Sergio Mansilla Torres BUQUE DE ARTE Poesía reunida 1975-2005 Valdivia, Chile, 2010 © Sergio Mansilla Torres [email protected] http://sergiomansilla.com/ Todos los libros que se incluyen en este volumen de poesía reunida poseen su respectivo registro de propiedad intelectual. Ediciones Aumen Digital Valdivia, sector Niebla, septiembre de 2010 —2— Buque de arte. Poesía reunida 1975-2005 incluye la totalidad de mis poemas recogidos en seis libros publicados hasta 2005, desde Noche de agua, 1986 (con prólogo de Iván Carrasco y que contiene poemas escritos entre 1975 y 1985), hasta Cauquil, publicado precisamente en 2005. Cauquil, a su vez, incluyó varios poemas que ya se habían hecho públicos con anterioridad a 2005, poemas que forman parte de Noche de agua, de El sol y los acorralados danzantes y de Respirar en el desfiladero. De estos tres últimos libros mencionados incluyo, en el presente volumen, sólo aquellos textos que no aparecen en Cauquil. Se autoriza a citar y/o reproducir todo o parte de este conjunto de poemas en cualquier medio, siempre que se indique la fuente y se mencione al autor. S. M. T. —3— CAUQUIL Santiago: Cuarto Propio, 2005 —4— Cauquil: Fosforescencia de color verde-azulado intenso que se produce al caminar sobre la playa barrosa durante las noches estrelladas. Se trata de un anélido fosforescente: nortiluca. —5— Dedico este libro a todos los habitantes de Chiloé, a los de antes, a los de ahora, a los que vendrán, y a todos los que son habitados por Chiloé. A don Delfín Vargas, lanchero y chichero fino, de finezas de viento inconstante a doña Jesús Gallardo, la rezadora que, rosario en mano, acariciaba el tobillo de Dios y a don Maurilio, el hierbatero descalzo que me curó del susto en la primavera de 1961 (según cuenta mi madre), in memoriam. —6— Debo llevar mi casa y mi tierra de infancia en lo más íntimo de mis venas, debo ocultar en lejanías indescifrables mi espacio de lluvias surcado de barcos y relámpagos. Mi espacio fiel, mi guardián que mantiene a raya los infiernos, protegiéndome de los falsos orgullos y de la soberbia de los que se sienten agraciados y felices. —7— PALABRAS LIMINARES (Tentén-Vilú, Caicai-Vilú) La divinidad no se está tranquila, sino que sus potencias obran sin tregua y luchan amorosamente, se mueven y combaten, como sucede con dos criaturas que juegan amándose una a otra y se abrazan y se estrechan; a veces una es vencida, a veces la otra, pero el vencedor se detiene en seguida y deja que la otra vuelva a su juego. Jakob Boehme1 Cuenta la leyenda que hace muchos años las islas del Archipiélago de Chiloé no eran islas, sino una sola y misma tierra cuyos confines se perdían más allá de toda imaginación. Nadie sabe bien por qué un día Caicai-Vilú, la serpiente del agua, despertó furiosa y dispuesta a acabar con su eterna rival, Tentén-Vilú, la serpiente de la tierra, amiga y protectora de los humanos. Hay versiones que aseguran que el enojo de Caicai-Vilú se debe a la soberbia de los humanos, muchos de ellos irresponsables e ignorantes, como suele acontecer a menudo, que se creyeron amos del cielo y de la tierra y que, en su estulticia, pensaban que podían disponer a su antojo de los tesoros del mar y las playas que siempre habían sido, hasta entonces, generosas con los hambrientos. Otras versiones se limitan a reproducir la vieja y previsible división entre el bien y el mal: Tentén-Vilú sería la serpiente buena y Caicai-Vilú la serpiente mala; ésta última, por el solo efecto de su congénita maldad, entró en la ambición de dominar el mundo, cubrirlo completamente de agua, 1 Copio el mismo epígrafe con que Enrique López Castellón inicia su estudio “Baudelaire o la dolorosa complejidad de la moral”, en Obras selectas de Charles Baudelaire. Madrid: Edimat Libros, s/f. —8— ahogarlo todo y construir su dominio sobre la muerte de sus enemigos. Se podría conjeturar una tercera razón del enojo de Caicai: no fue la serpiente del agua quien inició la disputa, sino la serpiente de la tierra quien, cegada simplemente por la torpeza, incitó a los humanos a la desmemoria, al olvido de sus orígenes acuático, al orgullo de creerse los mejores entre las criaturas que habitaban el aire, la tierra y las aguas. De modo que Caicai, sintiéndose ofendida en su más íntimo ser, quiso dar una lección a Tentén que nunca olvidara, aun al precio de la destrucción de los humanos, criaturas ínfimas, por cierto, desde su punto de vista. El hecho es que se inició una descomunal guerra que enfrentó a las dos serpientes y que duró tiempos imposibles de medir con medida humana. Caicai hinchó las aguas y las embraveció como jauría de leonas madres atacadas en sus cubiles. Tentén, por su lado, elevó las tierras los más alto que pudo para salvarlas del anegamiento inmisericorde. Pero tuvo sólo un éxito relativo: grandes extensiones continentales quedaron bajo agua para siempre (o hasta que estalle una nueva guerra que podría modificar otra vez el paisaje), mientras que otras tierras quedaron sobre el nivel del mar formándose las islas e islotes: restos, fragmentos apenas de algún continente hoy desconocido, vagamente imaginado en noches de fiebre y desvelos. La leyenda no dice, sin embargo, que la guerra no ha terminado, ni terminará. Desde aquellas remotas edades vienen las oscilaciones del tiempo y de las cosas que, como las mareas, nos indican lo que va y viene y nos habla de lo que permanece en lo que no permanece y de lo que no permanece en lo que permanece. Las islas se hacen y se deshacen a cada instante, y sus habitantes, demasiado ocupados en sus mundos, van por la tierra y por el agua como dormidos, aletargados por el peso insoportable de la realidad que los aturde. Mas las serpientes, que yacen en el corazón de los hombres, no duermen nunca; siempre —9— vigilantes y vigilándose, siempre dispuestas a destruirse mutuamente porque saben que esa disposición feroz que las tensa y oprime es el precio que pagan para escapar de la nada. Los humanos pertenecen, pues, a los elementos, aunque, en sus fantasías, aquejados de un incomprensible orgullo, piensen que podrán dominar los vientos, detener las edades, cabalgar en el lomo de los mares como éstos si fuesen mansos y dóciles caballos. —10— LA QUEBRAZON DE LOS BARRANCOS La pobreza no es lo peor porque persiga al hombre hasta la muerte, porque no quiere andar con zapatos demasiado estrechos por el sendero de la vida. La pobreza es lo peor por el odio interior que pare, por la eterna pelea de alfilerazos que mata con mayor seguridad que cualquier cosa en los hogares pobres, hasta que el hombre ya no sabe a fin de cuentas lo que sería mejor cuando ya no nota más ni el viento ni el sol. Harry Martinson —11— La quebrazón y el ojo que lagrimea hacia adentro El 22 de mayo de 1960 fue el gran terremoto en el Sur de Chile. Mi padre estaba entonces en la Patagonia argentina; mi madre estaba aquel día sola cuidándome y tejiendo en casa. Mi abuelo paterno, el único abuelo vivo entonces, estaba enfermo en el hospital de Puerto Montt. Y yo, con mis dos años, entonces reptaba, aún sin memoria, por el mundo. Y a eso de las tres de la tarde comenzó a temblar. Don Esteban Muñoz, nuestro vecino, estaba en medio del mar pescando en su bote, y vio que los barrancos se quebraban como vidrios y caían al mar, y sintió que el aire se estaba llenando de espíritus misteriosos; volvió atolondrado de miedo a tierra. Mi madre salió conmigo en brazos al patio y entonces dice que vio cómo los álamos se inclinaban hasta tocar con su follaje el suelo y la casa saltaba igual que un caballo arisco con jinete y los bueyes corrían mugiendo por el campo como enloquecidos. Ella se cogió de un cerco, y sujetándome a mí y sujetándose ella, soportó lo peor. Cuando llegó la noche, parecía que sólo los no nacidos y los muertos habitaban las casas abandonadas. Los vecinos se juntaron e improvisaron carpas en los descampados bajo un cielo que ya miraba los exilios presentes y futuros. Durante la noche hubo una salida de mar: el agua entró a las casas ribereñas; se llevó tinas, mesas, barriles; flotaron las camas; abrió y cerró puertas a su antojo. Y algunas casas se fueron navegando como barcos salidos de sueños. Y sobre el techo de una bodega iba un perro como un solitario marinero por los océanos secretos del tiempo. —12— A la mañana siguiente el mar y la tierra dormían su borrachera. Pero ya habían desaparecido los bancos de mariscos y unos días después las playa estaban llenas de peces muertos. Y cuentan que el olor de los peces podridos inundaba todas las islas. Y los campesinos bajaban con sus carretas a la playa a buscar peces muertos para hacer abono con ellos y tener buenas siembras. Entonces no hubo agua porque los ríos sólo corrían debajo de la tierra; y no llovió tampoco porque el cielo estaba seco igual que un cuero estaqueado muchos días al sol. Y la gente tenía que cavar en el barro para sacar una jarrita de agua sucia y maloliente. —13— Remen, remen, boteros, contra el viento En medio de la niebla oímos el murmurar de las playas, ahora empobrecidas, saqueadas, cerradas con alambres de púas por transnacionales. Remen, remen, boteros, contra el viento. Un faro de luz roja indica el camino que no tiene principio ni fin. En medio de la niebla oímos la quebrazón del aire que reclama a gritos nuevos puntos cardinales. Remen, remen, boteros, para que no se termine la eternidad. —14— Sorda la sien del que aquí respiró Cuando niño alcancé aún a conocer algunas cruces solitarias en medio de los campos de Changüitad y Curaco de Vélez. Dicen que antes hubo una peste de viruela, y que la gente dormía en los corrales de las ovejas para no contagiarse. Y a los muertos de viruela sus familiares los enterraban solos en el campo, porque estaban prohibidos los funerales y nadie ayudaba ni acompañaba, y todos se apartaban de la familia del muerto. Sorda la sien del que aquí respiró, cana la cabeza atravesada por la luz de las lejanías. Se averiguó que el pie fue ligero; se supo que el aliento jugó a volar. Y sangró el costado cuando la noticia cruzó los umbrales: “¡Llegó el barco de los encadenados!” Faltó Vía Láctea para tanta enfermedad: no juntarse con nadie, no hablar con nadie; ni una pupila podrás prestar al vecino ciego que se lamenta. La enfermedad entró con el aire. “¡Sálvese quien pueda!”, gritaron los caminos. Tú eres aún joven: ¡vete al establo y duerme bajo la panza de los carneros! Yo, viejo de las más vieja demencia, me entregaré a la carnicería: ¡enterradme lejos y que se olvide el mundo! —15— La mujer que hablaba con el aire Pasamos incontables veces delante de la mujer que hablaba con el aire, porque el camino pasaba delante de su casa. La oíamos hablar a gritos contra el viento; veíamos su cabellera plateada agitarse como un pequeño cometa extraviado. Se vestía con harapos; usaba medias de lana cruda y calzaba unos viejísimos zapatos de hombre. Nosotros, niños entonces que volvíamos del colegio orillando la playa, evitábamos encontrarnos de frente con ella, aunque era inofensiva. Pero nos daba miedo su mirar sin mirada, su rostro seco y misterioso que después solíamos ver en pesadillas. Si al volver nosotros a casa ella andaba por el camino, nos escondíamos entre los arbustos o en medio de las quilas para oírla hablar en su lengua torpe, como de borracho. Decía que los brujos se la querían llevar, que andaban rondando su casa día y noche, que no podía dormir porque los brujos corrían y saltaban sobre el techo de su casa y que andaban desenterrando los muertos del cementerio para hacerse chalecos voladores con la piel del pecho de los muertos. 20 años después he pasado por el mismo camino. Donde estuvo la casa de la mujer loca que hablaba con el aire es ahora playa. Vi una escalera de cemento que permanecía muda entre las piedras y la arena. Cerré los ojos y pensé que 20 años es el tiempo de la juventud, de las carreras del jolgorio, de las risas y de los primeros grandes enamoramientos; pensé en los ojos vacíos de esta mujer que sólo veían apariciones fantasmales de brujos con cara de perros desenterradores de cadáveres. Grité también mis insultos al aire: “Brujos asesinos, quieren comerme vivos, malditos”. La tierra inmutable oyó el grito, pero no quiso detenerse por un solitario más que aullaba mirando el cielo. —16— Sólo un par de pájaros volaron desde los arbustos más cercanos y se pararon un poco más lejos a cantar la misma canción de plata. —17— Manantial para quien se fue volando Durante el mes de enero de 1988 visité a mis padres en Changüitad. Me enteré entonces de que Jenaro Zúñiga, vecino por muchos años y un poco pariente de mi padre, había fallecido. Un mes antes de su deceso lo encontraron caído sobre el arroyo en el que había ido a buscar agua. Algunos decían que en su juventud fue un brujo volador. Estaba pobre, solo y aplastado por el tiempo. Caído en el río: el río lo lavó para nadie. El cuerpo pugnaba por aletear, ya era casi invisible; ancianísimo el hombre ya sin mujer sin hijos, porque nunca tuvo hijos. Ahí en el correntoso hilo estaba cuando lo encontraron boca abajo; lavado para nadie, lavado para Dios. Vivió todavía un mes con esta humedad y entonces, rodeado de perros y gatos, se fue. Apagóse el fogón; la ceniza duró caliente toda la noche. Por la mañana vinieron los pájaros que le picotearon los ojos. Fue invisible en ese instante el río, fue invisible la casa; lo evidente confundióse con la transparencia perfecta. Cuando llegó la gente por las exequias, vieron sólo un monte espeso desde cuyo centro —18— elevábase una columna de humo azulado que el viento extendía sobre los campos. —19— Este viejo arado de hierro abandonado Yace aquí este viejo arado de hierro abandonado entre los chacayes y las murras donde antes hubo sembradíos florecientes. Si uno se detiene y escucha atento el rumor de la maleza, de la hierba y de los arbustos agitados por el viento, oye a lo lejos los gritos de los campesinos azuzando los bueyes y sus risas y el rumor del arado rompiendo la tierra y la algarabía de los tiuques disputándose los gusanos de los surcos. Nadie sabe ahora dónde están los dueños de esta tierra; se han ido lejos. Lejos porque los pobres soñamos con otras tierras, con otros lugares donde el mundo nos reconozca. Allá donde tal vez todo no sea sino una única tarde lluviosa y fría, eternamente. —20— Guerra de las serpientes del agua y de la tierra La gente sube a los cerros, a los árboles más altos, a los techos de las casas para escapar de sus destinos: El mar se hincha, sube, sube como una leche hirviente de atardeceres. ¿Qué grito entrañable despertó el agua sonámbula de eternidades? Será que los dioses buscan mirarse en las lejanas pupilas de los hombres; será porque desean aquellos ojos amantes de las armonías y de las constelaciones. Nosotros sólo soñamos con las hermosas tierras que no son nuestras. En pesadillas vemos los valles anegados, los animales sin cabeza y las mujeres de negro y sin rostro que vagan por los caminos perdidos de la lluvia. La Cruz del Sur señala los cuatro puntos cardinales; ¿pero dónde estará el Sur si no podemos ver las estrellas? Aquí, encaramados en los altos, sólo podemos vernos cuando relampaguea. —21— Huenteo levanta su brazo izquierdo en mitad de la Vía Láctea 7 puntas amarillas tiene la estrella del sol. Relampaguea sobre la cabeza del cacique Huenteo, mientras la ceniza se arde en huilliche allá lejos. Es el signo de la autoridad que gobierna las cosas. Te reverenciamos, hermano Huenteo, porque eres el primero de la procesión de los abandonados. 7 puntas amarillas tiene la estrella del sol: miradla cómo estalla sobre la cabeza del primero que viaja hacia la noche. —22— Los pescadores olvidados Los brujos del Engaño y del Poder vuelan de una isla a otra durante la noche. Se ven sus luces saltando de cerro a cerro; se oye el oleaje como un colmenar de estrellas trabajando. Nosotros, que hemos visto la cara del Diablo bajo la quilla de los botes cortadores de olas, nos persignamos en silencio y con un cuchillo dibujamos una cruz en el aire y nos ponemos la ropa al revés para ahuyentar a los demonios. Dormiremos esta noche con los ojos abiertos, sentados en el bote lleno de peces moribundos. El agua y la sal murmurantes son la cama de los pobres. —23— Aparición El barco negro parecía que volaba sobre las olas. “Es el fulgor del ojo que no puede ver a nadie”, pensamos. De pie en la borda, un marinero sin rostro nos gritó con un megáfono: “¿Es aquí donde queda la isla de los hambrientos?”“Sí”, contestamos con la boca llena de arena; porque teníamos sólo arena para echarnos a la boca. “Es el espejo que nos devuelve la imagen de un sueño”: eso pensamos con el cerebro hirviendo de hambre, hirviendo de desvelos sin comienzo ni fin. Entonces nuestros hijos ya se habían vuelto invisibles y nuestros animales eran de aire. “¿Qué es el sol en el cielo?”, preguntaron los huesos que reclamaban su agua. “Eres el marinero errante que engendró la primera ave que vive en nuestro corazón”; así le dijimos al marinero sin rostro. Y pensamos en lo que significa dar cuerda al brazo para indicar el camino correcto. Le dijimos: “Lleva noticias nuestras a donde vayas”. No sabemos si escuchó, no sabemos si hablamos bajo la luna irreal, en la playa irreal. Y el barco negro parecía que volaba sobre las olas. —24— A medianoche se deshace el hechizo Hago la señal de la cruz en el aire con este cuchillo que brilla en la noche bajo la luz de la luna llena. He aquí el conjuro: que se vuelva hombre el hombre que tiene apariencia de cerdo o de caballo; que se vuelva mujer la mujer que tiene apariencia de lechuza. Levanto el cuchillo y lo clavo en la tierra como matando. Queda la mano vacía. Y todo el silencio de las sombras empieza a lagrimear. —25— Los primeros pájaros de la mañana Los primeros pájaros de la mañana elaboran las constelaciones con sus cantos. Las palabras están sumergidas en el sueño; pero ya palpitan bajo los ojos dormidos. Color negro azulado es el cielo. Y las primeras luces anuncian los fuegos que se encenderán en las estufas y en los fogones sobre la ceniza todavía caliente. Te veo y me ves tras el humo soplando para que se enciendan las constelaciones. —26— Los boteros dormidos están rodeados de pájaros danzantes Baila, baila, baila. Los pájaros danzantes sostienen la tarde en sus ojos. Baila, baila el pie alado sobre la playa negra hasta envejecer. La danza es conjuro que rejuvenece los botes. Y los boteros van penetrando dentro de la roca que canta. A Juan Díaz, perdido en el mar. —27— Tejendera envuelta en nubes Hilé mis lanas para tejer todo el universo en los quelgos de Dios: toda mi vida me la pasé arrollada tejiendo para los ricos y me enfermé de reumatismo y de varices. Crecieron los hijos y mi viejo y yo hemos venido a quedar solos en esta inmensa casa que se llueve. Pienso en ti, marido mío, cuando toses: estás hermoso como un barco que tiene todas sus luces encendidas en la noche. Pienso ahora en la tierra que nos llama. ¿Por qué no vienes, muerte anónima, a cortar el trigo que se nos quedó en el rastrojo porque ya no tuvimos fuerzas? Pido que alguien anuncie la misa que, a media noche, cantarán los gallos. —28— Mujeres desmenuzando el sol Esta, la primera de todas, es Edilia Torres, mi madre; la que está al otro lado es Elba Mansilla, nuestra vecina. La de más allá, la que tiene su casa junto al río, es Celia Cerón. Y por el otro lado, donde corre otro río, viven Blanca Barría y Elisa Cárdenas y Sofía Aguilante. Y detrás de los cerros viven Ernestina Vidal, Bernardita Zúñiga, Rosario Calbún: todas hilanderas, tejenderas, navegantes, amamantadoras de cometas. ¿No las habéis visto remando a media noche bajo la luz azul de los ojos encendidos de las serpientes del agua y de la tierra? Escúchalas, que te cuenten la historia de las primeras que llegaron a las playas perdidas de estas islas cuando todavía no se separaba la luz de las sombras. Descalzas desembarcaron sobre las piedras y la arena. Iban vestidas con largos refajos y arrebozadas con chales. Fue en el inicio; fue cuando los barcos navegaban a vela por el cielo. Y después se casaron, y los hijos, y los maridos que se iban y no volvían, o que volvían pobres, o que volvían viejos. Una anda de rodillas sobre el piso de una iglesia con una vela encendida en cada mano; otra deja su guagua en un cajón mientras siembra papas. Gritos de mujeres porque los toros están alborotados con la luna. Doña Jesús Gallardo, la rezadora: que rece 9 noches al muerto y después que los caminos se tuerzan hacia donde nace la lluvia. Por ahí iremos empujando la carreta del tiempo que nunca se detiene hasta cruzar la noche. El vientre de mamá es el cielo donde ruedan los astros: navégate ahí dentro hasta que tus pies toquen tierra. Son ellas, las hermosas, las iluminadas. ¿No veis que están en la cocina desmenuzando el sol en luciérnagas? —29— Buscador de nalcas confundido con los helechos Ando buscando nalcas en medio de la quebrada. Los chucaos me acompañan ocultos en los ramajes. Estoy mojado, embarrado. Pero ya tengo varias nalcas, hermosísimas y jugosas como manzanas recién maduras. Aquí, en mitad de las tembladeras y de las vertientes, soy el único animal que aúlla, puro pellejo, pura soledad, arrancando las nalcas de la adolescencia: aquélla cuando amé a mis primeras muchachas, compañeras de banco, compañeras hoy quizás de quién, quizás dónde, quizás cómo. Soy el perfecto mendigo de los helechos que conversa con los pájaros vivos y muertos y con el río hasta que la tarde borra toda sombra. —30— Estoy aquí mirando el horizonte Tenía que llegar hasta tu casa al otro lado de los lejanos cerros azulados; tenía que ir aún más lejos y entrar en el tiempo azul de tus ojos. Pero el único camino de la isla vuela entre las manos de los dioses: es la Serpiente de la Tierra agitándose en las nubes. —31— Todo lo que es de esta isla Todo lo que es de esta isla me agrada; ésta es la prisión que he buscado. Me quedaré a vivir para siempre rodeado de estos muros de aire y de humo. Ahora puedo abrir la puerta de los días y salir silbando el murmullo de los alerces no nacidos hasta que salga la luna y acaricie el monte con sus cabellos. Acompáñame, esposa bienamada; quedémonos abrazados junto a los yugos inservibles y a las carretas que se pudren abandonadas a los inviernos. ¿Hay lugar para mí en tus ojos fijos en el fuego? —32— Zumbido en el viento de los acorralados Anduvimos saltando de árbol en árbol y volando a ciegas la niebla. Navegamos después este mar tapizado de botellas flotantes con mensajes de náufragos olvidados. Recorrimos los caminos vecinales a pie; cruzamos la noche montados en un caballo que no cesaba de resoplar; fuimos de pueblo en pueblo en buses destartalados. Viviendo, desviviendo, desmuriendo. Aquí una familia nos dio almuerzo; otro vecino nos sirvió unos tragos de chicha, y otro más allá nos convidó alojamiento. ¿Cuántos libros has escrito hasta ahora acerca de esto? Homero nos atendió como reyes; nos cantó al anochecer sus hexámetros sentado en un tronco. Dante y Kafka estaban de fareros en algún círculo de algún infierno. Y los campesinos mataron sus mejores gallinas para los viajeros, los verdaderos amigos que traían los arco iris en el pelo. ¿No escribirás después formidables libros para que los utilicen los tiburones, para que vengan a robar las tierras? Los libros que escribas serán hojeados con un cuchillo manchado con sangre. Sábelo tú que mamaste leche de mujer y te perdiste en los recovecos de los montes y allí dormiste con los chucaos que anidaron en tu cabeza. El filo, lo que zumba y el temblor. El pueblo está en la boca de las palabras. —33— Madre e hijo solos bajo las alas de la tarde Cuando doña Jesús Gallardo regresó del pueblo de Curaco de Vélez, adonde había ido de compras, no halló en casa a su hijo Santiago Vidal Gallardo. Lo esperó y no llegó. Lo buscó en los dormitorios, en la cocina de fogón, en la bodega, en la huerta, en el establo de las ovejas, llamándolo a voces. De pronto lo vio colgando de un manzano, ahorcado, lengua afuera como un perro corriendo detrás de Dios. Queda el humo y nada más que el humo que no queda. ¿Por qué no le preguntan al occiso qué era respirar con las ventanas sin vidrios y sin paisaje? —34— MITO-HISTORIA En las noches negras cuando azota la tormenta, ya los pescadores vestidos de mar entran en las nubes se estrellan y revientan y al hombre lo envuelven los peces y la sal. Vals chilote de “Los Remeros de Compu” —35— En esta casa, mientras afuera llueve y es de noche, todos los moradores duermen. No hay luna en el cielo, y el ruido sordo de los árboles movidos por el viento se confunde con el sonido de la lluvia que picotea incansable el techo. Todos duermen. Los muertos, mojados y taciturnos, duermen también en sus camas que ya no existen. De cuando en cuando, ladra un perro o se oye algún pájaro nocturno cantar en los manzanos. Cuando amanezca, quizás ya no podamos recordar; lo hayamos olvidado todo en algún remoto rincón de nuestros sueños. Cuando amanezca, quizás podamos hacerlo todo de nuevo, diferente y mejor. —36— Alonso de Ercilla en el desaguadero Heme aquí llegado donde otros ya han llegado. Heme aquí escrito mi todo yo en el tronco de este árbol cuando con 10 hombres pasé el Desaguadero de los ojos llorosos. Heme aquí en Hebrero del 58 entrado y andando en derechura a la muerte. Pisé tierra y saltó sangre. Miré el cielo y cayó fuego. Heme aquí entonces con mi cuchillo grabando mi última letra en la corteza de este árbol bendito. He de volver por donde vine: ¡vamos, pues, soldados, a la mar los botes y a remolque los caballos! Adiós, Desaguadero; adiós huilliches de terribles sueños; adiós islas muy amadas hasta los huesos. Se me han caído las manos, —37— perdí los pies en el agua. Los pájaros carpinteros picotean mis últimos recuerdos. —38— Estoy sentado en la cumbre de un cerrito, de los que la gente llama “altos”(aquí en la isla), desde donde se tiene un panorama impresionante: el mar azul, de un azul desteñido, quieto como una muchedumbre postrada ante un altar; la costa de la isla cercana casi encima, sus casas nítidas, sus árboles, sus murras. Y hasta se puede ver, aguzando la vista, la gente que trabaja en la siembra de papas. A la izquierda y lejano, el pueblo de Curaco de Vélez. Se ven las casas de una blancura apagada, aunque son de diversos colores, y, al centro, una iglesia por donde pasan los muertos y los vivos en un camino desconocido. El viento marino que me enfría el rostro es la vida. Y esta rama de radal o de maqui, y este sol achacoso, y estas calles como ríos secos, y esta gente como sangre, y este dolorazo de caballo que se sienta tras una mesa porque sí, porque le dio la gana. Esto es también la vida. —39— Anda al pueblo, hermano Anda al pueblo, hermano, anda; y tráete plata y azúcar. Anda, hermano, al pueblo a vender estas cuantas gallinitas, y tráete también esa luna grande que siempre vemos reflejada en nuestros ojos. Seguro que allí debe estar porque en el pueblo hay muchas cosas lindas y allí debe de estar la luna. Y tráete plata, hermano, mira que el camino es difícil y está oscuro debajo de la lluvia. Anda al pueblo. Yo aquí esperaré hasta que vuelvas y te tendré tortillas en el fogón. Apúrate, y tráete plata y azúcar y luna porque estamos quedando atrás y tenemos que alcanzar como sea la orilla donde los otros llegan. Anda, hermano. Yo aquí, mientras tanto, prepararé el fuego y la tierra para que la hagamos florecer cuando tú traigas plata y luna. —40— Palafito Aquí ha comenzado un viaje. Lentos efluvios de espuma hay en los sueños. Lejanos gritos de ahogados hacen abrir los ojos a toda la familia en lo más recio de la noche. Las mareas una y otra vez van y vienen y terminarán inevitablemente gastando los fundamentos; mas nadie ha de morir. Aquí ha comenzado un viaje cuyo destino desconocemos; pero nadie saldrá nunca de esta casa: en cualquier parte que estés siempre verás estas ventanas con barrotes de madera, el piso manchado de barro y sal; te sentarás con los conocidos brujos que sienten miedo por las agujas en cruz, y la eterna siempre eterna lluvia sobre el techo. Ahogados muy distantes me llaman en la noche: hacia ellos voy, fatigado y huesudo de pocos huesos; una avara esperanza llevo sobre los campos que tiemblan de temor. Un violento instante me tumba sobre la espuma, y mi alma al sereno palidece y queda una blancura de sal que llama y llama desde el fondo más terrible del mar. —41— Me abruma el silencio. Y el silencio estalla en una visión: veo a mi madre de pie junto a la mesa; como venida de la eternidad corta el pan y reparte su alma en cada plato que sirve. Veo la lluvia mojando los cristales. Se inunda mi mente: mi mente es una laguna, es un río, es un mar. Por ella navegan negros veleros de blancas velas y marineros que desde la trinquetilla de su lancha otean el horizonte. Mi mente tiene murmullos marinos, conversaciones de trieles en la noche, ladridos de perros eternos y hojas de ya muchos otoños acumulados en el pecho. Cierro los ojos y veo un niño lleno de espuma que navega sobre la noche de agua. —42— Tiempo Tiempo tiempo tiempo de mis pasos y mi carreta, lleva el nombre de esta amplitud bulliciosa del mar a la última morada de los mortales; oculta estos oscuros trenes sin pasajeros, sin pueblos, sin conductor, como pájaros ciegos sin viento, a través de los días y de los ríos errantes de la tierra. Y nos vendrá el mar como un perro de agua a echarse a nuestros pies, y nos mirará soñoliento con sus ojos llenos de barcos y marineros que echan a flamear sus almas como banderas. Nos vendrá un pan al hombro de las olas. Nos vendrán cánticos de gente dura en la que anidan los pájaros. Tiempo tiempo tiempo. Estás en la puerta definitivamente sentado debajo de mi poncho mirando el invierno que viene quebrando los cristales con su bastón de ciego resentido. —43— Atardecer en Changüitad El creciente aire, fino, entre hierbas, alejado de toda duda posible, infla la blusa entre sombra de póstumos ganados. Se oye el mar, lejos, pero lo apaga el ruido interior que emerge desorbitado hasta el cielo, cual negra columna de humo. Hora es de recogerse y guardar las herramientas; pero, semicerrados los ojos ante el crepitar de luces anodinas, permanecen inmóviles los sentimientos y giran sobre sí mismos. La hoz ha segado el eterno instante del encuentro en paz con el propio destino; sólo el viento y las primeras estrellas se instalan en los ojos. Y en mitad del campo, solitaria, una mujer levanta sus brazos y vuelan los pájaros chillando hacia los ramajes yertos. —44— De lo efímero En los camillones, de cuerpo entero, está granando la vida; aunque por los caminos no dejamos de andar enormemente con este lacónico estirón de huesos hinchados de humedad pasajera. Y viene el río que corrió entre los dedos guerreando desde un ojo del tiempo a los dornajos, donde hemos molido a palos la nuestra mía juventud hasta que todo es líquido y se evapora sobre ruedas que no ruedan. Y el hijo nace del parto seco de una estrella, para que siga otro más de trigo, otro más de viento. Y viene que somos un arado que hace surcos en el mar, día y noche arreando a varillazos un organismo momentáneo con palabras hermosas para llamar por las tardes las gallinas y los recuerdos. —45— Cuando llegó el día de ir al molino —ese viejo molino de piedra que funciona a agua—, en casa nos levantamos muy temprano; aún era de noche. Fuimos al establo alumbrados por una linterna y sacamos la yunta que dormía sobre el estiércol. La enyugamos y, con la carreta llena de trigo en la noche, partimos a Curaco de Vélez. Sobre la playa negra los cauquiles iluminaban nuestros pies, y éramos como sombra de sueño a orillas del mar, y el sol comenzaba a pintar de colores el paisaje. —46— Cauquil Cauquil, Cauquil. El mar aúlla en la noche como un lobo hambriento: Cauquil, Cauquil. Y hay sombras en mi carreta que se aleja del mundo rechinando sobre una playa negra que amanece corcheteada a un ayer sin terminar. Y aúlla el mar y Dios sopla y sopla sobre Cauquil hasta que desordena los años y se desinfla su cabeza de tanto soplar: pero Cauquil permanece invariable como una espada prohibida en medio de un millón de kilociclos por segundo. En junio, cuando el invierno es una boca a medio abrir, Cauquil sube sube con una lágrima en su motor a rayar el cielo con un arco iris. Pero Cauquil tiene una araña en el fondo de sus ojos, y yo no tengo tiempo de mirar la hora y me alejo del mundo en mi carreta y Cauquil se va quedando atrás, muy atrás, y me alejo y me alejo, porque mi corazón lo tengo anclado en la tumba de mi retrato. Y el mar aúlla en la noche como si fuera un lobo prisionero en el tiempo. —47— Carreta junto al mar Avanza, avanza la carreta junto al mar; el paso del yuntero con arco iris de ojo a ojo queda en las piedras como sombra crucificada en los cercos del alba. Y la delgada luz que atraviesa las manos y rompe el pecho, de cuya herida mana la llovizna. Y en mitad del cielo, un menguante enhollinado de tanto siempre y siempre que humea desde las pestañas quemadas. Y el bosque arroja sus pájaros al mar para que la sal se llene de alas. Adiós adiós, madre; lejos va mi pensamiento semejante a un caballo desbocado contra las rocas. Junto al mar, la carreta de mis sueños es interminable como la arena. —48— Partida Cuando los marineros de una-sola-pierna vinieron a buscarte, dormías en tu cama y soñabas con un inmenso perro negro que te perseguía por un camino desconocido ladrando y mordiendo tus talones, haciéndote correr hasta caer de cansancio sobre un charco de agua roja. Te despertaron y te dijeron: “es la hora, ¡arriba!” Silenciosamente te levantaste, te vestiste y, por el sendero lleno de chucaos que cantaban a mano izquierda, llegaste hasta la playa que parecía iluminada como una ciudad. Una suave y dulce música acompasada con las olas hacía ondular los barrancos que se trizaban como vidrios, y, hechizado, semejante a un grano de sal en una laguna, te disolviste en la noche misteriosa. —49— Corro por los rastrojos a toda carrera, salto los cercos, trepo en los avellanos, las ramas me chicotean el rostro cuando paso veloz por el angosto sendero en medio de una ramazón de radales. Soy todavía un niño y mi corazón galopa sobre un caballo de palo. Ando descalzo; sangro del pie derecho porque he pisado un vidrio. Ahora camino. Una huella de sangre queda por donde paso. Soy ya un hombre: el niño que fui se cansó de correr por los campos. No tiene cama, pero duerme en el viento. Soy ya un hombre y la hora de emigrar ha llegado. —50— Corría y corría Corría y corría por los campos, saltaba con ágiles pies los arroyos, se trepaba en los árboles hasta la copa y descendía raudo hasta la tierra. Corría de la mañana a la noche, con la picana al hombro, la leña en los brazos, empujando, con los bueyes, el arado. Se le veía en lo profundo, enhiesto, tan joven, tan espléndido. Pero ¡ay! no llegó a saberlo acaso: su última carrera fue también la primera. Corría y corría, jadeaba, resoplaba como un caballo. Bajó velozmente el cerro, toda la noche fue su carrera hasta el alba. De pronto se detuvo, cayó exhausto, vomitando sangre. Se detuvieron los árboles, los relojes, callaron las campanas, el agua de los ríos dejó de cantar para verle su hora. Y entonces sólo fue real el inmenso paisaje que llovía. —51— La barca He llamado con voz desgarrada junto al mar pidiendo una embarcación para mi alma. Toda la noche he vagado por la playa gritando como un loco: “¿Dónde, dónde estás que he muerto tanto esta tarde?” En las aguas agitadas perdí mi pensamiento ¿qué haré ahora sin mi pensamiento? El mar se llevó mi vida a vela y ahora estoy apenado sobre las rocas. Si así llego a casa mamá se va a enojar ¡ay de mí! He aquí que la furia del tiempo me ha dejado a la miseria junto al mar; mi llamado lúgubre lo desordena el viento en la noche como si fueran cabellos de mujer encinta. Y sobre el agua sólo se divisa el reflejo de un miserable menguante que no es de nosotros. ¿Vendrá la barca esta noche? Esperándola estoy con los codos en el acantilado. —52— El mar El mar me habita de sueños esplendorosos: botes negros en una bahía azul, velas blancas con algas y conchas. Sobre el mástil, una gaviota blanca y negra en el mediodía recién lavado por las olas. He aquí el día con la edad del mar en los ojos: ese vendaval espumoso apretado contra los dedos, la arena en los pies o las piedras filudas que hieren de lejos como dioses armados de dardos invisibles. Estoy en el fondo de esas cavernas marinas donde duermen los lobos, donde pastan los caballos marinos y hay culebras que a uno le corren por el cuerpo cuando se alargan las manos buscando misteriosos tesoros de piratas muertos. He aquí el día en que maduran las palabras; como si fueran cerezas maduras las picotean los pájaros, y las marejadas, como a palos flotantes, las estrellan contra los acantilados. Se triza el vidrio de la juventud cuando Dios camina sobre las aguas y la niebla apenas deja entrever la luz de un faro atormentado. Aquí: marineros deformes, ahogados —53— por sus cuerpos de barro y sol, yacen en el fondo marino, entre algas, cangrejos, durmiendo con una sonrisa pálida que ilumina los huiros dorados de luz. He aquí el día en cuyas caracolas resuena el Pacífico; su rumor me hiere como un profundo rasguño en la piel en el que se grabará el tiempo para siempre.2 2 Versos de Odiseo Elytis. —54— Jinete muerto bajo la lluvia Un caballo corre, pero no lleva jinete; un caballo blanco en la noche negra. Un trueno y un relámpago en la noche negra y un galope muerto sobre las olas blancas. ¡Llueve llueve! La noche negra y la lluvia blanca. La luna negra y la noche blanca. ¡Llueve... llueve... ! Corre un caballo sin jinete por el aire lleno de agua. Un caballo blanco entre pececillos negros en el viento pálido. Corre... y llueve... y la noche con poncho pardo cabalga sobre un caballo sin cabeza. ¡Oh la noche negra y la lluvia blanca! ¡Oh la blanca cabeza del jinete que cayó sobre el barro negro! ¿Dónde encontraremos la perdida alma del jinete muerto en el agua pálida? ¡Ay, ay, ay, qué lluvia más blanca en la noche negra! —55— Mi hogar es una casa pobre sentada sobre cuatro piedras grandes. Conversa con los animales domésticos mientras hila en el patio bajo el tibio sol de enero. Mi hogar se cubre con un pañolón negro hasta las rodillas y sus ojos están fijos en la llama que arde en el fogón. Mi casa es una casa que tiene en cada tabla, en cada viga, tijeral o soquete, fantasmas de conversaciones nocturnas; muertos que conversan en la cocina mientras dormimos; brujos que se convierten en perros, en gallinas, en culebras. La noche es más oscura cuando estamos tristes y los rumores más furiosos cuando la eternidad arrecia sobre el techo de alerce. —56— Mis mayores A Padre y Madre que navegan sus secretos mares Ellos amaron lo suyo. Tantos años viviendo en el viento, sacrificándose por un pan, por un descanso en los hogares de la noche: coronación de la astilla que, al picar leña, entró en los ojos del tiempo. Aún estamos como estábamos: poco ha cambiado desde las primeras emigraciones y posteriores regresos. A la subsistencia de la lejanía agreguemos la muchedumbre de signos filudos que hieren la planta de los pies. No hay remedio para el árbol que dice adiós. No romperemos el horizonte con las manzanas que caen al amanecer. Desde el humo se habla para la memoria ennegrecida y la lluvia ha humedecido tanto el aire que no se pueden cerrar las puertas del corazón. Ellos me arrancaron las murras andando a pie en esta carrera florecida. y arrendaron el cielo para instalar la mesa de las bocas con hambre. Ellos pusieron el idioma en mis hombros e hicieron desfilar las palabras al compás del ritmo de los abrazos. —57— Ellos pagarán mi deuda de hombre a la redonda con el efímero cambiante perfil de las hojas. Ellos hicieron un hijo y varios hijos y después hicieron llorar a Dios con una cebolla. Ellos son los fabulosos mendigos de la historia. —58— Muerte de un pariente La primera vez que ancló en mis ojos el barco de la muerte fue durante el velatorio y funeral de mi abuelo paterno. Ocurrió en una noche que con mi primo Carlos la pasamos en vela, seguida de un día en que hubo granizos y relámpagos. La adolescencia nos escribía por aquel entonces sus primeras cartas; de modo que esa noche hablamos de chicas y nos reímos de los vecinos más risibles. Cuando muy temprano llevaron el cuerpo a la iglesia por la playa, (recuerdo) la marea era de aguas vivas, y en la orilla andaban pequeños pececillos que se sumaban al cortejo fúnebre. Tardamos mucho en volver. A media tarde por fin estuvimos en casa, mojados, estremecidos bajo los truenos. Había en las caras algo semejante al alivio; pero todos sentíamos el peso de los años vividos sólo para contemplar el final de un hombre. La muerte ajena nos hizo más vivos y endebles. Ahora supimos que la lluvia, el granizo de entonces, las carreras apresuradas, los pequeños y grandes llantos no fueron casuales, nada de esto vino fuera de lugar. En medio del tiempo nos cargamos de rumores por una muerte más; olvidamos lo de antes pero persiste el futuro: esa muerte pasada será mi muerte venidera. —59— El destino de los míos ¿Quién es aquel que veo en la ventana de mi habitación cuando me duermo? No es nadie, o tal vez es tu abuelo muerto que recuerdas mucho. El destino de los míos ha sido quedarse mirando con ojos cerrados la tarde cuando pasan rebaños mudos de ovejas hacia establos apenas imaginados y luego en la noche salir a lacear toros de recuerdo para dormir bajo la ceniza caliente de la juventud y brillar así por un instante como brasa o luciérnaga en mitad de la noche de agua. Así esperar la muerte emponchado como si se esperara una lluvia muy helada caminando a orillas del mar donde las olas rascan una y otra vez las axilas del tiempo. Hacerse por fin transparente y quebradizo como un vidrio mal puesto en la ventana que tiembla y no cae pero que sabe que va a caer que ya está cayendo para siempre sobre la tierra bienamada. —60— Siempre he pensado en viajes y siempre ando viajando. La vida es un viaje: un viaje sobre el mar espumoso, sobre suelos impávidos, por estas ciudades donde el sol es un helado pintado en el cielo; un viaje por la sangre, al interior de las cosas; un viaje poblado de monstruos horríficos en medio de islas flotantes; un viaje cuyo destino hay que inventarlo cotidianamente para ver siquiera una vez más las estrellas. —61— El alma vuelve y se va Llovía... Y mi alma vino destilando a verme; cabalgaba en un caballo que le dolía la vida en las patas esa tarde inmensa llena de milagrosos sueños. Era una princesa cuando estaba en el umbral. Era un pájaro encendido con un arco iris que comenzaba en sus ojos y terminaba en las bodegas derruidas de los campesinos pobres. Llovía otra vez desde las viejas nubes y mi alma empapada temblaba de frío; pero al acercarse al fuego de la estufa se fue poco a poco evaporando como el agua de una tetera que hierve olvidada, se fue haciendo como de vidrio, y ya no pude verle en la cocina sino gravitando sobre la hierba de los campos y borrando para siempre su última sonrisa. Y la casa quedó como viuda que recién sabe que es viuda: la mesa puesta inútilmente y llorando, desconsolada, como un bebé con hambre acostado sobre unos trapos grasientos y rotos. —62— La mujer-pájaro Y la mujer vomitó sus entrañas y voló en la noche negra hasta la Casa de sus Sueños. El hombre, recostado en su cama, veía un pájaro aletear afuera ante su ventana; se alejaba y volvía otra vez a picotear con furia los vidrios escarchados. El hombre trató de dormir, mas esa ave insistía en la ventana una y otra vez incansable, hasta que, ciego de ira, se levantó y salió al patio y cogió una piedra que arrojó a la cabeza de aquella bauda loca que se reía en las sombras. Cuando volvió, estaba blanco, y al otro día temprano, sin saber por qué, se sintió mejor, y, por la tarde, soltó una carcajada afirmado en las lajas humedecidas por el mar. —63— Ánimas errantes Al caer la tarde, una multitud de muertos vuelven a sus casas, buscan sus tierras y sus hogares que la memoria les recuerda. Vuelven, y a cada paso queda un espacio íntimo vacío que llenan las estrellas con brillantes luciérnagas rojo-violetas. Multitudes de sombras andan en la noche por los campos y su paso hace andar los molinos a agua y quejarse los árboles, como agonizantes abandonados en hondonadas remotas. Llegan al umbral de sus casas y ven la humilde cocina iluminada por dos toscos chonchones de grasa de lobo marino. Sus casas están cerradas, como durmiendo, y alzan la mano para llamar a la puerta. Al llamado, sale un niño a abrir; mas, aunque mira atentamente, no ve a nadie: sólo distingue vagamente un paisaje solitario donde apenas se escucha el lejano canto de las aves nocturnas. —64— Vivimos como locos y hemos perdido el tiempo. Gonzalo Rojas Vuelvo a cerrar los ojos, y ahora veo un hombre emponchado que camina de la tierra hacia el mar y una mujer arrebozada con un chal que camina del mar hacia la tierra. No se ven árboles, no se ve un cerro, no se ve una costa; no se ven sino ellos en la tarde de los amantes. Y en el límite del mar y en el límite de la tierra se encuentran y entonces son UNO: UNO que estalla hacia dentro de sí mismo como un relámpago que se enciende para no apagarse jamás. Se han terminado los viajes más tristes; se han terminado los vientos