Iniciando... Ella Estaba En El cuarto sola frente al espejo mi

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Iniciando...
Ella estaba en el cuarto sola frente al espejo mirándose el cuerpo desnudo lleno de escamas y con los
brazos excesivamente largos cuando de pronto se dio
cuenta que no podía seguir mirándose porque le daba
la sensación de que no estaba frente a su propia figura femenina sino delante de una extraña simbiosis que
ella misma no alcanzaba a entender. Vivía una realidad
inentendible, ridícula, forzada a estar en los vericuetos
de un misterio que rompía los límites posibles de su propia existencia.
-¡Dios mío! –exclamó.
Era un episodio que ella aceptaba con resignación indoblegable sin crear alarma en el vecindario. Su habitación permanecía cerrada y solamente a través de una
claraboya entraba una tibia ráfaga de aire que ella respiraba con cierto desasosiego. La noche anterior había
salido de la menstruación, por lo que tenía aún, en un
rincón, los paños sanguinolentos del natural período
biológico. La sangre se le había vuelto verdosa en sus
venas y le corría como chorritos de agua tibia por dentro. Sentía pequeños peces o gusanos o bichos nadan13
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do imaginariamente, circulando junto a sus glóbulos.
¿Pero quién era ella? ¿Cuál era el misterio? Era complicado explicarlo y sobre todo entenderlo con sensatez.
Sin embargo, se podría decir que ella era un anagrama.
Era una especie de organismos diferentes que se favorecían mutuamente en su desarrollo. Padecía de amorfia, varias personalidades, varios rostros, varios sexos.
Eran varias mujeres en una. Incluso, podríamos hablar
de “ella” dentro de “otras”. O de mujer múltiple. O corazón plural. O criaturas cambiantes. O mujer replicada.
Tan pronto dejó de mirarse en el espejo, sintió hambre y devoró los flecos de las cortinas, el lápiz labial, la
bombilla eléctrica y los sucios paños de su ciclo menstrual. Padecía un alucinante disparate morfológico sin
provocar ninguna conmoción ruidosa que pudiera alertar a las personas que vivían en las casas contiguas o
alertar a la policía. Vivía una pesadilla comparable a las
películas de ficción. Claro, su metamorfosis a pesar de
lo amorfo tomaba algunos rasgos definidos en cuanto al
físico y a las características de una mujer determinada.
Impulsada por el deseo de reconocerse a sí misma regresó al espejo y fue cuando se dio cuenta del físico que
tenía. Era una mujer piel de canela, boca pequeña, ojos
de pantera al acecho, senos bíblicos y piernas torneadas, estampa de mujer caribeña. Y balbuceaba su nombre: “Yo soy Mirna Romero”. Y en medio de su ofuscación afectándole todos sus órganos (incluyendo el sexo)
se dio cuenta frente al espejo que había dejado de ser
“una” para convertirse en “otra”. Sicológicamente era
distinta, aunque materialmente seguía siendo la misma
de organismos diferentes. Su transformación era metafísica. Por tanto jamás se liberó de sus “yoes” que convi14
Grotescas criaturas dentro de ti
vían dentro de ella. Aun cuando comía, reía y su comportamiento era normal como las demás mujeres, en
realidad, en sus entrañas cohabitaban varias endiabladas criaturas enfrentadas en una enemistad a muerte.
Vivía pendiente que la iniciativa de “una” no fuese a
chocar con las “otras”. Todas eran contrincantes. Se
oponían y libraban luchas intestinas sin precedentes.
En fin, ella era un revoltijo de cosas contradictorias.
Bregaba por una sola personalidad y sobre todo luchaba
por resolver con ecuanimidad e ingenio y tacto los conflictos engendrados en lo más íntimo de su ser. Eran
conflictos polarizados. Cuando “una” trabajaba la “otra”
quería descansar; cuando “una” deseaba hacer el amor
la “otra” prefería no hacerlo; cuando “una” cantaba la
“otra” quería llorar. Se enfrentaban en antagonismos insignificantes. “Voy a ponerme este vestido de flores”, decía “una”. “No, es ridículo”, decía la “otra”. “Quiero una
manzana”, “no, lo mejor es una naranja”, replicaba la
contraparte. Eran conflictos insolubles. Claro, en este
momento, el “yo” predominante era el de Mirna Romero
y de este modo ella se convertía temporalmente en una
mujer independiente de las “otras”. Y aquí, ahora, en
este instante, afianzaba su nombre y sus características. “Soy Capricornio, nací el 28 de febrero, vivo con mi
abuela, estudio en la Normal, me gusta la sopa de pescado”, farfullaba con una vocecita asombrosamente dulce. Sin duda, su “yo actuante” tenía una identificación
que si bien cierto era parte de su propio organismo,
también era el resultado de una extraña situación que
solamente vivía en su mente. Y comenzó a vivir su vida
como tal, como Mirna Romero, dueña de su cuerpo y de
esa risa burlona y sonora, soltándola a cada momento
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como latigazos envolventes. Dueña del andar de pava
desganada, así, caminaba el barrio tras ponerse el sol.
