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Zenobia
Juan García Larrondo
En torno a la metáfora y la simbología de
Zenobia
Y lucían las estrellas...
Así reza el principio del hermoso monólogo de Cavaradossi
ante el irremediablemente cruel final de "Tosca". La
conclusión: nunca había amado tanto la vida. Sin embargo,
Tosca se precipita desde Sant´Angelo. Un epílogo
piadosamente justo para las ambiciones de una mujer que
probó en sus labios el sabor de la plenitud y el poder. El
orden natural de las cosas, alterado por el supremo
ordenador que es el hombre, se inclina con absoluta
paranoia a justificar en nuestros propios errores la
imperfección con la que fuimos creados, formados o
depositados en sociedad. Cayó como un Ángel la
desesperada protagonista de la ópera de Puccini: la
gravedad de nuestro Atlas es implacable. Aunque no todo
lo que se eleva, se estrella contra la tragedia humana con la
misma intensidad. La envidia no es sana, no beneficia a los
hombres pero, con frecuencia, nos entretiene con
paradigmas e interesantes temas de coloquio. Todos, en
algún momento, reconocemos nuestra biológica estupidez,
pero en la mayoría de las ocasiones, esa toma de conciencia
es falsa, casi como todo. ¡Cuántos hombres y mujeres han
acabado, acaban y acabarán exiliados -en el mejor de los
casos- o silenciados por la fuerza justiciera de un pueblo en
manos de la ira! Y, sin embargo, no dejan de lucir las
estrellas, como tampoco se detiene el orden del Universo y
la armonía terrenal. Así también se escribe la Historia, con
los nombres y apodos de los caídos, con la sangre y las
frustraciones de seres abocados desde el principio a la
soledad, a servir de blanco en los procesos históricos que
dan ritmo a las eras, a morir por la teoría de la uniformidad.
La gloria también ha seducido siempre a los hombres, pero
toda tentativa ha sufrido al menos la perspectiva del miedo,
del ridículo, del fracaso e incluso de la marginación.
En la Historia se suceden con asombrosa progresión las
memorias de sus protagonistas y, por consiguiente, la
alienación de las mismas. La reina Septimia Zenobia, que
habitó durante el siglo III de nuestra era y que luchó contra
el Imperio Romano no es, en cualquier caso, una excepción.
Luchó y perdió. Zenobia quedó, teóricamente, vencida por
1
la justicia de la Historia y, aunque fueron sus vencedores
los que nos transcribieron su "biografía", su recuerdo
permanece en la conciencia imperturbable de los tiempos y
en las ruinas, cenizas, vacíos y calvarios de una de las
ciudades más extraordinarias de las civilizaciones antiguas:
Palmira.
Como Adriano, Zenobia pierde en el momento penúltimo
de su vida lo esencial, aunque los caminos sean
indudablemente diferentes. Quizá lo que me atrajo en un
principio de esos personajes históricos fuese su propia
conciencia de predestinación. La ausencia de Zenobia se
grabó en mi corazón con la misma intensidad que un
acontecimiento de mi vida. Sus miserias me interesaban
tanto como las mías, la justa atención. Pero, de alguna u
otra manera, todos somos inicio y conclusión de una
providencia que, a veces, es intuida e, incluso, vivida bajo
nuestra exclusiva voluntad y, de la cual, acabamos siendo
nuestras propias víctimas. Y así, la nada, engrandecida,
hermoseada, vuelve siempre a ser simple y llanamente lo
que es: nada. Y sin poder evitarlo, lo ocurrido con Adriano
y "El Último Dios", volvió a ocurrir años después con
"Zenobia". Dejé escapar cierto matiz autobiográfico en el
papel: ser, serlo todo, ser la nada otra vez. Preferí
conscientemente profundizar en mi propia predestinación
para hallar una intuición; el camino hacia una mujer que
habitó un siglo después de Adriano y muchos cientos de
años antes que yo, y describir, con su voz, el largo proceso
hacia la intolerancia de los hombres. Esta vez la Historia no
ha sido un obstáculo para unirme a ella, no lo necesitaba.
Como un actor recreé la acción y la palabra. El margen de
error es tan amplio o mínimo como podría serlo la
reconstrucción de la vida de un amante, de una madre o de
una hermana. He ido más allá de las verdades muertas, de
las fuentes, para resucitar la "Zenobia" que se está gestando
en mí, que vivirá por siempre en mi verbo y en mis actos.
Las difuminadas y triviales realidades de hace diecisiete
siglos se me escapan con la misma fragilidad y fantasía que
mi propia infancia, plagada de vacíos que nunca recordaré y
que ya nunca nadie podrá reconstruir por mí.
No he pretendido ensalzar la figura de la princesa siria que
retó a la Roma moribunda de la anarquía militar, ni siquiera
justificar sus acciones. No tengo ni el derecho ni la
posibilidad de juzgarla. Su vida ahora es mi invención. El
trabajo me pareció lo suficientemente interesante como para
reivindicar ante mí y ante los demás el proyecto y su
ejecución. La obra permanecerá, por lo tanto, siempre
incompleta frente al devenir. A pesar de todo, varios
intentos acabaron -por fortuna- siendo destruidos. La nada
debe concluirse, como la vida, definitivamente hasta el fin.
2
Respecto a la metáfora final, necesitaba una voz, una
conciencia sobrehumana que me excluyera lo suficiente
como para distinguirme de sus miedos y de su pecado, una
presencia amiga que me aclarara el largo monólogo de
Zenobia. Y la hallé en Luzbel, en el Ángel Caído. Nada
mejor que alterar la jerarquía de los dioses que nos limitan,
para hacer comprender a los hombres que la tragedia de
Zenobia es tan sólo una muestra más de la divina
tragicomedia de la Humanidad.
Por añadidura, ya sólo me quedaba teorizar sobre el poder,
y tomar conciencia de que no se había inventando apenas
nada nuevo al respecto de la Antigüedad, ninguna
aportación crucial con anterioridad a la Biblia o el Kaos:
Augusto, Aureliano, M aquiavelo, De Vitoria, Roma...
demasiados nombres para un sólo verbo: poder. Entonces
Zenobia me desbordó. Ya no tenía ninguna duda, en mi
eclosión, nadie me podía convencer de lo contrario.
Zenobia solamente había usado mi voz, y no yo la suya.
Salvo en lo esencial, Zenobia y yo no éramos nada, no
existíamos en el laberinto. El único nombre se convirtió. La
creación concluyó.
Creo que apenas aporto nada nuevo, salvo mi postura, que
me atrevería a compartir con la de algunos de los vencidos
de la Historia: el enorme amargor que produce el
reconocimiento de nuestra impotencia; la resistencia a creer
que estamos solos y las mentiras de los dioses humanos,
que nos hacen ver hermosas luces en el perfil del Universo.
Sin embargo, antes de cerrar la última página y dar por
concluido el acontecimiento en sí, siento que algo está
incompleto. Ahora, quien debe apurar su caída soy yo.
Espero al menos que, durante la travesía, el roce del viento
otorgue al vacío que ocupo la dimensión y estructura
definitivas y, si cabe, la proximidad de la amplitud y la
sensatez.
Juan García Larrondo
1990.
3
Por mi se va a la ciudad del llanto;
por mi se va al eterno dolor; por mi se va hasta la raza
condenada.
La justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la
divina potestad,
la suprema sabiduría y el primer amor. Anteriormente a mí
no hubo nada creado,
a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente.
¡Oh, vosotros los que entráis,
abandonad toda esperanza!
DANTE
"La Divina Comedia"
PERSONAJES
Personajes Reales:
ZENOBIA, Reina de Palmira.
UN ÁNGEL, indiferentemente, un Ángel de la
Muerte o el Arcángel San Miguel.
DOS ÁNGELES de Dios.
LUZBEL, Ángel Caído, "Helel Ben Shahar".
LOS VENCIDOS, galería de la miseria humana.
Personajes del Recuerdo:
EL PREFECTO Marcelino.
SOLDADOS ROM ANOS.
ZABDA, Lugarteniente de Palmira.
LONGINO, filósofo de la corte de Zenobia.
El SÉQUITO de Zenobia.
LOS HIJOS de Zenobia.
VABALLAT, segundogénito de la reina y príncipe
de Palmira.
UN LEGADO ROM ANO.
UNOS ESCLAVO S.
UNOS ANIMALES.
LA MUCHEDUMBRE.
4
AURELIANO, emperador de Roma, "Restitutor
Orbis".
EL SÉQUITO de Aureliano.
Personajes Contemporáneos:
UNOS SOLDADOS.
UN GENERAL.
UNA MUJER M ILITAR.
Obra atemporal que pretende ser un diálogo sobre el
poder, la fugacidad y la reflexión de la existencia. En
ningún momento Teatro Histórico. Abierta a una
sensible interpretación y a una muy libre recreación
escénica. Los mitos reflejados tienen su origen en el
mundo hebreo, fenicio y arameo. Las citas bíblicas
pertenecen, en su mayoría, al Apocalipsis.
Tinieblas. Emesa, Siria. Año 273. Proceso contra la
reina ZENOBIA. Cuando se hace la luz, la rea aparece
sentada y cabizbaja. Presenta señales de malos tratos y
unas largas cadenas que, desde sus manos, cubren el
suelo del escenario con un mar de esclavitud. Al fondo
parece distinguirse un muro, aunque más bien podría
ser la inmensidad. Desde las alturas, un hermoso
ÁNGEL observa la brevedad de la existencia mientras
tensa el otro extremo de las cadenas. Entran de la nada
DOS SOLDADOS romanos que se sitúan tras
ZENOBIA. Instantes después lo hace el PREFECTO
Marcelino, que camina en círculos y observa
silenciosamente a la cautiva. A lo lejos se oye la
repetitiva estrofa de una mujer que canta versos de
amor, hasta que su voz es ahogada por el temblor de
unos tambores de guerra. S e retiran lentamente las
tinieblas y comienza la creación...
ZENOBIA.- (S usurra varias veces en su lengua.)
Recuerdo, ya solamente, una luz muy hermosa que me
ofrecía Astarté, todos los días, en el perfil del universo...
PREFECTO.- (La acecha.) Astarté. Luz. Universo. ¿No
te duelen las manos de poseer tanto, reina Zenobia?
¡Vamos! ¿Acaso quieres más cadenas, más sufrimiento,
más dolor? ¿Por qué no acabamos de una vez? No tiene
ningún sentido, ¿sabes? Ahí fuera, en las calles de Emesa,
celebran tu derrota y nuestra victoria, ¿no los oyes? Hablan
5
tu lengua. Son los mismos que te adoraban como reina y, ya
ves, se olvidaron de ti. ¿A quién quieres defender entonces?
ZENOBIA.- (Perdida.) Recuerdo, ya solamente, una luz
muy hermosa que me ofrecía Astarté, todos los días... (A
una señal del PREFECTO, el soldado la calla de un
golpe.)
PREFECTO.- Te conocemos, Zenobia. Roma ya sabe de
tus engaños, de tus malas artes de hechicera y de las
supersticiones de tu pueblo, pero se cansará antes tu cuerpo
que la mano del verdugo, porque detrás de éste vendrá otro,
y otro, y otro..., y, a pesar de todo, no será Roma la que
pase a la historia por su crueldad, sino tú, por tu locura, por
tus vilezas y, sobre todo, por que no tienes la razón.
(Silencio.) Pero, claro, ya veo que ni quieres entenderlo ni
estás dispuesta a facilitarnos las cosas, ¿verdad? Bien. (A
su señal, LOS SOLDADOS vuelven a golpearla. El
PREFECTO intenta calmarse.) Por lo que a mí respecta, si
lo prefieres podemos seguir así mil doscientos sesenta días
más. O también podemos parar este martirio que no nos
conduce a nada. De ti depende. Ya te he dicho que lo único
que quiero saber es la intención del rey persa. Dime, ¿es
cierto que está organizando un nuevo ejército para invadir
Roma? Basta con que me describas su fuerza real, sus
estrategias, vuestros acuerdos secretos y te aseguro que...
ZENOBIA.- (Exhausta. Habla ya en la lengua del
PREFECTO.) Recuerdo, ya solamente, una luz muy
hermosa que me ofrecía Astarté, todos los días, en el perfil
del universo...
PREFECTO.- ¡Puedo hacer que te tragues toda esa
soberbia en un instante, maldita sea! ¡Habla, por los dioses!
ZENOBIA.- (Extrañamente lúcida.) ¿Es que no me
escucha? ¿En qué lengua debo decirlo? Vuelvo a repetir
que yo únicamente me ocupé de la gloria de Palmira. De su
desgracia sabéis vosotros más que yo.
PREFECTO.- (Ríe.) Claro... Y después de todo lo que
has sido capaz de tramar contra el Imperio, ¿esperas que
piense que tras tus sueños de grandeza no existía toda una
coalición sirio-persa para invadir Roma? ¿De veras tengo
que creérmelo? ¡Ah, Zenobia!
ZENOBIA.- (S onríe.) Deliras, Prefecto. Pierdes el
tiempo.
