literatura - abades

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Literatura Argentina
Contemporánea
003949
Autor:
Arq. Irma Abades
UNIVERSIDAD DE BELGRANO
ASIGNATURA DE FORMACIÓN GENERAL
LITERATURA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA
PROFESOR A CARGO:
ARQ. IRMA ABADES
AÑO 2012
UNIVERSIDAD DE BELGRANO
LITERATURA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA
CRONOGRAMA DE LA ASIGNATURA
CURSO 2012
FECHA
MARZO
16/3
23/3
30/3
ABRIL
13/4
20/4
27/4
MAYO
4/5
11/5
18/5
JUNIO
1/6
8/6
15/6
22/6
ACTIVIDAD
TEMA
Presentación de la Cátedra. Indicación de
la modalidad operativa. Indicación de
temas, ejercitaciones y bibliografía.
Organización general
Lectura Grupal
Presentación de primer informe individual
Interpretación gráfica individual
Integración conceptual
El cuento en la Argentina.
Tipologías del cuento.
La imagen gráfica como
correlato textual.
El almohadón de plumas.
Horacio Quiroga
Ídem anterior
Lectura Grupal
Interpretación gráfica individual
Lectura Grupal
Interpretación gráfica individual
Lectura Grupal
Interpretación gráfica individual
Las Rayas
Horacio Quiroga
Accidentado paseo a Moka
Roberto Arlt
La luna roja
Roberto Arlt
Lectura Grupal
Interpretación gráfica individual
Lectura Grupal
Interpretación gráfica individual
El Aleph (fragmento)
Jorge Luis Borges
Los dos reyes y los dos
laberintos
Jorge Luis Borges
Horacio Quiroga
Roberto Arlt
Jorge Luis Borges
Verificación conceptual
Parcial
Lectura Grupal
Interpretación gráfica individual
Lectura Grupal
Interpretación gráfica individual
Recuperatorio de Parcial
Consolidación generadle todos los
trabajos realizados
Verificación final de todos los trabajos
solicitados durante el curso
Instrucciones para subir
una escalera
Julio Cortázar
Casa tomada
Julio Cortázar
Ídem parcial anterior
Revisión general
Quiroga - Arlt - BorgesCortázar
HORACIO QUIROGA – BIOGRAFÍA.
Narrador uruguayo nacido en Salto (1878) y radicado en Argentina es considerado uno
de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos. Su obra se sitúa
entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias.
Un sin número de tragedias marcaron la vida este escritor que desde joven muestra
gran pasión por la literatura y desarrolla gran parte de su carrera como escritor en la
Argentina. Entre sus primeras obras se encuentra Una estación de amor (1898) y
como resumen de un viaje a Europa: Diario de viaje a París (1900). Ya instalado en
Buenos Aires publicó Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica (1901),
seguidos de los relatos El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos
(1905)
En 1909 se radicó en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de
paz en San Ignacio a la vez que se dedicaba al cultivo de yerba mate y naranjas.
De regreso a Buenos Aires trabajó en el consulado de Uruguay y publicó Cuentos de
amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños Cuentos de la selva
(1918), El salvaje, la obra teatral Las sacrificadas (ambos de 1920), Anaconda
(1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y un libro de
relatos, Los desterrados (1926). Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas,
Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros.
Con notoria influencia de Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling y Guy de Maupassant,
Horacio Quiroga presentó un estilo preciso que le permitió narrar magistralmente la
violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibilidad de la
naturaleza. Además de sus cuentos ambientados en el espacio selvático misionero,
abordó los relatos de temática parapsicológica o paranormal, al estilo de lo que hoy
conocemos como literatura de anticipación.
Después de su segundo matrimonio y sintiendo el rechazo de las nuevas
generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935
publicó su último libro de cuentos, Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le
descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo
impulsó al suicidio en 1937 ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.
Libro: CUENTOS DE AMOR DE LOCURA Y DE MUERTE (1917)
Cuento: EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Autor: Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de
su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a
veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle,
echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora.
Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda
hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e
incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de
palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las
altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza
a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño.
No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía
dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al
jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto
Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida
en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado,
redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron
retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una
palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma
y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,
llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía
casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo
a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba
en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer
cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,
confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven,
con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro
lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al
rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato
de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su
marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un
antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la
última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a
otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay
que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada
mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le
fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de
estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le
tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares
avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales
deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el
dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio
monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró
un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas
oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida
y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos
crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las
patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan
hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia
había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a
las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La
remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que
la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual,
llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana
parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.
Cuento: LAS RAYAS (1921)
Autor: Horacio Quiroga
"En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la propia
cosa significada, y son capaces de crearla por simple razón de eufonía. Se precisará
un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho pensar en el
peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre."
Como se ve, pocas veces es dado oír teorías tan maravillosas como la anterior. Lo
curioso es que quien la exponía no era un viejo y sutil filósofo versado en la
escolástica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios, que trabajaba
en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa, sorbimos
rápidamente el café, nos sentamos de costado en la silla para oír largo rato, y fijamos
los ojos en el de Córdoba.
-Les contaré la historia -comenzó el hombre- porque es el mejor modo de darse
cuenta. Como ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye. Mi socio corretea
todo el año por las colonias y yo, bastante inútil para eso, atiendo más bien la barraca.
Supondrán que durante ocho meses, por lo menos, mi quehacer no es mayor en el
escritorio, y dos empleados -uno conmigo en los libros y otro en la venta- nos bastan y
sobran. Dado nuestro radio de acción, ni el Mayor ni el Diario son engorrosos. Nos ha
quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de los libros como si aquella cosa
lúgubre pudiera repetirse. ¡Los libros!... En fin, hace cuatro años de la aventura y
nuestros dos empleados fueron los protagonistas.
El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que usaba
siempre botines amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre hecho ya,
muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo vi reírse, mudo y contraído en su
Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se llamaba Figueroa; era de
Catamarca.
Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha amistad, y como ninguno tenía
familia en Laboulaye, habían alquilado un caserón con sombríos corredores de
bóveda, obra de un escribano que murió loco allá.
Los dos primeros años no tuvimos la menor queja de nuestros hombres. Poco
después comenzaron, cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser. El vendedor se llamaba Tomás Aquino- llegó cierta mañana a la barraca con una verbosidad
exuberante. Hablaba y reía sin cesar, buscando constantemente no sé qué en los
bolsillos. Así estuvo dos días.
