El secreto de Pedro Idel

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El secreto de Pedro Idel
- 1952 -
Como siempre, la camioneta de la Asistencia Pública p ro dujo gran revuelo en el barrio. Junto con escucharse su sir ena, se abrieron pu ertas y
ventanas. El vehículo se detuvo frente al N°587 de la calle Lo s Na ra njos .
Todos sabían que esa era la pensión de la señora Ro sa Santana.
Dos enfermeros bajaron de la Ambulancia, penetrando con presteza en
la casa. A los pocos minutos, volvieron a salir. En la camilla qu e alzaban
entre ambos, había alguien.
Los curiosos alcanzaron a percibir unos zapatos negros y el resto del
cuerpo escondido por una sábana. Lo s hombres actu aro n con tal prontitud
que no fue posible ver o preguntar cosa alguna. La camilla desapareció;
tras ella, dos manos hábiles juntaron las puertas. El m ot or partió sin dificultad. La camioneta, como una sombra, dobló la esquina y se p erdió.
Todos se miraron interrogantes. Qu é sucedería ? Las p uertas de la casa
permane cían cerr adas; ad entro no se escuchaba el m en o r signo de vida.
¿Quién sería? Nadie osó preguntar. Preso en estas co njeturas, el grupo comenzó a esparcirse . Uno, y otro, y otro. Una reja qu e go lpea. Una ventana
que desaparece tras los postigos. Pronto, la call e vo lvió a quedar desierta.
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-Aló, señ orita... señorita, usted habla con Rosa... con Rosa Santana.
Quisiera ten er noticias de un enfermo... bueno, sí, espero écó rno ? Me
tiene que co m unicar con otra sección ? Va a ser la cuarta está bien, sí,
espero... gracias, seño rita...
Rosa aprovech ó para mirarse en el espejo. La p ieza estaba obscura; pero
ahí, tan cerca, distinguía su rostro en el óvalo del espejo. Sin soltar el fono,
contempló su imagen inclinando ligeramente la cabeza hacia uno y otro
lado. Arr egló un crespo, alisó los cab ellos en la nu ca y volvió a ex ami narse.
-Aló, aló... sí, seño rita. Usted habla co n Rosa Santana. Quisier a tener
noticias de Pedro Idel... sí, señorita ... un en fermo que llevaron hace poco
más de una hora... no , señorita, no soy pariente suya, no... c ómo ? Ah, soy
la dueña de la pensión donde él vive. C órno ? Q ue me tien e que co m unicar con la sección corresp ondiente? Pero... bi en, señorita, aguardaré.
En el esp ejo , su ro stro era red ondo ; ella lo sabía. Se sabía tod a re donda
como trazada co n un com pás . Su figura irrad iaba algo limpio y sano. Los
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ca be llos recogi dos en una flor escencia de crespos sob re la cabeza corona
ban sus ojos vivaces, un a nariz re spingona y el m entón aguzado . Era ge n«:
rosa de cuerpo. En torno suyo, la vitalidad adquiría un sign ificado.
- iRosita! -gritó de pronto- oRosita, ven a esperar en el teléfono. Ya m
aburrí.
La hija entró. Era un a verdadera sombra de sí m isma. En vez de cam i
nar, par ecía deslizarse ent re los muebles. Tom ó el au ricular de manos de st
m adre y aguard ó sin decir palabra.
Rosa rev oloteaba mien tras tanto. Arregló las dalias de papel en el flore
ro sin agua; enderezó un cuad ro; orde nó los chiches sobre la mesa. Le
gustaba su saló n. Muchas veces habría podido arrendarlo como una piez s
más; pero a ella le gustaba su salón. "U n salón da cierta imp ortancia a Ir
casa". Todo en él le gustaba, le gus taba tal cual: con la planta de sombra, los
muebles pesados, los escupitines, dos hermosos escupitines de parcelan
junto al sillón y los pañi tos tejidos a crochet. Los había urdido uno a uno.
p ensando en cada abrazo, en cada respaldo de sofá, en su salón.