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PREFECTO.- Afortunadamente, nada de lo que
urdisteis tuvo lugar. ¿No lo ves? Tétrico ha sido derrotado
en la Galia, Palmira pronto será un recuerdo erosionado en
el desierto y Roma vuelve a ser Roma: ¡La eternidad,
Zenobia! Eso es la Eternidad. Y aún más... Acuérdate de lo
que digo: Quizás vivas para ver como las legiones romanas
conquistan Ctesifonte y clavan su estandarte en el trono de
Sapor. (ZENOBIA, nuevamente ausente, repite la frase
del principio.) Eres absurda, ¿lo sabes?... Acaban de
comunicarme que el Legado del emperador ya ha
desembarcado en Antioquía, pero hasta que sepas tu
condena definitiva, te aseguro que pienso hacerte tanto
daño que jamás podrás volver a reconocer tu cara. ¡Ni tus
hijos tampoco!
ZENOBIA.- ¿Absurda?... Sí, yo soy la reina de los
absurdos, es verdad... Quemadme por ello, pero no toques a
mis hijos. Te lo advierto, Prefecto...
PREFECTO.- ¡No me amenaces! ¡No puedes! (Ríe.)
¿Qué vas a hacer para impedirlo? ¿M aldecirme? ¡Ah, qué
poca luz queda ya en tus ojos, Zenobia! Busca... sigue
buscando esa luz que dices de Astarté, en el perfil del
universo... ¡Vamos! ¡Búscala! A ver qué es lo que
encuentras...
(El PREFECTO, entre risas, bebe y le aproxima luego el
cántaro con agua a la prisionera, pero derrama el
contenido ante ella con malicia. Acto seguido hace una
señal a los soldados y éstos vuelven a golpearla. El
ÁNGEL, desde su suprema morada, tensa las cadenas.
Posee la altivez y la belleza de los jóvenes de la Bitinia, y
la fuerza y el aspecto de un Grifo mesopotámico.)
ÁNGEL.- Creo que ya hemos oído todo lo que sabíamos
y no lo que queríamos saber. Reina Zenobia, ¿tienes algo
más que decir en tu defensa? (ZENOBIA mira a su
alrededor y calla, impotente. El ÁNGEL resplandece.)
Desde este glorioso día y concluyendo la misión para la que
fui creado, te nombro y afirmo como rehén de Roma. Tus
bienes y tus esclavos pertenecen ya al Imperio. Tu séquito y
tu ejército serán juzgados y ajusticiados por la autoridad de
los hombres, como ordena la tradición.
ZENOBIA.- (Grita.) ¿Por qué?
ÁNGEL.- Por traición.
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ZENOBIA.- ¿Por traición a quién? Sois vosotros los
culpables de la miseria y la ruina de mi gente, de mi
sueño... M e lo habéis quitado todo... Matasteis a mi esposo
y a mi hijo. ¿A qué esperas, Ángel, para matarme a mí
también? Si has de cortar una cabeza para calmar tu sed de
castigo, sesga ya la mía. ¡Vamos! Pero deja a mi pueblo en
paz.
ÁNGEL.- Tuviste la oportunidad de defenderte y la
despreciaste, así que ya no me alcanzan tus palabras.
Vivirás como ejemplo permanente del destino que aguarda
a todo aquél que levanta sus brazos contra el Imperio. El
Emperador, el Senado y el Pueblo de Roma así lo mandan.
Este es el deseo de Dios y la omnipotencia de su poder.
(Breve silencio. El ÁNGEL se apaga y desaparece,
también LOS SOLDADOS. El PREFECTO aún la
observa unos instantes.)
ZENOBIA.- (Asustada.) ¡No os vayáis! ¡Ten compasión
de mí, Tánatos del mundo helado! ¡Prefecto, tu daga, te lo
ruego! Dame la muerte, por favor. No me dejes vivir más...
PREFECTO.- (La admira un momento, luego sonríe.)
¡He ahí a la que se proclamó emperatriz invencible de
Oriente! ¿No decían de ti que eras la más sabia entre los
sabios? ¿Por qué no haces un número de magia y te salvas a
ti misma?
ZENOBIA.- No me insultes más y dame una muerte
digna...
PREFECTO.- ¡M írame! ¡Vamos, mírame! ¿Ves ternura
en estos ojos? M uchos de mis amigos fueron torturados y
masacrados en tus prisiones de Palmira. Roma también es
madre para sus hijos, así que no me hables de morir con
dignidad...
ZENOBIA.- Todo bien para mí se ha perdido; mal, sé tú
mi bien.
PREFECTO.- Ya estás sola, Zenobia. Reconsidera tu
vida, tus errores y goza al fin de esa soledad que tanto
aprecias. Nos veremos de nuevo en Roma, en los reflejos
del Tíber, en el desfile del triunfo que ha de exhibirte por
las calles ante el pueblo. Y luego, por mis dioses, espero
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que desaparezcas para siempre de mi mente y no vuelva a
verte nunca más.
(El PREFECTO se marcha. ZENOBIA le sigue con la
mirada, anhelante, vacía. Expulsada del paraíso, se
arrodilla, tremendamente sola.)
ZENOBIA.- (Casi arrogante.) Yo, Septimia Zenobia,
reina indomable de Palmira; emperatriz de toda la Siria,
M esopotamia y Egipto; esposa del que fue el mejor
guerrero de la Historia, mi fiel Odenato, y madre de sus
hijos, muertos o no... Recuerdo ya, solamente, una luz muy
hermosa que me ofrecía Astarté todos los días en el perfil
del Universo...
Nací en un barrio humilde, donde no se conocían las
fragancias del Líbano. Yo misma hice construir sobre aquel
erial la Academia y la Biblioteca de mi reino. He perdido
mis recuerdos por la bonanza de mi pueblo, al que di
riquezas y prosperidad, futuro y esperanza. Renuncié a la
comprensión de los ancianos de mi casa y sembré en sus
huertos la cultura y la filosofía. He adorado a mis manes y
les he levantado dignos templos y santuarios. Formé a mis
ejércitos -¡ah, la caballería Sagitaria!-; multipliqué el pan,
arrinconando el hambre y la enfermedad, hasta que no
quedó ni una sola aldea en mis dominios en la que no
corriera el agua fresca y la alegría. ¡Por fin éramos libres
tras cientos de años de esclavitud bajo el yugo romano! Y
ahora... Ahora ésa es mi sentencia de muerte... ¡Pero no la
de mis hijos! (Trata de sobreponerse.) De nada me
avergüenzo. Todo cuanto tengo me lo debo a mí misma.
Absolutamente todo lo que he logrado me lo merezco, pero
no esta injusta penitencia. ¿Qué más da el método, si al fin
se llega? Sé cómo manejar un estado y está grabada en mi
corazón la ley de la vida. Ayer fui amiga y hoy soy esclava.
¡Qué gran farsa! Para quien nunca poseyó nada, perderlo
todo es sólo agua que refresca la boca y después se tira.
¡M irad mi ocaso, hermanos de las profundidades! Pero
seguiré en pie. Zenobia permanecerá inalterable al tránsito
de los hombres y las eras. Quitádmelo todo y dejadme libre
y viva. Antes de que muriera el sol de esa jornada, Zenobia
volvería a ser grande, rica y poderosa, hermosa y altiva.
¡Ay, Tiempo! Tan sólo añoro la juventud. ¡Diez, quince
años menos!, y ya no habría un sólo varón sobre la Tierra
que se hubiera atrevido a ponerme la mano encima. Y, a
pesar de todo, siete hijos ha parido este vientre al mundo y
fui yo quien escogió a los hombres que gozaron bajo mis
sabanas...
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Si pudiera revivir aquellos días juveniles, alteraría sin
vacilar el orden seguido por mi vida. Untaría mi cuerpo con
aceites y polvos del desierto. M e entregaría, en toda mi
belleza, a los hombres morenos que traen en los ojos
sedientos el color del río sagrado de la India y las manos
heridas del trayecto de las caravanas. Sí, eso haría. Con la
agilidad de una niña, hundiría a cada uno de esos hombres
bajo mis piernas y, como Lilit, me convertiría en un
extremo más del mismo cuerpo, recibiendo en mis entrañas
jugos de mundos lejanos que han existido desde siempre en
mi imaginación. De ninguna manera volvería a pertenecer a
un sólo hombre, ni a un sólo Dios, ni a un sólo súbdito de
mi reino. Sería una mujer libre, deseosa únicamente del
placer y el gozo de vivir. No necesitaría más que la ufanía,
los ojos bien abiertos y el mundo y las estrellas
abrigándome entera. ¡Oh, sí! Nunca más un ideal, nunca
más la tristeza, ni la guerra, ni la codicia. Sólo conmigo el
genio divino de la maleza, el rugido sensible de la brisa y la
arena mojada como lecho de muerte, para no perder nunca
la perspectiva de todo lo que me pertenece y me rodea...
(Susurra con pasión el viento de los océanos.
Resplandece LUZBEL, que llega con la brevedad de una
ola. Se conmueven todos los órdenes ante el ave más
bella de la Creación.)
LUZBEL.- ¡Pobre Zenobia, antaño
bienamada, y hoy, vieja y marchita!
hermosa
y
ZENOBIA.- ¡Luzbel! A veces tus besos son crueles,
hermano del Tártaro. Te permito la compasión, pues viene
de un Dios de los cielos, pero jamás podrás evitar mi
indolencia y mi desesperación.
LUZBEL.- (Casi obsceno, juega entre las cadenas.)
¡Poder! ¡Poder! ¡Poder! ¿Quién menciona, sino tú, el
enigma del poder! Escucha, reina instruida. Si pudieras
revivir, como dices, aquellos días de juventud, no sólo te
entregarías a los hombres, mujeres y fieras del desierto,
sino que serías la mayor ramera de todo Oriente y acabarías
tus días como alcahueta del más prestigioso prostíbulo de
Ugarit, Antioquía, Palmira o quién sabe si de la mismísima
Roma. (ZENOBIA sonríe. LUZBEL la atraviesa con sus
ojos de lobo.) Pero serías tan sólo mía, y tu lengua, mi
húmedo lecho de muerte. (Casi la besa. Cambia
súbitamente de actitud y la abandona.) ¿Duele?
(ZENOBIA le rehúye.) Amada alma, amiga alma... ¿No te
da lástima ignorar el verdadero misterio del poder?
1 0
ZENOBIA.- Apenas recuerdo nada de la infancia.
Imposible reconstruir, inútil juzgar si fue feliz o triste. Se
quemó muchas veces mi piel con la arena del desierto y, la
primera vez que desde los árboles vi el azul del mar
dibujarse tras las ocres haciendas de Sidón, me subió por
los recién nacidos pechos el olor de las algas y la salmuera.
Allí conocí y me entregué a la sagrada morada de Astarté, y
a su servicio, un día de lluvia, grandes dolores e
ignorancias, una sacerdotisa me desveló que ya era mujer
fértil.
Teníamos dos cabras, una mula roja, una vaca con el santo
emblema sobre la testuz y varios perros...
LUZBEL.- (Postrado como una esfinge.) Domini
Canem...
ZENOBIA.- ... Tenía doce hermanos, pero ya casi no
puedo recordar sus nombres. Yo ordeñaba cabras en la casa
de un rico judío, mientras que su mujer me enseñaba a leer
y a trabajar en las cosas que toda jovencita debía aprender.
Claro que, en la noche que aquel anciano de brillantes ojos
y hedor inolvidable profanó con su poder mi cuerpo intacto,
enseguida comprendí que aquello era lo único que recibiría
en adelante de los hombres. Creo que apenas tenía nueve
años, y ya conocía el primer enigma de la fuerza: la
sabiduría. M ientras pude, saqué provecho de aquel "idilio",
obteniendo substanciosos regalos a cambio de retozar con él
a escondidas de su esposa. (LUZBEL asiente y se lame,
infantil.) El viejo se encaprichó conmigo. Al principio era
sólo un juego, más tarde se convirtió en una disciplina de
supervivencia. M is hermanos y yo empezamos a vestir
entonces con el más blanco lino, y dejó de faltar en nuestra
casa la leche tibia, el trigo y las especias variadas que, a
menudo, traían al puerto los hombres rubios del otro lado
del mar. Obligué a mis hermanas a hacer lo mismo con
algunos ricos comerciantes de los alrededores hasta que
llegó el momento en que, después de morir aquella a la que
llamábamos madre, asumí su papel de dueña de las cabras,
de la vaca y del resto de las fieras, así como de las pocas
monedas y joyas que dejó la muerta. ¡Inmensa dote! Hasta
de la miseria he sido reina. Años después, atraída un día por
los gritos de las demás sirvientas, vi entrar en la casa de mis
amos varios soldados romanos. Entre ellos había uno muy
hermoso al que yo trataba y había empezado a amar en
silencio desde hacía ya algún tiempo sin que nadie lo
supiese. Vi sus manos viriles, tantas veces lamidas en
secreto, cubiertas de sangre, y su coraza, dorada y bruñida
con delirantes relieves, también empapada con las hieles de
aquel matrimonio que había caído en des gracia y del que ya
1 1
sólo quedaba un par de cuerpos inertes sobre el suelo.
Observé desde un escondrijo que sólo yo conocía como
sesgaron sus gargantas y no hice nada para socorrerles. Una
vez sola, entré en el almacén, robé todo lo que mis manos
abarcaron y salí corriendo sin parar, sin mirar nunca hacia
atrás. Creo que, cuando me detuve, yo ya estaba sentada en
el trono de Palmira. Y si recuerdo ahora todo aquello, creo
que no es en memoria de aquella pareja de ancianos tan
brutalmente ejecutada, si no por que nunca he conseguido
olvidar el rostro de aquel centurión romano al que tanto
amé y al que nunca juzgué por la crueldad de sus actos. De
hecho, su cara es lo único que recuerdo ya de esa horrible
noche. ¿Cómo iba a saber entonces que volvería a verle con
el tiempo y que aquel mismo soldado acabaría
convirtiéndose años más tarde en el engreído césar que
ahora nos gobierna? La vida está llena de crueles paradojas,
hermano, y tú lo sabes mejor que nadie, así que no me
preguntes si conozco o no el misterio del poder.
