El Romanticismo en España. GARCIA MEGIA, A.

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2011 Antonio García Megía
El Romanticismo en España. Recursos para la clase de Literatura
Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y docencia
http://angarmegia.com - [email protected]
el romanticismo en
españa
Notas y recursos didácticos para la clase de Literatura
Una propuesta de
Antonio García Megía
El presente documento forma parte del proyecto del Portal de Educación y
Docencia Angarmegia, Ciencia, Cultura y Educación (http://angarmegia.com).
Propone algo más que unos apuntes para orientar a nuestros alumnos de Educación
Secundaria en sus estudios sobre el tema.
Junto a un el texto muy simplificado y centrado en aspectos esenciales para
completar, o diversificar, los contenidos recogidos en su libro base, incorpora:
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Una colección de imágenes en un tamaño y formato adecuado para ser
utilizadas en presentaciones o ilustrar exposiciones del profesor o el
estudiante. Son originales y corresponden a fotogramas de los vídeos
confeccionados específicamente para ilustrar, aclarar o motivar esta
Unidad Didáctica. La base de las composiciones son cuadros de Caspar
David Friedrich, Théodore Géricault, Iván Aivazovsky, William
Turner, Jean François Millet, John Constable, Theodore Rousseau,
Julien Dupré, John Frederick Kensett, Moritz von Schwind, Carl
Spitzweg, Frederick Church, Franz Xaver Winterhalter, Jhon Martin,
Benjamín West Saúl y Francesco Hayez, todos ellos destacados
pintores del movimiento. Todas ellas, además, se encuentran, más
dimensionadas, en otro documento descargable desde la sección de
Imprimibles del Portal Angarmegia.
Micro-biografías de los principales autores del movimiento estudiado.
Textos representativos para leer, analizar o comentar.
Documentos complementarios de autores de reconocida solvencia para
ampliar conocimientos o comprender mejor las circunstancias que
determinan los hechos estudiados.
El proyecto, además, dispone, como queda dicho, de vídeos relacionados y de
actividades interactivas para mejorar y reforzar las adquisiciones.
Los vídeos están localizables en la sección de vídeos del Portal o en el Canal
Angarmegia de YouTube. Las direcciones son:
Vídeos en el Portal: http://angarmegia.com/videos.htm
Angarmegia en YouTube: http://www.youtube.com/user/angarmegia
Las actividades interactivas se encuentran en la sección Refuerzo al estudio del
Portal:
Interactivos: http://angarmegia.com/refuerzoestudio.htm
El álbum con todas las imágenes en mayor tamaño es accesible Imprimibles:
Imprimibles: http://angarmegia.com/apoyos_imprimibles.htm
Agradecemos cualquier crítica o sugerencia que tengan a bien hacernos. Nuestra
mayor satisfacción estriba en conocer que nuestro trabajo puede contribuir a mejorar el
nivel educativo de las generaciones que habrán de sustituirnos.
Antonio García Megía
Maestro, Diplomado en Geografía e Historia, Licenciado en Filosofía y Letras,
Doctor en Filología Hispánica.
CONTENIDO
Síntesis teórica _______________________________________________________ 9
El autor y su obra ____________________________________________________ 21
José María Blanco Crespo (Blanco-White) _________________________________ 23
Microbiografía ____________________________________________________________ 23
La revelación interna ____________________________________________________________ 23
Costumbres húngaras ____________________________________________________________ 23
Ángel de Saavedra, Duque de Rivas ______________________________________ 31
Microbiografía ____________________________________________________________ 31
Un castellano leal _______________________________________________________________ 31
José Zorrilla y Moral __________________________________________________ 38
Microbiografía ____________________________________________________________ 38
Don Juan Tenorio _______________________________________________________________ 38
José de Espronceda ____________________________________________________ 42
Microbiografía ____________________________________________________________ 42
La canción del pirata _____________________________________________________________ 42
El canto del cosaco ______________________________________________________________ 44
La desesperación ________________________________________________________________ 47
Mariano José de Larra _________________________________________________ 50
Microbiografía ____________________________________________________________ 50
Vuelva usted mañana ____________________________________________________________ 50
Manuel Bretón de los Herreros ___________________________________________ 56
Microbiografía ____________________________________________________________ 56
Elena _________________________________________________________________________ 56
A la pereza ____________________________________________________________________ 67
A varios amigos tronados _________________________________________________________ 68
Gustavo Adolfo Bécquer _______________________________________________ 69
Microbiografía ____________________________________________________________ 69
El Cristo de la calavera ___________________________________________________________ 69
Rima XVIII ____________________________________________________________________ 75
Rima LIII _____________________________________________________________________ 75
Rima LXXIX __________________________________________________________________ 76
Rima LXXXIII _________________________________________________________________ 76
Ramón de Mesonero Romanos ___________________________________________ 77
Microbiografía ____________________________________________________________ 77
El Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza _______________________________________ 77
Rosalía de Castro _____________________________________________________ 83
Microbiografía ____________________________________________________________ 83
¡Cuán tristes pasan los días! _______________________________________________________ 83
Brillaban en la altura _____________________________________________________________ 84
El caballero de las botas azules_____________________________________________________ 85
Documentos complementarios __________________________________________ 89
El Liberalismo ____________________________________________________________ 91
Breve historia de la prensa ___________________________________________________ 94
La oposición al liberalismo: carlismo y guerra civil _______________________________ 97
El Romanticismo
Síntesis teórica
PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Síntesis teórica
El romanticismo es una revolución artística, política, social e ideológica, de gran
importancia que fue germen de muchos principios considerados hoy fundamentales e
irrenunciables: la libertad, el individualismo, la democracia o el nacionalismo.
El movimiento nace en Alemania y se extiende por Europa durante la primera mitad del
siglo XIX. A España llega con cierto retraso, desarrollándose en el segundo tercio de este siglo,
cuando inicia su decadencia en otros países.
El romanticismo supone la ruptura con la tradición y orden anteriores, cuyos valores
culturales o sociales son abolidos en nombre de una libertad auténtica. Se proyecta en todas las
artes y constituye la esencia de la modernidad. Proclama una actitud ante la vida que exalta el yo
frente a cualquier otro valor o precepto. Y ese individualismo exige una libertad sin límites.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El movimiento romántico hereda los principios de la ilustración que completa, adapta y
supera. La ilustración, en su camino hacia la felicidad, concede al hombre el poder de dominar
la ciencia y conquistar la naturaleza para conseguir tal sueño. Pero impone límites al
conocimiento, la racionalidad, y desdeña aquello que los sentidos no pueden explicar. El
hombre romántico supera ese horizonte y entiende que la esencia de lo humano rebasa la esfera
de lo racional. Recupera lo emocional y rechaza la separación entre razón y sentimiento, entre
realidad e irrealidad. Los románticos aspiran a alcanzar un ideal, lo eterno y absoluto, pero su
búsqueda se ve obstaculizada por la irrupción de la cruda realidad. Es ese baño de realidad lo
que provoca su desengaño y el sentimentalismo enfermizo que se llamó mal del siglo.
Uno de los rasgos capitales del romanticismo es su espíritu individualista, esto es, la
valoración exagerada de la propia personalidad. El culto que rinde al yo se constituye en el
máximo objetivo de la vida espiritual. Pero el yo romántico rechaza ser solo una pieza más del
engranaje de la naturaleza, por eso subraya la facultad creadora de cada individualidad capaz de
transformar el mundo natural. El término crear pasa a significar aproximación a la verdad, a la
última dimensión del ser. El romántico transforma el instinto en arte y el inconsciente en saber.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Pero la realidad solo es percibida en términos de aceptación o rechazo en función de la
forma en que coincida o no con la propia subjetividad. El individuo, arrastrado por las imágenes
que él mismo ha creado en su interior, descubre que la realidad no responde a sus ilusiones y se
rebela violentamente contra todas las normas morales, sociales, políticas o religiosas que
provocan esa disfunción. Se concreta este aspecto en el recurso a temas relacionados con la
frustración vital, como el amor no correspondido, la soledad, la tristeza, la nostalgia, la
melancolía o la desesperación.
Cuestiones que se resuelven a menudo en manifestaciones y actitudes de rebeldía frente
a la sociedad burguesa que califica de mediocre e insensible, exaltando y embelleciendo a
aquellos de sus componentes que son consecuencia de la maldad social, esto es, sujetos
marginales o cuestionables como los mendigos, los delincuentes o los piratas. Así, el héroe
romántico responde a la configuración byroniana de apasionado, orgulloso, enamorado,
perseguido por la fatalidad, escéptico, caballeroso y noble, mientras que el antihéroe es taimado,
cruel, frío e insensible.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El hombre romántico se caracteriza también por su aislamiento y soledad. Es otra
consecuencia del individualismo que marca de tal forma conciencia y personalidad, que aísla al
individuo de sus semejantes, derivándole, en ciertos casos, hacia estadios de consciencia que
elevan los sentimientos a las más altas cotas de percepción. La desgracia, la felicidad o
infelicidad que siente quien las manifiesta, son las mayores que puede experimentar cualquier
ser humano.
Esta es la razón por la cual el yo del artista pasa a ocupar el primer plano de la creación.
El individualismo romántico se encuentra en el origen de otros aspectos que también
caracterizan al movimiento. La protesta contra las trabas que cohíben su espíritu deriva en el
ansia de libertad que refleja en cualquier manifestación artística, social, política o económica
que emprende.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Los románticos rechazan el culto a lo racional que han heredado de los ilustrados.
Conceden prioridad absoluta a las emociones, los sueños o las fantasías, y aceptan como fuentes
de conocimiento a la intuición, la imaginación y el instinto. La fuerza de la pasión supera, en
definitiva, a la fuerza de la razón. Sus temas preferidos están relacionados con lo sobrenatural,
la magia y el misterio, que proporcionan una vía de escape de la realidad actual y local que
incomoda al artista. Les permite evadirse a remotos tiempos pasados y a lejanos escenarios de
oriente cargados de detalles imaginarios y de personajes misteriosos. Los cuentos de Hans
Christian Andersen, de los Hermanos Grimm o de Hoffmann son paradigma de ello.
Buscan desesperadamente la perfección absoluta, pero son víctimas del destino y la
naturaleza que no justifican jamás sus actos, de ahí los anhelos insatisfechos que derivan en su
frustración e infelicidad. En ese mundo soñado prevalecen unos ideales que marcan el rumbo de
sus vidas: humanidad, patria, femineidad y filantropía con un toque de misticismo.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El romántico se obsesiona por conocer las raíces de su historia. Inventa la idea de
pueblo entendido como entidad espiritual a la que pertenecen individuos concretos que
comparten una serie de características comunes: lengua, costumbres y folclore. Por eso la
revitalización de las leyendas y tradiciones locales.
En España, el movimiento se encuentra vinculado a la evolución histórica que sigue a la
caída de Napoleón y a la desaparición del gobierno impuesto en la Península Ibérica por las
tropas francesas. El retorno de Fernando VII, que supone la vuelta al absolutismo monárquico,
provoca el exilio de políticos e intelectuales liberales que regresarán sobrevenida su muerte en
1833.
Los años gloriosos del romanticismo en España abarcan el periodo comprendido entre
1834 y 1844. Se suele afirmar que se inicia con La conjuración de Venecia, de Martínez de la
Rosa, y termina con Don Juan Tenorio de Zorrilla.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Dentro de la generación romántica española se pueden diferenciar varias tendencias, en
ocasiones contradictorias. Junto a los precursores o pre-románticos, José Joaquín Mora,
Alcalá Galiano y Blanco White, se puede hablar de un romanticismo tradicional, que defiende
los valores más enraizados de la Iglesia y el Estado, encarnado en las figuras de Martínez de la
Rosa, el Duque de Rivas y José Zorrilla, y de un romanticismo revolucionario o liberal,
belicoso con el orden establecido, que reclama derechos para individuo frente a la sociedad y a
las leyes. Es, tal vez, José de Espronceda su máximo exponente. Paralelamente aparece una
tendencia especialmente costumbrista en la que se suelen encuadrar a Mesonero Romanos y
parte de la producción periodística de Mariano José de Larra.
Otros nombres de indudable fuerza en nuestra literatura son Bretón de los Herreros,
Gustavo Adolfo Bécquer o Rosalía de Castro. Ellos personalizan el romanticismo tardío español
que llega al cenit de su edad de oro cuando ve la luz Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, en
1844.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
La poesía es el género preferido por el escritor romántico que ansía desesperadamente
exteriorizar de manera precisa su pasión y su fantasía. Ella pone en manos del autor la
herramienta ideal para dejar constancia de su propia subjetividad, su pesimismo y su
melancolía. Muestra siempre un tono exaltado y apasionado con abundancia de apóstrofes,
vocativos y oraciones exclamativas.
Dentro de la prosa se ocupan de la novela histórica y la leyenda para recrear el mundo
del pasado, especialmente el de la Edad Media. Tienen como modelo al autor inglés Walter
Scott. Los artículos de costumbres, construidos como relatos breves, muestran las formas de
vida del pueblo en un estilo donde predomina lo descriptivo y lo anecdótico.
Los argumentos teatrales abundan en amores imposibles que concluyen en duelos. El
héroe choca contra la estructura social conservadora y lucha por su propia felicidad. Los
personajes son siempre seres misteriosos y marginales. Desatienden las unidades clásicas de
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
tiempo, lugar y acción. No hay separación entre tragedia y comedia y se utiliza el verso, solo o
en combinación con el diálogo en prosa.
El movimiento, como tal, desapareció con el siglo XIX, pero muchas actitudes
románticas siguen estando vigentes, aunque la connotación del término romántico haya
evolucionado. El deseo de libertad individual conduce la actividad la actividad humana en todas
sus manifestaciones sociales, culturales o económicas, alcanzado, incluso, a la palabra, la
religión y la educación. La libertad de expresión es hoy una bandera irrenunciable, como lo es la
libertad de pensamiento, de culto o de educación.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El autor y su obra
Breve reseña biográfica y texto representativo
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El autor y su obra
José María Blanco Crespo (Blanco-White)
MICROBIOGRAFÍA
Nace en Sevilla y fallece en Liverpool en 1841. Estudia la carrera
eclesiástica y llega a ser canónigo en Cádiz y Sevilla. Después de una
crisis espiritual marcha a Madrid donde frecuenta la tertulia de Quintana.
Lucha contra los franceses durante la ocupación. Su ideología liberal le
obliga a marchas a Inglaterra en 1810. Allí es profesor en Oxford y
abandona el catolicismo. Publica El Español criticando a las autoridades
españolas. Publica en The New Monthly Magazine sus Cartas desde
España en la describe costumbres y critica la intolerancia y el atraso del
país. Escribe varias novelas en español con seudónimo como Intrigas venecianas. Critica en sus
artículos el clasicismo y la temática de la poesía en español de su tiempo.
TEXTO
La revelación interna
¿Adónde te hallaré, Ser Infinito?
¿En la más alta esfera? ¿En el profundo
abismo de la mar? ¿Llenas el mundo
o en especial un cielo favorito?
«¿Quieres saber, mortal, en dónde habito?»,
dice una voz interna. «Aunque difundo
mi ser y en vida el universo inundo,
mi sagrario es un pecho sin delito.
»Cesa, mortal, de fatigarte en vano
tras rumores de error y de impostura,
ni pongas tu virtud en rito externo;
»no abuses de los dones de mi mano,
no esperes cielo para un alma impura
ni para el pensar libre fuego eterno».
TEXTO
Costumbres húngaras
Historia verdadera de un militar retirado, con una descripción de un viajito, río arriba en el Támesis
Los campos, en tanto que el calor de la juventud está dispuesto como el del vino nuevo
a subirse a la cabeza, disponen a la alegría bulliciosa; pero, en la mitad del camino de la vida, la
belleza campestre produce un placer que, en su apariencia exterior, pudiera equivocarse con la
melancolía. ¡Oh, amigos de mi juventud, donde quiera que os haya echado la tormenta horrible
que ha sumergido la España, si estos renglones llegaren a vuestras manos y os trajeren a la
memoria los días que, a orillas del Guadalquivir y Manzanares, ahogábamos en el placer de la
amistad y del campo la amarga sensación interna de la esclavitud española, sabed que, al cabo
de tantos años, en el reposo de la edad que se inclina a la vejez y de la adusta experiencia que ha
cortado las guías a las alas de la esperanza, vuestro amigo no puede pasar un día de verano en
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
las márgenes deliciosas del Támesis sin que la imagen de los compañeros de su juventud le
humedezca los ojos! ¿Por qué no están aquí?, digo entre mí. ¿Por qué, como yo, no rompieron,
en tiempo, los grillos políticos con que el falso nombre de patria remacha las prisiones de los
que nacen donde no se permite a los hombres tener voluntad ni opinión propia? Una esperanza
generosa ha doblado sus prisiones. Quisieron hacer bien a un pueblo a quien el veneno de la
superstición ha reducido al delirio y yacen a merced del despotismo y la ignorancia. ¿Hay acaso
remedio para males como los de España? ¿Hay cura para el fanatismo arraigado por siglos?
Mala prueba, empero, va dando la pluma del reposo de que hablé al principio; pero,
cuando una idea dolorosa se presenta repentinamente al ánimo, helado o duro por demás ha de
ser el escritor que por medio de una digresión no dé suelta por un momento a sus afectos.
Además, la historia que voy a contar es triste, y, como los recuerdos que me ocurrieron no lo
son menos, tal vez servirán de preparar el oído, como los preludios de un mismo tono en la
música. Volvamos, pues, al Támesis.
Un día de verano, en que el cielo incierto de Inglaterra había amanecido con el aspecto
dulcísimo que a veces toma, dispuse valerme de uno de los barcos de vapor que en aquella
estación suben diariamente, río arriba, desde la Torre de Londres hasta el hermoso pueblo de
Richmond. Un vientecillo ligero del sudoeste daba a las aguas y las hojas el movimiento
necesario, y no más, para quitar la quietud macilenta que toman las escenas campestres inglesas,
en los días de calor y calma, a causa de la humedad de que abunda la atmósfera. A poco rato de
esperar a la orilla, divertido con la escena de actividad que las cercanías de Londres presentan a
todas horas, descubrí, por cima del torno inmediato, la columna movible de humo que indicaba
la cercanía del barco; y en breve apareció, cortando majestuosamente las aguas, rodeado de la
espuma que forman las aletas de las ruedas; en fin, con más apariencia de un monstruo marino
que se mueve a discreción propia que de máquina inanimada a quien la ingeniosidad del hombre
da impulso. Púseme en un bote pequeño y enderecé hacia el barco, que al momento refrenó el
ímpetu con que iba, como si de modo propio se dispusiese a recibir la nueva carga. La subida
cómoda y segura, la anchura de la cubierta rodeada de una baranda agraciada, la variedad de
pasajeros, parte sentados, parte paseándose como por una gran sala, todos bien vestidos, todos
de buen humor, aunque quietos, presentan al no acostumbrado un cuadro de la mayor novedad e
interés. Pero nada llega a la variedad bellísima que halaga la vista, al paso que el barco se deja
atrás a Londres. Aun antes de perder esta ciudad de vista, ella sola basta para excitar en la mente
un enjambre de ideas y en el corazón un remolino de afectos. ¡Qué grandeza, qué poder, cuántas
virtudes, cuántos vicios, qué acumulación de placeres, qué peso enorme de aflicción y dolor se
encierran en aquel mar de casas, de que sólo descubro la orilla! El hilo (si es que lo tienen) de
estas ideas se rompe al acercarse al gran puente de Waterloo, cuyo igual no se ve en Europa. Se
pasma la imaginación a hallarse surcando las aguas libremente bajo los arcos aplanados que dan
paso al río, al ver la solidez de la estructura, la magnitud de los cantos de granito azulado y, más
que todo, la aparente facilidad que la obra presenta después de acabada. Pero si los otros puentes
pierden parte de su efecto sobre el espectador después de visto el de Waterloo, hacen, no
obstante, que la admiración se aumente por su variedad y su número. El puente de hierro colado
de Vauxhall, por la extrañeza de su material y construcción, admira al que lo ve de nuevo, y
mucho más al que pasa debajo de él y observa la multitud y complicación de las barras que lo
sustentan.
Pasado que se ha el Real Hospital de Chelsea, que da magnífico asilo a los inválidos del
ejército, la escena toma el carácter mixto, ciudadano-campestre, que es propio de Inglaterra.
Ambas orillas están salpicadas de casas y aun de pueblos pequeños. Pequeños, digo, en
comparación de Londres, pues Hammersmith, por ejemplo, pasaría por villa de primer orden en
otras partes. Abundan las casas de campo de gentes ricas a la margen del nobilísimo río, que,
estrechándose poco a poco, gana en tranquilidad y belleza lo que pierde en raudales. Los
jardines reales de Kew, el elegante puente de piedra que toma el nombre del pueblecito en que
están los jardines, los edificios que descuellan aquí y allí, en todas direcciones, y parecen
moverse con el rápido movimiento del barco, en fin, la multitud de árboles, especialmente
sauces acopados, de las orillas, que dan a las aguas transparentes del río un verde esmeralda de
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
la mayor pureza, transportan la imaginación a países encantados y la dejan atrás en sus más
atrevidos vuelos. Mas ¿quién podrá describir las sensaciones internas que, entre tales objetos,
causa la banda de música que a deshora rompe en ecos que, en la expansión del aire libre,
pierden hasta la menor aspereza o disonancia? Una orquesta completa y arreglada daría al
aficionado a música placeres de un orden más superior, más enlazados con el entendimiento,
más coloreados con las fuertes tintas de las pasiones, pero en vano aspiraría a excitar el vivo,
aunque suave, transporte que las vagas vibraciones de un arpa, acompañada de tres o cuatro
instrumentos de viento, producen bajo un cielo plácido, toldado de ligerísimas nubes, en tanto
que un bajel movido sin velas ni remeros se desliza por cima de mil imágenes de árboles, casas,
sol y nubes, que bailan ante los ojos, pintadas en el fondo del río.
