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2011
McCAUSLAND SOJO, Ernesto, 1a. ed.
Mensajes desde el azul
Cartagena de Indias (Colombia), Ediciones Pluma de Mompox S.A.- 2011
128 p.; 14 x 21,5 cms.
ISBN obra completa: 978-958-8375-35-9
ISBN: 978-958-8375-96-0
I. Mensajes desde el azul I. Título
CDD 700/709,03
Mensajes desde el azul
Ernesto McCausland Sojo
©
©
2011 Ernesto McCausland Sojo
2011 Ediciones Pluma de Mompox S.A.
Centro, Matuna, Edificio García Of. 302,
Tel. 5-664 7042 57-313-535 6577
www.plumademompox.com
[email protected]
Cartagena de Indias - Colombia
Primera edición en la colección VOCES DEL FUEGO:
abril de 2011
ISBN obra completa: 978-958-8375-35-9
ISBN de la obra: 978-958-8375-96-0
Director Editorial
Carlos Alfonso Melo Fajardo
Director de Contenido
John Jairo Junieles Acosta
Asistente de Contenido
Jesús Esquivia Noth
Diseño de la colección
Carlos Alfonso Melo Fajardo
Imágenes
Carátula: Ernesto McCausland Sojo
Autor: Ana Londoño
Impreso por ELB S. en C.
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Queda hecho el depósito de Ley.
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la
cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida
en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea electrónico,
químico, mecánico, óptico de grabación o de copia, sin el
permiso de los propietarios del Copyright.
2011
Voces del fuego: testigos del Bicentenario: es una colección donde tienen cabida autores de diferentes regiones, tendencias
estéticas y generaciones, manifestando la existencia de un
cruce invisible de tiempos y saberes que vienen de lugares
inesperados, e influyen muchas veces en forma imperceptible en el curso de la historia. El Bicentenario de la Independencia que conmemoramos, invita a celebrar nuestra
interculturalidad. Los sesenta y cinco autores de esta colección son fuego en torno al cual nos seguimos reuniendo para descubrir, celebrar y pensar las secretas formas del
mundo.
Ediciones Pluma de Mompox S.A. transita así su
segunda década de vida con la firme convicción de
estar construyendo reflexiones críticas y posibilidades creativas desde la pluralidad. Nuestro continuo
trabajo de divulgación permite a escritores, periodistas e investigadores de diversas regiones, edades
y áreas de interés, la publicación de sus obras y el
dibujo de una nueva geografía imaginaria del país.
Leer un buen libro, conocer el mundo a través
de otros ojos, pero con los tuyos, es hoy nuestra
invitación: miles de millones de manos y labios, en
el ritmo de los años, lo han hecho posible para ti.
Nosotros, desde esta orilla del mar, seguiremos trabajando para perpetuar el milagro.
Carlos Alfonso Melo Fajardo
Director
A Mile, porque las rutas del alma conducen al 19
Contenido
1. Punto de quiebre: la vida de un homicida confeso. 13
2. El payaso que mató a Drácula . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
3. ¡Te cayó la gota fría!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23
4. El fantasma de Riohacha. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
5. El jardinero que no fue noticia. . . . . . . . . . . . . . . . . 35
6. La miseria humana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
7. Virgen a toda prueba. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45
8. «Yo visité Mundo Lindo». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49
9. Carta a un niño con Sida. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
10. Celda de belleza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
11. También llegó tarde a la muerte. . . . . . . . . . . . . . . 67
12. La luz de Pescaíto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
13. Barrio sida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
14. El hombre del árbol. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
15. El mal viento del primero de junio. . . . . . . . . . . . . 95
16. Un romance en la zona roja . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
17. «Detrás de esta mugre hay un señor». . . . . . . . . . 107
18. Tertulia en la Guajira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
19. Maicao del Islam. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
1. Punto de quiebre: la vida de un
homicida confeso
Es una noticia insignificante, que aparece extraviada, entre grandes titulares, en el extremo inferior de una página congestionada,
en el periódico de un día cualquiera, de un mes cualquiera hace
seis años.
“Muere obrero al caer de construcción”, anuncia el titular,
seguido de apenas 80 palabras. Quizá para el periodismo sea una
lección de concisión. Para la muerte, en cambio, es otra evidencia de cuán baladíes pueden llegar a ser sus cotidianos zarpazos.
Como en efecto no hay mayores detalles, solo aprendemos que
Juan Gregorio Guerrero León, 36 años, murió al caer del sexto
piso, mientras trabajaba en una construcción en la vía 40. Lo
verdaderamente relevante, lo que haría significativa en el tiempo
a esta gacetilla de cumplimiento, está en el último párrafo: el
obrero deja cinco hijos.
Uno de esos cinco hijos está hoy en los periódicos esposado, mientras mira como si no quisiera mirar, con ojos de rata
asustada, a la sociedad, bajo grandes titulares, en calidad de coprotagonista de la hirviente noticia de la semana. En la audiencia
inicial, el jueves pasado por la mañana, es presentado como Juan
Carlos Guerra Silva, alias Juanchi, uno de los dos forajidos que
en la madrugada del miércoles mataron a la turista española Irene Cortés Lucas en la Plaza de la Cerveza, el hecho que en un
principio avergonzó a Barranquilla en pleno precarnaval y que
luego derivó hacia un encendido intercambio de acusaciones por
larga distancia, el viudo de la víctima en una orilla, una vociferante familia de gitanos malagueños, en la otra.
[ 14 ]
Mensajes desde el azul
La granja de los sicarios, donde el futuro constituye privilegio de pocos, es el sector de la ciudad en que la sociedad ve
sembrar a sus malhechores. Los niños a los que en esta tarde de
marzo del 2011 vemos corretear de un lado para otro, gozando
jubilosos con juguetes hechizos, están en el almácigo perverso de una huerta fatal. Alguien los está cultivando con esmero.
Antes de la adolescencia, muy seguramente serán trasplantados
fríamente a la tierra abonada del vicio y pronto se convertirán
en plantas adultas, que atracarán cristianos desprevenidos en las
calles del barrio, asaltarán buses, robarán todo lo que encuentren
mal puesto, y —con el suficiente arrojo y la dosis indicada de
drogas— se trasladarán como especies carnívoras a los sectores
de la ciudad afortunada, donde más brillan las luminarias, donde
los celulares son de mejor marca y los bolsos, acaso con un golpe
de suerte —como el de Irene Cortés Lucas — estén repletos de
fabulosos papeles llamados “euros”.
El sobrenombre de Juanchi no fue siempre el alias perverso
que el mundo ahora recibe con horror. “Así lo llamamos desde
niño”, cuenta un familiar. Fue siempre un infante silencioso y taciturno, mucho menos activo y locuaz que esos que ahora vemos
jugar en el crepúsculo luminoso de marzo. Suponen quienes lo
conocen que fue el más afectado de los cinco hermanos cuando
se produjo la separación de sus padres. ¿Por qué se separaron?
Nadie quiere contarlo. El hecho es que el padre —siempre un
hombre laborioso hasta el mismo día en que cayó desnucado
mientras pintaba con carburo la fachada de una bodega— se
quedó con las tres hijas, y la madre se quedó con Juan Carlos y
su hermano. En casa del padre nada faltó jamás. Juan Gregorio
se le medía a cualquier oficio, procuraba por los tres hijos de
los que se responsabilizó, y aunque era parco para dar consejos,
encarnaba un ejemplo que hoy le agradecen: poco trago, leche y
pan oportunos, y la convicción aplicada de que sus pequeños no
pasarían hambre.
Murió cuando Juanchi, mal criado por su madre, iniciaba
el tránsito azaroso por la pubertad y emprendía una inestable
carrera escolar. Odiaba el estudio y hasta cuarto de bachillerato,
cuando finalmente decidió no volver a las aulas, estuvo en por
lo menos cuatro colegios diferentes. De la madre pocos quie-
Ernesto McCausland Sojo
[ 15 ]
ren hablar. En sus declaraciones iniciales, Juanchi alcanzó a decir
entre dientes que ella “salía de noche”, pero calló de inmediato
– como siempre ha callado – y dejó la versión inconclusa y en el
aire, como para que los investigadores sacaran sus conclusiones.
El caso es que a principios de 2010, en un arranque de año que
para la disfuncional familia estuvo también ambientado con la
armonía desafinada de Carnaval y tragedia, ella murió por complicaciones asociadas con el VIH.
Quien me está suministrando toda la información es un
pariente preocupado. Esa persona me advierte que no puede
ser identificada, porque corre peligro. No estoy autorizado para
revelar si es hombre o mujer, viejo o joven. Solo digo que relata la vida perdida de este jovencito con una voz apagada, casi
inaudible, en el interior de un vehículo oscuro, cuando ya el sol
vespertino le ha entregado su lugar a las sombras. Estamos muy
cerca de los sectores de El taconazo y Cuchilla de Villate, quizá
la zona más caliente de la ciudad. Me cuenta que hace seis meses
tuvieron la primera evidencia de que Juanchi andaba en malos
pasos, luego de que una noche, en un parque, durante una requisa de oficio, la policía le hallara una navaja en el bolsillo. Tiempo
después, una amiga de la casa llegó despavorida a contar que
Juanchi la había atracado a ella y a una amiga a plena luz del día.
¿Cómo se forjó la vida de uno de los dos jovencitos que en la
madrugada del miércoles asesinaron a una exconvicta española?
Todo comenzó en la granja del crimen, uno de los sectores donde el delito se cultiva con esmero.
Las alarmas se encendieron. Los familiares le suplicaron al
joven que regresara al colegio, pero no quiso. Lograron que un
pariente, dueño de un carro de mula, le diera trabajo como ayudante y Juanchi lo hizo solamente durante unos cuántos días,
hasta que terminó abandonando el oficio.
Ahora reflexiono, mientras mi fuente habla con voz queda
aunque decidida. Veo tantos puntos de quiebre, tantos “hubieras” en la vida de este jovencito: si sus padres le hubieran dado
un hogar estable; si su padre no hubiera muerto; si su madre le
hubiera dado un buen ejemplo; si algún colegio lo hubiera entusiasmado…
[ 16 ]
Mensajes desde el azul
Pero el verdadero gran momento llega hace quince días.
Preocupados por el curso que llevaba la vida del muchacho, sus
parientes hacen una gran apuesta. Hablan con un primo, soldado, para que lo presente ante el Ejército, a ver si una carrera de
soldado logra enderezar lo que ya parece torcido para siempre.
Para regocijo de todos, Juanchi acepta presentarse. Parece arrepentido. Una pequeña y frágil luz brilla para todos en la disgregada familia: quizá su innata ferocidad del barrio pueda canalizarse en favor del exterminio de la guerrilla. El primer paso es
sacarle al joven su cédula de ciudadanía, requisito indispensable.
Tan pronto llegan a la Registraduría presentan el registro civil.
Las irregularidades son evidentes. Juanchi dice que nació el 26
de marzo, pero en el documento reza que fue el 24 de julio. Al
verificar el número del registro, la Registraduría concluye que corresponde a otra persona, en un pueblo del Tolima. Los trámites
sugeridos parecen imposibles de cumplir. El entusiasmo por el
Ejército se apaga.
Juanchi queda entonces a merced del aparato criminal del
bajo mundo. Sólo él, dentro de un calabozo de la Cárcel Modelo,
sabe qué pasó en estos 15 días, el encuentro con Brayan Darío
Blanco Escorcia, la obtención del revólver calibre 32, la ingestión
del cóctel maldito de marihuana con el tranquilizante Rivotril, el
recorrido siniestro que – ahora lo vemos en el video – deja más
dudas que certezas y una vendetta de gitanos en desarrollo.
Cinco horas después del crimen, al filo de las siete de la
mañana, cuando ya Brayan Darío Blanco ha sido detenido en
flagrancia y Juanchi es el hombre más buscado de la ciudad, surge un hecho que hasta ahora no se ha revelado y que podría ser
pieza clave en la investigación. A esa hora, cuando ya el sol había
asomado y las emisoras dan cuenta del crimen de la turista española, dos hombres irrumpen con violencia en la casa de Juanchi.
En el sector se les conoce como Luchito y el Mono Babillo. Son
los jardineros de la huerta sicarial en aquella Mesopotamia del
crimen. Preguntan por el arma y el dinero robado. Al final dejan
un mensaje para Juanchi. O aparece, o se muere. Un investigador
me explica. Son forajidos de mayor nivel. Usan a los menores
para cometer atracos, les proporcionan el arma, les reciben todo
lo robado, y solo les dejan para comprar droga.
Ernesto McCausland Sojo
[ 17 ]
A lo largo del día miércoles, entonces, Juanchi es objeto de
una doble cacería: la de la Policía, que lo busca como el chico
“más malo que la maldad” que disparó contra la turista, y la de
los dos cultores de la perversión, los mismos que han sido vistos
atracando a sangre y fuego a plena luz en sectores transitados
del barrio. Una hermana, de las que fue criada por el padre, estudiante de contabilidad, pregunta por él entre sus amigos. Pronto
le dicen dónde está escondido, muy cerca a la pendiente que es
hoy un cementerio de casas, el legado de un trágico invierno.
Lo encuentra entre un solar enmontado, como un animal sucio
y sudoroso. Ella le habla. Le dice que entre dos caminos, el que
conduce al cementerio y el que conduce a la cárcel, es mejor el
segundo. El destino ha hecho lo suyo con esta familia dividida.
Aunque asustado, Juanchi acepta reunirse con los investigadores.
La hermana concierta entonces una cita, ese mismo miércoles por la noche, en casa de un familiar. Impedidos legalmente
para capturarlo, por no cumplirse el requisito de la flagrancia,
los policías lo persuaden. Ya en el video ha quedado claro que
no fue él quien disparó. Al presentarse ante el Juez 7 Municipal,
Juanchi confiesa todo y termina vinculado al caso como coautor.
Con los beneficios a que se ha hecho acreedor, pagará 17 años,
acaso la mitad que Brayan. Esa misma noche sucede lo que 15
días atrás le hubiera podido cambiar el rumbo a esta historia.
La justicia se encarga de entregarle de inmediato una cédula a
Juanchi para que pueda ser procesado. Ahora no sólo es un árbol
oficialmente torcido. También un delincuente cedulado.
2. El payaso que mató a Drácula
Los treinta pequeños invitados a la fiesta infantil de cumpleaños
contemplan maravillados a un payaso rudimentario, de traje desteñido y maquillaje cuarteado, que acaba de aquietarlos con un
«¡Atención!».
El payaso anuncia que se dispone a ejecutar el «peligrosísimo número del triple salto mortal», para lo cual tiende un cable
en el piso de cemento, simulando una cuerda floja. Jessica, su
asistente, coloca en el tornamesa un disco rayado con música de
ambiente. El vals «Danubio Azul» comienza a sonar. El payaso
emprende su hazaña. Tan pronto da los tres saltos laterales, la
concurrencia estalla en aplausos y carcajadas.
—¡Uno de cada tres hombres sobrevive a esta prueba!
—exclama.
Más risas. La modesta fiesta, en medio de la tarde fresca y
soleada, bajo un techo de palmas secas decorado con papeles
multicolores, ha conmocionado el bloque número 32 de la Ciudadela Metropolitana.
El payaso tiene nombre de superhéroe: Kalimán. Viéndolo allí,
con sus gastados zapatos de cuero mal pintados de rojo y su raído traje de raso amarillo, sus bromas tan tiernas como ridículas,
nadie se imagina que aquel payaso de profesión, que gana apenas
lo suficiente para alimentar a su familia, encarna una gloriosa
victoria del bien sobre el mal.
El hoy payaso de fiestas de barriada fue durante treinta años
El Conde Drácula, uno de los personajes centrales del carnaval
de Barranquilla.
[ 20 ]
Mensajes desde el azul
Benjamín García no escogió su disfraz; el disfraz lo escogió a él.
Desde muy niño, cuando sus padres lo llevaban al antiguo teatro
La Bamba, Benjamín sentía una fascinación especial por el hombre vampiro de Transilvania, interpretado en ese entonces por el
actor Cristopher Lee. Mientras los otros niños lanzaban gritos
de terror, Benjamín se sentaba plácidamente en la oscuridad y se
deleitaba con los colmillazos del misterioso personaje.
Cuando sus amigos de la infancia intentaban apedrear los
murciélagos en la noche, convencidos de que su sistema de radar los llevaba a estrellarse contra la piedra en el aire, Benjamín
se oponía con vehemencia. «Déjenlos quietos que ellos son mis
amigos», les decía.
A los quince años, Benjamín se fabricó unos colmillos con
pulpa de yuca y decidió que la forma más apropiada de canalizar
su pasión era el carnaval de Barranquilla, donde hay licencia incondicional para disfrazarse.
Así nació el Drácula más fiestero de todas las versiones que
han existido desde que fue hecha la primera película. Al carnaval
se le apareció su hombre vampiro.
A medida que pasaban los carnavales, Benjamín fue mejorando el disfraz. Al tercer año de tenerlo, le pidió a su amigo
dentista Raúl Buendía que le elaborara unos colmillos inmensos,
los que terminaron pareciendo más de elefante que de vampiro. «¡Horrorosos!», exclamó su hija Brigitte cuando lo vio sacar
la dentadura postiza de la caja del laboratorio. Benjamín sonrió
para sus adentros: era el efecto que buscaba. Los colmillos le
imprimieron a Drácula el elemento grotesco que es vital en el
carnaval, y llevaron a Benjamín a convertirse en una leyenda de
la fiesta: un personaje siniestro, vestido de negro riguroso y con
el cabello impregnado de gomina, que recorría todos los desfiles
del carnaval bajo un sol abrasador, desatando a su paso una algarabía de chillidos entre niños y mujeres. Para ellos, los débiles del
carnaval, aquel era un Drácula convincente, a pesar de lo diurno
y a pesar de que, a decir verdad, Benjamín García, con su nariz
aguileña, su piel morena y su expresión cándida, guardaba muy
poco parecido con el siniestro conde descrito por el periodista
norteamericano Abraham Stoker en su obra original de 1897,
Ernesto McCausland Sojo
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y personificado por Bela Lugosi, Jack Palance, Frank Langella,
Cristopher Lee y tantos otros actores.
Pero como toda historia en la que está involucrado el temible conde de Transilvania —capaz de transformarse en perro o
hasta en candelabro—, a la de Benjamín García se le atravesó la
fatalidad: de repente comenzó a sentir que el personaje estaba
apoderándose de él. Dejó de interesarse en el rostro y el cuerpo
de las muchachas, para fijarse con deleite en el cuello. A sus conquistas carnavaleras intentaba clavarles los inmensos colmillos
en la garganta, lo cual producía reacciones encontradas:
—A unas les gustaba, otras salían corriendo —dice.
El problema se complicó al punto de que cuando no estaba
disfrazado, Benjamín sentía miedo de las fotos en las que aparecía vestido de Drácula. Llegó a decir una vez, frente a su esposa y
sus hijas, que él no imitaba a Cristopher Lee, sino que Cristopher
Lee lo imitaba a él. Los síntomas se volvieron crónicos cuando
Benjamín se presentó a su casa con un ataúd y comenzó a dormir en él.
—Esto nada tiene de gracioso —le dijo su hija.
No hubo más remedio. Benjamín fue a parar al lugar más
cómodo del mundo: el diván del psiquiatra.
Según el psiquiatra Pedro Ricaurte, Benjamín García estaba padeciendo un delirio, un trastorno del contenido del pensamiento.
«El ‘yo’ pierde la capacidad de reconocer la realidad y de valorarla», explican al respecto los textos de siquiatría.
La orden del médico fue terminante: así como a unos les
prohiben el trago o el cigarrillo, a Benjamín García le prohibieron el disfraz.
Benjamín comenzó entonces a buscar una solución para su
problema interior; para ese desespero que lo acosaba en horas de
la noche, que le hacía sudar las sábanas y que lo empujaba a vestir
el disfraz y los colmillos.
Haciendo uso de la misma imaginación que una vez lo llevó
a fabricar los primeros colmillos de yuca, Benjamín concluyó
que no había necesidad de atravesarse el pecho con una estaca
—como llegó a pensarlo— sino que la alegría de un payaso sería
capaz de derrotar al temible vampiro; un payaso que llevara el
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Mensajes desde el azul
nombre del superhéroe del turbante y el diamante que en sucesivas aventuras había vencido a Las momias del Macchu Pichu y a La
Araña negra, y que una vez —según afirma Benjamín con total
convencimiento— había vencido a Drácula en alguna historieta
de los cincuentas.
Así nació este bufón de fiestas pobres en gastos y ricas en
emociones. En ellas, hoy día, Kalimán organiza reinados de belleza con las niñas de la fiesta; anima a los niños a que efectúen el
temible «triple salto mortal», y él mismo les da un empellón para
que caigan; y presenta un espectáculo de dos horas que mantiene
en estado de delirio a la chiquillada. Ya Benjamín no necesita
pensar en la sangre de nadie. Ahora su alimento es otro. Como
él mismo lo dice, «A estos niños yo les chupo la energía de su
inocencia».
3. ¡Te cayó la gota fría!
Dos días antes de su concierto en Bilbao, como parte de su gira
de verano por España, el cantante Carlos Vives fue entrevistado
por teléfono para una emisora local, cuyos periodistas le preguntaron:
—¿Traerás la gota fría?
—Siempre la llevo —respondió desprevenido Vives—. Es
nuestra canción clave.
Pero los periodistas no se referían a la canción, sino a una
serie de tormentas, conocida con ese mismo nombre, y que en
1983 había sembrado desolación en esa ciudad del norte de España, dejando muerte, destrucción y miseria.
Para algunos en Bilbao, la llegada de un cantante cuyo gran
éxito llevaba el funesto nombre, constituía motivo de preocupación. Los temores aumentaron el día del concierto —domingo 2
de julio de 1995— cuando el cielo amaneció cubierto de nubes
negras. Los pronósticos no eran los mejores para la presentación,
a pesar de que Vives venía precedido de una gran expectativa, y
el concierto del día anterior, en la plaza de toros de Gijón había
registrado un lleno completo.
Pero ni las cábalas fatalistas, ni la lluvia que cayó a lo largo
del día, pudieron espantar a la multitud. La gente de Bilbao llenó la plaza Vistalegre hasta las banderas y presenció frenética
el espectáculo del carismático cantante colombiano, el joven de
largos cabellos que llevó la música de las provincias de su país a
los más recónditos puntos del mundo hispanoparlante.
—Para ustedes «La Gota Fría» significa tragedia —expresó
Vives mientas un público vibrante lo ovacionaba—. Para nosotros, los colombianos, es la obra suprema del folclor, el legado
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Mensajes desde el azul
mítico de dos grandes patriarcas: Emiliano Zuleta y Lorenzo
Morales.
Al otro lado del oceáno Atlántico, en la capital mundial del vallenato, Valledupar, el viejo Lorenzo Morales salía de su casa a
realizar una visita que cincuenta años atrás habría resultado un
imposible. Un pequeño sombrero blanco, adornado con pluma
roja, le daba un toque tropical. Pero aún así, aquel negro macizo
y corto de estatura, con gafas doradas y expresión impasible,
seguía pareciendo más un profesor de escuela que una gloria viviente del folclor.
A esa hora, en su casa de Urumita, Guajira, el viejo Emiliano
Zuleta ya estaba bañado y vestido, dibujando discretas melodías
con su acordeón bajo el almendro del patio. Había regresado a
casa la noche anterior, luego de una semana de arduas labores en
su parcela cacaotera de la Serranía del Perijá. Cuando un chofer
del pueblo le llevó el recado anunciándole la visita, dejó el trabajo a medio terminar y emprendió el regreso a Urumita a toda
prisa.
Morales atravesó en autobús la llamada Provincia de Padilla,
un recorrido de setenta y cinco minutos entre Valledupar y el
ramal de Urumita. Allí se bajó y comenzó a caminar bajo el sol
blanco de las nueve de la mañana. Al pasar por la plaza se detuvo,
contempló los árboles, las bancas, la estatua plateada de Bolívar,
la vieja iglesia, y entonces por su mente rodaron las memorias.
A fines de los treinta, Lorenzo Morales era un acordeonero andariego y brioso, cuya fama se extendía a lo largo y ancho de
la región del Caribe colombiano. Por su parte Emiliano Zuleta, hijo mayor de una mítica y formidable anfitriona conocida
como «la Vieja Sara», llevaba nueve meses ejercitándose con el
vetusto acordeón de su tío Pacho Salas, en la población de El
Plan. Aburridos de verlo y escucharlo con aquella verguenza de
instrumento, que en vez de correas tenía cuerdas de fique y cuyo
fuelle estaba lleno de parches, los jóvenes del pueblo reunieron
once pesos y se los dieron a Zuleta para que se comprara uno
nuevo. El joven inició el recorrido de seis horas a pie a través de
Ernesto McCausland Sojo
[ 25 ]
la trocha que conducía a Valledupar, donde se conseguían los
mejores acordeones alemanes de contrabando.
