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Soria
Carlos Maza Gómez
© Carlos Maza Gómez, 2010
Todos los derechos reservados
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Índice
Soria
1. La llegada ................................. 6
2. Ermita del Mirón ...................... 12
3. Catedral de San Pedro .............. 20
4. Claustro de San Pedro .............. 30
5. Ruinas de San Nicolás .............. 35
6. Calles Real y Zapatería ............. 40
7. La torre de doña Urraca ............ 45
8. Los Doce Linajes y la Audiencia 52
9. Santa María la Mayor ............... 58
10. Nuestra Señora del Espino ........ 62
11. Condes de Gómara .................... 68
12. San Juan de Rabanera ................ 72
13. El instituto .................................. 81
14. Santo Domingo ........................... 91
15. Convento de la Merced .............. 99
16. Callejeo ....................................... 104
17. Museo Numantino .......................109
18. Alameda de Cervantes .................117
19. San Juan de Duero .......................125
20. El Duero .......................................131
21. San Polo .......................................137
22. San Saturio ...................................140
23. Sobre el Duero ............................ 146
24. Cerro del Castillo .........................150
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Introducción
Siéntate ahí, ponte cómodo. Coge estas páginas y
lee. Quizá no haga falta que lo hagas siquiera. Eso
significará que tienes buena memoria aún, que la cabeza no
te falla, que puedes recordar aquellos tres días recorriendo
Soria y el pueblo de Almazán. Pero seguramente los detalles
se te escapen, a cualquiera le pasaría. Leyendo estas páginas
tal vez llegue el momento de cerrar los ojos y dejar que
aquellos días vuelvan hasta ti, que recorras el paseo del
Mirón una vez más, que te sientes en la plaza Mayor por la
tarde y pidas, por variar, una cerveza sin alcohol. Después,
la larga caminata, el calor y el cansancio parece que se
evaporan al contacto con la bebida fría. Entonces todo
vuelve, la gente que se sentaba alrededor, la muchacha que
te vendió a regañadientes un bocadillo la primera tarde, los
actores que irrumpieron en la plaza disfrazados de
personajes extraños, verdes, uno de ellos montado sobre otro
que hacía de camello. Los niños arremolinados, contentos,
expectantes. Los que se intentaban colar entre las obras de la
Audiencia volviendo para ver qué era eso, los monigotes
dando vueltas por la plaza haciendo sonar una caracola.
Volverán las familias a recorrer el Collado saludando a los
amigos y los viejos que se sentaban en el paseo y las
ancianas que tiraban bolos junto a la ermita de la Soledad.
Regresarán aquellos días luminosos, sencillos, y
dejarán de ser distantes. Tú también te convertirás en el que
eras entonces, un hombre de mediana edad, aún fuerte,
capaz de largas caminatas, incansable en la búsqueda de
nuevas calles, de historias distintas, una buena fotografía. Sí,
mira las fotografías también que vienen aquí. Quizá baste
con eso para que aquel mundo vuelva y sientas los espíritus
de Machado y Leonor en tu paseo por la orilla del Duero
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hasta San Saturio, los árboles junto a la ermita plagados de
letras que son nombres y de números que son fechas. Ese
acodarte en la pasarela y sentir el rumor del río, el viento
soplando sobre los álamos de la orilla. Como si el propio
don Antonio, con sus treinta y pico de años, recién casado,
aún fuera a aparecer a tu lado, Leonor de su mano, para
conversar del tiempo, de los recuerdos, de qué supone ser
viejo o estar enamorado o recordar la niñez pasada.
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1. La llegada
Al principio fue el deseo de hacer una nueva
escapada a tierra castellana, después de los viajes a Segovia,
Toledo o Ávila. Pero ya no quedaban sitios cercanos, de
esos que puedes recorrer en un solo día. Así que miré más
allá, alguno donde pudiera estar uno, dos, quizá tres días. Se
ofrecían Burgos, tan atractiva, Salamanca, cuya plaza quiero
algún día recorrer. Tal vez la más humilde fuera Soria. Pero
me gustan los sitios así, nada grandes, abarcables, con una
medida humana que no exceda mucho del recorrido de un
día entero. Además, estaba Machado. Uno de los párrafos de
su vida, el de su exilio, lo había recreado literariamente unos
meses antes lo que me indujo a preguntarme cómo debieron
ser sus días felices, aquellos en que llegó a una ciudad que
le recibió con alguna desconfianza, donde, superada la
treintena, fue a fijarse en una muchacha tan joven, la hija
mayor de la patrona que regentaba su pensión.
El terreno que media entre la salida de Madrid y la
desviación de la autovía que conduce a Zaragoza y
Barcelona no tiene un paisaje que apetezca mirar dos veces.
Se pasa Guadalajara, al menos vi la indicación en tal
sentido, pero a los lados de la carretera se levantan naves
industriales, fábricas, sedes de empresas. A su alrededor
campiñas que ahora eran de secano, amarillas, impersonales.
Luego el autocar se desvía a la derecha, sube por un puente
y atravesamos la autovía que acabamos de dejar. Tras unos
kilómetros el ambiente cambia con cierta radicalidad. Ves el
cartel que anuncia desviaciones a pueblos que me gustaría
visitar: Medinaceli, Almazán. Este último pueblo sobresale
al fondo, la torre enhiesta de una iglesia (quizá San Miguel,
piensas, esperando el momento de visitarla, sin saber aún
que será uno de los momentos más interesantes de tu viaje).
Se ve algún arroyo que bordea la carretera, casi seco debido
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a la sequía, árboles que empiezan a menudear. El autocar
ronronea cuando sube cuestas que nos alejan del llano
anterior. Los pinares discurren a ambos lados de la carretera.
De repente, casi a la entrada de un pueblo pequeño, ocho
casas mal distribuidas, me quedo estupefacto: Una pequeña
y perfecta iglesia románica parece hacerme un guiño.
Lamento no llevar a mano la cámara para sacar su imagen,
tan lejos de ese pueblecito como para ir andando, que dicho
pueblecito ni siquiera llegue a saber cuál es. Allí queda sola
la pequeña ermita, un ejemplo más de ese románico que
buscaba en la soledad de los campos el recogimiento
interior, lejos del gótico que pretendía transportar el alma
ciudadana hasta la altura divina.
Cuando al fin llega el autocar hasta la estación de
Soria mi primera sorpresa es el servicio de taxi. Me dice un
vendedor que mire fuera de la estación, a la izquierda, a ver
si hay alguno. Es una parada de taxis aunque nada lo
indique, salvo un teléfono casi desvencijado donde se
reciben las peticiones. En ese momento sale el último taxi.
Me quedo mirándolo y el conductor me mira también.
“¿Necesita usted taxi?”. Afirmo. “Dentro de cinco minutos
estoy aquí otra vez, espéreme a la vuelta, que será más
rápido”. Así lo hago. Cuando pretendo coger otro taxi que
descarga, el conductor me pregunta si he pedido vehículo.
Digo que uno tenía que venir pero no lo ha hecho. Es
renuente a pisarle el terreno a un compañero. Luego me
enteraré que el servicio público de taxis en Soria se pide por
teléfono y no se pasea uno sin rumbo a la espera de que pase
alguno, porque probablemente sólo conseguirá cansarse sin
remedio e inútilmente. Cada taxista me dará su tarjeta
personal para que, en caso de que los dos teléfonos
correspondientes a las paradas no tengan compañeros,
puedas recurrir directamente a él.
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Avanzamos por la ciudad intercambiando algunas
frases y empiezo a sorprenderme. Me lleva por barrios de
casas prácticamente nuevas, modernas. ¿Dónde está la Soria
de la que me han hablado? ¿La que se recorría en una tarde?
¿Dónde se encuentran los monumentos, las casas viejas de
las que has leído que pueblan el centro de la ciudad, las
iglesias y conventos? Aquello parece una urbe de regular
tamaño. El taxista se muestra algo despectivo: “Aquí los
jóvenes emigran pronto. No hay trabajo, se van”. Pienso que
es extraña esta afirmación y me parece contradictoria con la
presencia de casas tan nuevas. Si se construyen es que hay
demanda de ellas, digo yo. Pero la ciudad he leído que tiene
algo menos de cuarenta mil habitantes. El taxista incluso da
una cifra más baja. Y yo aquello lo veo grande para ese
número, lo seguiré viendo grande cuando pasen los días. He
estado en poblaciones de sesenta mil habitantes que parecen
considerablemente más pequeñas que Soria. No tendré
tiempo de ir más allá. Sólo recorreré concienzudamente el
centro, el que guarda la historia medieval de la ciudad, sin
poder apenas más que entrever en taxi esa parte más
moderna por donde circula el tráfico, se ve poca gente
paseando y hay, en general, pocos comercios.
Al fin el taxi se introduce por un estrecho camino. A
la derecha empieza a verse un erial y, más abajo, la ciudad
vieja. A la izquierda hay una muralla y césped y unos
bancos donde ahora no se sienta nadie, pero que se llenarán
de viejos por la tarde. Después, una mole sorprendente.
“¿Qué es esto?”, le pregunto al taxista. “La ermita del
Mirón”, responde escuetamente. Y me gusta porque detiene
el coche apenas unos metros más allá y me señala el hotel
donde tengo contratadas tres noches. Ahora sé que tengo la
ermita justo enfrente, que cuando salga por la puerta del
hotel veré cada día la mole considerable de la ermita
levantándose detrás de un campo verde. Entre ambos, ermita
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y hotel, un camino. El que lleva al mirador, me digo, por
donde se domina la hoz del Duero, la mirada perdida de una
jovencita vencida por la tuberculosis, en silla de ruedas,
mientras Antonio se sienta a su lado y juntos ven el
atardecer, tal vez la mano de ella entre las de él, los dos
hablando de tiempos pasados, mirando lo que yo veré en
breve, esa misma noche, los restos de la muralla, el brillo
del río por entre los arcos del puente.
Tal vez escuchasen lo que yo oí una noche, mientras
cenaba como todas en aquel mirador un bocadillo de queso
y jamón. Era la noche levemente ventosa, había poca gente a
mi lado porque empezaba a refrescar. No tuve la prudencia
de llevarme una rebeca y sentía algo de fresco pero no
deseaba irme aún. La pareja que había bajado por la cuesta
unos metros y se había sentado en una roca, las manos
unidas, dejando vagar la mirada por el paisaje, el río, las
murallas, el monte de las Ánimas enfrente, ya se había ido.
Casi estaba solo cuando escuché, nítidas, unas notas que
venían de algún lado ahí abajo. Quise pensar que era una
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dulzaina pero tal vez fuera simplemente una flauta. Alguien
que parecía tocar para sí mismo, repitiendo notas, parando
de vez en cuando. Yo seguía su pequeño e interrumpido
concierto.
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El viento soplaba sobre los árboles de la orilla
dejando un rumor persistente. Lo sentía en la piel mientras
comía mi bocadillo pero no quería irme a la habitación
todavía. Era un rato especial el que reservaba cada noche
allí, en el mirador donde acaba el paseo del Mirón. Dejando
que las nubes se fueran oscureciendo, que a mi espalda
adquirieran en ocasiones unos tonos rojizos y crepusculares.
Sentado en el banco escuchaba las notas de aquel músico
improvisado y quedaba en paz, como si fuera yo mismo el
que tomara las manos de Leonor, las manos de las que huía
la vida, para recitar unos versos...
¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, oscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río,
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor!. ¡Campos de Soria
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo vais! ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas!...
Dejar que la música suene en la tarde que declina,
que el rumor de las conversaciones a tu lado vaya acabando
y el último paseante marche. Quedar solo en la plazoleta de
los Cuatro Vientos y entonces sentir que es tuyo aquel
mismo paisaje, que las rocas sueñan para ti y que el sueño es
de paz, de amor sereno y de nostalgia.
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2. Ermita del Mirón
No me hace falta ver de nuevo las fotos realizadas.
Me basta cerrar los ojos para recordar la ermita, lugar
siempre de llegada y de partida en mis exploraciones de
cada día. Al salir del hotel era lo primero que veía,
imponente, frente a mí. Pasaba andando a su lado y no podía
por menos de mirarla como lo hice la primera tarde,
llenándome del encanto de su forma y la disposición de sus
elementos. Frente a la puerta principal hay una gran
extensión de verde cerrada por una valla de piedra a lo largo
de la cual hay un poyete. En medio, una estatua sobre una
columna. Si no hubiera estado tan ocupado yendo y
viniendo por Soria no me hubiera importado pasar un buen
rato sentado allí. Cuando llegaba la tarde iban llegando al
paseo de Mirón grupos y grupos de ancianos que se
sentaban en las mesas de madera y charlaban o jugaban a las
cartas. Pasaba a su lado y nos mirábamos, por mi parte
curioso, probablemente también por la suya. Pero frente a la
ermita, sobre el césped, el anochecer era de grupos de
jóvenes que permanecían recostados y hablaban también,
eternas conversaciones de las que se nutre la sociedad. Una
tarde estaba sentada en el poyete, junto a ellos, una señora
mayor, bastante bien vestida, leyendo un libro. Por un
momento imaginé que era de poesía, ¿qué mejor sitio para
ello?, y me gustó su tranquilidad, el sosiego de la lectura
vespertina junto a los jóvenes que charlaban a pocos metros
de ella. Hay algo que me gusta siempre de aquellas escenas
donde conviven las edades. En mi juventud la separación era
muy radical, los jóvenes decíamos detestar el modelo
paterno aunque en muchos casos volviera finalmente a
repetirse, matizado, con el tiempo. Por eso me gusta que no
sea así, que distintos como somos según la edad en gustos y
valores, haya sin embargo la posibilidad de convivir en un
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mismo espacio.
Eran tardes hermosas aquellas en que pasaba
presuroso junto a la ermita cargado con mi cámara, la gorra
en la cabeza, y miraba el césped, los viejecitos sentados en
sus bancos, mirando a quien pasaba, charlando de sus cosas.
Luego volvía por la noche, deseando coger mi bocadillo, la
lata de refresco y sentarme en el miradero de los Cuatro
Vientos. Inevitablemente, volvía a mirar la ermita y, en no
pocas ocasiones, le hacía una nueva foto con el mismo
encuadre, idéntico ángulo. Era que el cielo aparecía distinto,
el aire se espesaba más que otros días o el grupo de personas
había cambiado y todo parecía un poco distinto.
En el siglo XIII el rey castellano Alfonso X el Sabio
mandó hacer una relación de las treinta y seis parroquias que
tenía Soria por entonces. De aquellas sólo han pervivido
cuatro hoy en día, además de las ruinas de San Nicolás, que
levantan sus raigones cerca de la calle Real. Una de ellas,
probablemente la más antigua, es la ermita de Nuestra
Señora del Mirón, antigua parroquia que fue viendo
decrecer su número de vecinos hasta perder dicha condición
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quedando en ermita.
Una de las cosas que me han llamado la atención,
cuando me he sumergido en el pasado de Soria, es la escasa
o inexistente prueba documental con la que establecer
hechos, fundaciones o monumentos. Nada se registraba y
sobre todo ello se iba construyendo una leyenda a base de
creencias del pueblo llano o de intereses espúreos de los
poderosos. Esta ermita puede ser un ejemplo. Aparece
registrada en dicha relación de Alfonso X. Todo lo demás es
historia, cuento, narración, leyenda. Pero en toda leyenda
hay, probablemente, una pizca de verdad en la que conviene
indagar.
Según ella, la ermita es de origen visigodo y fue
respetada, cosa creíble, por los musulmanes cuando
ocuparon este lugar. Por entonces Soria era una simple aldea
que no debió revestir un interés especial ni ciudadano ni
estratégico. La santera del lugar, que luego me enseñaría su
interior, me contó el origen de la misma que después he
contrastado con otras informaciones (coincidentes con la
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suya, por otra parte) y con mi natural escepticismo en
materia de creencias.
Cuando el rey visigodo Leovigildo toma el poder en
el 573, esta parte del Alto Duero estaba dominada por los
reyes suevos que se extendían desde Galicia hasta aquí, en
concreto por Teodomiro al que le sucedería Miro.
Leovigildo empezó una serie de conquistas, como la
ocupación de Cantabria en el 574 y, al año siguiente, realizó
una serie de avances sobre terreno suevo que obligaron a
este rey Miro a retroceder y, finalmente, a declararse vasallo
de Leovigildo. Éste es aproximadamente el contexto
histórico en que pudo desarrollarse la construcción de la
ermita, según mi interpretación. Por una parte, se sostiene
que el nombre de Mirón provendría del rey Miro, cosa desde
luego no probada. Por otra parte, entiendo que la leyenda de
la aparición milagrosa de esta virgen podría entenderse muy
bien dentro de la tensión entre suevos y visigodos, que en
aquel tiempo es lo mismo que decir entre el catolicismo de
los primeros y el arrianismo de los segundos. Hasta que su
hijo Recaredo abrace la religión católica los visigodos
fueron arrianos, herejía consistente en negar la naturaleza
divina de Jesucristo, fundamentalmente.
En esa tensión religiosa resulta muy oportuna la
aparición de la Virgen para reafirmar el catolicismo de sus
partidarios. Así, la leyenda dice que en este lugar estaba
arando un labrador cuando encontró que los bueyes se
paraban repetidamente en un punto. Este hecho se repitió
varias veces sin que el hombre pudiera hacerles avanzar. En
un momento determinado escuchó una voz que decía
repetidamente: “¡Mira, Mirón!”. Impresionado por el hecho,
dio parte de lo sucedido a las autoridades de la aldea que
fueron allí y comprobaron el hecho milagroso de que los
bueyes no avanzaban. Mandaron excavar en ese punto y de
allí desenterraron la talla de una virgen a la que
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denominaron Nuestra Señora del Mirón. Porque se da el
caso de que el labrador, al descubrirse la estatua, cayó al
suelo repitiendo una y otra vez: “¡Mira, Mirón!, ¡mira,
Mirón!”. De ahí que dichas autoridades mandaran levantar
la primitiva ermita.
No puedo dejar de pensar que la aparición virginal
era muy oportuna para reafirmar la fe católica del rey Mirón
y de sus partidarios, sobre todo en un tiempo en que los
avances de Leovigildo suponían un avance incontenible de
la herejía arriana. Pero todo esto, naturalmente, es pura
especulación. La leyenda sigue siendo leyenda sin
comprobación y ni siquiera se sabe si tiene relación con el
rey Miro ni si éste llegó a dominar estas tierras.
La tarde que volví de Almazán, cansado y feliz,
observé que la ermita estaba abierta. No lo pensé dos veces
y entré en ella. Era mucho más grande de lo que yo
imaginaba. Aparecía, para mi gusto, demasiado recargada,
con un estilo rococó de columnas llenas de volutas, retablos
cargados de adornos y dorados. La planta es de cruz latina
con una sola nave y, por encima, una cúpula semiesférica.
Desde muy pronto, probablemente por la leyenda de su
origen, esta virgen fue protectora de los labradores que le
rezaban una novena cada 15 de mayo sacándola en
procesión si se deseaba que llegaran las lluvias a aplacar una
situación de sequía. Al cabo del tiempo, cuando la
veneración hacia el que sería patrono de la ciudad, San
Saturio, creció, se llegarían a hermanar las cofradías de
ambos santos para formar procesiones conjuntas de
rogativas desde 1630.
Por eso, cuando se levantó la nueva ermita de San
Saturio en 1703 se quiso hacer lo mismo con Nuestra Señora
del Mirón. Se echó abajo casi toda la iglesia menos el
ábside, que hoy es sacristía, y se edificó una nueva, más
suntuosa y dentro del estilo típico del siglo XVIII,
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acabándose en 1745.
Diez años más tarde, para concretar aún más el
hermanamiento de ambas ermitas, se construyó sobre una
columna la figura de San Saturio. Todo ello se hizo con
aportaciones de fieles y de pueblos colindantes. Por eso no
es de extrañar que me encontrara en el interior de la iglesia,
sentada y silenciosa, a la santera del lugar. Cuando me dirigí
a ella, no recuerdo con qué motivo, empezó a explicar que
ella enseñaba la iglesia de manera voluntaria por la
confianza que depositaba el sacerdote a cargo de ella. Que
había estado muy enferma después de la muerte de su pobre
marido, trabajador que había sido en Zumárraga para una
empresa de electrodomésticos. Tras su fallecimiento a ella la
habían tenido que ingresar, entendí que con un problema
pulmonar grave, pero que se había recuperado lo suficiente.