Nada todavía ?
-No, mamá.
-iAh! son insoportables en la Asistencia. Lo mandan a uno de sección
en sec ción durante horas. Pero no cuelgues, Rosita. Quiero saber cómo
sigue el pobre don Pedro.
De pronto, al pronunciar su nombre, recordó que debía ordenar la pieza . Se encaminó hacia ella. Al entrar vio la botellita en el suelo, el vaso rot o.
Limpió ese líquido blanquizco y viscoso que se pegaba a las tablas, volvió a colocar el frasco sobre el velador. El cubrecama también estaba arrugado y sucio con la hu ella de sus zapatos. Tendría que lavarlo . iPobre don
Pedro !
Rosa tenía una curiosa manía: con el tiempo, llegaba a querer a sus
huéspedes. Pedro Idel, por ejemplo, a don Pedro le profesaba un cariño
casi maternal. Y sin embargo, équ é edad tendría el hombre ? Cuarenta,
cuarenta y tres años quizás: diez años más joven que ella . Claro que don
Pedro parecía mayor. Siempre tan serio, tan respetuoso, tan vestido de negro. Durante los ocho m eses jamás le había visto otra corbata que esa de
riguroso luto . Y siempre tan cuidado, tan limpio.
- iMamá! iMamá!
Ros ita gritaba desde lejos.
- ¿Sí ? Qu é suced e?
-Preguntan si don Ped ro tiene parientes.
- iDios mío! Qu é le ha suc edido ?
-Nada , mamá. Dicen qu e se lo han llevado al hospital y quieren saber
tien e p arien tes para avisarles.
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-é
Pari entes? No ten go la m enor idea. ¿y por qu é no le preguntan a él
isrno?
- Parece qu e sigue incon sciente.
- Déjales el número del teléfono. Que avisen para acá si hac e falta algo.
Mientras tanto va ya ve r si encue ntro alguna dir ección entre sus cosa s.
¿Parientes? Nunca antes pen só en eso. Por regla ge neral, la vida de sus
huéspedes come nzaba a int eresarle desd e el m omento en que entraban a
su casa. Lo qu e habían hecho antes? No le preocupaba mayormente, siempre qu e tuvieran aspecto honrado. Porque Rosa se fiaba en las fison omías.
O tros tien en fe en un certificado de antecedentes o en una carta de recomendació n. Rosa, en cam bio, cre ía en los rostros. M últiples vec es su hija le
escuchó decir: "Para mí sólo cue nta un a ex p licación honesta". Por eso no
sabía qu é cosas escondían los d em ás en su pasado. D on Pedro ten ía pa rientes? Tal vez. Ella no los había visto.
Pero de pronto, mi entras pensaba en Ped ro , mil es de frases , de gestos y
deta lles volviero n a su memoria. Frases, ges tos y detalles qu e antes pasaro n
inadve rtidos, ahora adquirían un sign ificado mu y distinto. Se ha cían importantes. Entonces lo supo: tra s todo eso había algo, algo, extrañ o, misterioso, algo profundo que, sin conocer, ella com pre n día.
Miró en torno suyo . Le pareció sentirse esp iada; pero solo vio los mur os
desnudos del cua rto. La s cuatro p ared es sin un a fotografía, sin un recuerdo,
nada. Como nunca antes, la pieza le, transmiti ó su clima sórdido. ¡Qui én
podía vivir allí dentro! Ese cuarto necesitaba flor es, p lantas, algo con vida.
Sobre el escri torio encontró varios sob res, hojas de papel, algunos sello s,
dos plumas ... ilas cartas! Súbitame nte las recordó y, sin sab er por qué, ellas
lograro n cerrar el círc ulo de su p ensamiento.
Desde el primer día... lo recordaba todo. Antes d e p regu ntar si podía o
no subir a su cuarto, antes de saludarla siquiera, Pedro Id el inquirió:
-¿ Ha llegad o alguna carta para mí?
-No.