que arrastraban los sueños. UNO, antes del tiempo de un país en flor. Hay que remar hacia atrás, hacia la fuente, hay que remar siglos arriba, más allá de la infancia, más allá del comienzo, más allá de las aguas del bautismo. Octavio Paz —65— Sueño con la nueva tierra Sueño con la nueva tierra. Esa nueva tierra que no está en los mapas, que no aparece en el itinerario de los trenes, que no figura su nombre en ninguna escritura pública. La nueva tierra por donde he corrido más que el viento hacia la noche alanceada por los espíritus. El lamento de estas ovejas muertas me derrumba: caigo como un manzano abatido a hachazos. Ardiente tierra que hierve bajo los pies. Pero está en todas partes la nueva tierra. El campesino la perdió y el ciudadano la olvidó. La nueva tierra bajo los pehuenes, los coihues y los raulíes, aquella que llora por sus hijos, muertos en los combates. Sueño con la nueva tierra: cierro los ojos y un caballo blanco relincha en medio de un bosque que no tiene árboles. —66— A veces pierdo las palabras como puede perderse una moneda desde un bolsillo roto o un niño en medio de una multitud o un turista en las calles de una ciudad desconocida. El poema se evapora, se hace invisible. Hurgo entonces por toda la casa buscando estas condenadas palabras. Las muy traviesas se han escondido; pero ya aparecerán, siempre aparecen. Leo un poema de Rimbaud, y allí está Rimbaud riéndose en medio del cielo; su pierna podrida ya no le duele, el mar ebrio le ha lavado las llagas y su cabeza alumbra hasta el horizonte como el sol. —67— Poemas enterrados Vinieron los peores días de represión, cuando hasta el aire estaba embrujado y no maduraban las siembras ni había comercio en las ferias. Entonces tuve que enterrar unos cuantos poemas para el futuro. Tal vez ya hayan germinado y crecido. Tal vez todavía estén esperando las primeras lluvias para levantar su índice al cielo. En alguna parte del pasado han de estar ahora, en alguna quebrada vivirán ocultos como monstruos de sueño. Y estos Poemas son los que deambulan por los montes, los verdaderos prófugos de las verdaderas prisiones; éstos que un día sembré bajo la tierra para el futuro. —68— Florecimiento Habrá estado muy tiritón este avellano celeste, y este pequeño arrayán inefable habrá pasado sus lunas muy dormido en el vientre sin estrellas. Y aquel maqui junto a la de más allá mata de chilcas habrán tenido su fuego guardado en lo más hondo que andan levantándole la cola a los cometas distraídos. Un invierno pasó como un barco, y se perdió en el mar de los ojos abiertos. Y mi paisaje se sacude la lluvia con rápido movimiento de alas. El huerto maestro florece. Y la pavesa vuelve a la llama, la arena a la roca. El primer hombre sale desnudo del aire y grita a todo pulmón desde la copa del álamo más alto. —69— La vida Esperamos a nuestros muertos incontables años afirmados en los cercos. Abrazados a las estacas soportamos los vientos huracanados, el granizo, la escarcha y los soles que partían la tierra y llenaban los palos secos de lagartijas. Nuestras cabezas de jabón se disolvían por la nostalgia; se gastaban nuestros ojos por mirar tanto los mismos cerros, los mismos manzanos y los mismos álamos cimbrados por el viento desatado del noroeste. Levantamos cuanto pudimos nuestras casas, juntamos piedras y pies derechos, tijerales y miles de tejuelas partidas a machetón. Pero se mutilaron nuestras manos y huyeron de nuestros brazos como pájaros por los aires. Y cuando regresaron ya estábamos ciegos y mudos. No supimos de nuestro destino y echamos raíces donde se deposita el cieno del invierno. Así, de a poco, nos fuimos desnudando de nuestras ropas; primero de las más gruesas, luego de nuestra ropa interior, más tarde nos desprendimos de nuestras carnes y huesos hasta quedar sólo la transparente y clara esencia —70— sin forma ni rastro, sin apariencia alguna: acaso sólo una palabra, sólo una idea pura de hombre o mujer en medio del tiempo indescriptible y aullando. —71— POSTALES POR DENTRO Cuando vivía en Argel, durante el invierno aguardaba siempre pacientemente, porque sabía que alguna noche, una sola noche, pura y fría, de febrero, los almendros del valle de Consuls se cubrirían de flores blancas... A veces, cuando el peso de la vida se hace insoportable en esta Europa todavía rebosante de su mal, me vuelvo hacia estos países deslumbrantes donde tantas fuerzas permanecen intactas todavía. Albert Camus —72— Ciertas noches Ciertas noches de crecientes vestiduras secas, hay manos que no duermen y que esperan, como un pájaro nocturno, la llegada del silencio, y esperan, como una puerta extrañamente abierta y cerrada, un par de ojos dados vueltas que no esperan nada. Hay gotas de lluvias que no mojan sino que perforan; tumultos de tiempos mal medidos, con mochilas llenas de pensamientos. Todo esto se parece a un cuerpo de rostro humano parado en los agujeros del cielo impidiendo que lluevan estrellas. Es un campesino que apura el paso del domingo, y del lunes, y del martes... y apura el paso de su vida, la cual, como si fuera una tierra que no flota, ni puede alargarse más, y tiende a sentarse sobre la transparente huella verde de su respiración; y a repetir un eco que nadie escucha, hasta caer con obstinación en una inmensa mancha de tierra, donde a veces crece el pasto. Ciertas noches me dedico a meterme en una bolsa nylon a pensar; y ciertas noches las ovejas de mi padre son ángeles, cuyos estómagos trabajan con un ruido de lluvia sobre el alerce; —73— y son dientes que nadie cuida ni limpia, sino la propia sangre del universo. —74— Canal de Chacao al anochecer El mar da cuerda a su reloj nocturno, en tanto que el viento termina con aquella precisa definición de calma. y la primera estrella diseña un grabado en el que se ve un pasajero de pie junto a la borda de un cierto ferry boat navegando en un fondo de sueño. El viento frío enmascara el pasado transformándolo en una playa que a 500 metros mar adentro no se distingue sino un brumoso, largo y horizontal manchón oscuro. Así la eternidad se abre a los sentidos; el primer hombre encaramado en el puente de mando; un lobo en el espejo y muy al fondo unas luces como las de un pueblo que flotara en las nubes. —75— Feria artesanal de Dalcahue Un domingo no es más que una batalla con el alba. Un guerrero bailarín conducido por la luna, una que otra esbeltez en los árboles del paisaje: al final Caronte atraviesa el canal de las primeras luces domingueras y las feriantes clavan sus sombras en la otra playa. La mezcla de viento con agua marina y con comerciantes desconocidos dicta la desaparición del cielo. Al fondo se explora un nuevo círculo; pero hay otras rendiciones y otras señales que se perciben en las últimas islas, y entonces se retira la alfombra sobre la que parecía hilar la muerte. Mas el paisaje general no cambia: los botes tienen sus pausas aladas, las feriantes miran la hora que se trueca en espirales de humo, las voces participan del mandato de las olas, la mercadería recobra la lana que estaba escondida detrás del paisaje de exportación. Sin duda, una curiosa postal donde todo se ve por dentro. A mediodía se inicia la campaña del sudor; un remo impulsa los recuerdos, y luego el hogar, a nuevos presagios, a nuevas acechanzas. —76— Álamos de Changüitad Los álamos, causales, breves y bailarines, que se mueven entre caracoles y niebla; aquellas ramas que atraviesan el sueño hacia el interior de las casas de madera. Los álamos gigantes y los álamos enanos. Un sin fin de rendiciones y victorias tienen sus hojas y las raíces halagan la igualdad del agua a la sangre en la anemia del espíritu del siglo. Es una empresa vegetal que tiene muchos obreros. Álamos cortados detrás de la cascada que los ojos ven y reproducen al interior del alma; ramas derribadas como aviones enemigos por el fuego de artillería. Todo esto tiene una ausencia en la que hay un ilusorio mayordomo que me dona el número de mi habitación final; todo esto tiene un círculo en cuyo centro el hombre no puede adormecer sus silencios. —77— Navegación hacia la isla de Caguach Hacía tiempo que el mar guardaba un hallazgo súbito y aquel día nos preparó una sorpresa. Algunos símbolos que tiemblan en el aire o en los ojos, algo que nada bajo la quilla en el remolino preciso de los días encontrados. Más acá o más allá se asienta el abismo; pero la embarcación no le teme a las sirenas porque los marineros persiguen una altiva redención entre olas sucesivas e islas de pies hinchados que buscan asilo en el mar. Aquel día, la hélice y la espuma quitaron significado al tiempo: fuimos otros seres que, agregados a la aventura, percibimos lo que hay en el fondo de las islas y peñascos y en el interior de las toninas y el sargazo. Fuimos maniatados por la clarividencia, aunque son inefables los instantes del éxtasis cuya definición se acerca un poco a las gaviotas detenidas en un punto ciego, se asemeja a la corriente de olas azuladas donde un pez volador persigue a otro pez volador. Pero todo es falso, jactancioso y a la vez indesmentible. Llegamos a Caguach al anochecer; descendimos por los peldaños del agua hasta donde la ola limita con el no-mar y retrocede, como animal asustado, al punto de origen. —78— En tierra volvimos al oscuro sucesivo silencio en marcha al asilo: fogón, pilchas, linterna, en general un breve repaso por las cosas para detenerse en el instante en que se apresta el paisaje a dar su primer grito de alegría y libertad. —79— Noticias de Chile (escrito en Seattle) Las noticias que me llegan de Chile son tan vagas e irreales que es como soñar con un lejano amor cuyo rostro ya no es posible recordar (no sé por qué asocio esto con el laberinto de nieve de “Amarcord”). Jamás he nacido; Chiloé es una historia contada por un borracho. Si alguna vez los militares ocuparon las calles, eso ocurrió en una pesadilla de adolescente; si engendré tres hijos, ellos son estrellas a millones de años luz cuya existencia sólo se puede postular por cálculos matemáticos. Ya lo dijo Eliot: el hombre no soporta demasiada realidad. El problema es que el hombre tampoco soporta demasiada irrealidad. Y los exilios, ya lo sabemos, son fuentes de adicción al insomnio con un cielo lleno de golondrinas de papel. Pero la verdad es que, como dice Lihn, nunca salí del horroroso Chile, nunca salí del habla de los viejos mares de las islas de Chiloé, es decir, batallando y batallando en un exilio imposible en un país que no es imaginario, en una lejanía que no es sueño, entre animales cuyos nombres desconozco y que miran desde la prehistoria (una prehistoria del futuro, desde luego). El sol de aquí es tan bello como el de allá y la lluvia de aquí nos pone a todos igualmente un poco líricos como la de allá, y las flores, y los prados tan tersos tapizados de muchachas y muchachos que no se besan nunca en público, salvo raras excepciones, y cómo no mencionar las montañas que parecen dibujadas por Andy Warhol desde la muerte. Obviamente Chile es un insomnio, algo así como una bandada de gorriones que no se pueden expulsar de la poesía. La única solución en un día como hoy que amenaza lluvia es hacerse a la idea de que hay que vivir en los suburbios de una ciudad inencontrable y adaptarse al idioma del silencio, el mejor idioma para hablar —80— consigo mismo. Digamos que estuve aquí alguna vez, pero no le crean al tiempo ni a las palabras; hagamos como que todo está bien, muy bien, y leamos, leamos hasta la más insignificante brizna de hierba y entonces quizás sepamos que hay un mierdal en todo esto y que la lejanía tiene también sus ventajas, porque nunca he dejado de amarte, mi naranja, ni aun en los peores momentos cuando por una ola de equívocos he sido infinitamente feliz. —81— En el país de los pájaros que se fueron Era el tiempo en que recogíamos las manzanas que habían caído por la noche antes de que las picotearan las gallinas. El siete venas y el pasto quila brillaban por el rocío de la mañana y temía romper con mis pasos esos pequeños diamantes de agua y luz. El día se anunciaba con el rumor memorable de las hojas, la lenta humedad de los helechos y los trieles incansablemente gritones. Yo hablaba con los terneros que no habían podido nacer; y estas conversaciones me hacían sentir la suavidad infinita de los musgos en mis pies descalzos. Pude conversar con los tábanos, jugar con la madera, trepar los barrancos, compartir mi pan con el perro, arrancar las nalcas de su depe apenas visible. No fue un tiempo mejor ni peor que el de hoy. Aunque sé que el humo me seguirá desde el fogón hasta el fin de mis días en playas olvidadas. Había aguas largas en invierno, largas e incomprensibles como la oscuridad misma de lo oscuro, y durante un instante preciso de la vida todos los caminos eran agua. Y sobre las mojadas lajas caí muchas veces y los golpes fueron brutales; pero el color negro de la tierra los aliviaba. —82— Moribundo estuve también en más de una oportunidad; pero nunca dejó de cantar el gallo y, con el sol, renacía a mis conversaciones con el aire, la hierba taciturna y las aves extraviadas de sus nidos. Solía volar montado en caballo de palo sobre los montes en dirección contraria al río de las lágrimas, alejándome de las playas saladas, verdosas por las algas y la tristeza. Me visitaron muchas veces las cuncunas en mi secreta casa que construí en un rincón del papal, largas charlas tuve con ellas sobre el aliento oscuro de la tierra, y con las pulgas mi sangre compartí innumerables veces antes de dormirme. Entre el pasto crecido, entre el caer de las manzanas, entre las raíces de la noche que crecen hacia abajo del alma, los niños muertos cantan, cantan y no callarán, quizás alegres, quizás tristes ¡quién sabe!, en los caminos hoy borrados por la hierba, los días, los huesos blancos de la desmemoria. —83— Dos estampas de madre tejiendo 1. Junto a la estufa Imaginemos un tiempo cuando ya no volveremos a verte. El taciturno, el cauto olvido hará su trabajo, lento, sin apuro, que para eso tiene la infinita arcilla del desamparo. Tan lejana, tan inerme: cierto esbozo serás de una espalda vagamente dibujada con mucho esfuerzo. No te veremos más; ni el nombre de la ausencia que lo llenará todo será visible. El taciturno, el cauto olvido hizo ya lo suyo. 2. Junto a la ventana Afuera está el cacareo de las gallinas, el gemir de los cerdos, el rumor suave de los pollitos instalados bajo la eterna delicia de las alas tibias. Ella mira desde adentro, tras los lentes, al caminante que pasa saludando desde lejos. De la nada pareciera que viene la chomba: ya tiene forma el espaldar —84— y en la tibieza fresca de la cocina va y viene la hebra con la que se hace el mundo. Desde adentro el mirar vuelve a sus andadas: se detiene de pronto la mano sobre las piernas y en toda la inmensa tarde sólo se oye un leve y anhelante latido de corazón. Por un instante, cual fugaz destello, asomó la torva cabeza de la hidra. Pero no. Todavía falta, y todo vuelve al impaciente furor de los alientos contenidos. —85— Al ir a buscar papas a la bodega La puerta enorme de madera abro. Me saluda la leve penumbra, obstinada, implacable, que entorna sus visillos sobre los sacos de papas como protegiéndolas de la mano que las arrancará de su orden perpetuo. Huele todo a semilla de pasto seco; pero las cosas no saben que son ellas mismas en esta bodega que me recibe con su odio sagrado, infinito, con la total malignidad de su insondable inocencia. —86— Choapino en la feria de Dalcahue Nada ha sido más perfecto que estas figuras de perro y flores en la lana cruda y olorosa. Anudadas las felpas con las manos que de mujer fueron. La rosa estilizada, el pequeño jazmín, la tosca pata del animal parado en el aire. Este paisaje debió ocurrir en la realidad de los cuerpos: sitio seguro habría sido para el amor. Pensarlo da sentido al hacer; pero no más que imagen es y el ladrido, si viene, del can no vendrá. Sólo la lenta amarillez de lo blanco, el desteñido que llegará, la grisácea muerte del perro, hoy negro en la perfecta tarde fuera del tiempo. —87— El acordeón del mar En los Esteros de San Javier el acordeón del mar estira y acorta sus olas para producir la melodía que se grabará para siempre en la memoria de los que partirán mañana hacia los esplendorosos horizontes de silencio. El transparente y rumoroso vals de las aguas es la música de fondo que acompaña la conversación con Constantino y Maribel sobre islas y obsesivos navegantes de incierto destino: historias de hombres y mujeres quienes, de pronto, se transforman en animales con pezuña, en rocas marinas, en madera labrada a hacha, incluso en aves que suelen atravesar de una isla a otra a la velocidad de planeador bajo los arco iris nocturnos. Ella, verso en ristre, viene de Islas Canarias, pero antes del desierto norteafricano y antes de Cuba y de las vascongadas y más antes de los huenches que alguna vez poblaron el archipiélago atlántico. Constantino, por su lado, viene de la isla de Voigue, luego de la costa de Dian. Siguió por Valdivia, Madrid, Osorno, Long Beach, Temuco... Filólogo de las hablas de la tierra, ha devenido buzo-pescador en las audibles nubes del lenguaje. Hablamos y hablamos mientras la noche entra, sin hacer ruido, por las ventanas abiertas. “Doña Flor”, la perra de la casa, ladra con aire melancólico, quizás respondiendo a los lejanos aullidos de perros marinos imposibilitados, por alguna secreta maldición, de respirar el aire verde de los campos. Ya casi vencidos por el sueño, nos decimos con desgano que tal vez lloverá mañana; mañana, el día en que Sandra y yo partiremos hacia lugares prosaicos, donde todo se compra y se vende moneda por moneda. Mañana tal vez lloverá o tal vez haya sol quemante sobre las colinas; no lo sabemos en realidad. Pero sí sabemos que no habrá despedida, que no habrá verdadera separación de los cuerpos de sus sombras si —88— no cuando ya no quede lenguaje para hacer hablar a las cosas de este mundo. —89— RETRATOS DE FAMILIA Je veux revoir le gynécée de droite; j’ y jouais avec les colombes, et avec mes frères les fils du Lion. Ah! de noveau dormir dans le lit frais de mon enfance Ah! bordent de noveau mon sommeil les si chères mains noires Et de noveau le blanc sourire de ma mére. Lépold Sédar Senghor —90— Cumpleaños de mi hija Milena Pequeña criatura tan girasol. Tu eclipsa, tu fervor, tus barandales de risa, tu achinado mirar entre los polvillos de la luz. Por ti más alta es la entraña de tu rosal, y me pierdo en la dicha de morder un pedazo de horizonte. Brasa entre mis manos cuando andas por el patio, y entonces te oigo que todos seremos papito inseparable y seremos delirio de agua en la manzanas. Y espero que este invierno no te haga toser porque tu respirar es el cielo. Después, muy luego, ya andan las suaves prolongaciones del deseo, pero es así con la furia, que así venimos tu madre y yo al fuego que se hizo en ti carne y hueso con resuello. Hoy celebro tu risa de tintineo de barco florecido. (junio de 1992) —91— Mi hija Amaya me canta una canción de amor por teléfono Hoy será siempre hoy. Siempre tu voz en la voz desde donde sale el claro, fulgente, día en que se han separado la luz de las sombras. Un instante fuera de cualquier ruta zodiacal, porque me cantas desde un volcán terso, lavado sin descanso por lo celeste. Eres inmortal y no lo sabes. Suspendida la sílaba final de tu canción como una lenta eternidad que se acuesta en la arena con Rimbaud, muerto él y entonces florecido; detenido en seco tu éter en el hoy donde todo es enamorado. (1992) —92— Casi cuento para Pablo Salvador (recién llegado a estas playas) Tengo para ti un país con seis jueves y un domingo. Es un país que parece un gato de larga cola, tan larga, tan larga que nadie sabe dónde termina. Ronronea y se ríe cuando le hacen cosquillas en la panza. Es un país que anda por ahí jugando con unos peces cenicientos que recuperan la ternura. El sino de una gota todavía sin edad. Una belleza de gansos, sombra rosada que llora tras los parabrisas del aire. Quiero decir que he cultivado para tus ojos unas plantitas invisibles que llenan la casa de susurros. (1992) —93— Retrato retocado del abuelo Félix El abuelo, su mirada de otro siglo, grandes mostachos que atraviesan el vidrio, la luz fue un retoque fino, la palabra sencilla, el aroma de no saber leer, de no saber escribir, exactamente como hace 80 años cuando construía su casa con tejuelas de alerce, grandes vigas de coihue y clavos de herrar. El mismo peinado hacia atrás, no con gomina, tal vez con agua y azúcar o agua y miel, oscuro traje a rayas de una suave crueldad que embriagó quizás al fotógrafo. La voz de la memoria hace coro con el humo del fogón: nuestros ojos se nublan por el relámpago en sepia que se ríe. —94— Retrato no retocado del abuelo Félix “Pechelelo”dicen que yo decía, cuando estaba aprendiendo a hablar, para nombrar el sombrero viejo y deforme que el abuelo Félix sempiternamente usaba haya sol o lluvia, haya viento o calma, sea día, sea noche. Cuando llegaba el veranito de San Juan solía sentarse por las mañanas sobre una gran piedra mirando hacia el oriente: le gustaba sentir en el rostro el leve calorcito del débil sol de junio y romanceaba a media voz con los invisibles fantasmas que siempre lo acompañaban en sus trajines hacia la luz. Aquejado de tos crónica, tosía a menudo; escupía, entonces, unos gargajos enormes que permanecían por un buen rato como pequeñas medusas que el mar inexplicablemente hubiera arrojado a la tierra dura del camino. Un día empezó la transparencia a jugar primero con sus manos; después con todo el brazo; al fin, quedó visible sólo el sombrero, el “pechelelo” en el aire, puesto en ninguna cabeza: retrato aproximado de la ruina apenas maquillada por la memoria engañosa, cuando ya no hubo nada que hacer, nada que esperar. —95— Abuela Lavinia apareciendo en sueños El fuego ardía en el fogón en el centro de la cocina que se me deshace en la penumbra del recordar. De pronto en la puerta la ves a ella, a la abuela, caminando con dificultad, pierna derecha a remolque, pelo quizás blanco o gris, quizás no luz en su ojos. Diría que no veo, no puedo ver el parpadear de sus labios. Pero sí es real el vago terror de haber visto un espectro vivo y sin esperanzas. —96— Mi hermana Alicia Margot fallecida a los nueve meses de estar en este lado de la vida En la cama yace tu pequeña inmovilidad, el sollozo contra un mueble de horas, al lado una ventana estilo inglés para que el dormitorio sea aún más feroz. En el centro (o lo que parece el centro) la mano dulce tuya que se fue. Su vacío viene en un arco iris que me habla; pero estoy sordo a la ausencia, ciego al agua que corre sobre el pelo y los hombros desnudos del ángel. Me quedó el humo dentro de la nuca en esta habitación en la que el pasado es lento como el interior oscuro de la madera. —97— Abuela Fidelia Ojeda de pie donde nace el arco iris A ella no la vi (ni siquiera en fotografía); sólo el rumor de su respiro se traspasó en forma de retazos de noche. Fallecida, dicen, de parto; tal vez hubo sol ese día o tal vez lo nublado entró en su boca abierta por el dolor de no poder amar a quien fuera carne de su carne; tal vez el hollín de la cocina floreció como las dalias y se instaló para siempre en los ojos inmóviles de ella. Su pelo acaso largo, suelto, buscó a tientas la luz que se iba; sus labios, de una tibieza escurriéndose lentamente por el mentón, habrían besado a Dios de haber podido, para permanecer un poco más el cuerpo suyo que se deshacía entonces como sal en el agua. —98— Tío Chato entrando en la realidad Llovía a cántaros ese día; tal vez eran las 10 ó las 11 de la mañana: como salido de una nube apareció, traje azul arrugado, botas gauchas acordeonadas. Prin, el perro, ve una figura venida del paleolítico que parece implorar algo de techo con la hermosura de su silencio. “¿Quién es usted que no lo conozco”? “Papá, es su hijo Chato”, respondió mi padre. “¡Ah!”Larga y gruesa cicatriz cruza la mejilla izquierda desde la oreja a la boca: dicen que fue en una pelea, por una mujer... Habla apenas mientras destila agua el dibujo de su gravitación y expone con displicencia su timidez, su pelo errabundo, sus manos regordetas que buscaban todo el tiempo atrapar el aire. Escarmiento sería este retorno después de 22 años de ser menos que un recuerdo: avaro de palabras, sus ojos se fijaban en las virtudes pasajeras de los muertos. La dicha terrestre la imaginó con una mujer amada por él desde la niñez, mas sabía que no sería suya jamás. Así como apareció, una mañana muy temprano, un árbol sin nadie ocupó el lugar de su sombra. —99— Tío Olegario Mansilla llama a la puerta 1971, enero o febrero (la memoria sólo registra una tarde transparente con un sol de oro sobre las cabezas), alguien, a la hora de once, llama a la puerta. Es él, el mayor de todos, salido del aire, con un mirar tranquilo tras los lentes de grueso marcos negros. De paso hacia la tierra prometida —que ni verá ni pisará— habla de Allende, dice que el gobierno popular va a construir industrias para aprovechar las papas, las moras, las manzanas... Balbucea una historia de ceniza, con un libro de Rubén Azócar en la maleta (“Gente en la isla”, me dijo), habla de sus tiempos en Puerto Ibáñez, comunista con el favor de Dios y almacenero de fuste; “socialismo” fue una palabra que nadie necesitó pronunciar mientras caía la tarde como un lento barco a vela sobre los silencios. Y al otro día enfiló hacia Curaco de Vélez, y ya no lo volví a ver nunca más: luego supe de su exilio, alguna vez una fotografía en la que se le ve de pie, muy formal, abrazado a su mujer junto a un puesto de frutas en Ciudad de Panamá, luego supe de mi tardía adolescencia herida por las espinas secas de las zarzamoras muertas. Un día llegó la noticia de su muerte en un lugar en el que nunca he estado. Pero quedó el hablar escrito en el cuaderno de la tarde y de la noche rampantes, la voz, como un aplauso de álamos, que traía historias de viajes —100— a Praga, a Moscú, a Hanoi bajo las bombas de los B 52. Sólo el río sigue en el mismo lugar. Y el mirar tranquilo entre las islas inmóviles. Y la terca verdad de la promesa en todo el arco del día. —101— Abuelo José Gracias Torres Quizás 1945 ó 1950, de pie en algún lugar que la lente muestra borroso: flores de fondo, más atrás un portón de metal abierto a la nada. El, muy serio, mira de frente a la bestia que agazapada espera, tranquila, el momento propicio. Brillan los zapatos de charol, de un negro azabache que contrasta con las manos blancas y regordetas que sobresalen de las mangas del paletó igualmente negro, algo estrecho para un cuerpo que se hinchaba de gozo ante la perspectiva de ser por una vez alimento para la eternidad. Los ojos pequeños bajo párpados gruesos, cejas ralas, pelo castaño levemente ondulado, la nariz ancha clama por aire; todo estudiado, excepto las patas de gallo que dialogan con el bigote ancho y cuidado sobre el labio. Lo demás tiene un aspecto ocre que habla de la tierra que en buena hora ensucia nuestros cuerpos todavía vivos. —102— Retrato imaginario de Alicia Margot Mansilla Torres Dirían tal vez: “es rechoncha pero tiene formas apetecibles” o “es demasiado extremista en política; no nos conviene” o “es una cabeza hueca, torpe como una vaca”. Mas no quedaron sombras, ni perfectas ni imperfectas ni una foto gris siquiera en papel satinado que ahora exhibiría una vejez color ocre. De ti no quedó más que una pérdida malamente suturada con cáñamo invisible, una estrella que nunca se encendió en ninguna noche de ningún planeta. Nadie dirá que fue una desventura tu vida, porque no fue. Tú sí que has escapado de la deprimente decrepitud; no arrugas, canas tampoco, ni pantorrillas varicosas, ni fue necesario pasaporte para viajar al otro lado de la realidad. Total cero: ni haberes ni deberes en el libro de las cuentas. —103— MENSAJES DE ULTIMA HORA A CHANGÜITAD Y CURACO DE VELEZ3 Isla, no te pierdas. El tiempo es de todos, y cada quien ha partido ha danzado en tus horizontes. No es la espera la que hace aquella soledad, sino la que perdura en nuestra memoria. Lo que queda temblando en nuestras manos, el tiempo, cuando todos los pájaros han emigrado. José Pablo Quevedo 3 Localidades ubicadas en la Isla de Quinchao, una de las islas que compone el Archipiélago de Chiloé. —104— Regreso a Casa ¡Amárrenme a mástil del silencio! ¡O a las cimbradas cuadernas de ciprés que resistirán el oleaje de la locura! Debo a Henry Miller este pensamiento: “Soy un patriota de Changüitad y de Curaco de Vélez, Chiloé, donde me crié. El resto de Chile no existe para mí, excepto como idea, o historia, o literatura. En mis sueños regreso a esas comarcas de la isla de Quinchao, igual que un paranoico vuelve a sus obsesiones. Porque lo que es inmutable es el dolor de la separación, y este dolor sigue vivo después de que el cuerpo es enterrado”. (El lector hallará este pasaje de Henry Miller en su versión original en Primavera negra, en el que Miller habla, por cierto, de Fourteenth Ward, Brooklyn). Escribir poesía es una añoranza permanente que resulta de la necesidad de sentirse en casa en cualquier lugar de este mundo en el que estemos, lo que significa que escribir poesía es atestiguar que vivimos exiliados de la casa que nunca hemos tenido. Siempre camino a casa. Pero la verdadera casa, como las manzanas de Tántalo, está ahí, al alcance de la mano y a la vez inalcanzable. Es un obsesivo diálogo con el campo húmedo de mi infancia, algo oscuro y rural que ciega como el resplandor de una explosión atómica. Siempre volveré a casa con todos mis bártulos y con todas mis incurables obsesiones el día en que no quede en mí ni una sola palabra que pueda nombrar ninguna cosa. Al menos, en la mudez absoluta, no habrá distancia entre el decir y la imposibilidad de vivir lo que se dice. —105— Todos junto al fuego, los primitivos del futuro La penumbra entra en los ojos del padre y de allí no volverá a salir. No tuvimos a nadie que pintara “Zapatos campesinos”, o idílicas escenas campestres (para deleite de asiduos a museos y a galerías, de ellos que gustan de banquetes exóticos para sus ojos). Ni en 1000 años nacerían Rafael, Tiziano de Cadore, Velásquez ni Daguerre, ni Einstein... No en torno a un fogón rústico, cuyo fuego chispeante hace y deshace sombras, ablanda los bultos que respiran, que murmuran y hablan de viejos países irreales. De esto sólo queda un pequeño retazo en la débil tela de la memoria. ¿Quién escribirá la historia de algo tan común y corriente? ¿Quién estará dispuesto a perder su juventud escribiendo sobre nada? Oscuros caminos hay entre el bosque y los sueños que se sueñan despierto; vagas pasiones similares al amor, y apercancados odios cuyo origen nadie recuerda ocurren de tanto en tanto. Oscuros nosotros, sobrantes, protegidos sí por el olvido, por el humo, —106— y, aunque buscamos, no hallaremos nunca el camino de retorno a casa. —107— Paisaje a contraluz Me sentaba en los altos de la isla para mirar el mar y los barcos. Aquel año el bosque estaba lleno de voces. Madre compró crea cruda para hacer sábanas, ásperas sábanas para una piel entonces joven y tersa. Mujeres venían de la playa; saludaban al pasar con sus paldes: ninguna joven ni bella, pero amables todas. Yo era por esos días imberbe, en aquel año de rumores cuando pudo haber habido un terremoto devastador. Brillantes estrellas eran los ojos de dioses que miraban casi sin pestañear el vacío de nuestras vidas: incluso de día asomaban en la constelación de Orión. Leí a Salgari. Los tigres de la Malasia y los tres corsarios fueron más tarde asesinados por el agua; los pocos que escaparon a la matanza cabalgaron rumbo a la arena silenciosa del país que no fue ni será. Por un poco de luz empeñaba por esos días mis tesoros: una bocha de vidrio, otra de acero (un “fierrito”, decíamos), el trompo cucarro de madera de peta que yo mismo hice usando sólo un cuchillo viejo y mellado. “Respeten a los niños antes de que se contaminen —108— con el mal de la avaricia y con el triste fulgor de la decadencia que trae la edad”. Fue aquel año en que correctamente decidí no llorar a menos que las lágrimas sirvieran para resucitar a los muertos. —109— Legión de los diablos Inconstante, contrario a la noche que ama la oscura oscuridad de la tiniebla, no lejos del verdadero nombre de la desaparición, rodeado de ángeles bellos como cuchillos no usados ni para cortar el mal ni para cortar el bien: madre, es por el delirio de querer ser aire, de confundirme con los gatos en la ceniza tibia de los fogones recién apagados, demasiado ave en la pelea con las esferas. Me decías: “legión de los diablos”por la porfiadez del diamante, también porque remedaba el hablar del amor haciendo burla con las papas cocidas que morían trituradas en mi boca. La rabia te transformaba en barco de guerra en medio del día, y yo entonces descorría con insolencia las tranquillas de los nombres desnudos, llenos de un aullar cruel de 10 u 11 años de trajinar en este mundo y en el otro. Mas a la hora de once (o sea, a media tarde) todos los demonios ya se habían marchado: la tibieza imborrable del mate cocido, pan en la mesa, la cuchara de té quemando levemente mis labios. Había a esa hora en mis ojos muchachas lánguidas e impúberes que me mostraban sus rodillas: se llamarían Ariela, Raquel, Leonor, Gladys, Oritia... nombres escritos en la estela muriente de la tarde. —110— Cuatro mensajes a Changüitad Primer mensaje La realidad no fue como la recordamos. Nada es como creemos que es. Por eso me gustaría volver al país de la infancia, en Changüitad, ese país que recuerdo, que veo a veces en sueños, que no existe ni existió, pero que está en mí cual un faro que indica el camino recto de los crepúsculos y que mantiene a raya los infiernos. Tengo derecho a estas nostalgias: nadie me puede decir que no ame los ríos que amo, que no huela la menta de las ciénagas, que no arda en mí la chamiza reseca lista para encender el primer fuego de la mañana. Tengo estos derechos y ningún dictador facineroso me los puede quitar: derechos de animal rumiante del pensar que extraña a su otro animal. Está bien que me vengan estas nostalgias: por el amor que nos tenemos con las estrellas y con el mar, sobre todo con el mar. Desterrado de mi tierrita, mas no desterrado de la vida: mañanas de cavilar, tardes para repasar lo que se piensa, lo que, al fin, es nada después del pensar y después otra vez pensar y seguir y seguir contra los portones cerrados del cielo... Estoy derramado de edad sobre quemante y duro suelo no hecho para los huesos y el descuero, pero sí listo el pie para partir; el mismo pie que no olvida que antes fue luz. Segundo mensaje El 26 de abril de 1959, “domingo de nubes con sol,/ a las tres”, Jaime Gil de Biedma dio principio a un ejercicio en —111— “pronombre primero/ del singular, indicativo”.4 Cito a J. G. de B. en realidad como pretexto para saludar a mis padres que jamás leerán este ejercicio mío en pronombre primero del singular. Soy yo, les digo: aquí tienen a su hijo, ya en la cuarta década de su vida, siempre listo para la tristeza que emerge desde los zapatos, especialista en el arte de irrealizar. Vean a su antiguo bebé: aquejado de inexplicables dolores en su sombra, casi ya sin fuerzas para roer el duro hueso de los días que se precipitan indiferentes y hermosos. Tenía yo 11 meses de respirar cuando J. G. de B. trataba de decir lo que comprendía de las cosas. Ahora me correspondió a mí hacer lo mismo y no lo haré bien, desde luego, porque no comprendo nada, salvo que hoy es 18 de junio de 2000 según calendario gregoriano que nos rige y no escribiré nada que realmente importe a mis padres. En estos momentos hace, además, un frío glacial que me destruye las palabras... Siempre he opinado que la virtud estaba en conseguir lo que no se alcanza, en vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto que cuando se está vivo; en conseguir, en fin, algo imposible, absurdo, en vencer, como a obstáculos, la propia realidad del mundo (Fernando Pessoa).5 Tercer mensaje Al anochecer tornóse anciano el padre. Desorientado, extraviado el mirar, preguntó tembloroso: “¿De quién es esta casa?”Y agregó: “Quiero irme a mi casa”, y se dispuso a salir a la noche oscura que traía de lejos rumores de hojas, cantos de ranas, sordas canciones de junquillos en la penumbra. El mundo está más derruido que antes; eso se percibe en los 4 “En el nombre de hoy”, en Las personas del verbo, de Jaime Gil de Biedma. Barcelona: Lumen, 1998, p. 83. 5 Libro del desasosiego, fragmento 394. —112— dientes carcomidos que asoman en la sonrisa de los años olvidados. Amarga noche, como un ángel estrangulado con su propia sombra. Cerca del mar y del antiguo establo del caballo rocín, aún la llama alumbra a la pálida hermana que vive la crueldad de pensar con todos sus sentidos; mas las voces son suaves, el corazón soporta bien los sofocos, el pez más grande de la juventud se parece a una sonata surgida del vino. La muerte nos hace una visita de cortesía para anunciar que le pertenecemos; sin dramatismo alguno lo dice y sin dramatismo también lo entendemos mientras conversamos de los vecinos, las siembras, los animales. El padre tornóse anciano al anochecer. En el rústico banco de madera la madre hila aquejada de una súbita transparencia; crepita un leño en la estufa al tiempo que los fantasmas comen el pan que los vuelve, por un momento, de carne y hueso otra vez. Nada ve, nada recuerda, nada extraña el padre, taciturno ahora, perfectamente unido a la noche sin fin. Cuarto mensaje Se avisa que el padre no reconoce ya a sus hijos. La fiebre neumónica, la desmemoria, los pájaros rochos de la edad, también la bodega destechada, los ratones, la punta del arado que no tiene punta: todo conspiró para llegar al hoyo blanco indescriptible, con palidez de ceniza y mareos al levantarse. Se avisa de todo esto y de la foto retocada del abuelo eternamente colgada en la pared del salón, del cielo indiferente repetido hasta más allá del mar, hasta más allá de la noche en la que se perdieron para siempre los hermanos, los hijos, los padres luminosos. La boca de la tierra se abre y se abre, siempre un poco más cada día. Se avisa que otra vez hay lamilla verde y sedosa en la playa, que todos bajen al mar porque ahí ocurrirá el último abrazo, —113— puro, débil, tembloroso de la terrible inocencia de no reconocer nada en nadie; que pongan un cartel de isla a isla: AQUÍ LLAMAR AL BOTERO y que se vea desde muy lejos, desde cualquier distancia, que hasta los ciegos lo vean cuando llegue la hora de ver. Se avisa también a los vecinos que la flaqueza se precipita como un torrente sobre el dedo gordo del pie y el dedo gordo de la mano. Ya sin poncho la tarde, destejido por la necesidad insaciable de calor; sólo un chal pequeño, como de guagua, en la espalda del árbol descuerado a uña. Que lo sepan todos: porque la humareda empoza su linaje de deslugares no vistos en los ojos del padre, ahora mudo, sentado junto a la estufa que no está ni encendida ni apagada, vagamente dormido en este mundo y en el otro. Se avisa finalmente a su mujer que está brillando el día y que no se olvide de los pollos, de los chanchos, del pobre Toby que de viejo ha perdido el olfato. Una vez más el corazón salió corriendo, derecho al agua que en el pozo es más que milagro de vino, corriendo para llegar temprano, antes de las 12, a la fosa que no es fosa sino todo el silencio de la hierba que crece en los pies fríos, olvidados de sus botas de goma, libres al fin de la noche y del día interminables: todo el silencio precipitándose en su propio abismo de silencio. —114— Pater mío ¿Qué pensarás de mí entre las grosellas o en el momento de enyugar los pesados bueyes de nuestro pasado o cuando caminamos, entre el monte, sobre una alfombra hecha de las hojas muertas de los radales? ¿Qué pensarás de quien imaginaste sería la réplica perfecta de tu pasado y de tu presente, pero que, en cambio, se perdió en el bullicio de ciudades lejanas y se consagró al arte de escribir palabras de colores que nunca comprendiste? No te aflijas, porque todo esto se lo llevará un día el viento al lugar donde viven todas las cosas que hemos perdido. La radio toca una canción mexicana que tarareamos a coro; pero estamos separados por una distancia infranqueable y nuestras voces se pierden antes de que nos oigamos el uno al otro. No te aflijas, que esta vez sí sacaré las papas del papal y la embolsaré antes de que termine el día, y no te preocupes tampoco por el forraje de los bueyes ni por la cena del perro ni por atizar el fuego mortecino en la vieja estufa de hierro. Alguien vendrá a cuidar lo que ya no existe y podrás dormir tranquilo contemplando las golondrinas que vuelan sin detenerse sobre un mar de trigo maduro. —115— La lluvia borrara el pueblo La lluvia borrará el pueblo igual como las nubes borran las estrellas. Pero detrás del agua todo seguirá igual como siguen iguales las estrellas detrás de las oscuras nubes que las cubren: el carnicero don Ulises, gordo y cojo, en su carnicería, don Lucho en el correo, siempre con un lápiz en la oreja; la Sra. Albina, la costurera, con su risa estridente continuará espantando los fantasmas del mal; Nancho, el loco, camina en redondo a grandes zancadas por la plaza. Continúa la algarabía de los borrachos en la cantina de don Baldomero y los ladridos furiosos de los perros de Bauche Ortega y el rechinar de una carreta lejana en la madrugada. Y yo sigo en la misma escuela primaria llena de goteras, con los vidrios rotos, los baños inmundos, y el auxiliar don Isaías, manco de un brazo, me regala galletas y dulce de membrillo que envía el gobierno. Queda en mi boca el sabor apestoso de la leche de la Alianza para el Progreso. Seguiré enamorado en silencio de la Doris, mi compañera de curso. Cuando sea grande jamás escribiré poemas; seré un marinero apátrida, sin memoria. Cuando la lluvia escampe, el arco iris abrirá sus alas como un inmóvil pájaro de ausencia. —116— Sueña el animal humano Se levantan las nubes. Confusamente alguien murmura contra el mal estado de los caminos; los árboles arden de lluvia y a madre le deben lágrimas todos sus hijos y nietos. Y yo estoy en paz con mi pasado, ahora que, al cerrar los ojos, veo a ese muchachito que se fue con su colchón al hombro un día de marzo en un destartalado autobús lleno de sacos y cajones. Y luego la travesía sobre el mar que nos mecía como a bebés llorosos. Hasta llegar al centro de la noche, con hambre, desvelado por agudas visiones de un plato de sopa caliente que se deshacía al querer alcanzarlo. Ahora es cuando tengo que pensar en los poetas que escriben sobre el muro del tiempo. No importa si tengo lágrimas deslizándose sobre mi rostro y no importa si nadie responde al llamado de los gorriones. Los viejos objetos de la casa nos perdonan: las perchas ahora sin sombreros, la lapa de madera de avellano en la que comía el perro, la botella de barro que, llena de agua caliente, servía para entibiar los pies de los moribundos. Tal vez alguien esté todavía allí donde ya no estamos, atizando el fuego o durmiendo el sueño primario de los recién nacidos. Se levantan las nubes y el mar, agitado por el viento sur, florece como un instantáneo jardín de rosas blancas. —117— Hay un camino en Changüitad Hay un camino en Changüitad en el que yazgo golpeado, rodilla sangrante sobre el ripio agreste del camino. Ha saltado lejos la jarra llena de agua con la que volvía a casa desde el arroyo. El álamo fue testigo de la caída; el maitén, con sus murmullos verdes, consuela al niño que llora y yace en el suelo del mundo. Y la tarde se pone fría de pronto mientras yazgo golpeado y viviendo en este lado de la vida; pero el destino hurtó el agua que traía a casa y la esparció sobre la tierra tantas veces recorrida por los vivos y por los muertos. Jarra oculta entre matorrales, saltada en tantas partes de su loza; donde antes hubo flores celestes el metal gris aparece sonriendo. Pronto las saltaduras serán agujeros, y pasará la luz de un lado a otro de la realidad y el agua se irá en hilillos constantes como se va el calor de los que agonizan en la noche lenta y descolorida. Hay un camino en Changüitad —118— en el que yazgo golpeado. Ya es hora de levantarse y volver por agua al arroyo que sigue fluyendo indiferente. Llenar la jarra y regresar a casa donde hay sed en las paredes y en los dormitorios y en la cocina ennegrecida por el humo de los arrayanes quemados. Canta un pequeño pájaros cobrizo parado en la cerca, al borde mismo del cielo, con un traje de payaso antiguo. Sólo yo paso de largo ante las puertas del Paraíso. —119— TIERRA A LA VISTA (dos crónicas de viaje y dos llegadas) El tiempo no es más que regreso a otro tiempo. “Todos nos reuniremos alguna vez bajo la tierra” Alguien nos reconocerá a la vuelta de una esquina. Será como venir a saludar desde otra época. Rolando Cárdenas —120— Escritura en el agua En Osorno, Chile, a 11 de abril de 1993. Hoy, en día de lluvia danzante, un amigo me ha hecho llegar los dos últimos libros de Carlos Trujillo: Mis límites y La hoja de papel. Hurgando en sus páginas he dado con el poema “Leyendo a Cardenal”, poema dedicado a Aydé, la esposa de Carlos, a quien, de paso, envío mis mejores parabienes y de quien recuerdo sobre todo sus manos porque en su casa son aladas y cocinan como las de Dios mismo cuando Dios quiere ser cariñoso y amable con sus