Algún rato había pasado gozando en silencio esta escena, cuando entre los pasajeros
descubrí a un conocido que, habiéndome visto casi al mismo tiempo, se dirigía hacia mí. Era
éste un militar que, habiendo servido, aunque extranjero, en el ejército inglés con mucho honor
y en dilatadas campañas, subió por su mérito a un grado muy alto en él. Los españoles,
acostumbrados al uso constante de uniformes y distintivos, extrañarían que un oficial de tan alta
graduación pudiese confundirse entre los pasajeros de un barco, sin llamar la atención por algún
tiempo. Pero es menester que sepan que las costumbres inglesas no permiten la odiosa
afectación de presentarse al público con distintivos de ninguna clase, a no ser para ir a palacio
en días de besamanos o cuando los oficiales están de facción. Mi conocido (pues el poco trato
que hasta entonces habíamos tenido no nos había aún hecho amigos) se sentó a mi lado, y desde
entonces pasamos bastante parte del día en conversación agradable. A la vuelta, apenas pusimos
pie en el barco, me dijo que su casa estaba tan cerca de la orilla del Támesis y de Londres que
tendría mucho gusto en que desembarcásemos en sus inmediaciones y fuésemos juntos a tomar
té en ella. Admití gustoso el convite y, antes de ponerse el sol, me hallé en una casa adornada
con gusto pero sin ostentación, asilo en que mi buen general, cargado más de dolencias
contraídas en sus campañas que de años, pasaba la tarde de su vida en honrada quietud.
Colocámonos en la sala principal, sin tener que pasar por nuevos cumplimientos a la entrada,
porque, siendo soltero y sin parientes en Inglaterra, mi huésped vivía solitario. Estaba la sala,
que era espaciosa, adornada con varios cuadros y curiosidades, muchas de ellas hechas por
manos del general, hombre de habilidad e ingenio. Era dado a la música, y esta circunstancia
contribuyó bien pronto a cierta intimidad, pues, siendo yo de los iniciados en este arte
encantador, siempre he hallado en todos los verdaderos aficionados una especie de fraternidad
masónica. Examiné los cuadros -planos de fortificaciones de que nada entendía-, vi sables e
insignias de honor ganadas en el campo de la gloria que me hicieron bullir la sangre en el pecho;
mas nada fijó mi atención sino un marco con cristal que encerraba una especie de mapa de
relieve en que los objetos resaltaban de bulto, casas, montes y bosques. Admiré la destreza de la
ejecución y el agradable efecto de la ilusión producida, pues, con poco esfuerzo de imaginación,
se podía uno creer sobre algún alto cerro desde donde descubría a lo lejos y reducido por la
distancia el pequeño territorio que el mapa representaba. Era éste un espacio de como una legua
a la redonda, con una espaciosa casa de campo en el centro, un pequeño lago bajo el recuesto en
que aparecía la casa y varias colinas que ondeaban el terreno en todas direcciones, coronadas
algunas de pequeños bosques, y todas ellas con aspecto que indicaba ser aquel sitio un valle de
país montañoso.
Viéndome mi amigo (tal nombre no será ya impropio, pues la afición mutua crecía) tan
interesado en la escena rústica que tenía a la vista, dijo:
-Si supiera usted la historia de ese cuadro, creo que lo miraría aún con más ahínco.
-Mucho me alegraría de saberla -le respondí.
-A no parecer afectación en un anciano -contestó el general- hablar de sus primeros
amores, se la contaría a usted toda. A la verdad, han tantos años que aconteció y tan del todo ha
borrado la desgracia hasta las huellas de la familia que habitaba esa casa, que no puede haber
inconveniente alguno en que yo cuente la triste aventura que me liga el corazón a ese sitio.
Sentémonos, pues, y oiga usted la Historia de un año en Hungría
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
-Mi padre era mayor al servicio de Austria, cuando teniendo yo sólo seis años me llevó
consigo a Malinas. Viome allí varias veces el arzobispo de aquella ciudad, conde de F., y,
habiéndome tomado afición, propuso que fuese a educarme a Viena en casa de su hermana la
condesa de S. hasta que hubiese una vacante en la Academia Militar. Mi padre aceptó alegre la
oferta, sabiendo que bajo tal protección no podía yo dejar de hacer carrera. Lleváronme, en
efecto, a Viena, donde me crié con el sobrino del arzobispo, quien, como todos sus parientes,
personas de grande influjo, me cobraron amor y promovieron mi educación en el colegio.
»Aún no tenía más que el grado de teniente, cuando el gobierno me comisionó para
tomar medidas trigonométricas en Hungría. Partí, acompañado de algunos soldados para el
manejo de los instrumentos matemáticos y servido como un príncipe por los maestros de postas
que, al oír el nombre de un militar comisionado por la corte, beben el viento por servirlo.
»No se necesita de esta recomendación para que un militar sea recibido con la mayor
franqueza por las gentes ricas. La hospitalidad que reina en Hungría, la sencillez primitiva y
pureza de costumbres que en el tiempo de que hablo conservaba el bello sexo aparecerán bien a
las claras en la relación que voy a hacer. Al mismo tiempo se echará de ver cierta falta de
instrucción y finura en los hombres, nacida del retiro en que su posición geográfica los hace
vivir. Tal vez contribuya a retardar la civilización la variedad de lenguas que divide los
habitantes. Sólo una tercera parte de la población habla la lengua húngara; los demás están
repartidos entre la alemana y la ilírica. Entre las gentes que tienen alguna educación es muy
común hablar latín, y el extranjero que esté acostumbrado a usarlo familiarmente será entendido
casi en todas partes. Otra de las causas que probablemente contribuyen al atraso de Hungría son
ciertos privilegios nacionales que, aunque reducidos a mera sombra, ofrecen, no obstante,
medios de intrigas y fomento de preocupaciones añejas. Tal es lo que llaman el Concejo de
Comitat, en que anualmente se juntan los señores de cada provincia para tratar de los intereses
municipales. Pero las operaciones de este cuerpo se reducen a convites y bailes, en tanto que los
negocios quedan en manos y a discreción de los escribanos o secretarios, que son los únicos
que, por lo general, entienden a las gentes del pueblo. Las clases inferiores, aunque envanecidas
con sus antiguos privilegios y en especial con la hidalguía hereditaria, que es tan común como
he oído que sucede en Asturias, están enteramente sumisas a los grandes señores y sólo dicen lo
que los escribanos les sugieren en nombre de ellos. Esta digresión será del caso para entender el
pasaje más importante de mi historia.
»Joven militar y comisionado por el gobierno, no era posible que me faltase obsequio en
Presburgo. Vino el Carnaval, en que se estila que la nobleza dé bailes públicos toda la
temporada. Los usos del país, en este caso, son singulares. Si hay tropas de guarnición en la
ciudad o se hallan en ella algunos militares de paso, reciben billetes de entrada sin procurarlos.
Los directores hacen una lista de los convidados, y, si hay más hombres que mujeres para el
baile, los primeros proponen nombres de señoritas conocidas, que se insertan en la lista; y sólo
esto basta para que los padres no puedan, sin impolítica, impedirlas de ir al baile.
»Empezaron los bailes, y, desde el primero, hice conocimiento con dos hermanas,
llamadas las señoritas de P., jóvenes de gran belleza y modales amables. La mayor era diestra en
el vals; la segunda, aficionada a contradanzas. Gustábanme las dos, pero mi afición a la mayor
crecía de día en día. Pero ¿cómo había de pensar en fomentar o declarar un afecto que no podía
conducir a término feliz? Un teniente sin caudal no podía ofrecer su mano a una joven con
mejores esperanzas. Por tanto, llegado el último día, como yo no tenía conocimiento en casa de
mi compañera, no pude menos que despedirme diciéndole:
-Hemos bailado ya el kerahus o conclusión, y en verdad que aquí acaba nuestra historia,
pues ya no os veré más.
-De ningún modo -me respondió, con un candor indecible-; a no ser que queráis huir de
nosotras. Todo está ya dispuesto para que visitéis en mi casa; mi padre sabe quien sois, y yo
también estoy dispuesta en más de lo que pensáis. Así que, si queréis, mañana podéis ir a
vernos.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
»Semejante inocencia me ganó en un momento la parte del corazón que me quedaba
libre, si es que todo él no había sido aprisionado mucho antes. Pero al mismo tiempo hice el más
firme propósito de no abusar lo más mínimo del candor de mi amiga.
»Mi alojamiento estaba en el Castillo Imperial, que, dominando en sentido físico y
militar la ciudad y el Danubio, presenta una de las vistas más hermosas de aquel reino. Pero
desde que recibí esta cita hasta que, saltándome el corazón en el pecho, partí a hacer la esperada
vista, Presburgo y el Danubio habían desaparecido a mis ojos. Apenas entré en la casa, cuando
las dos hermanas se pusieron a mis lados y me llevaron de la mano a presentarme a su padre.
Agitado como me hallaba, me vi tentado de risa a observar que el buen caballero me recibió,
como si fuera obispo, echándome una bendición. Pregunté la causa de tan inusitada ceremonia y
hallé en ella una prueba del estado de superstición e ignorancia de aquel país, pues el objeto de
hacerme la cruz, como al diablo, era, me dijeron, evitar que mi venida a la casa fuese con mal
agüero. ¡Ojalá que tal precaución hubiese sido efectiva, y que en lugar de una ceremonia
supersticiosa hubiera dirigido al cielo un ruego capaz de obviar las desgracias que, sin culpa
mía, llevaba a aquella familia con mi presencia!
»Continuaba visitando en la casa con la franqueza de un pariente cercano, cuando el
padre me dijo un día:
-Amigo mío, tengo que pediros un favor. Mi mujer está algo indispuesta y me impide
que vaya a mi hacienda de campo, como había intentado. Mis hijas saben manejar mis negocios
tan bien como yo; pienso, pues, mandarlas en mi lugar, y os estimaría infinito que las
acompañaseis.
»Semejante petición, de parte de un padre, en otros países parecería no menos
desatinada que indecente; en Hungría se miraba sin la menor sospecha o censura. Acepté, por
supuesto, la propuesta, confiado en mis sentimientos de honor y en la pureza de alma de las
jóvenes a quienes iba a acompañar, que era bastante a contener en su deber a cualquiera que no
fuese un monstruo. Ese valle que veis ahí representado fue la escena de un amor silencioso que
no hubiera salido de mi pecho a no ser por la mala suerte que trataba de halagarme en falso para
hacer más sensibles las desgracias que estaban preparadas para mí y, mucho más, para el
inocente objeto de mi pasión.
»Por lo que hace a mi residencia con las dos hermanas, la alegría juvenil y chancera con
que me trataban me hacía una especie de esclavo voluntario de entrambas. Un día que el padre
vino a visitarnos, me halló a poca distancia de la casa diseñando el mapa de que después saqué
ése de relieve. Encontróme sentado sobre la hierba, bajo un árbol, pero sin zapatos.
-¿Qué es esto, amigo? -me dijo-. ¿Queréis ahorrar el sueldo reservando el uso de
zapatos para la ciudad?
-No, señor -le respondí-; mis zapatos están en poder de vuestras hijas, quienes me los
embargan cuando intentan que no me separe de la hacienda.
»Rióse a carcajadas el buen hombre y, en seguida, quiso averiguar lo que estaba
haciendo. Miró el mapa, mas tal era su ignorancia que no podía comprender su objeto. A fuerza
de esfuerzos logré explicarle la representación de los objetos que tenía presente. Vio allí su casa,
el lago, los montes y bosques, y quedó pasmado, teniéndome casi por brujo.
»La situación en que me hallaba, aunque en extremo agradable, no podía durar mucho
sin que produjese una crisis, o tan feliz que no era ni para soñada o tan dolorosa que debía
amargar el resto de mis días. Acercábase, en efecto, el tiempo en que era indispensable mi
partida, y esto sin haber ni por insinuación propuesto mi enlace con la que ya era objeto de una
pasión arraigada. Sumergido en estos pensamientos, la alegría que me animaba al principio de
esta aventura se convirtió en un abatimiento que se aumentaba de hora en hora. En vez de
proponer paseos y diversiones como al principio, me retiraba mecánicamente, y casi sin saber
adónde iba, a la sombra de un árbol, con papel y lapicero, como si fuese a dibujar, pero al cabo
de horas me hallaba que no había tirado una línea.
»Embebido en mis confusas ideas, una mañana me hallé de súbito con las dos
hermanas, que lentamente se habían acercado por el bosquecillo en que me hallaba. Venían
dadas del brazo, y la menor parecía ser la que guiaba; el objeto de mi amor echó una ojeada
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hacia donde yo estaba y tiró un poco atrás a su hermana, subiéndole el color a la cara. La más
joven, rebosándole el rostro vida y alegría, opuso a este movimiento otro tirón más fuerte hacia
mí, apretando con la mano izquierda la derecha de su hermana y diciéndole con tono de
afectuoso enojo una o dos palabras que no pude entender. Dirigióse en seguida a mí y, con su
acostumbrada viveza, me dijo:
-Vamos a cuentas, amiguito; en nuestra casa no se sufren melancolías. Dígame usted la
causa de su tristeza, o, si no, le quitamos al punto los honores de nuestro caballero andante.
»Forzando al semblante una sonrisa, trataba de responder en chanza, pero faltáronme las
palabras que intentaba. En lugar de ellas, se me escaparon quejas contra la suerte que preparaba
nuestra separación de allí a pocos días.
-Conque, según eso -continuó la menor-, ¿sentís dejarnos?
-Sabe el cielo -contesté- que nada me puede ser más sensible.
-¿A entrambas igualmente?
»El bochorno que cubrió, desde la frente al cuello, a mi querida me cegó en un instante
los ojos del miramiento y, tomando con ardor su mano y llevándola a mis labios, la solté al
momento para coger entre las dos mías la derecha de la agraciada medianera.
-¡Muy bien está, señor mío! -dijo con afectada seriedad-. Ya veo que usted no me quiere
a mí. Mas, como soy generosa, no quiero tomar venganza. Sabed, pues, tristísimo caballero, que
yo he pedido a mi hermana para vos, y que sólo tenéis que daros prisa a obtener el grado de
capitán para lograr la incomparable dicha, el alto honor, etcétera, etcétera, de ser su marido.
¡Vaya el hombre: se nos ha convertido en estatua!
»Tal seguramente me sentí por algunos momentos.
-¿Es posible que no me engañéis? -dije, transportado.
-No, no te engaña, amigo mío -respondió mi adorada; y, arrojando los brazos al cuello
de su hermana, le bañó el rostro con lágrimas agradecidas.
-¡Dichoso yo, mil veces dichoso! La condición de mi ascenso que se me impone se va a
cumplir dentro de pocos días. Separémonos ahora, pues mis deberes militares lo exigen y, en
breve, me veréis aquí, con mi otra charratela, a reclamar la promesa de la mano que adoro.
»En vano sería pintar la felicidad agitada de los días que antecedieron a la partida ni los
afectos encontrados de la separación. Por lo que hace a mí, el horizonte de mi esperanza
aparecía sin un celaje, hasta que, habiendo recibido mis amigas una carta de su padre
mandándonos volver a la ciudad a causa de que esperaba por huésped al señor de S., la hermana
menor me dijo:
-Ese señor es hombre que se me opone. Cuidado amigo mío, con no disgustarlo, porque
mi padre no tiene más voluntad que la suya.
»Cierta sospecha me desasosegó al oír esto, pero, habiendo sacado en claro que el dicho
hombre era casado, desapareció de mi imaginación todo recelo. Fuimos a la ciudad, y en breve
fui presentado al gran personaje que venía por huésped. Hallé en él un hombre de entre cuarenta
y cincuenta años, ignorante, pomposo y vano, con poquísima finura y mucha afectación de
franqueza grosera. A no haber sido por miramientos debidos a la casa y a mis relaciones
entabladas con la familia, le hubiera tal vez costado cara la muestra que nos dio un día de esta
atrevida libertad de modales. Nos habíamos levantado de la mesa, y las señoras estaban
asomadas a un balcón, cuando el señor S., acercándose sutilmente a mi amada, le echó un brazo
a la cintura diciendo:
-¡Este tamaño ha de tener el talle de mi segunda mujer, cuando enviude!
»Hirvióme la sangre en las venas, pero la prudencia me contuvo y en breve olvidé al
estúpido noble y su medida de esposas futuras.
»Nuestro apetecido enlace se hubiera verificado antes de mi partida si la promoción que
esperaba de día en día no se hubiese detenido por una intriga desgraciada. Hice mención, al
principio, del Concejo de Comitat, que se reúne todos los años en las provincias de Hungría. El
de la que había sido por tiempo considerable mi residencia, movido por la emulación que reina
entre los militares y paisanos, formó una especie de proceso contra mí, lleno de acusaciones
falsas o infundadas que los escribanos sonsacaron a las gentes del pueblo. La más grave era que
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uno de mis soldados había, de mi orden, dado algunos palos a un hidalgo. La verdad del hecho
es que, hallándome en un pueblo pequeño en que hasta los basureros son hidalgos, rompió un
incendio, a que acudí con mis soldados. El magistrado principal, que estaba presente, me pidió
auxilio para hacer que las gentes ayudasen a ahogar el fuego. La cobardía y resistencia de
algunos de los presentes me obligaron a recurrir a la fuerza. Tal fue el cimiento de la acusación
que detuvo al Concejo de Guerra en darme la capitanía, basta que, averiguado el caso, no sólo
me dieron mi ascenso sino que reprendieron severamente al Comitat. Pero el daño que resultó
de esta tardanza, deteniendo mi casamiento, no había poder humano que pudiese repararlo.
»Procedí, por algunos meses, a lo restante de mi comisión, siempre festejado de cuantas
gentes de forma vivían en la vecindad en que me hallaba. Pero la palabra vecindad necesita de
explicación, hablando de Hungría. Por ejemplo, un coronel retirado a quien hallé en una casa
donde me daban un convite me dijo que no permitiría que me separase de su vecindad sin ir a
verlo. Lo que él llamaba vecindad era una distancia de treinta leguas. Es verdad que la
excelencia de los caminos y la prontitud con que se ponen las remudas de cuatro caballos hacen
que las distancias de esta clase sean insensibles.
»Habiendo aceptado este convite, hice mi arreglo para pasar algunos días en una casa, a
lo que entonces sabía de ella, completamente desconocida para mí. Tomé mi silla de posta y,
estando para concluir la jornada, vi dos hombres a caballo que, a galope, se acercaban. Apenas
estuvieron a distancia de verme cuando volvieron la grupa y corrieron a rienda tendida. Vilos
entrar en la casa como cinco minutos antes que yo llegase. Al punto que me acerqué a la puerta,
salió un grupo de aldeanos y aldeanas a recibirme con instrumentos de música campestre, y la
campana del castillo empezó a repicar. Una dama vestida a la húngara se presentó en el porche
alargándome la mano con muestras de antigua amistad. Mi sorpresa fue no menos grande que
agradable al reconocer a una señora a quien desde mis primeros años había tratado en Viena.
Habíase casado con el coronel que me convidó y, sabiendo ella que yo me hallaba donde estaba
su marido, le escribió que insistiese en que le hiciera una visita, sin decirme que venía a ver a
una amiga.
»Aunque con el corazón siempre donde estaba mi amada, los días pasaban para mí
gustosamente en esta mansión agradable, donde todo me halagaba, todo sonreía a mi vista. Pero
un día, en lugar de la carta acostumbrada de mi futura esposa, hallé una con sobre escrito de
letra de su hermana. Abríla agitado, temiendo que estaría enferma, cuando... la vista me faltó al
leer la mitad de su contenido. El señor de S. había enviudado, no sin sospecha de haber
apresurado la muerte de su mujer, y, al cabo de un mes de luto, había pedido a la que debía ser
mía. Según me decía su hermana, la fortuna de su padre estaba pendiente de la voluntad de
aquel hombre, que podía, y aun amenazaba, arruinarlo si no fomentaba su pretensión. A lo que
entendí después el padre de mi desgraciada había aumentado su caudal negociando con los
intereses de la caja militar que, como comisario, había tenido a su cargo -delito de Estado que
no se perdona en Austria. El señor de S. tenía en su poder papeles que probaban el hecho. Pero,
volviendo a mi querida, la resistencia que hacía a la propuesta había irritado al padre, quien
bárbaramente la había hecho encerrar en un castillo, cerca de Tirnau.
»Este golpe mortal disipó en un instante las visiones deliciosas de felicidad que hasta
entonces se presentaban día y noche a mi imaginación exaltada. Mi amiga y huéspeda se esforzó
cuanto pudo a consolarme; yo mismo procuraba mantener en vida mi amortecida esperanza, con
la idea de que era imposible que un padre tan amante de una hija que lo adoraba tuviese corazón
para sacrificarla. Mas, a pocos días, me llegó una carta de él mismo, suplicándome, por la
afición que me había mostrado en el seno de su familia y si no quería verlos a todos sepultados
en la indigencia, que escribiese a mi querida relevándola de la promesa que me había dado y
poniéndola en libertad de contraer otro casamiento. Apenas leí esta carta cuando arrebatando la
pluma, entre la indignación y la lástima, le incluí una carta para la infeliz en quien mi vida
estaba cifrada, dándole la prueba más dolorosa y desinteresada de mi amor en la renuncia que
hacía de su persona.