En aquellos tiempos nobles y románticos de la adolescencia, ella vivía en esquina, en una casa con techo de
palma, calle veintiocho, carrera once, con su abuela Fillo, la señora Mayo y su octogenario esposo, que murió
después en olor de santidad. También vivía Carlos, un
muchacho bobalicón, cuasi ignorante, pero noble. Y Rocío Fuentes, su más fiel confidente. Enfrente, a dos pasos, vecina suya, Fanny Toscano, trigueña, lenguaraz,
de una frente amplia y cuando se reunían las tres, ella,
Mirna Romero y Rocío Fuentes, en la sala, a chismorrear, el barrio temblaba con dichas lenguas letales. La
fogosidad del chisme no tenía comparación. Julio Galindo, maestro asalariado, enamorado, visitaba todas las
noches a Rocío Fuentes, una mujer que para la época
inquietaba a los hombres porque además de las armas
propias de mujer, poseía una atracción por su modo de
ser y unos ojos color café envidiables. Mirna Romero,
igualmente, seducía con sus senos grandes y redondos
y sus ojos de pantera en acecho. Ellas, las tres, le tomaban el pelo al “Manteco” López, a Tomasito Martínez, a
La Micho, pero el plato fuerte era un hombre de mala
figura, encorvado, como enano, un chichimeco, que
cuando montaba una moto de alto cilindraje y pasaba
raudo frente a la casa de ellas, se burlaban del pobre
hombre y explotaban en vulgares risotadas. La risa de
Mirna Romero se escuchaba en todo el ámbito del vecindario. Grandes eran la algaraza y estruendo que resonaban en todos los oídos. Por esa época se ponía musicalmente de moda Fruco y sus Tesos en las voces del
Joe Arroyo y Wilson Saoco. El cartagenero Joe venía de
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Grotescas criaturas dentro de ti
iniciarse como cantante en el grupo La Protesta. Por
esos días Julio Galindo ya había conquistado el tierno
corazón de Rocío Fuentes que enamorada se derretía de
amor por aquel joven maestro de primaria. Fue entonces cuando seducidos por las canciones del Joe, una
noche salieron a una caseta, en la Avenida Primera, a
disfrutar de los discos del jaracandoso artista de la salsa. Mirna Romero y su querido novio, un muchacho con
aire intelectual, desgarbado, tímido; además, Rocío
Fuentes y el novio suyo, formaban un binomio estupendo de parejas tocadas por Cupido. Se encampanaron
hacia allá, elegantes, perfumados, alegres, rumbo a la
caseta, en la margen derecha del legendario río Sinú.
Mirna Romero se vistió con un traje de cuello escotado
y con puntos de fantasía en la cintura combinados con
tonalidades azules. “Estás bonita, eres mi Helena de
Troya”, le susurró su novio. A pie caminaron de la casa
al sitio de la fiesta. Cuando llegaron encontraron a la
gente apañuscada en interminables colas para adquirir
el boleto. Era un rebaño entusiasmado de más de dos
mil cabezas. Julio Galindo encontró la fórmula más rápida para entrar a la caseta sin óbice: se hizo pasar
como inspector sanitario. Primero, ingresó él y luego los
demás. Como a las nueve la música sonó sus estridencias placenteras: Sonriente viene Rosario por las calles
de un lugar… Las dos parejas se sentaron cerca de la
pista de baile. Un hombre de corbatín y camisa blanca,
que supusieron era el mesero, los atendió. Pidieron una
panchita de aguardiente. Vinieron los primeros tragos.
La música cumplía ese papel gustoso, cómplice y social
que juega en el ánimo de los humanos. El impulso de la
tentación los tocó y Mirna Romero y su novio movían el
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esqueleto bajo los efectos mágicos de la música y el sedante del ron; Julio Galindo y Rocío Fuentes, quienes
tenían un donaire y una simpatía extraordinarios, hicieron lo mismo. Entre tanto, el mesero servía hielo,
soda y más ron en los respectivos vasos. Fue toda una
jornada de baile. Un repertorio exquisito mezclado con
lo que más tarde acabó en una bohemia placentera de
discos inolvidables. En el mundo en que yo vivo, siempre
hay cuatro esquinas… Las parejas bailaban sobre la
pista y en las mesas la gente tarareaba las canciones,
bebían y se reían. Además de la música todos gozaban
el espectáculo de luz y colorido debajo de las ceibas silueteadas. En un rincón, bien apretaditos, Mirna Romero y su novio danzaban a un ritmo cadencioso y sensual. Bailaron la tanda sin descansar. Sólo pararon
cuando bebían el trago en un vasito desechable. Cuando él le preguntaba si estaba cansada, no, contestaba
ella con un leve gesto de cabeza. Pidieron otra panchita
y la música embrujaba con su bulla metálica y ruidosa.