criaturas. Carlos, en su poema, emprende a galope tendido una reflexión sobre el tiempo y sobre el amor y sobre el universo. Y cada vez que leo y releo el poema no puedo sino ver la barba blanca de Ernesto Cardenal cuando en Seattle un año antes me decía “Así que vos sos chileno y conocés a Jaime”(se refería a Jaime Quezada). Y brindamos entonces con un vino chileno del Valle de Maipo que tenía en su sabor —se me figuró— el latido de la gran cordillera de mi patria lejana. Pero cuando termino de leer se me viene de golpe, casi como un mazazo que me aturde, Castro, Isla Grande de Chiloé, calle O’Higgins, casa de don Custodio Trujillo y de doña Clarisa Ampuero: el negocito de abarrotes y los clientes que querían que les vendieran un paquete de fideos o un botón de camisa a las horas más inverosímiles; olor a café en la cocina en la que don Custodio conversa con Gonzalo Rojas, con Martín Cerda, con José María Memet (que entonces se llamaba Pedro Ortiz Navarrete); Aydé baja del segundo piso envuelta en una nube a la vez blanca y negra... Leyendo a Cardenal y a Kavafis en ese mar de lejanías que no ahoga, pero que sí nos impide respirar a nosotros, habitantes únicos de un barco fantasma que navega siempre hacia el pasado. —121— Y mi barba es negra todavía, como las noches de junio en Changüitad, y mis libros de pronto amarillos como el otoño de los álamos. Y tú eres sola en el infinito espacio del pan y del té en esas onces calientitas de mi tierra, especialmente cuando llueve sobre todos los mundos y se inundan hasta los relojes de los muertos. Todo esto viene de leer el poema de mi hermano Carlos: porque es la página escrita la que nos llama a descubrir los secretos de la nada en el rostro de quienes estuvieron ahí cuando arreciaba el terror; todos ellos perdidos en las multitudes de silencio que copan hoy las ciudades vacías de la memoria. —122— Escritura en la tierra En Puerto Montt, Chile, a jueves 29 de marzo de 2001, asistí al recital del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. Pequeño de estatura, vientre algo abultado, movimientos no torpes pero lentos de la lentitud natural de sus 70 y tantos, sempiterna boina negra que deja aparecer por los lados su cabellera blanca ni larga ni corta, lentes que dejan ver una mirada que fluye cristalina en las palabras de su Cántico Cósmico con las que expresa, hasta el estremecimiento, su obsesión de universo, de Dios viviente, de esa Revolución sandinista que amó tanto para su país y que hoy es nada. Me emociona su lealtad al amor, su confianza contra viento y marea en que el cosmos, macro y micro, es el libro abierto de Dios: los caminos de la biología son los caminos de Dios en la vida y, a la vez, los caminos de la vida en Dios. Contra usura, como Pound; contra Somoza, como Sandino; contra el capitalismo, como Marx. Me emociona hasta las lágrimas su fuerza para creer que resucitaremos después de la muerte (yo, que no creo en la vida después de la muerte). La grandeza de Cardenal es su amor verdadero por la justicia, su odio verdadero contra el imperialismo, su fe inquebrantable en el comunismo (a la vez bíblico, a la vez marxista) como alternativa al capitalismo que nos arroja a la barbarie de las desigualdades endémicas, por usura. Su poesía es un mirar descarnado con ojos brillantes, inyectados de la sangre del amor. Me emociona su palabra con la que nos muestra algo del paraíso que todos llevamos dentro y que no siempre sabemos ni queremos ver. Humano, muy humano, sin embargo, como tienen que ser las cosas humanas: llenas de luces y de sombras, pero tratando siempre de no confundir las luces con las sombras. Como sacerdote, debe, al fin, lealtad al Dios de su iglesia; de —123— religión monoteísta no podrá, a pesar de toda su convicción revolucionaria, admitir sino que hay un solo Dios, uno, único, omnipotente. Y en eso siempre hay una insoportable semilla de intolerancia. No tengo yo fe en el Dios de Cardenal, y no me siento triste de no tenerla. Y tampoco he tenido ni tengo fuerzas para creer que el comunismo aquél de la comunión con Dios, con las cosas y con los humanos, y que Cardenal sueña con todo su ser, ocurrirá alguna vez en este mundo nuestro, demasiado voraz para dejar espacio al amor como sistema. Pero aun así creo en el amor, y creo que la poesía es un acto de amor y que la poesía es un reclamo, siempre justificado, de comunismo. Confieso que para mí —hablo de ése a quien llaman Sergio Mansilla Torres— no hay ningún arte que llegue a tocar las más profundas fibras de mi ser como lo hace la poesía, la buena poesía, sea exteriorista, superrealista, política, erótica, religiosa, masculina, femenina, antigua, moderna... Porque escribir buena poesía y leer buena poesía es amar. Con Jacques Prèvert diré: “amo a los que se aman”(como Bárbara con su novio mientras llovía sobre Brest). Pero amar es también odiar: odiar lo que impide que el amor levante sus catedrales sobre roca firme. Sábado 31; volví a ver a Ernesto en casa de Rosabetty y Juan en Ancud, Chiloé. Esta vez sin boina, con su cotona blanca de algodón bajo una gruesa chaqueta verde que alguna vez le regalaron en Mongolia cuando era Ministro de Cultura de su país. “Leí un poema suyo por primera vez en 1975”. “¿Cuál poema?”, me pregunta casi como en un susurro. “Oración por Marilyn Monroe”, le digo. “Gracias”, me dice y se queda en silencio. La casa se llena de tibiezas: los amigos, el vino, los mariscos de las playas de Chiloé, la hospitalidad tremenda de Rosabetty y Juan, allá abajo el río Pudeto, el puente, un poco más lejos el mar taciturno que vemos desde las ventanas. La poesía hace estos milagros de reunirnos mientras afuera llueve y ladran lejos los perros de los vecinos. Hablamos, hablamos: esclavos todos de la palabra, sabiendo que nuestros —124— versos, nuestros libros, son apenas huellas —pocas veces nítidas, casi siempre borrosas, torpes— de estos cuerpos celestes que somos y que llevamos en el tiempo que nos ha sido dado. Quizás no resucitaremos como las cigarras del poema de Cardenal (aunque también nosotros vivimos 17 años bajo la tierra); pero cantaremos, aunque sea como los grillos, sin boca ni garganta, frotando las alas contra el cuerpo, y si no nos quedan alas, frotando el cuerpo contra la tierra, y si no nos queda cuerpo, frotando la lámpara maravillosa de la nada contra todo lo que existe. —125— Diapasón en las ramas Diapasón en las ramas, y los chucaos y las cotutas fabrican costuras entrecruzadas de relatos antiguos: cuentos que hablan de las venas del Paraíso y de los olorosos tallos de la manzanilla y de la menta silvestre. Música para los ojos y oídos humanos, ciegos y sordos casi todos, corazones secos atacados por la niebla. Pero ahí están los muertos en profundos siglos, linaje de palabras y sombras que parecen gente, que hablan con voz de sal, de viento, de solitarias cortezas desprendidas de sus troncos. Sólo guardar silencio apoyado en el cerco trenzado de mimbre; dejar los botes tranquilos, las redes, no mover los remos sobre el agua tranquila, y escuchar… Todo viene, llega al umbral del lenguaje; pequeñas chispas desde el filo de los cuchillos raspados en la piedra de asentar; todo llega como sonido cascabeleante de hervores desde la olla ennegrecida por el hollín de la infancia. Y los relatos comienzan con un prólogo escrito por el silencio del mar. —126— Ítaca Y cuando, al fin, arribas a Ítaca no hay perro ni casa. Nadie ha oído hablar jamás de una tal Penélope; el nombre Ulises pertenece a un idioma desconocido. Lo que hay es una isla pelada. Floreciente fue alguna vez, dicen; pero no lo creo ni lo creeré. El viaje fue rutinario, ni sirenas ni comedores de loto; las diosas y las ninfas brillaron por su ausencia. No hay, pues, motivo para escribir nada memorable después de tantos años de vagabundeo por lugares cuyos nombres no vale la pena recordar. En Ítaca estás. Caminas por el sendero que conduce a la casa que construiste de joven. Los ojos van, de pronto, hasta los álamos plantados en hilera junto al arroyo: ellos permanecen en dirección contraria a la noche y guardan el nido de los barcos en sus follajes. ¡Ah de la casa! La estrecha puerta se abre a la penumbra que el sol apenas aniquila por un rato: tu casa, la escalera, la cocina —siempre la cocina—, el polvo de las cornisas; aquí hablabas con Dios mientras llovía y dejaba de llover cada tanto. Ítaca no es la infancia. Y nunca estuviste allí ni con los vivos ni con los muertos, y no puedes recordar sino el único borroso día cuando el viento pasó por los huecos del aire. No construiste casa alguna. Ni Ítaca es Ítaca. Y no has viajado tampoco a ninguna isla. Sólo escribiste algo que no tiene, tal vez, más sentido que el agua que corre hacia el mar. —127— De NOCHE DE AGUA Santiago: Rumbos, 1986 —128— Hermosos cadáveres a la hora de la comida Quiero hacer el traslado de la vida a su menos muerte, pues a cada rato damos tumbos en lo cotidiano, y al fin ya nada es para nosotros. Quiero pensar y creer que de tanto siempre no moriremos. Quiero estar un poco conmigo mismo y un mucho con todos. Esto tiene ya mucho tiempo de andar de casa en casa como un pobre y abandonado extranjero. Cada día nos servimos hermosos cadáveres entre las cuatro paredes de la usura. (1980) —129— Los trajines de mi siglo Estoy perdido entre los muchos trajines de mis siglo; vivo esperando una Gran Cita con el Infinito, buscando el Paraíso en las galerías comerciales, en los libros, en oscuros bares llenos de humo y en la televisión. Hemos estado juntos alguna vez compartiendo el milagro de estar vivos, arreglando de cualquier manera el mundo para estar en el paisaje de nuestros sueños. Y si hubo ternura en la mirada la palabra amor quizás nunca la pronunciamos en voz alta. Las dulzuras del hogar son mis horas de fiesta; lo mismo las tardes con canciones en el viento y la radio que sufre por mí. Es difícil contar los días sin hartarse de la historia; pero si vive la minúscula hierba en pleno invierno de relámpago y si en tierra se oye cantar los grillos, entonces el hombre podrá vivir acomodando sus desengaños: cualquier clase de cosas saldrá bien. Los lirios del jardín me recuerdan tus ojos, tus bellos ojos como las claras noches de diciembre en las que el pasado y el provenir son uno y todo y en las que vamos con una vida llena de mentiras rumbo al centro de la ciudad. (1981) —130— Racconto: 1976-1980 La juventud me llenó de variadas ocupaciones, estudiando, comiendo mal y bien a veces, contando 3 pesos para hoy, 2 para mañana, extrañando el hogar en las noches de insomnio. Me tostaba en el patio de un viejo internado los domingos por la tarde hasta sentir la más aguda jaqueca. Oh de la juventud que da su última coz al vacío del tiempo, la que se destruye, la que se digiere a sí misma en un mundo que no es mundo. Lloré para mis adentros al decirle adiós a la señora que nos cocinó por años, lloré para reír de llanto y llorar de risa; recuerdo su último rostro del año pasado: fue un sueño con muertos que andan. La juventud de hilos terribles, el olor fétido de las puertas y los viajes a pie para alcanzar las habitaciones perdidas. Así los años hicieron su trabajo, conociéndome a mí mismo y no conociéndome, hacia el futuro que es ya el pasado no vivido. (1982) —131— Muerte de Héctor No deberías guardar tus lágrimas, oh Príamo, para otra ocasión que puede no llegar: estamos en el tiempo preciso de la muerte de Héctor, el más valiente mortal de Troya. Deberías reconocerle entre los cadáveres que entierras en las noches sin luna y llorar, llorar de rabia contra el viento, contra las rocas, infinitamente. Deberías aceptar lo inevitable: deja que los guardias enemigos te apaleen la espalda, pero cuida el futuro, Príamo: los dioses protegen a los grandes espíritus aun en la desgracia y en la muerte. Debes olvidar toda esta masacre, arrojar lejos estas piedras que manan sangre. Derrama tus lágrimas, oh Príamo. No detengas tu dolor sobre esta hoguera de casas que arden en las calles de Troya. (1982) —132— El viajero de los días extraños Preciso es detenerse a conocer el rumbo perenne de las olas; acaso conociendo adónde van sus designios ondulantes conozcamos también para qué vive y muere un hombre. Ciertamente se puede no creer en la visión que otorga la espuma cuando la ola rompe contra el acantilado que separa el sueño de la muerte y estalla bajo las terribles sienes del cielo encapotado y presagiador. Pero esto es lo que nos ha tocado. Y si ayer estuvimos en casa, felices, en torno al fuego y al suave talle de la mujer amada, hoy el viento frío del sur y la sal nos laceran el rostro en indescriptible entrecruzamiento de destinos: los dioses nos han reunido junto al mar infinito para venir a morir aquí por una sombra. ¿No es esto acaso un grotesco juego que nos envilece? Cada uno tiene derecho a morir su propia muerte, estrellado contra el coral, las lajas, arrastrado sobre el barro hacia las profundidades del océano, o en su lecho, fastuosamente, como una fiesta, en unidad consigo mismo. Por una sombra subiremos a la barca el domingo al atardecer hacia un tiempo que supera toda aprehensión. —133— Acordaos de nosotros: no tuvimos suerte o estuvimos locos o era necesario el final del nacimiento. Llevados por las corrientes marinas y los vientos huracanados alcanzamos el lejano horizonte, pero no había más que agua, agua y agua por todos lados. Acordaos de nosotros: al borde de las ciénagas temblorosas, en un bosque oscuro, en el camino que conduce a las olas que estallan y que mueren y resucitan incesantes a los humanos pies. Los rostros habrán sido borrados por el tiempo, pero acordaos de la historia: ayer estuvimos en casa, hoy queda un campo desierto que las recorre. Hogueras, cenizas, depredaciones, vergüenzas, por una sombra. (1982-1985) —134— Espejos Los espejos han perdido toda exactitud; no reflejan más que formas disparatadas, locas imágenes en un fondo de sueño. Se han perdido los rostros y cuando nos miramos en los espejos oímos sólo el silbido errante de la tarde que atraviesa los tímpanos solitarios. Y nadie comparte en realidad estos desórdenes; oscuros secretos que se tragan a los hombres entre fauces centelleantes. Los espejos no hablan. Les robaron su luz y por esos cada uno ve en sí mismo lo que quiere; cada uno con sus pecados públicos disfrazados de curiosos y vulgares pretextos. (1983) —135— Días de verano de 1983 Me mostrabas con tu brazo extendido los árboles que coronaban los azulados cerros de la lejanía y con tus ojos ordeñabas el paisaje del mundo mientras contabas que unos días atrás unos niños humildes te rodeaban y te decían “tía, tía…” Días de verano. Y por los senderos orillados de maquis, arrayanes, radales y zarzamoras que nos cogían las ropas caminábamos hacia el lugar donde nuestras almas se desnudarían y harían el amor al pie de un avellano. Pasamos bajo la palidez de la tarde y seguimos bajo bandadas de gaviotas que desgarraban el cielo con sus alas blancas como leche. Dejábamos atrás páramos, cercos y quebradas hasta que escuchamos claramente el intenso y terrible pulso de la vida. ¡Oh aquellos días, mis amados días de verano!, en los que mi memoria se encierra a oír el mar y a escuchar el bosque donde los hombres están llenos de hojas y de pájaros. (1983) —136— La ciudad Me gusta a veces andar por la ciudad mirando la cara fraudulenta de los maniquíes a la luz de la luna imaginaria, conversando con los labios roncos de los tristes vendedores de baratijas. Me gusta saludar en silencio los ojos de los perros vagos que me miran siempre de espaldas. En esta ciudad con sus sucursales de cariño donde se liquidan los días a bajo precio. He venido a parar donde me nace un pájaro de papel en el pecho. Pero me gusta andar andando de aquí para allá, porque es inevitable el curso de esta ciudad que llevo dentro en la que habitan anchurosos sueños que se tienden en las calles y duermen bajo los puentes como mendigos marchitos. Voy andando por esta ciudad que me derrite la cara, entre tantos muchos desconocidos hacia un patio sin hambre, entre diarios que lee el viento y en el parpadeo de semáforos locos; andando, andando por la ciudad —137— que nadie conoce y habita bajo las estrellas. (1984) —138— Un mundo que se deshace entre los dedos Un mundo que se deshace entre los dedos como vidrio de escarcha, un mundo donde el mar rompe hasta lo eterno. Un mundo que se siente huir en la noche como un ladrón. Y una lápida que se gasta como los zapatos del pobre, y la hierba que entra por la mirada a cubrir toda el alma. Me voy, pero sigo siempre en el interior de esta casa anclada en mi retrato. Y me da miedo mirar las estatuas de rostro borrado que descienden de las cumbres. El mundo en el que pastan toros de tormenta… Y lo han puesto todo aquí extraño y extranjero. Que se haga piedra, que se haga agua mi frente. Quedo en silencio para sentir la nieve, el aroma, la humedad del metro cuadrado que me ha tocado en este mundo. (1984) —139— Toque de queda a las 6 p. m. En Achao, septiembre de 1973 Cuando alrededor de las 5 p. m. se cierran los tres únicos colegios, los comercios y las oficinas públicas, una multitud muda e invisible de niños muertos camina por las calles y callejuelas del pueblo aterrorizado. Llevan en la mano ramilletes de flores secas y entonan una canción infantil cuya melodía hace oscilar apenas los árboles de la plaza frente a la iglesia centenaria. ¡Oh qué silencio! El roce de un largo vestido que arrastra por el suelo se escucha a decenas de metros a la redonda. El aire es viscoso como el aceite, el mar está hirviendo en su caldero, la lluvia fina moja levemente la tierra. En el suelo apenas quedan huellas indescifrables de estos niños que vagan por el viento en camino al cielo, vestidos con ropita nueva que les han regalado los ángeles. (1985) —140— Carta y ventana Me he sentado al escritorio a escribir una carta para un amigo de los Estados Unidos. Pero he permanecido horas mirando por la ventana y no he escrito ni una palabra. ¿Qué será de mi amigo? Hoy en sofocante domingo cuando la luz de las gaviotas se extingue entre los robles de la última isla del tiempo. ¿Qué será de mi amigo en invierno con nieve? Su mujer ¿le amará?, y sus hijos ¿dónde sus hijos perdidos en el sueño del cielo? Una carta es un poema que tiene un reloj enfermo en el pecho. Sólo esta ventana conduce al límite del otro hemisferio donde se comprende lo mortal de los vidrios que tiemblan y no caen pero que saben que van a caer. Me llega una luz de agua arrojada inútilmente contra la noche. ¿Qué le puedo contar a mi amigo? Tal vez un día de éstos encuentre las palabras precisas y fluyan como un río de plata. Un amigo lejano se parece a un muerto. Y por hoy, sólo esta ventana es lo que más se parece a la eternidad de Chile. (1985) —141— Día de camping Hemos pasado la tarde tirándole piedras a los vidrios del lago. Y ahora que volvemos a casa, la ciudad nos abre los brazos igual que una novia que recibe al novio después de una larga espera. En casa todo está apagado y frío. Encendemos la estufa, la radio, el televisor; los niños bostezan sin pensar en nada. Pesan los ojos, la piel quemada hay que untarla con crema humectante, dejar los relojes en la hora precisa, etc. Los últimos quehaceres casi con torpeza se realizan. Pronto a dormir. Aquí nos quedamos. Mañana será (y siempre es así) el Tiempo, la Soledad, la Muerte. Otros andarán por donde anduvimos y este día quedará velado por la hermosura de un olvido irreprochable. (1985) —142— Autobiografía Tengo las manos donde el día vive de nuestra muerte. Ensimismado, dentro de una parka, ahí camina Mansilla que salió de su tierra y una pobre mirada de buey lo vio en la cerrazón de la tarde vagando al interior de los semáforos. Y no fue el vuelo, sino el viento en el espacio final de las islas con rotonda. Eso fue Mansilla, de campesino hijo, de agua hijo. ¿Y dónde estuvo? Pues aquí; pero ya cerró puertas y murió a lo lejos un trozo del mar. Pues aquí fue la copulación del don que lleva Padre con el doña que lleva Elva Edilia. Y nació un hijo en un pueblo que calla y escribe su historia. (1985) —143— Hay que leer los muros He vuelto la cara porque han llamado; pero sólo veo un paisaje que tiene un pájaro encendido en las nubes y un reloj de arena en los senos de una muchacha. Tarde para más tarde y mañana para más mañana. En Chile sólo hay letreros luminosos que señalan la dirección a la muerte. He aquí la galería comercial donde Dios adquirió sus satélites artificiales. Voy por una calle concurrida; pero la calle es el cielo, pero el cielo es el infierno; sólo arco iris alados, sólo golondrinas de agua. Los astros se sacuden el pelaje y cae una lluvia dorada como en una fiesta de matrimonio. Alguien anuncia por la TV propaganda del Paraíso. Pero es tarde en Chile, y no hay que leer poemas sino leer los muros, paredes, conventillos y patios donde mean borrachos; descifrar el Signo en el vientre del tiempo. (1986) —144— La noche es más corta cuando no se duerme La noche es más corta cuando no se duerme y las primeras luces son entonces una batalla contra los ojos que se cierran. Luces que pregonan helados de frutas y pastillas para no morir de muerte natural. El tiempo tiene un caballo y el Signo no de descifra: más bien es una lectura imperfecta del país, especialmente cuando pasa el panadero de largo, hacia otras rendiciones, otros círculos que anuncian la desaparición del cielo. La noche en vela tiene sus grandes secretos que el pudor no permite revelar. La noche no se duerme en el sueño de los hombres. No se duerme cuando la noche es más corta, porque la pesadilla nocturna se recoge a sus cuarteles y ya, al amanecer, el vendedor de diarios recupera su sombra que luego queda convertida en estatua de sal en mitad de la calle. El paisaje comienza a llenar el hueco del mundo: los niños despiertan, los muertos se duermen borrachos de eternidad. —145— La noche cabecea sobre las mesas y dispara su último cartucho antes de que el día tome por asalto la realidad. (1986) —146— Volver a decirlo todo Volver a decirlo todo. Volver a la inicial sílaba del yo perdido para reencontrarse en la basílica del silencio. Después de muchas pequeñas aventuras con final feliz vienen las quiebras, las subastas, y, con ello, nuevas exigencias que nos disponen a grandes desastres intelectuales. Volver a las lejanas fiestas de los dioses y beber de las vertientes que inundan la proximidad de la noche. Porque el mar no tiene un pájaro, y la playa está en peligro en medio de los desórdenes del espíritu. Y los que no tienen acceso a los tribunales sólo juzgan la sombra de Dios sobre el mar. Nuevas palabras, viejos edictos; continúa la aberración del siglo. No terminan las fábulas con la moraleja, y la maravilla del cuento de hadas viaja en un avión que bombardeará las ciudades vírgenes. Volver a anexar los antiguos caminos, con posadas, aduanas, tapias llenas de carteles; otra vez encontrarse con las lámparas del mediodía, en los observatorios invadidos por la muchedumbre que grita. Todo a redecirlo bajo un cielo de zinc, una crónica de poeta trasnochado que ha bebido café y cerveza. El verso consiste —147— en las grandes claridades que se pasean inquietas por el patio y por el jardín, y en dar por fin con el instante de la ante-palabra que engendra el decir exacto en el centro de las fastuosas evacuaciones de obras muertas de nuestra época. (1986) —148— Último día de clases A O. M. B.6 Profesor primario en una escuelita de campo, casado con una muchacha que fue su alumna, jubilado ahora. ¿A quién le enseñarás a sumar? Y las vocales ¿se las enseñas a la sombra de los primeros muertos que te esperan? Cierras los ojos y los chiquillos corren por el patio; entran sucios, transpirando a la sala: las tareas, el cuaderno, el lápiz… Impones autoridad entre las caras infantiles que todavía no saben de TV ni de urbes al otro lado de las más lejanas cordilleras. 30 y tantos años que pasaron como el agua. Y ahora estás viejo. Tu mujer entra con un almud de arvejas y te conversa de la vecina cuyo hijo está a punto de volverse alcohólico. Y los niños están ahí otra vez, y aquel sueldecito que venía y viene a fin de mes como un calmante contra unas jaquecas crónicas. Tus muchachos son hombres en el más acá de la vida; 6 Osvaldo Montaña Burr, mi primer profesor en la Escuela Rural de San Javier, isla de Quinchao, Chiloé (nota del autor para esta edición). —149— aquél se fue a algún lugar lejano dicen que a trabajar, aquel otro vive de sus siembras, pesca o se hizo oficinista en la municipalidad. Tus muchachas; ahí están, mujeres de anchas caderas y senos prominentes. Una se casó con un carabinero y se fue; a otra le tocó un marido borracho que la golpea. Enseña tu amenazadora varilla para que se silencien los pájaros, para que se ordena la sala de clases con tu grito final cuando todo no sea sino un susurro, cuando el mar se retire definitivamente buscando barcas jóvenes y hermosas bajo la luna. (1986) —150— Que trata de lo que una casa es y no es A F. M. Z.7 Mi casa se va, se va lentamente. No es lo que era, algo diferente hay en sus puertas, en sus ventanas; sus dormitorios revelan lo que ya no existe, porque esta casa se ha marchado y nos abandona sin prisa, sonriendo como una novia. Está aún el gato, los ratones persisten a pesar de todo, y aquellos cacharros de fierro y el horno de cancagua. Me parece que está todo y sólo hay que mirar de frente las cosas. Y sin embargo, los adioses, la sombra adelfa, la tripulación fantasmal; esta casa se disuelve, y es más palpable la ausencia ante todo, ahora que la jugarreta tienen un signo de eternidad, en tanto que las canas cuando los domingos y los espejos. Sin prisa se opacan los vidrios; la escalera, no sé, creo que existió antes con más fuerza, lo mismo eso de las lapas de ciprés que parecían pararrayos de la muerte. Es algo que tiene que ver con lejanías sin retorno, algo de amapolas cortadas que huelen a frituras. 7 Félix Mansilla Zúñiga, abuelo paterno (nota del autor para esta edición). —151— Esta casa no es la que era, o tal vez nosotros fuimos más intensos y ahora hemos vagado por los años para llegar a cualquier desconocida playa cual náufragos feroces y abismales. (1986) —152— Un hombre va por el mundo con su casa al hombro En esta casa he vivido. Aquí se exilian los presentimientos. Sus ventanas tienen luz de memorias disueltas en agua. Sus puertas son las que me conducen al mundo. En los rincones florecen los muertos y la cocina no rima con las sirenas. Aquí nos deslumbra el sol y nos oculta la noche. La vida entre las paredes de esta casa está llena de pequeñas guerras que amo y odio al mismo tiempo. Cuando duermo, la casa se deshace por la noche entre los sueños. En la cocina, sobre la mesa, la noche nos ha dejado sus estrellas como panes blancos de eternidad. Y el invierno nos ha dejado sus lluvias como racimos de uvas en una fuente. Y en una repisa, furtivamente mis amigos dejaron unos saludos, los que durante estos días livianos de otoño son sencillos y espléndidos. —153— Cuando se abran las puertas o las ventanas, quiero que el cielo se desborde como el agua en una vasija muy llena y que los astros anden, al igual que niños traviesos, arrojan la vajilla al piso o tirándolo todo por cualquier parte. Me duele la casa que no tengo como un dedo apretado en una puerta. De esta casa desciende a veces un río en el que navegan multitudes de muertos a causa de increíbles represiones. Sólo el viento abre las puertas y allana por última vez esta casa torturada. ¿Qué lenguaje tendré que hablar, qué palabras tendré que decir para construir la casa que sueño en las cuatro esquinas del horizonte? ¿Dónde, dónde estarán esas palabras, ese lenguaje amado que me abrigue del viento, de la lluvia, del frío de la vida y del frío de la muerte? (1986) —154— En esta primavera Mi patria es dulce por fuera y muy amarga por dentro. Nicolás Guillén Quiero en esta primavera las mejores flores para los manzanos y los mejores pastos para los rastrojos atravesados por la luna. En esta primavera todo ha de ser grandioso, deslumbrante de amor: el mar será como un perro dormido en mitad del patio. Quiero hacer rodar los mejores minutos iluminados de júbilo, ponerle a las amadas orejas de la libertad dos grandes aros pobres pobres, y plantar nuestros nombres humanos en la huerta para que crezcan con los frijoles, se trepen en los tallos de los ajos, en las estacas, rumbo al sol. En marzo —el mes de las cosechas— andará por los vientos una columna de pájaros: los hombres pacifistas que combaten por necesidad, los amantes de la justicia, linajudos como ellos solos. No habrá por qué coger la cuchara de la sopa con las manos del horror ni dejar que madre se vaya y se vaya por la puerta del fondo. —155— En esta primavera no quiero estrellas muertas, no quiero sienes amarradas con el cordón de la amargura. La vida del humilde entró por la ventana como un rayito; vino a reclamar su almuerzo, su cama, su habitación, su trabajo; no a quitar cosa alguna, sino a reclamar lo que le pertenece. Pueblo mío, deja que el viento ondule tus trigales hasta los confines de la tierra. (1986) —156— Se nos ha muerto el pájaro Neruda elemental en Santiago de Chile A los viejos mascarones de proa de Isla Negra Cuando se nos une el camión de la mudanza con el desayuno, o cuando las miles de horas vividas son un único instante estelar para cerrar la puerta de calle y marcharse disolviéndose en la lluvia, haciéndose transparente en el viento; entonces la eternidad también tiene su fin. Y también el fin tiene que de repente estamos vivos, y la mano duele en el brazo como un zapato mal puesto en el pie fino de una bella dama. Pero un día se subió a un tren y se acabó la comedia. La razón tiene locuras que nos sorprenden; por ejemplo, se despacha un oficio en triplicado mientras la muerte se precipita como una cascada sobre Santiago de Chile. Son los ojos que ploran tornando la cabeza a la lluvia de Temuco, ahora justo en los pétalos de un septiembre sucio y frío. Que se fue, porque ya pasaron los días de la tierra. Y la eternidad también tiene comienzo. —157— De EL SOL Y LOS ACORRALADOS DANZANTES Valdivia: Paginadura Ediciones, 1991 —158— UMBRAL Celebro aquel día de 1975 cuando escribí mi primer poema mirando un álamo junto a un arroyo. Entonces hacía sol el tiempo; era verano en Changüitad. Pero odio los días oscuros de mi país. 1973: entonces había corrido mucha sangre inocente; las prisiones tenían sus bocas abiertas, la luna no tenía cabeza. Por eso respiro en la playa para que los peces saluden al arco iris; para que el futuro venga, no sé cómo empujando, ni con qué río a qué mar, ni cuándo relampagueará, latido a latido, bajo la noche y el sol. —159— El pie quebrado que vio tan callando Jorge Manrique De Manrique me quedo con su murmullo de río en pie quebrado. ¿Qué es la eternidad sino el muerto dando a la ventana? Manrique, el testigo, el poeta, el enormísimo perdurador. ¿Y qué se ficieron, en cambio, los grandes soberbios del estado? ¿Qué fueron sino rocíos de los prados? Quedan de pie unos pobres pastores de ganado contra el viento. —160— Poetas con facha de caballos borrachos Apuesto mi metro cúbico de aire a Poe: Poe, Rimbaud, Esenin, Artaud, Teillier, ebrios y lucidísimos mientras duerme el mundo. Y los veo allá en el fondo orinando sobre el fuego y afirmados. Poe vino a sacar pasaporte para viajar al país del delirium tremens. Los otros son igual reyes cuando entran a la peor taberna de la más perdida aldea de la locura. Locura, tiempo, poesía. El remedio está en el tango y Los Beatles ¿verdad, Jorge? Poetas resurrectos en esporas, destruidos, autodestruidos con aureola de niños saltamontes; ustedes son los que aúllan ¡salud!, los que aúllan más pura sangre que tantos. —161— Encuentro al interior de Rubén Darío Más allá de toda arena está el caballo celeste de Darío relinchando en el mismísimo puerto de Valparaíso: l886, cuando el huemul profetizaba en aymara a Gabriela para dentro de 3 años en el valle de Elqui. Harmonía de Rubén para los claros clarines de Nicaragua y América: la que habla español y cree en Dios. Fue el anuncio, la profecía del cisne desde el teocalli. Y las hormigas van con la noticia bajo la tierra a contársela a Sandino, aquel otro caballo liróforo de Las Segovias. —162— A Fray Luis de León en aqueste mar tempestuoso Trotó por todos el caballo de Fray Luis. Salamanca y la vergüenza de la Inquisición para alguien tan finamente urdido. Como decíamos ayer, ¿en qué ayer? Se perdieron tus palabras, no hubo registro magnetofónico de tus clases. Pero quedó sonando la música de las esferas celestes. Te envío un telegrama urgente: "Amadísimo: la luna la encerraron 5 años en un calabozo". Y tú te reirás un poco dentro de tus tablas, porque no te tocan, no pueden tocarte, lo lloros aguzados de 5 años ardientes. Mi poeta bíblico, de David —el profeta— choznísimo heredero, hermano carnal de Job y Horacio: “locus amoenus”y “beatus ille”para este leño flaco de mundo lisonjero. Y sigues trotando en Salamanca cuando ya se murieron tus verdugos envidiosos y nadie los recuerda. Menos mal —163— que el fuego sigue con el plectro. Y seguirá. —164— Cuando Sandra y yo nos casamos en octubre de 1983 en Los Muermos La poesía embellece los días. La poesía los trajo desde la patria de Walt Whitman hasta este Sur de mi nacimiento. Y éste es el milagro: el aire que nos respira es el mismo que respiramos. Nos vieron las pedregosas calles cargando sillas sobre nuestros hombros, porque entonces carecíamos de sillas y teníamos que pedirlas prestadas a los vecinos y a los parientes. Por esos días llegaba dos veces por semana al pueblo un tren viejísimo, igualito a esos que se ven en las películas norteamericanas del Oeste. Tal vez llegó Poe en tren con Ezra y con Emily Dickinson vestida de blanco; William Carlos Williams y Allen Ginsberg eran los conductores, directamente desde los Estados Unidos de América para la soledad interminable de un pueblo olvidado. Las piedras hablarán de ellos todavía; dirán que la gran poesía norteamericana no es imperialista; dirán que se puede con la palabra y con el silencio. ¿Qué crees tú, viejo Walt Whitman? He soñado en un sueño y veía una ciudad invencible bajo los ataques de todo el resto de la tierra, he soñado que ésta era la nueva ciudad de los amigos... “Beasts made of stars drink from the white river of our silence.” Para Steven y Nancy White —165— Recado a Gabriela Mistral en la materia alucinada de Chile Me cuentan de un grueso cuerpo cuyo origen es el trigo candeal y de un camino que cruza el aire de paciencia en paciencia. Me cuentan de un país de cejas temblorosas que te acunó en lana de Vicuña y te fue gastando, a fuerza de limazos, la sombra de madre mortal hasta que se quebró tu arrullo chilensis como un cántaro de greda que se cae sobre Nueva York y derrama ríos de carnes volanderas. Madre inmortal eres desde que la de Ojos Profundos te enseñó a voltear esto que somos de tierra, a mudar los cerro, cambiar los bosques y torcer los ríos... Y me gusta el teocalli de tu mirada, porque en él subo hasta Quetzacóalt venerable y me duele menos mi Tiahuanaco en ruinas y mi Montegrande que quiero por ser tuyo. Vieja Gabriela que desciendes a raudales de las cumbres nevadas, salto del Aconcagua es tu palabra, hilillos de ronda líquida son tus manos. Y cuando pasas por la calle, las puertas te hacen gestos de pan y el mujerío danza sonámbulo desde las profundidades fulgurantes de la materia. —166— Cada uno te llevamos en un día de sol, de marcha y de cigarras, dormida, pesadillesca tu espina mortal, y nos roe esto de que todavía estamos como estábamos cuando tu cabeza descansaba como un fruto entre las manos de un indio en el campo de Mitla. Este gajo de viento te saluda con el gesto de darte agua de mares bárbaros y te pide que acunes lo que falta por acunar antes de que el alma diga al cuerpo que ya no puede más seguir. —167— Monumento a la transfiguración de Vicente Huidobro Paz sobre la constelación cantante de los ojos cerrados. Paz sobre Vicente hipnotizado por las estrellas. Paz también sobre los pájaros en pena que te acompañaron en pie hasta 1948. Tengo en la mano el cristal quebrado de tu mirada y en mis bolsillos suspiran hordas de planetas difuntos. ¡Y cómo caen a la tierra las angustias en el paracaídas infinito de Altazor! Ah, querido Vicente, qué lejos estoy de las brillantes ceremonias de tu cerebro, pero no puedo resistir la tentación de conversar con los queridos espectros de la poesía. Alzo, pues, mis velas pidiendo viento y arribo al puerto de la transfiguración de todas las cosas. Ahí mismo, en el mar, me duermo con una bala en la cabeza. Y Vicente de pie discutiendo con Reverdy o abrazado con Max Jacob en alguna calle de la muerte, alegando a gritos con Breton. ¡Y viva la creación que todo lo puede! De las orejas que agita el tiempo, cae nieve; de las nubes que agita el perro, cae polvo. Polvo y nieve en los parajes profundos —168— de la memoria; polvo y nieve para la vida entera. Abrid esta tumba, ¡abridla! al desollamiento vertiginoso de la muerte en Cartagena. Y allá en el fondo veréis a Vicente cabalgando el último caballo de la fuga interminable. —169— La cebolla es escarcha de tus días A Miguel Hernández que nació en Orihuela y murió en Alicante Hoy he reunido fuerzas, Miguel, para vivir un poco más con tu muerte a cuestas, españolamente muerto en la cárcel de Alicante. Tristes, tristes, tristes guerras, Miguel. Te extrañamos todos desde el hueso esencial y te queremos con tu cabeza grande y redonda; tu miliciana mirada gastada y revivida, tan aire de ruiseñor del Levante. Porque eres una ventana que se abre cuando caen las hojas en otoño; eres el hijo de la luz y el hijo de las sombras, con toda esa angustia que tenías debajo de tus zapatos. No despiertes, Miguel, niño de niñeces que empiezan en la tierra y terminan en el cielo: te traeremos la luna si es preciso, —170— pero no sepas nunca lo que pasa ni lo que ocurre... —171— Poema para un granuja A Serguei Esenin Esta tarde, camarada Serguei, pude por fin ver tu ángel. Tu ángel borracho que vio demasiado en la noche y no halló otro camino de salida que quedar ciego, ciego y ebrio de mundo, bebiendo ávidamente de los pezones de Isadora, aquélla, la bailarina que bailó con Dios la danza del orgasmo sin fin; arrastrando, como un trineo sobre la nieve, tu esqueleto ruso, revolucionario a tu manera. Podrías abrir una ventana y mear la luna una y cien veces; arrojar tus versos a puñados como monedas sobre el mesón de la taberna, y convertirte luego en golondrina y volar sobre los campos y las carretas de Konstantinovo, tu aldea de infancia; pero prefieres emborracharte para siempre en alguna habitación de un hotel de mala muerte. —172— Ignoras tal vez, querido Serguei, que la luna derrama sus remos por los lagos como una barca de plata. Aunque en realidad sabes mejor que nadie que en este mundo todos somos pasajeros, efímeros alientos después de la lluvia, que lo único importante que se puede hacer es mirar interminablemente el bosque de abedules y llegar a convertirse en un abedul más del bosque para completar el paisaje final. Adiós, camarada Serguei Esenin; no es nuevo morir ni vivir tampoco. Bebo en tu copa el vodka de la alegría. ¡Salud! La separación promete un nuevo encuentro... —173— César Vallejo, aparta de mí este cáliz ¡Qué jueves tan jueves era entonces, César, cuando te moriste, tan amado, con tu palabra a cuestas! Te pegaban todos con una soga con un palo y dijiste: “no me corro”, aunque te dolía en diferencial todo, de tu pañuelo con lluvia a las cuatro esquinas de tu frente cuadrada. Donde quieras que estés ahora, César, (y disculpa la confianza) te aviso que tus amadas orejas Sánchez andan huérfanas por estos dados eternos de la vida, andan tristemente a dedo tus manos Sánchez o están presos tus amados ojos Sánchez. Y el cadáver de Pedro Rojas —al que tú veías lleno de mundo— tiene marca de electrodos en los testículos y su alma es una cuchara muerta en su chaqueta. ¡Cómo, César, fuiste a morirte tan luego en París!; pero se comprende si se analiza —174— tu mirada y si se analiza ese aire hosco que te acompañó siempre desde Santiago de Chuco. Cara de cholo tienes, tus ojos no se distinguen sobre el bastón, pero tu cara es más hermosa y tu cabeza más altiva que la de Miss Mundo. Aquí las cosas han cambiado tan poco ¡casi nada, César!: todavía el caballo bosteza en la madrugada esperando, y Aguedita y Miguel no vienen, no vendrán ya a abrir la puerta de la casa que ya no existe; todavía dura la guerra civil española en cualquier parte donde los milicianos combaten con sus pechos y sus fusiles desnudos y la muerte pasa con un pan al hombro detrás de las puertas; todavía, César, se dice todavía cuando se apuna la infancia en la dolorosa adultez del hombre y el indio peruano todos los días amanece a ciegas a trabajar para vivir. Qué jueves aquel entonces cuando te moriste de tuberculosis —aunque tal vez no era jueves, —175— sólo que en París siempre los días eran jueves para César Vallejo— y aunque ni en Chile ni en mi América acholada estamos en París, también nosotros nos morimos con aguacero y lo saben los días jueves, los huesos húmeros y los caminos... —176— El sostuvo una mano que cayó de repente desde la altura hasta el final del tiempo Neruda había muerto. Hacía frío y todavía flotaba en el aire una neblina matinal cuando llegamos a su casa. El patio de entrada se veía inundado. Las piezas de la primera planta también, por un agua oscura que fluía de alguna parte. Al otro lado del patio, en un nivel más alto un jardín húmedo, lleno de escombros; papeles libros quemados, vidrios, muchos vidrios: crujían bajo la suela del zapato. Trozos de papel, escrito en una caligrafía menuda e íntima y mordidos en los bordes por el fuego, aparecían aquí y allá, desperdigados. La esposa de Neruda estaba sentada junto al féretro, sola. Permanecía ahora inmóvil y sin llorar al pie del ataúd, en un cuarto sembrado de escombros. La casa había sido requisada y saqueada. Al ser desviadas las aguas de un canal, la planta baja se había inundado. No había luz eléctrica. Las ventanas estaban rotas. Rotas también las lámparas, rotas en añicos las cerámicas, quemados los libros y desaparecidos los cuadros, una colección de primitivos que Neruda había reunido a lo largo de su vida. Aquella noche, la viuda habría de velar el cadáver en una casa a oscuras, en el silencio de la ciudad petrificada por el toque de queda, y con el frío de la cordillera colándose por los huesos de los ventanales destrozados. (Apuleyo Mendoza) Si hallas en un camino a un niño robando manzanas y a un viejo sordo con un acordeón, recuerda que soy yo el niño, las manzanas y el anciano. No me hagas daño persiguiendo al niño, —177— no le pegues al viejo vagabundo, no eches al río las manzanas. (Pablo Neruda) Te acompañaré a la tumba de Margarita Naranjo, muerta en la salitrera María Elena, Antofagasta. Lejos, en un horizonte de libros, locomotoras y nieve, contra el coronel Urízar, contra Pisagua. Escucharemos juntos en medio de la masacre el coro del amor en la noche ametrallada, oiremos la sirena de alarma anunciando el nacimiento de los frijoles. Piedra en la piedra, el hombre, dónde estuvo? —178— En 1930 fue el disparo final de Vladimir Maiakovsky contra el cielo Camarada Maiakovsky: Me gustan tus poemas, aunque debo confesar que me cansa un poco tu estilo altisonante. Pero así tenía que ser: eran tiempos heroicos, tiempos de trincheras. Ese “Valdimir Ilich Lenin”es maravilloso y esa “Orden número 1 a los ejércitos del arte” y la “Orden número 2” y “150.000.000” y “Verlaine y Cezanne” y esa “Conversación con el Inspector Fiscal sobre poesía”; poemas grandes como tu gran cabeza rapada. Lamento que no pueda leerte en ruso. Nací en el otro extremo del mundo hablando en español 28 años después de tu día fatal (¿fatal?), y me tocó vivir la juventud en un tiempo bárbaro de ignorancia y dictadura, y además me tocó —179— un tiempo en que los soviets se deshacen como la nieve de los Urales en primavera. Pero hay algo, camarada Vladimir, que no entiendo: ¿Por qué, por qué ese disparo en tu patria socialista? ¿Quién te traicionó: Dios, Stalin, el amor, la poesía, la revolución? La barca del amor varó en las pequeñeces de lo vulgar; algo así escribiste en el capítulo final. Dijiste: “Estoy en paz con la vida” y le pedías a Lila Brick que te amara como nunca. Me han dicho que la principal estación del tren metropolitano de Moscú lleva tu nombre y que hay monumentos a tu persona por toda Rusia. Si en verdad eso es así, está bien, muy bien; será tal vez el justo reconocimiento a un gran poeta. —180— ¿Pero quién te reconoció cuando te acorralaron los de la “Asociación de escritores proletarios”? Algo he sabido de un tal Vladimir Yermílov, un crítico o burócrata staliniano de la cultura del Partido que dijo en el “Pravda”: “La comedia El baño, de Maiakovsky, calumnia a la clase obrera soviética”. Entonces ¿dónde queda la revolución, aquella por la que no dormías, por la que hacías cine, escribías avisos publicitarios, por la que recitabas tus poemas a grito pelado en las fábricas? Camarada de la poesía y de la vida: perdónanos a todos si ya no eres un poeta sino un símbolo; perdóname a mí particularmente por escribir mirando tu fotografía cuando estás sentado en una silla con un sombrero en la mano izquierda y un cigarrillo