
cada 3 niños españoles vive bajo el umbral de la pobreza. La gran victoria de la derecha es que el debate político no esté centrado en esta situación social. Es también el
gran fracaso de la izquierda.
Hace apenas año y medio se daba por descontado un giro en la política española hacia la
izquierda. Se veía inevitable un desplazamiento de la socialdemocracia con un discurso político más cercano a la voluntad real de las bases socialistas que a la cúpula del
PSOE vinculada con las élites económicas. La consolidación de una Izquierda Unida
con ideas claras resultaba determinante. Ahora todo eso parece imposible. En el peor de
los casos, gobernará el PP con ayuda de Ciudadanos; en el mejor, gobernará un PSOE
desplazado a la derecha por exigencia de Albert Rivera. En un solo rostro, el de Albert
Rivera, el IBEX -35 ha conseguido reunir las dos caras de su bipartidismo.
El señor Hollande dice a voz en grito que el nacionalismo es la guerra. ¿Pero qué vacío
están llenando los sentimientos nacionalistas? ¿No será el dejado por la conversión
del socialismo europeo en una pantomima de caviar y champán? La inercia de excluir los asuntos laborales y económicos del debate político ha sido
la gran jugada del pensamiento conservador. Resulta más difícil entender que ese
discurso calara también en la izquierda española, aceptando la corriente dominante hasta el punto de concluir que la mejor alternativa pasaba por la autoliquidación de sus organizaciones políticas y sindicales. Los viejos cascarrabias y paralizadores fueron sustituidos por unos jóvenes sin memoria (y a veces sin escrúpulos).
No hay mejores aliados de la derecha que los tontos de la izquierda.
El partido más votado
Uno de los sueños de la poesía pura fue conseguir un ámbito artístico autónomo y sin
ningún tipo de adherencias de la realidad. La representación dio paso al juego, a la invención de artificios paralelos, de escenarios virtuales. El mundo perdió su soberanía
en favor de la divinidad de un artista capaz de limpiar su propia identidad para impulsar un proceso de abstracción.
El racionalismo optimista de las primeras vanguardias, ese que Apollinaire y Ortega y
Gasset calificaron con la etiqueta de la deshumanización, está en el origen de una voluntad social muy afín a los mercados de la economía capitalista: la sustitución de las experiencias de carne y hueso por realidades virtuales.Estamos tan mediatizados que ni
siquiera tenemos una relación directa con nuestro cuerpo. Basta para comprobarlo
con mirarse al espejo. Sufren los ojos, están determinados por los pases de modelos, los
paradigmas de la belleza de plástico y la irrupción de los candidatos y candidatas de
Ciudadanos. (Para ser justos aceptaré que en este campo de la belleza renovadora hay
mucha flexibilidad).
A mí me gusta mi gorda, a mí me gusta mi gordo, solían atreverse a decir hace unos
años los enamorados dispuestos a aceptar la realidad carnal de sus existencias particulares. Es un proceso cada vez más difícil, tan difícil como aceptar el trato natural con los
animales, propio de una cultura rural, después de haber asumido el reino de las mascotas, los caprichos de la clase alta urbana y los dibujos animados de Walt Disney.
Nada más lejos de mi intención que negar la belleza o justificar el maltrato animal, pero
en estos casos, igual que en otros muchos, necesito separar mis reivindicaciones y mis
protestas de las lágrimas puras de los niños de papá.
Excluidos los debates sobre la degradación laboral y sobre la explotación económica, la
política española se ha convertido en un campo abonado para los niños de papá. La
derecha encuentra siempre los medios oportunos para dibujar los escenarios de discusión que más le convienen. En ese campo germinan ideas de falsa democracia como su
argumento hoy repetido hasta la saciedad de que debe gobernar el partido más
votado. La trampa, claro está, consiste en confundir el partido más votado con la
mayoría democrática.
Se trata de una manipulación más para convertir la representación en un juego sin
lazos con la soberanía cívica. Es una pureza oficial que se justifica con la creación de
un ámbito político autónomo. La idea de que gobierne el partido más votado radicaliza
la ingeniería electoral ya existente para crear mayorías parlamentarias falsas. En las pasadas elecciones el Partido Popular sacó 10.836.693 votos, que se convirtieron en 186
diputados. Votaron a otros partidos 12 millones de españoles. Es decir, el partido en el
Gobierno consiguió una mayoría absoluta en el Parlamento con el 44% de los votos en
unas elecciones en las que se abstuvo casi el 30% del censo. Aunque el PP representa
sólo a un tercio de los españoles, ha jugado a ser una mayoría tajante para cortar y
recortar por lo sano. Como si la ley electoral no supusiera ya un grado notable de ingeniería manipuladora,
ahora repite la consigna de que debiera gobernar el partido más votado. El argumento de
que eso ayuda a la estabilidad queda hundido con el ejemplo de la última legislatura, en
la que una mayoría absoluta no ha supuesto estabilidad democrática ninguna, sino
un verdadero proceso de desestabilización de la convivencia y una peligrosa inercia de
desarticulación de las instituciones y del Estado.
No es lo mismo ser el partido más votado que tener la mayoría democrática. Quienes se empeñan en repetir la idea no hacen más que dejar sin sentido la vida de los parlamentos, los acuerdos políticos y los debates democráticos. Conviene no olvidarlo en
los próximos días: que el poder esté en los parlamentos y en los plenos municipales es
una riqueza democrática incómoda para los que entienden el poder como un espacio de
abstracción sin lazos con la soberanía popular.
Nada es más peligroso, nada pudre más los problemas, que la separación tajante entre
la política oficial y la realidad. Por eso no me importa que los parlamentos se llenen de
chicha. Hace tiempo que me declaré partidario de los cuerpos de carne y hueso y de los
poemas que no se autoengañan con el agua pura de la expresión inmaculada.
El día 7 tenemos una cita
Hace dos años participé en un programa de Hora 25 que se emitió desde una casa de
acogida para mujeres maltratadas. Pude comprobar que una parte decisiva del trabajo
consistía endevolver a las víctimas su identidad y su autoestima. No se trataba sólo
de defenderlas de la violencia física, había que reconstruir un sentido digno de la vida,
un ámbito de convivencia familiar, un mundo en el que volvieran a sentirse personas.
¿Quién puede hacernos daño? La gente que forma parte de nuestra vida tiene la potestad no ya de criticarnos o atacarnos, sino de dejarnos sin suelo existencial para sostenernos. Cuando aceptamos a alguien en nuestra intimidad nos enriquecemos por dentro. El descubrimiento del número dos es un requisito indispensable para crecer como
individuos. Pero cuando alguien entra en nuestro ser puede también, si se comporta de
manera injusta, deshabitarnos, horadarnos, desarticularnos.
Esta experiencia llega darse en muchas relaciones: grupos políticos, comunidades de
vecinos, padres e hijos, hermanos… Quizás merezca una meditación social el daño del
veneno interno en algunas de estas relaciones. Pero la única que exige una respuesta
social y política inmediata es la experiencia desatada por la violencia machista. Los datos son impresionantes. En lo que llevamos de 2015 han muerto asesinadas más de 70
mujeres. Una barbarie crónica: más de 800 cadáveres en los últimos 10 años.
El movimiento feminista ha convocado una manifestación de carácter nacional, en
Madrid, el próximo 7 de noviembre, para protestar contra la violencia machista. El
carácter nacional no se debe sólo a que se espera la participación de gente de muchos
lugares, sino también a que se quiere plantear la gravedad de esta violencia como una
cuestión de Estado. Sobran los motivos para salir a la calle y acudir a la cita.
Los años electorales acentúan la inclinación de los políticos a extender la idea de que
una sociedad soluciona todos los problemas a través de los votos. No es verdad. Sin restarle importancia a los resultados electorales, la movilización de la ciudadanía resulta
imprescindible para crear alternativas y abrir procesos constituyentes en una
sociedad. Igualdad es hoy la palabra clave en España si queremos pensar en una
realidad distinta. Igualdad económica, igualdad de género, igualdad ante la ley. Las alternativas transformadoras caen en una trampa grave cuando renuncian a la movilización social y se convierten en una oferta electoral en las pantallas de los televisores,
presentándose como el bálsamo de Fierabrás. Votadnos a nosotros y se acabarán todos
vuestros problemas.
Esa lógica da fruto en el mundo de las rabietas y las barras de los bares, pero se aparta
de la realidad política. Un proceso democrático en España necesita que la gente se movilice y tome conciencia de que no se puede tejer la realidad de un país en la inercia
de la desigualdad machista. La violencia es sólo su efecto más grave. Si analizamos el
mundo laboral, el desempleo, el desmantelamiento de la sanidad pública, la exigencia
de cuidados, es fácil comprobar las huellas y el humo de la desigualdad.
Pero la violencia es el efecto más grave. Por eso el amparo de las víctimas y la prevención (jurídica, educativa, cultural) son demandas que están hoy en el corazón herido de
nuestra democracia.
La poesía del siglo XX nos ha enseñado que es imposible sostener los sueños públicos
en una plaza si no asumimos antes la emancipación en la vida cotidiana y en la intimidad. ¿Quién te puede hacer más daño? ¿Qué decimos al decir soy yo? La historia
pasa por las guerras, las constituciones, los inventos tecnológicos, los descubrimientos
científicos, los acuerdos internacionales, pero también por el ruido de una lágrima, por
el sentido de un abrazo o por la manera con la que decimos soy hombre, soy mujer,
somos.
Cuando fui a la casa de acogida me emocionó la manera en la que una mujer maltratada
contó el proceso de reconstrucción de su dignidad, la historia de una cita nueva, la
tarde en la que se sintió capaz de sentarse delante de un espejo, pintarse los ojos, pintarse los labios, sonreír otra vez y salir a la calle. Sobran los motivos para salir. El día 7
de noviembre la democracia española tiene una cita. Debemos salir a la calle.
