Peronismo José Pablo Feinmann Filosofía política de una obstinación argentina 94 Contrainsurgencia, “sin tortura no hay información” Suplemento especial de PáginaI12 DIFERENCIAS ENTRE EL ERP, LOS “MONTONEROS” Y LAS PATOTAS DEL EJÉRCITO CONTRAINSURGENTE ¿ Sobre qué escribimos? No sobre la Muerte. Sobre algo anterior a la Muerte y mucho peor que ella. Sobre su antesala escribimos. Esa antesala es la tortura. Es algo tan físico como metafísico. Físico, porque lo que se tortura es el cuerpo. Metafísico, porque lo que busca quebrarse es el alma. Entendemos por alma la autoestima del sometido, su orgullo, su voluntad de no sometimiento, de no entregar su libertad, de no delatar, de no informar, de no entregar a los otros al tormento que él, en este momento, está sufriendo y sabe, ahora más que nunca, es intolerable y nadie merece padecerlo; entonces, ¿cómo hablar? ¿Cómo hablar si hacerlo es someter a un compañero a esto que él sufre ahora y a nadie puede desearle, a nadie puede ayudar a que le ocurra, cómo hablar si hablar es poner a un compañero en el lugar que él ocupa en este exacto momento y es el peor lugar de la Tierra, y si un compañero lo ocupa será porque él, que se ha ido, lo ha hecho para siempre, porque zafar de la tortura es morir? No vamos a ocuparnos todavía de la tortura –tema esencial de la condición humana y desdichadamente inescindible de nuestros días presentes–, lo haremos cuando entremos en el infierno de los campos de concentración de la dictadura. Ahí –junto con muchos otros sectores de la sociedad: desde niños, maestros, alumnos, comisiones internas de obreros hasta mujeres embarazadas– la guerrilla peronista y la trotskista fueron minuciosamente masacradas por la tortura. Con precisión racional y con el odio salvaje de los vengadores. Con la brutalidad torpe de los matarifes, con el sadismo de los peores enfermos de ese mal. No hicieron –como decía Sarmiento de Rosas– “el mal sin pasión”. No incurrieron –según la célebre tesis de la politóloga Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann– en la banalidad del mal, curiosa teoría según la cual un verdugo puede manipular actos atroces con frialdad, técnicamente, sin que su conciencia se comprometa en ellos. Fueron apasionadamente torturadores, asesinos, bestias y a la vez maestros y hasta estilistas de la vejación, del ultraje, de la humillación, escarnecieron más allá de toda necesidad, deshonraron porque sí, pisotearon, avasallaron espíritus humanos sin que ya nada reclamara esas acciones, y lo hicieron más allá de la información –fruto que la tortura busca, objeto de la tarea de inteligencia–, lo hicieron por placer, por odio, y muy especialmente por formación ideológica. Porque –contrariamente a esa teoría sobrevalorada de la sobrevalorada Arendt, discípula, amante y defensora de Heidegger, antimarxista de alcurnia, defensora de Occidente, cuyos libros no dejan de editarse jamás– nuestros verdugos fueron hombres formados para serlo. Porque si Eichmann era una lechuga cuya impostura Arendt se creyó, los matarifes en América latina fueron seres perversos guiados por ideologías de muerte, racionales por supuesto, ya que conocían hasta el último nervio del cuerpo del hombre que es necesario mortificar para extraerle palabras, confesiones. Esos seres fueron no sólo adiestrados para provocar el dolor y con eso hacer ese trabajo que llamaron “de inteligencia”, sino que fueron colonizadas sus mentes con ideologías de odio, de fanatismos invencibles, de demonizaciones sin matices. Toda ideología señala a un Otro absoluto. Ese Otro es la negación de todo lo que nosotros somos y buscamos ser. Ese Otro es el Mal. Ese Otro no pertenece a la misma condición de nosotros. Nosotros, además de ser el Bien, somos los elegidos de Dios o de la Democracia o del Occidente cristiano. Al ser eso, somos seres humanos. Ellos, al no serlo, son lo Otro de nosotros. Son la subversión, el marxismo, los católicos del Tercer Mundo, los guerrilleros, los que se alzaron contra el orden de la patria, contra nuestro estilo de vida cristiano y occidental. Se conoce la frase del general Camps: “Nosotros no matamos personas, matamos subversivos”. (Nota: Valores similares a éstos se instrumentan en todo régimen totalitario. Me concentro en describir los que se usaron en la tarea de contrainsurgencia argentina. Los regímenes comunistas acudieron a estas estructuras binarias de muerte: Nosotros y ellos, que, al no ser Nosotros, que somos humanos, no lo son y podemos matarlos como a bestias. Todos los fundamentalismos de hoy lo hacen. El exceso de Dios que se desborda en la Guerra contra el Terror hace de la figura del Ser Absoluto el fundamento absolutista de las causas particulares: Dios no es neutral, dice Bush. O Dios está con nosotros. Ni hablar de todo lo que Alá autoriza a hacer al islamismo. Quien no crea en El con tanta sumisión como un creyente que mira con devoción hacia La Meca es un impío. Y cualquiera que lea El Corán descubrirá muy rápidamente los castigos infernales que Alá dispensa a los impíos y sus creyentes festejan.) Hay, además (y no es poco), una diferencia entre la guerrilla peronista y la de izquierda y las patotas del Estado terrorista. Las patotas de la Seguridad Nacional eran un lumpenaje carnicero de la peor ralea. No habrá aquí (y a esta altura de la historia) que enumerar las atrocidades que hicieron en cada hogar en que penetraron. Incluso (como veremos) Díaz Bessone justifica la tortura de toda la familia de un detenido porque era necesario averiguar datos colaterales. Tal vez sea inimaginable la tragedia de esa familia. Por otra parte, en los más importantes centros II internacionales de Justicia se reconoce (para el