Entonces por primer a vez vio posarse sob re su rostro aquella expresión
desilusionada qu e luego se le hizo tan familia r. El hom bre tomó su maleta,
una mal eta pequ eña de cartó n simulando cuero amarrada co n un a correa
grues a, y siguió a Rosa esca lera arriba. Pero volvió a deten erse en los primeros escalones:
-i Y esas cartas qu e ve o ahí!
- ¿Cuáles?
- Esas, sobre la mesa.
-Ah, son para otros hu ésp ed es.
- O h...
Una vez qu e estuvo en su pi eza, pr eguntó:
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- ¿Son mucho s... los hu éspedes?
-No. Dos m ás. Un estudiante que p asa en la calle todo el día y la se ñc
C aiced o qu e rara ve z sale de su pieza.
- ¿Por qu é ?
-Es sor da.
Rosa, qu e d e costum bre podía hablar durante horas sin tener nada ql
decir, "por el gusto de conversar", como explicaba ella, sentía ahora 1
ansia irrefrenable de partir. Ese hombre la intimidaba. Era la forma (
m irarla. Nada irrespetuosos, no ; p ero había en sus ojos algo cansado, ap
leado, qu e la irritab a. Ella no soportaba qu e la gente contemplara la vi c
co n esa exp resión . ¡Es necesario vivir la vid a!, solía gritarle a Rosita,
cu yas pupilas descu b ría idéntica luz a la que ahora hallaba en las del nue (
arrendatario. Pero su hija... eso era distinto, la niña atravesaba una épo .
difícil. Todas las muchachas deben sufrir ese cansancio súbito y desconoci
do. En cam bio, él era un hombre hecho y derecho. Pero, en el fondo, St
enojaba más en la ¡:. alabra que en el pensamiento. Sin explicarse por qu é
ese sujeto , Pedro Idel, su nu evo arrendatario, le inspiraba lástima.
Buscó entre los papeles. ¡Qué curioso el poder de la memoria! Trae lo
recuerdos intactos; uno podría cerrar los ojos y volver a hacer los gestos
Como sucedía con esas cartas... lo veía bajar cada mañana, ansioso, sir
vestirse todavía, sin afeitarse, él que era tan cuidado de su persona:
l.leg ó el correo, señora Rosa ?
-Buenos días. Sí, sí llegó .
Nada para mí?
-No.
-Ah... buenos días.
y arrastraba los pies al subir. Extraño, jamás recibió una carta. La señ
ra Caicedo mantenía una corr esp ondencia nutrida, entre sordos es la ma
nera más fácil de comunicarse, explicaba, Rosa a su hija . El estudiante, a si
vez , se escribía con sus padres que vivían en el sur. Pero nadie recordaba <:
don Pedro. Ni una tarj eta, nada. Lo extraordinario de todo le asunto er
que él insistía. No se conformaba con las palabras de la señora Rosa y pedí
las cartas para revisarlas una por una. ¿D é quién aguardaba noticias ca
tanta ans ia ? Durante un tiempo estas cosas mantuvieron intrigada a la señora Rosa. Cada mañana deseó que llegase la carta para poder descifrar en
el reverso el nombre del remitente. Mas, como nada sucedía, pronto olvid .
el asunto. La pregunta de Pedro Idel se hizo monótona:
- ¿Llegó el correo , señora Rosa ?
-No hay carta para usted, don Pedro.
Aún más rutinaria la respuesta. Lograba sí detener el impulso de Pedr
en el descanso de la escalera, ahorrándole en esta forma parte del descenso.
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Sin embargo, la personalidad d e Pedro Idel no d ejó d e inter esarla. Era
hombre de costumbres ordenadas. Salía poco ; nunca pasó una noch e afuera. Cancelaba regularmente su cuenta. Esta corrección agradaba a Ro sa,
quien, cada comienzo de mes, debía luchar contra la sordera de la señora
Caicedo y el vagab u ndeo, intensificado durante esos d ías, d el es tu diante.