Pude entender que sentía un especial agradecimiento por su
curación a esta virgen del Mirón y por ello se había ofrecido
para cuidar y enseñar la iglesia por un pequeño donativo.
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Me habló de la virgen, que presidía el retablo sobre
el altar, de las imágenes de San Saturio y su discípulo San
Prudencio, que se mostraban en el altar de la derecha. Y
luego, con algún misterio, abrió una puerta y me introdujo
en la sacristía, la única parte conservada de la iglesia
original. Frente a los adornos recargados de la nave
principal aquello era tosco, antiguo y bonito. Estaba el
retablo original de la ermita donde ahora habían colocado a
una virgen de cierto tamaño, “con pelo natural” me aclaró y
la escalera que permitía acceder al actual altar mayor por
detrás. La santera hablaba y hablaba sin parar y no sé si me
vio algún gesto de escepticismo al contarme por primera vez
la leyenda del descubrimiento de la virgen pero se apresuró
a enarbolar las fotocopias de documentos que ella misma
había extraído de los archivos municipales y en los que
venía contada la misma leyenda, el labrador, los bueyes y el
¡Mira, Mirón!
Luego me despedí con un buen recuerdo de ella, el
donativo estipulado y la satisfacción de haber conocido
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finalmente todo el interior de la ermita. Porque es lo cierto
que, de forma contraria a las iglesias y ermitas andaluzas,
siempre cerradas, las de Soria están abiertas continuamente
y es fácil penetrar en ellas entre oscuridad y algunas figuras
sentadas en los bancos o arrodilladas, para visitarlas,
recogerse o hacer alguna fotografía del lugar.
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3. Catedral de San Pedro
Cuando me asomo a la ventana de la habitación la
vista es vertiginosa. El extremo oeste de la ciudad, el que
constituyó el primer núcleo de población de la ciudad, se
extiende de forma alargada hasta la orilla del Duero. Soria
es una hondonada protegida y limitada por dos cerros: el del
Castillo, frente a mí, en cuya cima se levanta el parador
Antonio Machado y el del Mirón, donde me hallo. Abajo,
pues, veo una parte de la ciudad, casas y más casas de
tejados rojizos. Entre ellas se levanta, a la derecha, una mole
de ese color tan castellano de la piedra enrojecida por
compuestos de hierro. Es imponente y más me lo parecerá
algo más tarde, cuando me vaya acercando hacia ella
bajando el cerro. Miro el plano y confirmo lo que
sospechaba, es la catedral de San Pedro. Tuerzo el gesto.
Los lunes no se puede visitar. Además el taxista me ha dicho
que es día de Santiago, fiesta local, de manera que todo
estará cerrado, sólo voy a poder pasear pero no me importa.
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Si se sale del hotel hay dos caminos para llegar a
Soria andando. En uno de ellos se debe continuar por el
paseo de Mirón hasta su desembocadura en la carretera de
Logroño que hace una amplia curva terminando en la plaza
de Tirso de Molina, frente al convento de la Merced. Desde
allí es fácil acceder al centro de la ciudad. Otro camino es
empinado y de tierra. Sale poco después de la ermita del
Mirón y baja abruptamente hacia la parte oeste que se podía
ver desde mi ventana. Cuando se baja por él todo alrededor
es un erial de tierra rojiza y amarillenta. Sin embargo, este
paseo de Narros está flanqueado por álamos y, caminando
por él, queda lejos todo, la ciudad, la carretera, el propio
hotel y la ermita. Casi nadie va por ahí y la vista de la
catedral se va desplegando mientras caminas entre el rumor
del viento sobre los árboles. Es cierto que el camino de
vuelta, hacia arriba, es para pensárselo dos veces por su
pendiente, pero el de bajada está lleno de belleza.
Cuando lo hice iba viendo esa mole apenas
entrevista antes, cómo iba acercándose cada vez más. Es
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enorme y más lo parece porque toda la parte de atrás de la
iglesia y el claustro anejo aparece libre de edificios. Fui
recorriendo lentamente su perímetro hacia la fachada
principal. Frente a ella la plaza de San Pedro, antigua ágora
o mercado de la ciudad, cuando ésta se circunscribía a un
estrecho límite cercano al río y presidida por la enorme
catedral.
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Cuando el centro de gravedad de la ciudad fue
trasladándose hacia el este a medida que los distintos barrios
aislados se iban conectando y la ciudad se prolongaba hacia
el único lugar posible de expansión, la ciudad emprendió
obras en esta plaza canalizando un importante arroyo que
bajaba desde el cerro del Castillo y echando abajo diversas
casas para permitir que la plaza adquiriera las proporciones
actuales. Hoy es amplia, de poca vida transeúnte, pero vía
fundamental en coche para llegar hasta el puente y, desde
allí, coger alguna carretera a distintos pueblos o marchar
caminando por el bello paseo junto al Duero.
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A un lado de la plaza, presidiéndola, la catedral,
escenario de disputas eclesiásticas seculares. En efecto,
desde los tiempos visigodos está atestiguada la ciudad de
Osma, hoy Burgo de Osma. Soria adquirirá importancia
bastante después, cuando el rey aragonés Alfonso I el
Batallador la repueble en el siglo XII. Antes había sido
simplemente una vaga referencia, una aldea junto al río. En
la alianza medieval de los primeros reinos cristianos con la
organización eclesiástica fue Osma sede arzobispal de
importancia. Desde el punto de vista religioso, Soria creció
a su amparo. Esta catedral en concreto fue levantada en
1152 como colegiata para la orden de San Agustín sobre una
pobre ermita anterior. Desde el principio se le dio una gran
magnificencia. De aquella construcción entonces iniciada
queda la portada de estilo latino-bizantino, donde se puede
apreciar al apóstol con las llaves en la mano, bajo un arco.
También el claustro es del siglo XII. Todo lo demás hubo de
reconstruirse en el siglo XVI en unas circunstancias que, de
ser cierta la historia narrada por el insigne historiador de la
villa, Nicolás Rabal, no dejan de ser curiosas y extrañas.
Desde un principio, la pugna entre la sede arzobispal
de Osma y este centro religioso soriano fue constante. Ya
inicialmente el deán de Osma impuso como condición que,
en cualquiera de sus visitas, sería recibido con los honores
oportunos y se le reservaría el lugar principal en el coro. Sin
embargo, el deán de San Pedro le concedió las cortesías
necesarias pero no quiso cederle la presidencia del coro, con
lo cual empezaron las quejas y pugnas que habrían de
extenderse durante siglos y llegar continuamente al rey e
incluso al Papa.
Los sorianos jugaron inicialmente bien sus cartas,
favorecidos por un rey castellano muy agradecido a la
ciudad, Alfonso VIII, quien en el siglo XIII solicitó del Papa
Clemente IV la categoría de ciudad para Soria y el paso de
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la colegiata a catedral, cosa que fue concedida por bula
pontifical. Los de Osma protestaron aduciendo que esta
concesión había sido obtenida con engaños y sin consulta a
la sede arzobispal. La alegría de los sorianos no fue larga
porque, a partir de ese momento, todas las peticiones de que
se le concediera a Soria una nueva sede arzobispal o, más
drásticamente, que se trasladara la de Osma a Soria, fueron
denegadas por los reyes tras consulta con los de Osma al no
atreverse a hacer cambios drásticos que provocaran
conflictos eclesiásticos. La petición continuó durante siglos
cada vez que moría un arzobispo y era denegada una y otra
vez hasta que, ya en tiempos recientes, se ha declinado
intentarlo de nuevo. Diversos hechos salpican esta enconada
disputa, como por ejemplo el incendio intencionado de la
casa donde residía el obispo de Osma en una visita a Soria,
por dos noches consecutivas.
El interior de la catedral, al que accedí al día
siguiente, es monumental. Tiene más de cincuenta metros de
longitud y casi cuarenta de ancho. Entré en plena oscuridad,
cerca de las dos de la tarde, volviendo del paseo por el río.
En la puerta tres mujeres charlaban tranquilamente y las
saludé sin que me hicieran mayor caso. Pude iluminar
brevemente la iglesia a base de echar monedas en un lugar
al efecto. Me fijé sobre todo en las columnas, imponentes,
que sujetaban un techo lleno de nervaduras de gran
vistosidad. Una de las riquezas de esta catedral, al parecer,
son los retablos. Obtuve uno nada más, el principal del altar
mayor y algo de lejos.
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Según he leído luego aquí se encontraron en
exploraciones relativamente recientes (siglo XIX) vestigios
de enterramientos nobles. Parece que algunos hermanos de
ese rey Alfonso VIII pudieron ser enterrados aquí. Rabal
describe también la apertura de uno de los sepulcros,
generalmente sin inscripciones en su lápida. Éste en
concreto presentaba un esqueleto con jirones bajo su cabeza
de una almohada de terciopelo carmesí y a los pies una
arquilla vacía de la que se decía que contenía unos
pergaminos que se llevaron a Madrid para ser descifrados y
allí se perdieron. Nada se sabe del hombre enterrado pero
los sorianos hablan de que fuera el infante don Juan, hijo de
Pedro el Cruel. Tras la muerte de su padre en Montiel a
manos de su hermano Enrique, Juan fue hecho preso y
encerrado en el castillo de Soria. La leyenda afirma que allí
se enamoró perdidamente de Elvira, la hija del alcalde del
castillo. Una versión afirma que murió de amor porque ella
estaba enamorada de otro. Otra versión, más elaborada,
afirma que la citada Elvira intentaría averiguar quién sería
su marido por el método habitual de las doncellas por
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entonces: Sumergiendo el pie izquierdo a las doce de la
noche en un lebrillo de agua bendita durante la noche de San
Juan. Ignoro la forma en que las doncellas habrían de
descubrir el nombre de su futuro esposo pero lo cierto es
que Elvira averiguo así que habría de casarse con Juan y,
tras consulta con el rey castellano por entonces, éste
obligaría a convivir a los esposos en prisión hasta su muerte,
tras la cual fue enterrado en la catedral.
La mayor parte del edificio se derrumbó en 1520.
Otros restos arruinados de distintos conventos y ermitas se
observan en la ciudad, algunos ya desaparecidos. Muy
cerca, al lado del río, la iglesia de san Agustín, de la que ya
no queda casi nada y que enfocaría con teleobjetivo desde la
ventana de mi habitación al día siguiente. Más adelante,
hacia el centro, las paredes de san Nicolás, otra de las
parroquias históricas de la ciudad, mutiladas, derrumbadas.
La piqueta y el tiempo avanzan incansables hacia el
deterioro de estos monumentos.
Hay una historia que ya he dicho sorprendente sobre
el derrumbamiento de la catedral. Dice ésta, comentada
como cierta el libro de Raval, que dos canónigos en el siglo
XVI, llamaron a un arquitecto encargándole una capilla en
el interior de la iglesia, obra que fue realizada sin
problemas. Al revisarla finalmente los canónigos le hicieron
observar que una de las columnas impedía la vista de la
capilla. El arquitecto coincidió con ellos pero afirmó que era
una columna importante del templo y que no se podía quitar.
Sus interlocutores exigieron el derribo de la columna, sin
embargo, y el arquitecto, a regañadientes, así lo hizo. El
resultado fue el derrumbe parcial de las naves de san Pedro.
Parece una historia inverosímil. Lo que la hace al menos
creíble es que unos años antes el cabildo de la catedral había
solicitado al rey el traslado hacia el interior de la ciudad de
la sede catedralicia, debido a que el centro de Soria se había
28
ido trasladando hacia el este y ahora la catedral,
antiguamente central, había perdido su posición de
privilegio. El rey se negó aduciendo la belleza del
monumento y su categoría de obra artística.
Después de comprobar las peleas durante siglos por
la sede arzobispal uno puede creer que los propios
canónigos quisieran derrumbar su propia catedral para
construir otra más importante y que pudiera aspirar con
mayores argumentos a ese sede tan deseada. En fin, el caso
es que vino de Osma don Pedro Acosta, el obispo, a revisar
los muchos daños. Se reunió con la nobleza de la ciudad y el
cabildo y allí les ofreció cumplir el deseo inicial de trasladar
la catedral al centro de la ciudad, si se allegaban los fondos
necesarios. En ese caso, él estaba dispuesto a asumir de su
bolsillo los gastos de otras obras complementarias que se
negó a definir. Dicen los historiadores que era posible que el
obispo pensara construir su propia sede personal allí además
de su enterramiento, en una forma encubierta de trasladar la
sede arzobispal de Osma a Soria pero ni él podía decirlo
claramente ni los sorianos lo entendieron así. Tras tiras y
aflojas, éstos se negaron a asumir gastos importantes y el
obispo, irritado por lo que describió documentalmente como
la pusilanimidad de los sorianos, aflojó la bolsa para la
reconstrucción del edificio en el mismo lugar donde se
encontraba pero sin gastos adicionales ni obras
complementarias. Se acabó la obra en 1573 quedando tal
como está en la actualidad.
29
4. Claustro de San Pedro
La primera tarde, al rodear el edificio, vi que había
una puertecilla abierta por la que entraba un hombre. Me
adelanté corriendo cuando ya cerraban el acceso y pregunté
a una señora si se podía pasar. Empezó una explicación
confusa de que ella no sabía que aquel día era festivo, que
había salido de su casa como siempre para abrir pero que,
entre unas cosas y otras, nadie le había advertido. Terminó
abriéndome la puerta para que pasara. “Es un euro”, dijo. Lo
pagué sin siquiera saber qué me esperaba. El papelito que
me dio sólo ponía ‘Claustro’.
Entré en él para quedarme sorprendido. Junto a mí
había una especie de garita donde permanecía el que luego
identificaría como el hijo de la señora que me había
franqueado la entrada, un joven mal peinado que iniciaría
con su madre una áspera discusión de motivos inciertos y en
la que no quise indagar. Pero todo lo demás era de una
30
belleza tranquila y espectacular.
El claustro de la catedral de San Pedro viene
mencionado en mi guía como “fantástico”. No sé cuál sería
el apelativo exacto para esta joya del siglo XII, conservada
perfectamente desde su construcción inicial. Es amplio. En
el centro un extenso espacio de césped, tan grande como no
lo había visto en otros claustros que visité. Allí se levanta un
ciprés solitario, de gran altura.
No he estado en Santo Domingo de Silos pero tal vez
la impresión sea semejante. Le pude calcular entre ocho y
diez metros de altura. El cielo, aquella tarde, estaba algo
nublado, venían nubes negras desde lo que luego sabría que
era el Moncayo y se extendían pausadamente por el cielo de
Soria. Frente a él un ciprés enhiesto y desafiante que
recordaba inmediatamente el famoso poema de aquel poeta
que fue profesor, como Machado, en el instituto soriano que
más tarde visitaría, Gerardo Diego.
31
Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.
Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,
como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.
Es indudable que aquél, mucho más conocido, debe
ser inspirador pero el poeta tal vez sintiera la misma
sensación al visitar este claustro. No conozco términos
técnicos del románico para definir la belleza de este
claustro. Sólo sé decir que la impresión era honda y se
adivinaba la belleza en sus arcos, en sus pilares. Siempre me
han gustado los claustros por la paz que destilan. Tal vez
colabora a ello saber que por ese mismo lugar paseaban los
frailes en silencio leyendo su breviario o en apagada
conversación unos y otros. Paseas por allí y la vida se retira,
el ruido del tráfico, las obligaciones familiares, la situación
profesional, el dinero que no llega a fin de mes, las
preocupaciones. Siempre me ha atraído esa vida retirada
monacal si bien no para hacerla forma permanente pero sí
para refugiarme en ella de vez en cuando, cuando sientes
que la presión es grande y no puedes avanzar más sin
quebrarte. Retirarte dentro de ti mismo, sentir el valor del
recuerdo, la valoración serena del presente, la fragilidad de
32
las preocupaciones que a veces se nos hacen como
montañas. Comprendo que no todo puede ser idílico y que
en los conventos había sus reglas, incluso rencillas y
envidias por el poder atesorado por unos y otros. A fin de
cuentas, los seres humanos siguen siéndolo y no hay más
que observar lo narrado respecto a la catedral y la sede
arzobispal de Osma. Pero entre todo ello queda la forma de
vida y probablemente muchas almas que aquí, paseando por
éste u otros claustros semejantes, encontraron la paz para su
corazón alborotado, el sentido de sus vidas en la oración que
no es solo rezo a Dios sino meditación profunda sobre la
vida propia y aquello que puede darle un sentido.
Fui paseando sin prisas. Una vez el acceso
permitido, la puerta de nuevo cerrada para que no accediera
nadie más, tuve el claustro entero para mí. Ignorando la
discusión permanente entre la madre y el hijo, aproveché su
distracción para recorrer cada rincón sin ser observado,
buscar ángulos adecuados. Era fuerte la luz y estaba seguro
de que no saldrían las mejores fotos porque la alternancia
33
entre luz fuerte y la sombra del claustro era difícil de
graduar pero me contenté con retratar detalles, ambientes,
ese breve paseo por el interior que no reflejaría nunca el
silencio de la tarde, sólo roto por los pájaros que anidaban
en el ciprés. No podría transmitir la belleza del lugar, ésa
que ni siquiera puedes observar en ese momento porque
estás pendiente del mejor encuadre, de captar la esencia del
sitio, que no se te olvide fotografiar nada que valga la pena.
Es sólo después, cuando ha pasado el tiempo y pretendes
escribir sobre ese breve paseo, cuando te das cuenta qué
momento tranquilo, qué instantes dulces fueron aquellos en
que recorriste aquellos pasos tan hermosos, cuando
disfrutaste de ese silencio que es paz y quietud, cuando
pasaste la mano por una columna con un historiado capitel y
estabas casi sólo allí, como si el tiempo se hubiera detenido,
como si fuera a salir por alguna de las puertas un fraile
arrastrando sus sandalias, leyendo su breviario y musitando
una oración silenciosa.
34
5. Ruinas de San Nicolás
Desde la catedral de San Pedro subí hacia el interior
de la ciudad buscando el eje que, empezando en las antiguas
calles Real y Zapatería, atraviesa la plaza Mayor, calle
Collado hasta desembocar en la Alameda de Cervantes,
conocida en Soria como la Dehesa de San Andrés o Dehesa
simplemente. Podríamos afirmar que es el eje neurálgico de
la ciudad, particularmente la calle Collado, lugar de paseo
de media ciudad por las tardes.
Pero la primera tarde andaba algo desorientado.
Venía cansado del viaje y no terminaba de situarme en una
ciudad de la que me habían hablado por su pequeñez y que
me parecía más grande y compleja de lo que había
imaginado. Naturalmente, esto sucede en un primer
acercamiento. Luego vas construyendo las direcciones, los
puntos de referencia que permiten orientarte entre el
conjunto de calles y monumentos. La segunda tarde, tras la
revisión de la primera caminata sobre el plano, ya podía
situarme bastante bien.
Esa primera tarde me interné sin darme cuenta por la
calle Postas. Andando por ella sin saber muy bien dónde iba,
pese al plano, me di cuenta en un momento determinado de
que estaba dejando atrás un punto que quería visitar. Miré
hacia un lado y otro hasta que, asomándome al borde de la
calle, pude ver un monumento que se levantaba entre casas
más modernas: Las ruinas de la iglesia románica de San
Nicolás. Bajé unas escalerillas para ponerme al nivel de la
calle Real que empezaba por esa zona y pude, finalmente,
dar una vuelta a todo el perímetro de las ruinas.
Ésta es una de las parroquias mencionadas en la
primitiva relación de Alfonso X. Se construyó, por tanto,
hacia el siglo XII o comienzos del siglo XIII, como
sospecha el historiador soriano del arte Gaya Nuño, por
35
cuanto los arcos de la parte inferior son enteramente
románicos mientras que los de la parte superior, más
cercanos a lo ojival, revelan la llegada de unos artesanos que
trabajaban en el estilo gótico.
36
Lugar importante en su tiempo por ser una iglesia
central en la ciudad los siglos han sido inclementes con ella.
Su desmoronamiento fue progresivo e imparable. En 1858
se decidió, dado su estado de ruina, desmontar la techumbre
de madera que aún sobrevivía, por el peligro de derrumbe. A
principios del siglo XX se desmontaron varios de sus
elementos para su mejor conservación. Así, un importante
retablo flamenco fue a parar a la iglesia de San Pedro
mientras que la hermosa puerta frontal constituye ahora la
entrada principal de la iglesia de San Juan de Rabanera que
vio así enriquecido su ya importante patrimonio. En ella
aparece San Nicolás en el centro, con mitra y bendiciendo,
mientras sacerdotes a su alrededor le llevan un libro, un
incensario, candelabros. Es importante este tímpano con sus
figuras porque marca la culminación del románico en Soria,
tanto en arquitectura como en escultura. Así se puede
apreciar cómo las figuras de San Nicolás están vueltas de
medio lado, mirando al santo central, con una flexibilidad
que no presentan las hermosas esculturas de la portada de la
iglesia de Santo Domingo, como veremos más adelante.