LUZBEL.- (Adorándola.) Te equivocas. Yo estaba allí,
y te vi, y te amaba igual o más de lo que tu me amabas.
ZENOBIA.- No juegues más con mis tristezas, Satanás, y
déjame para mí sola la caída.
LUZBEL.- Todo estaba escrito, aun antes de que cuidaras
mis rebaños en aquel tibio establo de Sidón. Yo fui el
anciano que te despojó de tu inmaculado ensueño. Yo era y
soy también aquel romano que idolatrabas de manera tan
imposible y al que tanto habrías de aborrecer después.
(Mostrándoselas.) Eran estas las manos que lamiste, la
misma faz ensangrentada, ¿no la reconoces? Yo era
también la esposa que te enseñaba a bordar y a la que tan
mal serviste luego con tu engaño. Yo era tu madre, tu
hermano, tu hermana, tu perro sin señor y la cabra que
ordeñabas con aquellos dedos lascivos e inocentes. Yo era
tu sangre resbalada entre tus piernas y la propia Astarté a la
que suplicabas desde niña: "¡Dame todo el poder! ¡Dame el
poder!" Yo ya no soy otro más que tú misma. Y eso lo has
sabido siempre.
ZENOBIA.- ¿Realmente eres tan débil, Prometeo? Dime
entonces con lentitud, amado amigo, si estamos hechos de
la misma esencia ¿qué es más infinito, el amor o el deseo?
LUZBEL.- ¿Por qué preguntas si conoces la respuesta?
1 2
ZENOBIA.- Por que me gusta tu voz, tu mueca de león
herido. En el aroma de tu aliento está la esperanza, la
llegada de la muerte. Cuéntame, Luzbel. Repíteme hasta el
final la historia de mi ocaso y mi grandeza.
(El símbolo de LUZBEL cobra vida. S e ilumina la
cúpula del Averno, y el ÁNGEL Caído, por fin, se
expresa en toda su belleza.)
LUZBEL.- Está escrito, Zenobia. Una gran señal
apareció en el cielo: una M ujer, vestida de sol, con la luna
bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su
cabeza; está encinta, y grita con los dolores y el tormento
del parto. Y apareció otra señal en el cielo: un gran Dragón
Rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas,
siete diademas. El Dragón se detuvo ante la mujer que iba a
dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo pariese. La
M ujer dio a luz un Hijo varón, el que ha de regir a todas las
naciones con cetro de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta
Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó al desierto, donde
tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada
mil doscientos sesenta días.
(Aparece el ÁNGEL, jamás precipitado, e iniciará la
lucha con LUZBEL.)
ÁNGEL.- Entonces se entabló una batalla en el cielo:
M iguel y sus Ángel es combatieron con el Dragón.
LUZBEL.- (Elevándose a su altura.) También el
Dragón y sus Ángel es combatieron, pero no prevalecieron
y no hubo ya en el cielo lugar para ellos.
ÁNGEL.- Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente
antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo
entero; fue arrojado a la Tierra, y sus Ángel es fueron
arrojados con él.
LUZBEL.- Oí entonces una fuerte voz que decía en el
cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el
reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque
ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos. Por eso,
regocijaos, cielos y los que en ellos habitáis. ¡Ay de la tierra
y el mar! porque el Diablo ha bajado donde vosotros con
gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo.
1 3
(ZENOBIA contempla y sufre un combate que no es más
que una proyección de su lucha interior. En él, el
arrepentimiento y la soberbia se confunden, como jamás
se distinguieron el Bien del Mal y el ÁNGEL perdido en
los abismos del que permaneció.)
ÁNGEL.- Cuando el Dragón vio que había sido arrojado
a la Tierra, persiguió a la M ujer que había dado a luz al
Hijo varón. Pero se le dieron a la M ujer las dos alas del
águila grande para volar al desierto, a su lugar, lejos del
Dragón, donde tiene que ser alimentada un tiempo y
tiempos y medio tiempo.
LUZBEL.- Entonces el Dragón vomitó de sus fauces
como un río de agua, detrás de la M ujer, para arrastrarla
con su corriente.
ÁNGEL.- Pero la tierra vino en auxilio de la M ujer: abrió
la tierra su boca y tragó el río vomitado de las fauces del
Dragón.
(Los DOS ÁNGELES se besan. Quedan
desesperadamente abrazados durante un instante de
eternidad. Al separarse, llenos de dolor, aún hablarán como cuando eran Uno sólo- con su única voz.)
ÁNGEL Y LUZBEL.- Entonces, despechado contra la
M ujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que
guardan los mandamientos de Dios y mantienen el
testimonio de Jesús.
(Ambos ÁNGEL es caen al suelo, ausentes de divinidad
y partidos por el desamor. Lágrimas. Avergonzado, el
ÁNGEL M IGUEL le rechaza y huye. LUZBEL,
desconcertado y otra vez abandonado, permanece
inmóvil en el fondo. Cambia la iluminación y el tiempo.
ZENOBIA en pie. Entra alterado ZABDA, jefe de las
tropas de Palmira, que se arrodilla ante la reina.)
ZABDA.- (Desde el pretérito.) ¡M i reina! Antioquía ha
caído. Nuestros arqueros retroceden y las legiones romanas
han cruzado ya el Orontes, enfilando sus estandartes contra
las murallas de Palmira. Uníos a vuestros hijos y huid. Los
mejores arqueros de la Sagitaria os escoltarán. ¡Huid, reina
Zenobia!
ZENOBIA.- (Inquiriendo a LUZBEL.) ¿Acaso tengo
que morir huyendo?
1 4
LUZBEL.- (S eductor.) Recuerda que tú y yo somos, tan
sólo, uno de los nuestros. (Crecen los ruidos de la
batalla.) M ira por última vez tu sueño. ¿Recuerdas, amor
mío? (Le desprende milagrosamente de las cadenas y la
ayuda a caminar.) Templa tu espíritu de tiranía y orgullo.
¿Ya no recuerdas la derrota?
ZENOBIA.- (Siente miedo, se arroja a los pies de
LUZBEL.) ¡Oh, Baal Zebub! ¿Por qué lo permitiste? ¿Por
qué tuvo que ocurrir? ¿Por qué Palmira? Por piedad,
hermano... ¡Yo seré eterna para ti! No me abandones tú
también. Por favor, por favor...
LUZBEL.- Yo sólo beberé tu sangre el día en que me
ames de verdad.
ZENOBIA.- Pero... ¡Yo te amo!
LUZBEL.- Entonces tus recuerdos han de ser los míos y
los míos tuyos. ¿Ya no te acuerdas cuando Dios nos
expulsó del Paraíso? M ira, ¿no es Palmira la que arde?
Adiós, Zenobia. Nos veremos de nuevo en los reflejos del
Éufrates.
ZENOBIA.- ¡M aldito seas, falsa luz de los moribundos!
LUZBEL.- M aldito soy, pero te amo. (Desaparece. Los
gritos del combate cada vez son más violentos.)
(Vuelve la luz a ZABDA, que no ha cambiado de
posición. Ahora se nos mostrará más inquieto y
asustado.)
ZABDA.- ¡No hay tiempo ya, mi reina! El emperador
Aureliano está en las puertas de Emesa. ¡Apresuráos y
regresad cuanto antes a Palmira!
(El recuerdo se queda nuevamente inmóvil.)
ZENOBIA.- ¿Y quién tiene prisa por morir? Haya Dios o
no lo haya, si Samael me abandona no supondrá ninguna
diferencia. Al menos no tendré su poder en contra mía.
(Cambia rápidamente de expresión.) ¡Oh, Luzbel! ¿Seré
capaz? ¡Vuelve! ¡No quiero morir sola! (Nuevamente con
fuerzas.) Hoy seré mujer implacable y madre instintiva de
mi reino, por el dolor de tan fecundo parto moriré. Seré
hombre, monarca y guerrero, digno de la estirpe de David.
1 5
Por la gloria de mi esposo y en su nombre, hoy moriré y
resucitaré. Para Roma, para Aureliano y para todos los
imperios que amenacen mi casta, no solamente un dragón,
sino la mismísima Bestia seré. (Transición.) ¡Venga mi
escudo y mi espada! ¡A mí la más hermosa caballería
acorazada de la historia! Remontad las murallas y arrojad el
oro que nos sobra, para que los sedientos aplaquen su
avariciosa sed. Que canten vuestras trompas, aunque se
desplome nuevamente Jericó. ¡Que se oiga nuestro grito de
guerra en Babilonia, en Damasco, en Alejandría, en
Ctesifonte e incluso en la Subura! ¿Dónde están mi séquito,
mis amigos y mi familia? Que se adornen los templos, para
que no vea Baal en nuestro triunfo la arrogancia. ¡Oh, mi
adorada Palmira! Ciudad entre las ciudades. Utopía y
recuerdo de mi felicidad, mi poder y mi amor. Hoy tus
pórticos y ágoras lloran de júbilo la vida y la muerte que
con la sangre de tus hijos se escribirá. Reuníos conmigo en
este día de gloria y crucifixión. Potencias del subsuelo,
Ángel.-es y arcángel-es, profetas y ninfas del sagrado cielo.
¡Alzo mi espada por los indeseables, los malvados y por
toda la escoria de la Tierra! (Llora.) ¡Luz de mi vida y del
Seol, mi amante Hijo de la Aurora, querubín
resplandeciente, mírame! Yo, Septimia Zenobia, reina de
Palmira, Augusta y Señora de Siria, M esopotamia, Egipto,
el Bósforo y la Calcedonia, os invito a caer conmigo y os
invoco...
ZENOBIA. y LUZBEL.- ... porque subiré por encima
de las nubes y las estrellas, e instalaré mi trono en Safón, el
monte de la Asamblea, y así seré igual a Dios...
(LUZBEL desaparece y ZENOBIA queda exhausta al
borde de la sima infinita. Nueva luz a ZABDA.)
ZABDA.- (Jadea.) ¡M i reina y señora! No podemos
resistir más. Son más de treinta días y treinta noches
sitiados. El agua se acaba y el cólera se ha cebado con la
muchedumbre. Palmira agoniza, augusta. Decid a vuestro
hijo que os acompañe y poned rumbo a Persia.
ZENOBIA.- ¿Huir? (Ríe.) ¡Jamás, mi fiel Zabda! Ya no
tengo otro destino más que éste. No abandonaremos
Palmira. Aquí resistiremos un tiempo y tiempos y medio
tiempo. (Pausa.) ¿Cuántos hombres nos quedan?
ZABDA.- Que puedan luchar y todavía fieles, apenas
unos setecientos.
1 6
ZENOBIA.- He sido una mujer deseada y amante a la
vez de varios hombres. He amado, pero me han amado más
a mí. He hecho daño a muchos corazones atrevidos. Siete,
setecientos, siete mil... ¡Qué importa ya! Ahora voy a morir
sola. Y también se ha desgastado mi piel por los
sufrimientos que nos produce Amor, ese poderoso Dios que
nació en el cuerno africano. Cada arruga, cada cana de mi
cuerpo, lleva el nombre de un ausencia diferente, de un
amado distinto, de un recuerdo imborrable, del sabor de
unos labios que ahora son de tierra... ¿Oyes como llueve,
Zabda?
ZABDA.- ¿Llover, mi reina? Hace ya tantos meses que
no llueve...
ZENOBIA.- Son gotas de lágrimas saladas que se unen
rubricando cárcavas en mis mejillas, arroyos en mis piernas
y en mis sábanas. Gotas que afluyen a un gran río, a un río
que muere en un mar lejano sin formar delta ni alterar las
ondas de la orilla. Nunca ha dejado de llover sobre
Palmira... (Transición. ZABDA escucha perplejo.) ¿Sólo
setecientos hombres, guerrero?
ZABDA.- Sí, mi reina.
ZENOBIA.- (Muy dispuesta. S e gira y grita.)
¡Longino!
(El recuerdo de LONGINO atraviesa el tiempo y se
presenta ante ZENOBIA.)
LONGI NO.- Aquí estoy, Zenobia. Siempre junto a ti.
ZENOBIA.- Siempre, Longino. Siempre. Por eso es
necesario que se funda todo el oro que haya para forjar
aleaciones y armas nuevas. Es mi deseo inalterable que no
quede un sólo hombre, mujer, anciano o niño que no tenga
al menos una daga con la que defenderse y morir matando.
Levantad a los heridos y atenderlos en el palacio, tened
preferencia por los que se puedan sanar y luchar. Quemad
los cadáveres de los caídos para que no infecten las calles.
Que se abran los graneros reales y se repartan alimentos
entre la población. Longino, si en algún momento las tropas
romanas entran en la ciudad, en ti confío para que destruyas
todos los bienes artísticos de Palmira. Quema las
bibliotecas, el museo, y derriba todas las esculturas...
1 7
LONGI NO.- Pero... ¿Las estatuas?