caso argentino) que las acciones de la guerrilla no incluyeron ataques contra la población civil ni recurrieron a la tortura contra el enemigo: “Los delitos atribuidos a los alzados en armas en la Argentina no incluyen ataques a la población civil, ni la tortura del enemigo rendido” (declaraciones de Juan Méndez, presidente del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ, son sus siglas en inglés), citado por Germán Ferrari en un libro de pronta aparición que probablemente lleve el título de Elegidos y trata sobre las víctimas de la acción armada insurgente. El título es notablemente preciso porque permite elucidar una confusión que –sobre todo por mala fe– establece una sinonimia entre “guerrilla” y “terrorismo”. A este fin, escribe Pilar Calveiro: “Los movimientos armados latinoamericanos no fueron terroristas, salvo algún caso verdaderamente excepcional, como parece haber sido el de Sendero Luminoso; resulta importante señalar que guerrilla y terrorismo no son sinónimos, como afirma cierto discurso pretendidamente democrático. El terrorismo se basa en el uso indiscriminado de la violencia sobre población civil, con el objeto de controlar a un grupo o una sociedad por medio del terror. Las prácticas de las guerrillas latinoamericanas no se caracterizaron por este tipo de accionar sino por operaciones militares bastante selectivas, dirigidas contra el Estado, principalmente contra fuerzas militares y policíacas”. Se trata de un trabajo de Calveiro publicado por Clacso en 2008 y citado por Germán Ferrari en la obra que hemos mencionado. Como todo lo que escribe Pilar, su claridad no deja resquicio a discusión alguna. Hasta donde yo sé, la guerrilla argentina no se degradó en la tortura. Su única acción terrorista fue la insólita (ajena a todas las modalidades de acción violenta de la organización) bomba en la Secretaría de Seguridad Federal de la Policía el 2 de julio de 1976. Quedan 18 muertos y 66 heridos. Nunca Montoneros había cometido una operación con resultados tan cruentos. Walsh, en su Carta abierta a la Junta, denuncia las “represalias desatadas”. Escribe: “Setenta fusilados tras la bomba en Seguridad Federal”. ¿Qué esperaba? ¿Qué esperaba de la gente de la Secretaría de Seguridad, organización a la que, por su sigla, se le adosaba el mote de SS? Si acaso hubieran puesto la bomba en un convento de sacerdotes franciscanos, no habrían existido represalias. Pero, ¡en el cuartel de las SS! Raro que los fusilados hayan sido sólo setenta. Con la furia que tendrían esos macabros y vengativos centuriones, pudieron haber sido más. Y lo fueron: ¿o acaso apenas dos días después no son asesinados los sacerdotes palotinos? Volveremos sobre este atentado tan especial. Lo es, ante todo, porque la guerrilla argentina nunca fue terrorista. Sus blancos siempre fueron cuidadosamente elegidos. (De aquí el título del libro de Germán Ferrari: Elegidos.) Recién en 1976 –ya en el inicio del descalabro moral y militar– la Orga propone “el combate de aniquilamiento indiscriminado” contra todo policía que encuentren (Evita montonera, abrilmayo de 1976). Señaladas las excepciones, detengámonos en lo esencial: la guerrilla argentina jamás incorporó la práctica de la tortura. Véase lo que le dice Fernando Abal Medina a Aramburu cuando éste cree que lo van a torturar para quitarle información sobre el cadáver de Evita. Fernando Abal sólo dice: “Los Montoneros no torturan”. Los militares no sólo lo hacían por la cuestión del trabajo de inteligencia. No, el lumpenaje criminal de los campos era de una impiedad indescriptible. Ya encontramos en Vlad III Tepes Drácula, El Empalador, al maestro de esa técnica a la que tanto recurrieron. Pero los horrores se conocen. No vamos a detallarlos ahora. Sólo –por mencionar algo– lo siguiente: en la novela del periodista Osvaldo Bazán, La más maravillosa música, a uno de los jóvenes protagonistas la milicada de la ESMA lo cocina. Lo ponen al spiedo. Lo asan vivo como a un cordero y se lo comen. Había, entre los cuadros de la guerrilla, y estos matarifes una diferencia moral que provenía de una educación, de un pasaje por una cultura humanista propia de jóvenes de clase media. Jamás hubieran hecho eso. Habrá un caso y por supuesto es ese caso el que es utilizado para un “empate” entre la guerrilla y el Estado argentino. El coronel Argentino del Valle Larrabure, secuestrado en 1974 y sometido a un año de cautiverio, constituye un crimen inadmisible. Nada en este mundo justifica que se le haga eso a alguien. La guerrilla –al incurrir en esas atrocidades– se identifica con lo que pretende combatir. Si lucho contra los torturadores, no puedo torturar. Si lucho contra los que matan, debería matar cuando absolutamente todos los canales institucionales y democráticos de la sociedad están cerrados. Y cuando formo parte de un pueblo que está en estado de insurrección contra el régimen tiránico. Ya discutiremos esto con mayor espacio. Lo de Larrabure es injustificable. Pero no es posible pretender cubrir con esa muerte la de por lo menos 20.000 argentinos. (Tengo la delicadeza de no poner 30.000. Hasta, a veces, pienso que han sido más. Porque no todos los muertos que quedaron murieron. Hay muertos espirituales. Hay muertos psíquicos. Hay muertos en vida que esperan a un hijo. Está llena de muertos la Argentina que dejó la segadera militar. Todos –de una u otra forma– hemos muerto bajo la ruptura humanitaria del ’76. Nadie sale del todo vivo de una catástrofe así.) No, el paralelismo es imposible. El “empate” no existe. No hay “dos demonios”. Que uno haya hecho de la tortura su técnica de información. Y otro no haya torturado separa a los dos grupos que la derecha posprocesista