en la mano derecha. —181— Yo, por derecho, reclamo un hueco en las filas de los obreros y campesinos más pobres. Y si ustedes se imaginan que mi trabajo consiste en utilizar palabras ajenas, aquí tienen, camaradas, mi estilográfica y escriban ustedes, si quieren. Así sea. —182— ¿De qué ojo abierto habrán salido estos soldados? ¿De qué ojo abierto habrán salido estos soldados? ¿Cuál útero los durmió antes y ahora qué locura será ésta que late sin parar, por qué, dónde la mismísima libertad? ¿Desde qué constelaciones estos muchachos con fusiles automáticos podrían ser nombrados por qué lengua, justo cuando aquí la hierba aletea, cuando pasa el ciego mirando el abismo? ¿Cómo ahora resucitarán la mano tibia que saludaba a la muchedumbre? ¿En qué noche, con qué dedo acariciará la cabeza que se quedó sin cerebro por la ráfaga final? —183— Cruce de caminos Por un camino venían los perseguidos; por otro camino venían los perseguidores. Y se encontraron en el mismísimo instante en que se abrió el día. Quedó el viento silbando sobre este funesto lugar bravío y desolado. —184— Lancha con prisioneros Permanece la lancha anclada en medio de los prisioneros que ya no están. A veces, en las noches, cuando Dios levanta los brazos, me acuerdo de esa lancha que venía llena de prisioneros. Cuando los desembarcaron, sólo pude ver un caballo ardiendo en medio del monte. —185— Cortáronle las manos al guerrero Hanse caído relampagueando las manos al mar. Las extraviadas, las errantes manos que indican hacia dónde caminan a pie las constelaciones. Galvarino: brazo mocho, sobreviviente de suplicios antiguos y nuevos, feroz guerrero a quien la noche cortó de un hachazo el Verbo de 10 dedos incesantes. —186— Fila india hacia el exilio Si ya no queda un lugar para ti en el mundo, yo te llevaré en mis ojos. —187— El perseguido El cerezo en que estoy apoyado crece lentamente. Un perro pasó por aquí y orinó en el tronco que todavía está húmedo. Parece que la sangre se confundiera con la savia de este cerezo que se apodera de la luz con la mayor naturalidad del mundo. Cuando me encuentren, quisiera que éste sea el lugar donde me acribillen: no quedará nada y no podrán encontrarme los jueces ni los periodistas. El cerezo no hablará jamás y sólo dará cerezas. —188— El clandestino Despréndete de todo signo que te identifique; di que eres el lechero, que vendes frutas o diarios: lo más oculto, lo más anónimo. Las palabras sin boca y la sombra sin cuerpo. Sé lo más semejante al recuerdo de la nieve y lo más lejano del origen. Ni sol ni noche. Porque el tiempo no es tiempo. Porque no aparecerás en ninguna historia y sólo los muertos se acordarán de ti. —189— Los ojos callando Quedaron manchas de sangre y una cuchara gastándose de soledad. Los ojos del muerto filmaron el último video y lloraron en la escena final: Se ve una casa sobre un cerro, una hermosa casa de madera con forma de barco velero donde el futuro ya pasó y el pasado ocurrirá cuando resucite el muerto. —190— La solidaridad No me sabían la sombra ni los pasos; igual me abrieron las puertas, igual las caracolas hablaron 100 idiomas de saludo. No me sabían el país; pero me indicaron la cama, la comida; conocieron mi cabeza de ceniza y me dieron, sin pedir, la mirada de los asombrados que se emocionan. He traspasado umbrales frescos de agua. Dormí en extranjera cama siestas de niños que volaban; me cobijé con aire y anduve encima de las cordilleras hecho cóndor vestido de cometa. Gracias, amigo, por el vellón prestado con el que respiré en paz la alegría de 1000 idiomas que relampagueaban. —191— Mariposas del día y de la noche El mujerío invisible vaga por los campos amamantando críos de sol. Pero los dioses no cesan de toser en la oscuridad. —192— Semillamiento de Miguel Enríquez Espinoza Fue una ventana sobre la que sangraba una mariposa. Después un vuelo al rojo por encima de esta pequeñez. Luego un disparo que lo voltea sobre la tina de una lavandera. Al final la madera mojada se llama San Miguel. Y lo que gira es torbellino tenaz desde aquel octubre 5 de 1974. —193— La isla de los desaparecidos Es mentira que ya no quedan islas deshabitadas por descubrir. Ayer por la tarde desde nuestro bote de náufragos acostumbrados a estar pendientes del horizonte, avistamos una isla que no estaba en nuestras cartas de navegación y que resultó ser una tierra salvaje y feraz, llena de luces y hojas que caían en círculos desde los árboles retorcidos. Ya entrada la noche, desembarcamos y nos arrodillamos sobre la playa y dimos gracias al cielo por sentir tierra bajo nuestros pies después de tanto tiempo a la deriva, recibiendo los embates de tantas tormentas, soportando días eternos de calma bajo soles abrasadores, peleando con los tiburones que no nos abandonaban nunca y comiendo peces crudos y pequeños cangrejos que pescábamos con la mano. Los que tenían fuerzas danzaron bajo la luna la danza frenética de la desesperación y la felicidad; y los que no teníamos fuerzas, golpeamos nuestras palmas y cantamos con voces estentóreas canciones de nuestra patria antigua, ritmos perdidos entre la bruma del tiempo y de los viajes. Lo que vemos en estos árboles, en estas colinas y en el suelo hinchado de humedad, es lo que vimos en nuestro corazón cuando éramos atormentados en las mazmorras o esclavizados en el abandono y el destierro. Aquí están los huesos de todos nosotros que enterraremos muy pronto para que se hagan follaje y nubes. Aquí estamos para quedar amarrados para siempre —194— al aire y a las tinieblas, porque en cuanto sembremos nuestros huesos no veremos más el sol, aunque seguirá la luz y seguirá el sol. Bienaventurado sea el viajero que no tenga que enterrar sus huesos cuando desembarque en esta isla olvidada. —195— Desgarro con canto de gallos Podría yo estar allí en la fosa; podría yo ser el lavado y relavado por el río. Pero aquí estoy, aleteando aún en el rehue ¿hasta cuándo? Todavía el sol resplandeciente es rey: los gallos y el amanecer son la misma cosa. —196— Silabeo del aromo Hoy he visto un aromo, solitario aromo florecido en mitad del invierno. Amarillo como el sol, palpitante, oro vivo, alimentoso. Y cerca, muy cerca, yo diría a unos 10 metros, había una casa. Pero no era una casa: era una choza, un armatoste de tablas viejas, de nylon, de zinc oxidado, de infinita miseria e interminable tiempo. Oí voces de niños, una voz de mujer en el aire. Y el aromo murmuraba a 10 metros la humedad florecida de la tierra. Oí la savia retumbar como un trueno, mientras el invierno ladraba como un perro hambriento amarrado a una estaca. Aromo y niños; cielo y casa: choza de viento donde jamás descansan las manos y el alma. Que la lluvia balbucea el mismo mundo para todos, que el niño corre sobre el agua y no se hunde porque él mismo es agua que suspira. ¿Habráse visto semejante harina de Dios, contumaz, puro pellejo, que embellece el universo? Aromo y choza e invierno: cuando cerré los ojos vi clarito un buey mansamente pastando sobre esta tierra de muertos. —197— Los nadie Basta encender una vela para ver la sombra de los desaparecidos. Sólo una pequeña y tenue luz basta para iluminar este muro de ausencias. Y el murmullo de los nadie hace hervir las aguas de los ríos, que se despeñan alanceados y locos. —198— ¿Quién es el que habla en la niebla? ¿Quién es el que habla en la niebla? Lo que parece ser no es; el que dice A piensa B. ¿De quién será la voz que resuena dentro de esta bóveda? Se ve, pero no es lo que se ve; se oye, pero debo cuidarme de los decires. Rumor de piedras arrojadas por fantasmas: eso somos. ¿Quién grita su nombre entre los prisioneros? ¡Cuidado con la trampa! ¡Cuidado con los ojos que no tienen fondo! ¿Estaré yo también en la lista negra? Por eso los poetas pulimos tanto un poema, dice Ernesto Cardenal. ¿Quién murmura el murmullo, quién mueve el movimiento, quién repite la repetición? ¡Cuídate de los nuevos poderosos! ¡Cuídate de los que te aman! ¡Cuídate del futuro! (Vallejo supo como nadie de las tardes sin esquinas). ¿De quién será el grito que hace aullar a los perros al amanecer? —199— Exilios Hablemos de los que están aquí. Hablemos de un dedo a otro dedo con palabras de tierra, con boca de viento. Hablemos del que se quedó para siempre en el fondo de la noche por un pan. Hablemos también del tristísimo ángel que enterró a todos y lloró y se marchó luego a casa volando al trabajo de gastar los cuchillos contra el aire. Hablemos, en fin, de los que no están aquí, de los desterrados que se levantan al canto de los gallos a construir la república con los restos de la noche. —200— Cuando maduren las arvejas Cuando maduren las arvejas que sembré en mi pequeña huerta, te llevaré una bolsa de nylon, de esas que dan en los supermercados, llena de arvejas para que te hagas una buena comida en la prisión. Sólo me preocupa que venga el mal tiempo y las lluvias destruyan las flores que en estos días han estado muy visitadas por las abejas y picaflores. Sólo me preocupa que te duelan de nuevo las viejas torturas y que los guardias no me dejen entrar con las arvejas que estarán entonces tan maduras, tan sabrosas y tiernas. —201— La palabra piedra La palabra piedra pesa como el mundo: es arma celeste de pobre, es callamiento que grita ¡libertad! Palabra piedra: una dureza en cuyo centro hay sangre. Piedra es la palabra. Piedra y mudez murmurando el aliento. Piedra es aullido que dura. —202— Un caballo limpia su fusil Un caballo limpia su fusil en la cocina. (Vallejo y Dios vieron esto). Y cuando dispara al aire, los huesos lagrimean para adentro de tristeza: ¿Qué decir entonces a la mitad del ojo que reclama su otra mitad? El jinete es un niño. Y el niño hizo su nido arriba de los árboles. Niño y caballo: son tan hermosos que la policía secreta sólo ve aire y lluvia en el paisaje desolado e infinito. —203— Paisaje con un cuchillo en el centro Los detenidos desaparecidos son niños que juegan con puros pedazos de cielo y cuando se cansan tienen un volcán apagado en los ojos. Y como no hay tumbas, como no hay lápidas, como no hay monumentos, nadie sabe de lugares, nadie sabe de huesos. Y no se puede ir a plantar un geranio o una rosa ni dejar señal alguna. Ni quienes se los llevaron saben dónde están, porque todo se ha vuelto niebla, olvido, mentira. Quizás sea mejor que nunca se sepa dónde están, porque así estarán siempre dentro de nosotros mismos. Quizás también nosotros los olvidemos, y quizás sea mejor que así ocurra: desaparecidos en el tiempo, desaparecidos en la luz remota de la galaxia. Así nadie hablará de ellos con palabras vacías, nadie irá a denunciarlos otra vez, nadie irá a detenerlos nunca. Será un eco sin voz en la montaña donde el olvido es manantial que se recuerda. —204— Liberación por la lluvia, por el aire Perdonen al ciego que perdió el mar; perdonen, ustedes, que de cárceles se mueren nuestros pájaros queridos. De vez en cuando la lluvia invade el dominio de los muros y la mano prisionera que escribe estas metáforas se refresca. Sé entonces que de flores silvestres está construido el cielo. Respiremos, respiremos, respiremos... A César Luis Uribe —205— Concierto nocturno para Chile Toca tu piano, viejo Arrau, hasta que los que lloran los venza el sueño. Dormidos que vean la danza de los antepasados alrededor del círculo de fuego; dormidos que oigan la música de las constelaciones tocadas por esos diez dedos de tierra. Que duerman tres días, viejo del alma, hasta que todo sea azul, azul, muy azul sobre el agua inmóvil; hasta que el gallo cante en medio de esta ciudad que recuerdan sólo borrachos al amanecer. Claudio Arrau: El pianista de Chillán y del mundo toca el Concierto de los vivos y los muertos: Bethowen, Chopin, Mozart. Y queda temblando el mar. —206— Fiesta por la liberación Bailemos, bailemos, bailemos sobre la tierra seca. Llenémonos de polvo, de música, de sudor. Que suene años-luz el tambor, que tiemble estrellas la guitarra; ande aquí desnudo el canto, ritmo de sol, melodía pura de carne. Somos los danzantes locos viviendo de espuma, enamorados del viento. Danzaremos hasta dormir y flotar sobre ríos que suben y suben besándose. Entonces somos niebla borracha sobre la playa, rostros brillantes y sucios, puras sombras danzantes que siguen al cuerpo. —207— El porvenir... sí, el porvenir8 ¿A qué vienen estos brazos que no abrazan? ¿A qué tales rumbos para un camino cuyos pies sacan espuma? ¿Y a qué este rumor regando violencia en disparo atrás de espalda a la galaxia? ¿Y por qué no sube la leche a tocar los labios del niño con hambre que vuela? ¿Qué puedo agregar sobre el que no tiene casa ni nada? El pan llama al trigo; el trigo llama a Dios; y el que alarga la mano por pan no tiene sombra. ¿Entonces cómo no decir “quiéranme, amigos míos, que me voy con el agua”? Allá están el hombre y la mujer con su gallo de pie sobre el techo de su casa quemada. Alguien tendrá que responder detrás del humo. 8 Fernando Pessoa. —208— Murmullos y misterios Como no hay pájaros, no hay islas; sin islas, no hay reposo. (Mas yo soy una isla errante y no tengo reposo, llevo sólo de luz una defensa y de defensa una mirada). (Ana María González) Cuando llegue mi hora final, pido que sólo el mar pronuncie mi nombre; que todos se callen y sea la mudez el homenaje; que el murmullo de las olas sea el responso. A ver si queda la sonrisa en la última hoja que cae con el cuerpo. —209— En una vieja casa de Valdivia (A Clemente Riedemann y su madre) Este lugar ha sido tuyo por un tiempo; mas yo también estuve en esta casa alguna vez, también miré por la ventana la ciudad junto al río. El pasado es como un sueño, nada queda tras estos cristales envejecidos por la noche; el ciruelo del patio cobija sombras. Sólo hay un rostro en medio de la lluvia en un eterno presente. —210— Nadie hay detrás de la última luz de la tarde Nadie hay detrás de la última luz de la tarde. Las luciérnagas encienden sus lámparas para iluminar a nadie entre la hierba que ya olvidó todo signo. Un pájaro perdido vuela de memoria encabezando la bandada de los pájaros que no han nacido ni nacerán. Nadie para nada detrás de la sombra que baja al mar sin Barquero.9 9 Luis Oyarzún. —211— La hora más difícil ¿Qué hora es, papá?, pregunta el niño. Es la hora del sudor, la hora de los pecados y de la amargura. Un martillo lejano clava tal vez los clavos de un crucificado. Pero la leche en las ubres sigue cantando sobre el abismo. —212— Recogimiento10 En medio del campo, en lo alto de un cerro, me encuentro esta tarde en muda plegaria. Oigo las hojas de los pastos, respiro la luz que envuelve el follaje de los árboles y cae luego al mar en río de claridad. Recogido, consternado, siento que soy nadie, y entonces, agachando la cabeza y mirando la tierra, recuerdo a los muertos vagabundos que fueron olvidados para siempre. 10 Parafraseo un poema de Micíades Malakasis a partir de una traducción del griego de Miguel Castillo Didier. —213— Poética elemental Mi primer poema lo escribí en la tierra con un gualato: Fue cuando sembré mi primera semilla de trigo en el trigal. —214— Suéñome loco y volando de un extremo a otro de la galaxia ¿Qué hace ahí un niño aleteando contra la ventana a medianoche? El sueño es que las estrellas son rosas que indican el camino a los perdidos. Entonces vi el día en la ventana. Mi padre tosiendo y orinando en el patio. Y mi madre, con su respiración, es la que gobierna los ríos al amanecer. —215— Intervención del agua El pie es ligero: es luz desbocada, es estallido de golondrinas sobre el río. Una barca de sueño me navega guiada por la Cruz del Sur. Y sigue fluyendo esta mi camisa por donde pasé un día a ponerme cuidadosamente el alma; me abotoné entonces en el fondo y me dormí bajo el agua como un pez. —216— Hazme la sangre, mar Hazme la sangre y resuéllame, mar tormentoso; mójame las espaldas tiesas de ardores. Tú me navegas de costa a costa: yo soy el piloto sumergido que no ve el sol. Ruédame hacia el Tiempo de Ningún Tiempo y háblame del misterioso país de los abismos. Amontonemos el ojo sobre el otro ojo: Tú lavarás las cuencas y navegarás también la luz. Tú eres el Reino de los acorralados. —217— Pie de niño con destello Del niño un destello que salga y que corra sobre el pie huérfano, que vuele sobre el otro pie más huérfano. Que despierte, que ande esta luz. Y que se rompan las ventanas y que se ardan las paredes. Y el que crea, que levante las manos y que las siembre en el horizonte iluminado. —218— Allá lejos te veo venir a Sandra Allá lejos te veo venir como una llovizna que hace palidecer las azules colinas. Saco apresuradamente al patio mis árboles, mis hinojos, todos mis seres pequeños y pobres que pululan por doquier: libélulas, mariposas, cantáridas de siete colores, algas y avecillas. Me vacío entero como un balde con agua que se vuelca en el piso y me extiendo cuan amplio soy para recibir la miel que trae tu presencia. No vaya a suceder que llegues y esté todo solitario y triste, todo cerrado, tapiado hasta las nubes, y el amor, como un niño mendigo, llore sin pan y se duerma en la mampara de cualquier casa tiritando abrazado a su perro. —219— El sol y los acorralados danzantes No cantes; siempre queda a tu lengua apegado un canto: el que debió ser entregado. (Gabriela Mistral) There's nothing but injustice to be had, No choice is left a poet, you might add, But how to take the curse, tragic or comic. It was well worth preliminary mention. But let's go on where our cases part, If part they do. Let me propose a start. (Robert Frost) Que alguien diga, si sabe, cuántos siglos debe viajar este cuchillo hasta la carne que espera ser cortada. En el futuro tal vez la tumba se incorpore a la vida; en vuestro año 3000 quizás cuando cuchillo y carne sean un solo zumbido. Entonces puede que permanezcan los campos sembrados de bayonetas y todavía anden los mendigos revolviendo los cementerios de cometas muertos. Que alguien diga la profecía de la futura razón humana. Decid si ya se cavó la última fosa o si hay que cavar aún millones para otros tantos millones de hombres. Puede que no haya más diluvios de fuego —220— ni permanezca un solo avión cargado de bombas volando rumbo al sol. Quizás entonces terminará el viaje de este cuchillo con su rama de olivo. En lo más profundo de la noche alguien bajó del cielo y besó uno por uno al ejército de mendigos que se deshacían bajo la lluvia. ¿Alguien puede decirnos adónde vamos? ¿Alguien quiere empezar a cantar en el destierro? Silencio, silencio, silencio. ¿Por qué desaparecen las puertas cuando las queremos abrir? ¿Por qué no hay nadie cuando hablamos, pero cuando callamos hay tantos ojos sin párpados que nos miran? Tenemos nuestra sombra amarrada a un arco iris apagado. Tenemos el hombro izquierdo caído entre un mar de flores que sangran. Tenemos una muerte que retoña en medio de un trigal. Tenemos un silbido, un aliento, un último bocado cuando ya nada queda en ninguna parte. Estamos amontonados en el hueco de un corazón fugitivo, en el centro de un espacio que fue ajeno y que será de otro. Abrid la puerta para que empiece el alba —221— y no la cierres sino hasta cuando llegue el último tren del siglo. Adelante, que entre la mano izquierda, que entre la mano derecha, que entre la sombra enamorada de su cuerpo. Una mujer ha dormido bajo todos los puentes y ha navegado los años entre islas que [desaparecen después de la primera mirada; una mujer cuya cabeza está rodeada de niebla y de pájaros. Adelante, pase usted a descansar su mano herida que sólo indica la dirección donde nace el sol. Una cuchillada blanca ha abierto mi costado desde donde sale gritando la noche. Pero se ilumina la mano con la sangre que mana en marejadas; vuela la mano hondeada en el aire y es sol rojo allá arriba iluminando loco el coro de los danzantes no nacidos. Al romper el alba seré uno más entre la muchedumbre. ¿Tienen alguna bandera para el país que sale de la noche? Buenos días, sol; buenos días, tierra. Preparen el desayuno, enciendan la radio para escuchar la primera noticia del primer día del mundo. —222— El súbito día hizo un trébol y una abeja. El sueño, una abeja y un trébol. Un trébol y una abeja serán suficientes sólo si hay un relámpago en la carne viva. El sueño que quiere abrir todos sus paracaídas y caer lentamente sobre el zumbido y estallar en la boca del hombre herido que abre los ojos. Siento el débil olor de las tumbas y lo que miro se vuelve piedra invisible que cae, cae y se hunde en un océano invisible. Oigo a lo lejos el tañido de unas campanas. Veo nombres escritos sobre lápidas, pero no logro descifrar los caracteres. Siento el débil olor de las tumbas danzantes y oigo el zumbido de una flecha que vuela directo al blanco. Veo una abeja que siembra un hijo entre las flores llenas de huérfanos. Pero nadie podría decir que no es hermoso respirar hondo al amanecer. El aire es más valioso que el oro, y tenéis que respetarlo antes de que no quede aire. —223— El aire del niño, el aire del joven, el aire del viejo, el aire del rico, el aire del pobre. El aire lleno de polvo, porque polvo somos y polvo seremos. Vengan todos a respirar este remolino que desordena y ensucia los cabellos de Dios. Y el remolino dirá que el mejor motor del mundo es el corazón del hombre. Y el cuerpo es la flor vacía que espera millones de besos para que resucite y derrame en el viento su lluvia de sangre y agua. Porque no podrá detenerse el latido de todos los mendigos juntos durmiendo bajo el sol. Somos viento que quiere cantar, viento de ávida mirada, de viva carne; brillante cabellera sobre piedra. Darías todo el oro del mundo para que no se clavara este cuchillo tembloroso. Pero no se puede encontrar ni una palabra que anuncie el tranquilo tejado donde se pasearán las palomas. Qué dieras para que el muerto fuera un niño aleteando. Pero no hay más que ausencia entre las manos, rumor, murmullo de humo. Es el dolor puro, entero, que no cabe en ningún pecho solo jamás. El niño llega a casa mojado y brillante; —224— no lo regañes: estuvo haciendo un río con peces, estuvo haciendo un cielo con sol. Veo la puerta aquella que se abrió para ese otro que fui y que no soy. Di un paso hacia adelante y dos hacia atrás, y me volví sombra que nada tenía más allá de la sombra. Dios me arrastró entonces hasta esos barcos sumergidos y me quedé ciego mirando la puerta abierta al abismo. Tengo tanta necesidad de ternura que mi sombra sale sola a caminar bajo la lluvia. Me quedo con el cuerpo en forma de rumor de frase sin palabra; me quedo en el centro de un planeta soñado por un niño. Tengo mi otro yo sangrando su última sangre junto al mar. Sé que tengo que bautizar todos estos niños mendigos que duermen en el viento, pero no encuentro agua bendita en ningún río. Y mi sombra no cesa de llamarme desde allá lejos donde ya no queda vientre sino un hueco enorme cagado de pájaros. Ésa es tal vez la memoria que permanecerá: la de un testigo sordo que oye, la de un testigo ciego que ve, la de un testigo mudo que habla, en lo alto de un cerro entre aire y aire, iluminado por el relámpago de la carne, arrojado hacia el cielo como un cohete —225— disparado a tontas y a locas contra la galaxia. Allá voy, allá lejos donde los fusiles son la sombra de un caballo blanco en medio de un trigal. —226— DE LA HUELLA SIN PIE Valdivia: Barba de Palo, 1995, primera edición Santiago: Cuarto Propio, 2000, segunda edición aumentada —227— En mi América del Sur, allá lejos donde las montañas son altas y solemnes; hay un pequeño pueblo con la interminable lluvia que atraviesa el tiempo; allí, pequeña casa, olor a madera en todo el cuerpo, pueblo donde los muchachos se emborrachan en bares sucios y mortecinos en medio del escándalo de las hojas aventadas por los remolinos de la memoria, ahí viven los míos, mis más amados, esa gente, mi gente, que con frecuencia me saluda y me abraza. Seattle, 1990-1992 Et tout le rest est silence —restroom— merde encore Aquí está su silencio/ ya sin guitarra Ernesto Mejía Sánchez —228— DE ESTOS POLICIAS QUE NO CREEN EN LA REALIDAD La ciudad está llena de perros gordos, enormes, invisibles cancerberos rosados, que se comen a los niños rubios y negros que andan flotando en el aire a baja altura. —229— Los barcos entran en tus ojos Los barcos entran en tus ojos y navegan hasta donde ya no queda horizonte. Viejo y casi ciego almirante sumergido, me guío por las estrellas que traigo desde la infancia encendidas en mi cabeza. Sé que nunca descubriré América ni mi nombre quedará jamás registrado en historia alguna. Pero me bastan tus ojos en los que yo mismo construyo mis islas y mis continentes. Mis más hermosos y exactos mapas los he dibujado en el viento. Y he contado todas las playas en donde la muerte baila desnuda en los amaneceres de la lluvia. —230— Terra incognita No sé el nombre de este lugar y no conozco a nadie aquí. Digamos que duermo sobre la espuma del tiempo. Alguien con sombrero se ríe en la ventana y enciende su ojo y lo apaga y lo enciende y lo apaga como un faro; yo le muestro el cuchillo que hace años mi madre me dejó bajo la almohada y se va. Sólo la luz de los rascacielos me acompaña a esta hora cuando el cielo se llena de rosas de vidrio. Y no sé si es playa esto que piso pero oigo nítidamente el frenesí de la arena enloquecida en el reino de las frutas. Llamémosle Norteamérica a este fusil nuevo que disparará 500 millones de orejas contra el pecho de los maniquíes. Digamos que el cenicero es relámpago de otoño. —231— Invierno en las siete esquinas del reloj Todo es domingo en los gestos. Soledad nieve en los zapatos; domingo con su patita blanca sin mácula para que se rían los payasos que no tienen a dónde ir. Los barcos besan el vino derramado en el lavabo de los tigres: un domingo en los libros llenos de capullos. ¡Ah, por fin el entendimiento súbito que tiene pasado para oponerlo a este presente sin tiempo! ¡Por fin, por fin asciende la paloma librada de su sangre! —232— Se ríe uno bajo las cascadas de luces Se ríe uno en la escalera con el pequeño corazón de juguete que se comió el gato de la televisión. Los metales se llenan de faisanes muertos que cantan al atardecer. Se busca entonces la saliva a medianoche Y arde algún viejo edificio abandonado para invocar el ímpetu primitivo de las luciérnagas. Tantos pinches cancerberos en la puerta, y con la ceniza que cae, hermano. Alguien transpira y de los poros de su piel sale un silbido largo, interminable, que después desaparece. —233— Barbara quelle connerie la guerre11 Sombras traspasadas de cuchillos en esa University Way Avenue. Necesidad de transfusiones, de plasma aullante. Y morir de placer un sábado por la noche haciendo el amor con Dios. América, Norteamérica, camina desnuda sobre la arena; cuida amorosamente las ardillas y limpia todo, todo, todo. Millones pasan a 80 millas por hora por el free way hacia la nada. Millones de ojos fijos en el fuego del televisor que anuncia las profecías del pasado luminoso como un nudo de estrellas. Y el temblor, la baba corriendo cuando la desnudez, y la flor orgiástica que dice tener esa riente paz de los ojos que no tienen tiempo. 11 La guerra del Golfo Pérsico. El título son versos de Jacques Prèvert. —234— Voy con el tornillo preguntando por la mano que lo olvido Cada ojo tiene su isla de agua. Cada mano añade una montaña a la ciudad ajena. Cada mes es un amanecer que quiere andar de cuatro patas. Quiero que el tornillo sea mi bandera en esta tarde que no tiene pared que no tiene ventana. Suelto ya el tornillo. Una mujer baila desnuda sobre un tanque. —235— En la boca de la esfinge Me duermo sobre una calavera rosada y en sueños escribo sobre ceniza mi oración. Amaneceré aguzando las llamas de las más tremendas flechas, porque quiero detener el río de los arco iris solos. ¿Hay alguien que todavía tenga la garganta llena de lágrimas? Vean la inhumana risa de las alas; bailen, bailen con la luz de la viuda loca que se ríe. —236— El dolor de los calamares en su tinta Nada es tan estremecedor como un cuchillo silbando en la ausencia en mitad del atardecer tornasolado. Unos palmoteos a borbollones, gazmoñería fácil entre leopardillos y osos de juguete. Tiempo de vestigios. Por donde quiera el lomo de los ángeles amarillea con el desmiembre y los andares; girar inseguro en un torreón de piedra en el vacilante hogar del corazón inclinado. —237— En los ojos del cordero se ve la ceniza Mírame, tengo enmarañadas las cuencas. Mírame, tengo un muerto petrificado en el aire. Mírame, mírame, tengo mi trompeta llena de agua. Tú eres el tigre que acumula hormigas. ¿Es tuya esta carroza que pasa con un niño recortado contra el mar? —238— Con el fuego Encadenémonos, a los vientos antes de que el hongo atómico calcine nuestros gallos. Sigamos el camino que una nube amarró a nuestra puerta hasta el mar estancado en un sueño cada vez más profundo. Quizás lleguemos a saber por qué el rey muerto está desnudo debajo de la tierra y por qué se ríe el antifaz atravesado de relámpagos. Los labios tienen un país que se parece a la eternidad. —239— Nocturno en invierno La noche tiene más palabras que un libro, pero no hay nadie que las pronuncie, ni siquiera que las piense. La lluvia azuza los caballos de cera de la televisión hasta que caen convertidos en graciosas hamburguesas para alimentar a la muerte bailarina despechugada. Alguien invisible se ríe al otro lado de los ojos amarillos del imperio. —240— Seattle en el siglo XXXIII No hay nadie en la ciudad. Las calles y las casas están desiertas desde hace siglos; la hierba invade todo; animales oscuros que la zoología no conoce viven ocultos bajo la maraña de las hojas. El viento trae murmullos de antiguas voces que han perdido todo sentido. La luna se refleja en los ojos de un búho solitario. —241— Apuntes sobre Pioneer Square Nada es real en Pioneer Square salvo la pesadez grave de los policías que vigilan sin cesar a los negros que se ríen. Risa de blues bajo la lluvia, cerca de la ebriedad del abismo. Recuerdo un día cómo tres amigos sucios y alegres bebían y cantaban lejos de toda eternidad, porque ellos mismos eran una eternidad en celo. Pioneer Square es un círculo sin centro en el que se desvisten muchachas irreales que se vuelven aire. Y los adoquines de la memoria lentamente se disuelven con el vibrato de la noche. De la muerte, en la mirada grave de los policías, susurra un diablo que se oye a sí mismo pronunciando su propio silencio. —242— Esos agazapados tigres Esos agazapados tigres que salen de las tiendas y que caminan por los tejados de vidrios dejando una huella de bicicleta. Esos extranjeros que deambulan cual súbditos inútiles de una estrella apagada hace millones de años, esquineros, borrachos los domingos, siempre lejanos como niños en llamas. Siempre hay un oso de peluche a la entrada de la cueva para que los ladrones depositen sus cheques y llamen luego por teléfono a la hija más hermosa de la luna. Esos malditos animales que nos miran desde su follaje. La noche se llena de luces extemporáneas en la frente de la exiliada morena que se ríe; salvadoreña, quizás mexicana o nicaragüense, apátrida después de la enorme danza de los girasoles quemados. Esos malditos animales que han invadido la mente con sus cigüeñas de plástico. El tiempo se vuelve máquina resplandeciente, recién fabricada y comprada, último modelo en el instante del estallido cuando el metal precioso sangra de muerte. Esos extranjeros inmóviles en la niebla de un lejano país sin nombre y tumulario. —243— Homeless jazz Sentados para siempre en el suelo, iguales a sí mismos; frente a ellos desfila el rostro vasto del mundo, y el murmullo no es de amor sino de imperceptible vejez de borrachos; éstos aherrojados por la ola, éstos a quienes la muerte envía una que otra moneda, mendigos de temblorosa vida, como niños que al hablar lo hacen en una media lengua de borrachos; sucios en un cielo ocioso abandonado por lo pájaros: éstos de la University Way, atravesados por el bullicio monótono y ajeno del dinero gastado en el peor vino y en comidas espantosas de demonios inmóviles. Iguales a sí mismos, mascando el hueso de plástico; perros de silencio empeñados en oír el agua que corre bajo los lechos de un día interminable vacío más allá del tiempo. —244— Los perdedores que dicen no y dicen no a pesar de todo Permanezcamos aquí inmóviles día tras día año tras año hasta que ya nadie nos mire y nadie nos vea invisibles en una ciudad de cajas vacías decorado que engaña hasta al ojo felino del gato y apaguémonos lentamente material para historiadores y sociólogos (que otros lean la sangre derramada —245— que otros oigan el cantar del agua y de la piedra) huella seremos en el aire del aire —246— El monstruo carmesí El cielo está lleno de guardias armados que cuidan la puerta de tu alma y las flores entonces se abren delante de un marinero vagabundo que no tiene dónde recostar su cabeza. Los negros trafican con pálidos tímpanos de aves reflejadas en agua. Los blancos compran la ceniza caliente del Paraíso y se miran de lejos sin tocarse porque tienen las yemas de los dedos manchadas de sangre fresca pero no ven la sangre. Nadie sabe con qué traje vuelan los muertos. Nadie quiere ver el caballo asesinado de la madrugada. Un jazz lejano como el fuego es lo único que alegra a las muchachas abandonadas después del último coito. Entonces la boca se llena de mar y los guardias armados impiden que las madres se acerquen a las estatuas de sus hijos que siempre están yéndose a otra parte. Tu alma está más lejana que un tren imaginado por un niño, rodeada de cancerberos, inasible, inasible, inasible tras las ventanas de los más altos edificios del mundo. Nadie trae el sol en la frente, aunque hay millones que iluminan la noche con sus gritos sin voz. Nadie quiere dormir fuera de los límites de la probidad pero todos sabemos que el horizonte está hecho añicos —247— por el llanto de los astros muertos. Nadie, nadie, nadie tiene realmente el corazón de nieve. Sólo las huellas celestes muestran la cara de los dormidos zapatos que siempre están caminando hacia el mar, más silenciosos que la leche, menos rumorosos que la luna. —248— TODOS LOS POETAS ESTAN EN EL DESTIERRO —249— Todos los poetas están en el destierro Ovidio, por ejemplo, vive encerrado en una buhardilla y desde hace años que no habla con nadie. El viejo Whitman armó su cama dónde sólo lo vean las águilas que todavía no nacen. Por su parte, Po Chu-i se alejó con una jarra de vino a leerle poemas a las gallinas. Virgilio ama a la dulce Safo pero ella por principio no se acuesta con varón. Juan Ruiz prosa sus versos en la cama con una serrana desnuda cubierta de nieve. La lista es interminable; el hecho es que todos están en el destierro. Si no fuera por la gente que los ama, los poetas no serían nada. Y el destierro, ya se sabe, es redondo como un anillo. —250— No mires ahí dentro Hölderlin decía que se llamaba Scardelli. Y era verdad. ¿Para qué mirar ahí dentro? Se lo dijo a un tal Schwab: en mi vida me he llamado Hölderlin sino Salvatore Rosa, o algo así. Espléndidas apariciones en el abrirse de la primavera. Un poeta loco corta flores que todavía no existen; después camina, camina, camina. No mires ahí dentro, es canibalesco. No te detengas delante de un anciano que escribe. No leas poesías, padre, menos las de Hölderlin. Le han regalado un piano y le ha cortado las cuerdas. Aun así toca maravillosas improvisaciones solamente moviendo las manos sobre las teclas mudas. Es como oír el mugido celeste del viento Imaginamos pero no comprendemos. Nunca comprenderemos ni siquiera a un humilde guijarro del camino. Una especie de espuma sale desde dentro: es lo que queda. Scardelli yace en la oscura pregunta de la duda. —251— Dos poetas chinos TU FU Tu Fu, viejo poeta chino de la dinastía Tang, escribió un poema pensando en sus hermanos menores en una noche de luna. También escribió sobre la guerra y la pobreza y dedicó algunos de sus mejores versos a su amigo Li Po: “Por los confines del mundo pensando en Li Po... Yo te dedicaré algunos poemas y los arrojaré al río Milo”. Traducidos al español, los versos perderán quizás su color de viento. Pero hablan como los viejos vinos en odres milenarios; están ahí como la luna con la que se emborrachaba Li Po. Leídos en vagas ciudades empañadas de niños que jamás nacerán, tienen ejércitos de rocío en la cintura y encienden pequeñas pequeñísimas luciérnagas en la Vía Láctea. Hay que imaginarlo sobre su caballo, paso a paso por montañas y llanuras, y su familia siempre en otra parte, y las intrigas de los políticos, y las guerras interminables más allá de las oropéndolas. “El escribir es lo más opuesto al éxito mundano”. Tu Fu ha vuelto a su aldea natal y apenas si lo reconocen sus hijos cuando desmonta a la puerta de su casa que colinda con el cielo. “Si deseas beber con un anciano vecino mío, le llamaré por la cerca para acabar el vino con él”. LI PO La leyenda cuenta que Li Po, ebrio hasta el cielo, se ahogó tratando de abrazar el reflejo de la luna en el río. A tu salud otra jarra de vino entre las flores, otra noche para olvidarse —252— de los cuidados del mundo. “Desenvaino mi espada y miro alrededor, pero no sé qué hacer”. Salud por los poetas enamorados de la muerte en estos tiempos cuando los amigos se marchan en busca de nuevos países. Entrar a la casa de Li Po es entrar un poco en la madera de los muebles, volatizarse un tanto para completar el aroma de un vino fragante y espumoso que cuesta diez mil monedas la jarra. La leyenda cuenta de un poeta que quería sujetar el río como quien sujeta un caballo con las riendas. “Sólo los grandes bebedores han perpetuado sus nombres”, y así pasó diciendo adiós con la mano. Esta noche desde lo alto de una escalinata de jade, donde el vuelo tiene forma de caña de bambú, unos ojos contemplan el río Gangtze que fluye hacia los confines celestes. —253— Lucidez que duele Encerrado en una habitación de 20 metros cuadrados, leyendo y leyendo hasta aturdirme, hasta que el tiempo se vuelve espesura llena de animales imaginarios. Augusto Monterroso por estos días y Borges y Rosabetty y Gelman. Ahora cuando los aviones pasan como planetas errantes por el cielo. Hasta que Seattle sea irreal y la lluvia y los cuentos existan en el mismo gesto de respirar el aroma de distraídas rosas amigas de los conejos que hablan. Tardes enteras de días festivos estrujadas contra la almohada. Y luego escribir algo como pidiéndole perdón a mis hijos por querer insensatamente cambiar, aunque sea por un momento, la vida por la literatura. Borracho de una lucidez que duele, hasta que el aire se llene de aserrín y entonces un jazz lejano de cabarets desaparecidos acunará el cuerpo cansado de pensar en la nada redonda y amarilla de la ausencia. (Seattle, diciembre de 1991) —254— Sudor en la frente del trueno Para Elicura Chihuailaf y los suyos. Una palabra penetrante de pureza, serenata casi junto a la estufa, y con el mate humeante que tiene verdor de antepasados en esos bosques que ya no existen. Canta la noche sobre una ciudad de otro mundo el trino de un movimiento que sopla y apaga su secreto. Sometidos al hechizo de la memoria de la lluvia, todos somos una sola arpa apenas sospechada alrededor de la mesa. Quietud y desnudez, oleaje que no estalla y que permanece en el mirar de la sangre atareada con las pequeñas cosas diarias sin historia. Un poco de sudor hay en la frente del trueno. —255— Con motivo de la publicación de El sol y los acorralados danzantes Mi mujer me ha telefoneado para decirme, alborozada, que por fin ha salido El Sol después de casi un año: “Lo tengo aquí en mi mano, me dice, y está muy lindo”. Yo no sé qué decir; sólo atino a pensar que otro libro salió a envejecer cual secreto develado de pronto con pudor, destello súbito entre las hojas de los radales en esos montes de Changüitad que conozco infinitamente mejor que mi rostro. Salió el sol, salió el sol. Me da un poco de terror porque tu alborozo es como una canción sobre la lluvia cantada al otro lado del mundo. Escándalo vivo con los ojos cerrados. Al fin, nunca realmente sabemos cuando reír o llorar bajo el sol. —256— LA RAMA Y SU DIBUJANTE —257— Variación sobre un poema de Yehuda Amichai12 ¿Cómo es ser mujer? ¿Esa cavidad, tu vientre donde nada el rocío? ¿Cómo es tener senos y leche y el viento jugando con tu falda? Y esas nalgas que son como dos horizontes. ¿Cómo es tener esa voz que acaricia en la oscuridad, cuando arde el fuego en los cuerpos, cuando se detiene el arco iris en la mismísima sombra de los cuerpos? ¿Cómo es desnudarse desde tu cintura? ¿Qué es esa sangre entre tus piernas, de dónde, hacia qué mar, por qué tiene color de flores? ¿Cómo es amarme? ¿Cómo es quedar ese olor mío en ti? Un poco siendo el uno en el otro; un poco mirada vertiginosa, ciega, caracol de un relámpago que sueña. 