37
En enero de 1933 se procedió finalmente a demoler
parte de sus muros y recoger los escombros, lo que dio lugar
al descubrimiento bajo el ábside de numerosos cuerpos
enterrados de niños y adultos junto a una cripta subterránea
que no aparecía referida en ningún estudio previo de esta
iglesia. Gaya Nuño afirma que consistía más en un sepulcro
abovedado que en una cripta en sentido estricto. Dentro
había una momia que se pudo extraer siendo trasladada a
Nuestra Señora del Espino. Es posible que fuera la del
bachiller Pedro de Rúa, poeta del siglo XVI, que mandó
construir a sus expensas la capilla del Santo Cristo dentro de
la iglesia.
No sé qué tienen las ruinas para que atraigan tanto
mi atención. He recorrido pueblos y lugares donde se ven
casas abandonadas, despiezadas, mostrando impúdicamente
su interior. Al verlas pienso que entre esos azulejos de un
cuarto de baño se encerró una muchacha, quizá para llorar o
para leer una carta que no debía recibir. Entre esos papeles
en las paredes hubo una familia con sus cariños y sus
rencillas y cada uno de sus miembros tuvo una historia, una
vida que puede ser narrada. Todas las vidas merecen una
narración, un contar que las haga interesantes y les permita
cobrar un sentido, saber que se vive por algo y para algo o
alguien. Las ruinas nos señalan que esas historias están
acabadas para siempre, que ya no se puede recuperar la vida
que floreció entre lo que ahora aparece destrozado o
agrietado.
El tiempo es inclemente. Se puede apreciar en las
ciudades, cualesquiera que sean. Hay obras permanentes,
casas que caen bajo la piqueta para dar lugar a otras. Todo
se olvida. Pasa el tiempo para la iglesia de San Nicolás, para
la cofradía que se reunía en su pórtico y que ya no existe,
también a ella se la llevaron los siglos. Pasa el tiempo para
nosotros, que hoy contemplamos esas ruinas intentando
38
recordar unos siglos distantes. Nuestra vida, pasto del
olvido, la memoria, frágil aliado en nuestra lucha porque la
vida no muera del todo, porque no todo se olvide. Sin querer
saber que no hay salvación individual, que sólo la hay
colectiva y muchas veces ni eso siquiera.
39
6. Calles Real y Zapatería
Las ruinas de San Nicolás se levantan en el borde de
la calle Real. La arteria formada por esta calle y la de
Zapatería, separadas ambas (o unidas, según se mire) por la
plaza de la Fuente Cabrejas, fue central en la Soria
medieval, constituyendo el cauce de expansión hacia el
oeste de la ciudad que, inicialmente, se había reducido a la
plaza de San Pedro y aledaños. En aquel tiempo la muralla
era de un amplio contorno pero, en el interior de la misma,
había grandes espacios vacíos entre una barriada y otra.
Dentro de cada una se había ido levantando una parroquia
que se hacía cargo del número reducido de vecinos a que
atendía, tanto de la propia ciudad de Soria, como de los
pueblos adyacentes. Más de treinta parroquias en tiempos de
Alfonso el Sabio, el siglo XIII, para un número de
habitantes que apenas superaba el millar.
40
Cuando la ciudad fue creciendo al amparo de su
condición de fronteriza entre los reinos de Castilla y
Aragón, recibiendo aportaciones de unos y de otros, según
los intereses reales de la época y el deseo de estar a bien con
la pequeña nobleza del lugar y el clero eclesiástico, su
desarrollo se llevó a cabo por esta calle Real. Ésta es una
calle estrecha, de una anchura muy similar a la de Zapatería
con la que continúa el trazado. Es difícil aventurar
simplemente una descripción que encierre las sensaciones
que un paseante andaluz puede tener al caminar por ellas. Es
todo tan distinto que pareces haber entrado en otro mundo,
uno donde las casas son altas y no las de uno o dos pisos
como máximo que hay en los pueblos del sur, donde las
fachadas no están encaladas ni reflejan el sol cegador de
Andalucía sino que, con un alto contenido férrico que se
degrada con el tiempo, muestran un tono rojizo muy oscuro,
que evoca el tiempo pasado y muestra todos los años que
han pasado sobre ellas. El suelo no es de albero sino de
empedrado, a veces algo desigual, que con el paso de los
años ha adoptado un tono oscuro similar al de las fachadas.
De modo que te das cuenta, al pasear por la calle
Real, que esas casas han sido testigos privilegiados de gran
parte de la historia de la ciudad. Las hay del siglo XVI, más
en la calle Zapatería, cuyo deterioro es acusado. Allí
encontró acomodo, como lo indica el nombre, el gremio de
zapateros, de considerable importancia en aquel tiempo.
Muy cerca, transversal a la izquierda, se encuentra la calle
Cuchilleros o la de Carbonería, evocando la presencia de
otro gremio o los almacenes de tan preciado material para
conseguir el calor que una ciudad tan fría demandaba. A la
derecha se extiende la calle del Común, donde se reunía el
estado más llano de la ciudad, el Común de los ciudadanos,
para dirimir posturas de cara a la política ciudadana.
41
La calle Real se abre a su final mostrando un ancho
espacio del que irradian varias calles: es la plaza de la
Fuente de Cabrejas. En ella aparecía desde antiguo una gran
fuente que recogía las aguas del arroyo que provenía del
cerro del Castillo. En tiempos modernos se observó su
contaminación y terminó por clausurarse. Luego, el paso de
los coches hizo conveniente su desaparición. Muy
correctamente empedrada, todos sus lados muestran ahora
casas relativamente recientes salvo uno donde se levanta una
fachada de piedra muy sencilla y austera, pero llena de
belleza. Es el convento de las carmelitas descalzas de
Nuestra Señora del Carmen.
En el mismo lugar se situaba una de esas parroquias
originales de la ciudad, la de Nª Sra. de Cinco Villas.
Estando próxima a desmoronarse en el siglo XVI, el obispo
de Osma se la cedió a una conocida monja de Ávila,
fundadora de varios conventos castellanos, para situar su
nueva orden de las carmelitas. Santa Teresa llegaría a la
ciudad, según reza una placa en la puerta del actual
convento, el 2 de junio de 1581, para inaugurarla. Desde el
primer momento fue una orden muy bien acogida en la
ciudad y el convento original se fue ampliando para albergar
otros servicios. Así, al año siguiente de su inauguración, la
señora Beatriz Beaumont, viuda de un hombre rico e ilustre
de la ciudad (Juan Alonso de Vinuesa), cedió su casa aneja
para ampliación del convento y construcción de una iglesia.
Intentando observar el monumento desde otro ángulo
me interno por una estrecha calle aledaña, la del Carmen. El
convento ocupa toda la manzana y, a medida que entro por
esta calle, encuentro las puertas de lo que fue un hospicio y
un pequeño convento de monjes de la misma orden, en el
lado opuesto. Hace tiempo que esta parte fue adquirida por
una Sociedad que constituyó allí una escuela de maestros.
42
Luego vuelvo y continúo por la calle Zapatería. Las
paredes desconchadas alternan las casas viejas y humildes
con entradas de lo que parecen clubes nocturnos algo
sórdidos. No llego hasta su final. Una desviación a la
izquierda se abre en una especie de calle ancha e irregular.
43
Es la calle del Arco del Cuerno. Antiguamente se
denominaba del Peso pero al fondo de su corta longitud se
levanta un arco y, detrás de él, uno de los lugares centrales
de la ciudad, la plaza mayor. En ella se llevaron a cabo las
corridas en otra época y era por allí, bajo dicho arco, que
pasaban los toros entrando en la plaza para ser toreados.
Ahora sólo hay esa corta calle con un pequeño bar a la
izquierda. Paso bajo el arco, cual toro moderno, y
desemboco en la plaza, en la amplia y hermosa Plaza Mayor
de Soria.
44
7. La torre de doña Urraca
Desemboco en la plaza Mayor e inmediatamente me
invade la sensación de amplitud y hermosura de lo antiguo.
Si me quedo justo debajo del arco del Cuerno por el que he
llegado, frente a mí se levanta el actual ayuntamiento, otrora
la casa que albergaba las reuniones de los Doce Linajes,
cuyo escudo sobresale en la fachada. Mi mirada
inmediatamente va hacia la izquierda porque otro edificio
similar, algo más bajo, se levanta perpendicular al anterior.
Fue antiguamente la Audiencia y Cárcel Real. Pero mi vista
gira más a la izquierda y observa, adosado a la antigua
Audiencia, una casa grande, vetusta, con sabor a palacio,
terminado en una puerta que hace esquina a la plaza y poco
después, ya lindando con la calle que baja, la de Sorovega,
una torre no muy alta que sitúo enseguida como la de doña
Urraca.
45
La mayoría de los edificios, aunque obviamente muy
antiguos, están bien restaurados. Pero ese palacio no tanto.
Su cuerpo central no muestra signos evidentes de haber
pertenecido en otro tiempo a señores principales de Soria ni
haber sido refugio por unas horas de un infante real
castellano que, como rey, habría de agradecer en gran
medida los favores recibidos aquella noche de huida primero
en este palacio, luego por los caminos hacia Burgos. Su
abuela, doña Urraca, dicen falsamente que estuvo presa en
el torreón en que termina el edificio. En el centro una verja
de hierro casi desvencijada que da lugar a un espacio amplio
y abandonado. Ése fue el patio de armas de aquel palacio.
Tenía mucha curiosidad por ver todo lo que la plaza
Mayor ofrece pero, en particular, por observar esa torre y
ese palacio que ni siquiera es mencionado en todas las guías
de Soria. A fin de cuentas, además de lo dicho, frente a él se
levanta la importante iglesia de Santa María la Mayor.
Luego, por encima del Arco del Cuerno por el que he
entrado, la Casa del Común, lugar definitivo de reunión del
46
estado llano de la ciudad y donde se conservan los Fueros
que otorgaron en su día carta de ciudadanía con sus
derechos a los sorianos. Luego, en la otra esquina de la
plaza, comienza la calle Collado con un primer trecho,
antigua calle de Latoneros.
Todo es importante ahí pero centro mi primera
atención en la torre de doña Urraca. Ni entonces sabía que
aquella especie de caserón colindante era un palacio que
había albergado a Alfonso VIII cuando tenía tres años y huía
de su tío, el rey Fernando de León, ni tampoco conocía que
doña Urraca no había sido encerrada por su marido en esa
torre, como afirma la leyenda, sino en la de Castellar, en
Burgos.
Doña Urraca nace en 1080 como hija primogénita
del rey Alfonso VI de Castilla. Proclamado este último rey
de Castilla y de León tras la muerte de su hermano Sancho
II frente a Zamora, se inicia un período de éxito para las
fuerzas cristianas que culmina con la toma de Toledo en
1085. Los árabes, alarmados ante su avance arrollador,
reclaman del norte de África la llegada de otros musulmanes
mucho más decididos pero también más estrictos en su
ortodoxia religiosa, los almorávides de Yusuf ibn Tasfin.
Estos penetran en la Península y, antes de apoderarse de la
parte musulmana, derrotan al rey castellano-leonés en la
batalla de Zalaca y luego en Uclés, conteniendo su avance.
En la primera batalla intervino un lejano pariente de
doña Constanza, la madre de doña Urraca. Se trataba de don
Raimundo de Borgoña, noble caballero que había llegado a
la corte del rey castellano por mediación de su hermana,
hasta casar con doña Urraca, a quien daría dos hijos, uno de
ellos varón, el futuro Alfonso VII. Sin embargo, a la muerte
de Alfonso VI en 1109 su hija llevaba ya dos años viuda y el
futuro heredero era un niño muy pequeño. No debía ser
viuda recatada y tranquila, amante de los rezos de vísperas y
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novenas. Por el contrario, resultaban bastante conocidos sus
amores con algunos nobles castellanos. Sin embargo, su
padre ya se había decantado por unir los destinos de Castilla
y de Aragón, casi cuatrocientos años antes de los Reyes
Católicos. Hay que tener en cuenta que en el tiempo de que
hablamos algunos condados, como Galicia o Portugal, se
iban transformando en reinos, mientras que surgía el reino
castellano-leonés, fruto de una fusión anterior y reciente,
que tanto se unían como lo contrario, según las reglas de la
herencia. Estaba el reino aragonés, el navarro y la Marca
hispánica de los condados catalanes, próxima a desligarse de
los carolingios galos y convertirse en reino.
Alfonso I era por entonces rey de Navarra y Aragón.
Contaba 35 años cuando casó con doña Urraca y se hizo
titular rey conjunto de Castilla y León. Las desavenencias
entre ambos fueron inmediatas y el enlace real no duró más
allá de cinco años. De hecho se afirmó que don Alfonso
mandó encerrar a la reina en Castellar debido a sus
infidelidades. Así ha quedado para la historia doña Urraca
como una mujer de apetitos sexuales desbordados, actitud
reprensible en una reina, no desde luego en un rey que podía
acumular fácilmente hijos bastardos. Cosas de aquel tiempo.
No parece que la existencia de amantes supusiera para doña
Urraca que le temblara el pulso a la hora de exigir sus
derechos y tratar de gobernar sus tierras.
Alfonso I fue llamado el Batallador y con él puede
decirse que empieza la historia de Soria por cuanto, plaza
ganada poco antes, fue el rey aragonés el que la mandó
repoblar en unas condiciones de las que hablaré más tarde.
Soria crece así de ser simplemente una aldea perdida a estar
poblada de cristianos y nobles que defenderán su perímetro
amurallado frente a los ataques tardíos de Almanzor hasta
darle muerte cerca de Medinaceli, donde fue enterrado.
48
El objetivo de don Alfonso era uno: Ampliar las
tierras aragonesas a través de Zaragoza hasta llevar el reino
a tierras levantinas sobre el Mediterráneo, lugar ideal para
embarcar la flota y cumplir su auténtico sueño, la
participación en las Cruzadas. Conforme a ello fue
guerreando sin pausa y ocupando todo tipo de espacios. Su
matrimonio con doña Urraca debió ser un dolor de cabeza
permanente y un obstáculo en sus planes de unir a casi todos
los cristianos bajo su mando. La rebelión de la reina
49
castellana contra él no puede entenderse plenamente sin
comprender la ambición del rey aragonés y la profunda
incomodidad de la nobleza de Castilla, que veía que el rey
nombraba indefectiblemente aragoneses y navarros en toda
tierra conquistada a los musulmanes y en las que
participaban lógicamente las tropas castellanas.
Durante ese tiempo el hijo de doña Urraca, Alfonso,
había crecido en Galicia. Según la herencia de su abuelo
Alfonso VI, en caso de casarse de nuevo su madre, como así
lo hizo, este niño sería proclamado rey de Galicia. De ello se
encargó en 1111 el obispo Gelmírez que pretendió separar el
destino de estas tierras, antiguo condado castellano a cargo
de la propia doña Urraca, de la suerte del matrimonio
castellano-aragonés además de trasladar al niño Alfonso a
León para proclamarle rey de Castilla. Tal cosa fue
entendida como una traición y la insurrección fue aplastada
en ese momento, no sin que las tornas cambiaran pocos años
después. Separada de don Alfonso, doña Urraca tuvo que
contemplar cómo éste le arrebataba varias ciudades
importantes del alto Duero, Soria o Almazán entre ellas.
Cuando a la muerte de doña Urraca en 1126, Alfonso
sea coronado como nuevo rey de Castilla y León, el séptimo
en llegar ese nombre, una de sus primeras acciones será
precisamente enfrentarse con un ya envejecido padrastro
Alfonso, reclamándole los territorios ocupados en Soria.
Éste, inicialmente, reúne tropas para enfrentarse al nuevo
rey castellano pero observa la diferencia de las mismas y
opta por la retirada. Alfonso VII ocupa finalmente todas
estas ciudades, incluidas Soria y Almazán, que nunca ya
dejarán de ser castellanas.
Y sobre estas piedras de la Plaza Mayor, entre estos
palacios, se fue dirimiendo en parte esta historia de amores
y ambiciones, de condados y reinos que se unen y separan
según los vaivenes de la herencia y los lazos matrimoniales.
50
Todo era así entonces, luchas, poder, influencias, planes de
expansión, reinos que se unen y otros que son engullidos por
los más grandes. Y la necesidad de garantizar de algún
modo el repoblamiento de aquellas tierras conquistadas a los
musulmanes.
51
8. Los Doce Linajes y la Audiencia
El actual edificio del Ayuntamiento es
verdaderamente señorial y destaca por el hecho de mostrarse
exento, es decir, aislado de todos los demás edificios del
entorno. Sobre su fachada aparece, enorme, un escudo
nobiliario redondo dividido en doce partes iguales, cada una
de las cuales tiene el escudo de una de las casas nobles que
repoblaron Soria en el siglo XII.
En efecto, cuando Alfonso I el Batallador ocupó
estas tierras encargó al caballero Fortún López su
repoblamiento. Ello había de hacerse, como era habitual en
aquella época, ofreciendo tierras a casas nobles cuyos hijos
segundones, por ejemplo, podían tener aspiraciones de
poseer sus propios dominios territoriales. En cuanto al
estado llano se debían ofrecer distintos privilegios, entre
ellos la libertad a aquellos que debían trabajar para otros por
deudas. Según parece, la institución de los Doce Linajes
sorianos fue una forma de organización de todos estos
52
pobladores, de manera que se agrupaban bajo el control de
una de estas casas. No eran sólo doce casas nobles sino
verdaderas agrupaciones de nobles e hidalgos que tenían
bajo su responsabilidad el buen gobierno de la ciudad y
tierras aledañas, constituyéndose en una auténtica
institución de gobierno.
El número de doce proviene de las Doce casas de
Ricoshombres de Navarra que, a su vez, había copiado el
modelo de los Doce Pares de Francia. Habitualmente
tomaron el apellido principal del linaje (Barnuevo, Morales,
Santa Cruz o Calatañazor) o de la parroquia donde se reunía
hasta contar con este edificio (Santisteban, San Llorente),
incluso del principal de los cargos que ostentaban en el
gobierno ciudadano (Chancilleres). Durante un largo tiempo
fueron el órgano decisorio de la ciudad pero perdieron dicho
poder a medida que ascendía una burguesía que reclamaba
su parte en las decisiones. La culminación de todo ello, la
forma de entroncar aquellas viejas instituciones con las
nuevas, democráticas, es este edificio que levanta su fachada
53
austera y elegante en la tarde soriana, cuando desemboqué
en la plaza. Ya entonces, una hora después, me sentaría en
un bar aledaño y pediría, además de un bocadillo para la
noche, una cerveza sin alcohol que me supo a gloria. Podría
contemplar cómo la plaza, inicialmente casi desierta, se iba
llenando de sorianos de paseo, familias enteras, algunos
jóvenes y niños que correteaban, muchos deteniéndose en el
paseo para saludarse unos a otros. En las mesas restantes
grupos familiares siempre discutían e intercambiaban
opiniones, algunos que me miraban distraídamente, la
cámara fotográfica encima de la mesa, la gorra a su lado,
figura inequívoca de turista.
La última tarde también estuve allí, como la anterior,
y me quedé mirando todo esto que ya se me iba. Hombres y
mujeres sentados en la fuente de los leones central, la que
fue construida por la ciudad en tiempos de Carlos IV, 1798,
para ser trasladada por un tiempo a la cercana Dehesa y
volver después al sitio original. Los niños correteaban
intentando zafarse de sus padres en aquel espacio sin coches
para, en algún caso, colarse entre las rendijas de la obra que
se abría entre la casa de los Doce Linajes y la antigua
Audiencia.
Miré cada tarde este último edificio, con sus
soportales medio tapados por las feas vallas de la obra.
Antiguo palacio del marqués de Velamazán, se transformó
en Audiencia y Cárcel en 1769, fecha en que conoció una
profunda remodelación. Sobre ella el reloj colocado mucho
después, el mismo que conoció Antonio Machado, paseando
de noche por esta plaza...
54
¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!
¡Muerta ciudad de señores
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan
por las sórdidas callejas,
y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas!
¡Soria fría! La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.