Hay muchas cosas por hacer
Como las encuestas y las discusiones están muy cocinadas, nadie sabe qué va a pasar en
las próximas elecciones. Mucha gente no sabe ni siquiera lo que va a votar. Tengo la
sensación de que la izquierda española ha perdido una gran oportunidad y de que
existe el riesgo de que todo el teatro de cambios y transformaciones sólo sirva para que
las élites económicas permanezcan asentadas en su avaricia y su impunidad. Cambiarlo
todo, para que todo siga igual. Desde que Lampedusa publicó su novela El gatopardo sobre la aristocracia siciliana, se
ha utilizado el concepto de gatopardismo para aludir a las transformaciones llamativas y
superficiales que sólo sirven para que permanezcan los sistemas establecidos sin demasiadas alteraciones profundas. Desde el punto de vista de la economía española, es muy
posible que el resultado electoral suponga un ejemplo claro de gatopardismo. Como le
dijo Tancredi al tío Fabrizio, “si queremos que todo siga como está, necesitamos que
todo cambie”.
Uno tiene la sensación de que los debates, maniobras, escisiones y movimientos espectaculares de la escena pública y los despachos privados sólo han servido para que el
Ibex 35 se inventara a Ciudadanos, un partido que asegura a dos bandas la permanencia de su control en la política española.
Si se tiene en cuenta la situación europea, es fácil comprender que no hay alteración posible sin un cambio de rumbo en los partidos socialdemócratas para romper el predominio neoliberal en los ámbitos de decisión. Ciudadanos, entre otras cosas, asegura
hoy que si el PSOE llegase a gobernar en España, cosa muy difícil, lo haría bajo la disciplina de los bancos, renunciando una vez más a su socialismo y a los deseos de parte
de su militancia. La evolución de Pedro Sánchez y sus fichajes estrella así lo demuestran. Y es una lástima, porque hace poco más de un año el PSOE estaba obligado a gobernar en la izquierda.
Desde mi punto de vista personal, desde mi vida, el gatopardismo no lo ha dejado todo
igual. Sin exigirle cuentas a nadie, me siento con derecho a una rabia nostálgica, porque
he visto cómo la izquierda en la que yo he habitado desde los años 70 provocaba sin
necesidad su propia destrucción. Sé que los argumentos personales no son objetivos y
por eso hago lo posible para que la nostalgia no se convierta en mezquindad. Deseo la
mejor de las suertes a todas las opciones que puedan suponer una quiebra del biparti-
dismo imperante. Lo deseo de corazón.
Pero sé también que uno no puede renunciar a su propia historia y a sus “argumentos
personales” sin convertirse en un saltimbanqui más de la política espectáculo. Por eso, y
más allá de resultados electorales, triunfos y fracasos, me hace bien recordar que la orfandad política no será completa mientras existan las calles, la plaza pública, los periódicos y la posibilidad de opinar y de luchar por lo que considero justo. Es posible que
para subir en votos los partidos tengan que centrarse, pero sea cual sea el resultado electoral, la pequeña historia de mi vida permite encontrar huecos de alegría en mi apoyo a
cualquier movimiento cívico, sindical o político que defienda:
1.- Una legislación laboral que asegure el trabajo decente y el salario digno. Las exigencias del alto empresariado español y de los bancos me parecen inhumanas.
2.- La educación pública como factor indispensable en una sociedad democrática. No
soy partidario de que el Estado subvencione colegios privados y tampoco creo en la enseñanza concertada.
3.- La sanidad pública como metáfora de todas las reivindicaciones que aspiran a
la igualdad en la vida cotidiana.
4.- Una política, sin recortes, que aspire a conseguir la igualdad de género y el respeto
a la singularidad sexual.
5.- Un Estado laico, separado del imperio insaciable de la Iglesia Católica y dispuesto a
respetar por igual todas las creencias religiosas privadas siempre que no atenten contra
los derechos humanos.
7.- La República como forma de Estado.
8.- El derecho de todas las víctimas de la violencia a la verdad, la justicia y la reparación.
9.- Una legislación ecológica que salve al planeta de la avaricia de los especuladores.
10.- Una información pública veraz e independiente de las élites económicas o de los
gobiernos de turno.
11.- Unas relaciones internacionales democráticas, sin protagonismo de plataformas
militares como la OTAN y con Estados que respeten el derecho de asilo y el libre movimiento de las personas.
12. La conciencia de que la pobreza no es sólo un problema de carácter individual,
sino el resultado de una sociedad injusta.
Cosas así de simples y soberbias. Gane quien gane las elecciones, desaparezca lo que
desaparezca, se imponga lo que se imponga,me quedan muchas causas con las que
comprometerme.
La muerte y la palabra
La novela Noviembre (Planeta, México, 2015) de Jorge Galánempezó a escribirse en
distintos años. Empezó en 1950 cuando el joven español Ignacio Ellacuría decidió viajar a El Salvador para vivir allí su vocación religiosa. Empezó en 1980 cuando el arzobispo Óscar Romero fue asesinado durante la celebración de una misa en la que denunciaba una vez más las injusticias de su país. Empezó en 1989 cuando un muchacho salvadoreño de 16 años, aficionado a las quimeras, al fútbol y a los barcos fantasmas, se
enteró en medio de una guerra que habían sido asesinados 6 jesuitas y dos mujeres en la
Universidad Católica. O quizá empezó a escribirse hace muchos siglos, en los orígenes
remotos de la convivencia, cuando las palabras se organizaron en cuento y la voz de narración se atrevió a hablar para combatir el olvido, guardar las historias y convertir la
ficción en el lugar de la verdad.
Jorge Galán es un buen poeta salvadoreño mucho más diestro en hacer versos que en
defenderse de las cosas de la vida. La firmeza con la que busca metáforas, araña recuerdos e imagina aventuras se transforma en desamparo cada vez que debe resolver un
asunto de la existencia cotidiana. Le cuesta trabajo sacarse un billete de avión, acercarse
a una ventanilla o concretar una cita. Sus amigos cuentan mil anécdotas que ejemplifican a la vez su valentía literaria y la tímida desorientación con la que se enfrenta a
la burocracia de los acontecimientos normales.
La valentía literaria se ha impuesto ahora en la tranquilidad preventiva de Jorge Galán y
lo ha empujado a escribir unanovela-crónica sobre la muerte del teólogo Ignacio
Ellacuría y de sus compañeros jesuitas, asesinados por el ejército salvadoreño el 16
de noviembre de 1989. Con el rigor de un cronista, el escritor buscó al padre José María
Tojeira, y al expresidente Cristiani, y a los profesores de la UCA, y a los investigadores
del crimen, y a los antiguos soldados dispuestos a hablar…, hasta definir todos los detalles de aquel asesinato.
La arbitrariedad de aquellos años, marcados por la prepotencia militar y la
impunidad, no necesitaba muchos móviles para actuar contra unos sacerdotes acusados de izquierdistas. Pero tampoco estaba de más acabar con un jesuita español, un
pensador prestigioso, llamado a mediar entre el Gobierno y la guerrilla en el intento de
un proceso de paz. Con el dinero que los Estados Unidos dedicaban al conflicto, se estaban haciendo millonarios algunos militares. Así que no era oportuna esa idea de acabar con el negocio de la violencia. Detrás de cada odio suele haber un billete de dólar.
El novelista rompe en Noviembre las costuras de la crónica y desata las estrategias
de la narración para que entendamos por dentro lo que significan el amor, el miedo, el
compromiso de unas vidas, las amenazas, la muerte que se intuye y el comportamiento
apoyado en la fe y en el sentido de la solidaridad. La narración salta de los hechos a los
silencios, los insomnios, los ruidos nocturnos, la soledad, las alegrías, los vínculos familiares, las ausencias y las discusiones hasta llegar a esa imagen última de la infancia que
se recuerda justo antes de una detonación, al borde de la muerte. La muerte da miedo, claro está, pero también crea lealtades y lazos con los vivos. Después del asesinato de monseñor Romero, el obispo de los pobres, Ignacio Ellacuría no
quiso aceptar la lógica prudente de la renuncia. Después de la muerte de Ellacuría, y de
Segundo Montes, Ignacio Martín-Baro, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín
López López, Julia Elba y Cecilia Ramos, tampoco iba a aceptar el padre José María
Tojeira los chantajes y las amenazas de una versión oficial manipulada: la guerrilla era
responsable del asesinato.
La muerte se hace palabra viva. La literatura y la lealtad, el compromiso con la memoria y con la verdad de los muertos, han hecho que Jorge Galán herede esta firmeza,
investigue los detalles, escriba una novela y convoque en sus páginas, con nombre real,
uno por uno, a los que ordenaron el crimen, dispararon las armas, ocultaron los hechos y
permitieron que muchos de los responsables sigan después de 26 años disfrutando de
una impunidad absoluta en El Salvador. El poeta arriesgado ha escrito una buena novela. El Jorge tímido, con la naturalidad de
las personas decentes, se ha metido en el ojo de un huracán. El Salvador y la literatura
son una herida abierta.
No me gusta ‘La Marsellesa’
Es verdad, pido perdón, lo siento, amo la cultura francesa, pero no me gusta La Marsellesa. Entiendo bien que poetas como Lamartine o Víctor Hugo quisieran cambiarle la
letra y el sentido. Cosa de poetas, lo acepto.
Pero no acepto que el pacifismo, el rechazo de la violencia, el adiós a las armas, el miedo a la prepotencia, al patriotismo y al honor hueco, sean cosa de tontos y de ingenuos. Nada me da más miedo que el desprecio con el que utilizan la
palabrabuenismo los hombres de Estado. Cosas de la literatura. Y es que la literatura es
una enseñanza, una experiencia de vida e historia. Por eso le tienen tan poco aprecio los
nuevos hombres de Estado que gobiernan el populismo televisivo de la globalización.
Ya sé que el capitán Rouget de Lisle escribió en 1792 La Marsellesa, un canto de guerra, para darle sentido a una lucha contra los tiranos, los reyes y los déspotas. Al fondo
tiembla en espíritu de la Revolución Francesa. Ahora bien: ¿los que cantan hoy el
himno son partidarios de la libertad, la igualdad y la fraternidad?