Era un sonido bestial que rompía felizmente los tímpanos. Fruco y sus Tesos continuaba su repertorio, Por
qué es que te recientes, si apenas he llegado… En la
medida que la fiesta avanzaba iban apareciendo los borrachos y el desorden lógico producido en toda diversión
pública. Ya pasada la madrugada, Mirna Romero sintió
una sensación de vértigo que atribuyó al alcohol ingerido en toda la fiesta. Y debió sentarse en una silla y puso
los pies sobre otra banqueta. “Debes reposarte un poco”,
le dijo su novio. Al lado, juntitos, Julio Galindo y Rocío
Fuentes, acomodados, abrazaditos, vivían un hermoso
romance. La onda expansiva de la alegría mantenía a
todos, viejos y jóvenes, en movimiento, siguiendo el rit18
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mo de Tania que en la voz del Joe Arroyo convertía la
caseta en alborozo colectivo. (Tania fue la primera composición del Joe dedicada a su pequeña hija): Voy a la
ciudad, voy a trabajar… Pero cuando Mirna Romero reposaba nadie se dio cuenta de los primeros síntomas de
alteración que comenzó a experimentar calladamente
cuando sus piernas les fueron creciendo... lenta, lentamente, dos, tres, cuatro metros y las enrollaba cual tentáculos de pulpo en las mismas patas de la silla en un
espectáculo sencillamente deprimente. Por supuesto,
nadie se percató de lo que estaba sucediendo, de lo contrario habría sido un escándalo satánico y de proporción insospechada. ¿Por qué no se dieron cuenta? Porque era un estado cambiante metafísico en la mente de
ella. Aunque lo sentía no era perceptible ante los ojos de
los demás. Cuando intentó pararse no pudo porque sus
largas piernas, cuyo tamaño desafiaba cualquiera extensión, se lo impedían. Ella como tal existía, mas para
otros era un ser imaginario, abstracto. Por esta razón ni
su novio, ni Julio Galindo, ni Rocío Fuentes, ni el público advirtieron aquella metamorfosis exclusivamente
suya que rayaba en lo fantástico. La cabeza le daba
vueltas y lo atribuyó otra vez al licor, los tentáculos era
una alucinación que existían sólo en su mente. Y no estaba equivocada: existía en su interior. Nadie, a excepción de ella, sabía lo que le estaba ocurriendo. Poco a
poco les fueron brotando pequeñas escamas en los brazos, en el cuello y en las piernas que la convertían en
algo cándidamente monstruosa. Sin duda, otra criatura
se agitaba dentro de ella. Al filo de la madrugada se acabó la fiesta y la gente comenzó a abandonar la caseta y
muchos estaban borrachos. Y mientras desocupaban el
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sitio, Mirna Romero soportaba sicológicamente su propia tragedia de disparate que incluía la lucha de su “yo”
con otro interior y ajeno. Pero ella aferrándose al suyo
combatió ferozmente, defendiendo su personalidad, y al
cabo de un rato sorteó con éxito su dificultad, recuperando el dominio de sus músculos, su rostro, su cuerpo,
su perdurabilidad. Exhaló un suspiro de alivio. Ahora,
predominaba otra vez ella. Una sola mujer, aunque
adentro convivían varias, pero, repito, predominaba,
ahora, una. Era tanta la fuerza de su existencia que
acabó mentalmente con el intento de las “otras”. Deseaba vivir que aplanchó el amago de crisis sin contemplación. Las otras criaturas, sin explicárselo, fueron muriendo temporalmente... En pocos minutos se recuperó
y rápidamente regresó a la normalidad y a la casa donde
vivía en la calle veintiocho con su abuela Fillo, cerca al
viejo cementerio. De nuevo se miró en el cristal azogado
del espejo y vio que sus piernas volvieron a su tamaño
natural y seguramente si no hubiera sido por unas pequeñas escamas que aún tenía en las rodillas, nadie
habría creído en la transformación de sus extremidades
inferiores, ni menos en esta aparentemente descabellada historia.
