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POLICRONÍA
DESAPARECIDOS BOLIVARENSES DURANTE LA DICTADURA CÍVICO MILITAR
1976 - 1983
AGRADECIMIENTOS
Muchas han sido las personas que han colaborado para que, por fin, esta segunda edición se hiciera
realidad y a todos va nuestro sincero agradecimiento. En primer lugar, a los familiares de los
jóvenes retratados aquí, y todos los que formaron de algún modo parte de las tareas de investigación
en la publicación original; a los nuevos entrevistados quienes generosa y amorosamente se abrieron
para dejar ante nosotros aspectos que desconocíamos de aquellos jóvenes idealistas; a la directora
de Cultura del municipio, Andrea Volpe, por su apoyo; a mis buenos amigos: Duilio, Susana,
María, que leyeron los nuevos originales para ofrecer opiniones y sugerencias; a Virginia por sus
denodados esfuerzos para hacer posible que esta edición alcanzara la óptima calidad gráfica.
Y, así como hay quienes se brindan en colaboración, los hay quienes además de eso impulsan, se
comprometen, estimulan, este es el caso de Oscar Gallo. Sin su participación, la continuidad de la
investigación no habría llegado a convertirse en segunda edición del libro.
A Lorena, Juan Manuel, Valentín, Aureliano, es decir mi familia, que acompaña y comparte estas
ganas de saber y hacer saber la vida de quienes dieron la suya en pos de construir un mundo mejor.
La presente edición de POLICRONÍA trae aparejada una serie de modificaciones con relación a la
realizada anteriormente. Se trata, en suma, de quites aquí, correcciones allá, y el agregado de un
capítulo fundamental, omitido por desconocimiento en el libro publicado en 2005.
El quite mencionado obedece a una sensación que fue creciendo en nosotros durante todo este
tiempo transcurrido, y se trata del capítulo introductorio. No se trata del contenido de ese texto, del
cual reivindicamos cada uno de sus términos; se trata de la oportunidad. Representa, sin dudas,
nuestro pensamiento al respecto, no obstante nos parece que funciona como lastre ideológico
(entendiendo el concepto en cuanto tiene de vulgar, no de técnico) para el lector y en ese sentido
deviene un condicionamiento, una «marcada de cancha». Y bajo ningún concepto las historias de
vida de nuestros desaparecidos se merecen ni necesitan tamaño marco: cada una de las historias que
hemos reconstruido son altamente elocuentes y, por definición, no requieren otros concursos. Por
otra parte, la ratificación de aquella treintena de páginas omitidas aquí puede (y ahora debe) correr
por fuera, en otro libro, y eso no lesionará nuestro posicionamiento respecto de la dictadura cívico
militar 1976-1983 y sus efectos durante y hasta hoy.
Las correcciones surgen de la aparición de nuevos testimonios con relación al último tramo de la
historia de Raúl Alonso, lo cual nos lleva directamente al agregado que hemos mencionado: el
relato de la historia de vida de Griselda Ester Betelu Sannuto. Ambos jóvenes conformaron una
pareja, y al momento de su secuestro Griselda estaba embarazada de tres meses.
El resto de las correcciones, menores y en distintos sectores del libro, cambian la dirección de una
vivienda, un nombre... en fin detalles que entonces se escaparon a la revisión.
Miguel Ángel Gargiulo
Bolívar, mayo de 2009
San Carlos de Bolívar es una de las tantas ciudades fundadas durante el transcurso de la
denominada Conquista del Desierto. El 2 de marzo de 1878, y aprovechando la sucesión de fortines
que se alzaban en la rastrillada a las Salinas Grandes, una caravana de pioneros partió de la ciudad
de 25 de Mayo para asentarse definitivamente a la vera de las lagunas de aguas dulces denominadas
«Las Acollaradas».
Entonces se dispuso que el partido, un polígono rectanguloide, tendría 502.700 hectáreas, y sus
coordenadas geográficas quedarían fijadas en los siguientes números: 36° 15´ latitud sud, 61° 06´
longitud este. El trazo prolijo y metódico de Rafael Hernández le signaría la impronta simétrica y
bella a la ciudad cabecera de partido; las sucesivas generaciones se encargarían de ensanchar, hacia
los cuatro puntos cardinales, la mancha urbana. Si habremos de basarnos en las estadísticas
oficiales, el último censo nacional realizado en el 2001 sostiene que 32.279 es el número de
habitantes que se reportó ante los censistas.
–RAÚL ALONSO–
21 / 8 / 1950 – 9 / 3 / 1977
–Es un muñeco –repetía Mabel «Chela» Echegaray a quien fuese a visitarla el 22 de agosto de 1950
a la casa de la avenida 25 de Mayo 268, para conocer a su hijo Raúl, nacido el día anterior.
