un elefante perdido

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Enrique
Pérez
Díaz
Edición: Elizeth Godínez
Dirección artística: Roberto Casanueva
Diseño e ilustraciones: Carlos Zamora
© Enrique Pérez Díaz, 2002
© Sobre la presente edición:
Ediciones Extramuros, 2002
ISBN 959-7020-96-3
EDICIONES EXTRAMUROS
Centro Provincial del Libro y la Literatura
Zanja No. 732 e/ Hospital y Aramburu
Ciudad de La Habana
A Miriam,
de este «Elefante» que
desde la distancia
la quiere.
Y también a E.G.,
por todas las razones
que ella sabe
y por muchas más...
PRETEXTO
“Para encontrar un elefante
que por el bosque se ha perdido
hay que tener mucha paciencia,
muy buen olfato y buen oído.”
MARÍA ELENA WALSH,
Dailan Kifki
“Todo hombre tiene el deber de cultivar su inteligencia,
por respeto a sí propio y al mundo”
JOSÉ MARTÍ
“Lo difícil es asomarse al exterior y, sin embargo, seguir
siendo uno mismo”.
MARÍA GRIPE
“No existe nada más profundo que el amor. En los
cuentos infantiles, las princesas besan a los sapos
que se transforman en príncipes. En la vida real,
las princesas besan a los príncipes,
que se transforman en sapos.”
PAULO COELHO
I
AMANDA
A
la verdad que si hoy no detengo un tren que venga a 250
kilómetros por hora, sí que no lo detendré nunca jamás,
pensó Amanda mientras se miraba con suma atención –
por décima vez– en el enorme espejo que cubría la puerta
del antiguo armario heredado de su abuela. Estoy tan atractiva, seductora y misteriosa, que paro el tráfico.”
Era una niña morena, de diez u once años aproximadamente, de peloalborotado y con unos vivos ojos de mirada
cambiante que parecían siempre querer gritarle cosas a la
gente.
El espejo devolvía la estrambótica imagen de una chiquilla maquillada hasta el
exceso, de cuyo delgado cuello colgaban infinidad de
collares y cadenas. Llevaba un ceñido vestido rojo que le
daba por los tobillos, dejando ver unos pies que más parecían estar encaramados sobre los altos zapatos dorados de
tacones. Para completar su atuendo, Amanda se había puesto un sombrerito de mimbre estilo pequeño hongo adornado con ramitas verdes, flores secas y frutas. En fin, pura
naturaleza muerta.
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–¡No hay quien me gane en lo moderna! –se dijo ahora en voz alta y
tan admirada de sí misma como si el espejo fuera mágico y le hubiera
dicho que era la más bella entre las bellas–. Seguramente, todo el mundo
tendrá que ver conmigo.
Distraída, Amanda salió de la habitación. Iba tarareando una canción
por el pasillo, mientras se contoneaba imitando el sinuoso, zigzagueante
y para ella atractivo andar de esas modelos, superdelgadas y altas como
palmeras que a veces veía por la tele.
–Yo seré la tentación, que tú soñaste... –era una de sus melodías preferidas. La había cantado su tía abuela Agatha, en los pretéritos años en
que fue una conocida vedette. Pero de eso hacía ya tanto tiempo. Hoy la
tía Agatha no era ni el pálido reflejo de antaño. Ayer maravilla fui y hoy
sombra de mí no soy. A Amanda le encantaba esta frase que solía decir la
anciana recordando las sonadas tournees por Europa.
Abrió la puerta. Se asomó al portal. Iba rumbo a la calle. Aspiró el
aroma a gasolina y monóxido de carbono que despedían los coches y
salió andando hacia la acera. La avenida y sus ruidos, malos olores y
gentes raras, significaban para Amanda la libertad. Había salido, hacía
apenas unas horas, del internado en el que permanecía el año entero y
hoy comenzarían para ella unas deliciosas y esperadas vacaciones.
¡Qué maravilla el verano con sus colores y playas cálidas!, pensó.
Primer día de julio, sólo que ella no podía imaginarse cómo, a unos
pocos pasos él la aguardaba una sorpresa tremenda, inesperada. Una sorpresa que probablemente cambiaría el curso de sus vacaciones... y de su
vida entera...
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II
¿QUIÉN ERES TÚ?
N
a se disponía a cruzar la calle como de costumbre, a plena
carrera –y no precisamente por el paso peatonal– cuando
sintió que alguien le daba un violento tirón a su sombrero.
–¿Y esto qué cosa es? –gritó Amanda, mientras se volvía algo violenta y ya dispuesta a embestir a su posible agresor, pero lo que vio la dejó tan estupefacta que casi cae de
espaldas.
–¿Un E..., un E.....? ¡Un E–LE–FAN–TEEEEE!
A su lado, masticando apacible como si se encontrara en
lo más intrincado de la más recóndita e inexplorada selva
africana, un enorme elefante de color verde limón, la miraba
con absoluta indiferencia.
–¡No, no! ¡No puede ser! –se decía Amanda toda agitada y con los pelos de punta.
El elefante apenas le prestó atención, pues daba buena
cuenta de los últimos adornos del sombrero.
–Y además... ¿te has comido el adorno de mi
sombrero?
–¿Sabes tú, niña poco solidaria, el tiempo que llevo sin
echarme algo en esta boquita mía?
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–¡Ni lo sé, ni me interesa! –Amanda volvía a ser la de siempre y no
aparentaba estar nada preocupada por el hecho de que un elefante hablara–
. Eso no te da derecho a atacarme en plena vía pública y adueñarte de lo
que no es tuyo: ¡manganzón!
–¡Muaaaaa, muaaaaaa, muaaaaa! –pegó a dar chillidos destemplados
el paquidermo–. ¡Muaaaaa, muaaaaaa, muaaaaaa!.
Mientras desconsolado agitaba su trompa, mojaba con grandes chorros de agua, al mundo entero a su paso.
–Comer, no habrás comido, pero lo que es beber –comentó Amanda
entre divertida y asustada por el inesperado baño–. ¡Te debes haber tragado un río entero, tan caudaloso y grande como el Amazonas, el Mississippi
o el Orinoco... Espero que también no te vayan a entrar deseos de hacerte
un «pississippi».
–Muaaaa, muaaa, muaaa –sollozaba el animalote y las ráfagas de aire
que escapaban de su trompa sacudían las copas de los pocos árboles cercanos.
–Muaaa, muaaaa, muaaa –lo imitó Amanda a la perfección–. Basta ya,
o voy a pensar que eres un elefante «mariquita».
–Ni mari, ni quita –dijo él entonces cambiando el tono–. Me has ofendido en lo más profundo, secreto, recóndito y sagrado de mi ser.
–¿Ah, sí?
–Si te contara mi historia, no me ibas a creer, niña poco comprensiva...
–¿También tú me llamas así? ¡Se habrá visto! Ni que estuvieras de acuerdo con mi abuela: dice que soy una malcriada, a veces maniática
incomprensiva, incomprensible e incomprendida. Y todo porque no acepto aquello que dicen o hacen los demás. ¡Hay que ver!
El elefante la miró y sus ojillos parecieron sonreír unos instantes:
–¡Después de todo crees en mí! –dijo a la niña.
–¿Y cómo no creerte si casi te comes mi sombrero, me has dado un
baño que no esperaba y ahora mismo estás ocupando toda la acera?
–Bueno, eso es muy bueno. Si crees en mí comenzamos bien. Hay que
empezar por creer en los demás, cuando deseamos nos crean a nosotros.
Y así diciendo, tomó a la niña con su trompa y con suavidad, casi
dulzura, la depositó sobre su ancho lomo.
Como si tal cosa, echó a andar.
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III
EL PASEO
A
manda no le sonó nada bien la última parrafada del animalote,
le parecía harto filosófica, libresca o retórica pero, pasear
sobre él sí que era otra cosa, bien atractiva por cierto.
–Bueno, amigo mío, yo soy Amanda. Ya que me has
arruinado la tarde, pues estoy desmaquillada, desmelenada,
desarreglada y desvencijada, hazme al menos, más interesante la vida. ¿Adónde vamos?
–¡Si yo lo supiera! –bramó el animal en tono lastimero.
–No te me pongas trágico de nuevo, que así no llegaremos a ninguna parte.
Mientras hablaban, el elefante avanzaba con una parsimonia “elefánticoasiática” por el centro de la avenida con el
separador de vías entre sus patas.
Desde los autobuses, la gente los observaba con cierto
desdén y hacía comentarios como estos:
–¡Miren a esa loca; sí, la disfrazada, la que va en el elefante! Como si ya no hubiera bastantes camellos sueltos por
aquí.
–¿Irán a cambiar los camellos trenbuses por elefantes
vivos?
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–Nada de eso –esgrimía ahora un hombre con aspecto de sabihondo–.
Ese elefante es de un circo, solo se trata de un acto promocional.
–Con seguridad el infeliz ha escapado de algún zoológico porque no le
conseguían ninguna elefanta y él no tenía vocación para el celibato.
–O quizás enfermó de los nervios al escuchar el rugido de los leones y
tuvo miedo de que se lo comieran. No todos los animales tienen el buen
sentido del humor y la docilidad de un elefante, hay algunos que se gastan
un genio...
Ajenos a tales comentarios, Amanda y el elefante circulaban como si tal
cosa por las calles más céntricas.
–¿Por fin, me contarás tu historia, criatura perdida en esta civilización,
cruel y torva, –a veces Amanda era insoportable, sobre todo cuando entresacaba palabritas de los diccionarios– infeliz animalito extraviado en el
mundo?
El elefante siguió andando en silencio. Quizás no sabía cómo empezar.
–En definitiva –continuó Amanda sus argumentos en una especie de
monólogo interior, oral y escénico–, si resultó que nos vinimos a encontrar, –precisamente tú y yo (entre tantos cientos de elefantes y muchachas a montones que por ahí existen como yo), en medio de una urbe tan
grande, tiene que haber sido por alguna oculta y misteriosa razón. ¿No
crees?
Pero él nada dijo. Al parecer, su pensamiento erraba, quizás imaginando encontrarse libre y feliz en plena selva, junto a otros de su perseguida
especie.
–Puede ser –continuó Amanda, a quien cuando algo se le ocurría era
en verdad inclaudicable–, que antes nos conociéramos. Tal vez en algún
zoológico o en algún sueño que tuve contigo, o quizás, tú conmigo. ¿Acaso los elefantes no son capaces de soñar? ¡Es tan bonito soñar! Además, he
escuchado que ustedes poseen una memoria magnífica. A mí me agrada
creer en eso de los sueños, como a mi abuela. Ella sí sabe sobre la reencarnación y cosas así. Me asegura que no le quedan dudas de que, aparte de
haber sido gitana e india, también vine como gata varias veces. Yo no sé si
será verdad, pero suena muy bonito eso de volver al mundo que alguna vez
conocimos y, pese a cuanto digan, es un lugar tan hermoso y agradable. Si
todo eso fuera verdad me encantaría haber sido Pocahontas. Y ahora que
lo pienso: ¿no te parece, Elefante, que quizás en alguna oportunidad
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reencarné como una elefantota, orejonzota y barrigonzota, así como tú?.
Cuando más entusiasmada estaba Amanda en sus metafísicas teorías, el
elefante gritó de repente:
–¡Ya lo tengo! Debemos verla a ella de inmediato. Sí, esa es la única
solución posible.
¿A quién iremos a ver ahora?, se preguntaba Amanda algo asustada y sin
atreverse a hablar.
17
IV
NADA MÁS Y NADA MENOS...
A
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todas estas, ya habían recorrido infinidad de calles y
Amanda no era capaz de sospechar dónde se encontraban.
–Espérate, paquidermus, mamut, bicho grande... ¿adónde nos dirigimos?
–A donde vive Bertalidia. Ella me ayudará...
–Bertalidia, Bertalidia –musitó Amanda aquel nombre
como si paladeara un caramelo de incierto sabor–.
Bertalidia, me suena, creo..., que es...
–Sí, chica –aclaró el elefante–. Es muy famosa. Es escritora, una conocidísima escritora de literatura infantil.