Al tercero cayó con un fuerte ataque de gripe; pero volvió después de almorzar,
inesperadamente curado. Esa misma tarde, Figueroa tuvo que retirarse con
desesperantes estornudos preliminares que lo habían invadido de golpe. Pero todo
pasó en horas, a pesar de los síntomas dramáticos. Poco después se repitió lo mismo,
y así, por un mes: la charla delirante de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada
dos días un fulminante y frustrado ataque de gripe.
Esto era lo curioso. Les aconsejé que se hicieran examinar atentamente, pues no se
podía seguir así. Por suerte todo pasó, regresando ambos a la antigua y tranquila
normalidad, el vendedor entre las tablas, y Figueroa con su pluma gótica.
Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de noche los libros, y con toda la
sorpresa que imaginarán, vi que la última página del Mayor estaba cruzada en todos
sentidos de rayas. Apenas llegó Figueroa a la mañana siguiente, le pregunté qué
demonio eran esas rayas. Me miró sorprendido, miró su obra, y se disculpó
murmurando.
No fue sólo esto. Al otro día Aquino entregó el Diario, y en vez de las anotaciones de
orden no había más que rayas: toda la página llena de rayas en todas direcciones. La
cosa ya era fuerte; les hablé malhumorado, rogándoles muy seriamente que no se
repitieran esas gracias. Me miraron atentos pestañeando rápidamente, pero se
retiraron sin decir una palabra.
Desde entonces comenzaron a enflaquecer visiblemente. Cambiaron el modo de
peinarse, echándose el pelo atrás. Su amistad había recrudecido; trataban de estar
todo el día juntos, pero no hablaban nunca entre ellos.
Así varios días, hasta que una tarde hallé a Figueroa doblado sobre la mesa, rayando
el libro de Caja. Ya había rayado todo el Mayor, hoja por hoja; todas las páginas llenas
de rayas, rayas en el cartón, en el cuero, en el metal, todo con rayas. Lo despedimos
en seguida; que continuara sus estupideces en otra parte. Llamé a Aquino y también lo
despedí. Al recorrer la barraca no vi más que rayas en todas partes: tablas rayadas,
planchuelas rayadas, barricas rayadas. Hasta una mancha de alquitrán en el suelo,
rayada... No había duda; estaban completamente locos, una terrible obsesión de rayas
que con esa precipitación productiva quién sabe a dónde los iba a llevar.
Efectivamente, dos días después vino a verme el dueño de la Fonda Italiana donde
aquellos comían. Muy preocupado, me preguntó si no sabía qué se habían hecho
Figueroa y Aquino; ya no iban a su casa.
-Estarán en casa de ellos -le dije.
-La puerta está cerrada y no responden -me contestó mirándome.
-¡Se habrán ido! -argüí sin embargo.
-No -replicó en voz baja-. Anoche, durante la tormenta, se han oído gritos que salían
de adentro.
Esta vez me cosquilleó la espalda y nos miramos un momento.
Salimos apresuradamente y llevamos la denuncia. En el trayecto al caserón la fila se
engrosó, y al llegar a aquél, chapaleando en el agua, éramos más de quince. Ya
empezaba a oscurecer. Como nadie respondía, echamos la puerta abajo y entramos.
Recorrimos la casa en vano; no había nadie. Pero el piso, las puertas, las paredes, los
muebles, el techo mismo, todo estaba rayado: una irradiación delirante de rayas en
todo sentido.
Ya no era posible más; habían llegado a un terrible frenesí de rayar, rayar a toda
costa, como si las más íntimas células de sus vidas estuvieran sacudidas por esa
obsesión de rayar. Aun en el patio mojado las rayas se cruzaban vertiginosamente,
apretándose de tal modo al fin, que parecía ya haber hecho explosión la locura.
Terminaban en el albañal. Y doblándonos, vimos en el agua fangosa dos rayas negras
que se revolvían pesadamente.
ROBERTO ARLT – BIOGRAFÍA.
Hijo de un inmigrante prusiano y una italiana, Roberto Godofredo Christophersen Arlt
nació en Buenos Aires, en el barrio de Flores, el 2 de abril de 1900.
Fue expulsado de la escuela a la edad de ocho años y se volvió autodidacta. Trabajó
en un periódico local, fue ayudante en una biblioteca, pintor, mecánico, soldador,
trabajador portuario y hasta trabajó en una fábrica de ladrillos.
Su primera novela, El juguete rabioso, la publicó en 1926 al tiempo que comenzaba
también a escribir para los diarios Crítica y El Mundo. Sus columnas diarias llamadas
Aguafuertes porteñas, aparecieron de 1928 a 1935 y fueron después recopiladas en
el libro del mismo nombre donde relataba sus amistades con rufianes, falsificadores y
pistoleros, de las que saldrían muchos de sus personajes. Las Aguafuertes se
convirtieron con el tiempo en uno de los clásicos de la literatura argentina.
Simultáneamente con su actividad como escritor, Arlt buscó constantemente mejorar
su situación económica como inventor, con singular fracaso.
En 1935, viajó a España y África enviado por el diario El Mundo, de donde provienen
sus Aguafuertes Españolas. Pero salvo este viaje y algunos viajes breves a Chile y
Brasil, permaneció en Buenos Aires, ciudad donde ambientó sus novelas, Los siete
locos (1929) y su continuación, Los lanzallamas (1931)
Entre sus obras se encuentran El jorobadito (1933), Saverio el Cruel (1936) la cual
se usó como libreto para una ópera, El fabricante de fantasmas (1936) muchas de
las cuales fueron adaptadas para teatro, cine y televisión.
Murió de un ataque cardíaco en Buenos Aires, el 26 de julio de 1942.
ACCIDENTADO PASEO A MOKA (1936)
Aguafuertes españolas
Autor: Roberto Arlt
Cuando el "Caballo Verde" salió del puerto de Santa Isabel, el noble anciano, apoyado
de codos en la pasarela del paquete, cargado de negros hediondos y pirámides de
bananas, me dijo al mismo tiempo que miraba entristecido cómo la isla de Fernando
Poo empequeñecía a la distancia:
-¡Cómo ha cambiado todo esto! ¡Cuánto! Y de qué modo!
Clavé los ojos en el rostro del noble anciano, que en su juventud había sido un
conspicuo bandido, y moví también la cabeza, como si participara de sus sentimientos.
El viejo continuó:
-Fue allá por el año 80. Entonces no existía el puerto que usted ha visto ni la catedral
con sus dos torres de cemento, ni el hospital, ni la Escuela de Artes e Industrias, ni
alumbrado eléctrico en la calle de Sacramento, ni negros en bicicleta. No. Nada de eso
existía.