Sin embargo, al día siguiente ella debió ir al consultorio del doctor Francisco Ayola, este la examinó y no
halló nada que pudiera afectarle la salud. No satisfecha
fue donde otro, el doctor Bechara. Era la primera vez que
lo visitaba. Tratando de encontrar, en su cuerpo, la causa
de su visita, el doctor la examinó de pies a cabeza con los
más modernos aparatos de la época. El dictamen del doctor fue claro, contundente, y a la vez con cierta jocosidad
expresó: “Estás más sana que yo”. “Gracias”, contestó
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ella. Aquel le dijo que era una mujer joven y llena de vida.
Ella insistió en que sufría de dolasmas en el cuerpo. Que
se sentía como animal apaleado. “Son imaginaciones tuyas”, le recalcó el doctor Bechara. Y Mirna regresó un
poco resignada a su casa sin despejar el misterio de sus
dolencias. Al cabo de varios meses cuando la presentación musical de Fruco y sus Tesos pasó a la historia, llegó
a la ciudad otra sensación musical, traída por los estudiantes del colegio Nacional o Conalco o José María Córdoba. Era el conjunto musical de moda, el de más renombre, el que sentimentalizaba a la floreciente juventud con
su voz romántica, Alfredo Gutiérrez, quizás el más carismático del gremio de los acordeoneros. Fue la locura. La
taquilla se desbordó. La gente encantada vivió momentos
maravillosos. Causó furor Los Novios, Ojos Gachos, Cabellos Largos, La Cañaguatera, Matilde Lina, Anhelos. Todos
los muchachos: Ciro Escudero, Tico Pastrana, Omar
González, Álvaro Pastrana, Daguito Rodríguez, los hermanos Baloco, Rafael Quintero, entre otros, gozaban
desenfrenadamente con dicha música de acordeón. Las
canciones, invadieron como rosas alegres, la ciudad, y
pasaron a ser piezas del clasicismo vallenato. Fue cuando a ella, a Mirna Romero, le picó el gusanillo por este
gusto musical y sintió en el corazón los estremecimientos
placenteros de aquellos amores iniciados con su novio
bohemio que vivía en la calle treinta y cinco, a un costado
de la Circunvalar. Por aquel tiempo iba a la casa de Mirna Romero un herbolario, todo esmirriado, aunque muy
condescendiente y de amable trato que curaba las enfermedades más extrañas con plantas medicinales traídas
del Alto Sinú o Puerto Escondido. Ella aprovechó y le habló de su “enfermedad metafísica”. La auscultó sin lograr
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descifrar nada irregular. “Tienes una salud normal”, le
dijo. Lo dijo para contrarrestar el supuesto disparate y
revitalizarle el ánimo. Y así sucedió, por lo menos en los
meses subsiguientes, cuando sin importarle un bledo, vivió como debía vivir, sin temores ni dolencias, mareos o
enfermedades reumáticas. Claro, en ocasiones, ese empeño de vivir sin angustia lo interrumpía involuntariamente por la acción inesperada de esa extraña metamorfosis exclusivamente suya que aparecía sin previo aviso
en cualquier momento. Era una versión rara de la epilepsia, como sucedió un miércoles gris cenizo cuando ella se
bañaba en su casa. Aquella mañana otra vez experimentó, poco a poco, muy lentamente... un distorsionamiento
de los brazos que se le fueron alargando hasta cuando
los miembros alcanzaron varios metros de longitud, y
ella reaccionó, y otra vez en contrahecho desplegó una
lucha interior y así pudo afianzarse en su “yo” derrotando nuevamente la sublevación de su otro incipiente “yo”.