Hay una parte significativa de la historia de Francia que ha unido el patriotismo con la
hipocresía y la mentira. Zola escribió su “Yo acuso” para denunciar que el honor militar
era una máscara del antisemitismo en el caso Dreyfus. La exaltación de la patriaobliga a
convivir con la ocultación de las realidades. Y la herencia es larga.
Como estamos conmemorando también el centenario de la Primera Guerra Mundial, es
aconsejable volver a leer el Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline, el Adiós
a todo eso de Robert Graves o los Senderos de gloria de Humphrey Cobb. Son modos
distintos de contar la humillación humana de las armas, la mentira de las banderas,
lo que se esconde bajo las órdenes que utilizan con mayúsculas palabras como Honor y
Francia.
También es aconsejable entonar La canción de Craonne, el himno colectivo de los soldados franceses enviados a una muerte innecesaria por el general Robert Nievelle. Los
soldados se amotinaron contra sus jefes y cantaron su queja, su adiós a la vida y al
amor, por culpa de una guerra infame que sólo servía para que los ricos equilibrasen sus
negocios.
También conviene leer a Jean-Paul Sartre, sobre todo esa escena de La náusea en la que
el protagonista comprende la falsedad que esconden los grandes hombres, el retrato de
los padres de la patria. Yo me acordé de Antoine Roquetin cuando Nicolas Sarkozy,
subido en sus tacones, decretó en el 2003 el delito de ultraje a la bandera y al himno nacional francés. Y vuelvo a recordarlo ahora cuando François Hollande confunde la
“Grandeur” con una reacción bélica, bombas contra bombas, cierre de fronteras y utilización del miedo para llamar a la comunión y la irracionalidad.
Mourir pour des idées, oui mais... de mort lente, cantaba nuestro inolvidable Georges
Brassens. Hay cosas que merecen la pena ser pensadas tres veces como nos enseñaron
Voltaire y Diderot. La violencia no está justificada, pero tiene causas. La guerra que decreta Hollande, por mucho que se obsesione con las fronteras, es una guerra civil, entre franceses, porque las víctimas compartían el pasaporte con los asesinos. Así que
conviene seguir leyendo.
El escritor inglés John Berger explicó en Un séptimo hombre el modo descarnado con el
que el capitalismo europeo planeó y gestionó la emigración en los años sesenta. Los
obreros españoles y portugueses trabajaron para regresar a su casa y asumieron la marginación y el desprecio como una desgracia temporal. Pero muchos obreros de origen
árabe no quisieron volver a sus tierras y aprendieron a vivir como franceses de tercera categoría, acumulando odio, sin ser invitados a una integración patriótica.
Yo soy poco partidario de las religiones, pero conozco a mucha gente que vive la religión como una forma de amor. Así que en la violencia de una batalla de religiones hay
que buscar otros motivos más allá de las religiones. Y esos motivos los tenemos delante
de los ojos cuando una potencia bombardea desde las alturas una ciudad, con aviones
sofisticadísimos, para castigar labarbarie irracional de unos asesinos brutales y suicidas.
El sueño europeo de la modernidad surgió cuando la razón y el sentimiento apostaron
por los vínculos fuertes entre los avances científicos, técnicos y éticos. La dignidad de
la vida humana era el compromiso. Pero la ciencia y la técnica se han desprendido de la
ética, han traicionado su valor poético, viven al servicio de los especuladores, del dinero
del petróleo, de la industria militar, del odio y la desigualdad. Occidente financia,
arma y establece relaciones económicas con los mismos que quieren imponerle a Occidente una vuelta a la Edad Media. ¡Cuántas preguntas tenemos que hacernos sobre el
significado histórico de Arabia Saudí!
El caso es que las degradaciones económicas de la ciencia y la técnica se parecen
mucho a la degradación ética de los canallas que irrumpen en una discoteca para acabar
con la vida de los que bailan.
Todo esto no significa que haya que abandonar la reflexión sobre la seguridad debido al
origen ideológico de la violencia. Significa que la reflexión sobre la seguridad debe
ser consciente desde el primer momento del origen real de la violencia y no puede
sustituir la meditación con un himno.
La Marsellesa habla de sangre impura, patria y muerte. Hay mucho Sarkozy que a lo
largo de la historia ha cambiado por dentro las intenciones del capitán Rouget de Lisle.
Yo amo a la Francia de Diderot, Zola, Céline, Sartre y Camus. Soy una víctima más de
la batalla de Craonne.
Sí nos representan
Hay mucho de verdad en ese lema “No nos representan” que lanzamos en las manifestaciones contra el comportamiento de los políticos. El voto que nos piden en las campañas electorales no es nunca un contrato social. Sus decisiones parlamentarias o gubernamentales tienen poco que ver con lo que prometen.
La costumbre política permite que nuestros representantes mientan cuando hablan. Mienten también cuando callan. La respuesta militarista de Europa a los atentados de París nos ha ofrecido un buen ejemplo de las mentiras que se ocultan en los silencios. El presidente Rajoyevita pronunciarse porque resulta incómodo pedir el voto
bajo los himnos de la guerra. Pero tiene una demostrada experiencia belicista y no dudará en ponerse al servicio de la industria de las armas en cuanto llegue al poder.
Su prudencia es una forma más de torear a los votantes. Respetarla decisión que tome
el próximo Gobierno sólo sirve aquí para ocultar durante la campaña lo que piensa
hacer si llega a gobernar. Los otros estadistas europeos comprenden estas cosas de la
necesaria mentira política y respetan la coyuntura de su colega español.
Pero ya que hablamos de sinceridades y engaños, conviene también que pensemos en lo
que de mentira tiene el lema “No nos representan”. Y es que muchos políticos españoles
hacen lo que hacen, mienten lo que mienten, roban lo que roban, usan los medios de
comunicación como los usan, obedecen a las élites económicas como las obedecen,
porque sus votantes se lo permiten y porque carecemos de un tejido social capaz de
exigir desde la España real un decoro democrático en la España oficial.
Del “no nos representan” consolador pasamos en un momento al “tenemos lo que nos
merecemos”. Tampoco es del todo justo este sentimiento de culpa, pero no carece de
motivos. La falta de educación democrática en España es todavía insoportable después
de que se hayan cumplido 40 años de la muerte del Caudillo.
Conviene hablar en serio, aunque sea con humor, del sí y del no en la representación. La
novelista Marta Sanz ha ganado el Premio Herralde con una magnífica novela
titulada Farándula(Anagrama, 2015). La voz de la narración confiesa que el término
farándula esconde una mezcla de faralaes y tarántula, es decir, de los entretenimientos superficiales de la sociedad del espectáculo y de los venenos y picaduras profundas
de la existencia mercantil que llevamos.
El mundo del teatro es una buena metáfora para contar la vida de hoy. Pero no se trata
sólo de denunciar las mentiras de la representación que caracterizan las promesas
políticas y los cantos de sirenas de la publicidad. El teatro moderno consolidó sus raíces
en la representación pública de lo privado. Cuando se abre el telón, se descorre la pared
del cuarto de estar en el que sucede nuestra vida cotidiana. Así que hablar en serio de
teatro supone buscar el punto de articulación en el que los intereses privados de cada
uno se relacionan con la vida pública.
Los protagonistas de la novela de Marta Sanz son actores y actrices que viven su profesión de distinta manera. Nos encontramos, por ejemplo, con el actor de éxito que
gana mucho dinero y que al mismo tiempo firma manifiestos contra el paro y las injusticias sociales, poniendo en riesgo su carrera por las antipatías que despierta en el público
una toma de postura política. Nos encontramos también con la actriz joven que decide
participar sin pudor en un reality show para abrirse paso gracias a la popularidad que
otorga la telebasura.
¿Quién es más comprometido, más ideológico? El compromiso político con nuestra
cultura dominante es mucho más fuerte en el reality show que en el manifiesto. La
articulación de la farándula vital, las relaciones privado-público en la ley de la oferta y
la demanda, nos convierten a todos en actores. El electoralismo y el populismo televisivo son un aspecto más de la realidad virtual en la que vivimos. Y el vivir sin principios
no augura buenos finales.
El pintor chileno Roberto Matta, uno de los más grandes artistas del siglo XX, regaló
al pueblo de Sanlúcar de Barrameda una escultura que se colocó en Bajo de Guía, junto
a la desembocadura del Río Guadalquivir. Un buen lugar para que España mire hacia
América. Pero el ayuntamiento socialista de Sanlúcar, sin duda animado por una demanda popular, ha decidido quitar la obra de Matta para sustituirla por una imagen de la Virgen del Rocío.
El concejal de Ahora Madrid Guillermo Zapata opina que no es necesario quitar los
nombres y los símbolos franquistas del callejero de Madrid porque hay otras cuestiones
prioritarias. ¿Para quién? ¿Para qué? ¿Y cuál es la incompatibilidad?
¿Nos representan nuestros políticos? Que cada uno de nosotros haga examen de conciencia.
Todos náufragos
El periodista Ramón Lobo ha vivido como corresponsal de guerra casi todos los conflictos de la historia reciente. No hay una balacera que se haya perdido. Los Balcanes, Sierra Leona, Irak, Siria, Nigeria… Sin embargo nunca había asumido una tarea tan
peligrosa como la de escribir la crónica de su familia. Eso es lo que ha hecho en Todos
náufragos (Ediciones B, 2015), la historia de su vida enredada con la evocación de varias generaciones de Lobos y de otros animales domésticos. La confesión, los retratos y las meditaciones sociales se mezclan en un libro que es el
dibujo íntimo del tiempo colectivo, un mundo de herencias sentimentales que nacen en
los sueños republicanos, se cortan en la Guerra Civil, fermentan como un moho tóxico
en la posguerra y desembocan en una democracia imperfecta. Ramón Lobo habla de su
padre y de su abuela Pilar con el realismo descarnado que usa al describir un genocidio.