Fijé la mirada en el lomo de una ballena que se sumergía y luego lanzaba un surtidor
de agua al espacio, pero el viejo bandido no vio a la ballena. Su mirada estaba
detenida en el pasado. Emocionado, prosiguió:
-Cuando llegué a Fernando Poo, la aduana era una valla de bambú y la Casa de
Gobierno una choza al pie de la colina. Algunos indígenas descalzos, embutidos en
fracs donde habían zurcido charreteras de oro y sombreros de copa, desempeñaban
funciones burocráticas con un puñal en el cinto y un paraguas en la mano En el mismo
paraje donde se levanta hoy la catedral de Santa Isabel conocí al rey de los bupíes, un
granuja pintado de ocre amarillo que se pavoneaba, semidesnudo, por el islote,
cubierto con un sombrero de mujer y diez collares de vértebras de serpiente colgando
del cuello. Cuando comía en presencia de forasteros, una de sus mujeres, de rodillas
frente a él, soportaba en sus manos el plato de madera, en el cual él y yo hundíamos
los dedos para recoger puñados de arroz, que antes de comer apelmazábamos en una
bola, porque ésa era la costumbre.
El noble anciano movió la cabeza.
-¡Cuánto, cuánto ha cambiado todo esto! África ya no es África. África ha muerto, mi
querido joven.
No respondí palabra, aunque me halagó el epíteto de joven. La costa de la isla se
alejaba; las cimas cobrizas del cráter de San Agustín y el pico de Rosa Gándara
superponían sus moles triangulares en el horizonte; la bola de fuego del sol
naufragaba en un mar ígneo de vellones escarlatas.
Súbitamente la inmensidad atlántica pareció inflamarse en rojo de piedra, el rojo subió
por los flancos del "Caballo Verde", bajó a los puentes; los negros parecían diablos
hacinados en una caldera, las pirámides de plátanos irradiaban una atmósfera bermeja
y la isla de Fernando Poo, ennegrecida en un juego de contraluces, en este fondo de
fuego, quedó reteñida de violeta. Mágicamente sus valles aparecieron cargados de
brumas violetas, sus montes tallados en bloques de terciopelo violeta, y de pronto, por
el rostro del noble anciano, rodaron dos lágrimas, a las que el reflejo del Atlántico rojo
dio apariencias de lágrimas de sangre. Luego, bruscamente, se hizo la noche. El
tantán de los negros resonó a bordo del "Caballo Verde"; una luna perlática fosforeció
en la inmensidad entre enormes estrellas rebosantes de temblorosas luces, y el noble
anciano que en su juventud había sido un conspicuo bandido dijo, mientras vertía
sobre el hielo de su copa el oro de un whisky viejo:
-Esta tarde me acordé de mi primer viaje al valle de Moka. Yo tenía dieciocho años.
Todo ocurrió en la primavera del año 80. Mi choza de ramas y techo de hojas de
palma se levantaba en la isla de Leben. Allí me dedicaba a vivir desnudo en las
caletas. Una mañana, como de costumbre, mi criado Alí me despertó con sus palabras
rituales:
"-Que tu día sea bendecido...
"Alí era un chiquillo de quince años, que yo encontré vagabundeando, muerto de
hambre en las orillas del Río de Oro. Cuando tropecé con él andaba descalzo, su
turbante era un trapo indecente y su chilaba hubiese avergonzado a un mendigo del
Zoco. A cambio de esta pobreza de bienes terrenales, Alí era valiente como un tigre y
docto como un ulema, pues hablaba holandés y un montón de dialectos africanos.
Contra la seca carne de su pecho guardaba un puñal.
"Adecenté a Alí dentro de la posibilidad de mis recursos, y me lo llevé a la isla de
Leben, en la de Fernando Poo.
"Ahora estaba frente a mí, más perezoso y adormilado que nunca, rezongando con la
boca abierta por un bostezo:
"-Que tu día sea bendecido. Allí están los hombres que te conducirán a Moka.
"Hacía varios días le había manifestado a Alí que quería visitar el valle de Moka. El
valle de Moka, antes que lo estropearan los blancos, era un paraíso de helechos, en
cuyo centro una fuente de agua hirviente dejaba escapar vapores venenosos que
mataban a los pájaros que cometían la imprudencia de entrar en la atmósfera de sus
emanaciones de óxido de carbono. Los negros bupíes decían que el diablo vivía en el
valle de Moka.
"En cierto modo, mi aventura era descabellada, porque el calor arreciaba cada día
más. Lluvias constantes sucedían a soles de fuego, pero yo estaba dispuesto a toda
costa a entrenarme en la vida salvaje de los bosques tropicales, pues tenía el proyecto
de asaltar el próximo invierno un importante banco de Calcuta y de huir a través de la
selva; mas, precisamente, para huir a través de la selva había que conocer la selva,
estar familiarizado con sus peligros, con sus hombres, con su misterio.
"Tal es la razón por la que yo me veía en marcha ahora, a través de un bosque tupido,
en compañía de un pillete mahometano y cuatro salvajes auténticos. Estos tenían el
rostro rayado de cicatrices horizontales. Marchaban en fila india, completamente
desnudos, mostrando vientres enormes en cuerpos flaquísimos, con collares de
vértebras de serpiente en torno del cuello, para librarse del mal de ojo de los genios
malignos de la selva. Sobre sus cabezas motudas cargaban las bolsas de arroz, cacao
y café que necesitábamos para sobrevivir en medio de la selva. También llevábamos
algunas botellas de pólvora para los jefes salvajes que encontráramos en el camino.
Yo iba armado con una magnífica carabina, revólver y puñal. Mi proyecto era meter a
los indígenas en el valle de Moka y obligarlos a cruzar el valle en dirección contraria a
la que habían venido, aprendizaje que tenía que ser rico en experiencias para mí y Alí,
a quien pensaba convertir en un eficiente ayudante de bandido.
"Durante los primeros días de viaje, quiero decir, las primeras horas, el paisaje me
extasió violentamente. Mis hombres, unos con yataganes prehistóricos, otros con
hachas de extraña procedencia, se abrían paso entre la cortina vegetal que filtraba en
verde la luz solar. Había momentos que parecíamos buzos en el fondo del mar, tan
perfecta era la atmósfera verde en la cual nos movíamos constantemente. Nuestra
pequeña caravana era acompañada por los arrullos de las palomas silvestres, las
voces atroces de los papagayos, los ronquidos de los filicoti, los chillidos de los
monos, que se desgañitaban, huyendo rápidamente por las ramas más altas.
"Alí, contra su costumbre de irme pisando los talones y de adularme conscientemente
en cuanto sospechaba que pudiera agradarme, caminaba ahora junto a los bupíes,
que tal es el nombre de los salvajes de Poo, melancólicamente agobiado.