–¡Ay, nooooo! –del grito Amanda casi se cae del lomo
del elefante–. No me hagas eso. Si me llevas con ella estoy
frita, molida, batida, perdida.
–Es que la tal Bertalidia está escribiendo un libro sobre
elefantes y yo era uno de los protagonistas, pero olvidó
darme un nombre. En eso sucedió algo que no recuerdo
bien. Yo escapé del libro y... ¡Heme aquí!
–¿Pero, serás loco, muchacho? ¿Cómo deseas volver
al libro de semejante autora? La Bertalidia Duporté Mc.
Sugar Sugar, dicen que se puso los apellidos de sus ilus-
tres tatarabuelos irlandeses y franceses, pero toda la vida ha residido en
Marianao, en fin...
–Es que debo saber cómo me llamo, si no, afrontaré un serio problema de identidad perdida...
–Ah, pero si ese es tu gran problema, yo te pongo un nombre nuevo
y sanseacabó: Timorato, Pancracio, Bicicleto, Celedonio, Elerenio,
Etrusco, Eurípides, o si no, vamos a la vieja de los gatos. Es una medio
loca, pero muy buena persona ella, que se llama María Carlota –como la
famosa emperatriz aquella, sí, chico, la reina célebre y desquiciada por
amor–, que tiene mogollón de gatos con nombres rimbombantes, pero,
con Bertalidia Duporté Mc. Sugar Sugar... ¡Ni hablar de eso! Que no
estoy yo para sus interminables traumas...
–Pero... –insistía él.
–No hay peros que valgan. ¿Sabías tú que la tal Bertalidia se suicida
todos los meses? Sí, hijo, sí. Ella se cree muy especial, como un hada y
cada vez que los niños nos negamos a leer sus odiosos e insípidos cuentos, le da un ataque. Se quita la peluca rubia, rompe los collares y salta
por un balcón, siempre el mismo, el de su casa, pero nunca se estropea
mucho, si acaso se araña, se rompe los meniscos, las rótulas, las caderas,
el coxis, o la tibia y el peroné. ¡Poca cosa!. Menudencias. No hay nada
que hacer, amigo mío, con la tal Bertalidia. ¡Nunca se le tiene lo suficientemente lejos!
Tampoco consigo imaginar cómo es capaz de albergar la ilusión de
que nos gusten los montones de libros que suele publicar, tan parecidos
entre sí. Libros bien escritos, pero en los cuales no sucede nada extraordinario. Todo el tiempo se dice que los niños deben ser dóciles como
conejitos, apacibles como estatuas, silenciosos, en fin, seres tan aburridos como algunos adultos.
En una ocasión, yo encabecé una marcha que hicimos muchos niños
del barrio hasta su casa. Llegamos allí, llamamos a la puerta y, cuando
zalamera y sonriente la Bertalidia nos recibió, le desplegamos en su cara
unos carteles muy grandotes que decían:
¡BERTALIDIA, POR FAVOR, NO ESCRIBAS
PARA NOSOTROS NI UNA PALABRA MÁS
EN EL RESTO DE TU VIDA!
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Inútil por completo. Se renueva como la famosa Ave Fénix del cuento de Andersen –sí, aquella misma que renacía de sus cenizas–, y vuelve
a la carga con tres libros nuevos cada año. ¡De horror y misterio, amigo
mío!”
El elefante la escuchaba embobecido. Sus esperanzas se derrumbaban
por el suelo. No podía seguir deambulando toda una eternidad, además...
–Aún no te he contado lo peor –le confió entonces a la
sorprendida Amanda.
–¿Qué puede ser peor que Bertalidia Duporté Mc. Sugar Sugar? ¿Existe en el mundo, en el universo, en las galaxias conocidas y remotas, algo
capaz de superarla?
–Sí –dijo entonces él en voz muy bajita–. ¡Los brujócratas!
–¿Los qué?
–¡Bru-jó-cra-tas!
Y al decir aquella extraña palabra que Amanda no había escuchado
antes, pareció que su amigo elefante cambiara de color, se redujera de
tamaño y sus ojillos cariñosos, ahora llenos de miedo, escaparon hacia un
lejano lugar.
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V
LOS MALOS DE LA PELÍCULA
E
l asunto es que, cuando salí del libro de la Bertalidia, me encontré de pronto encerrado dentro de un paquete, una especie de
bulto postal, con unos pequeños «gujeros» para respirar.
–Agujeros –le corrigió Amanda.
–Eso mismo. Al paquete, conmigo adentro, lo montaron en un barco. Luego lo dejaron caer sobre un camión
de carga. El camión viajó un día entero por la carretera, y
yo, muerto de hambre y haciéndome pipi allá adentro.
–¡Qué horror, lo siento! –le consoló afectuosa Amanda
al ver como se angustiaba el elefante con sus tétricos y
desapacibles recuerdos.
–Bueno, al parecer, llegamos a un zoológico. Lo deduje porque escuché chillar, muy alterados, casi histéricos, a
millones de animales.
¡Aquí no hay plaza fija de elefante!, –gritó alguien,
luego de que al cajón conmigo adentro lo habían paseado
por todas las calles y callejones del zoológico, lo habían
subido y bajado, y dejado rodar por altísimas escaleras.
–¡Qué espanto! –comentó Amanda–. Cometieron contigo un verdadero elefanticidio.
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–Claro –prosiguió el animalito mientras continuaba su parsimonioso andar calle arriba, calle abajo–. Ya me ahogaba del calor, me
moría de hambre y sed y de las ganas de hacer un pis, estaba desquiciado, al borde de un ataque de nervios, cuando escuché una voz
desagradable:
–¡Aquí no queremos más elefantes! El último que tuvimos era muy
tragón y solía dejar todos los árboles pelados, sin una hojita. Además, era
muy enamorado y andaba escapando de su jaula todo el día, quizás buscando alguna elefanta comilona y enamoradiza como él. A este que nos
han enviado sin que lo solicitáramos, debemos reciclarlo de inmediato
con cajón y todo.
–¿No se podría aprovechar el cajón? Parece bueno –sugirió otra voz
tan desagradable y amenazadora como la primera.
–¡Imposible! –agregó entonces un coro de voces.
–¡A la pulverizadora! –y ahora sí era todo un clamor espeluznante en
verdad. Entonces, comencé a dar patadas, colazos, trompazos y cabezazos y no di colmillazos dentro de aquel cajón, que ya se me antojaba mi
última morada porque todavía soy un elefante muy joven y no me han
salido los colmillos, porque si no ya iban a ver ellos...
–¿Y qué ocurrió entonces? –Amanda estaba muy interesada y casi
daba saltos.
Pues que el cajón se hizo... leña. Y ante el asombro de quienes hasta
entonces fueron unas voces estridentes y ahora se habían vuelto unos
seres espantosos, salí corriendo a todo lo que daban mis paticas y escapé
velozmente del zoológico. ¡Ojos que te vieron ir...!
–Pues entonces ya no hay problema –le consoló Amanda–. ¡Te fuiste
y ya!. ¡Ahora que rabien!
–No los conoces, amiga mía –le aclaró el elefante–. Me persiguieron
por la ciudad con tanques, bicicletas, triciclos, globos de colores, furgones,
alfas romeos, nivas, carriolas, patines, patinetas, monopatines, mercedes
benz, autobuses, tranvías, jippis y jippetas...
–¡No me cuentes!
–¡Como lo oyes! –prosiguió él–. Y, además, han llenado todo el país
con estos carteles.
Entonces, de nadie sabe dónde, el elefante sacó un póster con una
foto suya donde se podía leer:
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SE BUCA
PELIGROTO
ELEPANTE
ECAPADO
En el póster, obviamente, había elefantísimas erratas. Su texto, en
realidad, debía decir:
!SE BUSCA
PELIGROSO
ELEFANTE
ESCAPADO!
–¡Mi Dios! –exclamó Amanda–. Ahora sí que me dejas patidifusa,
calosfríada, esperpéntica y añorosa.
–¿Qué te parece? ¿No es para estar angustiado? –inquirió el elefante.
–¡Claro que sí, y de qué manera! No me imagino cómo vamos a salir
de semejante embrollo.
–Tampoco yo –dijo él muy abatido–. Tampoco yo soy capaz de imaginarlo.
Y, pese a la gran preocupación que los embargaba, continuaron su
marcha.
23
VI
ARAMÍS
N
o habían hecho más que doblar por una calle, cuando se
encontraron con...
–Aramís, Aramís –gritó Amanda descendiendo cabeza abajo por la trompa del elefante, como si este fuera
un tobogán–. ¡Querido amigo, cuánto tiempo sin verte!
¿Qué es de tu vida?
Aramís, un niño de aspecto tristón y aproximadamente de 11 años como ella, la miraba boquiabierto.
–A-man-daaa –preguntó dudosísimo–. ¿Eres
tú de verdad?
–Claro, que sí. Yo la mismita. ¿Qué tal me veo?
–No sé, diferente, mayor, más...
–Ah, claro, Aramís. Es que tú me conociste en mi época de piratas y corsarios –en una oportunidad Amanda
anduvo con un parche en un ojo, bermudas picadas a tijera
y camisetas desteñidas. Las otras niñas le tuvieron miedo
por sus ímpetus algo varoniles–. No, ya no es así. Ahora
he cambiado el look. Dice abuela Queta, ¿te acuerdas de
ella? –y Aramís asintió–, que parezco una dama fatal. ¡Ay,
esa definición me encanta!
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Aramís ya no la miraba. Más boquiabierto aún que antes, sólo tenía
ojos para mirar a aquel elefantón que circulaba libre por la vía pública
como si tal cosa.
–Ah, él –se volvió Amanda y guiñó un ojo al animalito–. De momento se llama, Anónimo, sí, así mismo. Se escapó de un libro y no tiene
nombre. Estaba perdido. Ahora está encontrado. Aunque no por quienes
más lo buscan...
Al oír la última frase el elefantón se estremeció de pavor.
A Aramís todo aquello le parecía un sueño, quimera, novela, libro
abierto por cualquier página, imaginación escapando dislocada por bosques, mares, océanos, cielos infinitos y sin explorar.
Se habían conocido tiempo atrás en una playa. Entonces ambos estaban muy tristes. El papá de Amanda y el de Aramís, se habían hecho a la
mar, como quien dice, para nunca más volver. “¡Cosas que tienen los
padres!”, comentaba ella siempre comprensiva pese a todo, aunque bastante aflijida y desconcertada por el hecho de que su padre la abandonara, “¡Ocurrencias de ellos que, desean hacer lo que de niños soñaban,
quizás ser piratas, quizás marinos, quizás exploradores transoceánicos...!”.
Por experiencia propia Amanda sabía bien que, cuando ya no se tiene
al papá de uno consigo, no resulta fácil encontrar un nuevo padre, generoso, simpático y comprensivo. Hallar un padre así puede ser tan difícil
como descubrir agua en el desierto, agujas en los pajares o incluso encontrar –en estos tiempos modernos– al propio pajar donde se buscará
hasta el agotamiento una aguja perdida. Un buen padre rara vez puede
ser sustituido...
Imaginativa como siempre fue, cada cierto tiempo Amanda se inventaba recibir noticias del papá marinero, este le enviaba fotos parecidas
unas a otras, donde se le veía con camisetas a rayas, bermudas de palmeras, una gorra de marinero y de pie frente a un barco de velas, con el mar
como telón de fondo. Durante mucho tiempo, la inquieta Amanda había
soñado que alguna vez él viniera, sólo un ratico, para llevarla a pasear en
su barco llamado “Garfio” y así correr aventuras por esos mares sin fin;
los famosos y temidos mares del sur...
Luego, Amanda volvía a la realidad. No tenía a su papá. Cuanto
imaginaba hubiera sido muy lindo, incluso viajar alguna vez hacia aquella isla remota donde a él le debían haber coronado Rey de los caníba25
les. Así podía explicarse su afición momentánea de aquellos tiempos a
la piratería...
Hoy había perdido totalmente las esperanzas.
El pobre Aramís, en cambio, nada había sabido o inventado sobre su
padre. Inútilmente envió mensajes al mar; lleno de añoranza esperó en la
orilla, pero nunca llegaba una respuesta concreta. Sus botellas habían
regresado con palabras borrosas por la humedad.
