aunque no escuche fanfarrias

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CENTRO DE CULTURA CASA LAMM
CON RECONOCIMIENTO DE VALIDEZ OFICIAL DE ESTUDIOS DE LA
SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA, SEGÚN ACUERDO
No.994328 DE FECHA 10 DE SEPTIEMBRE DE 1999.
AUNQUE NO ESCUCHE FANFARRIAS
TESIS
QUE PARA OBTENER EL GRADO DE
MAESTRÍA EN APRECIACIÓN Y CREACIÓN LITERARIA
P R E S E N T A :
TAMAR COHEN ABADI
DIRECTORA: DRA. CLAUDIA GÓMEZ HARO DESDIER
MÉXICO, D.F. 2012
ÍNDICE
Agradecimientos
3
Introducción
4
Ensayos
7
La valentía del escritor
8
¿Escribir para niños?...No gracias
12
La certeza de escribir
14
El paraíso es el Otro
19
Cuentos
25
Pachanga cerebral
26
Aniversario
30
Mi Valentín
31
Entrenamiento
34
Calentamiento global
36
El terror nocturno se mudó de habitación
39
Desayuno
40
Paciente
45
Café con leche
47
Martes ocho y media
49
Duele el amor
52
En busca de un pavo real
55
Es mi turno
58
La instantánea alegría
60
Primera lección
63
Repartidor de leche
67
2
Agradecimientos
A Cecilia Urbina, por su aliento y dedicación.
A todos mis maestros y compañeros de Casa Lamm por creer en mí.
A mis padres y hermanas,
A mis hijos, José, Alberto y Benjamín,
Y a mi amado esposo, Ari
Por su paciencia, apoyo y amor.
3
Introducción
Me decidí a escribir en cuanto terminé de leer Manuel de Creación Literaria de
Oscar de la Borbolla; así de simple y ordinario fue mi primer acercamiento a la
escritura. Cualquiera pensaría que ningún fruto considerable podría derivarse de
un acto tan automatizado, pero no fue así. Esos primeros párrafos constituyeron
el capítulo inicial de la primera novela infantil que escribiría. Me atrevo a
afirmar que, en realidad, no tiene importancia la dirección de la que provenga ese
empujón que nos invita a escribir, podría tratarse de un paseo otoñal, una
conferencia con el escritor de moda, un accidente del metro o, como en mi caso,
un humilde manual. Eso es lo de menos, claro, siempre y cuando el empujón sea
tan definitivo y enérgico que nos sostenga por horas, días y meses frente a una
pantalla en blanco lista para ser atiborrada de letras. Y mi empujón funcionó.
Aún recuerdo el día en que decidí llamarme escritora. Llevaba más de dos
horas atorada en un párrafo, una simple unión de palabras sin chiste, no era clave
en el cuento ni mucho menos, pero yo me había entercado en él. Quería que
sonara perfecto. Tres horas más tarde lo había logrado. Estaba realmente muy
contenta así que cuando llegó mi esposo a la casa le dije, a ver qué te parece este
párrafo y se lo leí. Él se me miró con cara de asombro como si yo hubiera
perdido la cabeza. Sólo atinó a preguntarme si eso era todo lo que había escrito
durante las ocho horas que dura la mañana. Entonces me cayó el veinte. Si yo
estaba dispuesta a pasar mis días sobre una silla ergonómica rellenando de letras
una pantalla en blanco sin que encontrara en ello nada de extraño, significaba
sólo una cosa: Había llegado el momento de asumirme como escritora.
Ingresé a la Maestría de Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm
con una novela infantil en el archivo de Word, otra a la mitad y alrededor de
cinco cuentos.
4
Por esa época debía defender a capa y espada mi derecho a escribir
literatura infantil; era como si escribir para niños fuera un oficio fácil y bobo, y
eso me convirtiera, inevitablemente, en un ser inferior. Pero a raíz de los ensayos
que escribí durante la maestría, fui compilando argumentos no sólo para
defenderme de esas miradas inquisidoras, sino también, para reforzar mi
seguridad y darle el valor merecido a mi trabajo.
Y resultó que mientras avanzaba en mis cursos de la Maestría, esa niña
interna que aparecía cada vez que me sentaba a escribir se fue desdibujando para
dar paso a una mujer mucho más compleja y adulta. Y entonces, lo que brotó de
mí fue una serie de cuentos sobre una mujer, o varias de ellas que, encerradas en
su propia cotidianeidad, se retan a sí mismas y al mundo entero para dejarse
escuchar.
Reconozco que requerí de cierta valentía para escribirlos (la misma que
utilizo cuando se trata de literatura infantil), porque todas esas historias tienen
algo de verdad. Me refiero a la verdad como un ejercicio de honestidad. Como
diría la escritora inglesa Zadie Smith, lo que busco en una historia es la verdad
de una persona hasta donde puede ser comunicada por medio del lenguaje.
Así que lo que intento en mis cuentos es plasmar una verdad, mi verdad.
Para lograrlo fijé la mirada en el mundo que me queda cerca. Y no por falta de
imaginación, sino porque no sé escribir más que de lo que yo soy.
La presente tesis se divide en dos, la primera parte contiene tres ensayos sobre el
arte de la escritura, mis primeros acercamientos a ella, lo que implica convertirse
en un escritor y los retos a los que uno se enfrenta, entre otras cosas. El cuarto
ensayo está dedicado a una novela que, por su calidad humana, causó un gran
impacto en mi persona. Se trata de La Peste de Albert Camus.
5
En la segunda parte se encontrarán diversos cuentos que escribí para las
asignaturas de Taller durante la Maestría.
Quisiera recalcar que gracias al apoyo de Cecilia Urbina, Coordinadora de
la Maestría, el cuento Desayuno, se publicó en el suplemento Ciclo Literario de
Oaxaca mientras cursaba el segundo año de la Maestría.
Kafka decía que sólo se deben leer libros que nos despierten con una bofetada.
Yo anhelo sólo eso… ser una burda bofetada.
6
ENSAYOS
7
La valentía del escritor
He vivido con la convicción de que el miedo no ha sido más que un obstáculo
para lograr el desarrollo total de mis potencialidades. Ser miedosa, en la mayoría
de las ocasiones, ha sido sinónimo de frustración.
Recuerdo la primera invitación a dormir en casa de una compañera del
colegio: mis ojos mojados, la garganta hundida, el pensamiento vivo. ¿Apagarán
la luz? ¿Cerrarán con llave la puerta? Aceptaba por presión social y terminaba en
la cama de los papás. La vergüenza me consumía.
En seguida llegaron las salidas al cine, mi obsesiva insistencia sobre el
tema de la película, un silencio vacío si la respuesta traía consigo la palabra
terror. Una vez en mi casa, con el cuerpo erizado y la furia en los dientes, me
odiaba a mí misma por la falta de valentía.
“El miedo paraliza”, me dijo un día un profesor de cine de la Universidad
cuando yo trataba de explicarle que ver Naranja Mecánica, por segunda vez, era
un esfuerzo superior a mis capacidades. Mi respuesta no pareció afectarle. Era
obligatorio, dijo. Entré a la sala como si estuviera desnuda; la música clásica,
aunada a los golpes de bastón que el protagonista profería con tal brutalidad,
resonaba en mi cabeza como una sentencia de muerte. Salí exhausta, tal como
dijo el profesor: paralizada.
Es cierto que el miedo te impide abrir ciertas puertas, pero no ignoremos que es
también este miedo el que nos conduce a otras más reveladoras. En mi caso, la
escritura.
El miedo es el impulso creador que me invita a sentarme frente a la
computadora. Si escribo, es para dar forma y color a tantos años de asedio. Para
8
pintar de verde los susurros nocturnos, de naranja los nombres impronunciables,
de amarillo las persecuciones en el baño.
Al escribir me adueño de una imaginación perturbada, invento historias en
una realidad creíble que provocan una gozosa incertidumbre acerca de si la
ficción, podría, en algún momento, convertirse en realidad. ¿Será éste mi temor
más recurrente? ¿Existirá otro más aterrador?
Freud llamó a esa sensación “lo siniestro”, cuando lo familiar se vuelve
extraño, lo cotidiano inhóspito; cuando lo oculto aparece en un terreno conocido.
En un cuento situado dentro de la realidad común, lo siniestro puede ser
llevado a sus máximas consecuencias; “…el poeta puede exaltar y multiplicar lo
siniestro mucho más allá de lo que es posible en la vida real, haciendo suceder lo
que jamás o raramente acaecería en la realidad”1
Es justamente esto lo que provocó mi primer acercamiento a la escritura.
Lo siniestro, esa sensación seductora que nos hace dudar entre la realidad y la
ficción, me motivó a buscar una superficie para plasmarlo. Así que tomé al
miedo con las manos y lo embarré bruscamente en el papel, exageré el
movimiento para exprimirlo sin misericordia y el resultado fue…una novela.
De no haber padecido la enfermedad del miedo, con su neblina cegadora,
grisácea y volátil, con sus castillos derruidos y los pasos resonantes en la
oscuridad, quizá no conocería la pasión por escribir. Ahora las ideas se
reproducen en cuestión de segundos, quiebran su cascarón y se introducen a la
pantalla como si fuese su ciclo natural.
1
Freud, Sigmund, “Lo siniestro”, en Obras Completas, Editorial Biblioteca Nueva,
Madrid,1948, p. 225.
9
Tomemos como ejemplo la figura delgada y encorvada del Nosferatu, de
Murnau, con el rostro blanco casi transparente, los ojos hambrientos enmarcados
por cejas oscuras y espesas, el cráneo desnudo, deforme y suave al mismo
tiempo, la nariz monstruosa, las orejas erectas cual señal de advertencia, sus
largos dedos, torpes y aterradores…una imagen que, sin dejar de conmocionar
mis sentidos, me inspira a escribir.
Así lo reconoció Cortázar al referirse a los cuentos de Poe “…sin Ligeia,
sin La caída de Usher, no hubiera tenido esta disposición hacia lo fantástico que
me asalta en los momentos más inesperados y que me lanza a escribir como la
única manera de cruzar ciertos límites, de instalarme en el territorio de lo otro”2
Ser una persona miedosa sin duda me impidió por un largo tiempo cabalgar cual
intrépido soldado en busca de innumerables batallas. Me perdí de esas colosales
victorias. No obstante, me he transformado en una valiente guerrera dispuesta a
defender lo que es mío: un pavor milenario.
Porque valiente no es quien desconoce el miedo, sino quien, presa de él, se
atreve a nombrarlo. ¿Escribir para niños?...No, gracias
Tomar la decisión de llamarte escritor equivale a infinidad de horas de
cuestionamientos sobre si no estarás echando a perder tu vida a costa de unas
cuantas letras y signos de puntuación; que, así como cobran vida en el papel, al
instante desaparecen devoradas por una taza de café derramada o por un charco
2
Citado por Jaime Alazraki, En busca del Unicornio: los cuentos de Julio Cortázar.
Elementos para una poética de lo neo-fantástico, Editorial Gredos, Madrid, 1983. p. 27. (Las
cursivas son del autor)
10
de lodo en la esquina de tu casa. No obstante, la palabra escritor posee en sí
misma una carga intelectual implacable, un eco resonante que concede miradas
de aprobación en selectos grupos de personas.
11
¿Escribir para niños?...No gracias
¿Eres escritora? Me preguntó una vez una amiga de mi mamá mientras se
oían fanfarrias de fondo, y…¿qué escribes? Novelas para niños, respondí
orgullosa. El sonido de las fanfarrias se frenó de improviso, busqué a mi
alrededor al trompetista ¿le habrá dado un ataque al corazón?, ¿se encontrará a
punto de estornudar?, ¿se estará rascando el dedo meñique del pie izquierdo?
Tardé varios segundos en comprender que el asunto era algo más simple: se
trataba, sin duda alguna, de mi obtusa mención de los niños.
Qué lindo, me respondió con una sonrisa mecánica para después rematar:
mi hija es arquitecta. Ví al trompetista huir a toda velocidad mientras un volcán
hacía erupción en medio de las dos.
¿Por qué será que escribir para niños se considera un acto inferior? ¿Será
una cuestión matemática: a mayor edad del lector mayor calidad del escritor? ¿O
tendrá que ver con la extensión: a menor estatura del lector menor esfuerzo del
escritor? Me hice estas preguntas después de sobrevivir el desplazamiento de
lava que culminó mi encuentro con la amiga de mi mamá. En cuanto llegué a la
casa me preparé una leche con chocolate caliente y me senté a trabajar en la
novela “para niños” que hace poco comencé.
