CHUFO LLORÉNS La saga de los malditos

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Chufo Lloréns (Barcelona, 1931) estudió derecho, promoción 1949-1954, pero desarrolló su actividad en el
mundo del espectáculo. Apasionado por la historia, este
autor poco prolífico inició su carrera literaria hace más de
veinte años. Entre sus obras se encuentran La otra lepra,
La saga de los malditos, Catalina, la fugitiva de San Benito y Te daré la tierra. Su última novela, Mar de fuego, ha
afianzado su prestigio como uno de los autores más apreciados por los lectores.
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CHUFO LLORÉNS
La saga de los malditos
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La fabricación del papel utilizado para la impresión de este libro está certificada bajo las normas Blue Angel, que acredita una fabricación con
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Por
este motivo, Greenpeace acredita que este libro cumple los requisitos
ambientales
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vírgenes
uso sostenible
de los bosques,
en especial
de los Bosques
Pri- del planeta.
marios, los últimos bosques vírgenes del planeta.
Primera edición con este formato: junio, 2011
© 2003, Chufo Lloréns
© 2010, Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo
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titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos
Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear
algún fragmento de esta obra.
Printed in Spain – Impreso en España
ISBN: 978-84-9908-863-1 (vol. 781/5)
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Impreso en Barcelona por:
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A mis nietos, «la propina de Dios»:
Víctor Blasco,
Paula Monerris,
Javi Monerris,
Tomás Triginer,
Hugo Blasco,
Carla Lloréns,
Pepe Triginer,
por orden de edades
Para que cuando os pregunten
vuestros amiguitos qué hace vuestro abuelo,
les respondáis: «Escribe cuentos para mayores»
Y a mi mujer, Cris, con quien estaré
eternamente en «números rojos».
Tu fe, tu consejo y tu insomnio,
todo te lo debo... dame tiempo para pagarte
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Nota del autor
La saga de los malditos es una novela histórica y, como tal,
los personajes de ficción se mezclan con los reales. Los escenarios en los que se mueven unos y otros son los que fueron,
así como las costumbres y los ambientes de cada época. He
procurado respetar la cronología de los hechos al máximo, y
cuando la he variado ha sido por conveniencia del relato, advirtiéndolo en una nota.
Como afirmó Alejandro Dumas: «La historia es un clavo del que yo cuelgo a mis personajes».
A Alejandro Dumas, Victor Hugo, Liev Tolstói, Robert
Louis Stevenson, Edgar Rice Burroughs, Daniel Defoe, Margaret Mitchell, Henryk Sienkiewicz, Lewis Wallace y Arturo
Pérez-Reverte, quienes escribieron respectivamente El conde
de Montecristo, Los miserables, Guerra y paz, La isla del tesoro, Tarzán de los monos, Robinson Crusoe, Lo que el viento se
llevó, Quo Vadis?, Ben-Hur y El capitán Alatriste, auténticos
folletines.
Y a Miguel Delibes.
Con mi más sincera envidia. Gracias por los maravillosos
momentos que me habéis regalado.
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RELACIÓN DE PERSONAJES
Abranavel ben Zocato, Isaac: gran rabino de Toledo, recaudador de Juan I de Trastámara
Esther: hija de Isaac, de gran belleza. Protagonista.
Ruth: segunda esposa del rabino y, además, tía de Esther.
Sara: ama de Esther, a la que ha criado desde niña.
Gedeón: mayordomo de los Abranavel.
Ben Amía, Samuel: comerciante. Amigo íntimo del gran rabino. (Labrat ben Batalla.)
Rubén: hijo de Samuel. Estudiante de la Torá. Coprotagonista.
Simón: enamorado de Esther. Judío humilde. Protagonista.
Silva, Zabulón: padre de Simón.
Arenas, Judit: madre de Simón.
David: amigo íntimo de Simón.
Caballería, Ismael: rabino de una de las sinagogas de Toledo y tío de David.