Es decir, le volvieron los siniestros síntomas que afrontó
en la fiesta de la caseta. “Yo soy Mirna Romero”, balbució,
aferrándose a su personalidad y prosiguió su aparente
costumbre de levantarse todos los días con el clarinete de
los primeros gallos del vecindario, y a esa hora embetunaba sus zapatos negros, desayunaba, preparaba los libros y se iba para el colegio. Su profesor, un cenizo hombre de ojos pedagógicos, aseguraba que era una alumna
aventajada en álgebra. Una vez Cielo Cermeño, compañera de clase, del bachillerato la comparó con el matemático Baldor porque resolvía con asombro las ecuaciones y
los ejercicios aritméticos y de álgebra con facilidad. Todas
las mañanas se la pasaba en clases en la Normal para
Señoritas y regresaba después hambrienta y acosada por
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Grotescas criaturas dentro de ti
el calor sofocante del mediodía. Su abuela, la esperaba y
le producía fresco con un abanico de mano, le servía el
almuerzo, caldo de hueso blanco o mote de queso y arroz,
sin otros aditamentos en su dieta. Algunas veces, cuando Rocío Fuentes cocinaba, cambiaba el menú por carne
de conejo con yuca o caldo de gallina y ensalada. O la
dieta más común: arroz, carne y tajadas. El fin de semana le tocaba el turno a la señora María que compraba
carne de cerdo el día anterior y la acecinaba para invitados que nunca faltaban. Su papá, el papá de Mirna Romero, era un hombre popular, le decían “Corea”, porque
participó en la famosa guerra de aquel lejano país. Era
un fiel practicante de la poligamia y por esta razón su
hija no estaba al lado de él sino donde su abuela en casas
diferentes. Jamás se llevó bien con su madrastra, aunque tampoco le guardaba rencor a su padre. Su papá en
ocasiones la mimaba y le decía: “Es que estás crecida,
hija”. Ella quedaba mirándolo con sus ojos negros de azabache y una brevísima sonrisa en los labios. Las veces
que ella lo visitaba en su casa lo encontraba ahogándose
de calor en sus pantalones de dril y la camisa blanca almidonada en los puños y en el cuello. Reverberaba tanto
calor que podía freír huevos en los bolsillos. Claro, a pesar de que no le guardaba mala voluntad, ella nunca
pudo convivir con él. Eran vidas paralelas. Eran los tiempos del porro como María Varilla, el Conejo pelao, Veinte
de enero. De las radionovelas y radioteatros con una
enorme sintonía entre la gente. Y por supuesto, igualmente, la atención del cine mexicano, principalmente en
el teatro Variedades en la Avenida Primera, frente al río.
Las emisoras difundían abundantemente a Pedro Infante, Tony Aguilar, Flor Silvestre, Las Hermanas Calles. Se
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escuchaba a José Alfredo Jiménez, el rey del arrabal, el
más macho de los meros machos. El hombre que hizo de
sus vivencias canciones y que se convirtió en el emperador del tema de barrios, de bares, de cantinas y de fiestas
familiares donde la “dolencia y el quebranto eran también de la familia y del grupo de la clase social”. Se oía al
amanecer, Yo sé bien que estoy afuera, pero el día en que
yo me muera, sé que tendrás que llorar... También se oía
en los bares, Canta, canta, canta, que tu dicha es tanta,
que hasta Dios te adora. Igualmente, sonaba vallenatos
de Alejo, Enrique Díaz, abundante porros, baladas de
Sandro, Rafael, Nelson Ned, Julio Iglesias. Desde Argentina llegaba Piero, líder de la canción protesta con Los
Americanos. Nada de jazz, ni Schubert, ni Beethoven, un
poquito, sí, de rock con The Beatles, The Rolling Stones.
Mirna Romero, por supuesto, amaba el vallenato, y su
padre, “Corea”, era un oyente de las radionovelas Kalimán y El Santo, verdadero fenómeno de sintonía. Para
ese tiempo ya Mirna Romero era una adolescente espigada cuyo principal atractivo eran sus senos grandes y su
carita fina de ángel espléndido. El novio, su primer amor,
era un mozalbete rebelde de la lucha estudiantil que vivía
tempranos acechos de la policía por la ideología. Una tarde, motivados por ese amor naciente estudiantil, el novio
le pidió permiso a la vieja Fillo para visitar a su nieta
oficialmente. Aquella aceptó. El noviazgo se solemnizó.
Los primeros días fueron de respeto y un formalismo elegante, y después, como en todo proceso amoroso, vino el
desorden hasta cuando la decencia se transformó en osadía legalizada porque contaba con la aceptación de la familia de ella. Fue, precisamente, en una de esas osadías,
en el patio, cierta noche estrellada, cuando con el vestido
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levantado aceptó que él le besara las piernas y más arriba. Por supuesto, sólo la alberca y el viejo árbol de totumo
fueron testigos de aquel emocionante atrevimiento. Fue
un secreto bien hermético. En lo sucesivo, muchos fueron
los ratos íntimos de ellos. Por aquellos días la casa se
llenaba de alegría, pululaban los bailes, los cumpleaños,
los paseos a Tolú y Coveñas. Los amores de Rocío Fuentes y Julio Galindo, y los de Mirna Romero con su novio
rodaban en la miel. Todas las noches, de siete a once y
media, estas parejas se empalagaban con el rito cotidiano del amor romántico en la casa de la vieja Fillo. Eran
visitas largas, aparentemente aburridas, pero sustanciosas para ellos, los enamorados. Algunas veces (más exactamente en las quincenas) Julio Galindo invitaba a Rocío
Fuentes al teatro Libia, y por extensión, Mirna Romero y