"Atribuí su silencio a que estaba fatigado, como yo también comenzaba a estarlo de
caminar continuamente sobre una crujiente alfombra de hojas secas o podridas, cuyos
vahos penetraban por las narices hasta martillear su neuralgia en las sienes. A veces
levantaba la cabeza; allá arriba, muy alto, se veía la cúpula de los árboles cuyo
nombre ignoraba, pero cuyo tronco áspero o lustroso, de hojas gruesas o
transparentes soportaba desde sus ramas en arco innumerables bejucos, manchados
de estrellas escarlatas o de cálices blancos.
"De pronto Alí me hizo una señal. Me acerqué a él y dijo:
"-Estos perros enemigos del Profeta saben que estoy enfermo.
"Lo miré, sorprendido, a él y a los cargueros.
"Efectivamente, los bupíes debían sospechar la naturaleza de la enfermedad de Alí,
porque hablaban vivamente entre ellos. Llevé mi mano a la frente de Alí. Quemaba de
fiebre. Le tomé el pulso. Su corazón parecía querer saltar del pecho.
"-Hagamos alto -dije-. Di a los hombres que busquen hojas de palma, que nos
quedaremos aquí hasta mañana.
"Alí habló con los indígenas; éstos dejaron sus cargas en el suelo y se apartaron para
recoger hojas de palma con que techar la choza que tenían que fabricar.
"Alí se dejó caer en el suelo y entrecerró los ojos. Así permaneció durante una hora.
Lejos se escuchaban los voces de los cargueros bupíes. Alí, con la cabeza apoyada
en el tronco, dormitaba. De pronto se puso de pie, arrojó un grito, echó a correr,
golpeó de cara en un árbol y cayó. Por momentos un estremecimiento sacudía su
cuerpo. Me incliné sobre él para examinarlo, y entonces, allí en su brazo amarillento, vi
una ligera mancha escarlata que extendía sus arabescos.
"Me retiré estremecido.
"No quedaba duda. Alí estaba bajo la acción del primer ataque de la enfermedad del
sueño.
"Como si mi descubrimiento hubiera aterrorizado a la naturaleza que me rodeaba, un
silencio imponente pesaba en el bosque. Las voces de los bupíes no se escuchaban
ya.
"Aturdido por la sorpresa, me senté en el tronco de un árbol derribado por el rayo. ¿No
estaría yo también infectado? No podía ignorar las consecuencias de esta terrible
enfermedad tan contagiosa como incurable. En el Congo, más de una vez me había
encontrado con negros encadenados por el pescuezo a recios árboles para que no
pudieran deambular a través de los poblados propagando su peste. Allá, en el fondo
de la maleza, una tarde, no lejos del Río de Oro, descubrí un alucinante grupo de
negras y negros en distintas etapas de la enfermedad. Algunos durmiendo, con la piel
pegada a los huesos, otros con los párpados tan inflamados que apenas podían
mantenerlos abiertos. Algunos, semiincorporados como espectros de ceniza, pedían
limosna desde su lecho de hojas secas. Otros, completamente inmóviles, pegados al
suelo, con las piernas encogidas, parecían momificados en su extremísima
demacración. Nubes de mosquitos se cernían sobre sus cuerpos de muertos vivos.
"¿Qué hacer?
"Si yo abandonaba a Alí en el bosque, lo devorarían las fieras, las hormigas gigantes,
los buitres. Si lo llevaba conmigo, me infectaba, si ya no lo estaba. ¿Qué hacer? Alí
estaba perdido, y yo también, quizá, estaba perdido. De los bupíes no se escuchaba
una sola voz. Nos habían abandonado, aterrorizados por la enfermedad cuya
peligrosidad conocían.
"Tomé mi revólver, me acerqué a Alí y le encañoné cuidadosamente la cabeza. Sonó
un estampido. Alí no sufriría más.
"Ahora lo que yo tenía que hacer era volver a Leben. Hacía siete horas que habíamos
salido del islote; la noche estaría próxima. Pasaría la noche en la selva, y al día
siguiente regresaría por el camino que habían abierto las hachas y yataganes de los
bupíes.
"Dando un rodeo en torno del cadáver de Alí, me acerqué al lugar donde los indigenas
habían abandonado las bolsas de provisiones; preparé un poco de cacao, y deshecho
por la fatiga, pensando torpemente que yo podía estar también enfermo de la
enfermedad del sueño, apoyé la cabeza en una bolsa, y bajo la oscuridad del ramaje
me quedé dormido.
"Un grito espantoso me despertó en la noche.
"Me puse de pie en la oscuridad. Estaba rodeado de ramas de árboles sobre las que
se movían lentejuelas fosforescentes. Eran las pupilas de los pájaros que reflejaban en
su fondo la luz de la luna, invisibles desde el lugar donde yo vigilaba.
"Me estremecí en mi mojadura de rocío. Ni un grito ni una voz en el bosque, donde tan
espantoso aullido había estallado. Por momentos se oía el crujido que provocaba una
ardilla al deslizarse sobre las hojas secas, o el roce de un reptil al deslizarse.
"Me tomé el pulso. El corazón marchaba perfectamente.
"El bosque permanecía en un silencio total, un silencio como el que provoca la
presencia de un ser vivo entre las bestias. Sin embargo, nada denunciaba al hombre ni
al salvaje, como no ser este silencio festoneado en reflejos amarillos.
"Sin embargo, un grito terrible, allí cerca, había venido a despertarme. ¿Quién era el
que había gritado?
"La noche debía estar avanzada, porque arriba, entre las ramas de los árboles, las
grandes estrellas próximas parecían flotar en un estanque de agua. Cautelosamente
me senté en el suelo y me puse a esperar la llegada del día. Pensé que me sobraba
razón cuando pensaba que para fugarse a través de la selva había que estar
entrenado. No nos habíamos apartado nada más que unas horas de la orilla del agua,
y ya se presentaban dificultades insuperables.
"Otra vez me quedé dormido. Cuando desperté, el sol estaba alto. De pronto me llamó
la atención un grupo de monos chillando en la copa de un árbol, señalándose los unos
a los otros, como seres humanos, algo que yo no podía ver desde el lugar en que me
encontraba. Recordé el grito de la noche y trepé a un árbol para escudriñar.
"Desde la rama más alta, donde ya me había encaramado, sólo se distinguía una
especie de plazoleta o claro en el bosque. Nada más. Sin embargo, los monos
chillaban y se mostraban algo que yo no podía ver. Bajé del árbol y comencé a cortar
entre los bejucos de la cortina vegetal un camino hacia el claro misterioso. Trabajaba
alegremente, a pesar de la terrible temperatura que hacía, porque pensaba que esa
disposición para el trabajo indicaba que todavía yo no estaba infectado por la
enfermedad del sueño.