ZENOBIA.- Sí, Longino. Hasta las estatuas y los frescos.
Si he de ser Bestia, es justo que sea la peor de todas. De
Palmira no se llevarán más que añicos, cenizas y cadáveres.
LONGI NO.- (S obrepasado por el dolor.) Así se hará.
ZENOBIA.- (A ZABDA.) ¿Dónde está mi hijo?
ZABDA.- El príncipe Vaballat está en el frente norte,
luchando como el más valeroso de los hombres.
ZENOBIA.- Es digno hijo... para el padre.
ZABDA.- Pero también tiene vuestro orgullo y coraje.
ZENOBIA.- Sí, y por eso no quiero perderlo. Hazlo venir
inmediatamente. Su sonrisa, evocadora de días felices, es el
único tesoro que quiero conservar.
ZABDA.- Todo se hará como dices, y que sea Baal quien
nos ilumine y nos hable a través de ti. ¿Deseas algo más,
reina?
ZENOBIA.- No. M árchate Zabda. y cumple mis órdenes.
No vuelvas más que para comunicarme el triunfo.
ZABDA.- (S e vuelve un instante antes de desaparecer.)
Y si no es así, ¿tengo tu permiso para quitarme la vida?
(ZENOBIA le da la espalda para que su lugarteniente
no la vea llorar. Le indica que se marche con un
movimiento de brazos. ZABDA se marcha. ZENOBIA le
sigue con una mirada llena de desamparo y rabia.)
ZENOBIA.- (S usurra.) ¡Ve, Zabda! Vuelve con los
muertos y búscame entre ellos, pues tú has de ser mi brazo
y la luz que ha de guiarme en las tinieblas. (Corre, como
una niña, a los brazos de LONGINO.) ¡Longino! ¡Qué
lejos quedan ahora esos días en que me enseñabas a recitar
a los maestros en un griego incomprensible!
1 8
LONGI NO.- M ás lejos has llegado tú, pupila aventajada.
Tú brillarás en el panteón de mis dioses y de los tuyos
como la estrella más fulgente. Llegué de la distante Grecia
para enseñarte y te vi levantar una nueva Atenas en el
desierto, como la más digna sucesora de Alejandro. ¡Qué
gran honor ha sido para mí modular tu acento asiático!
ZENOBIA.- Casio Longino, ésta no es tu guerra, ni en
esta tierra están tu familia y tus ancestros. Puedes, si lo
deseas, marcharte. Llegaste como invitado y, como amiga,
te suplico que no arriesgues la vida por una causa que te es
extraña...
LONGI NO.- No sigas, mi reina, o tendré, después de
tantos años, que volver a regañarte. Cierto es que vine como
invitado y que en otras tierras dejé a mis seres queridos y a
mis héroes. Dame la oportunidad de vivir o morir por ti, y
por ésta, tu ciudad y tu sueño, que tanto amo.
ZENOBIA.- ¿No podría convencerte?
LONGI NO.- Obviamente no.
ZENOBIA.- Tú sí que me honras. (LONGINO
desaparece también. Al quedar ZENOBIA sola, el
ÁNGEL y LUZBEL vuelven a manifestarse como gotas
hermanas de lluvia de un mismo llanto. Ambos,
delicadamente, vuelven a encadenar a ZENOBIA.) El
Ángel de la M uerte habita ya en Palmira, pero no quiere
llevarme a ver el sol aferrada entre sus alas. ¿Habéis
venido, quizás, a sacrificarme? Pues bien, aquí estoy, más
indefensa que nunca. ¿Cuál de los dos ha de ser el verdugo?
(Silencio. Los ÁNGELES se apartan.) ¿Por qué entonces
este castigo? ¿Por qué la muerte y el dolor? ¿Para qué tanto
sufrimiento? ¿Para qué? M e llenáis de cadenas, pero a mí la
vida me ofreció antes la felicidad. ¿Cómo renunciar a ella?
¿Habéis tenido miedo alguna vez? Yo lo he tenido siempre,
desde niña, desde que aprendí que había una ley de
hombres para los hombres y otra ley de hombres para las
mujeres, desde que tuve que heredar las culpas de pecados
que yo ni siquiera había cometido. M iedo de mujer, miedo
humano a la mediocridad de las gentes, miedo a las marcas
de mi nacimiento, a mi sexo, a mi mente y a la
vulnerabilidad de mi corazón. M iedo a ser ignorada y, por
lo tanto, un miedo incomprensible a revelarme a mí misma
las oscuras verdades y motivos que me hicieron así. He sido
falsa, cruel y egoísta, como también eran a veces
verdaderos mis llantos, mi amor y mis lagunas de
1 9
inocencia. Pero el mayor miedo ha sido a la soledad, a ese
vacío que me hacía sentir, aunque estuviera siempre
rodeada de afecto, sola y anhelante del único ser que me
faltaba. ¿Quién de vosotros dos es? (A LUZBEL.) ¿Tú? Por
miedo he arrojado mi alma a un ser que no sé muy bien qué
es, a un ideal que me confunde y derrota constantemente,
para caer más tarde en la cuenta de sus besos de paz y
serenidad...
LUZBEL.- (Luminoso.) ¡Yo no adoraré a ningún ser
inferior! Cuando Adán fue hecho, yo ya estaba
perfeccionado. ¡Que él me adore a mí más bien!
(ZENOBIA, poseída, pierde por momentos, mientras
cantan los ÁNGELES, toda lógica y voluntad.)
ÁNGEL.- ¡Cuidado con la ira de Dios!
ZENOBIA.- (Con la voz de LUZBEL.) Si Él se muestra
irritado, yo pondré un trono sobre las estrellas y me
proclamaré el supremo. (S e desploma, muy cansada, para
incorporarse lentamente y dirigirse al ÁNGEL. Ya con
su voz.) ¿O quizás tú? (En el firmamento truena la
garganta vociferante de Dios.) Por miedo también me
alejé de ti, por la inercia de mi egoísmo le dije adiós al ser
más conocido, pero menos intuido por mi naturaleza. Ya...
ya no sé quién soy realmente. ¿Quién lo duda? Al principio
venció la luz y a ella se adaptó la vida. ¡Príncipe de las
Tinieblas! ¿Dónde está tu reino? ¿Podré reinar yo en él?
¿Es una alternativa? Y si es así, ¿es mejor, igual o peor?
Querido Bel, querido velador de mi conciencia. Ya no estoy
segura de ser el veneno de Dios. Soy mujer humana, hija de
hembra y de varón, y mi ambigüedad hebrea no puede
permanecer siempre rozando el mal y acariciando el bien.
¿Cómo puedo distinguir nada si tengo miedo hasta de vivir?
¡Ay! M adre noche, ¿eres real? ¿No veis que tengo miedo a
estrellarme, tal como Tifón, en vez de construir mi reino
sobre tu tumba del norte, en la cima del monte Safón?
(El ÁNGEL tira de las cadenas y arrodilla a ZENOBIA.
Con un gesto inmoviliza a LUZBEL, que muerde el
polvo.)
ÁNGEL.- (En toda su luz y poder.) ¡Arrepiéntete, reina
Zenobia! Se te acusa de luchar contra los intereses de
Roma, incitando a la revuelta y al separatismo de los sirios
y griegos de Egipto. Se te acusa de comerciar con los
persas, violando la prohibición existente. Se te acusa de
2 0
adoptar títulos y honores que nunca te pertenecieron para
engrandecerte de riquezas en contra de tu propio pueblo y
del peculio imperial. Se te acusa de celebrar orgías y de
ejercer la prostitución, humillando todos los nobles valores
de nuestra civilización. Se te acusa de practicar rituales
criminales y del sacrificio sistemático de niños a
divinidades y cultos profanos. Se te acusa, también, de
hurto y de impago de impuestos, siempre para satisfacer tus
ambiciones personales, en detrimento de los intereses del
Imperio.
ZENOBIA.- Desconozco la mayoría de las culpas que
me impugnas, al menos no las reconozco dichas con tus
palabras. Sí, luché contra Roma, pero sólo porque Roma no
podía velar ni proteger los intereses del pueblo sirio.
¿Cómo se puede confiar en una metrópoli decadente y
corrupta, que se amuralla porque ni ella misma puede
defenderse de los ataques de unas simples tribus bárbaras?
¿Creéis que inspira confianza un Imperio que
constantemente envía barcos con efigies de emperadores
distintos? No, angelical figura, no se aprende nada bueno de
una monarquía lejana y explotadora, salvo a sobrevivir y a
protegerse ciegamente. ¿Cómo voy a arrepentirme?
Quedaos en vuestro Lacio, con vuestros dioses y recuerdos,
y dejad a las gentes vivir según sus leyes y en paz.
ÁNGEL.- Se te acusa de dar muerte a tu esposo Septimio
Odenato, y a su hijo primogénito, por no secundar tus ideas
de rebelión contra Roma.
ZENOBIA.- (Ríe.) ¿Y de qué más? ¡Hipócritas!
(Impotente.) ¿Pero por qué me culpas de algo que no hice?
Odenato y Herodes fueron asesinados por M aonio, y
M aonio cobraba con moneda romana, bien lo sabes, por eso
yo le pagué su traición con moneda aramea. ¡Yo amaba a
Odenato y nada valía más que su vida, ni Palmira, ni Roma,
ni siquiera el mundo entero! De todos modos, con o sin él
mi destino estaba llamado a cumplirse. Tras su muerte, no
guardé el debido luto, es verdad. Tuve que tragarme las
lágrimas para levantar a una nación que lloraba todavía al
hermoso guerrero muerto. Había muchas cosas que hacer, la
más inminente era castigar a Roma por su traición.
ÁNGEL.- ¿Tú acusas de traición? Te recuerdo que fuiste
tú quien rompió el pacto contraído entre tu esposo y Roma.
Tus tropas continuaron la invasión de Egipto, y no te
detuviste hasta asesinar a su gobernador, Tenagino Probo.
2 1
ZENOBIA.- Yo acuso porque vosotros habéis maltratado
a mi pueblo desde hace cientos de años, arrasándolo en
ocasiones sin piedad. Que permanezca inscrito en la
Historia que fue la ciudad de Alejandría, tantas veces
ultrajada por vuestros delirios de poder, la que vino a mí
buscando auxilio y protección. ¿También soy culpable de
las insurrecciones en Hispania, en la Galia o más allá de las
Lindes del Danubio? ¿No os da vergüenza? Vuestro
Imperio se pudre; se extingue vuestro sueño de vida, alado
amigo, y mi condena no os salvará. Efectivamente, soy
culpable de ser amada por mi pueblo, soy culpable por
querer ser libre y soy culpable de querer mirar al futuro y
prosperar. Pero sé que no es por eso por lo que me vais a
castigar, ¿verdad?
(Entra un LEGADO, que entrega un pergamino al
ÁNGEL.)
ÁNGEL.- Acepta entonces tu penitencia. El Prefecto
M arcelino, en representación del emperador Lucio Domicio
Aureliano, te hace saber que el César, de reconocido
benévolo espíritu y siempre justo con los que en su día
fueron fieles, ha decidido perdonar tu vida y la de tus hijos,
condenándote a pasar el resto de tus días recluida en Roma.
Asimismo, te comunica la inmediata ejecución del filósofo
Casio Longino, tu consejero político, y la de tu
lugarteniente Zabda. Una guarnición de seiscientos
hombres permanecerá en Palmira para la posteridad, como
emblema del poder eterno de Roma. Septimia Zenobia,
desde este mismo instante dejarás de ostentar el rango de
reina, no conservarás propiedades o bienes ni gozarás ya de
poder. Partirás de inmediato hacia Roma, y te estará
absolutamente prohibido - a ti o a cualquiera de tus
descendientes- volver a pisar tu tierra. Tus fieles yacerán en
la esclavitud, tu nombre y tu causa, en el olvido y el ayer.
ZENOBIA.- (Vacía.) Yo no he pertenecido nunca a
nadie, ni siquiera a la tierra.
(Largo silencio. LUZBEL repta entre el mar de cadenas.
El ÁNGEL desaparece. ZENOBIA queda inmóvil, fija la
mirada en el infinito error humano. LUZBEL, posado a
sus pies, busca el mismo punto de referencia.)
LUZBEL.- Y Dios, observando las ambiciones de
Lucifer, lo arrojó del Edén a la Tierra, y de la Tierra al Seol.
Lucifer brilló como el relámpago al caer, pero quedó
2 2
reducido a cenizas; y ahora su espíritu revolotea a ciegas sin
cesar por la oscuridad profunda del abismo sin fondo.
(LUZBEL se transforma en fuego tras la caída.
Lentamente, vuelven las tinieblas, mientras se retiran como serpientes- las cadenas y van desvelando bajo sus
huellas el perfil arenoso del desierto. Un único y azulado
haz luminoso dora el rostro de ZENOBIA. Al sobrevenir
la noche definitiva, sólo se oye el rumor del agua, el
chasquido de la hoguera que dejó tras de sí el demonio y
las Bestias que rumian ignorantes la paz. Las sombras
de las llamas dan un aspecto maternal a ZENOBIA. De
la oscuridad emerge VABALLAT.)
VABALLAT.- (Primero como un susurrado recuerdo,
luego con la ternura de la juventud.) M adre. ¡M adre!
¡M adre!
ZENOBIA.- (Aún hermosa.) ¡Vaballat! (Se abrazan y
se acomodan frente al fuego.)
