Platón II - Materials de Filosofia

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Platón II
Teoría del
conocimiento
1. Antecedentes: la búsqueda de lo permanente y la unidad en el nacimiento del pensamiento
racional.
Platón continúa, y lleva a su máximo desarrollo, la búsqueda de una explicación racional del mundo y
de la realidad humana, que ya habían iniciado los filósofos presocráticos. Esta búsqueda tenía como
base el convencimiento de que sólo lo que no está sujeto al cambio puede ser objeto de
conocimiento, es decir, el ser de las cosas, sus esencias, y que en tanto objeto de conocimiento
racional, debían ser necesariamente permanentes y universales.
Parménides, al afirmar la identidad del ser y el conocer, había llevado a la filosofía griega a una
suerte de "callejón sin salida". Las exigencias lógicas del conocimiento las extendió Parménides a los
atributos del ser real. El mundo sensible no sólo era una vía engañosa para llegar al conocimiento
verdadero, sino que también era inexistente, cosa que contravenía el sentido común.
Inevitablemente surgía la pregunta sobre cómo conciliar los atributos lógicos del ser (Parménides)
con la realidad cotidiana de los objetos sensibles (Heráclito), de la que el sentido común no podía
escapar. El pluralismo mecanicista de Demócrito se alejaba de la posibilidad de un saber necesario y
por tanto explicable racionalmente (todo lo que sucede no era más que el resultado de movimientos
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mecánicos y combinaciones azarosas). Los sofistas promovieron el escepticismo epistemológico,
claudicando ante la crisis de la física presocrática en su intento por encontrar explicaciones
verdaderas de los fenómenos naturales, y se centraron en la realidad humana más próxima: los
problemas de la polis y la enseñanza del arte imprescindible para todo aquel que quería ejercer el
oficio de político, la retórica. Ante todo esto, Sócrates y Platón no lo tuvieron fácil. Platón,
recogiendo y profundizando el pensamiento de su maestro dio respuesta a todas estas cuestiones
mediante su filosofía dualista: la realidad se dividía en dos, el mundo sensible y el mundo inteligible,
que se correspondían respectivamente con dos grados del conocimiento: la doxa u opinión y la
episteme o saber verdadero.
El dualismo le permitía a Platón no negar de manera absoluta, como lo hiciera Parménides, la
realidad y el conocimiento del mundo sensible; y al mismo tiempo continuar manteniendo como
objeto de auténtico conocimiento a lo permanente y esencial. La existencia de los objetos del mundo
sensible era relativa o "participada", y su conocimiento, a través de los sentidos, un "pseudo
conocimiento", o mera opinión (doxa).
Cabe señalar que para Platón la opinión, como grado del conocimiento, no era el puro error, como
podía serlo para Parménides. Desde luego tampoco era el conocimiento verdadero. Era
sencillamente conocimiento de apariencias, que, como veremos más adelantes, incluso podía ser
"estímulo" para "ascender" al conocimiento verdadero. (En el diálogo El Banquete Platón explica
cómo la contemplación de objetos bellos puede ser acicate para ascender hasta la contemplación de
la idea de belleza en sí). La auténtica ignorancia se daría cuando alguien está convencido de que el
conocimiento de lo aparente es conocimiento verdadero. Es la situación de los prisioneros de la
alegoría de la caverna -que transcribimos a continuación-: están convencidos de que las sombras que
veían proyectadas en la pared eran la auténtica realidad. Al igual que para Sócrates, para Platón la
ignorancia, más que no saber, era no reconocer que no se sabía, o que lo que se sabía podía no ser
del todo verdadero.
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2. Los grados del conocimiento: el Saber y la Opinión.
2.1 La alegoría de la caverna (PLATON: La República, Tomo III, pp. 2-7, I.E.P., Madrid, 1969)
Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se
extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y
el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les
impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el
fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un
tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales
exhiben aquéllos sus maravillas.
-Ya lo veo- dijo.
-Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa pared, unos hombres que transportan toda clase de objetos, cuya altura
sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de
materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.
-¡Qué extraña escena describes, y qué extraños prisioneros!
-Iguales que nosotros-dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de si
mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está
frente a ellos?
-¿Cómo no, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?
-¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?
-¿Qué otra cosa van a ver?
-Y si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas sombras que
ven pasar ante ellos?
-Forzosamente.
-¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno
de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?
-No, ¡por Zeus!- dijo.
-Entonces no hay duda- dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de
los objetos fabricados.
-Es enteramente forzoso-dijo.