No, no podía quejarse; don Pedro era el arrendatario id eal.Jamás un reclamo, no molestaba ni hacía ruidos y, por sobre todo, pagaba co n pun tu alidad. Pero si juzgaba las cosas con criterio imparcial , d ebía confesar algo .
Un día lo hall ó conversando con Rosita. Eso no le gustó. Por qué ? Ni la
conversación ni la actitud resultaban incorrectas. "Pero una nunca sa be por
dónde falla el hombre". No están de más las precauciones. Nunca están de
más. Por lo tanto, prohibió a Rosita que hablara a so las con don Pedro o
que entrara a su pi eza cuando él estaba allí. La muchach a no com prendió el
porqué; pero tam poco se opuso.
Volvió a mirar el cuarto. La espantó ahora. Lo supo frío, d esnudo como
una celda. Ella estaba acostumbrada a ver muros qu e desapar ecían bajo
multitudes de cuadritos; a ella le gustaban las habitaciones impregn ad as de la
persona que vivía allí ; ella no lograba comprender esta sensación d e cripta;
tuvo miedo de hablar ia lo mejor había eco en ese cuarto tan pequeño! Ella
siempre quiso piezas ahogadas en cosas, con mantelitos y floreros, nunca esta
austeridad monacal. La cama en un rincón, el ve lador a su derecha, un reloj
cuadrado sobre él, la mesa, la silla, el ropero simple y solemne... Rosa supo
que al pasear su mirada sobre los muebles los estaba d estruyendo.
Siguió bu scando, pero antes qu e pudiese leer lo que d ecía en ese sobre,
los pensamientos la atraparon . Había algo m ás qu e la asombraba con respecto a don Pedro: nunca lo vio con un amigo, ni co n un co noc ido siqui era.
Siempre llegab a y salía solo.J am ás nadie preguntó por él; jamás n adie dej ó
un recad o para él. Si no fuera porque inquiere con tanta insisten cia por las
cartas, un o llegaría a creer que no cono ce una sola persona en toda la ciudad. Por eso la sorprendió la pregunta hace un ra to ... étien e parientes? Parientes... ella no los había visto.
Incon scientemente leyó lo qu e había escrito en aquel sobre. Pero su
atención vaga ba todavía entre los p ensamientos. Sin em bargo, la frase despertó la realidad. ¿Q ué? Ahí decía: "Señori ta Flor d e Espino". Tal cua l.
iQué nombre tan deschavetado! ¿Q uié n osaba llamarse Flor d e Espino ?
Tendría qu e preguntárselo a don Pedro . IEx traordinario! ¡Flor de Espino!
Era para morirse de risa y de curiosidad. Pero esta última ya la vería sa tisfecha. Int errogaría a don Pedro, p orque "si tengo algo qu e decir, lo digo ; si
tengo algo qu e preguntar, lo pregunto", sostenía casi co mo un lem a. Los
pensionistas ya se habían aco stumbrado a esa franqu eza. H asta d on Pedro .
Recordó la escena...
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Como resultaba un tanto cansador responder con negativas a las P'
gu ntas que, dos o tres veces en las vei n ticuatro horas, hacía Pedro le.
sobre la correspondencia, Rosa ideó un m étodo que sin duda le ahorrar
trab ajo. Mandó a fabricar lo que ella llamó un mueble-casillero. Resul
ser un a repisa con tres com partimientos, uno para cada huésped. En elk
distribuía las cartas y los mensajes. Se ahorr aban conversaciones y enojr
inútiles, agregó Rosa.
La escena que ahora recordaba suc edió dos o tre s días d espués que h.
bía coloca do su famo so mueb le-casillero. Una mañana sorprendió a do
Ped ro bajando por la escalera con los ojos cerrados. Avanzaba con dificu
tad, golpeándose contra los muros, amenazando caerse a cada paso. Si,
embargo no alza ba los párp ad os. Un a ve z qu e estu vo ante el casillero, aguar
d ó un instante todavía. Rosa nunca había visto una expresión como aqu lla. El rostro se hizo pálido, una ven a com enzó a palpitar en la sien, entr abrió los labi os. La mujer creyó qu e se iba a desmayar y estaba pronta a
socorrerlo, cu ando Pedro lenta, lentamente entreabrió los ojos . Como de
costumbre, su casillero estaba vacío. Entonces Rosa asistió a una transfo rmación sorprendente: la vena cesó de latir, la boca endureció su gesto )
una tristeza, una tristeza desgarradora, invadió la cara de Pedro Idel. Vencido, el hombre se dio vuelta y caminó hacia la escalera. Ello no pudo retenerse y dijo .