12 Este poema, con algunas adaptaciones, ha sido musicalizado por el dúo Schwenke & Nilo. La versión musical se titula “Mío en ti” (nota del autor para esta edición). —258— La niebla sobre el bosque de la mañana Tú y yo sabemos cuánta verdad hay en el rocío que moja la hierba del patio; cuánto hay de cierto y de falso en el primer beso que quedó en algún rincón desconocido de la noche. Basta que haya un poco de silencio para que vuelen y canten otra vez los pájaros que hay en la madera de los muebles. Átomos locos que devuelven la levedad húmeda de la niebla sobre el bosque de la mañana. —259— La música de las esferas en tu pelo Puro monocorde sonido de animal que somos, que la tarde lame sus leones con más paciencia que el agua; desnudez nuestra oleajes de galaxia ahora que te veo geografía patria, te veo pelos, senos en el follaje. Rodémonos, romana, nosotros cuesta arriba abajo en la hermosura del ojo que ve el mar y las piernas. —260— Donde un ciego habla con las hojas Tu sola espuma a pie y barriga lentísima como las manos dormidas bajo la arena. El ruido de los aviones se escribe en las paredes descuidadas de la muerte. Y el búho y las aguas bajan para arriba de lo inferior del alma. Respiro a la velocidad de la luz en mitad de este paisaje soledad arena oscura animal. —261— De la rama y su dibujante Plateado de cristal ramaje púrpura azul en la frente y con el arco negruzco puro pan solitario detrás de la luna animal y más pecho más estanque más espuma en las olas. Solitarios todos amantes al atardecer cuando del mar amarillez rojez en las más viejas cisnes avenidas de la sangre. El silencio del manzano río verde íntimamente la muerte en bote celeste por sus frutos borrachez de viento. —262— Otra lectura de la rama y su dibujante Si la rama amaneciera, lo que sobrevendría es lo que ven los ojos de Milena de Amaya de Pablo Salvador; algo así como una sombra que riza los cabellos de la luz que pintó Chagall, algo que se hila en hebras finísimas de espuma y cometas. Credulidad pura lo de la rama; si la rama llegara a la brisa, si callara el lucero y viniera a dormirse la mano dormida de la mañana. Lo que ven los ojos de mis hijos en el acto de ver desde dentro de la tierra, desde dentro del aire y desde dentro de todo lugar donde hay caballos igual a las colinas. —263— Escultura cuando ella y él se hacen humo Entonces se fueron al monte, se confundieron con las hojas, ella, él, dos, uno. Lejos se oyó el grito de unos trieles sobre rastrojos oscuros y ladridos de perros quién sabe dónde. El horizonte se llena de niños que vuelven de la muerte. Porque de dos cuerpos salió una sola sombra, apenas murmullo leve en el centro de un trigal húmedo por el rocío de la madrugada o por la saliva. Ya cantan los gallos, ya cantan las diucas en las ramas, ya hay una reina para la luz. El tiempo tiene forma de desnudez. —264— Los orgasmos producen mariposas Con pies de aire que a ti me llevan puro vuelo aleteo ausencias puro estar bajo un enjambre de aviones bajo la luz entre olas girando. Cuando nevó en toda la frente de la tarde y en el amanecer ebrio de los locos. Pies de amor hueco deshecho en relámpago cocinando al pie del volcán qué maravilla con todo el entender de la lluvia y la tos del mar viejo polvoroso. Voy a ti adonde arden delicados jadeos y la hermosura en el hacer. —265— Despertar El sol quiere siempre entrar por esta ventana e iluminar tus ojos antes de que se apague el paisaje de esta ciudad condenada inevitablemente a su destrucción. Corro la cortina, y la mañana es enorme, pero no hay cuerpo: sólo vemos los árboles del futuro inclinando su follaje a nuestro paso. Y los molinos siguen cantando la misma canción de los viejos pilotos que siempre equivocaron el camino. Y el mar se ríe cuando nos tocamos en el laberinto de nuestras voces en el sueño. —266— SIEMPRE ESTA LLOVIENDO EN LA MEMORIA Siempre está lloviendo en la memoria. El humo se confunde con las nubes y el agua con la sangre de las pequeñas y grandes heridas. Y siempre hay trieles y un día lleno de ladridos que no es noche ni es día. Siempre es la tarde cuando cierro los ojos. —267— No hay río ni padres ni sombreros en la cabeza de los dragones Cierra los ojos y navégate sin rumbo sobre esta agua que viene de ninguna parte y que va a ninguna parte. Aprende a caminar sin entender nada de las cosas; mira pero no veas. Sé como un cacharro que pasa de mano en mano hasta que un día desaparece para siempre. Ni una letra, ni un gesto, no saberse ni acá y allá; sólo caer y caer y caer como la lluvia de un tiempo que no avanza. Ser nada, humo tal vez, huella sin pie, ni eso; invisible hasta para Dios mismo que todo lo ve. Como la brisa de una tarde desnuda en orgasmo perpetuo. —268— “Kafka”, el perro El perro mira, como si mirar fuese el arte. Ve, quién sabe, eso que nadie ve: el abismo de los cuerpos. El perro sigue preso en su perro. Sólo mira el instante imperceptible en que nos deshacemos permaneciendo. No más la tarde se llena de extraviadas luces sobre el río. Y el agitar de la cola significa quizás contentura de la carne, la visión de la consumación del éxtasis. El perro habrá visto la belleza que pasa como lejos de su propio terminar.13 13 Juan Gelman. —269— Para el viento Los muertos que me acompañan son silenciosos y modestos. No necesitan tumbas fastuosas ni ceremonias de ninguna clase para ser recordados por los suyos. Apenas el nombre y las fechas de nacimiento y muerte en una lápida o en una cruz de madera. Todos sabemos que, tratándose de seres tan poco importantes, estos datos inevitablemente se volverán irrisorios con el tiempo. Será entonces el momento de olvidar. Porque mis muertos son una fuga que nunca comenzará. Y me viven en un cuerpo ebrio y ciego en sus placeres y pesares. —270— En jueves El murmullo, las voces apagadas de la gente que pasa. Los naranjos rosados y las nubes alrededor de la risa. La noche tiene un regusto a sangre, como una campana sorprendida en el acto de hacer. Aquí yace de espaldas la forma del aleteo, musicalizada por el cuello hermoso de una mujer de idioma lento. Mirando el cielo ruidoso del mar. Mirando el hilillo dulce del jueves que sigue y sigue. —271— Lengua extranjera Lengua extranjera, lengua de un enraizamiento desconocido del alba. Las muchachas se bajan los calzones en las alcobas llenas de ceniza. Las muchachas hablan bajo el águila equívoca de la noche. Pero nadie sabe descifrar el fermento de las carretas antiguas que se fueron al cielo. Y tú te volverás extranjero en tu propia casa y no entenderás a tus hijos cuando digan que el exilio ya no es exilio sino su sal y su agua. Lengua errante por los siete mares, aparejada con la sombra de los caballeros antiguos. Lengua de tierras que limitan con la muerte donde a diario los jardines son borrados de la memoria: la memoria que provoca la pérdida de la memoria. ¡Cuántas migraciones forzadas hay en la risa del aguacero! ¡Cuánto de la cosecha se ha sublevado en los senos de las vírgenes disolutas! Extranjero, errante hasta el fondo del alma apócrifa, afirmado allá lejos en el umbral de las estaciones: no hay nadie, no hay nada, excepto los grandes anuncios de liquidaciones irreales. El rostro de las disidencias que no pueden hablar; nada que decir o mucho que decir pero no hay significado en el murmullo. Sólo seres lapidados en las alas, esporas, semillas, la brisa en flor —272— sobre una extensión de arena que tiene sabor a quemadura de espíritu. —273— Ocupación de las caras No sé hasta qué extremo estoy disfrazado. Ni si esta sombra fiel es mía o de otro sé ya; ni si las patas de gallo son de no sé quién. Los mechones sobre esta frente de carnaval ¿de quién? ¿qué? La parsimoniosa ocupación de las caras que se mezclan con la luz. El café de la mañana y las altas puertas de un león lleno de abejas. —274— Estás y no estás Das vuelta por la casa y caminas por el cuarto contando los metros del que se saborea ausente. Ya te ves lejos, te imaginas recuerdo en la memoria de las ventanas. Siempre andas despidiéndote del futuro inminente, diciendo adiós a cada cosa que trae mensajes del universo. Casi eres una sombra, ni aquí ni allá, oscilando apenas como el parpadeo de una estrella invisible. Confiésalo: tu país se ha vuelto una cosa pegajosa y húmeda que huele a pez entre jazmines. Te duermes pensando en una isla con pelo de mujer. —275— SEATTLE: CRONICAS DE ALGUNOS (DES)ENCUENTROS —276— Un cantor en la University Way Avenue Los días pasan como automóviles lanzados a toda velocidad por la autopista que parte en dos mitades la ciudad. Y con un ruido sordo y continuo como el del mar abierto perpetuamente azotado por ventiscas interminables. La primavera es una yegua florida que relincha en la última escena de viejos westerns nunca filmados y pone pájaros de colores en medio de las soledades enjauladas en circos de sueños. Por su parte, los niños siguen casi sin existir y uno que otro punk sube de pronto al cielo con los cabellos más rojos o más verdes que nunca. Y Ron Martínez canta la bellísima canción “Georgia” y después a Nat King Cole en español. “Mi padre era cubano”, me dijo un día este negro semidesdentado de pie con una guitarra más vieja que la luna. Y canta por un dólar o por menos o por nada; siempre, me parece, demasiado lejos de esta tierra, enredado en algún apetito de eternidad que secretamente nos une. Entonces las habitaciones solas, llenas de televisión; muchachos echados en las camas con todo el peso de un vacío histórico que se soluciona los sábados con cerveza o con amores rápidos de toda clase: no vaya a ocurrir que se apaguen las luces al cerrar los ojos. Sólo los días mantienen su pertinacia por encima de las liquidaciones, más allá de los cafés donde pululan ciertos animales suaves que lloran de tristeza al amanecer; los días que son un solo día a la velocidad supersónica de la muerte. Sólo la pradera sin horizonte donde pasta el caballo de Dios; los otros, los potrillos más jóvenes, piden monedas para pizzas y hamburguesas y a comerlas luego con las Parcas silenciosa o bulliciosamente, da igual, en los callejones donde deambulamos todos, a veces escuchando música, a veces mojados de ausencia. “Estoy —277— perdiendo el tiempo/ hasta cuando, hasta cuando”, canta Ron Martínez y después se ríe. Y entonces cantamos a coro: “Quizás, quizás, quizás”. —278— Medir y pesar las diferencias Hay un poema de Antonio Cisneros que se titula “Medir y pesar las diferencias a este lado del canal (en la Universidad de Southampton)” en el que Cisneros habla especialmente de la ingravidez irreal de la universidad inglesa, fuera de cuyas murallas de vidrio y más allá de las torres que quieren ser Dios “habitan las tribus de los bárbaros” y “ las tribus ignoradas”. Y si usted se descuida terminará por creer que este es el mundo y que atrás de las últimas colinas sólo se agitan el Caos, el Mar de los sargazos. Cisneros, este pata que vale tanto como el sol. Conocí a Cisneros en julio de 1990 en Santiago de Chile; lo recuerdo en calcetines, caminando sobre el piso alfombrado del auditorio de la Universidad de Santiago y fumando compulsivamente y moviéndose como si el cuerpo le quedara chico. Pero es que para cualquier poeta el cuerpo es una estrechez que batalla contra el universo y que se alivia como puede con las palabras (esto incluso para hombrones tan grandes como Evtushenko o mujeres tan macizas como la Mistral). No puede extrañar entonces que Antonio perciba los límites terribles de los templos del saber de ese otro mundo; esa lejanía blanda y oscura como animal muerto que los rodea y los muchachos y los profesores: oráculos que suben y bajan en los ascensores del cielo. Administración funcional y sensata, aun para los saberes menos funcionales y menos sensatos, como una locura cuidadosamente programada hasta en sus detalles más triviales. Hasta la lluvia adopta un aire de estudiada informalidad cuando se desliza —279— sobre la tierra suave, sin malezas de ninguna clase, pulida como un mármol negro sobre el que caminan seres alados de algodón. Los automóviles de los estudiantes son más numerosos que la hierba. ¡Ah del poeta que ve la horrorosa ebriedad del orden y del desorden! No será feliz pero escribirá. —280— En el camino Bebemos mi amigo Edward y yo en la taberna “Blue Moon” donde dicen que se emborrachaba Kerouac. Y entre copa y copa recitamos versos de canciones sentimentales pasadas de moda. Y hablamos de las amigas, y yo nombro a Paloma, a Walescka, a Beatriz, a Ruth, a María (que en realidad se llama Marie), a la otra María que es la esposa de Edward. Y entonces suena el teléfono del pasado y habla una voz que no es la voz de la muerte. Pero quién sabe; a estas alturas ya no tiene sentido identificar los espejos. Salud entonces, hasta vaciar el mundo. Nuestras almas libres bailan sobre la imponente cumbre nevada del Mount Rainier en las montañas al este de Washington State. —281— Lo más óseo Ha reído, poeta, lo más óseo de las flores cuando pasas; pero te haces el leso y sigues silbando una canción de Violeta Parra con aire de blues aquí donde manos y manos pacientemente urden la desaparición. Deambular de la ausencia arriba de las interminables nubes sobre el Mount Olympus, amiga del viento en Port Townsend como aquella vez cuando pasamos por ahí con el poeta O’Daly. Ha el latido en su catre aullado quedito bellísimamente, deseando. Tú de lo más fachoso te caminas en medio de una muchedumbre de punks que miran en azul y en violeta y en verde y que piden monedas para comer la comida más solitaria del mundo. Esto sólo tiene amaneceres imaginarios, dibujos animados que pueden tener nombres de mujer. Lake Union abajo en las esclusas donde se cierran los párpados cuántos del exilio: los yates pasan pero tú eres un cemento de aire, minoritario en la música. César, hay un hilado de país en las riberas del Lake Washington donde crecen las zarzamoras; descendamos donde ha reído el andar de los perros vagabundos que aquí existen sólo en otro planeta. La hondura de los sueños estilo Disney; todo controlado por computadores, monitorizadas hasta las pesadillas. Es que es difícil y no se entiende. Ha entonces la sonrisa venido a dar contra los vidrios irrompibles, poeta, con el humo solo por donde desaparecen de pronto las muchachas más hermosas. Y las estrellas, mirada voluptuosa del pasado, “la escritura del látigo”, diría Paz, que para eso es el cielo, para tocar las campanas de la memoria y sollozar un poquito aunque no se note. —282— DEL REGRESO La cosas bellas tienen el oficio más difícil. Por ejemplo una flor: la miramos distraídamente y apenas sospechamos todas las circunstancias que confluyeron en este radiante asunto. El derecho al rocío es una responsabilidad mayúscula; obtenerlo es un trabajo que viene de la tierra. —283— Conocerte fue un artificio de la eternidad Hasta los pájaros estaban más contentos ese día y en la noche la oscuridad era verde y filosa como los arco iris que sólo ven los ángeles desmemoriados. Conocerte fue largo como un segundo inmóvil en el agua. Porque ocurrió con la música de las germinaciones y después siguieron rechinando y rechinando las viejas carretas de mi corazón. —284— Big Time Un lejano bar. Se llamaba Big Time; lleno de muchachas y muchachos rubios y lozanos, gente bien alimentada sin duda. La ciudad no es santa pero es hermosa como un vaso de cerveza levantado para saludar a la primavera. Bebí con Joan una cerveza oscura como el mundo. Yo, el sudaca del subcontinente, en español y familiar cercanísimo de la soledad. Lejano bar en una calle donde alguna vez durmió Dios una borrachera azul. Tal vez llovía sobre mi cabeza siempre en otra parte; tal vez un relámpago de tristeza nos quemó los párpados antes de que nuestros cuerpos se vuelvan murmullo. La muerte nos piensa en colores. —285— Recorro la ciudad buscando a mi enemigo Recorro la ciudad buscando a mi enemigo. Ese contra quien descerrajar todo el odio como en un solo disparo de sangre y de fuego. Voy hacia el centro del humo por las callejuelas pobres de un barrio lleno de perros y de noche; con la memoria encendida para iluminar los caminos muertos del pasado. Miro los rostros, los reales y los soñados, y el cuerpo de este animal que soy, mono-humano-rumiante progresivamente devorado por el viento. El enemigo se parece demasiado a lo que puede concebir la mente alucinada de un borracho enfermo de delirium tremens: nadie, nada, rival secreto que ganó desde siempre todos los combates, todas las guerras sin mover un dedo. Como una música de otro mundo, mientras busco y rebusco, mientras murmura el hueserío de los que vuelan, a esta hora incierta cuando de vivir la permanencia estalla contra el mar. —286— La irrealidad no es irreal En memoria de Juan Luis Martínez Los ojos cerrados deshacen lo que escribo. El pasar queda en el centro de un león dormido al atardecer. Y el terminar lejos de su incendio también queda sobre la mesa en esta habitación en la que resuena el mundo. Circuló la sangre por los desfiladeros donde había astros desnudos y borrachos. Luego espacio y espacio hendido sobre olas que nunca reventarán: navegador entre islas súbitas de silencio. Nadie en la transparencia de la página. La gran pulsación del Ser borra lo que se escribe. Ligeros de cuerpo, así construimos la ceniza para levantar el bosque. Las palabras que un día escribimos las está borrando la nieve, pero son todavía legibles. Con esfuerzo todavía se puede deletrear el presente y vislumbrar la ausencia: citas, alusiones, (per)versiones, referencias imposibles a las cosas que están al otro lado de todas las cosas. Llegará inevitablemente el momento en que nada se descifre; sólo la blancura terrible, ilimitada de la memoria. ¿Pero por qué leer después de todo? Si el silencio es el mismo canto de animales perdidos conducidos por ángeles, el mismo canto como si eso fuera la muerte que nos vive. —287— Fascinación del vacío Saludo a Pedro Lastra Ella no ha de venir en el próximo tren, porque no habrá próximo tren. Han levantado las vías, las estaciones están abandonadas, la hierba cubre poco a poco los viejos caminos. Es inútil que esperes en estos andenes que se van volviendo más irreales cada día. Tú mismo desde hace tiempo eras ya invisible, excepto para los ángeles que en la noche te llaman de uno y otro lado. Mas ni ella ni tú podrían ser reales de otro modo ni en otro lugar que no sea en esta rueda que gira y gira sobre su propia ventura y desventura. Y ella desciende otra vez del último tren en esta estación sin nombre. —288— Como las vírgenes imprudentes Es el momento de encender las lámparas. Las vírgenes prudentes tienen, por supuesto, sus lámparas bien aceitadas: puntuales, gestos seguros, nada dejado al tortuoso azar de la falta de previsión. Pero ni tú ni yo somos prudentes. Y no tenemos, desde luego, lámpara. Y la luz no vendrá al rostro ni al camino. Y no entraremos a la fiesta. Por nosotros viven las prudentes, porque su prudencia es precisamente el deseo de no ser como nosotros. Somos, pues, amados por los dioses, porque sin nosotros no hay verdad ni cuerpo, porque la noche lóbrega nos mece en su cuna de abismos. Es el momento de encender las lámparas. —289— VANO EXCESO DE LA INTELIGENCIA He vuelto a Seattle después de casi dos años. La ciega penumbra en Sand Point se complace con la guitarra de Eric Clapton. La música del compacto hace ver la sangre que ansiosamente desean beber los muertos para volver siquiera un instante al mundo de sus islas perdidas. He regresado para gozar de la inanidad de las cosas. (Enero 1994) —290— Revisión de los lugares Música, televisión, afiebrados caminos que hierven: efectos sutiles de la nada que se rehúsa, por lo pronto, a presentarse con su verdadero rostro. Pasos en el cielo, ruidos de motores, susurros de una lluvia que no llegará. Esta habitación es un lugar común que construyeron en lo más adentro de lo soñado. Debiera haber un fuego aquí, debiera oler a cedrón el futuro. Me gustaría una alcoba atravesada por un arroyo, no de agua, no de líquido alguno. Me despiertan los aviones que vuelan hacia remotas ciudades a las que nunca iré. Quisiera quedarme aquí todo el día pensando en la embarcación que ha de llevarme hacia la isla donde se pierde la memoria. Quisiera partir a un país lejano donde nada tenga sentido. Quisiera ser de aquí para siempre humedecido por la transpiración de los planetas. Quisiera regresar a ninguna parte sólo para sentir el frío de las ciudades en ruinas. Toda esta gente que ves ya no está: dejaron un hueco enorme como el mar. Sólo hay luces de fiestas que terminaron hace tiempo, sonidos de acordeón en medio del campo, —291— vagas sombras sobre los puentes, retazos de viento que llaman de vez en cuando por teléfono. Siguen los días como escenas de una mala película. Cierro los ojos para no ver el hacha degolladora. Sigue la película, ahora ya sin argumento: los primeros personajes han envejecido; otros nuevos han llegado por error a los mismos escenarios. Trato de pensar en ti pero sólo recuerdo escenas de películas de amor que tal vez nunca he visto. Gente en silencio camina a la deriva sobre el mar; se pierden en ninguna parte al romper el día. (Seattle, enero - marzo 1994) —292— Sólo el futuro es claro Seguirán cantando los gallos y saldrá otra vez el sol y florecerán otra vez las viejas primaveras junto a la ventana. La noche oscura tendrá su farol encendido en la única casa de la isla. Y estos poemas serán torbellino de arena y viento, y las enormes pantalla de TV harán pensar en cuerpos posesionados de sus papeles de ángeles venidos a menos. ¿Quién cantará una canción de amor junto al molino? Y no quedará nada en los vacías copas de la tarde, y en los bosques se oirán las grabaciones de los canto de los pájaros. (Villanova, 29 de abril de 1994, en casa del poeta Carlos Trujillo) —293— El trajín hace las veces de mundo Ruidos intestinales me sacan de mi letargo: este maldito colon que no cesa de dolerme. (Me haré un completo examen en cuanto vuelva a mi país: carne no celeste para doctores ávidos seré.) Por ahora espero el sol escribiendo en un sótano. Me han dicho que hoy llovió; les creo, pero no tengo interés en tanta parafernalia. Sigo hacia el único punto de reunión que todavía no puedo hallar: Cuando encuentre un árbol, me sentaré a leer bajos sus ramas un cuento de Jack London. (Seattle, enero de 1996) —294— Martin Luther King Day Del hombre no hablo: la calle es lo que conozco. Pudo haber sido una historia excedida de belleza (había amor del bueno). Pero no fue y no lo será. Si no me creen, vengan a ver a Martin Luther King Way. En la nave de los locos todas las tarde vuelvo al origen. Y en los paraderos de buses canto mis viejas canciones para alejar el mal. —295— El mismo cantor en la University Way Avenue Ron Martínez sigue cantando para quienes puedan oír. Un poco más viejo, más flaco me parece, la misma vieja guitarra como la luna y unos dólares manoseados en el suelo dentro de la misma caja de la guitarra. Aquí se vive entre las luces y las tiendas sicodélicas que remedan y recuerdan un indefinible tiempo perdido que ya nadie quiere buscar. Somos los fantasmas dormidos que celebramos la caída de la noche imaginándonos vivos en medio de esta algazara. El muchacho de los condones ha envejecido (ya no es un muchacho), pero sigue en el mismo lugar; y el olor a café viene del Café Allegro ¿Mas adónde va todo? Lejanamente llueve en la ciudad soñada, de la que nunca he salido y a la que nunca llegaré. Como la humedad, el alma se pega a la ropa y a los zapatos y moja los ojos antes de decir adiós. Lejanamente oigo otra vez la canción “Georgia” en el aire que vendrá. —296— La nave de los locos De algún modo vine a dar a esta orquesta de extravíos. Toco lo mejor que puedo la partitura de esta desconocida pieza ante un público que aplaude cada tanto. Tal vez no hay público, tal vez nunca lo ha habido en las butacas, y los aplausos son grabaciones sacadas de antiguos conciertos en vivo. No tengo manera de saberlo: Jamás se encenderán los focos de la sala, y si llegasen a encenderse, tanta sería la luz que en el acto me cegarían para siempre. —297— Fábula con faraones Los esclavos día y noche construyen las pirámides. Hacen falta más cuerpos en las oscuras galerías en las que dormirá el príncipe su Gran Sueño: Habrá que traer más esclavos de ultramar para reemplazar a los que mueren o envejecen demasiado. Pero tú no verás la Gran Obra en vida: dedícate sólo a labrar las piedras que te asignaron y en los pocos ratos de descanso sigue componiendo tu única canción de amor que has sabido desde siempre. —298— Dos imágenes de la hidra En esta cueva de primitivos paso mis horas bajo la luz blanca de los fluorescentes. Ahora mismo estoy oyendo lejanos berridos de mamuts y por las noches a menudo me despiertan las peleas a muerte de enormes y feroces lagartos, tan apacibles ellos durante el día. Aquí vivo, en el más remoto de los pasados: cuando quiero conversar con Dios, enciendo la televisión y me hago un ovillo en estos sillones de pieles falsas. Entonces, para no perder la costumbre, ladro un poco y me dormito nuevamente al pie de un árbol que anuncia el comienzo del primer bosque. Como era de esperar, el hilo de Ariadna se cortó por lo más delgado. Ahora no encontraré la salida a menos que los dioses se apiaden de mí. Pero los dioses no tienen tiempo para los comunes mortales; además, ¿quién va a creer por estos días en los antiguos mitos griegos? Maté al Minotauro famoso ése; pero ¿y para qué? Me pasaré la vida en estos corredores del mal donde nada ocurre. Y aunque lograra salir, nadie creerá historia tan descabellada de mi pasado. Vencí a la bestia sólo para oír mi voz repetida en los ecos de una materia desaparecida en el hoyo negro de la memoria. —299— Donde ya ocurrió la noche (en el Pike Place Market, de Seattle) Vocea el afgano su lejano país con la mirada. 40 años tendrá éste, de sus montañas venido al Paraíso, y ahora aquí, chucherías exóticas en ristre, para los hipermodernos antes de que envejezcan y sean llevados a la silla eléctrica. En otra sala, Marco Polo muestra las especias y los esclavos traídos de Oriente. Pero el mejor negocio es vender los árboles del futuro que no dejan ver el bosque. Y el peor: escribir la historia en estos códices de cuero que más tarde o más temprano, inevitablemente, los bárbaros arrojarán al fuego de las ciudades saqueadas. —300— Volviendo de Rocky Bay (hacia el inicio del arco iris) A Romilio Osses A todos los exiliados del único país posible “Volvemos a casa”, me dices. “¿Cuál casa?”, quisiera yo decir; pero sólo atino a sacar mi mejor sonrisa de pepsicola, y pienso que tal vez halles un mensaje de tu Ángel de la Guarda en la contestadora automática. Por el Free Way, de retorno a 60 millas por hora hacia el reino alguna vez floreciente pero ahora saqueado por tribus bárbaras. Duele la rodilla, duele el dedo de la juventud cortado por la sierra. Tus amigos son fantasmas de sí mismos y tu memoria es pasto de termitas. Volvemos, entonces, a una realidad de mierda. Pero esta palabra, desde luego, no se pronuncia, por miedo a romper el hechizo de los restos de una fiesta tristemente prolongada por los últimos invitados que no tienen adonde ir. Escuchamos música pasada de moda, y hablamos y hablamos. ¿De qué será que hablamos? (Marzo 1996) —301— WELCOME TO CHILE, EL POTRO DEL ESPANTO —302— Retorno a los follajes En silencio, casi en penumbras, donde hubo corredor ahora la gotera persistente, incisiva, y tras las ventanas el anhelo del anochecer que viene, que tropieza con los follajes y sigue. En la radio mensajes de lo que alguna vez se soñó oímos: lo que es ido ya sin nostalgia, y otra vez el temblor apenas del cerezo. Luego el encenderse de la lámpara, y de lejos se distingue el murmullo que viaja con la luz. Porque hay luz de otro mundo, intacta, eterna, y muere, sin embargo, antes de llegar al mar. El papá por fin ha vuelto a casa. No es gran casa, ni en el mejor lugar. Rengueando casi llega, no mojado de lluvia sino de sus propias criaturas que lo siguen en sueños. Ahora dobla el cuerpo, y su sombra se dobla más todavía hasta tocar la delicadísima tiniebla que tranquilamente espera y acompaña. Los chicos, los aún, en lo suyo, a disposición del fuego eterno de la TV, saludan con la mano la extensión de unos campos que se están sembrando —303— para la tierra misma. Ahora el papá queda en silencio, allá, remoto en la proa, en medio del estruendo; fijo el ojo en las islas increadas. Le gustaría que fuera así. Y es así; mas ocurre ¿dónde?, porque aquí crujidera apenas del viejo sillón (¡habrá que botarlo el pobre!) como el crujir de la débil escarcha bajo el pie de la gorda ausencia de los cuerpos. Come para liberarse de la propia nada, y puesto a leer el ocre y lo blanco del humo, habla, dice cosas para perturbar los frágiles días que han pasado y pasarán. Y no hay ni trigo ni gorriones en los rastrojos; algo de niebla en la frente sí, algo de una provincia ya inexistente: nada más detrás del paño mojado que limpiará finalmente la mesa. —304— La superficie de las cosas A Roberto Arroyo No pinto. Veo el dibujo del abismo; el asombro que hace un instante fue grito de pájaro. Es que no puedo. Apenas ansias de un moscardón en línea recta ¿hacia qué flor de modestas ceremonias ya olvidadas? Lo que no verás ahora ni nunca, ¿adónde el ojo lo ha llevado? Resquicios para engañar un poco más a la muerte que con tantos se cebó. Se sigue. Y el mundo entra más en escena para ver la visión verdadera del aire. Pero hay una dejadez que pesa como la tierra. Será que no podemos con este sitio hecho para palomas mensajeras cuyos mensajes están escritos en la intraducible lengua de los dioses. No pinto. Leo a veces el vértigo del pasado y grabo la imagen sobre la niebla. —305— Las increadas proporciones justas del amor La belleza es transitoria. Trazo incierto sobre la carne inmortal. Si el cuerpo muere, no muere el deseo, no el perpetuo flujo de los jardines. Así vienen las tardes, así se van por la ventana entreabierta hacia la secreta orilla de las hojas. Queda la marca en la nieve eterna que está dentro de la nieve invisible de los veranos. Las cosas se han vuelto sordas y mudas. Y el mirar yace, extendido como una nube, sin reposo, sobre la piel seca de los tambores. —306— De RESPIRAR EN EL DESFILADERO Valdivia: Ediciones Pudú, 2000 —307— Los hechos ya se me han olvidado de tanto pensar en ellos. Sucedieron en un país del sur hace tiempo; no conozco ya a sus protagonistas, no recuerdo el año ni el lugar. Veo rostros que no puedo identificar, detalles de cosas aisladas, caminos a los que les han quitado todas las señales. Vagos restos de algo que quizás fue verdadero o quizás no lo fue. Si ocurrió, si es que realmente ocurrió, se trata de algo para lo que ya no hay nombre; algo como aire, como estela, como murmullo de espíritus en ciertos lugares de dudosa existencia y todavía más dudosa reputación; algo que sale de campanas y sigue, permanece y sigue en la espuma, en las hojas a punto de caer pero que no saben que van a caer, en el tembloroso llamar de la muerte cuando cierro los ojos. —308— Hirsuto borde de la lámpara La irreductible, la incuestionada intemperie se presenta ante el hirsuto borde de la lámpara. Aprenderemos a ser el rostro liso, mondo, del olvido, delicia sin par de la nada. El mirar puro, bulla de los vacíos, liberado de su ojo bajo el pelo suelto de la ausencia. Seguiremos fieles a la llama, y al unísono girará el eje guarnido de rezumantes miedos: en los suburbios ambiguos del polvo. —309— Rosas para los ebrios No había nada que hacer, nada que esperar; nunca lo hubo. Viajes, las consabidas nostalgias, el vacío de siempre, el frío insoportable en los pies del alma: eso nos juntó por una vez. Vagas relaciones de aire, gestos sibilinos, desnudeces que perdieron el nombre antes del primer canto del gallo. Duró lo que una canción de cuna para muñecas. En seguida nos llamaron a terreno, nos pasaron la cuenta: ¿a qué han venido si no hay con qué? Fuimos como la humedad invisible de los aeropuertos. Fuimos lo que fuimos: un solo instante de espuma, de latir raspado por la noche. Y a deshacerse en la mañana, cuando el ansia gira, se revuelve, bajo la ciega luz indiferente de las cosas. —310— La noche sigue en la piedra ¡Qué crueles máscaras sobre el aire y los pájaros! Como el caer de la lluvia sobre la sombra de los desterrados. El lado invisible de la mañana sorprende a los muertos lejos de sus lugares sagrados. Pero la noche sigue en la piedra, bajo el agua, aguardando en la quemante memoria que resiste, sin fe pero con firmeza, la reciedumbre del tiempo. —311— Amanecemos en otros países No llegan sino los débiles signos. Como lejanas señales de radio en el aire espeso del sueño. Los lugares de pronto desaparecen. La luz: ¿de qué sirvió la luz? Para ver lo que los ojos no soportan: la ciudad en la que reina el Minotauro, oscuro sitio no hecho para carne celeste, no para henchir la vértebra ni el convulso temblor de los amores y sus relinchos. —312— Ráfagas llegan Ráfagas llegan, no de viento, no de frío, de ira sí, en el atardecer siempre ladeado sobre su ala. La entraña no remonta ni pía su polluelo ante la inminente penumbra. Es la hora de los caminos que no se harán nunca al andar. Seguiré fiel al perro que ladra; fiel a la misa donde no hay amigos y más fiel a las provincias remotas de la noche. —313— Cruce de caminos14 Por este camino vinieron los perseguidos. Por este otro vinieron los perseguidores. Aquí, aquí, donde tus pies muerden el polvo ocurrió el encuentro. Debemos callar: un minuto de silencio. Dame tu mano; aspiremos el humo del fuego eterno de los muertos. Pon tu cuerpo en el pan que nadie comió y escucha el batir de alas de la pequeña mariposa en los girasoles que ya no volverán a crecer en este funesto lugar bravío y desolado. 14 Ver poema con el mismo título en El sol y los acorralados danzantes. —314— El afuera Detrás de la puerta el mar con su reloj hiede. Y la torre de palabras, en un tren detenido en el corazón, se llena de sangre para alimentar las voces de quienes parece que todavía están aquí. Detrás de la puerta, sobre el pasto no comido por las ovejas, el significado del mirar vuela hacia el niño. Hay algo en el afuera: debiera haber, porque si no ¿qué decir a los pájaros deseosos en el cielo del alma? Algo irreal detrás de la puerta: lo que el viento, enamorado de la niebla, ama. —315— Reliquias de Sodoma No mucho después de que los elegidos no miraran lo inmirable, no tornaran los ojos a la ciudad en llamas, no buscaran una última memoria en las columnas de humo (salvo ella, naturalmente, que se volvió tal vez por el amante secreto que en el fuego se consumía),15 se derritió la estatua de sal que fue alguna vez, de mujer, cuerpo tibio y seductor. Arena, tierra, rocas de las que no manará agua; lo ocre de la nostalgia llena todo el tiempo. Ahora la buscas, Lot. ¿Qué puedes hallar en el aire respirado por tu propia alma ejecutante de su bastón senil? Demente deseo es lo que te hace ahora volver sobre tus pasos; ciego, acabado. No distinguiste nunca los verdaderos dones de Dios de los tristes ángeles de papel y de los esplendores vanos de la memoria. Y menos ahora. Aunque quizás logres imaginar cómo el viento la siguió acariciando después del desastre. A tientas persigues la presa inexistente. No ves, no puedes ver que se deshojan los débiles juegos que la niebla, la lluvia, el día y la noche irremediables habían aún guardados para deleite del último sobreviviente de la locura. Celebra, por lo menos, las insignificantes victorias del sueño y las palabras. 15 Ver “La mujer de Lot” de Carlos Martínez Rivas, La insurrección solitaria. —316— Pies en la turbiedad Tus pies se te han enfriado y tiritas casi sobre esta silla desvencijada que resiste por milagro. Acercaré el calentador hasta tu cuerpo pálido; pondré yo mismo el calor de mis manos en tus pies suplicantes. Le diremos a Ella, la desdentada, que pacientemente aguarda, que falta todavía mucho, que sólo fue una pasajera baja de presión. Un buen café te hará bien: bébelo y sentirás el hiriente, mas no doloroso, filo del amor silbando en el aroma tibio de la cocina. Cuando tomes calor, el tiempo habrá dejado caer una hoja más sobre tu frente todavía pálida y anhelante. —317— A mis niños Dos caminos o más para llegar al balbuceo senil que nadie oye. Inocencia y culpa en las nubes, risa y llanto en los ojos: juego de la sangre que busca ganarle al corazón deshabitado. Saltan de una estrella a otra, olvidan luego sus pañuelos sobre la tierra. La carne tiembla al dormir el sueño en el que la edad se enreda con su lengua de trapo. El polvo de los caminos toca su flauta dulce llamando a los gatos lamidos por la mano de la luna. —318— Las faltas y las sobras de los prodigios Se llena a medianoche la casa de olores, de inmemoriales alientos que vienen de los bosques y del mar. Después el silencio que viene del sueño. Después el respirar de la carne tibia y quieta. Mas el alma su trajín no detiene y a la muerte, que aterida afuera aguarda, invitará a pasar antes de que los gallos canten. La pesada puerta su abrir conmueve por el chirriar de sus goznes abandonados: levemente se estremece la madera que hasta entonces no sabía que era madera. —319— Aniversario de bodas Las manos tocan el agua fría de los amaneceres. Y los niños corren y corren hacia el lugar donde nace el arco iris. Fragilidad demasiada de la llama quemando el pabilo abandonado a la tiniebla. Nadie en la cocina las cenizas recoge en un ánfora súbita de tibieza. Los hijos vivirán lo que perdimos en la refriega. —320— Reflexión sobre la alcancía de mi hija No hay aquí sino lo plomizo del metal y el vacío. Quién habrá hecho esta caja que delata la frágil evidencia de los sueños. ¿Ves la pequeña ranura por donde se pierde la luz?: dará —seguro— el rayo a los ojos de la niña dormida. La breve boca es la que recibe la moneda con la que pagará al barquero implacable. En el fondo de la tarde guardamos el único billete que ha sobrevivido a las tentaciones del espíritu. —321— Retorno de ella La puerta se abre. La luz su destello exhibe con displicencia y la hierba del prado a los insectos invita a dormitar la tarde levemente húmeda, levemente tibia. Tu cuerpo en el umbral por un instante el vacío desdibuja; de mujer tu latir, que, como luciérnaga al revés, al exceso de luz ensombrece para que algo de realidad se dibuje en el astuto e inexorable tiempo. —322— Trizadura del aire He querido llegar hasta ti por los tejados que no nos guarecen del delicado florecer del silencio. Abreme la puerta y las hendiduras; quiero entrar al largo pasadizo que nos llevará a la ceniza. He renunciado a saber la verdad que debajo de la hierba evoca la locura de las ramas que no alcanzaron a florecer. Cuando las palabras no nos guarecen de la dura piedra que cae de los ojos durante el sueño, entonces hablo al aire. Pero no hablaré de las estrellas fugaces ni de la rosa del mar que tanto buscan los moribundos. Sí del amuramiento de los gestos que no tienen ni sentido ni destino, pero que se detienen en el ombligo palpitante de las vírgenes. La fuerza del hablar es el miedo al vértigo de la traición: ese martillar sobre la cabeza filuda de la voz ahogada en agua. Me quedaré a dormir en el banco de la plaza en el que los perros pulguientos se rascan de sus designios. Cuando nadie venga a saludar a la sombra loca junto a la fuente, hablaré otra vez la incesante murmuración de la mudez. —323— Ajmátova Donde se extinga la antigua hermosura, allí estará Ajmátova, en fila india ante la puerta de visitas de la prisión. Allí se habrá movido la montaña sobre la ceniza. No escribe su frase para inflar el alma. Hemos olvidado el nombre de la primavera. Deberíamos, entonces, hablar de los años sombríos. De nosotros se dirá que no fuimos capaces de pisar la tierra ni caminar sobre las aguas y el vuelo que nos fue dado, fantasía de insomnes apenas. “No debes llorar”, me dicen los pequeños manzanos que planté en el patio: “Está terminando la estación de los fríos; míranos: ya hojitas vienen desde la invisible savia”. Mas a Ajmátova, su doliente claridad —324— sólo a ella pertenece. Temblorosa de su rocío la mano que escribe, de su frescor colgada a la bestia, ¡y con tantos pelotones de silenciamiento! —325— Rechazaré todas las delikatessen Toca la modestia, no la falsa, la otra, con sus dedos silenciosos que acarician, los contornos de la luz palpitante y los del aire tembloroso que tanto acarrea de olores, de polvo, de voces. Esta sombra se sabe en lo suyo, prístina, afanada en sus alas, en los diarios trajines que comienzan antes, mucho antes, de que comience el mundo. —326— Caetano Veloso Llegó con las rosas de un planeta que carece de todo pero que no le hace falta nada; se instaló entre las fieras. Días nuevos vienen volando de ventana en ventana. Como en el canto de la corneja, presagios de difícil lectura hay en los sones. Me gustaría, siquiera un rato, estar en la habitación de las acústicas. Porque brillará el viento sobre los pinos nevados y, ciertamente, veré el rostro de mis hijos por el camino. Caetano alisa las fieras llameantes de amaranto. —327— Keats (acerca de la melancolía y el otoño) La belleza que muere, su sudario arroja a las flores cabizbajas. Frutos maduros caen de las ramas al abismo pegajoso de la miseria. Allá abajo el verano no trajo el aliento a la espiga ni el riachuelo refrescó los pies del anciano con sus copos. Estación de la bruma y de la abundancia, mas el venero no llega al vientre vacío de la tarde. Besa, poeta, la fatal palidez del búho que no duerme en la noche del alma. Y a las raíces anegadas de avellanas, salúdalas con la mano de los muertos. Exprimir falta todavía la última manzana que el tiempo molió en el paciente fluir de los dornajos del Leteo. —328— Sólo lo que brille de verdad será oído Y habrá todavía canciones que cantar después de la desgastada experiencia; la limpia, la libre canción de los árboles mojados. Modelado el tono por el aliento indescifrable del mundo, los sones anidarán sus cavidades en el inquilino que se dispone a la última y frágil ascua. Empañaremos el vidrio de la muerte al respirar tan cerca de la realidad verdadera: no pasará el cuerpo por el cristal, mas sí la luz imborrable. Y acallada la ostentosa conversación, vendrá el hospitalario, rítmico y simple lavar de la noche. Sólo lo que brille de verdad será oído: el coral luminoso soplando lento, la audible garganta del rocío, las cambiantes olas que no hacen ruido en el pensar. —329— John Done cerca del amanecer, en estampa para indoctos noctámbulos Descálzate. Hacia el sueño camina cubierto con la blanca túnica que alguna vez fue parte de la juventud. Como ángel caído, hacia los valles salvajes deberás partir; libre serás entre los espectros, preciada carne para fauces centelleantes. Apaga ya esa tenue llama y descansa en las oscuridades fabricadas para diadema del alma. Llegó la hora en que te aligeres de cuerpo y a la sangre pongas en su ruta cierta antes de que la terrible luz del nuevo día ciegue al barquero y naufragues en los descarnados mares de la demencia. Porque distinguir siempre es preciso lo que es de este mundo de lo que al otro pertenece. —330— Visita a Eliseo Diego después de que es ido Fina, de la finura de la luz, es la carpeta de la mesita donde descansa la mano apartada de su cuerpo. La sola mano que no cesa de indicar la dirección de los barcos que vienen por la menuda sombra de la estancia, y el murmullo, al repetir la oración sagrada, gozo es que conoce bien las medidas de este mundo. Muéstranos el mapa de la isla ésta que somos y no somos; su color turquesa de amar en la calzada frente del candor de la tarde nos hablará de los extraños pueblos donde viven todas cosas que hemos perdido. —331— Deseo de incendiar la zalagarda de las olas Te hablo palabras que torturan, porque no romperán qué, dónde; porque del amor viene el serrucho decapitando el nombre de la realidad verdadera. Te hablo de mi muerte detenida en el momento de la seducción. Llegarán otra vez la lluvia, el viento, la mano sobre el tambor despeñándose; todo volverá a la orilla del silencio perfecto como quien mueve la mudez hacia la desmesura del escándalo. Te hablo de un amor que no tiene historia, y me apresuro a cerrar la puerta contra el orden de la lejanía. Y me encierro en esta caparazón que nada toca, que se iguala al olor de la madera fresca de la juventud. De esto quiero hablar. De un viaje imposible, porque no hay viaje. Aunque hay viaje de vuelta hacia el nombre que no nombra. Se va la lluvia, se va el viento, se va la mano sobre el tambor despeñándose. Y quiero existir más allá de los límites, con mis pedazos perdidos, con la frenética sangre que no escribirá jamás ni una línea que no esté rodeada de caníbales. De esto quiero hablarte. —332— Niebla sobre el Rahue16 La muerte se engancha en los ramajes de la ribera. La basura esparcida brilla a la luz del sol pálido y lejano: restos de polietileno, pedazos de plumavit blanco cual copos irregulares de nieve, fetos esculpidos en barro. Los asesinos se refrescan desaprensivamente con el croar de las ranas. El río nos pone por delante su carne desnuda; su deshacerse con alfabeto y sexo imantado indicando siempre el polo del origen. Sus aguas, en contra de aquella metáfora tan famosa, no son “las mesmas aguas de la vida”. Diríase que no queda vestigio alguno de antiguos arrebatos místicos: sólo el loco y la loca estériles intercambian sus amebas en el fondo y después encienden el cráneo de cristal sacado de un zodíaco absurdo. La gente pasa; ya no bebe la leche derramada de Venus: es decir, no la bebe sino como inútil gesto que no evitará el sacrificio ni la mirada animal del verdugo en el momento justo. El deseo de eternidad busca el árbol del bien y del mal y, con el tiempo, quizás lo halle en las riberas del Rahue, en el filo hiriente de la greda y los desechos. Mas nadie sabe a ciencia cierta qué contiene la niebla después del último ahogado que se despidió llorando de los astros indiferentes. Se fue río abajo; lo atraparon las fauces perfectas de la corriente que avanza en dirección contraria al tiempo, esas centelleantes fauces en las que arrojamos todo lo que los sentidos no soportan. 