Cervantes entre América y la inmortalidad Juan Antonio Cabezas

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Revista de Estudios Cervantinos No. 8 / agosto-septiembre 2008 / www.estudioscervantinos.org
Cervantes entre América y la inmortalidad
Juan Antonio Cabezas
En la Alta Edad Media, iberos, romanos y visigodos, sembraron trigo, plantaron viñas y
pastorearon rebaños en la fértil ribera del río Henares, que con sus limpias aguas y otro
nombre ya recorría la orilla occidental de La Mancha, en la Meseta cereal de Castilla La
Nueva. Eruditos y arqueólogos rastrearon en torno a la villa medieval, textos latinos y
piedras de la vieja Complutum, nombrada por Plinio, en la que el Emperador de origen
ibérico Trajano, instaló sus legiones. Mucho después, en el siglo XVI, Alcalá de Henares,
se convierte por obra del cardenal Cisneros, en capital humanista y pedagógica de España.
En la Universidad Complutense, conviven teólogos y filósofos, con los más de tres mil
estudiantes que llegaron a reunirse en la Universidad Cisneriana.
En este siglo XVI, los alcalaínos, que trazan surcos de binada con los arados que
trajeron y dejaron en Iberia los romanos y los doctores que hacían versos o silogismos,
comprendían una verdad elemental y fundamental: que todo es tierra lo que no es espíritu.
Tierra de Alcalá, buena tierra castellana para modelar hombres; buen aire de la meseta para
templar almas; buen cielo, por el que continúan los surcos trigueros después de saltar la
lejana comba del horizonte. Porque en Castilla —en decir de Unamuno—, «el cielo es
paisaje también».
Al mediar el siglo, Alcalá limita al este con Europa. En la Universidad Complutense
hay rectores y cancelarios, que son doctores por la Universidad de París. La Universidad
Cisneriana encarna el nuevo espíritu progresivo que iberizó las ideas y las fórmulas
estéticas del Renacimiento europeo. Entre los siglos XV y XVI, España participa, un poco
tardíamente, en esa aventura del genio latino, que la historia llamó Renacimiento. En el
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vértice temporal de los dos siglos, cuando Europa alcanza el periodo cenital de su
inquietud, España hace otra cosa: levanta sobre el horizonte del Universo un Nuevo
Continente. Las Américas, con su virginidad geográfica, con sus mares ignorados y sus
selvas que ocultaban plurales culturas prehistóricas. España aporta al Renacimiento algo tan
importante como la primera circunvalación del planeta. Convierte océanos ignorados en
geografía navegable. El viaje de España a España, iniciado por Magallanes y rematado por
el intrépido vizcaíno de Guetaria, Juan Sebastián Elcano (1522) demostró, no con teorías,
sino con la quilla, los palos y las velas rotas, del navío Victoria, la redondez del planeta. En
la primera mitad del siglo, las grandes aventuras geográficas y las inquietudes del espíritu,
rompen todos los diques del pensamiento. El torrencial desbordamiento de las ideas pone
en peligro los más firmes dogmas científicos. Hasta las ciencias que parecían
inconmovibles sufren el influjo del nuevo mapamundi.
La ciencia, la filosofía y el arte, pasan del monasterio medieval a la Universidad
renacentista. Las ideas y las creencias son examinadas desde distintos ángulos. Las artes
plásticas, constreñidas en medievales límites de austeridad, buscan en el pagano y sensual
neoclasicismo, rebeldes teorías y nuevas técnicas. Pintura y escultura desnudan de nuevo la
figura humana y lanzan la fantasía desbordada hacia originales y audaces metas de
expresión. Y la oportuna invención de la imprenta permite dar la adecuada difusión
universal a los nuevos conocimientos científicos y literarios.
Entre los hechos citados, en el otoño de 1547, ocurre en Alcalá de Henares, un
suceso mínimo y vulgar. La esposa del «zurujano» Rodrigo de Cervantes, vecino de Alcalá,
da a luz su cuarto hijo. Un varón, al que en el bautismo se le pone el nombre de Miguel.