La literatura tradicionalista del siglo XIX hizo de la familia el refugio de los buenos
sentimientos, esas verdades del corazón alejadas de la mezquindad de la vida pública.
Por eso la literatura rebelde tomó entre ceja y ceja a la familia y denunció la microfísica del poder y la violencia escondida en los salones de estar y en las alcobas. Federico García Lorca ajustó cuentas con la represión en La casa de Bernarda Alba. Su amigo Luis Cernuda escribió uno de sus poemas más duros, “La familia”, para definir un
ambiente de rutinas basadas en la incomprensión y en el dogma: “Con Dios y con moral
te proveyeron / recibiendo deleite tras de azuzarte a veces / para tu fuerza tierna doblegar a sus leyes”. Ramón Lobo no se queda atrás al evocar las bofetadas de su padre, el autoritarismo
desquiciado de la abuela Pilar y la avaricia miserable de la tía Josefina, un ser roído por
el resentimiento, el odio y la ignorancia. Los hijos de esta tía paterna acudieron al entierro de su madre para brindar con champán y asegurarse de que estaba muerta. No se trata sólo de un testimonio personal, sino del relato de unasgeneraciones marcadas por el dogma autoritario y clerical del franquismo. La ética republicana del bisabuelo Ramón y del abuelo Ramón, se deshizo en manos del golpe de Estado de 1936 y
abrió el camino para que el padre Ramón impusiese el paso militar de la División Azul
sobre la infancia, adolescencia y primera juventud del nieto Ramón. Los silencios, tristezas, gritos, castigos, guantazos y rebeldías privadas tienen su historia social.
Parece ser que los mejores corresponsales de guerra se forman en los conflictos familiares y viven su vocación como un modo de huir de una historia privada difícil. Los tiroteos balcánicos suavizan el fuego amigo del hogar. Pero esta crónica de guerra familiar
sólo funciona como ajuste de cuentas en un primer término. En lo profundo, tiene mucho más de ejercicio de conciencia, de búsqueda, de deseo de entender y de entenderse. La literatura suple aquí una conversación de verdades y reconciliaciones que el hijo
no pudo tener con el padre por culpa de una muerte prematura.
No se debe santificar a la familia por dogma, ni se la puede demonizar. Las primaveras
son imposibles sin el invierno. Es verdad que hay hijos que tienen derecho a romper con
el padre y padres que acaban con toda razón hasta las narices de sus hijos. Entre los
Ramones de la crónica se encuentran ejemplos para todo. Pero la realidad final es que
nuestra identidad depende de la relación con las personas que tenemos más cerca,
que la solidez sentimental y la identidad necesitan del amor. Sólo nos forma y nos transforma la convivencia. Los hijos educan a los padres tanto o más que los padres a los hijos. La lección de que el mundo es frágil, la lección más verdadera, se aprende en familia por un desamor, un abuso o por un hijo que sale de forma muy diferente a la esperada. Todos somos náufragos.
Los esfuerzos por conocer y comprender de Ramón Lobo no significan una renuncia a
las ideas y a los afectos propios, pero ayudan a descubrir matices que hacen menos ma-
los a los enemigos y ponen en su lugar a algunos personajes mitificados. También los
parientes del exilio mexicano o de la civilizada democracia británica esconden sus secretos. Esta crónica íntima, escrita con la dinámica circular de las obsesiones, demuestra
quenada nos hace madurar más que el esfuerzo por conocer la verdad.
Ramón Lobo ha hecho en este libro lo que la democracia española no se atrevió a hacer
ante el pasado franquista. El silencio y el engaño no son una solución. El deseo de saber no supone un esfuerzo para abrir heridas. Sólo la verdad es higiénica, justa y reparadora.
Enhorabuena, querido Ramón, compañero de infoLibre. Sólo te hago una precisión:
Rafael Alberti permaneció en Madrid y vivió hasta el final su defensa. A Valencia
fue por unos días en 1937 para participar en el Congreso de Intelectuales Antifascistas.
Siento ponerme redicho en este punto, pero es que Rafael pertenece a mi historia familiar.
Palestina
Las fotografías a veces son un testimonio directo del horror. Cuando el 28 de septiembre
de 1944 el ejército ruso entró en el campo de concentración de Klooga, situado en el
norte de Estonia, descubrieron uno de los últimos espectáculos de la barbarie nazi. Las
fotografías no sólo hablan del mal a través de los cuerpos famélicos de los supervivientes. Hacen incluso más daño cuando muestran la eficacia industrial moderna aplicada a la muerte. Antes de retirarse del Báltico, los soldados de Hitler programaron el asesinato de más de
dos mil prisioneros. Se trataba de asesinar y de hacer desaparecer los cadáveres en
muy poco tiempo. Para lograrlo, levantaron con disciplina geométrica enormes piras de
leñas y muertos. Un cadáver, un tronco, otro cadáver, otro tronco. Al avanzar más deprisa de lo esperado, los soldados rusos pudieron fotografiar algunas piras que no habían
llegado a arder. Es la arquitectura del horror.
Otras veces nos puede llegar el horror a través de una sonrisa. Ocurre después de
las catástrofes, cuando vemos fotografiada la normalidad justo antes de que ocurra la
tragedia. Las niñas que van a la escuela, las familias que se reúnen a comer, la muchacha que se prueba un traje de boda, los vecinos que celebran una fiesta o una competición deportiva no saben que unas horas, un mes, un año después, la muerte va a abrir la
puerta para entrar en la habitación del tiempo inmovilizado.
Teresa Aranguren y Sandra Barrilaro acaban de publicar el libroContra el olvido. Una
memoria fotográfica de Palestina antes de la Nakba. 1889-1948 (Ediciones del oriente
y del mediterráneo, 2015). La normalidad de los niños que juegan, de los campesinos
que recolectan las olivas, de las mujeres que se reúnen en una asociación feminista o de
las bandas de música en unos estudios radiofónicos, grita desde las fotografías cuando
sabemos que todo estaba condenado a desaparecer en poco tiempo por culpa de los
intereses coloniales británicos y del terrorismo sionista.
Los grandes crímenes buscan la complicidad de la manipulación histórica. La sociedad
actual ha silenciado la barbarie que supuso la creación del Estado de Israel. Barbarie, en
primer lugar, ideológica: hay mucha violencia en la idea de fundar un Estado definido por la pureza nacional de una raza.Barbarie, en segundo lugar, política: sir Arthur
James Balfour, ministro de Exteriores de Su Majestad, decidió apoyar la creación en
1917 de un Hogar Nacional Judío sobre una Palestina habitada por un 76 % de árabes,
un 11 % de cristianos y un 10,6 por ciento de judíos. Cuando en 1947 se decidió finalmente la división de Palestina, los judíos, que poseían sólo el 6 % del territorio, recibieron el 56 %.
Finalmente hubo también barbarie terrorista. En julio de 1946, un atentado sionista dinamitaba el hotel King David en Jerusalén, cuartel general británico, y causaba más de
90 muertos. El imperio de Su Majestad abandonó la colonia. Ya con las manos libres, la
cúpula sionista ideaba el Plan Dalet para arrasar a la población palestina. 418 localidades fueron destruidas a sangre y fuego en los meses previos a la creación del Estado
de Israel. Los textos de la periodista Teresa Aranguren y de los historiadores Johnny
Mansour, Bichara Khader y Pedro Martínez Montávez explican de forma minuciosa este
proceso de barbarie, impunidad y silencio.
Memoria terrible que se rescata del olvido. Pero nada conmueve más que la sonrisa
de una niña sentada en el pupitre de una escuela, habitante de un mundo normal y de
una esperanza de futuro que iba a ser cancelada por la barbarie. Al leer Contra el olvido,
he verbalizado un sentimiento que me asaltó después de los atentados de Atocha en
2004 y que ha vuelto a mí con los recientes asesinatos salvajes de París. Espero explicarme: en la dinámica del terrorismo fundamentalista islámico, me parece menos grave
el terrorismo que la condición del fundamentalismo islámico.
El error de Europa y de Estados Unidos es pensar que la solución consiste en acabar con
los asesinos. Y el verdadero peligro para el futuro social del mundo es una concepción medieval de la religión incapaz de convivir con una cultura laica que sabe separar
la conciencia privada de lo público, es decir, lo que es pecado y lo que es delito. Más
grave que las dolorosas muertes de Atocha y de París resulta para mi sentimentalidad
democrática que haya, por ejemplo, en Arabia Saudí 12.261.840 mujeres condenadas a
una esclavitud de origen religioso, un credo que las aboca a la humillación desde su nacimiento. La rabia que Galdós sentía al escribir Electra en la España de 1901 [lea la
obra en PDF], deberíamos sentirla nosotros multiplicada por cien en el mundo de 2015.
De nada sirve acabar hoy con el terrorismo si se utilizan medios que están llamados a
alimentar mañana el fundamentalismo. Una civilización no se puede asumir si no se
ofrece como algo asumible. La civilización democrática occidental ha actuado como
enemiga y violadora del mundo árabe de un modo pertinaz. Una fecha muy significativa es 1917, el año en el que sir Arthur James Balfour decidió apoyar la creación de
un Hogar Judío en Palestina. Desde 1948 se han violado los acuerdos de la ONU, se han
permitido matanzas y crímenes de Estado con total impunidad y se ha consentido la
conversión de los territorios palestinos en campos de concentración. Resolver políticamente esta tragedia es más útil que bombardear Siria. Hacernos respetables es decisivo
para ser tratados con respeto.
El futuro pasa por devolver a las niñas palestinas la sonrisa limpia con la que nos miran desde estas fotografías anteriores a 1948.
Votar sin miedo
Se puede votar con dudas, pero no hace falta votar con miedo. De todas las formas
de cobardía que nos acompañan a lo largo de la vida, la más innecesaria es la del voto
miedoso.