16 Río que atraviesa la ciudad de Osorno, Chile (nota del autor para esta edición). —333— Vela de armas en el Dino’s Cervantes no imaginó una posada con Maritornes envuelta en seda y dormida en la blandura de las pieles, falsas unas, auténticas otras. El caballero, pipa en ristre, sus armas ha puesto sobre la mesa e invocando quizás a qué secreta e innombrable dama se dispone al placer de saber que el mundo bestial de allá afuera no lo tocará mientras dure el licor oscuro y caliente de su copa. Ventero y doncellas, a su vez, se dejan llevar por el sueño alumbrante de la locura y la sofisticada forma de los trajines con que las horas y los espejos soportan la saciedad del espíritu. No dirán nada al melancólico caballero sino lo justo para que se cumpla el ritual: que cierre los ojos y reconstruya por un momento el paraíso. Una despreocupada atmósfera sensual impregna todos los habitáculos donde el humo y el alcohol se mezclan en la lengua húmeda de los que morirán mañana. Pero hoy es la noche destinada a la consagración del noble caballero andante y sólo la luna tiene derecho a ser indiferente o desdeñosa. Que nadie se mueva de sus asientos. Clavados en la cuerina sofocante de los sillones, arrieros, salteadores de caminos, mozas de partido, incrédulos mercaderes y crueles cobradores de impuestos, duquesas que no trabajan nunca, todos confesarán sus morbosos deseos de querer ser dioses, salvados de toda humillación de la tierra. El rumor de tantas voces enloquecidas por el miedo se estrellará sin remedios en puertas y ventanas herméticamente cerradas; nadie afuera sabrá nunca que la muerte lentamente esta noche beberá el licor de los cuerpos que tuvieron por un instante la osadía de creerse inmortales. —334— Mercado municipal Aguardan los diablos donde la luz cesa. Los trajinantes, aturdidos por el rumor de los ajos y el cochayuyo, se ríen y después lloran en el claro del bosque, mientras celosamente son observados por jabalíes en la espesura. Hasta para dar el zarpazo final, los diablos no se apuran: dejan que los cuerpos envejezcan al ritmo de cumbias y rancheras; se saluden bajo el alero apacible de la tarde y los labios se humedezcan con vino que vuelve locuaces a los sentenciados. No es necesario protegerse de los peligros reales e imaginarios: aquí se respira el olor de las axilas, el del pan con ají, el del vino más barato que me recuerda el sabor de la madera con hollín que solía masticar cuando era niño. El aire aquí es malo para el asma; el humo de apestosos tabacos cubre el horizonte con una película amarillenta, como si todo fuera un otoño orgulloso, con frutas maduras cayendo de los árboles inclinados. No hay más que seguir el rumbo de los navíos arrojados del mar a estos desiertos de cemento; conversar con la vendedora de luche y prevenirle de los peligros, porque los ávidos piratas, con ojo parchado, garfio en lugar de mano y puñal entre los dientes, desembarcarán en cualquier momento de la carroza fúnebre y se desatará la fiesta de los diablos sueltos en las aguas de la tierra. Inútil precaución, por cierto. Las almas en pena, como pájaros veloces que no puedo nombrar, se estrellan ciegas contra los vidrios y los muros del mercado y en olas de escarcha se les vuelve la voz con la que una vez soñaron vencer el polvo y los presagios. —335— Donde pastan las ovejas El gallo no ha cantado ni siquiera una vez, pero la traición ya está consumada. Circe en ovejas ha convertido a los fieros guerreros de antaño, aquellos temibles saqueadores de Troya; sus hijos, ahora borregos criados para el sacrificio y la obediencia ciega a los rumores de la hierba. Gordo, sudoroso, Caifás camina en redondo junto al cordero vencido; mira de reojo los cuerpos suaves de las muchachas y le gusta imaginar los insinuantes senos de las vírgenes a la luz tenue del crepúsculo. Aquí nadie comió del árbol del bien y del mal: nunca hubo un árbol así. Sólo hierba silvestre, sauces junto a una fuente de agua sucia, sombras que hablan interminablemente por teléfono. No hay restos de ninguna fiesta; salvo los de la embriaguez animal que producen las flores de loto: nadie recuerda o nadie quiere recordar los vientos que nos arrastraron a estos parajes no visitados por los ángeles. El balido a la hora del degüello: sólo eso interrumpe la quietud de los oscuros entretechos destinados a guardar los trastos de la juventud. Pero ni Circe es feliz: hace lo suyo nada más; de sus manos salen jazmines que se deshacen antes de tocar el suelo. A ella también la jodió la sombra del gran pez martillo y cada vez que sueña que es feliz avanza siempre un poco más hacia el abismo. Las ovejas, ignorantes de lo que son y de lo que fueron, pacen bajo la turbia mirada de pastores borrachos. Después llega, siempre llega, el tiempo en que se van los pájaros de colores cantando sobre el horizonte desconocido de los mares. —336— Los lugares de la desaparición Antes de que enloquezca el mirar de los martillos y la mano que pintó el río se eche a volar sobre las iglesias abandonadas; antes de que, al atardecer, los elegidos saquen a pasear sus perros mal enseñados y se caguen y se meen sobre los prados laboriosamente cuidados por el jardinero, en los que la catástrofe se hace invisible —mas no irreal—, habría que rendir homenaje al hielo resplandeciente de las lágrimas que no derramaste por tu madre ni tu padre. El hielo que te mata lentamente, pero que seduce como una invitación a placeres desconocidos, justo cuando la depresión llama a la puerta. Antes de que el caos se posesione de tus sueños más acariciados, respira la inminencia del dolor y la quemadura. Dobla las esquinas en dirección a la lluvia y de paso corta algunos claveles para llegar algo presentable a la fiesta de los vagabundos ebrios, esos energúmenos tirados en las cunetas o en los paraderos donde no habrá nunca nada remotamente parecido al calor de hogar. La calle que conduce a la desaparición se vuelve transparente y azulada; muchachas desconocidas reparten en las esquinas tarjetas de invitación a los postrados que esperan al Viejito Pascuero desde antes de nacer. Por los huecos de las alcantarillas deberías arrojar tu sombra; pero los días no se detienen: pasan de largo, como trenes fuera de control, y sólo dejan chispas de felicidad que se desvanecen en el aire en un santiamén. Lo que no pasa es la nieve congelada que los cuchillo no pueden cortar: porque no se puede separar el alma del cuerpo sin dejar una ausencia llena de oscuridad. —337— La polilla Los diminutos túneles, esas cavidades en lo sólido, derrumbarán un día el cielo y la tierra. Si sientes picazón, si te tocas un pequeño sarpullido, es porque empezó el asalto. No lo atribuyas a un casual y solitario insecto. Es un incontenible ejército. Esta noche conquistarán un poco más, siempre conquistan un poco más. No te molestes en preparar defensas; guarda tus pertrechos para otras circunstancias: esto nada tiene que ver con el triunfo o la derrota. —338— Galgo persigue a liebre corredora El correr de ambos con nada se compara, porque es la muerte veloz que en cuatro patas se precipita sobre la asustada belleza de la vida. Pero no pensemos al galgo sinónimo de barbarie, porque lo suyo nada más hace; la ceguera de la roca necesita de la sangre derramada, de la ceniza, de los sinuosos llantos del mirar. Y tampoco a la liebre pobre víctima pensemos; los convulsos, los últimos movimientos hablan no de acogerse a la degradación, no: es a las reales, a las incomprensibles alegrías de la tierra, transparencias no ensuciadas ni por desastre ni por el arcaico terror a ser deglutido. Rápido fue todo. Lo que los ojos humanos no se atrevieron a ver ocurrió brutal, demente carne, lucidez terrible de la muerte que hace sentido en los relumbres. —339— Cosa de maravilla y rencor Por las mañanas, allá en casa, la madera apolillada, las goteras oscuras, el fuego de anoche sólo pavesa hoy, miran ellos de reojo tu cabellera cana, acaso para quedársela a la hora de la repartija. Rocío no cesa, que al zapato moja tanto como a la memoria. Humo hace salir de los ojos cerrados el recordar; oscuramente suave el día como la lana que se hila mezclada con la sombra de los álamos. En el silencio, el quejarse de los perros tiene sonido de humedad: madre, los años, las hojas de toronjil, un poco de tierra en la mirada. —340— Río de la destrucción perfecta La tarde, humedecida de pájaros, se precipita sobre el horizonte de las bicicletas. Interroga a la línea de la luz y hace saltar nuestros sueños entre las voces del mar y los racimos confiados a la lluvia. Pronto el frío querrá su isla; armado de dientes, abrirá las ventanas y tocará el cuerno anunciando la hora de la deglución. Fatigamos el pecho con sus soles y quisiera, en su rinconcito que le queda, prescindir de toda esperanza. Las estrellas, sin embargo, entran en los bolsillos y se espuela el aire entre las hojas y el respirar. —341— Conoces mi sangre Conoces mi sangre. Me navegas y me duermes sin furia, con paciencia. ¿Qué hago que no salgo de mi costado izquierdo? Dime qué, por qué tu crecer en todos mis martillos; cuándo, cómo en una copa alzada y tus pechos en una mañana del ser que somos. Y el aire se reconstruye piel a piedra, y arranca, parte a carrera, el pecíolo con sus desesperados panes que no hallarán boca perfecta para retornar a la tierra. Conoces que no merezco sino el pinchazo de la madrugada violenta, que no puedo estar sino impuro en mis zapatos, tan enfermos de sus muelas y su hiel tan dulce que quisiera algo de odio para aserruchar el cielo. Y eres más que las ollas y la nube, más que yacer con los pedazos vueltos al verdor, más y más que raspadura de todas las costillas voladoras. —342— Alguien ha dibujado el silencio sobre las cosas. Entonces nadie habla; pero toda la ternura se inclina sobre el río y los pájaros entran en la boca de los que nacerán para poner sus huevos en el lugar más secreto de la sangre. No hay un sonido en la perfecta noche del amor: el rostro de la lluvia se fue solo por el campo hacia las quebradas lejanas y se llevó la voz de los vientos y el murmurar de la tierra. Ahora es cuando se desea el sueño y la dejadez del caballo siempre empezado. —343— ÓYEME COMO QUIEN OYE LLOVER Otawa: Editorial Poetas Antiimperialistas de América, 2004 —344— A MODO DE ACLARACIÓN INICIAL Le debo a Octavio Paz el título de este volumen que contiene dos conjuntos de textos concebidos originalmente como independientes. Pero ya se sabe que en poesía todo es un mismo tejido; sólo cambia el grosor de las hebras, los colores, los diseños. El material viene siempre de la misma fuente: las experiencias de vida transmutadas en experiencias de lenguaje y las experiencias de lenguaje transmutadas en experiencias de vida, tamizadas éstas —las experiencias— por la criba de la memoria y por la criba de una imaginación que no se conforma con la fisonomía de la realidad que nos ha sido dada. El lenguaje une a las personas; los hace ser parte de una cierta comunidad de significados. La poesía es una de las maneras en que el lenguaje y los lenguajeantes aseguran la continuidad del universo en tanto trama de experiencias humanas de realidad: desde la experiencia que nos provoca un grano de arena hasta aquélla que nos provoca una estrella a millones de años luz, desde el ladrido de un perro hasta el canto operático de las esferas celestes. La poesía hace ver relaciones, a primera vista invisibles, entre las cosas; hace aparecer las zonas límites de la cultura de un pueblo, las frases obliteradas de la historia; traza, en forma de texto personal, un camino por el que transitan las voces de la colectividad, la misma que ha hecho posible precisamente la constitución del mundo personal del poeta. “La realidad zarpa hacia islas imposibles y luminosas / y deja aquí su seca máscara” (José Hierro, “Puerto de Gijón”). Hablar de lo que está aquí es parte de mi trabajo como escritor; pero lo es también hablar del viaje mismo y de las islas imposibles, porque sólo esto da sentido a la “seca máscara” que nos vive. Cito a Hierro otra vez: “Como todas las cosas / que hablan hondo, será / tu palabra sencilla”. Y que el lector escriba los poemas que no me han sido dados. —345— Osorno, Chile, enero de 2004 SECRETO DE LOS HELECHOS En el tiempo de los copos, quién sabe, en el tiempo / en el no tiempo de nuestras respiraciones juntas, olvídame / recuérdame, en nosotros, en el nos de los otros. Aquí está / estamos; mía vida / tuya vida: todo sangre cuando la carne es en florescencia, todo el tiempo en los ojos, piedra y agua en el alma, de la mano, de los yeyunos unidos, circa 2000 en agosto hasta la última paciencia, paciencia, paciencia de la paciencia contra el repecho, aprendices torpes del vivir su hueso transparente... —346— Elegía17 Demasiado orgulloso para morir, destrozado y ciego murió de la más oscura manera; pero no traspasó los umbrales de la muerte este hombre bravo, valiente en su estrecho orgullo en ese más oscuro día. ¿Podrá yacer él para siempre, luminoso, crucificado en la colina, al fin y en el fin bajo la hierba, por amor, y ahí crecer de nuevo ser joven entre grandes rebaños, y nunca yazga perdido? ¿O todo aún está en los innumerables días de su muerte?, aunque, por encima de todo, lloró por la pérdida del tibio seno de su madre, el cual no era sino restos y polvo, porque en este plácido suelo la más oscura justicia de la muerte, ciega y no bendita, tiene sus dominios. No dejemos que él busque los restos, sino que él sea amado por el padre y sea hallado. Recé en la habitación curcuncha, al lado de su lecho ciego, en la casa muda, un minuto antes del mediodía, y noche, y luz. El río de los muertos exprimió la venas de sus pobres manos 17 Versión libre del poema “Elegy”, de Dylan Thomas, recogido en Collected Poems, New York: New Direction Publishing Corporation, 1971, pp. 200-201. —347— y vi a través de sus no vistos ojos las raíces del mar. Un hombre viejo y atormentado, que ha perdido las tres cuartas partes de su visión: no soy demasiado orgulloso para llorar por eso que El y él nunca, nunca apartarán de mi mente. Todos sus huesos llorando, y pobre en todo excepto en aflicciones, siendo inocente, asustado de morir odiando a su Dios, pero lo que él era, era obvio: un hombre viejo, orgulloso en su quemante orgullo. Los poyos de la casa fueron sus libros. Ni siquiera cuando era un bebé lloró, ni lo hará ahora: oculta de los indiscretos ojos su secreta herida. Expulsado de sus ojos, vi la última lenta caída de la luz. Aquí, bajo la luz del señorial cielo, un hombre viejo y ciego está conmigo y me seguirá a donde yo vaya, caminando por la sementera de los ojos de su hijo, sobre quien un mundo de enfermos vino a caer como nieve. El lloró como si muriera temiendo el fin de las esferas el último sonido, el mundo desapareciendo sin un aliento. Demasiado orgulloso para llorar, demasiado frágil para retener las lágrimas y atrapado entre dos noches: la ceguera y la muerte. La más profunda herida de todo eso que él tendría que morir en el día más oscuro. Pero él pudo esconder —348— las lágrimas que corrían de sus ojos: demasiado orgulloso para llorar. —349— Hoy no llueve (escrito en invierno) Hoy no llueve. Hoy hace más frío que ayer y la niebla se mete por los bolsillos, los oídos, los dedos meñiques de las personas, se mete en el zapato parchado del amor. Por puro descuido, imperdonable descuido, con la palabra sol o con las palabras fuego, calor, tibieza, abrazo, lugarcito de dulzuras (habría que escribirlas con enormes letras en todos los cielos del mundo, en todos los idiomas). Hoy hace más viento y menos aire, menos alma, menos que comer y más tormentas en la boca. Hoy no es un buen día para decir “buen día”; pero no tiene caso lamentarse. Sólo un desnivel de cosas sin nombre y la inexplicable importancia de lo que no tiene importancia, como un golpe, dos golpes, en la mejilla que nos prestaron por un rato. Sólo la ventana interrumpida, la música de los abrazos que no nos dimos, —350— el sonido tibio de los cuerpos que no amamos. Hoy es un buen día para desaparecer hacia adentro, volverse gato, volverse ovillo de lana, volverse canción y luego estallido de volcán en tus ojos, enormes, asustados. Sólo la ausencia, la niebla, la cebolla, la cifra de los silencios. Hoy no llueve y tampoco sobramos. —351— Advertencia para visitantes Quien llame a la puerta de la casa de la memoria hallará la luna necesitada de claveles, el día tembloroso por las ansias de ser abeja, la hierba lejana sobre el mar, barcos que florecen en primavera como manzanos solos en medio del monte. Quien abra la puerta y quiera ver, no verá sino el vino derramado por la mano torpe del borracho, ahora dormido para siempre y una multitud de bocas cosidas a la estrella del adiós en medio del granizo. Quien acerque la nariz al vidrio sucio de la cocina del recordar, sentirá, hasta el vértigo, el filo hiriente de la humedad que provoca la proximidad de los cuerpos ausentes: el frío del joven relámpago aún no nacido o el ardor, provocado por la hoja de la ortiga, en la espalda del tambor oscuro de la noche. —352— Casa de dos plantas en Santiago de Chile Arriba la cocina es tan pequeña que no caben dos personas a la vez. Huele a gas licuado la mañana, pero no puedo hablarte del peligro de explosión porque te has ido, y yo, además, lucho a ciegas con mi colon inflamado. Hace frío y los muros descascarados se están muriendo desde hace tiempo. No hallo la leche, ni los fósforos para encender la estufa; un poco de pan duro y agrio, pero sin hongos visibles, encontré en una bolsa de plástico. Al fin logro hacerme un café y, mientras lo bebo, el viento agita las ramas de los rododendros del patio; tu gata me mira con su único ojo sano y parece decirme: “¿quién te mandó a venir a este mundo?”. Sólo lamento que no pueda hablarte porque te has ido, comentarte sobre ese insistente olor a gas, preguntarte por una tienda para comprar música de moda... Abro las ventanas para que el ruido de la ciudad termine de despertar al último fantasma que todavía yace en mí. —353— Nocturno La luz de esa estrella que ahora veo hace un millón de años que salió de la materia que la emite. Como esa luz remota somos: efectos de lo que alguna vez fuimos y ya no somos ni seremos. Cuerpos que sólo anuncian lo que otros vivieron hace tanto. —354— Principio de incertidumbre Veo la nubes desde el mirar mío de mis ojos incapaces de verse a sí mismos en el acto de mirar. Nunca sabré si es verdad la verdad que ante mis ojos su nombre escribe. Sólo la soberbia de creer me salva de la nada. —355— Imposibilidad de ser otro Me duele que no me duela el dolor tuyo en mí como en ti duele el dolor de la úlcera en el duodeno tuyo que sólo a ti pertenece, pero que quisiera mío para que el dolor tuyo en mí completara el amor que de mí a ti viaja como el rayo, porque sentiría en mí el efecto de la flecha que de mí sale hacia el cuerpo tuyo el cual entonces sería indiferenciado del mío... Dolor de no poder doler tus dolores: Iluso deseo de ser tu ser en mi ser. —356— Sentencia ejecutoriada Juez de mí mismo, por mis muchos delitos y pecados, me sentencio a morir para escarmiento de todos. Verdugo de mí mismo, ejecuto tal sentencia el día y hora señalados siguiendo todas las formalidades que el caso amerita... Indulgente juez de mí mismo, de superior tribunal, a último instante, cuando el verdugo se dispone a ejecutarme con un tiro en la sien, decido indultarme por razones de buen funcionamiento del vivir cotidiano. (¿quién, por ejemplo, quién traería dinero a casa a fin de mes para alimentar a los niños?). Así hasta que, policía de mí mismo, me atrapo in fraganti y me envío al juez que soy; implacable juez de mí mismo, me sentencio a morir en vida para escarmiento de todos (y esta vez no habrá juez indulgente de superior tribunal). —357— En la noche del cuerpo Creció hacia adentro el agua. Murmullo confuso el de los follajes nocturnos, encendidos éstos por el agua que amanece al nuevo día de la sombra. Cuando flotan limones de sangre hacia la sangre que habla que sueña. Allá adentro el agua, en el racimo más profundo de los espacios, en la noche del cuerpo que aún habito. —358— Secreto de los helechos Rata o nutria: su correr cuadrúpedo se desvanece en el atardecer lleno de aire salino entre helechos. Quizás asustado el animal por el dios carnicero que vio en mí o quizás por el aliento espléndido de su propia covacha que lo llamaba, huyó cual celaje a lo más desconocido de la pequeña ciénaga quedando sólo el temblor de los helechos, la cabellera verde de sus hojas cuyos movimientos, como de parkinson, hablan de la dureza irremediable del tiempo, y los tallos, alguna vez débiles, se tensan como cuerdas de violín para ejecutar la música de lo que ya no está: sólo la estela de quien estuvo aquí permanece, y eso inicia una viviente melancolía que me envuelve como un tibio chal de lana cruda. —359— La casa de siempre Tarde o temprano volveremos a la casa de siempre. Sólo que entonces no conoceremos a nadie, y la cocina será plana y tendrá al fondo un abismo, como el mar antes de ser navegado por barco alguno. Sólo que entonces no habrá ni casa ni cuerpo al mirar el pasado desde lo alto de la isla. Y la sombra de los manzanos muertos aullará en la noche, pero nadie oirá nada: la sordera es, al fin, semejante a la última mariposa de colores en la única tarde soleada de la infancia que resiste la borradura de los ojos cerrados. Paso a paso vuelve el caballo, con su jinete ebrio, a la querencia, mientras sigue entrando sin cesar la lluvia por la boca abierta de la madrugada. —360— Dibujo del gato El gato lleva un día inmenso en su pelambrera suave, grisácea. El mundo entero se detiene en su letargo felino que hace pensar en la displicencia de la mirada de Dios hacia nosotros, mortales de una sola vida. Se tiende, se estira, aprovecha la débilmente asoleada tarde de julio y tal vez piensa que ha sido afortunado al no haber nacido humano, como yo, por ejemplo, que puedo apenas mirarlo tras los barrotes de mi jaula de la que no podré nunca escapar. —361— Sister of Mercy (con voz de Leonard Cohen) Hermanas duermen y al dormir roban la luz de la habitación para que la penumbra se extienda por el mundo y la noche tenga su lugar en el sueño de los caminantes. Son jóvenes pero no libres de la enfermedad que paciente las mira desde el cielo raso. Duermen, descansan, no en paz todavía; sí subiendo el repecho que lleva a la cumbre nevada del tiempo. Respiran debido a la nostalgia por las niñas que en ellas juegan con los jeroglíficos de Dios; y son ellas como la malva que no vio ni verá el ladrón de los pequeños corazones de pan. Duermen, pero no sé interpretar las nubes que pasan flotando. Retengo apenas el olor de las aves que cantan lejos en medio de las súplicas de los muertos. Aquí, en cambio, dentro de esta habitación cuyas paredes están tapizadas de fotografías de cantantes de rock, se petrifican los nidos del pensar, y el silencio resplandece sobre los corales como campana en reposo. Está oscuro, mas es sólo la pausa del agua antes de precipitarse sobre la tierra. Hermanas duermen sobre los juguetes invisibles de la realidad; respiran y la colcha sube y baja a intervalos, como un reloj lleno de rosas que no pertenecen a este mundo. —362— La enfermedad no olvida cobrar su factura en el momento menos apropiado Mis pies están atravesados por un niño que quiere jugar con las alas del verano. Mi silencio es más joven y a la vez más antiguo, y no sé nada de la luna ni de quienes son prisioneros bajo el resplandor de los reflectores. No puedo con el idioma de los palacios muertos, ni pienso siquiera en las nubes que pasan flotando. Porque los nidos se petrifican en mis ojos. La enorme corona de oro de los padres piadosos pesa sobre mí y no sé qué hacer, salvo pagar el precio de vivir en el país de los enfermos, país que no pierde nunca sus púas de puerco espín. —363— Paisajes acústicos tras el silencio Tú no recuerdas dónde dejaste las cartas de los amigos ya idos. Alguna vez compramos una pequeña canasta de mimbre y decidimos que la usaríamos para guardar las cartas que nos enviaran nuestros amigos. Ahora no sabemos dónde habrá quedado la canastita de mimbre, la perdimos en alguna estación de trenes enmohecidos por el abandono o se confundió con el enjambre de los pensamientos sin objeto. El tiempo es mudo y no puede decir nada acerca de estas pérdidas rutinarias. Hay que esperar, nada más, que la mengua de la memoria haga su trabajo, su lento y seguro trabajo a favor de la penumbra. —364— Los bosques de la lluvia ¿Cómo has venido a dar a las fauces abiertas de los perdidos bosques de la lluvia? Sin duda, hay una idea luminosa de muerte en el cielo, como un arco iris a media noche que va desde las playas a las calles sin sol, desde la infancia y los terrenos húmedos a la vejez lenta de los ojos que terminarán al fin por no soportar la luz cruel de la mañana. ¿Dónde será que crece la ciudad amable, la limpia ciudad más allá de los cementerios, lejana a la garganta cenicienta de los borrachos? Fue plantado allí el roble por manos de astros alegres, pero ahora hay sólo fardos de tela negra, zapatos roídos en la punta por las piedras filudas, el murmullo de la hierba sedienta de los muros. Desde los mimbres de la ciénaga a las almohadas invisibles en las que yacen las cabezas cansadas de no tener cuerpo. Es un lugar consumido en el sur, donde crece demasiado lentamente o demasiado pronto la enredadera de una época fría y sucia. ¿Quién recuerda? Nosotros tal vez o tú solamente cuando oyes el ruido de los motores del mundo y te duermes bajo los párpados cada vez más pesados. Yo sé de una madera que resiste los años, mas no es inmune al fuego ni al vino que borra el color de las estrellas. De esa madera está hecha tu memoria, y por eso terminarás olvidando esto y lo demás, y los animales monstruosos del sueño se instalarán para siempre en la casa que no tendrá entonces realidad en la realidad. —365— Escrito al otro lado del agua El ruido de un coche rápido toca el oír. Todo es lejano, excepto el continuo inconmensurable. Profundidad de la luz y del mar sobre la ciudad dormida; calles sumergidas en el ir y venir de nadie, a toda velocidad sólo para decir ese parpadeo de otro ahí dentro: el agua que hierve para el café es la única eternidad que sobrevive. —366— Desayuno en solitario El café caliente —un café colombiano dejado casi al descuido en la cocina— me recordó tu andar de manzana en el lecho y tus bordes respirados por la primavera no virgen. Des-ayuno del ayunante: minutos deliciosos, llenos de un aroma tropical que permanecerá para siempre en los amaneceres de la memoria. —367— Irrigados por el vacío Echados los cerrojos sobre las puertas del alma: el cerrojo del mar, el del viento, los cerrojos de las ciudades tragadas por la ballena de Jonás. En el encierro de un éxtasis al revés, somos tú y yo menudos habitantes de una galaxia que no existe pero que es real; objetos al fin de los lascivos mordiscos de Dios en la medianoche rampante del desamparo. —368— Descubrimiento de lo que somos La cama deshecha, sentado yo quizás en el suelo, ropa tirada por cualquier parte. Hay un pensar de vidrio por las paredes y los perros se masturban mirando el trasero de la Bestia. Luego un son de amanecida, casi cubano, aunque la lejanía lo vuelve apátrida. Así es como llega el invariable descubrimiento de lo que somos: fantasmas en el mar de una soledad viscosa que corre lentamente desde la frente por el rostro, el cuello, el pecho simple de los que aún respiran. Entonces también la ciudad siente ganas de orinar, y lo hace contra el viento, sobre la tierra siempre lavada de su sangre verdadera. —369— Brindando con las sombras Los juguetes de la pequeña Sophie se duplican en el espejo; se ríen a carcajadas de los días demasiados rutinarios. Momento preciso para soñar con ese rinconcito tibio de tu cuerpo que no nombro pero que tú sabes cuál es. Aunque dada la extrema delgadez de ciertos crepúsculos, lo único que puedo hacer es brindar con las sombras para llegar a ser más sombra que la sombra de la sombra, de pie y la vez volando en medio de la habitación entonces iluminada por tu risa sin horizontes. —370— Te convoco, perro, porque he amado tu sombra para no morir No me hables, perro; mi corazón está ciego, mis pies hundidos en el fango en que se pudren la tierra y el cielo. Vete al país en que los viejos cadáveres resucitan con la voz del viento. No me hables: agacha las orejas y vete desnudo por encima de los campanarios, quiltro amigo de los doctores que declaran la muerte de la muerte. La noche triunfante, poeta galgo, es para que no olvides que es imposible restituir la raíz del humo. —371— El tiempo es una humedad que no se seca nunca Humedad en las canciones y humedad en el escuchar silvestre de la luz. Humedad en los objetos de la casa: en esas tazas, en esas cucharas, en esas muñecas rusas de madera, en esos discos de vinilo de los años 60: todo húmedo y dormido en medio de la fiesta de los dragones. —372— Óyeme como quien oye llover Soy tu hablar: mientras hablas, duro; mientras murmuras, existo. Cuando callas, la noche es enorme, y entonces comprendo: las estrellas nos aman y nos escriben la sangre. Me pronuncias en el hablar de tu habla que se deshace en el hablar mismo de tu habla. Somos extraños y duramos poco. —373— Lejos de casa Qué va a ser de ti lejos de casa (Joan Manuel Serrat) Mis hijos están esparcidos en el viento, como esporas en busca de nueva vida. Mi mujer y yo miramos una absurda serie de TV para matar el tiempo ya muerto. Suena el teléfono: una voz de mujer me ofrece tarjetas de créditos, teléfonos celulares, seguros de vida, viajes a ciertos lugares parecidos al Paraíso. A todo invariablemente digo que no, mientras miro una araña que despreocupada sube por la pared en dirección a las estrellas. Es agosto en el sur del planeta y los caminos están húmedos y mis manos tiemblan cuando pienso en el futuro. El cielo es vasto, pero no entraré en él ni me echarán de menos a la hora del recuento. A esta hora, cuando el rocío se evapora bajo el sol leve de la mañana, pienso otra vez en mis hijos, esparcidos en el viento, como esporas en busca de nueva vida. —374— Desapariciones Sólo leo noticias atrasadas de un país que ya no existe, y tras la última y amarillenta página desaparezco en mitad del día que me traga con sus fauces centelleantes —375— El peor consumidor de la patria Me gustaría ser como las bandurrias que vuelan, en las tardes de invierno, hacia las praderas lejanas en busca de gusanillos que reptan en el pasto húmedo. No quiero sino pensar en la lluvia que se precipita sobre el techo como una suave cascada de trigo. Soy el peor consumidor de la patria, y el día menos pensado me borrarán para siempre del registro de los clientes preferenciales. Y seré, entonces, feliz como la hoja del calendario que se arranca porque el mes ya terminó y se arroja al reino libre y democrático del papelero. —376— Anchura de pan La mañana se detiene para oír tus caballos, y tus decisiones carnales son celestes y huelen a arrayán humedecido de rocío. Hora de rumiar los martillazos de la noche sobre el cuero seco de nuestras palabras. Debería abrir la valija del pasado sólo para tocar el frasco vacío de linimento y las fotos amarillas de un pariente desconocido, hijo bastardo de una tía abuela suelta de cascos que ascendió a los cielos un día melancólico de marzo después de la última cosecha de manzanas. Le pondremos piernas al recordar, y le pondremos una anchura de pan a las estrellas que se encienden cuando cerramos los ojos. —377— Habito un susurro Hay un perro que escarba quieto el pozo donde el mendigo destella la paloma (Lezama Lima) Habito un susurro con velamen, habito y rumio, a cuatro patas camino hacia el abismo, atravesado por el aire, rodante de arco iris. Cae el otoño, en forma de hoja dentada, en mi frente y soy raptado al amanecer por una manta raya profunda, y me lleva en la aleta caudal del pez retornante, de luz difícil en el ombligo. Con un paladar encadenado a los conciliábulos, habito la toronja en ascuas, lejos del mastín que al ciego guía, cerca sí del buche del arcángel que se apresta para las dentelladas. —378— La fiesta de los perros Los perros de los vecinos ladran en la noche, o tal vez cantan canciones de amor que los humanos nos podemos entender, o hablan a los espíritus errantes de otros perros que murieron en un tiempo que para ellos no es tiempo. Yo trato de dormir pensando en un barco deforme dibujado por el loco del pueblo que se cree el hombre nuclear (se amarra alambres en las piernas) Agito mi pelambrera humana para sacudirme un poco del frío de la memoria. La fiesta de los perros es el coro de mi pensar. —379— Fisonomía de la escalera No es la de Jacob. No hay ángeles, no centellea la luz divina. Por esa escalera baja Ella por las mañanas, sube Ella al anochecer, siempre vestida de blanco, lenta e inane como un mueble que no oirá jamás la música del viento entre los árboles. Escenario perfecto el de la escalera para un descendimiento a la mudez: escalones desiguales en los que salta el tiempo, labrados con displicencia, por la sola fuerza del dinero... Ella sabe de cada gesto que hacemos para llenar de cuerpo el vacío que somos y sellar las junturas de las tablas con cerezas florecidas. Los niños cada noche suben por la escalera, se acuestan y al poco tiempo se pierden en la levedad del sueño profundo, tan parecido a los rumores inaudibles de la madera seca y dispuesta al fuego. —380— Pequeño informe sobre la ceguera Ciego el ojo calla su romancear; el mismo ojo que sobre los helechos debió posarse y alumbrar la música de quien es amigo de escuchar los pensamientos y amigo del crecer de los tallos. Nadie busca consuelo en el agua y nadie en las oscuras señas de los dornajos ya desprendidos de su madera. Motivo por el cual ahora bebemos la sed de las horas que no pudimos vivir y se aquieta lo que nos duele del mundo, como un sopor de gallinas dormidas. Sin ruido ni luz en el mediodía rumoroso, transformados sí en caballos rumiantes de sus sombras. —381— He andado muchos caminos (casi todos equivocados) Mientras camino en dirección a casa, como una andanada de diminutas flechas, el viento frío de la tarde penetra en mi cuerpo. Veo a lo lejos una bandada de choroyes que se pierden en el cielo nevado del este. Me arropo lo mejor que puedo con mi poncho y silbo una canción mexicana que aprendí de niño: No vale nada la vida; la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba; por eso es que en este mundo la vida no vale nada.18 Todo está bien, me digo, mientras sonrío a los niños que pasan volando sobre mi cabeza: no saben estos pájaros si habrá todavía mundo cuando les llegue la hora de nacer. 18 Canción mexicana de José Alfredo Jiménez (nota del autor para esta edición). —382— Noche serena Desde la colina contemplo el cielo en el que nunca seré admitido. A otros les está reservado sentarse a la diestra de Dios Padre. Se ponen las claridades a oscuras. El Libro de la Vida contiene dogmas inalterados que dan sentido y estabilidad al respirar; pero aparecen los abismos, antes y después del ascenso de las vírgenes. Los abismos tienen la decapitación en sus estómagos y la descargan como cascada sobre las cabezas de los verdaderos amantes. No es deleitosa la noche ni hay suave ventalle entre azucenas. Noche al revés, llena de elefantes de agua que no saben imantar el oro, ni poner joya en la suprema esencia de la sangre. Ni vida eterna, para esos millones que murieron y morirán para gloria del Cordero. ¿Qué hay en el misterio de las fuentes? Nacimientos de alas que no servirán nunca para volar, juventudes perdidas en el fulgor del vino amargo. Como la noche, con su toque de nubes, —383— para crear falsa paz, redención de mentira; el hombre solo/ la mujer sola, quedan ellos indefensos ante la tremenda resolana. Y no iremos hacia el perdón. El pecho respira: esto es lo que queda del misterio de las fuentes. —384— Yacen los amantes sobre la hierba Yacen los amantes sobre la hierba seca de sus vidas; se dejan llevar por el rumor de los ríos tranquilos y se acarician el uno al otro con sus cuerpos de nubes sobre el fondo azul de un cielo de silencio. Yacen en medio de alcobas transparentes. Sus corazones de niebla, las venas exultantes, el esqueleto suave de la lengua, el sudor de los jadeos: todo sirve para cubrir la distancia que hay entre la vida y la muerte. Y no hay herida que rompa las sílabas de las palabras dichas en el torbellino de los cuerpos que se deshacen; y las manos no duermen bajo la arena gris y tampoco esperan que el sol se empine sobre las colinas. Yacen ellos, vivos, nacidos, movientes, enhuesados, y tocan con suavidad los tambores de la noche que se precipita como una cascada sobre la tierra y sobre el mar, sólo para que ellos, los respirantes del otoño verdadero, tengan su propia isla interminable. —385— RETRATOS CON NUBES Éstas son aquéllas que cruzaron por detrás de las chicherías, donde el niño vio nacer a un alacrán, entre barricas espumantes. Éstas, las que enmohecieron la campana, cuyo bronce relucía al atardecer, a la cuadra de chocerío inerte. Y éstas, las pequeñas solitarias que, de súbito, desaparecen, son para reflejar la espalda de todo aquél que las contemple. Oh, querida visión de los días luminosos. Oculta en tu vaho toda voluntad de crónica. Une el final a su principio. Que todo sea proceso, tránsito, karma instantáneo. Oh, vagones cargados de nostalgia. ¡Salve el pájaro que las contiene y el huevo que les sirvió de hogar! ¡Salve el viento que las trae, las lleva y las endilga, de nuevo, a esta pupila, remotamente! Clemente Riedemann (“Las nubes de Magritte”, fragmento) —386— ¿Te acuerdas de los chubascos? ¿Te acuerdas de los chubascos que entraban por la puerta principal de la casa? Ahí empezaron los misterios inexplicables: el viento, la pequeña granizada sobre el orégano, la bruma de los sentidos y los rumores de la tierra retumbando en el corazón de los desvelos nocturnos. Las colinas tienen húmedas sus mejillas; yo las veo ahora a través de los años desvanecerse como una visión soñada: larga y sombría vaciedad de los caminos y el andar mío que me lleva a un paisaje de errores y aciertos increíbles. Debo pensar en aquella nube que desdibuja la costa de la isla; ahí donde me perderé, y te amaré aún más escuchando el sonido lejano y apagado de un río. Debo escribir sobre el final de la inocencia, ahora que he roto todas las cartas del pasado y que me siguen algunos perros de la calle mientras camino en dirección a tu cuerpo. ¿Te acuerda de la noche, de hace 20 años, cuando engendramos a nuestra hija mayor? Tendremos hambre, pero siempre podremos volver a la huerta donde crecen los repollos a la espera de la segunda niñez, y la fisura del mundo se cierra con el humo de la leña mojada y la casa se empina sobre las pequeñeces de los desastres cotidianos. Acostados, boca arriba, vemos las gaviotas atravesadas por la luz, raros animales que hablan de otras realidades en la TV —387— y que se alejan por una carretera construida en el aire. Ahí donde me perderé, y te amaré aún más escuchando el sonido lejano y apagado de un río. —388— La ortiga deja huella sobre la piel La ortiga deja huella sobre la piel, un escozor que se prolonga por años hasta el momento en que comienzan estos versos, escritos en el borde del mundo. La poesía regresa río arriba, a la fuente, donde el libro está cerrado y en blanco, entre los helechos, los panguis, los tallos de la menta silvestre, el barro negro que es lugar bendito para las ranas. La ortiga puso la vocal a en el primer cuaderno de copia; el palote primero vagamente recordado entre nubes y tras el rumor sordo de la lluvia sobre el mar calmo. De ahí la fila de esfinges y la pétrea pregunta a los caminantes: “¿Cómo hablar de lo que existe sin que el lenguaje falsifique la realidad?”. Y después te fuiste a las ciudades centelleantes, en las que la noche se desvanece en pirámides de cristal iluminadas con versos secos, estrofas precisas como disparos. ¿Cuál fue la casa? Y el trigo que describe arcos de amarillo, ¿entró acaso a la nada de las palabras nunca dichas? El agua sigue sobre el lecho pedregoso del arroyo, junto a las chilcas y a las raíces imponentes de los álamos viejos; va hacia el mar y te dice adiós, con sorna, porque sabe que vas en la misma dirección. Y tú tratas de escribir en línea recta sobre las colinas redondeadas por el viento, sobre las lomas en las que resplandecen pesados rumiantes de piel overa, sobre la arena fina de la playa en la que descansan los pies del náufrago. —389— Y después te perdiste en días que no aparecen en el calendario, te confundiste con la realidad descalza, de pies cuarteados, en medio de la torpe utilería de la juventud que parece alegre pero que no tiene dónde recostar la cabeza cuando llega el amanecer frío y brumoso del futuro. Y la luz borra a pausa las efímeras páginas de la noche. —390— La infancia retorna a su papel de no crecido cuerpo La infancia retorna a su papel de no crecido cuerpo color pez tembloroso, chapalea en la fuente de las voces desvanecidas, después crece buscando el equilibrio. Calma el temor a morir dejándose abrazar por el amable aplauso del mar cansino entre las islas, y sus ojos siguen a la gaviota en veloz vuelo hacia adentro de las olas. Y los árboles en tierra, la mayoría arrayanes y radales de verso translúcido, agradecen el aplauso del mar con una melodía de nubes seguras de su cielo. Respira los olores del hinojo con lo que transforma su mente en el único lugar en el que no entrarán los males del futuro. Sabe que el demonio se esconde entre los ramajes en las quebradas y que imita al chucao profetizando, falsamente, buena suerte a los caminantes. Pero no le teme. Prefiere hablar con el viento, seguir el ritmo de los días cada vez más breves, representar el papel de gaviota parada en la roca más alta del hablar. Porque ahí vive un pequeño hilillo de luz y agua dulce, diminuto pero suficiente para que los huesitos viajen a lo alto de lejanas coníferas al pie de la cordillera o bien se enrollen, como gatos romanos, a dormir en lo más seco de las quilas. Y en el sueño, ella, entre las hojas que brillan con vida, vuelve a su propia y derruida casa, a escribir la tibieza del mundo. —391— La puerta con candado y el establo en las nubes La puerta con candado y el establo en las nubes del futuro; roídos los cimientos por el diente ratonil; el aire lleva la ceniza fría de lo que fuimos y ya no somos. Aún corre agua en la cañería de plástico, pero no hay palangana en qué recogerla, y las abejas se fueron a otro país en mitad del verano. Huecos, ausencias de madera por donde la lluvia pasa hasta los zapatos. Todo es viscoso como si las cosas estuviesen hechas de una sustancia que oprime la transmisión de los sonidos, algo que tuvo lunas crecientes en sus dedos pero que ahora sólo espera que venga un viento fuerte para caer a dormir sobre el suelo duro del pasado sin importancia. Es una tarde con lentejuelas invisibles, como un rezo sin voz o una misa pronunciada por nadie en la parte más alta del arco iris que nadie ve. El corazón está quemado, pero se agita igual que el pez que tragó el anzuelo porque ve el alimento pero no el anzuelo que está en el alimento. Si sabe o no que sus pataleos y tirones son inútiles es algo de lo que más vale no hablar: basta que haya un recuerdo que ladre y otro que brille a la luz débil de la vela sobre el velador. La misma vela con la que un día alguien alumbrará las habitaciones clausuradas de este poema. —392— Trilla la trilladora las espigas Trilla la trilladora las espigas: paja molida, granos rubios de trigo, plumilla, todo junto sale por la boca de la máquina antigua, y los rastrilleros, a su modo y apurados, separan la paja del trigo antes de que las materias se confundan y la tiniebla cubra los campos con una alfombra de olvido. Aunque al fin, tras los años y los cambios, sólo quedarán las sombras de los trilladores, voces y risas despojadas de cuerpo, y el ruido del viejo motor a gasolina remueve el óxido de la bodega deshecha por el viento. Prevalece la lenta confirmación de que en la mente hay un agujero, tal vez hecho por ratones o por nutrias, o tal vez por un avellano arrancado a la fuerza de su raíz hoy al aire, seca y dispuesta a la llama. Sólo continúa el canto de los grillos y el despertar de la ordinaria luz de los amaneceres y a lo lejos la pequeña ciénaga con mimbres, hoy desnutridos y deseando morir. Las seis primas que despajan el trigo se fueron a islas desconocidas. ¿Permanecerán jóvenes ante el ataque de la broma que se ceba con el casco de los botes de madera y con los puertos que desaparecen al final del trabajoso recuerdo y con las inalcanzables costas de los países prometidos? —393— Se aferra al cuello de este mundo Se aferra al cuello de este mundo y no hay fuerza que le destrabe los brazos entrecruzados. Los ojos viajan en la noche y se pierden entre los junquillos húmedos y los mimbres y las chilcas, al tiempo que se arropa con el poncho de lana cruda tejido a tres cañas para soportar mejor el desgarro de las nubes. Se aferra, como las concholepas a ciertas rocas bajo el mar, al cuello doblado de este mundo; repite con voz afónica el redondo grito de los niños que aún no nacen. Viene con rosas; se va después entre la niebla de su silencio en busca de formas de vida menos vacilantes. El viento es joven. Lo es también el murmullo de la sangre acostumbrada a su camino escrito en el libro de los cuerpos vivos. Allá lejos aguardan las ciudades que, con sus cantos de sirena, atraen a los muertos y a los ángeles deseosos de tener comercio con los hombres. Pero te aferras a la ortiga que enroncha, a los erizos que igualmente provocan alergia en las manos desnudas; tal vez para resistir, con la frente en alto, hasta cuando se produzca la gran grieta en el suelo que pisas por efecto del peor terremoto del siglo. Ser joven, como el viento joven, como el mar joven de alas nervudas, y ojos que viajan a lejanas ciudades luminosas, aves que van al norte durante los largos inviernos nuestros. Así se sigue, por el revés del tiempo, en dirección contraria a la del arroyo, que siempre se pierde en las habitaciones incontables de la muerte. —394— Levanto el hacha Levanto el hacha para herir al primer radal del monte: el golpe seco del acero sobre la madera verde y viva vuela por el aire a la velocidad del sonido, y los muertos antiguos se despiertan intranquilos en la parte más alejada del tiempo. Y disparo otro golpe, y otro, en sucesivo ataque contra la savia que deja una estela locuaz de olores inconfundibles. “Te mataremos un día”, me dicen sus hojas dentadas al caer el follaje sobre el suelo duro de la muerte. Lo sé, pero soy igualmente parte de los días sombríos que asesinan la memoria de los vientos. El hacha nubla el mirar, aunque despeja la ramazón con el hiriente filo de la hoja de acero aún no mellada. Se remueven las columnas que sostienen el cielo; se diezma sin proferir una sílaba. Porque necesitamos el fuego para sobrevivir a los colmillos carniceros del frío y de la enfermedad, bestias siempre al acecho en el lugar más inesperado de la noche. —395— Las viejas tejuelas de alerce Las viejas tejuelas de alerce, desgastadas por el viento y la lluvia, se sueltan de sus clavos y planean en el aire espeso de la memoria hasta caer sobre el cuero mal estirado del tambor de la tierra, y luego se perderán entre la hierba silvestre que crece sin miedo a la guadaña. Ceden las tejuelas del techo de la casa y el lenguaje se llena de huecos por los que entra la luz, pero también el rugido de la lluvia y pájaros atontados por el puño de una nube. No hay ya más protección contra los elementos ni tiempo para inhalar un nuevo horizonte que hable de lejanas literaturas. ¿Y dónde registrar las transformaciones de la realidad? ¿Y las transformaciones de la fantasía? Sólo está disponible la tierra y el anfiteatro del mar y el largo y serpenteante camino al pueblo lleno de ramazones a izquierda y derecha tras las cuales va quien acompaña desde el nacimiento: la invisible sombra de un doble misterioso que incita al silencio y a la borradura de los deseos. En la memoria permanece la imagen del techo agujereado por el lenguaje de la edad; palabras borradas aquí y allá para que todo empiece a acercarse con rapidez al oscuro humus. La tierra ofrece sus caminos para escribir en ellos la metáfora de los pies que avanzan hacia la desaparición, el Libro de la Vida escrito desde siempre en un idioma desconocido, vagamente adivinado en los desvelos. —396— Y el mar, en murmullo perpetuo, toma la forma de un azul sin campanas. —397— Entrar por los cierros para burlar los pantanos Entrar por los cierros para burlar los pantanos del camino. Preservar la apariencia limpia, para que entremos, con la frente en alto, a las ciudades luminosas y no seamos tragados por una niebla demasiado otoñal. Quedaron atrás el acertijo de los días perdidos, las piedras brillantes del arroyo, la raíz del viento y su bolsa amniótica. Ahora los dedos buscan las tinajas de alerce y las lapas de ciprés; pero estos utensilios son de la materia de los sueños. Quisieran