su novio los acompañaban. Generalmente iban a la función de las nueve de la noche. Con el tiempo cada pareja
fue tomando independencia una de la otra. Es decir, Julio y Rocío salían a disfrutar del rato de esparcimiento
por un lado y Mirna Romero y su novio por otro. Se dio
una especie de “juntos pero no revueltos”. Las salidas a
los clubes nocturnos tales como Bonanza o a cualquiera
otra taberna del centro de la ciudad se volvieron una tentación porque en la penumbra con cerveza y música los
novios llegaban a osadas exaltaciones sin, por supuesto,
llegar al sexo. Otras diversiones fueron en la Cueva del
León, taberna ubicada al otro lado del río Sinú. Un día,
por primera vez Mirna Romero bailó hasta el amanecer
con el conjunto de Máximo Jiménez, que había sorprendido felizmente con un tema inédito, El indio sinuano, de
David Sánchez Juliao. Así pues cuando ella regresó a su
casa, el perro, como que no la reconoció, y casi la muerde
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Amaury Díaz Romero
al entrar cuando le peló los dientes. Pero, ¡ay Dios, cómo
no quería morderla!, si ella se presentó con una máscara
de marimonda y el pelo lleno de maizena. Al día siguiente la vieja Fillo le preguntó si dónde había estado y ella le
contestó con cierta displicencia que en la casa de una
amiga. Efectivamente, Cielo, Amparo, Gladis y Olga Mercado habían decidido festejar el éxito de sus exámenes de
trigonometría con música de carnaval. Durante los primeros años de su permanencia en la casa estaba feliz. Se
apoyaba para los mandados en, Carlos, ese buen hombre
que tenía un ojo como pescado frito. Era un bobote noble,
inofensivo, que compartía el tiempo y el techo con ella.
Casi siempre, en la casa, primaba la tranquilidad, poco o
nada ocurría. Un día, una tarde mejor, al regresar del
trabajo, Rocío Fuentes encontró a Carlos comiendo hojas
de abeto y lo reprendió como un niño, sin darle a este la
oportunidad de explicarle por qué las comía. Pero luego
él confesó que las comía no tanto porque fuera bobo, sino
para no aburrirse. “Por eso, los pájaros no se aburren”, le
dijo jocosamente a la señora Fillo. La nieta oyó y soltó
una risotada que rechinó en las paredes. Ellas se entretenían con la idiotez de él. Lo tenían para los mandados,
jamás lo sentaban a la mesa a almorzar con los demás,
ni le decían palabras afectuosas. A Mirna Romero le gustaba ir al teatro Libia ubicado a pocas cuadras de su
casa, yendo acompañada del novio, que siempre se las
arreglaba para conseguir, de su abuela, el permiso que al
principio Fillo se lo negaba, pero al final, él se salía con
la suya, consiguiéndolo. Claro, el cine, después, fue el
pretexto, lo mismo que “eso de estudiar donde una amiga”. Un sábado, temprano, Mirna Romero salió supuestamente hacia donde Gladys Ghisay y fingió ir a estudiar
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Grotescas criaturas dentro de ti
cuando en verdad salió fue para La Conquista, un sitio
de ambiente amoroso, cubierto de árboles frutales y enormes bongos en donde los propietarios alquilaban hamacas a sus clientes, que ocupaban las parejas en sus ratos
de esparcimiento. A este lugar llegaba gente pobretona
del barrio La Granja hasta los nobles de heráldicos blasones y de vanidosos abolengos del barrio La Castellana,
compartiendo a cuerpo de rey el rato sin problemas. Ese
sábado ella pasó con su novio en la hamaca sin hacer
absolutamente nada distinto a columpiarse y riéndose de
la vida. Disfrutaron, casi todo el día, meciéndose hasta
cuando ella se quedó dormida. Después despertó azorada y se despidió del novio y regresó a su casa haciéndole
creer a su abuela que pasó donde Gladys realizando “una
tarea” del colegio. De este modo, siempre con el pretexto
del estudio descubrió la manera más elegante de engañarla sanamente. Otros días, en ocasiones, se iba para la
playa de Santiago de Tolú y se sentaba a contemplar la
inmensidad azulosa del mar. La atmósfera era diáfana y
el cielo presentaba unos tonos mezclados claros-opalinos. Las nubes se inmovilizaban en el cielo como bolas
de algodón flotantes, el aire tórrido vibraba sobre la playa, y el mar era una plancha bajo el hálito luminoso y
trémulo del sol. Ahí reflexionaba sobre su vida y pensaba
en su novio. “Dios, cómo lo amo”, decía para sus adentros. Cuando regresaba, otra vez su abuela la emplazaba
a confesar dónde había estado y ella contestaba tranquilamente: “Haciendo una tarea donde Gladys”. Siempre
“Gladys” era la excusa, la salvación o el pretexto a sus
salidas. Claro, no todo era artimaña. Una vez, en unas
vacaciones de abril, la señora Fillo se fue con su hija y el
novio de ésta a pasar la Semana Santa a San Bernardo
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del Viento, cerca al mar. Y así fue. Abordaron un viejo
bus de madera cuyo encanto era precisamente su vetustez y no la modernidad. Tenía el ruido de animal enclenque. En poco más de cinco horas, luego de pasar Cereté,
Santa Cruz de Lorica llegó finalmente a su destino. Muy
pronto los enamorados se regodearon y se bañaron juntos en el mar espumoso de la playa. Asidos de la mano,
encantados de la vida, recogieron caracuchas, medusas,
caracolitos. Dibujaron corazones en la arena. Disfrutaron la semana santa con el guiso de hicotea, la sopa de
palmito, el bagre, el arroz con fríjol, la chicha de maíz, el
mongomongo. Fueron días inolvidables y placenteros
para ellos.
