Josette RIANDIÈRE LA ROCHE, Nouveaux documents quévédiens

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Reseñas
Los sermones atribuidos a Pedro Marín. Van añadidas algunas noticias sobre la
predicación castellana de San Vicente Ferrer. Estudio y edición de Pedro M. Cátedra.
Universidad de Salamanca. 1990. 182 p.
(ISBN: 84-7481-617-3; colección Textos Recuperados)
Este volumen es el primero de nueva colección creada por el Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Salamanca: Textos Recuperados, que propone ediciones críticas de textos inauditos de
diversos géneros y épocas; por otra parte inicia este volumen una serie independiente sobre la
predicación española medieval, que vendrá completada por un catálogo de la predicación española de la
Edad Media.
Con este estudio nos brinda el Profesor Pedro Cátedra un trabajo que viene a inscribirse en la
prolongación de su «Predicación castellana de San Vicente Ferrer», Boletín de la Real Academia de
Buenas Letras de Barcelona, 39 (1983-1984): en efecto nos ofrece aquí la primera publicación integral de
la colección de cuatro sermones atribuidos a Pedro Marín, que constituye la segunda parte del manuscrito
9433 de la BNM.
En un primer momento se dedica Pedro Cátedra al estudio detallado de la estructura de los sermones y
contesta las interrogaciones a propósito de su autoría. La primera parte del códice consta de una pieza
religiosa: Vestigio al conoscemiento beatificante, que podría haber sido dirigida a don pedro Fernández
de Velasco, que la tenía registrada en el catálogo de su biblioteca, por un autor anónimo. Representa un
testimonio interesante de los intereses religiosos del momento. La parte segunda, publicada por el
Profesor Cátedra, consta de cuatro sermones que parecen, por las coincidencias lingüísticas que
presentan, haber tenido el mismo copista (y quizá autor) que el Vestigio..., a pesar de ofrecer éste un
texto mucho más conecto. Emite P. Cátedra la hipótesis de que hayan sido copiados los sermones a partir
de una reportatio ajena, conclusión que también saca de la disposición material del códice. Observa la
coherencia temática del manuscrito a través de los sermones, y procura establecer la autoría de los
sermones gracias a la pertenencia del segundo sermón a una serie de prédicas latinas de San Vicente
Ferrer; esta serie de sermones se sitúa en el manuscrito 26 de la catedral de Burgo de Osma, al que dedicará
su atención el crítico en un segundo momento. Una comparación pertinente entre las diferentes
versiones en romance de este segundo sermón y la versión latina desemboca en la constatación de una
parecida o igual «espina dorsal», a saber la doctrina y la estructura. El sermón IV también tiene un
equivalente entre los editados de San Vicente Ferrer, esencialmente en lo que toca al cuerpo principal del
sermón, ya que la parte introductoria muy larga y pedante, como lo hace observar el Profesor Cátedra,
resulta muy alejada del estilo vicentino. El acertado análisis de la estructura de este cuarto sermón le
permite llegar a la conclusión de que su autor debía de ser un predicador que probablemente manejaba un
sermonario de San Vicente Ferrer, copiándolo y añadiendo en este caso una larga introducción, o
aprovechando los sermones vicentinos con fines diferentes. En cuanto al primer sermón, no le reconoce
Pedro Cátedra una autoría vicentina, por tener una estructura mucho más elaborada que en la pastoral del
santo valenciano, ni tampoco al tercero. Por fin, desemboca en dos posibles conclusiones: fue
artificialmente formada esta colección por reportationes o copias de sermones de dos o más autores, o
son sermones de otro predicador plagiario (¿Pedro Marín?) que, según P. Cátedra, utilizó «los de San
Vicente Ferrer remozándolos convenientemente y apropiándose sin más de fragmentos enteros de su
antecesor» para ofrecerlos a su mecena, don pedro Fernández de Velasco.
En un segundo momento de su trabajo establece el Profesor Cátedra la ficha catalográfica del
manuscrito 26 de la catedral de Burgo de Osma, dedicándole después a esta serie que testimonia de la
difusión española de la obra de San Vicente Ferrer un análisis estructural. Se compone la serie de tres
bloques diferentes: el sermón primero, una serie uniforme con un índice final que la delimita de las otras,
y una tercera serie que se diferencia gráficamente de las otras dos, formada de cinco sermones interesantes
atribuidos al maestro «de Spina» (¿fray Alonso de Espina?). De las 47 piezas del códice, 20 aparecen
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inéditas; la mayoría de los sermones no se integran explicitadamente en el ciclo litúrgico, son de
variadas materias, y ofrecen ejemplos de la estructura de las piezas oratorias vicentinas. El interés del
códice estriba en que conserva prédicas sueltas e inéditas, y también otras ya editadas, «después de
sometidas a un proceso editorial ajeno al autor y al proceso oral y literario de la pronunciación del
sermón y su posterior puesta en escrito». Para demostrarnos este interés, estudia Pedro Cátedra la
mecánica de composición de San Vicente. Por fin, concluye que la compilación de Burgo de Osma que,
siguiendo «el camino de la defensa y de la propaganda educativa del orden establecido», se inscribe en la
representación bélica de una sociedad conflictiva en los dominios religioso y político.
Françoise GILBERT
(LESO, Université de Toulouse-Le Mirai!)
HORAPOLO. Hieroglyphica. Edición de Jesús María González de Zarate, traducción del texto griego
María José García Soler. Madrid, Akal, 1991. 607 páginas, numerosas ilustraciones.
(ISBN: 84-7600-668-3; Arte y Estética 25)
La reciente traducción al español y el comentario de los tan famosos como desconocidos (por ser
poco leídos) Hieroglyphica de Horapolo y su edición en la prestigiosa colección Arte y Estética de la
editorial Akal, colman un vacío que la erudición española dejaba abierto desde el siglo XVI. Por lo tanto,
prescinde insistir en el mérito de los dos estudiosos que acaban de llevar a cabo tan ingente tarea, y
principalmente del editor, Jesús María González de Zarate, cuyo estudio crítico merece los mayores
elogios por su valioso contenido, elogios que se matizarán relativamente a pequeneces materiales. En
esta primera reseña se examinará esencialmente la introducción, ya que tal acontecimiento editorial no
puede resumirse en dos o tres páginas.
Como historiador del arte, este todavía joven investigador, catedrático en la Universidad del País
Vasco, es una figura ya conocida por sus publicaciones sobre la literatura emblemática (Saavedra Fajardo
y la literatura emblemática. Valencia, 1985; Los emblemas regio-políticos de Juan de Solórzano,
Madrid, 1987) y por numerosos artículos aparecidos en revistas científicas. Dentro de este contexto
dedicado a la investigación, su edición española de los Hieroglyphica de Horapolo marca un hito
importantísimo en los conocimientos sobre la emblemática no sólo en España sino en toda Europa.
Parece increíble, pues, que se haya tenido que esperar hasta hoy la traducción española y el estudio crítico
en España de una obra que fue tan familiar a los eruditos del siglo XVI y xvn, entre los cuales se encuentran
los dos hermanos Juan de Horozco y Sebastián de Covarrubias.
En una larga y apasionante introducción (pp. 7-37), Jesús María González de Zarate da la vuelta
completa a toda la problemática nacida de la aparición en el siglo XV, en la isla de Andros en el mar Egeo,
de un manuscrito griego titulado en su traducción española Jeroglíficos de Horapolo del Niio que escribió
en egipcio y que después FHipo tradujo al griego. Tras mencionar los pocos datos que se conocen acerca
de la figura de Horapolo, alejandrino del siglo v, y de su traductor griego Filipo, Jesús María González de
Zarate, refiriéndose a algunos especialistas de los jeroglíficos desde el siglo xvi, urde la trama del
contexto cultural en el cual nació la obra, tarea acrobática fundamentada, a veces, más en hipótesis que en
certidumbres históricas. De esta tentativa, bien dominada por el editor a pesar del peligro, se sacan
interesantes conclusiones en las cuales se evidencian los vínculos existentes entre los Hieroglyphica y
varias tradiciones culturales, no sólo con los jeroglíficos de la verdadera antigüedad egipcia sino
también con las culturas helenística, romana, alejandrina -por supuesto-, hasta con la patrística de
Eusebio o Clemente de Alejandría y el «código alegórico» del bestiario del Physiologus.
A partir de la estructura de la obra estudiada: una idea o una palabra, un comentario en el que se
establece una correspondencia entre una imagen y un contenido semántico, Jesús María González de
Zarate intuye la presencia en los Hieroglyphica de un lenguaje poético y pasa luego a examinar la visión
científica de quienes intentaron interpretar a lo largo de los siglos el sentido del jeroglífico. El estudioso
alude acertadamente a los humanistas florentinos -los primeros en conocer el manuscrito- cuya
concepción hermética del jeroglífico supuso más bien un estorbo a la comprensión científica de la
escritura de los antiguos egipcios. A continuación, el editor remite indirectamente a los trabajos de
Athanasius Kircher, pero sin rendir al jesuíta alemán el debido homenaje por haber sido el primero en
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tener la intuición de que podía haber vínculos entre el copto y los auténticos jeroglíficos (véase Madeleine V.- David, Le débat sur les écritures et l'hiéroglyphe auxxv/i" et XVIIIe siècles, Paris, SEVPEN, 1965).
Tras aludir a otros eruditos como el jesuíta francés Claude-François Ménestrier, el sabio inglés
William Warburton, el egiptólogo francés Jean-François Champollion quienes, cada uno en su siglo
-xvri, xvm y X K respectivamente-, intentaron descifrar la escritura jeroglífica, Jesús María González de
Zarate vuelve a la obra considerada, indicando de manera muy didáctica las correspondencias encontradas
entre los jeroglíficos horapolianos (llamados anáglifos por Clemente de Alejandría y luego por
Champollion) y la escritura egipcia antigua.
Para desenmarañar el laberíntico ovillo de la historia de los estudios jeroglíficos, el editor alega a
conocidas autoridades como las citadas arriba y a otras más como Suidas, Roeder, Maspero, Sbordone,
Lauth, Sottas y Drioton, Ziegler, Marestaing, Portal (citamos en desorden) etc., a las cuales se podrían
añadir trabajos más recientes y muy fidedignos (y.g. Erik Iversen, The Myth of Egypt and his
Hieroglyphs in European Tradition, Copenhagen, GEC GAD Publishers, 1961; Jurgis Baltrusaitis, Essai
sur la légende d'un mythe. La quête d'Isis, introduction à l'égyptomanie, Paris, Olivier Perrin, 1967).
Pero, quizás engañado por la fecha de reedición de la Introduction à l'étude des Hiéroglyphes de Sottas y
Drioton (Paris, 1987), Jesús María González de Zarate comete un pequeño error cronológico al decir que
este estudio es más reciente (p. 9) que los trabajos de Sbordone (Ñapóles, 1940) cuando, en realidad, es de
fecha anterior (París, 1922). La lectura del artículo de Jozef Janssen («Athanase Kircher "Egyptologue"»,
Chronique d'Egypte, n° 35, janvier 1943, Bruxelles, pp. 240-247, más precisamente las notas 5 y 8 de la
página 240), que sigue inmediatamente la «Traduction des Hieroglyphica d'Horapollon» de Van de Walle
y Vergote de la que el editor se va a servir constantemente a lo largo de la edición crítica, le hubiera
permitido evitar este pequeño fallo bibliográfico.
El editor se vale de las mismas fuentes para seguir con consideraciones sobre la escritura jeroglífica,
en las que se explican muy acertadamente al lector neófito en estas cuestiones los tres principios
—fonético, ideográfico e ideogramático- que rigen el bastante complicado sistema del jeroglífico
antiguo.
El párrafo más importante de esta introducción, lo dedica Jesús María González de Zarate a la
«trascendencia de los Hieroglyphica entre la intelectualidad del Humanismo», ámbito que domina muy a
las claras por ser historiador del arte especializado en aquella época. Allí, nos explica el editor cómo el
descubrimiento de Cristoforo Buondelmonti y su incidencia entre los humanistas florentinos acabaron
por plasmarse en un renacimiento de la mentalidad simbólica, impulsando o reactivando la creación de
formas expresivas tales como el emblema y la empresa.
Mediante un breve pero fino análisis de la intelectualidad italiana y alemana de los siglos XV y XVI
(Alberti, Bramante, Vasari, Ficino, Colonna, Alciato, Pirckheimer y Durero), el autor muestra la
repercusión que tuvo la obra «tanto en el campo de la literatura como en el de las artes» e indica cómo el
neoplatonismo vigente en la corte de los Médicis utilizó la obra de Horapolo para fortalecer su
esoterismo metafísico. Olvidándose de la influencia de los Hierogliphica en Rabelais y Montaigne y de
su trascendencia en Francia (véase Robert Aulotte, «D'Egypte en France par l'Italie: Horapollon au XVIe
siècle». Mélanges à la mémoire de Franco Simone, Genève, Éditions Slatkine, 1980, pp. 555-572), pais
donde se dio la primera edición ilustrada (París, Kerver, 1543), Jesús María González de Zarate pasa
directamente al estudio de la aceptación de la obra en España con la edición del texto griego (Juan
Lorenzo Palmireno, Oris Apollonis Niliaci Hieroglyphica, Valencia, 1556), y las incidencias en otra
obra (Juan de Horozco, Emblemas Morales, Segovia, 1589), a la cual añadiremos por nuestra parte
algunos artículos del Tesoro de la Lengua de Sebastián de Covarrubias («águila»,
«cigüeña»,
«escarabajo», «hieroglífico» y cada artículo en donde se alude a los egipcios).
A continuación y muy lógicamente, el editor pasa a estudiar las relaciones entre los Hieroglyphica y
lo que llama él la literatura visual, es decir la literatura de emblemas y empresas de tanta difusión en los
siglos xvi y xvil. Arrancando de los estudios básicos de Mario Praz y otros grandes estudiosos
contemporáneos (Gombrich, Panofsky, Chastel, Gallego, etc.), de sus propios artículos sobre el tema
emblemático así como de textos referenciales de primera importancia (Alciato, Giovio, Paradin,
Sambucus, Saavedra, Núñez de Cepeda, etc.), Jesús María González de Zarate llega a la conclusión, algo
exagerada en nuestra opinión, de que se puede considerar a Horapolo «como el «padre» de la
emblemática» (uno de los «tíos» pongamos), no siendo sus argumentos desprovistos de fundamento,
pero sí hiperbólicos.