- iM amá! llaman del hospital -Ia voz de su hija desde el piso bajo .
-¿Qué?
-Lla-man-del-hos-pi-tal. ..
Bajó rápidamente.
-Aló... sí, soy yo... sí, sí, aquí vive Qu é dice ? No, no somos parientes:
esta es una residencial, yo soy la dueña. No ... no sé. He estado buscand
entre sus cosas; pero no ha aparecido ninguna dirección... bien, seguir buscando... diga no más... iC óm o ! Sí... sí... sí, hace una hora, poco más ... en
el hospital hace una hora ... pero... bien, bien, pasaré...
Colgó el fono. Se produjo un silencio muy hondo. En ese clima dijo:
-Murió.
-Don Pedro...
-Sí. Hace una hora, en el hospital. Ahora llamaban de la Asistencia. o
pudieron salvarlo.
-Don Pedro... murió...
-Se agra vó de repente.
El silenci o se torn ó más profundo. Una tarde prematura entró por l
ventanas del salón. Rosa se sintió débil; por primera vez en su vida se sinti .
débil. Eso me sucede por ponerme a pensar como una tonta. Pero la reflexión no adquirió hondura, en cambio, tuvo un gesto hermoso: recogi ó
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esas flores de papel y, con la brazada junto al pecho, subió a la pieza de
Pedro. Una vez allí, las desparramó sobre el lecho.
¡Pobre hombre! Una voz repetía esa frase en su cer ebro. Pobre hom bre,
todo en el cuarto se impregnaba de una extraña realidad ahora qu e lo sabía
muerto. Estaba mu erto. Aquellas dos palabras era lo úni co irr eal tod avía.
Estar muerto. ¿Cómo ? Estar muerto. ¿D ónde? Hacia dónde van los muertos? Qu é m e pasa ho y día, exclam ó Rosa, tanta tontera qu e se m e viene a la
cabeza. No ob stante, resultaba imposible rechazar los pensam ientos. Un
hombre, Pedro, había muerto. Nada tuvo que ver en su vida , sin embargo
esa muerte le afectaba. Ni cuando falleció su marido... iah, p ero entonces
era una niña, Rosita acababa de nacer! La contesta ción brotó a pesar de
ella misma ¿y qué importancia puede ten er ? Hay qu e ser vieja par a com prender la muerte, para comprenderla como ella ahora? Acaso los jóven es
no saben, no imaginan, no se dan cuenta. Sí, es necesari o ser vieja par a
penetrar en el sentido de esa muerte. ¡Cómo había cam biado la pieza con
esas flores sobre el lecho! Alguien juraría qu e escucha risas... sí, es necesario ser vieja para comprender sin saber mu y bien qu é es lo qu e suce dió a
Pedro. Nunca antes pensó en un ser así, es decir, en su vida como algo
cerrado, definitivo, concluso. La muerte de Pedro co mpletaba la vida de
Pedro, ataba un cabo a otro cabo, resultando un anillo perfecto. ¿Q ué p alpitaba en su centro ? ese ... ese secreto qu e el instinto le ob ligab a a descubrir
sin lograr, eso sí, descifrarlo. Un secreto en la vida de Ped ro . Tal vez, al
terminarse, todas las exi stencias esco ndían un secre to . ¡Se dirí a qu e entra
ás sol en esta pieza d esd e que las flores est án so bre la cama! Sol de
ónde ? Más va le no segu ir p en sando.