Nada más por ahora. Hace treinta años que ha muerto el gran Cardenal y otros treinta,
desde que habían salido de los tórculos impresores de Alcalá, de los setecientos ejemplares
de la Biblia Políglota Complutense. Por Alcalá, España se incorpora al Renacimiento, esa
fiebre del espíritu, contagiada por un viento que sopla desde las ruinas del mundo clásico,
desde las deterioradas columnas del Partenón. Alcalá en ese momento se conoce en España
por tres cosas: la Universidad Complutense, la Biblia Políglota y las almendras
garapiñadas, confitadas por las monjas de Santa Clara, que los estudiantes compraban
(todavía pueden comprarse hoy) en el torno del viejo convento.
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Desde el siglo XVIII, al publicarse la primera biografía de Cervantes por Gregorio
Mayáns (1737), Alcalá se conocerá en todo el mundo civilizado, por una sola cosa: por
haber nacido en el número 2 de la calle de la Imagen, Miguel de Cervantes Saavedra, padre
(«padrastro» se llamará él) de don Quijote. Creador del mito literario más popular y de
mayor órbita humana, de cuantos ha producido en el Renacimiento la literatura universal.*
Miguel de Cervantes, autor del Quijote y de tantas otras invenciones novelescas —
por algo está considerado el creador de la novela española— fue un español, tan de su
tiempo, que podemos considerarlo una síntesis espiritual y biológica. Un hombre que, por
determinadas circunstancias históricas y ambientales, sufrió mucho, gozó poco, pero su
gran espíritu vivió y comprendió su tiempo. Y nos dejó en su obra una superación del
propio drama, disimulado con la dulceamarga sazón del humor y de una humanísima
filosofía de su personaje, don Quijote: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciados
dones que a los hombres dieron los cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que
encierra la tierra y el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe
aventurar la vida.»
Y ahora, voy a intentar evocar un fragmento de la peripecia vital —gran aventura
humana— Vida ejemplar y heroica, de Miguel de Cervantes. Una parcela biográfica que
limita al oeste con el continente que entonces se llamaba Nuevo Mundo.
Ya queda lejos el estudio madrileño de López de Hoyos, en el que será «caro
discípulo», al que llegara Miguel con 19 años, después de haber estudiado Gramática en los
Jesuitas de Sevilla. Lleva una crencha rubia sobre la frente y escribe versos. Según la
fantasía de Navarro Ledesma, traía en su modesto equipaje un ejemplar del Amadís de
Gaula y otro de la Diana de Montemayor. En el mismo año 1566 se instalaba en Madrid la
primera imprenta, en cuyos tórculos gutemberianos, imprimirían sus versos a la muerte de
*
Los numerosos biógrafos del padre del Quijote tienen el suyo en la persona del gran valenciano del
siglo XVIII que se llamó Gregorio Mayáns y Siscar. Su Vida de Cervantes apareció en Madrid, en
1737, y la escribió a petición del hispanista inglés John Carteret, conde de Granville. Este mismo la
hizo reimprimir en Londres, un año después, al comienzo de la preciosa edición del Quijote —en
español— de los hermanos John y Robert Tonson. Es la primera impresión monumental del Quijote
y, de las publicadas hasta entonces, la más profusa y bellamente ilustrada. Por si ese mérito fuese
poco, tuvo el otro de servir de acicate para que la Real Academia Española diese a la estampa —
justa réplica—, por Joaquín de Ibarra y en 1780 una verdadera joya en cuatro tomos, como la de
Tonson. Para las ilustraciones de la edición académica concursó Goya, y —me horroriza decirlo—
fue rechazado.
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Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II. Después vendrá el forzado viaje a Roma, su
entrada en el séquito del cardenal Aquaviva que pronto abandona por la milicia. Será
«soldado de mar», arcabucero en la galera Marquesa, una de las que mandaba don Álvaro
de Bazán. Un arcabuzazo lo deja fuera de combate en Lepanto y con la mano izquierda
inservible, «la más alta ocasión que vieron los siglos»; y finalmente los largos años de
cautiverio en Argel.