VABALLAT.- No es prudente detenernos, madre.
ZABDA.- no podrá contener a los romanos mucho tiempo...
ZENOBIA.- Zabda no permitirá que nos alcancen, hijo
mío. Los camellos tienen que descansar, y también
nosotros. Pasaremos la noche aquí, junto al Éufrates, y
partiremos al amanecer.
VABALLAT.- ¿Pero aquí?... Las grandes hogueras que
has ordenado encender parecen más bien señales para que
el enemigo nos descubra y no focos para dar calor. ¿Es que
esperas a alguien? ¿Quizás refuerzos? (Pausa.) Crucemos
al menos el río...
ZENOBIA.- No. (Mira hacia el cielo.) ¿Ves las estrellas
que caen? Son Ángeles que se precipitan sobre la Tierra.
Esta noche todo el desierto está iluminado por el fuego de
sus impactos, por la luz de nuestra Palmira en llamas.
Pronto todos seremos cenizas.
VABALLAT.- ¡Permíteme luchar, madre! Los romanos
nos siguen de cerca y no tienes por que arries gar aún más tu
vida.
ZENOBIA.- No subestimes el poder de Baal. (Mira
hacia el fuego.) Él nos protege. (Tran quilizadora.) Ven,
anda... Acércate. (Lo acaricia.) ¿Duermen tus hermanos?
2 3
VABALLAT.- Sí. Pero yo ni puedo ni quiero dormir.
(Suspira, impotente.) M adre...
ZENOBIA.- (Cariñosa.) ¡Lo sé! Se está formando en ti
un gran hombre. Pero pase lo que pase, quiero que estés
siempre junto a mí, y que mis alegrías sean las tuyas, y mis
enemigos, tus enemigos.
VABALLAT.- ¿Dudas de mí?
ZENOBIA.- No. (Con más ahínco.) ¡Claro que no! Yo...
Yo no fui una buena hija, como tampoco fui una hermana o
una esposa ejemplar. Tengo miedo a encontrarme sola en el
abismo y comenzar sin ningún rostro amado la caída.
Nunca hasta ahora había conocido esta suerte de derrota,
hijo mío, y me aterroriza su método y su sabor.
(Transición.) No dudo de ti, Vaballat, simplemente es que
la vida me ha enseñado a no confiar en nadie y se me han
desencajado las mandíbulas a fuerza de obligarlas a
gobernar con rectitud. Pero aquí estamos ahora, tú y yo, sin
reinos ni protocolos, hablando como madre e hijo bajo el
resplandor de los astros, oyendo respirar a las palmeras al
abrigo de esta lumbre y, quizás por eso te confunda verme
sonreír... ¿Sabías que es más fácil equivocarse que acertar?
¡Ah, pero quizás no debería decirte aún estas cosas!
Vivimos tiempos difíciles y hay que estar siempre alerta. Es
la vanidad del alma la que me mantiene inquieta. Para mí,
eres todavía un niño, y aunque sé que eres fuerte, siempre
temo por ti. Te queda tanto que aprender...
VABALLAT.- ¿M ás ciencias? ¿M ás lenguas?
ZENOBIA.- (S onríe.) No. Lo que se puede enseñar ya lo
has aprendido. Todo lo que queda te lo mostrará la vida.
Entonces serás grande y tu nombre coronará una
constelación.
VABALLAT.- ¿Como mi padre? (Largo y doloroso
silencio.)
ZENOBIA.Como tu padre. (Lo mira como si fuera la última vez.)
¡Vaballat!
VABALLAT.- ¿Qué?
2 4
ZENOBIA.- No olvides nunca quién soy, ni el dolor que
me costó parirte. Háblale a tus hijos de mí, y haz que ellos
se enorgullezcan de descender de mi linaje. Eres hijo de
padres poderosos, que aprendieron a sacrificar hasta lo más
esencial o incluso lo impensable para sobrevivir, y sé que
llevas escrito en tus venas mi mensaje. M antén, cuando yo
falte, eterna mi verdad y mi memoria. Que en los siglos
venideros, aún se comente la leyenda de Zenobia.
(VABALLAT la mira con seriedad. Luego sonríe y
abraza a su madre.)
VABALLAT.- (Volviéndose antes de marcharse.)
Realmente, madre. ¿Qué hacemos aquí?
ZENOBIA.- Espero una señal. Aguardo solamente una
muestra de compasión. Y ahora ve a dormir con tus
hermanos, que ya está a punto de sorprenderles el mañana.
(VABALLAT desaparece. Entra en escena LUZBEL,
ataviado con pieles de diferentes animales, amuletos y,
sobre su cabeza, como Heracles, la testuz de un león.)
LUZBEL.- ¿Una muestra de compasión? ¿Acaso la tuvo
Dios conmigo?
ZENOBIA.- (Alegre. Lo busca orientándose por su
olor.) ¡Estás aquí! Sabía que no faltarías a tu cita.
¡M uéstrate, Satanás! ¿Has venido a salvarme? ¿No tengo
que morir?
LUZBEL.- Y Dios me respondió: sólo un sol, sólo un
poder, una sola gloria, y me despojó del lecho para
limitarme al tormento. Ya no hubo más regalos, ni joyas, ni
oro. No volví a pisar el Edén colgado de su cintura. Se
acabó el amor y comenzó la ausencia. Creí que yo era su
igual, pues entre nosotros no habitaba la diferencia. M e
besó en el pecho y me lanzó con furia contra la ira y el
oprobio de los hombres. (Llora.) Y yo no entendía..., no
comprendía..., estaba solo. Destrocé mis manos golpeando
su puerta y, durante un tiempo, sólo me alimenté de los
desechos que del cielo caían. Yo era el preferido, pues
gustaba de mis canciones, de la gracia de mis danzas y de
mi sabiduría. Y me dejó aterrorizado, dueño de una roca
flotante aún sin vida. Durante el paso de los tiempos,
transformado ya en una Bestia salvaje, observaba caer por
el cielo de las noches cientos de brillantes meteoros que se
precipitaban sobre mares y desiertos. Ángeles y Arcángeles
2 5
caídos como yo. Hijos bastardos que perdieron su belleza y
sus armoniosos miembros en el cataclismo de los impactos.
Los primeros vencidos, tus hermanos y los míos, fueron los
súbditos primogénitos de mi reino en el destierro. Y
estábamos solos. No es fácil vivir en la tangencia, ¿verdad
Zenobia? Tu ruta es la mía, y tu destino, el recuerdo de mi
existencia maldita. Bebe, mujer, del agua turbia del
Éufrates. Ámame en la tentación y en el acto de la entrega.
Bebe de este canal de lágrimas que acumulé para ti desde el
día de mi caída y saborearás del limo de los grandes ríos.
¿No ves? ¡Bebe! En el fondo del cauce está la eternidad, en
la superficie tu reflejo y lo que estaba escrito. Tu destino y
el mío unidos para siempre.
(ZENOBIA se arrodilla a beber. Al contemplar su
imagen reflejada, gritará. Un grito que se prolonga
hasta que entran en escena unos SOLDADOS romanos
agarrando preso a VABALLAT.)
SOLDADO.- ¡Reina de Palmira, ríndete!
ZENOBIA.- ¡Nunca!
(Un soldado amenaza a VABALLAT con cortarle el
cuello.)
VABALLAT.- ¡M adre!
ZENOBIA.- (Empuñando una espada.) ¡Nunca!
LUZBEL.- (La obliga a desistir.) El padre nos ha
abandonado, hermana...
SOLDADO.- ¡Ya basta, Zenobia! No te resistas o tus
hijos pagarán tus crímenes. (Arroja a VABALLAT al
suelo, amenazándole con cortarle la cabeza.)
ZENOBIA.- (Derrumbándose.) ¡Hijo mío!
(Aparece el ÁNGEL que, junto a LOS SOLDADOS,
tensará lentamente las cadenas.)
LUZBEL.- Y vi surgir del mar una Bestia... se parecía a
un leopardo, con las patas como de oso, y las fauces, como
fauces de león...
ZENOBIA.- ¡M aldita seas Roma por siempre! ¡M aldita
seas tú y todas las naciones que osen ennoblecer tu nombre!
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LUZBEL.- ... Entonces la tierra entera siguió maravillada
a la Bestia, y se postraron ante ella diciendo...
LUZBEL y ZENOBIA.- ¿Quién como la Bestia? ¿Y
quién puede luchar contra ella?
LUZBEL.- ... Y ella abrió su boca para blasfemar contra
Dios: para blasfemar de su nombre y de su morada y de los
que moran en el cielo...
(LOS SOLDADOS se llevan arrastrando a VABALLAT.)
VABALLAT.- (Grita.) ¡M adre! ¡M adre! (ZENOBIA lo
busca desesperada.)
LUZBEL.- Se le concedió hacer la guerra a los santos y
vencerlos: se le concedió poderío sobre toda raza, pueblo,
lengua y nación. Y la adorarán todos los habitantes de la
tierra... El que tenga oídos, oiga...
ÁNGEL.- (Acariciando con la espada el cuello de
ZENOBIA.) El que a la cárcel, a la cárcel ha de ir; el que ha
de morir a espada, a espada ha de morir.
LUZBEL.- (Abraza por la espalda a su hermano
alado.) Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos.
ZENOBIA.- (Enloquecida. Confusa.) Pero, ¿quién es
quién? ¿Quién es la Bestia y quién el Dios? ¡Oh, yo reniego
de ambos! Reniego de Roma y de Palmira. (S e arranca el
vestido.) ¡Reniego de ser madre y mujer! ¡Oh, ausencia!,
¿por qué este inevitable dolor? (S e golpea, arañándose el
vientre y el pecho.) ¿Por qué no puedo morir si hasta he
renegado de la vida? (Grita. Luego se desmaya.)
¡Vaballat!
(Entra nuevamente VABALLAT en escena, vestido
como un SOLDADO contemporáneo o del incógnito
futuro. Redoble marcial de tambores. LUZBEL
desaparece.)
VABALLAT.- ¡M adre!
(El joven va hacia ella y la acaricia con dulzura. Un
grupo de SOLDADOS contemporáneos van apareciendo
sucesivamente en escena, instalando con rapidez lo que
2 7
podría ser un puesto militar en plena batalla de este
milenio o de venideros: banderas, mapas, retratos,
muebles... VABALLAT sienta a su madre en una silla y
la desencadena, mientras ésta recobra lentamente el
sentido aunque permanezca como ausente. El resto de
los personajes adoptan una actividad normal para la
situación, mientras, a lo lejos, estallan todas las bombas
del Mundo.)
ÁNGEL.- (Cariñoso con el príncipe, habla dulcemente
a la delirante reina, mientras le inyecta algo en el
brazo.) Conozco tu conducta: tus fatigas y tu paciencia; y
que no puedes soportar a los malvados y que pusiste a
prueba a los que se llaman apóstoles sin serlo y descubriste
su engaño. Tienes paciencia: y has sufrido por mi nombre
sin desfallecer. Pero tengo contra ti que has perdido tu amor
de antes. (Un hombre -¿UN GENERAL?- entra
directamente y con rapidez en dirección hacia la
singular "piedad". Es el mismo actor que interpretó a
ZABDA.) Date cuenta, pues, de dónde has caído,
arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera.
UN
GENERAL.- (Al ÁNGEL, señalando a
VABALLAT.) ¿Es ese? (El ÁNGEL asiente, besa al joven
y se lo ofrece al alto mando. El GENERAL saca de su
funda una pistola y dispara sobre la cabeza del príncipe,
matándolo en el acto. A su señal, un par de soldados
retiran el cadáver. El ÁNGEL se aleja, inexpresivo,
hacia su lugar privilegiado.) Como ves, la vida no vale
tanto como para renegar de ella. (ZENOBIA balbucea, casi
ahogada.) ¿Qué? ¿Estabas diciendo algo? (UNA MUJER
M ILITAR también se acerca al GENERAL.) Parece que,
por fin, tiene ganas de hablar... ¿Decías?... ¿Acaso quieres
más cadenas, más sufrimiento, más dolor? ¿Por qué no
acabamos de una vez? No tiene ningún sentido, ¿sabes? Ahí
fuera, en las calles celebran tu derrota y nuestra victoria,
¿no los oyes? Hablan tu lengua. Son los mismos que te
adoraban y, ya ves, se olvidaron de ti. ¿A quién quieres
defender entonces?
ZENOBIA.- Recuerdo.... ya, solamente, una luz muy
hermosa que me ofrecía Astarté, todos los días, en el perfil
del Universo...
(La M UJER M ILITAR la golpea.)
UN GENERAL.- Te conocemos, Zenobia. Sabemos de
tus engaños, de tus malas artes de hechicera y de las
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supersticiones de tu pueblo, pero se cansará antes tu cuerpo
que la mano del verdugo, porque detrás de éste vendrá otro,
y otro, y otro..., y, a pesar de todo, no seremos nosotros
quienes pasemos a la historia por nuestra crueldad, sino tú,
por tu locura, por tus vilezas y, sobre todo, por que no
tienes la razón. (Silencio.) Pero, claro, ya veo que ni quieres
entenderlo ni estás dispuesta a facilitarnos las cosas,
¿verdad? Bien. (A su señal, la M UJER M ILITAR vuelve a
golpearla. EL GENERAL intenta calmarse.) Por lo que a
mí respecta, si lo prefieres podemos seguir así mil
doscientos sesenta días más. O también podemos parar este
martirio que no nos conduce a nada. De ti depende. Ya te he
dicho que lo único que quiero saber es la intención de tu
ejército. Dime, ¿es cierto que se está organizando para un
nuevo atentado? Basta con que me describas su fuerza real,
sus estrategias, vuestros acuerdos secretos y te aseguro
que...