CRITICÓN. Núm. 61 (1994). RESEÑAS DE LIBROS
Jeroglífico VI. PONIENTC
Jeroglífico I. Dios
Qué quieren decir cuando dibujan un halcón.
//(OU {<Jtf.fituStlt fi.-^'s m « liríp ¿ u
tmjtí vtíi ¡KMIU ifaftA^b^'ñ ¡¿^ftiú; f f i r á
ü«>(<¡¡ S 4 K >«T «.'tú niv.*¿rj¿.r5 nain.
Cuando quieren representar "dios: 'dignidad», 'bajeza», 'excelencia», «sangre», o 'victoria», (o «Ares», o «Afrodita»/, pintan un halcón. «Dios», porque el animal es proliftco y longevo; y además, también porque parece ser imagen del sol. mirando con vista penetrante hacia
sus rayos a diferencia de todas las aves, por lo
que los médicos para la curación de los ojos se
valen de la planta del halcón /lechuga silvestre/.
También es el sol, que es señor de la vista.
cuando lo pintan con forma de halcón. «Dignidad», porque los demás animales cuando quieren volar hacia lo alto, dan vueltas de medio
lado, nopudiendo elevarse en linea recta, y sólo
el halcón vuela directamente hacia las alturas.
«Bajeza», porque los demás animales no descienden verticalmente, sino que bajan de lado,
y el halcón se vuelve hacia abajo en linea recta.
«Excelencia», porque parece que aventaja a todas las aves. «Sangre», porque dicen que este
animal no bebe agua, sino sangre. «Victoria»,
porque parece que este animal vence a todas las
aves, pues cuando se ve oprimido por un animal
más poderoso, presenta batalla dándose la vuelta boca arriba en el aire, de modo que pone las
uñas hacia arriba y las plumas y la parte de
atrás hacia abajo, pues asi el animal contrincante, al no poder hacer lo mismo se va derrotado.
Mediante el jeroglífico del halcón mirando al sol, Horapolo nos propone este animal como imagen de la divinidad, la dignidad y excelencia y de la victoria. En el jeroglífico III lo veremos como referencia directa a Ares y Afrodita. .
La relación con la divinidad queda manifiesta por ser el único animal, a juicio del
autor, que puede volar mirando al sol, y el astro, como es sabido y hemos dicho en
otra parte, era para los egipcios y también para los platónicos, imagen de la divinidad
(Rep. 510 a).
CRITICÓN. Núm. 61 (1994). RESEÑAS DE LIBROS
Cómo representan «Poniente».
Para decir «Poniente», pintan a un cocodrilo indinándose hada delante. Pues el animal
suele inclinar la cabeza y llevarla hacia abajo.
La relación del cocodrilo coa la orientación de Poniente la vemos repetida también en Valeriano, quien sigue sin duda los criterios de Horapolo a la hora de elaborar
este jeroglifico. Asi, señala:
Y para representar el Occidente trazaban un cocodrilo acostado completamente en el suelo, en
forma de animal que desova. Pues le gusta mucho colocarse en el fondo de cualquier cosa, y habiéndose embarrado en el agua, se arrastra gustoso hada tierra, y allí se mantiene por miedo a
los delfines y a otros enemigos que saben hasta que punto tiene la piel blanda y tierna bajo el vientre. Por otra parte, pasa casi todo el día en tierra y la noche en el agua, y esto por lo que concierne
a la tibieza, pues encuentran el agua tibia por la mañana. Asi parecen imitar al sol, que parece
salir del mar por la mañana, y hacia el atardecer zambullirse en él. Además el cocodrilo tiene la
vista sombría en el agua, y muy dará en tierra. Igual que el Sol, en el momento de su caída la
tierra se cubre de obscuridad, y cuando se levanta, todo es dan y luminoso (Hier. XX1X, IV).
Estas cualidades del cocodrilo a que nos refieren los jeroglíficos ya se manifiestan
en otros literatos de la antigüedad como en Heródoto cuando precisa que este animal:
.pasa la mayor parte del día en terreno seco; en cambio, toda la noche se la pasa en el rio,
ya que entonces el agua está más caliente que la temperatura del ambiente y del rodo.... En el
agua es ciego, pero de vista sumamente aguda al aire libre (II, 68).
También Plinio nos dice en este sentido:
De dia está en tierra, y de noche habita en el agua, uno y otro según la templanza del tiempo
(Hist. Sai. VIII. 25).
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Por otra parte, algún que otro de los artículos citados (v.g. Jacques Vanuxem, «Hiéroglyphes et
devises aux XVIe et XVIIe siècles», Bulletin de la Société Nationale des Antiquaires de France, Paris,
Klincksieck, 1971, pp. 243-255) no tiene la relevancia suficiente para justificar las conclusiones
sacadas y parece que sólo ha servido para dar conocimientos de segunda mano. Hubiera sido conveniente
aludir a trabajos más pertinentes con respecto a la problemática planteada (Claudie Balavoine, «Le
modele hiéroglyphique à la Renaissance», Le modèle à la Renaissance, Paris, J. Vrin, 1986, pp. 209225; Claude-Françoise Brunon, «L'Egypte des emblèmes d'après le Trattato délie Imprese de Giulio
Cesare Capaccio», Mélanges Adolphe Gutbub, Université de Montpellier, Publications de la recherche,
1984, pp. 17-26; Marc Fumaroli «Hiéroglyphes et lettres: la "Sagesse mystérieuse des Anciens" au XVIIe
siècle», Dix-septième Siècle, 1988, vol. 40, pp. 7-20 y otros más en el mismo número de esta revista).
No por eso pierde el estudio sus méritos esenciales: un casi perfecto dominio de los conocimientos
históricos, literarios y artísticos en el tema tratado, aliado con un sutil manejo didáctico de los
conceptos emblemáticos.
En las cinco páginas siguientes, el estudioso vasco establece un catálogo bastante completo, tanto
de la tradición manuscrita como de las ediciones impresas y traducciones de los Hieroglyphica, en el cual
se indican las ñliaciones entre los diferentes textos. Ya que esta relación no pretende ser exhaustiva, no
se le puede achacar ningún olvido; sin embargo se le podría añadir el manuscrito 2594 del Fondo Francés
de la Biblioteca Nacional de París que cobra una dimensión interesante en la perspectiva hermética y
esotérica cuando se sabe que su autor se llamaba Michel de Nostredame. El título original del manuscrito
descubierto y publicado en 1968 (Nostradamus, Interprétation des Hiéroglyphes de Horapollo, texte
inédit établi et commenté par Pierre Rollet et Ruiz Romero, Aix-en-Provence et Barcelona, Edición
Ramón Berenguié, 1968), le hubiera confirmado a Jesús María González de Zarate su intuición acerca del
lenguaje poético del texto horapoliano : Notes Hiéroglyphiques de Orus Apollo Niliacque de Aegipte mis
en rithme par epigrammes oevre de increedible et admirable érudition et antiquite par Michel
Nostradamus de St Remy en Provence (véase Claude-Françoise Brunon, «Lecture d'une lecture: Nostradamus et Horapollon», La littérature de la Renaissance, Mélanges Henri Weber, Genève, Editions Slatkine,
1984, pp. 115-132).
Llega a ser más extraño, a nuestro parecer, el desconocimiento o, por lo menos, la ausencia de
referencia a los eruditos trabajos de unos investigadores norteamericanos, más recientes que los de
Sbordone (sin matiz irónico), quienes centraron sus esfuerzos en una recopilación bibliográfica tanto de
los manuscritos, ediciones impresas, traducciones y comentarios de los Hieroglyphica como de los
estudios sobre la temática horapoliana. Aludimos particularmente al profesor Paul Oskar Kristeller y a la
profesora Sandra Sider de la Hispanic Society of America (véase, Sandra Sider, «Horapollo», Catalogas
Translationum et Commentariorum: Medioeval and Renaissance Latin Translations and Commentaries
Annotated Lists and Guides, Vol. VI, Washington, D.C., The Catholic University of America Press,
1986, pp. 15-29 ; Sandra Sider, «Horapollo. Addenda et Corrigenda», ibidem, Vol. Vu, 1992, pp. 325327, artículo este que el editor no podía conocer por ser posterior a su obra), sin olvidar a Liselotte
Dieckmann («Renaissance Hieroglyphics», Comparative Literature, Vol. IX, n° 4, 1957, pp. 308-321).
Termina la introducción por una advertencia al lector en la cual se explican y justifican las
resoluciones de los editores en la elección del texto base (Sbordone, Ñapóles, 1940), en la nueva clasificación de los diferentes jeroglíficos por contenidos semánticos, en el análisis de cada jeroglífico
(fuentes clásicas, vínculos con la iconografía y emblemática modernas), y se dedica un párrafo de tan
sólo siete b'neas a las xilografías que componen las 163 ilustraciones.
En esto empieza la edición crítica propiamente dicha de los Hieroglyphica
de Horapolo, con
traducción española establecida a partir del texto griego (pp. 39-594). Mejor que un largo discurso, la
lámina que acompaña esta reseña evidenciará la disposición tipográfica escogida por los autores: el
grabado, el texto griego acompañado del jeroglífico egipcio (cuando se da el caso) y la traducción
española, forman un bloque fácilmente legible, estética y didácticamente dispuesto. El comentario que
sigue este conjunto, más o menos largo según cada jeroglífico, indica las relaciones encontradas por el
estudioso vasco entre, por una parte, el texto horapoliano y su representación, y, por otra parte, los
textos y las imágenes que desde la antigüedad hasta el siglo xvn remiten a la misma palabra o a la misma
idea, con una parentela de pensamiento más o menos obvia.
Al fin de cada comentario y valiéndose muy fielmente de los trabajos de los mejores egiptólogos
(resumidos en Sbordone), Jesús María González de Zarate añade dos apartados a) y b) en los cuales se
indican las fuentes clásicas y consideraciones sobre la grafía y el sonido del jeroglífico antiguo.
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Se trata pues de un interesante estudio de la intertextualidad y de la intericonicidad (nos perdonarán
este bárbaro neologismo) que rodean con anterioridad y posterioridad los Hieroglyphica de Horapolo.
Los profundizados conocimientos y la agudizada erudición, tanto en el ámbito textual como visual, de
los que hace gala Jesús María González de Zarate en los comentarios, se utilizan, cada vez en su cabal
sitio y siempre de manera muy acertada, para poner de manifiesto la trascendencia que han tenido en la
cultura europea de los siglos XVI y XVII los escritos de un tal Orus Apolo Niliaque, más conocido por
Horapolo.
En el comentario de los 163 jeroglíficos estudiados, 44 en el primer libro, 119 en el segundo, el
editor pone de realce el auge que conocieron los textos e imágenes de los principales autores europeos
emblemáticos y de los géneros afines : Valeriano, Alciato, Camerarius, Giovio, Ripa, Horozco,
Covairubias, Borja, Saavedra y un largo etc. Pero se sale también del ámbito de la «literatura visual» para
aludir a los autores de la antigüedad y a sus comentaristas como Jerónimo de Huerta.
Dejamos para otra reseña el estudio más detenido de los jeroglíficos y de los comentarios cuya
lectura, pese al procedimiento repetitivo impuesto por la estructura de la obra original y a la cantidad de
datos eruditos que nos proporciona el editor, no llega nunca a ser aburrida. Al contrario, el lector
interesado en aprender cada vez más sobre el tema no deja de notar cierta dejadez en la precisión de las
notas bibliográficas (obras a veces no mencionadas -¿Riquier, p. 9?-, páginas no siempre indicadas) y
sobre todo la imprecisión en la ortografía de algunos apellidos: Lauht por Lauth (p. 8, nota 6 y otros
lugares), Zeigler por Ziegler (p. 10 y otros lugares), Waburton por Warburton (p. 18), Balestat por
L'Anglois, sieur de Belestat (p. 25), Paradme por Paradin (p. 26 y 29) -autor francés y no italiano-,
Gabriel de Simeón por Gabriele Simeoni, D. Domeniqui por L. Domenichi, Carpaccio por Capaccio, etc.
o en la titulación de algunas obras : Los Hieroglyphica por los Hieroglyphica (en muchos sitios de la
introducción). Empresas Morales por Emblemas Morales (p. 24), Jeroglíficos por Hieroglyphica de
Giovanni Pierio Valeriano, lo que da a entender que existe una traducción española de esta obra, y muchos
otros ejemplos de los cuales el editor ya habrá realizado una relación completa.
De estos achaques menores en una edición cuyo contenido científico está tan cuidado, se desprende a
la larga, debido a las reiteraciones, una impresión de descuido respecto a un aparato crítico que merecería
mejor suerte, siendo por ejemplo totalmente incomprensible la nota 163 de la página 219. No
insistiremos más de lo que cabe en unos defectos fáciles de enmendar en la próxima edición, ya que
estamos seguros de que este tan valioso trabajo tendrá tal éxito que se agotará rápidamente la primera
tirada. Si podemos dirigir un ruego al autor cuyo estudio va a ser básico para la familia de los
investigadores en la emblemática española, a la que pertenecemos, le quedaríamos muy agradecido(s) se
dignara añadir a su edición la muy extensa bibliografía que tiene recopilada y que, a buen seguro, será
muy apreciada por todos sus colegas. De antemano se lo agradecemos mucho.
Christian BOUZY
(Universidad de Estrasburgo II)
Fray Luis de LEÓN, Cantar de los Cantares de Salomón. Edición de José Manuel Blecua. Madrid,
Gredos, 1994. 296 p., 12 ilustr.
(ISBN: 84-249-1637-9; Biblioteca Románica Hispánica, «Textos», 22)
La reciente edición1 por José Manuel Blecua de la traducción comentada que hizo Fray Luis de León
del Cantar de los Cantares de Salomón (1561), es obra imprescindible para cuantos se interesan por la
exégesis bíblica hebrea y cristiana en la España del siglo XVI y para los amantes de la prosa poética
religiosa. Gracias a esta edición podrán conocer mejor la primera obra literaria de Fray Luis de León,
escrita con la ayuda del eminente hebraísta Arias Montano 2 . Sin llegar a igualarle en el dominio de la
' El texto del comentario de Fray Luis había sido publicado, en el siglo XX, por el padre Félix García, en Obras Completas
castellanas, Madrid, 1931.