Al pasar por la población de Guacoche, ubicada a orillas de
Río Seco, Zuleta escuchó un jolgorio a lo lejos y decidió acercarse. El más famoso acordeonero de la región, Lorenzo Morales,
acompañado por su conjunto, animaba una parranda. El recién
llegado se acercó discretamente al anfitrión de la fiesta y le dijo:
—Yo también sé tocar.
El anfitrión le pidió a Morales que le prestara el acordeón a
Zuleta, quien primero interpretó un són y luego improvisó unos
versos. Según el protocolo de las parrandas de la época, el anfitrión debía brindarle el primer trago de cada ronda a la figura
del momento, y, en vez de brindárselo a Morales, se lo brindó a
Zuleta. Aquél no disimuló la rabia. Le quitó el instrumento al
visitante y le dijo que no se lo volvería a prestar.
—Voy para Valledupar a comprar un acordeón nuevo —le
dijo Zuleta a Morales delante de todos—. Cuando lo tenga te
voy a invitar para que toquemos.
Así nació la rivalidad entre Lorenzo Morales y Emiliano Zuleta. Nadie discutía que los dos eran los mejores acordeoneros
de la región, pero cada uno tenía su fanaticada y las discusiones
sobre cuál era el número uno eran frecuentes en todos los pueblos.
Cinco semanas después del encontrón de Guacoche, ejecutando su nuevo acordeón, Emiliano Zuleta le dedicó un merengue a Morales:
Los que han visto a Lorenzo tocando
me dicen que es verdad que ejecuta,
pero si se lleva a Emiliano,
el diablo tenga la culpa.
Lorenzo Morales no tardó en enterarse y le replicó a Zuleta
con un son agresivo:
Llegan los rumores de Morales a Emilianito
si estás en la Sierra despierta si estás dormido,
toma las respuestas que le llevan los que van,
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Mensajes desde el azul
se pone nervioso y no quiere versear conmigo.
El fuego del incipiente conflicto era avivado por atizadores de
oficio, que gozaban viajando de un pueblo a otro a contarle al
agredido lo que le había cantado el agresor.
Cada vez que uno de los dos acordeoneros tocaba en un
pueblo, la gente acariciaba la posibilidad de que el otro apareciera
y pudiera darse por fin un duelo de acordeón y de versos cara a
cara. Con frecuencia corría la noticia de que el otro había llegado,
y la gente se emocionaba; pero siempre resultaba falso. El destino parecía encaprichado en que los dos no se encontraran. Entre
tanto, el pique a larga distancia seguía. En un merengue, Morales
acusó a Zuleta de comer animales salvajes:
Emiliano se fue pa’la sierra
porque allá en la sierra hay que economizar los gastos
pero me han dicho que allá Mile lo que come
para alimentarse es chucho, marimonda y maco.
Al mismo tenor, Zuleta le respondió:
Ay Moralito, Moralito anda diciendo
que Emiliano come toda clase de animales
pero a mí me han dicho que él dizque come matúa,
come puerco poncho, pez ratón y caimanes.
Los versos subían cada vez más de temperatura. Zuleta se burló
del color negro de la piel de Morales y éste le respondió con un
verso en el cual le decía «blanco desteñido y palúdico», y lo tildaba de «comebarro». Era cierto. Hasta una edad muy avanzada
de su adolescencia, Zuleta se escondía en el fondo del patio a
ingerir grandes cantidades de arena con agua. Las cosas llegaron
a su punto máximo de calor cuando, en un merengue, Morales le
recordó la madre a Zuleta.
Hasta que sucedió lo inevitable: los adversarios, después de
seis años de insultos remotos, coincidieron en el mismo pueblo.
Fue el 29 de junio de 1942, día de San Pablo, en Urumita, Guajira.
Zuleta estaba tocando en una parranda cuando vio entrar a Mo-
Ernesto McCausland Sojo
[ 27 ]
rales jadeante y sudoroso, seguido de una muchedumbre, con el
acordeón al pecho y dispuesto a que resolvieran su problema de
una vez por todas. Pero Zuleta, quien llevaba veinticuatro horas
seguidas de juerga, dijo estar muy borracho y muy cansado para
aceptar allí mismo el desafío. Por eso le pidió a su adversario que
lo dejara dormir y éste aceptó. El duelo fue fijado para las ocho
de la noche en la plaza. A esa hora, el pueblo era un hervidero.
Las gentes de las poblaciones vecinas se habían enterado de que
el anhelado encuentro iba a producirse y se habían volcado sobre
Urumita. Los espectadores se amontonaban en la plaza, muchos
de ellos trepados en los árboles. Morales apareció veinte minutos
tarde y pidió otro aplazamiento, alegando que tenía dolor de estómago. El duelo fue reprogramado para las cinco de la mañana.
Zuleta siguió de fiesta, mientras que Morales se fue a dormir en
una habitación que le arreglaron en el mercado público.
A las cinco de la mañana la plaza seguía colmada de gente.
Nadie en el pueblo había dormido. Seguido de una multitud,
Emiliano Zuleta se dirigió a la habitación donde se había acostado Morales y tocó la puerta. En vista de que nadie abría, decidió
forzar la cerradura y se encontró con que su contendor se había
marchado. Mientras el alba despuntaba en medio de una explosión celestial de tonos naranjas, azuzado por la multitud, el viejo
Emiliano verseó y se burló de Morales, pregonando que le había
tenido miedo.
Morales lo supo a los pocos días en Guacoche y le cantó a
Zuleta:
Oyeme Emiliano dime qué te pasa
qué te pasa ahora,
porque echas mentiras
pa’que te las cojan.
La respuesta de Zuleta habría de perpetuarse por los siglos de
los siglos: una impetuosa diatriba musical relatada en segunda
persona que los entendidos catalogarían años después como una
obra maestra de la narrativa popular. Zuleta comenzó la canción
sin rodeos, recordándole a Morales el incidente de Urumita:
[ 28 ]
Mensajes desde el azul
Acordate Moralito de aquel día
que estuviste en Urumita
y no quisiste hacer parranda
te fuiste de mañanita
sería de la misma rabia.
Más adelante revive la polémica racista al tildar a su adversario
de «negro yumeca», empleando un término despectivo que solía
utilizarse contra los inmigrantes chocoanos de la zona bananera
del Magdalena. En la misma estrofa hace alusión al territorio
baldío donde nació y creció Lorenzo Morales, Guacoche, pueblo
rodeado de desérticas y espinosas plantas de cardón:
Qué cultura, qué cultura va a tener
un negro yumeca como Lorenzo Morales,
qué cultura va a tener,
si nació en los cardonales.
Ya sobre el final de la canción, Zuleta utilizó un término que le
escuchó siempre a su madre, la Vieja Sara.
—¡Si no te ajuicias, te va a caer la gota fría! —solía decirle
ella cuando de niño cometía travesuras.
Moralito Moralito se creía
que él a mi que él a mi me iba a ganar
y cuando me oyó tocar
le cayó la gota fría.
El término sirvió además para titular la canción, que habría de
ser grabada por Guillermo Buitrago, el mismo Zuleta, Colacho
Mendoza, Daniel Celedón, el Binomio de Oro y finalmente Carlos Vives, quien medio siglo después del incidente de Urumita la
daría a conocer en el mundo entero, aún en lugares tan lejanos
como Bilbao, donde su interpretación en la noche del 2 de julio
de 1995 —con su introducción de guitarras eléctricas y su vertiginosa percusión— convertiría las evocaciones de la catástrofe
del 83 en un baile monumental.
Ernesto McCausland Sojo
[ 29 ]
La composición de «La Gota Fría» fue una especie de nocaut fulminante que resolvió el conflicto entre Zuleta y Morales.
Un mes después de los sucesos de Urumita, en una fiesta del
mismo pueblo donde tocaba Zuleta, Morales se presentó y le
dijo delante de todos:
—He venido a hacer las paces.
Los dos enconados adversarios, que habían mantenido en
vilo a toda una región durante un lustro, se abrazaron entonces y
estuvieron tocando juntos tres días.
En la Plaza de Urumita, Morales regresa de los recuerdos y con
aire nostálgico reanuda el paso. Tiene setenta y siete años y aunque se conserva sólido, su lento andar revela que ya no es aquél
lleno de bríos que andaba de pueblo en pueblo con su acordeón.
En el patio de su casa Emiliano Zuleta llama a su hijo menor, Efraín, de sólo ocho años, y le enseña los primeros acordes de «La Gota Fría». El niño comienza a tocarla. Es el último
retoño de una renombrada dinastía. Poncho y Emilianito, los
hijos mayores del viejo, conforman una de las agrupaciones más
exitosas de todos los tiempos en Colombia. Uno de sus nietos,
Iván, es ahora el precoz acordeonero acompañante del cantautor
Diomedes Díaz, uno de los más populares de Colombia.
Cuando suena el timbre, el viejo Emiliano se levanta como
impulsado por un resorte, desafiando la lentitud de sus ochenta
y cinco años. Con evidente ansiedad, camina hacia la puerta y
la abre sin preguntar quién es. Allí está Morales, cincuenta años
después. Los dos viejos se dan un prolongado abrazo y se sientan a conversar en el portal de la casa.
Primero recuerdan. Traen a colación los versos con las
ofensas del pasado y se burlan a carcajadas de la ingenuidad
del conflicto. Mencionan a personajes de la época, como aquel
cajero que hacía caer los bananos de los árboles con su toque
impetuoso. Luego comentan el éxito de Carlos Vives. Morales
le dice en broma a Emiliano que le tiene que entregar la mitad
de las millonarias regalías. Como los boxeadores que se abrazan
después darse golpes durante doce asaltos, los dos viejos siguen
con su charla amistosa hasta la madrugada.
[ 30 ]
Mensajes desde el azul
Los jóvenes del pueblo pasan indiferentes por la calle, acaso
otorgándoles un distante «buenas noches». Ninguno les entrega
siquiera una mirada de curiosidad. La historia ha quedado sepultada en las memorias extintas. Sólo queda la canción, perpetuando las diatribas a lo largo y ancho del mundo, mientras ellos
viven su amistad como si nada hubiera pasado.
4. El fantasma de Riohacha
El lunes pasado, cuando me disponía a anunciar que había un
fantasma alborotando las calles de Riohacha, recibí una llamada
que esperaba desde hacía dos meses. Era de Betty Martínez, la
colega guajira que me estaba averiguando si lo del fantasma riohachero era o no una realidad. Apreté el auricular en mis manos
y la dejé que hablara. Un sudor helado humedecía mi frente.
La historia había comenzado una tarde de fiesta en la capital
guajira. Yo caminaba por la avenida Primera con mi amigo Andrej Satora, el actor que hizo el papel de «Arthur» en la telenovela
Café. Atravesábamos con facha de extranjeros aquella avenida
concurrida, mientras los basureros iban llenándose de botellas
vacías de whisky importado y la multitud festiva bailaba vallenatos de Diomedes Díaz en plena calle y abarrotaba las fritangas
callejeras.
Una camioneta Ranger roja, sin vagón, se nos atravesó de
repente haciendo chirriar las llantas.
—¡Vengan pa’ cá los gringos! —gritó el conductor. Nos
acercamos y pudimos verlo de cerca. Era un borracho moreno
y regordeto, una albóndiga humana, que nos miraba con ojos
inyectados y desenfocados. Iba con dos amigos y nos invitó a
subir.
—¡Les voy a mostrá a Riohacha! —gritó. Andrej y yo nos
miramos y antes de que pudiéramos tomar una decisión sensata
ya estábamos embarcados. Adentro, la música vallenata sonaba
a todo volumen.
Aquella camioneta arrancó como si el diablo y su corte la
estuvieran persiguiendo, mientras espantaba a la multitud callejera. Pasamos a ciento cincuenta kilómetros por hora y muchos
[ 32 ]
Mensajes desde el azul
tuvieron que hacer maromas para no ser atropellados. Pero nadie
protestó: protestar por algo así en Riohacha está contraindicado
por los médicos. El que se atreva puede terminar con un severo
caso de exceso de plomo en el organismo.
Salimos de la avenida Primera y nos internamos en las calles
angostas del centro de Riohacha. Cuando divisaban la camioneta
a lo lejos, con su motor rugiente y sus llantas chirriantes, las señoras guardaban sus mecedoras a toda carrera y los niños ponían
a salvo sus bicicletas en los andenes. Estuvo a punto de atropellar
a un chiquillo que conducía desprevenido una cicla todoterreno,
y también a un carro de mula. El animal, viejo y cansado, pegó
un relincho al paso de la camioneta. Hasta ese momento, el tur
por Riohacha se había convertido en una experiencia aterradora.
Andrej había perdido el tono bronceado y estaba amarillo del
susto. Yo esperaba ansioso un «pare» para bajarme. Pero nuestro nuevo amigo no respetaba los «pares». Más bien nos ofrecía
un whisky detrás de otro, y se empinaba la botella de Old Parr,
como si fuera una Coca-Cola y estuviera muerto de sed, mientras
nos mostraba los lugares turísticos trastocados: al cementerio lo
confundió con el estadio de fútbol y al estadio de fútbol con la
casa de su compadre Pitre. Intentó relatarnos la historia de Riohacha, pero confundía al almirante Padilla con Simón Bolívar y
mezclaba las plomeras de la semana pasada con las batallas de
hace dos siglos. Luego nos llevó a su barrio, cuyas vías estaban
siendo pavimentadas. El hombre metió la camioneta por las calles a medio terminar, dobló las varillas de la obra, derribó una
mezcladora de concreto, arruinó los jardines de las señoras y
espantó a los muchachitos que jugaban fútbol en la calle. Pero
nadie se quejaba, sino que se limitaban a mirarlo con ojos horrorizados. Hasta que en una esquina se detuvo a saludar a un amigo
y Andrej y yo nos hicimos los gringos de verdad: nos bajamos y
tomamos un taxi. No volvimos a verlo, pero nos quedamos con
su nombre en la memoria: se llamaba Papo Brito.
Esa noche Andrej y yo nos dimos gusto contando la historia. Hasta que mencionamos el nombre del personaje ante un
grupo de damas lugareñas y todas dejaron de reírse para mirarnos con ojos de terror. Una de ellas exclamó:
—¡Pero si a ese tipo lo mataron el año pasado!
Ernesto McCausland Sojo
[ 33 ]
A pesar de la temperatura ardiente de aquella noche riohachera, sentí un escalofrío de pies a cabeza.
Procedieron a contarnos que en efecto el difunto anduvo
siempre en una Ranger roja sin vagón, que jamás conducía a
menos de ciento cincuenta y que nadie se atrevía a reaccionar
porque actuaba sin contemplaciones con su pistola en cualquier
esquina. Una de las señoras lo definió a su manera:
—Era un hombre de respeto.
Hasta que en una de esas bravuconadas callejeras, el hombre fue víctima de su propio invento. Se bajó con la pistola en
la mano a reclamarle a una mujer que le había hecho sonar la
bocina desde atrás, y ésta lo recibió con todas las balas de una
minipistola calibre veintidós.
Así llegué a la inquietante conclusión de que había un fantasma suelto por las calles de Riohacha. No era uno de esos silenciosos y aburridos fantasmas que se aparecen en las mansiones viejas y espantan a un par de solteronas lúgubres. No. El de
Papo Brito era un fantasma inquieto, loco y procaz, bebedor y
parlanchín; un espanto que hacía tiros al aire, bebía cuatro días
seguidos, les dañaba las begonias a las vecinas y se orinaba en la
vía pública: en síntesis, una especie de Beetlejuice del Caribe. Con
su perspicacia de campesino polaco, Andrej llegó a una conclusión:
—Si hubiéramos atropellado al mulo viejo o al niño de la
todoterreno nada hubiera pasado.
Confieso que en lo más profundo de mi alma tuve la tentación de tragarme entero el cuento del fantasma. Pero no pude
resistir el impulso de la razón. Le pedí a Betty Martínez, amiga
periodista, que indagara por la ciudad si el célebre difunto tenía
un homónimo. Ella duró dos meses averiguando. La llamada del
lunes era para darme el resultado de su investigación.
—Hay otro Papo Brito —me anunció.
—¿Y anda en una Ranger roja? —le pregunté ansioso.
—Anda en una Ranger roja sin vagón —me confirmó
Betty.
El fantasma acababa de morirse. Llamé entonces a Andrej
a Bogotá y le conté.
[ 34 ]
Mensajes desde el azul
—Me alegro —respondió en tono de alivio—, porque ese
fantasma ya no me dejaba ni actuar.
Decepcionado me senté entonces a escribir esta crónica,
cuyo título es —ni más ni menos— lo que yo hubiera preferido
que fuera la verdad.
5. El jardinero que no fue noticia
Veo la noticia en el periódico bajo el cabezote fatídico de «Policía y Judiciales»; la fotografía en blanco y negro del hombre
esposado, conducido a una celda cavernosa de la cárcel Municipal, paralizado por el flash de la cámara como un conejo ante la
linterna de un cazador; la firma funesta del redactor de crónica
roja, Manuel Pérez Fruto, y el titular a tres columnas: «Jardinero
mata a su mujer».
Así me imagino aquel suceso, convertido en un capítulo más
de la crónica roja de Barranquilla, engrosando la abultada estadística del uxoricidio en la ciudad: sólo en un mes, febrero del 84,
hubo epidemia: catorce hombres mataron a sus mujeres en casos
aislados. Fue un fenómeno que despertó el interés de varios sociólogos extranjeros. Uno de ellos, el profesor de la universidad
de Yale Charles M. Turner estuvo un mes en Barranquilla y llegó
a la conclusión de que los uxoricidios se habían producido por
una reacción en cadena. De todas maneras, a pesar de las características extraordinarias que la sociología mundial le dio a los
catorce uxoricidios de febrero, noticias de hombres que matan a
sus mujeres se producen con frecuencia en la ciudad.
Todo comenzó un martes lluvioso en que el jardinero había amanecido contento porque el rosal del inmenso patio dio
un par de preciosos capullos rosados. Allí estaba, extasiado ante
aquel milagro mañanero, cuando llegó su amigo José del Carmen
y le dijo:
—El domingo pasado vi a tu mujer en el centro con un tipo
que no eras tú.
[ 36 ]
Mensajes desde el azul
El jardinero no apartó la vista de las rosas, pero por dentro
se estremeció como una flor de cayena en medio de un aguacero
de abril.
Llevaba dos años trabajando en aquel vivero de plantas ornamentales. En ese corto tiempo, y como consecuencia de su amor
y su dedicación a las plantas, se había ganado la confianza de
su patrón, don Teófilo, que lo tenía como jefe de la cuadrilla de
cinco jardineros. Allá mismo había conocido a su mujer catorce
meses atrás, una tarde en que ella fue al vivero con su patrona, a
comprar una palma enana. El jardinero quedó deslumbrado de
inmediato con aquella morena de risa suelta, que lo provocaba
desde lo más profundo de su traje ceñido de flores amarillas.
Pero lo que más lo cautivó fue su nombre: Violeta. El domingo
siguiente la invitó a salir y le llevó un pequeño ramo de violetas.
—Para que compares y te des cuenta de que tú eres más
bonita —le dijo. A los dos meses se casaron.
El jardinero siguió viviendo en su lugar de trabajo y ella
en la casa donde ejercía como doméstica. Sólo se veían los domingos, día en que él iba a buscarla temprano y se iban para los
moteles de madera en Puerto Colombia, donde pasaban todo el
día haciendo el amor entre tablas crujientes y un calor infernal,
mientras afuera una multitud reposaba sobre las arenas fangosas
y se bañaba en las aguas grises del mar. Ese último domingo,
como ocurría a veces, ella no pudo salir porque su patrona le
había negado el permiso. Al menos, eso fue lo que le dijo a su
esposo.
Teniendo como solemnes testigos a los dos capullos rosados, el jardinero decidió no creer lo que su amigo acababa de
decirle.
Dos semanas después, cuando las trinitarias moradas alcanzaron su máximo punto de fulgor, y se mecían suavemente con
el viento tímido de la tarde, uno de los choferes del vivero se
atrevió a contarle lo mismo con idénticas palabras:
—El domingo pasado vi a tu mujer con otro tipo.
El jardinero comenzó a desconfiar de su esposa. Con el
honor atravesado como una flecha en la cabeza, sintió que era
empujado hacia un abismo de ira y pasiones hirvientes.
Ernesto McCausland Sojo
[ 37 ]
El jardinero visitó de inmediato a un amigo suyo al que
apodaban «Patica», un rufián de barrio de dieciséis carcelazos.
—¡Quiébrela! —fue la sentencia de Patica, mientras alargaba la
mano hacia el jardinero para entregarle un revólver 38 largo. A
un hombre que jamás había esgrimido un arma distinta de las
tijeras de podar, el bulto metálico que se metió en la cintura le
produjo escalofríos.
Caminó resueltamente hacia la calle 74, por donde su mujer
pasaba todas las tardes para ir a comprar el pan, y se ubicó entre
las ramas de un arbusto de cayena. En medio de su conmoción
mental pudo darse cuenta de que había hojas y cayenas podridas:
el arbusto merecía una buena podada.
Ella apareció a los veinte minutos. El jardinero se estremeció de pies a cabeza al verla venir con su uniforme de doméstica
y la canasta del pan colgada del brazo, caminando jovialmente
por la calle. Apretó el metal entre sus dedos y comenzó a sudar
como un boxeador. Las manos le temblaban. Pensó en la mujer
que amaba desangrándose en el sardinel y hasta alcanzó a verse
a sí mismo en una celda. Así, con su conciencia activada como
una ruidosa alarma, la dejó pasar sin atreverse a disparar. Acostumbrado a hablarles a las matas, les dijo a las cayenas en voz alta
y tono muy coloquial:
—Si la mato, el que se jode soy yo.
Pero al día siguiente le sobró valor para ir a buscarla, colocarle el 38 largo en el cuello y obligarla a confesar. Pálida de
horror, ella le dijo:
—Si quieres te doy el nombre de él.
—Aquí la mala eres tú —le respondió el jardinero—. El
tipo a lo mejor ni sabe que eres casada.
Cuando visitó a Patica para devolverle el revólver, el rufián lo
reprendió por no salvar su honor y le dijo con genuino aire de
cortesía:
—Si quieres yo te la mato.
El jardinero no aceptó tan gentil ofrecimiento porque, al fin
y al cabo, para él su mujer había quedado muerta y sepultada.
[ 38 ]
Mensajes desde el azul
Seis meses después, otro amigo lo visitó para invitarlo a una fiesta en su casa. El jardinero, que en ese momento estaba atendiendo a un par de tristes bromelias, respondió que tal vez iría.
—Te conviene —le dijo el amigo—. Hay una sorpresa para
ti.
La sorpresa era Violeta, a la que vio más esbelta y hermosa,
con aquella misma sonrisa que lo llevó a enamorarse desde el día
en que la conoció. La saludó con alborozo, como si nada hubiera
pasado, pero cuando se descubrió a sí mismo feliz, conversando
y bailando con aquella mujer que tanto dolor le había causado, el
jardinero cayó en una crisis de melancolía.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella con voz apagada.
Después de un largo silencio, finalmente le contestó:
—Yo no sé qué carajo estoy haciendo yo aquí, al lado de
una mujer que me hirió tanto.
Violeta le puso la mano en la boca.
—Shhhhhhhh —le dijo—: las lágrimas que yo he derramado desbordarían el mar.
Violeta dejó caer una lágrima y le aseguró que desde entonces no había vuelto a ser la misma. «No entiendo cómo pude hacerle algo así a un hombre bueno como tú», le dijo. El jardinero
se quedó callado y constató alarmado para sus adentros que, a
pesar de que su cabeza se lo ordenaba, no podía irse y dejarla. Pasaron toda la fiesta juntos, y el fin de semana siguiente volvieron
a los moteles de Puerto Colombia. A los tres meses se enteraron
de que ella estaba embarazada.
Para el jardinero no ha sido fácil. Por más que lo intenta, y
a pesar de que ella le ha rogado una y otra vez que la perdone, el
hombre no logra olvidar el pasado, ni deshacerse de la desconfianza. Pero el bebé compensa los rencores acumulados. Tiene ya
seis meses de nacido y está grande y saludable. Con esa delicadeza y ese gesto extasiado que siempre le ha dedicado a sus plantas,
el jardinero lo ha convertido en uno de esos niños bien criados a
fuerza de miradas de amor. Seguramente jamás sabrá que estaba
destinado a no nacer y que hoy es el final feliz de la historia que
iba a culminar con una menos y culminó con uno más.