“Escribir para niños es extremadamente difícil”, dijo en entrevista Mark
Haddon, autor del libro El curioso incidente del perro a la media noche, un libro
publicado en dos idénticas versiones con dos distintas portadas, una para adultos
y otra para adolescentes, “los libros de niños son tan complejos como los de
adultos y por lo mismo deben ser tratados con el mismo respeto”.
Sin embargo, existe quien no piensa así, quien pretende que escribir una
historia para niños es como jugar a la pelota, tan simple que cualquiera lo puede
12
hacer, o peor…tan educativo que es casi una obligación para las personalidades
de moda (pensemos en Madonna).
Lo cierto es que escribir para niños no es una decisión que uno toma con
anterioridad, se podría decir que brota naturalmente del interior del escritor
cuando éste se sienta ante la hoja en blanco. Es más, proponerse deliberadamente
escribir para niños conlleva a una mala literatura. Si se comienza imaginando al
niño de afuera la historia probablemente será hueca, el lenguaje soso y los
personajes artificiales. No se escribe para los niños ajenos, se escribe para
nuestro niño interno.
La mía tiene doce años, y no me refiero a mi hija, sino a la edad de mi niña
interna que aparece cada vez que me siento a escribir.
Literalmente me pongo en sus zapatos, siento las hormonas de la
adolescencia expandirse por mis axilas, la pereza de estudiar, el terror a la luna
llena; escribo ahora lo que no logré sintetizar en palabras veinte años atrás,
escribo para mí, por una necesidad propia, sin ninguna intención de moralizar,
educar o enseñar.
Escribo para niños porque me sienta bien, y eso me convierte en una
escritora, aunque no escuche fanfarrias.
13
La certeza de escribir
El universo que envuelve al proceso creativo del escritor es, para la mayoría de
sus lectores, un fascinante enigma. Averiguar el motivo concreto que lo llevó a
crear esa historia en particular suele convertirse en una eterna obsesión. Por qué,
se pregunta insistentemente el lector embriagado al enfrentarse a ese final tan
abrupto, a ese vuelco sorpresivo, a esa muerte inmerecida.
Se suele especular que los autores son creadores concientes a fondo de su
obra, que previo al inicio de una novela elaboran un mapa mental sobre el
desarrollo lineal de la historia a escribir.
Se dice que él es un experto en el arte del bosquejo; sus personajes,
perfectamente bien delineados desde el inicio, aguardan estáticos ser plasmados
en el papel.
El escritor, concuerdan sus lectores, conoce el sentido de sus diálogos, el
por qué de esa frase hiriente o la inclusión de aquella melodía.
Él lo sabe, o de lo contrario…¿por qué lo escribió?
La primera vez que me atreví a sentarme frente a una computadora con el
propósito de escribir, desconocía el fruto que saldría de ese encuentro. No poseía
una frase inicial, mucho menos un personaje bien conformado, ya no digamos un
final. Una certeza me acompañaba: el deseo de narrar una historia que expresara
el terror que me atormentaba día con día al recluirse el sol. Así comencé un
cuento que finalmente se convirtió en novela.
Durante el proceso de creación asistía a un taller literario donde recuerdo
que mis compañeros, entusiasmados con el texto, me abordaban con una serie de
inquietudes que yo misma debía clarificar: ¿por qué le lanzó piedras y no
cenizas? ¿Para qué lo dejó ir? ¿Y ahora…cómo lo vas a resolver?
14
Las preguntas me asediaban como si fuesen hormigas recorriendo mi
antebrazo. Y cuando me llegaba el turno de hablar… permanecía en silencio: la
ignorancia hacía de las suyas.
Y es que el artista no debería considerarse como el máximo erudito de su
obra, sencillamente porque no estamos hablando de un tratado de la razón, sino
de un producto que emana de una necesidad interna, sujeta en gran parte a una
espontaneidad inexplicable: la inspiración. Ese arrebato que obliga al escritor a
despojarse de una serie de ideas, recuerdos y vivencias que pugnan por ser
exteriorizadas, quizá sin una secuencia lógica, sin un planteamiento de por
medio, simplemente porque sí.
Platón consideraba al poeta como un ser alado cuya influencia para
escribir emanaba de una fuerza sobrenatural. Éste impulso divino, llámese
inspiración, provenía desde afuera, lo poseía de tal manera que su habla se
inundaba de belleza. “Hasta el momento de la inspiración - decía Platón - el
hombre es impotente para hacer versos y pronunciar oráculos.”3 Y una vez
insuflado de esa energía creadora, el poeta comunica a otros su entusiasmo,
como si fuese un imán, una fuerza magnética.
En la actualidad, Denise Levertov habla sobre la inspiración y describe el
inicio del proceso creativo como la exigencia del poeta por plasmar en palabras
una experiencia, una secuencia o constelación de percepciones de una enorme
intensidad. “Él es llevado al habla”.
Y para realizar esta tarea, dice ella, se debe “contemplar, meditar.
Contemplar viene de templum, templo, un espacio para observación. No significa
simplemente observar, mirar, sino hacer esas cosas en presencia de un dios. Y
meditar es mantener la mente en un estado de contemplación; su sinónimo es
3
http//filosofia.org/cla/pla/azc02187.htm
15
cavilar, y cavilar viene de una palabra que significa estar parado con la boca
abierta – algo no tan cómico si pensamos en inspiración: respirar hacia adentro.”4
Entonces, como lo explica Levertov, el poeta debe permanecer parado con
la boca abierta para recibir esa energía inspiradora y poder así, dar inicio a su
poema.
Es cierto que la inspiración resulta esencial para todo escritor, no obstante, si ésta
no aparece acompañada por otra fuerza complementaria, o si se toma de manera
excesiva, el resultado probablemente será hostil. “Nada es más nocivo para la
creatividad que el furor de la inspiración”, dijo Umberto Eco.5
De acuerdo a Edgar Bayley, al escribir intervienen dos tendencias
distintas: estado de inocencia y estado de alerta. La primera encarna una actitud
de apertura, efusiva, subjetiva y centrífuga. Se podría decir que la inspiración se
hace patente en este estado.
La segunda, aborda una actitud de cierre, compositiva, constructiva y
centrípeta. Ambas tendencias son complementarias, no es posible la creación de
una obra de arte si una de ellas se encuentra ausente.
El escritor vive en un estado de alerta constante aunque no se percate de ello, y
en cuanto una imagen llama su atención, la cristaliza en la mente, la amasa
sutilmente durante horas o años para después nombrarla con palabras, o quizá
no.
Uno nunca sabe a ciencia cierta qué es lo va a escribir…hasta que
verdaderamente lo hace.
4
5
Levertov Denise, Ensayo Sobre la forma orgánica.
www.proverbia.net/citastema.
16
“Trabajo desde un lugar profundo – decía Henry Miller – y cuando
escribo, bueno, no sé exactamente qué es lo que va a pasar”6
Es por eso que la historia debe sorprender aún a su creador; ésta representa
un misterio y a medida que las palabras se acomodan en su lugar, el enigma se va
dilucidando.
Es esta la fascinación que atrapa a los escritores quienes se sumergen en la
escritura como un medio de conocimiento. Porque escribir es una forma de
develar, de sacar a la luz lo que está oculto, escondido. Quizá en esto radique mi
obstinación por narrar sucesos autobiográficos, como si a través de ellos
tropezara conmigo misma.
Es cierto que el escritor no es ajeno a su ficción, que su escritura debe ser
sincera y por consiguiente cercana. Sin embargo, en mi caso, la transparencia
parece ser demasiado obvia.
Escribo desde mí, sobre mí y para mí, sin que esto se considere una página
de un diario. De ahí mi predilección a narrar en primera persona, como si el
hacerlo en tercera me convirtiera en una impostora.
“Haré sólo lo que puedo hacer, expresaré lo que soy”, decía Miller sobre
su reiteración del uso de la primera persona.7
Es así como mi escritura representa un descubrimiento más que una
confesión, aunque esta última siempre está presente. ¿Será que peco de ingenua,
o peor aún, de exhibicionista?
Nuevamente desconozco la respuesta. Sin embargo, no hay que olvidar
que la escritura funciona también como un escudo: el autor no es el protagonista,
por más semejanza que pueda hallarse.
6
7
El oficio de escritor, Biblioteca Era, México, Cuarta reimpresión, 1986, pag. 120.
Idem, pag. 123.
17
Es en este momento cuando la técnica aparece como una nueva inquietud. Sin
embargo, es necesario aclarar que el proceso creativo no se encuentra supeditado
a ningún tipo de normas, leyes o método en específico. “Para escribir una obra decía William Faulkner - no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo, el
escritor que esté interesado en la técnica más le vale dedicarse a la cirugía o a
colocar ladrillos”.8
La falta de reglas permite al autor dictar sus propias preferencias en cuanto
a tiempo, ritmo y espacio. Es esta misma libertad la que lo conduce a establecer
ciertas normas que le sientan bien, así como a derribarlas si finalmente no le
acomodan.
Se podría decir que la verdadera técnica es la ausencia de ésta.
En realidad, el momento de escribir ocupa sólo una pequeña parte en todo
el proceso creativo. Como decía Henry Miller, la mayor parte de éste se hace
lejos de la máquina de escribir. “Yo diría que se hace en los momentos
tranquilos, silenciosos, mientras uno pasea, se afeita o juega a lo que sea, e
incluso cuando se conversa con alguien en quien uno no está vitalmente
interesado. Uno está trabajando, la mente de uno está trabajando, en este
problema que está en un rincón de la cabeza. Así que cuando se sienta ante la
máquina de escribir sólo es cuestión de trasladar.”9
El fin último de todo escritor es contar una historia. Quizá ésta sea su única
certeza.
8
9
Idem, pag. 174.
Idem, pag. 121.
18
El paraíso es el Otro
Vislumbremos el peor escenario: una ciudad maleada por una devastadora
epidemia que conduce a la muerte a centenares de hombres inocentes, entre
ellos, se traspasa la vida de un niño; un amante apartado de su objeto deseado
quien reclama su derecho a ser feliz; un padre, una madre, un par de amigos que
lloran en silencio las horas inciertas. En este panorama, en donde la esperanza, la
libertad y la justicia parecen ser ideales distantes, surge la fraternidad con el Otro
como única opción posible para hallar consuelo. Hay quienes consideran que el
hombre es un ser egoísta, que actúa indiferente a su entorno y que aún así se dice
ser feliz. No es este el caso; en esta ciudad, en donde una tragedia amenaza la
vida de todos sus ciudadanos, la integridad del hombre sale a relucir, su lealtad
hacia los demás, su mano amiga.
Se trata de Orán, una ciudad pintada con letras por Albert Camus
que representa el objeto y fundamento en su novela La Peste. Considerada en un
principio como crónica, La Peste narra la historia de una epidemia que arrasa sin
previo aviso ni justificación con la tranquilidad de una ciudad entera.
Hombres comunes, médicos, reporteros, sacerdotes se transforman en
voluntarios para mejorar las condiciones de vida de los enfermos, no con un
propósito de heroísmo merecido, sino por una necesidad intrínseca del ser
humano, por un deseo genuino de ayudar, porque, sólo así, quien no está
apestado alcanza cierto sosiego.
19
“Si para Sartre el infierno son los otros; para Camus, los otros son tal vez el
paraíso”10 Es así como se explica que Rambert, el reportero romántico, se haya
decidido a permanecer en Orán a pesar de su condición de extranjero. Su intento
de fuga no significaba más que una bofetada a la solidaridad de sus compañeros;
si huía, los otros quedarían desamparados y por ende su vida misma; porque esa
pizca de paz que se atina a rozar en épocas de penuria, se alcanza tan sólo al
tocar la vida de los demás.
“Puede uno tener vergüenza de ser el único en ser feliz” 11 dijo Rambert a
Rieux cuando aún dudaba en escapar; sin embargo, la felicidad no lo aguardaba
en el exterior, Rambert lo sabía, comprendía que esta tragedia le tocaba vivirla
del mismo modo que a los ciudadanos de Orán. Al quedarse no renunciaba a la
felicidad, así como tampoco lo habían hecho Rieux y Tarrou; al quedarse
simplemente hacía caso a su corazón y lo engrandecía.