Distra ída aún, Rosa se acer có a la me sa y reini ció su búsqu ed a. H abía
varios rec ortes de periódicos. Una página entera, encabezada por un gran
título: "Consultorio Sentimental". ¡Qué raro ! Lo último qu e se le habría
currido encontrar entre las cosas de don Pedro. Uno de los pár rafos estaba
encerrado en un círcul o de lápiz rojo . Leyó: "Seño rita de 40 años , mu y
sola, culta y ami ga de los bu enos libros, busca ca ba llero misma edad o
ayor con qui en corresp onde r. Escribir a Flor de Espino...". Bajo la pági na, encontró una carta : "Estim ada Flor: Aun cuando no ha contestado a mi
rimera ...". Y ah í se int errumpía. La pluma trazó tres o cuatro puntos tími dos tras la última palabra. Miró la fecha y vio qu e hab ía sido escrita dos
días antes. Ahora siguió buscando. Ya no podría det en erse. Ahí, entre esos
papeles, se enco ntraba el sec re to. Lo sabía tal cual uno siente , de pronto,
que la tierra va a temblar. Era una sensac ión curiosa, cas i animal, nada
lograría ha cerl a retroceder. Ya no se tratab a de vio lar los misterios de un
muerto, de llevar la curiosidad hasta la indiscreción , sino de recupera r su
tranquilidad , de saber sobre tod o.
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Descubrió otros recortes de diario, nuevas páginas de "C o nsu ltorio Ser
tim ental" con algunos párrafos tachados y, junto a ellos, las palabras "
contestó" escritas con lápiz rojo. También había algunos avisos de propé
ga nda, una pasta dentífrica, un nue vo desmanchador, y todos finalizaba
diciendo: "Si desea recibir a vue lta de correo una muestra absolutamen
gratis de nuestro producto, recorte el cupón adjunto y envíelo a la direc
ción indicad a". Los cupones hab ían sido recortados.
Pero Rosa no se detuvo; buscaba siempre, afanosamente. Encontró otr,
carta. M as, tan embebida co mo estab a en la búsqueda, solo tuvo tíemp:
para leer la primera frase: "Estimada Rosita" y siguió de largo. Al segunde
se inmovilizó. C órno ? Rosita... éacas o su hija ? Entonces no eran infunda
das sus sospechas, porque...
"Estim ada Ro sita:
"Sin duda esta carta la so rprenderá. Me lo he repetido muchas veces,
como muchas veces he arrojado al cesto las hojas apenas comenzadas; per e
ahora he tomado una decisión y ella es explicarle por qué le escribo. Con fío que usted sabrá comprender.
"Resulta difícil dar a conocer a una muchacha en qué consiste la soledad. La gente joven no tiene tiempo para sentirse sola. Pero los viejos, 10_
viejos como yo, mi querida Rosita, bien sabemos lo que eso significa. Todos
creen que son solitarios los que lo desean. De ahora en adelante podrá
gritarles a esas personas lo ignorantes que son; nada saben ; conocen 1
palabra, pero no su sentido... a veces se está solo a pesar de uno mism o.
Hay seres que buscan la compañía de otros, la conversación de otros, el
cariño de otros, sin lograrlo jamás. é'Tim id ez? Quizás Destino ? Tal vez.
cierto es que aquello sucede. Se ansía hablar y la voz no obedece; hacer un
gesto de ternura y la mano está inerte; comunicarse por fin y todas las
puertas ya se han vuelto a cerrar: eso es estar solo. No obstante, hay algo
peor aún. Es lo que yo llamo estar solo entre los demás. Es decir, si uno
avanza sin compañía por un desi erto, no resulta tan horrible, hasta cierto
punto es natural; pero si uno se siente solo en una calle, entre la gente,
cuando ellas hablan y gritan, entonces la sensación se toma insoportable.
Seguramente usted jamás ha experimentado la angustia. Aquello nace mu j
adentro y no se sabe cómo llega a la garganta. Eso es lo atroz.