De los siguientes 14 años que median entre su matrimonio y la fecha en que inicia
en la cárcel de Sevilla la obra que le daría la inmortalidad, más de siete años los pasa
Cervantes en Andalucía, comisionado por la Real Hacienda para la saca de trigo y aceite,
por orden del rey Felipe II, para abastecimiento de la llamada Armada Invencible, que
proyectaba enviar contra Inglaterra.
Desalentado, cansado de aquella lucha feroz contra terratenientes y funcionarios,
aburrido de los rurales trajines para obtener trigo y aceite, mal pagado y a veces con abuso
de autoridad, Cervantes se había vuelto a Sevilla y se hospedaba, como tenía por
costumbre, en la fonda de su amigo, el ex cómico Tomás Gutiérrez. En la misma fonda se
hospedaban entonces personajes que procedían de Madrid y otras localidades, porque salían
de Sevilla para ocupar cargos en los virreinatos de Indias, o volvían de allá hacia su patria.
En conversaciones con tales personas, pudo obtener Cervantes noticias directas de aquel
mundo fabuloso, con el que soñaban todos los españoles sin fortuna en el siglo XVI y los
siguientes. También pudo obtenerlas en el famoso mentidero de las gradas de la catedral
sevillana o en las proximidades de la Casa de Contratación, centro de la actividad comercial
entre Sevilla y los principales puertos de América.
Lo cierto fue que Miguel de Cervantes, mientras permanece en Sevilla, durante el
año 1589, siguiente al desastre de la Invencible, tuvo noticias de varios cargos vacantes en
la frondosa administración americana. En ese momento de su vida, le entra a Miguel
(múltiples razones tenía para ello) ese afán, del que pocos españoles se han librado, desde
que se inicia el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo: pensar que se ha nacido
en un país pobre y que si se quiere prosperar, hay que cruzar el mar Atlántico en busca de
fortuna. Colón y los siguientes descubridores habían proporcionado a los celtíberos de
todas las latitudes peninsulares, una esperanza geográfica que desde principios del siglo
XVI eran las Américas. En la arriesgada aventura muchos sucumbían y otros volvían
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maltrechos. Los menos eran los triunfadores. Pero de los caídos en la lucha nadie escribía la
historia.
Miguel de Cervantes, con sus 43 años y mucha experiencia en la guerra, el
cautiverio y los cargos administrativos de responsabilidad, no mira hacia América con la
mentalidad de un vulgar emigrante o aventurero. Uno de los que pasaban a las Indias,
soñando con tesoros, confiados sólo al capricho de la suerte. Cervantes no sueña con una
aventura americana, sino con un empleo bien retribuido de la burocracia administrativa, al
servicio del rey.
Para Miguel de Cervantes, el arco ideal de su horizonte americano va desde la
gobernación de Soconusco, en la costa atlántica de México (entonces Nueva España) cuya
capital marítima era la Veracruz fundada por Hernán Cortés antes de la conquista del
Imperio de Moctezuma, hasta la corregiduría de La Paz (Bolivia), fundada hacía sólo
cuarenta años, por el capitán extremeño Alonso de Mendoza. En el centro del ideal y real
arco geográfico, quedaban otros dos puestos: la contaduría de las galeras de Cartagena de
Indias, en la plaza fuerte fundada por Pedro de Heredia en 1533, y la corregiduría de Nueva
Granada (Colombia).
En el mes de abril, Cervantes, animado por tales noticias, escribe en Sevilla, donde
se encuentra, el encabezamiento que pondría a la llamada Información de Argel, que según
su proyecto debía formar parte del Memorial, que dirigirá al Consejo de Indias, en solicitud
de alguno de los cuatro puestos, vacantes, según sus noticias. El encabezamiento dice así:
Información de Miguel de Cervantes, de lo que ha servido a Su Majestad. Y de lo que ha
hecho estando cautivo en Argel; y por la certificación que aquí presenta del Duque de
Sesa, se verá como al ser cautivado se le perdieron otras muchas informaciones que tenía,
de lo que había servido a Su Majestad.