»La violencia que me hice al dar este paso causó más daño en mi salud que lo que yo
imaginaba. Dejé la mansión de mi amiga de Viena para proseguir los trabajos de mi comisión.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Y aquí tengo que describir otra escena de hospitalidad húngara que, aún después de las ya
dichas, parecerá increíble a los que no la han experimentado. Mi primera jornada fue a un
pueblecito en donde sólo había una posada y una casa de campo de una familia noble. Dirigíme
a la primera, como era regular, pero la patrona me dijo que tenía orden de no recibir a ningún
oficial sino mandarlo a la casa de enfrente. Entré con mi carruaje en la casa, donde los criados
me recibieron con atención; mas, al oír que sólo la señorita estaba en casa, mandé al momento
que me llevasen a otra parte. En esto se presentó una joven de bella presencia que, sin más ni
más, dio orden a sus criados de desempaquetar mi zaga. Díjome que esperaba a sus padres de
vuelta de un viaje corto aquella noche, pero, no habiendo llegado, ella sola hizo el agasajo
debido a un huésped con la mayor gracia y modestia. Sabiendo que había de partir muy de
mañana, no permitió que los criados preparasen mi almuerzo sin estar ella presente. Partí, sin
saber cómo darle las cumplidas gracias. Pero bien pronto la fiebre que de día en día había ido
apoderándose de mí me quitó enteramente el sentido. Al cabo de veinte días volví en mí y me
hallé en cama, sin fuerzas para moverme. Reconocí a mis criados, de quienes supe que, cuando
me acometió el delirio en la silla de posta, me volvieron a llevar al pueblo donde había dormido
la noche anterior, que tanto la señorita como sus padres continuaron a mi cabecera hasta que,
por falta de médico y por oír que de cuando en cuando nombraba a Tunfkirchen, me habían
hecho conducir con el mayor cuidado a dicho pueblo, que era donde me hallaba.
»Recobré poco a poco las fuerzas, y durante mi convalecencia me llegó la patente de
capitán, que a haber venido antes me hubiera hecho feliz y hubiera salvado la vida a la
desgraciada que ya, a este tiempo, se hallaba en los odiosos brazos del bárbaro que la obligó a
ser su mujer. Pasaron algunos meses, y, cuando menos lo esperaba, recibí una carta de la
hermana menor, en que me decía que su hermana se hallaba a las puertas de la muerte,
habiéndosele pegado la calentura de modo que los médicos la habían desahuciado, que su
marido se había ausentado dejándola en tan deplorable situación y que la moribunda me
suplicaba, por el amor que la había traído al último trance, que la viese antes de expirar y, en
fin, que la entrevista se haría en presencia de su médico y su hermana para evitar los tiros de la
maledicencia.
»Partí al momento. Llegué a la casa donde mi amiga, la madrina de mis desgraciados
amores, salió a recibirme bañada en lágrimas. Pintar la escena que se verificó en seguida jamás
me ha sido posible, aunque está grabada con colores de fuego en mi mente.
»Cinco meses después selló la muerte la separación que el egoísmo de un bárbaro había
efectuado. Él mismo falleció en breve de resultas de sus excesos, y, como si hasta en la
sepultura no pudiese dejar de perseguir a la infeliz familia cuya más preciosa joya había
empañado con su brutal aliento, los papeles por miedo de los cuales forzó al padre a causar la
ruina de su hija quedaron expuestos al examen del Gobierno -¡con tal vileza los había
conservado hasta el fin, para dominar en la familia del suegro! Estos documentos condujeron al
desdichado padre de mi querida a una cárcel. Confiscáronle sus bienes, murió su mujer de
aflicción y su hija menor, la generosa amiga de mi juventud, tuvo que retirarse a un convento,
desde donde me comunicó la muerte de su padre, quien no pudo sobrevivir a tantas
calamidades.
»Por varios años continué recibiendo cartas de esta amable joven. De pronto cesó la
correspondencia, y no tengo duda que la muerte desgajó la última rama de una familia a cuya
sombra creí, en otro tiempo, que mi felicidad no conocería límites. Ved, amigo, los engaños de
la esperanza.
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El autor y su obra
Ángel de Saavedra, Duque de Rivas
MICROBIOGRAFÍA
Nace en Córdoba el 10 de marzo de 1791. Sus padres fueron Juan Martín
de Saavedra y Ramírez, duque de Rivas, y María Dominga Ramírez de
Baquedano y Quiñones, marquesa de Andía y Villasinda, ambos grandes de
España. A los quince años ingresa en el Seminario de Nobles de Madrid y,
posteriormente en el ejército. Es herido en combate durante la invasión
francesa en la Batalla de Ocaña en 1809. De aquella época son sus poemas
En un campamento, A la declaración de España contra los franceses, A la
victoria de Bailén y Con once heridas mortales. Restablecido de las
heridas, se dedica a la literatura. Sus primeras poesías son publicadas el Cádiz, en 1814, año en
que pone en escena La tragedia Ataulfo que es prohibida por la censura. Poco después estrena
Aliatar y Doña Blanca. Condenado a muerte por el régimen absolutista de Fernando VII, se
exilia a Gibraltar e Inglaterra. A la muerte del rey regresa a España gracias a una amnistía
política y hereda el título de Duque de Rivas. Ingresa en la Real Academia Española y es
nombrado Ministro de la Gobernación, aunque, acusado de retrógrado, se exilia de nuevo a
Gibraltar. A su regreso es nombrado Senador por Córdoba y embajador de España en Nápoles y
París. Fallece en Madrid el 22 de junio de 1865. De su producción literaria, aparte de citar
algunos poemas, sonetos y romances, El faro de Malta, El moro expósito, El buen consejo, Un
castellano leal, cuentos y narraciones, Los Hércules o Viaje al Vesubio, hay que subrayar su
valor como dramaturgo. En teatro, aparte de las piezas ya citadas, hay que mencionar a Don
Álvaro o la fuerza del sino, como la más conocida de sus producciones.
TEXTO
Un castellano leal
I
«Hola, hidalgos y escuderos
de mi alcurnia y mi blasón,
mirad, como bien nacidos,
de mi sangre y casa en pro.
»Esas puertas se defiendan,
que no ha de entrar, ¡vive Dios!,
por ellas, quien no estuviere
más limpio que lo está el sol.
»No profane mi palacio
un fementido traidor,
que contra su rey combate
y que a su patria vendió.
»Pues si él es de reyes primo,
primo de reyes soy yo;
y conde de Benavente,
si él es duque de Borbón.
»Llevándole de ventaja,
que nunca jamás manchó
la traición mi noble sangre,
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
y haber nacido español.»
Así atronaba la calle
una ya cascada voz,
que de un palacio salía
cuya puerta se cerró;
y a la que estaba a caballo
sobre un negro pisador,
siendo en su escudo las lises
más bien que timbre, baldón;
y de pajes y escuderos
llevando un tropel en pos,
cubierto de ricas galas,
el gran duque de Borbón,
el que, lidiando en Pavía,
más que valiente, feroz,
gozose en ver prisionero
a su natural señor;
y que a Toledo ha venido,
ufano de su traición,
para recibir mercedes,
y ver al emperador.
II
En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,
al lado de una gran mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos,
ante un sillón de respaldo,
que entre bordado arabesco
los timbres de España ostenta
y el águila del Imperio,
de pie estaba Carlos quinto,
que en España era primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.
De brocado de oro blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto,
dejando ver un justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos,
y la excelsa y noble insignia
del Toisón de Oro pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.
Un birrete de velludo
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo,
descubre por ambos lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote,
bien atusado el cabello.
Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero.
Y con la siniestra halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco, y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.
Con el condestable insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo.
O del trato que dispone
con el rey de Francia, preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero,
cuando un tropel de caballos
oye venir a lo lejos
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.
En la antecámara suena
rumor impensado luego;
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio.
Con el semblante de azufre
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto,
y con balbuciente lengua
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.
Del español condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo.
Y, aunque advertido, procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.
El emperador un punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.
Y aunque en su interior se goza
con el proceder violento
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
del conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno
por tener tales vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho.
Mucho al de Borbón le debe
y es fuerza satisfacerlo;
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo.
Y llamando a un gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.
III
Sostenido por sus pajes,
desciende de su litera
el conde de Benavente,
del alcázar a la puerta.
Era un viejo respetable,
cuerpo enjuto, cara seca,
con dos ojos como chispas,
cargados de largas cejas.
Y con semblante muy noble,
mas de gravedad tan seria,
que veneración de lejos
y miedo causa de cerca.
Era su traje unas calzas
de púrpura de Valencia,
y de recamado ante
un coleto a la leonesa.
De fino lienzo gallego
los puños y la gorguera,
unos y otra guarnecidos
con randas barcelonesas.
Un birretón de velludo
con un cintillo de perlas,
y el gabán de paño verde
con alamares de seda.
Tan solo de Calatrava
la insignia española lleva,
que el Toisón ha despreciado
por ser Orden extranjera.
Con paso tardo, aunque firme,
sube por las escaleras,
y al verle, las alabardas
un golpe dan en la tierra.
Golpe de honor y de aviso
de que en el alcázar entra
un grande, a quien se le debe
todo honor y reverencia.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Al llegar a la antesala,
los pajes que están en ella
con respeto le saludan,
abriendo las anchas puertas.
Con grave paso entra el conde,
sin que otro aviso preceda,
salones atravesando
hasta la cámara regia.
Pensativo está el monarca,
discurriendo cómo pueda
componer aquel disturbio,
sin hacer a nadie ofensa.
Mucho al de Borbón le debe,
aún mucho más de él espera,
y al de Benavente mucho
considerar le interesa.
Dilación no admite el caso,
no hay quien dar consejo pueda,
y Villalar y Pavía
a un tiempo se le recuerdan.
En el sillón asentado,
y el codo sobre la mesa,
al personaje recibe,
que, comedido, se acerca.
Grave el conde lo saluda
con una rodilla en tierra,
mas como grande del reino
sin descubrir la cabeza.
El emperador, benigno,
que alce del suelo le ordena,
y la plática difícil
con sagacidad empieza.
Y entre severo y afable,
al cabo le manifiesta
que es el que a Borbón aloje
voluntad suya resuelta.
Con respeto muy profundo,
pero con la voz entera,
respóndele Benavente
destocando la cabeza:
«Soy, señor, vuestro vasallo;
vos sois mi rey en la tierra,
a vos ordenar os cumple
de mi vida y de mi hacienda.
»Vuestro soy, vuestra mi casa,
de mí disponed y de ella,
pero no toquéis mi honra
y respetad mi conciencia.
»Mi casa Borbón ocupe,
puesto que es voluntad vuestra;
contamine sus paredes,
sus blasones envilezca,
»que a mí me sobra en Toledo
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
donde vivir, sin que tenga
que rozarme con traidores,
cuyo solo aliento infesta;
»y en cuanto él deje mi casa,
antes de tornar yo a ella,
purificaré con fuego
sus paredes y sus puertas.»
Dijo el conde, la real mano
besó, cubrió su cabeza
y retirose, bajando
a do estaba su litera.
Y a casa de un su pariente
mandó que le condujeran,
abandonando la suya
con cuanto dentro se encierra.
Quedó absorto Carlos quinto
de ver tan noble firmeza,
estimando la de España
más que la imperial diadema.
IV
Muy pocos días el duque
hizo mansión en Toledo,
del noble conde ocupando
los honrados aposentos.
Y la noche en que el palacio
dejó vacío, partiendo
con su séquito y sus pajes
orgulloso y satisfecho,
turbó la apacible luna
un vapor blanco y espeso,
que de las altas techumbres
se iba elevando y creciendo.
A poco rato tornose
en humo confuso y denso,
que en nubarrones obscuros
ofuscaba el claro cielo;
después, en ardientes chispas,
y en un resplandor horrendo
que iluminaba los valles,
dando en el Tajo reflejos,
y al fin su furor mostrando
en embravecido incendio,
que devoraba altas torres
y derrumbaba altos techos.
Resonaron las campanas,
conmoviose todo el pueblo,
de Benavente el palacio
presa de las llamas viendo.
El emperador, confuso,
corre a procurar remedio,
en atajar tanto daño
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
mostrando tenaz empeño.
En vano todo; tragose
tantas riquezas el fuego,
a la lealtad castellana
levantando un monumento.
Aún hoy unos viejos muros
del humo y las llamas negros,
recuerdan acción tan grande
en la famosa Toledo.
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El autor y su obra
José Zorrilla y Moral
MICROBIOGRAFÍA
Nace en en Valladolid en febrero de 1817. A los seis años su padre es
nombrado gobernador de Burgos y él es internado Real Seminario de
Nobles de Madrid. Los cambios políticos les obligan a regresar a
Valladolid y él estudia leyes en Toledo, pero emplea su tiempo en la
lectura de sus poetas favoritos. Para que mejore su rendimiento académico
es enviado de nuevo a Valladolid, pero continua con su vida descuidada
hasta que escapa a Madrid. Compone unos versos para ser leído en el
entierro de Larra. Ello le otorga popularidad y termina ocupando la plaza que deja vacante Larra
en El Español. En 1837 aparece su primer libro, Poesías. Contrae matrimonio con una viuda
diez y dieciséis años mayor que él, quien, cegada por los celos, le hace la vida imposible hasta
que decide emigrar a Francia y a México. La mayor parte de sus obras están escritas entre 1839
y 1950, El zapatero y el rey, Cantos del trovador, Sancho García, El puñal del godo, Don Juan
Tenorio… A su regreso a España, casa de nuevo con doña Juana Pacheco. Su vida se desarrolla entre el éxito literario y los apuros económicos. Muere en Madrid el 21 de enero de 1893. A
pesar de sus éxitos no fue hombre de suerte. Su existencia está marcada por el carácter
intransigente de su padre. Su obra está muy influenciada por sus lecturas del duque de Rivas y
Espronceda, por quienes sintió una gran admiración.
TEXTO
Don Juan Tenorio
Acto IV [Fragmento]
Acto cuarto
Quinta de DON JUAN TENORIO cerca de Sevilla y sobre el Guadalquivir.
Balcón en el fondo. Dos puertas a cada lado.
Escena III
BRÍGIDA, D.ª INÉS y DON JUAN
D. JUAN:
D.ª INÉS:
D. JUAN:
BRÍGIDA:
D. JUAN:
D.ª INÉS:
D. JUAN:
¿A dónde vais, doña Inés?
Dejadme salir, don Juan.
¿Que os deje salir?
Señor,
sabiendo ya el accidente
del fuego, estará impaciente
por su hija el comendador.
¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado
por don Gonzalo, que ya
dormir tranquilo le hará
el mensaje que le he enviado.
¿Le habéis dicho...?
Que os hallabais
bajo mi amparo segura,
y el aura del campo pura,
libre, por fin, respirabais.
¡Cálmate, pues, vida mía!
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Reposa aquí; y un momento
olvida de tu convento
la triste cárcel sombría.
¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?
Esta aura que vaga, llena
de los sencillos olores
de las campesinas flores
que brota esa orilla amena;
esa agua limpia y serena
que atraviesa sin temor
la barca del pescador
que espera cantando el día,
¿no es cierto, paloma mía,
que están respirando amor?
Esa armonía que el viento
recoge entre esos millares
de floridos olivares,
que agita con manso aliento;
ese dulcísimo acento
con que trina el ruiseñor
de sus copas morador,
llamando al cercano día,
¿no es verdad, gacela mía,
que están respirando amor?
Y estas palabras que están
filtrando insensiblemente
tu corazón, ya pendiente
de los labios de don Juan,
y cuyas ideas van
inflamando en su interior
un fuego germinador
no encendido todavía,
¿no es verdad, estrella mía,
que están respirando amor?
Y esas dos líquidas perlas
que se desprenden tranquilas
de tus radiantes pupilas
convidándome a beberlas,
evaporarse, a no verlas,
de sí mismas al calor;
y ese encendido color
que en tu semblante no había,
¿no es verdad, hermosa mía,
que están respirando amor?
¡Oh! Sí, bellísima Inés,
espejo y luz de mis ojos;
escucharme sin enojos,
como lo haces, amor es:
mira aquí a tus plantas, pues,
todo el altivo rigor
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
D.ª INÉS:
D. JUAN:
de este corazón traidor
que rendirse no creía,
adorando vida mía,
la esclavitud de tu amor.
Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!,
que no podré resistir
mucho tiempo sin morir,
tan nunca sentido afán.
¡Ah! Callad, por compasión,
que oyéndoos, me parece
que mi cerebro enloquece,
y se arde mi corazón.
¡Ah! Me habéis dado a beber
un filtro infernal sin duda,
que a rendiros os ayuda
la virtud de la mujer.
Tal vez poseéis, don Juan,
un misterioso amuleto,
que a vos me atrae en secreto
como irresistible imán.
Tal vez Satán puso en vos
su vista fascinadora,
su palabra seductora,
y el amor que negó a Dios.
¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!,
sino caer en vuestros brazos,
si el corazón en pedazos
me vais robando de aquí?
No, don Juan, en poder mío
resistirte no está ya:
yo voy a ti, como va
sorbido al mar ese río.
Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.
¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro
de tu hidalga compasión
o arráncame el corazón,
o ámame, porque te adoro.
¡Alma mía! Esa palabra
cambia de modo mi ser,
que alcanzo que puede hacer
hasta que el Edén se me abra.
No es, doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí:
es Dios, que quiere por ti
ganarme para él quizás
No; el amor que hoy se atesora
en mi corazón mortal,
no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora;
no es esa chispa fugaz
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
D.ª INÉS:
D. JUAN:
D.ª INÉS:
D. JUAN:
D.ª INÉS:
D. JUAN:
D.ª INÉS:
D. JUAN:
que cualquier ráfaga apaga;
es incendio que se traga
cuanto ve, inmenso voraz.
Desecha, pues, tu inquietud,
bellísima doña Inés,
porque me siento a tus pies
capaz aún de la virtud.
Sí; iré mi orgullo a postrar
ante el buen comendador,
y o habrá de darme tu amor,
o me tendrá que matar,
¡Don Juan de mi corazón!
¡Silencio! ¿Habéis escuchado?
¿Qué?
Sí, una barca ha atracado (Mira por el balcón)
debajo de ese balcón,
Un hombre embozado de ella
salta... Brígida, al momento
pasad a ese otro aposento,
y perdonad, Inés bella,
si solo me importa estar.
¿Tardarás?
Poco ha de ser.
A mi padre hemos de ver.
Sí, en cuanto empiece a clarear.
Adiós.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El autor y su obra
José de Espronceda
MICROBIOGRAFÍA
Nace en Almendralejo (Badajoz) en 1808. Estudia en Madrid con el
profesor Alberto Lista. Con quince años, crea con algunos amigos una
sociedad secreta llamada los Numantinos y poco después funda la
Academia del Mirto. Sus actividades revolucionarias le llevan
desterrado por cinco años a un monasterio de Guadalajara, aunque
solo permanece en él tres meses. Entre 1825 y 1827 se aparta de la
política y se dedica a la composición de varios poemas e inicia El
Pelayo, en el que une leyenda del Conde Don Julián con la historia de
D. Pelayo. En 1827 se dirige a Portugal, de donde es expulsado a
Londres. Allí entra en contacto con otras literaturas europeas y su percepción estilística sufre
importantes cambios. De esta época son el Himno al sol, y el Canto del Cosaco Sus amores con
Teresa Mancha, casada con un español emigrado y madre de dos hijos, influye en su viaje a
París, donde participa en las barricadas de julio de 1830. Regresa a Madrid, con Teresa, a la
muerte de Fernando VII, en 1833. Abandonado por ella, que no puede comprender su activismo
político, queda solo con su hija Blanca, de apenas dos años. Es nombrado secretario de la
Legación española en La Haya y elegido diputado progresista en Almería. Muere a los treinta y
cuatro años de difteria en 1842.
Entre sus obras hay que recordar El estudiante de Salamanca, de tema donjuanesco y El
Diablo Mundo. Entre los poemas cortos destacan sus Canciones, Canción del pirata, A Jarifa en
una orgía, El verdugo, El reo de muerte o Canción del cosaco. No se puede dejar de citar
tampoco Desesperación.
TEXTO
La canción del pirata
Con diez cañones por banda,
viento en popa a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín;
bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.
La luna en el mar riela,
en la lona gime el viento
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Estambul;
—«Navega velero mío,
sin temor,
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
que ni enemigo navío,
ni tormenta, ni bonanza,
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.
»Veinte presas
hemos hecho
a despecho,
del inglés,
»y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.
»Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.
»Allá muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra,
que yo tengo aquí por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.
»Y no hay playa
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
»que no sienta
mi derecho
y dé pecho
a mi valor.
»Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.
»A la voz de ¡barco viene!
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar:
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.
»En las presas
yo divido
lo cogido
por igual:
»sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.
»Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.
»¡Sentenciado estoy a muerte!;
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna entena
quizá en su propio navío.
»Y si caigo
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
»cuando el yugo
de un esclavo
como un bravo
sacudí.
»Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar.
»Son mi música mejor
aquilones
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.
»Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
»yo me duermo
sosegado
arrullado
por el mar.
»Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar».
TEXTO
El canto del cosaco
Coro
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
¡Hurra! ¡a caballo, hijos de la niebla!
Suelta la rienda, a combatir volad:
¿veis esas tierras fértiles?, las puebla
gente opulenta, afeminada ya.
Casas, palacios, campos y jardines,
todo es hermoso y refulgente allí:
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
son sus hembras celestes serafines,
su sol alumbra un cielo de zafir.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
Nuestros sean su oro y sus placeres,
gocemos de ese campo y ese sol;
son sus soldados menos que mujeres,
sus reyes viles mercaderes son.
Vedlos huir para esconder su oro,
vedlos cobardes lágrimas verter...
¡Hurra! volad: sus cuerpos, su tesoro
huellen nuestros caballos con sus pies.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
Dictará allí nuestro capricho leyes,
nuestras casas alcázares serán,
los cetros y coronas de los reyes
cual juguetes de niños rodarán.
¡Hurra! ¡volad! a hartar nuestros deseos:
las más hermosas nos darán su amor,
y no hallarán nuestros semblantes feos,
que siempre brilla hermoso el vencedor.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
Desgarraremos la vencida Europa
cual tigres que devoran su ración;
en sangre empaparemos nuestra ropa
cual rojo manto de imperial señor.
