Archivo: Libro II MEMORIAS DE UNA ESCLAVA

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LIBRO II
Capítulo 2
Creo ya haberles contado que soy escritora, y lo hago al final de este libro II como
continuación de las memorias escritas en el primero por Vicenta, hija de Sèmbelé. Allí,
escribió las farragosas descripciones efectuadas por su madre y, al hacerlo, se agolpaban
en sus oídos aquellas voces ásperas y monocordes de las mujeres angolas.
Continuaré entonces con ese misterio que parecía insondable, el de la caja presentada por
mi padre durante aquella jornada ventosa de Shopping. Un amasijo de mudanzas volaban
hacia las más variadas imaginaciones, y la tentación me apresuraba a tocarla y abrirla. El
sol cada vez más alto calentaba poco, y me parecía que la misma, tenía una presencia
corporal atestada de luces filtrándose a través de los cristales. Sería seguramente mi
imaginación; entonces procuré serenar mi impaciencia y tendí otra vez la mirada hacia los
pretiles de la terraza.
La caja
Aún golpean en mi cerebro las frases enfáticas de papá refiriéndose a la caja y su
contenido-los manuscritos- mientras peroraba acerca del valor supremo encerrado en esos
recuerdos. Y en verdad estos lo eran como pude comprobarlo luego. Los imaginé viviendo
silentes como testimonio de antiguas vidas familiares, plenas de alegrías y sufrimientos,
ocurridos en su tiempo y espacio que, ni papá ni tampoco yo más tarde, pudiésemos
sentirnos inmunes.
Por momentos me asaltaba la sensación que ellos se corporizaban, agazapándose en mi
vida con palpitaciones de animalillos asustados. Papá, en la paz de su refugio de tardes
apacibles, leía y releía estos papeles en emocionado silencio. Contó con voz entrecortada
haber llorado lágrimas de amargura y de impotencia. Las vertió como propias, pensando
en los sinsabores vividos por su antepasada Sémbelé. Cuanto más leía más la admiraba,
amándola en silencio, como yo misma lo hice después. Felizmente su hija Vicenta vivió
destinos mejores, pero ella misma se encargará de relatarlos en el transcurso de páginas
posteriores escritas por su mano.
Libro I
La caja desde su trono parecía hablarme con voces secretas, y una ráfaga supersticiosa la
presentó arropada quizás por la luz decreciente de la tarde, otorgándole fosforescencias
verdosas; esto excitaba aún más mi curiosidad, que se hacía por momentos impetuosa.
Cerré los ojos, y lo que veía con los sentidos, eran fronteras oscuras, dotadas de vida,
trazando una red de caminos todavía inciertos. Mi abstracción era mágica, pues me
pareció que no había nadie en mi entorno, sólo mi padre contemplándome con la mirada
anhelante. Sin pensar, como un movimiento automático contemplé entonces las rayas de
mi mano, que acaso serían las mismas que habitaron en Sèmbelé y Vicenta.
¿Serían en verdad las mismas que trazaron de alguna manera sus destinos, o mis
sentidos estarían desbordados por la emoción?
Por un momento mi cuerpo se estremeció temiendo dañarla, y con el más absoluto
respeto, casi con unción, mis manos se deslizaron hacia sus ataduras. Lo hice muy
sigilosamente y, luego de haberla abierto, pude palpar y contemplar con veneración
ese tesoro heredado de mis mayores. Se trataba de dos cuadernos numerados y
organizados en forma de libros, uno de ellos con tapas de cuero repujado, donde se
adivinaba la voz viva de sus caligrafías remotas.
Antes de continuar reitero mi compromiso con las letras, pues mi oficio es escribir y,
acaso sea éste el motivo por el cual mi padre a despecho de mis hermanos quiso
dármelos en herencia. Pensó con justa razón que yo los cuidaría siendo el portavoz
de las generaciones venideras.
Las sombras eran ya una leve insinuación y pronto comenzaron a espesarse sin
impedir que yo, al leer esas firmas evitara un ramalazo de emotivas vibraciones. Se
trataba de viejas memorias redactadas por mis abuelos y otras más antiguas
redactadas por los suyos.
Parecía en verdad tratarse de algo realmente importante, y luego de un primer y
rápido examen, mi pensamiento sobrevolando el pasado intuyó que acaso mis afanes
literarios provenían de una raza de escritores ignorados, moldeados en la voz
sosegada de los cuadernos. Aquella noche en mi casa, a pesar de mi excitación, el
cansancio pudo más y me venció, sin darme la oportunidad de leerlos.
Mi padre atesoró en secreto, igual que su madre Manuela y Victoria, mi bisabuela,
única hija de Vicenta, todas las memorias de sus antepasados.
Su trabajo consistió en preservar y compaginar los papeles almacenados en la caja, a
los que agregó sus propias historias, enriqueciendo las de sus antecesoras, escritas
en una literatura superior, quizá impropia para las mujeres de su época. Para ellas
estaban destinadas las funciones del hogar y las filigranas de la aguja y el bordado.
Luego de leer estos manuscritos, haré mis propias consideraciones, con la
concentrada actitud de quién tiene mucho que contar, opinando.
Tal vez yo deba compaginar estas memorias mías y las de mi padre en un libro
aparte, que mis descendientes si algún día los tuviera, nombrarían como "libro
Tercero”. Debo pensarlo y decidir qué hacer.
LIBRO II
Papá pertenecía como ya lo manifesté anteriormente a una familia de estancieros
bonaerenses, hoy refugiada en la paz recóndita de una memoria, donde no
sangraban pasados molestos. Evoco aquí hasta hoy, nuestra total ignorancia acerca
del pasado de Vicenta. Mis hermanos con absoluta seguridad no sabían tampoco
nada acerca de aquellas distantes progenies. Las genealogías familiares versaban
siempre acerca de pergaminos a los que dada mi desaprensión de entonces,
procedía a refugiarlos en cárceles de viento.