quiere juntar de un modo absoluto. La guerrilla argentina no empaló a nadie, no quemó vivo a nadie, no le arrancó los testículos a nadie. ¿Quieren que ofrezca un motivo no-moral para que se entienda mejor? Simple: La guerrilla no buscaba información. Si secuestraba a un militar no era para arrancarle confesiones. No las necesitaba. No perseguían, eran perseguidos. No preguntaban, se preguntaba por ellos. La picana no ha logrado ser unida a la guerrilla en el imaginario colectivo. Tampoco la tortura. Porque “la tortura siempre ha sido una de las herramientas más eficaces del poder (...). La tortura está inscrita desde el principio en la lógica del poder (...). La tortura es siempre una posibilidad del poder. Pero sólo la tiranía hace de ella la esencia del poder” (Wolfang Sofsky, Tratado sobre la violencia, Abada Editores, Madrid, 2006, pp. 85/87). Ergo, si la tortura –como arma central de contrainsurgencia– era la esencia del poder procesista, esa llamada dictadura militar debería ser llamada tiranía. THOMAS SACÓ SU PISTOLA, LA APOYÓ EN LA FRENTE DE UNO DE LOS TERRORISTAS Y DISPARÓ Volvamos al trabajo de Bruce Hoffman. Nos sentaremos junto a él en un lujoso Hotel de Sri Lanka, el Hotel Colombo. Ahí, frente al mar, disfrutando de una brisa fresca que nos llega desde ese océano que exhibe un horizonte tan inalcanzable como una vida sin sobresaltos, sin vejámenes ni cadáveres, como un mundo en que reine la paz entre los hombres, con una inesperada puesta de sol en un país sacudido por el terrorismo y la contrainsurgencia, acompañaremos a Bruce en su encuentro con el misterioso Thomas –así elige llamarlo nuestro autor, muy pulcro aún, muy demócrata, incapaz de comprender el horror–, un tenaz veterano de la lucha contrainsurgente del que, sin embargo, nos entrega uno de sus nombres: todos le dicen Terminator. No por Arnold Schwarzenegger, sino por la crueldad con que suele encarar su lucha a muerte contra el enemigo terrorista. Quien cae en sus manos no sale vivo de ellas. Antes de este encuentro Hoffman nos informa sobre las características del enemigo al que debe enfrentar Terminator: “Agrupada contra el gobierno elegido democráticamente de Sri Lanka y sus fuerzas armadas se encuentra quizá la organización terrorista y fuerza insurgente más despiadadamente eficaz del mundo de la actualidad: Tigres de la Liberación Tamil Eelam, conocida también bajo la sigla LTTE o simplemente Tigres de Tamil” (Hoffman, Ibid., p. 331). Se dice que los Tigres eclipsan en todos los aspectos posibles de la insurgencia (profesionalismo, capacidad y determinación) a los hombres de Al Qaida, a los hombres de Osama Bin Laden. “El poderoso y muy venerado líder del LTTE es Velupillai Prabhakaran, quien, como Bin Laden, ejerce una influencia carismática sobre sus combatientes. Se dice que La batalla de Argelia es una de las películas favoritas de Prabhakaran” (Hoffman, Ibid., p. 331). Se sienta, Hoffman, a beber té en el lujoso Hotel Colombo con un oficial del ejército de Sri Lanka, muy fogueado en combate, lleno de condecoraciones, siempre dispuesto a defender las vidas de los ciudadanos de Colombo y combatir a los Tigres de Tamil. (Nombre que no puede sino evocar –para los que ya son veteranos y no tanto– a los piratas que surcaban los mares de los libros de Emilio Salgari.) Ese oficial es el que Hoffman llama Thomas y al que se le dice Terminator. Con amable paciencia, Thomas explica a Hoffman ciertas cosas que acaso considere éste es incapaz de comprender. ¿Comprenderá Hoffman? –Uno no puede combatir al terrorismo recurriendo a los procedimientos legales. Al terrorismo se lo combate aterrorizándolo. Hay que aterrar sistemáticamente a los terroristas. No sé si usted me sigue o me entiende –Hoffman dice que sí–. Hay que hacerles sentir el mismo terror, el mismo dolor que ellos hacen sentir a los inocentes. Me desalienta pensar que usted pueda no entenderme –dice, siempre sereno–. Usted es un académico. No tiene que elegir una y otra vez entre la vida y la muerte. Yo, todos los días. Tengo que proteger a la sociedad de los ataques terroristas. Vea, vamos a los hechos. Salimos del hotel con rumbo –para mí, al menos– desconocido. Thomas retomó el diálogo: –Estamos en una época de gran peligro. Ha llegado usted en buen momento. El estado de emergencia es de “Código Rojo”, el peor. Los Tigres de Tamil se preparan para cualquier atentado. No podemos medir la peligrosidad que habrán de temer. Sólo sabemos que están a punto de entrar en acción. Eso significa muerte, bombas poderosas, sangre, mutilaciones y edificios destruidos. ¿Qué haría usted? ¿Esperar? –¿A dónde vamos, oficial Thomas? –No tenga miedo, señor académico. No correrá peligro alguno. –No preguntaba eso. Sólo quería saber... –No, no. Usted preguntaba eso. Entramos en un lugar secreto. Fue fácil enterarme de la situación extrema que ahí se vivía. “La unidad de Thomas había detenido a tres terroristas sobre quienes pesaban sospechas de haber colocado recientemente en algún lugar de la ciudad una bomba con su mecanismo de tiempo en plena cuenta regresiva. Los tres hombres fueron llevados ante Thomas. Este les preguntó dónde estaba la bomba. Los terroristas –que exteriorizaban un fuerte convencimiento y fortaleza para resistir al interrogatorio– permanecieron en silencio” (Hoffman, Ibid., p. 332). –Como ustedes saben, no queda mucho tiempo –dijo Thomas–. Voy a hacer la pregunta por última vez. Si no, los mato. –Se tomó una pausa. Los miró fijamente uno a uno y dijo–: ¿Dónde está la bomba? Los tres terroristas, nada. Parecían, más que indiferentes o despectivos, ausentes, como si estuvieran muy lejos de ahí. Thomas sacó su pistola, la apoyó en la frente de uno y