-Examina, pues- dije- qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia, y si, conforme
a naturaleza , les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse
súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz, y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por
causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que
contestaría si le dijera alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose
más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera
mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de
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ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo
que entonces se le mostraba?
-Mucho más- dijo.
-Y si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía,
volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría que éstos son realmente más
claros que los que le muestra .?
-Así es- dijo
-Y si se lo llevaran de allí a la fuerza- dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran
antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado, y que,
una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las
que ahora llamamos verdaderas?
-No, no sería capaz- dijo-, al menos por el momento.
-Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente
serían, ante todo, las sombras; luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y
más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y
el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.
-¿Cómo no?
-Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino
el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría en condiciones de mirar y
contemplar.
-Necesariamente-dijo.
-Y después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna
todo lo de la región visible, y que es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.
-Es evidente- dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.
-¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de
cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?
-Efectivamente.
-Y si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran los unos a
aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles
de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que nadie de
profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que
envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le ocurriría lo de Homero, es
decir, que preferiría decididamente “trabajar la tierra al servicio de otro hombre sin patrimonio” o sufrir
cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?
-Eso es lo que creo yo- dijo-: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.
-Ahora fíjate en esto- dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le
llenarían los ojos de tinieblas, como a quien deja súbitamente la luz del sol?
-Ciertamente-dijo.
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-Y si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente encadenados, opinando
acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad- y no sería
muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber
subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante
ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y
hacerles subir?
-Claro que sí-dijo.
-Pues bien dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh amigo Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay
que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión, y la luz del fuego que hay en ella,
con el poder del sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las
comparas con la ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo
que tú deseas conocer, y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me
parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez
percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas; que,
mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y
productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en
su vida privada o pública.
-También yo estoy de acuerdo-dijo-, en el grado en que puedo estarlo.
-Pues bien-dije-, dame también la razón en esto otro: no te extrañes de que los que han llegado a ese punto no
quieran ocuparse en asuntos humanos; antes bien, sus almas tienden siempre a permanecer en las alturas, y es
natural, creo yo, que así ocurra, al menos si también esto concuerda con la imagen de que se ha hablado.
-Es natural, desde luego-dijo.
-¿Y qué? ¿Crees -dije yo- que haya que extrañarse de que, al pasar un hombre de las contemplaciones divinas a
las miserias humanas, se muestre torpe y sumamente ridículo cuando; viendo todavía mal y no hallándose aún
suficientemente acostumbrado a las tinieblas que le rodean, se ve obligado a discutir, en los tribunales o en
otro lugar cualquiera, acerca de las sombras de lo justo o de las imágenes de que son ellas reflejo, y a
contender acerca del modo en que interpretan estas cosas los que jamás han visto la justicia en sí?
-No es nada extraño- dijo.
-Antes bien-dije-, toda persona razonable debe recordar que son dos las maneras y dos las causas por las cuales
se ofuscan los ojos: al pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de la tiniebla a la luz. Y una vez haya pensado que
también le ocurre lo mismo al alma, no se reirá insensatamente cuando vea a alguna que, por estar ofuscada,
no es capaz de discernir los objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida más luminosa, está
cegada por falta de costumbre, o si, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor luz, se ha deslumbrado por
el exceso de ésta; y así, considerará dichosa a la primer alma, que de tal manera se conduce y vive, y
compadecerá a la otra, o bien, si quiere reírse de ella, esa su risa será menos ridícula que si se burlara del alma
que desciende de la luz.
-Es muy razonable- asintió- lo que dices.
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2.2 El símil de la línea (República).
GRADOS DEL
SABER
OBJETOS DE
CONOCIMIENTO
LA ALEGORÍA
OPINIÓN (DOXA)
SABER O CIENCIA (EPISTEME)
Eicasía
(Imaginación)
Pisis (fe o
creencia)
Dianoia (razón
discursiva)
Noesis
(razón intuitiva)
Imágenes
Objetos
Elementos
matemáticos
Ideas
MUNDO SENSIBLE
MUNDO INTELIGIBLE
INTERIOR DE LA CAVERNA
EXTERIOR DE LA CAVERNA
3. El proceso del conocimiento.
Tanto el "símil de la línea", como la "alegoría de la caverna" (narrados en este orden en el diálogo La
República), aceptan dos lecturas simultáneas: sirven para comprender tanto la ontología platónica
(su "teoría de las ideas") como la "teoría del conocimiento". Si prestamos atención al escenario de la
alegoría y a la descripción de sus espacios estaremos ante la representación de los conceptos
principales de la ontología (teoría del ser o de la realidad: mundo sensible y mundo inteligible). Si, en
cambio, reparamos en la acción de la alegoría (liberación del prisionero, ascenso al exterior y
descenso final), estaremos ante la ilustración metafórica de su teoría del conocimiento. La
interpretación en detalle, tanto del símil de la línea, como de la alegoría de la caverna, no la
desarrollaremos aquí porque está explicada de manera muy clara en el libro de texto y, además,
porque creo conveniente que dediquemos algo de nuestro tiempo a construir una versión más
personal y creativa de unos textos platónicos que, dada su riqueza y profundidad, admiten infinidad
de matices e interpretaciones.