Las dudas son inevitables en una sociedad que ha convertido el tiempo en actualidad, en
hecho inmediato, y la información en murmullo. Hablamos mucho del ruido informativo, pero está tan generalizado y
nuestros oídos se han habituado tanto que prefiero usar la palabra murmullo, un
término que, además, se adapta bien a la otra característica de nuestra sociedad: la sospecha.
Las encuestas electorales son ya la nueva forma del rumor. Más que ofrecer información, pretenden ocupar el espacio que antes protagonizaban los rumores cortesanos. El
poder siempre ha sabido utilizar la confusión entre los saberes y los rumores. Por
eso hay tantas encuestas cocinadas, tanto juego con la existencia líquida, la volatilidad y
el instante. Nuestra vida parece ya un puro rumor. De ahí el imperio de las indecisiones.
Dudar no es malo, pero se convierte en una estrategia de la mentira cuando las dudas
están provocadas por el miedo. Dudar resulta lógico porque el mundo no es perfecto,
porque el absolutismo se queda vacío en cuanto nos tomamos las cosas en serio y
porque muchas veces no estamos de acuerdo ni siquiera con nosotros mismos. Pero el
deseo de no caer en la existencia volandera y rumorosa no tiene por qué significar un
regreso a la corteza pétrea de los dogmas. La búsqueda de matices suele componer un
buen equipaje.
Es una de las enseñanzas de la poesía. La otra enseñanza consiste en reconocer las verdades de la lentitud. Hay muchos adornos, retóricas, agitaciones, pero la emoción profunda surge cuando un poema se parece al olor de la tierra mojada por la lluvia, o
al bienestar que provoca el sol de invierno al rozarnos la piel, o al calor de un cuerpo.
La rutina del vivir, eso que se llama la vida cotidiana, se parece más a un tren de largo
recorrido que a la firma de una sentencia de inmediato cumplimiento.
Los que usan el miedo para reclamar apoyo pretenden decirnos que de un voto pueden
salir cataclismos y grandes desastres. No es verdad. Después del domingo electoral,
amanece como siempre un lunes, las cafeterías sirven desayunos, la gente acude a sus
quehaceres y la ciudad sigue con sus hábitos. Así que las tragedias no tienen que ver con
el voto repentino. Tienen mucho más que ver con las dinámicas lentas de la vida cotidiana.
¿Es que el voto no es importante? Claro que sí, mucho. Pero es importante en la medida en que un gobierno puede influir en las rutinas de la vida. Por ejemplo, más
que el voto, a mí me asusta la mancha de desigualdad que se va extendiendo lentamente
por países como España, Francia o Alemania.
Sociedades incultas con tanta gente en el umbral de la pobreza y tantos trabajos precarios pueden provocar verdaderas locuras. Si la rutina del vivir se pudre corremos mucho
más peligro que cuando decidimos cambiar de tiempo y votar algo que tenga que ver
con nuestras ilusiones radicales, o con nuestras medias ilusiones, o simplemente con
nuestra conciencia. Votar de corazón es el mayor acto de prudencia, ya sea para quedarse solo, ya sea para participar en una esperanza colectiva. Lo que resulta siempre falso
es votar con miedo.
No se trata de creer o de descreer en las promesas electores. Si llegan nuevos gobernantes, hablarán, pactarán, gobernarán y harán lo que quieran o lo que puedan. Y no
pasará nada grave, nada que no sea propio de una rutina democrática. Por encima de los
espectáculos y los rumores, la memoria y la razón nos dicen que unos quieren, dentro de
lo posible, más que otros, y que unos se parecen, también más que otros, al sentido de
nuestro voto. Y nada más, no hay ningún peligro que salga de las urnas.
Pero lo verdaderamente peligroso es aceptar una rutina basada en la desigualdad,
el desamparo, la falta de amor, la incultura y el miedo. El mal se forma lentamente,
igual que el bien. Por eso conviene huir de la cobardía a la hora de votar y, sobre todo,
saber que nuestra modesta capacidad de intervención en la realidad no acaba en las urnas, sino que tiene que ver con los hábitos del día siguiente, con la lentitud de la vida,
con el tedio y las alegrías de la normalidad.
En la sociedad de la incertidumbre, después de dudar y decidir sin miedo, me queda una certeza: conviene que el futuro nos encuentre organizados. A mí, además, me
encontrará leyendo.
La honestidad de una política alternativa
El cambio climático tiene desorientadas a la fauna y a la flora. Ser flor o ser pájaro resulta una tarea complicada cuando en el invierno se dan temperaturas primaverales. Las
cigüeñas no saben si cumplir los ciclos migratorios y las enredaderas dudan entre secarse o dar nuevos capullos. Sólo hay algo más desorientado que la vida natural: la política
española.
Las organizaciones que trabajan en favor del dinero, pese al apoyo mediático que reciben, están pagando una factura de despecho popular por culpa de la corrupción.
Además de sistematizar la desigualdad, han querido programar de forma descarada la
rapiña individual. Los ciudadanos del bienestar suelen cerrar los ojos en épocas de negocios felices, pero se indignan cuando la necesidad aprieta.
Las organizaciones que quieren trabajar en favor de las personas viven una encrucijada
interna. A mí me preocupa –por identificación personal– el destino de Izquierda Unida y
de Podemos, dos organizaciones que, no me cabe duda, han querido y quieren dignificar
la realidad difícil de la gente. Se habla de votos perdidos, de frente común, y se levantan
quejas para afirmar que la falta de un pacto limita los resultados. Esto es así, pero no
conviene olvidar que la decencia interna es imprescindible también para ofrecer soluciones en la plaza pública. La deshonestidad no sólo tiene que ver con el dinero que se
roba. Puede afectar, sin rapiña alguna, al funcionamiento interno de las organizaciones,
a su decencia política.
Po ejemplo: me parece deshonesto seguir hablando de pactos o de unidad en nombre de
Izquierda Unida. Es más honrado hablar del Partido Comunista, porque Izquierda
Unida desde su fundación no ha sido otra cosa que una máscara electoral. Desde un
punto de vista histórico, esto no representaba un problema para las personas situadas a
la izquierda del PSOE. El comunismo, en España, no ha generado nunca un aparato oficial de dictaduras estalinistas o populistas, sino campos de luchas muy dignas contra el
fascismo y ámbitos heroicos de resistencia clandestina en la conquista de la democracia.
Así que estar junto al Partido Comunista no fue un problema ideológico para los militantes de Izquierda Unida que quisieron oponerse a las políticas neoliberales de Felipe
González o de José María Aznar, de José Luis Rodríguez Zapatero o de Mariano Rajoy.
Pero enseguida hubo graves problemas en la organización interna. Al no refundarse el
PCE en Izquierda Unida, al no diluirse en la nueva organización, se produjo una dinámica en la que un aparato sectario asumió como tarea principal el control de su máscara electoral, sacrificando cualquier posible propuesta de modernización y la configuración de la nueva mayoría de izquierdas exigida por los cambios sociales en España. Esto
hizo saltar por los aires la fraternidad, un valor imprescindible en el pensamiento alternativo y en la dignificación de la política. El enemigo estaba en casa, todo se analizaba
en clave de conspiración, traición o control interno. Si no quedaba bajo el mandato del
PCE, cualquier aportación de militantes de IU se consideraba hostil.
Las cosas se pusieron muy difíciles cuando la Izquierda Unida de Gaspar Llamazares
trabajó para conseguir, durante la primera legislatura de Zapatero, avances sociales muy
claros en las leyes de dependencia, interrupción del embarazo, memoria histórica y matrimonio de personas del mismo sexo. Algún mandarín del PCE, más famoso por su
rencor y sus calumnias que por su trabajo al servicio de IU, no paró de denigrar al coordinador y de exigir el fortalecimiento del Partido. Quienes conocen la vida interna de IU
no pueden dejar de sonreír al ver con qué facilidad se han prestado a liquidar Izquierda Unida esos dedos admonitorios que antes denunciaban en cualquier discusión
una conjura secreta para pasarse al PSOE.
Pero la falta de fraternidad llegó a su punto extremo cuando las elecciones europeas dieron un resultado llamativo a Podemos. Muchos jóvenes comunistas, sin más puesto de
trabajo que la política, se pusieron nerviosos al pensar en el futuro. Lo primero que pactaron fue cargarse al cabeza de lista de IU en las elecciones europeas, nombrado poco
antes con su apoyo, en oposición a quienes habían defendido primarias y una verdadera
renovación electoral de la organización. Willy Meyer es un comunista de la vieja guardia, un camarada que muy posiblemente no debería haber sido cabeza de lista en 2014.
Pero es una persona honrada. Echarlo del Parlamento europeo bajo sospecha de corrupción, a causa de las ambiciones de algunos jóvenes, fue una canallada. Hubiera sido
más decente no aprobar en la asamblea de IU su candidatura en nombre de los intereses
del PCE.
La falta de fraternidad alcanzó a partir de ahí grados inenarrables. El sector del PCE
partidario de Alberto Garzón perdió la asamblea de Madrid. Más que por un esfuerzo
conjunto de necesaria renovación interna, este sector apostó por liquidar la organización
y pasarse a Podemos. De manera inmediata se trabajó contra los otros afiliados del PCE
y contra los militantes independientes. Estoy hablando de 5.000 militantes expulsados.
Para justificar semejante decisión no se dudó en hundir electoralmente a IU en las elecciones municipales y autonómicas de 2015, y en crear la fábula de que la Federación
de Madrid era la culpable de todas las corrupciones de Bankia. Un par de corruptos
mancharon a toda una organización con ayuda de los labios de la mentira. Después, machacado desde Madrid el prestigio nacional de IU, se quiso modelar una máscara nueva:
Unidad Popular.
La farsa llegó a extremos intolerables en Andalucía. Se robaron urnas y se falsificaron
las primarias de Sevilla para evitar que el candidato elegido no estuviese bajo las órdenes directas del PCE, sector Antonio Maíllo, es decir, sector Alberto Garzón.