6. La miseria humana
Una noche de misterio
estando el mundo dormido
buscando un amor perdido
pasé por el cementerio(...)
¿Estaba allí de perverso
entre seres no ofensivos?
¿Fui a perturbar los cautivos
de los sepulcros desiertos?
¡No! Fui a buscar a los muertos
por tener miedo a los vivos.
En la biblioteca del Instituto Oficial de Bachillerato Masculino
de Soledad cuelga un retrato con un fino marco dorado. Dibujado rudimentariamente con lápices de colores, el retrato corresponde a un hombre apuesto, de mentón fuerte y ojos azules. Una
placa en el marco anuncia que se trata del poeta Gabriel Escorcia
Gravini, quien jamás permitió que le tomaran una foto. Pero don
Efraín Morales, de casi noventa años, asegura que ese personaje
con pinta de galán de cine que está en el cuadro no se parece en
nada al poeta enjuto, huraño y melancólico que él conoció en
vida en 1918, dos años antes de que muriera de lepra.
De cualquier modo, la idealización del retrato tiene su
explicación en Soledad, donde Gabriel Escorcia Gravini es un
mito. Setenta años después de su muerte, el poeta lugareño es
capítulo especial en las clases de literatura básica de los colegios,
al lado de Cervantes y García Márquez; su tumba permanece
impecable, siempre con flores frescas y la lápida lustrada; los más
viejos del pueblo, como don Efraín Morales, se enorgullecen de
[ 40 ]
Mensajes desde el azul
decir que lo conocieron, y hasta se saben sus versos de memoria;
su obra máxima, La Gran Miseria Humana, aún se edita en viejas
imprentas soledeñas y se vende cerca a los puestos de verduras
en el mercado municipal.
De tantos personajes que le han dado gloria a Soledad —el
creador del merecumbé Pacho Galán, el bolerista Alci Acosta—,
ninguno ha guardado tanta armonía en su vida con el nombre
del pueblo como Gabriel Escorcia Gravini, poeta de soledades
oriundo de Soledad.
Bajo de un ciprés sombrío
y verde cual la esperanza,
con su fúnebre acechanza
estaba un cráneo vacío;
y sentí pavor y frío
al mirar la calavera
pareciéndome en su esfera
como que se reía de mí
y yo de ella me reí
viéndola calva y tan fiera.
Todas las noches, a la hora en que Soledad se disponía a apagar
los mechones y los vendedores de butifarra recogían sus aperos
en la plaza principal, el poeta hacía su entrada en el cementerio
Central, vestido de blanco de pies a cabeza, para internarse entre
sombras y tumbas.
En los alrededores del campo santo se tejían toda clase de
conjeturas, aun las más perversas y macabras. José Dolores Pacheco, hoy con ochenta y siete años de edad y quien ha vivido
desde niño frente al cementerio, recuerda las preguntas que se
hacían entre los vecinos: «¿Qué hará ese hombre solo en el cementerio?».
Escribía.
Al poeta Gabriel Escorcia Gravini lo inspiraba el cementerio. Y de aquellas misteriosas incursiones nocturnas surgió La
Gran Miseria Humana, la crónica poética, escrita en treinta estrofas de rigurosas décimas, sobre el hombre que llegaba al cemen-
Ernesto McCausland Sojo
[ 41 ]
terio y protagonizaba el mordaz encuentro con la calavera de la
mujer que lo despreció en vida.
Dime humana calavera,
¿qué se hizo la carne aquella
que te dio hermosura bella
cual lirio de primavera?
¿Qué se hizo tu cabellera
tan frágil y tan liviana
dorada cual la mañana
de la aurora en nacimiento?
¿Qué se hizo tu pensamiento?
¡Responde, Miseria Humana!
La amplia casa de esquina, con su inmenso patio lleno de árboles
frutales, ocupaba a principios de siglo toda la manzana. Hoy el
terreno del patio está ocupado por pequeñas casas que se apretujan a lo largo de la cuadra. Una placa en su fachada revela que
allí nació y murió Gabriel Escorcia Gravini, autor de La Gran
Miseria Humana.
«Creció siendo un muchacho normal», dice Rafael Urbano Lafaurie, presidente de la Academia de Historia de Soledad.
«Pero cuando estaba a punto de graduarse sus manos comenzaron a deformarse, su cara a arrugarse y sus dedos a caerse».
En ese entonces el destino oficial de los leprosos era la pintoresca población pesquera de Caño de Loro, en la isla de Tierrabomba, frente a Cartagena. Se creía que la lepra era contagiosa y
el gobierno obligaba a las familias de los enfermos a confinarlos
allí. Pero las hermanas del poeta, María Concepción y Salvadora,
prefirieron esconderlo antes que enviarlo al leprocomio público.
Al fondo del inmenso patio de la casa le construyeron una pequeña habitación, donde el poeta pasaba encerrado todo el día,
corrigiendo lo que escribía la noche anterior en el cementerio.
Una tarde de domingo, Escorcia Gravini escuchó a un trovador decimero que pasaba cantando por su ventana. Lo llamó y
le entregó el manuscrito de La Gran Miseria Humana.
—Délo a conocer —le dijo.
[ 42 ]
Mensajes desde el azul
Fue como publicar el poema. Por aquella época, los decimeros andantes cumplían el papel de periódicos y noticieros. En
un santiamén, la obra se hizo conocida a lo largo y ancho de la
región del Caribe.
A mis interrogaciones
el cráneo blanco callaba
mientras la luna alumbraba
sarcófagos y panteones...
Y dije sin aflicciones:
—Si eres el cráneo de aquella
que en la vida, sin querella,
me despreció con desdén,
¡despréciame ahora también!
¡Eclipsa otra vez mi estrella!
Aunque se había resignado a su ostracismo obligatorio, existía
una fuerza que el poeta no podía dominar: el amor. Se enamoró
de Zoila Moreno, una hermosa chica del vecindario, y se dedicó
a enviarle poemas. La muchacha los recibía con guantes puestos,
los leía de prisa y luego los quemaba. A veces se presentaba a
visitarla y ella se escondía. El único poema que quedó de aquel
fracaso sentimental aún se conserva fresco en la memoria de los
viejos del pueblo:
Nunca podrás ser mía, aunque lo quieras
porque lo exige así la suerte impía
y si esa misma suerte nos uniera
tu serías desgraciada siendo mía.
Hoy día sólo quedan fragmentos de poemas almacenados en la
memoria de los viejos, a diferencia de La Gran Miseria Humana,
cuyas estrofas necrológicas se perpetuaron en los cantos de los
decimeros.
Precisamente a través de ellos el famoso músico de acordeón Lisandro Meza habría de conocer el poema cincuenta y
cinco años después, para convertirlo en una fenómeno de popularidad en 1975. Cuenta Lisandro que estaba durmiendo una
Ernesto McCausland Sojo
[ 43 ]
noche en su casa de Los Palmitos, Sucre, cuando fue despertado
por un decimero que cantaba La Gran Miseria Humana, interrumpiendo el silencio de las tres de la mañana.
—Mija óyele la letra a ese canto —le dijo Lisandro a Luz,
su mujer.
—Es la voz de Chichiolo —le respondió ella.
Lisandro se levantó muy temprano y se fue para la casa del
decimero. «Lo encontré con la misma borrachera«, cuenta. Le
llevó de regalo una botella de ron y le pidió que repitiera el canto
que había llamado su atención. De esa manera el poema dio un
salto audaz a través de medio siglo, desde el confinamiento del
poeta hasta la grabadora de Lisandro Meza, quien lo montó con
melodía y ritmo de son cubano. El fúnebre canto ingresó así en
las parrandas y en los bailes de carnaval, donde las parejas disfrutan apretadas los diez minutos de su ritmo cadencioso.
Yo soy el cráneo de aquella
a quien le cantaste un día
poemas que no merecía
porque no era así tan bella
como la primera estrella
del Oriente o el tulipán
a quien las auroras dan
el rocío que se deslíe;
aquí el que de mi se ríe
de él mañana se reirán.
Hoy los académicos de Soledad aventuran en la teoría de que el
poeta escribió La Gran Miseria Humana para burlarse de todas las
mujeres que lo despreciaron en vida; que es una especie de diatriba generalizada contra aquellas que salieron corriendo al verlo
llegar y quemaron sus versos para no contagiarse.
Ya muy desfigurado por la lepra, el poeta murió en 1920,
después de haber vivido apenas veintiocho años. Tres días después de la muerte, las hermanas entraron en la habitación, sacaron los poemas que él guardaba en una canasta de mimbre,
e hicieron una hoguera en el patio. Creyendo que la lepra era
contagiosa, dejaron que el recuerdo de Escorcia Gravini se per-
[ 44 ]
Mensajes desde el azul
petuara solamente con la obra que andaba en boca de los decimeros, y que años después, como una recompensa a la corta vida
de su obra literaria, se convertiría en una de las piezas populares
más vendidas de todos los tiempos en Colombia.
«Era el disco que los controles de la radio hacían sonar
cuando necesitaban tiempo para hablar con la novia por teléfono», cuenta Lisandro.
Yo escuchando aquella cosa
tan llena de horrible espanto
salí de aquel campo santo
como veloz mariposa.
La luna pura y radiosa
vertía su lumbre fugaz
y la calavera audaz
dijo al mirarme correr:
¡aquí tienes que volver
y calavera serás!
Convertido en canción, en folletín popular, en clase de literatura
elemental y en orgullo de un pueblo, Gabriel Escorcia Gravini
está enterrado en el mismo cementerio que tanto visitó y que le
sirvió como insólito escenario de su inspiración.
Su tumba es visitada con frecuencia por extrañas criaturas
de la noche, gente que lleva calaveras en la mano y practica extraños ritos. A la luz de las velas, el epitafio de letras negras descuella sobre la superficie blanca caliza de la tumba:
En el jardín de la melancolía
donde es mi corazón un libro abierto
yo cultivé la flor de la poesía
para poder vivir después de muerto.
7. Virgen a toda prueba
A la sección publicitaria del diario El Heraldo de Barranquilla
llegó una vez un curioso aviso: «Rosa Castañeda Castro, de Algarrobo, Magdalena, ruega a las personas de buen corazón que
oigan comentar que ella no es virgen favor denunciarlo en el
juzgado de Fundación».
Rosa Castañeda Castro no mide más de un metro y medio.
Tiene cuarenta y cinco años, pero aparenta cinco más. Sus escasos cabellos cuelgan de su cabeza como hilachas en un vestido
viejo. Posee ojos de ratón y cuando sonríe deja ver una calza de
plata en cada colmillo: una macabra simetría dental. Sus piernas
curvas sostienen un cuerpo redondo como un balón.
No titubea al relatar el motivo de aquel aviso tan particular:
«Resulta que llegaba mucha gente a comprar a mi pequeño almacencito y lanzaba indirectas contra mí, insinuando que yo no era
virgen. Entonces eso me produjo un estrés y el estrés me produjo a la vez unos dolores en todo el cuerpo. El médico me dijo
que tratara de ignorar las cosas que me decían. Pero yo recuerdo
que la sabia Inés de Montaña decía en su columna de consejos
que ‘no basta ser honrado sino que hay que demostrar que se es’.
Por eso puse la denuncia y publiqué el aviso...».
Por decisión del comité regional de El Heraldo, el aviso fue
rechazado porque se apartaba de la política editorial del periódico de no publicar anuncios que se salieran de lo normal.
Hoy, once meses después, Rosa Castañeda sostiene que los motivos que la llevaron a acudir a El Heraldo se conservan tan intactas
como su cuerpo. El epicentro de sus desventuras es el pequeño
almacén de su propiedad, Novedades Rosy, una de esas misce-
[ 46 ]
Mensajes desde el azul
láneas de pueblo donde se vende desde una yarda de dacrón
blanco hasta un machete de veinticuatro pulgadas. Sentada en la
mecedora desde la cual observa el paso lento de la vida en aquel
pueblo moribundo, mientras conversa con la joven administradora del almacén, Rosa ve entrar a dos vecinas que no la saludan
sino que conversan entre ellas:
—Cállate perra —le dice la una a la otra.
«Son indirectas contra mí», asegura Rosa. «Esas dos mujeres
comparten la misma casa y vienen juntas a comprar. Se sabe que
no hay disgusto entre ellas. La cosa es conmigo».
Rosa optó una vez por pagarles a sus detractoras en la misma moneda. Le dijo entonces a Delfina, la administradora, que
fuera su cómplice para la farsa.
—Caramba Delfina —le dijo Rosa—: a mí me dicen perra
y si tú supieras que ni siquiera las mujeres que trabajan en sitios
públicos son perras, porque perra es la hembra del perro. Ahora
yo, que soy una señorita, que puedo demostrar mi virginidad en el
juzgado cuando se llegue el caso.
Su calvario no se circunscribe al almacén. Rosa Castañeda
ha reducido sus visitas a la iglesia porque en la calle le hacen la
vida imposible: las damas del pueblo cuchichean cuando la ven
pasar; los muchachos de la plaza imitan ladridos a su paso; los
bebedores de cerveza le lanzan piropos insolentes.
El gran orgullo de Algarrobo es su blanca iglesia, de fachada
redonda y sobre la cual descuella una cruz de calados. Fue construída con más imaginación que presupuesto por un personaje
que hoy es un recuerdo en una placa cubierta de polvo: el padre
Luis Eduardo Rojas.
Luego de que lo pintaran en la blanca fachada de la iglesia
complaciéndose con una burra, el padre Rojas se marchó de Algarrobo. «Aquí las lenguas son bestiales», dice Rosa.
En la calle principal de pueblo no hay nada parecido a la agitación de hace dos décadas, cuando el algodón hizo de Algarrobo
un pueblo pujante y concurrido. En época de cosecha, los recolectores llegaban de todas partes de Colombia y se tomaban las
calles destapadas, como una plaga de langosta. A veces no había
Ernesto McCausland Sojo
[ 47 ]
alojamiento suficiente. Muchos de ellos sacaban una hamaca que
llevaban en su equipaje y la colgaban entre dos árboles. Hoy el
silencio es dueño y señor de Algarrobo, que parece un pueblo
de fantasmas. La calle Primera está llena de almacenes y tiendas
cerrados. Es obvio que el Algarrobo de hoy ha perdido parte de
su alma. Pero no la dignidad.
El concejal Rafael Ibáñez no cree que las lenguas sean tan
perversas como dice Rosa Castañeda. «Aquí la lengua es folclórica, hablan del compadre y de la comadre —dice Ibáñez—. En
el caso de Rosa más es lo que ella cree que dicen de ella que lo
que de verdad dicen».
Cada vez que los tormentos le dan tregua, Rosa Castañeda se
dedica a su labor manual favorita: confeccionar rosas blancas en
papel de seda. Para ella es una especie de superflua reconciliación
con esa realidad que la persigue. Cada rosa que va saliendo de
sus manos es un tormento menos. En Algarrobo se preguntan:
«¿Será que Rosa anda mal de la cabeza?». El concejal Ibáñez cree
que no, sólo que se siente un poco atormentada. Pero cuando
uno la escucha contar que una mujer del pueblo le metió un sapo
en el sistema digestivo, mediante el uso de brujería, entonces el
caso inspira dudas.
En el viejo escaparate de su habitación, Rosa Castañeda
conserva una delicada bombonera de porcelana. Allí están guardados, como si fueran un tesoro, los poemas que ella escribió
para el único amor de su vida, Toño Suárez, un empleado público que fue trasladado temporalmente al pueblo y que se marchó
hace ya diez años.
«Cuando me contemples en la blanca caja mortuoria, bellos recuerdos
llegarán a tu memoria», dice uno de los poemas, escritos con rigurosa caligrafía, y que Rosa recita con la voz quebrada de emoción.
Según Rosa, el motivo de su inspiración la dejó por una
reina de belleza.
Pero su madre, y mucha gente del pueblo, cuentan otra historia. «Toño estafó a Rosa», dice Carmen Castro, la madre, quien
asegura que el hombre «le echó un mal» a su hija.
[ 48 ]
Mensajes desde el azul
—Ella obedecía sus órdenes y así fue sacándole la plata del
banco —cuenta doña Carmen. Al final, el hombre se fue con
dos millones de pesos.
Lo que doña Carmen no termina de entender es por qué
aquel hombre no aprovechó el dominio hipnótico que ejercía sobre Rosa para poseerla. «Claro que intentó —responde Rosa—,
pero yo sólo iré a la cama con el hombre que me case para toda
la vida». Rosa se dejó quitar su trabajo de un año, pero no su
virginidad.
El hotel Magdalena, que ocupa casi todo el espacio de la casa de
Rosa y su madre, es una síntesis numerada de la desgracia que
vive Algarrobo desde que se acabó el algodón. Sus seis cavernosas habitaciones permanecen vacías, con sus números borrosos
y los candados oxidados en sus puertas. Rosa y su madre deambulan por aquel lugar como sombras misteriosas, a la espera paciente de que algún día se aparezca el hombre ideal para la soltera
de la casa.
«Yo sufro de unos achaques y los médicos me han dicho
que es por falta de... usted sabe», dice Rosa con una risilla socarrona. Pero es enfática en afirmar que prefiere morir virgen antes
que acostarse por probar:
—Tiene que ser hasta que la muerte nos separe.
Con todo y que las burlas callejeras le han menguado la frecuencia, Rosa Castañeda sigue yendo al menos una vez por día a
la iglesia de Algarrobo a rezar durante noventa minutos para que
Dios le mande al hombre de su vida. «Algún día llegará —dice
con voz quebrada—. Algún día...». Pero mientras llega, Rosa asegura que permanecerá virgen. Virgen a toda prueba.
8. «Yo visité Mundo Lindo»
El Niño visitó por primera vez Mundo Lindo poco antes del carnaval del año pasado, cuando llegó a la conclusión de que su
virginidad se le había convertido en una carga demasiado pesada
para sus cincuenta y un años de edad. Lo visitó en una de esas
tardes soleadas del verano de Juan de Acosta, pueblo gozón y
ruidoso que apenas se enteró de lo ocurrido lo convirtió en un
megachisme de hirviente sabor local. Así fue: después de que
el Niño hizo lo que hizo, los once mil habitantes del municipio
atlanticense terminaron incluyendo en su léxico aquel término
de terciopelo.
—¿Y qué es Mundo Lindo? —preguntan los forasteros.
Las viejas estallan en risotadas socarronas, pero no responden por pena; las quinceañeras sueltan risillas pícaras y replican
frases vacías como «Mundo Lindo es...Mundo Lindo...». Sólo las que
están por encima del bien y del mal, como doña Ana Coronel,
una viuda de sesenta y siete años famosa por su lengua de ají, se
atreven a dar respuestas más concretas:
—¡Ay mijo, si eso es lo más sabroso que hay!
El Niño se llama Luis Alfonso Arteta. A los dos años, cuando lo
vieron estremecerse por primera vez, sus padres lo llevaron de
inmediato al médico. Así supieron que era epiléptico. Los viejos
de Juan de Acosta aseguran que la enfermedad se le desató a raíz
de un susto que su madre sufrió mientras lo amamantaba. Pero
de eso no hay fundamento médico. Lo único cierto es que desde
aquel primer ataque, el Niño comenzó a recibir los frecuentes
embates de uno de los males más crueles del género humano;
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Mensajes desde el azul
de esa inflamación de la corteza cerebral que pone al sistema
nervioso a enviar impulsos eléctricos al garete.
Hoy, con los adelantos de la medicina, el Niño ha logrado controlar los ataques a una frecuencia máxima de uno por
mes. Pero la enfermedad lo dejó limitado en mente y cuerpo: le
torció las manos y los pies, y lo obligó a dejar inconclusos sus
estudios secundarios. A pesar de que fue un brillante alumno en
la elemental —el más rápido para multiplicar y dividir y el que
mejores composiciones escribía— el Niño jamás pudo ingresar
en el bachillerato. Con todo y lo inteligente que era, Luis Alfonso Arteta tuvo la desgracia de pertenecer a la última generación
que vio a los epilépticos como absolutos parias. Hoy, relegado
a la soledad de su casa, donde les vende cervezas heladas a los
hombres del vecindario, el Niño todavía escribe y declama sus
poemas:
«Lo gordo empalaga y lo flaco desea. Eso lo hizo Dios para que la
gente vea que la vida es como un sueño que va pasando con el tiempo y todo
se lo lleva el viento...».
Muertos los padres, y ausentes los hermanos, el Niño comparte hoy la enorme casa de esquina, de amplios ventanales y
agradecidas trinitarias, con su hermana mayor, Telesila, quien se
quedó para siempre con el título de «señorita». El Niño no se
atrevió a contarle a su hermana que quería una mujer, pero ella se
enteró de todas maneras, a través de dos de sus amigas, Maruja
Molinares y Nora Jiménez, a quienes el Niño les había dicho:
—Como van las cosas, me voy a ir señorito de este mundo.
Entre Maruja, Nora y Telesila maquinaron todo.
En Chorreras, un pueblecito de ochocientos habitantes ubicado
a diez kilómetros de Juan de Acosta, no hay mucho que hacer:
la iglesia permanece cerrada porque no hay cura fijo; en el billar
sólo hay una mesa y le hacen falta las bolas 8 y 1. El rechicar esporádico de las que quedan es lo único que rompe el silencio en
la casa vecina, donde Lorenza vive con sus dos padres ancianos,
un gato flojo, un loro enano y por lo menos veinte gallinas gordas, todas a las órdenes de un reluciente gallo pinto. Tiene cuarenta y ocho años, pero el leve retraso mental que padece la hace
ver mayor, a lo cual contribuyen aún más las blusas anchas que
Ernesto McCausland Sojo
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usa abotonadas hasta el cuello. No es una mujer atractiva, aunque buena parte de su vida le ha servido de pasatiempo sexual a
un rudimentario agricultor conocido como Torocapao.
Cuando en Juan de Acosta Telesila, Nora y Maruja comenzaron a buscar a la mujer apropiada para que el Niño saciara
sus impulsos otoñales, un requisito era fundamental: no podía
ser una prostituta. Querían una mujer «limpia» y entre todos los
nombres que consideraron decidieron que Lorenza era la mejor opción. A espaldas de sus padres, hablaron con ella. Una
vez aceptada la propuesta, las tres mujeres le sacaron el permiso
con el pretexto de que iba para Juan de Acosta a ganarse el día
haciendo oficios domésticos. Escogieron el martes antes de carnaval para el encuentro. Nadie previó dificultades.
Al Niño le agradó de inmediato la pareja que le seleccionaron, pero desde el mismo principio tuvo un pobre desempeño
en su nueva actividad, y todo por un inmenso factor de perturbación: asustada por la situación, Lorenza le había pedido a Nora y
a Telesila que permanecieran allí, frente a ellos, vigilando todo de
cerca. El Niño, muy contrariado, consideraba que la intromisión
lo desconcentraba y atentaba contra la firmeza de sus intenciones: «¡Quítense de ahí vagabundas!», les gritaba una y otra vez,
mientras ellas permanecían bajo el marco de la puerta del baño,
al lado de una estampa enmarcada del papa Juan Pablo II, dedicadas más bien a aportar instrucciones técnicas para que el confundido amante pudiera lograr su cometido. Después de muchos
esfuerzos inútiles, la pareja salió al quiosco del patio, idílico lugar
rodeado de esplendorosas matas de cayena florecidas.
Allí, en la hamaca, volvieron a intentarlo, pero el problema
técnico siguió. El Niño comenzó a desesperarse y se mostraba
furioso. Finalmente le dijo a su pareja que estaba muy sudada, y
la mandó a bañarse. Fue tan considerado que hasta le prestó su
toalla. Lorenza dijo en tono lastimero:
—Me voy a il y Niño no va a hacel nada.
Cuando ella regresó del baño, ya Telesila y Nora habían
convencido al Niño de que hiciera un intento más. Esta vez escogieron un lugar más apropiado: el último cuarto, el de San Alejo, que contaba con calados para hacer más discreta la presencia
de las dos incómodas observadoras.
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Mensajes desde el azul
Allí todo funcionó. El Niño logró por fin concentrarse y así
pudo conocer lo que se había estado perdiendo. Fue tan intenso
el desenlace, que el Niño se cayó de la cama y fue a parar al piso,
donde quedó con los ojos en blanco, tal como le ocurre después
de los ataques de epilepsia. Telesila irrumpió entonces sobresaltada, gritándole a la muchacha:
—¡Me mataste a mi hermano!
El Niño entreabrió los ojos.
—No me han matado —dijo—. Lo que pasa es que estoy
descansando para empezar otra vez.