Mencionaremos dos diálogos más para completar la descripción de la teoría del conocimiento de
Platón: el Menón y el Banquete.
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3.1 Teoría de la reminiscencia (Menón)
En el Menón se narra un diálogo deductivo mantenido entre Sócrates y un esclavo, mediante el cual
Sócrates consigue que el esclavo desarrolle un teorema de geometría. Lo que Platón narra en este
diálogo sería un ejemplo más de la aplicación del método mayéutico. Y además, una demostración de
que el acto de conocer no es más que el recuerdo de un saber que el alma había olvidado. El
conocimiento es reminiscencia. Esto se explica porque el lugar natural del alma no es el mundo de las
cosas sensibles, y su destino no está ligado al del cuerpo físico, sujeto a la generación y a la muerte.
Por el contrario, el alma, de naturaleza espiritual y eterna, antes de su unión con el cuerpo, existía en
el mundo suprasensible y convivía con las Ideas. La caída en la prisión del cuerpo produjo en el alma
el olvido de todo lo que sabía, debiendo realizar ahora, como principio vital de un ser mortal, un
proceso de purificación mediante la recuperación del saber olvidado. Por esta razón, para Sócrates,
tal como explica Platón en su diálogo Fedón, la muerte no es ningún mal que debamos temer, sino
por el contrario la auténtica liberación del alma.
3.2 El "eros platónico" (Banquete)
En el Banquete Platón pone en boca de Sócrates su teoría del amor. El eros sería un daimon o ser
intermedio entre los hombres y los dioses. Eros se caracteriza por el arrojo que le viene de su padre
(Poros) y la pobreza que le viene de su madre (Penia). Y, efectivamente, así se comporta el amor o el
deseo humano: es la energía que nos mueve a buscar aquello que no tenemos o que nos falta.
También es éste el rasgo que define al filósofo, aquel amante de la sabiduría (como lo indica la
etimología), que se reconoce ignorante, y que ama y desea la sabiduría precisamente porque no la
posee.
En el Banquete también se explica el papel que puede llegar a jugar el conocimiento sensible. La
contemplación de los objetos bellos puede operar como estímulo para despertar el recuerdo de la
belleza absoluta a partir de captar sus imperfectos reflejos en dichos objetos bellos. Y de esta forma,
el alma, impulsado por el eros, asciende desde la contemplación de los objetos bellos, pasando por
las personas y las acciones bellas, hasta llegar a la contemplación de la belleza en sí misma (la belleza
como eidos).
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Fragmento del Banquete:
Pero voy a dejarte por ahora y os contaré el discurso sobre Eros que oí un día de labios de una mujer de
Mantinea, Diotima, que era sabia en éstas y otras muchas cosas. Así, por ejemplo, en cierta ocasión consiguió
para los atenienses, al haber hecho un sacrificio por la peste, un aplazamiento de diez años de la epidemia. Ella
fue, precisamente, la que me enseñó también las cosas del amor. Intentaré, pues, exponeros, yo mismo por mi
cuenta, en la medida en que pueda y partiendo de lo acordado entre Agatón y yo, el discurso que pronunció
aquella mujer. En consecuencia, es preciso, Agatón, como tú explicaste, describir primero a Eros mismo, quién
es y cuál es su naturaleza, y exponer después sus obras. Me parece, por consiguiente, que lo más fácil es hacer
la exposición como en aquella ocasión procedió la extranjera cuando iba interrogándome. Pues poco más o
menos también yo le decía lo mismo que Agatón ahora a mí: que Eros era un gran dios y que lo era de las cosas
bellas. Pero ella me refutaba con los mismos argumentos que yo a él: que, según mis propias palabras, no era
ni bello ni bueno.
-¿Cómo dices, Diotima? -le dije yo-. ¿Entonces Eros es feo y malo?
-Habla mejor -dijo ella-. ¿Crees que lo que no sea bello necesariamente habrá de ser feo?
-Exactamente.