Vamos a ser honestos: no se puede acusar a Podemos de no haber querido pactar con la
nueva máscara del PCE. El núcleo dirigente de Podemos viene de Izquierda Unida. Pensó en fundar un nuevo partido cuando comprobó que el PCE no estaba dispuesto a dejar
que nada viviese fuera del control de su dirección. Un acuerdo hubiese supuesto dejarse
devorar y convertir a Podemos en una nueva farsa electoral. Los malos resultados de
IU son culpa de su inmovilidad, primero, y luego de unas maniobras estúpidas que han
acabado con su propia razón de ser. No sé qué es más grave, si la ambición necia de
unos o la parálisis suicida de los otros.
Repito: seamos honestos. Quien considere que Podemos es una solución política para
la transformación social de España no debe pretender convertirlo en una máscara de otra
organización acostumbrada a la conjura interna. Y quien considere que Podemos se va a
parecer en el futuro más al PSOE de Felipe González que a una fuerza transformadora,
deberá pensar en una organización nueva en la que resistir, pero ya sin el tutelaje de un
Partido Comunista que hoy sólo tiene rencores que ofrecer.
En la última Presidencia Federal, Enrique Santiago, ínclito candidato de Unidad Popular, se permitió una broma zafia sobre la dicción del Secretario General del PCE, José
Luis Centella, afectado de un problema de frenillo. Muchos de los que respetamos la
historia del PCE agradeceríamos que sus responsables humanizaran y abreviasen la
agonía. No tiene sentido mantener una organización en la que los jóvenes han heredado todos los defectos de sus mayores y ninguna de sus virtudes.
¿En qué transición estamos?
Después del resultado de las elecciones del 20 de diciembre, con la quiebra de mayorías
y el voto repartido, se invoca una vez más el espíritu de la Transición para favorecer el
diálogo y los acuerdos. Y una vez más se juega con el ejemplo español, el camino conciliador para conseguir la democracia, sin precisar bien qué ocurrió en aquellos años
de difíciles tensiones, conquistas y derrotas.
Más que una mirada objetiva a la historia de la Transición, en España se han forzado por
lo general dos interpretaciones sesgadas. La versión oficial sacralizó un tiempo perfecto,
monárquico, protagonizado por verdaderos padres de la patria. Después llegó una lectura contraria, demasiado simple desde el punto de vista histórico e intelectual, en la
que todos los responsables del cambio fueron unos traidores. Los partidarios del orden
establecido tuvieron mucho interés en defender la primera opción, apostando por el contrasentido de una Transición perpetua. Los cansados del bipartidismo y de la corrupción
institucional se sintieron atraídos en los últimos años por el camino del descrédito absoluto.
En muy pocas ocasiones se atendió con objetividad a un tiempo en el que las élites económicas del franquismo tuvieron la necesidad de cambiar para perpetuarse después de
la muerte del dictador y para entrar de lleno en los negocios del capitalismo europeo.
No hubo batalla real entre la dictadura y la democracia. Hubo tensiones entre dos ideas
de democracia: una que se ponía al servicio de las élites económicas de siempre y otra
que buscaba la transformación social y la igualdad.
Más que una traición, ocurrió que las élites económicas vencieron a los movimientos
sociales que a lo largo de muchos años de clandestinidad habían luchado por una democracia social. Eran más más fuertes. Y contaron con la ayuda indispensable del miedo a
un golpe de Estado. Pero no es bueno olvidar que para perpetuarse, las familias del dinero franquista necesitaron renunciar a bastantes privilegios. No fue poco lo que conquistó la sociedad española progresista.
Con la llegada de la crisis y el debilitamiento de las organizaciones sociales, las élites
económicas vieron la oportunidad de recuperar los privilegios perdidos. Los agitadores
de izquierdas no son los que han roto con la Transición. Son las élites económicas del
neoliberalismo las que recuperaron su prepotencia franquista al verse con las manos
libres para desmantelar los derechos laborales y sociales.
Los lectores de este periódico hemos leído la noticia de que el Fondo de Población de la
ONU confirma que han vuelto a España los índices de desigualdad de los años 80. De
eso estamos hablando. Los lectores de este periódico también nos hemos acostumbrado
a leer noticias sobre la impunidad real de las grandes familias, empresas y multinacionales que manipulan precios, falsifican la competencia, estafan, trafican con obras de
arte y evitan pagar impuestos de forma legal o con cuentas secretas en paraísos fiscales.
Conviene recordar estas cosas en la situación política actual que vive España. Más que
entender el acuerdo con espíritu de ingenua bondad navideña, necesitamos preguntarnos en qué Transición estamos. ¿Acuerdos o desacuerdos para que las élites económicas mantengan sus privilegios? ¿Acuerdos para recuperar los derechos laborales y sociales perdidos y empezar así una nueva democracia?
La situación es paradójica. Parece que la realidad política aboca al desacuerdo y a nuevas elecciones, mientras la realidad social permite aprovechar la ocasión para democratizar por fin la economía española. La avaricia del gran capitalismo ha sido tanta y la
corrupción de algunos políticos tan grave que el malestar social ha quebrado el paisaje
parlamentario que permitía su prepotencia. El mundo del dinero está asustado, el in-
vento de Ciudadanos no ha salido tan bien como esperaban. Están en la obligación a
hacer de nuevo concesiones.
La izquierda podría conseguir que estas concesiones fuesen ahora más profundas y para
siempre. ¿Pero lo permite la realidad política? Nada más saberse los resultados, Pablo
Iglesias propuso líneas rojas para llegar a acuerdos con el PSOE. El referéndum sobre la
autodeterminación de Cataluña levantó un verdadero griterío en la cúpula socialista. Es
una línea roja que le viene bien a las dos formaciones. El PSOE oculta así el verdadero
problema de una parte decisiva de la cúpula: modificar su relación con las élites económicas que gobiernan en España y en Europa. Podemos, consciente de que ahora recoge
el nuevo voto social, el mismo que Felipe González arrastró en el 82, parece interesado
en forzar unas nuevas elecciones y suplantar al PSOE en la política nacional.
Son posturas a corto plazo, coyunturales, que pueden volverse en contra de sus protagonistas. El PSOE tal vez demuestre su definitiva inutilidad a la hora de responder a los
problemas españoles (incluida la organización territorial). Podemos corre el peligro de
sustituir al PSOE en todo…, hasta en su felipismo. No es que todo el mundo vea en
eso un peligro. Pero yo sí.
Un acuerdo es difícil, está lleno de problemas, nos aboca a la incertidumbre. Pero me
parece la única posibilidad de que las élites económicas no vuelvan a salirse con la
suya.
No a la dimisión de Rita Maestre
La Conferencia Episcopal huele a sotana acre, a soberbia avinagrada, a semen rancio y
seco. Si Dios existe, y eso es una cuestión particular de cada uno, hablaría muy mal
de él que se sentara junto a los obispos, en olor de ambición, medievalismo y poder,
en vez de acompañar a los cristianos que viven por amor la actualidad furiosa de la pobreza.
Rita Maestre, concejal y portavoz del Ayuntamiento de Madrid, será sentada en el banquillo de los acusados el próximo 18 de febrero. Se la juzga por haber participado en
una protesta estudiantil en marzo de 2011. Un grupo de alumnas se quedaron desnudas
de cintura para arriba como protesta por las vinculaciones de la Universidad Complutense con la Iglesia Católica. ¿Qué sentido tiene que se mantenga una capilla en una
universidad pública? ¿No es esta capilla la verdadera agresión a un Estado aconfesional?
Las iglesias y las capillas han maltratado a lo largo de los siglos a muchas personas partidarias de la libertad de conciencia. Pero se han ensañado especialmente con las mujeres. La artista sueca Milo Moire se desnudó hace pocos días ante la catedral de Colonia
para protestar por las agresiones masivas que las mujeres de la ciudad sufrieron en Nochevieja. Su cartel decía: “Respetadnos, no somos animales de caza aunque estemos
desnudas”.
Cuando se pretende humillar, negar, invisibilizar a alguien, el orgullo del propio cuerpo
es una respuesta de afirmación. Frente a los paradigmas clasistas de cualquier tipo,
aceptar la verdad del propio cuerpo es el origen de la libertad. La historia negra se ha
escrito para aniquilar y penalizar la dignidad del cuerpo. Heredamos una historia de
cuerpos quemados, abiertos a latigazos, torturados, mercantilizados, despreciados
por sus diferencias, condenados a la vergüenza por no adecuarse a los mandatos de
turno. Malditos paradigmas. Cuando una sociedad cruel está por medio, la belleza nunca
es la verdad si no es capaz de convertirse en protesta y en desnudo.
Las agresiones a las mujeres en Alemania o en España no pueden explicarse como consecuencias en abstracto de una Religión, una Cultura o una Raza. Son efectos de una
ideología machista que penetra de forma agresiva en las religiones, las culturas y
las razas. La Conferencia Episcopal, por ejemplo, está impregnada de un radicalismo
machista peligroso. Tiene tan interiorizada su prepotencia que considera natural exigir
privilegios e intervenir de forma agresiva en la vida pública. Todos los que consideramos que el laicismo es una de las raíces fundamentales de la democracia hemos vivido
en España condenados a la indignación. Aquí resulta difícil no sentirse anticlerical y hay
que hacer un ejercicio constante de prudencia para no blasfemar. Yo procuro acordarme
de los cristianos decentes a los que he visto convertir su fe en un compromiso de solidaridad y amor.
Nací bajo el Concordato de 1953. El Vaticano prestó apoyo internacional a Franco, un
dictador muy cruel condecorado por el Papa con la Orden de Cristo. Llegué a la mayoría de edad y a la democracia para asistir a una Constitución con trampa católica. Se
aceptaba el carácter aconfesional, pero se asumía la necesidad de “cooperación” con la
Iglesia Católica y las demás confesiones. La alusión concreta a la Iglesia justificó después que se mantuvieran los acuerdos con la Santa Sede de 1976. La Conferencia Episcopal ha lastrado las directrices de la educación primaria y secundaria con sus insaciables exigencias. La Conferencia Episcopal saquea el bolsillo de los contribuyentes
con mil formas de financiación. No paga IRPF, no paga IVA, no paga la contribución
urbana, ni los impuestos de sucesión, ni los de donación. Y, por supuesto, considera
muy normal que haya una capilla católica en la Universidad Complutense y que se pueda coartar la libertad de expresión con la amenaza de un “delito contra los sentimientos
religiosos”. ¿Y los sentimientos de los que no somos católicos?