Debo reconocer otra vez mi total extravío en aquel tiempo acerca de lejanos asuntos
familiares, pero al crecer, una sutil curiosidad envolviéndome en su telaraña, me llevó
a indagar acerca del pasado de la- para nosotros- enigmática Vicenta. Poco o más
bien nada se hablaba acerca de ella en los círculos familiares, pero una subyacente
curiosidad flotaba siempre en algún lugar escondido de mi conciencia. A pesar de
ello, su nombre tintineaba en mis oídos, como lo hubiera hecho la más fina copa de
cristal, pues llevaba yo con íntimo orgullo y sin saberlo, aquel nombre legendario, que
me incitaba fatalmente a descorrer los telones del enigma.
DEL LIBRO PRIMERO
Era a todas luces el más antiguo y presentaba una tapa que posiblemente haya sido
de cuero de cabra deficientemente curtido, arrugado y entreabierto también por las
inclemencias de los tiempos transcurridos. La caligrafía parecía hecha por una
persona joven de no mucha experiencia en la escritura y con el estilo de otros
tiempos. Para ser más exactos, el idioma parecía distinto como asimismo la sintaxis.
A mí que profeso la escritura, me resultaba al principio un tanto exótico, pero al
avanzar en la lectura, descubrí que fueron las primeras memorias redactadas por
Vicenta en su adolescencia. Las escribió en forma de diario, lógicamente si saber que
lo hacía. Solamente plasmaba lo que ocurría en su vida cotidiana. Algunas hojas
estaban deterioradas y no podía distinguir su contenido. Pero su inocencia literaria le
hacía relatar los acontecimientos en una forma primitiva de narrar. Quizá esto fuera
mejor, pues así podía degustar su intimidad con la frescura de aquél tiempo.
Decía en un pasaje de sus recuerdos, dirigiéndose al santo sacerdote, que fuera su
primer padre y protector, naturalmente en un idioma primario que yo, para contarles lo
corrijo, sin por ello quitarle la esencia y el candor de su sentido:
El sacerdote
"Don Lorenzo: ¡Que amor debió sentir por su esposa, que aún hoy a pesar de la
pesada carga de su ministerio tiene usted tiempo de llorarla!
Hija mía: Hay cosas que no pueden olvidarse, de ella, por ejemplo.
¡Mercedes, fue mi gran amor! Siento, que su recuerdo le pone sombra a todas las
inclemencias de la vida. La entregué a la tierra, por la voluntad de Dios, pero llevo
siempre en mi corazón, su figura señorial y su carita adornada siempre de risas y de
buen humor, como también el pañuelo rojo, como la sangre abierta de la despedida”.
Mientras elaboraba despaciosamente su respuesta dos gruesos lagrimones nublaron
sus ojos.
A continuación seguía hablando a Vicenta:
"Hija mía, el sacerdocio no impide que la olvide; que siempre la llame en mis
oraciones, y entonces la veo sonreír desde su muerte.
Recuerdo que aquella tarde lloré junto a él, y consolándome me dijo:
Vicenta: no estés triste, eres una niña agradable y la tristeza no te sienta bien. La
inocencia y el desconocimiento de la vida se desbordan de tus ojos. Los veo en la
hondura de tu mirada, donde la noche aún acuna sus mejores sueños.
De pronto don Lorenzo, girando sobre sus talones, abrió un pequeño cofre de
madera de caoba, colocado en un nicho abierto en la pared y, con singular parsimonia
desplegó un papel que leyó a Vicenta. Se trataba de unos versos de juventud
dedicados a su gran amor terreno: Mercedes, y decía en él:
Veo la estrella de la tarde,
temblando palabras silenciosas.
Arden en mis labios
tus besos que inventan el amor,
y contemplo el triunfal torrente
de tu mirada franca,
mientras reposa tu mano sobre la mía.
Voy a escuchar en las tardes sin puerto,
tu risa de melodías serenas,
y siento que hilos de luna
amarran tu corazón al mío.
Escucho los silenciosos biseles del aire,
bailando sobre tu piel ansiosa,
como el eco de lluvias ancestrales
deshojando los ocres del otoño.
Estás ausente, pero mis manos te dibujan
sobre la brisa del entorno,
jadeantes túnicas transparentes,
que invitan al amor.
Y al caer como flores encendidas,
se desvanecen en rocío sobre tus pies.
Los silbos me acercan lejanas
músicas de sistros,
y un rumor de enjambres desvelados
va crepitando de placeres.
Desde mis ojos, amarrados a tus sueños,
descubro los triunfales colores del otoño,
como alucinados centinelas,
regresándome intacto hasta tu puerto,
y desde mis labios que te nombran
en largas noches de brújulas ausentes,
te construyo un hogar sublime,
donde las palabras son recuerdos inviolados,
floreciendo sobre tu cuerpo presentido.
Sigo las huellas de tus ojos,
que me conducen hasta tu puerta,
trepidante…
Desbordado de versos
y de Amor…
"Yo permanecía callada, sollozando, sin comprender del todo aquella muestra de
amor. Seguía sentada sobre la silla rústica de tientos donde don Lorenzo recitaba sus
plegarias. No podía comprender cómo el anciano pudo componer tan hermosas
palabras, y de pronto, una súbita inspiración me inundó la mente. Estudiaría
afanosamente para tratar de ser como él.
Nota: Al enviudar don Lorenzo, abrazó el sacerdocio, entregando su vida a Dios.
Continúa...
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