No obstante, permanece otra vergüenza, la del sobreviviente, el hombre
que en medio del caos encuentra una puerta abierta, ya sea por una acción
consciente o por cuestiones del azar. El que se salva subsistirá con esa culpa por
no haber perecido como el resto de sus compañeros. Y es sobre todo por eso que
la fraternidad adquiere una importancia crucial. Sólo a través de ella, la culpa, la
vergüenza del sobreviviente puede atenuarse.
Esto mismo sucede con Camus, quien después de mirar con horror los
efectos del nazismo, de reconocer en el hombre sus pasiones más perversas,
escribe una historia donde engrandece la condición humana. Kafka lo resume en
una frase: “La vergüenza de ser un hombre, ¿acaso existe mejor razón para
escribir?”12
10
Barthes, Roland, Variaciones sobre la literatura, pag. 93.
Camus, Albert, La Peste, edhasa, Barcelona, 2005, pag. 193.
12
Kafka en “El testimonio de los campos: entre realidad y ficción” por Esther Cohen, Revista
Fractal. www.fractal.com.mx
11
20
Camus vivió una infancia colmada de carencias, su padre murió en la Primera
Guerra Mundial cuando él era muy pequeño; su madre, una campesina española,
se vio obligada a ganarse la vida como sirvienta; Camus logró estudiar a base de
becas y al contraer tuberculosis se curó en instituciones de beneficiencia.
Durante la Segunda Guerra Mundial ingresó a la resistencia y creó un diario
clandestino llamado Combat, en donde se dedicó a denunciar el terror autoritario,
la discriminación y la injusticia económica. Una vez liberada Francia, se
convirtió en una voz en medio de la confusión después de tanta muerte y odio.
En ese entonces Camus se preguntaba: “¿Cómo reaccionar ante el mal sin caer
en otra forma del mismo mal? ¿Cómo combatir el mal oponiéndole la justicia, el
amor, la solidaridad humana, sin recurrir a ninguna esperanza trascendente, sin
apoyarse más que en la misma condición humana que parece tan débil y tan
frágil?”13 Y, como respuesta, apelaba a su condición de artista al afirmar que
había elegido la creación para escapar del crimen. En esta misma línea escribe El
extranjero con una clara descripción de la carencia de los valores humanos y una
actitud de rebelión solitaria, para así continuar con La Peste y el reconocimiento
de una comunidad cuyas luchas es necesario compartir. “Si hay evolución de El
Extranjero a La Peste, se produce en dirección a la solidaridad y
participación”14.
Según testimonios del propio Camus, La Peste es un símbolo de la ocupación, de
la evidente lucha de la resistencia europea contra el nazismo; la ciudad de Orán
se ve amenazada tal como Francia fue víctima de la opresión. Y a pesar de esta
13
Camus Albert en Ni víctimas ni verdugos de Carlos Liendre. http. Sinclair. Blogdiario,
Buenos Aires Argentina.
14
Camus, Albert en Variaciones sobre la literatura de Roland Barthes, pag. 96.
21
clara analogía, sumada a las declaraciones del autor que subrayan este
simbolismo, la obra puede ser leída sin el referente preciso del nazismo. Se
podría decir que es una de sus grandes fortalezas; La Peste encarna el mal
absoluto, y éste no necesariamente tiene que evocar en el lector un acercamiento
a la Segunda Guerra Mundial. La ciudad de Orán bien podría ser Serbia, Ruanda,
un campamento de refugiados o cualquier otra sociedad oprimida.
La Peste es en realidad el mal creado por el hombre mismo, es el egoísmo,
la guerra, la injusticia, el abandono y la traición. Nada existe fuera de este
mundo, de este hombre, es por eso que la salvación se halla en su interior.
Es aquí donde aparece la amistad como “el arma más eficaz para combatir
la soledad, la muerte en vida”15 Es a través de ella que la sociedad puede
regenerarse en un sentido más
humano y luchar por erradicar el
empobrecimiento de una vida vacía, abusiva e injusta. La amistad encarna uno
de los sentimientos por los que el ser humano encuentra sentido a su vida. Tal
como lo denuncia Rambert, son los grandes sentimientos los que cuentan, no las
ideas que conducen a acciones heroicas; si se es capaz de vivir y morir por amor,
entonces el hombre adquiere un tono privilegiado. Camus lo decía: “Se trata de
servir la dignidad del hombre a través de medios que sean dignos dentro de una
historia que no lo es”16. Y la amistad es uno de esos medios que nos ayudan a
resistir la perversidad del mundo.
Y dentro de este contexto, Vargas Llosa simplifica la tesis de Camus:
“Toda la tragedia política de la humanidad comenzó el día en que se admitió que
era lícito matar en nombre de una idea, es decir el día en que se consintió en
aceptar esa monstruosidad: que ciertos conceptos abstractos podían tener más
15
Vargas Llosa, Mario, Entre Sartre y Camus, ediciones huracán, Puerto Rico, 1981, pag. 89.
Camus, Albert, en Entre Sartre y Camus de Mario Vargas Llosa, ediciones huracán, Puerto
Rico, 1981, pag. 89.
16
22
valor e importancia que los seres concretos de carne y hueso”17. Y sin embargo,
La Peste es una novela de ideas, los personajes ponen en palabras lo que piensan
y en acciones lo que sienten. Pero es el lector quien retoma la superioridad del
sentimiento al lograr fundirse con la historia a través de las impresiones y
emociones que ésta provoca, dejando atrás a la razón como si fuese una efímera
montaña de humo.
La Peste nos plantea una posibilidad para acoger el mal sin convertirnos en
víctimas o verdugos del mismo, nos muestra una sociedad de hombres que, ante
el desastre, levantan la cabeza y los brazos. Los habitantes de Orán miran de
frente a La Peste, no la cuestionan ni discuten su absurdidad, la nombran como
tal y al hacerlo ésta adquiere un reconocimiento, es el nombre lo que le da
existencia, lo que la convierte en realidad pura. Y si la aceptan llanamente como
un hecho inmodificable no es por cobardía; los habitantes de Orán conocen la
destrucción inmediata y de valores incalculables que produce la enfermedad y,
ante esto, no huyen ni miran hacia abajo, al contrario, la enfrentan, la viven
como si ésta fuera “su realidad”, porque a fin de cuentas eso es y nada más.
La muerte de un niño es en cierto sentido inadmisible si no se piensa en el
absurdo; no existen justificaciones ni apreciaciones metafísicas que contengan el
dolor de un padre que mira a su hijo perderse en las tinieblas. El sufrimiento los
hace más fuertes y eleva el sentido de la fraternidad como única coartada ante la
catástrofe.
Y aunque la epidemia bien podría tomarse como una tragedia, la novela no
lo es en absoluto. La Peste narra la incursión de la enfermedad con cierta
sutileza, sus personajes reales, humanos y ordinarios habitan un mundo cotidiano
17
Vargas Llosa, Mario, Entre Sartre y Camus, ediciones huracán, Puerto Rico, 1981, pag. 97.
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sin llegar a las lamentaciones exageradas, al heroísmo desgarrador. A falta de
espectacularidad, el lector no puede más que conmoverse ante esa sociedad
virtuosa. Para Camus, la tragedia no posee matices ni explicaciones,
simplemente es. De ahí que la desgracia no se presente como una prueba enviada
por Dios para medir la calidad humana, ni siquiera como un acto positivo que
logra extraer del ser humano su parte más bondadosa. Esa carencia de ideas
metafísicas o religiosas, a pesar de los sermones del Padre Paneloux , quien,
después de todo y sin perder la fe, termina como voluntario para consolar su
alma, hacen que la peste sea un acto terrenal, verdadero, el cual únicamente
adquiere sentido al reconocerlo como tal.
En su discurso al recibir el Premio Nobel en 1957, Camus declaró:
“Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía
sabe, sin embargo, que no podría hacerlo, pero su tarea es quizá mayor. Consiste
en impedir que el mundo se deshaga”18 Tarrou también lo sabía, por eso
menciona a sus compañeros que su misión en la vida es propiciar ocasiones. Y
La Peste es tan sólo eso, una ocasión más para aprender que, en los hombres,
existen más cosas dignas de admiración que de desprecio.
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Camus, Albert en su discurso de aceptación del Premio Nobel, www.temakel.com
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CUENTOS
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Pachanga cerebral
Oigo voces en la cabeza. El terapeuta de Miguel piensa que podrían ser indicios
de esquizofrenia, es un estúpido. Es sólo una forma metafórica de decir que estoy
hecha bolas. Me subo al coche. Miguel habla por el celular, espera a que cierre la
puerta y acelera. Una voz me dice que me apresure, ya falta poco para la fiesta
de quince de Mariela, dos años y once meses. ¿Poco? Interrumpe otra voz más
gruesa ¿No te parece que exageras? No entiendes, no se trata de la preparación,
me preocupa la sonrisa con la que debo recibir a los invitados; no aparece. Te
complicas demasiado. ¿Llamaste a mamá para felicitarla? No, Miguel, lo olvidé,
mañana lo hago. Cambia de estación, encuentra una de Pink Floyd y le sube al
volumen. Has desayunado como cerda, dice una voz chillona, prometiste hacer
dieta, cuidarte de los postres, comer cuatro carbohidratos al día; son las nueve y
ya llevas tres, las matemáticas no se te dan ¿cierto? No la escuches, interviene
una tenue, te ves bien, el peso es lo de menos, ya tendrás tiempo para ocuparte de
eso, ahora concéntrate en ti, en Miguel y en ti, en Mariela y en ti, en Beny y en
ti, en regresarle a Jimena los vestidos de noche que te prestó, ya llevan más de
tres meses colgados en el clóset, o quizá en acomodar esas fotos en el álbum, haz
las cuentas, ya son casi dos años de imágenes arrumbadas en el cajón. Pon orden.
¿Y la vacuna de Beny? Llevas un año de retraso ¿Cuánto más piensas arriesgar?
¿Me vas a acompañar a Veracruz? Todavía no sé, Miguel. Pues decide ya, es
muy simple ¿quiéres venir conmigo o no? Toma una decisión por una vez en tu
vida. Miguel habla y yo pienso en la clase de natación del miércoles, no la podré
tomar, es el bautizo de Germán, debo llamarle al profesor a cancelar, ¿dónde
apunté su teléfono? Jimena seguro lo tiene, pero…¿y si me pregunta por los
vestidos? Dejaré plantado al profesor. Miguel me mira, presiento que espera una
respuesta de mi parte, no oí la pregunta, me mira y no tengo idea de qué decir.
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Me mira, temo pedirle que me repita la pregunta. En su lugar levanto los
hombros y alcanzo a susurrar un no sé. Miguel se pasa la lengua por los labios y
acelera. Alcanzo a percibir que mi respuesta no fue de su agrado. Llegamos al
colegio, entrega las llaves del auto al cuidador y camina hacia el salón de
maestros, nos invitan a pasar a un cubículo de cristal. En la mesa hay dos platos
de cerámica, uno contiene pasitas de chocolate, el otro cacahuates japoneses. Mi
mano se detiene a un lado de las pasitas. No agarres, dice la voz chillona de
antes. No le hagas caso, responde la tenue, pero los cacahuates se ven más
suculentos, si ya vas a engordar hazlo por algo que valga la pena. Pasitas.
Cacahuates. Pasitas. Cacahuates. Regreso la mano vacía y la dejo sobre el muslo.
Miguel coge un puño de cacahuates y se los mete de golpe a la boca. Me mira.