ZENOBIA.- (Exhausta.) Recuerdo, ya solamente, una
luz muy hermosa que me ofrecía Astarté todos los días en el
perfil del universo...
UN GENERAL.- (A la soldado.) ¿Pero qué demonios
dice?
UNA MUJER MILI TAR.- Lo mismo, señor. Dice
nombres de dioses fenicios. Ya no sé qué inyectarle.
UN GENERAL.- (Visiblemente furioso. Zarandea a
ZENOBIA.) ¡M aldita sea! Pues te juro que te pienso llevar
a ese desfile aunque sea empalada, ¿te enteras? (La arroja
contra la silla.)
ZENOBIA.- ... ¿Zab...?... ¡ZABDA.-! (Observa al
General, arrojándose a sus pies.) ¡No has muerto,
ZABDA.-!... entonces... ¡Palmira ha vencido! ¡Palmira
vive! ¡Oh, ZABDA.-, ven junto a mí! ¡ZABDA.-!
(El GENERAL y la M UJER M ILITAR se miran y ríen.)
UNA MUJER MILI TAR.- Le confunde con alguien,
señor.
UN GENERAL.- Compruebe esos nombres. Pueden
sernos útiles.
UNA MUJER MILITAR.- (Mostrándole un mapa
al GENERAL.) Con su permiso, señor... No estoy segura,
2 9
pero creo... creo que se refiere a unas ruinas antiguas que
existen en las proximidades de Tadmor. Aquí, ¿ve?
Palmira. (Busca un significado.) Quizás... Justo cerca de
esas ruinas pasa el oleoducto...
UN GENERAL. - ¿Y qué? (A ZENOBIA.) ¿Qué nos
quieres decir con eso? ¿El nombre de alguna operación
secreta? (S ilencio.) ¡Contesta, rata! (La golpea.)
UNA MUJER MILI TAR.- Es inútil, señor. (Le toma
el pulso a la prisionera.) La droga ha debido afectarle al
cerebro. Sería conveniente dejarla y seguir más tarde con el
interrogatorio.
UN GENERAL.- No podemos esperar. El presidente la
quiere en su desfile y debemos prepararla. (Observa a
ZENOBIA, inexpresiva.) Cumpla su trabajo con más
eficacia, soldado. Quiero prisioneros que puedan hablar, y
no un guiñapo drogado. Envíe mensajes urgentes. Que
localicen todos los contingentes enemigos que aún resisten
en el área del oleoducto. Hemos vencido, pero no quiero
ningún problema, ¿me oye? (La M UJER M ILITAR se
cuadra y se marcha, integrándose en la dinámica de los
demás soldados. EL GENERAL se acerca a ZENOBIA y
le habla al oído.) ¡He aquí a la que se proclamó emperatriz
invencible de Oriente! ¿No decían de ti que eras la más
sabia entre los sabios? ¿Por qué no haces un número de
magia y te salvas a ti misma? Ya estás sola, Zenobia.
Reconsidera tu vida, tus errores y goza al fin de esa soledad
que tanto aprecias. (ZENOBIA reacciona.) ¡Ah, qué poca
luz queda ya en tus ojos! Busca... sigue buscando esa luz
que dices de Astarté, en el perfil del universo... ¡Vamos!
¡Búscala! A ver qué es lo que encuentras...
ZENOBIA.- (Intentando tocar al GENERAL.) ¡Zabda!
¡M i fiel Zabadás! ¿Está contigo Vaballat? ¿Por qué no me
contestas? ¡Zabda! ¡Zabda! (El GENERAL la golpea con
tanta fuerza que ZENOBIA cae desmayada al suelo.)
UN GENERAL.- ¡M aldita sea! ¡Lleváosla de aquí!
(Unos S oldados obedecen la orden. Entra LUZBEL,
vestido también como un soldado más. Porta alto
estandartes y trae palabras que podrían cambiarse en
cualquier momento. La situación podría ser la misma en
cualquier época, en una nación cualquiera, siempre que
ésta la habiten los hombres.)
3 0
LUZBEL.- ¡Vae Victis! Leges a victoribus dicuntur.
Aqua conclusa facile corrumpitur...
ÁNGEL.- (Desde las alturas.) Revestíos de las armas de
Dios para poder resistir las asechanzas del Diablo. Porque
nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra
los espíritus del M al que están en las alturas.
LUZBEL.- ¿Quid agam, iudices?
UN GENERAL.- ¡Presten atención! El desfile triunfal
ha dado ya comienzo. Señoras, Señores... ¡La guerra ha
terminado! ¡Viva el Imperio! ¡Gloria al emperador!
TODOS.- ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Gloria!
(LOS SOLDADOS estallan en gritos de alegría, mientras
van recogiendo aparatos y marchándose, entre
felicitaciones. Algunos se quedan un poco más. De la
más dolorosa e histórica memoria surge el desfile
triunfal del emperador, que atraviesa las calles de
Roma. Esclavos atados, animales, porteadores con los
tesoros de Palmira, etc... En el fondo, los soldados
contemporáneos continúan actuando. Aparece, como
parte del botín conquistado, la reina ZENOBIA,
ataviada como una grotesca emperatriz. Está
encadenada junto con sus hijos a unos SOLDADOS
ROM ANOS que arrastran de ella y apartan a la
muchedumbre. ZENOBIA caerá al suelo tres veces. La
metáfora de la Pasión toma forma. La
MUCHEDUMBRE persigue al desfile. Ambientes
jubiloso de triunfo. Música. Se arrojan algunos objetos.
El largo calvario atraviesa el escenario. En un lateral
permanece LUZBEL que comenzará a alzar los brazos
en cruz y a elevarse. De sus manos y pies mana sangre,
así como de su cabeza y costado. En un momento
determinado LUZBEL entona con voz desgarradora un
cántico triste, evocador del desierto: señal de luto de un
hogar cualquiera del Creciente Fértil.)
VOZ DE LA MUCHEDUMBRE.- (Una sóla voz o
varias, pero los actores tendrán movimientos y actitudes
diferentes.)
¿Y ese andrajo era una reina?
¿Te gusta Roma, nueva Cleopatra?
¡Traidora! ¡Asesina!
¡Ave, Zenobia! ¡Ave, Vaballat, emperador de nadie!
3 1
(Una voz única, familiar.) ¿Qué ha sido del pueblo de
Roma? Estáis sedientos de sangre. ¿Es Roma una madre o
una tirana?
(Gritos y risas.) ¡M iradla! ¡Ahí va la reina que quiso
escapar montada en un camello!
¡Endemoniada!
¡Gloria al emperador Aureliano, restaurador del M undo!
(Todos.) ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Gloria!
¡Vieja puta del desierto!
¡La vergüenza está contigo, patética reina! ¡Así pagan los
traidores su osadía!
¡Tétrico y Zenobia ya no existen! ¡Salve, Aureliano!
(Todos.) ¡Salve!
(El desfile se evapora y, con él, su algarabía. Quedan
algunos personajes de LA MUCHEDUMBRE que
descubrirán su nuevo entorno. Los soldados
contemporáneos se acercarán a ellos. Se miran y tocan
en principio con curiosidad, luego, toman una actitud
reservada, incluso de violencia, hasta acabar
estrellándose entre sí para desaparecer. Atrás se oyen
los aullidos de una manada de perros que combate.
LUZBEL desciende para hablar a los Hombres.)
LUZBEL.- Lenguajes de guerra, padre. ¡Tanto odio!
¿Para qué? ¿Quid agam, iudices? ¿Eloquar an sileam?
...¡Cautus sis!... Hominem mortuum in urbe ne sepelito.
M alae tenebrae Orci, quae omnia bella devoratis... (Queda
solo LUZBEL, sin ningún vestigio de la apoteosis
anterior. Entra ZENOBIA, escoltada por dos
SOLDADOS ROM ANOS que la sitúan de espaldas al
público. Clamores de gloria. Hace su entrada el
emperador AURELIANO, junto a su Séquito. Silba el
viento del desierto.) ¡Oh, Cósmos, qué cansado estoy!
¿De verdad crees, padre, que la Humanidad se merece mi
penitencia? ¿Por qué no reconocer el error, hermanos? ¿Por
qué no aceptar que, a pesar del Arte, la Creación ha sido un
fracaso? ¿Por qué no terminar con todo y empezar de
nuevo? (S onríe, realmente hermoso.) Nos acercamos,
hermano. Aún arde la llama mutua de nuestro deseo. Jamás
los extremos se aproximaron tanto... (Se marcha.)
AURELIANO.- (Entronizado.)
¡Acércate, Zenobia,
por favor!
ZENOBIA.- (Desolada.) Hasta aquí llegué, Aureliano, y
me siento cansada por lo andado. Acércate tú.
3 2
AURELIANO.- Observo que aún te queda orgullo.
ZENOBIA.- Es algo que me viene de estirpe, pero quizás
tú no puedas entenderlo. (LO S SOLDADOS hacen intento
de callarla.)
AURELIANO.- (Algo cínico.) ¡Quietos! No olvidéis
que está ante vosotros una reina de rancia y nobilísima
estirpe, no una vulgar prisionera.
ZENOBIA.- ¿Ahora te acuerdas de que soy reina? ¿Y
también recuerdas lo que hacíamos en el establo de la casa
donde vivían aquellos esposos judíos que asesinaste?
Entonces no éramos ni tan altos ni tan nobles...
Simplemente carne contra carne... Ambos sabemos
perfectamente de qué materia estamos hechos, así que no te
des tan grandes aires...
AURELIANO.- En cualquier caso, veo que tienes buen
aspecto. Es evidente que no ignoré en ningún momento ni
tu rango ni las buenas relaciones que antaño
mantuvimos...,¿no?
ZENOBIA.- Ya no hay cedros en el Líbano. Tampoco yo
he olvidado, Aureliano. Pero conseguiste ser César.
AURELIANO.- Y tú, emperatriz de Oriente. ¡Pobre,
Odenato! ¡Si por algún don de los hados pudiera resucitar y
verte ahora!... ¿Sabes? Roma y yo esperábamos con
expectación el día de tu llegada...
ZENOBIA.- ¿Sí? ¿Para reíros más de mí? ¿Qué
pretendes? ¿Una nueva alianza?
AURELIANO.- Tú y tu egoísmo sois los únicos
culpables de que hoy estés aquí en calidad de prisionera.
ZENOBIA.- ¡Ah, basta, Aureliano! ¡Estamos viejos! Fui
Augusta, tuve todo lo que quise sin la necesidad de
venderme a Roma. Supongo que eso ha debido de ser un
golpe demasiado bajo para tu vanidad. Un revés...
¿imperdonable?
AURELIANO.- ¡Yo sí puedo perdonar! Pero no Roma,
¿entiendes?
ZENOBIA.- Entiendo solamente que tras la razones de
Estado hay sinrazones y egoísmo, hay ansias de poder y
3 3
miedos. ¿Tú no temes a la muerte, Aureliano? Quedan ya
tan lejos los tiempos en que no existían los imperios...
AURELIANO.- ¡Hubo un tiempo en que tú y yo
pudimos tenerlo todo! Pero sí, ya es tarde... tarde para los
dos. La muerte se hospeda en mi palacio desde hace
algunos años y me he acostumbrado a no temerla. Estamos
viejos, sí, pero al mirarte, aún despiertas en mí recuerdos
entrañables... éramos jóvenes y, efectivamente, no existían
ni los imperios, ni Odenato... Pero, ¿qué hago hurgando en
mis fantasmas? (Recupera su compostura.) Quiero que
sepas que lo siento. ¿Piensas que me agrada verte en esta
situación? Has hecho cambiar a muchos hombres, Zenobia.
¿Por qué habría yo de ser una excepción? Ya desde niña
existían en tu cabeza demasiados anhelos imperiales...
demasiados sueños de poder, demasiados intereses... (La
admira un instante. Se levanta y camina un poco. Luego
sentenciará.) Quiero que tus hijos, incluido Vaballat,
crezcan felices y se hagan hombres y mujeres dignos...
ZENOBIA.- (Cínica.) Romanos querrás decir, ¿no? Ellos
ya son dignos, Aureliano. ¡No creas que Vaballat olvidará
fácilmente cómo ha entrado en Roma! Fueron romanos los
que le maltrataron como a un animal, ¿qué digo?, ¡peor que
al más indeseable de los esclavos! Y él es hijo de reyes,
Aureliano... (Ambos se miran unos instantes.)
AURELIANO.- (Cansado.) ¡Tonterías! Tú no tienes ni
una sola gota de linaje real. ¿A quién quieres engañar?
¿Acaso no fui yo quien te sacó de ordeñar cabras y de
mendigar antes de que entraras en el harén de Odenato?
¡Por los dioses! (ZENOBIA, ¿avergonzada?, calla.
AURELIANO la mira confidencial, serio.) ¿Vaballat lo
sabe?
ZENOBIA.- ¿M i pasado o el tuyo? (AURELIANO le da
la espalda en un gesto de desesperación. ZENOBIA le
hace sufrir.) Por supuesto que no.