Una vez reunidos todos los documentos y redactado el encabezamiento del
Memorial para el Real Consejo, se vuelve a Sevilla y deja a su esposa doña Catalina y su
hermana Magdalena los documentos que debían presentar al Consejo, cuando él lo estimase
oportuno. Se sabe que en el mes de mayo de 1590, las dos mujeres habían entregado los
documentos del Memorial de Cervantes en la Secretaría del Consejo de Indias. El secretario
del Consejo, Juan de Ledesma, los traslada al presidente con unas notas al margen, breves y
frías. Protocolarias. Dicen así:
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Miguel de Cervantes Saavedra, sobre que se le haga merced, atento a las causas que refiere,
de uno de los oficios que pide.
Aquel Memorial, sin recomendación, fiado Cervantes, como siempre, en la justicia
de su petición, de acuerdo con el merecimiento de sus servicios, estaba destinado a ser uno
de esos expedientes para los que la burocracia administrativa (no sabemos si ya en tiempos
de Cervantes) ha acuñado la denominación entre despectiva e indiferente, de «asuntos de
trámite». Pasadas unas semanas, el documento salía del «trámite» (6 de junio de 1590) con
otras simples líneas escritas al margen, que sin duda había escrito el propio secretario
Ledesma:
Busque por acá en que se le haga merced.
La coletilla no podía ser más despectiva. Implicaba una rotunda denegación, en su
eufemística ambigüedad.
¡Qué ingenuidad la del alcalaíno! Pensar que un goloso «oficio» administrativo en
las Indias, como una contaduría, gobernación o corregiduría, podían entregarle los señores
consejeros, sin una participación en los beneficios… Los cargos de Indias se daban, no para
premiar méritos y servicios hechos al rey, sino por favores políticos reintegrables, o por
ducados contantes y sonantes, cuya derrama llegaba con frecuencia hasta alguno de los
consejeros. Los «oficios» tanto en ultramar como en España se conseguían por influencias
y se enajenaban por dinero. En los días de Cervantes, solicitar por las buenas un «oficio en
Indias», alegando únicamente méritos personales y servicios al rey, era una ingenuidad o
una quijotada.
¡Cuántas desilusiones va acumulando el caballero Cervantes, el Hidalgo don
Quijote, que quizá en estas horas de desilusión ya le cabalga por el cerebro, con sus sueños
de restablecer en el mundo la justicia de la andante caballería: eso que no existió nunca! En
general, ve Cervantes la marcha descendente del país, la creciente ola de inmoralidad. Ve
ya iniciada la decadencia del Imperio. ¡Qué diferencia de Lepanto, con hombres íntegros
como Álvaro de Bazán y Juan de Austria, a la Invencible no sólo vencida sino destrozada,
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con el agua corrompida, los bastimentos podridos y el trigo y el aceite de Andalucía
embarcados sin pagar a sus legítimos dueños!
Cervantes había conocido de cerca la picaresca de los mesones, las posadas, las
gradas de la catedral sevillana y el patio de Monipodio, pero ahora consideraba más
perniciosa la granjería administrativa. Aquel reino capaz de levantar Escoriales de piedra y
de fe tiene las entrañas podridas por la inmoralidad y la codicia. ¡Qué falta hace en España
el caballero andante, el «loco» que acabe con los «follones y los malandrines», con los
traficantes de los empleos de Indias y con los que retenían en su provecho el importe de los
bastimentos y hasta los míseros doce reales diarios del comisario Cervantes, que no ha
cobrado aún! Pero sin todo esto, ¿habría escrito Miguel de Cervantes El Quijote?
Resulta conmovedor leer hoy aquel Memorial, que se conserva en el Archivo de
Indias de Sevilla. La candidez de Cervantes sólo admite parangón con su nobleza de alma.
De todo aquello nos consuela pensar que, de haber accedido el Consejo de Indias a
la solicitud, tan prolijamente razonada por Miguel de Cervantes, hoy no tendría España el
tesoro del Quijote, ni los países de sangre y lengua españolas, en todo el hemisferio
americano, podrían decir con orgullo a su idioma español, «lengua de Cervantes».
Denegado el Memorial, cansado de la brega en Andalucía, a las órdenes de los
Comisarios de la Real Hacienda, aún le sobreviene una desgracia mayor. Errores de cuentas
que tardan en aclararse, aunque al fin se aclaran, y el mal juez Gaspar de Vallejo, dan con
Miguel en la Real Cárcel de Sevilla. Es allí donde decide, de manera rotunda, abandonar las
comisiones de los cereales y dedicarse al «cultivo de las musas».