No descifro la intención de sus ojos, pero la imagino. Miro a la maestra que ha
comenzado a hablar. Mariela es respetuosa, conoce las reglas del salón y las
acata, posee buenas amistades, en matemáticas tiene problemas con la raíz
cuadrada, en deportes hubo un incidente… Mañana es el concierto de Keane,
invité a Susana, quedamos de vernos antes para tomar algo, una copa de vino,
no, mejor un tequila, suena bien. Y al final Mariela pidió disculpas. Miguel coge
otro puño de cacahuates y se los mete de golpe a la boca. Su ortografía es
excelente, se ve que tiene una escritora en casa. Me mira como si fuésemos
cómplices, como si estuviera dentro de mi cabeza, como si fuera testigo de las
horas que paso frente a la computadora, me fijo en ella, advierto que mueve la
cabeza en cámara lenta de arriba hacia abajo, sonríe, me da la impresión de que
es una marioneta, alguien la maneja por detrás, estoy segura, me paro, camino y
me asomo atrás de su espalda. No encuentro a nadie. Miguel me mira con
desconcierto. La maestra también. No digo nada. Regreso a mi silla y miro las
pasitas. En diez años ya no serás bonita, habla una voz rasposa, tendrás más
canas, una panza con celulitis, te enfermarás, artritis, alzheimer, un accidente,
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silla de ruedas, quedarás ciega, manca, atrofiada. Mariela obtuvo la mejor
puntuación en el certamen de conocimientos generales. Tengo la boca seca, trago
la poca saliva que encuentro y siento agruras. No tomé el azantac. Creo que eché
un paquete de tums a mi bolsa. Meto la mano, escarbo, una cartera, un estuche de
pinturas, una agenda electrónica, un papel doblado en cuatro, una llave suelta,
una envoltura de chocolate, un lápiz sin punta, encuentro los tums, cojo dos y los
mastico. Hago ruido a propósito con la boca y Miguel me mira. En la noche es la
cena en casa de Daniel. No quiero ir. No quiero poner buena cara. La maestra se
acerca a mi oído, me pregunta sobre la frecuencia de nuestras relaciones
sexuales, las posiciones que utilizamos, quién es el encargado de tomar la
iniciativa, quién el que termina primero. Deja de fantasear. A nadie le interesan
tus cuestionamientos, la vida es más simple de lo que crees. No es verdad, es tan
pesada como un trozo de acero, despierta, camina, duerme, respira, eso es,
respira, si te ahoga su mirada no lo mires, cierra los ojos. No te atrevas a hacerlo,
creerán que no te interesa la evaluación de tu hija, mantenlos abiertos, haz un
esfuerzo por una vez en tu vida. Levántate de la silla y lárgate de ahí.
Demuéstrales quién eres en realidad, no puedes ni seguir el hilo de sus palabras,
no te hagas la imbécil, no te interesa la evaluación de Mariela, no te interesa
nada, no seas cobarde y acéptalo. Tranquila, no seas tan drástica, ya falta poco,
aguanta unos minutos más, después podrás encerrarte en tu coche con las
ventanas cerradas, el aire acondicionado a todo y el disco que acabas de grabar.
Esto es demasiado, la maestra habla como si fuese una experta en tu hogar,
parece haber recibido el título de Licenciada en estudios de la Familia Alcántara,
que se vaya al carajo, ella y la maldita escuela, al carajo con todo, levántate de la
silla ¡Hazlo!
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Nos subimos al auto, Miguel arranca el motor. Entonces… ¿Me acompañas a
Veracruz? Me cubro los oídos con las manos. No escucho voces, sólo la mía.
Levanto los hombros y respondo: No sé.
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Aniversario
Metió la cuchara de plata en la sopa de cebolla, agujereó la cubierta dorada del
queso gouda y destrozó el pan remojado que estaba debajo, arrimó la nariz para
aspirar el vapor que salía del caldo, sus fosas nasales se ensancharon dejando
entrever una gota de mucosidad amarillenta entre los vellos oscuros, la punta de
la nariz se le encendió, un brillo grasoso hizo evidente las imperfecciones:
puntos negros, agujeros, una verruga púrpura. Meneó la cuchara dentro de la
sopa, sacó un trozo de pan con caldo, probó la temperatura con la punta de la
lengua, dos gotas se escurrieron hasta la barba, se pegó más a la cuchara, abrió
los labios y tragó mientras la garganta se le hinchaba; un hilo de queso fundido
se atoró entre los dientes, metió la uña de su dedo meñique y con un giro del
antebrazo lo echó de nuevo al caldo, se rascó la parte trasera del lóbulo izquierdo
antes de volver a meter la cuchara.
Gabriela lo observaba desde su lugar con la respiración agitada: después de
veinte años había encontrado una razón para dejarlo.
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Mi Valentín
Valentín tiene seis meses de edad desde hace más de un año.
Aunque parezca difícil de creer fue una decisión que ambos tomamos en
un momento de lucidez; él me miró a los ojos tiernamente y dijo (sin palabras,
obvio): mami preciosa y querida, ya no quiero crecer más. Y yo, muda de la
emoción, le dije (con palabras, obvio), así se hará, desde hoy tendrás siempre
seis meses de edad.
Sellamos el pacto con leche materna y lo celebramos con un banquetazo
que duró más de una hora. Valentín succionaba con fervor, emocionado con la
idea de no crecer, alternaba los pechos, levantaba las caderas y giraba el torso
sin soltar el pezón de sus labios, parecía un experto malabarista. Yo sonreía
extasiada.
Los primeros meses fueron de lo más divertido; las otras mamás me
cuestionaban acerca de la edad de Valentín y yo respondía en tono indiferente
siempre lo mismo: seis meses. Y entonces comenzaba el juego de halagos que
tanto nos deleitaba.
Pero mira qué grande está, ya lo viste cómo gatea, mi hija tiene ocho
meses y todavía no se sienta sola. ¿Qué le das de comer? ¡Sólo pecho!, te
envidio, mi leche se acabó a los cuarenta días. Tu hijo se ve fuerte y sano, te
felicito, eres una madre grandiosa. De vez en cuando me afligían esos
comentarios, las mamás se echaban en cara una infinidad de cosas que no habían
hecho por sus bebés y se lamentaban porque ellos eran normales, pero..¿qué
podía hacer yo?
Más pronto de lo que imaginé llegó el día de su primer cumpleaños oficial.
Yo me negué a realizar cualquier tipo de celebración. Es muy pequeño –
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argumentaba - le asustan los payasos, no sabe pegarle a la piñata y podría sufrir
quemaduras con las velas encendidas del pastel.
Después de mucho insistir, mis padres (abuelos novatos), se dieron por
vencidos. Sin embargo, ese día se presentaron en mi casa con regalos en los
brazos y un pastel de chocolate hecho en casa sin velitas; me quitaron a Valentín
de los brazos, y una vez alejados del enemigo, comenzaron a invadirlo de frases
tan cursis que hasta estuve a punto de vomitar.
Valentín, quien tenía todo el rostro manchado de lápiz labial, sonreía
hipócritamente, conocía sus opciones (yo misma se las había enseñado en un rato
de ocio):
a)
Escupir a la cara de los abuelos.
b)
Salir huyendo hacia el escondite más lejano.
c)
Ninguna de las anteriores.
Se decidió por la opción c. Sus abuelos estaban encantados y Valentín
fingía disfrutar de su compañía.
Esa noche dormimos más juntos que nunca, conectados con mi seno en su
boca, apuesto que nuestros sueños se encontraron.
Pero después de ese día las cosas comenzaron a cambiar. Dudo que yo me
haya equivocado, más bien me pregunto si habrá sido algún ingrediente del
pastel de mi madre lo que envenenó el corazón de Valentín. Se rebeló, me exigió
un cuarto con cama propia en donde dormir, un vaso decorado de plástico para
tomar leche de vaca, y amenazó con romper el pacto si yo no le cumplía sus
demandas. Acepté más que nada por desconcierto.
Hasta que un día todo terminó. Salimos a pasear al parque, Valentín
conocía las reglas y sabía que debía permanecer en su carreola todo el trayecto.
Los bebés de seis meses no caminan en público.
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Sin embargo se negó rotundamente, se bajó de la carreola en medio de un
berrinche escandaloso, gritó, pataleó y hasta me empujó.
- ¡Pato No! – gritaba enojado. Entonces comprendí que no valía la pena
suplicar. Hice a un lado la carreola, le tomé de la mano y nos fuimos caminando
de regreso a casa sin decir palabra.
Los días transcurrían y un deseo de venganza se apoderaba de mí, me
encontraba obsesionada con la idea de castigar a mi único hijo.
De pronto encontré la forma de hacerlo: vislumbré peleas constantes,
rivalidad, golpes y mi útero sonrió. ¿O es que existe algo peor que un hermanito?
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Entrenamiento
¿Eres feliz?, me preguntó mi vecino por la mañana al encontrarme corriendo en
la calle. Fue una pregunta, aunque lo dijo de tal manera que parecía una
afirmación: eres feliz, y en seguida se frotó las manos.
Yo llevaba una hora con dos minutos y 47 segundos corriendo, se lo dije
en cuanto me interrogó, él hizo una mueca de sorpresa y comenzó a sacudir la
mano como si quisiera espantar una mosca, aunque no había moscas, era sólo
una forma de manifestar su asombro, y entonces pasó un auto rojo e
inmediatamente después lo dijo: eres feliz. Digo lo del auto porque recuerdo que
al verlo pensé que yo nunca podría andar en un auto rojo, como que se requiere
cierta personalidad extrovertida para manejar por la ciudad en ese color, y yo no
soy de ésas; pensé también que quizá la gente que se compra un auto rojo es
menos complicada y por ende más feliz que las que los tenemos de colores
pastel, y fue en ese momento cuando mi vecino dijo: eres feliz.
Yo sonreí y asentí con la cabeza, ¿qué otra cosa podría haber hecho? Si
para él la felicidad es tan burda que se consigue después de correr diez
kilómetros, sería inútil ponerme a discutir. Nos despedimos. Llegué a la casa y
me senté frente a la computadora ¿Eres feliz?... teclee en automático, pero caí en
la cuenta demasiado pronto que esa frase ya la había leído antes, era el inicio de
miles de millones de ensayos publicados en periódicos y revistas.
Seguro a los pintores les sucede lo mismo, pasean por el campo, se topan
con el pico de un colibrí atorado en un cactus y lo primero que se les ocurre es…
¿salvarlo? Por supuesto que no, se apuran a traer un lienzo y retratarlo.
El otro día Ernesto me dijo que se iría de la casa si yo volvía a faltar a la
cita con el terapeuta. La amenaza no surtió el efecto que él hubiera deseado, pero
la anécdota ronda aún en mi cabeza como si fuese un zopilote hambriento y yo
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un cuerpo putrefacto. Pensaba en eso cuando mi vecino se perdió por el túnel de
la izquierda, ¿debí confesarle que llevaba dos años en terapia de pareja, que
desde la fiesta de aniversario de mis papás, hace once meses, no habíamos hecho
el amor, que últimamente me pasaba las tardes llorando recargada sobre la
ventana de mi cuarto mirando el jardín, que un día manejé durante cinco horas
seguidas por el periférico con mi ipod en los oídos a todo volumen y los ojos
rojos, tan rojos como el color de ese auto feliz que pasó entre nosotros?
Me hubiera respondido frases incompletas acompañadas por una de esas
miradas indescifrables, mezcla de compasión con a-mí-qué-carajos-me-importa.
Después de todo es sólo mi vecino. Me hubiera dicho adiós con una sonrisa
incómoda, yo me habría sentido una estúpida y definitivamente no estaría ahora
aquí escribiendo.
Son las nueve, miro el cielo negro que otras noches empaña el hueco entre mi
garganta y la boca del estómago y no siento nada, las estrellas parecen más
luminosas, This is the last time no moja mis ojos, huelo a pastel de chocolate
recién horneado, releo lo que he escrito hasta ahora, pienso en mi vecino y me
replanteo la pregunta …¿en este instante, sólo en este instante, eres feliz?
Me temo que sí.
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Calentamiento global
Al cinco para las siete me encontraba frente al oratorio vestida de blanco,
sandalias y el pelo recogido en una cola de caballo. Era la primera vez que asistía
a una sesión de meditación y sin embargo, no logré identificar un sólo síntoma
que denotara nerviosismo; era como si la meditación fuese parte integral de mi
vida cotidiana.
Un tapete de mecate a la entrada me hizo suponer que debía dejar los
zapatos ahí. Lo hice y caminé descalza hacia el interior. Dos hileras de taburetes
de madera clavados en el piso rodeaban el jardín Zen. En la esquina, una
montaña de cojines morados. Tomé uno, me senté encima y aguardé con las
piernas estiradas la llegada del maestro. Escuché el pitar de un grillo, el motor de
un avión, me crujió el estómago.