Cada noche, Aramís, había conversado con la estrella que papá le
regaló la víspera de su partida, más tampoco pudo ella darle razones del
ausente. Desde el cielo, le sonreían montones de estrellas, pero todas
eran mudas, ajenas, distantes.
Por eso se habían hecho tan grandes amigos Amanda y Aramís. La
soledad es algo que a veces resulta bueno compartir.
Reencontrarse ahora constituyó una auténtica sorpresa. También,
descubrir cuanto habían cambiado ambos físicamente.
El cielo se cubría de estrellas cuando por fin Amanda convenció a
Aramís para acompañarla a lomos del elefante Anónimo.
Indeciso, el chico dejó hacer al paquidermo que amable lo encaramó
y, una vez arriba, sintió algo nuevo y diferente. Era como si de adentro le
naciera una fuerza. Algo desconocido le hacía borrar miedos y tristezas,
preocupaciones o inseguridades.
Decididos, los tres pusieron proa a la noche, esta se abría ante ellos
con la promesa de un mundo entero por descubrir.
26
VII
LA PINTORA
A
quel día, desde el amanecer, Mariam había tenido una corazonada: algo distinto iba a ocurrir. Hay personas muy sensitivas y
predicen hechos por esa razón, se despertó escuchando un incesante –casi violento– tañer de campanas. Era algo inexplicable pues, ¿cuándo se ha visto repicar campanas donde jamás
hubo iglesia alguna?. Las campanas se sentían muy cerca, pero
también como si su música viniera de algún sitio lejano.
Ha sucedido de nuevo, se dijo Mariam y, escuchando aquel
din don din don, que parecía llenar toda la casa, el jardín y
hasta la calle solitaria, tomó su juego de naipes españoles y
comenzó a barajarlos con una casi estudiada lentitud. Cada
vez que escucho tañer campanas, algo va a cambiar mi vida.
Tratando de leer el destino en las cartas, Mariam olvidó cepillar su cabello blanco que siempre parecía batido
por el viento, tampoco se preparó su té matutino y ni siquiera atinó a vestirse con sus coloridas faldas y blusas de
flores. Estaba tan entretenida...
Habitaba en una vieja casa de madera que antes fue de un
marino. Todavía era posible ver vestigios de él, pues quedaban redes, anzuelos y palangres colgando de algunas paredes.
27
Todo los días, las manos de Mariam manejaban pinceles, tintas y colores inventándose una nueva geografía, con paisajes tan exóticos que a
ningún otro ser humano le era posible descubrir o siquiera imaginar, pero
esa mañana se le fue en aquel barajar y barajar de cartas. Mudos, ni los
reyes de copas, ni las sotas de oro, los caballos de espadas o los ases de
bastos quisieron comunicarle secreto alguno.
Las cartas suelen ser muy caprichosas, se dijo. A veces te hablan sin
que les preguntes y ahora...
Mas, con una insistencia desacostumbrada, las campanas seguían sonando.
El sol subió más alto, colmando de brillos el roquerío. Luego, se fue
alejando mar adentro. Por último, al sepultarse en el horizonte, aún permanecía aquel persistente tañer de campanas.
Inalterable, como esperando algo, Mariam continuaba acariciando con
suavidad sus gastadas y entrañables cartas.
Era ya de noche y alguien llamó a la puerta. Minutos después, las
campanas habían cesado su canción.
–¡Adelante! –dijo la pintora dejando en un extremo de la mesa sus
barajas y sin
imaginarse ni por asomo quién la podría solicitar a esas horas.
Un niño entró a la sala semiluminada por un velón aromático y el
brillo de luna que asomaba a la ventana.
–¡Aramís! ¿Ocurre algo, querido?
Luego apareció una niña.
–Amanda, ¿es esto un paseo nocturno?
Al momento, Mariam se cortó. Quedó sin habla. Contemplando más
de lo que sus ojos eran capaces de ver.
El elefante se había asomado a la puerta y con su larga trompa desordenaba el haz de cartas que había en la mesa, solo para tomar una: el rey
de bastos, aquella con la cual Mariam solía marcar al que abre y cierra los
caminos, al poderoso dueño de la puerta, al protector de animales y niños; al pillo, juguetón, intrépido, maldito, vengativo y siempre alegre. Al
tan admirado como temido, niño eterno.
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VIII
¿QUÉ HACEMOS?
C
uando le hubieran contado todo a la silenciosa y expectante pintora, las palabras, más que de costumbre, se mudaron bien lejos de sus labios.
–¿Qué hacemos, tía? –los niños le solían decir así por
cariño. Tantas veces Mariam les había salvado la vida ayudándoles a hacer sus trabajos manuales del colegio, dibujando hermosas letras o encuadernando, sus desvencijados libros y libretas...
Tras un minuto de silencio, tan largo como
su alta figura, la pintora habló:
–De momento, dudo mucho que los vengan a buscar a
este sitio tan apartado pero, no sé. Tal vez luego se les
podría ocurrir revisarlo todo. ¡Ya sabemos cómo suelen
ser de empecinados los brujócratas! –comentó con aire
ausente–. ¡A veces, su poder puede ser tremendo, así que
no sé qué pensar!
Mariam volvió a acariciar sus cartas. Casi tratando de
entrar a la pieza por la ventana, Anónimo le devolvió la
carta del rey de bastos. Concentrándose en la tirada, la
pintora sacó barajas del montón, las alineó en una primera
29
hilera y así sucesivamente. Iba a voltearlas, cuando alguien llamó a la
puerta.
–¿Quién podrá ser? –exclamó Amanda entre contrariada y un poco
recelosa.
–¡Yo, la mismita de siempre! –y al momento apareció otra niña con
una apariencia de lo más extraña.
–¡Madonna, mi amiga! –gritó Amanda corriendo hasta ella y abrazándola efusiva.
–¿Cuándo has regresado?
–Ahoritica mismo. ¡Ay, Aman, ese tren es como el periplo de La Estrella Viajera, con La guerra de las galaxias completa, las tres partes de
La Historia Interminable, Las veinte mil leguas de viaje submarino... bueno, es ese tipo de cosa que, ya sabes, comienza, pero no se acaba nunca!
Hay que decir que la tal Madonna era una chica delgada como un
spaghetti, blanca como una hoja de papel y con un cabello rubio desflecado,
picoteado al descuido y a tramos teñido de un rojo tomate con vetas
naranjas.
–¡Ufff! –Aramís no las tenía todas consigo con la famosa Madonna,
pues esta se había criado casi silvestre, ya que sus parientes eran muy
buenos, pero gente tan bohemia como ella, siempre en guateques, canturías
o fiestas campestres, la chica se veía tan alocada como un ave errante y
sin nido.
Iba y volvía de su provincia natal, allá en la parte más oriental del
oriente de la isla, durante todo el año y, cuando menos se lo imaginaban,
cada vez aparecía más excéntrica, imitando siempre a las cantantes famosas de turno no sólo al adjudicarse sus estrambóticos atuendos sino también sus nombres. Madonna, aparecía como un vendaval sin rumbo, contando los millones de peripecias y anécdotas de su constante ir y venir de
un sitio al otro.
–¿Qué tal, tía? –le dijo socarrona a Mariam–. ¿Todavía se te mueven
los pinceles en los dedos?
Mariam le dirigió una mirada como un glaciar que hubiera bastado
para congelar a un océano entero, pero a Madonna (cuyo nombre real
nadie conocía) no le hizo mella alguna. Su personalidad arrolladora no le
permitía reparar en esas menudencias.
–¿Y esto? –preguntó al ver al elefante–. ¿Ahora andan de cirqueros?
30
–No, solo de buenos amigos –dijo el elefante y sin muchos miramientos, con su trompa cargó a Madonna y la trepó sobre la mesa.
Ya está dicho que la chica era de armas tomar, por eso, sin impresionarse en lo más mínimo al verse sobre aquel improvisado escenario, entonó las primeras notas de su pieza preferida, que venía a ser algo así
como un compendio de melodías bastante perturbadoras y estruendosas.
Al terminar el recital, los chicos se caían de sueño, el elefante –desistiendo por fin de colarse en la sala– se había tumbado en el césped, Mariam
terminaba un nuevo cuadro y lo peor, todavía no habían determinado qué
iban a hacer para que Anónimo no cayera en manos de los temidos
brujócratas.
31
IX
EL SUEÑO
P
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or raro que parezca, aquella noche, los tres niños soñaron
lo mismo: Anónimo los montaba sobre su lomo y salía
volando hacia el cielo estrellado.
Subían y subían tanto, que el planeta no era apenas
ni un puntito azul en el espacio: simplemente desaparecía
sin dejar rastro. En cambio, había tantas cosas nuevas que
ver...
El infinito era como una gran ciudad, o mejor todavía,
porque, en una gran ciudad se encuentran cosas feas también y aquí no había espacio para lo feo.
Las familias de estrellas formaban curiosas figuras: edificios antiguos, catedrales, jardines, pirámides, enormes
escalinatas que conducían a un mundo más lejano.
De pronto... aparecían ellos.
¿Nubes?
No, a esta altura no llegaban.
Los niños habían volado más allá de la Tierra.
Se veían hermosos elefantes blancos y alados que, como
aves enormes, surcaban el espacio majestuosos, sin apuro,
como respondiendo –quizás– a una extraña melodía que
solo ellos podían escuchar. Una melodía diferente, cautivadora, sublime.
Una melodía nacida del silencio.
De los buenos deseos.
De las ilusiones.
De los sueños.
Las quimeras.
Luego, descendían hacía lo que parecía un lago enorme, interminable. Ahora en el cielo también existía un océano.
Por él se veían nadar, como cisnes, a otros elefantes negros, de colmillos que refulgían como el cristal.
Los niños no hablaban. Estaban embelesados con aquel viaje.
Allí no había tiempo. No importaba tampoco quiénes eran, de dónde
venían o qué iban a hacer mañana.
Anónimo los conducía por el Reino de los Elefantes Celestes. Todo
paz, silencio, hermosura y luz.
Ellos mismos se sentían diferentes. Eran elefantes. Sí, ya no se trataba de niños soñando con elefantes, sino de elefantes que ahora soñaban
que un día, muy increíble y lejano, habían sido niños.
33
X
MARÍA CARLOTA
A
34
l otro día, empezando por Anónimo, amanecieron con un
hambre de mil demonios. Mariam se vio obligada a ver
con verdadera aflicción, cómo desaparecían en la sartén –
uno tras otro – los siete huevos de su Gallina predilecta,
que guardaba para iniciar una cría polluna. Humm, pensó,
ya conseguiré otros o vendrán tiempos mejores para hacer
crías y sin poderse explicar muy bien por qué, acudió a su
mente aquel poema tan romántico de Gustavo Adolfo
Bécquer: «Volverán las oscuras golondrinas, en tu balcón sus nidos a colgar... pero aquellas... esas, no volverán.”
Los tres chiquillos devoraron en instantes el festín que
Mariam preparó: té con limón, tostadas, huevos fritos y
trocitos de queso.
–¡Ay, tía, eres la mejor! –dijo Amanda dándole un beso
todo lleno de migas de pan.
Entusiasmados estaban en su charla cuando, procedentes del patio, se escucharon unos plañideros maullidos:
«Miauuuuuu, miauuuuu, miauuuuuu.”
–¡Oh, no! –exclamó Mariam ya casi al borde del infar-
to masivo y sin posibilidades de recuperación –. También María Carlota,
alias «Brígida la de los siete gatos», aquí, en estos precisos momentos!
Esto es más de lo que un ser humano pueda soportar en una misma vida.
Los nuevos invitados no se hicieron esperar.
María Carlota, una cincuentona que portaba cerca de 777 carteras,
bolsos, maletines y neceseres –todos con un insoportable olor a cabeza
de pescado hervido– hizo su aparición triunfal, rodeada de su maullante
séquito.
–¡Hola, Mariam Mariam! ¿Tienes invitados ya tan temprano? Llego
justo a tiempo ¡pues aquí te traía un rico escabeche de jurel que cociné
anoche!. Los mininos me dejaron traerte este poquito.