¿
Ambos nacieren el mismo año y tenían veinticuatro años cuando se conocieron en la Universidad de Alcalá en 1551. Volvieron a
encontrarse en 1554, en la de Salamanca, cuando ya Arias Montano había puesto en verso castellano el Cantar di los Cantares,
CRITICÓN. Núm. 61 (1994). RESEÑAS DE LIBROS
RESEÑAS
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lengua hebrea, Fray Luis sabía lo bastante para lanzarse, a su instancia, a la traducción en castellano del
gran poema de amor de la Biblia. Sabido es que, prohibidas en aquella época las traducciones de la Biblia
a la lengua vernácula, Fray Luis de León no hizo esta obra con vistas a la publicación; pero habiéndosela
robado un fraile de su convento, no tardaron en circular copias por varias ciudades de España.
José Manuel Blecua ofrece a los lectores el fruto del cotejo minucioso del autógrafo y de las copias
manuscritas con dos ediciones antiguas: la edición de Salamanca, impresa por Francisco de Toxar
(1798), y la del padre Antolín Merino, en el tomo V de su edición de las Obras del Maestro Fray Luis de
León (Madrid, 1806). Al anotar las omisiones y adiciones, las concordancias y discordancias entre los
distintos textos, José Manuel Blecua proporciona al lector una valiosa oportunidad, la de poder valorar
las vicisitudes de la transmisión de las palabras hebreas que Fray Luis había insertado en su texto en
castellano. Así, los que copiaron o editaron los manuscritos vacilaron en reproducir unas palabras que les
parecerían algo exóticas, ya que no todos fueron hebraístas. Un ejemplo de las confusiones que surgieron
de las interpretaciones erróneas del texto de Fray Luis se encuentra en el capítulo primero, en la
traducción de la palabra hebrea • «onwnn»,, [he]meisharim, citada en hebreo por el autor y trasladada por
«dulçuras» (p. 65, nota 173); Toxar trasliteró «Nazchira» y Merino «Minsalim». Dichas confusiones
resultan tanto más graves en la transmisión del texto cuanto que se trata de una de las palabras más
difíciles del texto hebreo: el mismo Fray Luis transformó la palabra hebrea, añadiendo un artículo mal
vocalizado y haciendo un contrasentido en la traducción de meisharim, literalmente 'derechezas'3 en vez
de «dulçuras», como el mismo autor confiesa, refiriéndose a San Jerónimo4 . Es también de sumo interés
ver cómo los copistas enmendaron el hebreo de Fray Luis, cuando éste había confundido dos palabras
hebreas de sonido parecido y escrito en hebreo la voz o»n, 'vida' en vez de y>, 'vino', que sin embargo
tradujo de manera correcta (p. 66, nota 176).
Además de este aspecto filológico, la edición de José Manuel Blecua ofrece un interés histórico. José
Manuel Blecua, en una nutrida introducción, sitúa el texto de Fray Luis, en el marco de la polémica que en
aquellos años oponía los hebraístas a los helenistas y latinistas. Recuerda el proceso inquisitorial
(1572) que suscitó la obra de Fray Luis, acusado, a partir del decreto del Concilio tridentino sobre la
infalibilidad de la Vulgata, de haber puesto en romance un texto sagrado. Bien conocida es esta acusación
que le hicieron al autor de haber divulgado una traducción más parecida a una carta de amores «al ovidiano
modo» (p. 16) que al canto alegórico de los amores de Cristo por su Iglesia. La Inquisición le reprochó a
Fray Luis el haber enmendado el texto de la Vulgata y criticado a su autor San Jerónimo, mediante una
reivindicación del sentido literal hebreo. Por lo tanto, es de gran interés, al final de la presente edición,
la publicación de las respuestas que Fray Luis hizo en su proceso a propósito de dos versículos muy
discutidos por la Inquisición. En ellas, el autor vuelve a afirmar su intención inicial diciendo cómo no
pretendía denunciar los errores en la Vulgata sino traducir algunas palabra «más clara, más significante y
más cómodamente» (p. 21). Al descubrir estos textos, el lector podrá darse cuenta, por el tono
apasionado de dicha respuesta, de la intensidad de la polémica que agitaba a los universitarios y teólogos
de la época.
Si el Cantar de los Cantares de Fray Luis fue mencionado con tanta insistencia en el proceso fue
también a causa de la participación de Arias Montano en la elaboración de la obra. José Manuel Blecua
alude al incidente inquisitorial durante el cual Fray Luis fue importunado porque habían descubierto entre
sus papeles el Cantar de los Cantares en verso de Arias Montano (p. 25). Sin embargo minimiza la
influencia de esta paráfrasis poética, a manera de égloga pastoril, y subraya que Fray Luis sólo copió de
él tres versos al final de su traducción. Habría mucho más que decir sobre el particular. Lo más relevante
del caso no radica en el hecho de que Arias Montano le prestara su ejemplar y sus notas a Fray Luis, con
tal que hiciese un comentario en prosa, sino en el legado filológico y exegético que recibió nuestro autor
de manos del eminente hebraísta. Sin duda Fray Luis pudo consultar, gracias a él, los comentarios
rabínicos, «los hombres doctos», a quienes citó a menudo (p. 66). Por supuesto, no era el propósito de
José Manuel Blecua insistir en este aspecto de la cuestión, pero esta génesis de la obra queda por elucidar
partiendo del texto hebreo (texto publicado por E. Felipe en Revista de esludios bíblicos, Madrid, 1928, pp. 4S-S1). Fray Luis le
pidió prestadas a Arias Montano sus notas filológicas.
3 Véase la interpretación de Rasí, referencia de primer orden en la tradición rabinica: meisharim significa «derecho y exento de toda
doblez y rudeza, como la sinceridad de su amor por ti» (Le Cantique des Cantiques, Collection La Bible Commentée, Compilation
des commentaires par le rabbin Mei Zlotowitz, Paris, Colbo, 1989, p. 78).
4 «S. Jerónimo sigue el sonido de la boz asy traslada las derechezas o los derechas esto es los justos y buenos te aman, siguiendo
esta letra quiere dezira (p. 66).
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y sería de mucho interés un estudio sobre las relaciones entre Arias Montano y Fray Luis5. Permitiría,
entre otras cosas, mostrar el funcionamiento lingüístico del proceso de cristianización del legado
hebreo, base de las obras de la exegética cristiana en la España del siglo XVI.
José Manuel Blecua no designa como tal este proceso de creación de la obra, sino que alude a él de
manera implícita cuando habla de «las adiciones espirituales» (p. 38) relativas al versículo del capítulo
primero del Cantar de los Cantares, «Morena soy, etc.». La sorpresa que le causa a José Manuel Blecua el
encontrarse con tales «ingeniosos» comentarios (p. 38) es la del encuentro de la cultura hebrea y de la
exégesis cristiana. De hecho, han de sorprender a los lectores de los siglos ulteriores, quienes perdieron
el hilo de la lectura de las escrituras en hebreo, tantas citas en este idioma e interpretaciones bíblicas. El
citado comentario de José Manuel Blecua es sintomático del olvido de las referencias hebreas. Fray Luis
no hizo más que una transposición cristiana de los comentarios rabínicos; así, después del comentario
literal del versículo que citamos, añadió:
Esto es quanto a la letra, que según el sentido que principalmente pretende el Spiritu Santo clara está la razón
porque la iglesia, esto es la compañía de los justos y qualquiera dellos tiene el parecer de afuera moreno y feo. por
el poco caso y poca cuenta, o por mejor decir por el grande mal tratamiento que el mundo les haze. que al parecer
no ay cosa más desamparada, ny mas pobre y abatida, que son los que tratan de bondad y virtud, como ala verdad
estén queridos y fauorecidos de dios, y llenos enel alma de incomparable belleza.
En este ejemplo, no cabe duda de que los comentarios rabínicos le sirvieron de guía a Fray Luis. Se puede
hablar de cristianización de la tradición judía, ya que el autor recogió la paradoja subrayada por el
midrash entre la fealdad exterior y la belleza interior: «Así habla Israel a las naciones paganas: yo soy
negra para mis ojos pero soy graciosa ante mi Creador» (Midash)6. De modo que Fray Luis hizo una doble
transposición: Israel se convirtió en la Iglesia (tema básico de la teología de la sustitución) y las
naciones paganas que menospreciaron al pueblo elegido («yo soy negra, por la mirada despreciadora de
las naciones del mundo», Rasí)7, se convirtieron en «el mundo». Al fin y al cabo, la «literalidad» tan
alabada por Fray Luis no es más que la apropiación de un idioma y de una tradición que los biblistas de la
generación de Arias Montano tenían ante los ojos. En esta perspectiva, la presente edición del texto de
Fray Luis constituirá una base idónea para cuantos trabajen en la utilización del idioma y de los
comentarios hebreos en la exégesis cristiana y podrá permitir investigaciones en este campo hasta ahora
no muy conocido8.
Dominique REYRE
(LESO, Universidad de Toulouse-Le Mirail)
Javier SAN JOSÉ LERA (éd.). Fray Luis de León, Exposición
Universidad de Salamanca, 1992. 2 tomos, 463 + 929 p.
del Libro de Job.
Salamanca,
No son demasiados dos tomos para la cantidad de datos que este impresionante libro de JSJL
proporciona al lector. El objetivo es ofrecer nueva edición anotada del Libro de Job de Fray Luis de León,
precedida de dos amplios estudios histórico-literario el primero, textual el segundo. A mañera de
introducción, el autor se opone a las teorías de Macri y Arkim que atribuyen la tradición hispano-sémita
de Fray Luis de León a su ascendencia judía. JSJL prefiere situarla como resultado de una triple formación
intelectual: la de la orden de San Agustín, la de la Universidad de Salamanca y, sobre todo, la de la
* Existen algunos estudios sobre este tema, entre otros, A. Rodríguez-Monillo, «Carta de Luis de León a Arias Montano», El
Criticón, Madrid, 1934, pp. 12-14 y i. López de Toro, «Fr»y Luis de León y Benito Arias Montano», Archivo Agustino, 50, 1956,
pp. 5-28.
° Le Cantique des Cantiques, Collection La Bible Commentée, Compilation des commentaires par le rabbin Mei Zlotowitz, op. cit.,
78.
Ç . ibid.,
p. 80.
Véase la obra de Alexandcr Habib Aïkim, La influencia de la exégesis hebrea en los comentarios bíblicos de Fray Luis de león,
Madrid, 1966, CSIC, pp. 37-61. El autor confronta algunos comentarios de Fray Luis con los de Rasí. de Semuel Tibbón, Ibn Ezra,
etc. Véase también Javier San José Lera, Fray Luis de León, Exposición del Libro de Job, Ediciones Universidad de Salamanca,
1992.
CRITICÓN. Núm. 61 (1994). RESEÑAS DE LIBROS
RESEÑAS
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Universidad de Alcalá que no ha sido bastante valorada, según el autor. En el ambiente intelectual de la
orden agustiniana recién reformada y en la Universidad de Salamanca, con el famoso dominico Melchor
Cano, aprendió Fray Luis la aplicación de las tres lenguas bíblicas a la crítica del texto sagrado. En la
Universidad de Alcalá donde eligió hacer curso de Biblia encontró a Alfonso de Zamora, jefe de la escuela
hebraica de la Universidad, que había traducido al castellano el famoso comentario de Isaías de David
Quimhi. Este encuentro fue decisivo para él. JSJL insiste en la importancia del peso de la exégesis judía
con sus métodos de aproximación al texto sagrado que dan la preferencia al primer grado (sentido literal)
y se aprovechan de los adelantos lingüísticos y gramaticales. Así, Fray Luis pudo lucirse en la aplicación
estricta del sistema literal de análisis. JSJL afirma que junto al teólogo vigila siempre el filólogo,
situándose plenamente Fray Luis en la corriente de la exégesis humanista. Por eso, en el prólogo a la
Exposición del Cantar de los Cantares, expresa la finalidad primordial de la literalidad de la traducción
hasta en su ritmo, sus modismos, su polisemia. Luego JSJL plantea los problemas de datación, de
autobiografismo y de dedicatoria. Su hipótesis de datación de 1579-1580 para los 35 primeros capítulos
corresponde con la entrada de Fray Luis en la cátedra de Sagrada Escritura y a su deseo de explicar uno de
los textos más difíciles de la Biblia. JSJL no justifica el excesivo autobiografismo que los críticos han
deducido del paralelismo entre Job y el Fray Luis encarcelado en Valladolid, sino que prefiere valorar la
universalidad del tema y su dimensión teológica y exegética. Después, analiza las características de un
castellano bíblico nacido de la traducción literal y de la imitación del hebreo, con frases incorrectas,
arcaicas, anacolúticas etc. Los recursos más utilizados para reproducir el hebreo son el hipérbaton, las
elipsis verbales, los participios presentes, las rupturas de temporalidad lógica, las construcciones de
sentido negativo. En el campo léxico abundan arcaísmos, neologismos, cultismos y palabras de
tradición judeo-espaflola. En su segundo estudio de tipo textual, JSJL describe primero el Códice
Salmantino, luego evoca su historia y la tradición impresa con examen de variantes. Insiste en la
presencia de la retórica como modelo en los autores del siglo XVI cuyos maestros -Cicerón, San Agustín,
Fray Luis de Granada- ejercieron una influencia decisiva sobre la prosa de Fray Luis de León, prosa
rítmica que busca la claridad expositiva. Viene a continuación la edición anotada, precedida de la
exposición de sus criterios y de una amplia bibliografía. Las notas de JSJL se leen con gran interés y
aclaran dificultades léxicas que facilitan el acceso a este texto difícil. Ahora bien, sin querer quitar el
mínimo mérito a la majestuosa obra de JSJL, nos parece de lamentar el hecho de que su cultura hebraica
parezca ser de segunda mano y que siempre tenga que recurrir a Arkim cuando cita un comentario rabínico
(nota 35, p. 171, por ej.). Además, cuando JSJL evoca la exégesis judía, es muy imprecisa su
terminología: dice pesat o literal, miaras o alegórico, sechel o tropológico, cabala o místico, citando
textualmente el trabajo de Andrés Melquíades (Teología española en el siglo xvi, Madrid, 1976). Por lo
visto, ambos autores sólo tienen conocimientos aproximativos del hebreo ya que parecen ignorar que
los cuatro métodos de interpretación del texto sagrado proceden de la palabra PARDES, que la mística
medieval judía utilizaba como acróstico para evocar los cuatro niveles de interpretación : P. para pechat
(sentido literal); R. para remez (sentido alusivo); D para derach (de la palabra midrach, sentido
alegórico); y S. para sod ( sentido secreto, esotérico o místico). Así mismo, el lector hubiera deseado
tener más datos sobre el famoso Abraham Ibn Ezra, citado por Fray Luis, lo que le hubiera evitado
consultar la Enciclopedia Judaica. Sin embargo, no queremos acabar esta reseña sin mencionar otro
mérito de este trabajo, que ofrece perspectivas de investigaciones sobre las traducciones bíblicas en el
siglo XVI, que permitirían contemplar las vías de contacto del pueblo con el texto sagrado.