Mercado, Abdón: dayanim de la aljama de las Tiendas.
Antúnez, Rafael: jefe de la tercera aljama de Toledo.
Gómez Amonedo: médico de los Abranavel.
Enrique II, el de las Mercedes: primer rey de la casa de
Trastámara.
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Juan I: hijo y sucesor del anterior.
Canciller López de Ayala, Pedro: primer ministro en
ambos reinados y escritor famoso.
Hercilla, Inés: vieja buhonera que vive oculta en un bosque
próximo a Toledo.
Domingo: apodado Seisdedos o, simplemente, Seis. Joven de
una fortaleza asombrosa, nieto de la anterior.
Tenorio y Henríquez, Alejandro: obispo de Toledo.
Henríquez de Ávila, Alonso: cardenal y tío del anterior.
Del Encinar, fray Martín: coadjutor.
Peñaranda, maese Antón: afamado maestro de obras.
Barroso, Rodrigo: bachiller, más conocido como el Tuerto. Antagonista principal.
Rufo: apodado el Colorado. Socio del anterior.
Padilla, Crescencio: compinche del anterior.
Felgueroso, Aquilino: compinche de los dos anteriores y
seguidor del bachiller Barroso.
Martínez, Ferrán: arcediano de Écija y perseguidor fanático de judíos.
Núñez Batoca, Servando: obispo adjunto de Sevilla.
Leví, dom Solomón: banquero cordobés.
Obrador, Matthias: contable de la casa de banca del anterior.
Vidal Gosara, Myriam: cordobesa. Amiga de Esther.
Benjamín: hijo pequeño de Esther.
Raquel: hija pequeña de Esther.
Mayr Alquadex: gran rabino de Sevilla.
Dracón: comerciante fenicio y capitán de su nave, El Aquilón.
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RELACIÓN DE PERSONAJES
Pardenvolk, Leonard: joyero alemán. Judío.
Gertrud: esposa del anterior. Católica.
Hanna: hija del matrimonio y gemela de Manfred. Protagonista.
Manfred: hijo. Coprotagonista.
Sigfrid: hermano mayor de los anteriores. Coprotagonista
Klinkerberg, Eric: amigo íntimo de Sigfrid y novio de
Hanna. Protagonista.
Hempel, Stefan: médico. Amigo de Leonard Pardenvolk.
Anelisse: esposa del anterior y amiga de Gertrud desde la juventud.
Herman: criado de los Pardenvolk.
Matthias: dependiente de la joyería.
Helga: muchacha afiliada al Partido Comunista. Hija de
Matthias.
Breitner, Hugo: rival de los hermanos Pardenvolk desde
tiempos escolares.
Kappel, Ernst: coronel de las SS.
Knut, Karl: comunista.
Glassen, Fritz: comunista.
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Bukoski: comunista y jefe de la célula.
Wemberg, Conrad: médico comunista.
Vortinguer, Klaus: atleta. Amigo de Hanna y compañero
universitario de Sigfrid.
Brunnel, Hans: capitán, ayudante de Ernst Kappel.
Newman, August: profesor de la Universidad de Berlín,
amigo de Vortinguer. Protagonista.
Schmorell, Karl: conferenciante antinazi.
Kausemberg, Frederick: cuñado de Leonard.
Leiber, padre Robert: personaje del clero vaticano.
Pfeiffer, Pankracio: superior de los Salvatorianos.
Winkler, Oliver: oficial de submarinos.
Schuhart, Otto: comandante de submarinos.
Jutta: madre de Eric.
Ingrid: hermana de Eric.
Cosmodater, Emil: universitario antinazi.
Rosemberg, Leonard: cirujano judío.
Freisler, Roland: juez nazi.
Luckner, Gertrud: directora de Caritas en Berlín.
Solf, Lagi: condesa Ballestrem.
Hilda: judía.
Astrid: comadrona en el campo de Flossembürg.
Trombadori, Antonello: jefe del GAP.