disparó. Los otros dos hablaron de inmediato. “La bomba, que había sido colocada en la estación de un ferrocarril atestada de gente y regulada para estallar durante la hora pico del anochecer, fue encontrada y desactivada y se salvaron incontables vidas” (Hoffman, Ibid., p. 332). (Nota: Este tipo de acciones jamás fue emprendida por la guerrilla argentina. De aquí que resulte por completo inapropiado hablar de terrorismo en el caso argentino. Ninguna organización guerrillera puso una bomba en una estación de ferrocarril. Ninguna organización guerrillera reguló una bomba para que estallara durante la hora pico y exterminara a la mayor cantidad de personas posible. Mujeres, niños, hombres. La guerrilla eligió sus blancos y no cometió crímenes masivos. Por el contrario, han sido los sectores del establishment los que incurrieron en el terrorismo. La bomba que los “niños bien” de los comandos civiles ponen en medio de una concentración peronista, el incalificable bombardeo a la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955, uno de los actos de terrorismo más atroces de la historia, en el que, como escuché decir a Eduardo Luis Duhalde, murió más gente que en Guernica pero faltó un Picasso. Faltó también que los atacantes fueran nazis, enemigos del Occidente cristiano, y las víctimas no fueran –en su mayoría– miembros de un movimiento político detestado por las clases dirigentes y los Estados Unidos. Para colmo, la mayoría también, “negros peronistas”. Aunque hubo de todo. Porque fue un acto terrorista en el más pleno sentido de la palabra: indiscriminado, sin objeto de privilegio, devastador de lo que fuere, ciego en su criminalidad absoluta. En nombre de la “libertad”. Los fusilados de José León Suárez. Los fusilados de la base Almirante Zar, en Trelew. Y luego, durante la dictadura, Pilar, Margarita Belén. La guerrilla argentina jamás planeó una operación como la que describe Bruce Hoffman en su libro. Simple: Hoffman habla de terrorismo y contraterrorismo. Aquí no hubo terrorismo. Sólo esa malhadada acción –totalmente reprobable– en la Secretaría de Seguridad, fruto de una inteligencia precisa, matemática, pero dolorosamente extraviada.) En el Hotel Colombo piden otra ronda de té. Hoffman describe a Thomas como un ser inalterable, sereno, con la conciencia plena de cumplir con un deber que se le ha encomendado y al que tiene que servir con la mayor eficacia. Esa es su guerra, la que su tiempo, su época, la coyuntura concreta de su existencia le ha entregado y esa guerra tiene esos métodos. Eso es todo. “En su opinión, como en la de Massu, el inocente tenía más derechos que el culpable. También él creía que las circunstancias extraordinarias requerían medidas extraordinarias. Thomas no pensaba que yo entendiera o, más exactamente, pensaba que nunca podría llegar a entender. Yo no estoy combatiendo en las líneas del frente de esta batalla, no tengo la responsabilidad que él tiene de proteger a la sociedad entera y a un estilo de vida” (Hoffman, Ibid., p. 333) ¿Qué pasa, profesor Hoffman? Lo vemos muy cercano a cambiar de opinión. ¿Tan persuasivo se ha mostrado Thomas Terminator? “Jamás estaré dispuesto a condonar, mucho menos a defender la tortura. Pero...” (Ibid., p. 333). Este “Pero”, cada vez más frecuente en los razonamientos de hombres de buena voluntad, de civiles humanitarios, es el escalón previo a la aceptación de la barbarie. “Pero (dice Hoffman) mientras observo las fotografía y las biografías de las víctimas que se relatan día a día, y pienso que tomará casi un año para describir sucintamente a las aproximadamente 5000 personas que perecieron el 11 de septiembre, recuerdo al enemigo despiadado que Estados Unidos enfrenta y me pregunto hasta dónde deberemos llegar para derrotarlo” (Hoffman, Ibid., p. 333). Hoffman, ante todo, nos chantajea en el ejemplo que ha elegido. Al matar bestialmente a quemarropa al terrorista, Thomas consigue la declaración de los otros dos. Salió barato y limpio. Un tiro en la frente y listo: la información se ha logrado. No nos ha tenido que impresionar con una tortura comme il faut. Además, el beneficio de ese balazo ha sido excepcional. Con él, se salvaron “incontables vidas”. Las bomba –que se desactivó gracias al balazo de Thomas– había sido colocada, con enorme crueldad, “en una estación de ferrocarril atestada de gente y regulada para estallar durante la hora pico del amanecer” (Hoffman, Ibid., p. 332). El mismo esquema aplican los guionistas de la serie 24, que tiene al agente antiterrorista Jack Bauer (Kieffer Sutherland) como héroe. Bauer actúa en la Unidad Antiterrorista de Los Angeles. Las situaciones a las que se enfrenta son siempre similares. Un juez, hacia el final de la serie, cuando parece que la ley se vuelve en su contra, dispuesto a juzgar sus excesos, es decir, sus torturas, le dice “¡Usted ha recurrido a la tortura más bestial más de una vez! ¿Torturó o no a Reza Abdhullah Hossein?” “¡No!”, responde a gritos Jack Bauer. Debemos interpretar que esos altisonantes tonos de voz expresan el espesor, la hondura de sus convicciones. “¿Cómo no?”, dice el juez. “Tenemos pruebas inapelables. Tenemos el cuerpo herido, vejado de ese hombre en nuestro poder. Usted hizo ese trabajo. Lo sabemos. Usted torturó a Reza Abdhullah Hossein.” “Se equivoca por completo, su señoría. Yo no torturé a Reza Abdhullah Hossein. Yo le extraje la información que me permitió salvar a un ómnibus escolar con treinta niños en su interior. ¡Eso hice! ¡Salvar la vida de treinta niños!” El espectador queda atónito, atrapado en ese dilema mortal. ¿Qué importa torturar a un hombre si el resultado es salvar la vida de treinta niños? ¡Oh, cuánta ternura! Pero no es