"Yo he vivido esa soledad entre los otros; no he hecho otra cosa desde
hace mucho tiempo. No vaya a creer, Rosita, que no he tratado de solucionarla. He ensayado todos los medios, lo humanamente posible. La historia
es larga, porque nació cuando era niño, hijo único por cierto de padres no
muy jóvenes. Pero re sultaría demasiado extenso que le contara todo eso.
Bástele saber que busqué una salida; pero hasta hoy no la he podido hallar.
é'Tim idez? me pregunto a veces. Quizás. Siempre digo la frase amable cuané
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Cuentos Completos
o ya es tarde y las po cas p ers onas de las cuales pude llegar a ser ami go,
partiero n antes qu e yo lograra exp licarle s el motivo de mi silencio . Me
cuesta intimar con la ge nte. M e cuesta mu cho.
"Así, bus cando, llegu é a esta casa. ¡Cuántas veces m e he mudad o co n la
secreta espe ranza de hallar en la nu eva p en sión un fin para esta ex traña
.oledad! En un comienz o las cosas no m e parecieron m ejores que en ot ra
parte. La señ ora Rosa, su madre, es un ángel; p ero un án gel qu e tien e su
propia vida, sus propias preocupaciones y los demás la dejan indiferente. A
la señora Caicedo y al estudian te no he logrado ve rlo s aún . Este último
asa en la call e y en cuanto a la señora Caiced o, a pesar de qu e muchas
veces he decidido irla a visitar a su pi eza, nunca he llevado a cabo mis
planes. ¿Q ué podría decirle unas vez allí ? C órno ex plicarl e mi presen cia ?
o, todo era igual hasta qu e convers é con usted ha ce un instante. Recuerda? En el salón. Uste d estaba leyendo, yo entré de repente y ambos nos
asustamos en un com ienzo. Pero después empe zamos a hablar y parecía
que nos hubiésemos conocido durante siglos. il.as palabras b ro taban co n
tal facilidad ! Créame, Rosita, nunca había co nocido una dich a mayor. Por
jemplo, ahora veía cosas que antes nunca m e llamaro n la atención, cosas
como el sol entrando por esa ventana, jugando sobre las pl an tas de so mra... y hasta se me ocurrió una idea, estúpida si usted qui er e, pero qu e
traduce mi estado de ánimo en ese momento. Me dije: 'Cua ndo el sol toca
sas hojas, las transforma en charol ve rde '. i C ha rol ve rde ! H a oído algo
ás absur do. Y eso se prolon gó ha sta qu e entró su mamá. Después m e vine
. la pieza a esc rib irle esta carta. Nunca lograría ex presar estas cosas, halando qui ero d ecir , y deseo qu e las conozca, porque creo que vamos a
llegar a ser muy buenos amigos ...".
Luego hab ía dos líneas en blanco, otra fech a y la carta con tinuaba: "Ho y
or fin he co m pre ndido . En un co m ienzo no atiné a explicarm e por qué
me rehuía . Aho ra sé qu e es su m adre quien se lo ha or de na do . Por qué ?
Supongo qu e esa razón , co mo tantas o tras, no llegar é a conocerla.
"Me ex trañó qu e, de pronto, co ntestara co n m onosílabos a mis pregun .as y ya no m e recibi era co n esa sonr isa encan tadora co n que lo hizo el día
rquel en el salón. Pen sé qu e tal vez habría co m etido alguna torpeza. Cr éame, si hubo ta l torpeza fue abso lutamente invo luntaria. Yo so lo le des eo el
oien. ¡Q ue ría llegar a ser su ami go! Pero no se pu ede luchar contra lo que
rcontece. Eso por lo men os ya lo he aprendi do. El op on ente sólo logra ser
arrastrado. Di cen qu e un o lleva escrita su vida en la palma de las m anos, y
creo qu e los qu e eso afirman están en lo cierto.