Un mes después, en Montería, el novio, cuyos padres eran socios del Club Tuminá, la invitó a las fiestas
patronales del chivo mono. Ella, con sus gloriosos ojos
de pantera al acecho, aceptó la invitación, descubrió la
perversidad del vecindario cuando sin pensarlo dos veces buscó la manera de congraciarse con quienes precisamente le amargaban la vida. Entre ellos, El “Manteco” López, vecino suyo, la tenía siempre al alcance de
su olfato. Por eso, la noche de la fiesta del chivo mono
todos se dieron cuenta, incluyendo al chismoso vecino,
de su participación. Claro, esa noche, ella no pudo envolver a su abuela con mentiras y desconchó, como un
banano, la verdad: “Voy con mi novio a una fiesta en el
Club Tuminá”, le dijo. Este hecho sirvió para oficializar
su noviazgo de tal manera que en los días subsiguientes nadie pondría en duda el romance de ellos. Eran
parejas que todas las noches consolidaban el amor con
las prolongadas visitas como afianzando el compromiso.
Julio Galindo con su amada Rocío Fuentes de ojos color
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Grotescas criaturas dentro de ti
café y Mirna Romero acompañada del bohemio de su
novio. Cada quien llegaba en sus respectivas bicicletas
y las estacionaban en el andén de la casa de sus enamoradas. Ese día de la fiesta del chivo mono, un poco antes
de la siete, el novio fue a buscarla, claro, en un carro
de plaza. Por primera vez él se presentó en un Jeep que
Narciso Posada sacó subrepticiamente del taller de su
papá. Él se rebuscaba haciendo carreras a espaldas del
padre. Ella vestía un traje beige de rosas violetas y él,
el novio, un pantalón de terlenka boca ancha y guayabera manga larga. Prometieron divertirse mucho esa
noche. Sin mayores preámbulos salieron rumbo al club.
Julio Galindo, que en un principio acarició la idea de
ir, declinó acompañarlos. Prometió ir en otra ocasión,
siempre que le dijeran con tiempo de anticipación. Mirna Romero y su novio concurrieron a la fiesta del chivo
mono. El sitio estaba atiborrado de hombres con sus
corbatas y mujeres elegantes. El baile empezó a las diez
de la noche. Ella estaba absolutamente encantada del
novio, quien, asimismo, él, se encontraba orgulloso de
ella. El club había sido adornado con guirnaldas y artificios suntuosos. Decenas de mesas con ramos de flores
y sillas y sofás daban al ambiente un aspecto verdaderamente espléndido. En el centro, la pista de baile brillaba y el techo refulgía repleto de adornos multicolores. A
la entrada se levantaba un romboide hermoso con tres
postes fuertes; del primero emergían un indio y cuatro
pequeños animales montados sobre unas piedras. En
el segundo poste se izaba la bandera de la ciudad. El
tercero, agrupaba un grupo de mujeres pilando arroz
que estaban vestidas con prendas indígenas. El club estallaba iluminado por decenas de bombillas eléctricas.
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Amaury Díaz Romero
Sobre un pedestal de madera, sobresalía la cabeza del
cacique Tuminá que tenía un gesto de estar observando
a los asistentes y al lado un gran chivo mono en bronce
fundido. Por breves minutos ella se situó frente a él y
sintió una corriente vital que no había encontrado nunca en otro sitio. La fiesta la amenizaba la orquesta de
Lucy González de San Antonio de Ciénega de Oro. Al
fondo se encontraba un terreno amplio, en penumbra,
que los socios utilizaban para la práctica sabatina del
béisbol. Las mesas más cercanas a la orquesta eran redondas y cubiertas por manteles de damasco blanco y
suaves cojines sobre las sillas. Ellos se sentaron ahí.