Fue cuando Lorenza pronunció la célebre frase que habría
de perpetuar aquel momento para siempre:
—Niño está contento porque acaba de il a Mundo Lindo.
Al Niño le quedó gustando Mundo Lindo y la muchacha
era trasladada a Juan de Acosta cada ocho días. En esas nuevas
visitas, Telesila y Nora invitaron a algunos familiares y amigos
cercanos. Uno de esos fue un vecino muy allegado, el profesor
Edilberto Imitola, a quien le acababa de aflorar, después de viejo,
su vena de compositor. Tan pronto presenció las intimidades de
la historia, el profesor Imitola ni corto ni perezoso, decidió componer una canción. El título no podía ser otro: «Mundo Lindo».
Cuando estuvo lista se la llevó a su compadre Erasmo Polo, de la
banda Siete de Julio, de Piojó, con quienes comenzó a interpretarla en cuanto baile, matrimonio o bautizo tuvo lugar por esos
días. Así, a través de una canción, de la misma manera en que la
Costa conocía las noticias hace medio siglo, lo de Mundo Lindo
trascendió.
Hoy en la región de Juan de Acosta, Chorreras, Piojó y el balneario de Santa Verónica, los lugareños conocen el término y
lo utilizan. Los maridos les dicen a sus mujeres: «¿Quieres ir a
Mundo Lindo?». El piropo callejero más popular es: «¡Estás como
para un viaje a Mundo Lindo!».
Telesila, Nora y Maruja se lamentan hoy de que tanta alharaca sólo haya servido para que se suspendieran las visitas de
Lorenza: receloso como estaba ya de que a su hija le estuvieran
pagando sumas tan altas por hacer oficios domésticos, el padre
confirmó sus sospechas con la canción y le prohibió terminante-
Ernesto McCausland Sojo
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mente volver a Juan de Acosta. «Estamos satisfechas con lo que
hicimos —dijo Telesila—. Fue un acto humanitario».
El profesor Imitola, por su parte, goza cantando su composición y relatándole la historia a la gente que le pregunta por
la curiosa letra: «Chiquichá, chiquichá, chiquichá, Mundo Lindo es pa’
gozá...».
A pesar de todo lo que disfrutó, el Niño no está de acuerdo
con que Mundo Lindo sea sólo para gozar. Asegura que volvería
a emprender una nueva jornada a través de los esplendorosos
caminos de Mundo Lindo, pero no con la muchacha de Chorreras.
«Ella solamente quería estar conmigo una hora y ya. Así no se
vale. La mujer es pa’ que esté con uno el día entero. Yo no quiero
mujer para un rato. Quiero una pa’ toda la vida...».
9. Carta a un niño con Sida
Cartagena, marzo 24 de 1993
Querido Giovanni:
¿Cómo estás? Sé que bien. Allá, en la linda casa de la Fundación
Eudes en Medellín, por fin estás recibiendo el trato que un niño como tú se
merece. Aquí en Cartagena, el cuartito que fue tuyo durante cuatro años en
el hospital Universitario, ya ha sido ocupado por otro niño; otro niño enfermito como tú; otro niño que ansía que todo pase rápido para volver a jugar.
¡Qué bueno que estés tan lejos de tu pesadilla!
Cuatrocientos kilómetros al oriente de Cartagena, un poco antes
de Valledupar, la carretera troncal del Caribe divide en dos a Mariangola, el pueblo donde esta mala hora comenzó a correr en diciembre de 1988, en un humilde taller de baterías. Gladys Leguía,
que había sido abandonada por el padre del niño, acostumbraba
pasar los días en el taller, donde trabajaba su nuevo marido. En
un descuido de la madre, el pequeño Giovanni abrió el refrigerador y tomó un sorbo de ácido de baterías que se encontraba
en una botella de agua sin marcar. Con quemaduras en la boca
y el esófago que le impedían comer, el niño fue trasladado de
emergencia a Valledupar, donde el médico Germán Vargas Lobo
determinó que lo mejor era trasladarlo a Cartagena, a un centro
de salud más especializado, como era el hospital Universitario.
Gladys Leguía viajó a Cartagena y llevó el niño al Universitario. Allí le dijeron que lo llevara al hospital infantil Napoleón
Franco Pareja, mejor conocido como la Casa del Niño, donde el
destino le tenía preparada la peor de sus pasadas.
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Mensajes desde el azul
Te cuento Giovanni que hablé con Blanca Bolívar, la directora de tu
nueva casa en Medellín. Ella me contó que andas como un pajarito cuando
lo sueltan de su jaula. —Es un crimen que hayan tenido a ese niño durante
cuatro años en un hospital —me dijo.
Puesta en funcionamiento un 24 de diciembre hace cuarenta y
seis años, la Casa del Niño es el fruto del empeño del doctor
Napoleón Franco Pareja, quien dedicó toda su vida profesional
a sacar adelante el sueño altruísta de una clínica que prestara un
servicio eficiente y económico a los niños pobres de Cartagena.
Nueve años depués de la muerte del patricio fundador, la clínica
está a cargo de su discípulo más abnegado, el médico Rubén
Fernández Redondo. Con amplios patios interiores, en medio de
un ambiente de pulcritud y orden, la Casa del Niño presta toda
clase de servicios de una manera eficaz y pulcra, valiéndose de
fondos que recibe de contribuciones privadas y aportes del sector público. «Cuando el usuario no tiene los recursos, nosotros
se los proporcionamos», dice orgulloso el director.
Con esa política de puertas abiertas se benefició Gladys Leguía, quien llegó a la Casa del Niño el 9 de diciembre de 1988 y
fue atendida con prontitud.
Me cuentan que allá en Medellín tienes la repisa de tu cuarto llena de
juguetes: las tortugas Ninja, el camión Road King. Gente que ni siquiera conoces te ha regalado los juguetes más lindos que hay. En Cartagena también
te regalaban juguetes. Me cuentan que hace tres semanas, cuando te fuiste, te
los llevaste todos en una caja. La diferencia es que en tu cuartito de hospital
no había mucho espacio para jugar.
El viernes 9 de diciembre a las nueve de la mañana, Giovanni
ingresó a la clínica del Niño para su operación. Según el cirujano
Luis Moreno Ballesteros, el ácido le había producido daños al
tracto digestivo y era preciso practicarle unas dilataciones esofágicas. El procedimiento quirúrgico fue fijado para el martes.
El lunes 12 Gladys fue informada de que debía conseguir
sangre para el niño. Jacqueline Amado, una coterránea de Gladys
que la había dado hospedaje en Cartagena, salió en su motocicleta a buscar una bolsa de sangre tipo A positivo, pero nada pudo
Ernesto McCausland Sojo
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conseguir. La operación debió ser aplazada para el miércoles catorce.
El martes 13, a las nueve de la mañana, la suerte pareció
sonreirle a Jacqueline: un vecino, residente en el tercer piso del
bloque B de la urbanización Los Corales, era A positivo. El vecino accedió a donar y acudió a la Casa del Niño , donde la
bacterióloga jefe, Nora de la Hoz, lo sometió al cuestionario que
se le practica a los donantes de sangre. A pesar de que para ese
entonces ya el ministerio de Salud había oficiado a todos los centros hospitalarios de Colombia para que implementaran planes
de prevención contra el sida, y de que el mundo entero tenía la
guardia arriba contra el virus, al donante nunca se le preguntó si
sospechaba que podía ser portador seropositivo.
A las diez, cuando concluyó la extracción de sangre, Jacqueline y el donante fueron remitidos al hospital Universitario de
Cartagena con una pequeña muestra para que le fuera practicada
la prueba de rigor. Era el único lugar en Cartagena donde se
realizaba el examen de sida sin costo alguno, pero con una limitante: sólo se practicaban las pruebas los días martes y viernes.
Ese martes trece, cuando llegaron Jacqueline y el donante, ya era
muy tarde y la prueba quedó para el viernes.
Simultáneamente esa misma mañana, María, hermana de
Jacqueline, había acudido al Hospital Naval y un médico amigo
había violado el reglamento para regalarle una bolsa de sangre A
Positivo que ya había sido declarada libre de sida. De esa manera,
en el refrigerador de la Clínica del Niño quedaron dos bolsas
para el paciente Giovanni Hernández Leguía.
Esa noche, a las siete y veinte, otro niño necesitó una transfusión y la bacterióloga de turno entregó la sangre del hospital
Naval. Así las cosas, la única bolsa que quedó en el refrigerador
fue la del vecino donante.
Se llamaba Edwin Pico, un hombre de treinta años, obeso
y de piel rojiza. Desde varios años atrás, en el barrio se tejían
especulaciones sobre su agitada vida íntima. Se rumoraba que
era homosexual.
Al día siguiente, a las dos de la tarde, Giovanni ingresó al
quirófano. La operación demoró dos horas. Fue un fracaso. No
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Mensajes desde el azul
hubo una solución total para la corrosión del tracto digestivo.
Había que operarlo de nuevo más adelante.
El jueves, a las siete y media de la noche, Giovanni necesitó
sangre y el médico ordenó una transfusión. Jacqueline Amado le
preguntó a la bacterióloga si la sangre estaba examinada.
—Ella me respondió que esa pregunta no debía pensarla;
mucho menos hacerla —recuerda.
Al día siguiente llamaron del hospital Universitario a la Casa
del Niño. La sangre del donante estaba infectada de sida. Eso
nadie se lo comunicó a Gladys Leguía. De un momento a otro,
y como ocurre siempre con los pacientes de sida en los hospitales de Colombia, Giovanni fue aislado. Una semana después,
el sábado 24 de diciembre, día en que cumplía cuarenta años
de fundada, la clínica se apresuró a dar de alta a Giovanni y le
entregó cincuenta mil pesos a la madre para que se lo llevara a
Mariangola, asegurándole que estaba curado. Con la ilusión de
pasar la navidad al lado de su esposo, Gladys tomó un autobús y se marchó. Para la clínica todo había salido perfecto. Muy
posiblemente, nadie se enteraría jamás de lo ocurrido. Pero no
contaban con la perspicacia de Jacqueline Amado, quien intuyó
que algo raro estaba pasando y, a través de una enfermera amiga,
logró establecer la verdad. Aquel martes 13 había hecho pleno
honor al aguero popular.
Me he enterado, Giovanni, de que pasas todo el día en los jardines de
la casa, correteando mariposas y jugando con la arena. ¡Qué diferencia con
el Hospital Universitario, donde lo más lejos que podías salir era la tienda
de enfrente y acompañado por una enfermera!
El escándalo estremeció a Colombia. Gladys Leguía se enteró
por la radio de lo que le habían hecho a su hijo y regresó de
inmediato a Cartagena, a tocar la puerta de la clínica del Niño;
a dejar que su agobio exigiera justicia. Así, convertida en una
estampa de indignación y dolor, la madre fue vista por el país
entero en los noticieros de televisión.
Un juez de instrucción abrió la investigación de oficio. La
ciudadanía pregonaba a los cuatro vientos su indignación y clamaba justicia. La prensa era incisiva y exigente. Giovanni fue
Ernesto McCausland Sojo
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recluído en el piso cuarto del hospital Universitario para una segunda operación. Allí recibió todo el amor de las enfermeras,
especialmente de Beatriz de Vizcaíno, quien llegó a decir que
Giovanni era para ella un nieto más.
Pero con el tiempo, las páginas de este cuento de hadas a la
inversa comenzaron a pasar y las cosas se fueron enfriando. La
prensa, y por ende la ciudadanía, se fueron olvidando del asunto.
Gladys Leguía regresó sin el niño a Mariangola y se radicó en
una remota finca, donde su marido, José del Carmen Romero,
trabajaba como jornalero de ganadería. Al año Gladys tuvo otro
hijo. Lejos como estaba de la carretera principal, y argumentando que sus deberes hogareños y su precaria situación económica
se lo impedían, Gladys fue disminuyendo las visitas a su hijo.
—¿Por qué quedó embarazada de nuevo? —le preguntó
una visitadora del Bienestar.
—Porque ya yo no tengo esperanzas con mi primer hijo,
—respondió.
Entretanto, el cirujano Moreno, el mismo que había operado a Giovanni, se convirtió en el héroe de la célebre operación
mediante la cual fueron separadas dos siamesas recién nacidas.
Para Giovanni, en cambio, no hubo hazañas médicas. El cirujano le quedó debiendo la segunda operación al niño, que no pudo
volver a comer alimentos sólidos.
¡Qué aislado estabas en Cartagena Giovanni! No podías acercarte a
otros niños porque te regañaban. Ya te lo habían explicado muy bien: tu
enfermedad te impedía tener amiguitos. Ahora, en Medellín, me cuentan
que tienes una amiguita, que además comparte tu habitación. Supe que
pasan juntos todo el día. Son los dos únicos niños de la casa. !Por fin una
amiguita Giovanni!
Mientras Giovanni vivía aislado y rodeado de juguetes en una
habitación del hospital Universitario, las directivas de ese centro asistencial le mandaban cartas al Instituto Colombiano de
Bienestar Familiar para que le buscara otro lugar al niño. «Cartas
inhumanas«, dice Silvia de Seni, directora del Bienestar, y a quien
le correspondía decidir el destino de Giovanni. La funcionaria
intentó primero entregárselo a la madre con una mesada men-
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Mensajes desde el azul
sual y unos electrodomésticos que le sirvieran para los cuidados
especiales que el niño requería. Pero tan pronto la madre anunció en Mariangola que pronto traería al niño, comenzó a recibir
amenazas. Le adviritieron que si Giovanni llegaba a Mariangola
le quemarían el vehículo que lo transportara y hasta la echarían
del pueblo.
Según Gladys, el tendero Nicolás Cervera fue uno de los
que la amenazó. «Eso lo inventó ella porque le tiene miedo al
sida y no quiere que se lo entreguen», asegura Cervera.
Gladys recibió también la visita de dos guerrilleros del frente de las Farc que opera en el Cesar.
—Ese problema se lo arreglan en Cartagena, que fue donde
dañaron al niño —le dijeron.
En plena ciudad histórica, en el edificio Ganem, sede la justicia
en Cartagena, el expediente criminal ha subido y bajado escaleras, y cambiado varias veces de mano, pero —cinco años después
de los hechos— los jueces ni siquiera han logrado establecer el
delito que se cometió. Se habla de Propagación de Epidemias,
Lesiones Personales y otros, pero el proceso lleva todas las posibilidades de quedar inconcluso.
Al otro lado de la ciudad, todos los mediodías llega una
mujer vestida de negro al cementerio de Manga. Con mucho
esmero, la dama retira las flores del día anterior, secas y achicharradas bajo el sol hirviente de Cartagena, y las remplaza con
frescas. Es la madre del donante, a quien finalmente se le activó
la enfermedad y murió en el hospital Universitario. Unos días
antes de morir, recluído a tres pisos de la habitación de Giovanni
en el mismo centro asistencial, Edwin Pico mandó llamar a la
madre del niño y le pidió que lo perdonara.
—Estás perdonado —le dijo Gladys.
Bueno, Giovanni, llegó el momento de despedirme. Tu mamá irá a
Medellín a visitarte muy pronto, según me contó. Aquí en Cartagena mucha
gente está contenta de que hayas dejado de ser un niño solitario; gente que
se alegra por ti y que aún tiene fe en que los adultos de la ciencia hallarán a
tiempo un remedio para tu mal; gente que quiere verte reir como cualquier
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niño; que quiere que sigas viviendo mucho tiempo en este mundo de adultos
del que tú no tienes la culpa.
(Giovanni está recluído actualmente en una casa de la Fundación
Eudes en Bogotá. Aunque a veces sufre erupciones e inflamación de ganglios, su estado de salud es óptimo. No ha podido
estudiar porque los colegios se niegan a recibirlo.)
10. Celda de belleza
«Vanitas, vanitatum, et omnia vanitas» (Palabras de Salomón en el Eclesiastés del Antiguo Testamento de la Biblia.)
El 6 de octubre de 1990 David Sierra salió corriendo por el centro de Sincelejo con una tijera de peluquería incrustada en la
yugular.
«¡Rafael me mató, Rafael me mató!», gritaba el joven asistente de salón de belleza, mientras el río de sangre iba quedando
en el sardinel ardiente del mediodía, ante el sobresalto general de
pasajeros de buses, vecinos del sector y oficinistas que acababan
de salir a su hora de almuerzo.
Hoy, el mismo Rafael que iba en boca del moribundo se
encuentra en la prisión de La Vega, de Sincelejo, pagando por
el asesinato.
Rafael Contreras —el peluquero más cotizado de Sincelejo— ha perdido su libertad, pero no su clientela. Ya se corrió
la voz entre las damas de la sociedad sincelejana: Contreras ha
montado su salón de belleza en la cárcel.
En ese pequeño espacio de dos metros por dos —que hasta hace dos meses fue la celda de aislamiento de un peligroso
criminal conocido como el Bagre— hay un espejo de pared a pared, una silla de peluquería de colores lila con amarillo, frascos de
plástico y de vidrio, y afiches de modelos con resplandecientes
cabelleras: un salón de belleza como cualquier otro.
En medio de un penetrante olor a tinte capilar, doña Leticia de Hernández, la esposa del distribuidor de Renault Rafael
Hernández, se somete a un corte de cabello, a la vez que conversa con el peluquero sobre un tema de palpitante interés para
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Mensajes desde el azul
ambos: la elección de la señorita Sucre al Reinado Nacional de la
Belleza de Cartagena.
—Tiene un lindo cuerpo y eso es importante —dice ella.
—Sí, pero también tiene de esto, y eso es más importante
—anota Contreras, señalándose la frente.
Reclinada de espaldas sobre un lavamanos donde le lavan el
cabello, doña Edelfa de Bustillo tercia en la conversación:
—Pues ojalá sea bien linda, porque este año las cachacas están preciosas.
Mientras lo dice, las manos del Pájaro le restregan la cabeza
con champú importado. El Pájaro, un drogadicto de Cartagena
que está pagando cuatro años de prisión por asalto a mano armada, es el asistente de Rafael. Son las cosas que allí se ven: la
aristocrática cabellera de doña Edelfa a merced de las mismas
manos que cinco meses atrás le pusieron un 38 largo en el cuello
al dueño de la joyería La Esmeralda de Cartagena.
La conversación en el salón de belleza toma un giro inesperado en el tema y se torna en murmullos, que se pierden entre
el rugido del secador de cabello. El trío ha entrado en un tema
muy delicado. Hablan de las aventuras de una conocida dama
sincelejana, que acaba de enviudar y ya le está abriendo la puerta
de su casa —y de su habitación— a un estudiante de bachillerato. Como en cualquier salón de belleza que se respete, aquí el
chisme es tan importante como las mismísimas tijeras de cortar
cabello.
Cuando el caso de Rafael Contreras cayó en sus manos, Edgar Torres acababa de ser nombrado Juez Unico Superior de
Sincelejo. Se había convertido así en el primer alto funcionario
de la rama judicial de Sucre en ser ascendido por concurso de
méritos y no por influencias, tal como había sido la costumbre
en un departamento que es algo así como la universidad de las
malas mañas políticas en la Costa Atlántica.
El juez Torres fue trasladado a Sincelejo desde la zona de la
Mojana, inundada no sólo de agua sino de guerrilla. En el mundillo judicial de Sincelejo se había creado un mito en torno a su
nombre, luego de que el juez condenara, sin temblarle la mano,
a dieciocho campesinos que estaban siendo protegidos por la
guerrilla.
Ernesto McCausland Sojo
[ 65 ]
En un estrecho y caluroso despacho, con el pequeño ventilador dirigido a su cabeza, rodeado de gruesos expedientes, el
juez atiende en mangas de camisa.
Sostiene el peluquero Rafael Contreras que desde el comienzo del proceso judicial «el juez empezó a respirarme en el
cuello». Lo dice con su manera de hablar impostada. No pronuncia «juez» sino «fuez». Los ojos del condenado pierden el
resplandor, y se tornan duros como una piedra, cuando habla del
hombre que lo condenó a prisión:
—Me clavó las luces.
Según la versión de Rafael Contreras, él se encontraba en
cama con la pierna izquierda fracturada, cuando David Sierra
entró en su habitación con la tijera clavada en el cuello. «Atrás
venían unos personajes que yo jamás había visto», relató ante el
secretario del juzgado.
Pero el juez —el mismo que según Rafael Contreras «me
tiene clavadas las luces»— optó por la luz que le estaba ofreciendo el testigo Pedro Díaz, también peluquero del salón. Según la
declaración jurada de éste, Rafael y su amante tuvieron una pelea
por celos y aquél terminó clavándole las tijeras en la yugular.
La casa donde todo ocurrió está situada en la esquina de la calle
26 con carrera 18, en el centro de Sincelejo. La fachada redondeada le da la vuelta a la agitada esquina. Un aviso de «Se Arrienda» está colocado en una polvorienta ventana desde los días que
siguieron al crimen. La casa ha quedado estigmatizada con el
baño de sangre que tuvo lugar en aquel mediodía tormentoso,
cuando David Sierra alcanzó a llegar al hospital, situado a tres
cuadras, antes de desfallecer a las puertas de urgencias.
Quienes presenciaron su escandalosa carrera final escucharon claramente sus gritos acusatorios. De esa manera, y póstumamente, la víctima se convirtió en el principal testigo contra su
propio asesino.
Después del crimen, Rafael estuvo un tiempo en el hospital
a raíz de una herida que recibió en la cara durante el forcejeo.
Su habitación permaneció siempre llena de flores y las visitantes
hacían cola en la puerta para verlo.
[ 66 ]
Mensajes desde el azul
—Guardamos un gran aprecio por Rafael, y por eso lo hemos apoyado —dice doña Leticia.
—Es una persona muy querida que ha caído en desgracia
—agrega doña Edelfa.
El apoyo de las damas sincelejanas ha llegado a tales extremos que el juez ha sido presionado por influyentes personajes de
la política y las leyes locales. «Usted no se imagina lo que me ha
tocado soportar», afirma el funcionario.
Dicen las malas lenguas de Sincelejo que algunas de las
clientas de Contreras acostumbraban encontrarse con sus amantes en casa de éste, y que cuando cayó en su desgracia judicial,
Contreras amenazó con hacer revelaciones.
—Me visitan y me apoyan porque me he ganado su aprecio
—sostiene Contreras.
Eduardo Moreno Andrade, veterano funcionario del Instituto
de Prisiones, lleva cuarenta días como director de La Vega, y su
mano diligente se nota por todas partes: en los chiqueros, habitados por cerdos limpios y gordos; en los talleres, donde los reclusos trabajan apaciblemente en labores de soldadura y metalurgia;
en fin, en el orden general que predomina en la prisión.
Llevado por su fe en que los reclusos sólo se rehabilitan
con el trabajo, Moreno Andrade apoyó a Contreras en su idea
de montar el salón de belleza en la cárcel. «Siempre y cuando las
clientas respetaran el horario de prisiones», aclara el funcionario.
Lo que Contreras cobra a sus clientas se reparte en partes iguales
con la cárcel.
—La cosa ha resultado —dice el director—. Pero no deja
de ser curioso que de una cárcel salgan las damas embellecidas.
Y ellas, las embellecidas damas sincelejanas, aseguran que
—a pesar de los tenebrosos comentarios callejeros— no sienten
temor alguno cuando Rafael Contreras pasa cerca a su cuello
unas filosas tijeras de peluquería.
11. También llegó tarde a la muerte
I. NO ME LLOREN NA
No quiero que nadie llore
si yo me muero mañana,
señores no traigan flores
para mí no quiero nada.
II. LA CRONICA (En primera persona)
El jueves primero de julio de 1992, mientras estábamos a punto
de aterrizar en el aeropuerto La Guardia, de Nueva York, no
podía sacar de mi cabeza al personaje que me había obligado a
tomar aquel avión a toda carrera para asistir a su funeral.
El Cantante de los Cantantes, Héctor Lavoe , había estado
siempre presente en mi vida de una u otra forma. De niño fui
cautivado por «Che Ché Colé», una canción de pegajoso ritmo
africano que era como una golosina musical para el alma infantil.
Fue su primer gran éxito. Luego, en mi adolescencia, fui contagiado con la fiebre de salsa que se extendió por el mundo y que
tenía en «Mi gente», de Hector , a su punta de lanza. Ya adulto,
formé parte de una generación que quedó con el corazón tatuado por canciones como «Periódico de ayer» y «El cantante»;
una generación que se sentía alucinada por aquel hombrecillo
trémulo de rostro pálido y sonrisa zalamera, que se aparecía en
[ 68 ]
Mensajes desde el azul
los escenarios con trajes de cuadros y que dominaba los secretos
del buen cantar.
Ya ejerciendo el periodismo tuve la suerte de conocer a Héctor Lavoe en agosto del 86, durante su última visita a Colombia.
