Historia de vida

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ENCUENTRO CON LA LITERATURA
Siempre fui una niña inquieta. Lo que cariñosamente mis padres llamaban “un
culo de mal asiento”. Eso sí, con mucha necesidad de desarrollar mi capacidad creativa
fuese cual fuese la manera, pero incapaz de terminar cualquier tarea o meta que me
plantease.
Con la aproximación de septiembre, proliferaban los coleccionables que las editoriales
lanzaban al mercado; “Misterios de Egipto”, “Mi casa de Muñecas”, “El Cuerpo
Humano”, “Punto de Cruz”, etc.… Todo me llamaba la atención. Era un claro ejemplo
de aficionada a todo lo que por la televisión se anunciaba. Los spots televisivos lo
ofrecían de una manera tan atractiva y a un precio sospechosamente tan razonable…
¿Cómo resistirse?
A pesar de repetirse la misma historia cada inicio de curso, mis padres nunca cayeron en
la certeza de que, el entusiasmo que presentaba ante el hobby o capricho que a mi
petulancia se le antojase, no iba a convertirse en una constancia y que, por lo tanto, no
iba a terminar ninguna de esas actividades.
A medida que fui creciendo, mis “necesidades creativas” eran cada vez más
descabellados a la par que costosas; montar a caballo, esquiar, una repentina vena
pianística… ¿A quién pretendía engañar? Pues a ellos, y por qué no decirlo… a mí
misma. El colmo llegó el día en el que al terminar el instituto y llegar a casa, me
encontré en el salón un precioso piano porte con una enrome lazada roja que mis padres
habían comprado de segunda mano en un anticuario del barrio Gótico de Barcelona. Un
precioso Ribalta de mediados de siglo que habían mandado a restaurar, en un último y
desesperado arrebato por intentar que su hija fuese capaz de aficionarse a lo que ellos
llamaban “algo productivo”. No obstante, la emoción al verlo y acariciar sus suaves
teclas y presionarlas, volvió a desatar en mi una pasión no desconocida por mí.
Empecé a tomar clases particulares en una pequeña academia de corte familiar
que había cerca de casa. Las clases eran divertidas y la didáctica de mi profesor era muy
amena y llevadera. Las canciones que utilizábamos en mi aprendizaje eran, en su
mayoría, elegidas a mi gusto y eso facilitaba mucho las cosas, ya que había oído que en
algunas academias el repertorio era aburrido y clasista. Nosotros versionábamos éxitos
del momento y bandas sonoras de películas. Así que todo iba viento en popa. Yo estaba
contenta y era constante en mis ensayos, haciendo las delicias de mi padre en sus
mañanas dominicales. Nada hacía presagiar que lo peor estaba por llegar.
Si ya era sencillo distraerme en cualquier tarea que me propusiese desarrollar, la
entrada en la adolescencia hizo el resto. Cada vez me resultaba más pesaroso recorrer el
corto camino que había de mi casa a la academia. Los días que iba, que no eran todos
los que debiera, se iban haciendo cada vez más largos. Se avecinaba lo peor. Poco a
poco fui dejando de lado las lecciones para sustituirlas por lo que algunos osados
llamaban “navegar por internet”. Una catástrofe. Empecé a hacer novillos en la
academia para visitar, en compañía de mis amigas de instituto, los que acababan de
denominar “cibercafés”. Un lugar en el que nada malo podía pasarte. La cuestión no se
hizo esperar y mis padres tomaron la decisión de dejar de pagar la friolera cuota en la
academia. Otro fracaso más. Pero, en un último esfuerzo por encarrilar mi atención
hacia una preparación musical, decidieron contratar a un profesor particular que viniese
a casa, de este modo podían controlarme en todo momento y llevar ellos mismos el
seguimiento de mis lecciones. Nunca olvidaré cómo mi padre se sentaba en su butacón,
“La Vanguardia” en mano, mirándome atentamente cual supervisor del metro va
olfateando a usuarios que no han pagado su billete.
Una lluviosa tarde de otoño, de esas que invitan al reposo en el cálido seno del hogar,
recibí la llamada de mi nuevo profesor de piano. Estaba acatarrado y no quería
arriesgarse a poner un pie en la calle para dirigirse a mi casa y deshacerse en un
constipado que le podía llevar a las puertas de la muerte, pues todo él era fantasía,
exageración y un hipocondrismo exacerbado. A pesar de los opacos nubarrones, vi el
cielo abierto. Me iba a librar de otra aburrida clase de piano. Así que, paraguas en mano
y sonrisa malévola me dirigí a la puerta de mi casa con ánimo de salir a en busca de mis
amigas cuando mi padre tuvo la brillante idea de sugerirme acompañarme a casa del
pobre maestro y desarrollar allí mi lección. No había escapatoria.
Nunca había estado en su casa. No estaba lejos de la mía. Josep, que así se
llamaba el profesor, vivía en una antigua casona, algo rústica, pero reformada con
mucho gusto y con un aire “retro” muy de moda por aquellos tiempos. Me invitó a
entrar a su salón y a un chocolate caliente. Al entrar en el salón, un fabuloso y enorme
piano de cola, flanqueado por un inmenso mueble que iba de pared a pared y donde el
buen profesor albergaba una estupenda y extensa colección de libros.