El bebé había llegado por parto natural, había pesado 4,5 kilogramos y su primer llanto no había
sido más que una suerte de saludo, breve y tenue. Un tímido «aquí estoy yo» que revalidaba la
presencia del primer hijo del matrimonio compuesto por Chela y Abelardo Alonso. Y los amigos de
la pareja coincidían con Chela, el bebé era un hermoso y saludable muñeco, que llegaba para
convertir al matrimonio en familia, al ama de casa en madre y al orgulloso maquinista del
Ferrocarril Roca en padre.
El unitario reinado del pequeño Raúl Alonso duró algo más de un año, hasta que nació su hermano
Abelardo y la nueva realidad de la familia le llevó a compartir el cetro. El hermano fue llamado
desde los primeros días de su vida con el apodo de «Lito». Las razones, obvias, del apodo estaban
situadas en el nombre de su padre, llamado también Abelardo.
Raúl no se enteró sino hasta cuando fue mayor, pero a los meses del nacimiento de Lito ocurrió un
acontecimiento nacional que impactó con mala fuerza en su familia. En 1952 falleció
tempranamente la primera dama, Eva Duarte de Perón. Eva Duarte había sido para su marido puntal
y conexión directa con la enorme cantidad de hombres y mujeres que, por primera vez en la historia
del país, eran contemplados políticamente. Su muerte consternó a más de la mitad de la población
argentina, la familia de Raúl incluida. Pero, también, disparó criticables conductas en más de un
dirigente sindical y muchos dirigentes políticos peronistas. En la empresa estatal de trenes, el
sindicato «peronista» tenía enorme predicamento y fuerza. Un grupo de matones ligados al
sindicato quiso imponerles a todos los empleados el uso del luto, a lo que Abelardo se negó
rotundamente. El era peronista, pero entendía que el luto era privativo de las desgracias familiares.
Su negativa fue denunciada ante la policía y esa circunstancia le acarreó la friolera de 30 días de
detención y el mote de «comunista» por más de un compañero de trabajo que había adherido sin
obstar a la imposición del sindicato. Pero, como siempre sucede con estos temas, sus aspectos malos
no concluyeron allí. Cuando salió en libertad, se encontró con que su pequeña rebeldía además de
granjearle una breve temporada tras las rejas, también le había hecho perder el empleo. Más
peronistas que Perón, los funcionarios querían demostrar que no había lugar entre los operarios del
riel para quien «afrentaba» los símbolos máximos del Movimiento en gobierno. Y, contrariamente a
cuanto se podría suponer, Abelardo siguió siendo peronista; aducía que la decisión de separarlo de
su puesto de trabajo estaba ligada al pensamiento de un «grupo de alfeñiques» que mucho daño le
hacían al Movimiento. Por eso mismo insistió para que su situación fuese revisada, y con ello
reincorporado. La oportunidad de retomar su lugar le llegó luego de que estallara la llamada
«Revolución Libertadora», eufemismo utilizado por la oligarquía y sus herramientas castrenses para
interrumpir el gobierno elegido en las urnas. Dualidad que no pudo resolver Abelardo ya que el
gobierno que él había defendido lo había separado de su fuente de trabajo e ingresos, y el que
repudiaba por golpista, ilegítimo e ilegal, terminaba por reintegrarlo.
Entonces Raúl comenzaba sus estudios primarios en la Escuela número 1, a la que había llegado ya
con algunas bases firmes: por ejemplo, el respeto por la lectura que le había inculcado su padre,
lector voraz. Este período en la vida de Raúl estuvo signado por estas dos fuentes educativas: la
formal, a la que se adecuó como cualquier otro chico; y la informal, en la que se zambulló para
surcar los mares del sur de China con Emilio Salgari o descubrir los misterios del centro de la tierra
con Julio Verne. A veces, emulando las preferencias de su padre, algún texto de historia argentina.
Siempre Billiken. Y el tiempo excedente prefería compartirlo con Lito, sus amigos y con su primo
Delfor Joaquín «Bocha» Alonso. El lugar de encuentros alternaba entre la canchita de fútbol que los
esperaba detrás de la vía, casi frente a la casa de Raúl; el depósito de la fraccionadora de vinos
Marañón, propiedad de la familia de Federico Rivadeneira, para jugar a la guerra de corchos; o la
esquina, donde se erigía la casa de la abuela Amanda y, donde una vez que el juego atenuaba sus
bríos y el hambre arreciaba, disfrutaba del postre de chocolate que la abuela le preparaba.
Cariñoso, más bien callado, Raúl se ganaba rápidamente un lugar allí en donde se lo proponía.
Incapaz de iniciar una pelea, se convertía permanentemente en árbitro de rispideces para evitar las
que pudieran nacer entre sus amigos; pero si el camino de las palabras no producía los resultados
esperados, no esquivaba la refriega. Antes que violento, dialoguista; antes que cobarde, respondón,
y desde pequeño.
–Déjenme cargar a mí con la maldición de ser arquero –bromeaba cuando enfilaba para el arco,
mejor dicho para el sitio al extremo del potrero en que dos ataditos de ropa marcaban las
dimensiones del gol.
