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TEMA 3. Literatura clásica
La Ilíada
El combate final de Héctor y Aquiles
Entretanto, el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como
el perro va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la
cama, y si éste se esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquel rastreando
hasta que nuevamente lo descubre; de la misma manera el Pelión, de pies ligeros,
no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las
puertas Dardanias, al pie de las torres bien construidas, por si desde arriba le
socorrían disparando flechas; otras tantas Aquiles, adelantándosele, lo apartaba
hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cera de la ciudad. Como en sueños ni
el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquel; de igual
manera, ni Aquiles con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de
Aquiles. [...]
-No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora.[...] Pongamos a los
dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se
cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la
victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las
magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú
conmigo de la misma manera.
Mirándolo con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
-¿Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es
posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de
acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño
unos a otros; tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que
caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares. [...]
En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al
verla venir, se inclinó evitar el golpe: clavóse la broncínea lanza en el suelo, y Palas
Atenea la arrancó y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo
advirtiese. [...]
Esto diciendo [Héctor], desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que
llevaba en el costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se
lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla
o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor, blandiendo la aguda espada.
Aquiles embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su
pecho en el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro
abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto
había colocado de cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de
cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la oscuridad de la
noche; de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía
Aquiles, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del
hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por
la excelente armadura de bronce que quitó a Patroclo después de matarle, y sólo
quedaba descubierto el lugar ñeque las clavículas separan el cuelo de los hombros,
la garganta, que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino
Aquiles envasóle la pica a Héctor, que ya le atacaba, y la punta, atravesando el
delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de
fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiese hablar algo y responderle.
Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo , diciendo:
-¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste
salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo
como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado
las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a
Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:
Francisco Cecilia Fuentes.- Literatura universal 4º ESO
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-Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y tus padres: ¡No permitas que los
perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! [...]
Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
-No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y
el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios
me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan
diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo
Dárdanida ordene redimirte a peso de oro; ni aun así la veneranda madre que te
dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de
rapiña destrozarán tu cuerpo. [...]
Y para tratar ignominiosamente, le horadó los tendones de detrás de ambos
pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y le ató al
carro de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego , recogiendo la magnífica
armadura, subió y picó a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos.
Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se
esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo;
porque Zeus la entregó entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria,
la ultrajaran. (página 411)
El llanto de la esposa, Andrómaca
-¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en
Troya, en el palacio de Príamo, yo en Tebas, al pie del selvoso Placo, en el alcázar
de Eetión, el cual me crió cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá
no me hubiera engendrado! Ahora tú desciendes a la mansión de Hades, en el seno
de la tierra, y m e dejas en el palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún
infante, que engendramos tú y yo, infortunados... Ni tú serás su amparo, oh
Héctor, pues has fallecido; ni él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa guerra de
los aqueos, tendrá siempre fatigas y pesares; y los demás se apoderarán de sus
campos, cambiando de sitio los mojones. El mismo día en que un niño queda
huérfano pierde todos los amigos; y en adelante va cabizbajo y con las mejillas
bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad, dirígese a los amigos de su padre,
tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y alguno, compadecido, le alarga un vaso
pequeño con el cual mojará los labios, pero no llegará a humedecer la garganta. El
niño que tiene los padres vivos le echa del festín, dándole puñadas e increpándole
con injuriosas voces: “¡Vete enhoramala! -le dice-, que tu padre no come a escote
con nosotros.” Y volverá a su madre viuda, llorando, el huérfano Astianacte, que en
otro tiempo, sentado en las rodillas de su padre, sólo comía médula y grasa pingüe
de ovejas, y cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño, dormía en blanda
cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo; mas ahora que ha
muerto su padre, mucho tendrá que padecer Astianacte, a quien los troyanos
llamaban así porque sólo tú, Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti,
cuando los perros se hayan saciado con tu carne, los movedizos gusanos te
comerán desnudo, junto a las corvas naves, lejos de tus padres; habiendo en el
palacio vestiduras finas y hermosas, que las esclavas hicieron con sus manos.
Arrojaré todas esas vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechan, pues
no yacerás en ellas, constituirán para ti un motivo de gloria a los ojos de los
troyanos y de las troyanas.
La Eneida
Últimas palabras y muerte de Dido
Oh dulces prendas, cuando los hados y el dios lo querían, recibid esta alma
mía y hacedme libre de estos afanes! He vivido y he consumado la carrera que la
Fortuna me asignó, y ahora mi grande sombra se adentrará en la tierra. Fundé una
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gloriosa ciudad; vi mis propias murallas; vengué al marido; tomé el castigo de su
enemigo hermano. ¡Dichosa, ay, dichosa en demasía, si jamás los bajeles dardanios
hubiesen llegado a las riberas mías!” Dijo, e imprimiendo su boca en el lecho:
“Inulta moriré, dijo; pero muramos. Así, así me place descender a las sombras.
