Novela Corta 2011 - Ayuntamiento de Alcobendas

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El Fungible
III Premio de Novela Corta 2011
Osvaldo Gallone
Juana Cortés Amunárriz
Título: El Fungible 2011, Tercer Premio de Novela Corta.
© 2011, Ayuntamiento de Alcobendas
Patronato Sociocultural
Plaza Mayor, 1. Alcobendas. 28100 Madrid
Maquetación:
2011, La Fórmula de Comunicación, S.L.
Gta. Quevedo, 8. 28019 Madrid.
Tel. 91 436 11 36
www.laformula.es
ISBN: 978-84-938431-1-3
Depósito Legal:
Impreso en España - Printed in Spain
© Fotografía de cubierta: Claudia Paulussen
Primera edición: Diciembre 2011
Impreso por Diéresis Produción S.L.
Todos los derechos reservados. Esta publicación
no puede ser reproducida, ni todo ni en parte, ni
registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni
por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,
electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por
escrito de la editorial.
Índice
Presentación
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Jurado
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La niña muerta
Osvaldo Gallone
17
La última voluntad de Azcárate
Juana Cortés Amunárriz
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El Fungible
Presentación
Presentación
El libro que tiene en sus manos consolida el compromiso establecido hace tres años de abrir los cauces de la
creatividad literaria a un grupo más amplio de escritores:
en él concurren relato y novela corta, así como un abanico amplio de edades y nacionalidades. Hoy ve la luz el
resultado del tercer certamen de novela corta El Fungible, un premio al que han concurrido autores de todas
las edades y nacionalidades con inquietudes y trayectorias
diferenciadas y que en esta edición nos lleva a Argentina y Guipúzcoa. La respuesta de este año ha desbordado
las previsiones más optimistas, superando las 550 novelas presentadas procedentes de toda España y un nutrido
grupo de países latinoamericanos. Así pues, estamos muy
satisfechos con la participación alcanzada e ilusionados
con el respaldo recibido en esta apuesta por el fomento
de la creatividad.
7
Paso a paso el Ayuntamiento de Alcobendas ha ido recorriendo un camino que tiene como fin el apoyo decidido a los escritores noveles, fiel a su compromiso de ser
puente entre los autores y su público lector. A lo largo
de este trayecto hemos dado cabida a autores noveles sin
límite de edad, así como a la oportunidad de expresarse
de forma más holgada, sin la limitación del número de
páginas que impone la economía de recursos narrativos
propia del cuento. A juzgar por los resultados parece que
hemos trazado bien el itinerario para hacer converger vocaciones literarias y espíritus creativos. El tercer certamen
de novela corta salta las barreras generacionales y brinda
un género a caballo entre la novela y el relato, un terreno híbrido perfecto para aprender a manejar lo mejor del
cuento y de la novela.
El arte, la palabra escrita y oral, la cultura forman parte de nuestra realidad cotidiana: Alcobendas es una ciudad cultural viva y activa, una ciudad en la que la política
municipal quiere responder a las inquietudes y expresiones culturales de sus ciudadanos, otorgando un lugar propio a la literatura y a las voces que emprenden la aventura
y el viaje de escribir, por lo que es un verdadero placer
presentar el nuevo volumen del certamen literario El Fungible.
El proceso del concurso se inicia con el envío de las
bases del mismo; tratar de llegar a cada taller y agrupación
literaria es esencial en esa fase, cada día las nuevas tecnologías nos permiten llegar más lejos y acercar nuestra
convocatoria a toda la geografía que habla nuestra lengua.
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Recibir las obras y plicas de todos los ilusionados participantes nos contagia su propia ilusión y al responder a
sus dudas y a sus expectativas respondemos también a
las nuestras. Después hay que tratar de elegir los mejores
textos y entre ellos los ganadores. La tarea del jurado que
ya lleva con nosotros seis convocatorias es encomiable y
difícil. Las últimas fases, la creación y posterior distribución del libro que tiene en sus manos, cierra un ciclo que
tiene como último destinatario y razón de ser al lector.
Esperamos que lo disfrute.
Ignacio García de Vinuesa
Alcalde de Alcobendas
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El Fungible
Jurado
LUIS MATEO DÍEZ
Nació en Villablino, León, en 1942. Su primer libro de
cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Alfaguara
ha publicado sus novelas Las estaciones provinciales (1982),
La fuente de la edad (1986), con la que obtuvo el Premio
Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo
del clavel y la espina (1988), Las horas completas (1990), El
expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La
mirada del alma (1997), El paraíso de los mortales (1998), Fantasmas del invierno (2004), El fulgor de la pobreza (2005), La
gloria de los niños (2007), Azul serenidad o La muerte de los
seres queridos (2010), Pájaro sin vuelo (2011) y las reunidas
en El diablo meridiano (2001) y en El eco de las bodas (2003),
así como los libros de relatos Brasas de agosto (1989), Los
males menores (1993) y Los frutos de la niebla (2008). En un
único volumen titulado El pasado legendario (Alfaguara,
2000), prologado por el autor, se han recogido El árbol de
los cuentos, Apócrifo del clavel y la espina, Relato de Babia, Brasas
de agosto, Los males menores y Días de desván. El libro El reino
de Celama (2003) reúne sus tres novelas ambientadas en
13
ese lugar imaginario y El sol de la nieve (2008) incluye por
primera vez las aventuras de los niños de Celama. En el
2000 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de
la Crítica por La ruina del cielo.
Luis Mateo Díez es miembro de la Real Academia
Española.
JORGE BENAVIDES
Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964)
estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad
Garcilaso de la Vega, en Lima, ciudad en la que trabajó
como periodista radiofónico. Desde 1991 a 2002 vivió en
Tenerife, donde fundó y dirigió el taller Entrelíneas, y en
la actualidad vive en Madrid, donde imparte y dirige talleres literarios y colabora con revistas literarias de prestigio.
Ha publicado dos libros de relatos, Cuentario y otros relatos
(1989), La noche de Morgana (Alfaguara, 2005), y las novelas
Los años inútiles (Alfaguara, 2002), El año que rompí contigo
(Alfaguara, 2003), Un millón de soles (Alfaguara, 2008) y La
paz de los vencidos (Alfaguara, 2009).
En 1988 recibió el Premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores y en el 2003
fue galardonado con el Premio Nuevo Talento FNAC.
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La niña muerta
Osvaldo Gallone
PREMIO A LA MEJOR NOVELA
OSVALDO GALLONE
(Buenos Aires. Argentina, 1959)
Nací en Buenos Aires un 26 de enero. Publiqué Crónica de un poeta solo (poesía, 1975), Ejercicios de ciego (poesía, 1976), Montaje por corte (novela, 1985) y La ficción de
la historia (ensayo, 2002). Gané mención de honor en el
Primer Certamen de Ensayo Breve organizado por la Fundación Banco Mercantil Argentino (1992), tercer premio en
el concurso de narrativa breve auspiciado por la Fundación Inca Seguros (1995), primer mención en el concurso de
cuentos organizado por el diario La Nación (1997), premio
en el concurso de ensayo auspiciado por la Fundación El
Libro sobre “Aspectos de la vida y obra de Jorge Luis Borges”
(1999), tercer premio en el concurso internacional “Viene
a cuento” organizado por el A.E.C.I. (Agencia Española de
Cooperación Internacional) (2002) y primer premio en la
convocatoria nacional “Cuento y Ensayo” organizada por
San Luis Libro en el rubro ensayo con el libro Lectura de seis
cuentos argentinos (2010).
Mi paradigma literario es al que aspira cualquier escritor hispanoparlante: don Miguel de Cervantes Saavedra.
Luego están, entre tantísimos otros y para no salirnos
de la órbita castellana, Gonzalo Torrente Ballester, Juan
Marsé, Marco Denevi, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Tomás
Eloy Martínez, Sergio Ramírez.
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Para Clara y para Silvia con amor distinto, pero constante
Juguemos al juego de la niña muerta,
que al soplo de un ruego la niña despierta.
Cancionero musical español del siglo XVI
1
De sonrisa de dientes impecables, pese a que el comisario Núñez-Meller presintiera la sombra insinuada detrás del destello (pero de todo sospechaba el comisario
Núñez-Meller); de apostura irreprochable, pese a que el
cordobés Fernández murmurara su parecido a John Barrymore o a algún otro galán irremediablemente pasado
de moda (pero el cordobés Fernández estaba inclinado a
cierto género de pueril malicia); de edad inestimable, pese
a que Ángel Trejo no se atreviera a calcularla más allá
de los cincuenta años (pero en Ángel Trejo la prudencia
era una segunda naturaleza); Mario Bettini ingresó como
corrector de pruebas de imprenta en El Comercio sin otro
trámite que un examen de admisión que no le demandó
más de cuarenta y cinco minutos y cuyo escollo más relevante era la palabra víbora, además de una mezcla, tan
evidente como deliberada, de líneas que alternaban caracteres en redonda y en bastardilla; un examen tomado por
el señor Heber Muiño en la misma sala de correctores
adonde Bettini volvería una semana después para entrar
en funciones; una sala de correctores donde lo único que
se escuchaba, por sobre el asordinado murmullo propio
del trabajo, era la voz de Parisi.
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Porque Parisi hablaba, hablaba, hablaba, tanto como callaba Heber Muiño, jefe de redacción y accionista mayoritario de la empresa, pocas palabras, pero precisas, certeras, abrumadoras, destinadas a destituir al interpelado
de turno, disolver al interlocutor ocasional, demudar al
interrogado del caso, procacidades que maduraban como
una fruta desnuda al sol en la boca de Heber Muiño desde el momento en que el chofer estacionaba el Mercedes
Benz negro semejante a un catafalco en la puerta del chalé residencial de Olivos a las siete y media en punto de
la mañana, Heber Muiño se acomodaba en el asiento de
atrás donde ya estaba a su disposición un ejemplar de El
Comercio, se ajustaba los anteojos ahumados de aumento, leía minuciosamente seis o siete notas elegidas al azar,
fijaba en la memoria cada imprecisión conceptual, cada
error ortográfico y cada errata de imprenta, arrojaba las
hojas por la ventanilla olímpicamente ajeno a los insultos de los automovilistas a los que las páginas tamaño
sábana de El Comercio se les adherían como monstruosas
cataplasmas a los parabrisas: ¡Viejo de mierda! ¡Cornudo!
¡Mal nacido! mientras el catafalco bajaba por la avenida
Libertador rumbo a Constitución, doblaba por General
Hornos y entraba en el estacionamiento del diario donde
un grupo de chicos desarrapados dejaba de jugar a la niña
muerta para revolotear en torno del catafalco como si de
un transatlántico se tratara rozando los guardabarros cromados, contemplando las llantas relucientes, empañando las lunetas inmaculadas hasta que el chofer de Heber
Muiño los espantaba a golpes de plumero: ¡Mocosos de
mierda! ¡Vagos! ¡Atorrantes! y los chicos se desbandaban,
arrastraban a Marita, la acostaban sobre el piso de cemen20
to y recomenzaban el juego de la niña muerta. A esas alturas Heber Muiño ya se había precipitado al taller, entraba
en la redacción, irrumpía en la sala de correctores, y con
un ejemplar de El Comercio abierto en la página pertinente preguntaba sin preámbulos: ¿Quién fue el degenerado que corrigió este epígrafe? ¿Quién fue el imbécil que
diagramó esta nota? ¿Quién fue el retrasado que escribió
este artículo?, y tras la respuesta, el balbuceo o la plena
asunción de la culpa repartía suspensiones, memorandos
y cesantías con pontificia infalibilidad.
Mientras tanto, siempre incansable, Parisi hablaba,
hablaba, hablaba hasta el aturdimiento, arrastrando los
pies a lo largo y a lo ancho de la sala de correctores, una
catarata de palabras que se atropellaba en la boca de Parisi
y salía finalmente bajo la forma de un caudal que rociaba
de saliva la cara del interlocutor, por lo que era común
decir (alguno de nosotros lo decía: el chileno Jaramillo o
el comisario Núñez-Meller, el cordobés Fernández, don
Marcos Kusinsky o Ángel Trejo) que antes de someterse a la retahíla de Parisi había que proveerse de un paraguas, hablaba Parisi tomando de rehenes, acorralando, a
grupos de dos, tres, cuatro compañeros, sorprendiendo
a uno que silbaba distraídamente una canción de moda
mientras contemplaba a través de los ventanales la Plaza
Constitución o la playa de estacionamiento donde los chicos seguían jugando a la niña muerta, cantando alrededor
de Marita como si estuvieran consumando una ceremonia
sacrificial, hablaba Parisi desgranando su acotado repertorio de chistes que pretendían ser desopilantes y resultaban, al cabo, reiterativos, previsibles, asentados en el mal
gusto y la peor ejecución, esos chistes que sólo movían a
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risa al chileno Jaramillo y al propio Parisi, que se doblaba
en dos y multiplicaba la lluvia de saliva cuando por fin
arribaba al remate, pues poco hacía falta para estimular
la vena de Parisi: una palabra, un gesto, una noticia que
daba cuenta del accidente de una octogenaria en una casa
de dos plantas de Ciudadela, y entonces Parisi arrastraba
los pies hasta el centro de la sala de correctores, pedía
silencio (¡Pará, pará! ¡Escuchá, escuchá!), se empezaba a
reír solo como si confiara a carta cabal en la virtud contagiosa de la risa, y decía: ¿Saben el de la viejita y el viejo?
Los dos de ochenta años. ¿No? ¿No lo saben? Están los
dos viejos acostados, ¿no?, habían terminado de celebrar
sus bodas de oro, y entonces el viejo la mira a su mujer y le dice: Vieja, te tengo que confesar algo. ¿Qué?,
le pregunta la vieja. Algo que tengo guardado hace más
de treinta años y te lo tengo que confesar antes de que
sea demasiado tarde. ¡Ay, viejo! ¡No me asustés! ¿Qué es?
¿Vos te acordás, vieja, de esa señora que vivía enfrente
nuestro en la primera casa que compramos? Sí, viejo, la
Susana. Bueno, vieja, una vez tuve relaciones con la Susana, fue la única vez en mi vida que te engañé. ¡Ah!, era
eso, viejo, me habías asustado. Pero, ¿qué pasa, vieja?,
¿no estás enojada? Bueno, viejo, en tantos años de casados una debilidad la tiene cualquiera, ¿vos te acordás del
cuartel de bomberos que estaba a una cuadra de donde
vivíamos nosotros...? ¡Jo, jo! ¡Jo, jo! Es mortal, ¿no?, la
vieja se había acostado con todo el cuartel de bomberos,
explicaba Parisi como si a alguien le hubiera quedado alguna duda, como si el sentido de la historia no hubiera
sido elemental, como si el silencio del auditorio (cejas
enarcadas, sonrisas de soslayo, agobios varios) fuera sig22
no de incomprensión, cuando lo único incomprensible
eran las carcajadas con las que el chileno Jaramillo festejaba los chistes de Parisi.
Hablaba Parisi, hablaba y hacía: tarteletas, mousse de
chocolate, bocaditos calientes; cocinero aficionado, diletante infatigable que arrastraba los pies haciendo equilibrio con una bandejita precaria cubierta con un repasador
a cuadros verdes y blancos hablando y ofreciendo, inclemente y radiante, empanaditas de copetín, albóndigas con
salsa blanca, porciones de pasta frola, y uno aceptaba,
agradecía, mordisqueaba, escupía disimuladamente en el
cesto de papeles porque todo, todo, ya fuera pastelitos
con dulce, canapés de jamón o arroz con leche, tenía un
regusto a fermento y ajo, una cataplasma de humedad y
pringue, un desmoronamiento de inconsistencia y moho,
pero insistía Parisi, secando la paciencia de propios y de
extraños, de linotipistas y de administrativos, de ordenanzas y de redactores, con la bandejita precaria, con el repasador a cuadros, con la mano oferente: ¿Te gustan los
alcauciles? ¡Probá, probá! Si te gustan los alcauciles te vas
a chupar los dedos. ¿Sabés lo que es esto? Anoche lo hice,
anoche: agarrás los alcauciles, un kilo, un kilo y medio,
más o menos, cuatro o cinco cebollas picadas finitas finitas, cuatro o cinco cucharadas de vinagre, ajo y pimienta
sin asco, media docena de huevos, doscientos gramos de
manteca, tres o cuatro yemas de huevo, dos tazas de harina, jamón cocido, queso rallado, aplastás todo hasta que
hacés una pasta, horno moderado, retirás y mirá la tarta
de alcauciles que te queda, yo me comí una entera anoche,
¿sabés cómo quedé? ¡Probá, probá! Hasta que la bandeja
quedara vacía y el cesto de papeles desbordante insistía
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Parisi, y sin solución de continuidad se ofrecía para cebar
mate mezclando cáscaras secas de naranja en el agua: Porque es lo mejor para el vientre, hace treinta años que yo lo
tomo así y soy un relojito, viejo, me levanto, desayuno, y a
las nueve, nueve y media a lo sumo, me siento en el trono
y voy de cuerpo como un relojito, no falla, viejo, no falla,
a las nueve, nueve y media a lo sumo, a propósito, ¿no saben el de los dos loritos que se habían caído en el inodoro
de una vieja? ¿No? ¿No lo saben? Hablaba Parisi de sus
puntuales deposiciones y hasta las palabras parecían adquirir el olor nauseabundo del excremento que Parisi celebraba como testimonio de su impecable y cronométrica
salud, un vaho espeso que se extendía sobre la sala de corrección y que dejaba a Parisi solo, con la única compañía
del chileno Jaramillo, a quien el tema parecía interesarle
sobremanera, si bien de modo oblicuo, porque el chileno
Jaramillo cultivaba una extraña erudición en torno a las
inscripciones de los baños públicos, los avisos, bruscas
inspiraciones poéticas o proclamas que atestaban las paredes de los baños, y parecía que nada que se relacionara
con lo escatológico le fuera ajeno al chileno Jaramillo, que
lucía una negra barba en U, gestos nerviosos y lentes de
armazón metálico, y que por enésima vez le transmitía
a Parisi su convicción de que la cuarteta que comenzaba diciendo “En este lugar sagrado / donde acude tanta
gente” merecería figurar en las antologías más exigentes,
criterio estético que flaco favor le hacía a su compatriota Pablo Neruda, que por aquellos años ya había muerto
tras escribir la mejor poesía del continente, pero no era
Neruda el tema de conversación que habitualmente ocupaba al chileno Jaramillo y a Parisi: ¿Has visto, Parisi, has
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visto el nuevo poema que han escrito en el baño de la
estación de trenes? ¿No? ¿No lo has visto? ¡Espléndido!
Escucha: Cague feliz / cague contento / con la alegría /
de un sentimiento. ¡Espléndido, Parisi! Y Parisi prometía
ir a ver semejante portento del ingenio popular a la brevedad posible, y le ofrecía otro mate al chileno Jaramillo, y
le preguntaba cómo iba la novela, porque el chileno Jaramillo estaba escribiendo una novela que prometía situarse en las antípodas de los galimatías a la moda: nada de
realismo mágico, nada de estructuras faulknerianas, nada
de malabarismos gramaticales, no señor, decía el chileno
Jaramillo: seca, despojada, medular, y el chileno Jaramillo
echaba mano del Diccionario de la Real Academia Española porque allí había hallado el chileno Jaramillo un
curioso paradigma de concisión: así, ¿ves?, con esta claridad, con esta transparencia, donde no sobra ni falta una
palabra, y leía con un fulgor de envidia en la mirada la definición de la palabra sorete: excremento de forma cilíndrica y consistencia semisólida expelido por el ano, porque
así quería escribir su novela el chileno Jaramillo, así, ¿ves
Parisi?, así, pues, en efecto, tiene forma cilíndrica aunque
algunos presentan una terminación aguzada, y su consistencia, quién puede dudarlo, es semisólida, lo único que
yo agregaría es: de una sola vez, porque, en rigor, el proceso de expulsión es inmediato, consta de un solo paso,
pero así y todo la definición es perfecta, Parisi, perfecta.
Hablaba Parisi, hasta cuando estaba solo hablaba, uno
lo podía ver desde los ventanales de El Comercio arrastrando los pies, remontando las seis cuadras de General Hornos después de bajar del tren, en verano con una chomba
de color gris y en invierno con el único añadido de una
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tricota verde sobre la chomba (porque yo tengo una salud
de hierro, decía Parisi, con cincuenta y dos años tengo el
organismo de un pibe de veinte), hasta que el invierno anterior al ingreso de Bettini en el diario, coincidiendo con
los fastos del Campeonato Mundial de Fútbol de 1978,
Parisi tuvo un resfrío que derivó en gripe, se complicó
hasta la neumonía y poco faltó para que muriera por insuficiencia respiratoria, entonces accedió a comprarse un
sobretodo negro de segunda mano y una bufanda amarilla que le daba tres vueltas al cuello, pero siempre hablando, gesticulando, ensayando en el transcurso de esas seis
cuadras los chistes que iba a repetir a lo largo de la jornada, y hasta dudábamos de que se callara mientras dormía,
porque, postulaba el comisario Núñez-Meller, Parisi debe
ser de esos tipos que hablan en sueños.
Arrastrado de pies y atropellado de palabras Parisi,
hegemonizando el aire de la corrección Parisi, empezando a contar una anécdota presuntamente erótica y acotando, a modo de inexplicable digresión, cuáles eran los
tres colmos de un viajante de comercio: lustrarse los zapatos con la frazada, sacarse la corbata sin deshacer el
nudo y orinar en la pileta del baño del hotel (y eso a qué
viene, preguntaba el comisario Núñez-Meller a nadie en
particular y a todos en general mientras hojeaba la sección política de El Comercio y se irritaba con la campaña
antiargentina en el exterior orquestada por una banda de
comunistas apátridas a los que habría que fusilar en Plaza
de Mayo), retomando Parisi la anécdota presuntamente
erótica cuyos protagonistas excluyentes eran el propio
Parisi y una viuda de treinta y siete años que había conocido de casualidad en el tren, ni lerdo ni perezoso Parisi
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la invitó a cenar a su casa y prometió prepararle un pollo
al oreganato que poco tendría que envidiarle a un bocado
del cielo en el caso que en el cielo los espíritus se procuraran alimentos tan profanos como el pollo al oreganato,
pero Parisi no era ningún caído del catre (en palabras del
propio Parisi) y aderezó el pollo con afrodisíacas especies:
abundancia de pimienta, canela y nueces molidas, pero
se ve que se me fue la mano, che, se me fue la mano, se
tomaba la cabeza Parisi, gesticulaba, la cara se le contraía
en un fulgor de felicidad, se ahogaba, al segundo bocado
la mina se empezó a sacar la ropa, al cuarto bocado me
arrastró a la cama, ni te cuento, che, ni te cuento, lo que
fue eso, mamita querida, meta y ponga, meta y ponga, y
no quieras saber cómo estaba yo, parecía un padrillo, y
estallaba en una carcajada Parisi, y una lluvia de saliva se
dibujaba en el aire, y lo único que quería saber el chileno
Jaramillo era si la comida afrodisíaca provocaba flatulencias, y ya todos nos dispersábamos porque la anécdota
había sido tan trivial como insatisfactoria mientras Parisi arrastraba los pies en dirección a su escritorio como
un actor de reparto perdiéndose entre bambalinas y Heber Muiño ocupaba el centro de la escena para averiguar
quién había sido el débil mental que había corregido la
columna de chimentos del espectáculo.
Arrastrando los pies Parisi –lo que le daba un aspecto desopilante de pingüino- de la misma manera que
arrastraba su carrera de abogacía –lo que le otorgaba un
aura amarillenta de estudiante crónico- en la Facultad de
Derecho, dos materias por año con suerte, viento a favor y mesa examinadora benévola, pero todo diez, como
vociferaba el propio Parisi amenazando con mostrar la
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Libreta Universitaria apenas percibiera un visaje de ligero
escepticismo o leve sorna, de nueve no bajo, lento pero
seguro, total... ¿qué apuro tengo?, en unos años más me
recibo, pongo el estudio por acá cerca y me muero de risa,
a mí no me va a pasar lo de Juan Palumba... Ah, ¿no saben
el de Juan Palumba? ¿No lo saben? Jo, jo, jo, es mortal el
de Juan Palumba. ¡Pará, pará! ¡Escuchá, escuchá!, y Parisi comenzaba a desarrollar la historia de Juan Palumba a
quien, una vez muerto, fue necesario comprarle una lápida, tarea de la que se encargó un vecino del barrio, a quien
el vendedor le preguntó qué palabras quería grabar sobre
el mármol, y en rigor de verdad, nada relevante para grabar hallaron, pues en vida a Juan Palumba no se le habían
conocido pasiones desbordantes, amores contrariados o
felices, familia constituida, inclinaciones religiosas, vicios
o secretas afanes, razón por la cual el vendedor, sorprendido, impaciente, ofuscado, le había dicho al vecino: Mire,
señor, ¿sabe lo que vamos a grabar?: Aquí yace Juan Palumba / que de la... de la... de la que te dije de la madre /
se fue derecho a la tumba, jo, jo, jo, es mortal este de Juan
Palumba, terrible, ¿no?, porque el tipo no había hecho
nada en la vida, así que nada podían grabar sobre la lápida, terrible, ¿no?, y alguno de nosotros se preguntaba por
qué razón Parisi no decía, lisa y llanamente, concha, porque
reemplazar la palabra correspondiente por la expresión
“la que te dije” era infinitamente más obsceno y, por supuesto, menos eficaz, pero Parisi no estaba en condiciones de responder al interrogante porque al tiempo que se
reponía del ataque de risa, se dirigía a su escritorio para
corregir un extenso artículo donde se informaba que la
política social de la junta militar contemplaba la erradica28
ción definitiva de las villas de emergencia asentadas en el
conurbano bonaerense, corrección que Parisi abordaba
a regañadientes, a rezongos, a contravoluntad, pero no
por razones de carácter ideológico, sino porque yo estoy
para otra cosa, viejo, para secretario de redacción, para
editorialista, para columnista político, y me tienen desperdiciado acá, corrigiendo boludeces, una coma, un acento,
una transposición de líneas, pero una vez que me reciba
y me ponga el estudio por acá cerca, ¿sabés cómo me las
pico?, ¡por favor!, ya se van a arrepentir, y el comisario
Núñez-Meller pedía silencio porque con tu voz taladrándome el oído no se puede corregir ni media línea, y Parisi
mascullaba alguna réplica que prefería no hacer pública,
y como un eco desleído en el rumor de la tarde se escuchaba la cantilena de los chicos en la playa de estacionamiento jugando a la niña muerta: Estaba la niña muerta
/ tan dormida / que todos nos repartimos / su comida,
tras lo cual saqueaban los bolsillos de Marita –que era
una débil mental, que oficiaba de niña muerta, que debía
permanecer inmóvil- en busca de caramelos, alfajores y
chocolates.