Nuestros nobles caballos relinchando
regias habitaciones morarán;
cien esclavos, sus frentes inclinando,
al mover nuestros ojos temblarán.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
Venid, volad, guerreros del desierto,
como nubes en negra confusión,
todos suelto el bridón, el ojo incierto,
todos atropellándose en montón.
Id en la espesa niebla confundidos,
cual tromba que arrebata el huracán,
cual témpanos de hielo endurecidos
por entre rocas despeñados van.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
de los grajos su ejército festín.
Nuestros padres un tiempo caminaron
hasta llegar a una imperial ciudad;
un sol más puro es fama que encontraron,
y palacios de oro y de cristal.
Vadearon el Tibre sus bridones,
yerta a sus pies la tierra enmudeció;
su sueño con fantásticas canciones
la fada de los triunfos arrulló.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
¡Qué! ¿No sentís la lanza estremecerse,
hambrienta en vuestras manos de matar?
¿No veis entre la niebla aparecerse
visiones mil que el parabién nos dan?
Escudo de esas míseras naciones
era ese muro que abatido fue;
la gloria de Polonia y sus blasones
en humo y sangre convertidos ved.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
¿Quién en dolor trocó sus alegrías?
¿Quién sus hijos triunfante encadenó?
¿Quién puso fin a sus gloriosos días?
¿Quién en su propia sangre los ahogó?
¡Hurra, cosacos! ¡gloria al más valiente!
Esos hombres de Europa nos verán:
¡Hurra! nuestros caballos en su frente
hondas sus herraduras marcarán.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
A cada bote de la lanza ruda,
a cada escape en la abrasada lid,
la sangrienta ración de carne cruda
bajo la silla sentiréis hervir.
Y allá después en templos suntüosos,
sirviéndonos de mesa algún altar,
nuestra sed calmarán vinos sabrosos,
hartará nuestra hambre blanco pan.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
Y nuestras madres nos verán triunfantes,
y a esa caduca Europa a nuestros pies,
y acudirán de gozo palpitantes
en cada hijo a contemplar un rey.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Nuestros hijos sabrán nuestras acciones,
las coronas de Europa heredarán,
y a conquistar también otras regiones
el caballo y la lanza aprestarán.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
TEXTO
La desesperación
Me gusta ver el cielo
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar,
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y sólo las centellas la tierra iluminar.
Me agrada un cementerio
de muertos bien relleno,
manando sangre y cieno
que impida el respirar,
y allí un sepulturero
de tétrica mirada
con mano despiadada
los cráneos machacar.
Me alegra ver la bomba
caer mansa del cielo,
e inmóvil en el suelo,
sin mecha al parecer,
y luego embravecida
que estalla y que se agita
y rayos mil vomita
y muertos por doquier.
Que el trueno me despierte
con su ronco estampido,
y al mundo adormecido
le haga estremecer,
que rayos cada instante
caigan sobre él sin cuento,
que se hunda el firmamento
me agrada mucho ver.
La llama de un incendio
que corra devorando
y muertos apilando
quisiera yo encender;
tostarse allí un anciano,
volverse todo tea,
y oír como chirrea
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
¡qué gusto!, ¡qué placer!
Me gusta una campiña
de nieve tapizada,
de flores despojada,
sin fruto, sin verdor,
ni pájaros que canten,
ni sol haya que alumbre
y sólo se vislumbre
la muerte en derredor.
Allá, en sombrío monte,
solar desmantelado,
me place en sumo grado
la luna al reflejar,
moverse las veletas
con áspero chirrido
igual al alarido
que anuncia el expirar.
Me gusta que al Averno
lleven a los mortales
y allí todos los males
les hagan padecer;
les abran las entrañas,
les rasguen los tendones,
rompan los corazones
sin de ayes caso hacer.
Insólita avenida
que inunda fértil vega,
de cumbre en cumbre llega,
y arrasa por doquier;
se lleva los ganados
y las vides sin pausa,
y estragos miles causa,
¡qué gusto!, ¡qué placer!
Las voces y las risas,
el juego, las botellas,
en torno de las bellas
alegres apurar;
y en sus lascivas bocas,
con voluptuoso halago,
un beso a cada trago
alegres estampar.
Romper después las copas,
los platos, las barajas,
y abiertas las navajas,
buscando el corazón;
oír luego los brindis
mezclados con quejidos
que lanzan los heridos
en llanto y confusión.
Me alegra oír al uno
pedir a voces vino,
mientras que su vecino
se cae en un rincón;
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
y que otros ya borrachos,
en trino desusado,
cantan al dios vendado
impúdica canción.
Me agradan las queridas
tendidas en los lechos,
sin chales en los pechos
y flojo el cinturón,
mostrando sus encantos,
sin orden el cabello,
al aire el muslo bello...
¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El autor y su obra
Mariano José de Larra
MICROBIOGRAFÍA
Nace y muere en Madrid (1809 – 1837) durante la ocupación francesa y
pasó sus primeros años de vida en Burdeos, donde tuvo que refugiarse su
padre tras la derrota de los franceses en 1812, regresando a la capital de
España en 1818. Empieza su carrera periodística en dos periódicos de su
propiedad, El duende satírico del día y El pobrecito hablador. Colabora
después como crítico de teatro en La revista española. Firma sus artículos
bajo seudónimo, Fígaro, Duende, Bachiller y El pobrecito hablador.
Llega a ser uno de los periodistas mejor pagados del país. Larra es
conocido ante todo por sus artículos de costumbres o escenas de la vida española, llenos de
nostalgia, en los que retrata de forma satírica a la sociedad describiendo su complacencia, ante
la corrupción, así como su hipocresía. Llega a ser el paradigma del hombre romántico.
Desgraciado en el amor (se enamora de quién es amante de su padre), vive un matrimonio
infeliz y acaba suicidándose a los 28 años. Ofrece una visión muy pesimista de la vida española
y aunque no se identificó plenamente nunca con el romanticismo, sus artículos contribuyeron
desarrollo del discurso romántico español y le convierten en figura esencial para la futura
Generación del Noventa y Ocho. Traduce varias obras francesas y publica El doncel de Don
Enrique el Doliente y la obra de teatro Macías. También tradujo diversas obras de teatro
francesas.
TEXTO
Vuelva usted mañana
Artículo del Bachiller
Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que
ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos
propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de
este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia
de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución
ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi
casa un extranjero de éstos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país
una idea exagerada e hiperbólica, de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los
espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las
tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro
carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos
caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo
de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a
todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda
vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos
juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en
una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al
mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haber las profundas para
mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere
declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que
confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta
ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que
los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas
de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun
proyectos vastos concebidos en Paris de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual
especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente
que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto
seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé
presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto
antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la
proposición, y fue preciso explicarme más claro.
-Mirad- le dije-, monsieur Sans-délai -que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar
quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
-Ciertamente- me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos
un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis
ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las
presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una
cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día
se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir
mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y
admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que
hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no
me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco
días.
Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba
retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad,
no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de
lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.
-Permitidme, monsieur Sans-délai- le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os
convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.
-¿Cómo?
-Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
-¿Os burláis?
-No por cierto.
-¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa!
-Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador.
-Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de
hablar mal siempre de su país por hacerse superiores a sus compatriotas.
-Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a
una sola de las personas cuya cooperación necesitáis.
-¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad.
-Todos os comunicarán su inercia.
Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por
la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar
por mí. Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se
pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin,
y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos
una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.
-Vuelva usted mañana- nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado
todavía.
-Vuelva usted mañana- nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el otro-, porque el amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana- nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español?
Vímosle por fin, y "Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva
usted mañana, porque no está en limpio".
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido
Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a
mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas
pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista
nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos
que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca
encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las
copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este
país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado
llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la
planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había
enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni
respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?- le dije al llegar a estas pruebas.
-Me parece que son hombres singulares...
-Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.
Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo
que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
-Vuelva usted mañana- nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy.
"Grande causa le habrá detenido", dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos
encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta
con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.
Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:
-Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy.
-Grandes negocios habrán cargado sobre él- dije yo.
Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el
agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada
del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.
-Es imposible verle hoy- le dije a mi compañero- su señoría está en efecto ocupadísimo.
Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a
informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan,
porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino
tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar
empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy
hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia
de nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el
tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses a la
cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto
ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer
establecimiento y nunca llegó al otro.
-De aquí se remitió con fecha de tantos- decían en uno.
-Aquí no ha llegado nada- decían en otro.
-¡Voto va!- dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado
en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre
algún tejado de esta activa población?
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio!
-Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus
trámites regulares.
Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro
expediente tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al
informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana,
salió con una notita al margen que decía:
«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado».
-¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro
negocio.
Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos.
-¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré
conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este
dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¡Y
vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a
nuestras miras.
-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga.
La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más
fácil negar las cosas que enterarse de ellas.
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la
anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
-Ese hombre se va a perder- me decía un personaje muy grave y muy patriótico.
-Esa no es una razón- le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en
concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia.
-¿Cómo ha de salir con su intención?
-Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse
siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
-Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese
señor extranjero quiere.
-¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
-Si, pero lo han hecho.
-Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que, porque siempre
se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los
perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo.
-Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació.
-En fin, señor Fígaro, es un extranjero.
-Y por qué no lo hacen los naturales del país?
-Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre.
-Señor mío- exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto
general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner
obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no
saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían
más que ellas. Un extranjero- seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en
él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un
inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que
logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos.
Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone;
necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es
extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha
adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una
compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido
a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de
talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos
naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha
contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes
verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande
hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo
el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en
muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los
extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted- concluí
interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está
persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en
usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que
usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro, y hágalo el diablo.» Con el
Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los
malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que
les pese a los batuecos.]
Concluida esta filípica, fuime en busca de mi Sans-délai.
-Me marcho, señor Fígaro- me dijo-. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo
me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable.
-¡Ay! mi amigo- le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia;
mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven.
-¿Es posible?
-¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días...
Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo.
-Vuelva usted mañana- nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve.
-Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial.
Era cosa de ver la cara de mi amigo al oir lo del memorialito: representábasele en la
imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentóse con decir:
-Soy extranjero-. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!
Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días
tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver,] las pocas rarezas que tenemos guardadas.
Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que
otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que
yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres
diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre
mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único
que había podido hacer bueno, había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo),
tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será
cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta
cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes,
como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos
para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del
clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de una
pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con
más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa
o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi
vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te
referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa
de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te
añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza
no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando
sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza
no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta
vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy
confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el
título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he
querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a
mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones.- ¡Eh! mañana le escribiré.
Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana
que no ha de llegar jamás!
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El autor y su obra
Manuel Bretón de los Herreros
MICROBIOGRAFÍA
Nace en 1796 en Quel. Llega a Madrid junto a sus padres y sus cinco
hermanos en 1806. Estudia Latinidad y Humanidades, pero dificultades
económicas le obligan a interrumpir los estudios. Con quince años se
alista como soldado para luchar contra los franceses y a los veinte escribe
su primera comedia. Pierde un ojo como efecto de una cuchillada, estando
destinado en Andalucía, recibió una cuchillada en un ojo que perdió para
siempre. Abandona el ejército en 1822, pero, para defender la causa
liberal, se incorpora a las tropas del general Torrijos y participa en la
defensa de Cartagena. Antes de la derrota se refugia en su pueblo natal y posteriormente
regresa a Madrid donde vive sin empleo. Consigue que se estrene su comedia A la vejez
viruelas con éxito. Acude, para completar su formación literaria al Colegio de San Mateo,
asiste a varias tertulias literarias y obtiene reconocimiento como poeta y dramaturgo. En 1831
estrena Marcela o ¿a cuál de los tres?, e inicia su labor periodística en El Correo Literario y
Mercantil, que luego continua en La Abeja, El Universal o La ley, donde aparecen algunos de
sus mejores artículos costumbristas. Su teatro incorpora algunos elementos nuevos, como la
polimetría de sus versos. Pero los satisfactorios resultados de su propuesta escénica se
fundamentan en la comicidad y la moralidad. Entre sus dramas hay que citar a Elena y entre sus
comedias El pelo de la dehesa y Muérete y verás. Es elegido Académico de la Real Academia
Española de la Lengua, de la que llega a ser secretario, y ocupa los cargos de Director de la
Gaceta de Madrid, Administrador de la Imprenta Nacional y Director y Bibliotecario mayor de
la Biblioteca Nacional. Muere en noviembre de 1873.
TEXTO
Elena
Drama en cinco actos
Acto I
PERSONAJES
ELENA.VICTORINA. BLASA.DOÑA CASILDA. DON GERARDO. EL MARQUÉS. GINÉS. EL
CONDE. REJÓN. TORMENTA. PANCHO. PASCUAL. UN PINTOR. UN MÚSICO. LADRÓN 1º. LADRÓN 2º.
DON TADEO.
UN CARRETERO. LADRONES CRIADOS.
El primer acto pasa en Utrera; segundo y tercero en Sevilla; cuarto en un despoblado, y quinto en una cabaña.
Escena I - Sala en casa de DON GERARDO.
DON GERARDO.
Ya no hay freno a mi pasión;
ya tanta debilidad
me avergüenza; ya me canso
de gemir, de suplicar...
Mi esposa ha de ser Elena:
lo he jurado; lo será.
¡Ay desdichada mujer
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
si es ingrata a mi bondad!
Escena II DON GERARDO. GINÉS.
GINÉS
DON GERARDO
GINÉS
DON GERARDO
GINÉS
DON GERARDO
GINÉS
DON GERARDO
GINÉS
DON GERARDO
GINÉS
Señor...
¿Qué hace mi sobrina?
Desayunándose está.
Bien. No tardará en venir
con su labor. El fatal
momento se acerca. Tiemblo.
¡Bobada! ¿Por qué tembláis?
Ginés, sólo en ti confío.
¡Oh!, bien podéis confiar.
El celo con que me sirves
no olvidaré yo jamás.
Cuando todos me vendían
tú solo fuiste leal;
tú solo en mi larga ausencia
no te gozaste en labrar
mi deshonra, mi desdicha.
¡Señor, señor, por piedad,
no me abochornéis! Cumplí
con mi deber. Nada más.
No bien descubrir lograste
aquel lazo criminal,
le denunciaste a tu amo,
que en la modestia falaz
de una mujer se fiaba.
¡Ah, señor! La caridad
con que la humana flaqueza
debe un cristiano mirar,
la indulgencia y el sigilo
me prescribían quizá.
Por otra parte, el amor
que me debéis, mi lealtad,
mi gratitud... ¡Fue preciso
a esa infeliz acusar!
Pero bien sabéis, señor,
que no hubo mordacidad
en mi carta. ¡Dios me libre!
Referí de pe a pa
lo sucedido; eso sí,
pero sin acriminar
al prójimo; que soy hombre
yo también, y puedo, ¡ay!
caer por desgracia un día
en las garras de Satán.
Tranquila está mi conciencia,
y sólo tengo un pesar,
que es haber sabido tarde,
y cuando no había ya
remedio, la mala acción
de vuestro indigno rival.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
DON GERARDO
Dirán que pérfido fui
con la cuitada. Es verdad.
Luego que partió de Utrera
el seductor capitán
a una urgente comisión
del servicio militar,
logré hacerme confidente
de su víctima, y fue tal
su candor, su buena fe,
que tendría por crueldad
haberla engañado luego,
si para evitar un mal
no hubiera sido forzoso
otro más leve aceptar.
Temí vuestros justos celos;
temí que agudo puñal
la sangre de esa infeliz
derramase, y, lo que es más,
la vuestra. En tal situación,
¿qué mucho pues si sagaz
interceptando las cartas
de la dama y del galán,
fingiendo otras, y atizando
de la discordia infernal
la tea, allané el camino
de vuestra felicidad?
Los medios son reprensibles,
mal lo pudiera negar;
pero es muy cristiano el fin,
pues se encamina a la paz,
y a la dicha de mi amo,
de aquel que me da su pan;
de aquel... ¡Sea todo por Dios!
Lo mejor es olvidar
lo pasado; y yo confío,
puesto que tanto la amáis,
que vuestra hermosa sobrina
al fin la mano os dará,
y un matrimonio dichoso
pondrá fin a tanto afán.
Tan lisonjera esperanza
no me atrevo yo a abrigar
en mi pecho todavía.
Tú sabes la frialdad
con que siempre me ha escuchado
cuando he querido insinuar
mi designio de casarme
con ella. Ya es un volcán
dentro de mi alma el amor
que me inspira su beldad,
y retardar no me es dado,
o bien el golpe mortal
de un desengaño, o la dicha
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
de llamarla ante el altar
esposa mía. Esta carta
del irritado oficial
tal vez en odio implacable
tanto amor convertirá.
Parece que la he dictado
yo mismo. Se la darás,
y con destreza...
GINÉS
DON GERARDO
GINÉS
DON GERARDO
GINÉS
DON GERARDO
GINÉS
DON GERARDO
GINÉS
Os comprendo.
Obraré según el plan
convenido. Sin embargo,
bueno fuera retardar
algún tiempo...
No, Ginés.
Basta de suplicio ya.
Quiera el cielo...
Si consigues
inclinar su voluntad
hacia mí, seré tu esclavo,
no tu señor. Mi caudal,
mi vida...
¡Silencio!
¿Viene?
Sí, señor.
Voy a escuchar.
desde ese cuarto. A su tiempo
saldré...
Sí. ¡Pronto! Aquí está.
(Tomando y guardando el papel.)
Escena III - ELENA. GINÉS.
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
¡Pobre señorita! ¡Siempre,
siempre llorando!
El encono
de mi estrella, buen Ginés,
así lo quiere. Yo lloro,
y entre tanto el hombre injusto,
ocasión de mis sollozos,
tal vez a otra desgraciada
jura eterno amor. ¡Mis ojos
ya no volverán a verle!
La que en tiempo más dichoso
era su ídolo, quizá
ya no le merece un solo
recuerdo.
En verdad, señora,
militar, joven, buen mozo,
y en siglo tan corrompido,
no me causaría asombro
su perfidia. Sin embargo,
mientras no haya un testimonio
que lo pruebe...
¿Qué más prueba
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
que pasar un mes y otro
sin escribirme? Al principio
con más compasión que enojo
su silencio atribuía
a alguna dolencia. ¡Ay! ¡Cómo,
cómo nos ciega el amor!
Pero tú sabes cuan poco
duró mi error. Tú, que has sido
mi consolador, mi apoyo,
desde el día que supiste
mi secreto...
Soy piadoso,
señorita. Fui cristiano
antes de ser mayordomo.
Tú escribiste a Badajoz
donde se halla desde Agosto
su regimiento, y supiste...
Que está muy sano y muy gordo
don Gabriel; pero tal vez
algún impensado estorbo...
No hay que perder la esperanza.
Acaso anhelando el logro
de sus deseos... Sabéis
que antes de partir, ansioso
de unirse a vos para siempre
en halagüeño consorcio,
solicitó la debida
Real licencia, y si el negocio
no está corriente, sin duda
habrá de estarlo muy pronto.
El día menos pensado
recibiremos...
Tu rostro
me anuncia algún bien. ¡Ah! Dime...
Si me prometéis que el gozo
no ha de enajenaros, hoy...,
tal vez ahora mismo...
¿Qué oigo?
Habla. ¿Qué quieres decirme?
¿Hay carta?
¡Chit...! ¡Qué alboroto!
Sí. Tómela usted. (Da a ELENA la que recibió de DON GERARDO.)
¡Gabriel!
¡Dueño de mi vida! ¡Oh colmo
de placer!
Callad! No en vano
temí... ¡Por vida del moro!
Pedir juicio a los amantes
es pedir peras al olmo.
Moderaos. Si nos oyen...
(Ha abierto la carta.) No temas. ¿Ves cuál sofoco
en mi pecho el regocijo?
¡Oh nombre, nombre que adoro,
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
GINÉS
aquí estás! ¡Con qué delicia
te besa el labio amoroso
de tu Elena!
Ya ha llegado
el fatal momento.
(Interrumpiendo su lectura.) ¡Cómo...!
¡Justo Dios!... ¿Será posible...?
¿Daré crédito a mis ojos? (Dejándose caer sobre una silla.)
¡Ah! Yo muero.
¡Señorita!
No, no te pido socorro.
Dame un puñal que me mate,
pues golpe tan horroroso
puedo resistir. ¡Ginés!
¿Qué nueva funesta...?
¡Monstruo!
Lee esa carta. ¡Ah! ¡Qué tarde
su perfidia reconozco!
(Lee.) «Te creí digna de ser amada, y mi corazón fue tuyo. Un
desengaño feliz ha roto la venda que me cegaba. No te acuso; eres
mujer. Ni te recuerdo tus promesas, ni estoy obligado a cumplir las
mías. Fuiste débil; yo seré prudente. Suspiras por tu libertad; yo recobro
la mía. Supongo que no me escribirás; sería inútil. No te inquiete la
suerte de tu inocente hijo. Sé mis deberes, y no renunciaré a mis
derechos. Adiós. Olvida para siempre al desengañado y resuelto Gabriel
de Zavala».
Jesús, Jesús, ¡qué maldad!
¡qué perfidia! Estoy absorto.
¡Oh rubor!, ¡oh desventura!
¡Tal es el premio que logro
del más entrañable amor!
¿Qué fue del mentido lloro,
traidor, qué de la elocuencia,
qué de los ardientes votos
con que insidiaste y rendiste
mi virtud?
Hay muchos lobos
con piel de oveja, ¡Ay, señora,
cuántos vínculos ha roto
la ausencia! Ya en este siglo
pasan por juguete el dolo,
la injusticia... No hay virtud,
ni constancia, ni decoro
en los hombres. (Vive Dios,
que hablo como un san Ambrosio.)