así. No se tortura para salvar la vida de los niños. Si algo enseñó el film de Pontecorvo (y he aquí una de las puntas de su grandeza) es que se tortura para desmontar y elucidar la estructura de la organización terrorista. La película de Pontecorvo es clara en este aspecto. Por eso sirve a los dos bandos. Por último, Bruce Hoffman parece entregarse por completo. Su texto termina diciendo: “Nunca he logrado deshacerme de mi inquietud sobre mi encuentro con Thomas y sobre las cuestiones que él planteó (...). ‘No hay gente buena y gente mala –me dijo–, solamente circunstancias buenas y circunstancias malas. A veces, en circunstancias malas la gente buena debe hacer cosas malas. Yo he hecho cosas malas, pero éstas fueron en circunstancias malas. No dudo de que esto fue lo correcto’” (Hoffman, Ibid., p. 334). Y nuestro buen profesor, que inició este viaje hacia el horror con la conciencia limpia y las buenas intenciones de un simple y honesto ciudadano, se ve llevado a concluir: “En la búsqueda de información de inteligencia oportuna y que pueda ser ‘operacionalizada’, ¿deberá Estados Unidos hacer, también, cosas malas, recurriendo a medidas que jamás habríamos contemplado en una situación menos exigente?” (Hoffman, Ibid., p. 334). Esta pregunta ya tenía respuesta para los comandos franceses desde Indochina, se confirmó en Argel y luego empezaron a enseñarla a todas las fuerzas de contrainsurgencia de Occidente. Entre ellas, al Ejército Argentino, que, con ellas, aniquiló a la guerrilla foquista con rapidez y sin mayores dificultades. También con una crueldad inaudita, que fue “el aporte argentino a la contrainsurgencia”. Un aporte innoble, que nos hundía en las letrinas de la ferocidad, del salvajismo. “NO SE PREOCUPE, ESTÁN TODOS BAJO TIERRA” Periodista francesa osada, sagaz, valiente, Marie-Monique Rubin se mete en la boca del lobo, en la guarida de los asesinos. Para conseguirlo les miente. Y los asesinos le creen. ¿Por qué tan fácilmente? Algo de psicología: ¿Tendrán alguna oscura, oculta, necesidad de confesar? ¿Se jactan de sus hazañas y ceden a la tentación de contarlas? ¿Cómo pudo Marie-Monique ponerles cámaras ocultas y filmarlos en secreto, de contrabando? Estas preguntas podrán o no tener respuesta. De hecho, la tienen: las imágenes están ahí. Los asesinos, tanto los argentinos como los franceses, abren el pico como nunca. Y dicen terribles imprudencias. Se hacen un juicio contra sí mismos y lo pierden de modo inapelable. “¿Cómo va usted a fusilar a 7000 personas a la luz del día?”, le pregunta Díaz Bessone. Cualquiera podría decirle: “¿Cómo va usted a fusilar a 7000 personas?”. Y también: “¿Cómo va usted a fusilar a 7000 personas sin juicio previo, clandestinamente, sin probar su culpabilidad? ¿Ignora que el ser humano ha establecido ciertas normas elementales de convivencia? Entre ellas: Todo ser es inocente hasta que se pruebe su culpabilidad?”. Pero ni la Doctrina Francesa ni el Plan Fénix (que la hereda en Vietnam) razonan así. Todo sospechoso debe ser eliminado. Y los miembros de la población civil porque los respaldan, los ocultan. Bien, a los hechos. Hay un sobreentendido sobre el que trabajan: la Escuela Francesa, la que se expone, de modo impecable, en La batalla de Argelia. Ese es el Manual de Contrainsurgencia. Y a ese Manual desde 1958/59 se someten gozosos en su aprendizaje los militares argentinos. El general Aramburu –en dos fotografías fundamentales en que militares argentinos aparecen con los paras franceses– está sentado en la cabecera de la amplia mesa. Es el jefe de los militares argentinos, el que escucha, el que aprende y el que, muy pronto, enseñará. De haberlo sabido le habría hecho formular este cargo a Fernando Abal Medina en mi novela Timote. Pero esto no lo sabía nadie. La presencia enceguecedora del imperialismo yanki impidió toda otra visión. Cuando en Ezeiza los militantes pasan la voz de esa alarma insólita nadie la cree: Había mercenarios franceses en el palco de Ezeiza. ¿Qué, se luchaba también contra Francia? No, Francia traspasaba ese saber enorme recogido en Indochina y Argelia. Esa era su forma de aniquilar a las guerrillas latinoamericanas y argentinas. Estados Unidos también colaboraba –esto se sabe de sobra y lamentablemente la cosa se centró ahí: en La Escuela de las Américas, la Escuela de los Dictadores–, pero no se supo que los mismos yankis de la aberrante Escuela tenían instructores franceses. Sobre todo al general Paul Aussaresses, héroe de la Resistencia Francesa. ¡Oh, qué gloriosa la Resistencia a Francesa! No bien derrotaron a los nazis siguieron su tarea. Ellos también luchaban contra el comunismo. Lo mismo los partisanos italianos. Cuando el compañero de la Fiat, un gerente de altísimo nivel, se dirige a los guerrilleros del ERP pidiendo clemencia por Sallustro, les dice: “Mi amigo Oberdan Sallustro fue un valiente partisano, un luchador antifascista”. Era cierto. Pero la evolución de los luchadores antifascistas fue coherente. Se transformaron en fascistas o en nazis para combatir a la contrainsurgencia en los territorios calientes del Tercer Mundo. También Victoria Ocampo dejó de ser una gloriosa militante antifascista (que encontraba en Perón a la quintaesencia de ese movimiento totalitario) para transformarse en una macartista feroz. Pepe Bianco sufrió esas iras de dama coherente con sus odios. Marie-Monique Rubin despliega un coraje excepcional. Es una convencida luchadora por los derechos humanos. Sólo hablar con Contreras, el jefe chileno de la DINA, el segundo de Pinochet, con Díaz Bessone, el todopoderoso ministro de Planeamiento de la Junta y con López Aufranc, ideólogo y ejecutor de la doctrina francesa. Recordemos otra