Angela: partisana en Roma.
Poelchau: sacerdote del convento de las Adoratrices.
Hass, Werner: veterinario del matadero de Grünwald.
Toni: residente en Grünwald.
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Toledo
La casa situada a la derecha de la sinagoga del Tránsito, entre
la calle del mismo nombre y la de Santo Tomé, era modesta
por fuera y hasta diríase que común, al punto que nadie habría podido sospechar, viendo la humilde y enjalbegada tapia
que la circunvalaba, que en su interior albergara tanta riqueza y suntuosidad; nada tenía que envidiar a cualquiera de las
mansiones que la nobleza ocupaba en la parte alta de la ciudad. Presidía ésta una de las aljamas que los judíos habitaban
en Toledo, y la familia que la poseía tenía entrada franca en el
alcázar del rey. Isaac Abranavel ben Zocato, al igual que su
padre y su abuelo, amén de rabino principal, era uno de los
hombres más acaudalados e importantes de la comunidad; su
fortuna databa de los tiempos en que su abuelo sirviera al rey
Fernando IV como administrador real y recaudador de impuestos, oficio que heredó su padre en la corte de Alfonso XI
y que Isaac se esforzaba por cumplir, así mismo, en la de Juan I,
tras haberlo hecho en la del padre de éste, Enrique II de Trastámara.
El barrio era una sucesión de calles y callejas —ubicadas
entre la parte exterior de la muralla y el río, en el faldón de la
peña donde se alzaba Toledo—, que bordeaban Santa María
la Blanca y cuyo punto de encuentro era el zoco donde se llevaban a cabo todas las transacciones comerciales de aquel in15
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dustrioso pueblo. Los judíos toledanos eran de natural dis­
cretos, ya que los tiempos no eran propicios para mostrar
riquezas ni despertar envidias entre la población de los míseros barrios cristianos que se afanaban por medrar hacinados,
eso sí, entre los muros de la capital.
La mañana era fría, tal como correspondía a aquel mes de
shevat1 de 1383; una neblina baja proveniente del Tajo lo envolvía todo cuando Samuel ben Amía se dirigía, con paso mesurado, hacia la casa de su amigo el gran rabino Isaac Abranavel. Dos eran las cuestiones que embargaban su espíritu: la
primera henchía su alma de gozo y la segunda de zozobra. Su
primogénito, Rubén ben Amía, desde su Bar Mitzvá,2 estaba
comprometido en matrimonio con Esther, la jovencísima y
bella hija de su amigo, y ambos debían acordar tanto la fecha
del shiduj3 como las tenaim4 a la que habían de comprometerse antes del definitivo nadán.5 Los muchachos se conocían
desde la infancia y ambas familias habían decidido que, llegada la edad oportuna, estaban destinados a contraer el sagrado
vínculo. Su fortuna e influencia entre la comunidad no era ni
con mucho comparable a la del gran rabino, pero éste no quería para su hija una boda de interés y, por otra parte, el prestigio de Rubén, como lamdán,6 pese a su juventud, había crecido entre la comunidad hebrea hasta límites insospechados. El
motivo de su gozo era pues éste, pero otro muy diferente era
el de su zozobra: el arcediano de Écija, Ferrán Martínez, seguía inflamando, con sus diatribas, el odio que los cristianos
alimentaban contra su pueblo, y además, el papa Gregorio XI
había recordado al rey su obligación de no brindar su protección a aquellos súbditos que tan bien le servían. Su dilatada
experiencia y su afinado instinto le decían que aunque el fuego se encendiera en un lugar apartado, el viento lo atizaría sin
duda y una espurna podría saltar y propagarlo hasta cualquier
alejado lugar; esto ya había ocurrido otras veces, y el juego de
quemar aljamas judías era algo que apasionaba a los vasallos
del rey de Castilla. En estos vericuetos andaba su mente cuan16