Cuando leo declaraciones del obispo de Córdoba afirmando que la Unesco tiene un plan
para que se haga homosexual la mitad de la población mundial, ¿quién me defiende a
mí? Cuando el mismo obispo dice que la fecundación in vitro es un aquelarre químico,
cosa del demonio, y que los varones deben ser muy varones para representar la autoridad, ¿quién me defiende a mí? Cuando oigo al obispo de Alcalá de Henares comparar la
interrupción voluntaria del embarazo con los trenes de Auschwitz, ¿quién me defiende
a mí? Cuando veo que el arzobispado de Granada encubre a sacerdotes que abusan de
menores y publica un libro titulado Cásate y sé sumisa, ¿quién me defiende a mí?
Lleguemos a un acuerdo. Que nadie me defienda, yo sé defenderme y desnudarme solo.
Pero que el Estado no subvencione con mi dinero a una agresiva Conferencia Episcopal
que huele a sotana acre, a soberbia avinagrada y a semen rancio y seco.
Normalmente se escriben artículos para pedir la dimisión de los políticos. Yo escribo
esta columna para exigirle a Rita Maestre que no dimita. Y lo exijo en nombre de
todos los que a lo largo de la Historia han soportado hogueras, látigos y cárceles en
nombre de la libertad de conciencia. Y lo pido en nombre de los que nacimos bajo una
dictadura justificada desde Roma por la gracia de Dios. Y lo pido en nombre de Voltaire,
y de Rosalía de Castro, y de Pérez Galdós, y de María Zambrano, y de Luis Cernuda. Y
lo pido en nombre de toda la ciudadanía que se indigna cada vez que un obispo se siente
con derecho a condenar al infierno lo mejor de nuestra filosofía, nuestra política y nuestra ciencia. ¡Con el trabajo que cuesta avanzar, no se puede dimitir del progreso ético!
Hacienda no somos todos
Escribo el título del artículo y siento que debo pedir perdón a los lectores por volver a
una frase y a un asunto que ya están en el pasado. Doña María Dolores Ripoll, abogada
del Estado, pronunció la frase al principio de esta semana. Hace sólo unos días del susto, pero un lunes queda muy lejos de un domingo dentro la dimensión del tiempo en la
que hemos instalado nuestra vida. Hemos recortado el valor de la memoria hasta
unos extremos que pueden dejarnos sin futuro. El pasado hecho sombras acaba
por oscurecer el porvenir.
Por fin se celebraron las primeras sesiones del juicio en el que está involucrada la infanta Cristina. La abogada del Estado afirmó que el lema “Hacienda somos todos” es sólo
una campaña publicitaria. El sentido de esa declaración pudo ser una simple añagaza
jurídica, una ocurrencia de doña María Dolores. Como “Hacienda no somos todos”, la
infanta no debe ser acusada por una iniciativa popular. Pero en boca de una abogada del
Estado, no de una abogada defensora de la infanta, la declaración adquiere un significado muy grave desde el momento en el que una representante del espacio público
deja de defender el bien común para ponerse al servicio de un interés privado.
Que una campaña publicitaria repitiese la idea de que “Hacienda somos todos” no tiene
nada que ver con el carácter público de las instituciones. Con esa añagaza, la abogada
del Estado puede justificar cualquier tipo de corrupción. ¿Es de todos los madrileños la
hacienda de la Comunidad de Madrid? ¿Es de todos los andaluces la hacienda de la Junta de Andalucía? ¿Es todos los españoles la hacienda de España? ¿O se trata sólo de un
problema de los políticos en el Gobierno? Si llegamos a esa conclusión, estamos excluyendo a la ciudadanía del derecho a vigilar la corrupción y a exigir honestidad, una
idea poco justificable ya que es ella la primera víctima de los delitos relacionados con el
dinero público.
Cuando se trata, además, de temas que afectan a la Familia Real, este tipo de afirmaciones se convierten en una pregunta directa sobre el papel del Rey y el lugar de la
soberanía. ¿La soberanía española es de todos los españoles? ¿Descansa en el pueblo o
en los intereses de Felipe VI y su hermana? Por ahí podemos llegar a la idea de que una
Constitución no es más que un conjunto de afirmaciones publicitarias. Eso se acerca
demasiado a la realidad en algunas ocasiones, pero asumirlo como argumento de Estado
me parece un acto de cinismo inaceptable.
También se ha repetido a lo largo de la semana que la infanta Cristina de Borbón es la
primera persona de la familia real que se ha sentado en el banquillo de los acusados. Dicho así, puede parecer que doña Cristina es un bicho raro, una oveja descarriada dentro
de una familia modélica. Nada más alejado de la realidad. Con la historia en la mano,
la familia Borbón ha sido un nido de corrupciones y de negocios turbios. Es lo que
representan en España figuras como las de Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII, Alfonso XIII… Si no se sentaron en el banquillo de los acusados, fue porque la soberanía no
descansaba en el pueblo y las leyes no respondían a los intereses públicos.
Como sea aceptado su criterio, la frase de la abogada del Estado puede convertirse
en la mayor acusación contra la idea de que son posibles las monarquías democráticas. El descrédito de la Casa Real va a ser notable y va a darle buenos argumentos a
los republicanos en esta España en la que las instituciones no pertenecen a la ciudadanía
sino a las élites.
La legalidad pública se concreta en derechos privados. La dignidad pública depende
del mismo modo de la dignidad de las personas. Resulta necesario alabar como un
ejemplo la dignidad del juez Castro en todo este proceso, mientras fiscales y abogados
hacen encajes de bolillos con unos argumentos que ofenden a la dignidad colectiva.
Y acabo con una confesión, por la que le pido también disculpas a mis lectores. Aunque
mi corazón y mi razón son tricolores, me dio lástima la cara de desamparo de la infanta
sentada en el banquillo. Y pensé en mis hijos, mis hermanos y mis amigos. Si alguno de
ellos se viese en una situación parecida a la de doña Cristina, yo no mentiría, no afirmaría que son inocentes, no intentaría que se escapasen de la ley, no pediría que
los poderes públicos trabajasen al servicio de los intereses privados, pero les daría
mi apoyo humano, estaría junto a ellos en la puerta de los juzgados o de la cárcel, porque más allá de la inocencia o la culpa está el amor. ¿Eso se entiende?
Parece que la infanta está enamorada de su marido. No ha pedido el divorcio porque
se ha comportado más como una mujer que como una infanta al servicio de la
Casa Real. Además de un desafuero para el sentimiento democrático contemporáneo,
los reyes son la encarnación histórica de nuestra hipocresía. Sobre un futuro Gobierno
La propuesta de Pablo Iglesias de pactar con el PSOE y participar como vicepresidente
en un gobierno de progreso me parece buena, me parece feliz, me parece oportuna, me
parece necesaria. Utilizo la retórica de la anáfora para darme ánimos, porque me apena
que lo normal se haya convertido en algo tan justificadamente sospechoso. Y quiero
convencerme de que más allá de las estrategias y las interpretaciones, lo bueno es
bueno, lo feliz es feliz, lo oportuno es oportuno, y lo necesario es necesario.
Suscribo las palabras de Pablo Iglesias. Hace falta en España un Gobierno de progreso que acabe con las políticas clasistas del neoliberalismo radical, y para eso es necesario ahora que gobierne el PSOE, pero que no gobierne solo. Podemos debe entrar en
el gobierno. Los resultados electorales ofrecen una ocasión que no se puede perder. Si
quiere consolidar una verdadera utilidad política, el verbo Poder deberá meditar tanto en
lo que se puede ganar como en lo que no se puede perder.
¿Queda en peligro el futuro del PSOE por aceptar el reto y negociar con Podemos?
Reacciones de indignación como la de Pérez Rubalcaba me invitan a participar en la
nutrida serie de cábalas sobre las actuales necesidades del PSOE. ¿Qué es peligroso
para el PSOE en la España de 2016? Mi respuesta: figuras como la de Felipe González y Pérez Rubalcaba, aliadas de forma escandalosa con el mundo del dinero, la banca
y los medios de comunicación que obedecen las órdenes del IBEX-35.
Dentro de unos días van a ser juzgados 8 sindicalistas de Airbus por ejercer el derecho legítimo de huelga en la jornada del 29 de septiembre de 2010. El fiscal pide 8
años y 3 meses de cárcel para cada uno. Cuando Rodríguez Zapatero decidió obedecer
las órdenes del capitalismo neoliberal más duro en su segunda legislatura, se encontró
con la oposición de los sindicatos. Su ministro de interior, Pérez Rubalcaba, planeó una
estrategia de desmantelamiento de los sindicatos. El día de la huelga general contra la
reforma laboral mandó dos dotaciones de policía a las puertas de Airbus, la empresa
simbólica del sindicalismo español desde la que Ignacio Fernández Toxo y Cándido
Méndez habían convocado la protesta. Los policías presionaron a los trabajadores, llegando a utilizar sus pistolas para provocar un altercado grave. La madurez y experiencia
de los enlaces sindicales evitaron una tragedia. La policía ni siquiera pudo hacer detenciones.
Pero a la mañana siguiente, en la rueda de prensa de los sindicatos para valorar la huelga, se colocaron sobre la mesa los 7 casquillos de las balas disparadas por la policía. Al
ministro Rubalcaba se le subió la soberbia autoritaria a la cabeza y se inventó una trama de castigo para acusar de agresiones a sus propias víctimas. Dejó una alfombra
de lujo para las leyes represoras del PP. Son figuras como Rubalcaba las que han dejado
sin crédito al PSOE. Y la misión prioritaria de Pedro Sánchez es la difícil tarea de intentar recuperarlo, negándose a firmar ese acuerdo con el PP del que parecen tan partidarios los felipistas. Más que con Rajoy, el PSOE debe entenderse con la UGT.