Había ejemplares de todo tipo y tamaños. Las estanterías inferiores estaban repletas de
lo que parecían libros de fotografía o arte, dado el tamaño de éstos y el colorido de sus
lomos. A medida que ascendía a los estantes superiores, los libros se empequeñecían y
en algunos sectores se agolpaban unos con otros como si se peleasen por ser el libro
elegido por el carismático profesor. La vista no alcanzaba a recorrerla de una sola vez.
¿Cuántos libros podrían haber? ¿Cientos? ¿Los habría leído todos? ¿De dónde sacaría
tanto tiempo? A los pocos minutos apareció portando una bandeja con dos tazas
humeantes esbozando una tímida sonrisa al sorprenderme ojeando su estupenda
colección.
-¡Cuántos libros! Tus amigos no deben romperse mucho el coco a la hora de hacerte un
regalo, lo tienen fácil contigo. No se me ocurría nada más ingenioso que decir ante la
situación. Calladita tal vez hubiese estado más mona.
-¡Jajaja! La verdad es que me gusta mucho leer, así que en parte tienes razón. No por
ello con cualquier libro que me regalen aciertan. Los libros son como los individuos
Patricia, no todos y todas valemos para las mismas personas. Hasta que damos con
nuestra pareja, es posible que pasemos por otras con las que no terminamos de
congeniar.
Dejó la bandeja en una mesilla y me invitó a mostrarme orgulloso algunos ejemplares
heredados de su abuelo, entre los que se encontraban El Capital, Los Abogados del
Dólar, La Gestapo, etc. Imaginé a su abuelo como un héroe de guerra retirado, pero no
quise preguntar.
-¿Te gusta leer? ¿Sueles leer a menudo?- Me preguntó mientras soplaba sobre su
chocolate.
-¡Por supuesto! Claro, bueno, a veces. Mi respuesta no terminó de convencerle. –El
instituto no me deja mucho tiempo libre y algunas asignaturas ya implican como
obligatorias algunas lecturas, a cuál más aburrida.
Después de tomar el chocolate, procedimos con nuestra clase de los martes hasta que se
hizo la hora de volver a casa. Me estaba poniendo el abrigo cuando se acercó con un
voluminoso ejemplar. Un libro que, a primera vista parecía una Biblia de lo grueso y
pesado que parecía. Me preguntó si me apetecía intentarlo con él y que debía leerlo. Él
me conocía bastante y sabía de mi capacidad de abstracción y despiste, de mis
problemas para concentrarme y mantener la atención, así que me sorprendió la
recomendación de un libro tan grueso.
Maldije la hora en que le regalamos a mi hermano pequeño esa dichosa maqueta
del velero. Empuñaba el martillo cual maestro renacentista cincelaba el frío mármol de
Carrara. Qué arte. Y cuanto más me quejaba, más fuerte aporreaba la madera. Más de
una pieza estropeó en su afán de fastidiarme. Hacía buena tarde, así que decidí salir al
jardín acompañada de una manta y el libro que me habían prestado hacía unos días y así
tratar de evadirme del odioso repicar del martillo y de mi hermano.
El Clan del Oso Cavernario. Vaya nombre. Infumable lo cogieses por donde lo
cogieses. Si ya me resultaban obtusos algunos ejemplares del Barco de Vapor que solía
leer en el colegio, ¿Cómo diantres pretendía siquiera leer la contra de este ladrillo
literario? Las letras eran pequeñísimas. Las hojas parecían estar elaboradas con papel de
arroz. Era un suicidio literario en toda regla. En fin, no tenía nada mejor que hacer y en
parte me avergonzaba la idea de devolvérselo sin haberlo leído, habiendo mostrado un
falso interés el día que acepté el préstamo y del cual me estaba arrepintiendo en lo más
profundo de mi ser.
Me senté en una de las hamacas de diseño que mi madre compró el verano anterior,
muy bonitas pero incómodas a más no poder, y bastante contraproducentes teniendo en
cuenta los antecedentes de mi capacidad en hallar cualquier escusa para librarme de la
lectura. No obstante, tomé uno de los cojines del salón y me acomodé como
medianamente pude.
Inicié la lectura con un vistazo a la biografía de la autora. Americana. Una señora de
avanzada edad un poco rechoncha, a juzgar por la foto, y de aspecto cándido. Me
simpatizó, así que empecé a leer el libro con algo más de optimismo, dadas las
circunstancias. Las primeras páginas eran soporíferas. A penas entendía nada, y mi
cabeza no era capaz de procesar correctamente la información que se me estaba
proporcionando, pero me había propuesto leer el libro, leerlo entero y en un tiempo
prudencial. No quería abandonar tan rápidamente la misión. Era ahora o nunca.
Seguí leyendo. En un rápido vistazo, observé que el libro se dividía en capítulos, de
unas ocho o nueve páginas cada uno, ideal para mí, ya que de este modo podría
plantearme como objetivo leer un capítulo por día y no agobiarme.