Dominique REYRE
(LESO, Universidad de Toulouse-Le Mirail)
Francisco NARVÁEZ DE VELILLA, Diálogo intitulado el Capón. Prólogo y edición de Víctor
Infantes y Marcial Rubio Árquez. Madrid, Visor Libros, 1993. 123 p.
Comienza este interesante volumen con una justificación de los editores en la que reflexionan sobre
los criterios de su tarea y aducen la necesidad de volver a imprimir este diálogo. Se agradece el rigor
implícito en el planteamiento de la primera cuestión y sobra, realmente, la argumentación en torno a la
segunda. Si hay una labor que no necesita de especial justificación en el panorama de la filología
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hispánica es, precisamente, la de editar textos. No hace falta recordar que los textos literarios españoles
están todavía hoy en una situación editorial deplorable. Aún se siguen oyendo (cada vez menos, por
fortuna) calificaciones peyorativas de algunos colegas estudiosos (malos estudiosos) que minusvaloran
la tarea de edición, cometiendo, a mi juicio, una traición culpable contra su propia área de trabajo y
facilitando la perpetuación de una deficiencia indigna de nuestra historia literaria y muestra de una
desidia, a menudo culpable, del mundo académico, profesional y cultural español. No es éste el caso de
quienes han abordado la presentación al público del diálogo presente, texto que, como señalan en su
prólogo, «posee méritos suñcientes para ocupar otro lugar que el asignado en nuestra historia literaria»
(p. 9).
El prólogo que precede a la edición propiamente dicha analiza algunos aspectos fundamentales del
texto, empezando por la trayectoria crítica que le atañe, desde las primeras menciones de Cejador y la
impresión en un «extrait» de la Revue Hispanique (hecha por Foulché-Delbosc en 1914). Esa impresión
de 1914, por razones que no sabemos con exactitud, no entró finalmente en el tomo correspondiente de
Xa. Revue Hispanique, donde el Diálogo se publicó en 1916 (cfr. pp. 10-11). Hasta ese momento
permanecía en la Real Academia de la Historia, donde lo descubrió D. Lucas de Torre. Poca atención
despertó la obrilla, aunque de ella se ocuparan con diversos propósitos estudiosos tan competentes como
don Eugenio Asensio o Francisco Rico. Las páginas que dedican los actuales editores al manuscrito, la
transmisión textual y el autor, permiten, si no resolver todas las dudas, al menos plantearse de una
manera científica una serie de problemas sobre el texto, para la mayoría de los cuales se proponen
soluciones plausibles. Básicamente, recuerdan los editores que el texto se compone de un prólogo
seguido del diálogo del capón. El Diálogo debe de haber sido escrito a fines del XVI, y de su autógrafo se
sacaría una copia autorizada (el apógrafo); años más tarde la mano del autor escribe el Prólogo al lector, y
más tarde efectúa otra serie de correcciones de todo tipo, «dejando todo el conjunto -hasta donde nos es
lícito suponer- en un estado definitivo de su intención creativa» (p. 15). Infantes y Rubio recorren en
estas páginas la historia de las vicisitudes corridas por el texto hasta ir a parar a la Academia de la
Historia, y tras un análisis de detalles internos y externos (especialmente la apostilla «Vachiller
Narváez» añadida en el prólogo, y la identificación del autor con el de algunas otras obras -entre ellas la
comedia de autoría documentada, La Menandra, de un «licenciado Narváez»-), concluyen con que
«podemos suponer que el autor de nuestra obra se llamaba Francisco Narváez de Velilla» (p. 20). Por otra
serie de referencias literarias integradas en la obra, la fechan entre 1597 y 1598, aunque el autor debió de
retocarla años más tarde.
Otros epígrafes de esta introducción se dedican al comentario de los argumentos (del prólogo y del
diálogo) y sus aspectos literarios y modelos a los que se acoge. El prólogo, donde vemos las aventuras de
Vañuelos al servicio de varios amos (entre ellos un avariento pupilero con ribetes del dómine Cabra
quevediano),. responde a modelos picarescos centrados en el mundo estudiantil, cuyo contexto literario
comentan los editores (pp. 32 y ss.), con útiles referencias y sagaces observaciones. El Diálogo del
capón se introduce con la ficción de un manuscrito que el pupilero deja a Vañuelos en herencia. Este
diálogo tiene por protagonista y principal interlocutor al capitán Montalvo, que regresa a Toledo, de uno
de cuyos conventos había huido diez años antes por enfrentamientos con el Prior, un capón de mala
entraña. Ahora Montalvo pretende librarse de sus votos aduciendo que es de raza judía. Mientras se
gestiona su salida de la orden, persigue a un criado gallego que le ha robado, y en sus andanzas topa con
Velasquillo, que ha abandonado también su oficio de seise por la inquina de otro capón. El relato de la
vida de Velasquillo pertenece igualmente al modelo picaresco; tras esta relación se introduce el diálogo
entre Montalvo y Velasquillo en torno a los múltiples defectos de los capones, tema que para los editores
«debe encuadrarse dentro de la polémica que a finales del siglo XVI, pero con un origen anterior, surgió a
propósito de los estatutos dé limpieza de sangre», en tanto que el diálogo puede entenderse como un
ataque a los estatutos mediante «su reducción al absurdo» (p. 31). En palabras de Infantes y Rubio: «el
objetivo último del diálogo, con independencia de otros menos relevantes, es plasmar la contradicción
que supone excluir de la religión a aquellos cuya única falta es tener sangre de judíos, árabes, etc., a veces
en cuarto o quinto grado, y dejar que otros, los capones, sigan en la religión cuando sus faltas hacia lo
que dicta la Iglesia son tantas y tan graves como las que se enumeran en el diálogo» (p. 31).
En cuanto al tejido literario de la obra, se analiza en estas páginas desde diversas perspectivas, como
su adscripción al diálogo de tipo lucianesco, los objetivos de sátira y risa, la influencia de Erasmo, la de
la literatura celestinesca, la estructura y composición, las dimensiones didáctico doctrinales, la carga
erudita, el elemento entremesil... De especial interés es la relación que puede establecerse entre el
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Diálogo y la novela picaresca: «se comprenderá la importancia del Capón, ya que sería una de las pocas
obras que enlazan entre el Lazarillo (1554) y la primera parte del Guzmán» (1599) (p. 38). Otros
apartados sobre los cuentos y refranes, las lecturas del autor, y bibliografía pertinente cierran este
prólogo en el que sintéticamente se pasa revista con solvencia y erudición a los aspectos señalados.
Sobre los criterios de edición no hay nada que objetar.
El aparato de notas es amplio y bien documentado; necesario sin duda para captar numerosas
alusiones y referencias en una obra de este tipo, tanto del ámbito erudito como del popular y tradicional,
muy abundante en el Diálogo. No es fácil este ejercicio de anotar, ni es posible satisfacer a todos los
lectores, pero en este caso creo que la mayoría lo estarán. Me permitiré algunas sugerencias en este
sentido, que quizá puedan completar algunos detalles o sentidos del texto. En la p. 51, la mención de los
rábanos asociados a los hidalgos, que se interpreta como alusión a la desigualdad de nivel social, debe de
aludir más bien al motivo de la pobreza de los hidalgos raídos, como se recoge también en el conocido
refrán «Rábanos y queso llevan la corte en peso» que traen los repertorios de la época1; en la p. 54, «si
me estuviese a cuento» significa 'si me fuese oportuno', y ahí cuento no tiene el significado que le dan
los anotadores de «extremo o fin de algo»; en la p. 55, la referencia a una corteza del tocino «tan rancio
que no untara en ella el lacayo de Antonio de Nebrija los cascos de su muía» probablemente se limita a
poner de relieve la ranciedad del tocino, ya que Nebrija murió en 1522, casi cien años antes de las fechas
probables de redacción del prólogo (cfr. p. 27) y cien años parece bastante vejez para la corteza
conservada por el pupilero2; en p. 56, las vacas flacas de Egipto no son referencia a las plagas que arrojó
Moisés, sino al sueño del faraón que descifra José, en el conocidísimo episodio de las vacas flacas y las
vacas gordas que anuncian los años de prosperidad y hambre (Génesis, 41); en la p. 65, la lectura
«foriado de la pesadumbre» debe ser mal desciframiento de «forzado», que es lo único que admite el texto;
las palabras «señor vainazos» que le dirige al capón una criada (p. 65) no deben de significar tanto
«persona floja, descuidada o desvaída» sino ser más bien alusión a la condición de castrado, ya que
«vainazos» parece palabra usada en la época para referirse al escroto o bolsa testicular (aquí vacía) 3 ; en la
p. 68, convendría señalar el carácter proverbial de dos frases «arrieros somos [y en el camino nos
encontraremos]» y «traer la soga arrastrando»; tampoco estaría de más anotar la referencia a la sordera
del áspid con la que se defiende del encantador (p. 78) 4 , motivo reiterado en la literatura emblemática del
Siglo de Oro; en la p. 80, la manera de retener seguro al rocín no ha de ser mancarle, como leen con cierta
exageración los editores, aunque luego, dándose cuenta de que no puede ser que el texto signifique 'herir
las patas al caballo', le dan el sentido correcto de 'atarle las patas': sí, porque la palabra que debe leerse
es «manear» 'atar las patas al caballo, ponerle maneas' y no «mancar»; en p. 94, la grajuna de los negros
no alude al color negro del grajo sino al olor como explicita el propio texto, ya que «grajo» se llamaba
al olor desagradable que tópicamente se asociaba a los negros5; en p, 99, el texto italiano «il mió cabalo
non sa correré, ma gafar gambete» habrá de corregirse: «ma sa far gambete»; en esa misma página creo
equivocada la interpretación de la frase «el hijo de Dios, según la humanidad, había de descender de aquel
pueblo [Israel]» con el sentido de Humanidades «literatura, historia, etc. En el contexto se está refiriendo
a los textos sagrados, a la Biblia»: no parece que este sea el sentido, sino el de 'Jesucristo, en cuanto a su
dimensión de hombre, descendería del pueblo de Israel, porque en cuanto Dios no desciende de pueblo
humano alguno'; así que «humanidad» significa aquí 'cualidad de hombre'; en p. 109, aparece el texto
«quedó el capón con la fábula tan triste, tan melarchigo, tan cabezgacho», que anotan los editores: «Nada
hemos podido encontrar con respecto al significado de estos términos»: sugiero que el primero es
1
Por ejemplo el Vocabulario de refranes y frases proverbiales del maestro Gonzalo Correas, cd. de Madrid, RAE, 1924, p. 432.
2 No creo suficientemente contextualizada la dimensión folklórica, ni el sentido de la frase proverbial «untar el casco», 'sobornar',
que señalan los editores...
3 Cfr. en el soneto «Cagaba un estudiante descuidado», el primer terceto: «El, que lo oyó, volvió la delantera / y alzando la camisa,
al punto saca / e l miembro genital y las vainazas» (cito, modernizando grafías, por el libro de A. Carreira, Nuevos poemas atribuidos
a Góngora, Barcelona, Sirmio, 1994, p. 273).
4 Ver mi comentario a un pasaje calderoniano con este motivo en «Texto y contexto de El segundo blasón del Austria», Homenaje
a Alberto Navarro, Kassel, Reichenberger, 1990, pp. 17-39, «pee. pp. 35-38, donde recojo, entre otros testimonios, un emblema de
Camerariuf con el áspid tapándose un oído con la cola y pegando el otro en tierra para quedar sordo al encantamiento. Ya esta* en la
Biblia, Salmos, 57, 5-6: «sicut aspidis surdae obdurantis aures suas, quae non exaudit vocem incanuntis. etc.».
5 Grajo es «olor desagradable que se desprende del sudor, y especialmente de los negros desaseados», según el DRAE; Salazar
Mardones, al comentar un pasaje del poema gongorino de Píramo y Tisbe, menciona el «pestilente olor que los negros tienen por
naturaleza en los sobacos», y en el Entremés de los negros de Simón Aguado: «Haga que se laven todos, que hieden a grajos»...
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variante de «melárchico» o «melárquico», de «melarquía», forma documentada en catalán de 'melancolía'
(melárquico es 'melancólico'), como recuerda el Diccionario crítico etimológico de Coraminas; el
segundo lo creo más fácil, como mera composición de cabeza-gacho 'cabizbajo'... Lo que pone de relieve
este conjunto de notas (y mis modestas sugerencias al respecto, creo) es fundamentalmente, un elevado
grado de elaboración lingüística en cuanto a la expresión ingeniosa por parte del autor del Capón. No es
este el menor interés del texto cuya recuperación hay que agradecer a los editores.
Para terminar solo una objeción: hay más erratas de las que hubiera sido prudente esperar6: ya que se
hace el trabajo más difícil, la editorial y los editores deben esforzarse en eliminar este defecto, del que, ya
se sabe, siempre queda algún rastro; pero que sea el menor posible.
Ignacio ARELLANO
(Universidad de Navarra)
Josette RIANDIÈRE LA ROCHE, Nouveaux documents quévédiens. Une famille à Madrid au
temps de Philippe H. Paris, Publications de la Sorbonne - Presses de la Sorbonne Nouvelle, 1992.
312 pp.