tocar la textura de la conversación de la lluvia y estampar las manos entintadas en el papel blanco o gris de las nubes; pero estas acciones son de la materia de los sueños. Se caminó por lo seco; pero no se llegó a ningún destino: sólo a unas calles desnutridas, deseando morir, como un agujero en la mente, una fuga de luz hacia nuevas oscuridades. —398— La carne vive y se consume bajo las sábanas La carne vive y se consume bajo las sábanas de lonilla; la tibieza, tu juventud dormida soñando con inquietantes arco iris, y los caminos que conducen a horizontes amados que se tensan como la cadena con la que los bueyes arrastran el birloche de la memoria. Leo fotonovelas que vienen de países desconocidos: Selene, por ejemplo, dulces historias de amor en blanco y negro; pero también novelas de vaqueros, tal vez tejanos; el sargento Kirk entra con un colt humeante en la llanura seca vigilada por buitres. Haber amado el mundo que había al otro lado de la puerta; un equipaje de fantasmas para tener con quien hablar a la hora de los desvelos solitarios. Cuando la edad tiñe de gris las maderas de la casa, y antes de tener ocasión de lamentarlo, llega la barca fabricada con nuestro aliento; el zumbido de su bocina anuncia la batalla de los helechos contra el verano demasiado áspero. En el patio está el hacha esperando al leñador; pero aún no hay luz para ver ni para hallar la tranquilla de la puerta y abrir entonces la carne verde de los pastos en la ciudad llena de pizzerías baratas. Tu vejez dormida, abrazada al espacio de lo que se vivió de mentira, vagando junto a un río sucio en el que desembocan cloacas y se alojan seres inclasificables. Los horizontes amados, la insularidad que aguza la visión, todo reunido en un disparo de vino tinto, a la salud tuya y de los niños que son una catarata locuaz hacia el cielo. La carne vive y se consume bajo las sábanas de algodón —399— brasileño. Tú duermes, y yo converso con mi equipaje de fantasmas. —400— Cuando sólo oíamos las voces Cuando sólo oíamos las voces, y los rostros y los cuerpos se confundían con las primeras oscuridades de la noche, mi padre enciende la lámpara a parafina: el rito de la luz, la inextinguible luz que penetra en los ojos y en la cocina, y las palabras entonces brillan como peces plateados que suben a la superficie atraídos por el encanto de una estrella demasiado cerca de las aguas. Parecemos sombras que tratan de hallar, infructuosamente, sus respectivos cuerpos, esas vagas penumbras respirantes, como si estuviéramos esperando nacer entre cosas corrientes: clavos, llaves, platos, leños para la estufa, alpargatas de paño en los pies del padre, cuchillos de mesa... Y la ondulante conversación traza surcos en el aire y atrae a los muertos: se pegan, en forma de mariposas nocturnas, en el exterior de la ventana: desde ahí construyen su propia visión de mundo y sólo responden a las discontinuidades de los recuerdos. Y aparecen las diferencias entre el paraíso y la vida. Por un lado, la ventisca y la madera que se enfría a medida que el sueño se acerca; por otro, la rumorosa isla cuyo lenguaje, ni amargo ni dulce, alcanza para todo y para todos. Luego la conversación decae: hora de retornar a la bolsa amniótica, dejándose llevar por el espejismo de descansar en el no-ser. Hay, sí, una afonía en el viento, en esas rachas inhumanas que hacen crujir puertas, ventanas, huesos y, sobre todo, el precario orden de las palabras. —401— Ya instalado cada quien bajo las cobijas de lana, empieza el verdadero viaje: a los lugares flotantes que esperan, en el sueño, a los pescadores de sierras y róbalos, remeros ebrios por el vino amargo de la vida, siempre demasiado corta y demasiado difícil. Ojos cerrados para escuchar mejor los melodiosos cantos de la muerte. —402— Marea baja, y aparecen rocas Marea baja, y aparecen rocas que rara vez se ven al aire. Ciertos vallecitos de la playa quedan bajo agua y se forman islas de mentira, pero que igual tienen sus playas y tienen su hedor rancio de algas olvidadas al sol y sus náufragos que esperan impacientes el barco soñado que los rescate. Donde no hay agua hay sombras y latas oxidadas, plásticos arrojados al mar por la industria. La luz rizada abre oficinas blancas sobre los quilmahues, y la mano que marisca se entume por el frío y se endurece por la sal invisible de los muertos. Además, el hablar encalla en el légamo por un rato expuesto a la secadez del cielo sobre los horizontes de tono azul piedra, y no hay manera de zafarse de lo pegajoso del suelo salvo esperar el inicio de la pleamar bullente. Tiempo mientras tanto para que ocurra el reflejo del pensar y la lluvia, una vez más, aliste sus flechas en el arco de la memoria. —403— No estoy en casa alguna No estoy en casa alguna ni mi voz, con humo de bosque, se une a la arcilla. No canto como lluvia sobre el camino recién abierto bajo las nubes que vienen de la estación desconocida de los cisnes. Pero hay un reino floral que tensa las cuerdas de la imaginación, y ahora sí voy a casa, esta vez acompañado por caminantes invisibles que distingo sólo por el chapaleo rítmico de sus pasos sobre los charcos y las pisadas que van quedando, por un rato, sobre el barro salado de la playa. Me guían enroscadas las lenguas de los helechos. Los graciosos giros de las olas apenan murmuran palabras en una lengua moribunda, pero la imaginación pone el resto. Me espera la lloviznante madera de los cercos trenzados y mi mano izquierda sostiene, con fuerza, el lazo con que sujetaré el animal de los destierros. No estoy en la retina de los jóvenes de la aldea; los nuevos habitantes de las colina verdes cambiarían mis versos por un kilo de pan o una botella de mal vino (con suerte). Y no habrá nada que decir después de la cena, todos cansados por el día interminable, listos para el coro de los sueños que cantan en sordina oyendo la percusión de agua sobre el tambor de la muerte. Voy, sin embargo, en busca del viejo corredor de ciprés en el mediodía de los caballos que dormitan. Una casa brilla, como un espejo, en la costa de los ojos cerrados; —404— refleja el sol sobre la ortiga despellejada de sus lunares y envía señales que entienden sólo los desterrados que no volverán jamás a su país de origen. Resuena el silencio de las piedras, el viento divisorio de la vejez que alborota a los peces. Después la marea, al subir, cubre de olas las palabras “casa”, “camino”, “retorno”, palabras dichas en español para designar lo indefinido de cada ráfaga de nostalgia. Luego de tantos años, sabiendo que todas las miradas se convertirán en polvo, nada más que en polvo aventado por el viento sur de los veranos fríos. —405— Nos encontramos en los mismos caminos Nos encontramos en los mismos caminos tras brillantes ausencias, y el mismo horizonte nos llama haciendo señales de humo y con gritos de boyeros que calzan botas de goma para protegerse del barro de la decrepitud. Nos hallamos el uno al otro al tanteo, porque estamos ciegos de una ceguera blanquecina que nos hace ver anchos portones abiertos a la tumba sin sosiego y sin nombre. Somos todavía cuerpos, puertas en sus goznes, cargados de la única luz que nos queda en nuestras cabezas. Y entre junquillos y mimbres de la ciénaga va nuestra sombra a humedecer sus ideas y sus costillas, a prepararse para el júbilo de los nuevos niños irreverentes, felices, largamente despreocupados por el destino de las aves que no pueden volar. Al final del texto, una risa medida en metros, y la playa solitaria en la que se posarán los únicos náufragos que alcanzaron tierra firme: nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, como hojas al viento, acunados por crepúsculos llenos de sal y por frases que tienen un cielo celeste en cada palabra. Pero no des vuelta la página todavía; no has entendido aún las letras escritas con mano torpe sobre la superficie transparente del olvido; ni sabes nada de la gaviota que deja caer desde lo alto una almeja sobre las piedras para, a continuación, merendarla. Sabemos, sí, que hablar es cosa de mortales y que al final de la conversación el silencio es como la noche que, de oscura, no puede verse a sí misma. Vamos por los mismos caminos, directo hacia el esqueleto —406— de la página vacía, cuando el poema termina, en el punto final de las olas y la espuma que se deshacen en el pedregullo indiferente de una playa sobre la que nada puede ser escrito y permanecer. —407— Lleva sus pensamientos dentro y fuera de su sombra Lleva sus pensamientos dentro y fuera de su sombra y entre leopardos. Cambia a menudo de guarida con la esperanza de hallar quietud; contempla con ojos desorbitados la vaciedad de los rebaños, y se estremece de pavor sobre el musgo, entre hojas de cortadera. Repentinamente se ve entre nubes blancas, pero siempre cargado de oscuros pensamientos como toda una noche acumulada en la boca de un niño que no nacerá. Le viene un punzante bostezo que lo acerca a la condición de oruga. Se arrastra bajo los párpados pesados del cielo amenazante, o camina, a fuerza de pezuña, sobre las lajas húmedas y sobre las piedras que no flotarán jamás como lo hacen los barcos, o vuela por encima de los avellanos en dirección al abrevadero. El estupor y el vacío trepan desde el estómago a los ojos, y al rato viene trotando la muerte a plantar su bandera en el domo de los días. La noche, asustada, enreda sus hilados en el alambre de púas. No llegarán el amanecer ni las diucas madrugadoras a escribir los poemas de amor que precisan los cuerpos cálidos, ni el avance de las ciudades dejará lugar libre para el pensar de los pastos. Los pensamientos son las únicas realidades que existen y permanecen en el no-lugar absoluto de la nada. —408— Llevaba sus pensamientos dentro y fuera de sí Llevaba sus pensamientos dentro y fuera de sí, como quien lleva un dios robado bajo el poncho; iba en busca de una quietud moteada, que tenga forma de leopardo, mesurada paz ante los espejos. Porque luego vendrá la tarde sobre el fiero domo de un mes cualquiera, y traerá pequeñas muchedumbres de zancudos y también olores de feromonas que excitan a machos y hembras. Y desde el estómago sube un sollozo que no llega al cielo porque se interpone la sombra de la vida, de espaldas a la ciudad indiferente. Llevaba su morral sobre el hombro joven de los años primaverales; un tiempo sin nubes, especial para el venero estremecido de felicidad: un cargamento de metáforas entre animales amigos de noches insomnes. Algo punzante en el pecho, pero no doloroso, no repleto de vaciedad: pensamientos tenebrosos o florecidos según la estación, amarrados a la cola de un relámpago con cáñamos más resistentes que los huesos, veloces pero también de torcidos rumbos como pájaros que han perdido el sentido de la dirección. Pero todos sabemos que si se ha perdido el sentido de la dirección, significa que se viaja en una única dirección: aquélla en cuyo destino esperan saltarines buitres —409— desgarradores junto a hienas que aguardan, con paciencia, su pedazo. Prefiero, pues, recordar el estrépito de su risa entre plantas que eran tal vez alucinógenas, pero que curan a su manera el desgarro de los horizontes tristes. —410— Lleva sus pensamientos en los punzantes rincones Lleva sus pensamientos en los punzantes rincones de su pensar, de contrabando en mochilas pesadas, a merced de los espolones de los barcos antiguos que penetraban los cascos débiles de las muchachas risueñas. A pie bajo los notros de la avenida y bajo el paraguas como una casa en mano, una casa de ocasión, se dirige a un agosto ojalá sin nubes, como a un puerto del que no se tiene certeza de que exista. Otea lo que conviene decir en este mundo; pero sólo distingue el polvo de los caminos, vagas costas o montañas lejanas que bien podrían ser sólo espejismos de otros países en los que se puede ser, con suerte, extranjero pobre. Desde el estómago a los ojos sube el hambre, una quemadura lenta que tortura sin piedad a las palabras y que torna inconexas las frases, textos despatarrados. Cicatrices feas en la piel de la edad, sobre la página virgen de campos y ciudades que, dizque, Dios prometió a humanos soñadores; los horizontes rayados con trozos de carbón u hollín, dibujos irreconocibles, ideogramas tal vez del arco iris. A pie bajo los aleros de antiguas y descuidadas casas, como un extraño en medio de una ciudad inexplicablemente abandonada hace poco, en lenta caminata hacia la nieve, sobre el pavimento gris del tiempo, ante los escaparates que sólo ofrecen chucherías sin valor; dobla al fin en la última esquina y se pierde por una calleja que lleva tal vez al cielo, o al infierno, o a las ruinas —411— de todos los recuerdos juntos en el botadero municipal, recuerdos en lenta y segura caminata hacia la nieve. —412— Soportó un invierno de purgatorio Soportó un invierno de purgatorio: la niebla espesa, los vapores fríos, la lentitud de la hierba casi congelada, todo fue soportado estoicamente día tras día. El color ocre de las paredes viejas, basura desparramada en la calle por perros buscadores de comida gratis, la sala de baño con moho en el borde de las ventanas, horas que a veces lanzaban una luz gris entre cortinajes viejos. Comió de lo suyo como quien mastica raíces intragables, y en muchas ocasiones se durmió pensando que lo mejor sería no volver a despertar. “No es mi clima ni es mi gente, ni ninguna estación será tan mermante como ésta”. Afuera estaban los jabalíes osando sin parar, y las páginas de los libros eran de arena y se deshacían antes de leer la primera línea del texto de la vida. Pero fue la esperanza de otro cielo verdadero y árboles que se ajusten a la naturaleza del pensar lo que ayudó a soportar el invierno de expiación: las hojas morían, los hijos morían, y la niebla era más y más espesa y los hongos de las paredes bailaban el danzón de su propio cielo. Más allá estaba la isla buena; la promesa de los alerces y la luz prometían un carnaval para los sentidos. Y pudo otra vez leer los libros que hablaban en medio de la noche. —413— ¿Dónde fue sepultada la rosa alegre de mi vida? ¿Dónde fue sepultada la rosa alegre de mi vida? ¿Por qué lloran los espacios entre la niebla y las líneas de una escritura que se endurece? La hierba escribe en jeroglíficos, con tinta de charcas y humus. Y yo leo el camino de insectos cuyos nombres desconozco. Y la pregunta que surge se enreda entre las hojas de maquis y arrayanes. ¿Dónde fue sepultada la rosa, con sus dobleces de campana, su olor a pétalo en el decurso de la memoria? Ya estoy en la avenida, adornada con falsos laureles, en el corazón de la ciudad que no conoce la estrellas de mar. Inmóvil ante una hilera de hormigas y unas cuantas tijeretas desordenadas, espero que mis hijos traigan de la escuela la concordia de todos los espacios. Yazgo, en tanto, en la loma que me encadena al recordar; me lleno de imágenes de abundancia de aquellos días atravesados por tallos de helechos nuevos; allí, alguien que no está ni vivo ni muerto, acaricia la pelambrera de su provincia, mudo ahora el pelaje pero brillante entre la herrumbre de los muros que impiden el paso de ladrones y extraños, mas no del tiempo ni de sus efectos implacables sobre la espalda del pensar. —414— Ahora es tarde para volver a casa A Patricio Guerrero, in memoriam Ahora es tarde para volver a casa. La noche borró los caminos y los mensajes S. O. S. se pierden entre las nubes antes de que retumben en los tímpanos de los amigos silenciosos. Una mano da vuelta la última página del cuaderno y entonces la luz estalla hacia adentro de su luz. Toda tierra firme se convierte en fantasma y la idea de eternidad no puede entrar en la mente porque están atrancadas las puertas del cuerpo. Ahora es tarde en la ventana que da al más allá, y es más tarde en el pensar de un joven que se parecía a Rimbaud porque tenía una pierna enferma y un barco ebrio en el mirar. La realidad desaparece cuando el libro se cierra. Hay sol sobre la portada del escrito: el título y el nombre del autor refulgen a la luz de la primavera. Pero sabemos que mañana lloverá: alabada sean las aguas que borrarán la escritura débil de los enfermos y se aclarará al fin la visión verdadera de la tierra. Se oye un llanto contenido en medio de los oleajes. Después, por la redondez del planeta, ya no se ve más el barco; sólo las manos vacías, la conversación de la hierba, el florecer de los frutales y, sobre todo, la transformación de los cuerpos en humus al ritmo inaudible de los ríos que van de este mundo al otro. Ahora es tarde, pero pronto volverá a amanecer —415— y será temprano otra vez en la fuente inmóvil de los muertos. Se cierra el libro tras leer la última página, y ahora toca pensar en el brillo lejano de las estrellas. —416— Este día cambia de fronteras Este día cambia de fronteras, los países se disuelven en el líquido oscuro del café caliente; las avalanchas de metáforas y las volutas de humo se dispersan más arriba de las montañas salpicadas de nieve. Este día en cuyas llanuras los lobos vigilan a los que van a morir y en cuya luz ocurre una magistral escansión de realidad provocada por la sorprendente rapidez del tiempo sobre los cuerpos de los amantes dormidos a deshoras. Este día que tiene mucho muros cargados de graffitis ilegibles: débiles huellas-signos de cangrejos que se devoran a sí mismos. Como cuando llueve toda la noche sobre el pensamiento y se forma un légamo en el piso de la imaginación. Después se cierran los ojos, las manos, la boca. Y el orden de las cosas entra en una peligrosa incertidumbre. Y todo es por este día sin nombre que cambia de fronteras. —417— Luces de la tarde sobre la bicicleta Luces de la tarde sobre la bicicleta, pedaleando, camino hacia los campos solos; una leve brisa despeina a la niña rodeada de nubes. La ciudad queda atrás, y los primeros arbustos alivian la dolencia con su solo murmullo de hojas e insectos; envían mensajes a través del aire para los desterrados, como yo, que multiplican tantas ansiedades. Ya a las 6 p. m. las primeras estrellas. El corazón tiembla y se descama un poco más para estar a tono con el croar de las ranas. A ritmo de paseante sobre dos ruedas ladran fantasmas; algo que hace crecer el frío entre el futuro y la hierba. Luego el regreso a las ventanas de un país desconocido, oyendo las palabras en el idioma del viento nocturno: hablan de la atiborrada espera en pequeños jardines desde donde serás pronto expulsado. ¿Dónde está la casa entre esta multitud de chatarra a la que ya se resignaron los ángeles? Luces que ya se encendieron en la oscuridad de la mente y encandilan las imágenes con que el paisaje quiere presentarse ante los ojos de los muertos. Lágrimas se derriten y se apagan por causas que no necesitas comprender. —418— La calle principal hierve La calle principal hierve: batucadas en la cola de las nubes, ancianas que pavimentan el mediodía próximo con su lentitud de barco sin motor, un aura sintética penetra en los ojos y en las tiendas. Se trata de un lugar seco y sin ruinas, aunque la página en blanco —que espera al poema— rezuma nieve y ecos de vientos antiguos. La rúa, donde el heno es una palabras que no se conoce, se abandona a los distantes juegos de la muerte; pequeñas muchedumbres que no orinan ni vomitan pero que devoran el hollín de sus vidas entre papas fritas y refrescos baratos. Pero no ves nada sino lo que has leído con dificultad: citaciones a versos incompletos, a personajes neuróticos de cuentos absurdos, a escenas de películas borrosas en la pantalla de la memoria, a una que otra palabra garabateada con un palo sobre la arena de la infancia. Camina con una isla en el futuro, directo al lugar de los melones y las naranjas en el supermercado, como arrastrado por el amor de la flor abierta que reclama su insecto que la polinice. Escribe para cruzar la tristeza del siglo y perderse en las imaginaciones que alterarán los detalles específicos de la realidad. Se envuelve con el hilachento abrigo de la tarde y escribe traduciendo la nada a cuerpos que no serán nunca celestes; traza una zanja y cava con la azada la tierra pedregosa para enterrar el verdadero significado de la poesía; habla, al fin, con los pájaros que no tienen ya otro lugar que no sea el desgastado bosque del poeta. Los renovales del lector escriben mejor el final del poema. —419— Antes hubo aquí un campo de pastoreo Antes hubo aquí un campo de pastoreo, y más antes una selva fría y lluviosa, y más antes del más antes el hielo de la última glaciación. Ahora gorjean ingenios de acero en la autopista; sigue lloviendo pero lo que cae son herejías sobre la frente. Alguien escribe en la niebla; se rodea de libros que se descomponen en los lugares más extraños de la casa; las metáforas se encadenan a las patas de los caballos: un estrecho puente aparece bajo el arco iris, pero los caminantes no saben que su viaje es apenas un pretexto para ignorar que nadie saldrá nunca de su ciudad gris y del hacinamiento del humo en los ojos, en el pelo, en la ropa. Se encomiendan a santos menores, charlatanes casi todos, para hallar el verdadero camino a casa: miran hacia atrás y hacia adelante y ven el hielo sobre el valle del sur, todo congelado pero no muerto. Ahora convulsiona la ciudad débil junto al río; se abandona a los guarros o al empeño de los guarenes; alimenta su enfermedad oscura con la risa de las muchachas; la débil ciudad ante la maleza verde aun en los postreros días del verano. Los remiendos empiezan a hacerse visible después de los 40, cuando asoma la palidez y la piel del dorso de las manos se torna seca y escamosa; entonces te vas hacia los puentes viejos sobre el río antiguo alimentado por la nieve de los volcanes. Las casas con pinturas descascaradas, visillos sucios en las ventanas, adornos de mal gusto en jardines descuidados. —420— Aquí sólo hay libros que no se escribirán, ligeramente inclinados hacia sentimientos ruinosos. Se fue el tiempo, en un abrir y cerrar de ojos, como cuando inesperadamente se corta la luz eléctrica en mitad de una fiesta de gente que se aterroriza por la oscuridad. Antes estuvieron el hielo y la selva fría en las palabras del viento; ahora tú escribes retratos con nubes sobre la viscosa superficie de lo que ya es ido en cada amanecer. —421— Cisnes aplauden el paso de los payaso humanos Cisnes aplauden el paso de los payasos humanos. Desde sus blancuras flotantes nos ven para distraerse de sus oficios innombrables; baten alas, hacen comentarios que se confunden con el sonido de las olas y las bocinas de las barcazas de carga. Ante ellos, no somos sino raros accidentes de la naturaleza, hijos bastardos de quizás qué cruzas entre criaturas hoy desaparecidas. Siguen en lo suyo, parsimoniosos a la hora de pescar, nadan o vuelan, según el caso, siguiendo la huella fresca de la comida aún viviente. Sólo nosotros no nos calmamos de nuestras agitaciones; lentos y pesados de andar como somos, hacemos reír a la bandada pero es sólo por un rato: saben que estamos enfermos y se ríen, aplauden de lejos los patéticos gags de payasos pobres. Son amigos de la melancolía pero prefieren siempre las sardinas a la metafísica. Sólo nosotros nos ahogamos en la exaltación y la furia, ambas a la vez. Y seguimos por un camino que es barro, y, siendo barro —como somos—, le rehuimos buscando las partes más secas para no ensuciarnos los zapatos. Los cisnes adultos comentan estos raros comportamientos a sus hijos: “No tengan miedo de estos animales bípedos, tan extraños a nosotros. En cualquier caso, morirán todos ellos y no quedará nadie que escriba un poema pensando en los cisnes y buscando la cadencia perfecta de un gran discurso apenas murmurado por fantasmas que han deseado siempre la risa.” —422— Ya se acerca el fin del año viejo Ya se acerca el fin del año viejo; el arroyo lava los pies del año que se va. Casi a medianoche, las estrellas sujetan un rato más el mundo y un rato más durará el afecto simple de las cosas que viven en la ventana: el de los botones desprendidos de su camisa, el de las piedrecillas de colores que los niños pusieron ahí para embellecer la luz. El sonido de los primeros abrazos produce fragancia, y se derriten los hielos contenidos en la formalidad de los saludos. El nuevo año centellea en el rostro de la noche, a la vez que las nubes se detienen en las colina y tornan la mirada al futuro sin distinguir entre favorecidos y desfavorecidos por la muerte cerúlea que espera al otro lado del canal. Y el lenguaje se prepara para tener sombra cuando amanezca, asegurando cuerpo donde sólo pudo haber habido vacío, listo para la risa o para el llanto y para interrogar al tiempo sobre las certezas del cielo. Porque mañana tendrá una forma que no necesita ser entendida: los pájaros madrugadores cantarán como siempre, crecerá un poco más el mar, alguien escribirá el verso de tus ojos, alguien plantará un pelo en el lugar más visible del verano. A la hora del almuerzo, asado en escena para invitar al sol del mediodía a que nos dé calor para que la imaginación —423— no quede en despoblado, a merced de fieras, jabalíes osadores que destruyen la raíz de las metáforas. Primer verso del primer día de un nuevo año en dirección al punto final del Libro de la Vida. —424— El acorde de las olas El acorde de las olas y el de los ramajes invitan a callar y a pensar en el repentino soplo de las fuerzas de la alegría y de la tristeza, en el vaivén de las cosas que tienen mástiles y velas desplegadas para aprovechar los vientos. Se dobla la memoria hacia la tierra y empiezan las estaciones a traer sus personajes para montar la obra cuyo desenlace no alcanzaremos a ver. La realidad se estrella en las rompientes: algo gradualmente aceptado como lenguaje roto, que promete un texto parcialmente borrado o parcialmente escrito, sin más sentido que el que pueda darle la imaginación ansiosa de un lector afectado por males desconocidos y a la larga mortales. Llueve sobre el soñar del hombre y de la mujer, tal vez unidos ellos, tal vez no, pero siempre abrigados por los días húmedos y reunidos por las corrientes marinas en un único punto de una playa sin nombre, que también está hecha de la materia de los sueños. Música producida en el vacío que queda entre islas murmurantes, misma música que oyó Pitágoras entre las rocas luminosas del cielo, la que invita a callar, a pensar... Escribiré: “También he amado las noches y sus acordes que llenaron mi alma de una oscura arena”. —425— Batir de alas entre los castillos del aire Batir de alas entre los castillos del aire y el alboroto de los niños que dejan una estela de manos con barro en las paredes. El alma fresca rechaza el corazón exhausto, y escribe sobre las olas su trazo ondulante para decirnos que tenemos sólo una isla en la memoria. La lluvia está lejos: abre un paréntesis por el lado norte del horizonte y graba su frase en el libro, vacío todavía: “no creerás que el agua cura los pecados del mundo”. Los niños pasan como trombas en dirección al cumpleaños; borran con el pie los pinos y suben en globos de colores sobre los campanarios grises: esas construcciones tan viejas, siempre tan visitadas por aves de paso cuya estela ciega a los marineros que quieren ser aéreos y deslizantes. Luego el león con su melena dorada se pasea con libro bajo el brazo. En el suelo un desparramo de golosinas, justo donde otros cavarán mañana su tumba. También unos marfiles entre los ciruelos y el toronjil oloroso; algo por lo que las campanas tocan a rebato llamando a misa a quienes ya perdieron el último barco. Es el vuelo sin dirección lo que oímos en el exterior de la ventana: aleteos, gruñidos, diálogos incoherentes y fragmentarios. Con tan pobre material se dibuja el orden de las estrellas sobre una cartulina blanca barata. Los niños disfrutan sus trazos libres: hacen arte contemporáneo sólo para que la lluvia lejana se acerque a los papeleros donde van a parar los proyectos fracasados. —426— Tal vez yo te lea y tú me leas, entre atardeceres y sus adelfas, tropezando con las húmedas piedras del camino vecinal, sin ninguna fe en el arte, confiados sólo en el instante del respiro. Pero los niños siempre celebran la ópera cantada al son de cornetines de cartón, mientras afuera el mar escribe a lectores distantes, analfabetos, en realidad, que simulan leer; pero se ve que no saben porque ponen el libro patas arriba. Hasta que el hollín de la vejez lo cubre todo, como una noche dura, negra y brillante, pegada a los huesos. —427— La paciencia perjudicial del hielo tiene su momento La paciencia perjudicial del hielo tiene su momento: en el amanecer de la escarcha, en la tierra vidriosa que hasta ayer era barro, en los pies azules del niño que, descalzo, se dirige a la escuela. Sabe que el frío se grabará en la memoria y que, si hay futuro, será el motivo desencadenante de los tiempos verbales que evocarán el pasto duro y blanquecino de la muerte congelada. Una conmemoración de las piedras o de los junquillos o del rumor de los ramajes de chilcas, es lo que podría brillar al sol pálido de la mañana; algo dicho al viento y a los pájaros, sin verbos en tiempo futuro, sólo las frases arrojadas aleatoriamente por el mar sobre la playa pedregosa y contra barrancos de lajas grises. El hielo es invencible, pero cambia con la edad: el niño se perdió en la niebla del atardecer y ahora no ve nada real; sólo distingue, entre brumas, el pasado abundante sobre campos que no tienen ni principio ni fin. No ve nada real, pero escribe el nombre que todavía conlleva alegría, y la belleza toma la forma de una nube sobre la cabeza inclinada. ¿Cuántos años más tarde vendría el poema a quebrar el silencio? La escarcha tiene su razón de ser, el pie descalzo sobre el hielo también, y el ladrar de la luz en mitad del invierno se prolonga más allá del mar y más allá de la juventud. —428— Esa mañana empezó una frase, sencillamente una frase, escrita por la mano invisible de lo que no podía ser ni siquiera imaginado. —429— Se va al cementerio entre casas viejas y nuevas Se va al cementerio entre casas viejas y nuevas, cruzando un arroyo sobre un puente viejo de madera, pisando sobre el lomo de las ovejas apiñadas que no pueden ni avanzar ni retroceder. Se llega con las naranjas y las flores en la mano izquierda, una vela encendida en la derecha (pero el viento la apagará antes de llegar a la tumba). Y el padre espera, o mejor: está ahí lo que queda de él sin más ruido que el de los caracoles saciados de clorofila. Todo en silencio, salvo los pájaros, y amenazando lluvia desde el norte. Recogimiento o simplemente pensar en lo efímero de la savia, ahora que las nubes nos miran desde arriba con una actitud parecida a la curiosidad. Vienen más tarde los saludos; una oración de circunstancia: la salve o el credo o la letanía en latín, ruegos por los condenados, por los incrédulos, por los buenos, por hombres y mujeres que le temen tanto a la enfermedad. Los vecinos y los amigos tienen frío, y los dolientes contienen el llanto tras las grises rejas de madera que separan el cementerio de un campo de pastoreo. Ya no hay padre. Eres, pues, el huérfano que se arropa con un chal de lana para detener el castañeteo de los dientes y los temblores que no son por fiebre ni neumonías. Y la viuda —madre de hijos enrolados en ejércitos celestiales— se pierde entre los ramajes de arbustos de nombres desconocidos; se hace ave silvestre de monte o de ciénaga (cotuta o quetro, —430— tal vez), invisible entre los junquillos verdes. Los que quedan juegan por última vez en el heno de la infancia y después se van por el aire, sobre techos de tejuelas o de zinc, hasta desaparecer en la lejanía entre álamos deshojados. Ya no hay padre, ya no hay hijos; sólo el cementerio envuelto en la niebla transparente de la luz y perdiéndose en la lejanía que empieza a tener forma de ausencia. —431— Se abrieron los choros zapatos Se abrieron los choros zapatos cuando el agua alcanzó 100 grados en el caldero de hierro fundido, en cuyo centro, se me figura, yace el núcleo terrestre, licuado a millones de grados celsius. Alrededor esperan, ansiosos, una multitud de muertos sobrecargados de hambre y de sed: afilan dientes, sacuden mortajas, tratan de recordar sus cuerpos sensuales. Sale de la cocina un vapor lleno de olores marinos. Alguien ofrece chicha en un vaso de plástico; ya unos, algo ebrios, cantan canciones ahogadas por el espesor denso del fogón; pero nadie escucha a nadie. Se sonríe para tristes y cosméticas fotos que alguien imprimirá sobre el papel quebradizo del tiempo. Luego el destape de la olla, la comilona, la penumbra que acecha, la deglución lenta de los caníbales que no saben que son caníbales. Ya al fin, ebrios muchos, cansados de tragar yodo en forma de piures, se desvanecen, como el vapor del caldero por los hoyos del cielo raso de la vida. —432— Fuera de mí mismo hay un mundo Fuera de mí mismo hay un mundo: el de la feria libre de los sábados. Deambulan escarabajos, pregoneros de alas de mariposas, mujeres panzonas con las que tengo fugaces fantasías sexuales... Los mesones están llenos de salsas caceras y de achicorias. El niño ofrece la imagen de un becerro abandonado; se inclina buscando al cliente, y aparece a través de las nubes un sol que resbala sobre el lomo de los perros vagos que pululan en los desperdicios. Caminando, chocando contra bustos sin rostro, extensión de polvo, altos postes que parecen árboles muertos, gente que se filtra por los muchos atajos del día. Aunque, a pesar de todo, hay más olor a cilantro que a sudor. Pero no será así siempre. El predicador a voz en cuello anuncia una llama gastada, algo dificultoso vendrá —dice— como una zarza que cae del cielo y que apuñala ojos y oídos. Fuera de mí mismo hay un mundo. La multitud está en entera ocupación de comprar o vender, entre zapallos, papas, trinando, avivando la mente. Y yo escucho caer el agua: ningún sonido es real si no es con agua. —433— El pueblo se deshace tras el relato de los náufragos El pueblo se deshace tras el relato de los náufragos errantes. Caballos relinchan contra la simetría de las evocaciones, y el verso se llena de barro y así, sucio, conversa con las gaviotas porque son las únicas aves que se salvarán sin entrar al Arca. Llegan revisitantes de los orígenes, o se van a sus cavernas antiguas y se pierden de vista en el inicio del mar. Sólo yo sigo aquí en el centro de un día del cual nadie puede predicar sino lugares comunes, clichés gastados, como ventanas viejas por las que el viento ingresa a la casa sin pedir permiso. Virulencia del agua que exuda sorprendentes lazos con los muertos, aun después de que los elementos se han calmado y comienza a brillar el sol sobre el texto que el poeta intenta escribir acerca de un diluvio reciente de agujas sobre un bosque de pinos extranjeros. Y el pueblo se deshace tras el rezo de las mujeres llorosas. “Yo sólo quiero aprender la canción de la hierba mojada que sabe que nació para ser pasto de oscuros y mudos rumiantes”. —434— Los días grises de invierno Los días grises de invierno son útiles para pensar en tardes con olor a café y escribir invitando al crepúsculo, dibujando una escena casi romántica, eternizada en una fugaz fotografía de la imaginación . Evocar un caballo igualmente gris, sin jinete, y una pausa melodramática en medio de las cosas condenadas a la extinción irremediable. Debiera hablar de estas situaciones, que tienen arena, dunas de extraño consuelo, belleza que evita la hierba verde; usar una sintaxis sin regocijos fáciles, crear una atmósfera de lenguaje que evoque acantilados húmedos y que invite a volar a medianoche bajo la luna mortecina. Estoy, pues, considerando un país sin opuestos ni estrellas errantes; un país mucho más cerca de la fuente de donde nace el arroyo junto a los álamos gigantescos que no tienen adónde ir. Hablar especialmente para ti, con un vocabulario que ayude a soportar el amor ciego que se precipita en los barrancos marinos. Un país sin opuestos ni olas en el vacío de playas muertas. Y hablar para ti una palabra que provoque un destello en la tarde gris de un invierno largo y viscoso, y que nutra a las aguas amantes de sus respectivas sonrisas circulares. —435— Luego empiezan los paltos A Nelson Schwenke y Franca Monteverde, vivientes en La Cruz Luego empiezan los paltos y los naranjos mucho antes de llegar a los cerros que traspasan la corteza del día. Y en el huerto, el agua de la pequeña piscina se ve azul al final de la mirada. Hay muros protegidos por otros muros tras los cuales el fruto cuelga listo para la caída, y los perros y los hombres, atentos, saben lo que pueden esperar de los árboles puestos en hileras en dirección de la mañana. Luego siguen los tejados de tejas color ocre. Al anochecer hacen su entrada triunfal la música, la poesía, los dibujos de Arroyo: toda la cantera del amor asociada al ritmo natural del valle, a la brisa fría que viene de las colinas y que obliga a encender el fuego en el salón. Y soportamos, alegres, acompañados de un buen vino, la aflicción y las patas de gallo de la memoria. No imagino la guadaña contra el tronco de los naranjos, ni el árbol de las mandarinas tendrá un amor diferenciado hacia nosotros, humanos parlantes en la mesa, vivientes una vez más en los rincones menos visitados de la juventud. Ni imagino a los chicos andando con cicatrices; no como nosotros que salimos sin más apoyo que el viento a pelear contra bestias sanguinarias; ellos, sobre todo ellos, los chicos colgados de un arco iris, agitando las alas de un ayer simplificado, de risa fácil, entre el borde de una canción y las hojas de los nuevos paltos en la ladera de los cerros, —436— donde no cae la escarcha. Un atado de amistades en la historia, algo fértil en tierra fértil, una mirada que no se oscurecerá, aunque perezcamos antes de que salga el sol, y no se disolverán las palabras a pesar del ritmo natural del valle de la vida. —437— Esta nube milagrosa Esta nube milagrosa, con cogollos de col en cada mano, hojas de orégano verde en el pelo, irregular forma de viuda en el aire; esta nube que por un rato llena mis ojos de contrastes entre la tarde y la memoria: todo como un rescoldo breve, escena de colores susurrada por los amigos muertos que yacen bajo las raíces de los árboles tumbados. Nube de pelo blanco, muy encima de la cumbrera de la antigua casa de alerce edificada junto al camino; circunvala el vacío y vuelve a la realidad con júbilo de copos, algo que celebran los pequeño helicópteros de hojas que caen en rotación sobre la tierra que paciente espera el fin de mis alientos. Entonces el viento deshace las imágenes que parecían fijadas sobre la tela del mundo: brillos que se apagan, el milagro entra en otoño, enmudece el corazón acariciado hasta hace poco por las escamas tartamudeantes del sol. Digo “adiós” y vuelvo la mirada hacia los primeros pies de la noche que se acercan con la rapidez del pensamiento. —438— ¿Te acuerdas de la lejana lluvia? ¿Te acuerdas de la lejana lluvia cayendo en la otra costa, mientras que en tu lado el sol sigue extendiendo su chal tibio sobre tu cabeza demasiado intrincada de pensamientos? Después el aire empezaba a tamborilear sobre las piedras, a batir las hojas, y un pez frío entraba en los ojos que sólo atinaban a ver el avance imparable del chubasco. Las gallinas y la leña, apiladas junto al camino, parecían indiferentes a los acontecimientos de agua que se avecinaban; mas no la hierba de la pampa que se apresuraba a cerrar sus flores asustando a los insectos que se quedaban sin terminar su almuerzo en el día de ellos. Caían las primeras gotas, y empezaba a disolverse el paisaje tras una cortina gris, como las palabras que no logran hacer ver los gestos coloridos de la vida. ¿Recuerdas el final de la inocencia cuando el chubasco arreciaba sobre la espalda, se entraba en el cuello buscando el canal justo para deslizarse hacia la gravedad del humus insaciable? Recuerdas la calma, el frío de las rocas, la sedosidad de la lamilla: luego la voz del viento que se graba sobre la superficie borrosa de una escena mal recordada, peor descrita, deshecha en rumores y alusiones a libros vagos, a poemas que volvían en ruinas el lenguaje del amor de entonces. Pero fue con las redes del tiempo y con las casas grises en las que acontecía el fuego y el café de grano tostado, —439— mezclado con café de higo o con café malta, que se hicieron estos versos; con la evolución de una experiencia que ahora ilumina la noche, de pronto atravesada por el ronroneo de la memoria desnuda. —440— Tú y yo caminamos a favor de la sintaxis Tú y yo caminamos a favor de la sintaxis del discurso de la vida: una manera nuestra de entrar en el crepúsculo, cansados, a punto de enmudecer de tantos trajines, pero el respiro sigue trotando tras los caballos en busca del pueblo que dicen que existe al otro lado de la noche, y el vocabulario excitable de los pájaros anida en la memoria que emerge, como de la arena seca, hasta tocar los cielos. No hay arrepentimientos de ninguna clase y la oscuridad tampoco será consuelo para el vacío de lo que ya no podremos hacer nunca en esta orilla fría del hablar. Ante nosotros hay un acantilado haciendo gárgaras, y nos llama en silencio, nos asusta, y sólo atinamos a pensar en los niños que a esta hora mirarán por la ventana aguardando nuestra presencia en las cercanías de la casa. El discurso de la pérdida se llena de algas: se vuelve salado. Cada signo es una especie en extinción sin retorno, y vendrá la mudez implacable —lo sabemos—, pero el corazón muerto tendrá un mundo con todas las estrellas recién nacidas en el nuevo cielo y la nueva tierra y toda la tarde será una larga pausa después de la última palabra de nuestras vidas, tan pequeñas en esos infinitos espacios de luz. —441— —442— CON DOLOR DE MUELAS EN EL CORAZÓN19 Mi biografía no tiene más importancia para mi poesía que la de ser el obvio soporte vivencial de la escritura. Para escribir hay que vivir y recordar. Hay, por cierto, momentos claves: mi nacimiento, la decisión de apostar a la literatura a mis 17 años, mi permanencia en la Universidad Austral como estudiante entre 1976 y 1980, el tiempo que estuve, también como estudiante, en la Universidad de Washington en los primeros años de la década del 90. En fin, la lista de hechos “relevantes” para mi “carrera” como poeta podría aumentar; en verdad, todos los hechos de una vida son en extremo relevantes para producir arte. Uno vive en la cotidianeidad y en ella ocurre todo lo realmente importante, y uno escribe con el lenguaje y con los materiales vitales que la experiencia diaria nos provee. Desde este punto de vista, toda poesía es biográfica; testimonio del devenir diario tamizado por la memoria, la imaginación, la fantasía, el inconsciente y la conciencia que busca poner algún orden de sentido en las cosas. Tengo, un cierto mundo poético ya elaborado; ideas sobre la literatura, la política, sobre cosas en general; pero no un proyecto o un programa de trabajo preciso. No desarrollo un proceso creativo planificado. Hay, obviamente, ciertas ideas fuerzas que condicionan mi trabajo: sé, por ejemplo, que no es bueno que me reitere a mí mismo, aun sabiendo que es inevitable no reiterarse; si mis dos primeros libros los construí con materiales tomados de la cultura de Chiloé, entre otras fuentes, no puedo seguir con el mismo procedimiento escritural siempre, al menos no con el mismo lenguaje y los mismos tópicos. Sé, también, que no puedo 19 Entrevista publicada en Héroes civiles, santos laicos. Palabra y periferia: Trece entrevistas a escritores del sur de Chile. Ed. Yanko González Cangas. Valdivia: Ediciones Barba de Palo, 1999. 