55
Debo reconocer que lo de “Soria pura, cabeza de
Extremadura” que aparece también en el escudo de la
ciudad me extrañó desde un principio. ¿Qué tiene que ver
Soria con Extremadura para ser su cabeza? No fue hasta
bastante después que he leído el término ‘extremaduras’
aplicado a estas regiones de ganadería y agricultura. En ese
sentido, Soria fue la primera en importancia de las
extremaduras del Alto Duero.
A voces, los padres fueron llamando al orden a los
niños traviesos. Entonces, mientras estos volvían
discutiendo entre sí, quedaron en suspenso, callados y
atentos. Muy cerca se oyó el sonido profundo de una
caracola y, por la calle que media entre los dos edificios,
junto a la valla de la obra, aparecieron dos extrañas figuras:
Un hombre viejo que tocaba la caracola y daba grandes
voces sin sentido y una especie de camello de ojos
enrojecidos formado por un hombre colocado sobre otro.
Los mimos fueron deteniéndose mientras los niños se
arremolinaban emocionados junto a ellos. Uno acariciaba la
cabeza del camello que se detenía en la fuente para hacer
como que bebía agua, otros daban palmas y miraban,
sonrientes, excitados. También los adultos seguíamos
primero con la mirada y luego, tras pagar rápidamente, los
pasos de tan extraña pareja de la que no supe qué decían
representar. Luego, cuando los niños fueron ganando
confianza y alguno tocaba al camello, el viejecito de la
caracola lanzó al aire unos polvos que, entre explosiones,
emanaron un humo verde de olor algo desagradable.
56
Así se fueron al rato de la plaza, Collado adelante.
Todos los niños fueron detrás. Sonaron petardos al cabo de
un momento y risas y alegría de los niños y sonrisas de los
mayores. La caracola se fue perdiendo en la tarde y, al cabo,
no quedó nada sino un sonido lejano que al rato desapareció.
57
9. Santa María la Mayor
Cuando se sale a la plaza desde el Arco del Cuerno
se puede mirar a la izquierda, hacia la calle Sorovega,
abreviatura de “Suero de Vega”, ilustre familia donde se
cuenta a Juan de Vega, virrey de Nápoles y Sicilia. Volverán
a ser mencionados en el siguiente párrafo. Pues bien, en esa
dirección se levanta, en una esquina de la plaza, la antigua
iglesia de San Gil, una de las parroquias más antiguas de la
capital. De estilo románico, probablemente levantada en el
siglo XII, parte de sus muros fueron derribados hace un
siglo, dado su estado ruinoso. Además ha conocido varias
intervenciones a lo largo del tiempo, particularmente en el
siglo XVI, cuando el Cabildo catedralicio tuvo que alejarse
de una catedral de San Pedro después de su derrumbe.
De entonces data su cambio de nombre por el más
solemne de Santa María la Mayor y la construcción de una
capilla particular con el escudo de los Calderones, para ser
58
enterrados allí, como era tradicional en las familias
importantes. Pese a todo lo dicho, la iglesia no es grande ni
comparable a San Pedro. No tiene su monumentalidad ni la
belleza de Santo Domingo, contemporánea suya. De hecho,
la torre parece incompleta dado que apenas sobresale del
perfil de la techumbre.
Entré, como en casi todas las iglesias sorianas, sin
ningún problema. La puerta, con triple arco, es sencilla y
hermosa. En el interior estaba lógicamente oscuro. Sólo
había algunos hombres y mujeres sentados en silencio,
repartidos en todo el espacio de la nave. En esas
circunstancias, con unas naves laterales casi inexistentes,
sólo me quedaba hacer alguna foto desde atrás, donde no
molestara a nadie. A lo lejos se veía el altar mayor. Me
imaginaba allí el 30 de julio de 1909, casi hace cien años, a
un incómodo joven de treinta y pocos años junto a una novia
engalanada que sólo contaba la mitad de su edad. Habían
venido por la calle Collado desde la pensión donde vivían
los padres de ella, el cortejo, las risas y gritos de alegría que
59
a la noche se transformarían en desagradable cencerrada,
todas las miradas pendientes del profesor del instituto, el de
francés, que caminaría del brazo de su madre hasta la plaza
Mayor y luego, esperando en la puerta de la iglesia a que
llegara su amada Leonor, la alegría de su casa y de los pocos
años en que al poeta le alcanzó la felicidad.
Tus ojos me recuerdan
las noches de verano,
negras noches sin luna,
orilla al mar salado,
y el chispear de estrellas
del cielo negro y bajo.
Tus ojos me recuerdan
las noches de verano.
Y tu morena carne,
los trigos requemados,
y el suspirar de fuego
de los maduros campos.
De tu morena gracia
60
de tu soñar gitano,
de tu mirar de sombra
quiero llenar mi vaso.
Me embriagaré una noche
de cielo negro y bajo,
para cantar contigo,
orilla al mar salado,
una canción que deje
cenizas en los labios...
De tu mirar de sombra
quiero llenar mi vaso.
61
10. Nuestra Señora del Espino
Subo por la calle Pósito, entre el Ayuntamiento y la
Audiencia, eludiendo las obras. El camino se empina
notablemente hacia las faldas de la colina del Castillo a la
que no llegaré ese primer día. Pero quiero subir por allí para
conocer una iglesia antigua en origen, cuando era parroquia
de Nuestra Señora de Covaleda, pero que fue derruida sobre
el siglo XVI para levantar otra, más grande y firme, en la
que intervino económicamente la familia que antes
mencioné, la de Suero de Vega. Es la iglesia de Nuestra
Señora del Espino.
Dice la leyenda que esta virgen fue encontrada por
un labrador en la zona de Covaleda, sobre un espino. Metida
en un zurrón para ser llevada hasta la ciudad, entonces
distante, la virgen desapareció misteriosamente volviendo al
espino original. Este hecho, repetido una vez más, mostró
que la imagen quería seguir en el mismo lugar. Por ello se
62
construyó allí, en la zona llamada Covaleda, una iglesia que,
al ser reformada por completo varios siglos después de su
fundación, cambió de nombre.
Frente a ella hay un atrio rodeado por un pequeño
murete. Unos turistas extranjeros miran una guía y el
hombre fotografía el perfil de las torres. Rodeo el perímetro
de la iglesia, yo también fotografiándola. El muro de la
iglesia continúa a la derecha por un estrecho camino que
baja hacia las afueras de la ciudad. Arrimados a esa tapia,
sentados en un banco, varios viejos me miran sin mayor
interés, envueltos en su mundo de ya escasa curiosidad por
lo desconocido. Luego una pequeña puerta.
El lugar más antiguo del cementerio es como tantos
otros. Tumbas medio abandonadas, otras artísticas y bonitas.
Varios carteles indican dónde encontrar la que todos
venimos buscando, viniendo de lejos. Es una lápida sencilla
rodeada por una verja. Alguien ha depositado una flor
amarilla a sus pies. “Doña Leonor Izquierdo de Machado”,
viene escrito y la fecha de su muerte: “1 de agosto de 1912".
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Luego, en letras grandes: “A Leonor Antonio”.
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
Me quedo un rato mirando la lápida. No hay nadie
en el cementerio salvo los pájaros que pían entre las ramas
como un juego eterno. ¿Cuánto me ha llevado llegar hasta
aquí desde la plaza Mayor? Cinco minutos escasos. Cinco
minutos que son como tres años en la vida del poeta, desde
su boda hasta la muerte de su mujer. Años de felicidad, de
escritura intensa. “Campos de Castilla”, donde vienen tan
64
hermosas páginas dedicadas a Soria, tendrá un éxito
inmediato. Pienso en aquel joven que al fin encontraba la
completa madurez en el amor, en la escritura, lleno de una
extraña seguridad en sí mismo que no había conocido tan
intensamente hasta ese momento. Le veo tomando el tren
con su mujer para ir a París en 1910, contento, entusiasmado
por contar con una beca de la Junta de Ampliación de
Estudios concedida por Giner de los Ríos para profundizar
en filología francesa. Le observo en la pensión parisina
aquella terrible noche en que Leonor cae en cama con un
vómito de sangre, el rostro demudado, un hombre que
recorre sin éxito las calles de París en busca de un médico.
Luego teniendo que pedir dinero a su amigo Rubén Darío
para poder volver a Soria. Tantas cosas pasan en cinco
minutos, en tres años.
También la esperanza. Vuelvo por mis pasos y cruzo
frente a la iglesia de nuevo. Frente a ella la mole inmensa de
un olmo muerto, lleno de cemento su interior para que se
65
mantenga en pie. Sobre él aquellos extraordinarios versos
del poeta:
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino; antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
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Versos llenos de luz y de consuelo, rebosantes de la
vida que sigue su marcha sobre la muerte y su soledad. Me
hace mal verlos clavados sobre ese olmo muerto, aunque la
tradición diga que ése sea el árbol al que va dirigido el
poema. Este hecho, además de ser cuestionable, es
contradictorio ahora porque los versos hablan de primavera
y de la luz que resurge de la muerte y el olmo es
simplemente ahora un viejo remedo del que fue. Porque la
vida sigue sobre aquellos que caen, sobre los pobres y
olvidados, sobre los ricos que levantan iglesias y se hacen
enterrar en sus capillas, sobre los poetas que asisten
desolados a un exilio indeseable. Sobre todos ellos, los que
recuerdan y los que son recordados, la vida sigue y nuevos
brotes surgen de la muerte y la desolación, y están llenos de
alegría y pujanza. Otros poetas vendrán detrás a cantar a
Soria y a la muerte que nos apaga y a la vida que nos
ilumina.
67
11. Condes de Gómara
Entré en el Collado finalmente dejando el extremo
de la plaza que está poblado de mesones y bares, en uno de
los cuales me había sentado a ver pasar la vida ciudadana. A
unos metros tan sólo la calle se abre en lo que parece un
ensanchamiento a la derecha de su curso y termina siendo
una pequeña plaza: la de San Blas y el Rosel. En medio hay
una alta farola rodeada de un círculo dividido en doce
partes. Cada una ostenta el escudo en bronce de cada uno de
los linajes ciudadanos que, de este modo, tienen un
reconocimiento de la capital, independientemente del
escudo que ostenta la fachada del Ayuntamiento. La
costumbre del pueblo soriano es, por ello, la de denominar a
esta plaza de nombre tan complicado como “la de la tarta”,
porque su apariencia así lo asemeja.
A su derecha, casi perpendicular a Collado, entre un
bar en el que una tarde me senté y me clavaron casi tres
68
euros por un refresco y otro edificio en cuyos bajos hay una
tienda de fotos, se extiende la calle Estudios, que visitaré
otro día. Más a la derecha se encuentra una calle que quería
visitar. Voy andando, curioso y expectante. Paso sin darme
cuenta inicialmente por una espléndida librería, a la que
volveré al día siguiente. Pero lo que busco está casi al final
de la calle Condes de Gómara.
Allí se levanta, con gran diferencia, el mayor edificio
civil soriano, el palacio de estos condes. Francisco López
del Río y Salcedo, Alférez Mayor de Castilla con Felipe II,
lo mandó levantar desde 1577 a 1592. Eran ya por entonces
señores de las tierras de Almenar y llegarían a obtener el
condado de Gómara en 1690. Es ésta una tierra amplia al
este de la provincia, en la frontera con Aragón. Desde el
principio del repoblamiento cristiano perteneció al obispado
de Osma pero en 1578, a raíz de la intervención armada del
rey Felipe II en Aragón por el polémico juicio sobre
Antonio Pérez, refugiado allí, el rey consideró más oportuno
que pasara directamente a control real. De nuevo la frontera
69
como valor de importancia de una localidad soriana. El
siguiente monarca, Felipe III, prefirió entregársela a un fiel
vasallo, don Antonio López del Río, que ya era señor del
pueblo colindante de Almenar.
Pero la historia de los Río y Salcedo no acaba aquí.
Poco después de la concesión por Carlos II, el último de los
Austrias, del condado de Gómara, sobrevino su
fallecimiento. En los últimos años del siglo XVII dos
candidatos al trono disputan sobre tierras españolas sus
opciones a la sucesión de la corona española: Felipe V de
Borbón y el archiduque de Austria. Cataluña y Valencia, así
como Aragón, estaban del lado del segundo y frente a ellos,
Andalucía, Extremadura y Castilla favorecían la candidatura
francesa. De nuevo Soria fue uno de los escenarios de los
enfrentamientos reviviendo tiempos pretéritos de luchas
castellano-aragonesas. Allí se armaron caballeros como el
conde de Agramonte y, entre otros, Manuel Salazar y
Salcedo, reciente conde de Gómara. Dado que la lucha
principal se desarrolló en sus propios dominios, este último
tuvo un papel cada vez más destacado en rechazar a las
fuerzas del archiduque.
El palacio es impresionante, incluso tal como lo
encontré yo. Quedé desilusionado al ver que habían cubierto
por algún extraño motivo las mejores esculturas, los más
impresionantes relieves, de una tela tupida que
prácticamente los ocultaba. No vi obras cercanas frente a las
cuales protegerse, no vi tampoco ninguna en el propio
edificio y supongo que no lo tendrán permanentemente así
para eludir el ataque de las aves y elementos atmosféricos.
No obstante, frente a lo incomprensible, tuve que
aguantarme y admirar la espléndida fachada de cien metros
de longitud. Aparece dividida en tres partes bastante
diferenciadas: la puerta muy labrada y en cuya parte
superior aparecen los escudos de los Ríos y Salcedo, el
70
cuerpo principal del edificio, que consta de una doble serie
de arcos de medio punto con columnas jónicas, y la torre en
un extremo. Paseo por allí y lo admiro todo, aunque algo
frustrado de que las fotografías que haga no muestren la
belleza que se adivina debajo de esos extraños ropajes. Al
final de la calle, donde forma una amplia curva, me asomo y
veo la iglesia del Carmen, la inaugurada por Santa Teresa,
en su parte posterior, la actual escuela de maestros.
Luego retrocedo hacia la plaza de la tarta y observo,
al lado mismo del palacio, un arco grande que se abre a otra
calle: El arco de los Condes de Gómara es su nombre. Miro
la gente que pasa por él y me prometo adentrarme otro día
sin saber que llegaré al mismo punto, sin darme cuenta, otro
día y por el camino contrario. Detrás de él hay una calle que
lleva hasta la plaza de Bernardo Robles, a espaldas del
instituto, donde se levanta el mercado. Entré en él la última
mañana y vi un bullicio enorme de personas y puestos de
fruta y verdura en la calle. Admiré los jugosos melocotones,
baratísimos, que ya no habría de comprar dado que me
marchaba, la gente que levantaba apenas la vista cuando
hacía una fotografía de todo este ambiente, las discusiones,
algunas voces de vendedores.
71
12. San Juan de Rabanera
La calle Collado es el eje comercial y vital de Soria.
Uniendo en sus extremos la plaza Mayor, centro político y
administrativo, con la Dehesa, lugar de ocio y paseo por
excelencia, toda ella discurre llena de comercios, bares y, a
la tarde, de gente que pasea, se encuentra con otros que
hacen lo mismo y se saludan, charlan incansablemente,
formando ese tejido de convivencia mutua con todo lo que
ello trae tan característico de las ciudades de provincia.
72
No he podido traerme una impresión definida del
carácter de los sorianos. He intentado hablar sin demasiada
insistencia con algunos de ellos pero he encontrado una casi
constante incomodidad para franquear el inmediato
obstáculo de la cortesía más elemental. Me acuerdo de la
chica que me atendía cada tarde, en la plaza Mayor,
tomando una cerveza. Era seria pero agradable de trato. Le
pedí un bocadillo de jamón y queso. Escuchó la petición sin
decir nada apenas y consultó con su padre, que se veía
malhumorado y distante, a saber qué extraña cosa le estaba
pidiendo yo. Ella transmitió lo dicho finalmente por él sin
una explicación. Cada tarde de las que fui me atendió con la
misma corrección distante y seria. Tomemos a los que
atendían en la recepción del hotel. Intentaban responder a
mis preguntas, incluso gastar una broma o hacer un
comentario más personal y se les veía incómodos haciendo
eso, como si no lo hicieran nunca y no tuvieran facilidad
alguna. Verdaderamente, yo no soy de un carácter
extrovertido pero me gusta hablar, preguntar en los sitios
que no conozco. Aquí se hacía difícil, como si el
interlocutor no estuviera muy acostumbrado a contar en el
más pleno sentido de la palabra. Tal vez sea ese tópico del
cerrado carácter castellano que, en parte, tengo como mío.
Sólo algún taxista fue más explícito para contarme que
había venido a Soria hacía poco tiempo o, en otras palabras,
que no era natural de allí. Ése fue el único que me dio
amplias explicaciones sobre la ciudad, las dificultades para
ir a Numancia. Sin embargo, cuando ya renunciaba a
conocer a los sorianos, me encontré el polo opuesto en
Almazán, el pueblo que visité. Así que no sé qué pensar, tal
vez el soriano esté más acostumbrado a tratar con gente
conocida y el turista venido de lejos, el desconocido, genere
cierta desconfianza y prevención.
73
Collado, como decía, es el eje comercial por
excelencia, lugar de paseo y encuentro. Cuando vuelvo a la
plaza de la tarta para reiniciar mi recorrido por ella observo
en primer lugar, a mi izquierda, el casino. Quise
fotografiarlo varias veces pero no fue fácil. No pretendo ser
descortés ni indiscreto con las fotos y los viejos que allí se
sientan te miran con mucha atención cuando lo intentas, no
parece gustarles ni un pelo el retrato. Estoy acostumbrado a
ver las calles centrales en los pueblos, en pequeñas
ciudades, gente paseando y viejecitos sentados en un banco,
viéndoles pasar, otros que se sientan en mesas de un bar
viendo a los demás y siendo vistos por los que pasan. Ese
‘verse’ es una de las actividades comunales por excelencia
en este tipo de ciudades pequeñas. De manera que no me
extrañó observar a los viejecitos, sentados en las mesas del
casino, mirando a los que pasaban. Pero observé varias
cosas peculiares.
En primer lugar, no eran ancianos cualesquiera,
puesto que vestían bastante bien, eran gente con dinero o lo
74
aparentaban, probablemente, pensé, antiguos ganaderos o
agricultores o periodistas o vete a saber qué. En segundo
lugar, permanecían en silencio entre ellos de manera que
toda su actividad consistía en tener un cigarrillo entre los
dientes y mirar atentamente a los que pasaban. En tercer
lugar, no era una mirada simplemente curiosa. Aquellos
viejos que miran ociosamente a los demás no tienen casi
ningún problema en que alguien les mire a su vez, incluso
que se les saque una fotografía. Cuando así lo haces te miran
como pensando que eres algo peculiar, un bicho raro, ¿a
quién se le va a ocurrir sacarnos una foto con lo vejestorios
e inútiles que somos?. Los del casino, bien vestidos, con un
cigarrillo o una copa, miran de una forma endurecida y lo
hacen porque se saben, a su vez, examinados. Tal vez
tengan una imagen que proteger, no son simples jubilados
que se sientan a charlar de sus cosas y recordar otros
tiempos o contarse las medicaciones y padecimientos, como
en el paseo del Mirón, sino que tienen algo que aparentar
aún, la posibilidad de juzgar a los demás pero también de ser
juzgados, probablemente por ser conocidos.
Continúo caminando por la calle y encuentro otro
ensanchamiento, esta vez a la izquierda. Consulto el nombre
de la plaza, San Esteban, miro el mapa y veo que estoy cerca
de uno de mis principales objetivos. De todos modos me
sorprende la plaza. Está muy arbolada y llena de bancos
donde se sientan por la tarde, esta vez sí, innumerables
ancianos que te miran con esa curiosidad inocente de tantos
jubilados a la que me he referido antes. La primera tarde me
pareció abandonada pero no fue así cuando pasé a una hora
más tardía. Es obvio a estas alturas que el centro de Soria
está lleno de ancianos. Los hay en el Mirón, en la plaza
Mayor, en el Collado, ocupan casi la mitad de la Dehesa, los
encuentras por todas partes. Por la calle Collado pasean
gente entre treinta y cincuenta, familias enteras, niños. Pero
75
los jóvenes en pandillas es raro verlos salvo en alguna de las
plazas aledañas como la de Benito Aceña o en la Dehesa.