Para cambiar la política europea es conveniente que haya gobiernos progresistas en el
Sur. Y para eso es importante que los partidos socialistas rompan con el neoliberalismo
salvaje y dejen de confundir la estabilidad con la desigualdad. Hace falta también que la
izquierda reconozca una evidencia: debido a la configuración social europea, es imposible un cambio de política si no se cuenta con la militancia y los votantes de los
partidos socialdemócratas.
Como lector de Walter Benjamin, entiendo la historia como una forma del pasado incompleto. Creo que el ayer está inacabado, y que tomar decisiones sobre el presente
significa no sólo un acto de compasión con las antiguas víctimas, sino un desacato
contra los viejos gobernantes. Me ha renovado estas ideas la lectura de Esperanza sin
optimismo (Taurus, 2016), un libro del crítico literario Terry Eagleton. Confieso que la
alegría ante la propuesta de un gobierno del PSOE, PODEMOS e IU tiene que ver con
mi opinión sobre los dos políticos que en los últimos años más se han opuesto a esta
posibilidad: Felipe González, una persona muy lista, pero muy deshonesta, y Julio Anguita, una persona muy honesta, pero falta de luces y de solvencia intelectual. En España hay gente que tiende a confundir la solemnidad del púlpito con la inteligencia. Y esto
es un error grave, como denunció Antonio Machado al descubrir que debajo de los birretes y los profetas hay mucha cabeza hueca.
Emily Dickinson afirmó en un verso que había muerto dos veces antes de morir. Julio
Anguita se ha cargado dos veces a Izquierda Unida antes de la muerte final de IU.
Y las dos veces ha sido por culpa de su obsesión contra el PSOE. Primero se inventó lo
del sorpasso y la pinza con la derecha para acabar con los socialistas. Los devotos monaguillos de Anguita dicen que todo fue un invento del grupo Prisa y de Felipe González. Bueno, Prisa y González aprovecharon la ocasión desde luego. Pero en la faena de
González, Anguita se prestó a actuar como vaquilla. Se reunió con Aznar, se reunió con
Pedro J. Ramírez, pactó la estrategia, fracasó y hundió a Izquierda Unida en una España
que mantenía como prioridad su experimentado miedo a la derecha.
El segundo capítulo se puso en marcha con la dichosa idea de “Unidad Popular”. En
Europa campaba el neoliberalismo. En España, ese mismo neoliberalismo convertía la
idea de “organización colectiva” en su máximo enemigo, ya fuese en su aspecto sindical
o político, con la ayuda inestimable de los populismos televisivos. El pacto de IU y el
PSOE daba frutos en Andalucía. Las encuestas profetizaban que IU podía contar con el
20 % de los votos… Y entonces llegó Julio Anguita y puso en marcha la idea de Unidad
Popular para un movimiento de masas que alcanzase el gobierno sin pactar con nadie y menos aún con el enemigo socialista. ¡Qué gran idea para destruir una organización!
Aunque hayamos soportado muchas idas y vueltas, celebro la propuesta de Pablo Iglesias. Me da igual que pueda ser una estrategia, me da igual que antes dijera una cosa y
ahora otra, me da igual que Alberto Garzón haya practicado sin escrúpulos el anguitismo para acabar gobernando junto a Pedro Sánchez…, yo sigo celebrando lo que creo
correcto: organización y acuerdos de gobierno contra el neoliberalismo. No se trata de
buscar cargos. Es que resulta imprescindible desalojar al PP de las instituciones, resulta
imprescindible una mayoría de gobierno progresista, resulta imprescindible un PSOE
que no se someta al neoliberalismo y resulta imprescindible una izquierda real y sin
califas. Porque en su búsqueda fundamentalista del paraíso suelen acabar dinamitando
su propio cuerpo y su propia organización. Mentiras y tragedias
Las mentiras no son trágicas mientras resulta posible volver a la verdad. Aunque los panoramas no contagien alegría y las curvas de la carretera pisen la desolación de los vertederos, quedan huecos para la esperanza. Siempre se puede llegar a un lugar de aire
limpio. Quedan las segundas, las terceras y las cuartas posibilidades.
El estado de la política oficial española está mal, pero la razón encuentra motivos para
no desistir. La dinámica del Partido Popular ha impuesto sobre la nación una condena de
mentiras. Se trata para sus dirigentes de que la ciudadanía conviva con el engaño.
Ejemplifico el vericueto falso de su estrategia en tres asuntos de actualidad:
1.- Afirman que baja el paro, cuando lo que en realidad sucede es que está bajando la
población activa. Es decir, menos gente se apunta a las listas del desempleo, pero la razón está en que muchos parados se van de España y otros desisten de buscar un destino
laboral. El paro, además, disminuye porque cada vez hay menos puestos de trabajo.
Con esta paradoja en la mano, el día en el que se muera de hambre el último español,
Mariano Rajoy podrá afirmar que ha terminado con el problema del desempleo. No habrá desde luego nadie en paro.
2.- Sacan pecho para sostener que las reformas educativas del Partido Popular han conseguido bajar los índices de fracaso escolar. Cada vez hay menos alumnado que abandone sus estudios. La verdad es que muchos jóvenes, en una sociedad de cultura consumista y fluidez económica, dejaron el instituto para ponerse a trabajar y conseguir el
dinero inmediato que necesitaban. Querían comprarse una moto, reventar las noches y
cumplir con una idea del paraíso identificada con los centros comerciales o con la moral
de la compra y venta. Al sufrir la crisis económica y la destrucción de empleo, la juventud encuentra ahora pocos motivos para dejar de estudiar. Es la triste realidad. Sólo
se estudia cuando no hay más remedio, lo cual no es raro en un mundo de espectáculos
televisivos que demuestran a diario una evidencia: el éxito en el amor y en la fama es
casi incompatible con la capacidad intelectual y con la vergüenza.
3.- Afirman que en el Partido Popular no hay imputados. Lo que ocurre es que el Gobierno del Partido Popular se precipitó a cambiar el vocabulario con un eufemismo reparador. Ahora se llaman investigados a los que antes se llamaban imputados. Que el
mismísimo presidente de Gobierno utilice esta triquiñuela define con claridad la situación de un país que convive con la mentira.
Pero no son mentiras trágicas, porque no liquidan la luz de una esperanza. De pronto
tres magistradas deciden no asumir la mentira propuesta desde el Estado y sientan en el
banquillo a la hermana de un rey. Se solucionó la mentira, y no sólo por la dignidad y
la independencia de las magistradas, sino por la energía de una opinión pública que está
dispuesta a darles su apoyo social contra tanto bufón de palacio. En la sociedad española persisten los esfuerzos de la mentira, pero la impunidad como sentimiento social se
ha acabado. Artur Mas no preside la Generalitat. La infanta se sienta en el banquillo.
Pujol y su familia se han quedado sin la coartada de su bandera. Por eso Rajoy, el amigo
de Bárcenas, el líder de la tramas de corrupción del PP, no puede ser presidente de
Gobierno. Si el Partido Popular quiere sobrevivir, deberá hacer con don Mariano lo que
ya ha hecho con su ruidosa escudería valenciana. Ya no se salva ni Rita. La formación
de un Gobierno compuesto por PSOE, Podemos e IU es en este momento una prioridad de consolidación democrática.
Hay otras mentiras que sí son trágicas. La más importante se llama Europa. Y no sólo es
humanamente trágica por la situación de los refugiados. Es trágica también por la condición misma de Europa que está evidenciando la crisis. Cuando se impide en el interior
de la Unión el libre movimiento de las personas, cuando se despoja a los refugiados de
sus bienes como los nazis despojaban a los judíos en los campos de concentración,
cuando deja de ser una urgencia política el respeto a la vida humana y el socorro a los
desamparados, uno tiene la sensación de que, más allá de la dureza sus políticos, Europa
entera está evidenciando la realidad de su condición.
Al calor de la Segunda Guerra Mundial, María Zambrano escribió un ensayo memorable, La agonía de Europa (1945), para hablar del eclipse de la piedad. Si toda crisis es
un ejercicio de revelación, el conflicto europeo no apuntaba a una simple coyuntura,
sino a una realidad constituida desde su raíz por las violencias nacionales. Este nuevo
eclipse de la piedad tampoco supone por desgracia una coyuntura. Es la revelación de la
Europa que hemos construido al servicio de una economía especulativa sin escrúpulos.
Su raíz está en las oficinas de los bancos y los fondos de inversión. La dinámica y las
fronteras europeas no responden al ser democrático. Si la soberanía cívica es una
mentira, la responsabilidad humana no tiene siquiera posibilidad de formularse. En esta
inercia sólo se pueden recuperar partes de soberanía a costa de los derechos humanos.
Libertad para ser injusto, no para hacer justicia.
Y aquí las mentiras sí son trágicas, porque no hay razón que permita la esperanza. Basta
con mirar hacia el paradójico destino de Angela Merkel. Como Alemania es la mayor
beneficiada por la quimera de esta Europa, intentó mantenerla en un primer momento
invitándonos al reparto solidario y al respeto de las libertades fronterizas acordadas en
el tratado de Schengen. Pero la propia Merkel ha debido recular y muchos países han
preferido romper la quimera y lanzarse al espectáculo de la insolidaridad radical. Es
la llamada de sus raíces.
Nuestras injusticias contra los que llegan de fuera evidencian la mentira que somos. La
imposibilidad europea tiene mucho de la fatalidad que caracteriza a la conciencia
trágica. Es más que una coyuntura. Creo que la alternativa está en asumir nuestra propia paradoja: deben recuperarse las soberanías nacionales necesarias para constituir otro
origen de Europa. Otra Europa.
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