Acostumbrada como estaba a andar siempre entre animales, a María
Carlota no le sorprendió en absoluto la presencia de Anónimo. Más bien lo
tomó quizás como un nuevo elemento en el decorado artístico de aquella
casa.
–¡Gracias, Brígida! –fue la escueta respuesta que la pintora dio a la
recién llegada y, al momento, se desentendió del escabeche que permaneció sobre la mesa, custodiado por la gula insaciable de Shakespeare, Dante,
Moliere, Ibsen, el Innombrable I, el Innombrable II y Apócrifa, (la más
recientemente adquisición, después de la pérdida de su bienamado
Perrault)
–¡Tenemos un problema! –continuó Mariam tratando de circular entre los siete gatos, los zapatos, tenis de niños que había por doquier y la
trompa de Anónimo que, entrando por la ventana como una antena de
Televisión, zigzagueaba sin rumbo igual que una anaconda por la pequeña sala–. Este elefantico está perseguido por aquellos... ya sabes, los
consuetudinarios...
–¿Quiénes? ¿Quiénes? –inquirió María Carlota más distraída y despistada que nunca, pues apenas atendía a Mariam por estar vigilando a Moliere
para que no le mordiera la cola a la díscola y zalamera de Apócrifa.
–Los brujócratas, esos impresentables –dijo Mariam en voz muy baja
y mirando hacia todas partes con verdadero temor.
–¿Ellos cazan elefantes?
–¡Ay, Brígida! –casi gritó Mariam un poco exasperada ante la inocencia de la otra–. Ellos cazan por pura afición. Son unos auténticos
cazadores. No les importa mucho lo que cacen, simplemente lo que les
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seduce es el acto de cazar en sí. Da igual si son pirañas dentro de las
peceras, auras tiñosas en un supermercado o elefantes color verde limón en una ciudad tan concurrida como la nuestra ¿Es que no lo acabarás de entender?
–Sí, sí, claro –respondió la otra sin mirarla tampoco ahora, observando que Dante la emprendía a zarpazos con el Innombrable II porque este
le había arrebatado su lugar junto a la mesa–. ¡Innombrable II, estáte
quieto ya! ¿Es que no vas a aprender nunca, queridito? ¿Acaso no te
basta con tu vida de correrías y aventuras? ¡Qué díscolo eres tú, gatito!
A ver si no sacas más las uñitas... que un día de estos vas a acabar perdiéndolas todas.
–¡Uf! –exclamó Mariam abatida mientras observaba a Brígida
embobecida con sus gatos–. ¡Creo que por este camino no llegaremos a
parte alguna!
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XI
LOS APUROS DE...
M
ientras esto ocurría en la casita de la playa, muy lejos de
allí, casi en el otro extremo de la ciudad, una pobre mujer
estaba a punto –por centésima vez en su vida– de colgarse de un campanario, cortarse las venas, tomarse ocho
mil píldoras somníferas, acostarse amarrada en la línea
del tren, ponerse en las sienes sanguijuelas amaestradas, tirarse ante un coche timoneado por un piloto automático y, por supuesto, saltar desde el balcón de una
planta baja.
Junto a Bertalidia Duporté Mc. Sugar Sugar, una cordillera de papeles arrugados invadía la sala de su estudio y
con el aire que entraba por la ventana se iban volando a su
libre albedrío.
–¡No puedo más! ¿Por qué, Musa de las letras y
los letrados, me llevas la inspiración? ¡Oh, destino cruel
de los que aman su trabajo con todo el ser! –y aquí se
arrancaba a tirones los collares, cuyas cuentas rebotaban contra los cuadros donde mostraba a sus cientos,
miles, millones, trillones de admiradores, los incontables premios que le fueron conferidos desde su niñez y
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también, a tirón limpio, se iba quedando sin sus trencillas rubias–
¿Por qué me tratas con tanta crueldad?
Enceguecida de furia como una leona enamorada y mal correspondida por su hipotético amor, la Bertalidia recorrió a grandes trancos su
estudio. En dos zancadas, fue a la ventana y –hierática, como una
primerísima dama de la tragedia griega – gritó:
–¡Tú, maldita traidora, pérfida, bandolera, vendida, delincuente,
mafiosa máquina de escribir, tú misma eres la causante de todas mis penas! Tú, que me odias en secreto porque quisieras para ti mi fama y
seguramente andas conspirando con las otras. Sí, tus colegas, las
malasteclas esas, para hacerme la vida más imposible. Pero no, a nadie
diré que pongo mis dedos sobre ti. A todos haré creer lo contrario. ¡Vuela, lejos de mi vista, odioso cacharro. ¡Vuelaaaaaaaa y que mal viento te
lleve por esos lares inciertos!
Y en efecto, no por voluntad propia –sino porque Bertalidia la tomó
furiosa lanzándola por los aires – ventana afuera voló la vieja maquinita
de escribir, llamada Erika, así, simplemente, como si se tratara de un
objeto volante no identificado.
La pobre Erika fue a aterrizar en medio de una concurrida y populosa calle
No es muy usual que las máquinas de escribir anden volando por las
avenidas y mucho menos en pleno día. Por eso, se armó tal atasco en la
vía pública que debió venir la policía. Sí, señor, e iniciar la pesquisa para
descubrir a la causante de aquel peligroso, alevoso, culposo, doloso,
impetuoso y casi mafioso defenestramiento (o sea, acto de tirar a alguien
por una ventana, y con evidentes intenciones de homicidio harto premeditado.
Ajena al barullo que había armado con el intento de asesinato a su
máquina de escribir, Bertalidia Duporté Mc. Sugar Sugar vistió sus mejores galas, un traje negro donde a duras penas podía entrar, una estola
negra que se arrastraba media cuadra detrás de su dueña, y una pamela
negra, ornada, por supuesto, por orquídeas, tulipanes y negras rosas de
Francia.
–¡Quiero vivir la vida! –le gritó al espejo la alocada autora –. ¡Basta
ya de estar
inventándome historias para esos niños ingratos y para que los editores de todo el orbe se hagan famosos al publicar las inigualables obras
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que nacen de mi talento insuperable! Ahora me dedicaré al mundo del
espectáculo. Sí, si los personajes escapan de mis historias hasta el punto
de que ya no consigo recordarlos por mucho que me esfuerce, pues que
se vayan a... Ahí mismo, bien lejos. A freír tusas. ¡Yo voy a convertirme
en un ser auténtico, novedoso, fuera de los cánones corrientes y que, por
supuesto, de mucho que hablar!
Y diciendo esto, tiró la puerta trasera de su casa y salió a la calle, sin
siquiera
sospechar que una turba enorme de gente ya casi entraba para llevársela presa, bajo la acusación de haber intentado perpetrar el asesinato,
de su inocente máquina de escribir.
No era un asunto simple para la justicia, pues se trataba, a todas
luces, de un hecho ominoso, reflejo de un brutal atentado contra un indefenso artefacto. ¡Y eso, hay que castigarlo, señores!
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XII
HACIA LA PLAYA
L
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o mejor será que hablemos con abuela Queta. ¿No crees,
tía Mariam? –propuso Amanda adoptando un aire serio de
persona mayor.
–¿Por qué molestar a tu abuelita, Amanda? –replicó
Brígida casi invisible en un butacón, sobre ella dormitaban
felices los siete gatos que habían dado buena cuenta del
famoso escabeche de jurel.
–Porque abue sabe mucho, Doña Brígida. Ella ve más
allá de las cosas, como tía Mariam. Lo único que tía hoy
no parece estar muy en situación dramática.
Mariam no se dio por aludida. Sus ojos escapaban ventana afuera, hacia los arbustos de rojos marpacíficos (o
hibiscos) moñudos que daban a su jardín la apariencia suntuosa de un fresco. Quizás imaginaba ya el trazado, las
texturas, los matices y proporciones de algún nuevo cuadro, ese cuadro soñado que todo genuino artista siempre
lleva por dentro y jamás se atreve a plasmar en el lienzo.
–Bueno, no sé para qué digo nada –comentó Brígida–
, si hoy en día los muchachos están perdidos. Hay que ver.
Mi nieta Paula, por ejemplo, esa es otra que bien baila.
–No sé por qué será que toda una vida los mayores han dicho eso mismo
de los más jóvenes –le respondió vivaz Amanda–. Parecen olvidar que en
realidad no nacimos de un cocotero ni somos hijos de alguna babosa, sino
que en definitiva venimos de alguien, en la medida que ellos sean, así mismo
seremos luego nosotros. No es un secreto para nadie, pero todo el tiempo
parecen olvidarlo. A mamá, por ejemplo, no parece importarle con quién
ande. Voy con un elefante por toda la ciudad y ni se da por enterada. Y creo
que ocurriría lo mismo si me paseara con un dinosaurio o con el famoso
dragón de las siete cabezas. Con mi abuela sí que me entiendo mejor...
Ajena a la parrafada defensiva de la niña, María Carlota aseguró con
su aire más triste:
–Creo que hay una generación perdida entre nosotros, como bien
diría la célebre Gertrude Stein, aquella escritora que tanto ayudó a Ernest
Hemingway cuando hacía sus pinitos.
–Quizás lo mejor sería... –dijo Mariam de pronto, retornando de su
mutismo– . Sí, debemos ver a la abuela Queta. Con su vasta experiencia
de la vida podrá ayudarnos mucho.
Mariam se puso, como siempre que iba a salir, su atuendo florido que
consistía en una ancha blusa y un enorme faldón que le daban toda la
apariencia de una mujer de otra época. Al hombro, su gran bolso verde
donde lo mismo habitaban pinceles, colores, cartulinas de cualquier tamaño, cartabones y reglas, cuchillas de diseño, piedras de curiosas formas, restos de maderas, hojas secas, flores mustias, retales, carreteles de
hilo, alas de mariposa, sombreritos y escobitas de bruja, cucharillas de
plata, caramelos, monedas de cualquier país, campanillas y cascabeles,
así como mariquitas y mariquitangas (que eran una especie de bichos
simpáticos de su propia invención), búhos y toda suerte de objetos que
ella confeccionaba dibujando las piedras que recogía de la costa.
Con aire decidido, salió caminando hacia la playa.
Sus ojos volaban con más velocidad que sus pies y se bebían aquel
mundo azul e interminable. El roquerío agreste de la playa no la inmutó,
tampoco las oleadas de salitre que traía el viento marino.
Era necesario ver a la abuela Queta. Mariam sabía que algo grande
estaba por ocurrir en su vida y en la de aquellos niños, algo tan grande y
visible como un elefante, y a la vez, tan frágil como un soplo de brisa, un
suspiro o las nubes desdibujándose en el cielo.
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XIII
ESTA MUJER ESTÁ LOCA
C
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uando ya Mariam había abandonado la costa y avanzaba
hacia las primeras calles de la ciudad...
¿A qué no adivinan con quién se encontró?
¿Con un grupo de brujócratas espías?
No.
¿Con otro elefante perdido?
¿Quizás una elefanta solterona y aburrida?
No, no.
¿Con la abuela Queta?
Frío, frío.
¿Con quién entonces?
Pues nada menos que con Bertalidia Duporté Mc. Sugar
Sugar. Sí, la misma que viste y calza.
–¡Mariaaaaaam! –gritó al divisarla a lo lejos– . ¡Mi amiga,
la historia que deseo contarte es... de ciencia-ficción, espeluznante, de horror y misterio, con violencia y lenguaje de adultos!
–¡Ay, no, Dios mío! –se dijo Mariam muy atribulada en
verdad– . ¡Esto era lo único que me faltaba!
Cuando tuvo a Bertalidia virtualmente encima de ella,
la escritora le dio dos besos en cada mejilla –¡como las
europeas, amiga mía!– , le pisó un zapato, le enredó la chalina en su
bolso, le dio tres codazos y le estornudó encima en cinco oportunidades.
¡Hay cada manera que tiene la gente para demostrar sus más auténticas
emociones!
–¿Qué te sucede, Berta? –preguntó Mariam con aire cansado.