(ISBN: 2-85944-225-1 y 2-87854-046-8; Textes et documents du «Centre de Recherche sur
l'Espagne des XVIe et XVIIe siècles», 2)
A la profesora Riandière se le debían ya excelentes trabajos sobre diversos aspectos de la biografía
quevediana 1 . Esta colección de documentos relativos a la familia del escritor, que ilumina
extraordinariamente sus orígenes, el entorno, el clima de su educación, el grupo familiar y social, en
suma, al que pertenece, es un importante avance en la precisión de numerosos detalles, de los cuales
pueden extraerse, más allá del dato escueto, interpretaciones fundadas que conduzcan a la posibilidad de
escribir una «vida de Quevedo» más fehaciente que la antigua fabulosa de Pablo Antonio de Tarsia, y más
completa que los modernos esbozos mejor documentados, como el de Blecua en su prólogo de Poesía
original.
No es el menor mérito de esta suma documental el trabajo de elaboración del corpus, la fijación de los
contextos y circunstancias, el comentario siempre certero, o el estudio de la información de archivo.
Como señala en el prólogo A. Redondo, «C'est maintenant sur des bases solides que l'on peut parler du
lignage de Quevedo, du réseau des diverses solidarités familiales auquel il renvoie, de la situation sociale
et économique de ses parents, de leur place à la Cour, des problèmes précis auxquels la famille a dû faire
face pendant les jeunes années de don Francisco et des répercussions que cela a eues sur sa formation et
son état d'esprit» (p. 6).
Algunos de los documentos que Riandière publica aquí eran ya conocidos; otros son nuevos. Lo
interesante, en el conjunto, es la articulación y ordenación, en persecución del objetivo propuesto de
ilustrar la trascendencia que los datos aportados en ellos tienen para hacernos mejor idea de la situación
de Quevedo en la corte y en la sociedad coetánea.
Antes del corpus se presenta una primera parte de estudio de los documentos en los sucesivos
capítulos. Trata el primero de la ascendencia materna y paterna de Quevedo (montañesa, con todo lo que
eso significa en la España del Siglo de Oro), con inteligentes y esclarecedores comentarios sobre la
estructura social y administrativa a la que pertenecen los progenitores del poeta, cuyo abuelo fue, según
los testimonios «hijo de algo notorio y de solar conocido» (cfr. pp. 27-28).
Dedica el segundo a «Don Francisco de Quevedo, madrilène», con hábil explotación del expediente de
Santiago (dado ya a conocer anteriormente por la misma estudiosa), entre otros notables documentos, de
° Algunos ejemplos: necesiario por necesario (p. 9); pe mite, por permite (p. 21); se debió se debió, por se debió (p. 25); eu, por
que (p. 34); abarcar, por abarcan (p. 34); sí, por si (p. 34); inliulado por intitulado (p. 36); cuatro faltas de acentos en p. 38;
coincidencia pot coincidencias (p. 39), y bastantes más...
' Baste recordar algunos como «Quevedo y el Gran Señor de los turcos: ¿exotismo o historia?». Critican, 18, 1980, pp. 29-60
29-1 o
«El expediente de ingreso en la Orden de Santiago del Caballero don Francisco de Quevedo», Criticón, 36, 1986, pp. 43-128...
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los que destacan el testamento del padre de Quevedo y el inventarío de sus bienes, de particular interés por
la relación de libros que aporta: obras de Fray Luis de Granada, un Contemplas Mundi, libro de oficios de
San Ambrosio, Flos sanctorum, Crónica de los Reyes ccatólicos, Fábulas de Esopo, sin que falte un
Petrarca o una Celestina.
En estas páginas conocemos numerosos detalles de la familia de Quevedo, su situación económica,
las fechas vitales fundamentales..., etc.
El capítulo III sobre la formación del joven hidalgo es igualmente importante. Pero, como la propia
Riandière señala, los documentos quevedianos no sirven solo para iluminar la vida del poeta: hablan
también «de la vie à Madrid, à la cour: des espoirs, des ambitions, des rivalités et des solidarités de
groupes ... l'histoire exemplaire d'une famille s'ouvre sur les perspectives de l'histoire sociale et des
mentalités» (p. 100).
La segunda parte está formada por los documentos, pulcramente transcritos, fechados y ordenados:
cartas de dote, testamentos, documentos de tutoría, partidas de defunción, memoriales de deudas, ventas,
cartas de pago, mercedes reales, y un largo etcétera que resulta una mina de detalles de muy provechosa
consulta para constituir el cuadro familiar, económico, social, sobre el que se dibuja la figura de don
Francisco de Quevedo.
Plausible trabajo, en suma, esta meticulosa investigación de Riandière, tanto más digno de
agradecimiento por cuanto auna rigor y utilidad.
Ignacio ARELLANO
(Universidad de Navarra)
Francisco de QUEVEDO, El Rómulo, ed. de Carmen Isasi. Deusto, Universidad, 1993. 111 p.
La edición crítica del Rómulo quevediano, que presenta C. Isasi, procede, parcialmente, de su tesis
doctoral. La voluntad de rigor filológico, particularmente textual, es evidente en el estudio preliminar,
prácticamente ceñido a este tipo de cuestiones. Una breve presentación de la obra constituye la apertura
del volumen: apunta las circunstancias de la escritura del Rómulo, traducción del texto homónimo de
Virgilio Malvezzi, ambos expresivos del «llamado gusto tacitista» (p. 13).
El interés de la traducción de Quevedo, radica, entre otros motivos, como certeramente señala Isasi,
en las posibilidades que ofrece su estudio para el examen de la evolución estilística de Quevedo. No
obstante, habría que tener en cuenta que la evolución del estilo no es autónoma, sino que tiene que
corregirse mediante la observación del género. En cualquier caso, el objetivo de la editora, que es
presentar un buen texto del Rómulo (una de las obras -de las bastantes obras- de Quevedo menos atendida
por la crítica), se cumple perfectamente. Compulsa los textos impresos más tempranos de la pieza
(1632, 1635, 1636) y las tres ediciones primeras en colección con otras (1648, 1650, 1653), las cuales
«entrañan un especial interés porque podrían reflejar una preparación del texto para la imprenta vigilada
por el mismo Quevedo» (p. 14).
Las páginas siguientes las dedica Isasi al estudio bibliográfico de las sucesivas ediciones del
Rómulo, examinando datación, posibles filiaciones, etc. Es posible que sean innecesarios en estos
apartados ciertos, a mi juicio, excesos en las descripciones bibliográficas de los ejemplares utilizados.
Se trata, ciertamente, de una práctica habitual en la crítica textual, pero seguramente se aplica a menudo
de modo mecánico, y convendría cierta simplificación en aquellos casos en que tales descripciones no
añaden identificación específica ni otros rasgos esenciales, sobre todo cuando estos ejemplares han sido
repetidamente catalogados, sin mayores problemas a ellos atingentes. En cambio no parece justificado
citar sin signatura «los manejados mediante ficha o microfilm» (p. 17, n. 17): la localización mediante
la signatura de un ejemplar determinado es, por sí misma, suficiente identificación del ejemplar (al
menos mientras las signaturas de las bibliotecas no sufran cambios que pueden llegar a ser caóticos,
como no es raro suceda), y se maneje en microfilm o en fotocopia, o directamente, el texto (que es lo
importante) es el mismo.
El detenido estudio textual permite a Isasi agrupar ciertas familias de textos. Con buen acuerdo no
concede rango significativo a variantes menores explicables por alternancias fónicas o variaciones
leves de usos lingüísticos, que pueden producirse (de hecho se producen) en el proceso de impresión, sin
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que tengan relevancia textual. Los hechos diferenciales consignados fundamentan un aceptable estema
que justifica su elección de la familia MAC como base de su texto (ediciones de Madrid, 1635; Madrid,
1650 y Madrid, 1653), en particular la primera de ellas, la de 1635. Algunas enmiendas tomadas de otras
ediciones (generalmente correcciones de erratas) son también justificadas en la mayoría de los casos.
Nada que objetar, pues, a las elecciones textuales.
En cuanto a los criterios de fijación y dispositio textus, son correctos. No veo mayor utilidad en la
conservación de las grafías ni creo que preserven «en mayor grado el interés filológico de la obra»
(p. 42); es cuestión de poca relevancia en las circunstancias del Rómulo; pero es una opción legítima,
naturalmente. En la puntuación y acentuación se opta, en cambio, con buen criterio, por la
regularización moderna.
Con estas premisas se ofrece al lector un texto generalmente correcto en el que lo que más se echa en
falta es un aparato de notas explicativas, ilustraciones de motivos, etc. y una presentación de sus
dimensiones literarias, no solo de los aspectos textuales. No ha sido ese el objetivo de Isasi, es cierto,
pero puesto que el Rómulo, como muy bien ha señalado la editora en su presentación, no ha gozado de
especial afición por parte de la crítica, y es poco probable que se publiquen muchas ediciones del mismo,
ya que se acomete la tarea de su edición crítica, debería, creo yo, haberse acometido también la tarea de su
anotación y estudio literario. Hubiera sido enormemente interesante y beneficioso para una lectura más
completa del texto. (Quizá obedezcan estas ausencias a razones de política editorial de la colección que
acoge este trabajo).
Algunas observaciones de detalle podrían hacerse, para completar esta somera noticia del libro. En la
p. 45, lín. 5-6, el paréntesis que engloba a «si te agrada, lector» convendría quitarlo, para mantener claro
el paralelismo contrastivo de la oración, con el final «si no te agrada es el fin»; p. 47, lín. 3, hay que
leer «pisaré» y no «pisare»; lín. 69, sobra la coma, porque la oración de relativo es especificativa, no
explicativa: «La embidia es un veneno que no obra donde no ay calor»; p. 68, lín. 682, sobra el
paréntesis de «tal vez» 'algunas veces'; p. 69, lín. 691, subsanar la errata «lo hombres» por «los
hombres» (no tiene mayoi importancia); p. 73, lín. 822, sobia el paréntesis; p. 79, lín. 975, sobra el
punto y coma, que rompe la estructura sintáctica y el sentido...; pocas cosas más habría que señalar, casi
ninguna que vaya mucho más allá de leves erratas o posibles discusiones sobre aspectos ocasionales de
la puntuación. En conjunto es trabajo meritorio al que un aparato de notas explicativas, como se ha
dicho, hubiese acabado de modo excelente. Vaya la recomendación a la editora, si la acepta, para
completar el trabajo que ahora edita, y el lector doblará sin duda su agradecimiento.
Ignacio ARELLANO
(Universidad de Navarra)
Francisco de QUE VEDO, Los Sueños. Edición de Ignacio Arellano. Madrid, Cátedra, 1991. 652 p.
(ISBN: 84-376-1007-9; Letras Hispánicas, 335)
Francisco de Quevedo casi nunca se preocupó de editar sus propias obras, dejando que circularan en
abundantes copias manuscritas o que las editaran libreros pocos escrupulosos. Sólo en algunos casos, y
por circunstancias especiales, después de que alguna de estas obras fuera editada sin su permiso (por
ejemplo la primera parte de la Política de Dios), el escritor decidió publicar su versión autorizada. Éste es
el caso de los Sueños y discursos, que corrió en copias manuscritas hasta que fue editada, sin
participación del escritor madrileño, en Barcelona en 1627. Esta edición la rechazó Quevedo en 1631 al
publicar la obra con el título de Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, afirmando que: «en la forma
en que estaban no eran sufribles a la imprenta, y así los dejé con desprecio» (p. 413).
Se da, pues, el caso de que nos encontramos con dos tradiciones: la de los manuscritos, recientemente
estudiada y editada críticamente por James O. Crosby (Madrid, Castalia, 1993), y la de los impresos,
cuyos tres estadios reproduce Ignacio Arellano en la edición que comentamos. Este hecho constituye una
novedad, pues hasta ahora prácticamente todos los editores modernos reflejaban únicamente el texto de
la edición de Barcelona de 1627, enmendándola con lecturas sacadas de Desvelos o de Juguetes; entre
estas últimas ediciones descacamos la de Felipe C. R. Maldonado (Madrid, Castalia, 1972), la de José
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Antonio Alvarez Vázquez (Madrid, Alianza, 1983) y la de Henry Ettinghausen (Barcelona, Planeta,
1984).
En su edición, Arellano reproduce íntegros los textos más importantes de la tradición impresa: el de
Sueños y discursos (Barcelona, 1627) y el de Juguetes de la niñez (Madrid, 1631); y las variantes de
Desvelos soñolientos, estadio intermedio entre las dos ediciones anteriores, introducidas en la versión
de Sueños. Como muy bien advierte el editor, la versión de 1627 es la que hay que tomar como base, pues
todas las ediciones impresas con posterioridad dependen de una forma u otra de esta primera.
La obra se abre con una introducción dividida en tres apartados. En el primero de ellos, «Los Sueños.
El esquema y los datos básicos», el editor analiza uno por uno los cinco sueños (fecha de escritura,
esquema, tradición a la que pertenece cada uno de ellos, papel del narrador) y después las relaciones entre
ellos. Arellano destaca que la idea de un ciclo no se halla expresada explícitamente hasta el tercero de
ellos (el Sueño del Infierno), en cuya «Carta a un amigo suyo» se afirma que: «Invío a V. M. este
discurso, tercero al Sueño y al Alguacil» (p. 170). La crítica anterior ya había destacado esta unidad
estructural; así R. M. Price señala que el primero, el tercero y el quinto sueños «are similar in structure,
being eyewitness accounts», y que en el segundo y el cuarto aparece la figura de «a reporter o a guide» 1 .
Arellano concluye acertadamente que forman una unidad explicitada por el propio autor en los distintos
prólogos y dedicatorias, y que puede ser observada en la ambientación; pero, añade, esto «no significa
tampoco, a mi entender, que estén organizados según un plan rígidamente concebido y realizado de
manera meticulosa, aunque existan determinados rasgos unificadores» (p. 22).