AURELIANO.- M ejor es así.
ZENOBIA.- ¿Qué alternativa me quedaba?
AURELIANO.- Cualquiera, menos la del rencor. M e
encargaré personalmente del destino de tus hijos, sean
bastardos o no. Pero a Vaballat tendré que reeducarlo. Ha
estado demasiado tiempo junto a ti.
3 4
ZENOBIA.- ¡No te atrevas a hacerle ningún daño o...!
AURELIANO.- ¿O...? No dejas de sorprenderme. En
verdad veo que es cierto lo que murmuran de que estás
poseída por algún mal extraño del desierto. Es hora ya de
que tus hijos aprendan que en la vida hay algo más que
fanatismo y mediocridad. Les haré saber que las palabras
poseen sinónimos y que no todas las verdades tienen que
ser absolutas o sagradas. La gloria de los romanos ha estado
siempre en la formación de espíritus amplios, en la
educación de individuos recios y severos. Tú perteneces a
un pueblo obsesivo, limitado, sin perspectivas, lleno de
bárbaras supersticiones. (Pausa.) Todavía no he podido
comprender del todo qué es lo que hacías encabezando las
absurdas manías de un pueblo anquilosado... ¿qué sentido
tenía para ti dar la vida por una causa, de antemano,
condenada al fracaso? Tú, que has sido siempre la mujer
más sabia, la que de la nada llegó a la cúspide, la más culta,
la envidia y la admiración de la clase política y las patricias
de Roma. Tú, reina ZENOBIA.-, la diosa griega del
desierto... ¿qué hacías reinando sobre muchedumbres
salvajes, cuando podrías haber sido la más amada
emperatriz con que jamás hubiera soñado Roma?
ZENOBIA.- (Con autoridad.) Porque soy obsesiva.
Porque soy limitada, bárbara y carezco de perspectivas.
(Duda.) Todo esto es absurdo. Finalmente no somos tan
distintos. Con la sabiduría, con la obsesión, con el
fanatismo y la barbarie de mi pueblo, eduqué y preparé a
Vaballat contra ti.
AURELIANO.- Aún es joven, y sabré llegar hasta su
corazón. Podrá aprender las glorias de su pueblo y del mío,
naturalmente, siempre que sea en latín.
ZENOBIA.- M oriré, Aureliano. Pasarán los años. Hagas
lo que hagas, Vaballat no olvidará nunca que es mi hijo y
que lleva dentro la fortaleza de su madre.
AURELIANO.- Roma es mejor madre que tú, Zenobia.
Además, seguro que cambia de opinión en cuando sepa que
cualquier hombre, incluido yo mismo, podría haber sido su
padre. No se sentirá tan orgulloso de ti cuando conozca la
lista interminable de amantes que desfilaron por tu lecho
durante tu matrimonio con Odenato...
ZENOBIA.- (Arrebata la espada a uno de los
soldados, éstos la detienen antes de que se arroje sobre
3 5
el emperador.) ¡Soltadme, cerdos! (A AURELIANO.)
¡Acuérdate, César! Llegará un día en que las manos de mi
hijo serán las mías y te segarán de un golpe el brillo de los
ojos.
AURELIANO.- ¡Estás enferma!
ZENOBIA.- (Ríe, luego llora. A una señal del
emperador, los soldados la sueltan.) ¿Sabes? Así como el
poder terrenal está limitado por las leyes de la naturaleza,
un porvenir vendrá en que de los fastos de Roma no queden
más que piedras, testigos mudos esparcidos entre la maleza
de un campo. Hoy te sientes fuerte, brillas como el Sol
Universal, gobiernas sobre el M undo. Cuando mueras,
cuando mueran tus descendientes y los míos, cambiarán los
nombres, las lenguas y las imágenes, pero nada cambiará el
orden establecido desde el principio. Lo he soñado. Y
también soñé que las ruinas de Palmira quedarán en el
desierto para que los Hombres se cuestionen su sentido y el
destino de tantos y tantos pueblos vencidos en el misterio,
en el nombre y en la justificación de la ignorancia. Como
los hubo en el pasado, en el futuro habrá Hombres que
comprenderán que constantemente existe otra verdad, la no
oficial, la que no se graba en los anales. Finalmente,
hagamos lo que hagamos, el tiempo siempre acabará
quitándonos y dándonos nuestra parte de razón.
AURELIANO.- (Inalterable.) ¡Palabras, palabras,
palabras! Teorías absurdas, ritos y dogmas propios de un
pueblo inculto. Deja de soñar y recobra la cordura. ¿Dónde
quedó la mujer coherente y amplia de espíritu que despertó
mi admiración? ¿De qué te sirvieron los años de estudios,
los sacrificios por implantar en el corazón de tu país los
valores más nobles de nuestra civilización? (Pausa.) ¿Qué
han hecho de ti, Zenobia? Lamentablemente, y para serte
sincero, ya es imposible perdonarte por el daño que has
causado a esta tierra con tus delirios de reina independiente.
Nada justifica tanta barbarie, tanta sangre derramada. Ni la
embriaguez, ni la locura, ni siquiera la venganza o los
designios de un Dios. Acéptalo. Todo lo que soñaste se ha
derrumbado sobre ti. Has perdido. Estás en Roma,
condenada por traición, y vuelves a ser pobre.
ZENOBIA.- (Largo silencio.) ¿Y qué será de mí?
AURELIANO.- Por lo que a mí respecta, me haré a la
idea de que has muerto. Nunca más volverás a ver a
Vaballat, ni al resto de tus hijos. Quedarás recluida en
3 6
Tíbur, cerca de Roma, por si algún día me arrepiento y
decido darte muerte. No ha de faltarte nada: biblioteca,
baños, alimentos y dos sirvientas que te servirán hasta verte
morir. Se te ha de tratar como a una reina, sí, pero sin poder
ni reino. Roma nunca olvidará que un día fuiste su aliada y
que en más de una ocasión la libraste, junto a tu esposo
Odenato, del peligro persa. Yo tampoco olvidaré y, junto al
resto de los espectros que ya siempre me acompañan,
habitarás cerca de mí. Nunca te rozará de nuevo la brisa del
desierto. ¡Que se escriba que en el día de hoy ha muerto la
que fuera reina de Palmira! Aquí y con este gesto se han de
cerrar para ti las páginas de la Historia.
(El emperador AURELIANO se arrodilla ante ella y le
besa los pies, luego, tras incorporarse y mirarla con
ternura, desaparece, y tras él, su séquito y soldados.
ZENOBIA queda sola. En escena entran LOS
VENCIDOS. El ÁNGEL, alarmado, toma tierra para
dispersarlos y echarlos con su espada de fuego, ya que
con ellos habitan las tinieblas.)
ÁNGEL.- ¡Haya luz! ¡Fuera de aquí! ¡Crearé mi mundo
con la luz!
ZENOBIA.- (S iguiendo al ÁNGEL, que expulsa del
Paraíso a los Vencidos.) ¿Por qué no con la oscuridad?
ÁNGEL.- ¡Apártate también Zenobia y huye con los
Vencidos! Aléjate de mi reino de luz.
ZENOBIA.- M iguel... Te llamas M iguel, y eres un
Arcángel, ¿no es cierto?
ÁNGEL.-¡No te dignes a tocarme, pues le está prohibido
hacerlo a la Bestia!
ZENOBIA.- ¿Y por qué no crear tu mundo con la
oscuridad?
ÁNGEL.- ¡Cuidado, no sea que te domine con un grito!
(ZENOBIA, desconcertada, comienza a reírse tapándose
los oídos. En el muro impreciso, aparecen súbitamente
rápidas imágenes de desastres bélicos recientes o
futuros, escenas de miseria, de los hipócritas y cobardes
que gobiernan los cuerpos y las almas, ruinas y sueños
de algo que deja constantemente de ser hermoso a una
3 7
velocidad vertiginosa. De una melodía de bombardeos,
cánticos, disparos y llantos nace el grito más
ensordecedor de ZENOBIA: la agonía y la inútil espera
de la resurrección. Todo acaba en un preludio final a la
nada. Entra LUZBEL, semidesnudo, cargado de
hermosísimas joyas. MIGUEL se aparta, estremecido.)
LUZBEL.- Entonces el grito de Dios la dominó. Samael
y sus Ángeles fueron confinados en un calabozo oscuro,
donde todavía languidecen con los rostros macilentos y los
labios sellados; y ahora se les llama los Veladores. El día
del Juicio Final el Príncipe de las Tinieblas se declarará
igual a Dios y pretenderá haber tomado parte en la
Creación, jactándose:
LUZBEL y ZENOBIA.- (Llanto y locura.) ¡Aunque
Dios hizo el Cielo y la Luz, yo hice las Tinieblas y el
Abismo!...
ZENOBIA.- (Risa y cordura.) ¡Oh, Luzbel! ¡Jamás mis
ojos vieron con tanto detalle la dimensión del M undo!
Alguien me grita todos los secretos con una voz interior.
Creo que he tocado el fondo del Abismo, pero he perdido la
presión que ejerce el techo del cielo. Soy Atlas, pero libre.
Soy mujer, pero persona. Soy escoria, pero ancha. ¡Soy el
M undo, pero mortal! ¡Qué etérea me siento sin los
recuerdos que se alejan, sin identidad en el inicio de un
vuelo último de libertad! Estoy sola, sí, pero ni miedo tengo
ya. Estoy absolutamente sola, definitivamente marcada y
sola, pero ni siquiera pesa sobre mis hombros la tristeza.
(Ríe.) ¿Para qué necesito ya el poder? Que me sucedan
otros héroes y que mientan sobre mí; que para ellos sea el
control y la victoria, pues de todo me siento desprendida.
¿Dónde está el reino de los vencidos, Baal Zebub? No me
imaginé nunca que fuera tan largo el camino hacia la cima
del monte Safón, aún menos, que fuera tan breve, tan
doloroso, este descendimiento. Así es, queridos hijos,
queridos miembros, querida memoria: corazón que has de
dejar de gritar mi vida al M undo. Ya nada me retiene aquí,
dentro de este cuerpo que me obligó siempre a comprender
lo incomprensible, a desear lo inalcanzable y que me
condenó a una cuenta atrás insoportable. ¡Ven, Luzbel!
Toma mi sangre, al fin, y reinaré contigo hasta el día del
Juicio. Por que yo nací para ser reina y creo que apenas he
servido para nada más. ¿Por qué habría de ser inferior el
Imperio de las Tinieblas? (Irónica.) Ya he gozado de las
bienaventuranzas de la luz, ahora quiero abstenerme. Creo
que ya nada puede ser peor, y de todo habrán podido
acusarme, menos de cobarde. ¡Los malditos serán, un día,
3 8
los elegidos! Hoy renaces para mí. Si a alguien he esperado,
si a alguien he de pertenecer, ese des graciado eres tú, el ser
más hermoso de la Creación, mi amado Ángel Caído.
¿Acaso escuchaste de otros labios una declaración de amor
más desesperada? Tú me has hecho ver el cielo azul, como
en los grandes años de Palmira. ¿Ha dejado de llover? ¿Es
posible? Entonces, ese reflejo luminoso sobre el mar no
proviene del sol, ni de Astarté, sino de tus manos. Este
inesperado olor me devuelve a ti -por que ahora, por fin,
comprendo que siempre hemos sido uno de los nuestros- y
me lleva hasta la infancia, hacia ese misterio que ya acierto
a perfilar en el umbral de mi muerte. ¡Oh, Luzbel!... ¿Qué
pasa? ¿Sientes lo que siento? ¡Te amo! Te amo....
(Música arábiga. LUZBEL inicia una hermosa danza de
apareamiento. Aparecen nuevamente las sombras de los
Vencidos de toda la Historia, justos o no. ZENOBIA se
acerca a ellos y los besa.)
LUZBEL.- (Danzando.) ¡Hombres y Bestias del M undo!
¡Degenerados, pusilánimes e hipócritas! ¡Vírgenes y putas
del Universo!... En el nombre de Dios, mi padre, mi
hermano, yo os suplico que adoréis a la nueva reina del
Seol. Hoy pasearé contigo, a la luz de la Aurora, mi madre,
por el Edén. M i cuerpo resplandece ya repleto de
esmeraldas, diamantes, zafiros y carbunclos. ¡Soy el hijo de
Yaveh, el orgasmo primogénito de la Historia! M is tres
nombres te harán llegar el amargor de la derrota, y miles de
ÁNGEL.-es avisarán la llegada del ÁNGEL.- más
sodomizado del Paraíso. Sí, reina hermosa, brillarás
conmigo en la caída, como un relámpago, y de nuestras
cenizas brotarán la M isericordia de los Hombres, el Amor y
la M entira. Allá donde se estrellen nuestros cuerpos
enlazados te confirmaré como tú misma. Porque entonces tú
me pertenecerás, y yo te perteneceré. Será mío el calor de
tus ingles, tus miedos y tus recuerdos, y serán tuyos los
secretos que te atormentan. Beberán nuestros ojos de
nuestros ojos, y comerá nuestra piel de nuestra piel. Allí
seremos uno, y subiremos juntos por encima de las nubes y
las estrellas, y en la cima del monte Safón instalaremos
nuestro reino, y así, seremos iguales eternamente a Dios.
(Abraza y besa a ZENOBIA.)
ZENOBIA.- ¿Cómo caíste del cielo,
lucero brillante, hijo de la Aurora,
y fuiste arrojado a la tierra
tú que enervabas a las naciones?