Un hombre de cuarenta y tantos se detuvo frente a mí. Lo recorrí con una
mirada desconcertada: sandalias de plástico, pantalones ajustados de mezclilla,
playera negra sin mangas con una calavera plateada al centro, brazos
musculosos, barba partida, labios gruesos, una diminuta argolla dorada insertada
en la nariz, ojos verdes, calvo. Digamos que esto último fue la única señal que
me hizo suponer que se trataba del maestro. ¿Tu nombre es?, preguntó con una
voz ronca, tersa como la arena. Se erizó mi piel. Blanco, respondí en un estado
similar a la hipnosis. ¿Blanco?, repitió confundido. Me sentía perdida;
demasiado tarde para remendar mi error. Blanca, quise decir Blanca, dije con la
voz temblorosa. ¿Has meditado alguna vez? No, nunca. De acuerdo,
comencemos, dijo mientras se acomodaba en un taburete a mi derecha, para
meditar no es necesario ninguna postura especial, la idea es estar relajado y tratar
de mantener los ojos abiertos, eso es importante. Sonrisa franca, quizá
demasiado descarada. Sinceramente lo que menos deseaba en estos momentos
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era cerrar los ojos. El hombre es un ente espiritual, dijo con la mirada clavada en
mi pecho. Una ola de calor invadió mis axilas. Tu espiritualidad proviene de
siglos atrás, del principio de las religiones, dios es puro amor… yo asentí con un
movimiento de cabeza antes de partir con él a un lugar remoto: el
estacionamiento, nos metimos dentro de su auto, un Civic azul plata, clavó la
mirada en mis pupilas con las manos deteniendo mis mejillas, acercó sus labios a
los míos, aspiré su aliento agrio y noté que mi deseo aumentaba, rozó mis labios
con los suyos, lamió la punta de mi nariz, me besó los párpados, la frente, lamió
mi cuello de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo, metódicamente, como si
hubiera una línea imaginaria que desembocara en mi boca húmeda y hambrienta.
El hombre posee tres atributos, regresamos al oratorio, la sabiduría, la voluntad y
el amor, las tres lo conforman en un ser íntegro, libre y honesto. Me desabrochó
la camisa, sus dedos largos liberaban cada botón con suma delicadeza, como si
fuese un arte al que debía entregarse con precisión, me acarició los pechos sobre
el brassiere, acercó su rostro, aspiró mi sudor encerrado entre los senos y me
lamió los pezones. Eres un ente espiritual, repitió de camino al oratorio,
¿Espiritual?, difícil de considerar en momentos como éste, tu cuerpo no te
pertenece, lo has tomado prestado para perfeccionar tu alma, ¿será que el mío lo
tomé del Departamento Clandestino de Prostitutas Adictivas (DCPA)?, sólo así
me explico la calentura. Se había desabrochado el pantalón, tomó mi mano y la
colocó sobre su pene terso y erecto, lo acaricié, obediente, mientras sentía que
mis calzones se mojaban cada vez más, me trepé encima de él abrazándolo con
mis piernas, presionando con la cadera. ¿Por qué sufre la tierra?, preguntó de
vuelta al oratorio, el agua escasea, los bosques se ven amenazados por incendios
imprudentes, se contaminan los océanos. ¿En qué momento se transformó esto
en una clase de ecología? No lograba hilar las ideas, me preguntaba qué relación
existía entre la voluntad del hombre, su estado espiritual, mis pezones erectos y
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los incendios forestales. No hallaba respuesta. El desconcierto me impedía
volver al auto, mi mente se había empeñado en descifrar el enigma como si fuese
un imperativo, una cuestión de vida o muerte. Me volví a interrogar sobre una
supuesta conexión entre la escasez del agua, el amor como atributo humano y la
sudoración excesiva dentro de mi ropa interior. Aturdida, decidí enfocar mi
mente en la meditación, hice a un lado los cuestionamientos, el Civic azul
plateado y me dispuse a escuchar sin descubrir un sentido en especial, por el
simple placer de oír su voz de mantequilla. La respuesta salió de sus labios
abruptamente mientras hablaba de la primavera, los cambios climáticos, la
sequedad de los lagos: el calentamiento global. Lo repitió elevando el tono de
voz: calentamiento global, una vez más en un tono bajo, casi como un murmullo
: calentamiento global. Entonces comprendí, aliviada, mi estado carnal, las altas
temperaturas de mis huesos, la exacerbada imaginación. Miré mi reloj, faltaban
tres minutos para terminar la sesión, huimos al auto e hicimos el amor en el
asiento trasero.
¿Cómo te sientes?, preguntó mientras salíamos del oratorio. Bien, muy
relajada, respondí, alisándome el pelo con la mano. Si gustas, mañana habrá otra
a la misma hora. ¿Otra? ¿Por qué no? Dos encuentros en el Civic y sin duda
regreso como nueva a mi matrimonio. Seguro, aquí nos veremos mañana,
gracias.
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El terror nocturno se mudó de habitación
Durante veinte años he sido presa del terror nocturno. Cada noche, como un
hábito inquebrantable, apago la luz y huyo a velocidad de guepardo a refugiarme
en mi santuario. Una vez ahí, bramo en silencio como único consuelo.
De pequeña, intenté en vano colocarle un caparazón para alentar su paso y
apurar el mío; opté también por aturdirlo, lanzando cual pulpo, chorros de tinta
negra en forma de nubes. Una cortina de humo nos distanciaba y yo, que debía
aprovechar el instante para escapar, me ocupaba en toser. Una noche hasta probé
el mimetismo, me vestí con un pijama verde exactamente del mismo color de
mis sábanas y me quedé quieta toda la noche, amanecí con los músculos
atrofiados y un olor a cilantro impregnado en mi almohada.
Noche tras noche se aparecía hambriento en mi habitación, masticaba mis
huesos, exprimía mis articulaciones y destrozaba mis pantuflas.
Jamás logré vencerlo.
Y sin embargo hoy, veinte años después… ha desaparecido.
Ya no huelo sus heces, su aguijón venenoso, no palpo su piel escamosa ni
su estrecho hocico, ya no me rozan sus pezuñas debajo de la cobija.
El enemigo se transformó en polvo.
De pronto escucho un grito que proviene del cuarto de mi hijo. Sonrío
aliviada. El terror nocturno se mudó de habitación.
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Desayuno
Es miércoles por la mañana, me sirvo una taza de café y me acomodo en la mesa
de la cocina para leer el periódico. Un señor llamado Andrés saltó a las vías del
tren para rescatar a un extraño que accidentalmente había caído en ellas. El tren
pasó justo encima de su espalda y ambos lograron sobrevivir. De acuerdo a
estudios científicos, un acto de heroísmo de tal magnitud es provocado por las
llamadas “neuronas espejo”, encargadas de hacer que uno sienta lo que la otra
persona experimenta. No obstante, un biólogo reconocido de la Universidad de
Nueva York opina que los procesos cerebrales no intervienen en este tipo de
actos, la reacción se daría demasiado tarde para salvar al sujeto; los actos
heroicos, agrega, son impulsos que se siguen espontáneamente a causa de una
información genética determinada. Lo más extraño del caso es que Andrés se
encontraba junto con sus dos pequeñas de cuatro y seis años; según los expertos,
el poder de la dinámica padre-hijo debiera superar a cualquier tendencia de
ponerse en peligro para salvar a un desconocido.
Termino de leer, tomo un trago de café e imagino a las niñas de Andrés:
una rubia de trenzas, la otra pelirroja con el cabello sujeto por una peineta,
ambas vestidas de uniforme, falda a cuadros verde con azul marino, camisa de
botones blanca, calcetas largas hasta debajo de las rodillas y zapatos negros de
goma. En una mano sostienen una bolsa de plástico con su lunch, en la otra…la
mano de papá. Llegan con cinco minutos de anticipación a la parada. Detestan el
rechinar de las ruedas del tren, es un ruido muy estruendoso, les recuerda la
noche que mamá se disfrazó de bruja para la fiesta de la tía Celia, no la
reconocieron, ella se carcajeaba como parte de esa personalidad ilusoria, risas
que causaron tal destrozo en el sueño de las niñas que por meses tuvieron que
dormir en la cama de sus papás. Cuatro minutos para la llegada del tren, las niñas
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miran las vías y en sus ojos se logra percibir un hilo de angustia que las fusiona a
pesar de encontrarse Andrés de por medio. Dos años de diferencia que en este
segundo pasan desapercibidos. Regina nació primero, cesárea, venía sentada y el
médico no quiso arriesgar, un llanto asiduo por las noches mientras que en el día
hibernaba, mamá no sabía cómo intercambiar el horario, probó de todo: aumentó
el volumen del televisor durante las horas diurnas, transportó la cuna a la cocina
y una vez ahí, encendía la licuadora por largos períodos de tiempo, por la noche
la bañaba en agua tibia con hojas de lechuga; no fue hasta que siguió el consejo
de la vecina que el hábito se rompió: Anel habló con su hija como si fuese un
adulto, le explicó que cuando sale la luna es momento de azotar la cabeza en la
estúpida almohada, y que al salir el sol, y sólo al salir el sol (frase que repitió tres
veces) tiene permiso de abrir los malditos ojos. A partir de esa charla, Regina
comenzó a llorar durante el día, pero a cambio, por la noche dormitaba. Dalia
llegó dos años después, cesárea con una complicación en los pulmones, una vez
en casa, mamá no esperó cinco minutos para hablar con ella y con las mismas
palabras que había utilizado con Regina, le hizo entender la relación entre las
estrellas y la rutina de la especie humana. Lo que mamá ignoraba es que Dalia no
requería esa explicación, su dócil temperamento que años después la llevaría a
convertirse en una adolescente retraída y poco comunicativa, le hacía
comportarse como una bebé casi invisible; jamás lloró, ni siquiera el día de su
primera vacuna.
Tres minutos y medio. Las manos de Andrés transpiran, siente comezón en
la nariz, desea rascarse pero para ello debe soltar la mano de una de sus hijas.
Andrés sabe lo importante que es para ellas en este preciso instante, sabe de la
fobia que experimentan al estar paradas frente a las vías y por eso mismo,
posterga la paz de la nariz. Andrés conoció a Anel mientras laboraba como
taxista, ella pidió que la llevara a la calle de Sonora, debía comprar fertilizante
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para exterminar una plaga de gusanos que había invadido el ficus de su azotea.
Anel es especialista en jardinería, estudió en la Escuela Superior de Botánica y
se graduó en 1999, año en que Andrés abandonó, por falta de
recursos
económicos, sus estudios de administración. Desanimado pero consciente de la
situación, se matriculó como taxista. Dos años después se encontraba
transportando al amor de su vida. En el semáforo entre Juan Escutia y Atlixco la
pasajera fue presa de un asalto, le quitaron la bolsa y le golpearon el rostro,
Andrés intentó defenderla pero se vio amenazado con una pistola en la sien. De
ahí a la delegación, lunes, martes, vuelva el fin de semana, los trámites no
parecían tener fin, un café después de levantar el acta, una charla en la banca de
espera, una salida al cine, el primer beso. Andrés nunca había experimentado tal
pasión, pensaba en ella día y noche, en sus hombros perfectos, los brazos
delgados y suaves como tiras de papel; varias veces se descubrió con una
erección que debía disimular ante sus clientes metiéndose las llaves en la bolsa
delantera del pantalón. Ella vivía alborotada, con manchas de sudor en la playera
y el sexo empapado, comía poco, dormía mal, pensaba en él, en sus ojos grises,
su vientre desnudo y velludo, plano como el horizonte. Ambos se suplicaban más
tiempo, y cuando al fin las horas condescendían, se entregaban uno al otro con el
arrojo inconfundible de un par de amantes novatos. Un año después se casaron.
Regina y Dalia no tardaron mucho en entrar a escena.
Tres minutos. La comezón continúa. Las relaciones sexuales con su mujer
bajaron de intensidad. Anel argumentaba estar extenuada, de noche no dormía,
se quejaba de las niñas, del trabajo que representaba cuidarlas, educarlas,
alimentarlas. Andrés intentaba convencerla, hacer el amor sería un alivio para
sus huesos, se sentiría como nueva, las niñas seguro lo apreciarían. Anel cedía
sólo en contadas ocasiones. Andrés se masturbaba en el baño. Una vez olvidó
cerrar la puerta con llave y Regina lo sorprendió. Papá no supo explicar
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correctamente las cosas, le habló de más. Anel se puso furiosa, se alteró y le
aventó un vaso de cristal; una pequeña herida en la frente, corrieron al sanatorio,
tres puntadas y una cita con el terapeuta familiar. Regina lo visitaba cada lunes,
hablaban de mamá, de papá, del colegio, de los niños y sus juguetes. Regina
disfrutaba ir, sobre todo por la paleta de caramelo en forma de flor que le
regalaba el doctor al finalizar la sesión. Cuatro meses después, el terapeuta les
aseguró que del “accidente” en el baño no quedaban estragos en la mente de su
hija. Regina dejó la terapia. Se olvidaría de ella hasta el día de su primera
menstruación a los diez años. Entonces recordaría al doctor y se masturbaría por
primera vez con la almohada entre las piernas.