2
Con su grave voz de locutor, modulando las palabras
hasta el amaneramiento, escandiendo las frases en períodos prolijos, Bettini informó a quien quisiera escucharlo
–a Parisi, fue Parisi el primero en escucharlo, sería Parisi
el que siempre lo escucharía, el primero y el último: auditor anhelante, espectador incondicional, apóstol desan29
gelado- que sus credenciales en el oficio se remontaban a
los años (así decía Bettini: “los años”, sin especificación
alguna, como quien en medio de una reunión de melómanos dice “la quinta” y no precisa aclarar: “la quinta
sinfonía”, como quien en medio de una reunión familiar
dice “la quinta” y no precisa aclarar: “la quinta de Del
Viso”, como quien en medio de una reunión hípica dice
“la quinta” y no precisa aclarar: “la quinta carrera de Palermo”, como quien en medio de una reunión de traumatólogos dice “la quinta” y no precisa aclarar: “la quinta
vértebra lumbar”, porque así de claro es el lenguaje y así
de inequívoco resulta su sentido) en que había deambulado por diversas ciudades de Centroamérica ganándose
la vida con la venta de una emulsión afrodisíaca cuyos
componentes eran hojas de yerba mate y crema de afeitar
Palmolive. En ese preciso momento del relato de Bettini,
los ojos de Parisi se abrieron hasta el deslumbramiento,
la cara de Parisi se congestionó en una sucesión de carcajadas y los pies de Parisi golpearon repetidamente el piso
de mayólicas rojas en una danza celebratoria; a partir de
ese preciso momento del relato de Bettini, Parisi fue su
comparsa, su súbdito y, de alguna manera, su hombre, un
hombre entregado a un designio superior, abandonado
a la voluntad de un dios profano, sometido al arbitrio de
un oráculo desdeñoso. Una noche caribeña –quien más
quien menos ya todos nos habíamos sumado al auditorio,
el chileno Jaramillo mesándose la barba y cediéndole de
mala gana el lugar de interlocutor privilegiado a Parisi, el
comisario Núñez-Meller siguiendo el relato desde lejos
y con una sombra de censura en la mirada, don Marcos
con un ojo en el ventanal y una oreja en la escucha ha30
macándose entre la turbación y la curiosidad, Ángel Trejo
sofocando la risa y el cordobés Alcides Fernández aprovechando la expectativa general para pasearse entre los
escritorios y robar cigarrillos- Bettini había comprado un
vespertino del que ni siquiera recordaba el nombre –El
Pregón de Alajuela, El Eco de Matagalpa o Noticias Caribeñas, qué sé yo, se debatía inútilmente Bettini, que por más
nombres que barajara no acertaba a recordar el correcto,
allá los diarios son todos iguales, qué sé yo, dos páginas
de información general, cuatro de deportes y el horóscopo- y, sin otro objetivo que el de entretener el tedio de
una jornada de calor insoportable, se entregó a la tarea de
corregir los errores de la edición impresa. A la mañana
siguiente le hizo llegar el ejemplar corregido al director
del diario, a las dos horas –los tiempos de Bettini eran
voraces, vertiginosos, ajenos al escollo y a la dilación, uno
lo veía comer, uno lo veía corregir, uno lo veía recordar,
y uno tenía la sensación de estar frente al tiempo de un
hombre que no tenía tiempo; no le pisaba los talones una
enfermedad incurable, pero debía correr; no lo rodeaba la
urgencia de un exilio imperioso, pero debía marchar; no
lo apabullaba la memoria de una postración, pero debía
moverse- el director del diario lo nombraba encargado de
corrección –que es el puesto que debe creer que merece
acá y acaso merezca, pensábamos casi todos nosotros, un
puesto jerárquico, ejecutivo, dinámico, en vez de secarse
los ojos corrigiendo una letra empastelada, una línea rota,
una columna fuera de caja-. Un año y medio entre negritos cachacientos, entre negritos abombados, entre negritos semianalfabetos –agregaba Bettini- enseñándoles la
diferencia entre un editorial y un epígrafe, ¡y no sé si la
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entendieron! – y rubricaba la caricatura con una risa seca,
breve y forzada respecto de la cual la hilaridad de Parisi
(un coágulo tembloroso que oscilaba entre la carcajada y
el llanto) era un eco degradado-.
- ¿Y las negras? ¿Y las negras? –y Parisi se secaba la
transpiración de la calva con un pañuelo arrugado, se revolvía en la silla, jugaba con dedos nerviosos con el capuchón de la birome, corregía desaprensivamente un discurso del presidente Videla con motivo del Día del Ejército
por temor a perder una sola palabra de Bettini.
- Ah... ¿vos querés saber qué pasaba con las negras?
–preguntaba inútilmente Bettini, encendía uno de sus largos cigarrillos rubios importados, dibujaba una sonrisa
más o menos crapulosa que le prestaba al rostro una extraña tonalidad de albayalde, proseguía:
- Ah, las negras... las negras... -y abría un largo paréntesis que parecía que no iba a cerrar nunca, un paréntesis
tan amplio que en su interior tenían cabida la evocación,
la delectación y el oprobio, la abyección, la satisfacción y
el regodeo, la exhibición, la premeditación y la befa; un
paréntesis tan amplio que en su interior hallaba arraigo
el inequívoco diagnóstico del comisario Núñez-Meller: el
individuo es un amoral, me he encontrado muchas veces en mi carrera con elementos de similar calaña, degenerados que terminan encontrando placer en el número
vivo o perversiones de ese tenor, ilustraba a quien quisiera
aprovechar sus conocimientos el comisario Núñez-Meller
que no en vano había sido, en sus años, titular de cátedra
de la Escuela de Policía Ramón L. Falcón y en el Liceo
Policial de Rosario, pero que pese a los antecedentes académicos no dejaba de decir que la verdadera escuela de la
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vida era la calle, aunque, aclaraba el comisario Núñez-Meller como para que tan rotunda definición no despertara
desconcierto en quien la escuchara, la calle de la decencia,
no la calle del malandra; la milonga sana, no el piringundín infecto; el cigarrillo entre amigos, no el alcaloide entre
viciosos, precisaba el comisario Núñez-Meller y prendía
un cigarrillo negro, un cigarrillo de machos, como decía el
comisario Núñez-Meller, que los que fuman mentolados
son todos putos, y miraba de reojo al chileno Jaramillo,
que no sólo fumaba mentolados sino que al comisario
Núñez-Meller le parecía un elemento de extrema izquierda, hasta que Bettini comenzaba a cerrar el paréntesis de
silencio cargado de insinuaciones y reiteraba como un
mero preciosismo de estilo, con los ojos chispeantes y
clavados en la cara absorta de Parisi:
- Ah, las negras... ¿el señor quiere saber algo acerca
de las negras, de las mulatas en celo que arden como si
estuvieran empapadas en alcohol? Ah, las negras... ¿vos
nunca estuviste con una negra, Parisi, con una negra que
se te abre como si fueras el último hombre sobre la tierra?
¿No, Parisi? ¿Nunca? Y no hacía falta la negativa explícita
de Parisi porque los gestos de Parisi, porque la ansiedad
de Parisi, porque la urgencia de Parisi decían ¡no!, decían
¡nunca! Entonces, Parisi, Parisi querido, vos no sabés, vos
no tenés la menor idea de lo que es el goce, Parisi. Escucháme bien, Parisi, porque te está hablando alguien que
sabe algo del tema: dos son las inclinaciones excluyentes
que tienen las negras: el sexo anal y el sexo oral, no conocí
a una sola negra en Centroamérica, y estuve con cientos,
que no se enloqueciera por alguna de las dos variantes
y, en general, por las dos juntas: sexo anal y sexo oral,
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me acuerdo de una, una entre tantas, Candelaria, era incansable: Por atrás me vuelves loca, Mario, por atrás me
vuelves loca, me decía, más, Mario, más, y Parisi lo miraba
a Bettini pero ya no lo veía, apenas escuchaba la voz armoniosa de Bettini desgranando una especie de absurda
morfología caribeña del sexo inspirada en un paisaje de
palmeras cimbreantes y arenas ardientes, porque Parisi ya
estaba delineando la cara de Candelaria descompuesta en
goce, los pechos opulentos, la cintura estrangulada, las
nalgas abiertas y su propio sexo, el sexo de Parisi, horadando resistencias que no se resistían, accediendo a regiones que no eran inaccesibles, franqueando límites que
pedían ser franqueados, yo creo que fue la única razón
por la que me quedé tanto tiempo en Centroamérica, Parisi, por las negras, y el relato de Bettini era brutalmente
interrumpido por el chileno Jaramillo que quería saber si
las negras, después de mantener sexo anal, necesitaban ir
al baño: Pero no, querido, estamos hablando de sexo, no
de digestión, molesto Bettini por la interrupción, irritado
por la pregunta, ofendido por el escaso criterio de sus
interlocutores, amagaba con levantarse, amenazaba con
callar, encendía un cigarrillo y al cabo proseguía con el
relato que daba cuenta de su hastío como encargado de
corrección y de la posterior apertura de una casa de masajes femeninos a su exclusivo cargo porque ya para ese
entonces había ahorrado, bah, ahorrado... juntado, amontonado, porque yo ahorrar, lo que se dice ahorrar, no ahorré jamás en mi vida, tenía mil dólares y abrí una casa de
masajes, porque ¿sabés quién sos allá con mil dólares?: el
príncipe de Gales, el maharajá de Kapurtala, Gardel, puntualizaba Bettini en una progresión de títulos nobiliarios
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y paradigmas palaciegos, y Parisi se instalaba en la casa de
masajes ubicada en algún lugar de Centroamérica y era
testigo febril de los jadeos mientras los dedos de Bettini,
mientras la lengua de Bettini, mientras el sexo de Bettini
rozaban, acariciaban, penetraban, demolían resistencias,
sugerían posiciones, disolvían fidelidades, violentaban,
tensaban, recomenzaban, exigían sumisiones, fingían deslumbramientos, desconocían promesas, y la excitación de
Parisi llegaba al paroxismo:
- Más, más –pedía Parisi, paulatinamente transmutado,
a lo largo del relato de Bettini, en Candelaria (o en hondureña, o en costarricense, o en salvadoreña, o en cualquiera
de esas mujeres que se contorsionaban de goce sobre la
camilla del instituto de Bettini, que a lo largo de su propio
relato también se había transmutado en masajista, en quiropráctico, en fisioterapeuta) y Bettini se aclaraba la voz y
el relato se reiniciaba como una cinta sinfín, y Parisi se secaba por enésima vez la transpiración sobre la calva, hasta
que Heber Muiño irrumpía brutalmente en la sección y
preguntaba quién había sido el animal que corrigió el discurso del general Videla y mostraba la palabra énfasis sin
acento, y subrayaba la palabra solitario en vez de solidario y
señalaba un par de comillas que se abrían y no se cerraban
nunca, y repetía: Quiero conocer al animal que corrigió
esto. Y Parisi parecía momentáneamente olvidado hasta
de su nombre, súbitamente amnésico respecto de cualquier identidad, profundamente hundido en las tinieblas
del desconocimiento, con el entrecejo arrugado, con la
calva pálida, con la mirada fugitiva, con unas manos que
ya no construían los pechos de Candelaria sino el vacío,
con una boca que ya no saboreaba la boca de Candelaria
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sino la angustia, con un abandono que ya no se hundía
en el sexo de Candelaria sino en el pánico, hasta que cada
uno de nosotros negó haber corregido el discurso del
presidente Videla y los pasos de Heber Muiño se dirigieron al escritorio de Parisi, se detuvieron junto al cuerpo
replegado de Parisi, y la voz de Heber Muiño disolvió a
Parisi como un grano de sal en el océano:
-¿Usted cómo se llama?
-Parisi, señor. Felipe Parisi.
-No. Usted no se llama Parisi. Usted no es nadie. Usted es un animal, sólo un animal puede corregir así.
-Sí, señor.
-Un animal, un perro... usted es un perro.
-Sí...
-Entonces, pórtese como un perro. ¡Ladre, carajo,
si no quiere que lo eche ya mismo! Y Parisi comenzó a
ladrar bajo la mirada vigilante del señor Muiño, primero tímidamente, un gañido lastimoso más propio de un
frágil cachorro que de un perro de raza; luego con más
intensidad, como si al propio Parisi le fuera revelada su
más íntima naturaleza; al fin, acicateado por una regla
metálica que el señor Muiño había extraído del bolsillo
interior de su saco, con fiereza; con la boca o el hocico
perlados de saliva, con las manos o las patas crispadas
de violencia, con la espalda o con el lomo arqueados y
acechantes.
-¡Échese, perro! Usted es un perro sin nombre, un
perro atorrante, ¡échese! –y la regla del señor Muiño trepidaba en el aire mientras el perro Parisi desplazaba su
cuarto trasero de la superficie de la silla al piso, y se ponía
en cuatro patas, y esperaba las órdenes del señor Muiño
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que no tardaron en llegar: -¡Ataque, perro! ¡Perro atorrante! ¿Para qué quiero un perro que no sepa atacar?,
y el perro Parisi se rompía las rodillas sobre el piso de
mayólicas rojas y atacaba, con los caninos en ristre y los
ojos anegados atacaba, con la lengua afuera y la respiración acezante atacaba, se prendía de la pernera del pantalón de don Marcos como si don Marcos hubiera sido
un ladrón sorprendido en medio de la noche trepando
la medianera del patio: ¡Soltá, perro de mierda, soltá!, se
sacudía don Marcos la pernera, sofocaba la turbación,
le propinaba una patada en el hocico para que retrajera
las mandíbulas y soltara, y con el gusto de la primera
sangre tiñéndole las encías el perro Parisi soltaba la presa, se alejaba con el rabo entre las piernas, regresaba a
echarse a los pies del amo: ¡Quieto, perro quieto! Te voy
a poner un bozal, perro atorrante, amenazaba el señor
Muiño, y hacía un bollo con el discurso del general Videla, lo arrojaba al piso y le ordenaba al perro: ¡Agarre
eso y vaya a tirarlo al cesto de papeles!, y el perro Parisi
sostenía el bollo con la boca, cruzaba media sección con
las mandíbulas babeantes, dejaba caer el bollo en el cesto
de papeles mientras el señor Muiño se retiraba al tiempo
que decía: ¡La próxima vez lo pongo de patitas en la calle,
perro!, y el perro Parisi se incorporaba lentamente, con la
tricota verde manchada de sangre, con los ojos apaleados
que se posaban sobre don Marcos, con la cintura quebrada por el esfuerzo, con la boca partida que intentaba
farfullar una frase: Jo, jo, cómo se calentó el viejo, yo creí
que se iba a quedar seco en cualquier momento... jo, jo...
Ajeno, indiferente, apático –como, por otra parte, casi todos nosotros-, Bettini olvidó el escarnio tan pronto como
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hubo terminado y aprovechó para recordar su aporte a
la cinematografía nacional si bien en carácter de extra,
aunque ser extra en Dios se lo pague equivalía a ser el protagonista de alguno de estos bodrios que se estrenan ahora
y que no tienen ni pies ni cabeza, señalaba Bettini, cuyas
preferencias en materia artística parecían ser más clásicas
que experimentales, yo te cambio diez minutos de Casablanca por toda la obra de Fellini, único punto en el que
parecían estar de acuerdo con el comisario Núñez-Meller
para quien Fellini era posible de ser considerado, cuanto
menos, un amoral.
- ¡Jo, jo, jo! Éste es capaz de haberse atracado a la Zully
Moreno... Contá, contá, dale –incontinente, ansioso, apoplético, Parisi ya se figuraba la iniciación sexual de Bettini
bajo la guía más o menos perversa de Zully Moreno, una
mujer hecha y derecha que descubre al chiquilín atisbando en su escote, espiando por la puerta entreabierta del
camarín, sosteniendo una mirada cargada de insolencia
y deseo, entonces lo toma de la mano, lo conduce detrás
de una escenografía, desabrocha lentamente los botones
del pantalón corto, y ya Parisi es Bettini, y tiene una edad
que oscila entre los catorce y los dieciséis años, y aspira el
perfume de Zully Moreno antes de perderse en esa boca
de labios cálidos y gruesos.
- ¡Pero no, infeliz! –cortante, ilustrativo, pedagógico
Bettini, quien no se había entreverado ni en ese momento
ni nunca con Zully Moreno, quien había estado en el set
de filmación porque una borrosa tía materna era amiga de
la vestuarista, y cuya participación en la película se redujo
a engrosar el grupo de chicos que aparece en el interior
de la iglesia durante la escena del casamiento, Amadori
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quería que nos sentáramos todos al mismo tiempo, pero
yo me avivé, soy el último que se sienta, si no, ¿quién me
iba a reconocer? Y entonces y pese a que él mismo reconocía que su participación había sido mínima, incidental
y puramente anecdótica, Parisi lo interrogaba en torno a
detalles de la filmación, trucos cinematográficos, recursos
de la escenografía (¿se excitan cuando se besan, se excitan
en serio?, ¿cómo hacen para que llueva?, las actrices son
todas unas atorrantas, ¿no?), en tanto que la requisitoria
del chileno Jaramillo tocaba una cuerda más profunda y
elemental puesto que lo único que realmente deseaba averiguar el chileno Jaramillo era, en primer lugar, si las estrellas de la producción (Zully Moreno y Arturo de Córdova, en este caso) compartían los servicios sanitarios con el
resto de los actores o bien tenían baños individuales para
satisfacer sus humanas necesidades, y en segundo pero no
por ello menos importante lugar, si en las escenas colectivas (la escena de la iglesia a la que hacía alusión Bettini
era un acabado ejemplo) se producía alguna flatulencia de
origen no identificado que incomodaba al resto de los actores, obligaba a repetir la escena y le ponía los nervios de
punta al director (Luis César Amadori, en este caso). En
rigor de verdad, Bettini había permanecido escasas cuatro
horas en los estudios de Argentina Sono Film y apenas
recordaba (como si la memoria hubiera recortado caprichosamente un elemento, y sólo uno, del ámbito sensorial) que el zapato abotinado del pie derecho le apretaba
dolorosamente el empeine, razón por la cual le respondió
a Parisi que, en términos generales, luego de una escena
romántica la excitación se derramaba como una mancha
de aceite por todos los rincones del set; que, en términos
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generales, las escenas de lluvia se filmaban cuando llovía;
y que, en términos generales, casi todas las actrices eran
unas terribles atorrantas; y el chileno Jaramillo supo que
tanto Zully Moreno como Arturo de Córdova tenían camarines, baños y hasta asistentes personales, y que más
de una vez don Luis César Amadori se tomó el trabajo
de oler como un perro de presa a cada uno de los extras
para poner en descubierto al flojo de vientre y débil de
voluntad.
3
Las cosas que hay que escuchar, pobre país, se lamentaba el comisario Núñez- Meller que, en realidad, no era
comisario pero como si lo fuera, porque según sus propias palabras estuvo a punto de ascender en el cuarenta
y nueve pero la Perona (que así se refería el comisario
Núñez-Meller a la señora María Eva Duarte de Perón)
me puso en una lista negra y ahí me congelaron. Después,
por una cosa o por la otra, la Libertadora no me otorgó
el cargo que me correspondía y ahora estoy peleando para
ver si me reconocen la jubilación como comisario, porque yo he sido un perseguido político, si me reconocen el
cargo van a tener que vender el Departamento de Policía
para pagarme el retroactivo, cosa que no sucedió porque
ni le reconocieron nunca el cargo ni, por lo tanto, las autoridades de turno debieron vender el Departamento de
Policía, pero en El Comercio lo seguían llamando “comisario” como un modo insuficiente, quizá, pero generoso,
de reparación moral; pobre país, se mesaba los cabellos
el comisario Núñez-Meller, ¿sabés dónde terminaban los
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sujetos de esta calaña cuando éramos la mejor policía del
mundo?, ¿sabés dónde terminaban?, ¿sabés, no?, daba
por sabida la respuesta el comisario Núñez-Meller: en la
cárcel, a la sombra, en la gayola, ahí terminaban, parecía
sugerir el comisario Núñez-Meller, sujetos de la calaña de
Bettini, que si yo estuviera en actividad, se imaginaba el
comisario Núñez-Meller, me lo llevo ya mismo de las pestañas, primero una buena biaba para que vaya bajando el
copete y después dos meses a pan y agua, vas a ver si se
sigue haciendo el vivo, diseñaba su propia estrategia de
persuasión el comisario Núñez-Meller mientras miraba de
costado al chileno Jaramillo y se preguntaba si este zurdito
tendrá todos los papeles en regla, porque si me llego a oler
alguna irregularidad, ¿sabés cómo llamo a Migraciones y
lo mandan de nuevo a Chile en menos de diez minutos?,
clavaba la vista en el horizonte el comisario Núñez-Meller,
como si en esa perspectiva en infinito estuvieran encarnados sus más caros deseos: el grado de comisario, el encarcelamiento de Bettini, la deportación del chileno Jaramillo.
Expansivo, pantagruélico, ostentoso, ajeno a la amenaza y a la furia, Bettini devoraba en el buffet del diario un
plato desbordante de ravioles con tuco, daba cuenta en
dos bocados de un flan con doble guarnición de crema
y bebía como si fuera agua un cuarto litro de vino tinto
de la casa, para rematar con un café bien cargado y tres
cigarrillos consumidos hasta el filtro. Exuberante, manirroto, espléndido, Bettini gastaba en un fin de semana el
sueldo de un mes, uno lo veía salir de James Smart cargado
con bolsas de ropa de confección, uno lo veía sentarse
en la Richmond y pedir un jerez bien seco acompañado
por algún petit four para estimular el apetito, uno lo veía
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entrar en Los Angelitos para comprar un par de zapatos
con horma especial y doble suela de goma. Prescindente, parco, imperturbable, Bettini reservaba el silencio o el
monosílabo para los conatos gremiales, las disputas políticas, las contiendas ideológicas, ¿o vos te creés en serio
que la reforma agraria o la revolución cubana te van a
dar de comer?, le preguntaba Bettini al chileno Jaramillo
(que presumía que Bettini tenía razón, que a su mujer y
a su hija les daba de comer el sueldo del diario, que no
iría a vivir a Cuba ni aunque le regalaran el pasaje, pero
que no podía dejar de postularse como delegado de la
sección a despecho de las reiteradas impugnaciones que
sufría a manos del comisario Núñez-Meller), y encendía
un cigarrillo rubio, se acomodaba el mechón de pelo castaño sobre la frente, se alejaba a grandes pasos por uno de
los pasillos del diario hasta ganar la calle, detener un taxi
y partir con rumbo desconocido puesto que nadie sabía
a ciencia cierta el domicilio de Bettini, que ante la menor
requisitoria al respecto se limitaba a decir que vivía en el
Sur, en un departamento ubicado en el sur de la ciudad, y
remataba la imprecisión con esa risa seca que participaba
de alguna forma intraducible de lo siniestro.
- Tocá, tocá –accedía Bettini entre el desdén y la condescendencia, luciendo los casimires a medida, los mocasines italianos, las camisas de seda o las poleras de algodón; enfundado en una tricota verde toscamente tejida a
mano y embutido en unos zapatos en los que era casi
imposible adivinar el color original del cuero, Parisi apenas se animaba a rozar con la punta de los dedos el vestuario de Bettini: un maniquí, un actor, un figurín. Tocá,
tocá, lo animaba Bettini con benevolencia al tiempo que
42
rechazaba un postre de ricota que Parisi ofrecía mesa por
mesa, lo mordisqueaba con precaución, lo escupía con
asco, lo evaluaba con objetividad: Pero esto es un mazacote, viejo, te vas a envenenar comiendo estas porquerías.
Tocá, tocá, primero limpiáte las manos y después tocá:
paño inglés, legítimo, inarrugable. Y dónde lo conseguiste, cuánto te costó, de dónde sacás la plata –torpe, grosero, un bárbaro manipulando una miniatura de porcelana
china, pero más o menos pertinentes las inquietudes de
Parisi, porque al fin y al cabo el sueldo del diario era más
o menos digno pero recortado a los gastos elementales,
un sueldo que en modo alguno podía sufragar camisas
con monograma, gemelos de alpaca y un sobretodo de
piel de camello, razón por la cual, y pese a estar reñido
con el más elemental decoro, no resultaba impropio que
Parisi preguntara dónde lo conseguiste, cuánto te costó,
de dónde sacás la plata, y agregara: Jo, jo, éste anda en
algo raro, che, decí la verdad, ¿en qué andás?, y Bettini
mutis por el foro y silencio in péctore, como si toda declaración fuera superflua, como si ya hubiera dicho sin que
nadie lo escuchara dónde lo había conseguido, cuánto le
había costado, de dónde había sacado la plata, como si el
sentido de sus palabras hubiese sido tan claro que el signo
de interrogación que se dibujaba en nuestra mirada resultara poco menos que ofensivo. Poco a poco se fue alimentando la certeza de que Bettini vivía de las mujeres,
de que era un cafishio, un macró, un mantenido –homologábamos los tres términos con un dudoso sentido del
sinónimo-, que si yo estuviera en actividad, advertía el comisario Núñez- Meller, sabés cómo va en cana este tipo,
sabés cómo lo meto a patadas en la cárcel como un caso
43
clavado de explotación sexual, no me acuerdo ahora del
inciso del Código pero en cualquier momento te lo busco,
sabés cómo tratamos a estos elementos en las comisarías,
y el comisario Núñez-Meller se extendía en una serie de
anécdotas en torno de proxenetismo, autoridad policial y
costumbres carcelarias, anécdotas, casi sin excepción,
anodinas, monocordes y previsiblemente aleccionadoras,
y respecto de las cuales la voz vibrante del comisario
Núñez-Meller no alcanzaba para aligerar su efecto narcótico sino que, por el contrario, lo multiplicaba. Bettini no
hacía nada para desmentir la especie, y hasta se podía
pensar que la alentaba: primero trajo la foto y luego la
carta. Extrajo la foto de un bolsillo del saco con la misma
indiferencia con que alguien encuentra un recorte de papel cuyo destino irremediable es la basura, primero se la
mostró a Parisi, luego la foto circuló por todas las mesas,
tocada con manos ávidas, contemplada por ojos voraces,
comentada con procacidad inevitable: ¡Jo, jo! ¡Qué tetas,
mamita querida, qué tetas!, sin soltar la foto Parisi, aferrándola con dedos crispados, acercándola a la boca de
labios húmedos y temblorosos, arrancándosela de las manos el chileno Jaramillo: ¿No tienes alguna foto en la que
se le vea el culo, Bettini? ¿No tienes?, tomándola con la
punta de los dedos don Marcos, aprobando con la cabeza
Ángel Trejo, mimando con todo el cuerpo una especie de
caricatura obscena de una cópula el cordobés Fernández,
enarcando las cejas el comisario Núñez-Meller, apostándose junto al ventanal, mirando a los chicos del estacionamiento recomenzar el juego de la niña muerta, murmurando: Esa pobre diabla debe ser la pupila de este cafishio
de mierda, pobre país, casi todos excitados, agitados, fas44
cinados alrededor de esa imagen que, en verdad, era más
doméstica que provocativa, más casual que deliberada,
más inerme que escandalosa, una desnudez que aludía en
mayor medida a la inocencia edénica que a la crasa exhibición genital, lo cual no era óbice para que nos arracimáramos alrededor de la foto, alrededor de Bettini, alrededor de ese fantasma trémulo dibujando un círculo de
jadeos y murmurando efusiones intraducibles como chamanes que exorcizaran su propio desconcierto: codeándonos, empujándonos, encimándonos para ver más de
cerca a esa mujer pelirroja de labios gruesos que enfrentaba el objetivo de la cámara con una sonrisa complaciente, recostada sobre una toalla blanca extendida sobre el
césped y a cuyo lado se adivinaba, como un elemento azarosamente dispuesto para completar la escenografía, una
malla de dos piezas de color celeste; molestándonos, superponiéndonos, enervándonos hasta que Bettini dijo en
un tono neutro, más o menos casual, informativo: Es mi
mujer, y entonces se nos congeló el entusiasmo, los ojos
se nos vaciaron, se nos clausuró la boca, y sólo se escuchó
la letanía del comisario Núñez-Meller: pobre país, pobre
país, una cantilena sin eco ni resonancia, resbalando sobre
el silencio, porque casi todos pensábamos que Bettini estaba hollando un territorio que ni siquiera podíamos pisar, ni siquiera vislumbrar, ni siquiera imaginar, ¿cómo la
mujer?, ¿cómo la mujer?, preguntaba inútilmente el chileno Jaramillo cuando Bettini hubo transpuesto la puerta
de la sección dejando tras de sí la estela de humo de sus
cigarrillos importados, ¿cómo va a ser la mujer?, ¡jo, jo!,
Parisi recomponiéndose después de la duda, después del
impacto, después del estupor, este tipo es increíble, ¿eh?,
45
increíble, ¡jo, jo!, esto ya no es chiste, señores, esto ya no
es ningún chiste, prudente don Marcos, sin caer en la censura ni precipitarse en el denuesto, pero remitiendo la
cuestión a sus correspondientes límites, no, disentía el comisario Núñez-Meller, no, este tipo de individuos no tiene límites, de qué límites me vienen a hablar, por favor,
pobre país. Tal vez por eso nadie se animó a rasgar el silencio que nos envolvía como un sudario cuando, meses
después, en medio de una discusión por las alternativas de
un River-San Lorenzo particularmente vibrante y con dos
expulsados por equipo, Bettini sacó del bolsillo del pantalón un papel doblado en cuatro y exhibiéndolo como una
invitación que era imposible declinar dijo: Che, Parisi, acá
tengo algo que te va a interesar, y Parisi se acercó, tomó
el papel, comenzó a leer: ¡Jo, jo, jo!, mamita querida, ¡lo
que es esto!, frotándose las manos contra la tricota para
secarse la transpiración, ¡mirá lo que pone, mirá lo que
pone!, capturado por la telaraña de papel aun antes de que
la araña terminara de tejer su laberinto, ¿puedo leerla en
voz alta? ¿puedo leerla en voz alta? Podés hacer lo que
quieras, Parisi, te la regalo, dios generoso, conquistador
magnánimo, arquero que premedita la trayectoria y atraviesa el blanco, la voz barrosa y ensalivada de Parisi leyendo párrafos de intimidades y estremecimientos, los ojos
brillantes de Parisi naufragando en humedades y solicitudes, el afán desembozado de Parisi para que algunas frases se le quedaran fijadas en la memoria, lo consolaran en
las noches interminables de pensión y, andando el tiempo, terminaran por pertenecerle cuando recordara, alrededor de una mesa de café, con un par de whiskies entre
pecho y espalda, haber tenido una amante que le escribía
46
cartas inflamadas y urgentes. Y volvimos a arracimarnos,
a manosearnos, a desalelarnos alrededor de esa hoja de
uso escolar escrita con letra vacilante y estampada con
besos de rouge, alrededor de esa hoja de uso escolar firmada ampulosamente por una tal Cuqui que estaba dispuesta a dar años de su vida a cambio de reanudar una relación
fluida con Bettini, que prometía una disponibilidad incondicional, evocaba un pasado inolvidable, auguraba un
futuro abrasador, anticipaba calistenias agotadoras, esa tal
Cuqui que había logrado ser excesiva en su brevedad, insaciable en su recuerdo, irreprimible en su porvenir, pues
todo lo aceptaba, todo lo proponía, todo lo saboreaba,
una mujer que casi todos deseábamos tener, que casi todos deseábamos someter, que casi todos deseábamos poseer, ¡jo, jo!, es terrible esta mujer, ¿eh?, ¡terrible! ¿quién
es, che, quién es? Mi mujer, bah, mi ex mujer, porque ahora estamos distanciados, esta carta me la manda desde
Pergamino, y entonces comprendimos que a todas las
mujeres Bettini las definía como “mi mujer”, en estado de
tránsito, distancia o abandono, en plan de seducción, enamoramiento o hastío, en registro de convivencia, separación o noviazgo, pero “mi mujer” a efectos sociales, íntimos y operativos, esa tal Cuqui, la mujer desnuda de la
foto, la caribeña Candelaria, las que despuntaban en el
horizonte del deseo: “mi mujer”, jo, jo, jo, ¡pero vos sos
una fiera, che! ¿qué hacés cuando no te ocupás de las minas? Escucho música melódica, pero de nivel: Sinatra,
Riolobos, Tony Bennet, este hijo de puta debe tener una
cadena de prostitución en toda la provincia de Buenos
Aires: Pergamino, Pringles, Luján, como una nota desafinada en medio de la distensión general el comisario
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Núñez-Meller, felices casi todos porque la expresión “mi
mujer” no imponía restricciones ni ameritaba respetos,
pero el comisario Núñez- Meller intransigente, sin darse
respiros ni otorgarse franquicias: voy a hablar con un amigo que tengo en el Departamento, como que hay Dios
que si tiene una cadena de prostíbulos no dura una semana en libertad, te lo garantizo yo, pobre país, Dios querido, mientras Parisi se guardaba la carta en el bolsillo del
pantalón, el cordobés Fernández le acariciaba el antebrazo a Bettini en un contacto que se demoraba más de lo
conveniente, don Marcos murmuraba algo referido a estos muchachos de ahora que carecían de juicio, Trejo corregía meticulosamente la página de Espectáculos no fuera a ser cosa que Heber Muiño lo obligara a arrastrarse
como un perro a lo largo y a lo ancho de la sección pese
a que Trejo creía tener idoneidad suficiente para editar la
página de Espectáculos en lugar de desperdiciar sus aptitudes verificando comas y bastardillas, y el chileno Jaramillo le rogaba a Bettini la autorización para intercalar en su
novela alguna de las frases de Cuqui que se referían al
goce que le proporcionaba el sexo anal: Pero sí, querido,
poné lo que vos quieras, contá con mi más entera autorización.