vez cuando le dice a Walter Klein, padre del segundo hombre todopoderoso del Ministerio de Economía de Martínez de Hoz, que se alegra por su presencia al frente de Acindar, en reemplazo de Martínez de Hoz, pues el Conde (López Aufranc, de quien ya hablaremos) se hallaba exultante por ese puesto, que, según Walter Klein padre, “necesitaba un hombre enérgico como usted”. Pues, insiste mister Klein, se habla de una posible huelga en ese sector. –Tengo noticias de la detención de 23 delegados –informa al halcón sonriente, pecho henchido de incontenible felicidad. López Aufranc (sin preocuparse para nada quién es el otro hombre que está ahí, Emilio Fermín Mignone, total: ¡la impunidad era absoluta!) responde: –No se preocupe, Walter, están todos bajo tierra. ¿Qué habrá dicho Walter Klein? –Me tranquilizo entonces, general. Ahora vamos a poder trabajar en paz. O también: –Lo felicito. Es el modo de hacerlo. Así son los tiempos. Los obreros apostaron y apostaron mal. Ahora que paguen. Escuché esta frase en varias reuniones de la Cámara del Plástico y la Cámara del Cobre, a las que asistía como vicepresidente de la S. A. familiar que teníamos con mi hermano. Buscaba protección en medio de esos escenarios. Nada de eso logró frenar mi paranoia, dinamitada –según he narrado suficientemente en dos novelas exhaustivas– por un cáncer cuya resolución estaba pronosticada para ese año. Pero –entre tanto– me disfrazaba y oía las frases canallas de la pequeña y mediana burguesía industrial: –Se equivocaron. Que se jodan. Y si hay que bajar los salarios, los bajamos. Lo que hace falta es aumentar la producción. Y al que se queje que lo tiren contra el Obelisco, como al boludo ése. Qué linda gente. Vuelven siempre que se sienten con fuerza. Que la ven del lado de ellos. Como hoy. Cuidado. Son canallas y no tienen mayor respeto por el valor de la vida humana. CONFESIONES DEL GENERAL DE DIVISIÓN GENARO DÍAZ BESSONE Marie-Monique Rubin visita al general Díaz Bessone. La aparición que le dispensa es temible. Lo hace venir caminando con lentitud marcial, imparable. Ramón Genaro se cierra un bolsillo del saco. Tiene cara de malo. De muy malo. De tipo que afrontó con decisión un trabajo sucio pero necesario y patriótico. No olvidemos que el paper de Bernard Hoffman llevaba por título: Un trabajo repugnante. Aquí, pues, viene un hombre que lo ha practicado, con devoción y convicción, innumerables veces. ¡Caramba, que han sido crueles estos tipos del Proceso! Volveremos sobre Alberto Rodríguez Varela. Dígame don Alberto: ¿Cómo puede usted citar a Solzhenitsyn –que ha huido del infierno estalinista–, cómo lo puede mostrar inquieto, acaso atormentado? Peor todavía: usted busca engañarnos. Hacernos creer que comparte las obsesiones del escritor ruso –a quien no se las creo demasiado, pero vaya y pase–, esas obsesiones que, tal vez con cierta belleza, se expresan en la siguiente frase: –Me inquieta que hayamos perdido a Dios. Que antaño fijaba un límite a nuestras pasiones. Demonios, mil demonios, don Alberto, Dios no parece haberle fijado a usted ninguna pasión. No parece haberle puesto ningún límite. De haber sido así, sabe, no habría usted presenciado torturas de prisioneros. Junto a Jaime Smart. Usted, un abogado, alguien que estudió para defender la ley. No para violarla. ¿Cómo puede renegar de todo lo que estudió? ¿No le enseñaron que todo detenido requiere ser juzgado y que los tormentos no forman parte del derecho moderno? Pero usted lo escuchó a Díaz Bessone y reemplazó el Derecho Penal, reemplazó a Vélez Sársfield por el general Massu, por el general Aussaresses, reemplazó a Juan Bautista Alberdi por el carnicero Camps. La guerra es así. Solía tener leyes. Ya no las tiene. Desde que el prusiano Von Clausewitz dijo que cualquier consideración de humanidad os hará más débiles III PRÓXIMO DOMINGO La Doctrina Francesa, el Ejército Argentino y las guerrillas insurgentes en América latina ante un enemigo que ha aprendido a olvidarla mejor que ustedes, todo se ha perdido. Díaz Bessone, sentado frente a Monique Rubin, habla como si estuviera en completa soledad. Cree que lo está. Monique –en un acto de gran valentía– ha colocado una cámara detrás de una ventana abierta. Desde ahí filma al Monstruo y registra sus palabras. Ante la cámara hay una Virgen con el Niño en brazos. Y una figura –la de un militar– con sombrero napoleónico, demasiado alto para ser él. A Díaz Bessone se lo ve algo de lejos. Pero lo que dice es definitivo. Confesión de Díaz Bessone: La primera arma para la lucha contra la acción subversiva, guerrillera –y ésa es una de las enseñanzas que nos trasmitieron los franceses de su experiencia en Argelia– es un buen aparato de inteligencia, de información. [Harguindeguy, en otro interrogatorio, dice que “una cosa es hacer tarea de inteligencia contra un ejército extranjero que actúa a la luz del día, con uniformes, banderas, etc. Y otra contra un enemigo que actúa embozado, que se disemina entre la población”. Convengamos que ese giro derrideano en el general Harguindeguy no deja de sorprender. Dejamos por completo de lado que el maestro Derrida haya tenido algo que ver con las tácticas de contrainsurgencia. Pero, ¿de dónde sacó Harguindeguy una de las palabras fetiche de la teoría crítica y la filosofía de nuestro tiempo, que cunde sobre todo en la academia norteamericana y, ergo, en tantas otras también? Esperábamos escucharlo decir –en algún momento del desarrollo del film: “Nosotros teníamos que deconstruir al prisionero para relacionarlo con distintos elementos de la estructura subversiva–. Usted sabe, ningún elemento es. Ya que todo elemento está en relación con otro. También esto lo aprendimos de los