Miguel de Cervantes tiene gran paciencia. Sabe observar y esperar. A las pocas
semanas de su prisión, empieza a ver en la agria e incómoda Cárcel Real, algo así como una
muestra concentrada del mundo de su época. Aquello era una guarida de pícaros y
maleantes. Pero, ¿eran mejor los de fuera? ¡Qué fuerza de voluntad se necesita para
imponerse a tan tremenda circunstancia, para realizar la evasión del espíritu, la única que
no pueden evitar los burdos carceleros ni el mal juez Gaspar de Vallejo! Poco antes de
entrar en la cárcel, Cervantes había firmado el contrato para escribir seis comedias, que no
escribirá nunca. Entre declaraciones juradas y cartas a Su Majestad Felipe II, ha escrito dos
novelas cortas a las que llamará, más tarde, Ejemplares.
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Desde su «rancho» carcelario, Miguel observa la inmensa gusanera humana, que
bulle en torno. ¡Qué estupendo laboratorio, para analizar en vivo pasiones humanas! En sus
horas de meditación, procura relacionar el mundo de allí dentro con el que ha visto y
observado en los mesones y las ventas de Castilla y Andalucía. También fuera hay robos,
cohechos, estupros, adulterios, prostitución del cuerpo y el alma. Injusticia y servidumbre.
Débiles agraviados y déspotas que imponen su voluntad. Miguel cierra los ojos y hace girar
ante su fantasía, el interno calidoscopio de sus recuerdos. Contempla las amplias parcelas
de su vida, que ya son historia. ¿Fue después de una noche de insomnio? Cervantes decide
escribir de nuevo. Por medio de los traficantes de la prisión, se procura papel, plumas y
tinta. Ni la tinta es buena, ni las plumas están bien cortadas. No importa. Él necesita buscar
una salida a su congoja. Olvidarse de la injusticia que lo tiene en aquel antro. Escribirá otra
novela. ¿El tema? Ya se lo deparará su fecunda fantasía.
Había en la prisión un hombre alto, seco, avellanado, con pelo gris y muy finos
modales. Aspecto, según su observación, de hidalgo en desgracia. Se movía muy digno
entre la canalla presidial. Unos se reían de sus ingenuidades. De sus casi inocencias. Otros
lo tomaban por loco, y algunos por burla le pedían consejo, ya que también decía muy
profundas razones. Cervantes sentía lástima del caballero encarcelado. Ya con la pluma en
la mano, recuerda aquella curiosa historia, oída en Esquivias, hacía unos veinte años. La
que contaba las peripecias del hidalgo esquiviano, Quijada, que tenía por ciertos los
disparates que se contaban en los libros de caballerías, para cuya adquisición no reparaba
en vender parte de su hacienda. También el caballero encarcelado, alto y huesudo, se
distrae en frecuentes lecturas de novelas caballerescas. Cervantes piensa: ¿cuál será la
historia de aquel caballero, que ahora comparte los hediondos ranchos de la Cárcel Real?
¿También él se habrá encontrado con un juez injusto? Cervantes observa, escucha, calla. Ve
los grupos de maleantes entregados a los juegos de azar, que allí no lo eran tanto, porque
todas las cartas estaban marcadas. Escucha a los rufianes y a los ladrones. Anota palabras
de su soez germanía.
El hidalgo preso, continúa sus paseos y sus lecturas, ajeno a las burlas y al bullicio
carcelario. Cervantes ya ha encontrado un punto de partida para su nueva narración. Su
fértil fantasía pondrá lo demás. El hidalgo de Esquivias será el protagonista de su relato.
Será un Amadís loco. Hará una novela contra los libros de caballerías. Escribe la primera
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línea, que es de un verso de romance: «En un lugar de la Mancha…». Y al escribir, «de
cuyo nombre no quiero acordarme», bien se ve que, por ser Esquivias patria de los
Quijadas, del propio protagonista, lejanamente emparentado con su esposa, tenía suficientes
razones de miramiento para no declarar taxativamente, con identidad geográfica, la patria
del hidalgo Quijada.
