América vista por España

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Presentación de libros
Ma. Concepción García Sáiz. América Vista por España. México,
Textos Dispersos Ediciones, 1993.
Jorge Alberto Manrique. Manierismo en México. México, Textos
Dispersos Ediciones, 1993.
Martha Fernández. Arquitectura y Creación. México, Textos Dis­
persos Ediciones, 1993.
Cuando Francisco Vidargas -editor de Textos Dispersos- me habló
de la presentación que hoy nos reúne, la sorpresa hizo causa común
con la alegría y rápidamente comenzaron a aparecer muchas imáge­
nes en anacrónico desorden. Desde la paella compartida hace ape­
nas unos meses en Madrid con Conchita García Sáiz, mientras
hablábamos de México y “su” Museo de América, hasta aquella
entrevista que tuve con Jorge Alberto Manrique hace ya quince años
cuando con generosidad me ofrecía una beca de la UNAM para
poder seguir los estudios de maestría mientras hacía mis primeras
incursiones en el Instituto de Investigaciones Estéticas, donde cono­
cí a sus jóvenes alumnos: Martha Fernández, Rogelio Ruiz Gomar,
Gustavo Curiel... en esos seminarios que ya tienen sus fantasmas,
discutíamos sobre arte mexicano, sobre hallazgos personales... La
memoria desatada alrededor de tres libros, alrededor de tres autores,
alrededor de la aventura intelectual que significa un libro y que en
este caso nos lleva a España y a México, en temas diferentes pero
reunidos con el común denominador de dos conceptos: tradición e
innovación.
América vista por España es el ambicioso título que reúne dos
interesantes trabajos de Concepción García Sáiz, una americanista
de pura cepa, que camina con nostalgia sobre los mares de color
turquesa que los museógrafos soñaron para el enorme mapa de
nuestro continente, en una sala del postergado Museo de América de
Madrid. Su interés y conocimiento del arte americano en general y
mexicano en particular, han dado como resultado una buena canti­
dad de exposiciones, catálogos, artículos y libros que contribuyeron
en gran medida al mejor conocimiento del arte mexicano del período
colonial. Por su gran trascendencia, quiero recordar un magnífico
trabajo, Las castas mexicanas. Un género pictórico americano,
editado en 1989.
El tema del primer artículo es “La imagen del indio en el arte
español del siglo de oro”. Según esta autora, los artistas españoles
tuvieron poca participación en la gestación del primer modelo
iconográfico europeo sobre el indígena americano. Los grabadores e
ilustradores flamencos e italianos a quienes cabe la mayor responsa­
bilidad de esta imaginería, enfatizaron la desnudez y la antropofagia,
como sus atributos fundamentales.
En cambio, la elaboración de un modelo iconográfico
específicamente español, en el siglo XVII, puso en relieve la
gestualidad que expresara el sometimiento y la ofrenda de las rique­
zas americanas a la monarquía. Este modelo se difundió a través del
arte efímero y del grabado, con diferentes duraciones temporales
pero con un enóhne impacto en la formación de lo imaginario colec­
tivo. Ni Velázquez, cuya principal clientela era la corte, ni Zurbarán,
a quien contrataron con mayor asiduidad las órdenes monásticas,
tuvieron algún encargo que recogiera esta temática.
Parece evidente que el recorrido al que nos invita García Sáiz
nos conduce inevitablemente a la formación de la tradición de la
alegoría de América como lo que la autora llama “la otra España”,
los dos mundos que forman el imperio español, tal como aparecen
en la portada que ilustra los Emblemas Regio Políticos de Juan de
Solórzano Pereira. Pero también se evidencia que García Sáiz abrió
la puerta hacia un gran tema que requiere -m e gustaría ser desmedi­
da y decir exige- una separación. Por un lado, la visión del indio en
el arte español y por el otro, la gestación de la alegoría de América,
que se antojan separados. Tal como está considerado en el segundo
artículo de este libro, dedicado a “América en el arte español del
siglo XVIII: tradición y cambio”.