Hice un par de fotos nada más, un deseo de
conservar memoria de este lugar, sobre todo por la
monumentalidad de sus edificios, particularmente el Banco
de España, que cierra la plaza por el lado contrario a
Collado, y el que debe ser museo con el nombre de Gaya
Nuño, importante historiador del arte soriano. Luego he
leído algo más de esta plaza y llegado a lamentar no haber
tomado más rincones, particularmente de la pensión ‘Las
Isidras’, donde residió dos años Gerardo Diego cuando era
profesor del cercano instituto, hoy llamado Antonio
Machado, entre 1920 y 1922. Hasta 1804 se levantó en
terrenos de la propia plaza la iglesia de San Esteban dando
su atrio a la calle Collado misma. Al derribarse se despejó
un terreno que dio lugar a la plaza, tal como aparece ahora.
En la parte que no fotografié, la otra esquina contraria al
museo de Gaya Nuño, estaba la antigua Casa de la
Inquisición. Hoy es un edificio señorial pero como tantos
otros y no me llamó la atención. Todo se ha derribado para
construir nuevos y mejores edificios. Hay bancos donde
antes estaba el palacio de Juan Camargo o el de los señores
de Osonilla o la casa de los Rodríguez de Villanueva. El
dinero nuevo viene a sustituir al antiguo.
Luego continúo hacia dentro y llego a otra plaza que
me resulta espectacular. Es alargada y contiene dos edificios
que dejan sin aliento. Uno, por uno de sus lados más largos,
es la Audiencia actual que se continúa en la Delegación de
Hacienda; el otro, por uno de sus lados cortos, es la iglesia
de San Juan de Rabanera.
76
En cuanto a los edificios religiosos de la capital yo
diría que son tres los recuerdos que tengo de mi viaje como
más impresionantes: Uno es el claustro de San Pedro, del
que ya he hablado; otro será el pórtico de la iglesia de Santo
Domingo cuando le llega la luz del atardecer; el tercero es el
exterior general de esta iglesia de San Juan. Si la Audiencia
es un edificio impresionante en cuanto a solidez y por
disponer de una fachada artística, la atención queda
eclipsada, sin embargo, por el encanto de la iglesia. Tal vez
sean sus medidas proporciones, el color de sus piedras, el
imponente pórtico de San Nicolás, que se trajo aquí a
principios del siglo XX. No es ajeno a ese encanto el hecho
de que la iglesia está exenta, sin edificio alguno adosado a
ella, por lo que se puede pasear por todos sus lados.
77
Fue levantada algo más tarde que las antiguas porque
no aparece en el registro de las parroquias de Alfonso X. Por
su estilo, la compacidad románica de sus muros pero
también sus ventanas ojivales, por la cruz latina que no es
usual en esta zona donde predomina la nave central con dos
78
laterales, puede situarse a finales del siglo XIII. Ha
conocido además, como otras muchas, diversas
reconstrucciones. De la parte más antigua sobresale el
ábside que maravilla al espectador que lo contempla por
fuera. En vez de tener una ventana central en él, como es lo
habitual, esta iglesia de San Juan muestra dos simétricas.
Entré en ella con facilidad. Un guía iba explicando a
un grupo de visitantes la naturaleza de los retablos, del
Cristo del siglo XVII que colgaba precisamente en el centro
del ábside, obra de Manuel Pereira. Al decir de Gaya Nuño,
“el ábside, que es el de más bella disposición de la
Península, sobre una plataforma semicircular, que salva el
desnivel del terreno, se alzan de un rebanco tres pilastras
con oficio de contrafuertes”. El guía me preguntó de dónde
era “a efectos estadísticos”, aunque ni siquiera apuntó mi
respuesta, y me sugirió la posibilidad de iluminar la iglesia
con cincuenta céntimos, como así hice. Luego, sin
79
preguntarle, acostumbrado como estoy a introducirme por
todos los huecos, subí hasta el coro e hice algunas fotos más
desde allí, no muy buenas, dada la oscuridad reinante. Es
curioso observar que casi todas las iglesias sorianas
permanecen abiertas y esto es así por la disposición de una
santera o de un guía a abrir el recinto y vigilarlo, cosa que
no sucede en Andalucía.
Luego vuelvo al Collado para seguir mi ruta pero
antes miro de nuevo esa iglesia encantadora y la fotografío
una y otra vez, como queriendo atrapar inútilmente la
sensación que tengo, la alegría de haberla visto al fin,
rodeándola siguiendo sus formas, ese color peculiar de la
piedra soriana y castellana en general, el color que habla de
años que son siglos, de esfuerzo, creencias y, finalmente, de
la belleza que unos hombres ayudaron a crear.
80
13. El instituto
Volviendo de nuevo a la calle Collado, frente a la
plaza de San Esteban que se abre a la izquierda, a la derecha
discurren dos calles paralelas que muy pronto convergen: La
primera se llama Instituto y la segunda, Aduana Vieja. La
calle Instituto no tiene más historia que haber servido de
lugar de paso a miles de colegiales a lo largo del tiempo,
dado que toma su nombre del antiguo colegio de jesuitas
que se levantó en uno de sus extremos, luego transformado
en el instituto de enseñanza media más conocido de Soria, el
“Antonio Machado”.
Resulta mucho más interesante y variada la calle
paralela de la Aduana Vieja. Cuando Soria fue creciendo
tras el repoblamiento del siglo XII una de las parroquias más
importantes fue la de Santo Tomé, en la parte superior de
esta calle. A partir de ella se fue construyendo a lo largo de
la muralla un barrio de gente hidalga y noble que protegía la
parte oeste de la ciudad, hoy desaparecida. De esta manera,
toda esta calle de la Aduana Vieja iba desde la residencia de
los condes de Lérida, pasando por el palacio de los Salcedo
para, atravesando el Collado, internarse por San Esteban
que, como hemos visto, veía levantarse varios palacios
nobles también. Por su nombre es fácil deducir que esta
calle, tan cercana a la puerta del Rosario que se levantaba en
esta parte de la muralla y que servía de acceso a la ciudad,
albergaba la aduana o edificio donde se tenían que pagar las
cargas y gravámenes reales sobre la mercancía que entraba
hasta Collado y se conducía a la Plaza Mayor, antiguamente
nombrada Plaza del Trigo.
Entro por la calle desde el Collado sin saber que
hago el recorrido inverso al que hacían las carretas que
entraban en dirección al mercado de entonces. Aduana Vieja
se divide en tres cortos tramos, a medida que va abriéndose
81
en otras tantas plazas, a cual más interesante. La primera, la
de San Clemente, está llena de acacias y mesas donde la
gente se arremolinaba a la hora de comer en uno de los días
que pasé por allí. Es un lugar tranquilo, de bullicio
ciudadano en todo caso pero nada estridente. Estas pequeñas
plazas, como alguna otra cercana, es un lugar de descanso y
charla amigable en torno a una bebida o unas raciones. A un
lado se levanta el edificio de Telefónica, sobre el terreno
que antiguamente albergó a la iglesia de San Clemente que
da el nombre a la plaza.
Inmediatamente, casi haciendo esquina con la plaza,
hay un palacio de espléndido aspecto: el de Ríos y Salcedo,
familia que luego alcanzarían el condado de Gómara y
harían levantar otro palacio, el que ya hemos visto, de
mucha mayor amplitud. Pero éste es grande también y
bonito, una vivienda del siglo XVI que hoy alberga el
Archivo Histórico Provincial. Quizá el detalle más curioso y
original es el de una ventana que hace esquina abriéndose
tanto a la plaza como a la calle. Por encima de ella, así como
en la parte superior de la entrada principal a la plaza, está el
82
escudo de la familia realzando una magnífica esquina. La
sorpresa me la llevo después, cuando sigo sus límites por la
Aduana Vieja y allí, tras el muro de piedra ciego que la
recorre, hay otra puerta noble con su escudo y demás dando
paso a un salón de juegos. Me resulta chocante
verdaderamente este uso moderno y lúdico a un edificio de
tan noble aspecto.
83
Pero sigo por la calle hasta que se abre a una
segunda plaza, la del Vergel. Se forma con la confluencia de
calles del Instituto y Aduana Vieja, que aquí llegan a unirse.
En la dirección en que marchaba, a la derecha, se levanta un
gran edificio cuya fachada principal da a la plaza pero donde
su entrada, más pequeña, se abre a la Aduana Vieja.
Don Fernando de Padilla, canónigo prior de los
jesuitas sorianos, fundó aquí un colegio de su orden al
objeto de enseñar Latín y Retórica, agregando luego una
cátedra de Teología Moral. Se levantó con el impulso
decisivo en lo económico de alguna de las nobles familias
que vivían en el entorno de este colegio. Era una obra
grandiosa pero en 1740 resultó completamente arrasada por
un incendio. Los jesuitas iniciaron entonces una lenta y
decidida reconstrucción que pudo completarse en la parte
del colegio quedando la iglesia adjunta sólo apuntada antes
del decreto de expulsión de la compañía en 1767.
84
Pasando después por distintas manos, como las de la
Asociación de Amigos del País, ha devenido en instituto de
enseñanza media. A él se incorporó un día un joven poeta y
profesor de francés de treinta y dos años, tímido pero lleno
de ilusión, llamado Antonio Machado. Fue el 4 de mayo de
1907 cuando llegó por primera vez a un destino que había
elegido, probablemente, por la curiosa razón de haber
albergado distintas leyendas del poeta sevillano que él
admiraba: Gustavo Adolfo Bécquer. Entonces Soria contaba
apenas con siete mil habitantes y giraba, como hoy, en torno
a la calle del Collado, sus casinos, cafés provinciales y
confiterías. En ella, el actual número 54 donde ahora hay un
banco y entonces una pensión, se alojó provisionalmente
para regresar tras el verano, en octubre, tomando posesión
de su cátedra de francés cuando había publicado en Madrid
su primer libro, “Soledades, galerías y otros poemas”. Era
un hombre que entraba en la madurez y que se acomodó
rápidamente, no tanto al ambiente social, aunque amigos
liberales hizo, como a los paisajes y lugares llenos de
quietud y tranquilidad de esta ciudad.
85
La más significativa de sus amistades fue con José
María Palacio, director del periódico ‘Tierra Soriana’,
liberal como él, que le invitó repetidamente a participar en
el periódico con poemas y textos donde fue expresando una
preocupación política cada vez mayor que culminó en 1910,
desde el punto de vista local, con el discurso de apertura de
curso que leyó en el propio instituto. Allí dijo, refiriéndose a
un filósofo soriano homenajeado, en la línea de Unamuno:
“En una nación pobre e ignorante, mi
patriotismo me impide adular a mis
compatriotas donde la mayoría de los
86
hombres no tienen otra actividad que la
necesaria para ganar el pan, o alguna más
para conspirar contra el pan del prójimo; en
una nación casi analfabeta, donde la ciencia,
la filosofía y el arte se desdeñan por
superfluos, cuando no se persiguen por
corruptores; en un pueblo sin ansias de
renovarse ni respeto a la tradición de sus
mayores; en esta España, tan querida y tan
desdichada, que frunce el hosco ceño o
vuelve la espalda desdeñosa a los frutos de la
cultura, decidme: el hombre que eleva su
mente y su corazón a un ideal cualquiera, ¿no
es un hércules de alientos gigantescos cuyos
hombros de atlante podrían sustentar
montañas?”.
He recorrido finalmente el interior del instituto. Lo
hice la última mañana, casi sin darme cuenta de que aquella
puerta de la Aduana Vieja, siempre cerrada cuando pasaba
por la tarde, estaba ahora abierta. He caminado en torno al
patio de juegos, amplio, considerable. Luego he visto una
puerta entreabierta que ponía: “Aula Antonio Machado” y
he entrado. Su mesa, ahora con un libro encima para que lo
firmen aquellos visitantes que lo deseen. Su silla,
encajonada intencionadamente entre armarios para impedir
que nadie se siente en ella. Las mesas de los colegiales,
recibiendo la luz intensa de la mañana por la ventana. A
todo lo largo de la pequeña aula, adosada a la pared, una
especie de poyete para que los alumnos se sentaran en dos
filas. Apenas hay sitio para buscar una buena foto, tan lleno
de mesas está eso, creo haber contado un total de 26 plazas.
Pero me siento tras una y no puedo evitar el sentirme
emocionado, contemplando un lugar que para él estuvo
87
lleno de vida y aún más, si cabe, para sus alumnos que se
aquietarían en su presencia, conocido era su genio ante la
indisciplina como la que tuvo que soportar después, en
Baeza sobre todo, y en Segovia.
88
Ese tiempo de felicidad donde la madurez se abre
para recoger sus primeros frutos y estos son firmes y están
llenos de promesas. Sin saber que la felicidad, como la vida,
es un hilo que la propia vida y su desgracia pueden llegar a
romper. Luego queda sobrevivir, querer recuperar la ilusión
que un día nos animó, seguir voluntariosamente en la tarea
para que una tarde cualquiera, un día en que no pasaba nada,
nos asalte la nostalgia y recordemos aquel otro tiempo
vivido, aquel en que fuimos felices sin saberlo. Al andar se
hace camino, y al volver la vista atrás, se ve la senda que
nunca se ha de volver a pisar.
Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos del río y los caminos?
En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...
¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.
¡Oh, mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella!
¿Hay zarzas florecidas
entre las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?
Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas.
Habrá trigales verdes,
y mulas pardas en las sementeras,
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
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libarán del tomillo y el romero.
¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?
Furtivos cazadores, los reclamos
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra...
90
14. Santo Domingo
Fui paseando por la Aduana Vieja, llena de tantas
historias, y vi en el reflejo de un cristal otro de los lugares
que deseaba conocer. Mirando guías sobre esta ciudad me
atrapó la atención una fachada románica imponente, una
iglesia llena de belleza y logros artísticos evidentes: La
iglesia de Santo Tomé, conocida popularmente como de
Santo Domingo por el convento anejo que, en principio, se
construyó para los dominicos antes de que lo ocuparan las
clarisas. Órdenes que van y vienen pero la iglesia
permaneció siempre, desde que fue construida en el siglo
XII. De ella proviene el pórtico y la nave principal que
luego ha conocido, como tantas otras, sucesivas
ampliaciones para hacerla más capaz.
91
Mi primera visión de esa fachada esplendorosa fue el
reflejo en el cristal de una tienda. Me detuve e hice la foto
antes de verla directamente. Era media tarde y el Sol aún
estaba lo suficientemente alto pero ya en la parte del oeste,
dando de lleno en la fachada e iluminándola por completo
con una luz dura pero que, de lejos, parecía hacer brillar la
piedra sillar que la compone.
Salvo por unas vallas verdes que la afeaban a mi
derecha, era tal cual la había visto en fotos pero mucho
mejor. Paseé repetidamente en torno al pórtico porque había
leído que era uno de los más preciados del románico
español. La fachada toda es una joya de filigranas dividida
en dos cuerpos bien diferenciados. En el de arriba está un
hermoso rosetón enmarcado por columnillas y dividido por
una especie de florón en ocho partes iguales.
El rectángulo de abajo, el más cercano a la vista
también, encierra una gran variedad de formas. No hablo
mucho de la doble arquería ciega ni de las figuras que están
92
esculpidas a ambos lados del pórtico, al parecer las del
fundador de la iglesia, el rey Alfonso VIII y su esposa doña
Leonor Plantagenet, hermana que fue del famoso Ricardo
Corazón de León. Pero sí hay que centrar la atención en el
tímpano y las cuatro arquivoltas que lo rodean. Una de las
tardes en que pasé por allí camino de la calle Collado vi a un
hombre parado frente al pórtico. Estaba solo, mirando
atentamente las figuras esculpidas. Quise hacer una foto,
siempre la hacía al pasar, pero el hombre no se movía.
Bastante fastidiado me encontraba de tener que admitir en el
extremo derecha las vallas verdes que afeaban tanto el
conjunto pero a este hombre tuve que admitirlo porque,
durante el largo rato que esperé, casi no movió un músculo,
ahí de pie, la cabeza levantada.
En el tímpano está la figura de la Santísima Trinidad
rodeada de ángeles y algunos santos. De las arquivoltas que
lo rodean, la más interior la forman los veinticuatro ancianos
del Apocalipsis tocando varios instrumentos musicales
rodeando a un ángel central. La siguiente presenta escenas
93
del degollamiento de los Santos Inocentes y la tercera,
momentos de vida en común de la Virgen y el Niño Jesús.
La cuarta y más amplia revisa la pasión de Cristo. Todas
están dispuestas de forma radial por influencia del románico
francés y se encuentran muy desgastadas por el tiempo, los
elementos, ya que no hay edificios cercanos que protejan
esta fachada del viento, lluvia y nieve, y también por el
maltrato que ha sufrido por juegos infantiles.
Cuando pasé al interior vi una larga iglesia, muy
amplia. La nave central es del tiempo original en que se
construyó, el siglo XII, pero luego se prolongó con dos
naves laterales de marcado carácter ojival y, hacia el siglo
XVI, una cabecera más amplia, donde ahora se encuentra el
altar mayor, el retablo principal y algunas capillas. Como
siempre, no sólo las iglesias sorianas están casi
permanentemente abiertas sino que siempre se puede
observar en ellas a personas dispersas que rezan en silencio
permaneciendo quietas y ausentes entre las sombras. Me
puse a pensar que no es en vano la diferencia con las iglesias
andaluzas. Tal vez en las castellanas hay un contacto mas
íntimo y sosegado con Dios mientras que en Andalucía esa
relación es más social y de grupo, por lo que sólo se abre la
iglesia según el horario de misas.
La parroquia original fue siempre la de Santo Tomé
pero en 1449 el maestre de la catedral de Osma, don Beltrán
Coronel, natural de Soria por otro lado, quiso construir a sus
expensas un convento de la orden de Santo Domingo de
Guzmán, para lo cual solicitó que se trasladara la parroquia
de Santo Tomé como tal y su convento contara con esta
iglesia. No accedió a esto el obispado y Santo Tomé siguió
siendo parroquia pero sirviendo también como iglesia para
el convento de los dominicos. Luego, como he dicho, pasó a
albergar a la orden de las clarisas, cuyas pastas, como pude
comprobar personalmente, son merecidamente celebradas en
94
Soria.
La plaza donde se encuentra esta iglesia es la de los
Condes de Lérida. En ella tuvieron su vivienda palaciega los
señores de Retortillo, un pueblo soriano del sur, cerca de la
provincia de Guadalajara, desde donde alcanzaron por
concesión real el condado de Lérida. Sin embargo, el mayor
interés histórico reside en que justo frente al pórtico de
Santo Domingo, donde ahora se levantan unas buenas casas
sin mayor relevancia, se encontraba un palacio donde se
albergó, en interesantes circunstancias, el rey de León
Fernando II en 1160 aproximadamente.
El hijo de doña Urraca, el rey Alfonso VII, había
muerto el año anterior. Como era usual por entonces, dividió
sus reinos entre sus hijos: Para Sancho III sería Castilla y
para Fernando II el reino de León. La polémica entre ellos
podría haber empezado desde el principio por el legado del
padre de una deseable Tierra de Campos, en el límite de
ambos reinos, que se había destinado a la infanta doña
Sancha, segunda hija de doña Urraca y hermana por tanto
95
del rey fallecido. Era una tierra fértil y codiciada. Sin
embargo, se impuso el buen juicio y ambos hermanos
llegaron a un acto de no agresión que duró bien poco, dada
la muerte de Sancho en 1158, con tan sólo veintitrés años,
dejando como heredero a un niño también llamado Alfonso,
nacido tres años antes.
Su tutela había sido encargada a una de las familias
nobles de Castilla en la persona de don Gutiérrez Fernández
de Castro. La situación era francamente difícil mientras
durase esta minoría de edad. Por un lado estaban los
musulmanes presionando sobre Toledo, el rey de Portugal
expandiéndose hacia Extremadura y empujando a los
leoneses hacia tierras de Castilla y la ciudad de Toledo. Las
aspiraciones navarras de recuperar las tierras perdidas frente
al padre de ese niño eran bien conocidas y fueron pronto un
hecho evidente, lo que intranquilizó a los condes de
Barcelona. Los Castro tenían buenas relaciones con
Fernando II, rey de León, que se veían con profunda
desconfianza por otra de las principales casas nobles
castellanas, la de los Lara.
96
El conde don Manrique de Lara, finalmente, tomó
por la fuerza la custodia del futuro rey Alfonso VIII,
gobernando los intereses de Castilla en su nombre. Visto
este hecho, los Castro se dirigieron al rey leonés para
reclamarle la custodia del niño al que los Lara habían
llevado a la plaza fuerte de Soria, lejos de la frontera leonesa
y donde los Lara contaban con nutrido apoyo entre la
nobleza local. Al parecer se encontraba en el palacio que
corresponde a la torre de doña Urraca, en la Plaza Mayor.