Dos minutos. Dalia mira a papá, le sonríe, Andrés no se da cuenta, tiene
perdida la mirada. Dalia lo ama, le gusta armar rompecabezas con él, acostarse
en su pecho y escucharle contar las vidas de los pasajeros que transporta en el
taxi. La señora que labora de maestra en una escuela de extranjeros, enseña
español a niños chinos que traen sushi de lunch. Dalia ríe. Andrés la abraza y le
hace cosquillas en las axilas. El joven vegetariano que trabaja de cocinero en una
taquería y a cada rato corre al baño a vomitar. Dalia hace gestos repulsivos y él
la llena de besos. El viejo arrugado que camina con bastón, pide a Andrés que
apague la radio y no habla en todo el trayecto, las manos le tiemblan y mira la
ventana con ojos llorosos. A Dalia también se le ponen los ojos rojos, no sabe
por qué.
Un minuto. Anel llega tarde a casa esa noche, cierra con cuidado la puerta,
son las doce. Andrés la espera despierto. La mira y comienza a interrogarla, ¿por
qué a esas horas?, ¿por qué no llamó?, ¿dónde estaba? Ella se enoja, le grita, le
habla de libertad y se suelta a llorar. Él quiere consolarla, se acerca y pone un
brazo sobre su espalda, ésta se mueve, lo rechaza, su mano cae y una tristeza le
cubre la piel. Me acosté con otro, suelta ella. Andrés no alcanza a comprender el
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sentido de las palabras, le pide que lo repita, ella traga saliva, se limpia las
lágrimas y vuelve a decirlo: me acosté con otro. Esta vez las palabras retumban
como disparos de metralleta. Andrés se tapa los oídos, no desea escuchar más, le
tiemblan las piernas y siente un deseo irresistible de ir al baño, corre al escusado,
orina mientras las lágrimas se deslizan por las mejillas, el llanto se hace cada vez
más fuerte, se tira al suelo y continúa gimiendo con el pantalón desabrochado.
Treinta segundos. Un extraño sufre una convulsión, cae a las vías del tren
junto con su portafolio. La gente de la tarima grita, se miran desesperadas unas a
otras. Se escucha el pitar del tren. Regina y Dalia aprietan la mano de papá.
Andrés duda una fracción de segundo, se suelta con brusquedad de las pequeñas
y salta a las vías. Abraza con su cuerpo al desconocido, hace un cálculo
matemático y baja la cabeza. Se equivoca. El tren pasa por encima de ellos. El
extraño sobrevive. Andrés también.
Tomo un trago de café, está frío, me levanto para servirme otra taza y alcanzo la
sección de deportes.
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Paciente
Sala de espera del dentista. Cierro los ojos. Parados detrás de la puerta, su
espalda recargada en ella, yo de frente a él, deja olerte, susurra, levanta mi brazo
y arrastra su nariz por él hasta detenerse en la axila, me pasa lo que a ti, el fin de
semana me encuentro bien pero te veo y me vuelvo loco…
Señora Fernández. Abro los ojos. Puede pasar.
No soy Sra. Fernández. Cierro los ojos. De nuevo detrás de la puerta, yo
de frente a él, deja olerte, susurra, levanta mi brazo y arrastra su nariz que se
detiene en la axila, me pasa lo que a ti, el fin de semana me encuentro bien pero
te veo y me vuelvo loco, ven, acércate más, esos labios tuyos me matan, quiero
hacerte el amor…
Señora Martínez. Abro los ojos. Pase por favor.
No soy Sra. Martínez. Cierro los ojos. Puerta, deja olerte, mi axila, me
vuelvo loco, ven, esos labios, quiero hacerte el amor, vamos enfrente al hotel, no
aguanto más, bésame, sí, quítate la playera, la puerta está con llave, ¿te da
vergüenza?, tus senos son hermosos, deja sentirlos…
Señora González. Abro los ojos. Adelante.
No soy Sra. González. Cierro ojos. Puerta, deja oler, axila, labios, hacerte
el amor, hotel, no, bésame, quítatela, tus senos, hermosos, deja sentirlos, mira
cómo me tienes, siente, dame tu mano, ven, acerca tu oído, te quiero decir algo,
en el oído, sí, te amo, preciosa, te amo…
Señora Beltrán. Aprieto los dientes. No abro los ojos. Señora Beltrán. Me
vale. Que se espere. No abro los ojos. Señora Beltrán ¡Qué insistencia! Ahora no.
Señora Beltrán. Me rindo. Desenredo mis piernas, finjo un bostezo y abro los
ojos. Disculpe Señora Beltrán, el doctor está un poco atrasado, se ha presentado
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una emergencia y no sabe cuánto tiempo tardará ¿Le gustaría regresar la próxima
semana o continúa esperando…?
Cierro ojos. Mis labios se estiran involuntariamente. No puedo verlos pero
podría jurar que se trata de una sonrisa.
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Café con leche
Entro al café vestida como siempre, pantalones de mezclilla flojos, mocasines
café maple y camiseta blanca; el cabello suelto electrizado, las puntas
maltratadas, treinta canas ocultas en el tinte y treinta más dispersas entre el fleco.
No se me antoja más que un café americano sin azúcar ni leche, negro o casi
negro, amargo, distinto al limón, amargo como la alarma del despertador que
suena todas las madrugadas a esa hora con dieciséis minutos.
Se me ocurre que quizá, si consigo un trabajo rutinario, cajera del
supermercado, repartidor de periódicos, telefonista… Amelia no coincide
conmigo, cree que eso es soñar alto, aspirar a demasiado; para ella no hay más
que un caballito de vodka o un frasco de Tafil.
Me imagino sentada en cuclillas sobre el tejado de una casa, es un
suburbio estilo americano, de esos artificiales, construido para servir como
escenario de una película. No sé cómo he llegado ahí, no soy un personaje de la
trama, no soy un extra, no formo parte del equipo de limpieza aunque me
gustaría. Desde arriba la calle aparenta ser de corcho, veo un gato que se trepa al
camión de la basura y coge con sus dientes un trozo de queso añejo. Las
personas no caminan, se quedan de pie por un tiempo indefinido, mueven los
brazos de arriba hacia abajo, giran la cabeza, se rascan y tosen, pero no caminan.
Vodka o Tafil.
Por la tarde mi departamento está exento de polvo, lo han limpiado con
eucalipto, cloro y amoniaco, las ventanas deslumbran, son murallas
transparentes, gigantes. Mis cristales son distintos, se rompen, hacen ruido, se
me clavan en el riñón, en la boca del estómago, en el paladar. Cuando estornudo
temo que salgan volando, que caigan sobre el adversario, que le corten la muñeca
a la sirvienta o a la señora operada del busto, la del cabello alaciado, las uñas
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largas pintadas de morado y el anillo de oro, la misma que se levanta todas las
mañanas a las seis con dieciseis minutos, la que arroja su ropa sucia al cesto de
mimbre, apunta a la cocinera el menú de la comida y vuelve al medio día cuando
el cesto de ropa se ha vaciado.
No reconozco mi habitación, las almohadas gruesas, son dos, dos lavabos,
una tina de mármol, cuarenta metros cuadrados de sacos, vestidos, pantalones y
faldas.
Se reían de mí la otra tarde, les explicaba con un ejemplo idiota lo que me
pasa: asciendo por una escalera eléctrica en una tienda departamental, de pronto
la máquina falla, se detiene, dejo las bolsas con mercancía nueva en los
escalones y aguardo a que la electricidad retome su curso, no me percato de que
puedo seguir subiendo a pie, me quedo petrificada como los maniquíes de la
vitrina, sólo las pupilas se desplazan a la derecha, a la izquierda, más a la
izquierda, dos metros aún más, suben y bajan, me mareo y aguardo, aguardo
inmóvil a que la máquina vuelva a funcionar. Vodka o Tafil.
No pienso que algo extraordinario me hará cambiar de actitud, al contrario, será
algo nimio, tenue como el sonido de las hojas marchitas en otoño, la última gota
que cae cuando la llave de agua se ha cerrado, la mirada incierta del labrador; y
ni siquiera, será algo aún más banal, menos poético, un tropezón al bajar del
auto, un manojo de caramelos, una taza de café con leche.
Me acerco al joven de uniforme verde detrás de la caja registradora, me
cuesta hablar, sé lo que deseo ordenar, lo llevo en la punta de la lengua, es
complicado, las palabras sudan, se exprimen, se vuelven almíbar. Trago saliva y
con ella, el jugo de la banalidad. No me queda más remedio que ordenar pura
mierda.
- Un café, negro…
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Martes ocho y media
Se decide por una clase de pintura estilo libre. Los ojos de la profesora la
interrogan sobre ese cuerpo voluptuoso que ha trazado con carboncillo, la
mancha que pretende ser un ramillete de flores, la falta de prudencia al asistir
vestida de blanco. Ella justifica lo de la mancha y no se ocupa por resolver las
demás interrogantes. No son flores, es una bolsa de celofán. Se pone a tallar con
las yemas de sus dedos, percibe cómo se borra la línea divisoria entre la figura y
el espacio en blanco, aparece un gris templado, se vuelve evidente el placer que
experimenta al borrar, talla los senos con los labios apretados, la curva de la
cadera ampliando las fosas nasales, se recarga en la mesa para incrementar la
intensidad de la fricción, mueve el brazo entero desde el hombro hasta la delgada
muñeca; el cuerpo voluptuoso ha quedado difuso mas la bolsa de celofán
continúa intacta. Los ojos de la profesora se posan de nuevo en su dibujo. Lo
examinan como si fuese una operación matemática con sólo una posibilidad de
acertar el resultado correcto. Aprueban la imagen difusa, no así el negro intenso
de lo que les parece ser un ramillete de flores. Insisten en la imprudencia de la
vestimenta blanca. Salió de casa por la mañana, planeaba regresar antes de la
clase de pintura, darse un baño, calentarse un plato de sopa instantánea, cortarse
las uñas del pie y ponerse esos pantalones de mezclilla viejos y la playera azul
marino con el agujero en la axila, la misma que utiliza cuando se acuerda de
cambiar la tierra de las macetas; sin embargo, sus planes se vieron estropeados
por una llanta ponchada y una lluvia torrencial, que, por suerte, no acontecieron
al mismo tiempo. Le explicaría esto a la profesora si sus ojos no tuvieran ese
color marrón idéntico a las heces del perro de la vecina. Haría movimientos con
las manos para exagerar el sonido de los rayos que retumbaban mientras ella se
cobijaba indefensa debajo del techo de la carnicería, hasta se taparía las narices
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para transmitirle lo desagradable del asunto: los zapatos empapados, el cuchillo
escarbando la grasa amarillenta de lo que en su momento fue parte del vientre de
la vaca, las gotas de sangre en el piso de barro, la fila de mujeres en espera de un
kilo de esa porquería, el viento helado. Si el color de sus ojos fuese distinto,
quizá ella haría un esfuerzo. No son flores, es una bolsa de celofán. La profesora
la invita a probar nuevos tonos, un tallado menos violento en ciertos lugares y en
otros intensificar el color, jugar a inventar grises y negros. Pinta unas líneas en la
parte superior del cuerpo difuso, simula un cuello redondo con doble papada.
Pone las yemas de los dedos y comienza a tallar. Lo hace con movimientos
circulares, controlados, limitando la fuerza de su mano, se aburre. Advierte que
la profesora camina en dirección al baño y se lanza bruscamente sobre el papel,
talla con ambas manos al mismo tiempo, un hilo de saliva se escapa de sus labios
y cae en la bolsa de celofán, no hay tiempo para limpiarlo, talla con el antebrazo,
el codo, se le antoja meter la cara, deshace la doble papada con su barba, se
mancha las mejillas, la frente, arrastra su nariz de una punta a la otra, aplasta el
lóbulo de su oreja izquierda, lame el negro intenso del celofán. Oye azotarse una
silla plegadiza. Suspende el tallado. Mira de reojo al baño, la puerta continúa
cerrada. Se lanza de nuevo con todo, exprime su cara en el papel, empalma los
labios en lo que serían las extremidades inferiores, sacude su cabello encima del
contorno de los hombros, coge la hoja entre las manos y frota su cuerpo blanco
con ella, negras las axilas, negro el vientre, negra la ingle, negros los muslos. Le
es difícil determinar las líneas divisorias entre la hoja y su cuerpo. Ve grises y
negros, tal como la profesora le aconsejó. Oye pasos que se acercan. Su corazón
aún respira agitado. No son flores, es una bolsa de celofán, se repite mentalmente
mientras siente cómo unos ojos horrorizados se clavan en su ropa manchada.