La descripción que allí aparece de la alegoría de América como
una mujer tocada con un gran penacho de plumas, acompañada por
un cocodrilo y en algunos casos con arco y flecha, familiar en el
discurso de los ámbitos oficiales españoles desde el siglo XVIII,
aparece en la sacristía de la catedral de México en el siglo XVII. En
efecto, en el Triunfo de la Iglesia que Cristóbal de Villalpando
pintara para la sacristía de la m etropolitana en 1686, aparece
una imagen con estas características en el ángulo inferior
izquierdo. La imagen de América como el cuarto continente
que había sido tan utilizada en Europa y escasamente representa­
da en España ocupa un lugar de primera importancia en la catedral
de México. Cabría la posibilidad de suponer que el grabado que
sirvió de modelo fuera usado de manera inconsciente, pero también
cabría suponer que a finales del siglo XVII, México se sentía inte­
grado a un continente, que no era “la otra España”, como un
extraño espejo donde se reflejaban selectivamente algunas similitu­
des y se borraban las diferencias. Es posible suponer una otredad
consciente que no formaba parte del discurso oficial español. En
este, la América sometida, como parte del imperio español, es rique­
za y abundancia: imagen que según García Sáiz señala el inicio de
un proceso de añoranza de un pasado esplendoroso coincidente con
la pérdida real de poder y posesiones de la España borbónica.
En todo caso, es interesante ver como la carencia de una tradi­
ción formal que permitiera interpretar en imágenes un mundo desco­
nocido, fue un fenómeno compartido por artistas de uno y otro lado
del Atlántico. Los dibujos y grabados que analiza la autora, si bien
no son muchos, conforman una buena muestra de este tipo de repre­
sentación.
Decía Jorge Luis Borges que un clásico es un libro que todo el
mundo cita pero que nadie lee. Quizás Francisco Vidargas haya
querido evitar que eso llegara a suceder con estos dos trabajos de
Jorge Alberto Manrique, que curiosamente se reunieron con el título
de Manierismo en México. Y digo curiosamente, porque después de
leer estos dos importantes artículos, queda claro que Jorge Alberto
Manrique dio carta de naturalización al manierismo y por tanto,
hubiera sido más coherente que el libro llevara por título El
manierismo mexicano. Más coherente también con el conocimiento
de la historia del arte europeo que tiene el autor, que sabe que el
manierismo romano no fue igual al veneciano o a la escuela de
Fontainebleau.
Para poder pasar de la portada del libro, digamos pues que el
manierismo en México se convirtió en manierismo mexicano. Que
es más que un juego de palabras. Es entrar de lleno en uno de los
conceptos que vertebran estos trabajos: el de tradición.
Si tenemos en cuenta que la periodización propuesta por Manrique
es 1570-1640, se hace evidente que la tradición anterior al manierismo
no era muy larga, había coincidido con el “primer proyecto de vida
novohispano”, encomendero y frailuno. El manierismo llegó a la
Nueva España con su tendencia a congelar la perfección a partir de
una preceptiva que se tradujo en manuales y tratados. El ideal se
transformó en norma y fue entonces, cuando la aplicación de esta
normatividad se convirtió en tradición.
Hay que considerar que, fuera de Italia, la preceptiva tuvo que
unirse a diversas tradiciones. En la Nueva España, la tradición era
incipiente y débil y el manierismo creció y se desarrolló con una
enorme fortaleza.
Jorge Alberto Manrique insiste en considerar una coincidencia
que se le hace fundamental para entender la importancia que llegó a
tener el manierismo: la crisis. La crisis novohispana favoreció el
desarrollo del manierismo, período que hoy tiene consenso en el
ámbito de la historia del arte, pero que en realidad nació en los años
veinte de este siglo, en el interregno que dejaban los dos
megaperíodos, el Renacimiento y el Barroco.
Pero además de la crisis, Manrique señala que este manierismo
urbano, culto y refinado, coincide con la organización del segundo
proyecto de vida novohispano, propuesto por los criollos y “que
articularía la vida del país hasta los finales de la época colonial”
(p.39).
Esta afirmación es de una gran importancia para el análisis y la
comprensión del arte novohispano. Si el manierismo se convierte en
la primera tradición “occidental” - a la que también podríamos
llamar convencionalismo, modo de pensar, estilo...- si esto es así, el
manierismo se convierte entonces en la constante respecto de la cual
la innovación, como alteración de lo establecido, aparece como va­
riable.
Siguiendo a Panofsky en su precioso trabajo Renacimiento y
Renacimientos en el arte occidental, diría que lo que Manrique
reclama desde estos trabajos, es el análisis de la dirección, de la
tendencia que asume el manierismo en México, definida como tradi­
ción, y el impacto que las “innovaciones influyentes” pueden tener
sobre él. La consecuencia inmediata de ésto, que el mismo Manrique
señala, sería la formación de un barroco novohispano, con caracte­
rísticas regionales, según la forma de articularse con la tradición.