–¡Mi vida, ni te lo puedes imaginar! Una verdadera conjura en mi
contra. Mis máquinas de escribir, insubordinadas por Erika la más rebelde, se han aliado para destruirme. Así como te lo cuento. Se roban mis
personajes y luego ya no hay modo de encontrarlos. Desaparecen hasta
de mi memoria. Esto es un suceso inaudito en la historia de literatura
universal. Está bien que se vayan las musas, pero que las máquinas de
escribir se tomen esas atrevidas licencias de desaparecer los personajes...
Mariam no dijo ni esta boca es mía.
Bertalidia continuó:
–¡Es algo tremendo, insufrible y traumático para mí!
–¡No lo dudo! –habló la pintora imaginando cómo se comportaría la
otra en semejante situación y, al momento, regresó a su mutismo.
–¿Y por qué no me acompañas a casa? –la convidó Bertalidia– . Si
regreso sola es posible que me ponga tan alterada y frenética que intente
asesinar a las otras ¡Apañadas e hipócritas que son! ¡Ay, estoy tan nerviosa, nerviosa, nerviosa! ¡Ya no las soporto! ¡Las odio, las detesto, las
aborrezco y abomino de ellas! ¡Creo que comenzaré a escribir con plumas de ganso, o de gansa, es igual! ¿Tendrás algún pomo de tinta china
por tu casa? O quizás lo haga con letras invisibles, el jugo de naranja es
muy bueno para eso.
La cara de Mariam era todo un poema.
Duda, desconcierto, incertidumbre y casi terror.
–Es que...
–¡No hay peros que valgan! ¡Prepararemos un té de jazmín, de Verbena, de yerbas medicinales! –agregó Bertalidia y sin apenas darle a
Mariam tiempo de razonar, agarrándola por el brazo la arrastró calle
abajo a una velocidad supersónica, aerodinámica y telúrica.
El trayecto hasta donde vivía la escritora significó para Mariam un
verdadero atropello. En tres oportunidades, por ir mirando hacia donde
no debía, Bertalidia, chocó contra un poste, en siete ocasiones su chalina
se enredó –como era su más acendrada costumbre– en los tupidos setos
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de la acera, en dos momentos riñó con tres dueños porque según ella sus
perros le habían mordido alevosamente la chalina, después casi le ladró a
otros siete perros porque sus dueños –que ella afirmaba conocer muy
bien de toda una vida– no quisieron saludarla. ¿Para qué contarles?, el
acabose.
Al fin llegaron.
Como pudo comprobar Mariam, Bertalidia vivía en una especie de
cueva cubierta de libros, tarecos, cacharros, chirimbolos, arremolinados
por doquier y que apenas dejaban respirar. Por todo el lugar parecía flotar algo similar a una espesa niebla que producía tanta asfixia como pavor e incertidumbre.
Lo primero que vieron fue, flamante y como nueva, sobre una mesa
de la sala, a la pobre defenestrada maquinita de escribir. Plena, entera,
inconmovible.
–¡Erikaaaaa! –gritó la escritora poniéndose todavía más atacada de
los nervios y lanzando al aire su chalina–. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has
entrado, volando de nuevo? Y yo que te hacía despachurrada en la acera.
De veras que son duras estas maquinitas germanas. Pensar que te creí
difunta para siempre. ¡Ay, mi maquinita querida, niña mía, malcriada,
consentida! ¡Cómo no voy a perdonarte! Nunca podría olvidar que fuiste
la primera, aquella en la que comencé a dar mis primeros pasos en la vida
literaria.
–Toc, toc, toc –le respondió el teclado de Erika.
Bertalidia casi voló hacia ella como un cometa salido de órbita. Sus
dedos la recorrieron con algo bastante parecido al amor maternal, ante el
asombro y consternación de la pobre Mariam.
Después, como si nunca hubiera ocurrido nada entre ellas, comenzó
a escribir.
Al momento, desde el interior de la casa, se escucharon otros insistentes toc, toc, toc. Olvidándose por un momento de la antes terrible (y ahora consentida) Erika, Bertalidia corrió hacia las otras habitaciones.
Las maquinitas estaban escribiendo solas, como poseídas por una inspiración inaguantable y repentina. Gastaban un papel y tomaban otro y la
habitación se iba llenando de hojas impresas con peculiares combinaciones de letras:
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AAAaaaAAAaaaAAAaaaAAAaaaAAAaaaAAAaaa
fgfgfgfgfgfgfg fgfgfgfgfgfgfgfg fgfgfgfgfgfgfgfgfg
???????????????????????????????????????
PpPpPpPpPpPpPpPpPpPpPpPpPpPpPpPpPpPpPpP
xbxbxbxbxbxbxbxbxbxbxbxbxbxbxbxbxbxb
HP HP HP HP HP HP HP HP HP HP HP HP HP HP HP
MIAUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU
VEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE
ioioioioioioio ioioioioioioio ioioioioioioioio
Kikirikiiiiiiii kikirikiiiiiiiiiii
MWMWMWMWMWMWMWMWMWMWWMWM
repata
repata
repata
repata
repata
repata
repeta
repeta
repeta
repeta
repeta
repeta
repita
repita
repita
repita
repita
repita
repota reput...
repota reput...
repota reput...
repota reput...
repota reput...
repota reput...
–¡Paren ya de una vez, tropa de desquiciadas, van a terminar con todo
el papel y ya luego no podré conseguir hojas ni en los centros espirituales!
Pero las máquinas, como si con ellas no fuera el regaño, continuaban
de lo más
inspiradas en su incesante traquetear.
–¡Optima, por favor! ¡Olimpiaaaaaa, basta ya! ¡Robotrona! –gritaba
Bertalidia, mas las máquinas proseguían cada vez con mayor disposición y
energía. Quizás planeaban escribir una tetralogía o algo así. Minutos después, desde la sala, se escuchó a Erika sumarse al repentino concierto.
¡Faltaría más!
No me extraña que de su mente salgan elefantes verde limón que
luego escapan por la ciudad, pensó Mariam y, aprovechando que Bertalidia
continuaba increpando a grito pelado a sus cuatro rebeldes máquinas de
escribir, salió tan subrepticia y callada como pudo de aquel terrible y
enloquecedor lugar.
45
XIV
PASEO PELIGROSO
M
46
ientras Mariam pasaba las de Caín en casa de Bertalidia,
los niños se aburrían de lo lindo esperando y esperando.
–¿Por qué no nos montamos en el animalote y damos
un paseíto por la ciudad? Quizás tarde en aparecer la pintora –propuso la inquieta Madonna, a quien aquello de estar
viendo cuadros todo el día no la seducía en lo más mínimo
ni iba para nada con su errante temperamento de gacela
siempre en fuga– . Aprovechemos ahora que la viejita de
los gatos se ha dormido y no nos podrá ver...
–Podría ser peligroso –argumentó Aramís.
–Yo no lo creo –Amanda también se aburría y necesitaba un poco de acción.
Sin pensarlo más, subieron sobre Anónimo y salieron a
la calle.
El día se fue nublando y nublando hasta tornarse gris
acero. Ráfagas de aire frío envolvían a los niños y al elefante quienes tiritaban mojados por los fuertes goterones
que comenzaron a caer sobre ellos.
–Creo que no fue una buena idea salir –dijo Aramís– .
Miren esa playa lo fea que se ha puesto.
En efecto, el mar se había tornado casi negro, grandes olas plateadas
se encrespaban amenazando con avanzar hacia la ciudad.
Entonces sucedió lo peor que podía suceder.
–¡Miren! –muy alterada Madonna dirigió su dedo al cielo.
–¿Qué? ¡Oh, no! –exclamó Amanda, mostrando miedo por primera vez.
Cuando Aramís siguió los dedos que señalaban, en el oscuro cielo
pudo ver volando hacia ellos las recortadas siluetas de unos extraños
seres de apariencia indeterminable.
Cuando estuvieron más cerca, fue posible distinguirlos mejor.
En realidad, se trataba de hombres y mujeres vestidos de negro, con
sombreros
puntiagudos, montados sobre unas escobas desflecadas, muy largas y
dobladas por el peso de sus ocupantes.
A su paso, la estrafalaria comitiva iba dejando caer montones de papeles. Una niebla, flotaba sobre la ciudad.
También los niños sentían un peculiar olor a quemado, humo, hollín.
Aquello les impedía respirar con facilidad.
Anónimo, muy irritado, se paró en dos patas, casi haciendo caer
a sus ocupantes quienes gritaron asustados y, amenazador, alzó su
trompa al cielo.
No había duda alguna.
Los brujócratas hacían su aparición.
47
XV
PRISIONEROS
E
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scoltados desde el aire por la horda de brujócratas quienes
no cesaban de hacerles preguntas y preguntas, los niños
fueron conducidos, junto al elefante, a un lugar en las afueras de la ciudad.
En tiempos normales aquello era un antiguo anfiteatro de piedra, con un hermoso escenario flotante, el cual
podía acercarse a las gradas navegando por un apacible
estanque.
En otras ocasiones, los niños habían disfrutado allí de
emocionantes espectáculos. Pero hoy el sitio, bajo el azote
de la tormenta y la presencia de aquellos brujócratas de
aspecto huraño y amenazador había cambiado su fisonomía placentera, casi bucólica por lo general.
Los brujócratas obligaron a los niños a firmar un montón de papeles y planillas donde se les preguntaba –de las
mil maneras posibles– por qué razón habían aceptado ser
cómplices y encubridores de un «elefante prófugo de la
justicia y sancionado a desaparecer desintegrado en una
pulverizadora».
También les tomaron fotos.
Huellas digitales.
Las medidas del codo y la rótula
Les revisaron la vista.
Por último, les cortaron el pelo de la misma manera a todos, ante el
estupor y los airados gritos de Madonna, quien alicaída vio como desaparecían sus coletas rojo con vetas anaranjadas entre las tijeras de los
brujócratas, que tenían las estrambóticas formas de unas garras curvas y
muy afiladas.
Pero los malandrines también recibieron su merecido. Los niños les
propinaron puntapiés, halones de pelo y nariz, pescozones, patadas en las
canillas, golpes bajos, golpes medios, golpes altos y todo tipo de golpes.
–¡Desde este momento los declaramos sujetos altamente
indisciplinados ominosos, bulliciosos respondones, peligrosos
intergalácticos, estruendosos telúricos, multidesideratos enajenantes,
omnipresentes catónicos, tozudos inmisericordes y consuetudinarios desobedientes! –corearon los brujócratas envolviendo a los niños en un cerco de capas, sombreros y viejos abrigos negros que olían como esos
armarios llenos de cucarachas o a sitio donde desde hace mucho tiempo
no entra el aire fresco.
Anónimo, pese a su tenaz resistencia, manifiesta en los reiterados
baños y rociadas que dio a los susodichos con el agua ingerida del estanque, fue atado con una enorme cadena junto a las gradas de piedra.
A los niños se les orientó que deberían permanecer, sin osar moverse
apenas, sobre la plataforma del anfiteatro acuático escribiendo, durante
tres días seguidos con sus noches, las siguientes frases que en verdad no
les hacían nada felices:
¡¡¡NUNCA MAS VOY A PORTARME MAL!!!
¡¡¡AFUERA,TODOS LOS NIÑOS
Y ELEFANTES PREGUNTONES!!!
¡¡¡SIEMPRE OBEDECERÉ!!!
¡¡¡PROHIBIDO HACER PREGUNTAS!!!
¡¡¡ARRIBA LA BRUJOCRACIA!!!
49
XVI
¿QUÉ OCURRE?
C
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uando Mariam regresó a su hogar, la recibió un silencio tan
pesado y hondo como las preocupaciones que la embargaban. La tormenta había hecho sus estragos en el jardín,
pero aquella calma resultaba todavía más inquietante que
la propia tormenta en sí...
Habitualmente le gustaba el silencio. Le permitía concentrarse en el trabajo. Mas hoy era diferente, aquella quietud la
envolvía como en una red y para ella tenía implicaciones ocultas.
Además, ¿dónde estaban los niños? ¿Y el dichoso elefante? ¿Por qué se irían sin dejar siquiera una nota, un adiós,
un hasta luego, un vuelvo pronto?
Mariam salió a la playa.