Piensa que si la profesora no puede distinguir la diferencia entre esos dos
objetos, sería demasiado esperar que la entendiese. Escucha los reclamos que le
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huelen a encierro al tiempo que recuerda que se trata de una clase de dibujo libre.
Libre. Tolera los insultos, el tono de la voz y lo púrpura de sus pupilas. Tolera
porque ya nada puede reprimir la euforia que aún experimenta, la locura de
haberse convertido en su propio lienzo, la necesidad de ensuciar sus ropas
blancas como si fuese una niña que al salir del colegio se regocija dentro de un
charco mugroso que empaña su vestido blanco de encaje. La profesora le ha
pedido que se marche y no vuelva más. Señala con su dedo la puerta y no lo baja
hasta que ella da el primer paso. Lleva el dibujo en la mano derecha y su bolsa
recargada sobre el hombro izquierdo. Antes de salir se detiene en el espejo de
cuerpo completo situado a un lado de la puerta. Si no fuera por esa mueca
inconfundible de los labios podría mezclarse entre las víctimas de un accidente
fatal y pasar por sobreviviente. Mas la mueca la delata. No quedan lesiones en el
cuerpo, sólo los restos de adrenalina que aún circulan entre sus huesos. Ha vuelto
a llover, cruza la acera y compra una docena de rosas rojas envueltas en papel
celofán.
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Duele el amor
Amanda afina la mirada por el retrovisor para identificar la zeta. El rojo milano y
la marca coinciden, al volante un hombre con gafas oscuras, a su lado un asiento
vacío. Justin Timberlake le sacude la cola de caballo.
La música que oyes es de funeral, dijo él, está buena pero te pasas, me deprimo
sólo de prender el estéreo. Amanda no supo qué contestar, apoyó el pie sobre el
barandal y con la mochila en la espalda se amarró la agujeta.
Se conocieron la tercer semana de agosto, ella le grabó un CD con una
selección de música cuidada hasta la exageración. Había perdido dos tardes, una
en hacer la lista, primero a lápiz con tachones y manchas de coca cola, después
en la pantalla; la otra en grabar el CD. Quería causar una buena impresión, se
había hecho a la idea de que al terminar de escucharlo, él caería rendido a sus
pies, le daría un aventón después del colegio y una cuadra antes de llegar a casa
se detendría para besarla.
El hombre de gafas oscuras resulta un estafador. La zeta no aparece en la
placa. Amanda acelera.
El sábado en la madrugada, después de aventar su playera al asiento
trasero del Civic rojo milano y desabrocharse el pantalón, lo admitió: su música
favorita podría servir de fondo en un velorio. Quedaron al descubierto sus
muslos, cogió la mano de él y la colocó en su entre pierna. Oían la nueva de
Black Eyed Peas.
Para cuando el noviazgo terminó (un lunes a las cuatro sonó el celular, le
dijo que era una buena persona, que la quería pero…) Amanda había creado doce
CD´s con el tipo de música que él aprobaba. Los oía en el Pontiac negro con los
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ojos tristes y las manos aferradas al volante. Aleks Syntek le comía las lágrimas
mientras ella se mordía las uñas y la piel de alrededor.
Las primeras noches de diciembre fueron un infierno, escribía en su diario
frases desgarradoras, casi no cenaba y se metía adentro de las sábanas más
temprano de lo usual.
Le dio entonces por buscar el rojo milano en cada semáforo, acelerar y
rebasar cuando distinguía uno de lejos, estuvo a punto de matarse en más de una
ocasión, la vista le fallaba, la zeta era un cuatro y el talón se le acalambraba en el
pedal. Le dio por recorrer las mismas calles, por estacionarse en doble fila al
frente de ese café, por conducir a diez kilómetros por hora con la cara embarrada
a la ventana viendo pasar un montón de desconocidos. La zeta al inicio de la
placa certificaba el hallazgo, lo convertía en posibilidad, dos líneas horizontales
unidas por una diagonal, una simple letra, suplicaba con los dedos cruzados.
Van a dar las siete. Amanda gira el volante hacia la izquierda para tomar la
lateral y volver a casa. Un Civic rojo milano se le adelanta por la derecha, ella
disminuye la velocidad para cerciorarse de la placa sin prestar atención al
Corolla verde que casi se estampa contra su cajuela. Pendeja, le grita el
conductor con el torso afuera de la ventana. El Civic cambia de carril, el Pontiac
acelera, Shakira ameniza la persecución, una direccional, dos bocinas, una vuelta
prohibida, el freno de mano la salva de subirse al camellón.
Al día siguiente aparece una noticia en el periódico: Se estima que hay
más de cuarenta mil Civics circulando por el Distrito Federal. El color de mayor
demanda es el azul metálico seguido por el rojo milano.
Amanda toma la primera plana del periódico, pero no llega a leer esa
noticia. Se le nota exhausta y con los ojos abultados. Se toma el jugo de naranja
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de un solo trago. Enciende el Pontiac negro. Linkin Park le sacude la cola de
caballo. Un Civic rojo milano circula por el carril de su derecha. Amanda
acelera.
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En busca de un pavo real
Bajo la ventana y le pregunto al señor del auto amarillo por la Gandhi de Miguel
Ángel de Quevedo. Se toma su tiempo para responder, el semáforo aún tiembla
en rojo pero podría ponerse verde en cualquier instante. Me da la impresión que
conoce la zona como la palma de su mano y aún así no se anima, es como si la
pregunta en sí le hubiera decepcionado; aguarda unos segundos más, dirige una
mirada efímera a mi playera a la altura de los senos y suelta la respuesta.
Tomo a la derecha, atravieso dos cuadras y me topo con un parque,
alcanzo a divisar la G de la librería a lo lejos. Creo entender la decepción del
señor. Maneja por Insurgentes después de una larga y tediosa jornada laboral, el
tráfico está de la mierda, el aire acondicionado no funciona y su camisa azul es
un trapo empapado. Una mujer baja la ventana de su auto, las posibilidades se
despliegan como la cola de un pavo real, ¿por qué no? ¿acaso la vida no está
colmada de encuentros fortuitos?
Y de todos lo colores del abanico escojo el negro, el que se confunde con
sus ojos, el que te hace perder el interés y en ocasiones hasta bostezar; por eso la
actitud de derrota, por eso se dilata en darme las indicaciones precisas para llegar
al sitio; porque le cae el veinte que ese encuentro no tiene nada de fortuito, que
no marcará su vida ni le alegrará el resto del día.
Hace dos meses recibí un mail de una revista, leyeron los cuentos que les mandé,
fueron aprobados por el consejo editorial y han decido publicarlos en el próximo
número. No conozco a los del consejo, no sé absolutamente nada de ellos,
podrían tratarse de una banda de mentecatos con la hormona a flor de piel, en el
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mejor de los casos se turnaron los cuentos para metérselos al baño mientras se
masturbaban con la mano libre. Me puse feliz.
La emoción me duró todo el día, le conté a Celia y a mi mamá, le mandé
un mail a Jessica que vive en España. Me escribieron nuevamente de la revista
para pedirme unos datos. Me quedé clavada en el Internet toda la mañana en
espera de otro mail. No recibí ninguno, ni de la revista, ni de Jesica, tampoco de
otra publicación a la que no he mandado mis cuentos.
La Gandhi está a reventar de libros, hacía más de diez años que no pasaba por
ahí y me sorprende. Me compro una botella de agua fría y pregunto por la
sección de revistas. No encuentro la que busco, un dependiente me ofrece ayuda,
no recuerdo el nombre de la revista, la de la banda de mentecatos, se me ocurre
decirle. La hallo en una esquina, detrás de una de motocicletas. La hojeo de pie,
leo un párrafo de la nota editorial y echo una mirada a la cafetería, nadie me
devuelve la mirada. Leo el nombre de los editores, no me suenan. Busco una
mesa, extiendo la revista y la recorro hoja por hoja. El mío está en la veintisiete.
Ocupa una cuarta parte de la página. Me pongo feliz.
Releo el texto cuatro veces seguidas, descanso sólo para tomar un trago de
agua helada y echar una mirada dispersa al lugar, lo hago tan de prisa como
puedo, no quiero dar pie a ningún tipo de intercambio gestual, no quiero
decepcionarme por no hallarlo.
Me bebo el resto del agua de un jalón, cierro la revista, leo un par de veces
el título haciendo esfuerzo por guardarlo en mi mente. Experimento cierta
pereza.
Ya nada me retiene en este lugar. Ningún pavo real parece estar
acercándose. Pago el ejemplar y salgo de la librería.
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Me arrepiento en cuanto piso la calle. Camino de vuelta, extraigo un papel
de mi bolsa, garabateo unas cuantas frases, pido al cajero un poco de pegamento,
pego el papel sobre mi cuento, acomodo la revista justo al centro, haciendo a un
lado las demás.
Recorro la privada donde estacioné el auto con una sonrisa demasiado
obvia, el corazón me palpita como si hubiera cometido una tremenda travesura.
Me sorprendo al ver una pluma verde con anaranjado tirada en la acera al
pie del auto. Es bastante pequeña. Podría ser de uno de los pájaros que
revolotean encima de esos árboles.
Enciendo la marcha sin perder la sonrisa. El abanico de posibilidades que
ofrece un pájaro no debe menospreciarse.
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Es mi turno
Es mi turno, reparto las copias, me acomodo en la silla y leo. Ningún
comentario, ni siquiera el carraspeo de una garganta. Mi texto ha concluido, ya
no hay más letras impresas, giro la hoja para rectificar. Ningún comentario, ni
siquiera un celular que vibra. Pienso en dos opciones: o mi cuento es tan
conmovedor que ha dejado mudo al salón, o… es una basura. La profesora se
toma exactamente diecinueve segundos para externar su opinión. Está padre,
tienes una coma que sobra en el segundo párrafo y un verbo mal conjugado en la
última oración ¿Alguien tiene algo que decir? Ningún comentario, ni siquiera la
envoltura de un chicle. Es el turno de Selena, reparte las copias, se acomoda en
la silla y lee. Ocho manos se levantan.
No es la primera vez, ya van dos cuentos de mi autoría que se discuten en
menos de un minuto. Los de Selena ocupan tres cuartos de hora y en ocasiones
hasta más. Sus cuentos son cuadrados, no dicen nada, tienen errores de
ortografía, decenas de comas fuera de lugar, son aburridos y melodramáticos. No
obstante, los minutos juegan en mi contra.
No soy capaz de verlo de otra forma: es una competencia. El tiempo es
clave, mientras más se lleve la discusión del cuento, mejor es la calidad del
mismo.
El mundo se rige por las leyes de temporalidad: más días dentro del útero
equivalen a un bebé mejor desarrollado; una pena de sesenta años tras las rejas
nos remite a un asesinato en serie, una violación o un ataque terrorista; los
carteristas reciben a lo mucho uno o dos años; lo mismo sucede con la literatura,
he ahí el porqué de tantas novelas de peso completo.
Me propongo superar mi tiempo, ejercito, practico y escribo. Me sale un
cuento de diez páginas. La historia es estúpida, los personajes también, acomodo
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las comas en las esquinas, meto una decena de errores ortográficos, una “Z” en
lugar de la “S”, cuatro puntos suspensivos.
Es mi turno, reparto las copias, me acomodo en la silla y leo. Veo la cara
de horror de Selena. La victoria es dulce. Quince manos levantadas.
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La instantánea alegría
Jimena descubre el secreto de la felicidad una mañana por accidente. Harta de
planchar corbatas, forrar cuadernos y contar historias de hadas por la noche,
decide atreverse a cometer una locura mañanera: asistir a una función de cine
sola y con el celular apagado.
Minutos antes de que la película culmine, es decir, justo cuando la
protagonista está a punto de enterarse de que su amante aún vive, la energía
eléctrica sufre un tremendo apagón y la esperanza del reencuentro se ve
interrumpida. El cine pide disculpas: la función se suspende por causas de fuerza
mayor; a quien así lo desee, se le reembolsarán los diez minutos faltantes con
una pequeña bolsa de palomitas. Los pocos asistentes abandonan la sala con
muecas de disgusto; no obstante, ninguno se atreve a rechazar la oferta de las
palomitas.