"Finalmente llegué a la plazoleta.
"Allí, en un claro, a ras del suelo, se veía la cabeza de una negra dormida o muerta,
puesto que estaba con los ojos cerrados. Parecía aquella una cabeza cortada dejada
expresamente en el suelo. A unos metros de la cabeza, separada del brazo, se veía la
mano derecha de la negra. Había sido cortada de un hachazo.
"El cuerpo de la negra estaba enterrado en el suelo hasta el mentón.
"Comprendí.
"El castigo que los bupíes infligían a las mujeres que cometían el delito de adulterio o
que abandonaban el bosque para vivir con un extranjero. Me incliné sobre la negra.
Ofrecía un espectáculo extraño esa cabeza con los ojos cerrados a ras del suelo.
Levanté un párpado de la cabeza. La negra estaba viva.
"Miré en derredor. La tribu que la castigó allí, a poca distancia, había dejado olvidada
una paleta de madera. Corrí a la pala y comencé a quitar la tierra del hoyo en el que la
negra viva estaba enterrada. El sudor corría a grandes chorros por mi cuello. Yo
descargaba y descargaba paletadas de tierra, y la negra no abría sus ojos. Le toqué la
frente. Se consumía de fiebre. Finalmente, evitando herirle el cuerpo, abrí el hoyo y
conseguí retirar a la negra aun viva de su sepultura. Los negros que la mutilaron le
habían envuelto el muñón en hierbas, a fin de evitar la hemorragia y prolongar así su
agonía. Cargué a la negra sobre mi espalda. Era una muchacha joven y bonita. La
llevé hasta mi campamento, a la orilla de la fuente, y le eché un poco de agua entre los
labios.
"Yo no era un sentimental; estaba acostumbrado a considerar al negro al mismo nivel
que a la bestia, pero esta negra de cara romboidal, joven y ya martirizada, despertó mi
piedad. Tres días después que la retiré de su sepultura abrió los ojos. Me miró, sonrió,
y luego volvió a cerrarlos. Finalmente reaccionó, y por uno de aquellos milagros casi
incomprensibles, su brazo mutilado se cicatrizó.
"Yo trabajaba alegremente para salvar la vida de Bokapi. Trabajaba alegremente como
un esclavo porque esa constante disposición para trabajar me indicaba que yo no
estaba infectado por la enfermedad del sueño. Creo que fue la primera vez en mi vida
que trabajé. Había que buscar agua, preparar el arroz, ahuyentar de la cabaña toda
clase de bicharracos: langostas, gorgojos, hormigas, grillos, caballos del diablo. Un día
recuerdo que maté una araña negra y peluda, grande como un cangrejo. Oscilando
sobre sus patas de camello se aproximaba a Bokapi, que dormía.
"Finalmente Bokapi me contó el origen de sus desventuras. Su pecado consistía en
haberse ido a vivir con un mestizo.
"La cosa ocurrió así:
"Entonces cada tres meses, llegaba un buque al puerto de Santa Isabel. La llegada del
buque se festejaba con una fiesta fantástica. En la costa de la selva, entre las cañas
de azúcar y los plátanos, se formaban danzones de negros. Corrían latas de
aguardiente tenebroso, fuego vivo que trocaba el danzón en una orgía de la cual
también participaban los blancos. En una de estas fiestas conoció ella al mestizo Juan,
lo amó y se fue a vivir con él en las proximidades de la empalizada de bambú.
"El mestizo la amaba cuanto puede amar un mestizo y no le pegaba nunca, ni por la
noche ni por el día. Pero a pesar de estas virtudes, el mestizo se enfermó. Inútilmente
lo atendió el marinero que era el jefe de la aduana, y después el hechicero del poblado
más próximo. El mestizo murió como Dios manda, y Bokapi se quedó sola.
"La tribu en el bosque no se había olvidado de su deserción. Una tarde que Bokapi
corrió hasta el bosque a buscar una gallina, recibió un golpe en la cabeza. Cuando
despertó estaba tendida en el suelo. La habían despojado de sus ropas; algunos
bupíes armados de bambú aguardaban el momento de su suplicio. Primero un
hechicero viejo, envuelto en innumerables vueltas de vértebras de serpiente y con la
cabeza adornada de cuernos de antílope, le había lanzado torrente de imprecaciones;
después, un grupo de viejas la flageló con látigos de bejucos hasta que Bokapi se
desmayó. Cuando recobró el conocimiento estaba oprimida por un corsé frío que la
paralizaba toda entera. Se reconoció enterrada viva, con la cabeza a ras del suelo y un
brazo fuera, sobre la tierra. Silenciosamente danzaban en torno de ella sombras
lujuriosas; de pronto las sombras se detuvieron; el hechicero levantó el hacha y la dejó
caer.
"El tremendo grito que me había despertado fue lanzado por Bokapi al sentir la mano
cortada.
"Conocí entonces la naturaleza negra.
"Si Bokapi había amado al mestizo, a mí me adoraba. Cuando pudo caminar y valerse,
cuanta atención le sugería su imaginación para demostrarme su amor y gratitud la
ponía en práctica. Si yo entraba en la choza, ella se ponía de rodillas y besaba el suelo
que pisaba. Luego corría a ofrecerme licor de plátano, que sabía preparar, o solomillos
de rata gigante, que se ingeniaba para atrapar. Cuando yo dormía, ella, de pie a mi
lado, movía constantemente unas hojas de palma para renovar el aire en torno de mi
rostro. Yo pensaba ahora que no me dedicaría a ser bandido ni intentaría robar el
banco de mi proyecto. Viviría para siempre con Bokapi en la isla de Leben, y Bokapi
trabajaría para mí, y yo no haría nada más que bañarme en las caletas y dormir en los
arenales.
"Finalmente abandonamos la selva.
"El camino que algunas semanas antes habían abierto sus salvajes hermanos estaba
borrado. Sin embargo, Bokapi se orientaba en la selva con naturalidad asombrosa.
Tres días demoramos en llegar a los acantilados, y cuando estábamos por salir de la
floresta entre cuyos claros se distinguían los cocoteros de los arenales, ocurrió lo
imprevisto.
"Bokapi y yo caminábamos tranquilamente, cuando, de pronto, ella me apretó el brazo,
deteniéndome.
"A cinco metros de nosotros, desenvolviendo sus pesados aros amarillos, irritada, nos
miraba una boa. Su cabeza triangular se dirigía a nosotros con la lengua bífida
ondulando de furor fuera de la escamosa boca.