Y las cosas que aún tendría que escuchar no sólo el
comisario Núñez-Meller, sino todos, en una escalada de
fascinación y recelo; y las veces que aún se asombraría
no sólo don Marcos, sino casi todos, de la carencia de
juicio en una progresión de alusiones sexuales vaciadas de
majestad y entrega; y las escenas que aún conmoverían al
chileno Jaramillo, aún más que las lecciones de Althusser
leyendo El capital, aún más que las diversas y encontradas
48
interpretaciones de la plusvalía como concepto y praxis,
aún más que la frondosa correspondencia entre Marx y
Engels, ¿pero vos no sabías, chileno, la afición de ciertas
mujeres por la coprofilia?, ¿en serio que no sabías? –cínico, provocador, incisivo Bettini-, me defraudás si me
decís que no sabías. ¡Jo, jo, jo! ¿No sabía? Qué chileno
éste –corifeo, partiquino, actor de reparto Parisi-. Una tal
Rosa, que vivía por acá, por Barracas, hace tiempo, hoy
debe andar por los cuarenta años, me invitaba a cenar
todos los jueves, cenábamos, teníamos relaciones, yo a
veces me quedaba a dormir, y chau, a otra cosa –relataba Bettini, parco en ademanes, el largo cigarrillo en la
mano derecha, sin dirigirse específicamente a nadie pero
hablando para todos-, hasta que un día me dice: ¿Sabés
lo que realmente me excita, Mario? Ver defecar a un tipo
antes de tener una relación. Pagaría para que un tipo me
hiciera el gusto. ¡Uhuh! ¡Uhuh! ¡Qué grande! ¡Qué impresionante!, el chileno Jaramillo llevándose las manos a la
cabeza, el chileno Jaramillo apenas contenido en su propio asombro, el chileno Jaramillo frente a la inminencia
de la escena tan deseada: Quería que... quería que... ¡que
le cagaras encima! Pero sí, querido, claro, en efecto, condescendiente Bettini, comprensivo, dejando de manifiesto que para él era cotidiano lo que para el resto resultaba
excepcional. A partir de ahí yo llegaba, ella se acostaba
debajo de una mesa ratona con tapa de cristal, yo hacía lo
que tenía que hacer y después nos íbamos a la cama; es
más, incluso una vez me comentó: ¿Estás nervioso por
algo, Mario? Porque hoy hiciste muy líquido. No sabés
lo que gozaba, pobrecita, creo que gritaba más cuando
estaba debajo de la mesa que cuando estábamos arriba
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de la cama. ¿Y quién limpiaba la tapa de la mesa, che?
–doméstico, irrelevante, del todo improcedente Parisi-.
Y qué sé yo quién limpiaba la tapa de la mesa. Mirá la
idiotez que me venís a preguntar, Parisi –afectando irritación, dando por concluido el relato, abocándose a la
corrección de un recuadro en el que la cúpula eclesiástica
revelaba la coincidencia entre los valores evangélicos y
los objetivos de la junta militar Bettini, desentendiéndose
de la genuina irritación del comisario Núñez-Meller que
se traducía en un encendido alegato en torno al concepto
de virilidad: Porque lo peor del caso es que este tipo se
debe creer un macho, el prototipo del macho latino, y es
un cuatro de copas, yo sé lo que te digo, un cuatro de copas que se cree muy hombre porque hace laburar minas
para él, porque engaña a pobres infelices, porque realiza
actos contra natura, pero por favor, ¡pobre país!, ¿qué me
quieren contar? A mí, justo a mí me quieren vender gato
por liebre, cuando este infeliz va yo vengo, yo tengo más
calle que todos estos juntos, yo sí sé qué es un hombre,
pero un hombre en serio, ¿eh?, un hombre de verdad, no
un proxeneta barato que anda contando sus hazañas alrededor de una mesa de café para que los cuatro infelices de
turno se queden embobados escuchando anécdotas que,
apuesto doble contra sencillo, son más falsas que moneda
de cobre –se desfogaba el comisario Núñez-Meller que
en su adolescencia había tenido el placer de contraer un
par de enfermedades venéreas producto del intercambio
sexual con prostitutas y que, en su opinión, eran el timbre de honor que garantizaba su virilidad, venéreas a las
que aludía de tarde en tarde, con nostalgia, rememorando
tiempos idos mientras en el playón de estacionamiento
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los chicos la emprendían a puntapiés y empujones con
Marita mientras cantaban: Estaba la niña muerta / tan
callada / que le dimos tres golpes / y una patada.
4
- Y para ti, Parisi, para ti, ¿qué es lo mejor que tiene?
- Y qué sé yo, a mí me parece que el culo –murmurando, coligiendo, intercambiando datos porque Parisi se
había cruzado una noche de casualidad con Bettini por
la avenida Santa Fe, iba del brazo de una brasileña escultural, no sabés lo que es esa mujer, mamita querida, una
negra que raja la tierra, Rhina se llama, me la presentó y
todo: Rhina, mi mujer.
- Si parecen putas, comadres, abogados –el comisario
Núñez-Meller sin decidirse por la tipología correcta, exacta o, al menos, aproximada, pero experimentando en carne propia y oído sensible el rumor, el bisbiseo, la cháchara: Pero se pueden dejar de joder, che, ¿qué es esto? ¿una
corrección o un quilombo?, sin que nadie le respondiera
al comisario Núñez-Meller, y acaso sin que nadie lo escuchara siquiera porque en ese momento entraba Bettini en
la sección y Parisi se le pegaba como una estampilla, se le
adhería como una sanguijuela, se le adosaba como un perro famélico, desviviéndose (jadeando, agonizando, desvariando) por arañar, ya que no acceder, los bordes de ese
círculo mágico (donde los tiempos del deseo se acomodaban a la urgencia de la necesidad), de ese espacio intangible (donde el desgarro del deseo era tan inocuo como un
placebo), de esa zona sagrada (donde el mero surgimiento
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del deseo era la garantía de su consumación): Che, ¿Rhina
no tiene alguna amiga para presentarme? ¿Pero a vos te
parece, Parisi, que a la edad que tenés haya que presentarte alguna amiga? –sardónico, sobrador, displicente Bettini-. ¡Jo, jo! ¡Jo, jo! Sos terrible vos, che –el rabo entre las
piernas y violín en bolsa. Contemplado Bettini, medido,
evaluado como si fuera un Fausto de entrecasa, con un
pacto suscripto con tinta azul lavable, ajeno a la epopeya
y al naufragio, pero con un ramillete de margaritas prendido a la solapa y aromándole el bajo vientre cuando casi
todos nosotros peregrinábamos de la ceca a la meca con
el alquiler pisándonos los talones, Heber Muiño levantándonos en peso y la rutina agrisándonos el cielo, razones
más que suficientes para que casi todos, quien más quien
menos, nos entibiáramos el sueño con una Rhina a la medida de cada cual, qué se va a hacer, hermano, decía Ángel
Trejo, de algo hay que vivir.
- Pero no una vidita de mierda, eh –se atajaba Bettini
con la ferocidad de quien enuncia un programa irrenunciable- No. Yo me puedo morir dentro de diez días o dentro de treinta años, pero vivo como si el mundo se fuera
a acabar mañana. Fumo, chupo y jodo todo lo que puedo,
y cuando llegue el momento de pedir la cuenta se pagará
lo que haya que pagar, pero después de haber probado
todo, ¿eh?, que cuando te ponen el piyama de madera ya
es tarde, querido.
- Pero es que tú adhieres al carpe diem, Mario, tú adhieres al carpe diem, lo que, en el fondo, es una adhesión
ideológica, como todas, Mario, porque también se podría pensar que el hombre es... el hombre es... -buscando
la cita precisa en el fárrago de la biblioteca marxista el
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chileno Jaramillo, encontrándola al fin, confundiéndose
de manera estruendosa pero inadvertida en el fragor del
diálogo- el hombre es un ser de lejanías, como bien dijo
Lenin en su momento, vale decir un ser que se proyecta
hacia el futuro, porque es claro que Lenin no adhería al
carpe diem.
- ¿Y me podés decir cuántas minas se ganó Lenin?
- Bueno, mira, desde ese punto de vista... -desconcertado el chileno Jaramillo porque nunca había recabado
datos en torno de la vida sexual de Vladimir Ilich Uliánov,
conocido como Lenin a efectos históricos y revolucionarios, ya que no íntimos y de alcoba.
- Dejáte de joder, chileno.
- Lo que es yo, con cardiem o sin cardiem no me puedo quejar –atildado, moroso, con escaso bagaje de latines
don Marcos-. Hace veinte años me terminé de hacer el
chalecito en La Plata, vivo con una compañera de fierro
y al pibe lo tengo trabajando a full en una administración
de consorcios, ¿qué más puedo pedir? Lenin en su casa,
yo en la mía y Dios en la de todos –irreprochable, distributivo, sin compromisos ideológicos manifiestos don
Marcos-. Todo ladrillo a la vista el chalé, parece una postal, con decir que a veces paran autos para preguntarme
cómo lo conservo tan bien. Y bueno, les digo, piano, piano,
como dice el italiano, esto no se hace de hoy para mañana, es juntar manguito sobre manguito, ahorrar, privarse,
pero a la larga se termina disfrutando. Todo ladrillo a la
vista, con Esther nos levantamos seis, seis y media de la
mañana, subimos las persianas, nos sentamos en los silloncitos del hall, le entramos a dar al mate y vemos el
amanecer. Un espectáculo, una postal.
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- Pero es que también es una adhesión ideológica,
don Marcos, el quietismo, la preservación del status quo,
la conservación de un mundo cristalizado, el hombre unidimensional de Camus –insistente, obstinado, no muy seguro de la paternidad de la cita pero convencido de que la
procedencia era francesa el chileno Jaramillo.
- Che, ¿pero en serio que no tiene ninguna amiga?
- Yo no sé si tiene status, pero es un lindo chalé, confortable –mirando a la sección don Marcos pero con los
ojos cautivos en el chalecito de La Plata, a escasos veinte
kilómetros del Parque Pereyra Iraola, una postal, una pinturita-. Ladrillo a la vista pero bien barnizado, esmaltado,
un espejo, nada de cosa rústica porque ni a Esther ni a mí
nos gusta, un muchacho nos esmaltó los ladrillos con un
sistema nuevo que se usa en Norteamérica, ¿sabés cómo
quedan los ladrillos?, cero kilómetro quedan, la superficie
lisa como si fuera cerámica, nos costó una ponchada de
pesos pero valió la pena.
- Y sí, una pinturita, como la casa que tenía el vago
Aruspe en el Cerro de las Rosas, todo el mundo lo conocía al vago Aruspe en Córdoba, una casa de novela, ¿sabés
cómo se hizo la casa el vago Aruspe? Con la lengua, así
como lo escuchás: con la lengua. El vago Aruspe tenía una
lengua larguísima y las mujeres, las mujeres de la sociedad
te digo, las más copetudas, le pagaban para que les hiciera
sexo oral – aseveraba el cordobés Fernández y uno se imaginaba una lengua monstruosa, retráctil, kilométrica, la
lengua del vago Aruspe, accediendo a rincones, arrabales,
recovecos a cambio de cheques, puestos jerárquicos, dinero contante y sonante-. Así se hizo la casa. Murió hace un
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par de años el vago Aruspe, de cáncer de lengua – desgraciado final para el vago Aruspe, pensábamos casi todos: el
destino ensañándose con su instrumento de trabajo.
- ¡Pobre país! ¡Un tipo que vive de su lengua! ¡Dejáme
de joder! Todo es igual, nada es mejor, como dijo el filósofo –irritado el comisario Núñez-Meller por el relato
de género lingüístico que acababa de escuchar de boca
del cordobés Fernández mientras Ángel Trejo, sin duda
disperso por el coro de voces, se equivocaba feo con
un título que debía conmemorar un nuevo aniversario
de las primeras volaciones (que así se denominaba a los
“vuelos” en los años pioneros de la aviación) de Jorge
Newbery en la localidad de Olavarría y terminó aludiendo a las primeras violaciones, con lo cual al día siguiente el
intendente de Olavarría levantó en peso a Heber Muiño,
poco faltó para que Heber Muiño ejecutara sin juicio
previo a Ángel Trejo y Ángel Trejo no podía creer cómo
se le había escapado semejante barbaridad.
- Pero, ¿ni una prima tiene, che?
- ¿Qué filósofo, don Meller, qué filósofo? –indagando el chileno Jaramillo para averiguar la cita exacta y el
autor correspondiente.
- Un momentito, un momentito, que a mí no me
corre nadie –fulminándolo con la mirada el comisario
Núñez-Meller-. En primer lugar, y ya se lo tengo dicho,
a mí me trata de “señor” o “comisario”, ¡”don”, las pelotas!, un poquito de respeto –y el comisario NúñezMeller aplastaba el cigarrillo contra el cenicero como si
en la colilla estuviera encarnado el chileno Jaramillo-; en
segundo lugar, si tanto le interesa, vaya y busque la cita
donde corresponda –y el comisario Núñez-Meller fijaba
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la vista en el cuello del chileno Jaramillo con la enajenación de un homicida-; y en tercer lugar mi apellido
completo es Núñez-Meller, Núñez por parte de madre
y Meller por parte de padre, y yo no voy a permitir que
se omita el apellido de mi madre porque a usted se le
antoja –y el comisario Núñez-Meller hacía retemblar el
escritorio de un puñetazo y se encaraba con el chileno
Jaramillo.
- Pero no, pero no, ¿qué tiene que ver su madre? –un
poco pálido el chileno Jaramillo, un poco balbuceante,
sorprendido por tener que morir de esa manera a manos
de la represión, sin siquiera tener tiempo para enhebrar
un discurso reivindicatorio o, al menos, una frase célebre,
rotunda, definitiva.
- ¿Así que te querés meter con mi madre, hijo de una
gran... -desgobernado el comisario Núñez-Meller, a gatas contenido por el cordobés Fernández y don Marcos
mientras el chileno Jaramillo se acercaba a la puerta de
la sección en un movimiento de repliegue estratégico y
pensaba que no era el momento de decir que las ideas no
se mataban.
- Tranquilos, che, que después estas pavadas terminan
en una tragedia –conciliador Ángel Trejo, escueto y cariacontecido después de haber afrontado con estoicismo
tres días de suspensión y la firme amenaza de despido
pendiendo sobre su cabeza como una espada de Damocles porque el próximo error que cometa lo echo como al
perro sarnoso que es, en palabras de Heber Muiño.
- Lo que es yo, lo hice todo a pulmón, ¡otra que con la
lengua! –temeroso don Marcos de que alguien lo pudiera
confundir con el vago Aruspe-. ¡La de horas extras que
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tuve que hacer para levantar el chalecito de La Plata, qué
lengua ni lengua!
- ¡Años que no voy a La Plata! –evocando, retomando
el hilo, más sereno el comisario Núñez-Meller-. Ahí está el
parque que la Perona le expropió a los Pereyra Iraola, porque las cosas hay que decirlas por su nombre: ¡expropiación, viejo, robo, asalto a mano armada! ¡Qué me vienen
a hablar de justicia social! ¡Andá a hablarle a los Pereyra
Iraola de justicia social! –de nuevo irritado el comisario
Núñez-Meller, mirando a los ojos al chileno Jaramillo por
si al chileno Jaramillo se le ocurría hablar de justicia social,
pero el chileno Jaramillo ni mu.
- Una prima, alguien de la familia... ¿nadie, che?
- Yo también por suerte tengo la casa de Ingeniero
Maschwitz –el cordobés Fernández exhibiendo sus credenciales para que quedara claro que él no era menos que
nadie-, cuando murió la finada y yo me quedé solo con la
Anita ya la tenía casi paga, el único detalle que le agregué
ahora es el techo en forma de arca invertida, porque, como
dice el pastor, el segundo diluvio es inminente –precavido
el cordobés Fernández, hombre de fe, infaltable los domingos, junto con su hija, la Anita, en la iglesia evangélica
de Maschwitz.
- Aviváte, cordobés, que los dos diluvios ya se produjeron –escéptico el comisario Núñez-Meller, casi sacrílego,
mezclando el prodigio celeste con la sucia política como si
fueran los naipes de una baraja-, el primero fue en el cuarenta y seis, y el segundo en el setenta y tres, decí que llegó
esta gente para poner un poco de mano dura que si no en
este país nos comen los piojos.
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- Mano dura, mano blanda, hay que seguir trabajando –lacónico y prescindente Ángel Trejo, que desde el
episodio de las volaciones leía cada nota con minucia de
entomólogo.
- Pero precisamente, precisamente –resucitando el
chileno Jaramillo, aprovechando que el comisario NúñezMeller estaba sumido en su diatriba antiperonista-, ese es
el destino y la condena del trabajador: mano dura, mano
blanda, igual hay que agachar el lomo, el hombre como
lobo del hombre, como bien dijo Thomas Wolfe –inexacto pero bien encaminado el chileno Jaramillo, pues del
acervo anglosajón era la máxima. - Pero che, en serio, ¿ni
una prima, ni una amiga, nada...? –desesperado Parisi, implorante, agotando las variables y las combinaciones, los
parentescos lejanos y las consanguinidades cercanas, las
afinidades electivas y las aproximaciones azarosas.
- ¿Sabés que me tenés podrido, Parisi? ¿Sabés lo que
vamos a hacer? Te la presto, Parisi, una noche venís a casa
y te la sirvo en bandeja de plata, así te sacás las ganas y
me dejás de secar la paciencia. Te la presto, pero antes vas
a tener que pasar por una prueba; si la pasás te la presto,
¿estamos?
- ¡Jo, jo! ¡Jo, jo! Sos terrible, che. ¡Dale, dale! ¿Qué
prueba?
- Dejáme pensar, Parisi, dejáme pensar, pero te juro
que si pasás la prueba te la presto por el tiempo que vos
quieras.
- Con una noche me alcanza a mí, ¿eh?
- Una noche, dos noches, una semana, el tiempo que
vos quieras, pero primero una prueba, que nada es gratis
en esta vida, Parisi.
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Sordo a las prevenciones del chileno Jaramillo (Pero, ¿tú
crees, Parisi, tú crees que vale la pena someterse a una
prueba que ni siquiera sabes en qué consistirá?, ¿tú crees
realmente que la tal Rhina vale semejante cosa?, yo no sé,
Parisi, yo me lo pensaría, quién sabe, quién puede saber
con lo que te va a salir Mario), mudo a las presunciones
del cordobés Fernández (Éste es capaz de proponerte
una fiestita de a tres y andá a saber la parte que te toca,
Parisi, pensálo bien, o peor, imagináte que te pide derecho viejo que te bajes los pantalones y te pasa por las
armas antes de prestarte a Rhina, perdés el invicto, Parisi,
lo perdés, ojo al piojo, ¿eh?), ciego a las exhortaciones del
comisario Núñez-Meller (Pobre país, Dios querido, esto
ya es un degeneramiento total, pero no me extraña, eh,
no me extraña, yo he vivido la época de la U.E.S., con el
degenerado de Perón obligando a pibas de secundario a
hacerle cualquier porquería. ¡Por favor! ¿A mí me la van
a venir a contar?), Parisi vivía las horas (o los días, o las
semanas, o los meses, Bettini manejaba el tiempo como
un dios implacable y caprichoso: ¿Y qué apuro tenés, querido?, hoy, mañana, después, ¿qué apuro hay?, ¿tan desesperado estás?, ya te dije que te la voy a servir en bandeja, pero no me respirés en la nuca, querido, un poco de
paciencia) previas a la prueba con el conturbado ánimo
de un estudiante ejemplar: entre la tensión y la felicidad,
entre la expectativa y el agobio, entre la certidumbre y la
desconfianza, hasta que se integró la mesa examinadora,
hasta que se agotaron los penúltimos pronósticos, hasta
que un día lluvioso y frío de principios de julio Bettini
entró en la sección con los ojos brillantes, con el impermeable desprendido, con la sonrisa ladeada y dijo que esa
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noche había una cena en la Plaza Constitución y pueden
venir los que quieran, pero el invitado de honor es el amigo Parisi, a ver si de una vez por todas me dejás de joder
con el asunto de Rhina, Parisi querido. Pero, ¿una cena en
la plaza? ¿con este tiempo de perros una cena en la plaza?
Sí, chileno, sí, una cena en la plaza, si no querés venir no
vengas, yo creí que eras más aguantador, caen tres gotas
locas y ya te achicás. Voy a ir, voy a ir, preguntaba nomás,
Mario. Y casi todos pensamos que Bettini se referiría a
algún restaurante de Constitución, ubicado en los alrededores de la plaza, y que la prueba consistiría en obligar
al pobre Parisi a consumir dos docenas de huevos fritos
o diecisiete milanesas, a beber cinco litros de vino o dos
botellas de aguardiente, a comer hasta que le explotara el
estómago o beber hasta que se le cayera el hígado: Por mí
no hay problema, che, jo, jo, jo, yo cuando entro a comer
no sabés lo que soy, un barril sin fondo, si es por una noche con Rhina soy capaz de tomarme un litro de alcohol
fino, jo, jo, jo, y la tarde transcurría lenta pese a que todos
la apurábamos, urgidos, incontinentes, apremiados, y parecía mentira pero nunca como durante esa tarde llegaron
tantas noticias de último momento, que nos atrasaban el
cierre y nos ponían los nervios de punta; porque hubo
que corregir la extensa necrológica de Luis Sandrini, que
había muerto a las ocho y media de la noche; porque
hubo que verificar cada punto y cada coma del enésimo
acuerdo de intención por el canal de Beagle, que andaba a trancas y barrancas entre mediaciones vaticanas y
efusiones castrenses; porque hubo que ensimismarse en
el anticipo de las medidas económicas del doctor José
Alfredo Martínez de Hoz, que ampliaban el Impuesto al
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Valor Agregado, luchaban vanamente contra la inflación
y trataban de meter en caja la política fiscal; hasta que por
fin salimos a la noche helada y bajamos por la calle General Hornos como una procesión profana prorrumpiendo
en despropósitos y procacidades por pura ansiedad, por
puro nerviosismo, por pura impaciencia; hasta que por
fin llegamos a Plaza Constitución, un barrial erizado de
desechos, un fangal habitado por meretrices, un erial cultivado por mendicantes, un paisaje iluminado por luces
moribundas donde la sordidez reinaba sobre escombros;
hasta que por fin contemplamos el rostro fantasmal de
Bettini arrasado por la lluvia, la mano anegada de Bettini
sobre la que resbalaba una rana, la voz implacable de Bettini que atravesaba ráfagas de viento y bolsones de agua:
Tu cena, Parisi, ésta es tu cena, si te comés esta rana viva
te presto a Rhina por todo el tiempo que se te antoje. ¡Jo,
jo! ¡Jo, jo! vos sos terrible, che, salís con cada cosa que es
de no creer, estupefacto Parisi que se acercaba lentamente
a Bettini con los ojos empequeñecidos por la lluvia y el
asombro, estremecido Parisi que alzaba la rana a la luz
difusa de un farol palpando la viscosidad y agitándose en
la náusea, crispado Parisi que aproximaba la mano temblorosa a la boca seca y quedaba envuelto en un hedor de
ciénaga y orines mientras Bettini lo aguijoneaba, mientras
Bettini lo espoleaba, mientras Bettini lo azuzaba, caballo desconcertado Parisi con las espuelas clavadas en los
flancos: ¡Y dale, Parisi, dale! ¡Mordé de una vez por todas!