franceses. Todo esto, como usted sabe bien, viene de Ferdinand de Saussure”. No estoy bromeando en exceso. Pienso trazar –siguiendo un poco la Dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer– la presencia de la racionalidad francesa en la Argentina: de la traducción de El contrato social por Moreno hasta la Doctrina francesa de la contrainsurgencia. No olvidemos que los soldados que aniquilaron a los indígenas en la llamada “conquista del desierto” (y que David Viñas, con excepcional acierto, llama: etapa superior de la conquista de América) usaban el quepis francés.] Confesión de Díaz Bessone: Están en todos los lugares, están atendiendo un comercio, están asistiendo a clases en la universidad, en colegios, están enseñando como profesores, puede ser un médico, un abogado, un trabajador, un obrero. [Aquí notamos el poderoso ingrediente paranoico de la represión. Cuando se mata a tanta gente es claro que los que matan se sienten agredidos casi por la totalidad de la estructura social. La muerte los acecha desde todas partes. Todos los ciudadanos –al ser así la mentalidad del represor– están en peligro. Recuerden a Kevin McCarthy exclamando, en el final de La invasión de los usurpadores de cuerpos, “¡Usted puede ser el próximo! ¡Usted puede ser el próximo!”] Marie-Monique Rubin: Otra cosa importante de los franceses fue la “cuadriculación territorial” Confesión de Díaz Bessone: (Con entusiasmo.) ¡Claro, la compartimentación del territorio en zonas, ¡eso es pura doctrina francesa! Todo el ejército argentino, sin excepción, los hombres que en aquel tiempo estaban en actividad, todos actuaron en la guerra contra la subversión. ¿Cómo puede usted sacar información si usted no lo aprieta al prisionero, si no tortura? ¿Y sabe por qué? Supongamos que hubiera habido 7000 desaparecidos, que no hubo 7000 desaparecidos, ¿usted cree que podíamos fusilar 7000 personas? El Papa, mire el lío que le armó a Franco nada más que con tres. ¡Se nos viene el mundo encima!, ¡usted no puede fusilar 7000 personas! Y si los metía en la cárcel, ¿qué? Ya pasó acá. Venía un gobierno constitucional y los ponía en libertad porque ésta era una guerra interna. No es el enemigo que quedó del otro lado de la frontera. ¡Salían otra vez a las armas!, ¡otra vez a matar! Díaz Bessone se refiere a una de las obsesiones de los militares: La ley de amnistía que dicta el Congreso Nacional en 1973, cuando los detenidos ya estaban en libertad. “En síntesis, se ponía en libertad a IV Domingo 6 de septiembre de 2009 todos los subversivos ‘post facto’” (Díaz Bessone, Guerra revolucionaria en la Argentina, Ibid., p. 165). No se puede entender la ferocidad de la dictadura sin valorar adecuadamente el impacto de esta ley. Será utilizada como excusa de la matanza. ¿Cómo no vamos a matarlos a todos si después viene un gobierno constitucional y los pone en libertad? Hay que matarlos ahora, antes de que eso ocurra. “Eso” no es una ley de la historia. Nadie podía asegurar que un próximo gobierno haría lo mismo que el de Cámpora. Pocos meses después gobernaba Perón y el líder ni por equivocación habría de dictar una ley de amnistía, aunque había propulsado con entusiasmo la primera. Una ley de amnistía depende de muchos factores. En suma, no todo gobierno constitucional viene para dictar necesariamente una ley de amnistía. Pero Díaz Bessone y los suyos necesitaban esa excusa para la matanza que ya tenían largamente planeada, mucho antes de la ley de amnistía. Se trata de una mentira. Igual iban a matar a todos los torturados que ya no tuvieran nada que aportar a la “tarea de inteligencia”. No a la luz del día, claro. ¡Miren el lío que tuvo Franco con el Papa! Y aquí es donde al Terminator argentino se le escapa una frase im-pre-sio-nan-te. “¿Usted cree que podíamos fusilar 7000 personas? ¡Se nos viene el mundo encima!” Y entonces dice la frase más verdadera de todas las que pronuncia a lo largo del hábil interrogatorio de Marie-Monique Rubin: “¡Usted no puede fusilar 7000 personas!”. Desde luego, señor Chacal, no es posible fusilar 7000 personas. Hay que ser un carnicero para hacer algo así. Un asesino con todas las letras. Sólo un criminal de guerra hace eso. Pero usted ni siquiera era eso, ni siquiera un criminal de guerra. Porque no hubo guerra. Hubo una agresión exterminadora contra un grupo civil medianamente armado y adiestrado (sobre todo al lado de ustedes) y contra innumerables sectores de la sociedad a los que el régimen consideraba incómodos. ¿O eran guerrilleros los 23 obreros de la comisión interna de Acindar que López Aufranc, henchido de orgullo, le informa al señor Klein que ya están bajo tierra? ¿Lucha contra la subversión? ¡Por favor! Una matanza indiscriminada contra todo aquello que los incomodara. Esa era la doctrina francesa. Ese fue el Plan Fénix en Vietnam. Eso hizo la DINA, bajo el control sanguinario de Manuel Contreras, en Chile. Y bajo la mirada severa de Pinochet. Ya veremos quiénes fueron liberados por la Ley de Amnistía. Las opiniones de Juan Manuel Abal Medina. Los motivos que tornaban a esos presos en presos de una dictadura ilegal, de un sistema antidemocrático, de un país cerrado. No es lo mismo poner en libertad a los presos de una dictadura que a los presos de un gobierno democrático. A los presos de una dictadura se les debe dar una “segunda oportunidad”. La de la democracia. Si vuelven, en ella, a la delincuencia armada, el Estado representativo, con sus tres poderes funcionando, con jueces, con abogados de los detenidos, con la elemental justicia (una de las grandes conquistas de la juridicidad humana) que considera al detenido inocente hasta que se demuestre su culpabilidad, los juzgará en medio