Era un hombre espontáneo y conversador, que enloquecía con
los vallenatos que sonaban por la radio.
—¡Eso es salsa! —exclamó una vez, cuando escuchó una
canción de Alejandro Durán.
hablaba atropelladamente, alternando su fuerte acento
puertorriqueño con una que otra palabra en inglés. A veces se
le olvidaba lo que estaba diciendo y pedía que le recordaran. Sus
respuestas eran enredadas. Comenzaba a decir una cosa y terminaba diciendo todo lo contrario. En la entrevista que le hice,
Héctor Lavoe proclamó su Manifiesto de la cheveridad: Es chévere ser grande, pero es más grande ser chévere. Fue ese el titular que
utilizamos, a lo ancho de la página, en El Heraldo. En esa misma
entrevista, Héctor Lavoe me habló con orgullo de su hijo, Héctor Junior.
Treinta y dos días más tarde, perdida en la página de espectáculos del periódico, encontré una noticia que me estremeció
de pies a cabeza: Héctor Junior había sido asesinado en Nueva
York. La trágica muerte del hijo constituyó el comienzo de la
cadena de infortunios que habían de reseñar las agencias de noticias el día del funeral: desapareció del mundo del espectáculo.
Cuatro años después me enteré de que estaba ensayando
para regresar al canto. El camino de regreso había tenido malos
momentos, como una presentación con las viejas estrellas de la
Fania en el Madison Square Garden. Convertido en una ruina
humana, delgado y cojo, se subió a la tarima para cantar «Mi
gente» y a duras penas pudo sostenerse en pie. Pero a pesar de las
circunstancias, yo tenía la certeza de que Héctor Lavoe lograría
avivar sus llamas sagradas y pronto sería el héroe del retorno.
Viajé entonces a Nueva York para entrevistarlo. Lo llamé desde un teléfono público en la estación de trenes y me jugó una
broma pesada. Me dijo que iba a ensayar esa tarde en un bar del
Bronx. Acudí y no había ningún ensayo. Entonces me di cuenta
de que el cantante me había enviado a una de las zonas más peligrosas de Nueva York. Gracias a un buen amigo, logré averiguar
Ernesto McCausland Sojo
[ 69 ]
que los ensayos eran en el Boy’s Harbor, frente al Central Park, y
allí lo encontré a las ocho de la noche. Quedé impresionado. De
aquel muchacho jovial y regordete que había conocido en 1986
en Barranquilla, sólo quedaba un hombrecillo de rostro verdoso
y cabellos escasos que apenas podía caminar. Lo entrevisté pero
no logré que me dijera una frase coherente. Luego lo vi ensayar:
su voz estaba intacta, también su ánimo. En un descanso improvisó estas notas: «Bésame, bésame mucho, como si fuera el marido que
yo te quité...».
El aterrizaje me hizo regresar de mis recuerdos. El funeral
me esperaba en Manhattan.
III. TODO TIENE SU FINAL
Como el lindo clavel
sólo quiso florecer
enseñando su belleza
y marchito perecer.
IV. LA NOTICIA
NUEVA YORK, julio 1 (Associated Press) — El popular cantante puertorriqueño Héctor Lavoe fue sepultado hoy al mediodía, después de un desfile de cuatro horas que recorrió las
principales calles de Manhattan y el Bronx, paralizando el tráfico
y produciendo reacciones espontáneas entre transeúntes y residentes del sector.
Una multitud de gente del común acompañó al Cantante de
los Cantantes hasta su última morada, en una ceremonia callejera
que pareció más un carnaval que un funeral.
Auténticos personajes de la calle, muchos de ellos prostitutas y borrachos, caminaron al lado de la carroza mortuoria,
bailando y cantando las canciones de Héctor Lavoe , cuya voz
[ 70 ]
Mensajes desde el azul
brotaba por un sistema de altavoz que acompañaba el cortejo
fúnebre.
falleció el pasado 30 de mayo a los 45 años, a raíz de un
infarto cardíaco, motivado por complicaciones asociadas con el
sida, luego de una penosa cadena de infortunios y batallas perdidas con la droga y el alcohol.
Nacido en 1947 en Ponce, Puerto Rico, y tras emigrar a
Nueva York en 1961, Héctor Lavoe fue protagonista principal
de los años dorados de la salsa, cuando al lado de las Estrellas
de la Fania, llenó estadios, vendió millones de discos y sacudió
al mundo entero con su voz melodiosa y sus inspiraciones soneras.
A pesar de la hegemonía de entre las figuras de la Fania,
sólo unos pocos de sus colegas asistieron al funeral.
V. EL REY DE LA PUNTUALIDAD (I)
Yo seguiré en mi vaivén,
cantando con sabrosura,
siempre estaré con ustedes,
¡mi gente!
hasta que a mí me lleven
en contra de mi voluntad,
que me lleven a la sepultura.
VI. EL COMPAÑERO (Willie Colón, el hombre que
descubrió a Lavoe para la música, evoca uno de los momentos más dramáticos en la vida del cantante : el intento
de suicidio en San Juan de Puerto Rico.)
«Recuerdo el día en que pasó eso. Estábamos en Puerto Rico
para un concierto de muchas orquestas. Pero hicieron el concierto en una época en que había muchas fiestas patronales allá y las
fiestas patronales son gratis. Así que al concierto de nosotros no
Ernesto McCausland Sojo
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fue nadie. El promotor nos llama al hotel y nos dice: ‘mira Willie,
mejor no vengas’. Recuerdo que los músicos nos sentamos en el
bar del hotel, a ver si nos llamaban para cambiar la orden. Pero
Héctor Lavoe estaba en una condición que no quería aceptar
eso. Se fue para el sitio del concierto y allí dijo: ‘A mí no me
importa si hay tres personas. Yo voy a tocar aquí’. Mientras cantaba, empezaron a desmontar el equipo de sonido y terminaron
apagándole las bocinas. Fue todo un trauma. Yo creo que eso
encendió la mecha. Al otro día me llamaron y me dijeron que se
había tirado del noveno piso».
VII. EL REY DE LA PUNTUALIDAD (2)
Tu gente quiere
oír tu voz sonora
nosotros sólo queremos
que llegues a la hora.
VIII. LA CRONICA (En tercera persona)
Fue una muerte larga, lenta y tormentosa que sólo Dios sabe
cuándo comenzó a gestarse. Pudo ser en la infancia, cuando su
madre murió de tuberculosis, dejándole como herencia su primera enfermedad y su primera soledad. O pudo ser en aquel
verano del 63, cuando —un mes después de haber emigrado a
Nueva York— su hermano mayor le dio la cordial bienvenida al
mundo de la drogadicción intravenosa. O quizá fue treinta años
más tarde, cuando después de haber sido la sensación mundial
de la salsa, quiso ponerle punto final a una cadena de tribulaciones y se lanzó al vacío desde el noveno piso del hotel Excelsior
en San Juan de Puerto Rico.
Abatido finalmente por ese coctel de infortunios y autodestrucción que fue siempre su vida, Héctor Lavoe le dijo adiós a
este mundo el último martes de junio del 92, en una habitación
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Mensajes desde el azul
de solemnidad, mientras afuera Nueva York era escenario de su
gran fiesta de sol, ropas ligeras, palomas, turistas, ratas, pordioseros, limosinas, ventas ambulantes, pintores callejeros y todas las
criaturas del verano.
Murió convertido en una memoria distante de canciones
premonitorias; en una leyenda del pasado reciente, envuelto en
un cuerpecillo maltrecho que le funcionaba muy mal y que no le
servía ya ni para cantar, ni para encender uno de esos cigarrillos
Camel que a él tanto le gustaban. Su última frase quedó enterrada en la memoria de su hermana, Sonia, quien, con tufo de
alcohol, declaró a los periodistas en el funeral:
—Sus palabras finales no las puedo repetir en público porque ustedes saben cómo Héctor hablaba.
Y estalló en carcajadas.
El Cantante de los Cantantes había pasado su último año de
vida en un edificio gris y paranoico, de herméticas ventanas y sofisticada arquitectura, situado frente a una de las rejas de entrada
al Central Park. Es el Cardinal Cooke Health Center, una especie
de asilo de caridad, donde desde hacía diez años funcionaba un
pabellón especial para pacientes de sida menesterosos.
Allí había llegado un año antes de su muerte. Alguien lo
dejó en la puerta, convertido en un loquito callejero que hablaba incoherencias y se veía desolado. Héctor Lavoe duró quince
días en medio de un absoluto anonimato, tendido en una cama y
gritando disparates. Ni las enfermeras puertorriqueñas, ni nadie
en el hospital, se dieron cuenta de que aquel paciente de sida esquelético y arruinado, era el carismático sonero que quince años
atrás era vitoreado y alzado en hombros por enloquecidas multitudes. Hasta que un compañero de piso, chofer de camión, lo
oyó cantar una tarde y reconoció la voz. La familia fue avisada
de inmediato. Su íntimo amigo y abogado Jorge Carmona fue a
verlo, pero Héctor no lo reconoció.
—Llévense a ese tipo de acá —gritó.
Esa misma tarde, Nilda Pérez, su esposa, acudió al hospital.
Estaba angustiada. Desde hacía un año y medio, Héctor Lavoe
había desaparecido. La visita lo hizo reaccionar. Héctor salió de
inmediato de sus nebulosas mentales, se levantó como pudo,
abrazó a su mujer, y los dos lloraron juntos durante dos horas.
Ernesto McCausland Sojo
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Nilda supo entonces dónde había estado su esposo durante el tiempo en que duró perdido. Davey Lugo, un corpulento
conguero puertorriqueño, se lo había llevado para Miami, donde
Héctor se presentaba en bares de mala muerte, cantando en deplorable estado de salud por unos pocos dólares y consumiendo
heroína en abundancia. En una de esas jornadas, sufrió una sobredosis. Así fue trasladado a Nueva York y dejado a las puertas
del Cardinal Cooke.
Reanimado tras el encuentro con su mujer, Héctor recuperó
su buen humor, y lo hizo de tal manera que llegó a bromear sobre la gran tragedia de su vida reciente, el intento de suicidio en
un hotel de Puerto Rico. Decía que se había tirado porque él y su
esposa habían apostado a quién llegaba primero al casino.
—Por eso me boté —decía—, para ganal la apuesta.
A pesar de que su cuerpo ya no le respondía, volvió a animarse con la vida. Insistía en que volvería a los escenarios. Por
eso, todas las tardes, del ala de pacientes de sida del Cardinal
Cooke brotaba una voz frágil que entonaba las canciones de
siempre.
Pero la muerte ya había pasado su factura de cobro. No sólo
era el sida: desde su caída en San Juan, tenía una herida en una
pierna que no le cerraba porque era diabético. Así, en medio de
temas de salsa que ahora sonaban lúgubres, el Cantante de los
Cantantes fue perdiendo su batalla con la muerte; una batalla
que había comenzado mucho tiempo atrás y que él debió haber
perdido mucho antes. Pero no. Héctor Lavoe , el Rey de la Puntualidad, el mismo que hizo esperar multitudes ansiosas durante
toda una década en el mundo entero, también llegó tarde a su
cita con la muerte.
[ 74 ]
Mensajes desde el azul
IX. EL DIA DE MI SUERTE
Ahora me encuentro aquí en mi soledad
pensando qué de mi vida será.
No tengo sitio donde regresar
y tampoco a nadie quiero ocupar.
Si el destino me vuelve a traicionar
te juro que no puedo fracasar.
Estoy cansado de tanto esperar,
pero estoy seguro que mi suerte cambiará,
¿y cuándo será?
X. LA ENTREVISTA (Apartes de la entrevista con Héctor Lavoe publicada en El Heraldo el 2 de agosto de 1986.)
EH) ¿La salsa está en decadencia?
HL) No hay decadencia, mira: cuando empezó la salsa salieron veinte mil grupos de salsa. Ahora la salsa se ha hecho un
business que a mí no me gusta; se ha hecho un business de lucro.
EH) ¿Pero no cree usted que la juventud latinoamericana se ha alejado de la salsa?
HL) Mira mano, lo que pasa es que ahora mismo la salsa
está en un bache y tiene que salir un títere como el hijo mío,
Héctor Lavoe Jr. A ese tipo yo lo voy a poner a cantar salsa en
inglés porque canta lindo; él me da tres patadas a mí. Y va a tener
que ponerse los pantalones bien puestos porque yo voy a salir a
cantar salsa en inglés antes que él. Y no tengo que hacerlo porque hay más latinos que americanos pa’ que lo sepas. ¿Tú sabes
cuántos mexicanos hay? ¿Sabes qué grande es Colombia, Panamá, Bolivia? Todos esos países hablan español. Pa’ qué tenemos
que ir a un público americano, si ya ellos tienen demasiaos americanos bueno, porque los americanos que cantan son buenísimos.
¿Pa’ qué nosotros vamos a invadil ese territorio? ¡Que se vayan
al carajo!
EH) ¿Cómo explica su carisma?
Ernesto McCausland Sojo
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HL) Yo miro a la gente primero y así siento vibraciones. Yo
soy una persona que a mí tú no puedes odial; a mí tú tienes que
querelme.
XI. EL CANTANTE
Me pára siempre en la calle
mucha gente que comenta:
‘Oye Héctor, tú estás hecho
siempre con hembras y en fiestas’.
Y nadie pregunta si sufro si lloro
si llevo una pena que duele muy hondo.
XII. LA CAMARA
Plano abierto a la iglesia de Santa Cecilia de Manhattan. A través
de la puerta principal varios hombres sacan el ataúd, que está
cubierto con la bandera puertorriqueña, mientras alcanza a entreverse una llovizna leve. Se produce entonces un paneo lento
hacia el otro lado de la calle, donde una multitud es mantenida a
raya por la policía. La multitud comienza a agitar pañuelos blancos, al tiempo que grita: «¡Héctor, Héctor, el cielo está llorando!».
XIII. MI GENTE
Mi gente
lo más grande de este mundo
la que me hace sentir
un orgullo profundo.
[ 76 ]
Mensajes desde el azul
XIV. LA ENCUESTA
«Un orgullo profundo. Ese era él. Eso era lo que él sentía». (Puertorriqueño en Orchard Beach, hablando de Héctor Lavoe al día
siguiente del funeral, mientras escuchaba la canción «Mi gente» a
todo volumen en una enorme grabadora.)
«Hoy el pueblo está llorando, pero en el cielo tiene que haber
un party, porque se murió el cantante de los cantantes». (Cubano
a las puertas de la iglesia, poco antes de la salida del ataúd).
«Me da tristeza porque murió como murió y nadie lo acompañó. Por eso lloro y bailo, y lo amaré toda la vida». (Prostituta
dominicana toda vestida de blanco, que bailaba frenéticamente al
lado del ataúd, durante el recorrido hacia el cementerio).
«Porque como él lo dijo, no quiso que los hipócritas lo lloraran. Pues aquí está el pueblo, el barrio, los que de verdad lo
queríamos». (Dama puertorriqueña respondiendo a la pregunta
de «¿por qué nadie llora en este funeral?»).
«¡El Cantante de los Cantantes vivirá, vivirá!». (Ciclista colombiano uniformado que jamás apartó su mano de la carroza
fúnebre.)
«El fue felicidad, yo creo que él fue felicidad. Ahora está
con el señor allá arriba». (Puertorriqueño que lanzaba golpes de
boxeo al aire mientras el ataúd bajaba al sepulcro.)
12. La luz de Pescaíto
El Pibe Valderrama es un hombre de frases parcas y monosilábicas, que resuelve sus atrancos verbales con el recurso feliz de
un «todo bien».
Pero Pescaíto, su barrio, habla por él.
Hablan las calles ardientess sobre las cuales promesas y leyendas del fútbol buscan los misterios de la vida en la piel de
un balón. Habla el vecindario salsómano, sometido a la ley del
timbal y la trompeta, que retumban en cada cuadra desde los inmensos equipos de sonido. Habla el sol de la tarde, que agoniza
detrás del cerro, llevándose los calores del día y dejando el barrio
a merced de una brisa loca y tibia.
Habla Robapollo, el amigo de la infancia. Dice que para él
no existe el Pibe, sino el Sorbo. Este último es el sobrenombre
con que se le conoce en Pescaíto. Cuenta Robapollo que cuando
el Pibe era niño, sus tíos lo mandaron a comprar doscientos pesos de avena. Mientras los veía pasarse la avena de boca en boca,
Carlos quiso que le dieran un poco, pero empleó una palabra
demasiado sofisticada para el medio. «Dame un sorbo», dijo. A
los tíos causó tanta risa el léxico usado por el niño, que se burlaron de él y finalmente le asignaron lo que en Pescaíto es más
importante que el nombre mismo: un sobrenombre. A partir de
ese día todos lo llamaron el Sorbo.
Habla la memoria de Guatité, quien lleva ya trece años de
muerto y todavía le arranca lágrimas al Pibe. Guatité era su mejor
amigo, aparte de su tío político y su consejero en materia de fútbol. El primero de enero del 83 Guatité fue en su motocicleta a
buscar al Pibe a su casa. Allí le dijeron que no estaba. Se marchó
furioso y frente a la tienda del Guájaro lo atropelló un campero.
[ 78 ]
Mensajes desde el azul
Guatité quedó herido, pero consciente. El Pibe lo condujo al
hospital. Parecía bien. Pero a los cuatro días los médicos dijeron
que Guatité tenía el hígado destrozado por el golpe, y terminó
muriéndose frente a los ojos del Pibe. Guatité dejó un hijo de
diecisiete días de nacido, Rafael. A pesar del tiempo que ha pasado, el Pibe no logra acostumbrarse a la ausencia de su amigo.
Cuando alguien hace sonar la canción «El derecho de nacer», del
salsero Oscar de León, el Pibe pide que la quiten. Esa canción
era la favorita de Guatité, quien la cantaba con emoción en los
días previos a la muerte, cuando su mujer estaba a punto de dar a
luz. Hoy, a los trece años, el hijo es un promisorio mediocampista en la Selección Magdalena. Su padrino de bautizo es el Pibe.
Habla la iglesia, a la que se le derrumbó el techo la semana
pasada. El Ñato Efer asegura que un tipo extraño, todo vestido
de blanco, llegó a la tienda de la Negra Galván, señaló hacia la
iglesia con el índice y profirió:
—El diablo está allí adentro.
De inmediato se produjo el derrumbe. No había vendaval,
ni nada que se le pareciera. Ni siquiera esos vientos del mar que
a veces estremecen las láminas de zinc de los techos. Nadie se
explica por qué se cayó. Esa misma noche, el cura Barón decidió
cerrar la iglesia para evitar una tragedia mayor. Ahora, la vieja
Carmen Mindiola ha inventado el cuento de que el desplome se
produjo porque el cura andaba persiguiendo unas brujas sobre
el tejado. Pero a Carmen Mindiola nadie le cree. Tiene fama de
chismosa. Le dicen la Sietelenguas. En cambio al Ñato Efer sí le
creen. El barrio está conmocionado con la llegada del diablo.
Habla la Negrita, que todos los sábados se emborracha con
aguardiante en el salón de belleza de Esneider Brito y recita los
chismes frescos del vecindario. Habla también el combo de los
Cachones, cuyos integrantes se reúnen los domingos por la mañana en la esquina del Show Dos Mil a beber cervezas y a escuchar
clásicos de la música salsa.
Habla la línea del tren, férreo testigo de la bonanza bananera. Pescaíto era el tramo final de aquel monstruo aullante, que
se dirigía al puerto cercano con su interminable fila de vagones
cargados del oro vegetal. Cuando los clientes europeos rechazaban el producto, la United Fruit Company les regalaba el banano
Ernesto McCausland Sojo
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a los habitantes del barrio, que se volcaban sobre los vagones
hasta dejarlos vacíos en segundos.
Habla desde el más allá la abuela, Clementina Puche, quien
hasta el día de su muerte, hace un año, no se perdía los partidos del Pibe y terminaba gritando de emoción frente al televisor
a pesar de sus ochenta años. Hoy el abuelo, Julián Valderrama,
después de haber estado al lado de la mujer durante sesenta y
cuatro años, no se resigna a la ausencia. La extraña especialmente
en las tardes, cuando los dos se acomodaban en las mecedoras
del portal a refrescar su vejez con la luz naranja del ocaso y la
algarabía de los niños.
Habla la esquina de Piso Alto, donde hoy nadie se sienta,
como si hacerlo fuera una profanación. Con su bordillo antiarroyos de metro y medio, y su tienda concurrida, la esquina parece
destinada a las vacaciones del Pibe: para que él se instale allí con
su pantaloneta vieja, su torso desnudo y su melena sin lustrar a
escucharles los cuentos a sus amigos, quienes insisten en hablarle
de fútbol.
—Dejen de hablar de eso —les dice en tono de regaño cordial. Es como si Piso Alto, la tienda más famosa de Santa Marta,
necesitara del Pibe para vivir.
Habla Jaricho, el padre del Pibe. Anda contento porque acaba de cobrar una ansiada venganza. Resulta que un gato malo
del vecindario mató la ardilla que tenía en el patio. Jaricho puso
un aviso en el periódico ofreciendo una recompensa para quien
le trajera el gato, vivo o muerto, pero preferiblemente muerto.
De inmediato, la gente comenzó a llevarle gatos de todo tamaño
y color, pero ninguno era el que Jaricho buscaba. Hasta que la
semana pasada, el día en que se cumplía la premiación del torneo
de fútbol, en la cancha de la Castellana, lo esperaron Perrito y
Robapollo con un cartel que decía: Tenemos el gato. En efecto, lo
tenían. Jaricho pagó los cinco mil pesos, pero el asunto dejó al
barrio sin gatos. Las ratas andan de fiesta por todas partes.
Habla la muchachada del barrio, que sigue fervorosamente
la carrera del Pibe con los radios pegados a la oreja y no permiten que nadie diga que Valderrama está viejo para el fútbol. El
viernes pasado, en la esquina del Boro, se formó la discusión
grande con un cienaguero que vino a visitar a unos primos en la
[ 80 ]
Mensajes desde el azul
carrera Quinta. El visitante se atrevió a decir que el Pibe estaba
acabado. Todo el que andaba por allí, hasta el viejo Balo Pardo
con sus sesenta años, lo refutaron a gritos, y el tipo tuvo que irse
porque Burronegro quería pegarle una trompada.
Habla Juana Palacio, la madre del Pibe, y recuerda que cuando su hijo tenía diez años alguien fue a contarle al abuelo que el
muchacho andaba vendiendo helados en el mercado.
—¡Qué verguenza, Juana Palacio! —dijo el abuelo bastante
alterado.
Ella le respondió:
—¿Y eso qué tiene de malo? ¿Acaso está robando? Déjelo...
que aprenda a trabajar.
Hablan entre ellos los amigos de toda la vida. Recorren el
barrio en el pequeño camión que el Pibe les regaló. Al volante
va Omar Valderrama, el menor de los tíos del Pibe y contemporáneo suyo. El camión tiene nombre: el Artillero. Durante los
días de semana, Omar lo usa para ganarse la vida haciendo viajes
en el terminal. Los sábados y domingos, el resto de los muchachos —Renato, Walter, Elías, El Buck y Enrique— se montan
en la parte trasera y salen a recorrer Pescaíto, a acordarse de
sus andanzas con su amigo del alma, el Pibe. Evocan especialmente el paseo que una vez organizaron con él a la playa de
Villa Concha en las vacaciones pasadas. Estaban en lo mejor,
bebiendo cerveza en lata y esperando que se hiciera el sancocho,
cuando apareció un periodista que había venido desde Bogotá a
entrevistar al Pibe. No se sabe quién cometió la imprudencia de
decirle que el Pibe estaba en Villa Concha, escondiéndose de la
fama y disfrutando de sus amigos de siempre. El periodista había
caminado hora y media desde Santa Marta, bajo el sol ardiente
del mediodía. Allá apareció empapado en sudor y con el rostro
enrojecido.
—Yo no doy entrevistas en vacaciones —le dijo el Pibe al
periodista—. Pero usted se la ganó.
Habla con su estridencia el potente equipo de sonido de la
casa del Pibe. Lo llaman «El Sonero Cubano» y Jaricho lo usa
para alquiler. Con su inmensa discoteca y sus potentes parlantes,
el picó es considerado el mejor de Santa Marta. No hay viernes
o sábado que el equipo no tenga contrato en algún barrio. En
Ernesto McCausland Sojo
[ 81 ]
temporada de Carnaval, «El Sonero Cubano» es la atracción central de la verbena «Paisandú», también de propiedad de Jaricho.
La verbena funciona en un amplio terreno destapado contiguo
a la casa de los Valderrama Palacio. Buchipluma y El Rey, los
dos controles del «Sonero Cubano», dicen que al Pibe le gusta
toda clase de música, siempre y cuando suene al máximo de volumen.