Únicamente Jimena permanece en el asiento en un estado de parálisis total,
parpadea por inercia y respira sólo para no ahogarse. El corazón se le ha
quebrado, su mente no lo comprende: ¿por qué la vida ha sido tan cruel con
ella?, ¿por qué después de esa injusta guerra, la pérdida de la pierna derecha, el
huracán y la destrucción de su hogar, por qué todavía soportar una falla
eléctrica? ¿Cuánto tiempo más tendrá que aguardar hasta reencontrarse con su
verdadero amor?
Jimena abandona la sala cual acelerado espectro, rehúsa sucumbir a la
oferta de la bolsa de palomitas y huye a refugiarse en su vehículo. Ahí llora a
moco tendido. La idea del suicidio le atraviesa el cerebro, mas una nueva ola de
sollozos la arrasa obligándola a desechar esa cruel solución.
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Suena la alarma de su reloj: es momento de recoger a sus hijas en el
colegio. Jimena se limpia el rostro, pinta sus labios de rosa pálido y enciende la
camioneta.
Es entonces cuando la idea se le aparece cual heroica certeza: La delicia
de sufrir. A partir de ese instante se siente capaz de soportar casi cualquier cosa:
armar un rompecabezas, dos o tres, jugar adivinanzas, cocinar galletas, responder
al insistente teléfono y hasta vestir un atrevido camisón. Al día siguiente regresa
exactamente a la misma función de cine; apaga su celular, y justo cuando restan
pocos minutos para que la historia concluya, Jimena escapa hacia la salida. Una
vez en su vehículo llora y patalea, la rabia se apodera de sus puños y su mente
aún no comprende por qué la espera del reencuentro se vuelve tan larga. La
alarma de su reloj la sorprende. Se limpia el rostro, pinta sus labios de rosa
pálido y se encamina a la escuela de sus hijas.
Mientras la película se mantiene en cartelera, Jimena asiste al cine todas las
mañanas. Y en cada ocasión, huye de la sala siempre en la misma escena.
Para cuando el cine modifica su programa, Jimena ya tiene claro su
próximo movimiento: elegir otra película y luego otra y otra. Nunca permanece
hasta el final; prefiere el placer de la agonía a la satisfacción barata de un final
feliz. Una mañana, sin embargo, sucede lo irreparable: una nueva descarga
eléctrica sacude el cine. Esta vez, los daños son escasos, por lo que la función se
reanuda en cuestión de minutos.
Accidentalmente la historia se resuelve minutos antes del final, y Jimena,
que no alcanza a dar vuelta atrás, mira la pantalla con las órbitas aterrorizadas:
es un final feliz. Y aunque su mente hace cortocircuito con ese desenlace en
extremo discordante, por no decir cursi y meloso, su corazón la traiciona y se
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ablanda como panqué marmoleado. Jimena se conmueve con ese final feliz, y
negarlo… parece imposible.
Es entonces cuando descubre la instantánea alegría. Desde ese día
transforma su rutina, aunque en realidad sólo es un cambio matemático: continúa
asistiendo al mismo cine, pero esta vez, ingresa a la sala durante los últimos diez
minutos de la película. Sus mañanas comienzan a colmarse de diversos finales
felices, pues gracias a que el tiempo se lo permite, Jimena no sólo se contenta
con ver uno, sino que se introduce en varias salas para deleitarse con
apasionados besos, ansiados encuentros y hermosos paisajes. Hasta que la alarma
de su reloj suena obligándola a descender de las nubes.
Una vez en tierra enciende su celular, se pinta los labios de rosa pálido y
acelera su camioneta en dirección al colegio de sus hijas.
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Primera lección
Cuando el profesor preguntó quién tenía perro en casa, más de la mitad del salón
levantó la mano. Bien, dijo con una mueca ladeada, una especie de sonrisa
fallida, el labio inferior se ensanchó extendiéndose hacia delante, alcancé a mirar
la punta de su lengua, pálida como una rebanada de pavo, imaginé esas patas
enormes que cuelgan en las carnicerías encima de la vitrina que finge ser un
refrigerador, sentí nauseas. Esa pregunta nos dice mucho del individuo,
prosiguió, si tiene perro es una buena persona, si no, no lo es. La clase rió. Yo
no.
Veinte años atrás estoy sentada en el comedor de la casa de campo de mis papás.
Mi plato es un abanico de colores, huevo revuelto en salsa roja, queso panela
asado, un trozo de la parte más quemada, nopales con rajas, betabel en cuadros
pequeños, dos rebanas de aguacate y frijoles negros refritos. A mi lado está
Naomi, una amiga del colegio; no recuerdo haberla invitado, pero si se halla
sentada a mi lado es probable que mi memoria se equivoque. Mamá devora el
desayuno, mastica apresurada los grandes bocados como si quisiera alcanzar la
meta lo antes posible: saciar el hambre. Papá lo hace más despacio, toma una
tortilla, corta un pedazo, lo acomoda entre los dedos y pesca una pizca del
mosaico, se lo mete a la boca; el tenedor permanece limpio hasta el final. Naomi
sigue a mi lado, pero no la miro, no le pregunto si le ha gustado, si le parecen
picosos los nopales con rajas, si quiere que mamá le sirva más huevo. Termino
mi desayuno, en mi plato queda jugo violeta, huellas del betabel. Llevo mi plato
a la cocina y aviso a mamá que iré a jugar al jardín. Salgo corriendo. A mitad del
camino me detengo para mirar atrás, veo a Naomi sentada en la mesa de la
terraza. Por un instante presiento que he actuado mal, que debí haberla invitado a
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jugar, es mi amiga. Pero el instante se esfuma y sigo adelante, la abandono, me
pierdo. No miro más atrás, corro con los brazos extendidos hasta la cancha de
fútbol, me siento libre, poderosa.
Olvidé levantar la mano. Me encontraba distraída detectando minúsculas
imperfecciones en la figura del profesor: su aliento caldoso como un consomé de
pollo; los excesos de grasa acumulados en la nariz que sumados a la luz artificial
del salón le otorgaban un brillo asqueroso; un extraño tic, arrítmico, el párpado
izquierdo caía una milésima de segundo antes que el derecho, una diferencia
mínima, casi imperceptible, pero desde la primera fila resultaba imposible no
notarlo. Y después de una hora, me palpitaba la frente, un dolor de cabeza se
avecinaba mas no podía dejar de observarlo, se había vuelto una obsesión.
Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Intenté zafarme, mirar más abajo, me
topé con la punta de su lengua y se atravesó la imagen de la carnicería. No
levanté la mano, todos en clase creen que no tengo perro y que por ende, según
los criterios establecidos, no soy buena persona.
Diez años atrás estoy caminando de la mano de Aldo, el cielo está gris, dentro de
poco comenzará a llover, traigo pantalones de mezclilla ajustados y una camisa
de botones blanca, la tengo por fuera, arrugada, miro las rayas de la acera, trato
de no tocarlas, de vez en cuando me veo forzada a saltar. Nos detenemos en el
semáforo, Aldo me sujeta la nuca, acerca sus labios a los míos, apenas los roza
cuando yo lo empujo hacia atrás. Hueles feo, le recrimino. Saca un chicle de
menta de la bolsa trasera de su pantalón, lo mastica exagerando los movimientos
sin despegar su mirada de la mía, vuelve a acercarse, besa mis labios y los obliga
a despegarse, yo me resisto, lo intenta una vez más y obtiene el mismo resultado.
Qué te sucede, pregunta alterado. Miro sus pupilas opacas, los hoyuelos
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acumulados en la barba, la masa de piel aguada que sobresale a la altura de la
cintura, le aprieta el pantalón, no puede ocultarlo. Es gracioso, pero también
podría no serlo. Le digo que está gordo y noto cómo se enfurece. Me invade un
extraño placer. Cobro más fuerza, le digo que me da asco, todo tú me das asco, le
digo casi gritando. La gente que pasa a mi lado me mira y sin embargo no parece
importarme. Aldo retuerce los labios, los ojos se le han humedecido y su piel se
ha pintado de marrón, parece un piel roja. Yo no paro, soy una máquina de
ofensas, una tras otra, obeso, sucio, pestilente, el corazón me palpita cada vez
con mayor intensidad, me falta el aliento, me detengo. Aldo se aleja, balbucea
algo pero no alcanzo a oirlo, mi respiración hace ruido, mucho ruido. Me quedo
parada en la esquina, a un lado del semáforo. Exhausta. Siento cómo la lluvia
comienza a caer. Y aún así logro sonreír.
El aroma a consomé continua, me cuesta trabajo mantener el cuerpo de frente, lo
encojo hacia un lado, no me importa mirar un pizarrón chueco. Igual no hay nada
escrito en él. El profesor no se ha movido de su asiento, tampoco ha hecho otra
pregunta, el eco de la primera aún retumba en mis oídos como campanadas de
una iglesia.
Un año atrás escucho llorar a Daniel, son las tres de la mañana, apenas puedo
levantarme, apoyo la espalda en el respaldo de la cama, las piernas se niegan a
pisar suelo, bostezo, mis ojos se clavan en la pared blanca de enfrente que de
noche se pinta de negro, es un misterio, imagino a Daniel haciéndolo con sus
manos sucias, agarrando el carbón, manchando la pared, sus mejillas, el
pantalón, la cocina. La casa es negra, toda negra. Muerdo mi labio, presiento que
el llanto ha disminuido de tono, se me ocurre que si dejo pasar diez minutos más
podría desaparecer por completo, recuesto nuevamente la cabeza sobre la
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almohada y comienzo a contar los segundos, uno, tres, veinte, cincuenta, pierdo
la cuenta y vuelvo al inicio, uno, dos, tres, cuatro, cierro los ojos. Me tapo la
cabeza con la almohada y dejo de contar.
Pienso que no volveré a sentarme en primera fila, las cosas aparentan ser más
grandes. Las preguntas no se deslizan, poseen una intensidad especial, evocan
recuerdos. Miro a mi alrededor. Mis compañeros me observan, no sé cómo pero
se han dado cuenta. Saben del mosaico de colores y la camisa arrugada, saben de
los ojos húmedos de Naomi y las gotas de lluvia deslizándose sobre las mejillas
moradas de Aldo; saben que sólo sé contar hasta cincuenta. Y hay más, saben
algo que desconozco, sospecho que si clavo la mirada en sus pupilas podría
descubrirlo, no, debo hurgar más adentro, rasgar con mis dedos sus córneas, eso
es. No puedo hacerlo, un hueco en el estómago me obliga a retraerme y vuelvo a
cerrar los ojos.
Dos días atrás…
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El repartidor de leche
Si no es adecuado encontró, se vale ubicó o hasta descubrió. No implica una
diferencia notable, pero el fallo conlleva su tiempo y dedicación como el cepillar
una larga cabellera. En ocasiones elegir la palabra atinada roza lo trascendental,
en otras, resulta una pérdida de tiempo, una pendejada y cosas peores;
supongamos que se está escribiendo un cuento sobre un repartidor de leche y nos
ponemos a debatir si el personaje acondicionó una caja con envases de leche, la
acomodó o más bien la adecuó. Al mismo tiempo la televisión transmite una
noticia devastadora, un temblor en Bombay ha dejado un saldo de diez mil
muertos. No nos queda más que la vergüenza de sabernos afortunados y la
deshonra por esos minutos estrujados, no de vida, como demandarían desde la
tumba las víctimas, si no malgastados en un debate estúpido y enfermizo entre el
acondicionar, adecuar o acomodar.
Por eso no se recomienda encender el televisor mientras se escribe, porque
las cosas adquieren una perspectiva distinta, se pisa tierra cuando la intención es
la opuesta, echar a volar, arrojarse del último piso y frenarse de tajo antes del
golpe, justamente cuando el rostro se ha puesto transparente y tiembla como una
medusa atrancada en la costa. Y mientras te sostienes en el aire, sacas partido del
beneficio de andar volando bajo y escribes sobre esos tres centímetros que te
separan de la acera.
Pero existe otra versión, la de quienes sostienen que elegir la palabra
adecuada de entre un montón de sinónimos bien vale el esfuerzo y los minutos
derrochados, como quien goza de catar un buen vino y sabe apreciar la diferencia
entre las uvas. Digamos que sólo el experto notaría la diferencia entre un pinot
noir y un merlot, mientras que para el común denominador, el tipo de uva vale
madres. Los catadores no miran la televisión, ni hojean el periódico, por lo
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menos no cuando los aguarda una velada a la luz de la luna y un par de botellas
en la alacena.
Necedades, tonterías, estupideces o por el contrario, la exquisitez del
lenguaje; un debate abierto a discutir, mientras tanto… decidamos el futuro del
repartidor de leche…
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