131-142. —443— escribir una poesía impostada, populista, complaciente conmigo mismo. Debo ser implacable con mis propias convicciones: escribir, para mí, es desmitologizar permanentemente mi propia conciencia y, de paso, la conciencia de la colectividad, aunque igualmente sé que esto último es parte de mi fantasía. Sé que desmitologizar no es posible sino con otros mitos, con otras imágenes y representaciones, las que a su vez llaman a más imágenes y representaciones con las cuales se establecen nuevas polémicas. Siempre, como escritor, estoy en conflicto; siempre dividido o multiplicado por el doble, o quizás múltiple, movimiento de desmitificar mitificando. Sergio Mansilla Torres (Chiloé, 1958). Inició su formación en el taller Aumen de Castro. Estudió Castellano y Filosofía en La Universidad Austral de Chile en Valdivia. Realizó su Doctorado en Literatura en la Universidad de Washington, Seattle, Estados Unidos y actualmente es profesor de la Universidad de Los Lagos en Osorno. Mansilla no sólo es un destacado poeta sureño, sino un investigador de la poesía de esta parte de Chile, donde ha concentrado sus esfuerzos críticos y divulgatorios. Casi ataviado como un poeta ruso de fines de siglo, Sergio esparce en su primera poesía una reelaboración “lárica” del colapso entre el espacio geográfico y cultural propio (ancestral y mítico) con el ajeno, urbano y continental. Su poesía prosigue consiguiendo una rara síntesis, que retoma algunos elementos expresivos y estéticos anteriores (soportados en elementos vernaculares de su isla, Chiloé), fundidos con una fuerte reflexividad crítica, dirigido al propio oficio, a la condición del desgarro contemplativo y al extrañamiento del viajero. Así, esa nostalgia (del griego nostos = regreso a casa y algos = condición dolorosa) típicamente lárica, es trocada por una dosis de acidez social que desplaza el letargo del “saudade”. —444— Siempre hay un momento para caer en su abismo reflexivo. Al frotarse uno en sus palabras, ronroneadas y con pausas, se araña la superficie de cualquier idea. Con delicado empeño, hace estallar la suposición y el argumento infundado. Se retrotrae con facilidad y tras tímidos gestos retoma la concentración con un rostro casi en llamas. Esta entrevista tiene el cariz de un “diálogo discutido”, que contextualiza y cuestiona en parte, los supuestos del propio conjunto de entrevistas de este libro, fundamentalmente lo referido a la preocupación por la condición “periférica” de los escritores del sur. El punto final de este debate fue puesto en un e-mail enviado en septiembre de 1998. Aparte de sus diversos trabajos críticos y ensayísticos, Sergio Mansilla ha publicado tres libros de poesía: Noche de agua, Ed. Rumbos, 1986; El sol y los acorralados danzantes, Ed. Paginadura, 1991 y De la huella sin pie, Ed. Barba de Palo, 1995. UNA POESÍA LEAL CON EL SILENCIO Nunca me he planteado un arte poética en términos programáticos. Quiero decir, no he condicionado mi escritura al despliegue de cierto manifiesto estético-político que funcionara como la carta de navegación con la que, presumiblemente, se seguiría una ruta predeterminada en “las mesmas aguas de la vida” y de la poesía. Podría decir, si, que uno de los motores que ha movido mi escritura es la necesidad (o el deseo) de hurgar en el sentido profundo de las cosas, entendiendo por ello una mirada a lo numinoso, a lo abismal, que yace tras las apariencias simples y cotidianas de lo que habitualmente denominamos “realidad”. Mi poesía ha sido un apostar al poder develador y rev(b)elador del lenguaje, informado éste por la fantasía y por —445— la convicción de que la escritura poética es una palabra que si no nos hace mejores, al menos nunca nos hace peores. Pues bien, para acceder a este “sentido profundo” de las cosas, me he valido de herramientas imaginarias diversas: el relato mítico, el religioso, el relato histórico-político. He echado mano a la contingencia cotidiana, al discurso metafísico sobre el ser/estar en el tiempo. Quiero ver en el escribir un viaje hacia el lenguaje y hacia la interioridad del yo para asomarse con más fuerza y mejores convicciones y con menos ilusiones engañosas ante el mundo. En el fondo de todo hay siempre un vacío que es, sin embargo, la condición de posibilidad de la libertad creadora. No me apetecen los poetas que escriben sus buenas intenciones en sus poemas; desconfío de la poesía dirigida hacia un fin predeterminado en términos instrumentales, el que, por loable que sea, no deja de funcionar como una instancia represora del lenguaje y la imaginación. Si en mis primeros libros trabajé con los relatos mitológicos chilotes, como materiales constituyentes de una cierta verbalización de lo real, no fue porque anduviera tras el exotismo fácil, el folklorismo de ocasión, la programada búsqueda de una escritura “telúrica”. Se trata de algo bastante más simple, pero más difícil precisamente por su simpleza: hurgar en el misterio, en los vastos mundos que hay hasta en la sencilla hoja que se precipita al suelo en otoño. Mis dos primeros libros, escritos al calor de una asfixiante contingencia política, buscaron ser documentos de época, documentos de cultura y barbarie, como diría Benjamin, en un sentido bastante historicista, apelando con frecuencia a la alegoría, a la parábola. Había que ser claros y precisos en un momento de confusión planificada de los decires; había que dar cuenta de la historia pero con una escritura que no reprodujera sencillamente el realismo documental o la estética de la poesía comprometida (algo que yo hoy llamaría “guevarismo —446— poético”); pero tampoco desterrándolo como algo inoficioso porque, en efecto, no lo es. Hoy día ya no vivimos en Chile una situación de urgencia como la de los años 70’ u 80’. Mi tercer libro, de 1995, ya se hace eco de una búsqueda/develación del “sentido profundo” con herramientas lingüísticas y estéticas menos ligadas a la contingencia histórica, pero más unidas a la experiencia del extrañamiento durante mi permanencia en los Estados Unidos y a un recogerse sobre sí mismo para indagar en los absurdos, los dobleces y las plenitudes del vivir en el Imperio. Diría que el tiempo es uno de los temas que me han obsesionado desde siempre. En el transcurrir del tiempo, en el cambiar y en el permanecer, en el vivir y en el morir, hay algo sobrecogedor, de una grandiosidad que se me figura inasible, a la que, sin embargo, intento siempre aprehender en mi escritura a través de la evocación de situaciones, de imágenes, de ciertos esquemas de fantasía que pueden dar como resultado un poema que sea, en algo, revelación de un misterio que, como tal, exige al lenguaje más de lo que éste puede dar. Pienso que mi poesía no es una “poesía necesaria”, si por “necesaria” entendemos la creación de un espacio literario nuevo en el que otros no han incursionado con anterioridad o que, si lo han hecho, no han llegado muy lejos. Nicanor Parra, en su momento, inauguró una zona nueva en el poesía chilena en la medida en que legitimó y complejizó notablemente la “antipoesía” en nuestro medio, de tal manera que hizo cambiar el escenario de la poesía chilena desde los años 50 en adelante, 1954 para ser más preciso. Mi escribir va en otra dirección: no ando tras una escritura nueva; no está en mis planes poéticos inaugurar “nuevos territorios” (sigo aquí la terminología de Juan Armando Epple) ni que me recuerden alguna vez, si es que me recuerdan, por ser un poeta que haya aportado a una cierta —447— literatura nacional —la chilena en este caso— un paradigma escritural nuevo, una práctica poética “novedosa”. La mayor parte de estas “novedades” (necesarias, desde luego, porque, entre otras cosas, impiden el anquilosamiento de la tradición) terminan teniendo un valor más histórico que literario. Por ejemplo, a mí no me cabe duda de que lo que va a permanecer de Nicanor Parra con valor estrictamente estético, van a ser sus textos más poéticos que antipoéticos. Su parafernalia antipoética (escritura y teatralidad del personaje Parra) se volverá material para eruditos o para historiadores, cronistas o coleccionistas del pasado literario, como hoy lo son para nosotros las acciones de arte de las vanguardias históricas. Si hay alguna originalidad en mi poesía, ésa es renunciar a cualquier clase de originalidad efectista y, en su lugar, insistir, hasta la saciedad y más que la saciedad si es pertinente, en una escritura que dé cuenta de las más radicales sintonías y quiebres con el mundo; una poesía, por sobre todo, leal con el silencio, con la contemplación, con los vacíos del ser, con los nudos ciegos de un vivir con dolor de muelas en el corazón. Ni tradición ni ruptura, términos que, por otra parte, no me convencen a estas alturas del siglo. Lo uno y lo otro y más allá de lo uno y lo otro: un esfuerzo siempre por sacudirme de esquemas binarios que simplifican insosteniblemente la infinita complejidad de las cosas. ESTAR EN EL CENTRO O FUERA DE ÉL, ES ALGO QUE ME RESULTA COMPLETAMENTE INDIFERENTE. Todos los grandes poetas son mis maestros, los chilenos y los no chilenos, los de antes y los de ahora, los occidentales y los no occidentales. Y si con algunos de ellos he tenido, en ciertos momentos, una afinidad visible, se trata de —448— eso: de momentos, de etapas en las que ciertas escrituras se vuelven más modélicas que otras para mi poesía. Y si esto me sitúa como un poeta importante o no en el ámbito de la poesía chilena es algo que carece completamente de importancia. En el pequeño mundo social de los poetas y la crítica, sólo la poesía vale la pena, la que uno lee y la que uno logra escribir de vez en cuando. El resto, fuegos fatuos que iluminan la noche, pero no queman ni dan calor. Sergio, so pena de majadería quiero discutir lo que dices, para friccionar un poco tus planteamientos sobre aquellos “fuegos fatuos que iluminan la noche, pero que no queman ni dan calor”. Esta posición, más que “desmembrar” lo legítimo/ilegítimo de plantearse estéticamente frente a la vanguardia o a lo “original”, patenta una actitud pasiva ante la iluminación de nuevos bordes de lo poético. Una pasividad casi conservadora en la que todo ejercicio por variar es vacuo y sólo lo “dicho” es posible, viable de ser sostenido. Esto parece tributario de una postura frente al panorama humano de la institución literaria “romántica teillieriana” (que en verdad es una posición que por imagen y postura se cultiva entre los escritores, una suerte de malditismo ficticio). “No me importan los fuegos de artificio, ni los fugaces juegos/fuegos, ni ser conocido, ni pasearme por ningún lado, etc., etc...” El problema es que el escritor, como el que más, está suspendido en la trama social –y eso lo sabe más que nadie pero se hace el leso por “posero”– y es impactado fuertemente por estos problemas: p. e., el centro pone los juegos artificiales, los circula y los premia. Tiene el poder legitimante sobre lo bello y lo feo en literatura y construye además la imagen de nación. Tu dices: “[...] Pero todo esto pertenece al campo de la sociología de la institución literaria chilena. Y no tiene nada que ver con la poesía misma”. Te pregunto: crees pertinente este encierro romántico del poeta, una reacción casi atemorizada frente al escaso reconocimiento de las obras sureñas, en la certeza, además, de que el “gusto”, lo bello y lo feo, está depositado en la sociedad y cultura, se construye; por tanto, tenemos el derecho a democratizar esa construcción. ¿No habrá sido esa “cadencia” la que ha permitido el precario, pero existente posicionamiento —449— de la poesía sureña en la nación? ¿No es esa la otredad estética que interesa al centro y que el poeta del sur le ha dado? - Huelo de lejos en tus planteamientos tu ostensible preocupación por “democratizar” la poesía, proceso que, según veo, identificas con lo que yo describiría como un “asalto al centro del poder político manipulador de la cultura”. Huelo también tu desconfianza para con el pesimismo teillieriano en lo relativo al apartamiento de los escenarios literarios (farandulescos o no), a esa tendencia a encerrarse en la palabra, en los libros, lo que desde cierta lectura puede interpretarse como un romántico aislamiento del poeta en la torre de marfil, hecho que, cuando ocurre, suele ir acompañado, además, de una dosis no despreciable de autodestrucción física y/o espiritual. Comprendo tu preocupación en la medida en que, precisamente, este mismo libro que el lector tiene en sus manos es la prueba de que Yanko González no se conforma con la pura poesía ni con la poesía pura. Pero lo que he dicho antes, lo sostengo en todos sus términos. Aún a riesgo de ser visto como un “romántico” que rehuye el nuevo tipo de compromiso que impone el neoliberalismo, hoy día funcionando a matacaballo en éste, nuestro país, profundamente centralista y desigual: gestionar nuestra propia poesía en el mercado. Creo ver a la ideología empresarial interpelando tus planteamientos, la racionalidad instrumental de un escenario competitivo habla en ti (aunque no sea más que en tu condición de entrevistador). Y no es que eso esté mal; lo digo porque no estoy en la posición de demonizar la gestión empresarial ni de condenar a los poetas que se esfuerzan por promover su propia obra y/o la de sus más cercanos (lo he hecho y lo seguiré haciendo); no me parece desatinado que se reclame contra el centro que, de un modo u otro, define lo que está vigente en un determinado momento de la historia de la nación. —450— ¿Por qué, sin embargo, esa obsesión (que quizás no sea la tuya, en términos personales; pero sí lo es en términos de deseos colectivos) de que nuestra poesía sólo se legitima (y de paso deslegitima los “bordes” establecidos) si pasa por el centro metropolitano? Pensar de esta manera es rendir tributo al sujeto colonial —el colonizado—, reproduciendo precisamente lo que el sistema quiere: que compitamos unos con otros, que varios quedemos en el camino, que corramos a negociar con el becerro de oro, pero que siempre quedemos autoconvencidos de que no estamos haciendo concesiones, sino que nosotros imponemos nuestros términos. Entendámonos: no celebro el hecho de que muchos libros de los poetas del sur hayan sido hasta ahora ignorados o escasamente considerados por quienes controlan la información y la crítica literaria de circulación nacional e internacional. Por supuesto que sería mucho mejor que se hablara de tales libros, que se distribuyeran masivamente dentro y fuera de Chile. Lo que quiero decir que esta preocupación no tiene por qué condicionar la escritura misma, la poesía en su formulación estética más depurada. Sería el fin de la poesía si la imaginación poética fuera copada por la urgencia de tener que tensionar los “bordes” y las desiguales relaciones de poder entre centro y periferia. Soy un convencido de que si nuestra poesía —la mía en particular— constituye o llega a constituir un sitio de poder será precisamente porque arranca de la fuerza que da la razón de/del ser. Entiéndase en este sentido mi radical compromiso con la poesía, con la escritura y la lectura, con la creación y el estudio crítico. Y qué significado literario y “sociológico” le ves a la exclusión de tu nombre en la antología de poesía chilena publicado en la editorial Fondo de Cultura Económica por Teresa Calderón, Tomás Harris y Lila Calderón. —451— Para mi persona y mi poesía, es algo absolutamente irrelevante. Los editores son libres, supongo, para incluir o excluir a quienes ellos estimen pertinente. Por cierto, el resultado de tales decisiones, en la medida en que el libro se vuelve público, puede ser objeto de crítica también pública. Haciendo uso de este derecho, yo diría que, en general, me parece que la antología no es buena; demasiada gente y mucha de esa gente no constituye ningún aporte a la poesía. Prefiero las antologías de pocos nombres, más sectorizadas, más tamizadas; disminuye el riesgo de incluir pasajeros de contrabando en el “Omnibús de la Poesía”, aunque entiendo el sentido y utilidad de la antología mencionada. No me preocupa que ciertos autores queden fuera de una antología, de ésta o de cualquier otra; pero sí me preocupa que autores que poco o nada tienen que hacer con la poesía aparezcan junto a poetas que sí lo son de verdad. ¿Cuáles son, a tu juicio, las debilidades y fortalezas de situar tu obra en la “provincia”. ¿Qué reflexiones tienes frente al centralismo? ¿Qué política debería implementar el Estado “para radicalizar la democracia” en cuanto a la igualdad de oportunidades en el consumo, distribución y legitimación de la obra artística producida en la provincia? Vivimos en un país centralista; “todo” ocurre en Santiago; allí se “hace la historia”, se toman las decisiones, se reparte el dinero o se fijan criterios para hacerlo; allí llegan las visitas importantes; allí ocurren los “grandes acontecimientos”. Por cierto, semejante manera de organizar el país me parece pésima, incluso para el propio centro que, por crecer tanto, se ha ido volviendo un monstruo invivible. Naturalmente que en materia de política cultural, de circulación de obras y autores, el centro siempre se come a la periferia. No sorprende, entonces, que a la hora de elegir poetas y artistas que representen a Chile en embajadas culturales en el extranjero, nadie tome en cuenta a los autores —452— de provincia (o los consideren sólo en raras ocasiones). Por otro lado, como en el centro están los recursos, los contactos, el poder, ser poeta en la capital, quiero decir, ser poeta que busca poner en circulación pública su imagen y su escritura, significa tener que volverse empresario de su propia escritura. No digo que todos los poetas de Santiago corran tras becas o publicaciones en “grandes” editoriales (que no son en realidad tan grandes), tras invitaciones o viajes. !claro que no! Pero Santiago es un lugar donde se puede correr tras estas cosas y muchos lo hacen. Tampoco digo que los poetas de provincia no se interesen por conseguir lo mismo. Es legítimo hacerlo, me parece. Lo que ocurre es que en provincia hay muchas menos oportunidades. Pero todo esto pertenece al campo de la sociología de la institución literaria chilena. Y no tiene nada que ver con la poesía misma. Vivir en el centro o en la provincia incide si uno quiere vivir de la literatura. Como en mi caso sé perfectamente que no puedo ni podré nunca vivir de la literatura, estar en el centro o fuera de él (para efectos de mi escritura, se entiende) es algo que me resulta completamente indiferente. Desde luego, vivir en la provincia es un añadido importante a la de por sí difícil distribución de libros de poesía y de crítica. Me gustaría que nuestros libros circularan más y mejor por los canales comerciales regulares y, así, que se distribuyeran bien dentro y fuera de Chile. Resulta difícil revertir esta situación. Entrar en el circuito de las editoriales “grandes” interesadas en publicar poesía no es algo sencillo, y es doblemente difícil hacerlo desde la provincia, precisamente por un problema de contactos, de información, de costo, también. Habrá que seguir trabajando en orden a generar vínculos, establecer conexiones, producir textos de óptima calidad, asumir compromisos no sólo con la escritura sino con la responsabilidad que significa tratar de posicionar nuestra literatura en el terreno público. Nos corresponde abrir rutas; —453— los más jóvenes tendrán, ojalá, un camino más fácil en este sentido. El Estado podría hacer muchas cosas para mejorar este desbalance entre el centro y las provincias. Hay fondos concursables para escribir, publicar, vender libros, y eso no está mal. Pero faltan cosas esenciales; por ejemplo, una gran editorial estatal que produzca libros a gran escala, de buena calidad estética, baratos, de óptima factura y que se vendan en todas partes; editorial a la que los autores chilenos tengan acceso por sus solos méritos. Algo así como reeditar el sueño de Quimantú o la colección Letras de América, de la Editorial Universitaria. Pero al neoliberalismo no le gustan los sueños socialistas, y como ahora manda el neoliberalismo... Los hechos indican que las cosas no están organizadas para favorecer a los artistas sino a los políticos, que ven en los artistas agentes de extensión y realización del proyecto político del gobierno en el terreno del arte y la cultura. En el marco de ese objetivo, algunos artistas son, en efecto, beneficiados y pueden trabajar más holgadamente en sus proyectos creativos. El mecenazgo del Estado es así, como son, en realidad, todos los mecenazgos cuyos objetivos no son el arte en sí mismo. En la Décima Región hace poco se creó un Consejo para el Arte y la Cultura que se supone asesorará al gobierno regional en políticas de desarrollo cultural. No es posible aún juzgar su accionar por el poco tiempo que ha transcurrido desde su creación; pero no hay necesidad de ser pitoniso para darse cuenta de que será un organismo político —porque ésa es su definición— y no artístico. Su principal labor será, desde luego, movilizar ciertas producciones y acciones artísticas como significantes de una determinada política cultural, que en la práctica quiere decir política para copar las subjetividades, para beneficio del proyecto ideológico de gobierno, a través del estímulo y apoyo a un cierto conjunto —454— de proyectos y acciones artísticas de autores de la región y/o de fuera de ella, cuando sea pertinente (de ahí a que lo logre es otra cosa). En principio, no estoy en contra de este planteamiento. A veces, muchos autores confunden sus más íntimos y acariciados deseos como creadores con las necesidades y funciones del aparato de Estado y acusan a las instituciones de manipulación o de falta de transparencia. La acusación no es válida si es el resultado de no saber o no querer ver que las razones de Estado no son ni tienen por qué ser las mismas que las razones del ser artista. La acusación sí tiene sentido cuando los operadores del aparato de Estado no son lo suficientemente honestos y transparentes —y ocurre las más de las veces— como para decir: “en realidad no nos interesa el arte sino en tanto instrumento de nuestro proyecto político” y encubren esta verdad con vagos discursos de apoyo a la cultura, a los artistas, al potencial creador del espíritu humano, etc. Creo que es aquí donde el artista, el verdadero artista, está obligado a volverse un poco cínico si quiere jugar con las reglas impuestas. Con todo, siempre habrá una diferencia entre un artista que juega con las reglas del sistema para intentar, con el dinero y otras prebendas que reciba, hacer arte en sentido estricto y otro “artista” que hace, con lo mismo, un estilo de vida al cual el arte termina subordinándose en un gesto que delata la cooptación simple y directa. De ahí al “apitutamiento” y al pisoteo de los otros, hay menos que un paso. De cualquier manera, lo importante, me parece, es distinguir siempre las aguas turbias de las claras en el sentido de que si nos bañamos dos veces en el mismo río oscuro no es para llevarle la contra al viejo Heráclito, sino porque nos hallamos enfrentados a una situación límite como creadores y hemos optado por la “impureza” responsablemente asumida y con propósitos artísticos muy claros. Tampoco tenemos que asumir el papel de “independientes heroicos” sólo por mantenernos “inmaculados”, porque una cosa es la consecuencia con el —455— arte y otra es la tontería: no hay mejor consecuencia con el arte que producir y ayudar a difundir el mejor arte posible a nuestro alcance, y si eso, eventualmente, implica tener que negociar con el aparato de Estado, no veo por qué no hacerlo. Tenemos también que ser políticos y eso no sólo nos beneficiará, si acaso, sino que, sobre todo, será la oportunidad para forzar cambios en el aparato mismo. Al fin de cuentas, de un modo u otro, los Artistas (así con mayúscula) son siempre sujetos institucionales e institucionalizados, aun quienes niegan toda vinculación con las instituciones y defienden a brazo partido su independencia personal. Esa negación tiene sentido precisamente en un cierto horizonte institucional. No le veo mucho sentido a esto de insistir en la oposición centro/periferia en relación a la administración de los espacios culturales locales. No me ayuda a comprender los hechos con resultados sugestivos; salvo constatar lo obvio: que la administración no está al servicio del arte que hacen los artistas sino del arte de gobernar que hacen los políticos. ¿Debería estar al servicio del arte que hacen los artistas? La pregunta es retórica, porque la respuesta obvia es sí. Pero no es la pregunta pertinente; mejor sería preguntarse ¿cómo conciliar los intereses del artista con los de la administración, en el entendido de que, por definición, nunca van a ser iguales? EL “CHILOTISMO” Una de las obras más valoradas de tu producción es El sol y los acorralados danzantes. ¿Qué historicidad entraña este libro? La respuesta, me parece, es simple: ese libro, en el ámbito de lo histórico e ideológico, es un testimonio de mi radical oposición a lo que fue, y todavía es de una manera indirecta, la dictadura militar que derrocó a Allende en 1973. —456— Pero no es sólo una poesía de protesta; pretende ser un homenaje a quienes, de un modo u otro, pagaron con sus vidas el precio de querer otra historia para los hombres y los pueblos; a quienes amaron una historia de justicia, de generosidad, de libertad, y no sólo durante el período dictatorial chileno. Puede parecer manido esto que digo; pero me sigue pareciendo de una vigencia incontrarrestable. Nunca he pretendido cambiar el mundo con mi poesía, porque es obvio que los poemas no son útiles para hacer cambiar las decisiones políticas de los poderosos. Pero los poemas —y aquí me socorre Benjamin otra vez— son documentos de cultura y barbarie que afirman la lealtad inquebrantable a la justicia y a la libertad en un sentido ético y político que desborda cualquier clase de definición instrumental de estos conceptos. Y no se trata de poner la poesía al servicio de causas extraliterarias, sino de escribir una poesía que efectivamente asuma los nudos ciegos de la realidad: ese solo hecho, por sí mismo, ya despliega una utopía política que sólo la poesía, en sus diversas formas, sabe decir de una manera bella. Quiero hacerte reflexionar sobre la imagen que se ha construido sobre tu poética. Mi visión concuerda con la tuya, pero no deja de poblarse con las voces de la tradición cercana, y es inevitable acercarse a tu poesía —de sobremanera tu primer y segundo libro— con el halo estético del larismo (rótulo poco afortunado, pero...), en el sentido amplio de estar alejado de todo tipo de experimento y vanguardia en el lenguaje (quizás no en los temas) y fundar un imaginario que se niega a comprender tópicos globales, situados fuera de las fronteras geográficas y culturales locales. Y si lo hace, es en relación al desgarro de la ausencia o al trauma del impacto producido por lo global o lo foráneo. Por último, si no ocurre esto, el desplazamiento va hacia la “moderación” en el lenguaje. Una pasividad reflexiva, una contemplación doliente, pero sin excesos. No sé... Una poética cadenciosa que no deja impacientarse y que habita en la mayoría de los poetas chilotes y sureños y donde el cambio de ese estado es escaso (uno de los pocos es Jorge Torres, si comparamos sus primeros —457— textos en relación a Poemas encontrados y Otros Pre-textos). El punto es: ¿crees que tanto los contenidos y la estética de los autores situados en este espacio geográfico y cultural puedan tener cambios significativos, pero en relación a una dinámica interna en estos espacios, es decir, que se corresponda a lo “propio”?. El otro punto es: ¿Esta “cadencia”, que es tuya también, no se piensa con cambios? - Lo “propio”. ¿Qué es lo “propio”? Eso que describes como “[un] estar alejado de todo tipo de experimento y vanguardia en el lenguaje [...] y fundar un imaginario que se niega a comprender tópicos globales, situados fuera de las fronteras geográficas y culturales locales”, es justamente lo propio. No me satisface el culturalismo voluntarioso sólo por ser “fiel” a lo propio entendido como lo opuesto a lo foráneo, sobre todo cuando estas nociones se empiezan a volver estrechas, demasiado cercanas a narrativas heredadas de la tradición localista. Lo propio y lo ajeno son conceptos estratégicos para delimitar mapas funcionales a ciertos propósitos; pero cuando se trata de literatura, la ajeneidad vivida es también lo propio. Puesto que no se trata de reproducir las narrativas heredadas sino problematizarlas sin concesiones, aún al precio de perder los mejores momentos que la memoria guarda, de aniquilar lo que normalmente se suele llamar “raíces” identitarias. Me parece que algunos poetas chilotes que viven en Chiloé mismo, hacen a veces demasiadas concesiones al “chilotismo”, entendido como defensa cerrada e idealizante de la cultura chilota, incluyendo el cultivo acrítico del sentimiento de víctima poderosamente modelado por la religiosidad tradicional de origen judeocristiano. Chiloé no es una arcadia; tampoco mártir. Como toda cultura viva, está llena de contradicciones, de miserias y grandezas. Muchos defectos de mi personalidad los atribuyo a mi formación cultural chilota, como la dificultad (a veces abierta incapacidad) para escapar del cerco de la victimización, para —458— sentirme por delante de la historia y no siempre atrás como la cola del chancho, para superar el miedo a lo nuevo. No me gusta esto. Es posible que esta condición explique por qué mi “cadencia” poética no da el salto a un discurso demoledor en la forma, que sea tributario de una modernidad profunda que no le haga asco a la borradura y al placer de hundirse, sin trancas, en la cultura urbana anárquica y maldita. Pero la subjetividad no se hace con la mano. Nuestros límites y limitaciones nos ponen camisas de fuerza y potencialidades. Y lo que trato de hacer, en los últimos tiempos más que antes, es escribir y pensar en las fronteras del yo, contra mí mismo, contra mis lugares amados y odiados. En eso estoy sudando la gota gorda. NUNCA HE SALIDO DE NINGUNA PARTE Y NUNCA HE LLEGADO A NINGUNA PARTE En relación a esto, el poema “Anda al pueblo hermano” representa una reflexión sobre la cultura local, sobre el desgarro y la idealización de la urbe, que además sintetiza de alguna manera el problema de la arcadia versus la modernidad. El poema que mencionas es la historia de un viaje. Pero el que viaja no es el hablante, sino su hermano, a quien le pide ir al pueblo y traer plata y luna. El personaje que habla se queda en el campo, en el fogón, de donde no quiere moverse. Él lo esperará hasta que regrese y le tendrá tortillas en el fogón. Varios me han preguntado que por qué le pido al hermano que vaya al pueblo y por qué no voy yo mismo, pregunta que, de un modo u otro, delata una cierta acusación (fundada) contra el autor: temor, incapacidad para abandonar la tradición, para negociar con la modernidad. Soy el que se va y el que se queda, el que idealiza la ciudad y el que se desencanta con y en ella. Esa división del ser me —459— constituye como sujeto poético; desgarrado entre el miedo a la modernidad, el deseo de anclarme en la confortable tradición rural, precaria, dolorosa también, pero que tiene un sentido que arranca de lo más profundo de mis experiencias infantiles. Sé, sin embargo, que la idealidad es insostenible, excepto como lo “otro” de lo real, necesario, imprescindible para medir las fisuras de la historia personal y colectiva, los nudos ciegos con que la historia ha amarrado nuestra subjetividad. Ya no estoy junto al fogón. Como muchos chilotes soy un emigrante, porque para un chilote vivir fuera de su isla es ya una “extranjería” indeleble. Y si a eso le sumamos el efecto de exilio que la historia chilena reciente impuso a todos quienes de pronto nos encontramos con un país hecho a la mala, se comprenderá lo desgarrante del poema. “Anda al pueblo hermano” lo he vuelto a reescribir varios años después en un poema aún inédito que se llama “Itaca”, una versión profundamente literaturizada del viaje, poniéndome en el lugar no del que se queda sino del que se va y que ya no volverá, porque todo viaje de retorno es ilusorio. Aunque nunca he salido de ninguna parte y nunca he llegado a ninguna parte: el poema elabora el vacío no como negación de la presencia (pongámoslo en palabras de Derrida) sino condición de la presencia que, en última instancia, deviene palabra en el tiempo, como muy bien decía nuestro buen Antonio Machado. En todo este palabrerío, no veo el clásico binomio centro/periferia; aunque los poemas se presten para una lectura a partir de esta oposición, lo cierto es que, al menos en mi propósito consciente, no es una tensión que haya funcionado como disparador de la escritura. ANDA AL PUEBLO, HERMANO Anda al pueblo hermano —460— Anda; y tráete plata y azúcar. Anda, hermano, al pueblo A vender estas cuantas gallinitas, y tráete también esa luna grande que siempre vemos reflejada en nuestros ojos. Seguro que allí debe estar porque en el pueblo hay muchas cosas lindas y allí debe de estar la luna. Y tráete plata, hermano, mira que el camino es difícil y está oscuro debajo de la lluvia. Anda al pueblo. Yo aquí esperaré hasta que vuelvas y te tendré tortillas en el fogón. Apúrate, y tráete plata, azúcar y luna porque estamos quedando atrás y tenemos que alcanzar como sea la orilla donde los otros llegan. Anda, hermano. Yo aquí, mientras tanto, prepararé el fuego y la tierra para que la hagamos florecer cuando tú traigas plata y luna. Desde otra perspectiva, en mis poemas hay diversas referencias a poetas y a poemas lo que hace bastante fácil averiguar quiénes me han ayudado a persistir en el oficio (aunque ahí no están todos). Pero son tantos los poetas y las poetas que me han socorrido con su palabra, que se me apelotonan en la puerta de la memoria y prefiero ese caos de voces a un ordenamiento artificioso de mis afinidades y odiosidades literarias. Quizás debería decir, sí, que, en tanto escritor, no leo poesía como lo hago cuando asumo el rol de analista y estudioso. En el primer caso, leo mirando la minucia lingüística, los soluciones imaginativas con el —461— lenguaje, el tono, deteniéndome en lo sugestivo (o en lo poco sugestivo) de ciertos pasajes, de ciertos versos, de ciertas imágenes. Hago lo que podría llamarse una lectura minimalista. Por eso, más que libros, son poemas individuales, a veces fragmentos de poemas, los que se han insertado en mi edificio imaginario, agregando piezas, modificando perspectivas. ¿Autores que me obstruyen? Sólo los que no conozco y me gustaría conocer: africanos, antillanos de lengua no española, rusos post URSS, orientales, en fin, toda la caterva de poetas que anda suelta por el mundo más allá de mis horizonte de conocimiento. Me obstruye no poder hacerme de muchos libros que me gustaría tener (algunos sé que existen y otros son sólo hipótesis); me obstruye no dominar una media docena de idiomas extranjeros para leer mucha poesía en lengua original. Me obstruye no poder dedicar todo el tiempo que quisiera a la creación literaria, no necesariamente para escribir más (tal vez incluso escribiría menos) sino para soñar más quedamente con el lenguaje. Lo que de veras amas, no te será arrebatado. Y así sigo. —462— Indice CAUQUIL Palabras liminares 8 LA QUEBRAZÓN DE LOS BARRANCOS 11 La quebrazón y el ojo que lagrimea hacia adentro 12 Remen, remen, boteros, contra el viento 14 Sorda la sien del que aquí respiró 15 La mujer que hablaba con el aire 16 Manantial para quien se fue volando 18 Este viejo arado de hierro abandonado 20 Guerra de las serpientes del agua y de la tierra 21 Huenteo levanta su brazo izquierdo en mitad de la Vía Láctea 22 Los pescadores olvidados 23 Aparición 24 A medianoche se deshace el hechizo 25 Los primeros pájaros de la mañana 26 Los boteros dormidos están rodeados de pájaros danzantes 27 Tejendera envuelta en nubes 28 Mujeres desmenuzando el sol 29 Buscador de nalcas confundido con los helechos 30 Estoy aquí mirando el horizonte 31 Todo lo que es de esta isla 32 Zumbido en el viento de los acorralados 33 Madre e hijos solos bajo las alas de la tarde 34 MITO-HISTORIA 35 En esta casa, mientras afuera llueve… 36 Alonso de Ercilla en el desaguadero 37 Estoy sentado en la cumbre… 39 Anda al pueblo, hermano 40 Palafito 41 Me abruma el silencio… 42 Tiempo 43 Atardecer en Changüitad 44 De lo efímero 45 Cuando llegó el día de ir al molino… 46 Cauquil 47 Carreta junto al mar 48 Partida 49 Corro por los rastrojos… 50 Corría y corría 51 La barca 52 El mar 53 Jinete muerto bajo la lluvia 55 Mi hogar es una casa pobre… 56 Mis mayores 57 Muerte de un pariente 59 El destino de los míos 60 Siempre he pensado en viajes… 61 El alma vuelve y se va 62 La mujer-pájaro 63 Ánimas errantes 64 Vuelvo a cerrar los ojos… 65 Sueño con la nueva tierra 66 A veces pierdo las palabras… 67 Poemas enterrados 68 Florecimiento 69 La vida 70 POSTALES POR DENTRO 72 Ciertas noches 73 Canal de Chacao al anochecer 75 Feria artesanal de Dalcahue 76 Álamos de Changüitad 77 Navegación hacia la isla de Caguach 78 Noticias de Chile (escrito en Seattle) 80 En el país de los pájaros que se fueron 82 Dos estampas de madre tejiendo 84 Al ir a buscar papas en la bodega 86 Choapino en la feria de Dalcahue 87 El acordeón del mar 88 RETRATOS DE FAMILIA 90 Cumpleaños de mi hija Milena 91 Mi hija Amaya me canta una canción de amor por teléfono 92 Casi cuento para Pablo Salvador (recién llegado a estas playas) 93 Retrato retocado del abuelo Félix 94 Retrato no retocado del abuelo Félix 95 Abuela Lavinia apareciendo en sueños 96 Mi hermana Alicia Margot fallecida a los nueve meses de estar en este lado de la vida 97 Abuela Fidelia Ojeda de pie donde nace el arco iris 98 Tío Chato entrando en la realidad 99 Tío Olegario Mansilla llama a la puerta 100 Abuelo José Gracias Torres 102 Retrato imaginario de Alicia Margot Mansilla Torres 103 MENSAJES DE ÚLTIMA HORA A CHANGÜITAD Y CURACO DE VELEZ 104 Regreso a casa 105 Todos junto al fuego, los primitivos del futuro 106 Paisaje a contraluz 108 Legión de los diablos 110 Cuatro mensajes a Changüitad 111 Pater mío 115 La lluvia borrará el pueblo 116 Sueña el animal humano 117 Hay un camino en Changüitad 118 TIERRA A LA VISTA 120 Escritura en el agua 121 Escritura en la tierra 123 Diapasón en las ramas 126 Ítaca 127 De NOCHE DE AGUA Hermosos cadáveres a la hora de la comida 129 Los trajines de mi siglo 130 Racconto: 1976-1980 131 Muerte de Héctor 132 El viajero de los días extraños 133 Espejos 135 Días de verano de 1983 136 La ciudad 137 Un mundo que se deshace entre los dedos 139 Toque de queda a las 6 p. m. 140 Carta y ventana 141 Día de camping 142 Autobiografía 143 Hay que leer los muros 144 La noche es más corta cuando no se duerme 145 Volver a decirlo todo 147 Último día de clases 149 Que trata de lo que una cosa es y no es 151 Un hombre va por el mundo con su casa al hombro 153 En esta primavera 155 Se nos ha muerto el pájaro Neruda elemental en Santiago de Chile 157 De EL SOL Y LOS ACORRALADOS DANZANTES 158 Umbral 159 El pie quebrado que vio tan callando Jorge Manrique 160 Poetas con facha de caballos borrachos 161 Encuentro al interior de Rubén Darío 162 A Fray Luis de León en aqueste mar tempestuoso 163 Cuando Sandra y yo nos casamos en octubre de 1983 en Los Muermos 165 Recado a Gabriela Mistral en la materia alucinada de Chile 166 Monumento a la transfiguración de Vicente Huidobro 168 La cebolla es escarcha de tus días 170 Poema para un granuja 172 César Vallejo, aparta de mí este cáliz 174 El sostuvo una mano que cayó de repente desde la altura hasta el final del tiempo 177 En 1930 fuel el disparo final de Vladimir Maiakovsky contra el cielo 179 ¿De qué ojo abierto habrán salido estos soldados? 183 Cruce de caminos 184 Lancha con prisioneros 185 Cortáronle las manos al guerrero 186 Fila india hacia el exilio 187 El perseguido 188 El clandestino 189 Los ojos callando 190 La solidaridad 191 Mariposas del día y de la noche 192 Semillamiento de Miguel Henríquez Espinoza 193 La isla de los desaparecidos 194 Desgarro con canto de gallos 196 Silabeo del aromo 197 Los nadie 198 ¿Quién es el que habla en la niebla? 199 Exilios 200 Cuando maduren las arvejas 201 La palabra piedra 202 Un caballo limpia su fusil 203 Paisaje con un cuchillo en el centro 204 Liberación por la lluvia, por el aire 205 Concierto nocturno para Chile 206 Fiesta por la liberación 207 El porvenir … sí, el porvenir 208 Murmullos y misterios 209 En una vieja casa de Valdivia 210 Nadie hay detrás de la última luz de la tarde 211 La hora más difícil 212 Recogimiento 213 Poética elemental 214 Suéñome loco y volando de un extremo a otro de la galaxia 215 Intervención del agua 216 Hazme la sangre, mar 217 Pie de niño con destello 218 Allá lejos te veo venir 219 El sol y los acorralados danzantes 220 DE LA HUELLA SIN PIE DE ESTOS POLICIAS QUE NO CREEN EN LA REALIDAD 229 Los barcos entran en tus ojos 230 Terra incognita 231 Invierno en las siete esquinas del reloj 232 Se ríe uno bajo las cascadas de luces 233 Barbara quelle connerie la guerre 234 Voy con el tornillo preguntando por la mano que lo olvidó 235 En la boca de la esfinge 236 El dolor de los calamares en su tinta 237 En los ojos del cordero se ve la ceniza 238 Con el fuego 239 Nocturno en invierno 240 Seattle en el siglo XXXIII 241 Apuntes sobre Pionner Square 242 Esos agazapados tigres 243 Homeless Jazz 244 Los perdedores que dicen no y dicen no a pesar de todo 245 El monstruo carmesí 247 TODOS LOS POETAS ESTAN EN E L DESTIERRO 249 Todos los poetas están en el destierro 250 No mires ahí dentro 251 Dos poetas chinos 252 Lucidez que duele 254 Sudor en la frente del trueno 255 Con motivo de la publicación de El sol y los acorralados danzantes 256 LA RAMA Y SU DIBUJANTE 257 Variación sobre un poema de Yehuda Amichai 258 La niebla en el bosque de la mañana 259 La música en las esferas de tu pelo 260 Donde un ciego habla con las hojas 261 De la rama y su dibujante 262 Otra lectura de la rama y su dibujante 263 Escultura cuando ella y él se hacen humo 264 Los orgasmos producen mariposas 265 Despertar 266 SIEMPRE ESTÁ LLOVIENDO EN LA MEMORIA 267 No hay río ni padres ni sombreros en la cabeza de los dragones 268 “Kafka”, el perro 269 Para el viento 270 En jueves 271 Lengua extranjera 272 Ocupación de las caras 274 Estás y no estás 275 SEATTLE: CRÓNICAS DE ALGUNOS (DES)ENCUENTROS 276 Un cantor en la University Way Avenue 277 Medir y pesar las diferencias 279 En el camino 281 Lo más óseo 282 DEL REGRESO 283 Conocerte fue un artificio de la eternidad 284 Big Time 285 Recorro la ciudad buscando a mi enemigo 286 La irrealidad no es irreal 287 Fascinación del vacío 288 Como las vírgenes imprudentes 289 VANO EXCESO DE LA INTELIGENCIA 290 Revisión de los lugares 291 Sólo el futuro es claro 293 El trajín hace las veces de mundo 294 Martin Luther King Day 295 El mismo cantor en la University Way Avenue 296 La nave de los locos 297 Fábula con faraones 298 Dos imágenes de la hidra 299 Donde ya ocurrió la noche (en el Pike Place Market, de Seattle) 300 Volviendo de Rocky Bay (hacia el inicio del arco iris) 301 WELCOME TO CHILE, EL POTRO DEL ESPANTO 302 Retorno a los follajes 303 La superficie de las cosas 305 Las increadas proporciones justas del amor 306 De RESPIRAR EN EL DESFILADERO Los hechos ya se me han olvidado… 308 Hirsuto borde de la lámpara 309 Rosas para los ebrios 310 La noche sigue en la piedra 311 Amanecemos en otros países 312 Ráfagas llegan 313 Cruce de caminos 314 El afuera 315 Reliquias de Sodoma 316 Pies en la turbiedad 317 A mis niños 318 Las faltas y las sobras de los prodigios 319 Aniversario de bodas 320 Reflexión sobre la alcancía de mi hija 321 Retorno de ella 322 Trizadura del aire 323 Ajmátova 324 Rechazaré todas las delikatessen 326 Caetano Veloso 327 Keats (acerca de la melancolía y el otoño) 328 Sólo lo que brille de verdad será oído 329 John Done cerca del amanecer, en estampa para indoctos noctámbulos 330 Visita a Eliseo Diego después de que es ido 331 Deseo de incendiar la zalagarda de las olas 332 Niebla sobre el Rahue 333 Vela de armas en el Dino’s 334 Mercado municipal 335 Donde pastan las ovejas 336 Los lugares de la desaparición 337 La polilla 338 Galgo persigue a liebre corredora 339 Cosa de maravilla y rencor 340 Río de la destrucción perfecta 341 Conoces mi sangre 342 ÓYEME COMO QUIEN OYE LLOVER A modo de aclaración preliminar 345 SECRETOS DE LOS HELECHOS 346 Elegía 347 Hoy no llueve (escrito en invierno) 350 Advertencia para visitantes 352 Casa de dos plantas en Santiago de Chile 353 Nocturno 354 Principio de incertidumbre 355 Imposibilidad de ser otro 356 Sentencia ejecutoriada 357 En la noche del cuerpo 358 Secreto de los helechos 359 La casa de siempre 360 Dibujo del gato 361 Sister of Mercy (con voz de Leonard Cohen) 362 La enfermedad no olvida de cobrar su factura en el momento menos apropiado 363 Paisajes acústicos tras el silencio 364 Los bosques de la lluvia 365 Escrito al otro lado del agua 366 Desayuno en solitario 367 Irrigados por el vacío 368 Descubrimiento de lo que somos 369 Brindando con las sombras 370 Te convoco, perro, porque amado tu sombra para no morir 371 El tiempo es una humedad que no se seca nunca 372 Óyeme como quien oye llover 373 Lejos de casa 374 Desapariciones 375 El peor consumidor de la patria 376 Anchura de pan 377 Habito un susurro 378 La fiesta de los perros 379 Fisonomía de la escalera 380 Pequeño informe sobre la ceguera 381 He andado muchos caminos (casi todos equivocados) 382 Noche serena 383 Yacen los amantes sobre la hierba 385 RETRATOS CON NUBES 386 ¿Te acuerdas de los chubascos? 387 La ortiga deja huella en la piel 389 La infancia retorna a su papel de no crecido cuerpo 391 La puerta con candado y el establo en las nubes 392 Trilla la trilladora las espigas 393 Se aferra al cuello de este mundo 394 Levanto el hacha 395 Las viejas tejuelas de alerce 396 Entrar por los cierro para burlar los pantanos 398 La carne vive y se consume bajo las sábanas 399 Cuando sólo oíamos las voces 401 Marea baja, y aparecen las rocas 403 No estoy en casa alguna 404 Nos encontramos en los mismos caminos 406 Lleva sus pensamientos dentro y fuera de su sombra 408 Llevaba sus pensamientos dentro y fuera de sí 409 Lleva sus pensamientos en los punzantes rincones 411 Soportó un invierno de purgatorio 413 ¿Dónde sepultada la rosa alegre de mi vida? 414 Ahora es tarde para volver a casa 415 Este día cambia de fronteras 417 Luces en la tarde sobre la bicicleta 418 La calle principal hierve 419 Antes hubo aquí un campo de pastoreo 420 Cisnes aplauden el paso de los payasos humanos 422 Ya se acerca el fin del año viejo 423 El acorde de las olas 425 Batir de alas entre los castillos del aire 426 La paciencia perjudicial del hielo tiene su momento 428 Se va al cementerio entre casa viejas y nuevas 430 Se abrieron los choros zapatos 432 Fuera de mí mismo hay un mundo 433 El pueblo se deshace tras el relato de los náufragos 434 Los días grises de invierno 435 Luego empiezan los paltos 436 Esta nube milagrosa 438 ¿Te acuerdas de la lejana lluvia? 439 Tú yo caminamos a favor de la sintaxis 441 CON DOLOR DE MUELAS EN EL CORAZÓN 443