"Com o esta carta iba dirigida a usted, te ngo qu e contarle todavía otro
) equeño secre to. Esa misma soleda d de la cual le habl é, me llevó a escribir
.artas. Curioso, en ellas logro expresarme con mayor fluidez, no se atropeé
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llan las p alab ras co mo al co nversar. Escribí a uno y otro lado, co ntes
anun cios de periódicos, avisos com erciales, todo ; pero jamás llegó una re
puesta. Creo qu e no te ngo suerte. Claro que estas cosas agravan la sen s
ción aquella y una carta sin contestación se transforma en algo como UI
p equeñ a muerte. Por eso ansié esas cartas. No obstante, el cartero nuru
trae co sa algu na p ara m í.
"Eso es todo. A hora ya sabe el último de los secretos. No, no estoy br .
m eando. Al contrario. Pero usted, Rosita, no conocerá esta tristeza, porqt
esta será la p rimera carta, en toda mi vida, qu e no mandaré...".
Otra interrupción, d efinitiva esta vez. Solo al término de la hoja es
fras e borroneada con lápiz rojo : "Tal vez mañana".
Rosa dejó caer la carta. ¿Por qué se sentía tan culpable? ¿De cuál oscur
célula de su cuerpo nacía esto... esto que no podía llamar sino remordimier
to ? Por primera vez en toda su vida se supo atada a lo que vivía en tomo, a 1
otros; extrañamente tuv o la revelación de que sus movimientos no eran sol.
suyos, sino qu e despertaban resonancias en los demás. La idea la paraliz ó
con un grito era capaz de matar a alguien. Pero no quería pensar. El recuerd.
resultaba un refugio tanto más seguro. "Tal vez mañana".
Mañana, esa mañana. Súbitamente la vio tal cual la descubriera desde h
ventana de su pieza. Esa mañana hermosa, detenida sobre la calle. Ya es
ba en ella. Tuvo ansias de cantar y como a ella nadie le impedía realizar su
deseos, cantó. La voz, lejos de ser perfecta, trepaba por los barrotes, escal a
ba muros, iba hacia arriba.
- Buenos días - le gritó don Pedro al mismo tiempo que ella lo escuché
precipitarse escalera abajo. Había dicha en la voz del hombre; esto la so rprendió. Antes de que alcanzara a contestar su saludo, el hombre atravesé
la pieza, deteniéndose frente al casillero. Rosa vio una carta en el compartimiento que le pertenecía. Pedro la agarró.
- O h...
-¿Qué ha y, don Pedro?
- Es... es para la señora Caicedo.
- iTan distraída esta Rosita! Ella distribuyó el correo y sin duda se equ ivocó.
-Sí, se equivocó. Es para la señora Caicedo -repiti ó-: La vi desde arriba
y pensé que...
Dejó la carta sobre una mesa. Cualquiera juraría que el mundo se nubl '
de pronto. Pedro empezó a subir lentamente, los brazos muertos, como un
sonámbulo. Pero algunos segundos después, su paso aceleró el ritmo hasta
que, al llegar al segundo piso, parecía correr. Entonces Rosa escuchó el
portazo.
No volvió a verlo en el resto de la mañana. No le extrañó tampoco. Don
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Cuentos Completos
Pedro no acostum braba salir antes de almue rzo. A m ediodía, cuando entró
a su pieza pa ra ha cer el aseo, lo enco ntró boca ab ajo sobre el lecho, la
botellita y el vaso rot os en el sue lo.
Su grito rem edó la casa. Nadie podía escuc harla : Rosita había salido y
la señora Caiced o... bu eno, la señora Caicedo no oiría ni los derru m bes del
Ju icio Final. C uando pudo moverse, sólo atinó a co rrer al teléfon o y llamar
a la Asistenc ia.
Esa era la mañana. Esa era la mañana. Esa era la mañana. No qu ería
pensar en o tra cosa. Sintió frío, tenía las piernas ac alambrad as. M añana,
mañana, m añ an a segui ría bu scando. ilvlañana! Y la palabra le di o fuerzas
para levantarse, llegar hasta la puerta. Al salir, la cerró tra s de sí, aislando
esa habitación del rest o de la casa.
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