En el segundo apartado, «La humanidad condenada. Breves consideraciones sobre temas, motivos y
figuras», Arellano pasa revista a los principales temas y personajes que aparecen en los distintos
sueños. Quevedo presenta en esta obra un repertorio de personajes característicos de la sátira de tradición
clásica, medieval y humanista, pero adaptados «a las circunstancias y personajes coetáneos del escritor,
que reflejan las preocupaciones morales y las figuras obsesivas de las que se burla y a las que critica»
(pp. 24-2S). Destaca el editor algunos de estos tipos con amplia representación en la tradición satírica:
médicos, cirujanos, barberos, abogados, escribanos, jueces, venteros, taberneros, etc. El
conservadurismo ideológico de Quevedo, y así nos lo hace ver Arellano, se manifiesta en la elección de
ciertos personajes satirizados, sobre todo en la sátira del falso noble, o en ciertos motivos económicos
(el dinero, la codicia) que amenazan los pilares del sistema estamental. En esta dirección también hay que
considerar las críticas contra los validos y los ministros (temas recurrentes en la producción quevediana),
así como contra los clérigos, militares y reyes, aunque «en estos casos la sátira está más delimitada y
reducida a los malos representantes de estos estados» (p. 31). En estos casos, Quevedo ataca a los
individuos que no desempeñan sus funciones de acuerdo con las normas establecidas, pero nunca a las
instituciones o estamentos que éstos representan.
El tercer apartado, «La retórica de la sátira. De la construcción macrotextual a la expresión aguda», se
ocupa de las cuestiones estilísticas y estructurales de los Sueños. En él se analizan los armazones de la
serie, las tradiciones en que cada uno de ellos se halla inserto, el punto de vista, el narrador, la expresión
lingüística y las principales figuras retóricas.
La parte fundamental de esta edición es el texto: su fijación. Es por ello por lo que en la introducción
no se ha profundizado en ciertos temas que hubieran merecido más atención. Arellano piensa, aunque no
lo explicite, que debemos, en primer lugar, tratar de resolver los problemas textuales que presenta la
obra, para lanzarnos después, disponiendo ya de un texto fidedigno, a los problemas de interpretación y
análisis minucioso. Este segundo paso lo comienza el propio editor en sus acertadas y extensas notas al
texto, imprescindibles para que el lector no especializado pueda adentrarse en el universo quevediano. En
la anotación, por una parte, se detalla todo aquello que resulta ininteligible para un lector medio,
aportando otros testimonios de repertorios léxicos y obras literarias, y, por otra, se trata, en ciertos
casos, de intentar explicar pasajes cuyo sentido no queda claro o incluso se ha perdido al no conocer las
claves de las que los lectores de la época disponían.
Los criterios de edición utilizados son los expuestos por Arellano y Cañedo en las «Observaciones
provisionales sobre la edición y anotación de textos del Siglo de Oro»2: modernización y unificación de
1
2
R. M. Price, Quevedo, Los Sueños, Londres, Grant and Cutler, 1983, p. 55.
Edición y anotación de textos del Siglo de Oro, Pamplona, EUNSA, 1987, pp. 339-355.
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las grafías sin relevancia fonética, y conservación de aquellas que presentan diferencias fonéticas y de las
vacilaciones de los grupos cultos; también modernización de la acentuación y la puntuación.
Para su edición Arellano toma como base la edición de 1627 de los Sueños y discursos,
insatisfactoria en bastantes casos, por lo que ha sido necesaria la enmienda de erratas evidentes o la
introducción de lecturas de las otras dos versiones que indudablemente mejoran la que contiene Sueños,
aunque en alguna ocasión, como vamos a ver, y el propio editor confiesa, no se introducen enmiendas
que pueden solucionar ciertos casos de corrupción evidente, quizás porque no se pretende ofrecer una
versión perfecta de los Sueños, sino «sólo ofrecer un texto basado en los materiales de que disponemos,
en ocasiones evidentemente corrompidos» (p. 12).
Veamos algunos ejemplos de lecturas problemáticas. El el Sueño del Juicio Final leemos: «Decía la
Peste que ella había herídolos, pero que ellos los habían despachado» (p. 107). El fragmento forma parte
de la sátira contra los médicos, de los que se destaca su «habilidad» para matar a sus pacientes; pero la
forma «herídolos» no deja claro a quién se refiere, a los médicos o a los pacientes, por lo que creo que es
más acertada la solución de Crosby (éd. cit.. I, p. 134): «herido a los honores». Arellano en nota admite
que esta última lectura puede ser una mejor solución.
En este mismo sueño, refiriéndose a los sacristanes, escribe: «Todos esperaban ver un Diocleciano o
Nerón, por lo de sacudir el polvo, y vino a ser un sacristán que azotaba los retablos» (p. 128). Aquí
Arellano ha introducido, creo que con buen criterio, la lectura de Desvelos y Juguetes, ya propuesta por
Maldonado, frente a la de Sueños, «acostaba», que mantienen Ettinghausen (p. 28) y Crosby (I, p. 138).
En El alguacil endemoniado, el narrador describe al licenciado Calabrés como: «tardón en la mesa y
abreviador en la misa» (pp. 141-142), lectura mantenida también por Crosby (I, p. 147), mientras que en
la edición de 1627, aceptada por Maldonado y Ettinghausen, se lee: «tardón en la misa y abreviador en la
mesa». Se basa Arellano para esta enmienda en otros textos del propio Quevedo y de sus contemporáneos
en los que se presenta el motivo satírico de la misa breve, con el que entronca esta referencia del
Alguacil.
En el mismo sueño, refiriéndose a los reyes leemos: «porque uno se condena por la crueldad, y
matando y destruyendo es una grandeza coronada de vicios de sus vasallos y suyos y una peste real de sus
reinos» (p. 158). El editor, aunque reconoce que «el pasaje no parece muy bien redactado», mantiene aquí
la lectura de Sueños frente a la propuesta por Maldonado y Crosby: «porque vno se condena por la
crueldad, y matando y desterrando los suyos, es vna poncoña coronada y vna peste real de sus Reynos»
(I, p. 151). La interpretación que de este fragmento hace Arellano en nota me parece acertada, aunque creo
que la lectura alternativa propuesta por los otros dos editores citados puede ser también válida.
En el Sueño del Infierno, se habla de «poyatas (que son los estantes) llenas de vírgines rociadas»
(p. 267), lectura de la princeps que Arellano interpreta: «vírgenes que no lo son tanto; parece que son de
la clase de aquellas que se les va el virgo en probaduras» (p. 267, n.). Frente a esta lectura, Amédée Mas3,
Maldonado y Crosby, siguiendo la tradición manuscrita, prefieren «vírgenes hocicadas», cuyos
significados sería «besuqueadas» y también «que caen o dan de hocicos». Creo más acertada la lectura de
Sueños, que, como demuestra el editor, tiene una clara connotación erótica, que falta en la solución de los
manuscritos.
Otro caso de enmienda acertada lo tenemos en el Sueño de la Muerte, en el que se habla de un
personaje «devanado en un cendal» (p. 380), lectura «típicamente quevediana» con el significado de
«envuelto», que corrige la de la princeps: «de venado», que ha sido reproducida por todos los editores
posteriores, aunque en la tradición manuscrita se recoge «devanado», como lo demuestra Crosby en su
edición (I, p. 242).
Éstas son, a modo de ejemplo, algunas de las lecturas corregidas por Arellano, que permiten al lector
y al estudioso de la obra quevediana un mejor acercamiento a los Sueños. Sin embargo, en la edición no
se resuelven todos los problemas textuales: en varias ocasiones Arellano reconoce que determinados
pasajes están corrompidos en la tradición impresa (el párrafo sobre los galanes de monjas en El alguacil;
el pasaje sobre Judas en el Sueño del Infierno); en otras, aparecen vocablos que no ha podido documentar
o identificar (trepidación, pul ¡idos o chicharreros).
3
Quevedo, Las zahúrdas de Piulen (El Siuño del Infierno), édition critique et synoptique par Amédée Mas, Poitiers, Marc Texier,
p. 86.
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Completan la edición una extensa bibliografía y dos índices, uno de notas y otro de nombres
propios, que facilitan su consulta por parte de los especialistas. Sólo cabe poner un pequeño pero al
índice de notas: su sistema de referencias (sueño al que pertenece y número de nota) que hace su consulta
algo difícil. Creo que hubiera sido de más ayuda para el lector si se hubiera especificado en su lugar el
número de la página.
En conclusión, creo que nos hallamos ante una magnífica edición de los Sueños de Quevedo. Por
primera vez el especialista en nuestra literatura áurea o el simple lector tiene recogidos en un solo
volumen los tres estadios de la tradición impresa. Creo que las enmiendas que Arellano introduce en la
edición de Barcelona de 1627 presentan un texto si no definitivo, pues aún quedan pasajes y vocablos
por descifrar, sí mucho más fidedigno que el de ediciones anteriores, y que las abundantes y documentadas
notas aclaratorias ayudarán al lector no especialista a entrar en esa «dilatada y compleja literatura» que es
Francisco de Quevedo.
Victoriano RONCERO LÓPEZ
(SUNY at Stony Brook)
Francisco de QUEVEDO VILLEGAS, Execración contra los judíos. Edición de Femando Cabo
Aseguinolaza y Santiago Fernández Mosquera. Barcelona, Crítica, 1993. 145 p.
(ISBN: 84-7423-625-8; Páginas de Filología)
«No se sabe lo que Quevedo escribió... Si uno acude a las ediciones en mercado de sus obras, puede
tener la absoluta seguridad de que ni es todo lo que está ni está todo lo que es» 1 . La exactitud de estas
palabras la demuestra el descubrimiento en la Biblioteca del Real Consulado de La Coruña a principios de
esta década, en un manuscrito de letra del siglo XVII, de una obra de este escritor áureo que se daba por
perdida: la Execración contra los judíos. De ella daba noticia Pablo Antonio de Tarsia en su biografía de
Quevedo, pero como es el caso de tantas obras del escritor madrileño sólo conservábamos algunos datos
proporcionados por este primer biógrafo, que afirmaba que era «vn tratado contra los ludios» 2 . La
edición de este discurso, llevada a cabo por dos conocidos quevedistas, Femando Cabo Aseguinolaza y
Santiago Fernández Mosquera, representa un paso importante tanto para los especialistas en la literatura
española del Siglo de Oro como para los historiadores de este mismo período, porque la obra, como
vamos a ver y muy bien señalan sus editores, es un testimonio literario e histórico significativo de una
época bastante conflictiva de nuestra historia: la década de 1630.
La edición se inicia con una introducción dividida en cuatro apartados. En el primero de ellos, «La
Execración y sus circunstancias», se aborda uno de los puntos biográficos que más interés ha despertado
entre los estudiosos de Quevedo: el de sus relaciones con el conde-duque de Olivares. La obra, como
señalan Cabo Aseguinolaza y Fernández Mosquera, ofrece un magnífico testimonio sobre el deterioro de
estas relaciones en los primeros años de 1630. Los editores afirman que «puede leerse este memorial
como el primer testimonio manifiesto del notable cambio de actitud de Quevedo hacia el conde-duque de
Olivares» (p. 23). Estas relaciones se habían iniciado nada más subir al trono Felipe IV, cuando
Quevedo, desterrado en la Torre de Juan Abad, envió a don Baltasar de Zúñiga la Carta del rey don
Fernando el Católico, a lo que siguió el envío y dedicatorias de otras obras al conde-duque. El estado de
ánimo del escritor y sus esperanzas en el nuevo equipo de gobierno las reflejó en los Grandes anales de
quince días, donde destaca aquellos puntos de la política del dúo Felipe IV-Olivares que coincidían con
aquellos que él mismo había defendido ya desde sus primeras obras (por ejemplo, la España defendida), y
que creía necesarios para la regeneración del país.
Las relaciones Quevedo-Olivares fueron buenas hasta 1628, fecha en la que se produjo el primer roce
entre ambos con motivo del pretendido copatronazgo de Santa Teresa de Jesús, defendido por el estadista,
cuya familia había sido devota de la Santa, y rechazado por el escritor, caballero de Santiago, en dos
1
Pablo Jauralde Pou, Quevedo: leyenda e historia. Granada, Universidad de Granada, 1980, p. 23.
2 Vida de Don Francisco de Queuedo y Villegas, edición facsímil, Aranjuez, Ara-Iovis, 1988, p. 44.
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memoriales dirigidos a Felipe IV, pero en los que está presente la figura del valido3. Como muy bien
señalan en su estudio introductorio los editores, siguiendo el estudio de Pablo Jauralde4, en El chitan de
las tarabillas, obra escrita e impresa en 1630, existe cierta ambigüedad hacia la política económica del
conde-duque, que podría interpretarse como una toma de postura, todavía no significativa, del escritor
contra ciertas medidas adoptadas por el gobierno.
Hasta ahora se consideraba que los primeros enfrentamientos o indicios de ellos entre ambos
personajes había que fijarlos hacia 1634-1635; así opinaba John H. Elliott, para quien en estos años «se
pueden detectar los primeros signos de distanciamiento del régimen de Olivares que pronto convertirán
Quevedo en un implacable opositor del conde-duque y de sus empresas»5. Sin embargo, esta fecha había
sido adelantada por los editores franceses de La hora de todos, que datan algunos de los episodios de esta
sátira en otoño de 1633, con lo que el distanciamiento se habría producido un año antes de lo establecido
por el historiador inglés 6 . Esta opinión no ha sido compartida por algunos estudiosos de la obra de
Quevedo o de la figura del conde-duque; tal es el caso de Gregorio Mar anón, para quien las relaciones entre
los dos personajes eran todavía buenas en 1636, fecha de la prisión de Pacheco de Narváez7. Con
posterioridad Josette Riandière también retrasa la fecha; para la hispanista francesa las representaciones
satíricas del valido son tardías, afirmando incluso que el episodio de la Isla de los Monopantos pudo ser
escrito hacia 16398, con lo cual no acepta los convincentes argumentos de Bourg, Dupont y Geneste que
adelantan esa fecha en seis años.
Cabo Aseguinolaza y Fernández Mosquera adelantan la fecha propuesta por Elliott, pues la
Execración está fechada el 20 de julio de 1633 en Villanueva de los Infantes. Para ellos, y creo que con
razón, este memorial representa un cambio definitivo en las relaciones entre Olivares y Quevedo, cambio
que pudo ser debido a varias causas: complejidad mental, reservas, oscilantes lealtades de Quevedo;
desencanto del escritor hacia Olivares motivado, sin duda, por un fallido programa de reformas que no
había podido sacar al país de la situación de crisis en que se hallaba a principios de la década anterior.
También apuntan los editores una de las más importantes: la intimidad con el duque de Medinaceli,
iniciada en 1629. Este noble, como muchos otros pertenecientes a las grandes casa, se había enemistado
con el valido y había formado un grupo opositor, al que según todos los indicios se habría incorporado
Quevedo, ya que, como muy bien señalan los editores, en la Execración se manifiestan ciertas actitudes
que pueden ser consideradas como las advertencias de un «portavoz» (p. 26).