Hablan los niños que todas las tardes, después de clases, sacan un balón viejo y protagonizan fragorosos partidos sobre las
canchas destapadas, en una desesperada carrera por aprovechar
cada minuto de sol. Luego, cuando la noche les interrumpe el
partido, se sientan en los andenes a hablar de fútbol; a maldecir a
todo periodista que se haya atrevido a hablar mal del Pibe. Ellos
abrigan una esperanza: ser como él. Por eso lo defienden. Porque al fin y al cabo, defender al Pibe es defenderse ellos mismos;
es defender la tradición; defender el honor de un barrio cuyo
honor nace precisamente en la esférica gastada que ellos patean
cada tarde con los pies descalzos.
Habla, muda e impasible, la imagen que alguien pintó hace
cinco años en la pared de la cancha la Castellana. Las lluvias y
el sol han ido borrando la pintura. Pero se alcanza a entrever el
rostro pétreo, su rubia melena de antorcha, su camiseta amarilla
número diez. Es el Pibe, luz de Pescaíto.
13. Barrio sida
De un día para otro, aquel barrio de casas pequeñas y estrecha
vecindad, paraíso de promiscuidad donde el amor carnal brotaba silvestre, se ha transformado en escenario de una horrorosa
pesadilla. El miedo se siente por todas partes: por las callecitas
angostas de arenas sueltas; por la única avenida pavimentada,
congestionada de bares y estaderos; por las casas de rudimentaria construcción, cuyos moradores ya no sacan las mecedoras a
las terrazas para refrescarse con la brisa tibia de la tarde, sino que
prefieren guarecerse y soportar el calor antes que corroborar la
dura realidad en los rostros lúgubres del vecindario.
Ya casi nadie menciona la palabra sida.
La voz del cantante Jerry Rivera emerge del gigantesco equipo de sonido de la cantina «El Johnny», se extiende por las calles
y se cuela a través de las puertas cerradas de las casas. Pero todos
mantienen su alegría y sus emociones muy bien guardadas. Nadie tiene oídos para escuchar lo que el ídolo popular de la salsa
está cantando: «Amar es hoy tan faaaácil... sólo es cosa de un beso...».
La pesadilla empezó como todos los escándalos de vecindario:
con un chisme bien fundamentado.
Emerson Vargas, apuesto joven del barrio de irresistible
magnetismo para las mujeres, se había encerrado en su casa al
enterarse de que era portador del virus del sida.
En otras circustancias, habría sido un problema para que lo
resolviera solamente la familia de la víctima. Pero pronto se supo
que, aparte de su esposa, había tenido relaciones sexuales por lo
menos con doce mujeres del sector, entre casadas y solteras.
[ 84 ]
Mensajes desde el azul
Por eso el temor es generalizado; porque temen esas mujeres, temen sus familiares, temen sus maridos y temen quienes
han ido a la cama con ellas y con los maridos de ellas.
Es la pesarosa realidad en ese pequeño barrio de Barranquilla, cuyo punto central es una gigantesca fábrica abandonada que
alguna vez despidió humo por la chimenea y les dio empleos a
los vecinos. Hoy no quedan sino las rejas encadenadas, el vetusto
cascarón y el aviso borroso. Sobre la enorme pared de la fábrica
chillan con sus colores multicolores los avisos de bailes populares, que van borrándose el uno sobre el otro. Los alrededores de
ese gigantesco cadáver industrial están llenos de pequeñas casas,
construídas con bloques grises de cemento y estrechas ventanas
de aluminio. En una de ellas, la única que está pintada de azul,
aún se encuentran los restos de unos carteles fúnebres. Son los
carteles del muerto más célebre del sector; los carteles del hombre que soñó primero esta pesadilla que se vive a plena luz del
día.
Ese pequeño conglomerado humano de Barranquilla es
como una maqueta del gran anatema universal del sida; una especie de modelo a escala de la cadena humana que suscita su
veloz propagación: cada año cinco millones de personas en el
mundo adquieren el mortal virus. A menos que surja la droga
milagrosa, o que cambien drásticamente los hábitos sexuales,
para el año dos mil habrá más de cuarenta millones de enfermos
seropositivos.
Un año atrás, Emerson Vargas era como un pájaro libre y feliz.
Acababa de terminar un romance de un año con una joven del
vecino barrio La Victoria. Vivía con su abuela y estaba recién
mudado en el barrio que pronto se estremecería con su legado maldito. Las mujeres se entusiasmaron con el nuevo vecino, quien era hijo natural de un industrial adinerado. Su encanto
personal, sus ojos melosos y taciturnos, su labia de locutor de
baladas, lo condujeron rápido a su recorrido por las alcobas del
barrio.
Pero conoció a Irina Fuentes, que lo enloqueció con su cuerpo fino y sus risotadas estrepitosas. Comenzó primero a visitarla,
luego a hacerle regalos, y finalmente a formularle promesas de
Ernesto McCausland Sojo
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fidelidad. Muy pronto le propuso que vivieran juntos. Emerson
se mudó a la casa donde Irina vivía con sus padres y así, sin bendición de cura ni firma notarial, iniciaron su vida marital. Pero
Emerson jamás abandonó sus aventuras de casanova.
Hasta que un día comenzó a sentirse mal. El desgano lo
tumbó y dejó de ir al trabajo. Tras practicarle varios exámenes
físicos y clínicos, el médico le ordenó que se sometiera a una
prueba de sida.
—No es por nada —le dijo el médico—, pero por si acaso.
Emerson supo entonces hasta dónde lo habían conducido sus
andanzas. Era portador del sida.
Emerson optó por guardarse su drama. Aunque cesó sus
andanzas por las alcobas del barrio, no dejó de hacer el
amor con su mujer, aunque comenzó a usar condón, algo que
a ella no le gustaba, tal como se lo expresó Irina a varias amigas
del vecindario, donde aún los más sagrados detalles de alcoba
terminan ventilándose a la luz pública.
Fueron precisamente las rencillas domésticas por el asunto
del condón las que terminaron por hacer estallar la verdad. En
medio de una escandalosa discusión, Emerson le soltó la noticia
con un grito. Ella quedó callada e impávida, pero no le creyó.
—Esa es una enfermedad de maricas —le dijo Irina—. ¿Tú
no eres marica, verdad?
El asunto motivó una gran reyerta familiar, donde intervinieron los parientes de la mujer. Emerson le dijo a Irina que lo
más seguro era que ella también estuviera contaminada. Ella seguía dudando, expresando su incredulidad a gritos. Fue entonces
cuando él se le abalanzó, le propinó un violento mordisco en el
brazo, y le dijo:
—¡Si no lo tenías antes, ahora sí lo tienes!
Ella le pidió que empacara sus cosas y se fuera. El joven
seductor obedeció y cuando los vecinos lo vieron dejar la casa
con dos maletas que contenían sus pertenencias, Irina salió a la
puerta y lanzó el fatídico juramento a todo pulmón:
—¡Puede que me vaya a morir, pero antes me llevo a un
poco!
Los vecinos comprendieron entonces que aquel era un
anuncio peligroso. Con su cuerpo bonito y atractivo, Irina poseía
[ 86 ]
Mensajes desde el azul
suficiente carnada para hacer caer a muchos en la trampa que
acababa de anunciarle al mundo.
A los pocos días, tras hacerce el examen, Irina supo que en
efecto había sido infectada.
El caso estremeció a la gente del barrio, donde en seguida comenzaron a conocerse los pormenores de las andanzas de
Emerson Vargas.
Dos chicas adolescentes, que viven en casas contiguas frente a la cancha de fútbol, confesaron en sus casas que habían tenido relaciones con el joven. El padre y los hermanos de una de
ellas salieron furiosos para la casa de Emerson, con un hacha en
la mano.
El hacha nunca fue utilizada, pero el escándalo en la puerta
de la residencia fue mayúsculo, mientras el enfermo se escondía
en un cuarto al fondo de la casa, escuchando de lejos la algarabía, y la abuela le suplicaba a los agresores que se calmaran y se
fueran.
—¡Ese muchacho ya recibió su castigo! —les dijo.
Pronto se supo también que Irina —la misma que juró «llevarse
a un poco»— le había sido infiel al seductor con un electricista del vecindario. A su vez, la mujer del electricista había sido
amante de un joven soldado. En fin, lo que en otras circustancias
se habría constituído en un banquete para un libretista de telenovelas, pasó a convertirse —por obra y gracia del sida— en una
pesadilla para varias personas del sector, que, antes del escándalo, habían cedido alegremente a las tentaciones de la carne.
A diferencia de otros portadores de sida, que duran hasta nueve
años sin que se les manifieste la enfermedad, Emerson comenzó
a sentir muy pronto los rigores del mal de Kaposi, una especie de
cáncer de la piel que les aparece a muchos pacientes del temible
mal del siglo XX.
El rostro se le llenó de llagas, su piel morena se le tornó
verdosa y comenzó a perder peso. Sus atractivos desaparecieron.
Arrastraba sus pasos por las calles del vecindario, convertido en
un monstruo humano, sintiendo los rigores del rechazo, tratando de encontrar un amigo en cualquier parte. A veces visitaba
Ernesto McCausland Sojo
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a la evangélica Gertrudis Polo, quien por piedad cristiana acostumbraba recibirle las visitas. Hasta que un día, cuando el espectáculo de su piel tapizada en llagas abiertas se tornó imposible de
resistir, Gertrudis decidió no abrirle la reja de su casa.
Emerson debió ser recluido en el hospital Universitario de
Barranquilla, donde habría de vivir uno de los peores momentos
de su enfermedad.
Irina, entre tanto, comenzó a hacer de las suyas. En la empresa
donde trabajaba, la atractiva muchacha logró que su jefe se fijara
en ella y se dejó seducir por él, un santandereano sesentón ya
en el ocaso de su vida sexual. El acaudalado industrial se sintió
rejuvenecido con los malabares sexuales de la nueva relación y
por eso permitió que se desbordara. Un allegado le oyó decir que
estaba pensando en comprarle un apartamento.
Hasta que se enteró de la verdad. Un vecino de ella, que sabía
lo del sida y lo del juramento, se apiadó del viejo y fue a la empresa a contarle. El industrial despidió a Irina del empleo y le ordenó
a sus guardaespaldas que le dieran una golpiza a la joven, pero sin
cusarle mayor daño. Era peligroso pegarle mucho, ya que, según
ella misma se lo había contado, estaba embarazada de Emerson,
que acababa de trasladar su pesadilla al hospital Universitario.
El mural que domina la fachada del hospital Universitario lleva
por nombre «Un poco de color a la vida». Elaborado en enchape
de cerámica por el artista local Humberto Aleán, el mural exhibe
elementos del instrumental médico, entremezclados en técnica
de collage para una explosión de colores vivos. Pero la realidad
que Emerson Vargas comenzó a vivir allá adentro era todo lo
contario, oscura y despojada de color. Una enfermera tuvo la
sospecha de que había relación entre el caso del muchacho que
padecía del mal de Kaposi y el de otra enferma de sida que estaba hospitalizada.
La enfermera lo interrogó y pudo establecer que, en efecto,
los dos habían sido amantes. La muchacha había sido su novia de
la adolescencia; era la misma que él tenía en el barrio La Victoria
antes de irse a vivir al epicentro del escándalo.
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Mensajes desde el azul
Emerson se atrevió a visitarla para pedirle que lo perdonara.
Cuando lo vio asomarse tímidamente por la puerta de la habitación, ella cerró los ojos y lanzó un alarido que retumbó en los
pasillos espaciosos del hospital:
—¡Malditooooooooooo!
Emerson salió corriendo, mientras lloraba como un niño.
No era para menos. Ella había sido su novia durante seis años.
Emerson fue su primero y único amante. El le había transmitido la enfermedad. La muchacha murió una semana después, sin
perdonar a Emerson.
A los pocos días, ya desahuciado por los médicos, Emerson regresó al barrio en avanzado estado de decadencia física.
A fines de febrero murió. Irina ni siquiera fue a su entierro, por
desprecio y además por otra razón: estaba dando a luz. La cama
de Emerson y todas sus pertenencias fueron quemadas por la
abuela a la vista del vecindario, en una gigantesca hoguera que
ardió por una hora y quince minutos.
A los pocos días, un conductor de taxi del trágico sector se le
acercó con cautela a una vecina y le preguntó detalles sobre los
síntomas del sida.
Pronto le confesó que estaba muerto de miedo puesto que
en los días en que Irina fue despedida del empleo y atacada por
los guardaespaldas del patrón, se ofreció para consolarla y terminó haciéndole el amor en la silla trasera del taxi.
Ahora, como muchos, anda asustado. En el vecindario ya
todos se han enterado y han agregado su nombre a la lista de los
posibles infectados.
A Irina se le ve poco. Permanece encerrada en su casa, cuidando a su bebé. Solamente sale cuando quiere ejercer el juramento que hizo el día que se enteró que era portadora de sida.
La última vez que la vieron en la calle fue el viernes pasado.
Lucía pálida y llevaba el cabello recogido y sus ojos cubiertos con
unos enormes lentes oscuros. Estaba en la parada del bus, acompañada de un muchacho de expresión jovial y largos cabellos. Ya
en el bus, se sentaron abrazados en una de las bancas vacías.
«Pobre hombre», exclamó una señora, mientras por las bocinas de la cantina seguía sonando, como una macabra indirecta,
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la canción de Jerry Rivera que evoca los amores de Romeo y
Julieta: «de sábanas mojadas hablan las canciones...».
14. El hombre del árbol
«Voy a hacerte una casa en el aire, solamente pa’ que vivas tú». (Del vallenato «La Casa en el Aire», de Rafael Escalona.)
Anoche soñé que una mujer se metía en mi cama. Cuando desperté para abrazarla, me di cuenta de que no era ninguna mujer
sino la brisa loca de diciembre, que me había despojado de las
mantas de plástico. Dormir a la intemperie tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. La brisa refresca, pero son más los problemas que causa.
Vivo en un árbol. Los pájaros son mis amigos. Cada madrugada, cuando las campanas de la iglesia del Carmen aún no han
dado las cinco, un sinsonte pechugón e inquieto se posa en una
de las ramas que me rodean y me despierta con su trino. Aún
entredormido converso con él, le cuento lo que estaba soñando,
le hablo del día anterior. El sinsonte me responde con sus cantos
mañaneros. Poco a poco, a medida que el sol comienza a filtrarse
entre las hojas, el árbol se va llenando de pájaros y todos terminamos en una inmensa tertulia matinal. Hoy no pude esperar a
mi amigo el sinsonte. Me he bajado del árbol más temprano que
de costumbre porque tengo algo importante que hacer.
Todo comenzó en agosto del año pasado, cuando le pedí a
mi Padre-Bendito-Divino-Dios-Yahvé que me presentara el libro de las Ciencias Terrestres, que aloja el secreto para fabricar
oro. A los dos días pasé por un callejón enmontado del barrio
Bellavista y allí encontré el libro, entre un montón de basura. Estaba viejo y ajado, con sus hojas amarillentas, pero podía leerse.
Me dediqué entonces a reunir los ingredientes para la mezcla:
yo mismo extraje la miel de abejas de un panal que queda unas
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Mensajes desde el azul
ramas arriba; conseguí en una cantera de Puerto Colombia la
piedra filosofal, amarilla y granulosa como una arepa de maíz, y
que el libro denomina Vehículo 25 Vehículo 21; en un tanque de
basura hallé el crisol, el recipiente a prueba de altas temperaturas
en el cual hervirá la mezcla; por último —el viernes pasado—
di con el terreno arcilloso donde debía efectuarse la cocción.
Ese mismo día me fui para Polonuevo, mi pueblo, a contarle a
mi madre que pronto seríamos ricos. Ella es ciega y ha estado
resentida conmigo porque, a decir verdad, la tengo abandonada.
Yo iba feliz a participarle que tendríamos dinero de sobra para
su operación de los ojos. Pero me hallaba tan concentrado en los
planes, tan absorto en la ilusión, que dejé olvidado el libro en un
bus de la ruta Barranquilla-Polonuevo.
Así que hoy salí temprano a buscar el libro. Llegué a Polonuevo y me fui directo a la casa de don Carlos Ucrós, el dueño
de la emisora. En realidad no es una emisora. Lo que Don Carlos
tiene en la sala de su casa es un sistema de altavoz, cuya potente
bocina está instalada en la punta de una vara de ocho metros
de altura. Por allí se hacen anuncios y suena la música de moda.
Le pagué doscientos pesos por anunciar una gratificación para
el que encontrara mi libro. Don Carlos hizo el anuncio cuatro
veces, volteando la bocina en igual número de direcciones para
asegurarse de que hasta las garzas del atardecer lo escucharan,
pero nadie se manifestó. El libro sigue perdido y no pienso descansar hasta encontrarlo.
Hace un año que tengo mi nido. Decidí construir mi casa en
el árbol porque estaba cansado de dormir en la calle, como un
murciélago. Los basurales —siempre los basurales— me dieron
la tabla grande que me sirve de base, el colchón viejo en el que
duermo y los plásticos que me protegen de la lluvia. Lo primero
que hago al bajarme del árbol es saludar a Coqui, el perro del
vecindario. Coqui es un gozque temperamental que sólo les ladra
a los locos. Cuando me ve, agita el pedazo de cola que le queda,
y yo le acaricio la cabeza. Por las noches, Coqui duerme bajo mi
árbol y espanta con sus ladridos al que intente molestarme. Es el
perro de mi casa.
Ernesto McCausland Sojo
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Me baño con los primeros rayos del sol. Lo hago en plena
vía pública con la misma manguera que utilizo para lavar vehículos. Es incómodo porque tengo que bañarme con la ropa puesta.
Me causa un poco de verguenza, ¿pero qué más puedo hacer? Yo
pertenezco a la calle.
Me gano la vida lavando vehículos. Tengo mucha clientela
porque los vehículos me quedan resplandecientes. El secreto es
muy sencillo: le aplico ocho gotas de cerveza al agua.
El árbol de caucho donde tengo mi nido queda en el extremo
del parque los Fundadores, al pie de un cruce transitado. Justo
enfrente se levanta el monumento al Aguila, pétreo emblema de
este viejo barrio Prado, de imponentes mansiones republicanas y
árboles que reverdecen con pasión en el invierno, conformando
un insólito bosque verde en pleno corazón de la urbe tropical.
Desde que me mudé aquí arriba, el águila tiene un compañero en
las alturas del parque. A veces, cuando no ha llegado el sinsonte
y el camión de la basura me despierta en la madrugada con su
estruendo de latas y frenazos, converso con el águila.
—¿Cómo amanece vecina? —le digo, mientras la contemplo en lo alto, bañada con la luz brillante de los reflectores.
—Con muchas ganas de salir volando —me responde.
Ya mucha gente se ha enterado de que vivo acá. Eso me ha convertido en víctima constante de bromas y sobrenombres. A veces, ya entrada la noche, pasa un carro y sus ocupantes me gritan:
—¡Tarzán!.
Un muchacho universitario, que acostumbra traer amigos
para mostrarles la increíble casa en el árbol, les dice: «Esta es la
casa en el aire». La verdad es que los invitados se decepcionan.
Ellos esperan una casa fantástica, con ascensores de bejuco y
habitaciones en diferentes ramas, como en las películas. No el
cambuche que yo tengo acá arriba. Patezorra, un amigo mío que
se gana la vida recogiendo basura en la calle, me apoda el Hombre
araña. A veces, cuando estamos bebiendo ron blanco, me explica
por qué me dice así:
—Porque la araña hace su nido en el árbol, allí vive, allí
come, allí duerme.
[ 94 ]
Mensajes desde el azul
Patezorra me aprecia. El otro día se encontró en la basura
una esclava de hojalata dorada y me la regaló.
—Es suya, hombre araña —me dijo.
Los apodos no son malos, pero para eso tengo mi nombre:
Antonio Efraín Domeneche.
Al anochecer ceno con cuatrocientos pesos de sopa y medio litro
de leche. A veces, antes de acostarme, converso un rato con la
Coleta. Ella es una muchacha de clase social alta, a la que echaron de su casa por viciosa. En su rostro cadavérico se advierten
los vestigios de una belleza derrumbada por culpa de la droga.
Hablamos de muchas cosas. Ella me cuenta de los tiempos en
que estudiaba en los Estados Unidos y yo le cuento de la brujería
que aprendí en la Guajira, de los sortilegios para el mal de ojo,
la contra para la porquería. Ella me mira maravillada. A veces la
convido a que suba y hacemos el amor allá arriba. No es un acto
muy caliente. Es una necesidad fisiológica, que se practica a ritmo mecánico, sin fuego ni pasión, como comer para no morirse
de hambre. Además, ella se pone nerviosa porque cree que las ramas se van a quebrar. Hoy no la he visto. Seguramente está tirada
por ahí en algún solar, durmiendo la traba. Hoy subiré solo. Pero
antes de dormirme, rezaré mi oración de todas las noches:
«Oración a la Santísima Trinidad: Te pido que me alivies y me ampares a mí Efraín Antonio Domeneche de toda mala hora de justicia; de
mis enemigos, los policías militares y civiles: si tienen ojos que no me vean, si
tienen boca que no me hablen, si tienen manos que no me agarren, si tienen
pies que no me persigan. A nuestra Santísima Trinidad, amén».
15. El mal viento del primero de junio
Aquel viento perverso comenzó a rugir hacia las doce del día,
justo la hora en que los picós, los monstruos de sonido que ensordecen los vecindarios de Barranquilla, calentaban sus tubos
para la noche del viernes. Habituado a escuchar el tráfico del
cercano aeropuerto “Ernesto Cortissoz”, el albañil Delio Coba
pensó que alguna gigantesca aeronave se estaba accidentando
sobre el barrio. Pero al salir se dio cuenta de que a pesar del
sonido mecánico, como de dos trepidantes turbinas, aquello no
era otra cosa que el viento; el mismo viento que le refrescaba las
tardes de dominó, sólo que enloquecido y enfurecido, como un
súbito enfermo de mal de rabia.
Delio pudo ver en la distancia el instante apocalíptico en
que tres conos morados se juntaron en el cielo y finalmente, con
desconcertante precisión, se vinieron a pique sobre su barrio, el
Renacer. Ya para ese momento casi todo el mundo había comenzado a correr en dirección al río, aullando mimadres, halando o
cargando niños semidesnudos, portando quizá una almohada,
un televisor, un ventilador, cachivaches domésticos, la misma
vida a cuestas. Olga Martínez, la evangélica de la casa amarilla de
la esquina, era, aparte de Delio, la única que no corría. Había optado más bien por arrodillarse entre la nube de polvo a implorar
plegarias con los brazos extendidos al cielo, hablando en lenguas
bíblicas con los ojos cerrados.
Delio contempló por un momento la posibilidad de que
doña Olga hubiera perdido la cabeza, pero lo cierto es que él
debía estar peor, cuando también decidió no correr, sino que
se aproximó a la tornamesa del picó con calma pasmosa y cambió de disco. Delio hizo sonar “El Todopoderoso”, el tema de
[ 96 ]
Mensajes desde el azul
salsa en el que Héctor Lavoe y Willie Colón le reconocen la gloria al santísimo. No lo hizo por congraciarse con Dios en aquel
momento de apremio, sino simplemente porque siempre había
sido su canción favorita. Delio Coba lo sabía mejor que nadie:
lo esencial era que el picó sonara con todo su volumen, a fin de
que pudiera espantar los malos vientos: “Todopodero-so, es el
señol...”
Diría después la versión oficial del Ideam que lo que se había desatado en aquel mediodía aterrador no era ni vendaval, ni
ciclón, ni tornado ni mucho menos huracán. Lo definiría más
bien como un cumulonimbus, un banco de vientos atrapados
en una zona, la resultante del choque accidental entre una masa
de aire húmedo que provenía del Pacífico y otra de aire seco que
viajaba en dirección contraria desde las aguas del Caribe.
Fuera lo que fuera, aquella licuadora de los infiernos, la
misma que revolvía en el aire tejas de Eternit, colchones, tapas
de tanques de agua, juguetes y todas las pírricas posesiones de
aquel exbasurero transformado en barrio, no parecía necesitar
una denominación meteorológica oficial. Lo suyo era arrasar,
tumbar techos, paredes, buses, camiones, sembrar la desolación
y la muerte que dejarían marcado para siempre al barrio Renacer,
a su vecino Villa Adela y a otros sectores marginales de la población de Soledad, área metropolitana de Barranquilla. “¡No corran
como pendejos!”, le gritó Delio al gentío que huía despavorido.
“Hay que hacerle ruido al hijueputa pa’que se large rápido”.