No; quizá tiene mi amante
motivos muy poderosos,
que no puedo comprender,
para violar sin rebozo
sus juramentos. Acaso
la calumnia...
Sí, su soplo
envenenado tal vez
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
ELENA
GINÉS
ELENA
GINÉS
convierte el amor en odio.
Mas ¿qué amante verdadero,
sólo porque algún chismoso
le indispone con su dama,
la condena de eso modo,
sin comprobar su delito,
sin oírla? No soy docto,
mas por la lectura sola
de esta carta, bien conozco
que es don Gabriel un perjuro.
Se muestra en ella quejoso;
pero ¿de qué? Sólo dice:
«quitó la venda a mis ojos
un desengaño feliz...»
¿Qué desengaño, o qué embrollo
es este? ¡Nada!, pretextos,
subterfugios de tramposo.
Quizá tenía vergüenza
de escribir: «yo te abandono
porque me canso de ti
y a otra belleza enamoro».
Ten piedad de mi dolor.
No me quites oficioso
el consuelo de la duda,
de la esperanza. ¡Este sólo
me restaba!
No quisiera
afligir ni por asomo
a mi amada señorita,
mas con vanos circunloquios
no disfrazo lo que siento.
¡Dios de venganza! ¿Eres sordo
al clamor de una infeliz?
Descienda desde tu trono
un rayo exterminador.
Perezca el hombre alevoso
que así me engañó. Sepulta
a su cómplice en el polvo
de la tumba. ¡Miserable!
¿Qué digo? ¡Ah! ¿Cómo te invoco
sin temblar? Mi frente sola
sea blanco lastimoso
de tu cólera divina,
pues yo soy quien la provoco;
yo que abandoné la senda
de la virtud; yo que ahogo
sus gritos; yo que del alma
aun el retrato no borro
de un fementido; yo en fin
que a mi familia deshonro.
(Ahora viene de perillas
un movimiento oratorio.)
¡Deshonrar! ¿Por qué, señora?
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
ELENA
GINÉS
ELENA
GINÉS
ELENA
Don Gerardo es generoso,
es hombre de mundo, y sabe
que está expuesta a mil escollos
la virtud de una mujer,
como nave sin piloto.
Por algunas expresiones
que de cuando en cuando le oigo
presumo que mi señor
ya se ha informado de todo.
Sí, señora. Sin embargo,
cada día está más loco
por Elena, y si lograra
la dicha de ser su esposo...
(Sin oír a GINÉS.) ¡Desdichada! ¿Adónde iré?,
¿en qué desierto remoto
iré a esconder mi miseria?,
¿quién enjugará piadoso
mis lágrimas doloridas?,
¿quién...?
¡Qué lástima de potro!
Ese hombre ¿es cristiano? ¡Ah vil!
¿Y qué haréis? Ello, es forzoso
tomar un partido. Acaso
la justicia... Mas el foro
procede con tanta flema...
Y luego, si él es temoso
y se cierra en no casarse...
No, Ginés. Harto sonrojo
cubre ya mi frente. ¿Quieres
que, haciendo al mundo notorio
mi infortunio, me aventure
a un fallo que mi desdoro
tal vez aumente? ¿Y qué gloria,
qué ventura me propongo
si por fuerza es mi marido?
Su corazón ambiciono
más que su mano, Ginés.
¿Y qué tribunal, que solio
me lo volviera? Perdí
para siempre mi reposo,
mi alegría, mi esperanza.
¡No! ¡Cuál fuera el alborozo
del perverso don Gabriel
si viera ese amargo lloro!
¿No hay más hombres en el mundo?
¿Son como él acaso todos?
Olvidadle, señorita.
Más digno, más amoroso
consorte os depara el cielo;
y no es al fin ningún mono,
ningún...
¡Jamás! Condenada
a la aflicción y al oprobio,
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
¿qué mortal osara...?
Escena IV DON GERARDO. ELENA. GINÉS.
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
GINÉS
(Saliendo precipitadamente.) Yo.
¡Mi tío!
Yo que te adoro;
yo, que postrado a tus pies
te juro...
¡Señor!...
(Yo estorbo.)
Escena V DON GERARDO. ELENA.
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
Levantad.
Pronuncia un sí.
Hazme venturoso, Elena.
No me apartaré de ti
hasta que tu boca...
¡Oh pena!
Compadécete de mí.
(¡Oh cielos! ¡En qué ocasión!...)
Por piedad... Yo no merezco...
Ni puede mi corazón...
Si no eres mía, fallezco;
¡tan profunda es mi pasión!
Perdonad, señor, si huyendo
evito...
(Se levanta y la detiene.) No. ¿Por qué huir?
Yo con mi amor no te ofendo.
Sólo tu dicha pretendo.
(¡Ah! ¡Cuánto tardo en morir!)
¿Merecen tanto desvío
mi bondad, mi tierno amor?
Yo no mando en mi albedrío.
¿Sufriera tanto rigor
si yo mandara en el mío?
Si basta mi gratitud...
No, que merece tu mano
mi tierna solicitud
quizá más que algún villano
seductor de tu virtud.
¿Qué escucho?
Todo lo sé.
¡Desventurada de mí!
¡Ah, señor! Ya no podré
alzar mis ojos...
¿Por qué?
¡Yo los alzo sobre ti!
A ti te causa rubor
haber amado a un traidor,
ocasión de tu desdoro;
y yo a su víctima adoro.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
¿Cuál es flaqueza mayor?
¡Ah, que con frente serena
en el miserable estado
a que el cielo me condena,
escuchar ya no me es dado
acentos de amor!
¡Elena!
Aunque el derecho he perdido
de hacer respetar mi llanto,
postrada, señor, os pido
no hagáis mayor mi quebranto.
Sepultadme en el olvido.
¿Olvidarte yo? Jamás.
Aun bajo la losa fría
dueño de mi alma serás.
Un alma como la mía
ama una vez, y no más.
¿Y a quién, infeliz mujer,
digno juzgas de tu amor?
A un perjuro, a un seductor
que con bárbaro placer
se mofa de tu dolor.
Él te condena querido
al desprecio, al abandono;
yo infeliz y aborrecido,
yo, que vengarme he podido,
te idolatro... y te perdono.
Recuerda, recuerda, ingrata,
cuánto debes a este tío
a quien tu desdén maltrata,
y lamenta el desvarío
de tu pasión insensata.
Amparo de tu orfandad
desde tu tierna niñez,
te libertó mi bondad
de triste mendicidad,
y de la infamia tal vez.
¿Qué padre mostró jamás
mi ternura ardiente, inmensa?
¿Dónde un amante hallarás
más generoso? ¡Y me das
tan amarga recompensa!
Acaso mi amor un día
ludibrio será del mundo;
mas, ¡ay!, la razón tardía
mal puede del alma mía
dardo arrancar tan profundo.
No brilla en mí la florida
primavera de la edad;
no en mi lengua fementida
blanda lisonja se anida
máscara de la maldad;
amores no sé decir;
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
sé amar con el alma entera,
y si no logro rendir
tu altivez injusta y fiera,
amando sabré morir.
Cada palabra que habláis
me traspasa el corazón.
Contemplad a quién amáis,
y no como yo cubráis
vuestro nombre de baldón.
Poder amaros quisiera,
pero mi destino adverso...
¡El destino! Sé sincera.
Aún amas a aquel perverso.
Confiésamelo aunque muera.
Sí, le amo, le amo, señor,
y eterno será mi amor.
¡Le amas! ¡Oh despecho!, ¡oh mengua!
¿Y sin temer mi furor...?
No sabe mentir mi lengua.
Insúltame. Digno soy
de tu escarnio y tu desprecio,
pues ciego y sin juicio estoy,
y con mi paciencia, ¡ay necio!
armas contra mí te doy.
Si hubiera escuchado un día
la voz de justa venganza
lavando la afrenta mía
en tu sangre, hoy no vería
burlada así mi esperanza.
Clavad el hierro inhumano
en mi sangre aborrecida.
¿Quién detiene vuestra mano?
Sed mi cruel homicida...,
mas no seáis mi tirano.
Si pudiera aborrecerte,
¡oh cuán venturoso fuera!
¿Qué esperáis? Dadme la muerte.
Yo bendeciré mi suerte,
y la mano que me hiera.
Si no por odio, señor,
por piedad de mi dolor,
abridme la sepultura;
que esta vida sin ventura
aun me infunde más horror.
Vengad con golpe sangriento
tanto desdén, tanto ultraje:
cesará mi amor violento,
cesará vuestro tormento,
y el baldón de mi linaje.
Arranque una punta airada
a mi lacerado pecho
aquella imagen amada
que aun retiene a su despecho
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
DON GERARDO
ELENA
con fuego eterno grabada.
Menos su inconstancia lloro
que vuestro amor. Dadme, dadme
la muerte que tanto imploro.
¡Desdichada!
Sí, le adoro...
y os aborrezco. ¡Matadme!
¡Oh mujer, mujer fatal
nacida para mi mal!
Yo merezco oprobio tanto;
yo, más piadoso a tu llanto
que mi funesto rival.
A ti misma te aborreces
aun más que a tu bienhechor.
¡El seno al puñal ofreces!...
No, no un puñal; tú mereces
otro suplicio mayor.
No me fuerce tu demencia
a convertir en encono
mi mal pagada clemencia.
¡Ay de ti si te abandono!
La deshonra, la indigencia...
¡No más! Yo sabré sufrir
mi suerte...
¿Adónde has de ir
sin amparo en tu aflicción?
No ha de faltarme un rincón
donde llorar... y morir.
Si sucumbo a la indigencia,
si de Dios la providencia
su protección no me da,
al menos me librará
de vuestra odiosa presencia.(Vase ELENA; DON GERARDO cae en una silla.)
TEXTO
A la pereza
¡Qué dulce es una cama regalada!
¡Qué necio el que madruga con la aurora
aunque las musas digan que enamora
oír cantar a un ave en la alborada!
¡Oh, qué lindo en poltrona dilatada
reposar una hora y otra hora!
Comer, holgar..., ¡qué vida encantadora,
sin ser de nadie y sin pensar en nada!
¡Salve, oh, Pereza! En tu macizo templo
ya, tendido a la larga, me acomodo.
De tus graves alumnos el ejemplo
arrastro bostezando: y en tal modo
tu apacible modorra a entrar me empieza
que no acabo el soneto... de per... (eza)
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
TEXTO
A varios amigos tronados
Esta turba famélica y bellaca
nunca se cansa de fumar de gorra;
como al hebreo en tiempo de Gomorra
yo os maldigo, y mi furia no se aplaca.
¿A qué tanto pedirme la petaca?
¿Cómo quieres, hambrón, que te socorra?
¿Soy acaso asqueroso hijo de zorra?
¿Recibo yo bajeles de Guaxaca?
¿Cómplice acaso soy del vicio ajeno?
Yo gano mi fumar con mi trabajo,
y en la aduana lo compro, malo o bueno.
Tú, que eres un pobre calandrajo,
estate sin fumar... o chupa heno...
o chúpate la punta del carajo.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El autor y su obra
Gustavo Adolfo Bécquer
MICROBIOGRAFÍA
Nace en Sevilla en febrero de 1836. Huérfano a los once años, es cuidado,
junto a su hermano Valeriano, por su madrina y su tío J. Domínguez
Bécquer, conocido pintor sevillano. Aprende pintura y humanidades. Muy
joven, publica versos en revistas y periódicos locales. Busca gloria y
fortuna en Madrid. Se hospeda en la pensión de doña Soledad y lleva una
vida de penurias y privaciones realizando cualquier tipo de trabajo,
biografías de políticos, traducciones, dibujos… Consigue empleo fijo como
redactor de El Contemporáneo. Para ganar algún dinero adicional escribe,
en colaboración con sus amigos, comedias y zarzuelas, como La novia y el pantalón o La venta
encantada, basada en el Quijote. En 1859 los amigos, que le cuidan mientras sufre una grave
enfermedad, encuentran entre sus papeles El caudillo de las manos rojas, la primera de las
leyendas publicadas. Enamorado de Julia Espín le dedica sus primeras Rimas, que lee en las
tertulias a las que acude, pero en 1861 se casa con Casta Esteban y Navarro, hija del médico que
le trata de una enfermedad venérea contraída en sus años bohemios. Con ella vive sus años más
fructíferos en los que compone la mayoría de sus rimas y leyendas. Pero en la en la intimidad
de sus escritos se duele del fin de sus ilusiones. Su ascenso artístico y social es paralelo a un
proceso de aburguesamiento. Su salud se quebranta y, por consejo médico, se retira con su
familia y su hermano al monasterio cisterciense de Veruela convertido en hospedería. Aquí
nacen las Cartas desde mi celda. En 1868 es abandonado por su mujer. Queda solo, con dos
hijos a su cargo. Además, pierde, con la revolución liberal, su trabajo oficial y desaparece el
primer manuscrito de sus Rimas que había enviado para publicar. Normalizada la situación
política, ingresan en la plantilla de la nueva Ilustración de Madrid, Gustavo como director y
Valeriano como dibujante. Muere en 1870, después del fallecimiento de su hermano. La
mayoría de sus obras son publicadas de forma póstuma por sus amigos.
TEXTO
El Cristo de la calavera
Leyenda de Toledo
El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de
la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las
silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los
clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del
antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas
anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de
jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las
huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del
ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los
anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía
una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos aderezando
sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o
blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los
otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, acompañado
de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el
sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en
los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas
historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un
infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban
los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas,
risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y
discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la
música del sarao.
Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía,
a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto
de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones
vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas
de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales
vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, palta y
oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los
muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas
direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas
aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso
cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban
sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y
calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con
pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar
con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real,
llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en
todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa
los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más
versados en la ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las miradas, por la
que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán,
como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana,
reunida en el sarao de aquella noche.
Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de
Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y
desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa que había
creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en
sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual
esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más
particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los
predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su
corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo
rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope
de Sandoval.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un
mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y
ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo
comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos.
En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había
presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con
afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche,
impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los
brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado
una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas,
epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en
torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel
torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de
intención que ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que
halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el
punto más vulnerable del contrario: su amor propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más
crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las
acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos
de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de
ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se
disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso
comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso
por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos
botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de
pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer,
todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo,
disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable
sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer
un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con
la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se
encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera.
En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían
inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un
extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no
abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e
involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una
escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible
desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos,
de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero
temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina
fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a
agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en
prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las
miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos
jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano
sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los
espectadores y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que
pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los
caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la
del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña
parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo
devuelvan manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a
impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los
que la rodeaban.
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo,
cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la
sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun
desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao,
y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y
corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los
Miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una
animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos
caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas
de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras
resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores
de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas e ricos paños, llevando en sus
manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con
cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor
de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las
altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la
gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las
sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el
profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los
pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas de algunas
puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio
apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos los lados, como buscando a
alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se
dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a
su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza
se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a
percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de
un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso
Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había
tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras
de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos
caballeros se hubieron reunido cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-¿Y adónde iremos?
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y
un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las
estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos
fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos
de niebla y se confunden en el seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar
a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el
duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba,
pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones
estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y
moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos
parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da
su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su
dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor
enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la
intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente,
vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos
festones de yedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de
pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose
los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una
ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la
señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado
los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar
un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda.
Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos
combatientes dieron un paso atrás, bajaron la suelo las puntas de sus espadas y levantaron los
ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en
que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo
a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros
se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así
mientras no se separaron los estoques.
-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que
espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una
claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los
devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la morir, luce y se oscurece a intervalos
en señal de agonía.
Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su
contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e
impenetrable, sino que la mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa,
semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al
correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos
jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos,
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus
frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se
disiparon.
-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo,
asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere permitir este combate, porque es
una lucha fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos
jurado cien veces una amistad eterna.
Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con
una fuerza y una efusión indecibles.
Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de
muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la
escena que acabamos de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que
un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos.
Vamos en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz.
Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey
de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
-Pues que tú lo quieres, sea -contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en
cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de
Tordesillas.
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus
hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las
primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas
al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los
ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin
grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se
deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca,
doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases
de despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas;
pero, deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron
de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa
carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la
plaza y llegó hasta el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que
se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.
Al dia siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes
que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo.
Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos
los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre. Diríase
que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las
ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos
de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las
filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus
brillantes armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de
Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que la saludar a la reina le dirigieron los dos
antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció
su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
TEXTO
Rima XVIII
Fatigada del baile,
encendido el color, breve el aliento,
apoyada en mi brazo,
del salón se detuvo en un extremo.
Entre la leve gasa
que levantaba el palpitante seno,
una flor se mecía
en compasado y dulce movimiento.
Como en cuna de nácar
que empuja el mar y que acaricia el céfiro,
tal vez allí dormía
al soplo de sus labios entreabiertos.
¡Oh, quién así —pensaba—
dejar pudiera deslizarse el tiempo!
¡Oh, si las flores duermen,
qué dulcísimo sueño!
TEXTO
Rima LIII
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
¡esas... no volverán!.
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido...; desengáñate,
¡así... no te querrán!
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
TEXTO
Rima LXXIX
Una mujer me ha envenenado el alma,
otra mujer me ha envenenado el cuerpo;
ninguna de las dos vino a buscarme,
yo de ninguna de las dos me quejo.
Como el mundo es redondo, el mundo rueda;
si mañana, rodando, este veneno
envenena a su vez ¿por qué acusarme?
¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?
TEXTO
Rima LXXXIII
Solitario, triste y mudo
hállase aquel cementerio;
sus habitantes no lloran...
¡Qué felices son los muertos!
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El autor y su obra
Ramón de Mesonero Romanos
MICROBIOGRAFÍA
Nace en Madrid en 1803, muriendo en la misma ciudad en 1882.
Con diecisiete años, tras la muerte de su padre, debe hacerse cargo de
los negocios familiares. No recibe formación superior. Toda su cultura
procede de la observación. Desde muy joven participa en tertulias y
sociedades literarias. Se le considera creador del costumbrismo
romántico y cronista periodístico de la capital de España. Con
dieciocho años inicia la publicación de sus primeros cuadros de
costumbres, Mis ratos perdidos o ligero bosquejo de Madrid. Se inicia
en el periodismo en el Indicador de las Novedades, de los Espectáculos y de las Artes, pero su
primeros artículos costumbristas aparecerán en la revista Cartas Españolas. En 1836 edita su
propio periódico, el Semanario Pintoresco Español. Le obsesiona su ciudad natal. Es autor de
Manual de Madrid, El antiguo Madrid, Panorama matritense y Escenas matritenses, manuales
clave para el estudio del Madrid de la época. Critica en ocasiones al movimiento romántico
rechazando sus elementos más extravagantes. Así sucede en El romanticismo y los románticos
Muy influenciado por el teatro clásico español, publica artículos sobre Tirso de Molina, Lope de
Vega y Calderón. Mesonero defiende los valores burgueses del trabajo, pero describe
costumbres castizas en La romería de San Isidro, Las Ferias o El martes de Carnaval y el
miércoles de ceniza.
TEXTO
El Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza
Las locuras del Carnaval tocan a su fin; la hora suprema del Martes ha sonado ya en
todos los relojes de la capital; la población, sin embargo, ensordecida con el bullicioso ruido de
las músicas y festines, no escucha la fatal campana que le advierte, grata y sonora, que todo
tiene término, que la mano severa de la razón acaba de arrancar la máscara a la locura. Esta,
empero, tenaz y resistente, todavía pretende prolongar su dominio, y no contenta con algunas
semanas de tolerada adoración, cambia mil disfraces, y hasta se atreve a profanar el de la
religión misma, para continuar arrastrando en pos de su carroza a los desatentados mortales.
¡Qué horas tan próvidas de sucesos aquellas en que la noche del Martes lucha
tenazmente con la aurora del día santo!... ¡Qué extravagancia de escenas, qué vértigo de
pasiones, en los últimos instantes del reinado del placer! ¡Qué contraste ominoso con la
tranquila calma de la religión y de la filosofía! Ellas, sin embargo, vencerán con sus naturales
atractivos, con su envidiable reposo, y apoderándose de los corazones embriagados de placer y
de voluptuosidad, restituirán la calma a los sentidos, el bálsamo de la paz a los corazones
agitados. Tal la voz pura y sublime del Redentor del mundo, cual rayo de viva lumbre penetró
en las bacanales del pueblo rey, y a su aspecto se deshicieron como sombras los ídolos del
paganismo.
Pero ¿quién detiene su imaginación en estas consideraciones, cuando se halla instalado
en un rico salón, dorado y refulgente a la luz de mil antorchas, sonoro a la vibración de los
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
músicos instrumentos, henchido de vida y movimiento en mil grupos vistosos de figuras
extrañas, que con sus variados ropajes, sus disfraces caprichosos, sus agudos diálogos, ofrecen
un traslado fiel de la vida animada, de los diversos matices de la humana sociedad?
Austero filósofo, que estudias y lamentas las debilidades del hombre; dirige entonces
tus severos preceptos al joven animoso que por primera vez se mira en aquel momento coronado
con una dulce mirada, con un sí lisonjero del envidiado objeto de su amor... Te mirará con ceño
o acaso no reparará en ti; pero si insistes en aconsejarle, en mostrarle el fiel espejo de la razón,
en hacerle adivinar un porvenir doloroso tras de aquella mirada, tras de aquel dulce y halagüeño
sí, te volverá la espalda, o frunciendo los labios ante tu grave y mesurada faz, te dirá con sonrisa
desdeñosa... «Máscara, no te conozco, déjame bailar.»