¿No ves que la rana está más muerta que viva? ¿No estabas tan enloquecido por tener a Rhina? ¡Dale entonces,
querido! ¿O vamos a estar acá toda la noche?, hasta que
por fin Ángel Trejo se acercó a Parisi, le sacó la rana de
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un manotazo, la rana buscó refugio detrás del tronco de
un árbol, Bettini dijo: Sin prueba no hay Rhina; perdiste, Parisi, y nos comenzamos a dispersar como una recua
de caballos vapuleados sin oficio ni beneficio, lentos, vacíos, trabajando el olvido antes de que tuviera tiempo de
constituirse en memoria, con la lluvia entorpeciéndonos
el paso, con la lluvia humedeciéndonos los ojos, con la
lluvia doblegándonos el lomo.
5
Lo más probable es que el aviso lo haya visto Trejo y
corroborado don Marcos, o al revés, tanto da, el hecho es
que después lo vimos todos, con asombro, en detalle, demudados: un recuadro con foto en la sección policiales de
Crónica cuyo texto rezaba: Profesor Burman: destraba hechizos,
descifra el porvenir, realiza trabajos de amarre, separación y enlaces
de amor indestructibles – Brandsen 1125 – T.E.: 46- 6129; debajo del texto, el rostro de un Bettini joven ceñido con un
turbante blanco nos miraba con los ojos alucinados de un
encantador de serpientes.
-¿Y si vamos? ¿Y si vamos? ¿Tú qué dices, Parisi? Queda aquí nomás, a tiro de piedra, diez cuadras a lo sumo.
¿Vamos? –exultante el chileno Jaramillo aunque algo inquieto, porque si bien estaba promediando su novela, integrada por una pléyade de personajes cacofónicos que
sufrían un sinnúmero de malestares digestivos (diarreas,
espasmos, descomposturas), transitaban por la coprofilia
y el coito anal, y acudían cada tres páginas al proctólogo,
aún no había logrado esa concisión estilística respecto de
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la cual la definición de sorete seguía siendo su modelo consagrado, pero insistía el chileno Jaramillo porque el amonedamiento de un estilo era nada más ni nada menos que
el fruto de una larga paciencia. Un poco mohíno, un poco
resentido, un poco apichonado Parisi, que desde la lluviosa noche de Plaza Constitución no había vuelto a traer
comida casera porque no faltaba el gracioso –un linotipista, un redactor, un ordenanza, la noticia había corrido
como reguero de pólvora y con estrépito de burlas- que
le reclamara a voz en cuello un buen plato de ranas a la
provenzal, un par de porciones de ranas marinadas o, en
su defecto, muslos de ranas con papas noisette, y callaba
Parisi, se enfurruñaba, volvía a contar el cuento de Juan
Palumba, pero al cabo terminó por recuperar el tono, la
palabra, la verborragia con la consabida dispersión de
saliva y aspavientos (¡Escuchá, escuchá! ¡Pará, pará!), y
entonces: ¡Vamos, vamos! ¡La sorpresa que le vamos a
dar al atorrante éste! ¡Jo, jo! Nos aparecemos todos, la
cara que va a poner. ¡Vamos, vamos! ¡Jo, jo!, pero al cabo
no hubo oportunidad de sorpresa ni cara de asombro
porque esa misma tarde entró Bettini en la sección blandiendo Crónica como una bandera de combate, los ojos
iluminados y la sonrisa en ristre preguntando ¿cómo salí
en la foto, che? ¿no parezco un hurí? ¿un chamán? ¿un
vidente? Un payaso de feria, mordiendo las palabras el
comisario Núñez-Meller, exhalando el humo del cigarrillo negro, empañando el ventanal a través del que miraba
a los chicos jugando a la niña muerta, un mercachifle, un
embaucador de cuarta categoría esquilmándole la quincena a las negritas que le deben ir a consultar para saber si el novio las engaña, no del todo desencaminado el
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comisario Núñez-Meller porque Bettini estaba diciendo,
ante la requisitoria múltiple, las preguntas superpuestas,
los interrogantes amontonados, que el negocio resultaba
harto redituable: ¿cómo no vas a ganar plata, querido?,
más en la zona en que yo me manejo: Constitución-la
Boca-Barracas, ese es el triángulo de las Bermudas, ahí
van a parar todas las siervas a las que el novio las dejó, o
que se fue con otra, o que las plantó con un bombo de
cuatro meses, sin contar a las viudas que están desesperadas por encontrar un candidato que les caliente la cama,
o las señoras que te encargan un afrodisíaco y te lo pagan
a precio oro; eso es el triángulo de las Bermudas, querido,
si yo te contara... -y suspendía el sentido Bettini, gozaba
con la omisión y se regocijaba con la latencia, encendía
un largo cigarrillo rubio, parecía inmerso en laboriosas
reflexiones, lo sacaba del ensimismamiento la infatigable
ansiedad del chileno Jaramillo: Y cuenta, Mario, cuenta,
¿qué les dices tú? ¿qué te consultan? ¡Eso, che, eso! ¿qué
les decís?, reforzando Parisi, reiterando, tendiendo un
puente de plata después de la lluviosa noche de Plaza
Constitución.
- ¿Y qué querés que les diga, querido? Inventás alguna gilada, sacás algo de la galera, pero todo bien armadito, ¿eh?, bien armadito, una puesta en escena como
corresponde, porque si no se van y no aparecen más, a
la clientela hay que cuidarla, primero les adivinás algo del
pasado –didáctico Bettini, pero impreciso, renuente a la
minucia y al detalle, como esos docentes que dan por
sobreentendido aquello que el alumno ignora, razón por
la cual la exposición de Bettini era escandida, puntuada,
interrumpida por las exclamaciones de Parisi, por las du64
das del chileno Jaramillo, por las apostillas del comisario
Núñez-Meller en tanto que don Marcos y Ángel Trejo
corregían con el alma en vilo y el corazón en la boca
las pautas y objetivos de la Junta Militar calculados hasta fines del año mil novecientos ochenta y cuatro: Pero,
¿cómo adivinas, Mario, cómo adivinas? ¿Qué les dices?
¡Pará, pará! Este es capaz de decirles que adivina los números de la quiniela. ¡Contá, contá! Pero, ¿qué puede adivinar este charlatán de feria? ¡Pobre país! Acá hace falta
una mano dura... si estos tipos no se deciden a hacer una
limpieza a fondo, este país se hunde.
- ¿Y qué les vas a adivinar, querido? ¿O te creés que
entre el pasado de una persona y el de otra hay mucha
diferencia? La misma estofa, el mismo barro, la misma
mierda, para que me entiendas mejor, ¿te das cuenta?
Amores contrariados, ilusiones rotas, sueños frustrados,
y vuelta a empezar, la calesita de siempre con las canciones en distinto orden, ¿estamos? –y, en efecto, estábamos:
un poco desconcertados, un poco insatisfechos, un poco
ansiosos, porque a su vez Bettini estaba más o menos solícito, más o menos receptivo, decididamente inclinado
a la generalización, que huérfana del ejemplo concreto
cae en saco roto y oído desalentado, porque no estaba diciendo mucho Bettini, prácticamente no estaba diciendo
nada, para desesperación del chileno Jaramillo: ¿Y si no
le aciertas, Mario? ¿O le aciertas siempre?, para la crasa
presunción de Parisi: Y después que adivinás, ¿qué hacés,
qué hacés? ¿Las pasás por las armas? ¡Jo, jo!, para la virulenta indiferencia del comisario Núñez-Meller, que ajeno
a los objetivos de la Junta Militar y a los presuntos poderes adivinatorios de Bettini desplegaba un planisferio de
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monstruosas dimensiones sobre el que estaban circulados con rotulador rojo las islas Nueva, Picton y Lennox,
vociferaba invectivas contra el cardenal Antonio Samoré,
desparramaba sobre su escritorio una decena de alfileres
con cabezales de distintos colores, los pinchaba sobre
distintos puntos estratégicos del territorio trasandino y
exponía a voz en cuello su plan de operaciones mirando
alternativamente al planisferio y a la cara del chileno Jaramillo que prefería, prudentemente, hojear al desgaire un
número atrasado de El Comercio:
- ¡Por acá, por acá hay que atacar a los chilenos! –y
los alfileres se movían de Punta Arenas a Valparaíso en
una trayectoria caprichosa y probablemente imposible-.
Primero los atacás por tierra. ¡Pá! ¡Pá! ¡Pá! –y cada pá era,
presumiblemente, un cañonazo sobre el territorio sitiado-. Después de que los ahogaste por tierra empezás a
asediarlos por aire –y los alfileres comenzaban a cobrar
altura y se transformaban en cazabombarderos-, sin asco,
sin pausa, porque por la cordillera no se pueden escapar
y los tenés encajonados, servidos en bandeja –fervor napoleónico, aliento bonapartista era el que inflamaba al comisario Núñez-Meller teniendo al enemigo a su merced:
inerme y a punto de capitular-. Y cuando los tenés rodeados y les cortaste todas las salidas, empezás a bombardear
Santiago –y la decena de alfileres se convertía en un solo
haz multicolor precipitándose sobre la capital chilena y
reduciéndola a cenizas: habíamos ganado la guerra-. ¡Y
chau, viejo! –de un solo manotazo el comisario NúñezMeller, ya promovido al grado de general del Ejército,
desarmaba el teatro de operaciones, regresaba victorioso
al país y encabezaba el desfile de las tropas por la avenida
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Nueve de Julio-. ¡Qué línea de navegabilidad ni línea de
navegabilidad! No sólo anexionás las tres islas, sino todo
el país. Si Chile es territorio argentino, ¿qué me vienen con
Samoré ni con Samorá? ¡Mandáles la Aviación, el Ejército
y la Marina y vas a ver dónde se meten el principio bioceánico! –un tigre cebado el comisario Núñez-Meller, insaciable, indetenible, proyectando una invasión a Uruguay,
Paraguay y Bolivia, otorgándole forma y carnadura a un
Imperio Argentino, acomodándose con gesto castrense
una corona de laureles sobre sus sienes platinadas, apaciguándose sólo porque era la hora del refrigerio, saliendo
de las trincheras para consumir una porción de pasta frola
y un té con limón en el comedor de El Comercio.
Discreto Bettini, inusitadamente sobrio, inesperadamente
parco durante y después del refrigerio, sumiéndose en la
lectura de la sección de Espectáculos del diario, corrigiendo un par de notas de deportes, recortándose las uñas
con ensimismada prolijidad, como un actor experimentado que manejara los tiempos de la escena y supiera que el
auditorio está esperando su parlamento, y él hallara un
goce lo suficientemente pleno como para dibujar un compás de espera, como para trazar una parábola de expectativa, como para diseñar una arquitectura de la demora
hasta que estampó su firma al pie de las pruebas corregidas, hasta que dejó el diario al costado del escritorio, hasta que guardó el alicate en el bolsillo superior del saco,
hasta que dijo: Bueno, che, si tienen tanta curiosidad, vengan a casa que esta noche tengo consulta. Y no hizo falta
una sola palabra más, ni una sola, para que casi todos nos
encolumnáramos detrás de Bettini aunque más no fuera,
lo que no era poco, a fin de comprobar si Bettini detenta67
ba el don de la profecía o si esas mujeres cultivaban la
planta de la desesperación y creían porque había que
creer, porque para eso habían pagado la consulta, porque
para eso se habían acercado a ese departamento minúsculo de Brandsen y Hernandarias que Bettini compartía con
su madre (asombrados casi todos como si de una revelación escandalosa se tratara, como si alguien nos asegurara
que un héroe epónimo sufría gases y malas digestiones,
como si una imagen intangible fuera cruzada de un escupitajo, porque esta clase de personas no suele vivir con la
madre, ¿no?, dijo don Marcos con un asomo de sonrisa
que le distendía los labios y le enarcaba las cejas, y ninguno de nosotros dijo lo que estaba pensando, lo que se
precipitaba bajo el signo de un tembloroso interrogante
después de haber madurado como planteo, especulación
y sospecha: ¿qué clase de persona era Bettini?: ¿el paradigma de un proxeneta profesional?, ¿un filósofo cínico y
desencantado?, ¿o, más sencillamente, un aspirante a vividor que se movía a golpes de intuición y suerte?, por
mencionar sólo tres posibilidades entre diez, veinte, la
imaginación de cada cual ponía el número y clausuraba la
serie), un ambiente artificialmente dividido por una cortina roja de grueso paño en todo semejante a un telón de
teatro y en el cual la madre de Bettini, una mujer mayor,
obesa, con el pelo furiosamente teñido de color naranja y
un fulgor de avidez en la mirada que la emparentaba en
proporciones iguales con un ave de rapiña y un lobo famélico, hacía las veces de asistente personal y recepcionista, tomaba los datos de quienes llegaban a consultar al
oráculo, cobraba los honorarios correspondientes y franqueaba el paso a una escenografía alucinada donde se en68
contraba Bettini tocado con un turbante blanco, cubierto
con una túnica celeste, sentado a una mesa atiborrada de
objetos cuya mera profusión y vecindad los tornaba más
irreales que irrisorios (una bola de cristal, un halcón embalsamado, un gong de bronce, un Buda de metal innoble
ennegrecido por el tiempo y la desidia, un pequeño mapamundi de colores pálidos, un burdo remedo de carta astral trazada con líneas vacilantes y escrita en un latín elemental y macarrónico, una figura humana de madera
cuyas articulaciones se movían de modo laborioso y jadeante, una pecera en cuyo interior se fatigaba un pez
desfalleciente y amarillo, una piedra pulida de color azul y
formas irregulares, dos morteros de pequeñas dimensiones, varios frascos colmados de un líquido de matices ambarinos, un samovar inútil, dos pipas polvorientas e inservibles, tres o cuatro muñecos de paño que parecían
espantapájaros de juguete, una miniatura cuyo único rasgo oriental era la forma oblicua de los ojos, una lámpara
de pie cuya luz cenital entretejía una guirnalda de sombras
y temblores) y rodeado por cuadros, imágenes y afiches
que iban desde el martirio de San Sebastián hasta una lámina de Nostradamus pasando por la consabida reproducción del Ángelus de Millet. La primera persona en acceder al santuario fue una tal Elisa, y luego cinco mujeres
más cuya única singularidad era la de ser intercambiables:
similares vacilaciones de elocución (“sí, vi el aviso en el
diario, profesor, sí, en el diario”, “en realidad es por una
amiga, no por mí, vengo a consultarlo por una amiga”,
“es la primera vez, yo nunca vine a estos lugares, pero
estoy así, ¿cómo decirle?”), semejantes móviles de consulta (“y de un día para otro se fue, cenamos como siempre
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y a la mañana siguiente se fue”, “él es muy sexual, será por
eso digo yo, y yo no, yo soy más bien”, “un gualicho, una
amiga me dijo que le hicieron un gualicho, un gualicho
muy fuerte, yo digo que se lo habrá hecho la yegua que”),
compartida propensión al asombro (“¿cómo sabe que me
hice un raspaje, profesor, cómo sabe?”, “sí, sí, pero yo no
se lo dije a nadie, a nadie, profesor, de tres meses y ni se
me nota, porque yo soy muy delgadita, ¿vio?”, “¿cómo se
dio cuenta, profesor?, usted es brujo, sí, es mi cuñado,
pero mi hermana ni siquiera se da por enterada”), idénticos desconsuelos (“le hago lo que él quiera, si quiere que
le haga en la cama lo que le hace la yegua esa, yo hago de
tripas corazón y se lo hago”, “ojos que no ven corazón
que no siente, profesor, borrón y cuenta nueva, pero que
vuelva”, “algo, lo que sea, yo le doy lo que usted me dé,
¿qué necesita que le traiga, profesor?: ¿un pañuelo?, ¿ropa
interior?, ¿qué?”), un fraseo infinito, una monodia, una
sola nota sostenida hasta la crispación o el desconcierto y
apenas alterada por la vibración de la voz de Bettini que
impartía órdenes (“usted se me viene mañana a esta misma hora, querida, porque la quiero ver sola, una sesión
personal, ¿me entiende, querida?, arregle con mi secretaria”), que administraba posologías (“un cuarto de vaso de
este jarabe por la mañana, con el desayuno, es un macerado de hierbas afrodisíacas, no más de un cuarto de vaso,
querida, porque más es contraindicado”), que murmuraba sobreentendidos (“lo que necesito es una prenda íntima suya, querida, ¿por qué no viene mañana a última
hora?, así estamos más tranquilos, más relajados”), un
acorde plano, un ritornello, un motivo lacio y monocromo
apenas percudido por las estridencias de Parisi (“¡Jo, jo!
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Éste se la está trabajando para ponerla horizontal. Mañana le baja la caña. ¡Jo, jo! ¡Jo, jo! ¡Qué grande! Mirá la manera que encontró para trabajarse a una mina. ¡Qué grande!”), apenas coloreado por las presunciones del chileno
Jaramillo (“Porque tú te das cuenta que esa mujer está
ardiendo, no sé si me entiendes, lo que necesita es sexo, tú
te das cuenta, ¿no? Yo conocí a una mujer así en Chillán,
yo sé lo que te digo, te apuesto doble contra sencillo que
esta misma noche se enreda con el primer huevón que se
le cruce, yo sé lo que te digo”), apenas matizado por las
digresiones del cordobés Fernández (“Hasta pasado mañana a lo sumo, pasado mañana te los devuelvo, porque
me aumentaron la cuota del colegio de la Anita, pasado
mañana me llega una plata de Córdoba y te lo devuelvo,
¿me entendés?”), un coro desangelado, un estribillo, un
rumor envolvente y plañidero finalmente interrumpido
por la voz apremiada de don Marcos (“La charla está muy
linda, muchachos, pero la patrona me está esperando con
la comida y yo ya llego para los postres, hasta La Plata
tengo un tirón y ya se está haciendo tarde”), por la lenta
incorporación de Ángel Trejo, que se levantó pesadamente de la silla y dejó caer un comentario irrelevante y de
mera circunstancia (“Yo también me voy yendo, lo acompaño, don Marcos, me tomo un taxi y si quiere lo acerco
a algún lado”) mientras la madre de Bettini nos asediaba
con la mirada y Bettini, al fin, emergía de su altar profano
despojado de los indumentos del culto, ya sin túnica, ya
sin turbante, y era un despojamiento que pareció extenderse a su propia madre, que pasó a ser una señora mayor,
vacilante, sin rastro de rapiña en la mirada, que depositaba peso sobre peso en la mano de Bettini para que Bettini,
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luego de enfundarse en un saco azul de corderoy, nos invitase a cenar en un restaurante de Constitución al tiempo
que nos preguntaba: “¿Y, che, ya vieron cómo es el asunto? ¿No quieren que el profesor Burman los contrate
como asistentes?”
- ¡Jo, jo! Sos grande, che, sos grande vos, ¿eh? ¡Cómo
te trabajás a las minas, cómo te las trabajás! ¿Cómo se
llamaba la que entró después de Elisa? Esa con el pelo
rubio llovido, la que tenía un escote que ¡mamma mia!
¿Eh? –mientras el mozo descorchaba una botella de tres
cuartos litro de vino tinto de la casa, tomaba los pedidos,
untábamos manteca sobre rebanadas húmedas de pan,
brindábamos a la salud de todos y de nadie- ¡Virginia!
Eso, Virginia. A ésa me la tenés que presentar. Vas a ver si
conmigo funciona o no funciona. Virginia. ¡Mamita querida! ¡Qué mujer! Entre nos, che, a esa Virginia ¿te la pasaste por las armas? Dale, contá. ¡Jo, jo! Vos sos terrible,
che, terrible –mientras aderezábamos una ensalada mixta,
nos repartíamos una fuente de papas fritas, volvíamos a
brindar.
- Tú sabes, Mario, que yo conocí a una mujer así en
Chillán. No, no, no como Virginia, como la otra, como
la otra, la que entró después que Virginia, la pechugona,
la pelirroja, ¿cómo dices que se llama? Helena. Muy parecida a Helena la mujer que yo conocí en Chillán. Era
un volcán esa mujer, un fuego, me pedía todo y en todo
momento, tú no sabes lo que era esa mujer, Mario –mientras el mozo retiraba los platos con restos de milanesas y
churrascos, ordenábamos los postres, pedíamos una botella de un cuarto litro-. Ahora, ¿sabes qué?, ¿sabes qué?
Nunca la pude convencer para que me dejara penetrarla
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por la retaguardia, para que tuviéramos sexo anal, tú me
entiendes, ¿cómo las convences tú, Mario, cómo las convences? –mientras todos terminábamos el café, y hacíamos el vano intento de pagar, y Bettini se hacía cargo de
la cuenta porque él había invitado y no se desdecía de su
palabra.
- ¡Otra que convencerlas! Éste le debe meter derecho
viejo, mirá si se va a tomar el trabajo de convencerlas...
Vos también, chileno, sos un iluso, mirá lo que le venís a
preguntar. ¡Jo, jo! –mientras Bettini dejaba sobre la mesa
una propina generosa, mientras nosotros dejábamos sobre el pavimento húmedo las huellas de una noche irreal,
mientras los chicos que jugaban a la niña muerta en el
playón de estacionamiento dejaban a Marita bañada en
saliva porque Marita era la niña muerta y la canción indicaba que la tenían que ahogar a salivazos: Estaba la niña
muerta / tan quietita / que entre todos le tiramos / agua
bendita.
6
Como pasan estas cosas, de modo imprevisible, inesperado, casi todos teníamos una anécdota más o menos
cercana que abonaba la tesis de la crisis súbita y el posterior desmoronamiento: Mi primo, sin ir más lejos, un
huevón sano como un roble, deportista, ni un resfrío, ¿tú
quieres creer que una tarde, jugando a la paleta, se agarró
el estómago y se quedó doblado?, hubo que llamar a la
asistencia pública porque no se podía mover, increíble. ¿Y
mi tío de Villa María, hermano de mi madre?, hablando
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de mi madre, ¿vos sabés que estaba enterrada en Córdoba
capital, pobrecita, y ahora hay que trasladar los restos a
Rosario?, ¿no me podés facilitar unos pesos hasta la semana que viene?, yo tengo que recibir en una semana,
diez días a lo sumo, una plata de una indemnización y te
los devuelvo, ¿puede ser? ¡Qué fenómeno, che, qué fenómeno! ¿Vos sabés que a una tía mía le pasó lo mismo?,
claro que mi tía morfaba a cuatro manos, vos no sabés
lo que era, ¿nunca te conté de cuando la invitaron a un
asado en Luján? ¿No? ¡Pará, pará! ¡Escuchá, escuchá! El
único que escuchó un quejido, y casi inaudible, fue Ángel
Trejo cuando ambos estaban promediando la corrección
de una nota que informaba de la visita al país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a raíz de
las denuncias sobre desaparición y tortura de personas a
manos de la Junta Militar, una visita escandalosa, rugía el
comisario Núñez-Meller mientras golpeaba la mesa con
el puño, inaudita, humillante, lo único que falta es que
los yanquis nos vengan a monitorear por culpa de un par
de zurdos de mierda que se van del país y denuncian que
acá hay torturas, pero ¿me querés decir a quién se tortura acá?, habría que fusilarlos en Plaza de Mayo, ¡otra
que torturarlos!, aconsejaba el comisario Núñez-Meller
mientras adhería sobre la tapa de su agenda una calcomanía que aseguraba que los argentinos éramos derechos y
humanos, si en este país el único que torturó fue Perón,
¿o a qué te creés que se dedicaba la Sección Especial? ¡a
torturar contreras, querido, a eso se dedicaba!, ¿o quién
te creés que puso en vigencia la picana eléctrica en este
país? Perón, querido; yo me salvé por esto, rememoraba
el comisario Núñez-Meller mientras mostraba el canto de
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una uña para indicar la estrechísima distancia que lo había
separado de caer bajo la sevicia de la Sección Especial
de Lucha contra las Actividades Antidemocráticas que
funcionó durante las dos primeras presidencias de Perón
y que dependía de la Policía Federal, un quejido casi inaudible, dijo Trejo, y después don Marcos se derrumbó
sobre la mesa dejando la prueba de corrección surcada
por una línea de tinta azul dramáticamente quebrada por
la caída. Cuando irrumpió el señor Heber Muiño en la
sección –el rostro desencajado, los nervios de punta, casi
humano- ya le habíamos desabrochado la corbata a don
Marcos, ya le habíamos echado la cabeza hacia atrás, ya le
habíamos mojado la cara con agua fría, un poco desesperados, un poco aturdidos, un poco torpes, moviéndonos
con un retraso de fracciones de segundos o de minutos,
el tiempo que tarda el cuerpo y la cabeza en componer la
escena inusitada, salvo el comisario Núñez-Meller, cirujano improvisado y expeditivo que mientras seguía preguntando ¿me querés decir a quién se tortura en este país?
se acercaba a don Marcos, lo abofeteaba, abría un alfiler
de gancho, se lo clavaba en los muslos y en los brazos, y
cuando, al no obtener el resultado que esperaba se disponía a punzarle el cuello en una progresión que amenazaba
con extenderse a los genitales y a los ojos, fue detenido
por el señor Heber Muiño: Bueno, basta, es evidente que
este hombre no reacciona, hay que llamar a la ambulancia. Desencantado, interrumpido en su labor, frustrado
en sus intenciones el comisario Núñez-Meller, que aun
un par de días después, cuando supimos que don Marcos
estaba hemipléjico a causa de un ataque de hipertensión,
seguía musitando: Yo no sé por qué no me lo dejaron a
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mí, si yo hice un curso de primeros auxilios en la policía, si me hubieran dejado clavarle el alfiler en busca del
corazón vas a ver cómo reacciona el viejo, al final este
Muiño es un cagón, tanto aspaviento y se asusta por una
descompostura, ¡pobre país!, ¿dónde vamos a ir a parar?
Te das cuenta, ¿no?, te das cuenta por qué hay que
vivirla, porque la tarde más inesperada te agarra un ataque y te quedás seco, no hay aviso previo, querido, y no
podés alegar en tu favor que vos no fumaste, no tomaste,
no jodiste, te quedás seco y a otra cosa, querido, sentenció Bettini antes de informarnos de su flamante incursión
en el ejercicio del magisterio: Doce años tiene la paloma,
le estoy dando clases particulares, te imaginás que no le
cobro un solo peso, bastante rédito voy a tener, ¿no? El
pez por la boca muere, bramó el comisario Núñez-Meller,
y estos hijos de puta, más tarde o más temprano, hablan
de más, en cuanto diga que a la piba la tocó le meto una
denuncia por corrupción de menores, la cárcel no es ninguna solución, viejo, ninguna, a estos hijos de puta hay
que caparlos, vas a ver cómo lo piensan dos veces antes
de meterse con una menor, mientras no venga una mano
dura, hasta un Castro, mirá lo que te digo, acá nos vamos
a pique, ¡pobre país! ¿Cuántos?, los ojos desorbitados
Parisi, ¿cuántos dices?, la novela empantanada el chileno Jaramillo, ¿cuántos, che?, momentáneamente olvidado
Ángel Trejo de la hemiplejia de don Marcos, ¿cuántos?,
el cordobés Fernández aprovechando la distracción de
Trejo y agenciándose un paquete de cigarrillos. ¡Jo, jo! ¡Jo,
jo! Éste va en cana, che, éste va en cana, ¡te pasaste!, vas
a terminar en cana, che. Dos años menos que la Anita, y
pensar que el otro día la dejé sola con el novio y le dije
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al pibe: No me desgraciés a la nena, ¿eh? ¿Doce? ¿Dijiste
doce? Pero tú juegas con fuego, Mario, tú juegas con fuego, eres increíble Mario. ¡Pero acá no se puede comentar
nada, querido! Arman un maremoto en un vaso de agua.
¿Yo dije que me la estoy violando a la chica? ¿Dije eso?
Y, en verdad, nada había dicho Bettini porque todo lo
había deslizado, había puesto los ojos en el lugar de las
palabras, había dibujado en el aire las formas incipientes
de la pubertad; nada había dicho porque todo lo daba
por sobreentendido, había alimentado el destello para no
enceguecer con el deslumbramiento, había bordado con
el silencio lo que aún carecía de verbo y trama; nada había dicho porque todo lo había sugerido, había insinuado
en el tono la coloratura espesa de la tela, había exhibido
el detalle como pálido reflejo de la exuberancia. Febril,
fogoso, frenético, una mosca Parisi a lo largo de los días
siguientes (en el buffet del diario, a la hora del refrigerio,
en el baño hablando a los gritos y mingitorio de por medio), una estampilla Parisi durante las semanas siguientes
(interrumpiendo las charlas, interviniendo los silencios,
importunando las paciencias), una sombra Parisi en el
transcurso de los meses siguientes (rondando la casa de
Bettini, forzando encuentros aparentemente azarosos
con Bettini, llamando por teléfono a Bettini a horas inusuales y con excusas insostenibles), con una pregunta
en ristre Parisi, a manera de pendón, emblema y carta de
batalla: ¿Qué pasó con Gracielita, che? ¿Qué pasó, eh?