A la prisión llevaron libros a Cervantes, de los que tenía en su pensión sevillana y
de los que pidió a sus amigos. Para recibir cosas en la cárcel que no fuesen armas o
instrumentos prohibidos, bastaba con tener contentos a dos personajes: el alcaide y el
sotalcaide, más algunas propinas al portero del rancho. Miguel vuelve a leer el Amadís de
Gaula y otros libros de caballerías, para refrescar la memoria de sus disparates, a los que
había de aludir en su humorística sátira, ya que de momento no se proponía llegar más
lejos.
Cervantes piensa en un héroe de su tiempo, con ideas anacrónicas. Un caballero
generoso y justiciero. Que pretendiese emular las hazañas de Amadís, de Belianís, de
Colidón, de Cristalián, de Florismarte. De todos aquellos monstruos que cabalgaban por las
páginas de los disparatados libros. Un caballero que cabalgue, pero ¿por qué tierras?
Buenas son las de La Mancha, que el autor ha cruzado tantas veces, camino de Andalucía.
Empieza a crear un caballero que cabalgue por las llanuras manchegas. Un soñador de
bellas quimeras, de inesperadas aventuras, de nobles y desmesurados heroísmos. Pero ha de
buscar un punto de equilibrio entre la fantasía y la realidad. Entre la locura y la cordura. Un
loco rodeado de cuerdos. Si crease un redentor de la Humanidad, un restaurador de la
justicia caballeresca, que estuviese en sus cabales, lo tomarían por un loco ridículo.
Cervantes conoce muy bien la triste condición humana. Y conoce el Elogio de la locura del
humanista Erasmo. Es necesario subvertir la realidad en la mente del protagonista. Su
caballero andante, el protagonista de su novela, será un Amadís loco, que pretende lograr
un imposible. Restaurar algo que sólo se conoce por los romances. Su caballero será capaz
de realizar hazañas sublimes y heroicas locuras, siempre al borde del ridículo. «Desfacer
entuertos», socorrer desvalidos, ser abogado de causas perdidas, libertar a los galeotes,
defender la honradez y el honor a ultranza, proteger a viudas y doncellas en trance de ser
atropelladas, imponerse a los soberbios y a los tiranos, luchar por el puro amor, por la fe
sincera y por la libertad hasta la muerte…
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Cervantes acaba de bautizar a su personaje, a su héroe. Vacila, pero el propio
Alonso, de los Quijadas de Esquivias, le proporciona una derivación peyorativa de su
apellido: lo llamará «Don Quijote». Y para seguir en todo la tradición de los libros de
caballerías, le dará como apellido el de su propia geografía. Piensa en las tierras próximas a
la región de La Sagra, en La Mancha Alta de Toledo. Cervantes remata el título: El
ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. En ese momento ve cómo el hidalgo del
patio carcelario intenta proteger a un preso novato contra una banda de rufianes
energúmenos, que lo golpean para obligarle a pagar el «escoto» o impuesto de novatada en
la prisión. Los maleantes la emprenden también con el hidalgo. Lo habían echado al suelo y
lo golpeaban y pateaban. Cervantes piensa: «una quijotada». Y le parecía que el molido a
golpes era su «hidalgo manchego», su caballero, su Amadís loco, que ya estaba a punto de
hacer su «primera salida» por la «puerta falsa del corral», para iniciar sus ecuestres
aventuras humanas, grotescas, sublimes e inmortales.
El asturiano Juan Antonio Cabezas es escritor y periodista. En su juventud publica, en Cuba, un
libro de relatos: Perfiles del alma. En Oviedo fue director del periódico El Carbayón. Ahí mismo
publica sus novelas: Señorita 0-3 y La ilusión humana. Es también crítico cinematográfico y
descuella como biógrafo: Clarín, Concepción Arenal, Rubén Darío. Esta última biografía le valió
en 1945 el Premio Fastenrath de la Real Academia Española. En la gran familia de biógrafos de
Cervantes, Juan Antonio Cabezas ocupa un lugar especial con su Cervantes. Del mito al hombre,
escrita después de los importantes hallazgos documentales que van desde los años treinta.
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