-¿Y lo que no sea sabio, ignorante? ¿No te has dado cuenta de que hay algo intermedio entre la sabiduría y la
ignorancia?
-¿Qué es ello?
-¿No sabes -dijo- que el opinar rectamente, incluso sin poder dar razón de ello, no es ni saber, pues una cosa de
la que no se puede dar razón no podría ser conocimiento, ni tampoco ignorancia, pues lo que posee realidad no
puede ser ignorancia? La recta opinión es, pues, algo así como una cosa intermedia entre el conocimiento y la
ignorancia.
-Tienes razón -dije yo.
-No pretendas, por tanto, que lo que no es bello sea necesariamente feo, ni lo que no es bueno, malo. Y así
también respecto a Eros, puesto que tú mismo estás de acuerdo en que no es ni bueno ni bello, no creas
tampoco que ha de ser feo y malo, sino algo intermedio, dijo, entre estos dos.
-Sin embargo -dije yo-, se reconoce por todos que es un gran dios.
-¿Te refieres -dijo ella- a todos los que no saben o también a los que saben?
-Absolutamente a todos, por supuesto.
Entonces ella, sonriendo, me dijo:
-¿Y cómo podrían estar de acuerdo, Sócrates, en que es un gran dios aquellos que afirman que ni siquiera es un
dios?
-¿Quiénes son ésos? -dije yo.
-Uno eres tú -dijo- y otra yo.
-¿Cómo explicas eso? -le repliqué yo.
-Fácilmente -dijo ella-. Dime, ¿no afirmas que todos los dioses son felices y bellos? ¿O te atreverías a afirmar
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que algunos de entre los dioses no es bello y feliz?
-¡Por Zeus!, yo no -dije.
-¿Y no llamas felices, precisamente, a los que poseen las cosas buenas y bellas?
-Efectivamente.
Pero en relación con Eros al menos has reconocido que, por carecer de cosas buenas y bellas, desea
precisamente eso mismo de que está falto.
-Lo he reconocido, en efecto.
-¿Entonces cómo podría ser dios el que no participa de lo bello y de lo bueno?
-De ninguna manera, según parece.
-¿Ves, pues -dijo ella-, que tampoco tú consideras dios a Eros?
-¿Qué puede ser, entonces, Eros? -dije yo-. ¿Un mortal?
-En absoluto.
-¿Pues qué entonces?
-Como en los ejemplos anteriores -dijo-, algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal.
-¿Y qué es ello, Diotima?
-Un gran deimon, Sócrates. Pues también todo lo demónico está entre la divinidad y lo mortal.
-¿Y qué poder tiene? -dije yo.
-Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses, súplicas y
sacrificios de los unos y de los otros órdenes y recompensas por los sacrificios. Al estar en medio de unos y
otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo. A
través de él funciona toda la adivinación y el arte de los sacerdotes relativa tanto a los sacrificios como a los
ritos, ensalmos, toda clase de mántica y la magia. La divinidad no tiene contacto con el hombre, sino que es a
través de este demon como se produce todo contacto y diálogo entre dioses y hombres, tanto como si están
despiertos como si están durmiendo. Y así, el que es sabio en tales materias es un hombre demónico, mientras
que el que lo es en cualquier otra cosa, ya sea en las artes o en los trabajos manuales, es un simple artesano.
Estos démones, en efecto, son numerosos y de todas clases, y uno de ellos es también Eros.
-¿Y quién es su padre y su madre? -dije yo.
-Es más largo -dijo- de contar, pero, con todo, te lo diré. Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un
banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a
mendigar Penía, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros,
embriagado de néctar -pues aún no había vino-, entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se
durmió. Entonces Penía, maquinando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se
acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y escudero de
Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un amante
de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las
siguientes características. En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la
mayoría, es, más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a
la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por
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tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho
de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de
sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago,
hechicero y sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y
vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su
padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y
está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses
ama la sabiduría ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea
sabio. Por otro lado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es
la ignorancia una cosa molesta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es
suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar.
-¿Quiénes son, Diotima, entonces -dije yo- los que aman la sabiduría, si no son ni los sabios ni los ignorantes?
-Hasta para un niño es ya evidente -dijo- que son los que están en medio de estos dos, entre los cuales estará
también Eros. La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de modo que
Eros es necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la sabiduría está, por tanto, en medio del
sabio y del ignorante. Y la causa de esto es también su nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio y rico en
recursos y de una madre no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la naturaleza de este demon.
PLATÓN: Banquete, Editorial Gredos, Madrid, 1992, pp. 244-250.
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