Además de Olga Martínez, que continuaba orando a todo
pulmón a pesar de que su casa se había derrumbado como un
castillo de naipes, el único que obedeció a Delio fue el Sargento
Retirado Yesit Cueto Cueto, quien salió con un fusil a la mitad
de la calle y comenzó a disparar hacia los cielos mientras aullaba
arengas contra aquel enemigo invencible.
Seiscientas casas quedarían en añicos; trescientas cincuenta
personas heridas; seis mil damnificados; cuatro morirían. Pero
nada impresionó tanto a Delio como ver el cadáver aplastado
de Juanchito, el menor de los seis hijos de Juan Montenegro y
Edilsa Charris, que en el barrio tenían fama de buenas personas, aunque llevaban apenas un año allí. Habían llegado de Santa
Rita, Magdalena, de donde huyeron la noche de la incursión pa-
Ernesto McCausland Sojo
[ 97 ]
ramilitar. En Santa Rita, Juan era pescador y desde su llegada fortuita a Renacer se había dedicado a vender mojarras en el mercado de Barranquilla. Allí se encontraba, precisamente, cuando
sobrevino el mal viento del primero de junio. Sin ayuda de nadie,
Edilsa sacó a los seis niños y corrió hacia la casa de material de
su vecina, Nacira Peña. Primero metió a los cinco mayores bajo
una mesa de guayacán. Como la casa se había llenado de gente,
Edilsa intentó salir junto con Juanchito en busca de otro refugio.
Pero justo cuando atravesaba el umbral de la puerta, la fachada
de la casa se vino a tierra. Edilsa salió casi ilesa. El marco la había
protegido. Pero Juanchito, ese niño triste de ocho años que había
perdido su infancia desde el día en que escuchó el tiroteo de los
paramilitares, quedó aplastado por la pared.
Ya para entonces el picó de Delio había dejado de sonar. La
colección de acetatos de salsa voló por los aires y el trepidante
aparato, el mismo que sonaba sin pausa de viernes a domingo,
había sido vencido por la pared de la casa, la cual lo dejó convertido en una papilla insonora de tubos quebrados y metales
retorcidos.
Delio compararía esa noche su tragedia con la de su vecino
Carlos Medina, cuya posesión más preciada era la bicicleta con
platón delantero que usaba para vender aguacates. Medina había
perdido su medio de sustento, reducido a un mecedor justo en
el punto donde una vez había quedado el portal de su pequeña
casa. Aún en medio de los escombros, Medina y su esposa Fidelia no perderían la costumbre de sentarse allí a tomar el fresco de
la noche, plácidamente, como si una casa imaginaria se levantara
al fondo.
“Nos quedamos sin picó”, diría triste Delio, como queriendo retar la pena de su vecino. Medina, su musculatura intacta,
sentado allí como un semipesado del boxeo a la espera de la
campana, se limitó a mirar la bicicleta, que había quedado para
modelarle a Salvador Dalí.
La visita del mal viento resultó eterna. Delio asegura que
éste se fue tan pronto destrozó el picó, quizá intimidado por el
último bramido de Héctor Lavoe, argumento que el exSargento
Cueto Cueto no quiso discutirle, a pesar de que se había gastado
dos cajas de balas en su propia misión. Lo cierto es que el ex-
[ 98 ]
Mensajes desde el azul
Sargento había quedado apabullado, impregnado de un olor a
pólvora, contemplando los escombros de su casa, del vecindario,
acaso de las seis manzanas que componen Renacer.
No lejos de allí, nadie tuvo arrojos para discutirle a la vieja
Isabel Constante que era ella quien había logrado la victoria. El
conjuro lo aprendió en Ciénaga, a orillas del mar. Cada vez que
el viento comenzaba a soplar más de la cuenta, Isabel veía a su
abuela, Carmenza Constante, salir de la casa con dos tapas de
olla, a estrellarlas como si fueran platillos de una banda de guerra. “Jamás falló”, cuenta doña Isabel, una anciana magra y dinámica que pasó todo el mal viento con su escándalo de tapas abolladas, mientras la multitud despavorida la contemplaba con las
miradas de piedad que despiertan los orates callejeros. Cuando
todo pasó, y un aguacero de cincuenta y cinco minutos redondeó
la faena de la naturaleza, Isabel constató regocijada que su casa
había quedado en pie, mientras, a escasas dos cuadras, el barrio
de Delio Coba, del pequeño Juanchito Montenegro, del exSargento Cueto Cueto y del vendedor de aguacates Carlos Medina
se había convertido en un gigantesco reguero de escombros.
“Ese día me dijeron loca”, se jacta hoy Isabel Constante.
“Pero ahora todos andan con las tapas debajo del brazo, por si
acaso regresa el tornado”.
Cuando la naturaleza aplacó su furia, con la estocada certera
de esa lluvia que parecía de piedras, Delio vio llegar a su mujer y a sus tres hijos, que habían llegado a temer su muerte. Lo
encontraron hurgando entre los escombros, rescatando el par
de colchones maltrechos en el que la familia dormiría los días
siguientes. Otros dos colchones, junto con las tejas de Eternit, y
la colección de salsa, habían volado por los aires.
A Delio le costó trabajo llegar a la conclusión que le planteó
su mujer en esa noche, cuando ambos intentaban dormir bajo
un cielo diáfano y estrellado, mientras se escuchaba a lo lejos el
llanto calmo de los dolientes de Juanchito Montenegro:
—Al menos estamos vivos.
Delio pensó entonces que si por la colección de salsa era, a los
palenqueros de a la vuelta, los hermanos Danilo y Eduardo Val-
Ernesto McCausland Sojo
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dez Cañate, les había ido peor. Además de todos sus muebles y
todos sus colchones, el viento se había llevado la preciada colección de veintipico discos de champeta. “Menos mal que ya esos
negros no nos van a atormentar más con es ruido de locos”, le
dijo Delio a su mujer.
Y entonces Delio Coba obtuvo consuelo. Aunque él y su
familia constituían el paradigma absoluto de la tragedia, también
era cierto que en cada casa había un caso peor que el de ellos: un
muerto, un herido grave, un instrumento de trabajo destrozado,
una pena irredimible.
Al día siguiente llegó al barrio el mismísimo Presidente Andrés Pastrana, garantizando toda clase de ayudas, y Delio Coba
no sólo aprendió a vivir con el consuelo, sino que sacó una conclusión mucho más alentadora:
“Si no hubiera sido por esta vaina”, les dijo a sus compadres
de la Junta de Acción Comunal”, “jamás un presidente habría
pisado Renacer”.
Entre muchas ayudas, el Presidente garantizó un aporte de
casi ocho millones de pesos para la reconstrucción de cada vivienda. Delio Coba y sus compañeros se dieron cuenta entonces
que el barrio había comenzado a llenarse de caras nuevas, gente
que se había enterado del aporte millonario y quería aprovecharse de la tragedia. Optaron entonces por impartir instrucciones
de que cada cual debía andar con sus escrituras de propiedad
en la mano, para evitar que se las robaran entre los escombros.
También era preciso que nadie se moviera de su casa, ni de noche ni de día, a fin de proteger el terreno. Surgieron entonces
las discusiones entre algunos vecinos, que se hacían reclamos
sobre los linderos. En un nacimiento casi accidental, como el
que había tenido Renacer, luego de que una Alcaldesa decidiera
habilitar el basurero público como lotes para vivienda social, no
había límite preciso. Era un caso muy distinto al del otro barrio
damnificado, el Villa Adela, donde el Senador Fuad Char había
entregado lotes muy bien delimitados a cambio de entre quince
y veinte votos por familia.
Y así están hoy Delio y el resto de Renacer, esperando los
millones sin moverse de los mecedores. La solidaridad se ha volcado sobre el barrio con la misma determinación del viento aquel
[ 100 ]
Mensajes desde el azul
del primero de junio. En el campamento de la emergencia, gente
de todas partes llega a repartir las tres comidas. Delio Coba lo
dice con una risilla irónica: “Duele decirlo, pero la mayoría de la
gente de acá jamás había comido tres veces al día”.
El mismo lunes se reunieron los líderes del barrio, tal como
lo habían hecho tres meses antes, cuando tomaron la crucial determinación de que el nombre que le habían puesto inicialmente,
Villa del Carmen, pertenecía a otro barrio de la ciudad. En esa
ocasión, Félix Tapias, el líder de todos, propuso el nombre de
Renacer. Todos lo aprobaron sin mayores consideraciones. Ni
siquiera supieron su significado.
Ahora, en aquella reunión de escombros, Delio aprovechó
para decirlo: “Ahora sabemos pa’qué carajo sirve este nombre”.
16. Un romance en la zona roja
Al cementerio San Miguel de Santa Marta ha llegado un joven
alto y apuesto, que desafía el calor con un traje negro cruzado,
combinado con una camiseta blanca. Lleva el cabello rapado
abajo y cuadrado arriba, y patillas largas y espesas: un corte moderno. En sus manos porta un ramo de rosas rojas. Es Junior
Castillo, cantante estelar de la orquesta de merengue Zona Roja,
y quien se apresta a obedecer un mandato sagrado del alma antes
de regresar a su país.
Todo había comenzado diez años antes, en agosto de 1983,
cuando Junior hacía sus pinitos en la música, como parte del cuerpo de cantantes de la sensación merenguera de aquel momento:
Wilfrido Vargas y sus Beduinos, que andaba de gira por el Caribe
colombiano. Con gran entusiasmo la ciudad de Santa Marta celebraba ese agosto las Fiestas del Mar. La máxima atracción del
evento era Wilfrido Vargas, quien aquella tarde de sábado, en la
caseta Matecaña, cumplía su primera presentación.
Gloria Larios acababa de cumplir quince años, pero su estatura y su cuerpo formado la hacían ver mayor. Era una rubia
de cabellos ensortijados, con ojos grandes y vivaces, y mejillas
rosadas.
Estaba con su hermano menor, Carlos, y varios amigos del
barrio. «Todos los del grupo estábamos charlando cuando de
pronto, ¡epa! vimos a Gloria bailando con el cantante de Wilfrido Vargas», cuenta Carlos. Esa noche de agosto, desde la tarima,
Junior Castillo se había fijado desde el principio en aquella muchacha que tánto se diferenciaba en su comportamiento de las
fanáticas habituales, que no se guardan una emoción frente a la
tarima.
[ 102 ]
Mensajes desde el azul
—Aparte de que su belleza era increíble —cuenta Junior
Castillo—, esa actitud de recato me dio a entender que era distinta.
Entre las faldas escarpadas de la colina pedregosa, muy lejos del
mar y de la Santa Marta turística, está incrustado el barrio Siete
de Agosto, donde Gloria Larios vivía con su madre y su hermano, en una humilde vivienda de dos habitaciones. Desde la
casa de Gloria alcanzaban a divisarse los edificios de la playa,
inmensos y resplandecientes. Pero la realidad del Siete de Agosto
era muy diferente. Aquí la pobreza aguijoneaba a diario, como
los alacranes que de vez en cuando aparecían entre las piedras.
Era otro mundo. El mundo donde crecía la quinceañera que ese
agosto se enamoró locamente del cantante de Wilfrido Vargas.
Una tarde, cuando Junior ya se había marchado, Gloria llegaba a la casa con dos tanques de agua, y su madre, que estaba en
el portal, se la quedó mirando fijamente.
—Tú estás embarazada —le dijo.
—Estás loca, mamá.
—No me lo digas, si no quieres —agregó la madre—, pero
dichosa tú que estás embarazada.
Así las cosas, el romance juvenil entre la humilde adolescente del Siete de Agosto y el cantante dominicano se convirtió, por
obra y gracia de la naturaleza, en un asunto de adultos.
Junior debió seguir viajando y Cristian nació sin el padre a
su lado. El destino fue abriendo una brecha entre los dos. Junior
intentó iniciar una carrera como solista y radicarse en Colombia pero, cuando tenía hasta la visa lista para viajar, la disquera
quebró y el proyecto culminó en fracaso. Junior viajó entonces
a Puerto Rico, mientras que Gloria se fue a Barranquilla, a buscar mejores oportunidades de trabajo. Junior siguió escribiendo,
pero las cartas jamás llegaron a su destino. Un día, ya muy desesperado, le pidió a su hermano que pusiera él la carta en el correo
a ver si tenía mejor suerte. Al cabo de una semana, Junior encontró un mensaje en el contestador automático: era Gloria.
La pareja reanudó el contacto y Junior conoció al niño en
fotografías. «El día que lo vi en la foto por primera vez, después
de darle gracias a Dios, me emborraché», cuenta Junior.
Ernesto McCausland Sojo
[ 103 ]
Al día siguiente, después de una presentación en Nueva
York, solo en su cuarto de hotel, Junior escribió esta carta:
«Querida esposa:
Te escribo para repetirte que te extraño, a ti y a nuestro tesoro. No dejo
de pensar en ti y en el niño, y cuando duermo, casi siempre sueño con ambos.
Tú y el niño se han convertido en el acontecimiento más grande del mundo;
lo que yo más amo.
Quiero la verdad: ¿Has tenido a alguien, o tienes a alguien? Júrame
que me has extrañado tanto como yo a ti.
Gloria: no he podido ir, pero puedes estar segura de que cuando termine
ciertos compromisos, iré sin decirte nada. Y si veo que no estás en la casa,
haré lo posible por ir y buscarte donde te encuentres. De una manera sorpresiva y delante de quien sea, te daré un tremendo beso en los labios y te llevaré
conmigo, aunque sea haciéndome pasar por policía, y arrestándote.
Al comenzar la carta digo ‘Querida esposa’ porque quiero que lo seas,
aunque te robe. Hazte un pantaloncito corto color blanco, y nos quedaremos
en el hotel Miramar par de días.
Tuyo,
Junior Castillo».
Entre tanto, Zona Roja había despegado incendiariamente en
Santo Domingo. Junior Castillo fue escogido para formar parte de la acrobática coreografía de la agrupación merenguera. La
canción «Pareces una nena», animada con los gritos de «¡pura
candela!», se convirtió en el batatazo popular de la temporada en
el mundo hispano. Para el 18 de septiembre de 1993 fue anunciada su primera presentación en Colombia. Iban a tocar en la
caseta «El tanganazo» de Barranquilla, la misma ciudad donde
Gloria llevaba nueve años viviendo con su hijo.
—Ella estaba muy nerviosa por el encuentro —recuerda
su madre—. Se sentía avergonzada de no tener unos zapatos
elegantes. Pero yo fui enérgica con ella y le dije que no se avergonzara de la pobreza.
Así, esta vez no hubo obstáculo. Los tres miembros de la
familia Castillo Larios se encontraron finalmente en Barranquilla
y pasaron tres días junto al mar, permitiendo que el sol del Cari-
[ 104 ]
Mensajes desde el azul
be fuera testigo de un reencuentro emotivo y pasional. «Fuimos
una familia feliz», afirma Junior.
El día de la despedida en el aeropuerto de Barranquilla quedó sellado un compromiso: Junior volvería el 3 de enero de 1994
para llevárselos a los dos.
Mes y medio más tarde, después del puente del día de los muertos, Santa Marta amaneció teñida de sangre. El diario El Informador dio cuenta en su primera página del trágico balance: doce
homicidios en tres días. De todos los casos, el que más despliegue mereció fue el de una preciosa rubia, hallada muerta en un
paraje solitario del municipio de Ciénaga. Tenía cuatro balazos
en la cabeza.
Gloria llevaba tres días desaparecida de su casa. La habían
visto por última vez el 29 de octubre, cuando salió a comprarle
un disfraz a Cristian para la fiesta de las brujas.
—Ese lunes tuve un presentimiento, y llamé —cuenta Junior—. Pensé que era mentira, que era una equivocación. En
medio del abismo en que me encontraba no podía creerlo.
La muerte de Gloria quedó sumida en el más absoluto misterio.
Un vecino cuenta que la vio el 31 de octubre en un estadero de
Ciénaga, libando copas con otras muchachas y unos policías secretos, y que unos hombres habían llegado y se la habían llevado
junto con uno de los detectives.
De ella quedaron pocas cosas: una caja de cartón con las
cartas que Junior le enviaba, incluyendo una postal promocional
con dedicatoria; y la última fotografía que ella se tomó, el 25 de
octubre, para enviársela a Junior a República Dominicana.
Gloria Larios fue enterrada en una tumba de solemnidad,
hasta cuando su familia pudo reconocerla y trasladarla al cementerio de San Miguel, donde hoy descansa en paz, y a donde Junior ha llegado, en pleno domingo de carnaval, a llevarle rosas
rojas y a despedirse.
«Como consuelo, prefiero pensar que ella era una mujer tan
grande que la tierra le quedaba pequeña», dice Junior.
Ernesto McCausland Sojo
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Al día siguiente, lunes de Carnaval, tres meses después de la
muerte de su madre, Cristian ingresa orgulloso en el estadio de
beisbol Tomás Arrieta de Barranquilla, de la mano de su padre.
Se celebra el festival de orquestas, el gran evento musical del carnaval. Bajo el ardiente sol del mediodía, una multitud colma las
graderías y la cancha, a la espera de que las orquestas nacionales
y foráneas la lleven al paroxismo.
Más tarde, mientras Junior canta y realiza pasos de merengue ante el público enloquecido, el niño de diez años permanece silencioso en la parte de atrás de la tarima, observando a
su padre. Esperanza Talero, amiga de Gloria, dice que el niño
recuerda mucho a su madre en momentos como aquél, porque
ella acostumbraba llevarlo a espectáculos públicos.
En medio de la gran barahúnda del festival de Orquestas,
nadie imagina que aquel animado cantante de merengue lleva
una inmensa pena en el corazón.
Junior Castillo había culminado el viernes anterior un trámite relámpago para consolidar por fin su sueño de llevarse a su
hijo para Puerto Rico.
Al día siguiente, en plena agonía del carnaval, la agrupación
Zona Roja llega al aeropuerto. El cantante Junior Castillo, con
su hijo de la mano, es asediado por los periodistas que quieren
hacerle preguntas de farándula.
—Gracias, Colombia, me llevo lo que más quiero —es todo
lo que dice.
Los periodistas se quedan confundidos, mientras Junior y
Cristian apresuran el paso hacia donde los espera el avión.
17. «Detrás de esta mugre hay un señor»
Cada vez que una tractomula pasa sobre el puente de Cudecom,
los indigentes que pernoctan debajo se estremecen de pies a cabeza. Algunos se despiertan a medias. Oswaldo Mendoza, que
antes de quedar rendido se ha fumado dos cigarrillos de marihuana, siente el tremor, abre un ojo y en seguida vuelve a dormirse.
Pero lo que ocurrió hace dos noches, al filo de las tres de la
mañana, fue suficiente para abrirles ambos ojos a la veintena de
pordioseros que allí pasan la noche.
Un camión de bomberos, con sus luces altas dirigidas hacia
ellos y su sirena quebrando el silencio de la noche, se les detuvo
enfrente. Entre carcajada y carcajada, los bomberos les gritaban:
«¡Que vayan a la universidad Libre por unos cartoncitos!».
La agresión constituyó una desgradable sorpresa para el
grupo de basuriegos. En los últimos cuatro días, desde que se
descubrió la espeluznante matanza de indigentes por parte de los
celadores de la universidad Libre, la ciudad había hecho una especie de acto de contrición colectivo. La matanza sirvió para que
Barranquilla entera se diera cuenta de que esos hombres y mujeres andrajosos, que viven de los desechos de otros, también son
seres humanos. Los basuriegos se habían convertido en vedettes
de la calle: los vehículos les cedían el paso cuando empujaban sus
carretas, la gente los saludaba con alborozo y algunos hasta les
regalaban comida.
Por eso, después de disfrutar cuatro días de celebridad y
comprensión, a los basuriegos del puente de Cudecom no les
cabía en la cabeza la ofensa nocturna de los bomberos.
[ 108 ]
Mensajes desde el azul
Esa noche el Chamberlaín sacó lucidez como pudo de su
borrachera de alcohol antiséptico y contraatacó:
—¡Mándaselos a tu madre!
Somnolientos, los basuriegos se burlaron al unísono del
inoportuno visitante, que pronto desapareció por la carrera 54
hacia arriba.
—Bomberos desocupados —dijo, desde su carreta de parapléjico, el Abuelo, el más viejo de todos. Fue como una orden
para que aquellos parias de la noche, incómodos moradores de
la intemperie, volvieran a dormirse.
En esa caldera de pasiones que hierve por estos días a las puertas
de la universidad Libre de Barranquilla, donde una muchedumbre se aglomera para exigir justicia, descuella la voz de Amanda
Arboleda, basuriega de oficio. Rodeada de cámaras de televisión,
Amanda responde con voz indignada a las preguntas de los periodistas. Uno de ellos le pide su opinión sobre la frase lanzada
antenoche en el noticiero Televista por un directivo de la universidad: «Tanta alharaca por unos loquitos». Amanda contesta: «Más
locos son ellos, que se atreven a hacer lo que hicieron ahí cerquita de dos instituciones sagradas como la Policía y la Catedral».
Unos pasos más allá, rodeado de curiosos, el Tío cuenta la
historia de lo que le ocurrió el sábado de carnaval a la una de la
mañana. Cargando un saco lleno de latas de cerveza, bajaba por
la carrera 46 en compañía de su amigo y colega Carevieja. («Yo
no sé cómo se llama —anota el Tío—. Así le digo yo».)
Como habían estado recogiendo basura en la calle 84, ambos se sentían agotados y decidieron sentarse a descansar a un
lado de la universidad Libre. En esas llegó un celador, —«el chiquitico ese apellido De la Hoz que salió en el periódico», apunta
el Tío—, y les dijo en tono zalamero que en el fondo del patio de
la universidad había unos cartones viejos para regalar.
«Yo dije que no iba», cuenta el Tío, quien explica que ya
tenía suficiente con el saco de latas de cerveza. «Pero Carevieja
aceptó y se metió allá».
A los pocos minutos de espera, sintió que alguien se le abalanzaba por detrás y alcanzó a apartarse. Era el celador con una
gruesa tranca de un metro de largo. El golpe alcanzó a herirle el
Ernesto McCausland Sojo
[ 109 ]
pómulo y parte de la espalda, pero el Tío sacó un pedazo de pala
que cargaba, se defendió como pudo y finalmente huyó. Desde
entonces no ha vuelto a ver a Carevieja. En cambio a la Chupachupa, cuyo nombre verdadero también desconoce, sí la vio: al
Tío le tocó ir a la morgue a reconocer el cadáver.
«Yo soy un tipo decente, para que lo sepa», dice el Tío,
mientras se señala la camisa sucia y raída, cubierta de manchas
de sangre: no se la ha quitado desde el día del trancazo. «¡Aquí,
detrás de esta mugre, hay un señor!».
«Por eso tienen que oírme: ¡que investiguen a todas las facultades de medicina del país pa’que vean lo que encuentran!»,
dice a gritos, mientras la multitud que lo rodea lo escucha en
silencio.
El Tío empuja entonces su carreta llena de cartones, botellas y latas. Antes de alejarse, lanza un grito: «¡Y que no se vuelvan a meter con nosotros, porque cojo a mis coletos, los organizo,
nos tomamos esa vaina y los matamos a todos!».
El Cachaco, Javier Ángel Correa, se bebe todas las noches tres
botellas de alcohol antiséptico mezclado con agua, una bebida
muy popular entre los basuriegos. Cuando el Cachaco logra hacerse a unos pesos de más, mezcla el alcohol con gaseosa o con
jugo de limón.
Estrellita, nombre de combate del homosexual José Luis
Martínez, quien todas las noches se viste de mujer para ganarse
mil pesos vendiendo su cuerpo en la calle 72, detesta el alcohol
antiséptico. «Lo mío es el basuco», anota, con una enorme sonrisa.
La prostitución ha sido buen negocio para él. «Aquí al puente vienen a buscarlo», cuentan sus compañeros. Es más, en una
ocasión llegó a vivir en un hotel. Pero eso le representaba un
dinero adicional, que podía destinar más bien a comprar droga.
Así que Estrellita regresó a vivir entre la basura.
Osvaldo Mendoza, un hombre de barba enmarañada y melancólicos ojos verdes, se gana ochocientos pesos diarios recogiendo basura. Tan pronto concluye el día, se va para el barrio
Barlovento a comprar marihuana. Con los trescientos pesos que
le quedan compra comida. No hay plata para más nada. Por eso
[ 110 ]
Mensajes desde el azul
sus únicas pertenencias son la muda de ropa sucia que tiene
puesta y el pedazo de alfombra vieja donde duerme.
«Lo aceptamos: somos viciosos», dice Osvaldo. «Pero a nadie le hacemos daño. El que es malo es malo, con o sin vicio».