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do, tras doblar la esquina de la Fuente de la Doncella, se encontró ante el modesto arco de piedra que guardaba la entrada del jardín de los Abranavel, presidido por el escudo del
rabino, que en tiempos había sido otorgado a su abuelo por el
rey Fernando IV; consistía en un bajorrelieve que representaba un libro abierto y un cálamo que cruzaba sus páginas, y en
la orla había una leyenda: FIDELIS USQUAM MORTEM.7 Se
recogió el borde de la túnica y, ascendiendo por el empinado
y estrecho sendero, llegó hasta la puerta de la casa, descansó
un instante para recuperar el ritmo de su respiración y, cuando ya lo hubo conseguido, sacó la diestra por un corte de su
sobreveste, alcanzó la aldaba, golpeó con ésta firmemente sobre la plancha de metal que protegía la hoja de grueso roble, y
esperó. El sonido se propagó y al cabo de un tiempo unos pasos contenidos le anunciaron que alguien se acercaba. Luego
escuchó el ruido de una mirilla al abrirse. Unos ojos cautos lo
observaron con detenimiento; la mirilla se cerró, y el chirriar
de pasadores al retirarse le confirmó que había sido reconocido. Lentamente la puerta se abrió y apareció ante él un doméstico de la casa de Abranavel que, inclinando su cabeza, le
invitó a pasar al interior.
—¿Está el rabino?
—Don Isaac lo está esperando en la galería del huerto.
Samuel ben Amía entró y, entregando al fámulo su picudo sombrero y su capa, le ordenó que avisara a su amo; el doméstico, tras cerrar la puerta silenciosamente, indicó al comerciante con un gesto que lo siguiera hacia el interior.
No era la primera vez que acudía a la mansión de los
Abranavel, pero jamás dejaba de admirar su armónica belleza
y el lujo contenido y sobrio de las estancias por las que pasaba.
Llegaron ambos hasta la antesala de la galería, donde el fámulo le pidió que esperara un instante en tanto él iba a anunciar
su presencia al amo. El criado partió, dejando al recién llegado
en pie en medio de la estancia. Era ésta una amplia cámara que
destilaba buen gusto y riqueza por doquier. Bajo un techo ar17
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tesonado de trabajada madera se alojaba, en un lateral, un tresillo forrado de buen cuero cordobés de color verde con cojines repujados en un tono más oscuro; en medio, una mesa baja
sobre la que descansaba una inmensa bandeja de cobre de procedencia mudéjar; al otro lado, una mesa de despacho de negro
ébano taraceada con incrustaciones de nácar y marfil, con recado para la escritura de concha de tortuga y plata, y frente al
mismo había un tintero con el tapón del mismo metal trabajado cual si fuera un encaje, además de una pluma de ave y el salerillo con los polvos secantes. Las paredes estaban atestadas
de anaqueles llenos de libros, incluidos rollos de pergamino
y de vitela, y en sus lomos se podían leer títulos destacados y
autores tan importantes como Maimónides o Ben Gabirol.
Junto a las obras de este último se hallaban una copia del Itinerario de Benjamín de Tudela y La vara de Judá de Ibn Verga,
y en el anaquel inferior, junto a obras de cabalistas como El
Zohar, estaba la historia de Flavio Josefo. En el rincón más
alejado había un candelabro de siete brazos, y en un facistol,
una copia del Talmud de la escuela jerosolimitana8 abierta en la
página del Nashim, en la que se podía leer todo cuanto se relacionaba con la unión en matrimonio de dos personas.
Todo aquello admiraba Samuel cuando la voz grave y rotunda de su amigo lo saludó desde el fondo de la cámara.
—Shalom,9 Samuel. ¿Cómo está mi dilecto amigo y querido hermano?
—Shalom, Isaac. Estoy admirando las maravillas de tu biblioteca y deseando departir contigo de tantas cosas que no
voy a saber por cuál comenzar.
Ambos hombres, amigos desde su juventud, se tuteaban
con plena familiaridad.