Sonó la música y todos bailaban y gozaban sin escatimar tandas. El licor, el jolgorio, la música y sobre todo
la alegría de sentirse en familia unos con otros caracterizó el momento. Copa tras copa el novio bebió sin dejar
de parar. “Te quiero, amor mío”, suspiraba y otra vez.
Apercollados se acariciaban y se besaban amorosamente envueltos en la tenue oscuridad. En el baño intentó
poseerla sin conseguirlo debido a su propia beodez. Era
una cuba. Y ella debió dejarlo, sin otra alternativa, al
amparo de los meseros y regresó a la casa sola como
a las tres de la madrugada. Al día siguiente el novio
amaneció borracho en unos matorrales sin camisa y sin
zapatos, las manos sucias, rodeado de personas que al
pasar, lo vieron y lo auxiliaron. “El licor lo enlagunó”,
dijo Narciso Posada cuando supo el caso y justificó lo
sucedido. Claro, él, el estúpido novio, nunca se avergonzó, no tenía por qué hacerlo, consideraba la borrachera
algo normal entre los varones. “Quien bebe se emborracha”, dijo. Muchos eran los hombres enlagunados que al
día siguiente acababan reconociendo sus embarradas,
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Grotescas criaturas dentro de ti
y avergonzados ofrecían disculpas. Al principio, Mirna
Romero no informaba mucho de su familia; con el tiempo refería sólo historietas fragmentarias de su madre,
decía que la mamá vivía su propia vida sin ataduras
sentimentales. Que había renunciado a la mojigatería y
a la venta de mercancía para asumir el rol de una vida
diferente. Y no se visitaban para evitar roces familiares.
Lo mismo Rocío Fuentes, exageradamente cuidadosa de
la concordia familiar hizo repetidos esfuerzos para que,
por lo menos, el hogar se consolidara cada vez más. Por
eso, nunca o pocas veces aceptó desavenencias o rencillas entre ellos. Mirna Romero acataba las órdenes de
la señora María, madre de Rocío Fuentes, de la misma
forma como Rocío Fuentes acataba el mandato de Fillo,
la abuela de Mirna Romero. Así, de este modo, jamás se
desautorizaron.
Por esa época había llegado doña Cleotilde portando
un baúl de ropa vieja y cachivaches, y varios días después cuando se ganó la confianza de todos se permitió
decir que Mirna Romero era una muchacha que tenía
asegurado su futuro porque encontraría su Príncipe
Azul en los ámbitos de un pueblo con un calor de infierno llamado Montelíbano. Pero Cleotilde, además de
experta, era supersticiosa, siempre lo expresó sin reservas. Decía tener pactos con el demonio. A pesar de
aquella confesión, fue recibida con beneplácito y aceptación, y a partir de entonces todos se acostumbraron a
convivir con ella. Por eso, cuando oían unos alaridos en
el cuarto como quejidos, enseguida, imaginariamente,
todos la señalaban. Claro, la casa tenía una aseguranza que la resguardaba de cuanto intento maligno quisieran echarle. Detrás de la puerta guindaba un ramo
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Amaury Díaz Romero
de sábila con un matojo de cola de caballo y una cruz
de ceniza invertida en la pared. Quienes entraban a la
casa los cobijaba la aseguranza. Cleotilde se la pasaba
la mayor parte del día encerrada en las reconditeces de
su cuartucho, y en las pocas ocasiones en que salía
era para tomar el café. Permanecía aislada, mezclando extraños compuestos para dárselas a las personas
que se lo solicitaban. Cleotilde, por ejemplo, preparaba
el maranguango que las suegras discretas compraban
para dárselo a beber a los maridos de sus hijas para
que estos permanecieran fieles al lado de ellas. Claro, la
casa era un verdadero refugio contra todo tipo de maleficios. Nada, a excepción de los ocasionales ataques
de metamorfosis a que estaba sometida Mirna Romero,
alteraba la tranquilidad. En la madrugada se oía rechinar en el techo los pedazos de proyectiles despedazados
que caían sin cumplir sus designios. De día cuando el
sol era una bola de fuego sostenida en el cielo, también
caían afuera contra la pared extraños objetos, y cuando
iban a ver qué era, no encontraban nada. La protección
era total. Por eso, cuando Julio Galindo llegaba, acostumbraba bañarse con agua compuesta, no en el baño,
sino en el patio, a plena luz del sol o en las sombras de
la noche. Esto sumado al rezo de oraciones lo revestía a
él de una coraza contra los malos espíritus, igualmente
sucedía con el novio de Mirna Romero. Por eso, a ninguno de los dos nunca les pasó nada, no obstante a que
rondaban los más sórdidos lugares de la ciudad.
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