Pura y cándida Virtud, que ceñida de blanco lino, la sien coronada de laurel, apareces de
repente a los deslumbrados ojos de la noble cortesana, que envuelta en seda y pedrerías apenas
acierta a divisarte por entre la nube de incienso que sus adoradores tributan a sus pies... Dila
entonces lo falaz de sus promesas y juramentos; la mentida ficción de las grandezas humanas;
los cándidos placeres de un corazón sencillo e inocente; -«Apártate de mí, Beata (te replicará
con imperio), no pises los bordados de mi manto, no deshojes con tu aliento de mal tono la
frescura de las rosas que ciñen mi frente. Ea, márchate...»
Y vosotras también, grande y noble Sabiduría, austero Deber, dulce y tranquilo Amor
conyugal, apareced de repente ante el descuidado autor que emplea en aquellos instantes todo su
talento en seducir a una niña inocente o en dejarse engañar por una astuta cortesana; ante el
noble magistrado que trueca la severa toga de la justicia por el callado y maligno dominó; ante
el marido mundanal, ante la esposa terrena, que se separan voluntariamente en busca de
aventuras, y vuelven a encontrarse a la hora convenida haciendo alarde de su mutua infidelidad.
Apareced, digo, entonces de repente ante esos grupos bulliciosos; cortad de improviso sus
diálogos animados, reflejaos en su mente como un recuerdo instantáneo de sus respectivos
deberes... Veréis fruncirse sus frentes, despertarse su arrogancia, y pretender arrancaros la careta
(que no tenéis) diciéndoos con indignación: -«¿Quién sois, máscaras insolentes, o qué venís a
hacer aquí?»
Todo es, en fin, placer y movimiento, y risa y algazara, y cuadros halagüeños, sin
pasado y sin porvenir; la capital entera resuena con las músicas armoniosas: por las anchas
ventanas se desprenden torrentes de luz, y el confuso sonido de la conversación y de la danza;
mil carruajes precipitados surcan en todos sentidos las calles, para conducir a los respectivos
saraos a los alegres bailadores; la plateada luna refleja sus luces en los mantos recamados de
oro, en las trenzas entretejidas de pedrerías; yacen desocupados los lechos conyugales, el
opulento palacio, y el elevado zaquizamí; todos sus moradores déjanlos precipitados, y
corriendo en pos del tirso de la locura, acuden de mil partes a las bulliciosas mansiones del
placer, a los innumerables templos de aquella Diosa de Carnaval.
¡Qué importa que a la mañana siguiente, el sol terrible alumbre la desesperación del
cortesano, la miseria del indigente, la enfermedad del cuerpo, o el horrible tormento de un
engañado amor!... ¡Qué importa!... Hoy han hecho una tregua los dolores; el hambre y la guerra
han cubierto un instante su horrorosa faz; los recuerdos de lo pasado, los temores de lo futuro,
han cedido a la mágica esponja que la locura pasó por nuestras frentes... ¡Se acaba el
Carnaval!... ¡Es preciso disfrutarlo!... Y marchan y se cruzan las parejas precipitadas, y
retiemblan las altas columnas, y gimen las modestas vigas, al confuso movimiento que
empezando en los sótanos sombríos adonde tiene su oscura mansión el pordiosero, concluye
bajo los techos artesonados y de inestimable valor...
La luz del sol, pura y radiante como en los días anteriores, penetra descuidadamente en
lo interior de esta escena, y pintando de mil matices los empañados cristales de las ventanas,
viene a herir las descuidadas frentes, los macilentos ojos de las hermosas; a su terrible y mágico
talismán aparecen también las enojosas arrugas de los años, los estudiados afeites de la fingida
beldad; rásgase el velo de la ilusión a los ojos del amante; hiélanse las palabras en los labios del
cortesano; en vano la incansable locura quiere prolongar por más tiempo su dominio; sus
adoradores ven clara a la luz del sol su desencajada y mortecina faz... y envolviéndose
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
avergonzados de sí mismos, en sus falsos ropajes, y ocultando su semblante en el fondo de sus
carrozas, tornan a sus respectivas habitaciones donde a la cabecera de su lecho les espera la
triste realidad...
Suena cercano el monótono clamor de una modesta campana que llama a los fieles a la
ceremonia religiosa que va a empezar en el templo. Cruzan desapercibidas por delante de sus
puertas las bulliciosas parejas, los elegantes carruajes, sin que apenas ninguno de aquellos
dichosos mortales se dignen parar un instante su imaginación en el saludable aviso envuelto en
el sonido de aquella campana... Alguno, sin embargo, o más dichoso o más prudente, recoge
animoso su inspiración, y deseoso de aprovecharla, pisa los sagrados umbrales, y entra en el
templo en el momento mismo en que va a principiarse la sagrada ceremonia...
¡Qué apacible tranquilidad, qué solemne reposo bajo aquellas santas y encumbradas
bóvedas! ¡Qué misterioso silencio en la piadosa concurrencia! ¡Qué noble sencillez en el
sacrificio santo! ¡Qué contraste, en fin, sublime y majestuoso, con el cansado bullicio, con el
mentido aparato de la mansión de la locura!... Los fieles concurrentes no son muchos en verdad;
pero tampoco el templo se halla tan desocupado como era de temer de las escenas de la pasada
noche... Refléjase en los semblantes ya la tranquilidad de una conciencia pura, ya la tregua
religiosa de un profundo dolor; ora la rápida luz de una esperanza; ora la animada expresión de
un ardiente y noble deseo...
¡Vosotros, pintores apasionados de las debilidades humanas, pretendidos moralistas
modernos, novelistas y dramaturgos, escritores de conveniencia, que os atrevéis a fulminar el
dardo envenenado de vuestra pluma contra la sociedad entera pretendiendo negar hasta la
existencia de la virtud...! ¿La habéis buscado acaso en el sagrado recinto de la religión; en el
modesto hogar del tierno padre de familias; en el taller del artesano; en el lecho hospitalario del
infeliz? ¿O acaso desdeñando indiferentes estos cuadros, reflejáis sólo en vuestra imaginación y
vuestras obras, los que os presentan vuestros dorados salones, vuestros impúdicos gabinetes,
vuestras inmundas orgías, vuestros embriagantes cafés?... ¿Y pretendéis ser pintores de la
naturaleza, cuando sólo la contempláis por su aspecto repugnante?... ¿Creéis conocer al hombre,
cuando sólo pintáis sus excepciones? ¿Os atrevéis a retratar a la sociedad, cuando sólo hacéis
vuestros retratos o el de vuestros semejantes? Temeridad, por cierto, sería la de aquel que
pretendiera juzgar de la impureza de las aguas de un majestuoso río, por las escorias y el légamo
que sobrenadan en su superficie, sin reparar que allá en el fondo de su lecho, y entre las
menudas arenas, corre tranquilo y gusta de permanecer escondido lo más puro y limpio de su
raudal.
Concluido el santo sacrificio, el sacerdote baja las gradas del altar, y pronunciando las
sublimes palabras del rito, va imprimiendo en todas las frentes la señal del polvo en que algún
día han de ser convertidas. Ni un suspiro, ni una lágrima, aparecen a tan fúnebre aviso en
aquellos semblantes, en que sólo se ven retratadas la conformidad y la esperanza; y tan apacible
alegría, contraste sublime con la triste señal, sin duda sorprendería a aquel desgraciado que no
siente en su pecho el bálsamo consolador de la religión.
Entre los varios grupos interesantes que se ofrecen a la vista por todo el templo, uno
sobre todos llama la atención en este momento... Un venerable anciano, cuya blanca cabellera se
confunde naturalmente con la mancha de la ceniza que lleva en la frente, trabaja y se afana
ayudado de su muleta, para incorporarse y ponerse en pie... Sus débiles esfuerzos serían
insuficientes si no contase con otro auxiliar más poderoso... Una figura angelical de mujer, en
cuyas hermosas facciones se pinta toda la pureza de un corazón tierno e inocente, corre a
sostener al impedido, y confundir sus blanquísimas manos con las secas y arrugadas del
anciano. Mírala éste lleno de gratitud, y sus lágrimas de ternura parecen dar nuevas fuerzas a la
tierna criatura, que prestando sus débiles hombros al pobre viejo, le conduce lentamente hasta la
puerta del templo entregándole al mismo tiempo una moneda, única que en su bolsillo existe...
Aquella joven era su hija, aquella moneda el premio mezquino del trabajo de su costura
en toda la noche anterior... ¡Y aquella noche había sido la noche última del Carnaval!... Y los
alegres libertinos que regresaban de los bailes, al pasar por la puerta del templo, y viendo salir
de él a aquella modesta beldad, se detienen un momento sorprendidos de su hermosura, y
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
calmadas sus risas por un involuntario respeto, míranse mutuamente prorrumpiendo en esta
exclamación: «¡Qué diablos! ¡y creíamos que habían estado en el baile todas las hermosas de
Madrid!»
Hay una calle en alguno de los barrios meridionales de esta corte, que encierra en su
breve recinto más aventuras que un drama moderno, y más procesos que el archivo de la
Audiencia. Esta calle, conocida harto bien de la policía civil, descuidada demasiado por la
urbana, cuenta entre sus moradores cantidad considerable de profesores industriales y
manufactureros, modestos paladines, músicos guitarristas, cantadores en falsete, matronas
benéficas, doncellas recatadas, viajeros berberiscos, viejas mitradas, mozos despiertos, maridos
dormidos, y muchachos del común.
No sabré decir a cuántos grados longitudinales se extiende el dominio e influjo de la tal
calle; pero bien podremos considerarla como centro y emporio del Madrid meridional, que se
dilata (según la opinión de los más acreditados geógrafos), desde las Vistillas de San Francisco
a la iglesia de San Lorenzo, comprendiendo en su extenso dominio multitud de pequeños
estados más o menos independientes o feudatarios, en que varían también las leyes, usos y
costumbres de sus respectivos moradores.
Ahora, pues, no es del caso fijar la estadística, ni hacer el deslinde de tan considerable
agrupación de pueblos; y bastará para nuestro propósito suponernos llegados al punto capital (la
calle ya referida), en la mañana del Miércoles de Ceniza del año de gracia de mil ochocientos
treinta y nueve.
De contado, podemos asegurar que a la hora que corre, duerme y descansa de sus fatigas
de la pasada noche el Madrid-Norte y Centro-Madrid, pero vela y pestañea en toda su actividad
el Madrid-Sur; a la manera de aquel gigante de que nos habla Homero que mientras dormía con
la mitad de sus ojos, velaba con la otra mitad. A este Madrid, pues, agitado y bullicioso, a este
ojo del gigante despierto y animado, es adonde hoy dirigimos nuestro rumbo, al través de los
vientos y a bordo de un menguado y azaroso calesín.
Fuerte cosa es que la maldita política, que todo lo invade (menos mi pluma), nos vaya
empobreciendo continuamente el diccionario, o como decía el médico Bartolo, secuestrando la
facultad de hablar. Si no fuera por ello, no hubiera salido la voz programa de sus modestos
límites, de simple anuncio, o según la define el diccionario de la Academia «el tema que se da
para un discurso o cuadro».
Pudiera yo entonces a mansalva usar aquí de esta voz, sin riesgo de alusiones de
ninguna especie; mas ya que la fuerza de los usos contemporáneos nos traigan a término que
sean necesarias estas continuas salvedades en el lenguaje común, debo decir en descargo de mi
conciencia, que aquí sólo trato de un anuncio, o vademécum que me entregó el calesero a
tiempo de darnos a la vela, y en menguado papel asqueroso y mugriento, y con trazos de pluma
un sí es no es inexperta y vacilante decía:
“Porgama de la solene junción y estupenda asonaa que a e celebrarse el
miércoles de ceniza de esta corte, como es uso y debota costumbre en toa la cristiandá
de estos barrios, saliendo la procisión den ca el tío Chispas el taernero, crofade mayor
de la sardina con el intierro de este animal y too lo demás que aquí se relata”.
Dejo sospechar al piadoso lector lo grato que para un asistente al espectáculo había de
ser encontrarse a dos por tres formulado el espectáculo mismo, y tener en la mano sin ulteriores
explicaciones la clave de aquella cifra. Seríalo empero todavía para muchos de mis lectores, si
me contentase con estampar aquí punto por coma (o por mejor decir, sin unos y sin otras,
porque de ambos carecía) el tal programa; pero en cumplimiento de mi propósito y para
edificación del auditorio, habré de trasladarlo del idioma de Germania al común castellano; de
los límites de letra muerta al animado espectáculo de cuadro en acción.
Esto supuesto, y supuestos también los oyentes en el punto término necesario para
disfrutar de tan halagüeña vista, procederemos en la descripción por el orden siguiente.
Rompían la marcha bailando hacia atrás y abriendo paso con sendas estacas y carretillas
disparadas a los pies de las viejas, hasta una docena de docenas de pícaros en agraz, fruta
temprana y de grandes esperanzas, en quienes la elocuencia del foro funda su futura causa de
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
gloria, y los caminos y canales su inmediata prosperidad. Seguían en pos otros ciento o
doscientos mozallones, ya más cariacontecidos y con diversos disfraces, cuáles de ruedos y
esteras en forma de monaguillos; cuáles con cabezas postizas de carneros (figurando ir
disfrazados); cuáles de encorozados y penitentes; cuáles de berberiscos y soldados romanos.
Entonaban los unos un cántico endiablado no sujeta su letra a ningún diccionario, ni su
música a ningún diapasón; mojaban los otros sendos escobones en calderos de vino con que
hacían un profundo asperges en la devota concurrencia, y retozaban bestialmente los de más allá
disparando al aire sendos garrotazos, manotadas y pescozones. Amenizaban el conjunto de este
grato episodio cuatro o seis gatazos negros atados por la cola o por las patas en la punta de un
palo y enarbolados en alto a guisa de pendones; cinco docenas de esquilones de todos tamaños,
movidos por robustos puños y en pugna con otros tantos collarines de campanillas y cascabeles
puestos igualmente en palos o en los pacientes cuellos de los hermanos de la cofradía de San
Marcos, que en unión con la otra de la Sardina celebraba igualmente tan estupenda función.
Descollaba después un gran coro de vírgenes desenvueltas, de sonrosadas mejillas, ojos
rasgados, nariz chata, labio retorcido, cesto de trenzas, mantilla al hombro, brazos en jarras y
colorado guardapiés. Estas tales con aventadores de esparto dirigían sus expresivos saludos a
una y otra fila de concurrentes; mascaban higos o mondaban naranjas, y arrojaban las cáscaras a
las narices del más inmediato; bailaban y se pinchaban con alfileres, o repicaban las castañuelas
y cantaban el ¡ay, ay, ay!
Seguían luego los maestros de la ceremonia; caras rugosas y monumentales; páginas
elocuentes de la humana depravación; pliego de aleluyas de la vida del hombre malo, fac simile
de los caprichos de Alenza; y original, en fin, de los sainetes de Cruz. Allí, como si dijéramos,
se hallaba el núcleo del drama, el primer término del cuadro, el fondo de la cuestión principal.
Allí el tío Chispas, director de la escena, ostentaba su grande inteligencia ante los taimados ojos
de la Chusca, moza de siete cuartas, aventurada y resuelta, con más desenfado de acción que un
molino de viento, y más sal en el cuerpo que la montaña de Cardona. Allí Juanillo (alias
Vinagre) con un pañuelo en la cabeza y una manta pendiente del hombro, miraba a entrambos
con ojos amenazadores, y su feroz expresión y su atezado rostro, ofrecían un fiel trasunto del
celoso amante de Desdémona. Otros grupos más o menos interesantes retrataban todos los
grados posibles del amor carnal, desde la primera mirada incentiva, hasta el último desdeñoso
puntapié. Allí, en fin, los maridos de aquellas deidades, último término del cuadro, formaban
una gruesa falange, y seguían apresurados el trote de los delanteros, todos revueltos, mansos y
bravíos, como en el camino de Abroñigal.
Sostenida en hombros de los más autorizados, y en un grotesco ataúd, se elevaba una
figura bamboche formada de paja y con vestido completo, el cual pelele era una vera efigies por
su traje y hasta sus facciones del señor Marcos, marido y conjunta persona de la Chusca, a cuya
ventana había estado expuesto de cuerpo presente en los tres días de carnes-tolendas; ofrenda
dirigida por sus propias manos en obsequio del faraute de la fiesta, su predilecto y osado Chirlo,
y emblema harto claro para él y para los circunstantes, y únicamente mudo para el cándido
original de aquella ingeniosa mistificación.
En la boca del pelele, y casi sin que nadie lo echase de ver, una mísera sardina iba
destinada a la fatal huesa, sucediendo en esta fiesta como en otras más importantes en que la
multitud de accesorios cubren y hacen olvidar el objeto principal.
Precedían, seguían, o esperaban a tan regia comitiva en todos los puntos de la fiesta,
diversos Coros o estaciones, por lo regular delante de los puestos de licores o de las calderas de
buñuelos, en estos términos.
Coro de doncellas
Las que envuelven cigarros en la fábrica del Portillo de Embajadores.
Las que pasean entre dos luces desde la Red de San Luis a la plazuela de Santa Ana,
dedicadas al comercio por menor.
Las que hacían de Madre España, y de Virtudes teologales, y de Diosas del Olimpo en
las funciones de la Jura.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Las que venden rábanos en verano, o avellanas en feria, o naranjas en primavera, o
castañas en invierno.
Las que vinieron de su pueblo a servir a un amo, y acabó su humildad por servir a
muchos, barro frágil de Alcorcón, sujeto a golpes y quebraduras.
Coro de mancebos
Todos los que asisten al encierro del domingo; los que pueblan la cuerda de la plaza, los
que venden bollos o truecan por vino agua de naranja o café.
Los que hicieron el paseo de Recoletos, o prestaron iguales servicios al Estado en
puentes y calzadas.
Los que forman las diversas comisiones de industria de esta capital; comisión de
pañuelos; comisión de relojes; comisión de cuarenta horas; comisión de posadas y forasteros.
Los que juegan a la barra en las tapias de Chamberí, o cantan amores a las ninfas del
Manzanares, o cobran el barato en la Virgen del Puerto, o venden caballos en el portillo de
Lavapiés.
Todos los estropeados de los ojos o piernas, que los tienen buenos para huir de San
Bernardino, o los que rascan guitarras a las puertas del jubileo, o sanan de sus accidentes
epilépticos a la vista de un alguacil.
Coro de inocentes
Todos los que venden fósforos y libritos de papel en la Puerta del Sol y sus adyacentes.
Los que cargan arena en los altos de San Isidro, o juegan a las aleluyas en la pradera de
los Guardias.
Los que arrojan carretillas o garbanzos de pega a las faldas de las mujeres, o apalean los
perros, o cogen la fruta de los puestos y echan a correr.
Los que vocean por las calles «el papel que ha salido nuevo», o acompañan a los héroes
en sus triunfos y a los reos en su suplicio; órganos destemplados de la pública opinión, fuelles
del aura popular.
Todas estas y otras muchas clases que sería harto prolijo enumerar, alternaban
confusamente con los enjaezados caballos, las campanillentas calesas, los perros aulladores,
máscaras espantosas, fuegos y petardos disparados al viento.
En tan amable desorden y con la progresión que es consiguiente al continuo trasiego del
mosto desde las botas a los estómagos, descendió la imponente comitiva hacia la puente
toledana, siguiendo a lo largo por las frondosas orillas del Canal, y dándosele una higa, así de la
elegante capital que dejaba a la espalda, como del fúnebre cementerio que miraba a su frente.
La burlesca y profana parodia se verificó en fin con toda solemnidad; ni se
economizaron los cánticos burlescos, ni las religiosas ceremonias; el mísero pececillo quedó
sepultado, cerca del tercer molino, en una profunda huesa y dentro de una caja de turrón; el
pelele tío Marcos ardió ostentosamente encima de una elevada pira; y creciendo con las sombras
de la noche el bullicio y la embriaguez, agitáronse más y más los ánimos, callaron las lenguas,
hablaron los garrotes, y para que nada faltase a la propiedad de aquellas profanas exequias,
diversos combatientes a la luz de las llamas se entregaban mutuamente a la más encarnizada
pelea...
A la mañana siguiente la gente se agrupaba a mirar por la reja que hay debajo de la
escalerilla del hospital... Dos cadáveres mutilados y desconocidos, expuestos hasta que algún
pasajero pudiese declarar sus nombres y la causa de su muerte... ¡Sus nombres!... ¡la causa de su
muerte!... la Chusca lo sabía; y todo el barrio, menos el tío Marcos, los adivinó.
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PROF. DR. ANTONIO GARCÍA MEGÍA –– SERIE APOYOS DIDÁCTICOS
EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El autor y su obra
Rosalía de Castro
MICROBIOGRAFÍA
Nace en de febrero de 1837 a la entrada de Santiago de Compostela. Es
hija natural de un sacerdote y de una dama noble, aunque de pocos
medios económicos. Sus primeros años de vida son tutelados por sus tías
paternas viviendo en Ortoño y Padrón. Posteriormente su madre la toma a
su cargo pasando a residir en Santiago de Compostela. Aquí asiste a las
actividades programadas por el Liceo de la Juventud donde entra en
contacto con personalidades destacadas del mundo intelectual gallego.
Marcha a Madrid y publica un folleto de poesías premiado La flor.
Contrae matrimonio con Manuel Murguía, quien la anima en su quehacer literario, y publica
Cantares Gallegos. De constitución enfermiza y débil, muere de cáncer de útero en su casa de
Padrón en 1885. Entre sus obras se encuentra algunas narraciones románticas: La Hija del Mar,
Flavio, Ruinas y El Caballero de las Botas Azules. Sus libros más transcendentes son de la
época maura, Follas novas, su último título, y Cantares gallegos. La crítica suele citar como
obra maestra en castellano En las orillas del Sar, de versos de tono íntimo, cargados de
nocturna belleza. Otras piezas son poesías sueltas, cuadros breves de costumbres y artículos de
revistas.
TEXTO
¡Cuán tristes pasan los días!
A MI MADRE
I
¡Cuán tristes pasan los días!...