Extático, en vilo, sentado sobre la punta de la silla, flexionando las piernas como si estuviera a punto de lanzarse a
la carrera, las manos sudorosas frotándose sobre las perneras del pantalón, fascinado, mudo, agradecido por ser
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él y aparentemente sólo él el destinatario del relato ya que
el chileno Jaramillo estaba cautivo, enfrascado, absorto en
su novela, sordo a los requerimientos del exterior, tratando de conciliar en un agónico intento las definiciones del
Diccionario de la Real Academia, los malabarismos amatorios de Sade y los destinos de una multitud de personajes estreñidos o descompuestos, Parisi escuchaba (Vení,
Parisi, te lo cuento a vos porque a vos te interesan estas
cosas) cómo Bettini había entrado en contacto con Gracielita (vive al lado de casa con la madre, las dos solas),
cómo Gracielita lo visitaba un par de veces por semana
antes de cenar para que Bettini la ayudara en las tareas
escolares (profesor Mario me llama la nena, es rubiecita,
pecosa, divina); agazapado, tenso, expectante, Parisi escuchaba cómo Bettini, durante los primeros encuentros, se
había mostrado como un maestro amable pero severo (no
te distraigas, Gracielita, no me hagas repetir tres veces la
misma cosa, ¡por favor!), inflexible a la hora de impartir
las reglas de la ortografía (todos los verbos cuyos infinitivos terminan en bir se escriben con b larga, Gracielita,
salvo tres excepciones: hervir, servir y vivir) o los rudimentos del cálculo( el resto, Gracielita, es lo que queda,
como el vuelto que te dan cuando tu mamá te manda a
comprar algo, ¿me entendés, linda?); ansioso, inmóvil, extasiado, Parisi escuchaba cómo Bettini, a la quinta o sexta
clase, mientras le explicaba las diferentes construcciones
verbales (no solamente hay verbos regulares o irregulares, Gracielita), comenzó a acariciarle suavemente la rodilla (sino también construcciones verbales reflexivas que
necesitan de un verbo reflejo: yo me acerco a vos, yo te
acaricio, ¿entendés, querida?), progresó hasta la mitad del
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muslo y ahí se detuvo, observando una sonrisa plácida y
aquiescente en la boca de Gracielita (¿te gustó la clase,
hermosa?); incrédulo, azorado, implorante, Parisi observaba cómo Bettini se detenía, así como su mano se había
detenido sobre el muslo de Gracielita ahora y de la misma
manera se detenía el relato, impidiendo la expansión de
Parisi, el desahogo de Parisi, el derramamiento de Parisi,
que en vano insistía, rogaba y desesperaba (Dale, dale,
te estás comiendo una paloma y no me lo querés contar,
dale, dale), que en vano prometía, incordiaba y desasosegaba (Te juro que no te pregunto más, te juro que no te
pregunto más, pero decíme qué pasó después), porque
Bettini había determinado que por ahora, al menos por
ahora, ya era suficiente (Tranquilo, che, qué te pasa, este
es un trabajo muy fino, delicado, artesanal, cuando pase
algo más te cuento).
Un alivio para Bettini, un asombro para nosotros, un
desconsuelo para Parisi; una pausa para tanto asedio cuando se nos ordenó trasladarnos en plena jornada de trabajo
al sexto piso del diario, a la sala de recepciones (alfombrada de rojo para la ocasión; lustrado el busto del escribano
Cayena, el fundador de El Comercio; dispuesta una larga
mesa de buffet froid, gaseosas y baldes de hielo donde reposaban las botellas de champagne para el correspondiente
brindis; encolumnados como gendarmes diez mozos de
chaqueta blanca y pantalón negro) a efectos de asistir a
la ceremonia organizada por la Asociación de Prensa en
donde se le entregaría al señor Heber Muiño un premio
a la trayectoria periodística, que bien merecido se lo tiene
– cerró su discurso el brigadier Spíndola, interventor de
la Asociación de Prensa- por ser un adalid de la libertad y
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del compromiso con los valores republicanos reñidos con
las ideologías foráneas, tras lo cual el señor Muiño recibió
de manos del brigadier Spíndola una pequeña escultura
de bronce que representaba una rotativa cruzada por un
sable, se ajustó los anteojos ahumados, se aclaró la voz y
dijo, entre otras cosas, que nosotros no éramos ni empleados, ni trabajadores, ni personal asalariado, sino que constituíamos su pequeña familia, su círculo íntimo, sus entrañables amigos, hermanados en la tarea de cumplir nuestra
esencial misión: informar libremente al pueblo de la nación argentina, tarea para la cual el señor Muiño no percibía ningún obstáculo, a despecho de lo que vociferara un
grupo irrelevante de cipayos que medraba en el exterior
y que era mantenido por el oro soviético, sin perjuicio de
lo cual, enfatizó el señor Muiño, nosotros les tendíamos a
esos extraviados un puente de plata para que retornaran
al seno de un pueblo que sólo se confesaba ante Dios,
concluyó el señor Muiño citando las palabras del ministro
del Interior, el general Albano Harguindeguy, dedicadas
a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y
que elevaban a la Argentina a un nivel inesperadamente
pontificio, y de inmediato se desató sobre el proscenio
una confusión de abrazos, apretones de mano y palmadas
sobre la espalda, un estallido de flashes y micrófonos, un
ditirambo de reconocimientos calurosos y recíprocos; fue
repartido entre los invitados el suplemento especial editado por el semanario Gente titulado “Carta abierta sobre
derechos humanos”, documento dirigido, precisamente, a
la Comisión Interamericana y en el cual había colaborado,
entre otros, el señor Muiño; fue comentado con alborozo
inocultable la obtención del Campeonato Mundial Juvenil
80
de Fútbol tras haber derrotado tres a uno al seleccionado de la Unión Soviética (“No sólo les estamos ganando
la batalla ideológica a los rusos...”, comentó el brigadier
Spíndola con ánimo expansivo y tribunero); fue habilitada la mesa sobre la que nos precipitamos para saborear
las porciones de vitel thoné, los bocaditos de salmón, los
canapés de queso fundido (“Mucho comunismo, mucho
comunismo y mirá cómo se mata el hambre el chileno...”,
observó el comisario Núñez-Meller); fuimos invitados a
retomar las tareas habituales mucho antes de que se descorcharan las botellas de champagne (“¡Vamos! ¡Vamos!
¡A moverse! Que si el diario llega a cerrar cinco minutos
más tarde los echo a todos, manga de degenerados...”,
exhortó el señor Muiño).
Inabordable Bettini, que no había probado bocado
porque estaba a dieta, al contrario del chileno Jaramillo,
que en plena ebullición creadora había consumido una
bandeja de arrollados de palmito: Tú sabes que la escritura demanda una energía tan grande que de alguna manera
debes reponerla, ¿o acaso piensas que es una mera coincidencia que Balzac, Flaubert y Stendhal fueran gordos?,
preguntaba retóricamente el chileno Jaramillo postulando
una original correspondencia entre obesidad y excelencia
literaria y dejando fuera de la literatura a Virginia Woolf,
Proust o Voltaire, narradores de afinado continente y
hábitos moderados. Impenetrable Bettini, un doble de
James Cagney, poniendo cara de póker y sin que se le
mueva un músculo, como sugirió el cordobés Fernández
para furibunda reacción del comisario Núñez-Meller, que
tenía a James Cagney, junto con Humphrey Bogart, como
uno de sus escasos ídolos cinematográficos: Pero un Ja81
mes Cagney del subdesarrollo, un James Cagney de cuarta
categoría, que al único que puede tener en vilo es a un
pobre infeliz como Parisi, ¡por favor! ¡James Cagney! Ése
sí que era un macho: lo mirabas mal y te cagaba a tiros.
¡Que vas a comparar! Éste no le llega ni a la suela de los
zapatos a James Cagney. ¡Pobre país! Inescrutable Bettini,
aun cuando los pasillos del diario semejaran un hervidero
a causa de que el doctor Martínez de Hoz anunciara que
la actividad gremial se normalizaría hacia mil novecientos
ochenta y uno, y el chileno Jaramillo olvidara momentáneamente su ópera magna y prima y se postulara de inmediato como delegado del sector porque no es cuestión
de perder el tren de la Historia, compañeros, comenzaba
a arengar el chileno Jaramillo, un tren, huelga decirlo, de
carácter simbólico, alusivo, metafórico, constituido por
pocos pero harto representativos vagones, uno de los
cuales estaba ocupado por los intelectuales, el otro por el
proletariado y el restante por la dirigencia, pero qué tres
vagones, compañeros, como ponía de relieve el chileno
Jaramillo, ni más ni menos que la tríada de la Historia. Imperturbable Bettini, por más que el cordobés Fernández y
Ángel Trejo apenas se bastaran para contener al comisario Núñez-Meller que expresaba a viva voz sus ardientes
deseos de machacar la cabeza del chileno Jaramillo con un
durmiente del Ferrocarril General Roca porque si a estos
zurdos no los parás de entrada te terminan pasando por
arriba, ¿de qué tren me hablan?, ¿a mí me van a venir a
hablar de trenes?, ¿por qué no toman el tren para ir a trabajar? Esta peste de los sindicatos se la debemos a Perón.
Te eligen delegado, te empezás a reunir con el sindicato y
no trabajás más en tu vida, ¡mirá qué linda joda! ¿Y ahora
82
quieren normalizar de nuevo los sindicatos? ¡Pobre país!
Ajeno a las normalizaciones, a los terraplenes o a la energía creadora, un tábano Parisi, una lapa, una cataplasma:
Pero, ¿para qué empezás a contar si después te hacés el
estrecho, che? Irritado, francamente molesto, enfurruñado Parisi: Hay que sacarte las palabras con un tirabuzón,
hay que rogarte, ¡má sí!, es la última vez que te pregunto
algo. Mohíno Parisi, desalentado, desafiante: Parecés una
mina, che. ¿Conmigo te hacés el estrecho? ¿Conmigo?
Pero vos no estás para estas cosas, querido, todavía no estás – sádico Bettini. Yo te voy llevando de a poco, después
de años de hambre no te podés dar un atracón porque
te morís –vesánico Bettini. Este es un trabajo fino, de
artífice mayor, a un pintor de brocha gorda no le podés
encargar la restauración de un paisaje de Rembrandt, no
te ofendas, querido –sarcástico Bettini. Pero este tipo no
es más imbécil porque no se lo propone –fuera de sus casillas el comisario Núñez-Meller-, ¿cómo no se da cuenta
que lo que le dice ese degenerado es pura fantasía de un
cerebro podrido, puro invento de un amoral? Está jugando al gato y al ratón y este imbécil le sigue la corriente
como si fuera un chico de cinco años... ¡qué digo un chico
de cinco años!, si hoy los chicos son más rápidos que los
aviones. ¡Pobre país, Dios mío! Y no sé, no sé –escéptico
el cordobés Fernández, echando mano de su experiencia
mediterránea-, vos sabés que yo en Alta Gracia conocí a
una piba de once años que le daba vuelta y media, si vos
te descuidabas, a una mujer hecha y derecha, una piba de
once años, mirá lo que te digo, prácticamente de la edad
de la Anita. ¿Y el caso de Lolita? –emergiendo de una pila
de papeles el chileno Jaramillo porque ya la novela era un
83
galimatías inextricable y el chileno la estaba abandonando a favor de su futura inserción gremial-. Ahí tienes el
caso de Lolita, que vuelve loco a un huevón que tiene la
vida armada y se enamora de una chica que podría ser su
nieta, no es tan raro como parece. Y puede ser, puede ser
–contemporizando Ángel Trejo, que llamaba por teléfono día por medio a casa de don Marcos para enterarse de
que su estado era estacionario con una leve tendencia a la
declinación-, pero así y todo es raro, a mí no me parece
normal andar en relaciones con una chica que no tiene ni
quince años, qué querés que te diga. Pero es todo mentira –volvía a bramar el comisario Núñez-Meller-, todo
mentira, de todo lo que dice este degenerado la mitad es
mentira y la otra mitad dudosa, te lo digo por experiencia
de vida, si yo te contara... Impredecible Bettini, que cuando parecía que iba a callar para siempre dando pábulo
a la resignación de Parisi y a nuestras especulaciones le
preguntó a Parisi en un tono de mortal seriedad: Pero, ¿en
serio vos querés comerte una paloma? ¿En serio? Y Parisi
respondió con los labios chapoteando en saliva, la calva
anegada en transpiración, la cara coagulada en un gesto
que oscilaba entre la avidez y el temblor: Sos guacho, ¿eh?
Implacable Bettini, con la determinación de un verdugo
y la estrategia de una araña: Pero, ¿querés o no? No me
digas que me jodiste la paciencia tanto tiempo por nada,
¿no? Indoblegable Bettini, encendiendo un cigarrillo rubio y sosteniendo la mirada fría: ¿Qué pasa, viejo? ¿Vas a
arrugar ahora? Inclaudicable Bettini, con la sevicia de un
torturador y el profesionalismo de un sicario: ¿Sí o no? Y
Parisi respondió, como una novia abrumada frente a la
pregunta del celebrante: Y sí, quiero. Y ahí sí Bettini dis84
tendido, ahí sí Bettini exhalando el humo por la nariz, ahí
sí Bettini componiendo una mirada cómplice: Entonces,
yo te voy a ayudar a digerirla.
7
¡Pará, pará! –había vuelto por sus fueros Parisi, exultante, vertiginoso, incontinente- ¡Escuchá, escuchá! –aunque se hiciera difícil escuchar en medio de ese marasmo
de versiones, rectificaciones y ratificaciones a partir de la
noticia de la homilía pronunciada por Juan Pablo II sobre
los desaparecidos en Argentina que estaban corrigiendo
Ángel Trejo y el comisario Núñez-Meller- ¿No saben ese
de la mujer que le tienen que conseguir al Papa? ¿No?
¿No lo saben? ¡Es mortal!¡Escuchá, escuchá! Resulta que
se plantea en el Vaticano la necesidad de que el Papa tenga una mujer para...¿me entendés, no?... para tener relaciones. Entonces se reúnen los cardenales con el Papa
para discutir las características que debe tener esa mujer,
porque no puede ser cualquiera, ¿me entendés, no?, es
una mina que se va a meter en el dormitorio del Papa, no
es poca cosa, ¿eh? –noticia que provocó la inmediata respuesta del general Albano Harguindeguy, tal como constaba en la prueba de corrección que estaban leyendo el
chileno Jaramillo y el cordobés Fernández, quien no sólo
reiteró que la Argentina sólo se confesaba ante Dios sino
que deslizaba que el Papa, al fin y al cabo, era un hombre,
con lo que hacía tambalear de un solo golpe el secular
85
concepto de infalibilidad papal-. Entonces se reúnen todos, te imaginás, ¿no?, todos reunidos para hablar de una
mina, y un cardenal dice: En primer lugar, propongo que
la mujer elegida para acceder a la intimidad del Santo Padre sea ciega. ¿Y por qué?, pregunta el Papa. Para que no
pueda violar su más secreta privacidad, Padre. Bien, bien,
dicen todos, aceptado: que sea ciega –respuesta que fue
ligeramente matizada por monseñor Manuel Tato, quien
en declaraciones que estaban corrigiendo Ángel Trejo y
el comisario Núñez-Meller dijo que, en realidad, el Papa
había elogiado a la Argentina sin reparos, poniendo especial énfasis en la pastoral delicadeza que había tenido la
Junta para no lesionar los derechos humanos-. Yo he pensado también, dice otro cardenal, que debería ser muda.
¿Y por qué?, pregunta el Papa. Para que no pueda repetir
en el exterior las palabras dichas en la más estricta intimidad, Padre. Bien, bien, dicen todos, aceptado: que sea
muda –versión de monseñor Tato que fue confusamente
complementada por el brigadier general Omar Graffigna,
según estaban corrigiendo Parisi y Bettini, quien se lamentaba de que nuestro país sufriera la incomprensión de
muchas naciones que se permitían juzgarnos equivocadamente al no entender de forma cabal nuestro concepto de
libertad-. Entonces va otro, otro cardenal, ¿no?, y dice: Yo
creo que la mujer elegida debe ser extranjera. ¿Y por qué?,
pregunta el Papa. Para que no pueda entender las palabras
que usted puede musitar en un momento de abandono,
Padre. ¡Jo, jo! En un momento de abandono, ¿entendés,
no? ¡Jo, jo! Bien, bien, dicen todos, aceptado: que sea extranjera –ronda de declaraciones que aparentemente se
cerraba con una nueva intervención del general Harguin86
deguy que estaba siendo leída por Trejo y el comisario
Núñez-Meller en la que expresaba su firme certidumbre
de que toda violación a los derechos humanos era ilícita y
se definía como un soldado de Cristo encolumnado a las
órdenes del Santo Padre-. Hasta que el Santo Padre los
interrumpe a todos y dice: Y la mujer elegida debe tener
las tetas grandes, bien grandes. Te imaginás el despelote
que se arma, ¿no? ¿Y por qué? ¿Y por qué?, preguntan
todos los cardenales. Perche me piache, responde el Papa.
¡Jo, jo! ¡Jo, jo! Es mortal, ¿no? Al Papa le gustaban las minas con tetas grandes. ¡Jo, jo! ¿Y cuándo salimos de joda,
che? –predispuesto Parisi, reconciliado y expectante, incluso había vuelto a lucir bandeja y mantel a cuadros para
intoxicar a propios y extraños con salsas indiscernibles,
postres intransitables y hasta un licor de chocolate tan
casero como deletéreo-. Quedáte tranquilo que muy lejos
no vamos a tener que ir, el palomar está cerca –misterioso
Bettini, intencionado y críptico, como si tuviera un as en
la manga y fuera premeditando el desarrollo del partido
a puro placer y antojo pese a las reservas expuestas por
el comisario Núñez-Meller con los dientes apretados y el
cigarrillo negro humeando entre los dedos-: Este infeliz
de Parisi se va a terminar comiendo un sapo en serio, ¿y
querés que te diga una cosa? Se lo tiene merecido. La culpa no es del chancho, como decía mi abuela, sino del que
le da de comer, y el que le da de comer a este degenerado
es Parisi, ¡que se joda! Si todos nos pusiéramos de acuerdo y le hiciéramos el vacío a este amoral vas a ver cómo se
calla la boca de una vez y para siempre, pero ¿qué querés
hacer acá?, si cada uno tira para su lado, esto está lleno de
zurdos y pusilánimes. ¡Pobre país! ¡Mi Dios querido!
87
Un poco infundada, un poco anacrónica, un poco extemporánea la indignación del comisario Núñez-Meller y el
tono plañidero que de la misma dimanaba habida cuenta
de que por aquellos días poco y nada era lo que comunicaba Bettini, y aun ello sin relación alguna con la conquista amorosa, con la estrategia de la seducción o con la crasa anécdota de alcoba, algún comentario en torno a la
marcha económica del país (Tiene razón Martínez de
Hoz, che, la inflación no hace otra cosa que caer, sólo es
del ciento sesenta por ciento), alguna apostilla acerca del
lineamiento editorial del diario (¿Se puede creer que lo
más importante de este pasquín sea la página de chimentos del espectáculo?), alguna recomendación a propósito
de los estrenos cinematográficos de la semana (Para darse
cuenta de lo que es una mujer en serio hay que ver Doña
Flor y sus dos maridos, querido), pero en tono sereno, sosegado, neutro, como si se hubiera quemado en la propia
incandescencia de su premura y estuviera ingresando en
un estadio de aséptica contemplación; aportes de relativa
importancia y mediano alcance, en todo caso, si se comparaban con el verbo inflamado del chileno Jaramillo a
quien, por el contrario, se lo escuchaba hablar a voz en
cuello y vibrato creciente de modos de producción y conquistas avasalladas, de alternativas de cogestión y derechos inalienables, de estrategias de colisión y reclamos
imprescriptibles porque ya la novela estaba definitivamente arrumbada en el arcón de los proyectos frustrados
y el chileno Jaramillo se obstinaba en anunciar a los cuatro vientos, y aprovechando una semana de licencia que
se había tomado el comisario Núñez-Meller para tramitar
el enésimo reclamo a fin de que le reconocieran cargo y
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honores, su intención de dedicarse por entero a los afanes
gremiales, su propósito de lograr a sangre y fuego si fuera
necesario la prolongación del refrigerio a cuarenta y cinco
minutos, su demanda perentoria de que todos los compañeros contratados pasaran a revistar en planta permanente, su resignado retorno a la literatura refundiendo la novela en una serie de relatos titulada Anales cuando,
coincidiendo con el retorno del comisario Núñez-Meller
tras su frustrada gestión, el señor Muiño lo llamó, le puso
una mano en el hombro y le dijo: No sea pelotudo, hombre, que lo voy a terminar echando, y el chileno Jaramillo
pegó media vuelta, retornó a la sección y nos hizo saber
que aún no estaban dadas las condiciones para subirse al
traqueteado tren de la Historia. Acá hace falta un Castro,
un Franco, un Idi Amin, bramaba mientras tanto el comisario Núñez-Meller mezclando ligeramente ideologías,
filiaciones y tendencias en razón de que las autoridades
habían rechazado su petitorio juzgándolo improcedente y
de mérito escaso, no hay nada que hacer, viejo, estos son
milicos como Perón, están todos cortados por la misma
tijera, una mafia, cocinan los chanchullos entre ellos y a
los que pusimos el lomo cuando había que ponerlo nos
dejan afuera, una caterva de inmorales, una runfla de degenerados, eso es lo que son, ¡escaso mérito mi petitorio!
¿mi petitorio escaso mérito?, un Mao, un Stalin, un Kruschev, eso es lo que hace falta acá, ciego a las diferencias,
indiferente a los matices, impermeable a las singularidades el comisario Núñez-Meller, inesperadamente cercano
a la posición del chileno Jaramillo, partiendo ambos de
distintos afluentes pero desembocando en el mismo lecho, pero si alguien hubiera insinuado semejante comuni89
dad de criterios el comisario Núñez-Meller habría puesto
el grito en el cielo y estrellado el puño sobre el escritorio,
de modo tal que todos guardamos reverente silencio y
esperamos que desfogara su ira contra tirios y troyanos,
güelfos y gibelinos, civiles y militares, que todos eran uno
y el mismo, que todos eran, en mayor o menor medida,
responsables de que se hubiera juzgado su petitorio improcedente y de mérito escaso, ¡de mérito escaso! ¿de mérito escaso? ¡Pobre país! ¡Qué rejuntado de atorrantes!
Cambian las épocas, cambian los nombres, pero es la misma manga de malandras, en clara alusión el comisario
Núñez-Meller al reemplazo de Viola por Galtieri como
comandante en jefe del ejército, un general que, según el
perfil trazado por el señor Heber Muiño en el editorial de
la fecha, se caracterizaba por su manifiesta vocación de
diálogo, por su decidido apoyo a la convergencia entre
civiles y militares, y, en la esfera privada pero no por ello
menos importante, por su personalidad circunspecta y
sus hábitos moderados; un militar reflexivo, finalizaba el
editorial el señor Heber Muiño, que va a garantizar la
transición sin caer en la debilidad ni precipitar a la república en aventuras descabelladas. ¿Y a ti qué te parece?,
qué te parece, Parisi? La verdad, la pura verdad, sin cortapisas ni contemplaciones, ¿qué te parece?, urgía el chileno
Jaramillo, que desde que el señor Muiño anunciara la inminente aparición en el diario de un suplemento cultural
había puesto a consideración de Parisi uno de los cuentos
desprendidos de la novela inconclusa titulado “El esfuerzo y la agonía” que no era, como se podía prever, una
épica de carácter maximalista y libertario sino la historia
de un pobre hombre con un estreñimiento monstruoso al
90
que su mujer debía introducirle periódicamente un palo
en el recto para remover un bolo fecal que cobraba dimensiones apocalípticas y que, al cabo, terminaba matando al protagonista, relato de un realismo exacerbado que
le había permitido al chileno Jaramillo desarrollar su teoría estilística en torno a la palabra sorete e intercalar las
inscripciones escatológicas a las que era tan aficionado.
Es una historia verídica, Parisi, absolutamente verídica,
con los nombres cambiados, es claro, pero verídica, un tío
y una tía míos que vivían en Valparaíso, tú no sabes lo que
era el sufrimiento de ese hombre para mover el vientre,
igualito a Menotti mi tío, tú lo veías y te lo confundías con
Menotti, no digo que Menotti tenga problemas de estreñimiento, por supuesto, pero mi tío era igualito a él, ¿puedes creerlo? Mate, chango, mucho mate, pero mezclado
con peperina, no con cáscaras de naranja como lo toma
Parisi, terciaba el cordobés Fernández ofreciendo una receta práctica y al alcance de todos, si tu tío hubiera tomado mate con peperina no le hubiera pasado nada, miráme
a mí, exigía el cordobés Fernández, miráme, miráme, lo
primero que hago a la mañana es calentar la pava, y al
cuarto o quinto mate ya estoy sentado en el baño, no hay
nada como el mate con peperina para limpiarte las tripas.
Con las tripas, precisamente, está escrito el cuento, ¿a ti
qué te parece, Parisi? Dímelo con sinceridad, sin anestesia. ¡Pará, pará! –ya había ido al cine Parisi, y había visto
tres veces la película, y andaba buscando por todo Buenos Aires a una mujer que, al menos, se asemejara remotamente a Sonia Braga-. ¡Escuchá, escuchá! –y le confesaba al chileno Jaramillo que Rhina era parecida, pero no
quería insistir sobre el particular por temor a que Bettini
91
sacara un despropósito de la galera y una rana del bolsillo-. ¿No saben el del cazador de leones? ¿En serio no lo
saben? Es mortal el del cazador de leones –y hasta en la
más estricta intimidad se miraba al espejo de cuerpo entero y se veía parecido a Vadinho-, el tipo es un bacán, tiene
guita de todos los colores, está casado con una morocha
idéntica a Sonia Braga, ¡qué mujer, mamita querida!, y
hace una reunión en su casa para pasar las diapositivas del
último safari en que intervino –y se había comprado la
novela de Jorge Amado con el único fin de aprender los
secretos de la cocina bahiana-, reúne a todos los amigos,
todos bacanes como él, gerentes de empresa, ejecutivos,
¿me entendés, no?, la crema de la crema, y empieza a pasar las diapositivas, dale que dale, tá, tá, tá, hasta que llega
a la diapositiva de un león, se hace un silencio entre todos
los asistentes y el tipo va y dice: “Este es el león con el que
me enfrenté” –y había empezado a aprender los rudimentos del portugués con ayuda de un casete de las Escuelas
Berlitz y murmuraba dificultosa pero obstinadamente:
“Eu seu Parisi, ¡saravá!”-, y el león era un león terrible,
con unos colmillos que metían miedo, ¿te imaginás, no?,
y el tipo dice: “Nos enfrentamos en un claro del bosque,
el león y yo, solos, el león avanzaba un paso y yo avanzaba
un paso, el león avanzaba dos pasos y yo avanzaba dos
pasos”, ¿y qué pasó?, empezaron a preguntar los otros,
¿qué pasó? –y ya estaba averiguando cuánto le costaba el
pasaje y la estadía en Bahía, y ya estaba sumando sueldo y
aguinaldo, restringiendo de aquí, sacando de allá, llegando
con las últimas monedas pero llegando- y el tipo dice:
“Estábamos a cincuenta metros de distancia, el león y yo
a cincuenta metros, entonces me detuve, cargué el rifle, y
92
apunté”, ¿y qué pasó? ¿qué pasó, che?, ¿te imaginás, no?,
el aire se cortaba con un cuchillo, pasá a la siguiente diapositiva, che, le pedían, pasá a la siguiente –y ya había
traído a la sección, en la bandejita tapada con el mantel a
cuadros, una cazuela de cangrejos que había preparado
siguiendo al pie de la letra la receta de doña Flor, pero o
bien había un error de imprenta o bien había un desajuste
en los ingredientes de la receta (no conseguí cilantro y lo
reemplacé por albahaca, y la leche de coco cuesta un ojo
de la cara, viejo, ¡qué querés!), porque todo nos resultó
incomible, indigesto, intolerable-, y el tipo nada: “Me acomodé la culata en el hombro, puse el dedo en el gatillo, el
león bramó con un rugido que hizo temblar la selva entera, y entonces... aaaahhhh...” ¡Lo mataste!, gritaron todos.