Pues bien, el rey de León avanzó con sus tropas de forma
incontenible tomando Burgos y dirigiéndose a Soria donde,
para guardar las formas, los Lara y la nobleza del lugar le
recibieron entre parabienes alojándole en el palacio frente a
lo que luego sería la iglesia de Santo Domingo. Fernando II
exigió entonces que el niño viniera a rendirle pleitesía como
su tío que era y rey de León. El hecho era importante por
cuanto ese acto suponía la sumisión del niño como vasallo
de su tío y, en consecuencia, podría acarrear la unión de
ambos reinos en las manos de don Fernando.
Es entonces cuando interviene don Pedro Núñez de
Fuentearmegil, noble caballero soriano, deudo de los Lara,
que tomó al niño con la excusa de prepararle para ese acto
de vasallaje y escapó con él hacia San Esteban de Gormaz, a
unos setenta kilómetros. Allí llegó inmediatamente después
don Nuño de Lara que tomó a su cargo al niño para
conducirlo hasta Atienza, lejos del alcance del rey leonés.
La reacción de éste no la conozco pero no debió agradarle
mucho el tema ni corretear por Castilla en persecución de un
niño que se desvanecía de ese modo, por lo que optó por
regresar a su reino que gobernó hasta 1188.
Quedó para la historia castellana este hecho sucedido
en Soria como el momento en que Castilla conservó la
independencia de su rey Alfonso VIII. Éste siempre estuvo
agradecido por él a la nobleza de la ciudad. Cuando
97
finalmente fue coronado favoreció de manera decisiva a
Soria solicitando el estatuto de ciudad para ella y mandando
construir varias iglesias como la de Santo Tomé, ahora de
Santo Domingo, varias de las cuales son las que figuran en
la relación de parroquias de Alfonso X, sólo tres
generaciones después y en pleno siglo XIII.
98
15. Convento de la Merced
La calle Aduana Vieja, cuando se transforma en la
plaza de los condes de Lérida, es cortada
perpendicularmente por una calle amplia, de edificios
modernos en uno de sus lados. Por el otro se levanta el muro
del convento de las clarisas, aledaño a la iglesia de Santo
Domingo, y tras unos pequeños jardines parroquiales, el
muro de otro largo y amplio convento le sucede: el que fue
denominado de la Merced. Debo decir que esta vía era la de
acceso y salida habitual al centro desde el paseo de Mirón,
por lo que prácticamente la recorría a diario. Frente a este
último convento sube paulatinamente la carretera de
Logroño en uno de cuyos chalets, ahora inexistente, se alojó
Antonio Machado con una ya agonizante Leonor. Poco a
poco se sube al paseo del Mirón que llevaba a mi hotel.
Es por eso que la bajada más usual me llevaba
siempre frente a este convento de la Merced del que sabía
99
entonces muy poco pero del que me sorprendió la
importancia del personaje que vivió entre sus paredes sus
últimos años: Tirso de Molina.
La historia del convento es interesante y me recuerda
inevitablemente algunas historias similares que he
encontrado en pueblos andaluces. En efecto, los hermanos
mercedarios llegaron a la ciudad aproximadamente en 1387
sin que, excepcionalmente, hubiera ninguna casa noble ni
apoyo real que les respaldara. Esta situación no era habitual
pero tampoco disparatada. A veces las distintas órdenes, que
competían entre sí por conseguir acomodo en ciudades
importantes, irrumpían en las mismas refugiándose en algún
lugar abandonado. En este caso lo hicieron en el convento
del Santo Espíritu, cerca del río, hoy completamente
arruinado y casi desaparecido.
En 1499 un incendio les obligó a desalojarlo siendo
amparados por los canónigos de la colegiata de San Pedro,
que les ofrecieron su claustro, el que mostré al principio de
este recorrido. Las relaciones no debieron ser nada buenas
100
entre ambas órdenes porque los canónigos optaron algún
tiempo después por expulsarlos sin aviso previo. Entonces
los mercedarios adoptaron uno de los recursos extremos de
que disponían y que, como he comentado, he visto repetido
en Andalucía. Organizaron una manifestación piadosa
dirigiéndose con ella, no casualmente, a la parte más noble
de la ciudad. Una noble señora se enteró de sus apuros y, ni
corta ni perezosa, encontró una solución a los expulsados
cediéndoles su palacio en la que ahora es la calle de Santo
Tomé.
Pero la historia no acaba ahí. Junto al palacio se
levantaba entonces la pequeña parroquia de San Martín de
Canales. Los mercedarios entraron en conversación con el
párroco y le ofrecieron quedarse con la iglesia, que a fin de
cuentas tenía muy pocos parroquianos, a cambio de una
cantidad de dinero y un asiento en el coro de la colegiata
(del que fue expulsado por los clérigos al poco tiempo, por
cierto). Con ello se amplió considerablemente el convento
hasta las dimensiones actuales.
101
Es un edificio de piedra sin demasiados adornos
exteriores, bastante sobrio en su larga fachada. Entré una
tarde. Con la exclaustración de los monjes en 1850 la
Diputación de la provincia instaló allí el asilo para los viejos
y los niños expósitos (por lo que la continuación de la calle
se llama, en un breve tramo, del Hospicio). Ahora es un
centro de enseñanzas técnicas que recorrí fotografiando los
patios interiores, también sobrios y bonitos.
Una lápida en la fachada lo recuerda: En este
convento vivió fray Gabriel Téllez, llamado en el mundo
literario Tirso de Molina. Nacido en 1584 se ordenó en los
mercedarios en 1601 en el convento de Guadalajara. Su
posición en la orden fue siempre oscilante puesto que a la
que debía ser una buena capacidad se oponían interiormente
las autoridades mercedarias, en su condición de autor de
obras profanas de teatro (Don Gil de las calzas verdes, El
vergonzoso en palacio, etc.), que le llegaron a acarrear
diversos apartamientos e incluso el destierro. En los últimos
años de su vida fue destinado a Soria residiendo finalmente
en el pueblo cercano de Almazán donde, al parecer, murió
en 1648. Por el convento derruido de este pueblo pasé el día
que visité aquella localidad y lo mostraré. Nada parece
quedar allí del autor de aquellos versos tan influidos por su
maestro Lope de Vega:
Que el clavel y la rosa, ¿cuál era más hermosa?
El clavel, lindo en color,
y la rosa todo amor;
el jazmín de honesto olor,
la azucena religiosa,
¿Cuál es la más hermosa?
La violeta enamorada,
la retama encaramada,
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la madreselva mezclada,
la flor de lino celosa.
¿Cuál es la más hermosa?
Que el clavel y la rosa,
¿cuál era más hermosa?
103
16. Callejeo
A partir de aquí inicio un vagabundeo entre distintas
calles aledañas. Volviendo por Santo Tomé bajo de nuevo
hacia Collado por Puertas de Pro, una calle estrecha y larga.
Sigue el curso de lo que fue el antiguo lienzo de la muralla
en el cual las casas de la calle se apoyaban. Aunque las hay
viejas y camino del derribo, ninguna data de esta época y no
se puede apreciar ningún resto de muralla hoy en día.
Llegando de nuevo a Collado sigo su camino un muy
breve trozo porque enseguida se ensancha a la derecha en
una nueva plaza, amplia, abarrotada de gente de lo más
variado sentada en muchas mesas que circundan los bares de
la zona. Es la plaza de Ramón Benito Aceña, nombre del
primer bachiller expedido en Soria, a mediados del siglo
XIX, hombre con cuya dedicación se construyó el museo
Numantino. Sin embargo, antiguamente era conocida como
plaza de Herradores porque aquí tenía su asiento el gremio
104
de este oficio. Incluso al fondo de la plaza, donde ahora
unos arcos enmarcan uno de los bares, era el lugar por el
que se accedía a la fragua. Sin embargo esta plaza, que a
cierta hora de la tarde y por la mañana, bulle de vida y
donde se sientan ancianos en los bancos junto a jóvenes en
las mesas, me era de interés por un suceso del que tenía muy
pocas noticias: La problemática estancia de Gustavo Adolfo
Bécquer en Soria.
Nacido en 1836 y siempre peleando por el sustento,
pese a provenir de una familia de cierta nobleza, Gustavo
Adolfo fue a Madrid con veinticuatro años estableciendo
interesantes contactos literarios y políticos. Allí conoció a la
destinataria de sus rimas, Julia Espín, hija de un músico bien
conocido en la Corte y protegido de Narváez. Sin embargo,
pasados los meses tuvo que ir a un médico a tratarse
enfermedades venéreas que había contraído durante el
tiempo de bohemia que llevaba en Madrid. Allí conoció a la
hija del médico, Casta Esteban y Navarro, y para sorpresa de
105
sus amigos se casó inmediatamente con ella.
Pasaron unos pocos años y, pese a un mejor
acomodo económico al haber entrado bajo la protección del
ministro González Bravo, que le nombró censor de novelas
con un sueldo excelente, así como director de alguna revista
literaria, entre sus íntimos Bécquer manifestaba cierta
desilusión familiar y profesional. Enfermo de cierto cuidado
marchó en 1868 con su querido hermano Valeriano,
recientemente separado de su mujer, y su esposa Casta,
hasta el monasterio de Veruela para luego recalar en Soria,
ocupando unas habitaciones sobre lo que ahora es un banco
que hace esquina con la calle Collado.
Allí comenzó la amargura de Bécquer al comprobar
que su mujer Casta le engañaba. A partir de ese momento él
y su hermano optan por volver a Madrid donde asisten al
período revolucionario de la Primera República que derriba
el gobierno de González Bravo y con él toda la protección
con que contaba. Dos años después muere su hermano
Valeriano y él, deprimido y enfermo, se agrava
notablemente hasta su muerte unos meses después. Son
conocidas las últimas palabras que pronunció en su lecho de
muerte: “Todo mortal”, con que manifiesta su desencanto
hacia tantos sentimientos inspirados y románticos que tuvo
en su día.
Aquí, en Soria, en la casa de la esquina que estuve
contemplando, se inició su cuesta abajo. Lo que no podía
adivinar siquiera es que cuarenta años después otro poeta
sevillano llegara a recorrer esta misma calle y se alojara a
pocos pasos de él, prácticamente al otro lado de la plaza, en
el número 54 de la calle Collado, sólo porque fue en Soria
donde su querido Gustavo Adolfo había compuesto sus
inmortales leyendas del “El rayo de luna” o “El monte de las
ánimas”.
106
Subo de nuevo alejándome de Collado por la calle
Numancia en un callejeo sistemático, un zig zag que me
lleve hasta la alameda de Cervantes, la conocida Dehesa de
los sorianos, abarcando toda esta barriada. Pero esta calle
Numancia se llama así porque en tiempos fue el arranque
del camino que llevaba al pueblo de Garray, donde se
encuentran los restos de la ciudad numantina, a unos ocho
kilómetros de Soria.
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Llego así hasta la calle Tejera, continuación de Santo
Tomé, un recorrido completamente moderno con
edificaciones altas, bien construidas. En nada recuerdan las
huertas que por aquí se extendían en otro tiempo,
extramuros, cuando sólo se levantaban las casas de los
fabricantes de tejas de la ciudad. Al fondo está la plaza de
toros, encajonada entre edificios. Luego tuerzo a la
izquierda y me interno por la calle Sagunto, similar a las
anteriores, hasta bordear un edificio bajo, sobre todo
viniendo de donde vengo, que es una zona más alta de la
ciudad, pero extenso, moderno y bonito: El museo
Numantino.
108
17. Museo Numantino
Todo lo encontrado en el museo fue una sorpresa
agradable e inesperada. Debo aclarar de entrada que pensaba
ir a Numancia la primera mañana de mi estancia en Soria.
Sin embargo, dos aspectos me hicieron abandonar ese
proyecto. Por una parte, una persona que había estado me
comentó que las ruinas de esta ciudad se veían en apenas
media hora y que no llamaban demasiado la atención. Aún
así hubiera ido sino fuera por un importante obstáculo. Un
taxista me comentó que había dos formas de ir: llamar a un
taxi y hacerle esperar allí la media hora de visita o llamarlo
para que viniera desde la capital. No me animé a ninguna de
las opciones. La verdad es que el sistema de transportes
entre la capital y los lugares más relevantes del entorno
(Ágreda, Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz, Tiermes,
Numancia) es limitadísimo en autobús, reduciéndose a
favorecer el transporte de los que van desde los pueblos a la
capital. El trayecto contrario, si quieres visitar unas horas el
pueblo al que vayas, obliga a hacer noche en él.
El caso es que no fui a Numancia pero, como me
había quedado alguna mala conciencia, decidí ver con
detalle el museo Numantino y, sobre todo, la exposición de
los celtíberos que anunciaban a bombo y platillo por toda la
ciudad. A fin de cuentas, pensé, no tengo apenas idea de
quiénes eran los celtíberos ni siquiera si tenían relación con
los numantinos. Algo habrá que aprender de esa historia.
Fui paseando por las salas permanentes del museo y
lo que vi me gustó. Había una abundante cerámica en sus
vitrinas de origen céltico o celtíbero, restos romanos
posteriores. Varias salas que me interesaron para pasear por
ellas y admirar algunos útiles de la época, unas piedras
labradas de época romana y poco más. Se veía rápido y
fácil. Al final no sabía por dónde salir y una chica me
109
preguntó si había visto la exposición de los celtíberos. Le
confesé que no y que ignoraba siquiera por dónde se
entraba. Me condujo hasta una puerta algo oculta que no
había percibido de la primera sala que había visitado. Primer
punto negativo, me dije, no está bien señalizado.
110
Me hicieron sentar en una sala estrecha casi a la
fuerza. No me gustan mucho los videos explicativos que
suelen ser un tostón pero la chica encargada de la recepción
casi me lo rogó y no tuve más remedio que detenerme con
otros visitantes a ver el video. “Son tres minutos”, decía la
muchacha, “va a empezar inmediatamente”. Gruñendo para
mí, me senté. Aparecía un primer plano de un conocido
actor secundario. Afirmaba ser un tal Retógenes, personaje
que luego supe legendario en la defensa de Numancia. Me
presentaba un resumen de lo que había sido el pueblo
celtíbero, su nacimiento como una mezcla de los célticos,
más hacia el norte y oeste de la Península y los íberos, hacia
el este y sur de la misma. Allá por la parte oriental de la
meseta castellana y occidental del valle del Ebro, habitó el
pueblo celtíbero en el último siglo antes de Cristo. Las
escenas eran breves, impactantes, me interesaron de
inmediato. Desde ese momento, en cada sala que visitaba de
esta modélica exposición, iba viendo cada video con un
interés creciente.
111
Fui adentrándome en su cultura, su forma de vida en
castros o lugares cercados de las colinas hacia el año 700
a.C., un lugar muy adecuado para vigilar la llanura donde
desarrollar agricultura (trigo, cebada) y ganadería (ovejas,
cabras) de un modo similar a como se ha hecho a lo largo de
muchos siglos después en el Alto Duero. Su alimentación
era variada pero se nutrían sobre todo de bellotas dado que
las encinas estaban entonces muy extendidas.
Pude comprobar cómo los castros primitivos daban
paso a poblados cada vez mejor construidos y organizados
socialmente hacia el siglo IV a.C. Recreaban un hogar
celtíbero, una primera sala dedicada a las actividades
artesanales (molinos, pesas de telar), una segunda, de más
reducidas dimensiones, donde se hallaba el hogar y, sobre
las paredes, un banco corrido donde descansar. Vi un crisol
metalúrgico donde trabajar el hierro. En cada sala Retógenes
iba explicando breve y muy didácticamente el distinto
aspecto (lengua, economía, vida social,...) de la vida de este
pueblo.
112
La exposición alcanzaba alguna cota elevada de
interés en el ritual funerario, perfectamente recreado. Frente
a una figura que semejaba un cadáver envuelto en un manto
rojo sobre una pira funeraria, Retógenes hablaba de un
amigo suyo, muerto en combate. En ese caso, las creencias
celtíberas llevaban a dejar el cuerpo en el campo para que
las aves carroñeras lo dejaran reducido a huesos. No era
abandono, sino todo lo contrario. Creían que esas aves
llevaban el espíritu del muerto a los cielos más rápida y
merecidamente, el lugar donde debían descansar los
guerreros tras cumplir con su tarea en la tierra.
Sólo en caso de que la muerte fuera por causa natural
se incineraba el cadáver, tal como aparecía recreado. Luego,
sus cenizas eran depositadas en un hoyo al que añadían sus
armas, en caso de tenerlas, con la peculiaridad de
inutilizarlas (doblarlas o romperlas) de manera que
acompañaran con su propia muerte la de su propietario.
Poco después, en la última sala de la exposición, se
recreaban dramáticamente las guerras numantinas. Hacia el
200 a.C. los romanos, que habían tomado la Península como
lugar de combate con los cartagineses simplemente, se
dieron cuenta del potencial agrícola y minero del lugar, y
decidieron irlo controlando. En la parte norte de la Península
infligieron varias derrotas a los celtíberos en torno al 180
a.C. hasta que el cónsul Graco, que prefería pactar con los
naturales del país, llegó a un acuerdo de convivencia que
duraría unos treinta años.
Al cabo de ese tiempo la ciudad de Segeda,
actualmente en la provincia de Zaragoza (El Poyo de Mara)
empezó a reconstruir su amplia muralla de 8 km. de
perímetro, lo que constituía una transgresión de los pactos
alcanzados con Graco, que incluían el no reconstruir
sistemas defensivos frente a los romanos. Sea porque el
Senado romano vigilaba con atención el cumplimiento de
113
los acuerdos o porque predominara en ese momento el
componente belicista (también había halcones y palomas en
ese tiempo), el caso es que enviaron un gran ejército
dirigido por Fulvio Nobilior e integrado por treinta mil
infantes.
Los naturales de Segeda pidieron ayuda y se
refugiaron en una de las ciudades más grandes de la
Celtiberia. Numancia pasaba así al primer plano y más
cuando infligió varias severas derrotas al ejército romano
durante los dos años que duró la contienda (desde el 153 al
151 a.C.). Durante ocho años, hasta el 143 a.C., la
preponderancia en el Senado romano del cónsul Marcelo,
paloma, hizo que se llegara a un determinado acuerdo de
convivencia. Al cabo de ese tiempo las fuerzas romanas
dominaban gran parte del Mediterráneo cosechando una
victoria tras otra. Sin embargo, Roma no había olvidado a
Numancia, la única pequeña ciudad que llevaba años
resistiendo la invasión romana.
De hecho, allí en la exposición me enteré de un
suceso sorprendente de este período bélico. Así, el año
romano comenzaba normalmente en marzo (los idus),
momento en el que eran elegidos nuevos cónsules anuales.
El problema es que, entre tomar posesión de sus cargos,
organizar el reclutamiento de soldados, abastecimientos y
demás, las fuerzas romanas no podían ponerse en marcha
para combatir hasta el verano. Esto no tenía excesiva
importancia con un clima invernal benigno pero no así en el
Alto Duero, donde ya el otoño es muy frío y trae un clima
inhóspito.
Decían allí y he visto por escrito después que la
guerra prolongada con los numantinos fue la razón de que el
año consular romano pasara a comenzar el 1 de enero,
tradición que nosotros hemos conservado después. Con ello
habría tiempo para realizar una campaña primaveral. Si
114
Numancia fue la razón de este cambio o hubo otras
consideraciones, lo ignoro.
Lo cierto es que el Senado, donde se había impuesto
el ala belicista, eligió en el 134 a.C. como cónsul encargado
de Hispania a Publio Cornelio Escipión, el destructor de
Cartago. Este general rehuyó el combate frontal y prefirió
iniciar un largo asedio contra Numancia, cercándola con
hasta siete torres de combate, fosos y vallas, impidiendo
toda entrada y salida. Pese a ello el mencionado Retógenes
pudo escapar del cerco una noche para pedir ayuda a las
poblaciones vecinas. Sólo una de ellas (Lutia) venció el
temor ofreciéndose sus jóvenes guerreros para combatir
atacando la retaguardia romana. La asamblea de ancianos de
la ciudad sintió miedo por esta decisión y denunció ante el
general Escipión la actitud de sus jóvenes. Este suceso
vergonzoso concluyó con la llegada de las fuerzas romanas
por sorpresa, el apresamiento de 400 jóvenes guerreros a los
que se les cortó las manos en represalia. Así de cruel fue esa
guerra.