¡cuán breves... cuán largos son!...
Cómo van unos despacio,
y otros con paso veloz...
Mas siempre cual vaga sombra
atropellándose en pos,
ninguno de cuantos fueron,
un débil rastro dejó.
¡Cuán negras las nubes pasan,
cuán turbio se ha vuelto el sol!
¡Era un tiempo tan hermoso!...
Mas ese tiempo pasó.
Hoy, como pálida luna
ni da vida ni calor,
ni presta aliento a las flores,
ni alegría al corazón.
¡Cuán triste se ha vuelto el mundo!
¡Ah!, por do quiera que voy
sólo amarguras contemplo,
que infunden negro pavor,
sólo llantos y gemidos
que no encuentran compasión...
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
¡Qué triste se ha vuelto el mundo!
¡Qué triste le encuentro yo!...
II
¡Ay, qué profunda tristeza!
¡Ay, qué terrible dolor!
¡Tendida en la negra caja
sin movimiento y sin voz,
pálida como la cera
que sus restos alumbró,
yo he visto a la pobrecita
madre de mi corazón!
Ya desde entonces no tuve
quien me prestase calor,
que el fuego que ella encendía
aterido se apagó.
Ya no tuve desde entonces
una cariñosa voz
que me dijese: ¡hija mía,
yo soy la que te parió!
¡Ay, qué profunda tristeza!
¡Ay, qué terrible dolor!...
¡Ella ha muerto y yo estoy viva!
¡Ella ha muerto y vivo yo!
Mas, ¡ay!, pájaro sin nido,
poco lo alumbrará el sol,
¡y era el pecho de mi madre
nido de mi corazón!
TEXTO
Brillaban en la altura
A LAS ORILLAS DEL SAR
Brillaban en la altura cual moribundas chispas
las pálidas estrellas,
y abajo... muy abajo en la callada selva,
sentíanse en las hojas próximas a secarse,
y en las marchitas hierbas,
algo como estallidos de arterias que se rompen
y huesos que se quiebran,
¡qué cosas tan extrañas finge una mente enferma!
Tan honda era la noche,
la oscuridad tan densa,
que ciega la pupila
si se fijaba en ella
creía ver brillando entre la espesa sombra
como en la inmensa altura las pálidas estrellas,
¡qué cosas tan extrañas se ven en las tinieblas!
En su ilusión creyóse por el vacío envuelto,
y en él queriendo hundirse
y girar con los astros por el celeste piélago,
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
fue a estrellarse en las rocas que la noche ocultaba
bajo su manto espeso.
TEXTO
El caballero de las botas azules
CAPÍTULO I
Hay en Madrid un palacio extenso y magnífico, como los que en otro tiempo levantaba
el diablo para encantar a las damas hermosas y andantes caballeros. Vense en él habitaciones
que por su elegante coquetería pudieran llamarse nidos del amor, y salones grandes como plazas
públicas cuya austera belleza hiela de espanto el corazón y hace crispar los cabellos. Todo allí
es agradable y artístico, todo impresiona de una manera extraña produciendo en el ánimo
efectos mágicos que no se olvidan jamás.
A pesar de esto, hubo un día no lejano en que ni el amor ni la franca alegría encontraban
allí asilo, y en que el llanto y la desgracia pasaban a prisa ante aquellas doradas puertas, sin
atreverse a traspasar su dintel.
¡Mansión de paz... afortunada mansión! El que la poseía en toda la plenitud de su regia
belleza era rico como Creso, sibarita como Lúculo, filósofo como Platón, y a pesar de sus
principios basados en una moral austera entendía como ninguno el arte de pasar la vida lo más
apacible y dulcemente que puede alcanzar criatura mortal.
¡Oh, qué mañanas suavemente arrastrado en una carretela de blanco movimiento,
mientras un sol templado y cariñoso resplandecía en la altura! ¡Oh, qué tardes pasadas al grato
calor de un fuego aromático y viendo, a través de los anchos cristales, la muchedumbre que se
tropieza en las fangosas calles, que sopla los dedos y tirita de frío!... y, ¡oh, qué tranquilas
noches oyendo resonar en alguna habitación lejana los ecos del piano, mientras el viento pasaba
rebramando por entre la hojarasca de los solitarios jardines y humeaba en la tacilla de oro el rico
café de Moka! Tales hechos, como diría cualquier periodista, no necesitan comentarios.
El señor de la Albuérniga -así se llamaba tan dichoso mortal-, conocido, y no sin razón,
por una de las notabilidades más ricas y más raras de la corte, se trataba como una tierra madre
trata a su hijo predilecto, queriendo sin duda probar en sí mismo cuánto podía durar en estos
tiempos de decadencia física un hombre cuidado a la perfección. Por eso, y a fin de que ninguna
sedosa o torpe mano viniese a turbar de cualquier modo que fuera su apacible existencia, había
empezado por cerrar su alma al sentimiento y la ternura.
Vivía célibe, sin amistades íntimas, sin amores, desligado de todo lo que no era su
propia persona y ajeno a toda ambición. Filósofo por entretenimiento, amaba instintivamente el
bien y aborrecía el mal; pero en vano se hubiera esperado que hiciese por el prójimo ni mal ni
bien. Antes que todo estaba él después él siempre él; lo demás, era cuestión de los demás.
Verdadero anacoreta del siglo en que vivimos, su casa, cuajada de mármoles y obras de arte, era
la encantada Tebaida donde vivía en sí y para sí. ¿Qué podía echársele en cara? ¿Conspiraba
nunca contra el gobierno? ¿Había dado o negado su voto, fuesen o viniesen leyes?
-¡Paz!... ¡Reposo!... ¡Bienes sin precio que me ha concedido el cielo..., yo os bendigo!
Esto solía repetir con mesura y recogimiento en los momentos más caros a su
existencia: la hora de la siesta. ¡Hora de castas delicias!... ¡Hora dulcísima! Sin ella, ¿qué
hubiera sido, qué se hubieran hecho después de la suculenta comida los espíritus apacibles? Era
ésta la hora suprema en que el gran caballero, después de haber comido con excelente apetito, se
levantaba de la mesa para ir a gozar del más dulce reposo en un ancho y mullido sillón. Allí
entre despierto y dormido, veía al silencio tender sus alas sobre aquella mansión afortunada, y
soñaba tranquilo ya con lo vano y lo pasajero de los goces de esta vida, ya con la insuperable
amargura que la idea de la muerte debe prestar a las conciencias non sanctas, de cuyo número
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excluía la suya. Y el buen caballero tenía razón en este punto, porque pasaba sus días en una
balsa de aceite. ¡Ay de quien entonces osara interrumpirle en su sueño!...
Pero... ¿pudiera eso acontecer? Admirado, acatado y respetado siempre como una
notabilidad riquísima, ninguno había osado jamás contradecir a la singularidad rarísima, muy
dueña, por otra parte, de dormir cuando y como quisiera a la extensa sombra de su mansión
encantada. Pagárala, era suya, y amén.
Tres fieles y leales servidores velaban y cuidaban día y noche al poderoso caballero que
se hacía entender de ellos por medio de un gesto o de una mirada. ¡Oh! ¿Y quién como él vio
nunca cumplidos sus menores caprichos? Atentos a la más leve insinuación de aquella dichosa
criatura, sus servidores no cesaban de repetir con un entusiasmo siempre igual: «Que esté el
señor contento, y desquíciese el universo».
¡Mas no vayamos a formarnos ilusiones vanas! Este extraño razonamiento en un criado,
y sobre todo en un criado de nuestros días, no provenía ni de benevolencia, ni de instintos de
afecto o mansedumbre. El caballero de la Albuérniga pagaba con desusada magnificencia un
buen servicio, haciendo que el oro ocupase el lugar de la gratitud y de las consideraciones, y
tenía una puerta franca a toda hora para el que cometía la primera falta, ¡la primera sin
apelación!, porque, perdonada ésta, solía decir el rico-filósofo-sibarita, quedaba ancho y fácil
camino para la segunda. He aquí por qué sus tres criados eran los mejores criados del mundo, y
por qué hubieran consentido en sufrir el tormento antes que pronunciar una palabra en voz alta
cuando su amo y señor dormía.
Después que el reloj del gran salón de mármol negro había dado las tres de la tarde, el
palacio más silencioso del mundo se convertía en una tumba. Ni el zumbido de un insecto
turbaba aquel reposo de muerte. Como se ve bien claramente, el de la Albuérniga amaba sobre
todo la quietud y la buena concordia entre su cuerpo y su espíritu: era idólatra de esa paz interior
y exterior que hace del hombre el ser más perfecto, y gustaba de encontrar lisa y llana la senda
de la vida, lo cual había conseguido y pensaba conseguir hasta el fin de sus días.
Mas para probar sin duda que no hay nada en la tierra ni estable ni duradero, y que todo
lo que es obra del hombre cambia y perece al menor soplo, un acontecimiento inaudito y no
conocido todavía en los anales del palacio de la Albuérniga vino a turbar tan pura y serena
existencia.
En una calurosa tarde de agosto, a la hora en que las mismas flores parecen languidecer
de fatiga y cuando el de la Albuérniga sentía que los cansados párpados se le cerraban
blandamente para hacerle gustar las incomparables delicias de la siesta, en una tarde de verano,
un ruido estrepitoso y agudo al mismo tiempo llegó hasta él, haciéndole dar un salto en su
asiento como si hubiese sentido la picadura de un áspid.
Era el de una campanilla de las antecámaras, cuyo repiqueteo prolongado y maldecido
hería los oídos, irritaba los nervios y se extendía por todo el palacio semejante a un trueno. Tan
conmovido quedó el caballero que pensó por un instante si aquel estruendo atronador sería
delirio o alucinación de su mente... pero no cabía duda: alguna mano nerviosa, o endemoniada
acaso, agitaba la fatal campanilla cuyo timbre desgarraba sin compasión el delicado tímpano del
hombre más pacífico de la tierra y hacía estremecer su alma como si fuese el eco de la trompeta
final.
Los criados, en tanto, llenos de asombro, pálidos como la misma muerte y dando
traspiés como beodos, se habían encaminado hacia la puerta para saber quién era el que osaba
cometer tan deplorable, tan inconcebible escándalo.
Un joven y elegante caballero, vestido de negro, que calzaba unas botas azules que le
llegaban hasta la rodilla, y cuyo fulgor se asemejaba al fósforo que brilla entre las sombras, se
hallaba en pie a la entrada de la antecámara, agitando en una mano el cordón de la campanilla
mientras con la otra daba vueltas a una varita de ébano cubierta de brillantes y en cuya
extremidad se veía un enorme cascabel. Era el singularísimo y nunca bien ponderado personaje
de elevada talla y arrogante apostura, de negra, crespa y un tanto revuelta, si bien perfumada
cabellera. Tenía el semblante tan uniformemente blanco como si fuese hecho de un pedazo de
mármol, y la expresión irónica de su mirada y de su boca era tal que turbaba al primer golpe el
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ánimo más sereno. Sobre su negro chaleco resaltaba además una corbata blanca que al mismo
tiempo era y no era corbata, pues tenía la forma exacta de un aguilucho de feroces ojos con las
alas abiertas y garras que parecían próximas a clavarse en su presa. A pesar de todo esto, el
conjunto de aquel ser extraño era, aunque extraordinario en demasía, armonioso y simpático.
Sus botas, maravilla no vista jamás, parecían hechas de un pedazo del mismo cielo, y el
aguilucho que por corbata llevaba hacía un efecto admirable y fantástico: podía, pues, decirse de
aquel personaje que, más bien hombre, era una hermosa visión.
Acometidos de una doble sorpresa, los criados retrocedieron al verle; mas él les
preguntó enseguida:
-¿El señor de la Albuérniga?
-Duerme... -respondió uno con inseguro acento.
-Sírvase usted despertarle.
-¡Despertarle...! -exclamó otro temblando-. Antes dejaríamos que el palacio se
desplomase sobre nosotros. Nadie despierta al señor de la Albuérniga cuando duerme... Es cosa
que sabe todo el mundo.
-Y yo también -añadió el caballero con indefinible sonrisa-; pero necesito verle en este
instante, y si ustedes no me anuncian, lo haré yo mismo. Soy el duque de la Gloria.
Con la voz añudada en la garganta, el más valiente de los criados se atrevió a responder
todavía:
-Perdónenos el señor duque... pero... nos es absolutamente imposible anunciarle ni
permitir que lo haga su señoría.
-¡Ah...!, no necesito permiso -dijo entonces el caballero con naturalidad. Y cogiendo de
nuevo el cordón de la campanilla hizo que la tormenta anterior volviese a empezar en el grado
más sublime de las tempestades. El escándalo no podía ser mayor; el palacio parecía
estremecerse, y los criados con el espanto retratado en el semblante y mesándose los cabellos
pedían en vano piedad a aquel asesino de su fortuna, por causa de quien iban a ser despedidos
de la mejor casa del mundo.
-¡Caballero...! ¡Caballero...! -repetían con voz sofocada-. Usted nos provoca a que
hagamos uso de nuestro derecho... No nos pagan para que permitamos esto... ¿Qué dirá Madrid
de semejante atropello?
Y como el duque de la Gloria se mostraba tan sordo a sus lamentaciones cual si se
hallase realmente en el lugar de los bienaventurados, los leales servidores de la mejor casa del
mundo iban, aunque temblando, a arrojarse sobre el duque, cuando el mismo señor de la
Albuérniga apareció de repente en la estancia.
Medio envuelto en una ligera bata de seda negra, al través de la cual dejaba entrever
unos calzoncillos de color carne perfectamente ajustados, hubiérase creído a primera vista que
había equivocado el gran señor la antecámara con la sala de baño. Entre su delicado pie y la
alfombra sólo se interponían unos calcetines, hermanos de aquellos hermosos calzoncillos,
digna invención de la industria inglesa; cubríale la cabeza un gorro de cachemira blanco y
concluyendo en punta, bajo del cual salían con profusión hermosos rizos de cabellos castaños, y
como la cólera había tornado pálido y hosco el semblante siempre sereno del caballero,
excusado es decir que tenía el aire más notable y distinguido que imaginarse pueda. Un tinte
sombrío pareció extenderse con su presencia por aquella singular escena, a pesar del resplandor
brillante y azulado con que la iluminaban las botas del duque de la Gloria.
Alto y corpulento como un hijo del Cáucaso, la hermosa cabeza del caballero parecía
fulminar rayos, mientras lanzaba sobre sus aterrados servidores interrogadoras miradas que
encerraban un tratado de disciplina doméstica. El rico-filósofo-sibarita estaba imponente como
Neptuno cuando fruncía las arqueadas cejas. A pesar de esto, el duque de la Gloria le miró de
alto a bajo con una casi inocente curiosidad, parándose a contemplar con suma complacencia ya
el gorro cómico, ya los calzones, ya los casi descalzos pies del irritado caballero... y... ¡cosa
extraña!, mientras éste se puso a contemplar, a su vez, la corbata, la varita negra y las
deslumbradoras botas azules del duque, la cólera que antes le había tornado tan pálido el
semblante pareció reconcentrarse en lo profundo de su corazón para dejar paso a la admiración
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
y al asombro. Un silencio profundo reinaba en la estancia, tomando así aquella escena, nueva en
el colorido y en la forma, un interés creciente.
¡Cómo, a medida que el duque agitaba distraídamente la varita con el cascabel, la
graciosa nariz del señor de la Albuérniga iba dilatándose... dilatándose... semejante a una
amenaza que se ignora hasta dónde... puede alcanzar!
Fue el duque quien, interponiendo su argentina voz entre las extrañas iras de un
cascabel sonoro y de una hermosa nariz, dijo el primero:
-Sospecho que me hallo en presencia del señor de la Albuérniga.
-¡De sospechar es! -repuso éste, con pausa aterradora.
-En efecto -añadió el duque, con un tono frío y cortés-; sólo este caballero podría usar
un traje tan adecuado a su persona y a la estación reinante.
Miróle el de la Albuérniga, al oír tal, como una dama aristocrática miraría un insecto
desconocido, que de repente se le hubiese posado en la blanca falda. Adelantó después un paso,
rascó una ceja, echó hacia atrás el gorro descubriendo una frente espaciosa y lisa como una
plancha de acero, y plantándose frente a frente del duque, como si pretendiese medir su altura,
dijo con una calma tras de la cual parece que debía haber o un abismo o muchísimo sueño:
-Sepamos, caballero, ¡o lo que usted sea!, qué motivo de vida o muerte pudo obligar a
una persona nacida a hacer tan insolente protesta contra mi voluntad, ¡¡aquí!!, en el seno de mi
propio hogar.
-No me ocupo de protestar contra ajenas voluntades... Otros asuntos más graves llenan
mis horas -respondió el duque con llaneza.
Un silencio más largo que el primero se siguió a estas palabras. El de la Albuérniga no
acertaba a creer que las hubiese oído y le hubiesen sido dichas en un tono que, ¡vive el cielo!, no
había sufrido nunca en ningún otro hombre. En el colmo, pues, de la más sorda cólera, y de un
asombro siempre creciente, añadió por fin en voz tan baja que costaba trabajo percibirla:
-¿Sabe usted que estoy en mi casa? ¿Que amo el silencio y el reposo como el mayor
bien de la vida? ¿Que no permito ¡jamás!, ¡jamás! que se me interrumpa en mi sueño?
-Ése fue precisamente el motivo que me trajo aquí antes de que pasase la hora en la
cual, sin excepción alguna, se excluye de esta morada a todo ser que tenga vida y respire.
-¡¡¡Cómo!!! ¡preci... sa... men... te... por eso...! ¡¡¡Ah!!!
Con verdaderas e inequívocas muestras de un pasmo profundo, hizo el de la Albuérniga
estas exclamaciones, y, por un instante, hubiérase creído que iba a devorar o convertir en polvo
a su adversario... Mas no sucedió así. Su mirada se fijó indistintamente ya en la corbata, ya en la
varita, ya en las botas del duque, y con un acento que ya no revelaba cólera sino ardiente
curiosidad, exclamó después:
-Tan estupendo me parece lo que acabo de oír con mis propios oídos y ver con mis
propios ojos, en mi propia casa, a la hora de mi reposo, me hace un efecto tan
extraordinariamente nuevo y singular que... se hace forzosa una explicación entre nosotros.
Sírvase acompañarme.
El duque siguió al de la Albuérniga, y al ver los criados el inesperado giro que había
tomado aquel suceso, para ellos aterrador, tomaron aliento diciendo:
-Fuego mata fuego. Es un refrán que no engaña.
[…]
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Anexo
Documentos complementarios
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
El Liberalismo
HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS
Jean Touchard
La historia de las ideas políticas en el siglo XIX está dominada por el progreso del
liberalismo en el conjunto del universo. El liberalismo triunfa en Europa occidental; se propaga
en Alemania y en Italia, donde el movimiento liberal está ligado estrechamente al movimiento
nacional;; gana la Europa oriental (lucha de “eslavófilos” y “occidentales”);; penetra, bajo su forma europea, en los países de Extremo Oriente, que se abren al comercio occidental; las
repúblicas latinoamericanas se otorgan Constituciones liberales, inspiradas en la Constitución de
Estados Unidos.
En cuanto a Estados Unidos, aparece como la tierra de elección del liberalismo y de la
democracia, eficazmente conciliados. De considerar solamente las doctrinas, cabría la tentación
de dejar a un lado la aportación de Estados Unidos; pero lo que importa es la imagen de Estados
Unidos, no las obras doctrinales —relativamente poco numerosas y poco originales— que allí
salen a la luz. Sin duda, la imagen que los liberales europeos adoptan, con frecuencia está muy
lejos de corresponder a la realidad. El mismo Tocqueville, más que describir la realidad
americana, interpreta los Estados Unidos a la luz de sus propias convicciones. La referencia a
Estados Unidos adopta, pues, la forma de un mito o de una serie de mitos, cuya historia desde
comienzos del siglo XIX es muy instructivo seguir.
El siglo XIX es, ante todo, el siglo del liberalismo, Pero ¿de qué liberalismo? Son
necesarias aquí algunas distinciones.
Liberalismo y progreso técnico
El liberalismo es inicialmente una filosofía del progreso indivisible e irreversible;
progreso técnico, progreso del bienestar, progreso intelectual y progreso moral yendo a la par.
Pero el tema del progreso se vacía poco a poco de su substancia. Hacia finales del siglo XIX son
numerosos los liberales -especialmente en Francia- que sueñan con una era estacionaria, con un
universo detenido; este estado de ánimo es particularmente evidente entre los progresistas de los
años 1890. De esta forma es necesario distinguir entre un liberalismo dinámico, que acepta la
máquina y que favorece la industria, y un liberalismo económicamente conservador y
proteccionista. Esa primera forma del liberalismo prevalece, en conjunto, en Inglaterra; y la
segunda domina en Francia, donde el liberalismo —generalmente más audaz que en Inglaterra
en materia política— se muestra, económicamente muy timorato, y donde el progreso de la
industria y de los transportes se debe a hombres, especialmente los saintsimonianos, cuyas
concepciones políticas son totalmente ajenas al liberalismo tradicional.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
Liberalismo y burguesía
El liberalismo es uno de los elementos originarios de la filosofía de la burguesía. Pero,
durante el siglo XIX, las fronteras del liberalismo no coinciden ya en manera alguna -si es que
alguna vez coincidieron exactamente- con las fronteras de la burguesía. La situación, a este
respecto, difiere según las épocas y según los países. En Francia el liberalismo permanece, en
conjunto, estrechamente vinculado a la defensa de los intereses (“Bajo la guardia de nuestras ideas, venid a colocar vuestros intereses”, dice irónicamente el liberal Charles de Rémusat).