Por otra parte, también habría que pensar si la persistencia de
las formas se relacionan con la problemática artista-cliente, pues
tanto el cliente como el mecenas tiene un papel importante en la
selección del repertorio formal. Especialmente en construcciones de
una importancia tal como las catedrales, donde los obispos y el
cabildo catedralicio no solamente ejercían un completo control sobre
las cuentas y los gastos, sino también sobre el proyecto, sus caracte­
rísticas, avances y modificaciones.
Me interesa destacar ésto pues en su segundo artículo Jorge
Alberto Manrique analiza a “Las catedrales mexicanas como fenó­
meno manierista”, en coincidencia con el auge de la ciudad. En
efecto, se organizan en Mérida, Guadalajara, México y Puebla de
los Ángeles, verdaderas “ciudades episcopales”, siguiendo la termi­
nología de Wolfgang Braunfels. A excepción de la de México, don­
de el arzobispo y el virrey tenían poder con capacidad de competir,
en las demás ciudades el obispo era la autoridad máxima y el cabil­
do catedralicio, cuando la sede se encontraba vacante. De ahí la
importancia de analizar al cliente que, como en este caso, determi­
naba directamente sobre la obra.
En estas catedrales, -dice Manrique- que tienen una misión
emblemática en la ciudad, campea la ambigüedad. Este es, sin duda,
uno de los conceptos fundamentales en la producción historiográfica
de Jorge Alberto Manrique, que merece un análisis más extenso del
que haré aquí. Pero no quise dejarlo pasar, pues representa una
actitud frente al hecho histórico y su relativismo y una actitud frente
al objeto artístico y su múltiple posibilidad de lectura.
El libro de Martha Fernández, Arquitectura y creación, com­
puesto por tres textos, el último de los cuales estaba inédito, giran
en torno a la figura del arquitecto Juan Gómez de Trasmonte, activo
en la ciudad de México en la primer mitad del siglo XVII.
En los dos primeros artículos la autora se dedicó -con el rigor y
la minuciosidad que caracterizan todos sus trabajos- al análisis de
la documentación obtenida en los archivos nacionales y españoles.
Así formó un perfil profesional de este importante maestro, que
participó en obras de tanta envergadura como las catedrales de
México y Puebfe, los conventos de San Lorenzo y Santa Inés y el
Palacio, así como fue el responsable del conocido plano de la ciudad
de México de 1628.
Sin embargo, en el último de los artículos, “Juan Gómez de
Trasmonte en la catedral de México”, Martha Fernández entró a
una problemática tan espinosa como necesaria: deslindar la partici­
pación de este arquitecto en la obra catedralicia. A partir del análi­
sis de un documento que fecha entre 1635 y 1640, trata de estable­
cer cuál era el proyecto de catedral que tenía Juan Gómez de
Trasmonte, cuáles eran los modelos o el modelo que habíatenido en
cuenta y la importancia de la reforma que proponía en el documento
de referencia.
En efecto, este arquitecto propuso “aumentar el grosor de las
dos medias muestras de los pilares que caen hacia la nave mayor, en
cada uno de los cuatro machos del crucero”, para poder soportar la
cúpula. El asunto tiene una pasmosa actualidad, si consideramos los
problemas que hoy enfrenta la catedral de México y la necesidad
que existe -según los restauradores que intervienen en la obra- de
reforzar los pilares del crucero que no son lo suficientemente fuertes
como para soportar la cúpula.
Nuevamente irrumpe el concepto de tradición, pues si en los
tratados no había modelos para la construcción de catedrales, los
arquitectos recurrían a soluciones eclécticas para resolver sus pro­
blemas constructivos. De ahí la mezcla de bóvedas góticas con otras
de cañón con lunetos y vaídas. De ahí la evidencia del uso de varios
tratados que dieron lo que Martha Fernández llama “sus propios
resultados”. Por eso concluye que “entre las formas tradicionales,
la búsqueda de soluciones nuevas, los posibles modelos europeos y
la realidad imperante, se creó una arquitectura propiamente
novohispana”(p.66).
Es por esto que creo que debe insistirse en quitar al adjetivo
“ecléctico” la carga peyorativa con que se usó tantas veces al
analizar el arte novohispano, y considerarlo como una de las carac­
terísticas forjadas al unísono de la tradición.
Nelly Sigaut
El Colegio de Michoacán
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