de la vigencia de la ley, sin torturas, sin vejaciones. Es imposible que Díaz Bessone entienda esto. Tampoco algunos que andan ahora por ahí demostrando que la Ley de Amnistía obligó a liquidar la Cámara Federal en lo Penal (creada por el gobierno de Lanusse) “y las leyes que permitieron, hasta el 25 de mayo de 1973, condenar a casi 600 subversivos, y estar pronto a dictar otras 600 sentencias, además de tener procesados a más de mil subversivos y guerrilleros. Desquiciado el recurso a la justicia, no podía pensarse en volver a ella en el futuro” (Díaz Bessone, ob. cit., p. 166). Falso de toda falsedad. No se volvió al “recurso de la justicia” porque ya se había resuelto no volver a él. La Escuela Francesa no enseñaba “el recurso a la Justicia”. Son todas patrañas, mentiras. Justificaciones para la matanza. El que las usa es porque quiere dar argumentos para defender las atrocidades militares. El mismo Lanusse, bajo cuyo gobierno se creó la Cámara Federal en lo Penal, agredió fuerte y heroicamente a Videla por los métodos de contrainsurgencia utilizados. A mediados de 1976, esa noticia: que Lanusse exigía a Videla una represión a la luz del día fue un aire de esperanza para nosotros. Para los que todavía estábamos aquí “evaluando las medidas de seguridad” como si hubiera algunas o esperando esa amenaza estremecedora: la represión militar, los cruzados feroces de la contrainsurgencia, primero van a pasar el peine grueso y después el peine fino, ahí nos agarran a todos y a la ESMA compañeros, aunque no hayan hecho más que dar clases, obras de teatro incómodas o hubiesen ido a una villa a hacer teatro, a alfabetizar o a pintar casillas de zinc: El peine fino se aproxima y viene por todos, ¿saben por qué?, porque estos milicos vinieron para el castigo, para la venganza, para no dejar nada en pie que los incomode para hacer la sociedad que quieren y, para colmo, las guerrillas seguían con su pequeña guerra, con sus operativos que apenas si cosquillas le hacían al Monstruo, y los que pagaban eran los perejiles de superficie, la carne de cañón a mano, una gran redada por cada operativo erpio o monto, y aparecían diez muertos acá, veinte allá, ¿por qué?, por nada, por represalias, a cualquiera por cualquier cosa, eso se decía en todas partes. Lanusse se entrevista con Videla y le dice: “Basta de secuestros, general. Detenciones, pero no secuestros”. O sea, señores consagrados a justificar el crimen masivo y echarles la culpa a las víctimas, tengan bien en cuenta esto: Lanusse pidió de nuevo la Cámara Federal en lo Penal. ¿Por qué no iba a ser posible? ¿De qué cabeza enferma de muerte sale esa idea? Era posible. Debió ser posible. Pero nunca estuvo en la cabeza de los adiestrados por el monstruoso Paul Aussaresses, ese “héroe de la Resistencia Francesa” que superó a los nazis en crueldad. La propuesta de Lanusse era actuar con la ley en la mano. En 1977, el general Bignone le dice: “Hace un año yo también pensaba eso, pero ahora no”. Lanusse, firme, responde: “Entonces hace un año yo pensaba una cosa de usted y ahora pienso otra”. Y añade: “¿Cómo educar a los nuevos oficiales si ven todas las noches salir a sus compañeros o superiores encapuchados para cumplir tareas clandestinas?” A fines de 1973 –lo recordamos– ya la Juventud Peronista empieza a pintar en las paredes de Buenos Aires: “Volvé Lanusse. Te perdonamos”. Además, ¿de dónde se saca que todos los que salieron con la Ley de Amnistía salieron a matar? No todo es tan fácil ni tan lineal, señores. Pero claro: el esquema que justifica la matanza es simple, tan simple como mentiroso: A) Se los intentó juzgar con la legalidad: la Cámara Federal en lo Penal; B) Un gobierno constitucional los amnistió; C) Salieron en libertad para volver a matar. ¡Gran error dejarlos salir! Se les dio la libertad a los asesinos; D) El gobierno militar no pierde el tiempo con una inútil Cámara Federal en lo Penal, con leyes y con jueces. No se puede dar el lujo de otro indulto en el futuro. Va a solucionar para siempre este flagelo. Guerrillero capturado, guerrillero interrogado, guerrillero desaparecido. Esa fue la “justicia” de la dictadura. Eso enseñaron los franceses. Eso se hizo en Indochina, en Argelia, en Brasil y en Chile. En Chile actuaron muchos contingentes brasileños. Por último, en cuanto a las estadísticas. ¡Cómo se denuncia la gente con esto! Las cifras: apenas en un año, Rodolfo Walsh registra 15000 desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos (Carta abierta a la Junta Militar). Pilar Calveiro calcula que entre 1976 y 1982 funcionaron en la Argentina 340 campos de concentración-exterminio. Se estima que pasaron por ellos entre 15 y 20 mil personas “de las cuales aproximadamente el 90 por ciento fue asesinado”. Calveiro habla, entonces, de 15 o 20 mil víctimas. Bien, basta de cifras. Da asco hablar de cifras. Miren, hay una regla de oro aunque moleste mucho a algunos: el que baja la cifra (como Díaz Bessone o como cualquier otro que uno encuentra por ahí) está a favor de los asesinos y no de la verdad; busca tranquilizarse, demostrar que no fue para tanto, que no eran tan matarifes los militares. En cuanto a los judíos, hay investigadores serios que hablan entre cuatro millones ochocientos mil y seis millones. Admiten los seis millones: la cifra exacta estaría entre esas dos. Pero cuando uno se encuentra con un tipo que le quiere demostrar que fueron tres millones, a no dudarlo: es un antisemita, un facho o un nazi encubierto. Además, con toda inocencia, hay que decirles: “¿Nada más que tres millones en lugar de seis? ¡Qué suerte! ¿Si no, te imaginás la tragedia que habría sido?”. Colaboración especial: Virginia Feinmann – Germán Ferrari