—Tiempo habrá para todo si bien lo distribuimos. —El
rabino se había llegado a la altura de Samuel y, tomándolo
por los brazos, acercó su barbado rostro al de su amigo y lo
besó en ambas mejillas—. Pero... sentémonos, que mejor
conversaremos si nos acomodamos.
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Seguido por Samuel, Isaac se dirigió hasta el tresillo y
ambos se sentaron.
—Primeramente, háblame de lo que tanto te acongoja. Te
conozco bien, amigo mío, y hasta que no descargues los pesares que embargan tu espíritu, me consta que no estarás para
el negocio que nos ha reunido.
Samuel se arrellanó en el repujado sofá y tras un hondo
suspiro comenzó a desgranar su catarata de cuitas.
—Cierto es que estoy harto preocupado; no me gusta el
ambiente que respira la ciudad ni me placen las nuevas que
llegan a mis oídos.
—No te alarmes, ya sabes que nuestro pueblo sufre cíclicamente calamidades sin fin, pero luego las aguas vuelven a
su cauce y la vida continúa. Estamos hechos de carne de superviviente; así ha sido y así será siempre.
—¿Te has enterado de los planes del obispo Tenorio con
respecto a la ampliación de la catedral?
—No hagas caso, querido amigo, casi siempre resultan ser
habladurías de gentes desocupadas. Además, ¿te parece el
tema más preocupante que los cuarenta años de peregrinación
que nuestro pueblo pasó en el desierto tras la marcha de Egipto? ¿No fue peor cuando nuestros padres partieron de nuevo
hacia la esclavitud en tiempos de Nabucodonosor? ¿Y qué me
dices de cuando Tito destruyó el Templo de Jerusalén?
—Aquello pasó, Isaac, y nosotros estamos aquí y lo que
me preocupa es el hoy, no el ayer.
—Tú lo has dicho, «aquello pasó y nosotros estamos
aquí»… Nada ni nadie podrá con la supervivencia de nuestro
pueblo. —El rabino golpeó cariñosamente con su diestra la
rodilla de su huésped—. Nuestra sangre es demasiado espesa,
querido amigo; pase lo que pase, sobreviviremos.
—Tal vez tengas razón. ¡Adonai10 sea siempre alabado!
Pero yo no tengo la misma fortaleza que tú, y si esta boda
que estamos planificando no goza del fruto de una vida apacible y nuestros hijos tienen que vivir como perros, el hecho
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de que los hijos de sus hijos nos recuerden encuadrados en
unos tiempos terribles no me consuela.
—Dime qué es lo que tanto te desasosiega.
—Se dice en los corrillos de la lonja que el obispo Tenorio pretende ampliar el claustro de la catedral y que para ello
necesita derribar quince o veinte casas del barrio de la aljama
de las Tiendas. Como sabes, yo vivo al lado mismo y mi negocio está a cuatro pasos; si esto es cierto, va a ser mi ruina.
—Estás poniendo el carro delante de los bueyes, pues
nada de eso ha ocurrido. Cuando algo se concrete, yo dejaré
caer las palabras oportunas en los oídos convenientes. Nada
temas, querido amigo; hablemos ahora del asunto que nos
compete y que tanta alegría ha de traer a tu casa y a la mía.
Tenorio
El prelado frisaría en los cincuenta, pero su aspecto era el de
un hombre que todavía no había cumplido los cuarenta años.
Alto y atlético, con un cuerpo ahormado por el ejercicio físico, dueño de una abundante cabellera castaña de la que se
mostraba muy orgulloso, un perfil griego que podía hacer
palidecer de envidia a cualquiera de las copias de las estatuas
de Praxiteles y de Fidias que ornaban su cámara, y un mentón que señalaba sin duda una voluntad inquebrantable. Segundón de una familia de la baja nobleza, había ido escalando
los puestos de la jerarquía eclesiástica, desde coadjutor, párroco, presbítero, canónigo y arcipreste hasta su actual estatus, beneficiándose, sin duda, de las prebendas y ventajas que
representaba tener un tío carnal cardenal de la curia romana.