3 9
LUZBEL.- Como la reina de Palmira, implacable e
instintiva madre de su pueblo. Como un hombre sobre la
espalda del ser amado volveré a caer.
ZENOBIA.- Pues tú dijiste en tu corazón:
El cielo escalaré
por encima de las estrellas de Él,
elevaré mi trono
y me sentaré en el monte de la asamblea
en lo más recóndito del Septentrión.
LUZBEL.- Por la mujer, por el guerrero, por la esposa
imperfecta que amo. ¡Hoy escalaré las alturas de las nubes,
me igualaré al Altísimo!
ZENOBIA.- Por el contrario, al Seol has sido
precipitado, al hondón de la fosa.
LUZBEL.- Pero no temas, pues las llagas han endurecido
con el tiempo. Éste es mi poder, tu poder; el poder de la
naturaleza y de las entrañas de la Tierra. Abre bien los ojos
y podrás ver en el perfil del Universo la luz hermosa de la
eternidad. Abdica y ámame para siempre, Zenobia. Por fin
ha cesado el diluvio, por fin sobre Palmira y todas las urbes
y sueños del M undo, brillará el astro de la fecundidad.
ZENOBIA.- ¡Qué eterno se me hará el tiempo hasta que
volvamos a encontrarnos!
LUZBEL.- Será breve. Nos veremos de nuevo en los
reflejos del Aniene. ¡No dejes caer los párpados y extiende
tus manos al morir! Allí estaré para unirme a ti y para
hacerte olvidar, para siempre, los recuerdos de la soledad.
ZENOBIA.- Hoy por ti, es la primera vez que me siento
feliz al morir...
(Entra el ÁNGEL con DOS ÁNGELES más y DOS
SOLDADOS romanos. S e retiran por un momento las
sombras de LOS VENCIDOS, dejando solos y abrazados
a la reina y a LUZBEL prácticamente moribundos. Los
DOS ÁNGELES recogen a LUZBEL y se lo llevan. DOS
SOLDADOS romanos hacen lo mismo con ZENOBIA.
Queda solo el ÁNGEL de la Muerte. Lentamente se
arrodilla y recibe el misterio de Dios. Entran, sigilosas,
eternas, las Tinieblas, sólo un rayo de luz divina ilumina
al ÁNGEL.)
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ÁNGEL.- ...Hijos míos,
es la última hora.
Habéis oído que iba a venir un Anticristo
pues bien, muchos Anticristos han aparecido,
por lo cual nos damos cuenta que es ya la
última hora.
Salieron de nosotros;
pero no eran de los nuestros...
(El ÁNGEL ríe, nuevamente escindido. Se derrumba la
metáfora de la Anunciación.)
Salieron... Salieron de nosotros, pero no eran nuestros... de
nosotros, sí, pero no nuestros, no eran uno de los nuestros,
no, al menos, uno de los nuestros...
(La luz de Dios lo abandona también. Termina la
Creación. Sólo permanece la oscuridad.)
¿TELÓN?
A
LOS QUE ME AMARON Y PENSARON
COMO NUNCA FUI.
A
SEPTIMIA ZENOBIA.
A
LAS TINIEBLAS.
"Zenobia" se concluyó durante los meses de octubre y
noviembre de 1.989, a veces en el Lacio y, sobre todo, en
las costas meridionales de la Bética. Esta obra hubiera sido
imposible sin la compañía y las correcciones de Antonio
Gutiérrez M ayi y sin la inspiración de José Berlanga
Chaves. A ellos y, en última instancia, a mis circunstancias
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de entonces, dedico también la autenticidad de estas
páginas.
Notas a Zenobia
Sobre la posible irrealidad de los personajes y su función en
esta obra he procurado que no me limitaran los hechos o las
leyendas que de ellos nos ha legado la Historia. Soy
consciente del riesgo. Resucitar a los muertos en su
absoluta integridad es labor exclusiva de los dioses. Ante el
espejismo, los hombres sólo podemos fantasear con una más o menos- coherencia libre.
La bibliografía sobre Zenobia es casi siempre novelesca y,
con frecuencia, bastante limitada. Sin lugar a dudas, para
entender el último sentido de "Zenobia" habría que situarse
dentro de su propia complejidad literaria. La mujer, el
personaje que partió de la nada y lo obtuvo casi todo,
conocía la amargura de la eventualidad y, probablemente,
también su destino. A partir de ahí deriva la incertidumbre
y la amplitud de interpretaciones. Algunos escritos de
Petrarca y de diversos poetas de los siglos XVII y XVIII,
sobre todo de Calderón, nos presentan a una heroína
moralmente intachable, víctima estereotipada de la
injusticia y la contrariedad. Los "Scriptores" Trebelio
Polión y Flavio Vopisco Siracusano de la "Historia
Augusta", no alcanzan más que en ver a la reina siria como
una peculiar y vigorosa usurpadora y, salvo varios detalles
o curiosidades más, la luz que nos arrojan es
lamentablemente insuficiente, incompleta. Aún podemos
considerarnos afortunados de conocer un poco más a la
esposa a través de la vida de Odenato, y a la digna
adversaria de Roma, entre las líneas biográficas de los
Galienos, de Claudio el Gótico y del emperador Aureliano
principalmente.
Viajes y vueltas entre libros, recortes, mapas, diarios y
lugares del M undo. Giro alrededor de la escultura del Ángel
Caído que, perdida entre las sombras del Parque del Retiro,
hace más eterna a M adrid. Las estelas y lápidas de Palmira
que yacen "sepultadas" en el M useo Arqueológico de
Estambul, me devuelven un fría mañana el calor del
desierto y los sueños helénicos del eterno retorno. El
M editerráneo: Atenas y Roma. Busco inútilmente en los
parajes primaverales de "Villa Adriana" alguna milagrosa
presencia. Trato de imaginar las prisiones más íntimas del
emperador y de la reina que amé. Travesías, semejanzas y
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metáforas: No vi nunca a Lucifer tan hermoso como le
contemplé aquella tarde de amor, esculpido por M ontañés,
en el retablo de una iglesia de Jerez. Releo a Hegel. Estoy
convencido de que, a pesar de las distancias en el tiempo y
la evolución de las lenguas, la Historia siempre vuelve a
retroceder y de que la Torre de Babel -¿providencia o
predestinación?- permanece aún, casi intacta, en el ombligo
del desierto.
Para llegar al conocimiento he tenido que atravesar y
comprender a personas y hechos que fueron
contemporáneos a Zenobia: un M undo, como siempre, en
crisis, unos individuos que soñaron, gozaron y envejecieron
como nosotros, y alguna que otra lágrima, en honor de una
civilización que se fue.
Algunos estudios recientes esclarecen la historiografía
existente, aportan datos sugestivos, especialmente los
obtenidos a partir de las investigaciones arqueológicas de
Palmira y la Numismática de la zona. Las limitaciones son
enormes y, tristemente, lo esencial yace escrito en las
fuentes desde hace más de un milenio. El esfuerzo del
historiador es casi inane, pero apasionante. He buscado la
senda de una vida en unas palabras que se escribieron antes,
durante y después de que ésta se produjera. Reconozco la
fragilidad de todo lo hallado y que el proceso creativo es
del todo discutible y probablemente incompleto. Cuando
me aterra la duda, me vuelvo a sumergir en los textos
clásicos y, en la inconsciencia, me entrego al sueño. La
cercanía de las fuentes a sus tiempos nos ofrece conceptos
inequívocamente erróneos, pero también es justo decir que
más auténticos.
M omentos vanos e inolvidables: Descubrir a Zenobia a
través de Roma y, al mismo tiempo, la época excepcional
que le tocó vivir. Sin lugar a dudas, el emperador Aureliano
fue uno de los monarcas más dignos del M undo Antiguo, su
reunificación imperial, uno de los últimos destellos de
gloria que disfrutó la Romanidad. Para hombres como éste,
jamás dejará de brillar la luz del Sol Universal.
Determinadas alusiones deliberadamente históricas no
pueden ser verificadas en su totalidad. A saber, es
imposible afirmar que el Prefecto M arcelino ejerciera su
cargo durante el proceso de Zenobia, o lo iniciara unos
meses después. No está probado que fuera Emesa, o
Palmira, o cualquier otra ciudad (no necesariamente Siria)
la que albergara durante el juicio a la reina capturada.
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Probablemente fue durante un verano, entre los años 272 y
273.
Por otro lado, no existe ningún indicio, texto o inscripción
que nos hable de una posible relación amorosa entre
Aureliano y Zenobia, salvo la clarividente insinuación de
Calderón en su drama. Nada lo prueba. Nada lo desmiente.
Como esto, la omisión directa en escena de algunos
personajes cruciales, o la aparición de otros, no altera en lo
esencial la frágil verdad. Hombres como Odenato, hijo de
Hairán, hijo de Vahballath e hijo de Nasor; y espíritus libres
como el de Pablo de Samosata, habitan ya en mí.
La cita de M ilton era inevitable, como necesaria la
presencia de Luzbel y, con él, la sabiduría y el esperpento
de la Cristiandad: "Todo bien para mí se ha perdido; mal, sé
tú mi bien". La degradación, la niebla y la intolerancia
también forman parte de los lenguajes humanos. Creo que
Luzbel está aquí, con nos. Probablemente más cerca de los
hombres que cualquier otra divinidad.
La Biblia es, por su gravedad, una fuente exclusiva y fértil
de conocimiento. Lo que yo interpreto o, digamos mejor
que intuyo, es el fruto de una profunda lectura y reflexión
personal. Ni exégesis ni hermenéutica, o quizás a un paso
de cada distancia, entre el recato y la mezquindad.
Tras Lucifer o Dios se esconden algo más que dos opciones
o postulados distintos. Tras la metáfora incomprensible se
descubre una irrefutable verdad. Somos pobres de
conocimiento. Negar los símbolos, las alternativas y la
existencia de una creencia religiosa individual es siempre
negarnos a andar. Entre la fe y la razón se encuentra el alma
y, por consiguiente, nuestra única posibilidad de
comprensión. Lucho día a día por hallar el equilibrio y, tras
él, la sabiduría.
Las citas bíblicas que aparecen en la obra son parte exenta
de una totalidad. No está en mi ánimo provocar recelos
sobre el simbolismo, el nombre o el número de la Bestia, ni
tampoco elaborar ningún tipo de dogma al uso. Nada más
lejos de mi intención que el agravio. Hay tantas opciones
como espacios abiertos en la eternidad, tantas bestias como
cifras alcanza el infinito.
Los reflejos del Éufrates, del Tíber y del Aniene son
pretextos que justifican las frecuentes alteraciones de
tiempo y lugar que se suceden en la obra. Si partimos de las
fuentes, sabemos que Zenobia fue hecha prisionera por las
tropas romanas en un lugar cercano al Éufrates, mientras
huía hacia territorio persa. El Tíber eterno fue testigo del
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ocaso de la reina siria y, un tiempo después, el río Anio actual Aniene-, a su paso por Tibur (hoy Tívoli, cerca de
Roma), contempló quizás los últimos días de su existencia.
Aqua conclusa facile corrumpitur...
He buscado intensamente alguna señal, un punto de
referencia o de unión entre un ser desconocido y mi propio
yo. Unas manos arrugadas, el negro e intenso teñido del
pelo de una anciana, unos ojos color de barro y la voz
amarga, apagándose en la eternidad de los muertos. He
soñado con la niña, con la mujer y la inconsciencia de
pertenecer a un cuerpo. Esfuerzos todos vanos, tan efímeros
como esculturas de nieve bajo el Sol Invicto.
Si existiera una imagen, una vía de semejanza entre la
Zenobia interior y la realidad, sería similar a la que hallé un
día en un boceto de M iguel Ángel, conservado en la
florentina Galería de los Uffizi. Su nombre: "L´anima
dannata"; y aún más, su belleza, expresan suficientemente
mi idea de la ausencia de libertad; y su mueca, ese soplo de
vida, el enigma de la expiración, quizá el éxtasis del
Averno.
La Arabia Feliz sigue hipnotizada en su propia
magnificencia, mientras feudatarios y encantadores de
serpientes juegan a poner fronteras a los ríos y en las
montañas, muros a las dunas y a las playas. Intento ver
alguna diferencia entre el adolescente que porta un fusil en
las calles de cualquier ciudad de Oriente M edio y el
príncipe Vaballat, la hay, evidentemente, pero es tan
insignificante, tan simple.
"Zenobia" es, en cierta forma, una proyección esencial de
mi fortuna y de mi desgracia. No dejo de preguntarme si
todo esto que escribo o que se revela en mí transmitirá un
sentimiento vivo a alguien. Por mi parte, el proyecto de
"Zenobia", este boceto de apología, se extiende y completa
cada día que vuelvo a ver la luz hermosa del perfil del
horizonte. La fuente que me ha brotado en el corazón no ha
cesado de manar y la brecha que me he abierto en la mente
permanece abierta a la aventura de vivir. Vivo en paz, con
la señal de Caín dibujada en la frente y con la esperanza de
que, cuando tenga que llegar el día, inicie el vuelo
abrazado al Arcángel que amo. Antes de la caída le rogaré
que ponga rumbo hacia la aurora para ver por última vez
que las ruinas de Palmira aún sobreviven en el desierto,
pese a los hombres y a la adversidad.
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