"Me paralizó un frío mortal. No podíamos escapar. Íbamos a perecer los dos. Bokapi lo
comprendió, se despidió de mí con una mirada y rápidamente se lanzó a la boa.
"¡Quién pudiera contar la inútil lucha de la negra con la boa! Yo vi cómo Bokapi, con su
único brazo libre, intentó tomar la garganta de la boa; vi cómo los anillos de la terrible
serpiente prensaban sus piernas y su pecho; vi cómo Bokapi clavó los dientes en el
lomo de la boa con tan furiosa mordedura, que súbitamente la boa duplicó su presión.
Y Bokapi ya no se movió.
"Entonces, a la vista de la playa, entré al bosque y me puse a llorar como una criatura.
La selva era terrible."
Libro: El Jorobadito
Cuento: LA LUNA ROJA (1933)
Autor: Roberto Arlt
Nada lo anunciaba por la tarde. Las actividades comerciales se desenvolvieron
normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados
de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que
ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas,
flores o vituallas. Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal
rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo
cauteloso la conducta de sus inferiores.
Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.
En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y
muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos;
algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo, más allá de las
altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión,
se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de
vapores acuosos. Nada lo anunciaba. Por la noche fueron iluminados los rascacielos.
La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones
sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una
idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y
cemento.
Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios,
observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí
abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías
de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas
enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos. Los hombres timoratos
pensaban: “¡Qué bien estamos defendidos!”, y miraban con agradecimiento las
enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a
sus choferes, y con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los
luminosos nombres de remotas empresas.
Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y
enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica
representaban dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de
las nubes. Tan altos estaban. Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí
parecía que se podían tocar las estrellas con la mano, el viento desprendía franjas de
músicas, “blues” oblicuamente recortados por la dirección de la racha de aire.
Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de
costosas vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los
camareros, danzaban los desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres
jóvenes, elásticos por la práctica de los deportes e indiferentes por el conocimiento de
los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados en un “smoking”, sonreían
insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse de algo
que con un golpe de sus puños podían destruir.
Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de
sus vegueros o deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus
miradas duras y autoritarias reflejaban una implacable seguridad y solidaridad. Aun
entre el rumor de la fiesta no se podía menos de imaginárseles presidiendo la mesa
redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un estado de cafres y
mulatillos, bajo cuyos árboles correrían linfas de petróleo. Desde alturas inferiores, en
calles más turbias y profundas que canales, circulaban los techos de automóviles y
tranvías, y en los parajes excesivamente iluminados, una microscópica multitud
husmeaba el placer barato, entrando y saliendo por los portalones de los “dancings”
económicos, que como la boca de altos hornos vomitaban atmósferas incandescentes.
Hacia arriba, en oblicuas direcciones, la estructura de los rascacielos despegaba sobre
cielos verdosos o amarillentos, relieves de cubos, sobrepuestos de mayor a menor.
Estas pirámides de cemento desaparecían al apagarse el resplandor de invisibles
letreros luminosos; luego aparecían nuevamente como “super dreadnoughts”1,
poniendo una perpendicular y tumultuosa amenaza de combate marítimo al
encenderse lívidamente entre las tinieblas. Fue entonces cuando ocurrió el suceso
extraño. El primer violín de la orquesta Jardín Aéreo Imperius iba a colocar en su atril
la partitura del “Danubio Azul”, cuando un camarero le alcanzó un sobre. El músico,
rápidamente, lo rasgó y leyó la esquela; entonces, mirando por sobre los lentes a sus
camaradas, depositó el instrumento sobre el piano, le alcanzó la carta al clarinetista, y
como si tuviera mucha prisa descendió por la escalerilla que permitía subir al
paramento, buscó con la mirada la salida del jardín y desapareció por la escalera de
servicio, después de tratar de poner inútilmente en marcha el ascensor.
Las manos de varios bailarines y sus acompañantes se paralizaron en los vasos que
llevaban a los labios para beber, al observar la insólita e irrespetuosa conducta de este
hombre. Mas, antes de que los concurrentes se sobrepusieran de su sorpresa, el
ejemplo fue seguido por sus compañeros, pues se le vio uno a uno abandonar el
palco, muy serio y ligeramente pálido.
Es necesario observar que a pesar de la prisa con que ejecutaban estos actos, los
actuantes revelaron cierta meticulosidad. El que más se destacó fue el violoncelista
que encerró su instrumento en la caja. Producían la impresión de querer significar que
declinaban una responsabilidad y se “lavaban las manos”. Tal dijo después un testigo.
Y si hubieran sido ellos solos. Los siguieron los camareros. El público, mudo de
asombro, sin atreverse a pronunciar palabra (los camareros de estos parajes eran
sumamente
robustos)
les
vio
quitarse
los
fracs
de
servicio
y
arrojarlos
despectivamente sobre las mesas. El capataz de servicio dudaba, mas al observar que
el cajero, sin cuidarse de cerrar la caja, abandonaba su alto asiento, sumamente
inquieto se incorporó a los fugitivos. Algunos quisieron utilizar el ascensor. No
funcionaba. Súbitamente se apagaron los focos. En las tinieblas, junto a las mesas de
mármol, los hombres y mujeres que hasta hacía unos instantes se debatían entre las
argucias de sus pensamientos y el deleite de sus sentidos, comprendieron que no
debían esperar. Ocurría algo que rebalsaba la capacidad expresiva de las palabras, y
entonces, con cierto orden medroso, tratando de aminorar la confusión de la fuga,
comenzaron a descender silenciosamente por las escaleras de mármol. El edificio de
cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar,
sino de roces, tableteos, suspiros.
1
Dreadnoughts: acorazados
De vez en cuando, alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en
distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes
cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían
en saltantes triángulos irregulares.
No se registró ningún accidente. A veces, un anciano fatigado o una bailarina
amedrentada se dejaban caer en el borde de un escalón, y permanecía allí sentada,
con la cabeza abandonada entre las manos, sin que nadie la pisoteara. La multitud,
como si adivinara su presencia encogida en la pestaña de mármol, describía una curva
junto a la sombra inmóvil.
El vigilante del edificio, durante dos segundos, encendió su linterna eléctrica, y la
rueda de luz blanca permitió ver que hombres y mujeres, tomados indistintamente de
los brazos, descendían cuidadosamente. El que iba junto al muro llevaba la mano
apoyada en el pasamano. Al llegar a la calle, los primeros fugitivos aspiraron
afanosamente largas bocanadas de aire fresco. No era visible una sola lámpara
encendida en ninguna dirección. Alguien raspó una cerilla en una cortina metálica, y
entonces descubrieron en los umbrales de ciertas casas antiguas, criaturas sentadas
pensativamente. Estas, con una seriedad impropia de su edad, levantaban los ojos
hacia los mayores que los iluminaban, pero no preguntaron nada. De las puertas de
los otros rascacielos también se desprendía una multitud silenciosa.