Su ambición no conocía límites, y cualquiera que hubiera
sido su profesión, ya que la eclesiástica fue una mera coyuntura, habría llegado a lo más alto; tal era su desmedido afán y
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su tenacidad. Tenía por costumbre marcarse metas y cumplirlas, y una vez conseguidas, saltaba al siguiente proyecto sin
dilación, no dudando en dejar a la orilla del camino, rotos y
malparados, a todos aquellos que hubieran tenido la osadía
de oponerse a su colosal pasión o a su férrea voluntad. Acostumbraba vestir ropas seculares, y los únicos símbolos que
denunciaban su condición de eclesiástico eran la tirilla roja
que ceñía su cuello, la cruz de Malta de su capotillo y el solideo morado que cubría su tonsurada cabeza.
Aquella mañana estaba el prelado Alejandro Tenorio y
Henríquez en su despacho, dictando correspondencia a un
numerario que con una escribanía portátil abierta sobre sus
rodillas se las veía y deseaba para poder seguir fielmente el rápido dictado de su ilustrísima.
—Perdón, reverencia, ¿podéis repetir el último párrafo?
—¡A fe mía que estáis espeso esta mañana! ¿Desde dónde
queréis que repita?
—Desde: «… se tomarán las…».
—Se tomarán las medidas oportunas, con la mayor brevedad y diligencia, para que la obra quede terminada para la
festividad de San Judas Tadeo del próximo año, a fin de que
para dicha señalada celebración podamos honrar la visita de
su eminencia el cardenal Henríquez de Ávila mostrándole la
obra que a mayor gloria del Señor se haya hecho en el templo. ¿Lo habéis captado?
—Desde luego, ilustrísima.
—Pues ponedlo en limpio y no en pergamino precisamente; quiero que sea en vitela. Y dádselo al coadjutor para
que me lo pase a la firma a fin de que lo selle con mi lacre.
—Así se hará, si no mandáis otra cosa.
—Podéis retiraros.
El hombrecillo recogió rápidamente los trebejos de la escritura, y cuando ya alcanzaba la puerta, la voz del prelado lo
retuvo.
—Decid a mi secretario que haga pasar al maestro de obras.
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—Ahora mismo, reverencia.
El amanuense abrió la puerta con sigilo y abandonó la cámara.
El obispo Tenorio se retrepó en su imponente sillón de
madera de roble oscuro, cuyos brazos estaban rematados por
cabezas de grifo y cantos de baobab, y en tanto llegaba el coadjutor ordenó sus ideas. Su catedral debía superar en magnificencia, riqueza y boato a las más reputadas de todo el orbe hispánico, y para ello tenía que reformarse la entrada de poniente
y dar al claustro la proporción y dignidad que el conjunto del
templo requería a fin de que su armonía fuese perfecta. Su plan
tenía un doble motivo: en primer lugar, hacer méritos ante su
tío, el cardenal Henríquez, para que su próxima promoción no
pareciera una razón de nepotismo familiar sino una verdadera
cuestión de méritos adquiridos; en segundo lugar, satisfacer su
odio irrefrenable que, como descendiente fanático de converso, profesaba hacia aquella raza maldita a la que sus ancestros
habían pertenecido y habían renunciado gracias a que, en tiempos, abrazaron la fe de Jesucristo.
Unos nudillos golpearon suavemente la hoja de la maciza
puerta, y apenas se abrió una cuarta, asomó por ella el orondo y rubicundo rostro de su fiel secretario, fray Martín del
Encinar, que desde tiempos muy lejanos estaba a su servicio.
—¿Dais vuestra venia?
—Pasad, fray Martín, y acomodaos. Debo despachar con
vos asuntos que requieren de vuestra discreción, capacidad y
eficacia.
—Soy todo oídos, reverencia.