“No, dice el tipo, me cagué...”- y ya se imaginaba en Bahía
ensayando capoeira, diciendo “tudo bem” y entrelazado
con una mulata debajo del cielo protector de las palmeras-. ¡Jo, jo! ¡Jo, jo! ¿Te imaginás, no? ¡Otra que matarlo! El
tipo se había cagado, cuando el león rugió el tipo se cagó.
¡Jo, jo! ¡Jo, jo! ¿No es mortal, che? El tipo se cagó, ¿me
entendés, no? ¿Y eso qué tiene que ver con mi cuento,
Parisi?, desconcertado el chileno Jaramillo que solicitaba
una opinión sincera y le devolvían un chiste ramplón;
desanimado el chileno Jaramillo, que si bien veía que entre su cuento y el chiste de Parisi había un elemento en
común no sabía si pensar que su cuento era como un
chiste o si el chiste explicaba su cuento; frustrado, al fin,
el chileno Jaramillo cuando recibió una esquela con membrete del diario y escrita de puño y letra por el señor Muiño en la que lacónicamente se le informaba: “Su cuento
es una chanchada, señor. Por otra parte, le informamos
93
que no se reciben colaboraciones espontáneas. Atte. La
Dirección.” Dejá de contar pavadas y acompañáme, Parisi, que hoy te voy a regalar una paloma servida en charola
de plata, imperativo Bettini, sonriente, mano de hierro
envuelta en guante de seda. ¡Jo, jo! ¡Dale, che, dale, que
este va a ser el aperitivo para todo lo que me voy a comer
en Bahía! ¡Jo, jo! ¡Jo, jo!, comensal aquiescente Parisi, sobreexcitado y sudoroso sobre el final de la jornada de trabajo. El resto fue una confusa progresión deshilvanada en
el transcurso de una tarde confusa durante la que incluso
hubo que recurrir al equipo de luz de emergencia del diario para corregir una prueba en la que el secretario de
Energía, ingeniero Daniel Brunella, aseguraba enfáticamente que no habría cortes de luz, una reconstrucción
deshilachada tejida por las presunciones del comisario
Núñez-Meller, quien afirmaba haber visto a través del
ventanal cómo Parisi y Bettini ingresaban en el playón de
estacionamiento y dispersaban a los chicos que estaban
jugando a la niña muerta (¿Qué dije yo siempre? Que esto
iba a terminar mal, mucha joda, mucha mina, mucho chiste, pero iba a terminar mal, ¿hace cuánto que lo vengo
diciendo? ¿Sabés la cantidad de degenerados que yo vi
terminar de esta manera?), una madeja desordenada constituida por la versión del cordobés Fernández quien, contra su costumbre, había bajado a comprar cigarrillos y se
había quedado un rato en el playón de estacionamiento
aprovechando el primer sol del verano (Ahí estaban los
vagos, recostados sobre el Mercedes Benz de Muiño, hablando pavadas, ¿vos viste cómo son estos dos, no? Parisi
le estaba diciendo algo del viaje a Bahía y el otro le contaba que una vez había estado dos meses en Bahía, yo me
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fumé un cigarrillo y me fui), una trama desatendida bordada por la prudencia de Ángel Trejo quien, ajeno al playón de estacionamiento, se había quedado en la sección,
hojeando a la luz del equipo de emergencia las últimas
novedades en torno al atentado contra el secretario de
Hacienda, el doctor Juan Alemann (Hasta que se escuchó
un estampido y Núñez- Meller empezó a gritar: ¡Miren,
che, miren! ¡Vengan ya!, pero lo único que se veía eran
corridas, como si hubiera habido un accidente pero no se
supiera en qué consistía, no sé si me explico), una recomposición desovillada debido a la exaltación del chileno
Jaramillo, quien se movía como un muñeco a cuerda y
parecía haber estado en varios lugares al mismo tiempo,
munido de cinco pares de ojos, impulsado por cuatro pares de piernas, sentado a su escritorio y bajando por las
escaleras, ubicuo y múltiple (Esto es para un cuento, te
aseguro que es para un cuento, pero no puedo escribirlo,
quizá más adelante pero no ahora, tócame el pecho, tócame el pecho, estoy que se me sale el corazón), una narración desenredada establecida por la palabra del encargado
de vigilancia del diario, quien estaba apostado en su lugar
habitual, entre la casilla de entrada y el playón del estacionamiento (Cuando los pibes se fueron entre los dos quisieron forzar a Marita, uno la sujetaba por la espalda y el
otro empezaba a penetrarla tapándole la boca, yo no sé ni
cómo se llaman, digo lo que vi, dos veces les di la voz de
alto, y a la tercera tiré), un aluvión despavorido vomitado
por Parisi, quien estaba salpicado con gotas de sangre que
parecían estrellas dilatadas sobre la tela celeste de su remera, los ojos irritados, las manos temblorosas, el intento
agónico y absurdo de acercarse a Marita para confortarla
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(Yo no sabía nada, te juro que no sabía nada, qué sabía lo
que iba a hacer este loco de mierda, che, yo no tuve nada
que ver, pobre piba, yo no tuve nada que ver, díganle a la
piba, era una joda, ¿yo qué tengo que ver?), una resolución desapacible ejecutada por el señor Muiño, quien descendió hasta la playa de estacionamiento con el rostro
enrojecido, habló con el encargado de vigilancia, recibió a
los dos oficiales de la policía, miró el orificio de la sien
derecha orlado por una aureola de sangre seca (Quédense
a disposición de los oficiales, cuando puedan limpien el
charco de sangre, que el que quedó vivo pase por Personal a firmar la renuncia. Acá no ha pasado nada, señores.
A trabajar), una tarde confusa coronada por un llamado
telefónico que atendió Ángel Trejo, quien al colgar el auricular nos anunció que don Marcos había muerto de un
paro cardíaco, lo que motivó que el cordobés Fernández
dijera con filosófico acento: No somos nada.
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La última voluntad de
Azcárate
Juana Cortés Amunárriz
FINALISTA NOVELA CORTA
JUANA CORTÉS AMUNÁRRIZ
(Hondarribia. Guipúzcoa, 1966)
Desde Hondarribia 1966 hasta hoy ha llovido mucho,
por eso en mis recuerdos llevo casi siempre botas katiuskas y un paraguas, que pierdo con frecuencia porque soy
de naturaleza despistada…. La literatura me fascinó desde
que tenía siete u ocho años. Siempre tuve una voz interior
que quiso hacerse oír. Sólo fue cuestión de tiempo. Luego,
cuentos que nacían en cualquier sitio, iba por la calle y me
nacía un cuento. Cuentos que me hicieron compañía en
años difíciles, cuando crecer no era un proceso físico sino
un ansia reprimida.Yo quería escribir pero no sabía bien
qué, ni cómo, ni siquiera dónde. Disfrutaba, pero también
sufría porque no sabía si era un don o una carencia o una
maldición. Duele la mediocridad. La papelera medio llena
o medio vacía... Cuando conocí Madrid sentí un flechazo.
Viví un tiempo de mudanzas y todavía me duelen los libros que se pudrieron en un sótano inundado. Recuerdo
la juventud como un tiempo agotador, desmesurado. Mi
marido me dio la estabilidad que no tenía. Luego llegó la
tranquilidad de la maternidad, la recuperación del espíritu
mamífero, el encefalograma plano. Mis hijas me aportaron mucha alegría, bastante sueño, unos cuantos sustos,
e hicieron crecer en mí unas raíces fuertes, que me ataron al suelo…Y mientras tanto, siempre, esa voz que me
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acompañaba en el momento de introducirme en el sueño. Una voz nacida de la fantasía, del desdoblamiento, de
la duda y de la sospecha. Una voz caprichosa, testaruda,
que quería hacerse oír. El día que logré amaestrar esa voz
indómita -o quizás fue ella la que me domesticó a mí-,
salvé mi primer relato de la papelera, y ese cuento, ante
mis ojos, se convirtió en gato y me arañó el corazón. Me
dejó el ánimo perturbado y la sensación de haber tocado
ceniza con las yemas de los dedos. Luego llegaron otros.
Sin darme cuenta creé un mundo con mis fantasías y mis
anhelos, poblado de niños enfermizos y mujeres transparentes, de animales mágicos y seres desconcertantes. Y
en esas ando, intentado buscar los límites de ese mundo.
Mientras tanto, las palabras caminan agarradas del brazo
y las historias crecen, se hinchan, y hay días en los que,
ante mis ojos, salen volando.
Entre otros, he conseguido los siguientes premios:
Primer Premio Certamen Literario Villa de Torrecampo 2006,
Finalista Premio Max Aub 2007 y 2009, Segundo Premio
Hucha de Oro 2007, Primer Premio XXXI Premio Ciudad de
Alcalá de Narrativa 2009, Primer Premio XI Certamen Literario Luis Mateo Díez 2009, Primer Premio III Premio de Novela Juvenil Avelino Hernández 2011, Finalista Cuentos sobre
ruedas 2011. He publicado Memorias de un ahogado (2009) y
Queridos Niños (2010).
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Para Emilia Larrarte, mi madrina.
En la boca reseca el gusto
de la sal de todos los mares.
La sal que dejaron las olas
de los días al derrumbarse.
José Hierro
El Americano llegó a Efe a mediados de verano, subido en un resplandeciente Cadillac de color granate, que
se detuvo en la calle principal. En el momento en el que
la ventanilla de cristal ahumado bajaba, las campanas de
la iglesia de la Marina comenzaron a sonar –eran las seis
de la tarde-. Los niños, curiosos, habían rodeado al coche
y descubrieron para su sorpresa que aquel auto de lujo
era conducido por un chófer negro. Ladis, cuyo uniforme
era más elegante que cualquiera de los mejores trajes que
se ponían los hombres del pueblo para los entierros o
las bodas, les preguntó cuál era el mejor hotel de la zona.
Su acento cubano les hizo contener la risa - nunca antes
habían escuchado hablar a nadie con ese soniquete tan
particular-. Los chavales le indicaron cómo llegar al Carlos Quinto, que se encontraba a unos setecientos metros.
— ¿Y ese hotel da al mar?
El viejo había insistido en ello, y Ladis lo conocía
bien. No había nadie en la tierra más testarudo que él.
Ladis dejó el coche en el parking, junto a otros autos
extranjeros. Abrió la puerta de atrás con suavidad, y le
tendió el brazo al viejo que se agarró a él para poder salir.
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Una vez en pie, el Americano, prescindiendo ahora de su
ayuda, caminó hacia la entrada con paso incierto. Se le notaba cierta rabia contenida en los movimientos, una irritación continua que nacía de su incapacidad por aceptar
lo que consideraba inaceptable. Y el malestar aumentaba
ante la imposibilidad de moverse con soltura, a causa de
las molestias que le impedían andar recto. Le dolían todos
los huesos. Cada uno de ellos. Estoy podrido, pensó.
El hotel era lujoso y acogedor. Se respiraba en él el
ambiente vacacional del que disfrutaban los clientes.
El recepcionista que les atendió les preguntó por su
reserva.
— No tenemos reserva –dijo Ladis.
— Pues déjenme ver… En esta época el hotel está
lleno de turistas.
— Quiero una habitación con vistas a la bahía —dijo
el viejo con un susurro metálico.
— Eso no será fácil, señor.
— No lo voy a repetir —los ojos del viejo se clavaron
en el recepcionista como alfileres—. Haga usted lo que
tenga que hacer —dijo como quien da un ultimátum.
El viejo se sentó en una de las cómodas butacas del
salón, mientras Ladis iba a buscar las maletas. Había sido
un largo viaje y ahora, al llegar a su destino, sentía un terrible cansancio. El Americano miraba sin ver, escuchaba
sin oír, intentando no derrumbarse. Todavía no, se decía.
Todavía no.
Poco después un botones les acompañaba a la planta
alta. Espero que sea de su agrado, le había dicho el recepcionista. Era la mejor suite del hotel, y sólo la alquilaban
en ocasiones especiales. El Americano no le contestó, li106
mitándose a asentir, pero en su fuero interno pensó que
precisamente aquella ocasión era muy especial. Ignorando los detalles de la magnífica habitación, el viejo cruzó
la estancia y se dirigió a la terraza. Una vez en el exterior
respiró profundamente, mientras la brisa marina le acariciaba el rostro y despeinaba el escaso cabello blanco.
El aire amigo. Imaginó que una mano invisible recorría cada arruga, como si pudiera reconocerle. Una mano
invisible que le daba la bienvenida, mientras los ojos enfermos se le llenaban de mar. Se le llenaban de esos colores que había añorado. Permaneció así, bajo el influjo del
horizonte, hasta que el dolor le asaltó de nuevo.
Agarrándose el costado entró en la habitación y, exhausto, se dejó caer sobre la cama.
Le llamaban el Americano. A pesar de la piel arrugada
y morena, que delataba su avanzada edad, llamaba la atención la expresión viva de sus ojos castaños. Aquellos ojos
no pasaban desapercibidos. Con frecuencia se echaba un
líquido en ellos. El negro le dijo a Inaxio que era un colirio para que no se le secaran. El viejo echaba la cabeza
hacia atrás, se sostenía los párpados con los dedos índice y pulgar, y dejaba caer unas gotitas en el ojo derecho
bien abierto. Luego repetía la operación con el izquierdo.
Aunque aquellas lágrimas artificiales se pudieran confundir con el llanto –se acumulaban en los lagrimales, hasta
que éstos se desbordaban y corrían por las mejillas-, los
gestos y sobre todo la expresión del Americano revelaban
que no era un hombre que llorara fácilmente.
Nadie dudaba de que el recién llegado fuera rico. Lo decían su reloj de oro, los pañuelos de seda que se anudaba
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en el cuello o los trajes hechos a medida por el mejor sastre de Jacksonville. A pesar del calor, él nunca se quitaba
la chaqueta, ni se desabotonaba los puños de la camisa.
Era un hombre extremadamente cuidadoso. No había
más que fijarse en el coche; siempre estaba impecable.
Siguiendo sus órdenes, Ladis lo limpiaba todas las mañanas con mimo. Era un coche magnífico, que muchos
observaban con envidia. Sin embargo a nadie se le ocurría
tocarlo. Allí estaba Ladis, con su aire de perro de caza,
enseñando los dientes tras su particular sonrisa. El negro
solía llevar una navaja en el bolsillo trasero del pantalón.
Un día se la enseñó a Inaxio, incluso le dejó cogerla. El
coche es sagrado, le dijo. Si alguien le hiciera algo o si
intentara robarlo… Y mientras Inaxio sentía el peso del
arma, vio como Ladis se llevaba la mano al cuello. La
mano colocada en posición horizontal, como si fuera una
guillotina, hizo un movimiento rápido. ¡Chas!, dijo Ladis,
e Inaxio sintió un escalofrío.
El viejo pasaba la mayor parte del tiempo sentado
en la terraza del hotel, frente a las aguas de la bahía. Seguía atentamente los juegos de los chicos que se bañaban
entre gritos y risas, el movimiento de aquellos cuerpos
que, sumergidos en el agua verdosa, perdían su condición
humana y durante unos segundos se convertían en seres
marinos. Los niños nadaban hasta las barcas, a las que se
subían para tomar el sol durante un rato, o simplemente
para saltar desde ellas. Después de cada chapuzón, las gotas quedaban durante unos segundos suspendidas en el
aire como pequeñas piedras preciosas. A pesar de que los
reflejos del sol le cegaban momentáneamente, la contemplación de aquel paisaje le procuraba cierta tranquilidad.
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Por las tardes, a última hora, próxima ya la desaparición
del sol tras el monte Jaizkibel, el viejo se montaba en el
Cadillac. Mantenía aquel aire doliente que ya casi nunca
le abandonaba, y cubría sus ojos con unas gafas de sol.
Ladis conducía despacio, en dirección al puerto. Desde
allí tomaban la carretera estrecha y empinada que llevaba
hasta el faro, que era su destino. Cerca de la torre, el coche
se detenía. Ni siquiera el primer día el viejo había querido
salir de él.
— Abriré la ventanilla –dijo el viejo-. Con eso será
suficiente.
Una vez apagado el motor, llegaba hasta ellos el sonido de las olas que cantaban su rítmica canción de sal.
Los gritos de las gaviotas, señoras de las corrientes. Sin
dejar de mirar el horizonte, la línea mágica donde cielo y
mar se unen, donde todo empieza y acaba, el viejo buscaba en el bolsillo de la chaqueta el paquete de tabaco
y el mechero de oro. Una vez encendido el cigarrillo, le
daba una calada y cerraba los ojos. Pronto la tos, tan esperada como odiada, le impedía seguir fumando. Aquellos
espasmos le rompían el pecho, provocándole unas flemas
densas y negruzcas. Cuando se recuperaba, el Americano
sacaba el brazo por la ventanilla y así permanecía un buen
rato. Sabiendo que no podía volver a fumar, dejaba que
la ceniza se acumulara desafiando la gravedad, hasta que
finalmente caía al suelo, sobre la hierba. Pocos segundos
después la colilla seguía el mismo camino.
El negro se sentaba en la mesa del fondo, apartado
del bullicio de la barra. Así lo hizo la primera vez que fue
a comer, y así siguió haciéndolo el resto de los días. Tan
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sólo en una ocasión en que la mesa estuvo ocupada, cambió de sitio. A Ladis, que tenía buen estómago, le gustaba
aquel bar. La madre de Inaxio, excelente cocinera, servía
unas raciones generosas y el trato era cordial. El chaval
no recogía la mesa hasta que el plato de Ladis estuviera
vacío –lo rebañaba con grandes trozos de pan- y hubiera
dado buena cuenta de la botella de vino.
— ¿Café? –le preguntaba.
— Café –contestaba Ladis.
Lo tomaba solo, sin azúcar. Cuando Inaxio le llevaba
la taza, Ladis ya se había puesto cómodo. Una vez finalizada la comida, apartaba un poco la silla de la mesa y estiraba
las piernas, reclinándose hacia atrás. En ocasiones cruzaba
los brazos detrás de su cabeza, mostrando las manchas de
sudor en la camisa blanca. Inaxio observaba aquel cuerpo
musculoso, atlético, digno de envidiar, a pesar de su olor
-el negro olía a cuadra, a caballo-. Le impresionaba su piel
brillante. Se veía a la legua que era un hombre nervioso y
tenso, pero en el relax de la sobremesa bajaba la guardia.
Entonces resultaba fácil hablar con él, especialmente si
después del café se tomaba algunos orujos. Ladis daba
unos golpecitos secos con la copa vacía en la mesa, e
Inaxio iba a rellenarle la copa. Así una vez y otra.
— Aquí tiene, señor.
— Llámame Ladis, chaval –le dijo un día-. ¿Habías
oído antes un nombre así?
Inaxio sacudió su cabeza de izquierda a derecha.
— Ladis, de Ladislao –le dijo con orgullo.
Cuando sonreía, el negro enseñaba sus dientes blancos y las encías de un color rosa pálido, que contrastaban
con su piel.
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— El gran Ladislao –decía, y se golpeaba la pierna
como si acabara de contar un buen chiste.
En uno de aquellos momentos de desidia, Ladis le
contó a Inaxio que llevaba con el viejo más de veinte
años. El Americano le había recogido siendo un crío, en
un viaje que hizo a La Habana.
— Azcárate me pilló hurgando en las basuras de su
hotel. Yo era huérfano, vivía como un perro miserable.
¿Azcárate? La primera vez que Inaxio oyó su apellido
se sorprendió. Esperaba un nombre extranjero, acorde
con el apodo por el que ya era conocido el viejo. Sin embargo aquel nombre revelaba que, aunque venía de los
Estados Unidos, no era americano. Ladis le dijo que Azcárate había sido marino mercante en su juventud y que
presumía de haber dado la vuelta al mundo en varias ocasiones. Después de conocer todos los mares, se dedicó a
hacer negocios en tierra hasta amasar una buena fortuna.
— ¿Qué clase de negocios? –preguntó el chaval curioso.
— Eso no es asunto tuyo –le dijo Ladis golpeando
ligeramente con su puño el brazo de Inaxio, en un gesto
de broma que, sin embargo, dejaba claro que todo tenía
un límite y que era mejor no cruzarlo.
A Inaxio le llamaba la atención la fidelidad que el negro mostraba hacía el viejo.
— Le estoy muy agradecido –dijo llevándose la mano
al corazón-. Incluso con cada golpe que me dio, me enseñó algo. Si hoy soy un hombre de provecho, se lo debo a
él. Le considero casi un padre.
— Pero tú sólo eres su chofer –le dijo el chaval, arrepintiéndose al momento de su osadía.
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— Te equivocas –le dijo, y un brillo particular iluminó
sus ojos-. Azcárate únicamente me tiene a mí.
Después de pagar, Ladis dejaba siempre una buena
propina. Cuando el chico la recogía, el negro se le quedaba mirando a los ojos hasta que Inaxio le daba las gracias.
Luego, Ladis se levantaba lentamente y caminaba hacia la
salida muy estirado. La gente se apartaba para dejarle paso.
Sólo cuando el negro había salido y estaba bien lejos, la
madre se dirigía a Inaxio
— No sé qué cuentos te cuenta, pero no me gusta un
pelo que andes siempre detrás de él.
Inaxio, sin contestar a su madre, se metía en la cocina,
guardando la propina escondida en la palma de la mano.
— ¡Anda mejor con chicos de tu edad y deja a ése,
que a saber de dónde viene y a dónde va! –concluía la mujer, ante el gesto de asentimiento de alguno de los clientes
de la barra.
Azcárate soñó aquella noche con ella. Sabía que el
origen del sueño estaba en aquella imagen, que le había
removido algo dentro. Las había vuelto a ver desde el coche aquella misma tarde. Las dos iban vestidas con ropas
oscuras y permanecían muy quietas, agarradas del brazo,
en el borde del acantilado, junto al faro. La brisa despeinaba el cabello suelto de la mujer más joven. La mayor
llevaba un pañuelo que le protegía la cabeza. Sus faldas
ondeaban, mostrando las piernas cubiertas por tupidas
medias negras.
Al viejo le produjo inquietud verlas allí, y temió que
un golpe de aire pudiera empujarlas al abismo o que
una ola traicionera las arrebatara de la tierra. La silueta
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de aquellas mujeres se fundía con el horizonte. Pensó en
vencejos estáticos, sin movimiento. En las cruces antiguas
que señalaban un calvario olvidado. Algo en ellas sugería
dolor y tenacidad. Las mujeres observaban el horizonte
con insistencia, a pesar de que no se veía ningún barco a
la vista.
— ¿Qué hacen ahí? —preguntó Ladis.
Azcárate le explicó que ese lugar era frecuentado por personas que habían perdido un ser querido y no lo habían
recuperado.
— El mar tiene sus costumbres y suele abandonar los
cuerpos entre estas rocas.
El negro tragó saliva. A él no le gustaba el mar; le
infundía un gran respeto.
Se despertó sobresaltado. Aquellas mujeres le habían
devuelto a Miren, que a su vez observaba el mar desconsolada. Los malditos sueños. Parecían tan reales.... Miren,
que movía los labios como las viejas que él veía rezar
cuando era niño. Las viejas que se llevaban la mano al
pecho y dibujaban la señal de la cruz con energía. Si te
pasara algo, me volvería loca. Me volvería loca. Me volvería loca, repetían los labios de Miren en el sueño, con un
movimiento frenético pero sin emitir sonido alguno.
¿Cuánto tiempo habría tardado Miren en aceptar que
él no volvería? Era dulce y cariñosa, pero también muy
testaruda. La conocía bien. O al menos hubo un día en
el que la conoció bien. Iban a casarse. Iban a tener siete
hijos. Eso decía ella. Siete chicos, guapos y fuertes como
tú. Siete hijos que desaparecieron en la nada, igual que él
había desaparecido. Y con toda seguridad Miren también
había buscado sus restos desde el acantilado, como ha113
cían las mujeres de los ahogados. Mujeres que, sin pararse
a llorar, aprovechaban la marea baja para recorrer las rocas, siguiendo el movimiento de los cangrejos que podían
dar buena cuenta de los restos abandonados.
— Hay gente que sigue viniendo toda la vida. Es una
forma de mantener vivo el recuerdo –le dijo el Americano a Ladis.
Azcárate temblaba. La chica del sueño tenía el rostro
desfigurado por el dolor y le mostraba sus manos, cubiertas por las algas que había recogido. En los ojos de la chica, que no era Miren pero sí lo era, se acumulaba un llanto
antiguo que no acababa de brotar. Recuperaba a Miren, y
él se volvía a ver joven, decidido, imprudente. Aspiraba a
más de lo que tenía; era su carácter. Sus intentos por mejorar habían ido bien durante un tiempo. Luego las cosas
se torcieron y todo se fue al garete.
— Miren –dijo en voz alta, sentado en la cama con la
luz encendida-. Miren... No tuve otro remedio.
Llamaba a un fantasma, a un ser del que no había
vuelto a saber nada en... Hizo un recuento de años. Más
de cincuenta. Le invadió el vértigo del tiempo transcurrido.
— Yo no quería hacerte daño –dijo con pesar-. Sabes
que te quería con toda mi alma...
Ladis, desde la habitación de al lado, escuchaba gemir
a Azcárate. Si el viejo no dormía, él tampoco. La noche
fue larga, y en aquellas horas de espera comprendió que
debía aumentar de nuevo la dosis de morfina.
Tras una copiosa comida, el negro sostenía un puro
entre los dedos. Golpeó la mesa con la copa vacía de
aguardiente para llamar la atención del chaval. Inaxio se
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acercó con una botella y le sirvió una nueva consumición.
Ya se daba la vuelta, cuando Ladis le agarró del brazo para
impedir que se fuera. Su boca humeaba como un volcán.
— ¡Chico! Necesito que me eches una mano...
El chaval permaneció junto a él, sin decir nada.
— Azcárate ha tenido una idea –le explicó el negro-.
Quiere que busque a un pintor de la zona. ¿Conoces a
alguno? ¿Puedes ayudarme?
— El mejor es Amunárriz –le contestó Inaxio.
— Amunárriz... ¿Y sabes dónde vive?
— Más o menos...
— Si me llevas... –Ladis metió la mano en el bolsillo-.
Si me llevas te daré algo –le dijo mostrándole un billete.
Inaxio quedó con Ladis a las seis en la puerta del hotel. Habló con él en voz baja; no quería que nadie se enterara. En especial su madre, que siempre se entrometía.
¿Qué tenía de malo ganar un dinero fácil?
Cuando llegaron, el pintor dormitaba tumbado en
una hamaca del jardín, bajo un castaño. El motor del coche le hizo desperezarse, y acto seguido se levantó para
ver qué sucedía. Todavía adormilado, y procurando no
demostrar la curiosidad que le inspiraban el viejo, el negro
y el chaval, les invitó a entrar. Los recién llegados caminaron sobre la hierba cuajada de pequeñas flores silvestres.
Se sentaron en una mesa coja que había junto al muro, a
la sombra de una destartalada sombrilla.
Ladis, tomando la palabra, hizo las presentaciones. El
pintor le escuchaba mientras encendía una pipa.
— El señor Azcárate quiere hacerle un encargo –dijo
a continuación.
— ¿Un encargo? ¿Qué tipo de encargo?
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— Se trata de un retrato –le explicó Ladis, mientras Azcárate seguía sumido en el silencio, como si fuera
mudo-. La única condición es que lo haga con urgencia.
No hay tiempo que perder.