Proseguí con mi gesta después de tres viajes a la cocina y uno al garaje para soltarle otra
reprimenda a mi hermano. La tarde era cálida y me animé al observar que los días se
iban alargando cada vez más. Debía concentrarme en la lectura, así que retomé la tarea
en un último intento. A medida que fui avanzando en la lectura, los detalles que en ella
se describían iban tomando un tinte antes desconocido. Me interesaba lo que la novela
narraba y una tímida necesidad de saber más cosas sobre la protagonista me hizo fruncir
el ceño y seguir leyendo con interés.
Las hojas pasaban cada vez más rápido y aunque el golpeteo del martillo no cesaba, a
penas lo escuchaba. Una página me llevaba a la otra con una fluidez jamás
experimentada anteriormente. Era una sensación similar a la de escuchar una de tus
canciones favoritas. A penas podía dar crédito a lo que me estaba ocurriendo hasta que
me sorprendí en el cuarto capítulo con la llamada de mi madre. Preguntaban por mí al
teléfono. Me fastidió la interrupción.
-Patri, ¿Te vienes al bar un rato?
Era Clara. Una especie de ente superdotado que siempre tenía respuesta a todas mis
dudas existenciales, o por lo menos a las dudas existenciales que se pueden tener con
quince años. Siempre la envidié por su capacidad de compaginar con un éxito petulante
todas las actividades extraescolares que llevaba adelante junto con el instituto y los
cuidados que su hermana, enferma de leucemia, necesitaba. Mi heroína.
-Estoy cansada Clara, he madrugado y estaba medio dormida. Lo dejamos para otro
día, ¿te parece?
Esas fueron mis palabras mientras observaba desde el ventanal del salón el libro que
había dejado boca abajo en la hamaca para no perder la página por la que iba. Ni
siquiera había caído en la necesidad de procurarme un punto de libro. Rápida fui al
despedirme de ella y perpleja se quedó mi madre al oírme pronunciarme. Así que volví
a salir al jardín y proseguí mi aventura literaria.
Los días fueron pasando y me vi inmersa en la lectura como nunca antes. La novela
combinaba hechos históricos situados en la prehistoria con fuertes dosis de dramatismo
que rodeaban la vida de una niña en su lucha encarnizada por ser aceptada en un mundo,
al parecer, ajeno a ella. Cada palabra, cada frase me transportaba hasta su tiempo y fui
capaz de ver a través de las palabras que iba leyendo. Mi imaginación volaba a una
velocidad vertiginosa. No podía dejar de devorar las páginas, una especie de ansiedad
por saber cómo terminaría cada capítulo me inundaba, a la vez que no quería que el
libro se terminase y volver a caer en el vacío de no saber qué hacer con el tiempo que se
me había dado.
Llegó el final, y con él la grata sorpresa al descubrir que se trataba de una historia no
acabada. No recordaba haber visto, ni en la contraportada, que se la historia se dividía
en dos partes, así que la alegría se vio inundada por la duda. ¿Tendría el profesor la
segunda parte? No podía dejar de pensar en ello, así que no dudé en empuñar el
auricular y telefonearlo a su casa. No contestó nadie.
Sentada en el sofá viendo algún absurdo programa de sobremesa de dudosa
credibilidad periodística, el repicar del martillo de mi hermano se hizo insostenible. Aún
faltaba un par de horas para retomar mis lecciones de piano después de haber finalizado
el libro que tantas satisfacciones y sorpresas me había reportado una semana anterior. El
puente y un fin de semana largo de por medio me impidió tener contacto con Josep, así
que la espera se hizo más larga si cabía. Estaba segura que se trataba de alguna broma
del karma o de la vida, castigándome por mi actitud desidiosa en el pasado. Las agujas
del reloj parecían no moverse, así que decidí vestirme y acercarme a su casa en
búsqueda de respuestas.
-¡Hola! ¡No te hacía por aquí! Hasta dentro de dos horas no iba a ir a tu casa. ¿Ocurre
algo Patri?Me sentía un poco extraña ante la situación que tenía en mis narices. Hasta sentí algo de
vergüenza al percatarme que había interrumpido lo que parecía una especie de reunión
familiar entorno a la mesa del café. Pero, ya estaba allí, y no iba a desperdiciar la
ocasión de despejar mis dudas.
-Pues sí. Sí que ocurre algo, pero no es nada importante. Josep, el libro que me
prestaste…-¡Ah! ¿Ya lo has terminado? ¿Qué te ha parecido? Vaya, sí que has sido rápida oye… Su cara dibujó una cálida sonrisa. Josep era de los que sonríe por todo. El júbilo y el
optimismo personificado.
-Esto… Sí, sí que lo he terminado. Muchas gracias. Lo que quería saber es si también
tienes la segunda parte. Al parecer la hay, pensé que la novela terminaba en final feliz
pero se ve que no está todo dicho. Dime, ¿la tienes?La cálida sonrisa dio paso a una sonora carcajada.
-¡Claro que tengo la segunda parte! ¿Crees que iba a dejarte con la duda Patricita?
¡Tengo la segunda parte, y la tercera y la cuarta y la quinta!
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