En medio de la nube de moscas que los asedian y que ellos toleran con indiferencia, rodeados del gigantesco muladar que les
da para sobrevivir, los basuriegos del puente de Cudecom ríen
a carcajada suelta con las bromas pesadas que se hacen entre
ellos. Todos se alinean en una fila de cartones, periódicos viejos
y alfombras gastadas, que por el día les han servido para sentarse y ahora, en la noche, para dormir. La hoguera que arde en
el medio ilumina sus rostros mal afeitados y llena de humo los
bajos del puente. Del escaso tráfico nocturno surgen vehículos
esporádicos que los bañan con sus luces. De repente el Chamberlaín, que se ha bebido dos botellas de alcohol farmacéutico,
hace la más pesada de las bromas. Le dice a María Eugenia, la
nieta del Abuelo, que vaya por un cartoncito a la universidad.
Furiosa, ella agarra un par de latas y se las tira. «¡Por algo le dicen
María Caldereta!», exclama el Chamberlaín. María Eugenia también vive de recoger basura y a veces recibe ingresos adicionales
vendiendo su cuerpo.
El Cachaco se gana cuarenta y cinco pesos por cada media tonelada de cartón que vende, cinco pesos por cada botella de vidrio,
o lo que le den por botar un arrume de basura. Así completa
unos tres mil pesos al día. Y es de los que más ganan.
Pero él sostiene que no es basuriego por el dinero, sino porque detesta tener jefes. La última vez que tuvo empleo fue en un
taller de mecánica. El mismo día en que el dueño del taller dejó
de pagarle una quincena, el Cachaco se lo encontró tomando
cerveza. Eso le bastó para atacarlo con un machete, lo que le
costó dos meses de cárcel.
En ese reino escondido de la basura que subsiste bajo el puente
de Cudecom a veces se come regular, a veces mal. «Pero nunca
falta la comida porque todos trabajamos duro», afirma el Tío.
Ernesto McCausland Sojo
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El día en que no ganan suficiente, el basurero les proporciona la comida. «Hasta medio salchichón he encontrado», relata
entusiasmado el Chamberlain. «Así sea con gusanos, pero comida es comida...».
El Abuelo, que quedó parapléjico hace diez años al ser arrollado por una tractomula, es el único al que le regalan la comida. Los demás tienen que trabajar para ganársela. «El que quiera
pescao que se moje la cola», dice el Abuelo para explicar la filosofía que impera bajo el puente. Recostado todo el tiempo en
su carreta de madera, que hace las veces de silla de ruedas, el
Abuelo ejerce funciones de gurú entre aquella tribu marginada y
excéntrica. Cada pequeño detalle se lo consultan con devoción.
En estos días anda preocupado por las reacciones a la matanza
de la universidad. Le ha advertido a su gente que tome las cosas con calma, que no protagonicen lios callejeros, ni entren en
discusiones. Al Tío lo reprendió enérgicamente por el escándalo
que armó a las puertas de la universidad.
—Usté no es ningún político —le dijo—. ¿O está buscando
que venga el ejército y nos levante a palo?
Desde el día de la reprimenda, el Tío le ha bajado la temperatura a sus emociones, aunque todavía anda con la camisa
sucia de sangre seca, como una especie de consigna pública que
exhibe por la calle: la consigna de la indignación por lo que le
ocurrió a sus compañeros, pero también la consigna de la dicha.
Al fin y al cabo él también pudo caer en la trampa funesta de la
universidad Libre.
18. Tertulia en la Guajira
La tertulia tiene lugar en El Pájaro, un pueblo fantasmagórico
situado sobre ese corredor solitario y ardiente que marca el encuentro del desierto guajiro con el mar Caribe. Entre los entusiastas conversadores —todos empleados de la planta de gas
natural— hay un técnico riohachero, un ingeniero bogotano, dos
ingenieros samarios, un operario barranquillero, un supervisor
santandereano y dos celadores guajiros, ambos puros indígenas
wayúu. Todos se han encontrado, y se han vuelto amigos de un
momento a otro, por puras circunstancias profesionales. Pero
aún con lo oscilantes que son sus temas de conversación, hay
uno del cual no se habla: trabajo.
El riohachero, un moreno oscuro de casi dos metros de estatura, permanece de pie. Es el más callado de todos. Aunque no
ha intervenido, ha seguido la conversación como un halcón a su
presa. Le dicen en són de chanza que se siente para que no crezca más, pero se limita a esbozar en su rostro pétreo una sonrisa.
De repente, el barranquillero toma una curva pronunciada en la
ruta de la tertulia y pregunta por una famosa guerra de familias
guajiras que tuvo lugar hace diez años en un pueblo marimbero de
la sierra nevada de Santa Marta. Nadie parece saber nada, hasta
que el hombre de dos metros rompe el silencio:
—Esa es una historia larga.
El maestro del suspenso acaba de desplegar el primer gran
artificio de su repertorio. Les ha extendido a los presentes su
caña de fino juglar. Su cometido se revela obvio para los amigos,
pero todos se le abalanzan al anzuelo. «Cuéntala a ver», le dice
uno de ellos. El hombre se resiste. Desea que le rueguen. No
admite una convocatoria informal, acaso displicente. Requiere
[ 114 ]
Mensajes desde el azul
la ansiedad desbocada del auditorio y, desde luego, en seguida la
recibe: están a punto de arrodillársele.
«Yo estaba ahí», es su introducción. Una apasionante película de la vida real comienza a rodar entonces ante la docena de
ojos alucinados.
Un hombre de cuarenta años estaba limpiando su revólver.
Un niño de diez se le acercó, apuntándolo con una pistola de juguete y diciéndole que iba a matarlo. Muerto de la risa, el hombre
apuntó al niño con el revólver que estaba limpiando. «Primero
te mato yo a ti», le dijo también en broma. Entonces el arma se
le disparó. El narrador se arroja al suelo rojizo del desierto para
presentar su vívida descripción de la caída del niño.
—Le dio en la mitad del corazón —dice desde el suelo.
Hay silencio en el grupo, mientras el riohachero se levanta
del suelo con toda su calma guajira y se sacude la arena roja del
pantalón.
«Quince años después, el hermano menor del muerto comienza a pregonar por el pueblo que va a vengarse —prosigue
el relato— y los hijos del homicida accidental se enteraron». El
mago de la historia describe la época. Estaban en plena bonanza de la marihuana. El pueblo era un infierno de camionetas,
dólares, balas y mulas que bajaban de la sierra cargadas de Santa
Marta Gold, la mejor marihuana del mundo.
Un domingo, el hermano del muerto parqueó su camioneta
en la plaza y allí se sentó a beber whisky con su mejor amigo.
Las puertas de la camioneta roja estaban abiertas. A través del
potente equipo de sonido del vehículo sonaba un vallenato de
los ídolos del momento, los hermanos Zuleta. Era «El trovador
ambulante» —recuerda el narrador con convincente precisión.
Los hijos del homicida, los mismos que habían decidido salirle al
encuentro a la venganza, se acercaron entonces por detrás de la
camioneta. Primero mataron al amigo. El vengador intentó entonces sacar su escopeta 12 de la parte de abajo del asiento. Demasiado tarde. El narrador se señala la frente y deja los ojos en
blanco. No lo ha dicho, pero ha quedado claro: el tiro fue en toda
la mitad. La escena, recreada con tanto detalle, con el vallenato y
el entorno de pueblo de vaqueros, les produce escalofríos a los
amigos, aun en medio de los cuarenta grados de aquel desierto
Ernesto McCausland Sojo
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agreste, frente a ese mar rugiente que parece encresparse con el
calor de la historia.
El santandereano se ha confundido y le ha perdido el hilo
al cuento. «¿En este momento van empatados?», pregunta. Con
una calma de carpintero, que exaspera al resto, el narrador le resume la historia desde el principio, y remata diciéndole:
—Van dos a cero, para que entiendas.
«Se alborotó la sed de sangre», prosigue el narrador. Al asesino lo mandaron a esconderse en un pueblo del Magdalena.
—¿Cómo se llama ese pueblo con nombre de santo
que queda a la orilla del río? —les pregunta a los interlocutores. Dos de ellos lanzan nombres de pueblos: «¡Cerro de San
Antonio!...¡Santo Tomás!...». El relator niega con la cabeza. «No
importa, continúa», le dice el sincelejano. El relator lo mira con
una mezcla de rabia y compasión. El mensaje está claro: si no
lo ayudan con el nombre del pueblo, jamás sabrán el desenlace.
Todos comienzan entonces a disparar ráfagas de nombres de
pueblos. Hasta uno sin nombre de santo es mencionado.
—Vea hermanito —le advierte el juglar—. Cuando yo le
diga algo es porque así es.
El regaño deja petrificado al que cometió la osadía de dudar. Otro artificio narrativo: el juglar acaba de darle otra vuelta
a la tuerca de la credibilidad. Por fin alguien dice el nombre del
pueblo y al relator se le iluminan sus ojos de búho salvaje. Todos
se ponen contentos. Se avecina el desenlace. Se ha hecho tarde.
El mar ruge.
Los vengadores, —«los que van perdiendo dos a cero, para
que entiendan»— localizaron el pueblo y llegaron armados con
varios agentes del F-2. Uno de ellos —hermano menor de las
dos víctimas— dijo que quería ejecutar la venganza con sus propias manos. Por tanto entró solo al pueblo. Minutos más tarde
lo sacaron masacrado. Tres a cero. El bogotano ha entrado en
una especie de trance alucinatorio y le suplica al narrador que
no demore más el cuento. Los wayúus se ríen. El suspenso ha
enloquecido al bogotano, que empieza a sudar a chorros. Pero
el narrador le propina un tatequieto. «Hasta aquí llegó la cosa»,
anuncia. No hubo venganza. La familia que iba ganando tres a
cero accedió a pagar los tres muertos.
[ 116 ]
Mensajes desde el azul
—Treinta millones —dice el juglar, haciendo flotar tres dedos en el aire—. Yo estuve en la entrega.
El auditorio espontáneo lo contempla con admiración. Ha
convertido la historia cualquiera en una apasionante película de
la vida real, recreada en medio de aquel ámbito misterioso donde
El Pájaro le entrega al mar las ruinas de su antiguo esplendor,
cuando cargaban marihuana y encendían cigarrillos con billetes
de cien dólares. Lo observan con sus tres dedos en el aire, enmudecidos, a merced de la hipnosis de la historia, sometidos al sortilegio de ese hombre que maneja con maestría los hilos secretos
del relato. Al fondo, ya el sol guajiro ha emprendido su descenso,
mientras el mar va enfureciéndose para darle la bienvenida a la
noche.
19. Maicao del Islam
I. LA MEZQUITA
En el horizonte del desierto rojizo y silencioso se divisa nítido el
alminar de la mezquita, blanco, altivo, misterioso, como una nave
espacial. Ya de cerca, la mezquita es aún más monumental, pero
a su alrededor el desierto está muy bien disimulado. Aunque es
un pueblo pequeño, cuya población fija total no sobrepasa los
sesenta mil habitantes, Maicao exhibe sin pudores sus riquezas
materiales, como una mujer no tan bella, pero con demasiadas
joyas. Híbridos arquitectónicos de cuatro pisos, en los que alternan orondamente el mármol italiano y el yeso criollo, se disputan
el pequeño espacio urbano con los almacenes sin glamour que
se apiñan en el sector comercial, con los camiones que circulan
atiborrados de mercancía envueltos en nubes de polvo, con los
transeúntes que corren de un lado para otro urgidos de colocar
los electrodomésticos que cargan sobre sus hombros, con los
buses que imploran a bocinazos la aparición de un mercader listo a salir de aquel pueblucho infernal.
Maicao es como un espejismo del desierto de La Guajira; un
espejismo ardiente y agitado en medio de aquel baldío de veinte
mil kilómetros cuadrados que reparte su territorio entre Colombia y Venezuela con el sobrenombre romántico de “República del
Viento”. Maicao es la Némesis distante de viajeros fugaces que
llegan allí, emplean el tiempo justo en regatear precios y adquirir
su mercancía, para luego partir como alma que lleva el diablo,
dejando al pueblo con el tropel de sus días y el letargo de sus
noches: hoy día, con el recrudecimiento de la inseguridad, los negocios cierran sus puertas a las cuatro de la tarde, hora en que
[ 118 ]
Mensajes desde el azul
Maicao se convierte en un pueblo de fantasmas. Hoy por hoy,
según estudios demográficos, más de la mitad de los que están en
Maicao durante el día no duermen allí.
En cambio los árabes, que en Maicao son generalizados con
el gentilicio arbitrario de “turcos”, están para quedarse. Podrán
visitar una vez al año a El Líbano, comer sus comidas vernáculas
día de por medio, ver sus tres canales de televisión en idioma árabe, mantener contacto cotidiano con el oriente a través del radioteléfono, leer ávidamente sus revistas que les llegan por Panamá
con una semana de retraso, pero Maicao es su tierra; su insólito
paraíso de calles a medio pavimentar; el escenario en el que se
gesta diariamente la gran paradoja de sus vidas: aquí los llaman
“turcos”, mientras que cuando visitan sus países los llaman “colombianos”.
II. EL GUARDIÁN
Mientras hojea periódicos y revistas en medio del fogaje matutino de su almacén, Samir Waked va soltando blasfemias y gruñidos. Estos días de guerra lo han convertido en guardián ad
honorem de la fe musulmana. Waked, quien es el Presidente de la
Asociación Benéfica Islámica de Maicao, examina cada palabra
que se escribe sobre su religión. El almacén de su propiedad,
“Sammy Sport”, con sus paredes ásperas y desnudas, ya se quedó pequeño para albergar la cantidad de zapatos, que se amontonan en cualquier rincón, en líos de a docena. Un penetrante
olor a caucho se confabula con el calor, lo cual no espanta a un
cliente bogotano, pequeño y rapado, que entra al almacén con
una audaz propuesta de rebaja. Waked sale de su misión cívica y
entra en el juego del negocio, trenzándose en un fogoso regateo,
hasta que queda definido el precio final: sesenta y cinco dólares
por una docena de zapatos “Nike”. Waked regresa entonces a
sus periódicos, a los que va subrayando con un gastado bolígrafo. Al final, casi todo el artículo queda subrayado. “Aquí dice que
mujer islámica tapa cara”, anota exasperado. “Eso mantira. No
toda mujer islámica tapa cara”.
En su rol de defensor del Islam en este diminuto reducto
de la fe musulmana, Waked está abocado no sólo a la prisa de
Ernesto McCausland Sojo
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la prensa diaria, sino a las múltiples interpretaciones de un libro
como el Corán, esgrimido por unos para volar torres en Nueva
York y por otros para llevar una vida ejemplar, como la que llevan Waked y sus compañeros de la Asociación: no beben, ni fuman, ni tienen relaciones sexuales fuera del matrimonio. Y como
el Corán dice claramente que lo que conduce a lo prohibido es
prohibido, tampoco comercian con licor, o cigarrillos, o pornografía. “Culombianos venden licor e cigarrillos”, dice.
En Maicao viven unos cuatro mil quinientos musulmanes,
una mínima parte de los seis millones que hay en Latinoamérica.
Pero aquí se dan unas circunstancias muy especiales. Conforman
más del diez por ciento de la población, son dueños de casi la
mitad de los dos mil almacenes del pueblo, colaboran con las
campañas de los políticos locales y disfrutan de unas circunstancias de poder que les permiten ser líderes en el municipio. Su
mezquita, mucho más alta que la iglesia católica de Maicao, es un
símbolo nítido de su poderío local.
Waked es oriundo de Kemet, pueblo pequeño del Valle del
Bekaa, en el centro de El Líbano. A seis cuadras del almacén
de Waked, Saina, la esposa de éste, atiende su propio almacén
de maletas. Los Waked llegaron a Maicao en 1981. Mohamed
Waked, primo de Samir, había sido uno de los primeros árabes
en emigrar a lo que en ese entonces era un próspero y pacífico
emporio de comerciantes. Samir viajó solo primero. Su primo lo
empleó como bodeguero, hasta que le fue posible independizarse, fundando su propio almacén. Pronto pudo viajar de vuelta,
casarse y traerse a Saina, la novia que había dejado en El Líbano. Aquí tuvieron su primera hija. Hoy son padres de cuatro
hijos colombianos, que han estudiado en el Colegio Colombo
Árabe de Maicao, un inmenso conglomerado escolar cuyos estudiantes reciben cinco horas semanales de idioma árabe y otro
tanto de religión musulmana. Así, de la misma manera en que
Mohamed lo trajo a él hace veinte años, Samir ha traído a unos
cuántos parientes. Es la tradición libanesa de Maicao, la manera
de perpetuar una inmigración permanente que maneja el mayor
porcentaje de los mil millones de dólares que cambian de mano
anualmente en Maicao.
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Mensajes desde el azul
III. LA DONCELLA
Casi todos los hombres que pasan por la dulcería Maja, del inmigrante libanés Mohamed Shmais, no puede dejar de fijarse en
una joven de misteriosa belleza árabe que sirve manjares de sus
ancestros, delicados balena y namura rellenos de almendras y nueces. Muchos de esos admiradores casuales se atreven a hablarle,
pero Obaida conserva siempre su distancia, responde con monosílabos y se limita a servir los dulces. No lleva el rostro cubierto, como muchas de las mujeres de las etnias más fundamentalistas del Islam, pero poca falta le hace: sus ojos gélidos y dorados
son sus aliados al guardar la distancia. Tampoco viste de manto y
pañoleta, los llamados isharb, como muchas de las mujeres árabes
de Maicao, y aunque nació en Barranquilla, hay algo de lo que
está segura: jamás se casará con un colombiano. Desde que era
una niña, su padre le inculcó su destino en el amor. Como casi
todas las doncellas de Maicao, su única alternativa matrimonial
es la de un árabe musulmán. Cuando lo encuentre, ella se casará
en la imponente mezquita Omar Ben Al K’tad, en una de esas
bodas que ya son costumbre en Maicao, y luego celebrará en el
centro de eventos “La Piscina de Nasser”, donde estas fiestas se
animan casi siempre con música colombiana y con música árabe,
esta última interpretada en vivo por un trío de libaneses comerciantes aficionados a la música. Obaida es tajante cuando habla
del futuro que sus padres le han trazado. “No voy a ser yo quien
desobedezca mi religión”, dice.
Chaito Chaito, en cambio, nació en El Líbano y llegó adulto
a Maicao. Su familia esperaba que, aún en tierras lejanas, se casara
con una muchacha árabe, pero en una visita al colegio conoció a
la profesora colombiana Angélica Donado y su destino cambió.
Cuando les avisó a sus parientes en El Líbano que se iba a casar
con aquella sudamericana blanca y delicada, que había conocido
en tierras remotas, las cosas se complicaron. Hubo fuerte oposición y el romance corrió peligro. Pero Angélica tenía la solución
en sus manos: si se convertía a la fe musulmana, el componente
religioso del impedimento quedaría eliminado. Y así fue. Angélica Donado, criada estrictamente como católica en su casa de
Puerto Colombia, a orillas del Mar Caribe, se convirtió al Islam
Ernesto McCausland Sojo
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por la ruta del amor. “En todo romance siempre hay alguien a
quien le toca ceder”, dice ella, “en éste me tocó a mí”.
“Antes no querían que me casara con ella”, dice Chaito.
“Ahora quieren que me la lleve para El Líbano”. Eso, por supuesto, no está en los planes de la joven pareja, que ya tiene tres
hijos nacidos en Colombia. Como la mayoría de los árabes que
llegan a Maicao, Chaito Chaito está para quedarse.
Tres cuartos de siglo después de su fundación, Maicao atraviesa la peor crisis de su historia. La inseguridad es evidente en
los balcones de los edificios, paranoicos, enrejados de arriba abajo, a través de los cuales pueden verse sus habitantes tratando
de llevar una vida plácida y normal en una mecedora. Algunos
de los almacenes han sido cerrados y hoy exhiben sus puertas
metálicas clausuradas, con gruesos candados.
Pero la mayoría de los árabes musulmanes están acá para
quedarse. “Soy colombiano”, dice, con fuerte acento árabe, Mohamed Yohaid, quien lleva cuarenta años en Maicao. “Aquí vivo
y aquí moriré”, afirma.
V. LA ORACION
A las doce del día el adhan, llamado musulmán a la oración, alcanza a escucharse por lo menos diez cuadras a la redonda de
la mezquita. Poco a poco, los comerciantes salen entonces de
sus almacenes y caminan hacia la magnánima edificación. Primero conversan afuera sobre los temas del día, luego se lavan con
cuidado en el baño de la mezquita, y cuando se aproximan las
doce y cuarto, se despojan de su calzado e ingresan al inmenso
recinto central. El salón principal de la mezquita está alfombrado
de verde, con líneas adornadas que sirven como marca para los
creyentes, los cuales rezan hombro con hombro, siempre hacia
el Oriente, el punto donde está la ciudad sagrada de La Meca.
Casi todos tienen los ojos claros, enmarcados en inmensos y oscuros párpados. La mayoría llevan barba o bigote. Sus cabellos
son negros. Sólo uno de ellos se aparta del genotipo árabe. Es
Pedro Delgado Moscarella, obeso y moreno, colombiano a carta
cabal, pero abnegado musulmán.
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Mensajes desde el azul
Pedro nació en Santa Marta, Colombia. Desde muy joven
tuvo inquietudes por las religiones y conoció varias denominaciones, pero asegura que jamás estuvo conforme. A los veintiocho años visitó por primera vez a Maicao, por invitación de un
tío que tenía negocios allí. Así escuchó un mediodía el adhan.
Dice Pedro que eso le llamó la atención y de inmediato le preguntó a su tío qué significaba aquella voz árabe que brotaba por
los altoparlantes de la mezquita:
tío.
―Esos son los turcos cuando se emborrachan ―le dijo su
Afable y extrovertido, Pedro haría amigos muy pronto entre
los árabes, los cuáles le explicarían después lo que significaba
aquella voz solemne que resonaba entre las callejuelas de Maicao
en medio de la hora de mayor agitación comercial y que comenzaba con unas palabras que nada tenían de borrachera “Alá es
el más grande...” A través de la amistad con los árabes, jugando
partidos de fútbol en los campos de la mezquita, y participando
en prolongadas tertulias, el colombiano Pedro Delgado Moscarella, nacido y criado en un hogar católico, conoció el Islam. Hoy,
tras haber viajado a las tierras santas de La Meca y de Medina, y
de haber aprendido a fondo el idioma árabe, Pedro es Coordinador Formativo del colegio Colombo Árabe. Practica al pie de
la letra los cinco pilares del Islam, incluyendo las cinco oraciones diarias, todas antecedidas de una triple ablución de manos,
brazos y rostro. “La fe musulmana fue la respuesta absoluta a
muchos de mis interrogantes interiores”, afirma Pedro.
VI. LA JUNTA
En el inmenso salón de juntas de la mezquita, están reunidos los
miembros de la junta directiva de la Asociación Benéfica Islámica de Maicao. El entusiasmo y la capacidad de gestión que hace
cuatro años usaron para construir aquella imponente mezquita,
en el año 1418 del calendario musulmán, lo están utilizando hoy
por hoy para defender a su religión. Ahora no quieren que el
tema de los atentados terroristas les caiga encima y atente contra
Ernesto McCausland Sojo
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su convivencia armoniosa en aquella babel del desierto. A pesar
de la crisis y la inseguridad, a pesar de que Maicao no ofrece siquiera un teatro de cine para la recreación, a pesar de que aquel
es un lugar casi inhabitable, con su feria de camiones, sus calles
destapadas y su calor hostigante, ellos han encontrado allí su tierra prometida al otro lado del mundo. En Maicao son cabeza
de ratón y en el pueblo han conformado un mundillo árabe en
la distancia. Cuentan con supermercado de productos árabes y
restaurantes es los que a toda hora encuentran shawarma, quibbe,
tabbule, tahine y todas los manjares de su culinaria vernácula. Los
vendedores ambulantes de verduras llegan todos los días a sus
almacenes y les ofrecen sus productos nombrándolos en idioma
árabe. Un vendedor de café, como el colombiano Julián Anaya, aprendió a refinar su producto al estilo árabe y lo vende en
los almacenes con cardamomo. Maicao es la tierra que nadie les
prometió, pero que ahora les pertenece. Es el punto en el que
se volvieron colombianos, así eso, como están las cosas hoy por
hoy, constituya una paradójica duplicación de odiosos estigmas:
árabes terroristas, colombianos narcotraficantes.
Esta obra se terminó de imprimir en los talleres gráficos
de ELB S. en C.
Abril de 2011 - Bogotá D.C.
República de Colombia
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