Era sedante caminar por el roquerío.
Ahora, sobre el mar, el cielo se adornaba con un precioso
arco iris que ni el mejor pintor hubiera sido capaz de plasmar
en su lienzo. ¿Era esta la eterna contradicción entre el arte y
su realidad? ¿Hasta qué punto somos capaces de mostrar con
toda justicia a los demás aquello que vimos o, si acaso, del
modo en que fuimos capaces de verlo?, se preguntó.
Encontrarse en contacto con la naturaleza le produjo
un súbito bienestar. Mas, como siempre, se sentía impotente para captar
tanta belleza con sus pinceles.
En definitiva, Dios –o quien quiera que dibuje con sus manos los más
auténticos paisajes del Mundo– , no tenía rival a la hora de repartir tanta
belleza sobre el planeta, belleza que, lamentablemente, a veces los hombres suelen destruir a capricho.
Mariam volvió en sí.
Se iba el día y aquellos niños y su dichoso elefante sin aparecer.
El tiempo transcurría veloz.
¿Y si les había sucedido algo? Hubo tanto viento, lluvia, marejadas...
Comenzó a preocuparse.
¿Y si...? No, ahora no podía pensar en algo tan terrible, no ante un
paisaje tan bello.
¿Los brujócratas? ¿Habrían capturado a los niños?
Sin preocuparse ni por cómo iba vestida, Mariam salió corriendo por
el roquerío hasta la casa de Queta. Sí, la abuela de Amanda era la única
persona sensata y capaz de ayudarla en momentos como este.
El trayecto a través de las rocas fue agotador, sobre todo porque Mariam
había caminado mucho durante el día y, además, porque la anciana vivía en un
sitio llamado La Puntilla y al cual se accedía atravesando interminables arenales. En circunstancias diferentes, hubiera resultado un paseo placentero, agradable, pero hoy, con la prisa de Mariam, su agotamiento, la arena mojada, el
día insufrible que pasó con la Bertalidia aquella, la preocupación por los niños,
las piedrecillas en los zapatos, la humedad de la tarde y la amenaza del asma...
Al fin, divisó la casita de madera, de dos plantas, donde vivía la anciana.
Había luz en su interior.
Menos mal, pensó. Hubiera sido el colmo que tampoco Queta estuviera visible.
Por un momento, acarició la idea de que tal vez los niños estuvieran
allí, escondidos. Pero el silencio la hizo salir de su error. Además, en la
arena se hubieran visto las huellas, por lo menos del elefante, y la arena
aparecía limpia como un plato.
Las únicas huellas eran las suyas. Como signos indescifrables, habían
ido dibujando un sinuoso camino desde la entrada de la playa hasta la
peculiar casa inclinada donde vivía la anciana quien a su vez era también
uno de los seres más peculiares que Mariam había conocido.
51
XVII
ABUELA QUETA
V
52
en, te estaba esperando! –fue el saludo de Queta cuando
Mariam abrió la puerta.
–¿Sí? –replicó la pintora con aire de duda.
–Estoy enterada de todo. Me lo contaron esta mañana.
–¿Quién vino?
–Nadie vino –aseguró la anciana–. O sí, vino alguien,
pero desde muy lejos. Lo vi en el agua de esta copa, en los
caracoles y en mis barajas que son como las tuyas, de las
buenas...
Mariam la miró con atención. Tras unos minutos de
silencio dijo:
–Mis barajas han enmudecido desde hace varios días.
No puedo explicarme qué les ocurre.
–¿No será que tus ojos no quieren ver? –preguntó
Queta–. A veces sucede...
Mariam estaba confundida.
No se atrevía a mirar de frente a la anciana.
–Mira, hija mía. Está claro. En tus manos tienes la llave para salvarlos.
–¿Yo? –la pobre pintora no sabía ya qué pensar.
–Usa tu fantasía.
–¿Mi fantasía?
–Sí, si todo esto ha ocurrido por la dislocada escritora esa de nombre
impronunciable, quien es además una impresentable pues anda por ahí
atropellando a todo el mundo y no se responsabiliza con sus personajes y
los deja sueltos de la mano de Dios, y salta como una loca de una máquina de escribir a la otra... Ahora necesitaremos mucha imaginación para
resolver todo este potaje.
Mariam no podía figurarse a dónde quería llegar la anciana con aquella conversación que casi se le antojaba jeroglífica.
Amanda le había contado que su abuela era un ser excepcional. Poseía la facultad de adivinar cosas, intuir lo que haría la gente, hablar con
habitantes del más allá, leer el futuro en las cartas y hasta adivinar en los
ojos de las personas cuántas existencias anteriores habían vivido. ¿Qué le
estaba sugiriendo esta mujer?
–¡Retírate ahora y descansa! –dijo ella entonces–. Con apurarte demasiado no vas a llegar muy lejos, pero piensa bien lo que vas a hacer.
Mariam la contempló con sus ojos negros e inquisitivos. Pero la anciana era como un pozo de sabiduría sin fin. Al fin, le dijo:
–Recuerda siempre, hija mía, que “la inteligencia camina más aprisa pero el corazón llega más lejos...”
Entonces Mariam le dijo adiós con la mirada y se fue tan lenta y
pensativa como había llegado.
Sentada a su mesa, Queta observaba el agua del plato azul. Trazó con
sus dedos unas imperceptibles señas sobre aquel pálido espejo y, al momento, entre las ondas apareció un minúsculo ser que, dando cabriolas,
se desvaneció al instante.
Su vista no era muy buena en realidad y además se sentía muy cansada por el gran esfuerzo de sintonizar con sus amistades del más allá,
como ella misma solía llamarlas. Pero hubiera jurado –una y mil veces–
que acababa de ver a ese minúsculo ser nadando en el agua cristalina con
que solía hacer sus invocaciones.
¿Qué mensaje venía a traerle?
53
XVIII
PESCAR ES UN PLACER
M
54
aría Carlota, alias «Brígida la de los siete gatos», solía estar de lo más atribulada, pues cada vez se hacía más difícil,
y hasta traumático conseguir pescado para sus criaturas.
Estas la asediaban el día entero amenazando devorarla si
no satisfacía al momento sus insaciables apetitos.
–Lo único que comen es cabezas de pescado –decía a
los vecinos, cuando estos se le aparecían con algún bultico
de minúsculos restos.
Por eso, aquella mañana, María Carlota se puso una
bermuda y, tomando la caña de pescar que guardaba como
una reliquia de su primer esposo –aquel con quien se casó
a bordo de un buque cañonero fabricado en los tristemente célebres tiempos la Segunda Guerra Mundial–, se fue
seguida, claro está, por sus criaturas hacia un lugar apacible, ecologista y solitario donde pudiera encontrar algo
de pesca.
Lo más lógico hubiera sido que marchara a la playa,
pero casi siempre la gente no hace lo más lógico –por ilógico que esta lógica suya pueda parecer– y ella optó por
irse a pescar a un estanque.
¿Saben a cuál?
Pues sí, a ese mismo.
El del anfiteatro flotante.
Acabemos por llegar a una conclusión: lo más usual en esta historia
es que todo el mundo desea complicarse la vida lo más posible. Hasta el
propio autor. Esa es la verdad.
–Bueno, como iba contando... Después de tomar tres guaguas, un
tren, dos carriolas, hacer autostop en cuatro coches, tres bicicletas y ocho
monopatines, la buena señora llegó a su «coto de pesca».
Cuál no sería su sorpresa, cuando al pisar el primer escalón del lado
norte, un hombre vestido de negro, la detuvo diciéndole:
–¡Aquí no puede estar, circule!
Se dirigió entonces al sur del anfiteatro de piedra y esta vez fueron
dos mujeres –igualmente vestidas de negro y con negros sombreros–
quienes le gritaron como arpías:
–¡Prohibido el paso, transite!
Tal vez por allá..., se consoló María Carlota. Algo confundida por la
presencia de aquellos seres tan conminatorios, comenzó a preocuparse
mucho por el incierto futuro alimentario de sus gatos, quienes cada vez
más maullaban cariacontecidos y nerviosos, y se dirigió hacia el oeste del
anfiteatro.
–¡Váyase ahora mismo de aquí!. ¡Muévase! ¡Ya nos han informado
nuestras postas norte y sur de sus frustrados y reincidentes intentos de
penetrar en territorio vedado!. “Este es otro de aquellos pedantes”, pensó ella.
–Pero es que esto siempre ha sido un área pública –gritó María Carlota ante la mirada suplicante de sus gatos, mirada que la hacía sentirse
culpable en lo más hondo de su ser–. Además, yo necesito pescar, porque
Apócrifa está embarazada y requiere alimentación especial, proteínas,
¿me entiende usted?
–¿Quién? –dijo el hombre en un tono que a los gatos les pareció un
altisonante y amenazador ladrido.
–Apócrifa, mi gata. A veces también la llamo Antónima. Tiene un
nombre y un heterónimo, como aquel sublime poeta portugués Fernando
Pessoa, quien poseía varios para diferenciar cada escrito suyo que...
–¡Váyase ya de aquí, vieja loca! ¡Desaparézca de inmediato! –rugió
55
el hombre y, más que nunca, a los gatos aquello les sonó a ladrido y
comenzaron a bufar incómodos y más molestos que unos aliens a punto
de devorarse una nave espacial entera.
–¡Oígame, usted, quienquiera que sea! –gritó María Carlota absolutamente encolerizada y fuera de sí–. Lo de loca no me molesta. Tengo
mis rarezas y excentricidades pero, lo de vieja no se lo admito ni un
poquito. ¡Vieja será su abuela o su madre que lo parió, si es que la tiene!–
y aquí esgrimió su caña de pescar y le propinó todo tipo de varillazo al
brujócrata.
–¡Oiga, esto es desacato! –gritó el hombre tratando de defenderse.
–¡Más desagato será usted!, ¿Me oyó? So atrevido, mal educado.
Beduino abusivo, sarraceno obtuso, cipayo pedestre!
–¡Bravoooo! –escuchó María Carlota a los niños gritar desde la balsa
flotante, que se mecía un poco agitada con sus constantes saltos y cabriolas.
¿Eh, los niños aquí? –se preguntó extrañada.
–¡Esos son unos peligrosos convictos confesos! –gritó el hombre tratando de frenar a la señora quien, seguida por los siete gatos, corría hasta
el embarcadero–. Deténgase, o me veré obligado a...!
Pero el brujócrata no contaba con los gatos. Cuando Shakespeare,
Ibsen, Moliere, Dante, Innombrable I e Innombrable II, Apócrifa (o
Antónima como se prefiera llamarla) vieron al hombre agarrar a su entrañable dueña por un brazo, como uno solo se precipitaron sobre él dispuestos a hacerlo picadillo.
En definitiva, pensarían los gatos, a falta de pescado, no estaría errado comernos a un brujócrata, va y no sabe tan mal como aparentan.
56
XIX
REBELIÓN
E
l tic tac de sus cuatro máquinas de escribir percutiendo al
unísono ya tenía a Bertalidia Duporté Mc. Sugar Sugar, más
que enloquecida, desquiciada y por supuesto, enfurecida.
–¡Erika, Olimpia, Óptima, Robotrona! Hagan silencio
ya, por favor.
Al unísono, las cuatro máquinas cesaron su concierto.
–¡Uyyyy, al fin! –gritó Bertalidia mesándose los cabellos y siete de sus trencillas rubias salieron volando ventana afuera yendo a caer sobre la calva de un anciano que
dormitaba en un banco de la acera.
–Son mis más acérrimas enemigas. Está claro –reflexionó
ahora preparándose una infusión para probar si definitivamente
sus nervios se calmaban–. ¿A ver, por qué esta insubordinación en armas y premeditada contra mi noble persona?
–Tic to, tic toc, tic toc –tecleó Erika y en el papel aparecieron unas palabras:
–Porque nunca terminas una historia. Te preocupa más
tu fama quelos niños para quienes supuestamente escribes...
–To toc to toc to toc to toc –se escuchó por allá a
Optima y Bertalidia corrió a ver.
57
–Nos tienes invadidas de cuentos tontos, sonsos, aburridos. Nosotras también tenemos nuestro gusto...