En el segundo apartado de la introducción, «Contexto histórico y político de la Execración», se
analiza el momento histórico en el que se escribió la obra, así como los principales conceptos políticos
defendidos por Francisco de Quevedo. Comienzan los editores exponiendo la que el escritor consideraba
como la «llaga» de la política olivarista y motivo último de este memorial: la financiación del Estado a
través de los judíos portugueses, llamados por Olivares en 1626 para mejorar la competencia del
monopolio del que gozaban los banqueros genoveses (pp. 27-35). Señalan Cabo Aseguinolaza y
Fernández Mosquera a Quevedo como un escritor antimercantilista y providencialista, opuesto, por
tanto, a la razón de estado; para ellos la obra refleja: «[la] oposición al valido desde la negación del
mercantilismo, desde el rechazo de las posturas más políticas que justifican la razón de estado y el
maquiavelismo» (p. 42). Destacan también su añoranza del gobierno de monarcas anteriores: los Reyes
Católicos, Carlos V o Felipe II; así como su defensa de la política propugnada por el duque de Osuna.
Me parece acertada la visión que se da del Quevedo político, de sus principales conceptos
ideológicos. Ciertamente en Quevedo aparece una añoranza del pasado, de un pasado glorioso que opone
a un presente de derrotas y fracasos. En escritos tan tempranos como la España defendida, escrita hacia
1609, presenta ya la que considera como la época más gloriosa de nuestra historia: la Edad Media. El
mismo concepto volverá a aparecer en composiciones posteriores, tales como la Epístola censoria,
dirigida, no lo olvidemos, al valido de Felipe IV. La añoranza por épocas anteriores no es una actitud
3 Opinión que no comparte Alfonso Rey, «Los memoriales de Quevedo a Felipe IV», Edad de Oro, XII, 1993, pp. 2S8-261.
4 «La prosa de Quevedo: El chitan de las tarabillas». Edad de Oro, III, 1984, pp. 97-122.
5
«Quevedo y el conde-duque de Olivares», España y su mundo, 1500-1700, Madrid, Alianza editorial, 1990, p. 244.
6
Francisco de Quevedo, La hora de todos y la fortuna con seso, edición de Jean Bourg, Pierre Dupont y Pierre Geneste, Madrid,
Cátedra, pp. 98-116.
7
El conde-duque de Olivares (La fusión de mandar), Madrid, Espasa-Calpe, 19S94, p. 129.
«Quevedo, censeur et propagandiste de la monarchie espagnole au temps de Philippe IV : un procès i revoir», Le pouvoir
monarchique et ses supports idiologiques aux XVl'-XVH' siècles, Paris, Publications de la Sorbonne Nouvelle, 1988, p. 164.
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exclusiva del escritor madrileño; en otro lugar he destacado las palabras de duque de Osuna dirigidas al
propio escritor que vienen a resumir perfectamente el pensamiento quevediano9: «Buelua Vm. agora los
ojos al que me siguiese en este cargo y quan alauado seria de prudente y cuerdo de todos los que atribuyen a
inquietud mía la reputación de mi Rey y de mi nación, yo ne he tenido la culpa: que o pudiera Dios auerme
hecho nacer cien años antes o guardado para estos tiempos los hombre q. tuuo en aquellos»!". También
es apreciable su antimercantilismo y su providencialismo, al menos teórico: «Quevedo se muestra en el
memorial como un encendido defensor del providencialismo que fecundó toda la política imperial de los
Austrias» (p. 42).
Creo que hay que tener cuidado cuando se habla de su oposición frontal a la «razón de estado» y
distinguir entre el Quevedo teórico y el Quevedo político pragmático. Es cierto que en las obras como la
Política de Dios ataca a Maquiavelo, a Tácito y a la razón de estado, llegando a afirmar que «Lucifer Ángel
amotinado fue su primero inventor, pues luego que por su embidia, y sobervia perdió el estado, y la
honra, para vengarse de Dios introduxo la materia de estado»11. Pero esta actitud negativa contrasta con
la que manifiesta en las obras históricas en las que reconoce que este concepto es básico para los
gobernantes; así lo demuestra en los Grandes anales de quince días al hablar de la necesidad de que los
religiosos vuelvan a sus conventos por ser el ejercicio de la política incompatible con las enseñanzas
cristianas; en esta ocasión expone como principal motivo para separar a los religiosos del gobierno el
hecho de que la virtud y la humildad no se conciertan «con la mentira acreditada que tienen por alma las
razones de estado» 12 . En otro momento, en él Lince de Italia u Zahori español, escribe refiriéndose a los
problemas del rey de Francia con los herejes de La Rochela:
Este papel, Señor, fue delante informando de la justicia de los que el Rey quiere cobrar o adquirir, y por no perder
tiempo la adelantó para cuando se acabase de apoderar de la Rochela, que hoy está en el estado que vemos; y el
duque de Nivers en Italia haciendo contradicción a vuestras armas... Quien fuere buen lógico de materias políticas,
bien armará el silogismo, indisoluble para mi conclusión. Así, Señor, que dejando en debida reverencia lo que toca a
la fe católica, no sé cuál nos era más a propósito en el intento: el rey de Inglaterra socorriendo La Rochela, o el de
Francia expugnándola. ^
Sin que podamos considerarlo como un «partidario» de este nuevo principio político, tal y como llegó a
afirmar Juan Manchal 14 , estos fragmentos demuestran su comprensión de la importancia que éste estaba
adquiriendo en la política europea de su época. En ambas ocasiones, aunque moralmente lo condena por
apartarse de las virtudes cristianas, lo presenta como una realidad inevitable y hasta cierto punto
recomendable.
En el siguiente apartado, «La Execración como memorial», se analiza el soporte material sobre el que
se ha construido el discurso. El escrito entra dentro de la categoría de los «papeles» redactados con una
intencionalidad polémica. Los editores lo encuadran con aquellos otros memoriales políticos en los que
el destinario es el monarca: los dos memoriales sobre el patronato de Santiago, la Política de Dios o el
Lince de Italia u Zahori español*5. En todos ellos, la sabiduría y la experiencia le sirven a Quevedo para
aconsejar al rey sobre determinados asuntos: gobierno, situación italiana, el copatronazgo. En ninguno
de ellos, si exceptuamos la Política de Dios, apenas aparece explícitamente mencionado el ministro,
aunque implícitamente está presente en la mente del escritor y del lector. En este punto, como muy bien
destacan Cabo Aseguinolaza y Fernández Mosquera, se establecen dos analogías del valido con
personajes bíblicos: Aarón y Balaam.
Los editores destacan el carácter deliberativo de la obra, «de naturaleza y técnicas oratorias, que se
declara y construye como discurso» (p. 61). Analizan las distintas partes en que se divide el «papel»
construido al modo de una oratio; así se estudian los varios momentos: el exordio, la argumentatio
9
«Los Grandes Anales de quince días: literatura e historia», RILCE, 9. 1993, p. 65.
10 F. de Quevedo, Epistolario completo, ed. de Luis Astrana Marín, Madrid, Instituto Editorial Reus, 1946, p. S8. Ver mi «Los
Grandes Anales de quince días: literatura e historia», RILCE, pp. 56-72.
11
Cito por la edición de James O. Crosby, Política de Dios. Gobierno de Christo, Urbana, Universiiy of Illinois Press, 1966,
p. 172.
' 2 Francisco de Quevedo Villegas, Obras, I, edición de Aureliano Fernández-Guerra, Madrid, Atlas, 1946, p. 200b.
13 Ibidem, p. 242».
' 4 «Quevedo: el escritor como "espejo" de su tiempo». La voluntad de estilo, Madrid, Revista de Occidente, 1971, p. 126.
1 ' Ver Alfonso Rey, «Los memoriales de Quevedo a Felipe IV», pp. 257-265.
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(confirmatio y confutatio) y la perorado (conquestio, indignado). También hacen referencia a algunos
importantes conceptos historiográficos utilizados por Quevedo, sobre todo el de la historia como
magistra vitae: el escritor presenta situaciones pasadas que proyectan cierta luz sobre el presente, pues al
fin y al cabo había escrito en los Grandes anales de quince días que «siempre se hicieron en el mundo unas
propias cosas. Nada es nuevo a lo pasado: sólo el modo de hacerlo salva o condena a los ministros»16.
El último apartado de la introducción, «La Execración y la obra de Quevedo», está dedicado a resaltar
la intensa referencia de este texto con otros del mismo autor. Los editores destacan que, en las obras
escritas en el período entre 1633 y 163S (la segunda parte de la Política de Dios, La hora de todos o la
Execración), existe «un mismo trasfondo militante y unas preocupaciones comunes plasmadas con
distintas voces y acentos» (p. 67). Es el momento en el que se producen los más duros ataques directos e
indirectos contra la política del conde-duque de Olivares. Queda así demostrada la uniformidad del discurso
ideológico quevediano, su desarrollo lineal que nos sirve para matizar algunas acusaciones de servilismo,
como la de Pablo Jauralde para quien: «así -servil, adulador, anticipadamente humillado, intransigentese nos muestra el propio Quevedo frente a nobles, poderosos o plebeyos en sus pretensiones y en su
conducta. No importa que de vez en cuando hiera al noble caído o al poderoso muerto, casi siempre lo
hace como trampolín para una nueva adulación»17. Este apartado demuestra la conexión existente entre
los diversos registros del autor; así aparecen destacados motivos o acuñaciones verbales que se hallan en
la Execración y que también encontramos en poesías, por ejemplo: el monstruo ñuvial Behemoth y
Balaam.
La edición del texto está muy cuidada; las erratas son mínimas y se limitan a dos en la
«Introducción»: «lo judíos» (p. 51), «una texto deliberativo» (p. 61). Los editores, al no tratarse de un
autógrafo, han seguido un criterio actualizador de la puntuación, acentuación y de las grafías, con un
respeto absoluto por el texto; corrigiendo sólo los errores evidentes, las vacilaciones ortográficas de las
citas y los deslices de copia en las mismas.
Las notas no pecan ni por defecto ni por exceso; no entorpecen la lectura, sino que ayudan al lector
para una mejor comprensión de la obra. Estas notas se limitan a destacar textos paralelos del propio
Quevedo o de otros autores de la época (Adam de la Parra, Diego Gavilán Vega), a desvelar alusiones
históricas y a explicar el significado de ciertos vocablos.
Cierra el volumen una completa bibliografía, en la que se recogen los principales estudios de la prosa
quevediana, así como las más importantes obras históricas sobre este período.
En conclusión, creo que los quevedistas, y todos aquellos filólogos e historiadores que se dedican al
estudio de la obra de este escritor, estamos de enhorabuena por la recuperación de un texto que se daba por
perdido, texto significativo que nos ayuda a comprender mejor una etapa importante en la historia de
España y en la vida del propio Quevedo. La edición se abre con una brillante introducción que nos acerca
y se adentra en los principales aspectos de este memorial, tanto en su vertiente estilística como en la
ideológica e histórica. El texto, muy bien editado, va acompañado de acertadas notas aclaratorias que
sitúan la obra en su contexto histórico y literario. A partir de esta edición de la Execración podremos
conocer con más exactitud y profundidad el pensamiento de uno de nuestros grandes escritores áureos.
Victoriano RONCERO LÓPEZ
(SUNY at Stony Brook)
Antonio CARREIRA, Nuevos poemas atribuidos a Gángora (Letrillas, sonetos, décimas
y poemas varios). Prólogo de Robert lammes. Barcelona, Quaderns Crema, 1994. 455 p.
(ISBN: 84-7769-082-0; Biblioteca menor, 9)
Reseñar un libro de la erudición y meticulosidad, de la riqueza de datos y comentarios que supone esta
nueva publicación de Carreira, es, obligadamente, limitarse a dar cuenta de su contenido, porque
difícilmente deja el autor lugar para enmendarle la plana o añadir nuevos detalles a los que reúne en estas
16
17
Obras, I, p. 213b.
«Introducción», Francisco de Quevedo, Obras festivas, cd. de Pablo lauíalde Pou, Madrid, Castalia, 1981, p. 12.
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páginas gongorinas su esforzada investigación. Muy pocos reseñistas estarán capacitados para esa tarea,
a la que no aspira precisamente quien firma este comentario. Es pertinente, sin embargo, subrayar la
importancia y el valor de una obra semejante. Obra, como señala el prologuista (insigne estudioso de
Góngora también, Robert Jammes), que es resultado de «catorce años de obstinada investigación en
todas las bibliotecas públicas y privadas, españolas y extranjeras donde había alguna posibilidad de
hallar cancioneros manuscritos del Siglo de Oro» (p. 8), y en la que ofrece textos, estados de la cuestión
textual, datos de fechas y autoría, etc. de 58 letrillas, 47 sonetos, 18 décimas, 11 poesías varias... en
conjunto 134 textos nuevos, y variantes relativas a otras cien poesías conocidas de don Luis de Góngora
(véase Jammes, prólogo, p. 8). Si tenemos en cuenta el laberinto que supone la abundancia de
atribuciones a Góngora, provocadas por su fama y el poco cuidado que el poeta tuvo en conservar y
vigilar sus copias, es fácil imaginar el enorme trabajo que exige poner OTden y concierto en tan espinoso
territorio. Trabajo, por otro lado, absolutamente necesario si queremos determinar con precisión las
dimensiones de la creación poética gongorina y de su recepción. La influencia de don Luis en la poesía de
su tiempo se rastrea de modo iluminador en estas composiciones atribuidas, reescrituras que siguen a
menudo los modelos estilísticos gongorinos, y que reflejan una cierta manera de leer los textos del
cordobés, un modo, en suma, de recepción, que es terreno privilegiado para el examen crítico.
Carreira maneja para la confección de este corpus numerosos manuscritos y textos impresos, algunos
de los cuales han sido descritos y estudiados de primera mano por él, como los de la biblioteca del
marqués de Valdeterrazo, y otros1.