Amunárriz dio una chupada a su pipa y expulsó el
humo lentamente.
— Perdonen ustedes –dijo, dudando entre dirigirse
a Ladis o al viejo-, pero el arte no se lleva bien con las
prisas.
En ese momento sonrió, intentando hacerse con la
situación.
— Un artista no puede comprometerse de esa manera. Cada obra requiere su tiempo. ¿Ustedes me entienden,
verdad?
Ladis miró un segundo a Azcárate, quien le sostuvo
la mirada.
— ¿Dígame cuánto quiere? –le preguntó Ladis, dirigiéndose de nuevo al pintor.
— No es una cuestión de dinero –contestó Amunárriz, muy digno.
— No se equivoque; todo es cuestión de dinero –dijo
Azcárate abriendo por primera vez la boca.
Sus palabras no dejaban espacio a la duda, o a la negativa. Pero por si acaso no fueran suficientes, en ese momento sacó del bolsillo interior de la chaqueta un fajo de
billetes, que dejó encima de la mesa. Ni Inaxio, ni el mismo Amunárriz, habían visto nunca tantos billetes juntos.
Se hizo un silencio incómodo. Ahora los billetes eran
el centro de atención. Azcárate sacó una cartera de piel,
que abrió con parsimonia para extraer de ella una fotografía.
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Amunárriz la sostuvo entre sus dedos. Era una fotografía
antigua, impresa en un buen papel. Estudió a aquel joven
pescador, orgulloso, satisfecho de sí mismo. Lo primero que atrajo su atención fueron aquellos labios, que se
abrían en una sonrisa impecable mostrando sus dientes
fuertes y sanos. Bajo la boina oscura se escapaba un mechón de pelo fino. Tenía las cejas pobladas y unos ojos
muy vivos, de mirada penetrante, que parecían dirigirse a
cualquiera que mirara la foto. Eso fue lo que sintió Amunárriz con la foto entre los dedos. Aquel pescador, desde
un tiempo lejano, los años veinte, o quizás antes, le miraba con sarcasmo. Parecía a punto de soltar una carcajada fuerte y sonora. Me acabarás pintando, Amunárriz,
parecía decirle. Da igual que te opongas. Es el destino. Tu
destino y el mío.
— ¿Quién es? –preguntó el pintor-. ¿Es usted? –le
dijo a Azcárate fijándose esta vez en su boca.
— Eso no es de su incumbencia –le contestó el viejo
secamente-. Píntelo. Píntelo y demuestre que tiene talento.
Amunárriz acusó el golpe. Nunca antes nadie le había
hablado así.
— ¡Ah! Esto no es todo –dijo el viejo.
El pintor esperó a que hablara. Ya se había dado
cuenta de que era mejor ampararse en el silencio.
— Quiero que incluya algo más en el cuadro...
— ¿De qué se trata? –dijo recuperando su voz.
— De una mujer.
— ¿Y la fotografía?
— No tengo la fotografía. Empiece usted a pintar y
luego ya veremos...
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— Pero...
A Amunárriz no le gustaba la forma que tenía el viejo
de organizar su propio trabajo. ¿Acaso podía empezar a
pintar sin saber siquiera cómo sería el cuadro en su conjunto? ¿Qué tipo de loco era aquel cliente?
— ¡Empiece ya! ¡No tenemos tiempo! —gritó Azcárate, que empezaba a perder la paciencia-. No querrá
hacer sufrir a un pobre anciano moribundo... —dijo farfullando con rabia.
— Nada más lejos de mi intención, pero...
El viejo se levantó, dejándole con la frase a medias, y
se dirigió a la salida. El negro y el chico le siguieron.
Antes de montarse en el coche, el viejo le dedicó una
sonrisa a Amunárriz. No se trataba de una sonrisa agradable, sino de una simple mueca, un gesto de ironía. El
pintor sintió hacia él una gran antipatía. Le pareció que
era una araña peligrosa, que tejía en torno a ellos una tela
en la que les atrapaba y les sometía a su voluntad.
Cuando el coche desapareció de su vista, recuperó
cierta tranquilidad.
La llegada del viejo y su encargo parecían un sueño
más de una de sus siestas veraniegas. Sin embargo, el fajo
de billetes sobre la mesa le hablaba de un compromiso
que, sin querer, había aceptado.
Aquella mañana Azcárate se levantó pronto y, a diferencia de otros días, después del frugal desayuno –medio
vaso de zumo de naranja que tomó con verdadero esfuerzo- le pidió a Ladis que prepara el coche para salir. El negro no le hizo ninguna pregunta, simplemente obedeció.
¿Qué mosca le había picado? ¿Qué se le había ocurrido
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para romper la rutina de todas las mañanas en las que
permanecía en la terraza o descansando?
— ¿Adónde vamos? –le preguntó Ladis una vez montados en el coche.
— A la lonja. Yo te indicaré dónde aparcar.
El viejo parecía ese día más activo. Fuera lo que fuera
lo que pretendía, había despertado en él nuevas energías.
Y así era; hacía tiempo que Azcárate no se sentía tan vivo.
Vivo, a pesar de los dolores que como rayos punzaban
sus pulmones -corrientes eléctricas, capaces de detener su
cuerpo durante unos instantes-, a pesar de la certeza de
que su final estaba muy próximo.
En la lonja había gran actividad; se encontraban en
plena temporada costera. Varios barcos acababan de llegar y se percibía la euforia de los pescadores, a pesar del
cansancio acumulado, mientras descargaban el pescado.
Hablaban a gritos de los miles de kilos capturados, de las
cañas rotas por los atunes gigantes, de los hombres que
habían caído enfermos. El pescado, distribuido en cajas,
se cubría con una sábana de hielo para preservar su frescura. La subasta era vertiginosa; había que estar listo para
comprar y vender, ya que las operaciones se cerraban con
rapidez y los camiones salían de inmediato hacia el centro
de la península.
Azcárate parecía cómodo en medio de aquel jaleo.
Ladis, en cambio, arrugaba la nariz mostrando desagrado
ante el olor de aquel lugar húmedo y ruidoso. Se detuvo
ante un montón de cabezas troceadas, sobre un gran charco de sangre. Le impresionaron los ojos de los pescados,
que le recordaron a los de los muertos que había visto a lo
largo de su vida. ¿Qué querrá el viejo?, se preguntó. Pero
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aunque se moría de curiosidad, no sería él quien se entrometiera en los asuntos de Azcárate. Lo mejor era esperar
a ver qué pasaba.
El viejo, apoyado en su bastón, iba de aquí para allá,
hasta que la vio. Aquella mujer atrajo su atención de inmediato. Sí, tenía que ser aquella. La joven llevaba una
camisa negra de tergal y, a pesar de la dureza de la tela, se
adivinaba un pecho hermoso. La falda verde, protegida
por un delantal, cubría sus piernas muy blancas. Llevaba
el pelo recogido en un moño bajo, como las mujeres mayores, pero algunos mechones cobrizos escapaban rebeldes y caían sobre sus mejillas endulzando su rostro. Concentrada en su trabajo, destripaba y descuartizaba atunes
manejando el machete con destreza. De vez en cuando la
joven limpiaba sus manos en el delantal sucio, o se secaba
el sudor de la frente con el antebrazo. Cuando levantaba
los brazos, la sangre le corría por ellos en pequeños regueros carmesíes, como si estuviera herida y ni siquiera se
hubiera dado cuenta.
Azcárate estuvo un buen rato mirándola. Su imagen
despertaba en él un recuerdo vivo. Vivo y doloroso. Un
recuerdo que se le clavó como un pequeño erizo en mitad
del pecho.
Entre aguardiente y aguardiente, aprovechando los
ratos en que la madre estaba entretenida en la cocina,
Inaxio había conseguido que Ladis le contara algunas
cosas. Se quedaba a su lado, tras servirle una copa, o se
sentaba en una silla próxima simulando un descanso en el
trabajo. El negro, que no tenía por costumbre hablar con
nadie, soltaba la lengua con él, haciéndole partícipe de sus
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confidencias. Fue así como Inaxio se enteró de dónde vivían antes de aquel viaje que Azcárate, con su testarudez
habitual, había decidido hacer.
— ¡Con lo tranquilos que vivíamos en Florida! –exclamó el negro-. Yo ni siquiera sabía dónde estaba España. Y mucho menos este sitio...
Florida había sido el lugar elegido por el viejo para su
retiro. Pero al agravarse la enfermedad, ante la proximidad de la muerte, a Azcárate aquel clima benigno se le había antojado insufrible. Le desquiciaba aquella luz intensa,
un día tras otro. Un día tras otro. La monotonía cromática. El mar azul. Azul. Azul. Las largas y hermosas playas
de arena blanca que veía desde los ventanales de su lujosa
mansión. El viejo se ahogaba en esa placidez ficticia.
— Él no me decía nada –le contó Ladis-, pero yo
sabía que había empezado a recordar.
— ¿Y cómo lo sabías?
— Hablaba en sueños. Gritaba. Lloraba.
El viejo había empezado a soñar con el paisaje de su
niñez, recuperado en unos sueños vivos y llenos de color.
Volvían a él las montañas de un verde intenso, que llegaban hasta el mar y se deshacían en abruptos acantilados.
Añoraba las lluvias, los días grises, los amaneceres en los
que las nubes bajas, ventrudas, empujaban a la melancolía. Una melancolía similar a la que germinaba en él, abonada por el dolor, el vacío y el poder de la morfina. Fue
así como se gestó un deseo feroz, el de cruzar el océano,
al igual que había hecho muchos años antes.
— Me dijo que tenía que regresar. Que iba en busca
de algo, aunque todavía no sabía lo que era.
Inaxio le escuchaba fascinado.
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— Y ahora, ¿sabe lo que quiere? –preguntó.
Ladis asintió, mientras golpeaba suavemente la copa.
Inaxio la llenó de nuevo.
— Quiere dos cosas. La primera, que lo entierre cerca de los acantilados.
Inaxio sintió un escalofrío. ¿Por qué no quería Azcárate que lo enterraran en un cementerio, como a todo
el mundo? Aquel hombre siempre le sorprendía.
— ¿Y la segunda?
— Quiere el cuadro.
Miró a Ladis intentado entender pero sin conseguirlo.
— ¡El cuadro! ¿Para qué le servirá el cuadro? Él mismo dice que le queda poco tiempo de vida.
Ladis se acercó a él. Inaxio contuvo el instinto de retirarse al sentir su rostro tan cercano. Pensó en su madre.
Deseó que ella siguiera en la cocina, porque si le veía le
llamaría para alejarle de Ladis y del secreto que estaba a
punto de revelarle. Pero tuvo suerte; nadie les interrumpió y pudo permanecer junto al negro, sintiendo el poder
de su boca, el olor de su aliento, mientras él hablaba en
voz baja.
— Me ha hecho jurar que lo enterraré con él –dijo.
— ¿Enterrar el cuadro? ¡Azcárate está loco!
Ladis se llevó el dedo índice a los labios, pidiéndole
silencio.
— No debe de ser fácil morirse, chico.
Ahora el negro había acertado de lleno. Tenía razón.
¿Qué sabía Inaxio de la muerte?
— Además, cada cual tiene sus manías. ¿O no?
A Inaxio no le gustó como le miraba el negro en ese
122
momento. Había algo turbio en su mirada, que no llegaba a entender.
— ¿Cuáles son tus manías, chico? ¿Cuáles son tus
deseos?
Ladis, como siempre que bebía, sonreía demasiado.
En ese momento, al hacerle esas preguntas tan enigmáticas, le pasó el brazo por los hombros a Inaxio, que se
sintió nervioso antes tales muestras de camaradería. No
se atrevió a alejarse de él, a retirar su pesado brazo de su
cuello. No quería que el negro se enfadara. Le parecía fascinante. Y también... También le daba un poco de miedo.
No olvidaba que Ladis llevaba siempre la navaja en su bolsillo. Una navaja que, estaba seguro, utilizaría sin dudarlo
si lo requería la ocasión.
— Yo no tengo ningún deseo –dijo levantándose de
la silla.
— ¿Cómo que no?
Ladis le agarraba del brazo para impedir que se alejara de
él. Ese día el negro estaba más borracho de lo habitual.
— Todo el mundo tiene deseos, chico –dijo Ladis-.
Pero algunos no son demasiado buenos, eso es todo.
Cuando el negro le soltó, Inaxio se acercó a la barra
con alivio. Nadie parecía haberse dado cuenta de nada.
Sólo él. Sólo su corazón que latía con una fuerza inusitada.
Fue Inaxio quien, siguiendo instrucciones de Ladis,
habló con Mercedes. El chico repitió palabra por palabra
lo que le había dicho el negro, ante el asombro de la mujer. El frunce de sus cejas revelaba su desconfianza. ¿No
estarás bromeando?, parecían decir sus labios apretados.
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Pero no, no se trataba de una broma. Inaxio insistió en
que acudiera al hotel. La estaban esperando.
— ¿Al hotel? ¿Al Carlos Quinto?
El chaval asintió con paciencia. Si se lo acababa de
decir...
— Nunca he ido al hotel –dijo Mercedes, hablando
consigo misma-. La verdad es que esto no me huele bien
–añadió.
Mercedes, suspicaz por naturaleza, hizo que el chaval
le repitiera todo de nuevo.
— Ya te lo he dicho –dijo Inaxio con paciencia-. Buscan una modelo para un cuadro. Quieren que vayas al
hotel. No sé mucho más. Ellos mismo te lo explicarán.
Mercedes se rascó la nariz pensativa.
— ¿Irás?
— Iré, pero tú vienes conmigo –le contestó finalmente.
Inaxio se encogió de hombros. Sabía que Ladis le daría
una propina si llevaba a Mercedes con él.
A la hora convenida, Inaxio estaba en la puerta del hotel.
Mercedes se acercaba a buen paso. Venía aseada, oliendo
a colonia, y con una ropa sobria pero limpia y bien planchada. Llevaba unos zapatos negros, que parecían menos
viejos gracias a la capa de betún que los cubría. Era hermosa a su manera, pero en absoluto resultaba llamativa.
¿Por qué la habrían elegido? ¿Por qué a ella precisamente?
Se sentaron en la terraza. Mercedes sostenía el bolso
sobre las rodillas, sujetándolo con las dos manos. Ladis,
como hacía habitualmente, habló en nombre de Azcárate.
— Supongo que el chico te ha contado lo que queremos. Es muy sencillo; sólo tienes que posar –le dijo.
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— ¿Qué quiere decir eso exactamente? –preguntó
Mercedes, dispuesta a aclarar la situación.
— Tienes que estarse muy quieta, sin cambiar de
postura.
— No, eso ya lo sé. No soy tonta... Yo quiero saber
antes de nada cómo tengo que posar.
Ladis miró al Americano, que tampoco entendía la
pregunta.
— Quiero decir, ¿tengo que posar vestida?
— Claro –dijo Ladis.
— ¿Seguro?
— Seguro.
Mercedes no quería pecar de ingenua. Había oído
contar cosas de algunas fotos y algunos cuadros, y no
estaba dispuesta a que a ella la engañaran. Porque por
muchas vueltas que le diera, no acaba de ver claro aquel
asunto del cuadro.
— ¿Lo harás? –le preguntó Ladis.
La joven no parecía convencida.
— ¿Te negarás a cumplir la última voluntad de un
moribundo? –le preguntó directamente Azcárate.
Mercedes se volvió hacia el viejo, impresionada por la
frase que acababa de pronunciar. Precisamente ella sentía
un gran respeto hacia los difuntos. Formaba parte de una
familia de mujeres rotas, incompletas, acostumbradas a la
adversidad. De alguna forma la desgracia las había moldeado, y entre sus costumbres estaba la de hablar con los
difuntos –con la abuela que se fue al otro mundo vestida
con el traje de novia que no estrenó, o con el padre fallecido a causa de la tuberculosis-.
125
El Americano había dado en el clavo. Fue la mención de
la palabra moribundo la que convenció a Mercedes, quien
decidió aceptar el trato. Pero ella también tenía sus condiciones.
— ¿Cuáles son? –preguntó Ladis.
— Únicamente me dejaré pintar si está presente –dijo
señalando a Inaxio-. Y sólo acudiré mientras mi marido
esté en la mar.
— ¿Estás casada? —preguntó Ladis sorprendido.
Ella asintió orgullosa, y de su boca escapó una sonrisa
viva y rápida como una lagartija.
— ¡Eres tan joven!
— Me casé hace unos meses. Cuando el amor llega,
¿para qué esperar?
Ladis asintió ante aquel comentario. Azcárate, sin embargo, permaneció mirándola fijamente con aquellos ojos
llenos de lágrimas.
Al día siguiente, a primera hora de la mañana, Ladis
recogió a Mercedes y a Inaxio. Se sentaron en el asiento
de atrás. Azcárate iba delante, impasible, tras sus gafas de
sol. Una vez en la casa de Amunárriz, tras presentarle a
Mercedes, entraron en el estudio del pintor.
— Enséñeles lo que está haciendo –le ordenó Azcárate.
Amunárriz, que no acababa de acostumbrarse al tono autoritario del viejo, obedeció sin embargo y mostró a todos
los presentes su trabajo.
Se trataba de un lienzo de tamaño mediano, del cuál
solo había sido pintada la parte izquierda. Allí estaba el
hombre de la fotografía, aquel pescador vestido con sus
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ropas oscuras y sus botas, sosteniendo un remo con su
mano derecha. En el suelo había una cesta, cuyos peces
sugerían que acaba de llegar de la mar. A pesar de ser una
copia de la fotografía, aquella imagen tenía una fuerza especial. Inaxio, aunque no entendía de arte, se dio cuenta
de que casi se podía oler el pescado. Hasta se sentía la
humedad de las ropas del pescador. Junto a él, Amunárriz
había esbozado sobre el lienzo la silueta de una mujer sin
rostro. Una mujer fantasma.
— ¿Te pasa algo? –le preguntó Ladis a Mercedes.
La joven tenía los ojos húmedos, como los de Azcárate cuando se echaba las gotas. Como los de Azcárate
cuando miraba fijamente el mar durante mucho tiempo y
parecía que las imágenes gotearan en sus pupilas.
— Este cuadro es...
Mercedes, olvidando momentáneamente la cautela
que se había propuesto mostrar ante aquellos extraños,
parecía casi una niña. Su boca se abría en un gesto de
admiración.
— Es precioso –concluyó.
Amunárriz sonrió con orgullo. Aunque estaba acostumbrado a que alabaran su obra, él sabía que aquel cuadro era especial. A pesar de tratarse de un simple encargo, tenía algo de lo que carecían sus obras anteriores. Por
desgracia, la voluntad, el trabajo, la dedicación, no conseguían siempre el mismo resultado. Es lo que tiene el arte,
se había dicho en infinidad de ocasiones. No se puede
medir. No se puede controlar.
— Yo también creo que es muy hermoso –dijo Inaxio.
— ¡Ya basta! –dijo Azcárate-. Pónganse a trabajar.
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Creo que no hace falta recordarles que no hay tiempo
que perder.
Se despertó angustiado en mitad de la noche; un sudor
helado cubría su piel. Azcárate volvía a estar en el mar.
Las nubes ocultaban la luna. Apretó las sábanas entre los
puños, pero ni siquiera su roce consiguió tranquilizarle.
De alguna forma seguía allí, en el agua en la que se había
zambullido tras saltar con sigilo siguiendo su plan. ¿Qué
otra cosa podía hacer? Todo se había complicado. Claro
que estaba al tanto del peligro que entrañaba el contrabando. Hasta los más tontos sabían que, aunque se conseguía dinero fácilmente, se corrían muchos riesgos. Era
importante hacerlo esporádicamente, sin abusar, y sobre
todo tener mucho cuidado. Pero su carácter avaricioso
le había animado a ser temerario. Y ahora le buscaban y,
para su desgracia, sabía lo que eso significaba.
Se había desnudado procurando dejar la mente en
blanco, porque temía que cualquier pensamiento le detuviera. Antes de arrepentirse, saltó al vació y el agua le
recibió con sus brazos de hielo. Sólo tenía que nadar hacia
la costa que las primeras luces del amanecer dibujaban
tenuemente. Aunque era un nadador mediocre, confiaba en su perseverancia. Sin embargo, no había contado
con esa corriente que le impedía avanzar en la dirección
deseada. El esfuerzo era mayor de lo que él había imaginado. Y ahora, en la cama, sentía de nuevo los calambres
en los brazos y en las piernas. Y entonces volvió el miedo
atroz. Sus fuerzas se agotaban y sabía lo que venía después. Siempre había amado el mar, el mar liberador, que
esa noche se convertía en verdugo. Era demasiado tarde;
aunque gritara sus compañeros no le oirían. El barco se
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perdía ya en la distancia. El barco en el que todos dormían, porque era él el encargado de hacer guardia.
Cuando llegó al límite de sus fuerzas, paralizado por
el terror, se dejó llevar. ¿Cuánto tiempo le quedaba de
vida? Quizás tan sólo unos minutos. En tierra recibirían
la noticia por radio. Alguien golpearía la puerta de su casa
con esa particular decisión que acompaña a las malas noticias. ¿Quién abriría? ¿Su madre? ¿Su padre? No tenía
hermanos que les consolaran, pobre viejos. Y quizás la
misma mano que había golpeado la puerta familiar, sería la encargada de llamar a la puerta de Miren. Desde el
puerto, una vez dada la voz de alarma, se organizarían las
labores de rescate. Los barcos más próximos rastrearían
la zona buscando su cuerpo, hasta que lo encontraran.
Porque ahora, incapaz de llegar a la orilla, estaba condenado a ahogarse.
¡Qué paradoja! Su intención al saltar había sido precisamente esa, que le dieran por muerto, y ahora aquella
farsa se iba a cumplir. Aquella farsa macabra, que había
decidido llevar a cabo porque era lo mejor para todos. Y
cuando decía todos, también pensaba en Miren, su novia
de toda la vida. Porque ni siquiera ella podía saber la verdad. Ellos se darían cuenta y eso era peligroso para ella.
Miren... Al hacer su plan había acallado sus remordimientos con la decisión de volver algún día a buscarla. Quizás
cuando todo se hubiera olvidado, quizás entonces... Pero
ahora sus planes ya no tenían sentido. Había empezado la
cuenta atrás.
Cerró los ojos y escuchó la voz de Miren. Si te pasara
algo... decía ella vertiendo sus palabras en su boca, justo
antes de besarle. Primero escuchó su voz y luego vio su
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rostro. Sintió sus labios helados. Sintió el cuerpo joven
de Miren pegado al suyo, como si intentara calentarlo. La
suavidad de su piel. El hoyuelo en su mejilla, que él dibujaba con su dedo índice. Si te ocurriera algo, mi amor…
insistía.
Cuando ya esperaba el fin, la corriente cambió de repente. La suerte se había puesto de su lado. La marea
subía y, tarde o temprano, si seguía ese rumbo, llegaría
a la costa. Tan sólo debía administrar bien sus fuerzas.
Recurrió a su espíritu calculador, el que tanto le ayudaría
en sus negocios. Y en ese momento se despidió de Miren,
quien quedaba atrás, junto con la familia, el miedo vivido
y los remordimientos
Pocas horas después, al salir del mar, ya era otra persona. Salía de las aguas sin pasado, recién nacido, y bautizado con un nuevo nombre elegido al azar.
Mercedes, Amunárriz, Azcárate, Ladis e Inaxio.
El chico recordaba aquellos días que pasó en el estudio
de Amunárriz, como un amasijo de tiempo informe, difuso. También recordaba el ambiente cargado, a pesar de la
ventana abierta, a causa del olor de la pintura y del aguafuerte, que se mezclaba con el humo de los cigarrillos
de Ladis. Inaxio acudía todos los días con Mercedes, y
pasaba las horas sin hacer nada de provecho. Su trabajo consistía simplemente en acompañarla, en asistir a las
aburridas sesiones de pintura. Su madre no sabía nada
del asunto. Se inventaba jornadas de pesca, excursiones
al monte, partidos de fútbol en la playa, cualquier cosa
que le permitiera estar fuera bastante tiempo sin levantar
sospechas. Al mediodía acudía al bar, donde atendía a los
clientes, incluido Ladis, como siempre.
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Mercedes se cambiaba al llegar, y al momento se transformaba en la mujer estatua que recibía la atención enfermiza de Amunárriz. La luz entraba a través de un
ventanal sin cortinas, y en sus rayos flotaban partículas
de polvo. Permanecían en silencio mientras el artista trabajaba, concentrado en recrear las corrientes de aire que
encrespaban los pezones de la joven, o los labios temblorosos que anticipaban el encuentro con su amante. Así
inventaba Amunárriz a la joven del cuadro, y conseguía
lo que nunca antes había logrado. La emoción, el deseo,
la alegría por el hombre que volvía a casa, iba surgiendo
en el cuadro de forma sorprendente. Amunárriz se sentía
dios; por primera vez había conseguido crear vida con
sus oleos.
Azcárate, sentado en una silla, seguía los movimientos
del pincel. Sus ojos iban del lienzo a Mercedes. De Mercedes al lienzo. Tenía la impresión de que, a fuerza de mirarla,
la imagen iba cambiando. ¿O era efecto de las medicinas?
En ocasiones Mercedes parecía vulnerable, y él apreciaba
su juventud, la delicadeza de su barbilla. Otras, sin embargo, a pesar de no haber cambiado el gesto, brotaba de ella
un orgullo difícil de definir. La mujer se multiplicaba, convirtiéndose en muchas mujeres. La madre. La hermana. La
hija. Azcárate se echaba las gotas en los ojos irritados, y
reaparecía en ellos aquel falso llanto. Día a día el viejo empeoraba; el aire llegaba con dificultad a los pulmones y los
presentes seguían angustiados su respiración. Aquel ritmo
que anunciaba la proximidad de la vieja dama. A veces su
garganta emitía un sonido similar a un chasquido, como el
del hielo cuando se resquebraja. Luego Azcárate escupía
en un pañuelo blanco que guardaba en su bolsillo.
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Cuando, vencido por el cansancio, el viejo se quedaba
transpuesto –lo decían los ojos cerrados y los profundos
ronquidos-, Inaxio aprovechaba para salir a estirar las
piernas al jardín. Era una forma de romper la monotonía
de aquellas jornadas largas y fastidiosas. Si estaba solo, se
tumbaba en la hamaca a leer algún tebeo, o a descansar.
Otras veces Ladis le acompañaba. Entonces, sentados en
la mesa coja, jugaban al tres en raya con las chapas metálicas que Inaxio guardaba en sus bolsillos. Cuando ganaba
Inaxio, Ladis le felicitaba y, atrapándole entre sus fuertes
brazos, lo atraía contra él. Piel negra sobre piel blanca. Su
boca grande y sonriente. Pero pronto el negro, como si
acabara de recordar su obligación con el viejo, volvía al
taller. Y allí permanecía el resto de la jornada, fumando
un cigarrillo tras otro, para vencer al aburrimiento.
Cada tarde, antes de irse, Ladis le preguntaba a Amunárriz cuánto le faltaba para acabar.
— Hago lo que puedo… —contestaba Amunárriz.
Aunque nadie hablaba de ello, todos eran conscientes
de que el tiempo se acababa.
Después de aquellas dos jornadas de exasperante calor, el
día amaneció oscuro, como si la noche no quisiera abandonar del todo la superficie terrestre. Soplaba un viento
sur que no presagiaba nada bueno. Al ir al hotel, Inaxio
escuchó decir a unas mujeres que habría tormenta. Lo que
nos faltaba, pensó el chaval. Estaba inquieto; las mentiras
se le acababan y la madre andaba de mal humor.
No era el único. Mercedes se levantó intranquila, y
durante unos segundos se asomó a la ventana olisqueando el viento que venía cargado de sal. Mientras tomaba el
café del desayuno sintió que un trozo de nube se le había
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metido en el pecho. A causa de la tormenta los barcos
volverían a tierra antes de lo previsto. Y si al llegar su
marido a casa ella no estaba, tendría que darle unas explicaciones que quizás a él no le gustaran.