–Tac taaaaac, tac taaaaac, tac taaaaaac –era Olimpia.
–Si organizaras tu vida y trataras de ser mejor, la gente no te huiría
como lo hace –leyó Bertalidia consternada.
Luego, agotada, pero ya más tranquila por los efectos del brebaje
bebido minutos antes, se desplomó sobre un mullido butacón.
–Ayyy –suspiró–. Si al menos encontrara aquella palabra. La palabrita
clave que he olvidado y se escapó aquel día aciago y para siempre se
fue... todo podría ser diferente. Me tomaría muy en serio lo de ser una
persona sensata y no... Si, esta palabrita regresara a mi memoria –dijo
por último en voz alta–, yo volvería a comenzar aquella historia...
Entonces, al unísono, como si de trenes desbocados se tratara, los
carros de las cuatro máquinas de escribir comenzaron a correr casi poseídos. Bertalidia se incorporó de un salto:
–¿Y ahora, qué sucede? ¿Por qué me agobian así?
Corrió de Erika a Óptima.
De Óptima voló a Robotrona.
De Robotrona dio un salto hasta caer junto a Olimpia.
De Olimpia voló de regreso hasta Erika.
Todas ponían en el papel la misma palabra:
ELEFANTE
ELEFANTE
ELEFANTE
ELEFANTE
Era la palabra clave.
La famosa palabrita olvidada.
Bertalidia se sintió salvada, redimida, feliz, extraordinaria, en perfecta plenitud de su inigualables facultades mentales y, por supuesto, para
no perder la costumbre, ¡Supo que era, sin discusión posible, el ser más
importante, del planeta, de la galaxia y del universo entero!.
58
XX
COMBATE
S
in pensarlo más, después del último varillazo propinado en
la cabeza del brujócrata, María Carlota saltó a una barca
seguida –¡quién lo dudaría!– de sus siete fidelísimos felinos.
Remando como pudo, Brígida llegó hasta la plataforma flotante.
–¡Vamos, niños, salten enseguida! Seguro ese mequetrefe carroñero y chismoso fue a dar la alarma entre sus
congéneres.
Madonna, Amanda y Aramís corrieron hacia la barquita haciendo que esta se tambaleara un tanto ante el creciente espanto de los siete gatos.
Al llegar a la orilla, les esperaba una desagradable sorpresa: volando en sus desvencijadas escobas aterrizaban
montones y montones de brujócratas, quienes no cesaban
de gritar:
–¡A la pulverizadora, a la pulverizadora con todos ellos,
por desobedientes! ¡Son tan nocivos como el elefantón que
pulverizamos esta mañana!.
–¡Oh, no! ¿Escucharon eso? –casi lloró Amanda–. Aseguran que pulverizaron a Anónimo. El pobre, y nosotros
59
aquí prisioneros sin poder ayudarlo. Ni siquiera fuimos capaces de ponerle un nombre.
–¡Criminales, vándalos, genízaros, rasputines, maquiavélicos,
borgianos! –les gritó María Carlota, levantando amenazadora hacia el
cielo su caña de pescar que emergió de las aguas con un grandísimo pez,
ante el asombro y alegría de los mininos.
–Tengo una honda –dijo de pronto Madonna quien en su mochila
solía portaba los más variopintos objetos.
–Como no le tires un gato –Aramís buscaba con la vista, pero sobre
la pequeña barca no se veía nada apropiado para convertirse en un objeto
volante que lanzarle a los brujócratas.
–¿Qué hacemos, niños? –imploró Brígida– . No podemos estar todo
el día remando en este condenado estanque. Alguna decisión trascendental debemos tomar. ¡Y de inmediato!
–No se me ocurre nada –Amanda miraba a todas partes desesperada–
. Cada vez se acercan más brujócratas de esos y pronto nos tendrán copados. ¡Sólo faltaría que hallaran un bote para venir hasta acá!
¿Para qué lo dijo? Hay palabras que nunca debían ser pronunciadas.
Al momento, por el extremo oeste se vio aparecer una flotilla de
barcas, atestadas de brujócratas furiosos:
–¡A la pulverizadora con ellos!
–¡Por rebeldes, por rebeldes!
–¡A la pulverizadora con ellos!
–¡Por majaderos, por majaderos!
–¡A la pulverizadora con ellos!
Estaban cada vez más cerca. Peligrosa y terriblemente cerca de los
niños.
Había auténticas nubes de brujócratas volando sobre ellos y otros se
aproximaban en sus barcas.
–¿Qué va a ser de nosotros, queridos? –exclamó María Carlota
abrazandolos mientras, indiferentes a todo, los gatos, con la barriguita
llena, no hacían más que pasarse la lengua por su sedosa pelambre.
¿Quién podría imaginarlo?
60
XXI
¿CREES EN MILAGROS?
E
ntonces, cuando ya se creían en manos de los brujócratas,
ocurrió algo muy extraño. Sí, de verdad que sí.
El cielo se fue llenando de elefantes de todos los colores y
formas. Había algunos hechos de parches, otros vestidos de
frac, o con lunares en la piel, de flores, de rayas, de cuadritos
y rombos, en fin, algo tan insólito como muy bonito.
Desde las gradas de piedra del anfiteatro, venían trotando montones de elefantes y hasta un enorme mamut
que bajaba moviendo su larga pelambre.
Viendo aquello, los brujócratas, se quedaron tan desconcertados como... en fin, como solo pueden quedarse mudos de
asombro y pavor unos tontos y poco imaginativos brujócratas.
Semejante fenómeno escapaba a sus previsiones.
–¡A la pulverizadora con todos ellos también!– continuaban gritando. Al parecer no eran capaces de tener una
idea mejor o de decir alguna frase más original.
–¡Estos andan ya como un disco rayado! –comentó
Brígida.
¿De dónde vendrán tantos elefantes ahora que íbamos
a capturar a los rebeldes estos?, parecían preguntarse una
61
y otra vez los brujócratas muy confundidos y hasta temerosos por aquella invasión en toda regla.
Los elefantes voladores y cuantos llegaban corriendo por las gradas
fueron haciendo un círculo cada vez más estrecho alrededor de los
brujócratas, quienes en verdad estaban tiritando ya de puro miedo.
Entonces, a trompazo limpio, les quitaron los sombreros.
A trompazo limpio, les quitaron las escobas.
A trompazo limpio les quitaron sus negros ropajes y los montones de
papeles grises que siempre arrastraban consigo.
–¡Brujócratas, náufragos al agua, y sin ningún medio de transporte! –
gritaban los niños.
–¡A nadar se ha dicho! –se burló María Carlota.
–¡A andar por sus propios pies y dejarse ya de tanta embrujadera! –
parecían decirles los gatos.
–¡A desaparecerse de una vez y por todas! –corearon los montones de
elefantes, quienes no cesaban de lanzar chorros de agua a adiestra y siniestra.
A trompazo limpio los zambulleron en la laguna y los brujócratas, al más
simple contacto con el agua, desaparecían como si nunca hubieran estado allí.
Se convirtieron en polvo, humo, malos recuerdos.
Por increíble que parezca, así mismo fue.
Se volvían nada pues, en realidad, de la misma siempre están hechos
todos los brujócratas.
María Carlota y los niños aplaudían dando saltos con peligro de que
la barca zozobrara en cualquier momento.
–¡Bravooo, así se hace! ¡Bravoooo! Duro con ellos, al agua, para que
se dejen de brujogracias con nosotros.
Cuando ya no quedaba ni un solo brujócrata a la vista, los elefantes,
más calmados, fueron saliendo del agua con toda su parsimonia y se
colocaron sobre las gradas del anfiteatro como si se dispusieran a ver
alguna función teatral.
María Carlota y los niños (los gatos lo miraban todo con evidente
apatía y desinterés) remaron hacia la orilla.
Era bonito ver a los cientos de elefantes esperándolos, allí, sentaditos, como chicos inocentes en un colegio.
Al atracar en el muellecito les estaba esperando alguien más.
¿Acaso no se imaginan quién?
62
XXII
¿ESTE FINAL?
C
asi al unísono, corriendo cada una por un extremo del anfiteatro, venían jadeantes, Mariam la pintora y Bertalidia
Duporte Mc. Sugar Sugar. Esta última –para asombro general– ya no llevaba ni vestido largo, pamela de flores y chalinas de esas que se enredaban en todo, sino un pantalón de
los llamados vaqueros y una camiseta común y corriente.
Al verse, se saludaron con afecto.
–¿Fuiste tú verdad?
–¿Verdad que tú fuiste?
–Sí– se respondieron ambas.
Amanda, Madonna y Aramís descendían de la barca y
se acercaron a ellas.
–De buena nos salvamos –comentó Amanda.
–¡Los salvamos nosotras! Si no es porque recuerdo la
palabra clave y escribí el verdadero final de la historia, no
sé qué hubiera ocurrido –dijo entonces Bertalidia–. Además, gracias a Mariam que tuvo la genial idea de ponerse a
pintar elefantes y elefantes y elefantes...
Mariam asintió sonriendo.
–Entonces, ¿todos esos elefantes los pintaste tú? –in63
quirió Madonna–. ¡No puedo creerlo, si son bellísimos, pero ya me parecían un poco, no sé, irreales!
–¿Y cómo es eso de que tú escribiste el final de la historia? –quiso
saber Brígida quien ya había acotejado sus siete gatos en el único espacio
disponible que dejaban tantos y tantos elefantes dispersos por doquier.
–Yo escribía una historia sobre la terrible historia de... –comenzó a
contar Bertalidia.
–¡Ay, niña, qué complicada eres! –acotó la dueña de los mininos.
–¡Déjeme terminar, señora! –se defendió la autora–. El caso es que,
de pronto, así, ¡zas!, ocurrió algo que me dejó sin inspiración. Una palabra clave había escapado de mi obra: ¡ELEFANTE! –y, al ella decirlo,
cuantos allí estaban se movieron en sus asientos levantando al cielo sus
trompas– y el libro quedó inconcluso y los brujócratas, que también son
personajes llevados por mí a la literatura, comenzaron a campear por sus
respetos y a hacer de las suyas... Hay que tener mucho cuidado con lo
que se escribe –razonó ahora Bertalidia, quien al parecer al fin se había
convertido en una persona seria y reflexiva–, sobre todo cuando se escribe para los niños.
–¡Apreciamos mucho, queridita, que al fin lo entiendas tú misma! –
acotó Amanda–. Pues, de buenas intenciones...
–¿Quiere esto decir que todo cuanto acabamos de ver fue lo que tú
escribiste? –Aramís no daba crédito a cuanto había escuchado.
–Así mismo, mi niño –Bertalidia (genio y figura) se pavoneaba oronda
frente a su auditorio.
–¿Entonces, entonces –María Carlota no estaba muy satisfecha–, también nosotros aparecemos en tu historia?
–¡Claramente!. ¡Al fin comprenden! –Bertalidia estaba radiante, triunfal.
–¿Incluso has escrito sobre mis gatos?
–Incluso sobre ellos.
–¡Qué bárbara es ella! –ahora la buena mujer miraba a los niños–. ¡De
verdad que no se le escapa una!
–¿Entonces ya no habrá más brujócratas aburridos, amenazantes,
avasalladores y molestosos? –Madonna todavía sangraba por la herida
de sus irrecuperables y maltrechas trencillas rojo tomate con vetas anaranjadas– . ¿Y por qué no escribiste otro final para Anónimo, pobrecito,
desapareció sin que al menos le pusiéramos un nombre decente?
64
–Bueno, tanto como que los brujócratas desaparezcan, eso va a ser
bastante difícil –aclaró Bertalidia con un aire entre dudoso y reflexivo–.
En definitiva, para escribir mis libros yo solo me suelo inspirar en las
cosas de la realidad y les doy mi forma. Siempre corremos el peligro de
que debajo de una piedra, como quien dice, aparezca algún brujócrata
agazapado para hacernos la vida imposible y ahí es donde debemos tener
a la mano un buen elefante para acabar con él. En cuanto al elefantico
ese, era nada más un personaje secundario en mi obra.