La variedad de las composiciones es notable, desde la pequeña proporción de las líricas en el terreno
de las letrillas (solo dos), a la abundancia de las satíricas (cuarenta y tres de las 58 publicadas), que versan
sobre temas múltiples (poder del dinero, engaños femeninos, valor de la apariencia, burlas de cornudos,
pullas a cristianos nuevos, etc.). La segunda parte del libro se centra en los problemas relativos a
letrillas auténticas o de atribución conocida, sobre las cuales añade Carreira datos que apoyan o desechan
la autoría, sirven para datar con más precisión algunos poemas, o iluminan la difusión de los mismos. A
los sonetos se dedica la tercera sección y a las décimas la cuarta. La quinta y última se ocupa de poemas
menores compuestos en las restantes formas métricas. Abundan los poemas interesantes, de altura
estética, y de ingenio relevante...: vea el curioso lector letrillas como «Temor, melindre y antojo»,
«Buenas botas y buen gabán», «Que para todo hay lugar», o la curiosa versión de un beatas Ule
escatológico en el soneto «Dichoso aquel y bienaventurado»...
En los comentarios que suelen preceder a los textos se aportan, como ya se ha dicho, datos
significativos de la difusión y reescritura de estas poesías: pondré el ejemplo, por acudir a las primeras
páginas del libro, de la letrilla «A Cupido han dividido», glosada y adaptada en textos del Quijote
apócrifo, en la Segunda parte del Romancero general de Miguel de Madrigal, el Ramillete de flores
poéticas de Alexandre de Luna, en un romance de Jacinto Alonso Maluenda, y otros textos que recoge
eruditamente Carreira, a los que se podría añadir alguno más en comedias calderonianas. Otro ejemplo
ilustrativo de la meticulosidad y conocimiento exhaustivo que posee Carreira acerca de este corpus es el
magnífico comentario dedicado a la letrilla «Aprended, Flores, en mí» (pp. 232 y ss.), y tantos otros en
los que con admirable concisión y claridad nos ofrece estados de la cuestión textual de numerosos
poemas, con referencias completas y claras de la trayectoria seguida por estas composiciones, lo que le
permite afirmar o deshacer atribuciones: ver la definitiva conclusión sobre la letrilla «Si pensara o si
creyera» (p. 259), considerada por algún crítico perteneciente a la última etapa de Góngora, y que, como
demuestra Carreira, estaba ya impresa en la octava edición del Cancionero General de Hernando del
Castillo, cuatro años antes de nacer don Luis. En ocasiones, la fina lectura crítica cimenta correcciones
textuales como la puntuación que propone para «Huésped, sacro señor, no: peregrino» (p. 293),
ciertamente solo inteligible con la que señala Carreira. Modélicas son igualmente las páginas que dedica
al examen de las distintas versiones del epitafio al enano Bonamí, y al proceso de su reescritura (pp. 378
y ss.)...
Pocas observaciones estoy en condiciones de apuntar a este espléndido aparato de comentarios: tal
vez sugerir para el poema «La tierra y mar con mil pintados mapas» un sentido alusivo para el verso 3:
«le recebieron de Benito el día», referencia críptica para Carreira, pues se está hablando a la entrada de
Felipe l u en Lisboa, que fue un día de san Pedro y no de san Benito. Quizá haya que ver ahí más que vina
1 Véase su artículo «Los poemas de Góngora y sus circunstancias: seis manuscritos recuperados». Criticón^ 56, 1992, pp. 7-20.
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corrupción textual o un error, una intencionada burla a la condición de judíos de los portugueses
(explícita en vv. 8, 9, 13-14...) a través de la alusión al sambenito o vestidura denunciadora de la calidad
infame. Tal vez señalar que la cuarteta «En mucho estimara, Inés, / ser de tus brazos cordero, / mas si e de
crecer después / huir de tus brazos quiero», que recuerda, como bien apunta Carreira, el cuento de don Pitas
Payas del Libro de Buen Amor, aparece en boca del gracioso Limón, que la dirige a la criada Inés, en la
comedia de Lope Amar sin saber a quién.
En fin, como subraya Jamnies (p. 13), este corpus editado por Carreira «constituye un conjunto de
primera importancia para el historiador de la poesía española, fuera de toda referencia a don Luis, y no
solo para el historiador o el erudito».
En un panorama profesional en el que abundan más de lo conveniente los trabajos de poco rigor, el
ejemplo de la investigación rigurosa e implacable de Carreira, de la que este libro es buena muestra,
resulta digno, sinceramente lo escribo sin formulismo reseñador, de la mayor admiración.
Ignacio ARELLANO
(Universidad de Navarra)
Andrés SÁNCHEZ ROBAYNA. Silva gongorina. Madrid, Cátedra, 1993.
(ISBN: 84-376-0316-1; Crítica y estudios literarios)
Pocos poetas españoles han favorecido tanto como Góngora la redacción de libros no meramente
eruditos. El ensayismo de tema literario se ha interesado a menudo por los versos de don Luis, y aunque
en alguna ocasión ese interés haya resultado poco útil para la historia de la literatura, el ejemplo de
Dámaso Alonso bastaría para defender la validez y la necesidad de una crítica no reñida con el rigor
filológico ni con la voluntad de estilo. Al dominio de esa fértil combinación pertenece la obra crítica de
Andrés Sánchez Robayna, que con similar propósito ha compuesto otros libros recientes e importantes:
Para leer «Primero Sueño» de Sor Juana Inés de la Cruz (México, Fondo de Cultura Económica, 1991) y
Estudios sobre Cairasco de Figueroa (La Laguna, Real Sociedad Económica de Amigo del País de Tenerife,
1992).
Es autor había dado muestras de esa capacidad, diez años atrás, con sus Tres estudios sobre Góngora
(Barcelona, Edicions del Malí, 1983), que forman ahora la primera sección de la Silva gongorina:
«Petiarquismo y parodia (Góngora y Lope)» (pp. 27-41), «Góngora y el texto del mundo» (pp. 43-56) y
«Un debate inconcluso (Notas sobre Góngora y Mallarmé)» (pp. 57-74). Los comentarios de texto, el
inteligente remonte desde las Soledades hasta consideraciones estéticas de mayor alcance y las
precisiones sobre la recepción de Góngora en la literatura contemporánea muestran que los Tres estudios
tenían ya, de hecho, el carácter misceláneo y abierto confesado en el título y defendido en la introducción
del libro que hoy reseñamos.
La segunda sección de la Silva contiene siete nuevos trabajos gongorinos, escritos y -con una
excepción- publicados en diferentes revistas entre 1987 y 1992. El primero, un breve comentario del
poema «¡Oh excelso muro, oh torres coronadas!» («Córdoba o la aurificación», pp. 77-82), da una
prueba más de la conciencia expresiva de Góngora y llama nuestra atención sobre el significativo
hipograma -or-, «un emblema sonoro, una miniaturización fónica» engastada casi una docena de veces
en el soneto de 1585.
Según mi opinión, el capítulo más importante del libro es el titulado «Los tercetos gongorinos de
1609 como epístola moral» (pp. 83-99). Por su altísimo valor literario, y porque con él se entienden
mejor las Soledades, el poema «Mal haya el que en señores idolatra» desempeña un papel crucial en la
obra de Góngora, pero también destaca, fuera de ella, como «texto inserto en la tradición española de la
epístola moral». Sánchez Robayna, buen conocedor del género (pues a él dedica sus investigaciones
actuales), estudia muy adecuadamente el componente satírico de la epístola y, sin forzar las
convenciones genéricas antiguas -al contrario: asumiéndolas-, muestra la importancia, la originalidad y
la radicalidad del texto de don Luis.
Los trabajos siguientes dan cuenta de las variadas formas de la influencia gongorina: «Algo más
sobre Góngora y Sor Juana» (pp. 101-114) contiene un estado de la cuestión (de Menéndez Pelayo a
Octavio Paz) y una breve historia de la silva, forma métrica cuya influencia no se limita a las
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circunstancias de la versificación, pues arrastra elementos expresivos y temáticos (en particular, la
predilección por las descripciones y el protagonismo del mundo natural). De ahí que el Primero sueño sea
en buena medida una relectura de su modelo, las Soledades.
En los «Avatares de Góngora imitado (Antonio Barbosa Bacelar y Cristóbal del Hoyo)» (pp. 115159) nos ofrece Sánchez Robayna -y este ofrecimiento es otro de los rasgos comunes con sus libros
sobre Cairasco y Sor Juana- el estudio y la edición de un texto casi desconocido. Se trata de la Soledad
escrita en la Isla de la Madera por el curioso personaje Cristóbal del Hoyo (1677-1762), y que resulta ser
una traducción adaptada de las Saudades de Aonio del portugués Antonio Barbosa Bacelar (1610-1663).
Las conclusiones del trabajo son poco halagüeñas para la memoria de Cristóbal del Hoyo, pero vienen
precedidas por interesantes datos sobre la poesía barroca portuguesa (Barbosa es «uno de los poetas más
y mejor representados» en la antología A Fénix Renascida) y atinadas observaciones sobre los
conceptos de imitación y traducción (según varios pareceres de la época) que nos ayudan a conocer mejor
el gongorismo decadente o terminal del siglo xvm.
En la línea de la actual revisión de los límites y características de la llamada generación del 27, los
«Aspectos desconocidos de la conmemoración gongorina de 1927» (pp. 161-168) arrojan nueva luz
sobre el papel de Góngora en el destacado y mal conocido grupo vanguardista canario, que le dedicó el
número segundo de la revista La Rosa de los Vientos. A un terreno apenas roturado nos conduce el ensayo
«Góngora y la novela: Don Julián, de Juan Goytisolo» (pp. 169-179), que afronta con éxito el reto de
aquilatar el influjo de los versos de don Luis en la prosa de nuestro siglo (los cuentos vanguardistas de los
años 20, Lezama, Sarduy...), deteniéndose en Juan Goytisolo, cuya Reivindicación lo es también, en
buena medida, de la obra y de la actitud del escritor cordobés.
El capítulo con que acaba el volumen, «Barroco de la levedad» (pp. 181-191), es más de apertura que
de cierre, y así parece quererlo la última frase del libro: «el neobarroco es un Barroco en vuelo». Quedan
ya muy lejos los tiempos de Góngora, pero la vitalidad de sus textos se advierte en los de Severo Sarduy,
Haroldo de Campos o Justo Navarro, buenos ejemplos, según Sánchez Robayna, del neobarroco, un
«barroco de la levedad» que «ha perdido la gravedad finalista, "atormentada", característica del Barroco
histórico», y en el que el autor, poeta a la postre, se encuentra muy cómodo. No es buen momento éste
para cuestionar los afijos con que hoy adornamos no pocas categorías historiográficas, y mucho menos
para abogar por una sana desconfianza ante conceptos tan inabarcables y lábiles como, sin ir más lejos,
el de Barroco, pero bien está que, con independencia de los nombres y de los conceptos, sepamos ver los
lazos que unen a algunos textos del siglo XX con otros escritos casi cuatrocientos años atrás.
Comenzaba diciendo que Góngora ha sido de los pocos poetas españoles que se ha beneficiado por
igual de los esfuerzos de la filología y de las reflexiones de la crítica literaria, y poco importa si el
esfuerzo y la reflexión se dan en un mismo especialista: la Silva gongorina de Andrés Sánchez Robayna
abre una temporada óptima para don Luis, pues, en compañía de los recientes Nuevos poemas atribuidos
de Antonio Carreira y de la inminente edición de las Soledades de Robert Jammes1, nos ofrece un curso
completo de estudios gongorinos.
José María MICO
(Universitat Pompeu Fabra, Barcelona)
Lope de VEGA, Rimas I [Doscientos sonetos]. Edición crítica y anotada de Felipe B. Pedraza
Jiménez, Universidad de Castilla-La Mancha, Servicio de Publicaciones, 1993, 676 p.
(ISBN: 84-88255-39-X; colección Ediciones críticas)
Me parece urgente señalar a los que todavía no tengan conocimiento de ella esta reciente e
importantísima edición de las Rimas de Lope de Vega, o más exactamente, como primer tomo de un
trabajo más exhaustivo, de los doscientos sonetos que el propio Lope seleccionó para darlos a la
imprenta en 1602 junto con su poma épico La hermosura de Angélica. La. impresionante labor crítica y
erudita del Dr. Felipe Pedraza Jiménez desemboca en la presentación de unos textos pulcros y fidedignos.
1
NDLR. Edición que ya salió como número 202 de los Clásicos Castalia (Madrid, Castalia. 1994, 733 p.; ISBN: 84-7039-687-0).
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cuya comprensión literal y literaria se facilita mediante una abundante anotación fílológica consignada
en las páginas pares, constando en las impares, para facilitar la lectura, el texto propiamente dicho de
los sonetos. Los especialistas encontrarán en esta edición todas las garantías de una rigurosa
elaboración científica (historia bibliográfica de las fuentes, stemma de las diversas ediciones, aclaración
de los criterios editoriales, lista de las principales variantes, larga y pertinente bibliografía de los
estudios citados...); los lectores simplemente aficionados a la poesía podrán saborear con facilidad las
excelencias de la musa lopesca (aunque para estos últimos hubiera sido preferible una modernización
completa de la ortografía, no quedando bien claro hoy en día el interés de conservar grafías como «baxo»
por «bajo», «alear» por «alzar», etc., lo cual además reconoce implícitamente F. P. J. cuando dice
- p . 119—: «el propio texto nos demuestra en mil ocasiones que [las grafías alternantes conservadas]
carecían de valor distintivo»). Amén de la presentación del texto de los sonetos, el interés del libro
estriba en una enjundiosa introducción crítica que analiza sucesivamente «Las Rimas en la trayectoria
vital y literaria de Lope», «La estructura del cancionero», «El concepto del amor», «La transfiguración
literaria del sentimiento» y «Otros temas y acentos», poniendo clara y minuciosamente de relieve la
íntima fusión de los tópicos literarios con la propia cronología afectiva y sensual de Lope.
Hay que agradecer la publicación de este libro, que de hoy en adelante será indispensable para los
estudiosos de la poesía lopesca, tanto al Dr. Felipe Pedraza como a las Ediciones de la Universidad de
Castilla-La Mancha, que inician con esta y otras realizaciones recientes una prestigiosa andadura por el
camino de la erudición auiisecular.
Frédéric SERRALTA
(LESO, Universidad de Toulouse-Le Mirail)
CRITICÓN. Núm. 61 (1994). RESEÑAS DE LIBROS
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