Mientras tanto, Azcárate dormía el sueño reparador
de los amaneceres que acompañan a las noches largas y
tensas. Durante horas las conversaciones con seres fantasmales se habían sucedido, interrumpidas por el llanto
y las súplicas. Hasta que finalmente había sucumbido al
poder de la morfina. La morfina era una madre buena,
que procuraba consuelo a sus hijos. La morfina le acunó
entre sus brazos, le dio la fuerza necesaria para no flaquear ante lo inevitable.
Ladis dejó al viejo tumbado en la cama, inmóvil. En
la entrada del hotel le esperaban, como todos los días,
Mercedes e Inaxio. Se montaron en el coche sin intercambiar palabra; era obvio que ninguno tenía ganas de
hablar. El viento empujaba las nubes. Cuando Ladis detuvo el coche junto a la casa de Amunárriz, Mercedes
carraspeó para aclararse la voz.
— Ésta es la última vez –dijo.
Ladis no le contestó. Sus manos apretaban el volante
con fuerza. Inaxio y Mercedes bajaron del coche, pero él
permaneció dentro. Sin decir nada, arrancó de nuevo el
auto y retomó el camino del pueblo.
Amunárriz les esperaba en el taller. El humo de su pipa
se extendía por la habitación. Se llevó la taza de café a los
labios, mientras observaba a través de la ventana la costa
deslucida por el efecto monótono de las nubes. El litoral
se había convertido en una mancha que se confundía con
el mar grisáceo.
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Mercedes, vestida para posar, retomó la postura que le
había martirizado durante tantas horas de inmovilidad. La
postura que, tiempo después, en diversas ocasiones, reproduciría, como si el cuerpo no hubiera olvidado aquel
aprendizaje.
— Hoy es el último día que vengo –le dijo Mercedes
a Amunárriz, y al hacerlo pensó en las palabras que se
repiten, en las historias que se repiten.
El pintor volvió la mirada hacia el cuadro. Ya estaba
casi terminado; sólo le faltaban algunos retoques. Todo se
acaba, se dijo el pintor. Todo se acaba.
La luz disminuía en la misma medida en que el viento
soplaba más fuerte. Las ramas de los árboles del jardín,
agitadas por unas manos invisibles, presagiaban desastres.
En la sombra apagada que era el mar, se divisaban las
pequeñas siluetas de los barcos. El fondo gris se iba oscureciendo por momentos, en la misma medida que Amunárriz aplicaba su pincel sobre el lienzo para matizar las
sombras. Las máquinas de los pesqueros funcionaban a
toda presión para acercarse a la costa lo antes posible.
Amunárriz también debía de darse prisa. Dejándose llevar por la precipitación de los hechos, abandonaba su método habitual para improvisar. En la distancia se escuchó
el primer trueno. La tempestad venía desde el mar.
El rostro de Mercedes ya no era el de otros días, ni
lo era su paciencia. El miedo le pasaba factura. Ya no
estaba preocupada porque el marido llegara a casa y no la
encontrara. Ahora le asaltaba el miedo a que el marido no
llegara. Las tormentas se tragan los barcos. Bien lo sabía
ella. Bien lo sabía su familia. No volvería a estar tranquila
hasta tener al marido en casa. Sería demasiada mala suerte
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si… No, se dijo. No. Apartó aquel pensamiento horrible
de su cabeza. Su pie golpeó el suelo, nerviosa. Se quería
ir de allí. Cada segundo que pasaba se decía, éste es el último. Me voy. Me voy ya mismo. Pero la mirada de Amunárriz la detenía. Un momento más, suplicaba. Espera un
momento. Esto ya está casi acabado.
Inaxio se asomó al jardín, que acusaba las sombras del
día, la agitación del viento, y en el que se sentía ya la proximidad de la lluvia. Olía a tierra. No parecía el pacífico vergel de otros días. En realidad nada parece igual que antes,
pensó el chico mientras sentía un gusanillo en el estómago.
Entonces escuchó el motor de un auto que se acercaba. El
frenazo súbito del Cadillac anunció que algo sucedía. El
frenazo y el trueno se confundieron, al igual que la oscuridad del cielo se confundía con el sombreado que Amunárriz retocaba. El mundo parecía haberse duplicado.
El negro, ignorando al chico, entró en el taller precipitadamente.
— Me llevo el cuadro tal y como está –le dijo Ladis al
pintor.
— No –se opuso Amunárriz, levantándose del asiento.
— No puedo esperar más.
— Me queda muy poco…
Ladis se dirigió al cuadro, pero Amunárriz se interpuso entre el negro y el lienzo, dispuesto a defender su obra.
— Dame tan sólo unas horas… –le suplicó.
El negro no estaba para tonterías. Agarró a Amunárriz
de la camisa, forcejeó con él y lo lanzó contra el suelo.
El pintor, sorprendido por la violencia del ataque, no se
atrevió a levantarse. Inaxio y Mercedes, asustados ante el
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comportamiento de Ladis, se habían apartado y permanecían en un rincon.
El negro, a pesar de que la pintura estaba todavía húmeda, cogió el cuadro y salió del taller. Inaxio vio por
la ventana cómo metía el lienzo en el maletero, todavía
montado en el bastidor. En ese momento empezaban a
caer las primeras gotas, gordas y pesadas.
Antes de montar en el auto, Ladis se volvió como si
hubiera recordado algo. Regresó al taller dando grandes
zancadas. Allí todo permanecía igual; las tres figuras seguían inmóviles como estatuas. Se dirigió a Mercedes y le
tendió un sobre.
— Aquí tienes...
Mercedes se echó para atrás, alejándose de Ladis.
— ¡Toma! Es tu dinero.
Pero ella, sin soltarse de Inaxio, reculó hasta la pared.
— No lo quiero –dijo con voz trémula.
— ¿Eres tonta? Es tuyo. ¡Cógelo de una vez!
La mujer decía que no con la cabeza. La movía de un
lado a otro con movimientos cortos y rápidos.
Sólo cuando escucharon el sonido del motor en la distancia, los tres recuperaron la compostura. La lluvia golpeaba las ventanas de la casa, dispuesta a romper los cristales.
Amunárriz se sentó de nuevo en su silla, como si fuera a
seguir trabajando. Miró el lugar donde estaba el cuadro,
y el vacío le conmovió hasta tal punto que las lágrimas se
asomaron a sus ojos.
— Mi cuadro… -se lamentó Amunárriz.
— Olvídate de él –le dijo Inaxio-. El viejo quiere que
lo entierren con el cuadro. Nunca más lo volverás a ver…
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Mercedes se había soltado de Inaxio. Tenía el rostro demudado.
— ¡Vámonos! –le dijo Mercedes al chico.
— Llueve a cántaros.
— No podemos pasar aquí el resto del día. ¿Vienes
conmigo o te quedas?
— Voy contigo –dijo Inaxio.
Amunárriz, que se cubría el rostro con las manos, ni
siquiera se despidió de ellos. Lo dejaron así, maldiciendo
por lo bajo su mala suerte.
El camino fue largo y dificultoso. El cuerpo de Mercedes se pegaba al de Inaxio, como si al unirse pudieran
afrontar mejor el viento que les impedía avanzar con normalidad, bajo los árboles que bordeaban la carretera. Llegaron al pueblo empapados, agotados. Inaxio se despidió
de Mercedes quien le secó con la mano el agua de la cara.
Había algo particular en la mirada de la chica. A Inaxio
le pareció ver en sus ojos un pez, un pez plateado que
nadaba jactancioso.
Desde dentro de su portal, Inaxio vio como Mercedes se alejaba caminando decidida bajo la lluvia. A pesar
de su juventud, le pareció que tenía el aire de una reina
orgullosa.
Se habían formado grupos cerca de la lonja y en el
paseo Butrón. La gente había cerrado los paraguas porque era imposible mantenerlos abiertos, y aceptaban la
lluvia que les iba empapando como un mal menor. A
ratos hablaban todos a la vez, quitándose la palabra, y
otros permanecían en silencio, masticando el horror de
sus pensamientos. Hombres, mujeres, niños, ancianos,
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permanecían hipnotizados por la masa acuática que parecía a punto de convertirse en un ser vivo. La temperatura había caído en picado. Asistían a los momentos
previos al nacimiento del monstruo.
De vez en cuando llegaban noticias que corrían de
boca en boca. Se preguntaban unos a otros si habían hablado por la radio con los hombres, si los barcos que faltaban por llegar estaban ya cerca. Esperaban que ninguno de ellos se hubiera quedado atrás, que no se hubiera
producido una avería en un momento tan inoportuno. Se
anunciaban olas de más de diez metros. Los vientos ya
jugaban con las embarcaciones. En la iglesia de la Marina
las viejas rezaban a la Virgen de Guadalupe.
Como si hubieran recibido la orden de un estratega, al mediodía las enormes olas, convertidas en hordas
enemigas, comenzaron a atacar la costa. Aquellas embestidas rítmicas y sonoras dejaban su rastro en los inmensos charcos que cubrían el paseo marítimo cuando
las olas se retiraban tras explosionar contra la piedra. Las
embarcaciones de la ría desaparecieron engullidas por el
monstruo hambriento, que se alimentaba de madera, de
piedra, de carne humana si la encontraba a su paso. El
monstruo marino que introducía su nariz de agua en las
alcantarillas e inundaba los bajos de las casas. El mismo
que buscaba a los niños atrevidos, que jugaban a desafiar
los consejos maternos y las olas. Venid, queridos. Venid
a conocer las entrañas del océano, sus tripas de algas, con
restos de anclas y arpones. El viento arrancó las tejas de
los tejados más descuidados, que volaron como pájaros
de arcilla. También las macetas saltaban desde los balcones, suicidas inanimados que provocaban una graniza138
da de flores y tierra. Los destrozos del paseo marítimo
fueron cuantiosos; el suelo se agrietó como si hubiera
sufrido un terremoto. Las olas desplazaron las rocas del
espigón, y durante días los troncos y basuras, arrastrados
por el mar, se adueñaron de la playa que presentaba el
aspecto de un vertedero.
El aguacero continuo, que duró dos largos días, retuvo a Inaxio en casa. Cuando por fin la tormenta amainó,
tuvo que ayudar a su madre a limpiar el sótano inundado. Por suerte la mayor parte de lo que allí guardaban
eran cajas de plástico y botellas de vidrio. Algunos sacos
de harina habían quedado inservibles y no faltaron las
ratas cuyos cuerpos hinchados flotaban sobre el agua
estancada.
Cuando volvió la calma, el pueblo pareció despertar
de un largo sueño húmedo y siniestro. Para entonces no
había rastro del Cadillac ni de ninguno de sus ocupantes.
En respuesta a sus preguntas, el recepcionista, al que
le gustaba hablar de las excentricidades de los ricos, le dijo
a Inaxio que cuando la tormenta tocaba la costa, Ladis se
encontraba en la cafetería del hotel. A diferencia del resto
de los clientes, que observaban fascinados el mar a través
de las ventanas, Ladis no se apartaba de la barra.
— Llevaba ya unas cuantas copas encima cuando le
confesó al camarero que a él le daba miedo el mar, y más
en esas condiciones. Decía que, en la isla donde él vivía, el
mar se había llevado a veces pueblos enteros.
El negro subió a la habitación –lo vieron correr por
la escalera, sin ni siquiera esperar al ascensor-, pero volvió a bajar enseguida. Pidió otro cubalibre y se lo bebió
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de un trago. En el mostrador se podían apreciar el dibujo de sus manos húmedas. Hablaba solo. El camarero
comentó después que, por un momento, le pareció que
el hombre lloraba. Sin embargo el recepcionista no le
creyó; el camarero solía exagerar bastante las cosas. De
repente Ladis se dirigió a la recepción donde pidió la
cuenta.
— Le dije que no era un buen momento para viajar
–le contó el recepcionista a Inaxio-, pero no atendía a
razones. Me miró con prepotencia, así que yo, que sólo
había pretendido ser amable, me limité a sumar las cantidades mientras él iba a por las maletas. Bajó con ellas
poco después y las llevó al coche. Cuando volvió a la
recepción, esta vez sin abrir la boca, le tendí una nota
con el total que debía ser abonado. Se había empapado
y tenía la expresión de un loco. Las cosas son como son,
y no como uno quiere que sean, me dijo mesándose el
cabello mojado. Dejó una cantidad superior a la señalada
y, sin esperar el cambio, volvió a subir a la habitación.
Minutos después el recepcionista vio al negro empujando la silla de ruedas que Azcárate utilizaba ocasionalmente. Caminaba con tanta decisión que la gente que se
cruzaba en su camino se apartaba a un lado para evitar
que los atropellara. El Americano pasó delante de él, con
la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás. A pesar de
la negrura del día, cubría sus ojos con las gafas de sol y
llevaba las manos cruzadas sobre una mantita que Ladis
le había echado por encima para protegerle de la lluvia.
— Me despedí de ellos, les deseé un buen viaje, pero
el señor Azcárate me ignoró, y el negro me miró con sus
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ojos de lunático. Yo mismo sostuve la puerta para permitir que salieran al exterior. La imagen del negro empujando la silla bajo aquel vendaval era bastante extraña.
Le hice un gesto al botones para que les ayudara, yo no
puedo alejarme de la recepción, lo tengo prohibido, pero
el chaval no tenía intención de mojarse y simuló estar
ocupado en otra cosa.
Desde el hotel, el recepcionista vio como Ladis se las
ingeniaba para bajar a Azcárate de la silla y meterlo en el
auto.
— El viejo ni se movía. Tuvo que hacerlo todo él
solo. No resultó una tarea sencilla, y menos con aquel
tiempo del demonio. Luego el coche se fue, sabe Dios a
dónde…
Inaxio le escuchaba pensativo.
— Pero, ¿de verdad el chófer es amigo tuyo? ¡Vaya un
tipo raro! De todas formas, si vuelves a saber de él, dile
que con las prisas se dejaron algunos efectos personales que hemos guardado. Los ricos siempre se dejan algo,
aunque son cosas sin importancia, claro. Dile que, si nos
da una dirección, el hotel se lo enviará y se hará cargo
de los portes -dijo el recepcionista dando la conversación
por terminada.
Cuando muchos años después Inaxio fue a buscar
a Mercedes, era difícil reconocer en ella a la joven del
cuadro. Su rostro se había curtido y cada arruga hablaba
de los amaneceres fríos del invierno y de las largas jornadas de trabajo del verano. Al igual que hablaban las
durezas de sus dedos, causadas por el uso del machete y
por el esfuerzo al coser la red, o las varices de sus piernas, acostumbrada a permanecer de pie, sin descanso.
141
Su cuerpo se había ensanchado con cada uno de sus
embarazos, convirtiéndose en una mujer voluminosa,
una pescadora gruesa y fuerte, con una estructura capaz
de afrontar las adversidades. Tan sólo quedaba de ella la
mirada franca, la curva delicada de la barbilla y la nariz
fina. Mercedes sostenía en sus brazos a su primer nieto,
un niño pequeño y rubio, que se chupaba el dedo con
ansia.
La mujer no ocultó su sorpresa al verle. Aunque en
el pueblo se cruzaban con frecuencia, Inaxio nunca había vuelto a dirigirse a ella directamente.
— ¿Qué te trae por aquí? –le preguntó Mercedes,
intentando ella a su vez hallar en aquellos rasgos al niño
que Inaxio fue un día-. ¿Quieres un café?
Él le dio las gracias; no quería tomar nada.
— He venido a preguntarte una cosa.
— ¿Qué cosa?
— Sólo quería saber si has hablado con Amunárriz.
Inaxio leyó cierta alerta en aquel repentino movimiento de sus ojos. El nombre del pintor le había inquietado.
— ¿Yo? ¿Con Amunárriz? ¿Por qué iba a hacerlo?
Inaxio carraspeó. Observó la mano de la mujer que,
con sus dedos gruesos y separados como las patas de
un animal, aseguraba la verticalidad del cuerpo del niño.
— No tengo relación con él, pero el otro día vino a
verme... –le contó Inaxio.
— ¿Y…?
— Quería hablar del cuadro que le pintó al Americano. ¿Te acuerdas?
— Ha pasado mucho tiempo… -dijo suspirando-.
142
Pero, ¿cómo iba a olvidarlo? Es el único retrato que me
han pintado en la vida. ¿Qué anda buscando ése ahora
con todo lo que ha llovido?
— Está obsesionado. Dice que ese cuadro es lo mejor de su obra.
— Manías de viejo –contestó Mercedes.
— Seguramente… Pero él está empeñado en encontrarlo.
— ¿Encontrarlo? ¿Acaso ha olvidado lo que tú mismo nos contaste? -dijo Mercedes-. ¿Acaso va a ir ahora
desenterrando muertos?
Inaxio no supo qué decir. Se sintió incómodo ante
el inesperado silencio que les rodeó, roto tan sólo por el
quejido del niño que se llevaba la mano a la boca. Encendió un cigarro para ganar tiempo. El humo brotó de su
boca y se elevó sobre sus cabezas.
— No sé... Quizás sea una tontería, pero... Hay algo
en lo que he pensado muchas veces a lo largo de mi vida
–dijo Inaxio.
— ¿A qué te refieres? –le preguntó la mujer mientras
le tendía un cenicero.
— ¿Por qué no cogiste el dinero, Mercedes? –preguntó Inaxio sosteniendo el cenicero de plástico rojo.
Ella esquivó su mirada.
— Lo recuerdo perfectamente… -insistió Inaxio-.
No quisiste ni tocarlo.
Mercedes sacó un pañuelo del bolsillo de su falda y,
tras quitarle al niño el dedo de la boca, le secó la barbilla
brillante de saliva. Le estaban saliendo los dientes. Du143
rante unos segundos ese acto, el movimiento del pañuelo
blanco sobre la boca infantil dolorida, fue todo. El movimiento y el silencio. El tiempo pareció quedar suspendido
ante aquella pregunta antigua.
— ¿Le hubieras cobrado tú ese trabajo a tu propio
abuelo? –le preguntó Mercedes de repente, con voz fría
y rotunda.
Ahora eran los ojos de la mujer los que desafiaban
al hombre, mientras las cejas de Inaxio se alzaban en un
gesto de asombro.
— Nunca olvidaré aquella tarde. Tú eras un crío cuando me hablaste de aquel cuadro. Acepté que me pintaran
por sacarme cuatro duros. ¿A quién le viene mal un dinerillo inesperado? Luego, cuando vi el cuadro, supe que era
el destino. Porque era él; el mismo rostro, la misma figura,
su postura, sus ropas. Yo conocía esa imagen; mi abuela
guardaba una fotografía igual entre sus cosas. Era el único
retrato que había de mi abuelo. Sí, mi abuelo. El mismo
que se había ahogado antes de que naciera mi madre, o al
menos eso fue lo que creyeron todos.
El labio inferior de Mercedes temblaba tras aquellas
últimas palabras. Sus ojos se humedecieron e Inaxio temió
que se viniera abajo. Pero no, no llegó el llanto, sino que
ante él, aquellos se convirtieron en los ojos de Azcárate.
Fueron unos segundos eternos. Luego la mujer, demostrando su fortaleza, recobró la voz y la compostura.
— No es justo cobrarle a un abuelo, ¿no crees, Inaxio?.
El hombre se sentía violento, como si hubiera profanado
un lugar sagrado. Le pareció que el aire era más denso,
transformado por el peso de esa confesión.
— Pero tampoco fue justo por su parte hacer sufrir a
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mi abuela y a mi madre –continuó Mercedes-. Las condenó a vivir en los acantilados, vestidas de negro, llorando
a un falso muerto. ¿Sabes que las mujeres de los desaparecidos sueñan con el cuerpo que les ha sido arrebatado?
¿Imaginas el escalofrío que les produce la tumba vacía,
cuando toca visitar a los difuntos en las fechas señaladas?
Viven agarrándose con uñas y dientes a la esperanza absurda de que un día aparecerá, y ese cuerpo, o al menos
los restos del mismo, servirán para acabar con el recuerdo
que sigue vivo. Porque, sólo entonces, alcanzarán la paz.
Los ojos del niño brillaban, mientras Mercedes lo
mecía para calmarlo. Los ojos del niño que eran también
los ojos de Azcárate. Inaxio tenía ganas de salir de allí y
aprovechando el silencio de Mercedes se despidió apresuradamente. Sin embargo, el hombre se volvió indeciso
y quedó de nuevo cara a cara con la mujer. El niño tiraba
de un mechón de pelo de su abuela.
— Amunárriz no se cree que el negro enterrara el
cuadro con Azcárate –le dijo.
— ¿Por qué? ¿Por qué no se lo cree?
— Él piensa que el negro no era tonto, que lo vendió
y que el cuadro ahora está en alguna colección o en algún
museo.
Entonces en los labios de Mercedes nació una sonrisa involuntaria, e Inaxio supo que la intuición que le había
llevado hasta allí era correcta.
— No sabrás tú nada del cuadro, ¿verdad Mercedes?
La mujer sonreía, incapaz de reprimir aquel gesto de
satisfacción. Las comisuras de los labios se elevaron en
el mapa viejo de su rostro, interrumpiendo la monotonía
de su expresión.
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— Amunárriz siempre tuvo talento, pero nunca anduvo muy acertado –dijo Mercedes.
Entonces, para asombro de Inaxio, Mercedes estalló
en carcajadas. Y el hombre se sintió hechizado por aquella poderosa risa que agitaba su pecho.
La risa de Mercedes reveló a Inaxio lo que nunca le diría
ella con sus propias palabras. Aquella risa nacía del orgullo de quien hace cumplir justicia, e Inaxio sabía que
Mercedes era una mujer de actos. Sintió el vértigo de las
preguntas que no encontrarían respuesta. Pero era tan fácil tirar del hilo… ¿Cuál era el talento de Amunárriz que
Mercedes había mencionado? ¿Era acaso la intuición de
que el retrato no había sido enterrado con Azcárate? ¿Era
esa su percepción de padre, de artífice del cuadro?
— Tú hiciste algo –le dijo Inaxio a Mercedes.
La risa no cesaba, y el niño, agitado por el movimiento del cuerpo de su abuela, también sonreía.
En la cabeza de Inaxio se atropellaban las preguntas.
¿Cuándo había robado Mercedes el cuadro? ¿Fue mientras
el negro bebía en la cafetería del hotel? Imaginó a Mercedes entrando en la suite, revolviendo entre las cosas del
viejo mientras el viento golpeaba los cristales. Imaginó un
cuerpo inmóvil sobre la cama deshecha. ¿Acaso llegó en
su incursión a ver a Azcárate vivo? ¿Habló con él? ¿Le descubrió quién era? O tal vez cogió el cuadro del mismo maletero, que con las prisas Ladis ni siquiera había cerrado.
A fin de cuentas nadie se atrevía a tocar el coche. Nadie
excepto Mercedes, que estaba dispuesta a cumplir su plan.
Mercedes reía. Eso era todo. No le daría ninguna explicación, pero de lo que Inaxio estaba seguro era de que
la mujer había conseguido su propósito. Mercedes había
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evitado que se cumpliera la última voluntad de Azcárate,
impidiéndole que se llevara la imagen de aquello que un
día abandonó. De aquello que, en ningún modo, le pertenecía.
Pero, ¿y el cuadro?, se preguntó Inaxio. ¿Cuál había
sido su destino? Los ojos de Mercedes hablaban de la satisfacción del trabajo bien hecho. Está donde debía estar,
decía su mirada orgullosa. Donde debía estar… Inaxio
volvió a ver el cuadro desaparecido. El cuadro, que no era
otra cosa sino el retrato de dos seres ya muertos y de una
historia igualmente extinta. Y, ¿qué se hace con los muertos? Se entierran. Entonces lo comprendió. Tal y como
había decidido Azcárate, el cuadro había acabado en una
tumba, pero no en la suya.
Inaxio recordó que la madre de Mercedes había muerto unos años antes. Aquella era la mujer que había visitado día tras día los acantilados, acompañando a la madre
viuda -viuda sin ni siquiera haberse casado. Viuda y sola,
con aquella hija en las entrañas cuando la desgracia rompió sus sueños-. La madre de Mercedes, la hija huérfana
de Miren, se había pasado la vida buscando el cuerpo de
un fantasma. Pero Mercedes, por fin, de una manera casual y terrible, había recuperado el cuerpo del abuelo. Un
cuerpo construido de lienzo y pintura.
¿Y qué otro lugar mejor que aquel?, le decían a Inaxio
los ojos de Mercedes.
La hija fiel reposaba arropada por el retrato de sus
padres, acompañada por la imagen irreal de una historia
interrumpida.
Tras aquella conversación con Mercedes, Inaxio pensó
que la historia se cerraba definitivamente. Pero aunque
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se equivocaba, no lo supo hasta algunos años después. El
gran camión, que había dado varias vueltas al pueblo, se
detuvo finalmente frente a su bar, mientras Inaxio vaciaba
el lavavajillas y colocaba la loza en los estantes. El televisor estaba encendido, a pesar de que nadie le prestaba
atención. A esa hora de la tarde los clientes eran escasos.
— Preguntan por ti -le dijo un crío, asomándose a la
puerta.
Inaxio se secó las manos en el delantal y salió de la
barra. Eran dos los transportistas. Uno de ellos, gordo y
calvo, le hizo algunas preguntas antes de darle una carpeta
llena de papeles.
— Ésta es la documentación –le dijo, mordisqueando
un palillo.
— Todo está en regla, amigo –añadió el otro, alto y
cejijunto, rascándose la oreja.
Luego el calvo se subió al camión, mientras el alto
abría la puerta trasera. La rampa metálica se desplegó automáticamente y ante los ojos de Inaxio, que observaba
embobado, apareció el cadillac, con el mismo brillo que le
había maravillado en el pasado. No había ningún mensaje. Ninguna tarjeta. Tampoco era necesario; Inaxio comprendió de inmediato que el negro pagaba así la deuda
contraída con él, cuando cuarenta años antes había olvidado pagarle su trabajo de acompañante.
— ¡Vaya regalo! Si lo vende, conseguirá una fortuna
–le dijo el calvo antes de marcharse.
Inaxio asintió sin prestarle atención. El auto le había
provocado cierto vértigo, al hacerle pensar en el tiempo
transcurrido desde la última vez que lo vio. No pudo evitar un poso de amargura. ¿Qué habría sido de Ladis? Ima148
ginó que el negro estaba moribundo. Que Ladis, al igual
que le había sucedido al viejo Azcárate, en los momentos
de debilidad e impotencia ante la proximidad de la muerte, recordaba de nuevo aquello que había amado. Cerró
los ojos y pudo verlo. Y pudo oírlo. Oye, chico...
Tampoco Inaxio, a pesar de su existencia encorsetada
y predecible, había podido olvidar la manera en que el
negro le miraba. Todo el mundo tiene deseos, dijo Ladis
aquella tarde, como si él pudiera leer dentro de Inaxio
adolescente. Como si el negro, visionario, pudiera saber
más de él que él mismo. El coche que tenía delante le
devolvía a Ladis, su forma de agarrarle, su brazo sobre
su hombro, atrayéndolo hacia su cuerpo. El olor a animal, que le arrebataba y le repugnaba a partes iguales. La
mancha de sudor en sus camisas. Su pantalón ajustado. La
boca de encías rosas y lengua húmeda.
En contra de los consejos que le dieron, Inaxio dejó
el cadillac aparcado delante del bar. No quiso encerrarlo
en un garaje, prefería disfrutar de él viéndolo a cada momento. La gente se detenía a admirarlo, sobre todos los
chavales que fantasean con montar en un auto así. Sólo
cuando Inaxio parecía despistado, se atrevían a acariciarlo
con las yemas de los dedos.
— ¡Eh! ¡No se toca! –les gritaba Inaxio a los más
atrevidos.
Y si alguno le desobedecía, no dudaba en hacer el gesto de la guillotina, con la mano horizontal moviéndose rápidamente a la altura del cuello, hasta que los niños huían
despavoridos. Luego Inaxio se reía a carcajadas, divertido
por aquella travesura impropia de su edad.
Los martes, que era su día libre, Inaxio sacaba un cubo
de agua jabonosa y despacio, sin prisa, limpia el auto con
mimo hasta dejarlo resplandeciente. No sabía explicar por
qué, pero en esos momentos se sentía extrañamente feliz.
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