Una señora de edad quiso atravesar la calle, y tropezó con un automóvil abandonado;
más allá, algunos ebrios, aterrorizados, se refugiaron en un coche de tranvía cuyos
conductores habían huido, y entonces muchos, transitoriamente desalentados, se
dejaron caer en los cordones de granito que delimitaban la calzada. Las criaturas
inmóviles, con los pies recogidos junto al zócalo de los umbrales, escuchaban en
silencio las rápidas pisadas de las sombras que pasaban en tropel.
En pocos minutos los habitantes de la ciudad estuvieron en la calle. De un punto a otro
en la distancia, los focos fosforescentes de linternas eléctricas se movían con
irregularidad de luciérnagas. Un curioso resuelto intentó iluminar la calle con una
lámpara de petróleo, y tras de la pantalla de vidrio sonrosado se apagó tres veces la
llama. Sin zumbidos, soplaba un viento frío y cargado de tensiones voltaicas. La
multitud espesaba a medida que transcurría el tiempo. Las sombras de baja estatura,
numerosísimas, avanzaban en el interior de otras sombras menos densas y altísimas
de la noche, con cierto automatismo que hacía comprender que muchos acababan de
dejar los lechos y conservaban aún la incoherencia motora de los semidormidos.
Otros, en cambio, se inquietaban por la suerte de su existencia, y calladamente
marchaban al encuentro del destino, que adivinaban erguido como un terrible
centinela, tras de aquella cortina de humo y de silencio. De fachada a fachada, el
ancho de todas las calles trazadas de este a oeste se ocupaba de multitud.
Esta, en la oscuridad, ponía una capa más densa y oscura que avanzaba lentamente,
semejante a un monstruo cuyas partículas están ligadas por el jadeo de su propia
respiración. De pronto un hombre sintió que le tiraban de una manga insistentemente.
Balbuceó preguntas al que así le asía, mas como no le contestaban, encendió un
fósforo y descubrió el achatado y velludo rostro de un mono grande que con ojos
medrosos parecía interrogarlo acerca de lo que sucedía. El desconocido, de un
empellón, apartó la bestia de sí, y muchos que estaban próximos a él repararon que
los animales estaban en libertad. Otro identificó varios tigres confundidos en la multitud
por las rayas amarillas que a veces fosforecían entre las piernas de los fugitivos, pero
las bestias estaban tan extraordinariamente inquietas que, al querer aplastar el vientre
contra el suelo, para denotar sumisión, obstaculizaban la marcha, y fue menester
expulsarlas a puntapiés. Las fieras echaron a correr, y como si se hubiera pasado una
consigna, ocuparon la vanguardia de la multitud. Adelantábanse con la cola entre las
zarpas y las orejas pegadas a la piel del cráneo. En su elástico avance volvían la
cabeza sobre el cuello, y se distinguían sus enormes ojos fosforescentes, como bolas
de cristal amarillo. A pesar de que los tigres caminaban lentamente, los perros, para
mantenerse a la par de ellos, tenían que mover apresuradamente las patas.
Súbitamente, sobre el tanque de cemento de un rascacielos apareció la luna roja.
Parecía un ojo de sangre despegándose de la línea recta, y su magnitud aumentaba
rápidamente. La ciudad, también enrojecida, creció despacio desde el fondo de las
tinieblas, hasta fijar la balaustrada de sus terrazas en la misma altura que ocupaba la
comba descendente del cielo. Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban
de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera
enrojecida se asentaba como una neblina de sangre.
Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro
con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera. No se
percibía ningún sonido, como si por efectos de la luz bermeja la gente se hubiera
vuelto sorda. Las sombras caían inmensas, pesadas, cortadas tangencialmente por
guillotinas monstruosas, sobre los seres humanos en marcha, tan numerosos que
hombro con hombro y pecho con pecho colmaban las calles de principio a fin. Los
hierros y las cornisas proyectaban a distinta altura rayas negras paralelas a la
profundidad de la atmósfera bermeja. Los altos vitrales refulgían como láminas de
hielo tras de las que se desemparva un incendio. A la claridad terrible y silenciosa era
difícil discernir los rostros femeninos de los masculinos. Todos aparecían igualados y
ensombrecidos por la angustia del esfuerzo que realizaban, con los maxilares
apretados y los párpados entrecerrados. Muchos se humedecían los labios con la
lengua, pues los afiebraba la sed. Otros con gestos de sonámbulos pegaban la boca al
frío cilindro de los buzones, o al rectangular respiradero de los transformadores de las
canalizaciones eléctricas, y el sudor corría en gotas gruesas por todas las frentes.
De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y
pastosa emanación de matadero. La multitud en realidad no caminaba, sino que
avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros,
muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en
hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y
roídos perfiles. En las calles laterales los niños permanecían quietos en sus umbrales.
Del tumulto de las bestias, engrosado por los caballos, se había desprendido el
elefante, que con trote suave corría hacia la playa, escoltado por dos potros. Estos,
con las crines al viento y los belfos vueltos hacia las apantalladas orejas del
paquidermo, parecían cuchichearle un secreto. En cambio, los hipopótamos a la
cabeza de la vanguardia, buceaban fatigosamente en el aire, recogiéndolo con los
golpes en vacío de sus hocicos acorazados. Un tigre restregando el flanco contra los
muros avanzaba de mala gana. El silencio de la multitud llegó a hacerse insoportable.
Un hombre trepó a un balcón y poniéndose las manos ante la boca a modo de
altoparlante, aulló congestionado: —Amigos, ¡qué pasa, amigos! Yo no sé hablar, es
cierto, no sé hablar, pero pongámonos de acuerdo.
Desfilaban sin mirarle, y entonces el hombre secándose el sudor de la frente con el
velludo dorso del brazo se confundió en la muchedumbre. Inconscientemente todos se
llevaron un dedo a los labios, una mano a la oreja. No podían ya quedar dudas. En
una distancia empalizada de fuego y tinieblas, más movediza que un océano de
petróleo encendido, giró lentamente sobre su eje la metálica estructura de una grúa.
Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra,
escupió fuego retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo, cruzó la atmósfera
con un cilindro de acero. Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la
multitud estalló en un grito de espanto:
— ¡No queremos la guerra! ¡No…, no…, no!…
Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que
nadie se salvaría.