Al año siguiente una parte de los numantinos
pactaron su rendición ante el general Escipión, siendo
condenados posteriormente a la esclavitud. Otra parte optó
por no rendirse y murió peleando ante los romanos o en el
incendio posterior provocado por estos últimos y que
destruyó Numancia para siempre. No su recuerdo,
naturalmente, que permanece heroico en ese video que
terminaba entre llamas, de un modo sobrecogedor.
Sin embargo, mirabas alrededor, en la última sala
dedicada a la romanización de Hispania, y te dabas cuenta
que los romanos habían aportado mucho, idioma, leyes,
arquitectura, grandes obras públicas. Su paso por Hispania
no fue sólo el del imperialista depredador. Es cierto que
sacaron mucho de esta tierra pero también le dieron una
cultura, una forma de civilización que pervivió, pese a su
115
caída, con los visigodos para volver a resurgir más tarde,
entre los reinos cristianos. Pero algo queda, es cierto, de
aquellos celtíberos. Su forma de vida, sus creencias. Sobre
todo, el recuerdo de su heroísmo desesperado por conservar
su cultura, quizá inferior, pero suya.
116
18. Alameda de Cervantes
La Alameda, que ya había visto la primera tarde
brevemente, levanta su costado frente al museo Numantino.
Para llegar a ella hay que cruzar el conocido paseo del
Espolón, un lugar moderno que data de hace sólo cuarenta
años, de amplio acerado y tiendas y restaurantes que llevan
al transeúnte que así lo desee a construcciones recientes más
allá de la Alameda.
Pero si se atraviesa entre el nutrido tráfico de esta
zona se llega hasta una ermita, la de Nuestra Señora de la
Soledad, ya dentro de la Alameda. A sus mismas puertas
tuve constancia la primera tarde de la edad y disposición de
los sorianos que recorren aquella zona. Varias mujeres de
cierta edad se animaban entre sí en un juego de bolos al que
se entregaban con verdadero afán. Me quedé allí un rato.
Había bastante expectación y los equipos competían con
bastante acierto en tirar los bolos de madera. Fuera
117
circulaban los coches ininterrumpidamente, era la tarde
hermosa, con un cielo cubierto y una temperatura perfecta.
Es extraña esta ermita por cuanto su pórtico parece
acercarnos a una de las iglesias de tamaño regular que hay
por Soria y, sin embargo, luego la capilla se reduce
abruptamente y queda para ella sólo un espacio pequeño que
se hace aún más pequeño después.
El edificio se construyó en el siglo XVI por los
señores de Almenar, antes de que fueran condes de Gómara,
y al mismo tiempo que levantaban el palacio de Ríos y
Salcedo. Está dedicado a la Virgen de las Angustias que
estos señores trajeron de otra ermita que poseían fuera de
Soria. Para ello aprovecharon un muy pequeño santuario
existente donde se veneraba la imagen de Jesús crucificado
con el nombre de Santo Cristo del Humilladero, que los
condes mandaron ampliar por delante, quedando el santuario
primitivo como una capilla lateral. Tal parece que el
propósito era construir una ermita mayor (de ahí la portada
en tres arcos de medio punto sobre cuatro fuertes pilastras) y
118
ese objetivo cambió reduciéndose a un espacio menor
posteriormente. Por eso la sensación para el visitante es
extraña. Entré e hice alguna foto de la Virgen y luego, a la
izquierda, se abría paso una puertecita que, tras un paso muy
estrecho, se abría apenas al santuario primitivo, lugar
pequeño donde se arracimaban muchas señoras que rezaban
fervorosamente al Cristo. Era una muy hermosa figura del
crucificado pero las señoras me miraron todas al unísono de
tal forma que opté por la retirada, visto que no podría hacer
ninguna foto del lugar en esas circunstancias.
Y empecé a pasear al fin por la Alameda de
Cervantes, popularmente conocida como la Dehesa por
encerrar lo que, extramuros, fue el campo o dehesa de San
Andrés, lugar donde antiguamente se levantaba una ermita
dedicada a este santo. La parte que visité inicialmente fue la
primera, el salón ajardinado, lugar de descanso para muchos
ancianos que dejan pasar el tiempo charlando entre sí y
observando a los que pasan. Me quedé sorprendido de que
119
casi todos fueran viejos repartidos en los bancos, sin que
apenas ninguna persona menor de sesenta años pasara
siquiera por los largos pasillos de arena. Hay fuentes,
surtidores como el del Niño, una bonita glorieta interior. Es
un lugar hermoso, bien cuidado, donde la tranquilidad llama
al ocio y la convivencia.
Pasada dicha glorieta la configuración interior de la
Dehesa cambia por completo. El paseo amplio que se
extendía por uno de los lados, el de la ermita, se hace
mayor, con más arbolado, pero es el Jardín el que más
cambia. Primero encontré una bonita y reducida Rosaleda
para luego ver extenderse frente a mí la Campa o el Alto de
la Dehesa, un amplísimo espacio de hierba sin más árboles
que los que lo rodean. Circundado por bancos tiene las
dimensiones de lo que podría ser un campo de fútbol. A la
sombra de los alrededores, sobre los bancos, se agrupan los
jóvenes sorianos en pandillas que uno ha visto en el Retiro
madrileño, en el parque sevillano de Mª Luisa y en todos los
lugares que ha visitado donde hay un espacio así. Es lugar
de jóvenes este antiguo erial donde se aventaron mieses
hace mucho tiempo, pero también de algunos padres que
ven correr a sus hijos por la hierba detrás de una pelota.
Estuve sentado al menos dos tardes en uno de esos
bancos, a la sombra, observando ese latido acompasado y
sempiterno de la vida ciudadana, los grupos de jóvenes
sentados, tumbados, ajenos a lo que les rodea, los mismos
jóvenes que crecerán y traerán aquí a sus hijos para que
correteen y luego vayan a sentarse en los bancos del Jardín,
más cómodos para sus maltrechos riñones, donde agruparse
y charlar de tiempos pasados. La vida se renueva en esta
Dehesa, pese al envejecimiento de la población, en continuo
trasvase entre un lado y otro del lugar, desde la Campa hasta
el Jardín, desde la juventud a la ancianidad, como si toda la
vida se pudiera reducir a un paso entre lugares distantes
120
apenas cien metros.
Me levanté sin ganas, tan bien se estaba sentado en
un banco de la Campa. Me gustaba el bullicio que
121
observaba, sosegado pese a todo, nada estridente. Hay
tranquilidad en este lugar y un cielo hermoso de verano, con
unas nubes espléndidas sobre un cielo azul. La última vez,
justo después de comer y antes de visitar el último convento
que me quedaba en el centro de la ciudad, casi me quedé
dormido. Ya había abandonado la habitación del hotel, sólo
me quedaba regresar poco después y recoger mis maletas,
camino de la estación de autobús. Sentía el rumor de las
conversaciones, el viento sobre los árboles, alguna voz, una
risa que destacaba un momento. Pensé en este viaje, del que
aún me queda contar lo vivido junto al Duero, el inolvidable
paseo por su ribera. Lo cortos, lo largos que se hacen tres
días, cómo terminan cuando casi no han llegado, cuánto
puede encerrarse en tres días de estancia, ese sumergirse en
una realidad desconocida dejándose penetrar por ella,
hacerla tuya de algún modo. Observar a la gente, conocer las
historias que pasaron en aquellos lugares, sospechar que
tantas historias presentes se te escapan y nunca llegarás a
adivinarlas siquiera. Como el curso pausado del río Duero
que había podido contemplar desde el puente, multitud de
historias iban pasando lentamente ante mi mirada, como un
flujo ininterrumpido del que se teje la vida de una ciudad
como ésta, de la que había podido ser observador sólo tres
días. Luego fui hasta el convento de San Francisco no sin
mirar por última vez el amplio prado verde iluminado por el
fuerte Sol del comienzo de la tarde.
Lo mismo que la llegada de Santa Teresa a la
población en el siglo XVI parece corroborada, la del propio
San Francisco a Soria, en 1214, se reduce al campo de la
leyenda. Al decir de ésta se alojó en un monasterio y, por la
mañana, se dirigió hasta este campo de San Andrés.
Llegando a lo que entonces era el hospital de Santa Isabel el
monje empezó a recoger piedras en silencio colocándolas en
cinco montones separados entre sí. Preguntado sobre la
122
razón de esta actividad respondió: “Comienzo como puedo
la casa del Señor, otros vendrán después y la continuarán”.
No sé si ésta fue la razón pero lo cierto es que, al poco
tiempo, sólo siete años después de la muerte del santo, las
nutridas aportaciones de los nobles del lugar habían
levantado lo que hoy es un convento una de cuyas partes
está arruinada, desde que se declaró un incendio en 1618,
reduciéndose a una amplia y bonita iglesia.
Entré en ella cansado y deseoso de terminar las
innumerables visitas de esos días. Me encontré, como
siempre, no sólo una iglesia abierta sino ocupada por
distintos fieles que rezaban y permanecían en silencio.
Varias voces entonaban desde los altavoces un rosario y me
extrañó porque no veía que nadie de los presentes lo siguiera
y, sin embargo, se escuchaban voces muy ordenadas que lo
hacían. En el altar no había ningún sacerdote, nadie. Deduje
que ese rosario podía corresponder a una grabación. Es la
primera vez que veo un procedimiento de oración
semejante.
123
Luego salí del convento y crucé hasta la Alameda.
Recorrí por última vez el Jardín, entonces más despoblado,
salí finalmente a la plaza de Mariano Granados, crucé hasta
el Collado para buscar la calle Aduana Vieja desde donde
llegar al paseo del Mirón. Dejé así atrás tantos lugares
hermosos, cercanos por haberlos hecho míos, que no deseo
que la memoria se los lleve al olvido, primero los detalles,
luego las fechas e imágenes, más tarde todo el contorno del
viaje. Por eso hice tantas fotos y escribo estas páginas, para
no dejar que otros recuerdos desplacen a estos. Porque de la
abundancia también nace el olvido.
124
19. San Juan de Duero
La primera mañana de mi estancia la dediqué por
entero a recorrer la otra orilla del Duero visitando desde San
Juan de Duero hasta la ermita de San Saturio, primero por el
paseo de las Ánimas continuando por el paseo de los poetas.
El pequeño claustro de San Juan, que me imaginaba más
grande por las fotos de sus arcos a cielo abierto, lo había
visto ya la primera tarde, desde el cerro del Mirón, que está
casi enfrente. Me dio alegría verlo allí, tan cerca, después de
haber examinado esas fotos con detalle, maravillado.
Tras pasar el puente torcí a la izquierda y llegué
enseguida. Primero hay un muro con una puerta, por donde
deambulaba lo que tomé por la guía oficial del lugar. Era
temprano, no había ningún visitante más. Pero la chica me
indicó dónde comprar la entrada y luego fui allí para
vendérmela. Era muy poco, dos euros creo recordar, todo el
lugar lo merece. Según entras llegas al claustro pero ella me
indicó la puerta de la iglesia anexa y allí entré sin dudarlo.
125
La ermita inicial de San Juan de Duero parece que
fue construida en 1138 en un estilo románico de gran
pobreza y sencillez. Invitados a ello por Alfonso I el
Batallador, que deseaba repoblar esta frontera, vinieron a
instalarse poco después los hermanos Hospitalarios de San
Juan de Jerusalén, al tiempo que hacían lo mismo en
Almazán y Ágreda. Nunca tuvieron estos hermanos una
gran implantación en España pero sí permanecieron en este
lugar bastantes siglos. Preferían instalarse fuera de las
ciudades, debido a su labor de protección y acogimiento de
caminantes y es por ello que eligieron esta humilde ermita a
la que reformaron profundamente y tal vez dieran el nombre
por el que es hoy conocida.
Lo primero que hicieron fue reformar la sencilla
iglesia de una nave adosando dos templetes laterales al altar
mayor donde representar escenas iconográficas a las que
eran devotos. La iglesia siempre tuvo la techumbre de
madera como ahora también la tiene, aunque no sea la de
aquellos tiempos. En resumen, es de una gran rusticidad de
formas, pobre de adornos. Las ventanas abocinadas, toscas y
muy escasas, dando una sensación de encerramiento y falta
de claridad, el ábside con bóveda de horno, tosca, alejada de
otro tipo de bóvedas más artísticas. Pese a todo, me gustó el
lugar, no tanto para haber vivido en él ni llevado a cabo
actividades litúrgicas porque la sensación de claustrofobia
hubiera sido inmediata, pero sí para visitar un lugar tan
primitivo.
La sensación de poco espacio y falta de claridad se
transforma drásticamente al salir y encontrarnos con el
claustro. Parece que podría haber tenido una techumbre de
madera que se derrumbó hace mucho dejando los arcos al
aire libre. Di toda la vuelta fotografiando sin descanso todas
las peculiaridades del monumento, pese a la fuerte luz que
ya empezaba a haber. Me situé a lo largo del claustro por
126
fuera, desde dentro, por las esquinas. Aquello es
simplemente maravilloso desde el punto de vista artístico.
Hay hasta cuatro tipos distintos de arcos, desde los
puramente románicos, hasta otros ojivales pasando por los
cruzados tan típicos del arte mudéjar. Parece, pues, que este
claustro fue realizado en épocas diferentes por distintos
artesanos, cada uno de los cuales imponía un estilo distinto
en su trabajo.
El monasterio era más amplio pero parte de él
(hospital, otras dependencias) han desaparecido con el
tiempo desde que en el siglo XVIII el edificio se abandonó.
Entonces sus muros fueron dedicados a establos y en este
claustro se encerraba por las noches al ganado. Sólo la
iglesia fue mantenida para que allí se celebrara todos los
años la fiesta de San Juan. Sin embargo, su declaración en
1882 como monumento nacional supuso su reconocimiento
y conservación hasta el estado actual.
127
Cuando me iba a ir la muchacha volvía a estar
deambulando por la puerta, aburrida. Además de mí sólo
había entrado una pareja con una niña en todo el rato que
estuve. Es escaso el turismo en esta ciudad. Le pregunté cuál
era exactamente el monte de las Ánimas y me señaló el que
se levantaba sobre el monasterio. Lo había visto desde la
128
plazoleta de los Cuatro Vientos, en el Mirón, y no me podía
creer que en ese cerro medio pelado, con sólo algo de
vegetación abajo, hubiera hecho Bécquer transcurrir
aquellas batallas con las que Alonso entretiene al comienzo
de su leyenda a Beatriz:
“Ese monte que hoy llaman de las Animas
pertenecía a los Templarios, cuyo convento
ves allí, a la margen del río. Los Templarios
eran guerreros y religiosos a la vez.
Conquistada Soria a los árabes, el rey los
hizo venir de lejanas tierras para defender la
ciudad por la parte del puente, haciendo en
ello notable agravio a sus nobles de Castilla,
que así hubieran solos sabido defenderla
corno solos la conquistaron. Entre los
caballeros de la nueva y poderosa Orden y
los hidalgos de la ciudad fermentó por
algunos años, y estalló al fin, un odio
profundo. Los primeros tenían acotado ese
monte, donde reservaban caza abundante
para satisfacer sus necesidades y contribuir a
sus placeres. Los segundos determinaron
organizar una gran batida en el coto, a pesar
de las severas prohibiciones de los clérigos
con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a
detener a los unos en su manía de cazar y a
los otros en su empeño de estorbarlo. La
proyectada expedición se llevó a cabo. No se
acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían
presente tantas madres como arrastraron
sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue
una cacería. Fue una batalla espantosa: el
129
monte quedó sembrado de cadáveres. Los
lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron
un sangriento festín. Por último, intervino la
autoridad del rey: el monte, maldita ocasión
de tantas desgracias, se declaró abandonado,
y la capilla de los religiosos, situada en el
mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron
juntos amigos y enemigos, comenzó a
arruinarse. Desde entonces dicen que cuando
llega la noche de Difuntos se oye doblar sola
la campana de la capilla, y que las ánimas de
los muertos, envueltas en jirones de sus
sudarios, corren como en una cacería
fantástica por entre las breñas y los zarzales.
Los ciervos braman espantados, los lobos
aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos.
Y al otro día se han visto impresas en la
nieve las huellas de los descarnados pies de
los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos
el Monte de las Animas”.
130
20. El Duero
Tras examinar el camino que me llevaría hasta San
Saturio descarto ir por la carretera de Ágreda y prefiero
volver a cruzar el puente que me ha llevado al otro lado. No
se sabe cuándo datar este puente que, en todo caso, es
bastante antiguo. Resulta curioso observar que cuando se
llegó al esplendor de Soria, en los siglos medievales,
prácticamente nadie había registrado documentalmente la
construcción de conventos, iglesias ni palacios, tampoco de
este puente, por lo que se ignora casi todo de su comienzo.
Pero llegado a ese punto ya no se pueden apenas
contar historias. Estoy a punto de empezar el paseo de los
poetas, el que lleva desde San Polo a San Saturio. Me acodo
en el puente, paso de un lado a otro buscando la mejor foto
del Duero. El camino empedrado es estrecho y el paso de los
coches está regulado por semáforos porque no pueden pasar
dos a la vez. Me reclino y veo el agua pasando, a pesar de la
sequía, tumultuosa, con buen caudal desde que nace en las
131
faldas del Moncayo, tan cercano. Y suenan los versos de
Gerardo Diego, idénticos versos de hace ochenta años,
cuando los compuso, aunque el agua que pase sea distinta.
Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja;
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.
Indiferente o cobarde,
la ciudad vuelve la espalda.
No quiere ver en tu espejo
su muralla desdentada.
Tú, viejo Duero, sonríes
entre tus barbas de plata,
moliendo con tus romances
las cosechas mal logradas.
Y entre los santos de piedra
y los álamos de magia
132
pasas llevando en tus ondas
palabras de amor, palabras.
Quién pudiera como tú,
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua.
Río Duero, río Duero,
nadie a estar contigo baja,
ya nadie quiere atender
tu eterna estrofa olvidada,
sino los enamorados
que preguntan por sus almas
y siembran en tus espumas
palabras de amor, palabras.
Es todo un lugar de paseo al otro lado, donde hay
una alameda larga que se llama el Postiguillo con que se
recuerda al antiguo Postigo o puerta de la muralla. A la
derecha sus restos, a la izquierda el Duero que pasa
rumoroso, quebrando su camino por la presencia para mí
inesperada de una amplia isla que llaman Soto Playa. Voy
hasta una pasarela que veo más adelante cruzándome con
hombres que me miran llevando a sus perros detrás, obras
que se escuchan a lo lejos, reformas en un antiguo molino
lejano, oculto ahora a la vista. Me acerco al río, subo desde
la orilla y bajo desde el paseo. Busco ángulos para un buen
encuadre, quiero sentir el latido del momento, la luz que
apenas se cuela entre los álamos del paseo, los que me miran
y a los que miro.
133
Paso finalmente a la isla central y la recorro hasta su
punta. Delante de mí una pareja algo mayor camina por la
orilla, muy atenta a unas cuerdas que emergen del agua. Me
intereso por lo que hacen y me explican que buscan
cangrejos. El hombre abre la bolsa y aparecen unos
cangrejos alargados que se mueven inquietos, brillantes de
agua, arracimados en la bolsa. Observo detrás de ellos lo
que hay en el agua, cestas que están conectadas por cuerdas
a diversos lugares de la orilla.
Desde la punta más cercana al puente puedo verlo
ahora, el Duero corriendo entre las piedras hacia uno y otro
lado de la isla. El puente con sus ojos abiertos al río, los
coches pasando por encima y haciendo sonar sus piedras
centenarias. Hay calma en la mañana, una luz fuerte de día
soleado pero un agradable fresco que alivia. Me quedo un
rato allí, como me detendré en varios puntos del camino.
Simplemente por el placer de estar ahí, formar parte de
aquello, del puente, de la luz, del paisaje, de esta tierra
castellana a la que vengo desde lejos.
134
Entre cerros de plomo y de ceniza
manchados de roídos encinares,
y entre calvas roquedas de caliza,
iba a embestir los ocho tajamares
del puente el padre río,
que surca de Castilla el yermo frío.
¡Oh Duero, tu agua corre
y correrá mientras las nieves blancas
de enero el sol de mayo
haga fluir por hoces y barrancas,
mientras tengan las sierras su turbante
de nieve y de tormenta,
y brille el olifante
del sol, tras de la nube cenicienta!...