¿Qué el dárdano cruel, desde altamar, se lleve en el fondo de los ojos esta hoguera
y con ella el augurio de mi muerte!”
Dijo, y mientras tales palabras decía, sus doncellas la ven caída sobre el
hierro, y ven la espada tinta en espumosa sangre, y bañadas en sangre sus manos.
El alarido va a los altos techos. La Fama va, fuera de sí, por la ciudad convulsa. Las
moradas se estremecen con lamentos y gemidos y con aullidos de las mujeres;
resuena del gran llanto todo el aire, no de otra suerte que si, con la tumultuosa
invasión del enemigo, se derrumbase Cartago entera o la antigua Tiro y el furioso
incendio rodase encima de las casas de los hombres y de las casas de los dioses.
(ENEIDA, Libro IV)
Carmina de Horacio
Carminum I, 38 (A su esclavo)
Odio, niño, la pompa Persa.
No me gustan esas coronas
tejidas con las hojas del tilo.
Deja de perseguir el lugar
donde aún florece la rosa tardía.
Solícito, procuro que nada añadas
al sencillo mirto. El mirto
te está bien a ti, que me sirves,
y a mí, que estoy bebiendo
al pie de la delgada vid.
Carminum II, 3 (A Delio)
Acuérdate de conservar una mente tranquila
en la adversidad, y en la buena fortuna
abstente de una alegría ostentosa,
Delio, pues tienes que morir,
y ello aunque hayas vivido triste en todo momento
o aunque, tumbado en retirada hierba,
los días de fiesta, hayas disfrutado
de las mejores cosechas de Falerno.
¿Por qué al enorme pino y al plateado álamo
les gusta unir la hospitalaria sombra
de sus ramas? ¿Por qué la linfa fugitiva
se esfuerza en deslizarse por sinuoso arroyo?
Manda traer aquí vinos, perfumes y rosas
—esas flores tan efímeras—, mientras
tus bienes y tu edad y los negros hilos
de las tres Hermanas te lo permitan.
Te irás del soto que compraste, y de la casa,
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y de la quinta que baña el rojo Tíber;
te irás, y un heredero poseerá
las riquezas que amontonaste.
Que seas rico y descendiente del venerable
Ínaco nada importa, o que vivas
a la intemperie, pobre y de ínfimo linaje:
serás víctima de Orco inmisericorde.
Todos terminaremos en el mismo lugar.
La urna da vueltas para todos.
Más tarde o más temprano ha de salir
la suerte que nos embarcará
rumbo al eterno exilio.
Carminum II, 10 (A Licinio)
Más rectamente vivirás, Licinio,
si no navegas siempre por alta mar,
ni, mientras cauto temes las tormentas,
costeas el abrupto litoral.
Todo el que ama una áurea medianía
carece, libre de temor, de la miseria
de un techo vulgar; carece también,
sobrio, de un palacio envidiable.
Con más violencia azota el viento
los pinos de mayor tamaño,
y las torres más altas caen
con mayor caída, y los rayos
hieren las cumbres de los montes.
Espera en la adversidad, y en la
felicidad otra suerte teme,
el pecho bien dispuesto.
Es Júpiter quien trae
los helados inviernos,
y es él quien los aleja.
No porque hoy vayan mal las cosas
sucederá así siempre:
Apolo a veces hace despertar
con su cítara a la callada Musa;
no está siempre tensando el arco.
Muéstrate fuerte y animoso
en los aprietos y estrecheces;
y, de igual modo, cuando un viento
demasiado propicio hincha tus velas,
recógelas prudentemente.
Carminum II, 14 (A Póstumo)
¡Ay, ay, Póstumo, Póstumo,
fugaces se deslizan los años
y la piedad no detendrá
las arrugas, ni la inminente vejez,
ni la indómita muerte!
No, amigo, ni aunque inmolases cada día
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trescientos toros al inexorable Plutón,
el que retiene al tres veces enorme
Gerión y a Ticio en las tristes aguas
que habremos de surcar todos cuantos
nos alimentamos de los frutos de la tierra,
seamos reyes o pobres campesinos.
Vano será que nos abstengamos
del cruento Marte y de las rotas
olas del ronco Adriático
vano que en los otoños hurtemos
los cuerpos al dañino Austro.
Hemos de ver el negro Cocito
que vaga con corriente lánguida,
y la infame raza de Dánao,
y al Eólida Sísifo, condenado
a eterno tormento.
Habremos de dejar tierra y casa
y dulce esposa; y de todos estos
árboles que cultivas ninguno,
salvo los odiosos cipreses,
te seguirá a ti, su dueño efímero;
y un sucesor más digno que tú
consumirá el Cécubo que guardaste
con cien llaves y teñirá
las losas con el soberbio vino,
el mejor en las cenas de los pontífices.
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