JORGE LUIS BORGES BIOGRAFÍA. Escritor argentino nació en Buenos Aires en
1899, falleció en Ginebra, Suiza en 1986. Apenas con seis años confesó a sus padres
su vocación de escritor, e inspirándose en un pasaje del Quijote redactó su primera
fábula en el año 1907 que tituló La visera fatal. A los diez años publicó una brillante
traducción al castellano de El príncipe feliz de Oscar Wilde. Al estallar la Primera
Guerra Mundial su familia se instaló en Ginebra y Borges, ya adolescente, comenzó a
leer la obra de los escritores franceses, desde los clásicos hasta los simbolistas y, al
descubrir el expresionismo alemán, se dedicó a aprender ese idioma. Cuando su
familia se traslada a España se pone e contacto con la literatura española. De regreso
en Buenos Aires, fundó (1921) con otros jóvenes la revista Prismas y luego Proa y, en
1923 editó su primer libro de versos: Fervor de Buenos Aires.
Borges fue el creador de una cosmovisión muy singular, sostenida sobre un original
modo de entender conceptos como los de tiempo, espacio, destino o realidad. Sus
narraciones y ensayos se nutren de complejas simbologías y de una poderosa
erudición, producto de su frecuentación de las diversas literaturas europeas, en
especial la anglosajona -William Shakespeare, Thomas De Quincey, Rudyard Kipling o
Joseph Conrad son referencias permanentes en su obra-, además de su conocimiento
de la Biblia, la Cábala judía, las primigenias literaturas europeas, la literatura clásica y
la filosofía.
Entre sus obras se encuentran ensayos, textos en prosa como (entre otros) Historia
universal de la infamia (1935) donde incluye uno de sus cuentos más famosos: El
hombre de la esquina rosada, Historia de la eternidad (1936) y Ficciones (1944).
En este último despliega toda su maestría imaginativa, en cuentos como "La
biblioteca de Babel", "El jardín de los senderos que se bifurcan" o "La lotería de
Babilonia. En 1949 publica El Aleph volumen de diecisiete cuentos donde combina
elementos de la tradición filosófica y de la literatura fantástica.
En la obra de Borges también se encuentran volúmenes escritos en colaboración,
tanto dedicados a la ficción como al ensayo así como gran cantidad de notas de crítica
bibliográfica y comentarios de literatura, aparecidos en diferentes publicaciones
periódicas argentinas y extranjeras.
LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS
Autor: Jorge Luis Borges
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros
días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y
magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones
más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían.
Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones
propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte
un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad
de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y
confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y
dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de
Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo
daría a conocer algún día.
Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos
de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus
gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo
llevó al desierto.
Cabalgaron tres días, y le dijo: Oh, rey del tiempo y
substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de
bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a
bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que
forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.& quot.
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde
murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.
EL ALEPH (Fragmento) (1949)
Autor: Jorge Luis Borges
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera
tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego
comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos
espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres
centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño.
Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo.
Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi
una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto
(era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un
espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio
de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de
una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de
agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi
en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo
cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda,
donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la
primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada
letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un
volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la
noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar
el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de
Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi
caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la
delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando
tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las
sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres,
émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la
tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo
temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a
Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz
de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi
propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el
Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras,
vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto
secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún
hombre ha mirado: el inconcebible universo. "
JULIO CORTÁZAR BIOGRAFÍA
De padres argentinos, nació en Suiza en 1914, (declara que su nacimiento en
Bruselas “fue un producto del turismo y la diplomacia") En 1918 su familia regresó a la
Argentina estableciéndose en Banfield.
Considerado como uno de los autores más innovadores y originales de su tiempo, se
destacó en el relato corto, la prosa poética y la narración breve en general. Sus obras
escapan de la linealidad temporal y sus personajes adquieren una autonomía y una
profundidad psicológica pocas veces vista hasta el momento. Los contenidos de su
obra transitan en la frontera entre lo real y lo fantástico, motivo por lo cual se lo
relaciona con el surrealismo.
En 1938 publicó, con el seudónimo Julio Denis, el libro de sonetos Presencia. En
1949 editan su obra dramática Los reyes. En 1951, publica Bestiario donde surge el
Cortázar deslumbrante por su fantasía y su revelación de mundos nuevos que irán
enriqueciéndose en su obra futura. Entre sus obras se encuentran Los premios
(1960), Historias de Cronopios y de Famas (1962) Rayuela (1963), 62/Modelo para
armar (1968), Libro de Manuel (1973).
En 1951 se estableció en Paris. Allí vivió gran parte de su vida, ambientó algunas de
sus obras y donde finalmente falleció en 1984.
Libro: HISTORIAS DE CRONOPIOS Y DE FAMAS (1962)
Cuento: INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA - Julio Cortázar
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal
que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente
se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta
que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables.
Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la
derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un
peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos
elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da
sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más
bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan
particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los
brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen
de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y
regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo
situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo
excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha
parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda
(también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y
llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño,
con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros
peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria.
La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese
especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los
movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente,
con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el
momento del descenso.
Libro: BESTIARIO (1951)
Cuento: CASA TOMADA
Autor: Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas
antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los
secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa
casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,
levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas
habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre
puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba
grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos
para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó
casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María
Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con
la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos,
era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa.
Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la
echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros
mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se
pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía tanto,
yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto
para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el
invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y
después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la
canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas
horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se
complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas
salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades
en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un
libro, pero cuando un pull-over está terminado no se puede repetirlo sin escándalo.
Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas
blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve
valor de preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos
ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza
maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados,
agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban
constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos,
la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira
hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba
esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el
living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por
un zaguán con mayólica, y la puerta central daba al living. De manera que uno entraba
por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de
nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que conducía a la parte más retirada;
avanzando por le pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro
lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y
seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta
estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de
un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo
vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de
roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los
muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe a sus habitantes y
no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el
polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un
momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene
estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió
poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada
puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo
en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de
silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo
tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas
hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré
de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y
además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le
dije a Irene
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor.
Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte
tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo,
estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que
tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en
una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente
sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos
con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de
brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar
el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo,
Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar.
Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida
fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco
perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la
colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos
divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de
Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que
viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la
garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces
hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de
noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,
presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes
insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el
roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico.
La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que
quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene
cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para
que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero
cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a
media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por
eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alto voz, me desvelaba en
seguida).
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de
acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde
la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez
en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención
mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos
escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de
roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al
lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la
puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre
sordos a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el
zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte- dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban
hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del
otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi
dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes
de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla.
No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa
hora y con la casa tomada.
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