¿Y el viejo romancero
fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla?
135
Retrocedo buscando una nueva pasarela que me
lleve al otro lado. Mientras la encuentro veo mesas de
madera y algunos jóvenes que charlan sentados a una de
ellas y una chica lee en silencio un libro que quiero imaginar
de poemas porque nada apetece más en este ambiente que
dejarse llevar por el rumor del río y el fluir de unas palabras
que acompañen al viento y agraden el ánimo del que
camina.
Luego ya he pasado a la otra orilla y busco el camino
de San Polo. Pregunto a dos encargados de alcantarillas que
mueven una tapadera junto a un camión de limpieza. Me
indica uno de ellos con un acento castellano impecable el
camino que salía allí mismo de nuevo hacia la ribera. Pienso
que muchos locutores estarían contentos de hablar con tanta
corrección como ese pocero. Le doy las gracias, paso por
detrás de una señal de prohibido y allá, a lo lejos, veo el
paso de San Polo.
136
21. San Polo
Alfonso I el Batallador no sólo mandó repoblar la
aldea de Soria sino que favoreció la llegada de los
Hospitalarios, como hemos visto en San Juan de Duero, y
también la de los Templarios, que construyeron esta ermita
en el mismo lado del Duero, como era usual fuera de las
poblaciones. Con el tiempo esta Orden abandonó el lugar
del que se hicieron cargo los hermanos hospitalarios hasta el
siglo XVIII en que San Polo quedó sin culto.
Actualmente sólo queda en pie la iglesia y un muro
largo atravesados ambos por el paso de servidumbre que
todos los paseantes atraviesan. Esta ermita y los fértiles
terrenos que la rodean fueron vendidas por el Ayuntamiento
soriano a un noble cuyos descendientes la siguen cultivando.
137
Por ello, salvo el paso hacia San Saturio, todo lo demás está
cerrado aunque se adivina a la izquierda un campo verde y a
la derecha alguna construcción para los aperos agrícolas,
además de una caseta donde guardar un coche. Por lo
demás, nada es visitable y el caminante sólo puede mirar
hacia esa iglesia que se adivina encima del arco.
Sigo el camino y paso el letrero que anuncia que el
destino final del paseo dista 1,3 kilómetros aún. A la
izquierda se elevan las colinas que bordean el camino. El río
discurre a la derecha sin que podamos acercarnos mucho a
él. Al poco, es atravesado por la antigua vía de ferrocarril.
Sigo un impulso, quizá precipitado e imprudente, y asciendo
una cuesta para situarme en ese puente por el que,
afortunadamente, ningún tren pasará mientras yo me
encuentro en él. Busco una buena vista del Duero entre las
vigas de hierro pero quizá sean los raíles perdiéndose a lo
lejos entre las colinas lo más bonito que encuentro.
Tras bajar de nuevo continúo el camino hasta que
empieza a ondularse ligeramente apareciendo salpicado por
138
monolitos dedicados a un vía crucis y allí, a lo lejos, veo
sobre unas rocas la ermita que buscaba, el final del paseo.
139
22. San Saturio
Se ignora casi todo sobre este santo. Tan sólo se
conserva su recuerdo en un muy antiguo breviario de
Tarazona en el que se recopilan distintas oraciones de San
Prudencio, obispo que fue de esta sede, donde le menciona
como su maestro eremita. El problema de datar su vida es
que también se ignora el tiempo en que vivió su discípulo
Prudencio. Sin embargo, hay cierta coincidencia entre los
estudiosos de ambos en que hablamos de finales del siglo V
o ya entrado el siglo VI, de manera que el eremita sería
godo.
En el siglo XII, el siglo en que se repuebla Soria,
habría aquí un lugar tradicional de culto. Es por ello que, en
ese afán de construir ermitas y santuarios, se elevó una
dedicada a San Miguel en este sitio tan peculiar, a media
altura de la falda de la que se conoce como sierra de Santa
Ana. Desde luego, la ermita impresiona por su firmeza e
140
integración con las rocas que la rodean. Sin embargo, la
actual no es la ermita original. Sigamos la historia entonces.
Testimonios escritos posteriores muestran que, en el
proceso de su construcción, se hallaron restos humanos que
tradicionalmente se tomaron como santos. No existe mayor
constancia de por qué ni qué datos existieron para
adjudicarlos a San Saturio. La ermita actual está construida
sobre unas cuevas que bien pudieron alojar a un eremita (y
más de uno) por estar llena de espacios que se comunican
entre sí, frescos en verano pero que en invierno deben ser de
un gran padecimiento. Ahora, cuando se entra en dichas
cuevas, se muestra un amplio altar dedicado a San Miguel
arcángel al que la devoción por el santo no ha quitado su
importancia. De hecho, este altar está construido sobre el
lugar donde reposaron originalmente los restos de San
Saturio.
Según la leyenda Saturio era un godo que provenía
de una familia adinerada. A la muerte de sus padres dio
todos sus bienes a los pobres y se retiró a estas cuevas para
vivir santamente en oración permanente con Dios y el
arcángel San Miguel. Los parecidos con la vida de San
Francisco son bastante evidentes. Cuando llevaba treinta
años así vio a un joven que pasaba el río y subía hasta
aquellos riscos para pedir su bendición y solicitar vivir a su
lado. Este joven se llamaba Prudencio. Tras siete años en
convivencia mutua Saturio murió y Prudencio, después de
enterrarle en la cueva volvió a su lugar, Tarazona, donde su
fama le llevó hasta el obispado.
Sea lo que hubiere de cierto en todo ello lo que sí
está testimoniado por el Cabildo de Soria es que en 1553 la
primitiva ermita se había derrumbado y, tras disponer de
ayudas económicas suficientes, se dispuso la construcción
de una nueva, más imponente, de planta octogonal y a la que
se accediera por dos vías: una interior a través de la cueva y
141
otra exterior, rodeando las rocas. Ésta última fue financiada
por un rico portugués que, al otro lado del Duero, tenía unos
lavaderos de lana que le ofrecían pingües beneficios.
Agradecido al que entendía favor del santo en su negocio
costeó toda esa escalera sobre roca, de gran belleza, como
pude comprobar.
142
Ello indica también que la devoción por San Saturio
iba creciendo entre el pueblo. Mencioné al principio de esta
narración cómo en 1630, ante una pertinaz sequía, se acordó
bajar la Virgen del Mirón hasta la catedral de San Pedro.
Allí se le unió la imagen de San Saturio en una unión que ya
sería hasta la actualidad entre ambas figuras. Debió llover
abundantemente porque el pueblo, agradecido, acordó llevar
la imagen del santo hasta la misma catedral el 1 de octubre
de cada año. Para entonces la nueva ermita disponía de una
capilla octogonal que pude visitar, con todo su interior
pintado de imágenes referentes a la supuesta vida del allí
honrado. Bajo el altar mayor se colocaron definitivamente
los restos encontrados en la cueva donde permanecen para el
culto de los sorianos.
Nombrado pocos años después patrono de la ciudad
debió haber voces discrepantes que insistían en la ausencia
de comprobaciones sobre su vida y su santidad. Quizá por
eso sea comprensible una vidriera que encontré en una sala
capitular de la ermita, donde se lee:
143
“Romualdo Barranco, natural de Carbonera,
niño de seis años y medio, habiendo caído
desde esta ventana hasta cerca de la orilla del
Duero, fue hallado, puesto de rodillas, sin
haber recibido lesión alguna por intercesión
del santo. Año 1772".
144
Un milagro muy oportuno del que tampoco tengo
mayor testimonio y que colaboró en callar las voces
discrepantes. De hecho, ignoro a qué año se asigna el suceso
no sabiendo si el que viene anotado al final es el de la
vidriera o el del supuesto milagro. Lo cierto es que la
ventana tiene una caída impresionante sobre la orilla del
Duero de la que, en condiciones normales, nadie podría
salvarse. El cabildo soriano elevó al Papa Benedicto XIV la
petición de que tuviera una oración propia San Saturio lo
que, al ser aceptado, dio por validada su fama de santidad
hasta el día de hoy.
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23. Sobre el Duero
Bajo por la empinada escalinata que lleva de nuevo
al paseo. Abajo hay un asiento de piedra y una placa grande
que contiene un poema de Machado. En este ‘Rincón del
poeta’ como se le llama se sentaba muchas tardes en que
venía de paseo con su mujer Leonor, mientras ésta no estuvo
enferma. Al lado de la placa hay varios árboles en cuyas
cortezas los enamorados que por allí pasan van grabando sus
nombres y la fecha. Debe ser un rito inevitable y deseado
para ellos. ¿Qué mejor sitio que éste, que asistió a la
presencia de un poeta enamorado, de un hombre feliz?
He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra-.
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!
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Acuciado por estos versos bajo por una escalerilla
hasta una pasarela sobre el Duero. Me detengo allí un largo
rato. No hay nadie en los alrededores. Es martes y los pocos
turistas con los que me crucé se han ido a esta hora, cerca de
la una de la tarde. No queda nadie sino el Duero corriendo
debajo de mí, incansable, y esos álamos en la ribera que el
viento agita y arranca rumores que son como música,
música que es como un recuerdo de otros tiempos. Cuando
el poeta venía a sentarse allí después de la caminata y sentía
que acudían a sus labios esos dulces versos de hombre
sensible y sencillo que siempre me han gustado.
Permanezco allí. El día es de una gran belleza, el
cielo muestra el azul y el blanco, el Sol no castiga
demasiado gracias al frescor que el río trae. Continúo
quieto, escuchando el viento en los álamos, sintiendo el
borbotear del río bajo mis pies, acodado un largo rato en la
barandilla, haciendo alguna foto que pueda retener en mi
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memoria el momento más dulce de mi estancia en Soria.
Cuando sintiendo todo, la música en la ribera, las ondas del
río, el silencio y los pájaros que volaban entre las copas, me
daban ganas de llorar por haber llegado hasta allí, por sentir
lo que sentía, una paz desconocida, como quien llega a
puerto después de una larga travesía.
Y ahora me viene a los dedos otra poesía de una
mujer que vino a refugiarse a Soria de una dura posguerra
civil, cuando su marido malvivía en Madrid tratando de
hacer olvidar su pasado republicano, cuando ella permanecía
con el alma en vilo junto a su hijo pequeño, sin saber si las
noticias que le viniesen fueran buenas o malas. Aquí
escribió Ángela Figuera Aymerich, la poeta vasca casi
nacida con el siglo, algunos de sus poemas más intimistas:
Ese sentir que de tan hondo vuela
sobre la paz tendida de tus campos;
ese inclinarse el alma sobre el río,
sobre tu Duero -¡Mío!-, sangre noble
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de tus antiguas venas;
el incensario rumoroso y tibio
de tus pinares siempre desangrándose;
la reciedumbre altiva de tus chopos
velándote los sueños día y noche;
tus femeninos álamos temblando
al delicado son de tus esquilas;
tu cielo claro y frío recubriendo
tus riscos duros con barbudas cabras;
tu sahumada tierra, tus colinas
armaduras de murallas y castillos;
tus pueblos, tus ermitas, tus pastores,
no los perdí; son míos en mis versos.
Todo termina pero nada se pierde mientras quede
memoria, mientras algunas palabras puedan quedar por
escrito y volver a ser pronunciadas. Mientras haya otros
enamorados que graben sus nombres en la corteza de un
árbol y un hombre, más allá de la mitad de su vida, se acode
sobre el río a escuchar el rumor de otro tiempo, de un poeta
viejo y muerto en tierra extranjera, y sienta en silencio la
poesía del lugar.
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24. Cerro del Castillo
Me levanté pronto la última mañana de mi estancia
en Soria. Siempre me ocurre el día en que tengo que viajar.
Como no estaba abierta aún la cafetería del hotel me senté
en una especie de pequeña terraza de la que disponía la
habitación. Se puede decir entonces que vi el día clarear y el
Sol levantarse pero lo cierto es que la orientación no me
permitió lo segundo con claridad y me daba pereza a esa
hora salir del hotel y recorrer el paseo para observar ese
amanecer sobre las lejanas montañas.
Me entretuve en cambio aseándome y leyendo
historias de calles de Soria, mirando el plano con detalle.
Tenía hasta primera hora de la tarde para recorrer los
últimos rincones, fotografiar las calles que aún no hubiera
visto, registrar todo aquello que luego sería imposible
recuperar de otro modo. Finalmente, bajé a la cafetería
como cada mañana. No había nadie, dado lo temprano de la
hora. Por la ventana se veía el monte de las Ánimas bajando
hacia el río. Me pusieron delante el hermoso croissant diario
que rellené concienzudamente de mantequilla y mermelada.
¡Qué buena forma de empezar el día! Deseaba dejar
constancia de ello porque había venido a conocer esta
ciudad y sus gentes, su historia y sus lugares, recordar el
tiempo de Machado aquí, degustar el ambiente de poesía
que impregnaba el Duero..., sí, pero con un buen croissant
relleno para desayunar, que lo cortés no quita lo valiente.
Reservé la última mañana para subir al cerro del
castillo, el que se encuentra justamente enfrente de donde yo
estaba, al otro lado del extremo de la ciudad que linda con el
río. Había visto repetidamente, cada mañana, el edificio del
parador Antonio Machado, que inauguró Manuel Fraga
como ministro en 1969, justo un año antes de que se
inaugurara el hotel donde me encontraba, en lo alto del cerro
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opuesto. La verdad es que, inicialmente, había integrado ese
paseo por el cerro en mi itinerario básico por la ciudad pero
al llegar me di cuenta del error. Este cerro es más abrupto
que el del Mirón, Soria es más grande de lo que imaginaba y
si subía al cerro en cuestión no podría ver, en la misma
tarde, parte de la ciudad. De modo que lo dejé pero, con
cierta pereza, había llegado el momento de encararlo
definitivamente.
Para ello me dirigí por el paseo de Narros y su
alameda hacia la catedral de San Pedro, como la primera
tarde, y luego, en vez de seguir hacia la derecha y la ciudad
o en dirección izquierda y encontrarme el puente y el río,
atravesé perpendicularmente ambas direcciones y escogí, sin
saberlo, el sendero más empinado para acceder al castillo.
Luego me tropezaría con otros caminos más ondulados y
hasta me cruzaría varias veces con una señora de mediana
edad y lo que parecían dos hijos adolescentes haciendo
carreras arriba y abajo del cerro, una situación ideal para
bajar la moral de cualquiera que llegara respirando con
dificultad.
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Estaba todo seco y el sendero discurría recto entre
árboles. Sentí fatiga, la verdad, por haberme despertado
pronto, por llevar varios días haciendo buenas excursiones,
por la hora temprana. Podría haber recordado otros versos
de Machado,
Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.
Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,
buscando los recodos de sombra, lentamente.
A trechos me paraba para enjugar mi frente
y dar algún respiro al pecho jadeante;
o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante
y hacia la mano diestra vencido y apoyado
en un bastón, a guisa de pastoril cayado,
trepaba por los cerros que habitan las rapaces
aves de altura, hollando las hierbas montaraces
de fuerte olor —romero, tomillo, salvia, espliego—.
Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.
Pues más o menos era así, julio, sol de fuego, salvo
por el pastoril cayado del que yo carecía. Llegué hasta una
gran estatua que había visto repetidamente de lejos, sobre
todo desde Nuestra Señora del Espino, de donde dista poca
distancia hacia abajo. Es un monumento al Sagrado Corazón
que abre sus brazos, acogedor, a toda la ciudad. Tiene una
base donde uno puede sentarse a descansar de sus fatigas,
esculpida de escudos nobiliarios, quizá de los famosos
linajes sorianos.
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Pero cuando me senté hube de levantarme enseguida.
Delante de mí se extendía un paisaje magnífico, hermoso.
De forma simétrica a lo que había visto desde el Mirón se
podía contemplar ahora la ciudad ahí abajo, la torre de la
catedral de San Pedro irguiéndose, y luego el cerro del
Mirón y el hotel y la ermita. Más abajo la hoz del Duero que
153
bordeaba el cerro y aún más allá las cumbres lejanas del
Moncayo sin poder adivinar la presencia de los picos de
Urbión, donde este río nace y se renueva.
Me quedé mucho rato, mucho. Hice varias
fotografías. Veía los pájaros pasar, una cigüeña que volaba
desgarbada hacia algún campanario, los ecos de la ciudad,
coches sobre todo pero también alguna campana, como se
oía al anochecer el aullido de los perros en torno al Duero o,
tal vez, el sonido armonioso de una flauta.
Luego continué hacia arriba por unas escalerillas de
piedra y un camino bien construido y menos empinado. La
señora y los hijos subían y bajaban incansables hasta que la
primera desapareció y vi a los chicos detenerse junto al
parador, con la lengua fuera. Ya para entonces había
observado un parque lleno de césped y restos de una torre de
homenaje, los descarnados muros de lo que fue la torre del
Alcázar, con puertas y ventanas medio derruidas y rodeadas
de una valla, el antiguo foso de este castillo medieval, hoy
convertido en una piscina infantil detrás de gruesos barrotes
154
que me impedían pasar.
Me asomé al otro lado del cerro y vi, muy abajo, el
puente de hierro. Más allá, la ermita de San Saturio,
cabalgando entre rocas. Fui andando más, ya descendiendo
lentamente hacia la ciudad y, a medida que bajaba, se iba
desplegando un paisaje mayor. A lo lejos el campo de fútbol
del Numancia, un poco más cerca un gran cementerio que
fotografié hasta darme cuenta que por él había ido andando
la primera tarde, buscando la tumba de Leonor.
Por estas faldas del cerro, donde se había
congregado en el Medioevo la población judía, fui
despidiéndome de todos aquellos sitios de Soria que me
habían acogido, que se habían prestado a mi visita.
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Les fui diciendo adiós con cierto pesar porque quizá
pueda volver, tal vez tenga otra oportunidad, tan grato sabor
me dejaron esos tres días, pero ya no seré el mismo, nunca
más será la primera vez. Sin descartar buenos días por pasar
de nuevo, más adelante, ya no sería posible descubrir ese
claustro de San Pedro ni andar por calles viejas que se abren
a la Plaza Mayor, ni pasear por el Collado mirándolo todo
con ojos nuevos. Nunca más volveré a descubrir el camino
desde San Polo a San Saturio sintiendo el cansancio pero
también la emoción de buscar los rincones del poeta, allá
donde él también paseaba a la orilla del Duero. Todo será
distinto, no peor pero sí diferente. Ojalá, me digo, eso
diferente traiga también, de la mano, un nuevo goce: el
volver a ver cosas familiares, aquello que nos deparó
sorpresa, emoción y una brizna de felicidad.
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Oh Soria, cuando miro los frescos naranjales
cargados de perfume, y el campo enverdecido,
abiertos los jazmines, maduros los trigales,
azules las montañas y el olivar florido;
Guadalquivir corriendo al mar entre vergeles;
y al sol de abril los huertos colmados de azucenas,
y los enjambres de oro, para libar sus mieles dispersos en los
campos, huir de sus colmenas;
yo sé la encina roja crujiendo en tus hogares,
barriendo el cierzo helado tu campo empedernido;
y en sierras agrias sueño —¡Urbión, sobre pinares!
¡Moncayo blanco, al cielo aragonés, erguido!—
Y pienso: Primavera, como un escalofrío
irá a cruzar el alto solar del romancero,
ya verdearán de chopos las márgenes del río.
¿Dará sus verdes hojas el olmo aquel del Duero?
Tendrán los campanarios de Soria sus cigüeñas,
y la roqueda parda más de un zarzal en flor;
ya los rebaños blancos, por entre grises peñas,
hacia los altos prados conducirá el pastor.
¡Oh, en el azul, vosotras, viajeras golondrinas
que vais al joven Duero, rebaños de merinos,
con rumbo hacia las altas praderas numantinas,
por las cañadas hondas y al sol de los caminos
hayedos y pinares que cruza el ágil ciervo,
montañas, serrijones, lomazos, parameras,
en donde reina el águila, por donde busca el cuervo
su infecto expoliario; menudas sementeras
cual sayos cenicientos, casetas y majadas
entre desnuda roca, arroyos y hontanares
donde a la tarde beben las yuntas fatigadas,
dispersos huertecillos, humildes abejares!...
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¡Adiós, tierra de Soria; adiós el alto llano
cercado de colinas y crestas militares,
alcores y roquedas del yermo castellano,
fantasmas de robledos y sombras de encinares!
En la desesperanza y en la melancolía
de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva.
Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía,
por los floridos valles, mi corazón te lleva.
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