Pero mientras que el liberalismo francés apenas evoluciona y lleva la impronta de un orleanismo
congénito, Inglaterra conoce varias tentativas para ensanchar y revisar el liberalismo,
especialmente en la época de Stuart Mill y, más tarde, en los últimos años del siglo XIX. El
socialismo francés del siglo XIX constituye una reacción contra el liberalismo burgués, en tanto
que el socialismo inglés está impregnado en gran medida de liberalismo: el hecho es
particularmente claro entre los fabianos. El liberalismo inglés es más inglés que burgués, siendo
el imperialismo su término normal; el liberalismo francés es más burgués que francés, y,
dedicado a conservar, vacilará en conquistar, por lo que el Imperio colonial francés será obra de
algunos individuos.
Liberalismo y libertad
En el siglo XVIII se hablaba indistintamente de libertad y de libertades; y el liberalismo
aparecía como la garantía de las libertades, como la doctrina de la libertad. La confusión de los
tres términos (liberalismo, libertades y libertad) es manifiesta en la monarquía de julio. Pero en
la misma medida en que el liberalismo aparece como la filosofía de la clase burguesa, no
asegura más que la libertad de la burguesía; y los no-burgueses, por ejemplo, Proudhon, tratan
de establecer la libertad frente al liberalismo.
Por consiguiente, existen, por lo menos, dos clases de liberales: los que piensan -como
dirá más tarde Emile Mireaux en su Philosophie du libéralisme (1950- que el “liberalismo es uno porque la libertad humana es una”, y los que no creen en la unidad de la libertad humana y
piensan que la libertad de unos puede alienar la libertad de otros.
Liberalismo y liberalismos
Durante mucho tiempo el liberalismo aparece como un bloque: para Benjamin Constant,
liberalismo político, liberalismo económico, liberalismo intelectual y liberalismo religioso no
constituyen más que los aspectos de una sola e idéntica doctrina. “He defendido durante cuarenta años -escribe- el mismo principio: libertad en todo, en religión, en literatura, en
filosofía, en industria, en política; y por libertad entiendo el triunfo de la individualidad, tanto
sobre la autoridad que pretenda gobernar mediante el despotismo, como sobre las masas que
reclaman el derecho de sojuzgar a la minoría”.
Esta concepción es la del siglo XVIII, para el que la unidad del liberalismo era un
dogma indiscutible. Pero en el siglo XIX se produce un hecho capital: la fragmentación del
liberalismo en varias ideologías distintas, aunque no siempre distinguidas:
- El liberalismo económico descansa sobre dos principios: riqueza y propiedad; se
opone al dirigismo, aun aviniéndose con los favores del Estado; es el fundamento doctrinal del
capitalismo;
- El liberalismo político se opone al despotismo; es el fundamento doctrinal del
Gobierno representativo y de la democracia parlamentaria;
- El liberalismo intelectual se caracteriza por el espíritu de tolerancia y de
conciliación; este espíritu liberal no es exclusivo de los liberales, algunos de los cuales se
muestran incluso notablemente intolerantes.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
De esta forma, la unidad del liberalismo, al igual que la unidad del progreso, se nos
presenta como un mito. El liberalismo ofrece aspectos muy diversos, según las épocas, según
los países y según las tendencias de una misma época y de un mismo país."
Artículo localizable en
http://www.claseshistoria.com/revolucionesburguesas/%2Btextotouchard.htm
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Breve historia de la prensa
FRAGMENTOS
Natalia Bernabeu Morón
Los orígenes de la prensa
El periódico, tal como hoy lo conocemos, nació en Inglaterra, en el siglo XVIII. Con
anterioridad a esta fecha, existieron ciertas formas de comunicación social.
Ya en la Roma antigua existían distintos medios de información pública: Las Actas
públicas o Actas del pueblo consistían en una serie de tablones expuestos en los muros del
palacio imperial o en el foro, en los que se recogían los últimos y más importantes
acontecimientos sucedidos en el Imperio. Los subrostani se ganaban la vida vendiendo noticias
o fabricando informaciones sensacionalistas y sin sentido.
En la Edad Media surgieron los mercaderes de noticias que redactaban los Avisos,
también llamados folios a mano. Consistían en cuatro páginas escritas a mano, que no llevaban
título ni firma, con la fecha y el nombre de la ciudad en que se redactaban. Se vendían en los
puertos y ofrecían informaciones del mediterráneo oriental (lugar en que se desarrollaba la
actividad bélica de las cruzadas), recogían noticias facilitadas por marineros y peregrinos. Estos
avisos tuvieron un gran éxito y enseguida fueron censurados por las autoridades de toda Europa.
También nacieron en torno a los puertos los Price-courrents que daban informaciones sobre los
precios de las mercancías en el mercado internacional, los horarios de los barcos, etc.
En el siglo XV, con la invención de la imprenta, los avisos y price-courrents dejaron de
hacerse manuscritos y se imprimieron. Aparecieron otras publicaciones periódicas nuevas: los
Ocasionales informaban de un hecho excepcional de forma eventual, cuando la ocasión lo
requería. Los más famosos fueron los de Cristóbal Colón, contando el descubrimiento de
América. Pronto comenzaron a ser publicados por los gobiernos, que los utilizaron como medio
de propaganda. Tenían formato de libro y portada ilustrada.
Las Relaciones eran publicaciones de periodicidad semestral, coincidían con las dos
ferias anuales de editoriales y libreros, que tenían lugar en la ciudad de Frankfort. Recogían los
principales acontecimientos ocurridos en Europa durante los seis meses que separaban una feria
de otra
En el siglo XVI se siguen publicando avisos, ocasionales, relaciones...y aparece un
nuevo tipo de publicación: los Canards iguales que los ocasionales pero de contenido más
popular. Trataban temas sensacionalistas: monstruos, milagros..; y la explicación de los mismos
suele ser siempre religiosa.
Desde 1609 empiezan a publicarse las Gacetas con periodicidad semanal. Al principio
eran impresas por editores privados, pero enseguida quedaron bajo la protección de los Estados
Absolutos que las utilizaron como medio de propaganda de la monarquía. Las gacetas más
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
famosas fueron las francesas: La Gazette, Le Journal des Savants, y Le Mercure Galan, todas
ellas del S.XVII. Estas publicaciones tuvieron gran influencia en España, donde fueron imitadas
en el S.XVIII. La primera española fue la Gaceta de Madrid, de 1661. […]
El siglo XIX. El papel de la prensa en la difusión de las ideas liberales
Tras la Revolución Francesa se produjo en toda Europa una reacción conservadora y se
impuso de nuevo el absolutismo por lo que los periódicos liberales tuvieron que dirigir sus
esfuerzos a luchar contra él. Estas publicaciones, de clara tendencia política, defendieron la
libertad y ejercieron una importante labor en las revoluciones liberales de 1830 y 1848. Fueron
creadoras de opinión pública, y fermento de las instituciones democráticas. Tras el triunfo del
liberalismo, todos los países occidentales reconocieron (hacia 1881) la libertad de expresión y
dictaron leyes de prensa. Durante el S.XIX se pueden diferenciar dos bloques de medios
informativos:
La prensa política: caracterizada por la utilización de los medios como vehículo de
transmisión de una ideología.
La prensa informativa: que evolucionará hacia la prensa de masas del S.XX y cuyo
objetivo inmediato es el beneficio económico.
A mediados del S.XIX surgieron las agencias de noticias y las de publicidad. El
desarrollo del ferrocarril favoreció la rápida difusión de los periódicos. El telégrafo fue utilizado
por las agencias de noticias para difundir informaciones. Se impuso así un "nuevo periodismo",
en el que los mensajes habían de ser claros, concisos y objetivos.
Hacia el final del siglo XIX las empresas periodísticas introdujeron innovaciones
técnicas y mejoraron los métodos de recogida de noticias y los sistemas de distribución. A ello
contribuyeron la mecanización de la imprenta, las mejoras en la fabricación del papel y la tinta,
la extensión del ferrocarril, etc. Nuevos hombres de negocio con una mentalidad moderna
crearon empresas informativas rentables, como el periódico The Times que apareció en 1785.
También a finales del siglo nació en Londres el primer dominical: el Weekly Meseger,
fundado en 1796 por Jon Bell, impresor de larga experiencia. Estos periódicos, cuya finalidad
era el entretenimiento, contenían narraciones de crímenes y aventuras escandalosas, relatos
novelescos de literatura popular, parecidas a las de los viejos canards, páginas de pasatiempos
(juegos, crucigramas), humor escrito o grabado, etc. todo ello en un lenguaje asequible a un
público poco habituado a leer. Los dominicales acostumbraron a la lectura a las clases bajas,
hicieron posible el surgimiento de la literatura popular de los siglos XIX y XX y crearon el
mercado de la gran prensa de masas.
Apareció un gran número de periódicos: de élite para las clases sociales altas, de gran
calidad y elevado precio; populares, más baratos y sensacionalistas, para las clases más bajas; y
radicales: periódicos políticos dirigidos al proletariado. Esto dio lugar a la aparición de un
importante público lector entre las clases populares que favoreció el desarrollo de las empresas
informativas las cuales empezaron a obtener grandes beneficios.
La prensa española del siglo XIX
La Guerra de la Independencia creó una gran demanda informativa. Por otra parte, el
gobierno provisional, reunido en Cádiz, decretó en 1810 la libertad de prensa y los ciudadanos
querían saber qué ocurría en las sesiones de las Cortes...; todo ello provocó la multiplicación de
las publicaciones periódicas de todas las tendencias: periódicos liberales como El Conciso o El
Robespierre Español; anticonstitucionalistas como El Censor General; e incluso afrancesados
como La Gaceta de Sevilla o El diario de Barcelona.
Con el regreso de Fernando VII se volvió a interrumpir toda la actividad periodística: El
25 de abril de 1815 prohibió cualquier publicación no oficial. A partir de este momento y
durante toda la primera mitad del siglo se suceden los periodos liberales, en los que la prensa
puede desarrollarse, y las etapas absolutistas en las que se prohíben este tipo de publicaciones.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
En 1834, tras la muerte de Fernando VII, regresan a España los liberales expulsados en 1823.
Estos exilados no sólo traen las ideas románticas, sino las nuevas formas de hacer periodismo de
los ingleses.
Los periódicos anteriores a 1835 apenas incluían informaciones. Trataban temas
políticos o científicos. Solían tener formato pequeño, estaban escritos en una columna y su
aspecto era bastante aburrido. Pero a partir de esta fecha surgen otros más parecidos a los
actuales. Desde 1868 siguen existiendo periódicos de opinión, defensores de un partido o líder
político, pero se desarrolla una prensa informativa que es la que más éxito tiene entre los
lectores y la que alcanza mayores tiradas. El aspecto externo de estos periódicos es más ameno.
Su contenido ya no se limita a temas políticos, sino que aparecen nuevas secciones de crítica
literaria, pasatiempos, anécdotas y humor. Dedican más espacio a la publicidad e insertan
folletines, (novelas por capítulos) que gozaban de gran aceptación entre el público lector.
Tras la revolución de 1868, la Constitución de 1869 reconoce la libertad de prensa, por
lo que, de nuevo, surgen numerosos periódicos y revistas. En 1883, la Ley de imprenta
establecida por el gobierno liberal de Sagasta favorece también las publicaciones periódicas.
En las primeras décadas del siglo XIX la prensa sigue siendo un producto para minorías
ya que la mayoría de la población era analfabeta. Las tiradas son muy pequeñas, nunca
sobrepasan los 1.5000 ejemplares, pero tienen una amplia difusión debido a la tradición de la
lectura en voz alta , la existencia de gabinetes de lectura y la costumbre de leer los diarios en los
cafés, ateneos y tertulias. En Madrid y en las capitales de provincias fue creándose un público
lector más amplio a medida que se extendió la educación. A partir de 1868 se desarrolla la
prensa femenina. Tras el triunfo de la Gloriosa se abren escuelas para instruir a las clases más
bajas y aparecen los primeros periódicos obreros.
El nacimiento de la actual estructura de la información
A partir de 1880 surgen nuevos medios cuantitativa y cualitativamente distintos a los
del S.XIX que constituyen el origen de la información propia del siglo XX.
En torno a esta fecha los distintos países occidentales dictan leyes de prensa burguesas,
en las que se reconoce la libertad de expresión y organizan su estructura informativa en torno a
las agencias nacionales de noticias las cuales mantienen estrechas relaciones con los gobiernos y
surten de información a los periódicos. Bajo ese predominio de las agencias, todos los medios
atienden a los mismos temas.
El nacimiento de las agencias de noticias provocó algunos cambios en la información
que se han mantenido hasta nuestros días: el establecimiento de la red telegráfica mundial dio
como resultado la ubicuidad informativa y la tendencia a la uniformidad propias de la
información del S.XX. El telégrafo colaboró también al culto a la objetividad informativa. […]
Artículo completo localizable en
http://www.quadraquinta.org/documentos-teoricos/cuaderno-de-apuntes/brevehistoriaprensa.html
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
La oposición al liberalismo: carlismo y guerra civil
FRAGMENTO
Asunción Cuestablanca
A la altura de 1829, Femando VII se encontró con un auténtico problema sucesorio, ya
que tras tres matrimonios no había tenido descendencia. Ese mismo año, contrajo matrimonio
por cuarta vez con María Cristina de Borbón, con quien tendría a Isabel (1830), futura Isabel II
y a María Luisa Fernanda (1834).
En 1830 Fernando publicó la Pragmática Sanción, documento por el cual se permitía
reinar a las mujeres, tal y como venía siendo tradicional en España, hasta la llegada de la Ley
Sálica (1813) promulgada por Felipe V, anulando desde ese momento el "Código de las Siete
Partidas", ley medieval elaborada por Alfonso X que permitía el reinado de las mujeres. Ya en
su día, Carlos IV quiso derogar la Ley Sálica pero el proyecto, aunque aprobado en las Cortes,
no salió adelante.
De nuevo en 1832, el ministro absolutista Calomarde, aprovechando una etapa de
enfermedad del rey, logró que éste derogara por un tiempo la Pragmática Sanción. La reina,
cuando lo supo, destituyó a Calomarde, colocando en su lugar a Cea Bermúdez (absolutista
reformista y más transigente) y, una vez recuperado, el rey, volvió a restablecer la Pragmática.
Cuando en 1833, el 29 de septiembre, el rey muere, las Cortes aceptaron y proclamaron
como legitima heredera a la hija de Fernando VII como Isabel II. Esta situación no fue admitida
por el hermano del rey, Carlos María Isidro, quien se consideraba a sí mismo legítimo heredero.
Él y sus partidarios, carlistas o apostólicos, cruzaron la frontera hacia Portugal, buscando
apoyos para instalarse en el trono como Carlos V, tras promulgar el 1 de octubre de 1833 el
Manifiesto de Abrantes.
Se inició así la primera guerra carlista. Pese a que la cuestión sucesoria parece ser el
origen del carlismo, éste es un fenómeno mucho más complejo y muy dilatado en el tiempo, ya
que se prolonga a lo largo de toda la Historia Contemporánea de España llegando hasta la época
actual. Es un fenómeno que abarca cuestiones sucesorias, sociales y religiosas.
Las primeras, constituyen el punto de vista más simplista, pues en el fondo, fueron
únicamente el detonante de los levantamientos, pero no fueron la causa real del carlismo. Las
segundas son tal vez el aspecto menos conocido, pero el más importante, ya que se trata de una
nueva etapa de la lucha del campo contra la ciudad, del levantamiento campesino (tradicional),
contra la burguesía (progresista y reformadora).
Por último, la Iglesia, junto con el campesinado fue la más perjudicada en las
desamortizaciones, a lo que se unió la interrelación entre ambos grupos, asociados a las áreas
rurales donde la Iglesia ejercía gran influencia.
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
La ideología carlista se resume a la perfección en su lema "Dios, patria, rey y fueros".
El carlismo se localizó sobre todo en la zona norte de España, principalmente en Navarra y País
Vasco, así como en el norte de Cataluña, Maestrazgo (Aragón), Levante y zonas puntuales de
Castilla La Vieja y Extremadura. Además el carlismo se alimentaba de una marcada sensibilidad
sobre la cuestión foral.
Los fueros eran un conjunto de privilegios en los distintos territorios del País Vasco y
Navarra, que habían sido respetados por el centralismo borbónico en el siglo XVIII, debido al
apoyo que estos territorios prestaron a Felipe V en la Guerra de Sucesión. Los fueros establecían
un sistema y régimen fiscal propio, exención del servicio militar, derecho civil y penal propios,
instituciones propias y estatuto de hidalguía de todos sus habitantes. Además representaban la
defensa de la descentralización y del Antiguo Régimen.
La primera guerra carlista (1833-1840) enfrentó a Carlos María Isidro y a Isabel II. El
primero contó con el apoyo del clero rural, de los campesinos sin tierra, de los artesanos y
también de países como Austria, Rusia, Prusia y Vaticano; la segunda contó con el apoyo de la
minoría noble, burgueses, funcionarios, intelectuales, alto clero y países como Francia, Gran
Bretaña y Portugal que formaron la “Cuádruple Alianza” donde las dos primeras se
comprometieron a enviar ayuda contra los carlistas en España y contra sus homólogos
portugueses, los “miguelistas”.
Esta guerra se puede dividir en tres fases. La primera abarcaría de 1833 a 1835. Este
primer período comenzó con victorias carlistas iniciales y se cerró con una gran derrota de los
mismos. Carlos María Isidro entregó las riendas de su ejército al general Tomás
Zumalacárregui, quien consiguió el control de algunas ciudades del País Vasco y Navarra, pero
no el control de todo el territorio. Este primer período terminó con el error estratégico de Don
Carlos de querer tomar Bilbao, de lo cual no fue partidario Zumalacárregui, pues no contaba con
artillería suficiente. Finalmente Zumalacárregui terminó muriendo durante el asalto a Bilbao.
En la Segunda fase (l835-1837) los carlistas decidieron salir del área del País Vasco y
Navarra y por toda España, con las que apenas recibieron adhesiones. Hubo dos grandes
expediciones: la expedición de Miguel Gómez, de 1836, a modo de "razzias", que llegó hasta el
sur y Extremadura, después de pasar por Guadalajara, Cuenca o Albacete y dejando tras de sí
destrucción y crueldad. La segunda, Expedición Real, fue dirigida por el propio Don Carlos,
quien fue hacia el Maestrazgo, y de allí a Guadalajara y Madrid, llegando hasta los arrabales
madrileños en 1837 para intentar concertar el matrimonio entre Isabel y el hijo de Don Carlos,
el Conde de Montemolín y poner de esta forma fin al litigio. Pero el acuerdo fue en vano e hizo
perder mucho tiempo a los carlistas, mientras los liberales aprovecharon para reorganizarse.
Además el ejército carlista estaba agotado y se infundió el desánimo al comprobar que no
contaban con el apoyo necesario. Finalmente, Don Carlos prefirió retirarse y se trasladó hacia
zonas más seguras del norte de la península.
La tercera y última fase (1837- 1840) se caracterizó por la división-ideológica dentro
del carlismo: los transaccionistas se mantuvieron partidarios de alcanzar un acuerdo con los
liberales, mientras que los "ultras", más cercanos a Don Carlos, prefirieron seguir la guerra en
zonas del Maestrazgo y el levante, dirigidos por el general Cabrera. Finalmente, el jefe de los
transaccionistas, el general Maroto acordó, en nombre de una parte del ejército carlista, firmar
un acuerdo con los liberales, conocido como el Convenio de Vergara (1839) entre él y el general
Baldomero Espartero, que zanjó de momento el conflicto. El acuerdo establecía el respeto a los
fueros vasco-navarros, reconocer los grados y empleos de los militares carlistas y no llevar a
cabo represalias, pudiéndose incorporar a puestos del gobierno liberal, al ejército o bien retirarse
y, por último, ponía fin a la primera guerra carlista.
Las consecuencias de la guerra fueron una gran destrucción económica y material del
país, grandes pérdidas demográficas, con en torno a 300.000 víctimas y la ralentización de
muchas zonas españolas que estaban en proceso de crecimiento, sin embargo, no se puso fin al
conflicto, pues la tensión se repetiría en una segunda y tercera guerra carlista.
La segunda guerra carlista se desarrolló entre 1846 y 1849 y estuvo protagonizada por
Carlos Luís de Borbón, hijo de Carlos María Isidro, quien intentó restablecer su línea sucesoria
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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA
en el trono. Esta guerra no alcanzó las dimensiones de la primera y quedó prácticamente
controlada en 1849, sin embargo, años más tarde en 1860 los carlistas aprovecharían el traslado
de tropas Españolas a la guerra de Marruecos para, dirigidos por el general Ortega, pronunciarse
en San Carlos de la Rápita (Tarragona) el 1 de abril. El levantamiento terminó en fracaso,
ejecutándose a Ortega y deteniendo al Conde de Montemolín que acabó renunciando a sus
derechos sucesorios.
La tercera guerra carlista (1872-1876) comenzó tras la caída de Isabel II pues el
pretendiente carlista, Carlos VII, nieto de Carlos María Isidro, tenía posibilidades de acceder al
trono. La reina y los moderados estaban desprestigiados, los carlistas ganaron 20 escaños como
diputados en las elecciones de 1869 y habían proliferado las publicaciones carlistas. En 1872 se
produjo el levantamiento. Pese a una primera derrota carlista en Guipúzcoa, la guerra se
mantuvo en Cataluña. Sin embargo, los carlistas no contaban con apoyo y la revuelta fue
sofocada. Finalmente en 1876, Carlos VII cruzó la frontera de Pirineos para no volver jamás.
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eligiosasdelasuncion.org%2Fdocs%2FHria0910_tema12.pdf&rct=j&q=el%20problema%20sucesorio%20de%20fern
ando%20vii&ei=SD4pTrCAHcPJsgbelZzcCw&usg=AFQjCNFsguUZ5Xtlwu_9lblIR_bxZgZGsw&cad=rja
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2011 Antonio García Megía
El Romanticismo en España. Recursos para la clase de Literatura
Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y docencia
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