–¡Oye eso, Aramís! Anónimo, nuestro queridísimo Anónimo, un simple personaje secundario en los libros de esta señora... –Amanda no las
tenía todas consigo con la tal Bertalidia y su mirada de furia se lo estaba
diciendo a gritos.
–Pero, en fin, eso podría remediarse –explicó Bertalidia conciliadora–. Yo me lo podría pensar y arreglar esa historia... ¿Quién sabe?
–¿De verdad que lo harías por Anónimo? –exclamaron ambos niños.
–¡Por él y por ustedes! –aseguró Bertalidia– . ¡Claro, sería magnífico
si alguien que conozco se atreviera a ilustrar mi libro de elefantes y
brujócratas...!
-¿Y quién sería capaz de arriesgarse en empresa semejante?
Al principio, pareció que Mariam no se daba por aludida, mas luego
dijo con su habitual aire enigmático y ambiguo:
–En eso también se podría pensar...
–¿Y qué haremos ahora con tantos elefantes por aquí sueltos? ¿Qué
comerán? ¿Dónde van a vivir? –exclamó algo preocupada Maria Carlota,
quien a todas luces era una ecologista inveterada–. Si salen a la calle
serán un peligro. No hay selvas para ellos, ni zoológicos.
Los niños también se mostraban muy preocupados.
–Los elefantes ya encontrarán su camino –aseguró de repente la pintora con un tono casi profético y después, sacando una cartulina de la
carpeta que siempre la acompañaba, comenzó a dibujar, olvidándose por
completo de los presentes.
–Sería muy bueno volver por aquí –aseguró a sus gatos María Carlota con cierto
cansancio que se expresaba en sus gestos algo torpes–. En verdad
hay muy buena pesca. Es un sitio tan tranquilo. Bueno, en realidad cuando no viene determinada gente que ustedes y nosotros conocemos bien...
65
–¿Y nosotros qué? –Amanda se sentía timada por la realidad. En definitiva, ¿a dónde los había conducido aquella alocada aventura?
–Pues a irnos para la casa, que no nos quedaremos aquí una eternidad
–Aramís abrió la retirada y Amanda y Madonna se dispusieron a seguirlo
cuando...
–Creo que a partir de ahora me dedicaré a escribir libros bucólicospastoriles que son menos problemáticos –aseguró Bertalidia con su aire
teatral de costumbre–. ¡Erika, Olimpia, Robotrona, Optima, a cargar las
baterías, que voy para ustedes!. Nunca más tendremos que ver con los
cuentos para niños: pueden resultar demasiado comprometedores.
¡Vuelve a ser la de siempre!, pensaron los niños. ¡Es muy cierto aquel
refrán de que la cabra –y mucho más si está totalmente loca, acotaríamos
nosotros– siempre tira al monte!
–¡Nos parece una idea genial! –asintieron a coro los tres niños y hasta
los gatos
movieron la cabeza como si estuvieran de acuerdo con aquella súbita
y transgresora decisión.
Después, todos aplaudieron gritando:
–¡Hurraaaa, Bertalidia, hurraaaa! Ahora te queremos mucho más,
sobre todo al saber que te mantendrás ajena a nosotros... ¡Nunca se te
tiene lo suficientemente lejos!
Se fueron marchando y allí quedó sola Mariam, con sus cartulinas y
crayones, trabajando afanosa en un dibujo.
Al terminar, lo contempló extasiada. Estaba satisfecha: aquel cielo de
verano con una escalera de nubes blancas que se perdían en el infinito le
había quedado precioso. Lo pondría en la sala de su casa, aunque, en
verdad, había tantos cuadros ya en tan poco espacio, que la vista se perdía sin saber para donde ir. Bueno, ya le buscaría un huequito en alguna
pared.
Su última mirada fue para los elefantes que allí pastaban apaciblemente. Les tiró un beso y sonrió satisfecha. Estaba tan cansada que se
quedó tan dormida como la Bella Durmiente, sobre los asientos de piedra del anfiteatro.
Ese fue el momento que aprovecharon, los muy pillos, para irse sumergiendo, de poquito a poquito, en aquel cielo azul con la escalera de
nubes blancas que Mariam había pintado para ellos.
66
Y desde el mayor al más chico, se iban alejando y alejando hasta
perderse como otras nubes más, en lo infinito.
Y así, se fueron todos. Subiendo la escalera hacia el país de más allá.
¿Todos?
Bueno, quién quita que alguno se quedara rezagado –tal vez un elefante verde limón– y un buen día cuando de su casa salga disfrazada de
persona mayor una niña llamada Amanda, se lo tropiece por ahí, en
plena calle...
¿Fin?
67
XXIII
CADA CUAL A SU SITIO
A
68
muchas personas quizás les agrade el final que tenía esta
historia en el capítulo anterior. A otras, más puntillosas y
exigentes –y que demandan todo tipo de informaciones
sobre los personajes–, quizás no.
Es por eso que, a punto de cerrarse el libro y con tal de
complacer a todo el mundo –que en definitiva una historia
se cuenta para que la lea alguien y no para leerla uno mismo–, vamos a pasar revista.
Si a quienes les gustó el capítulo XXII les sigue gustando, pues no ocurre nada, quédense ahí. Si a aquellos que se
encontraban disconformes, les agrada este otro, mejor. Si
no es así, qué le vamos a hacer. ¡Es verdaderamente difícil
quedar bien con todo el mundo, pero uno hace el esfuerzo!
Además, hemos dejado unas páginas en blanco al final,
para que cada cual escriba lo que quiera, ¿De acuerdo?
Veamos...
Madonna: continuó tan viajera como siempre y más enloquecida todavía. En su provincia presentó un espectáculo
llamado La vuelta al día en ochenta elefantes verdes. Fue
un éxito tremendo de público y de crítica, televisión y todo.
María Carlota: como siempre, angustiada por el destino culinario de
sus gatos,
buscando pescado por todas partes y cada vez más entretenida. Ya no
se sabe bien si es ella quien lleva a pasear a los mininos o son ellos quienes conducen a la buena señora por el buen camino hacia los pescados,
por supuesto.
Los gatos: siguen siendo aquellos conocidos por ustedes. Solo que la
tal Apócrifa, tuvo siete gaticos muy amarillos atigrados, sospechosamente
parecidos a –¿a que no adivinan?–, pues al Innombrable I. Eso ha ocasionado muchos comentarios entre los otros. ¿Los pequeños? No, todavía
no tienen nombre propio, pero si a ustedes les interesara bautizarlos... ya
saben... se escuchan proposiciones...
Mariam: después del inusual esfuerzo que significó pintar en una noche más de un millón de elefantes, acabó aficionándose a ellos y hace
apenas unas semanas inauguró una exposición magnífica titulada:
ELENUBESYFANTES
Abuela Queta: sigue, más que nunca, con sus premoniciones, allá en
la casita de la playa, a donde a veces la visitan, sobre todo de noche,
delfines, tritones, atlantes, sirenas, mutantes de la Era de Acuario y otros
seres muy interesantes..
Bertalidia Duporté Mc. Sugar Sugar: ah, pues ella en verdad sí que
ha dado tumbos en su buen propósito de iniciar una nueva vida, más
plena y placentera. En aquel tema bucólico-pastoril no le fue muy bien
que digamos. Sí, porque la gente suele ser a veces un poquito convencional y, como era célebre escribiendo montones de libros infantiles, pues
nadie le quiso publicar sus poemas. Nada, que seducida por los cantos de
elefante, se ha dedicado con verdadera pasión, entrega y euforia, a una
investigación sobre la presencia de los elefantes en la historia de la literatura universal y ha descubierto elefantes... y elefantas, no olvidemos a las
feministas, a montones.
Los brujócratas: pues de vez en vez, y cuando menos lo esperas, te
encuentras con alguno, pero ya sabes, si llevas tu paraguas a mano, no
les viene mal un sombrillazo...
¿Quién nos falta?
69
Pues claro, Amanda y Aramís.
Cada vez más amigos y entendiéndose mejor.
Ella, con sus teorías buscándole reencarnaciones a todos.
Él, mirando los secretos de las estrellas para descubrir qué mensajes
ocultos estas han de transmitirle precisamente aquellas noches en que,
trepados a la azotea, gustan de buscar interrogantes en el cielo distante.
¿Y saben qué?
Pues no me extrañaría nada que, un buen día de estos, estén en la
playa y el cielo cambie de color, también el mar, las nubes, todo.
Luego, el agua se agita y de allá adentro sale caminando una figurota
grandota, gordota, simpaticota, todota mojadota y muy cariñosota y
alegronsota. Será de un color muy parecido al verde limón.
¿Raro, verdad?
Les dará un beso y quizás se aleje paseando con ellos.
¿Quién ha dicho que contra la fantasía pueden las componendas de
los brujócratas con sus pulverizadoras o las malas mañas de cualquier
otro bicharraco de esa especie?
¿A ver? ¿Quién?
ELEFINANTE
70
ANEXO 1
¿PERO ES QUE ESTE LIBRO
TAN ELEFANTIÁSICO NUNCA MÁS
VA A TERMINAR?
71
ANEXO 2
Cartas recibidas con sugerencias aportadas por personas que desean cambiar los finales de este libro, antes
de que por fin se publique.
Sindicato de Elefantes:
¡Anónimo nunca fue pulverizado y ahora vive libre y feliz
en la selva africana (que es el sitio donde mejor pueden
residir todos los elefantes cuerdos o al menos aquellos que
aún les queda una pizca de lucidez)! ¡Qué tonto final le
habían dado a este libro!
Directora de la Editorial Nova Etrur:
¡Este libro tan ocurrente y sugestivo nunca debe ser publicado! ¡Jamás de los jamases!
Anónimo:
Bertalidia debe trabajar en un circo, como domadora de
elefantes, por supuesto.
Otro anónimo, con un poco de olor a humedad:
El ausente, sí, el esposo de Mariam regresó y se la llevó con
él a pasear por los siete mares. Ahora ella pinta aguadas.
Noticia de Prensa, recortada de un diario local:
María Carlota puso un hogar de gatos y Anónimo (que
sigue llamándose así, porque ya se acostumbró a no tener
nombre y le gusta andar de incógnito) es el portero. ¡Nun72
ca tiene las puertas cerradas, siempre franquea el paso a
todo el mundo!
Un vecino:
La tal Bertalidia esa, sí, la medio loca, se casó con el mecánico que le arregla las máquinas de escribir. Ahora tienen una máquina varón que se llama Cónsul, una
Underwood y una muy conflictiva y de sexo indefinido,
nombrada Electrón.
Mariam:
Amanda y Aramís están hechos el uno para el otro y alguna vez, quizás, tengan un gran romance.
Otra vecina:
Madonna, desde que se mudó definitivamente para la capital y da menos viajes interprovinciales, está más sedada y
tranquila. Cada día visita a su amigo Anónimo, que es feliz
en un nuevo zoo, más grande y natural, que se inauguró
cerca del anfiteatro de piedra.
Consejo de una experta:
A aquellos niños que no deseen acostarse temprano,
amenácenlos con leerles los diecisiete volúmenes de Las
aventuras completas de Bertalidia Duporté Mc Sugar
Sugar en el País de los Elefantes verdes... su más reciente
best (o longe)–seller
Ahora sí que ha llegado el fin, de momento...
73
PÁGINA EN BLANCO
74
PARA LECTORES CREATIVOS
ÍNDICE
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
Amanda
¿Quién eres tú?
El paseo
Nada más y nada menos
Los malos de la película
Aramís
La pintora
¿Qué hacemos?
El sueño
Maria Carlota
Los apuros de...
Hacia la playa
Esta mujer está loca
Paseo peligroso
Prisioneros
¿Qué ocurre?
Abuela Queta
Pescar es un placer
Rebelión
Combate
¿Crees en milagros?
¿Este final?
Cada cual a su sitio
Anexos
11
13
15
18
21
24
27
29
32
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37
40
42
46
48
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59
61
63
68
71
75
Este libro fue impreso en la RISOGRAPH
del Centro Provincial del Libro y la Literatura
de Ciudad de La Habana.
Año 2002.
«Año de la Revolución Victoriosa
en el Nuevo Milenio»
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