El clérigo descargó su oronda humanidad en uno de los
dos sillones que se ubicaban frente a la mesa del obispo.
—Imagino que llamasteis a maese Antón Peñaranda según mi mandato, ¿no es así?
—Esperando en la antesala lo tenéis.
—Bien. Es, como sabéis, un excelente artesano y afamado
maestro de obras.
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—Me constan sus capacidades; tiene en la ciudad más trabajo del que puede asumir. Me contaba hace un momento
que se ha visto obligado a dar empleo a gentes recién llegadas que no están habilitadas para oficio tan exigente como el
suyo, de tal guisa que pierde más tiempo adiestrándolas en
el menester del cartabón y la plomada que preparando en su
taller planos y medidas que luego deberán ser interpretados a
fin de bien realizarse. Asegura que no es posible estar en misa
y repicando.
—Pues va a tener que delegar, ya que la obra que le encomendaremos requiere plena dedicación, esfuerzo y, desde
luego, su presencia continuada.
Los ojos del fraile denotaron curiosidad.
—¿Qué es lo que queréis hacer?, si es que os cuadra decírmelo.
El prelado se recostó en su frailuno sillón y sonrió con
aire misterioso.
—La basílica está inacabada, eso es evidente.
—No os comprendo… La iglesia es una de las más hermosas y reputadas del reino
—Es por lo que os digo que está inacabada. Debe ser la
más hermosa, solemne e importante, no una de ellas, ¿me
comprendéis?
—Y ¿qué pretendéis hacer para que tal sea?
—La puerta de poniente no está a la altura de las otras
dos. Ya sabéis que el escultor del pórtico, don Diego Cabezas, murió al caer de lo alto del andamio y que las estatuas de
los cuatro evangelistas están por terminar.
—Ciertamente, pero no es obra que maese Antón deba
atender en exclusiva; se puede ir haciendo a poco que el
maestro encuentre un buen lapidario que trabaje bien la piedra que se traslade a Toledo y sea capaz de asumir el encargo;
haberlos, haylos, y muy buenos en el reino de Murcia.
—No es allí donde se requiere su presencia.
—¿Entonces…?
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—Atended lo que voy a deciros. Quiero que el templo
tenga el claustro y el peristilo que merece, y para ello es para
lo que necesito la presencia y la dedicación absolutas de
maese Antón.
—Pero, ilustrísima… ¿por dónde queréis agrandar el
claustro? Como no sea invadiendo la aljama, no veo yo posibilidad alguna.
—Exactamente. Vuestra caridad, en su perspicacia, ha
dado con la solución del problema.
—Pero, reverencia, allí viven gentes, y no creo yo que
abandonen de buen grado sus casas para que vuesa merced
pueda ampliar el claustro.
—Nadie ha dicho que lo hagan de buen grado. Lo que sí
os digo es que lo harán.
Al añadir esto último, los ojos del prelado emitieron un
acerado brillo y una expresión de dureza que no pasaron inadvertidos al coadjutor.
—Viven en ella gentes que tienen el paso franco y que entran en el alcázar real casi todos los días; son adversarios a tener en cuenta —apuntó el clérigo.
—«Deus vult.»11 ¿Os dice algo esta divisa?
—Entiendo, reverencia, pero no veo la manera.
—Cuando el pueblo quiere algo, ni el rey osa oponerse.
Nuestra misión es hacer que el pueblo lo desee ardientemente, ¿me habéis comprendido? Si conseguimos despertar este
anhelo, habremos allanado el obstáculo.
—Pero, reverencia, cuando la yesca prende y el viento sopla, las consecuencias son imprevisibles.
—Muy al contrario, son absolutamente previsibles. Podremos ampliar el claustro y librar a los buenos cristianos de
Toledo de esta inmunda plaga; mataremos dos pájaros de un
tiro y el futuro de la cristiandad alabará nuestro gesto. Decid
al maestro que pase.
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LA SAGA DE LOS MALDITOS OK.indd 24
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