Y de tanto hacerlo, terminó por amar aquella «maldición», a tal punto que sus participaciones en el
fútbol más formal, es decir el practicado en los torneos interescolares, fueron en calidad de
guardameta. Con Federico Rivadeneira, a quien conocía desde los primeros años de la escuela
primaria, cuando éste y su familia habían llegado al barrio desde Mendoza, compartían la pasión
por Boca Juniors. Entonces, mientras uno era Antonio Roma, el otro era Rattín, y los dos eran
felices. Otro de los amigos inseparables de entonces era Daniel Beltramini, vecino inmediato de la
casa de los Alonso.
Cuando llegó el momento de elegir el colegio secundario, Raúl optó por el Instituto Cervantes,
entidad privada y dirigida por los Padres de la Orden Trinitaria. Elección que sorprendió a sus
padres dado que nunca había manifestado inclinación alguna hacia el pensamiento religioso. Chela
y Abelardo aceptaron sin embargo aquella decisión de su hijo e hicieron el esfuerzo económico
necesario para solventar las cuotas mensuales y la indumentaria específica que el establecimiento
requería. No fue igual con el paso de un nivel a otro de Lito, quien a contrapelo de lo que sus padres
esperaban prefirió la secundaria pública en el Colegio Nacional. Los hermanos, tan unidos en todo
hasta ese momento, separaban por elección el camino de su aprendizaje escolar y así cosechaban
distintas amistades.
La nueva etapa en el camino del conocimiento no fue sencilla para Raúl. Mostraba algunas
dificultades para absorber los nuevos y más complejos conceptos, hecho que superaba gracias a su
poderosa constancia y a los métodos para incentivar a sus hijos en el estudio que utilizaba Abelardo:
les daba una suma de dinero al inicio de la semana, pero se las dejaba gastar a condición de que se
aprendieran las lecciones. Con los años, frente a la vergonzante facilidad con que solía engañar a su
padre sobre cuánto sabía del tema de esa semana, el propio Raúl comenzó a imponerse autocastigos.
Así, si no lograba retener y vincular los nuevos conocimientos, no iba al cine continuado de los
miércoles en el Cine Avenida, o no salía el domingo a la tarde a dar la «vuelta del perro» que tenía
culminación en la exquisita porción de pizza en «La Bolivarense».
Cuando Daniel Beltramini, un año menor que Raúl, inició por su parte el secundario en el
Cervantes, las luengas cuadras de distancia entre el barrio y las aulas perdieron aridez, se volvieron
más cortas. A veces, a los amigos se sumaba Alberto Otero y en más de una oportunidad,
especialmente cuando la lluvia amenazaba mojar los uniformes, los tres gozaron del viaje al colegio
en el automóvil del padre de éste último, Raúl Otero. La amistad que el tapial medianero había
construido entre Daniel y Raúl cobró mayor fortaleza todavía.
Con la intención de superar una molestia que arrastraba desde el nacimiento, Raúl en plena
adolescencia fue sometido a una intervención quirúrgica sencilla si el punto de mira es el médico,
pero muy delicada desde la propia y humillada humanidad del joven: le realizaron en el quirófano
de la Clínica San Cayetano una pequeña operación en el pene. No hubo de dolerle en absoluto, ni de
molestarle; más le puso de muy incómoda manera el echo que tres veces al día una enfermera le
aplicara las inyecciones y le cambiara las vendas. A la vergüenza del acto debió sumarle las pullas
de sus amigos. Con todo, aquel mal trance no dejó más secuelas que las anécdotas que, aun hoy,
recuerdan aquellos que fueron a la visita.
Y el amor. Silencioso, no declarado en palabras pero expresado por todos los otros signos que
utiliza el cuerpo para manifestarse. La bella Marta García, vecina inmediata de su casa, traía a las
ilusiones de Raúl la satisfacción casi absoluta, de manera que el adolescente buscaba el modo de
pasar el mayor tiempo posible con ella; en calidad de amigo, sí, pero con ella. Chela los veía charlar
durante las horas de la siesta y ella también se entusiasmaba con la posibilidad de que se
enamoraran. La delicada belleza de Marta, entendía, se correspondía con la belleza que ella misma
veía en su hijo. Marta, por su parte, no veía en Raúl más que un querido amigo. Y el círculo cerraba
con la aceptación silenciosa de Raúl de esa distancia. Se daba perfecta cuenta que Marta no le
correspondía, que no estaba y acaso nunca estaría enamorada de él, y se lo respetaba no hablándole
de amor. Probablemente por ese acuerdo tácito, producto de omisiones, la amistad entre ambos se
mantuvo incólume y sin fisuras durante muchos años.
El avance en los peldaños anuales del Instituto significó un obvio avance en las relaciones entre los
alumnos, y no sólo eso; avanzó también entre estos y algunos profesores. El más destacado de ellos
fue Armando «Chicho» Sangrígoli.
Chicho gozaba de un carácter tan especial, que rápidamente trababa amistad con sus alumnos.
Acaso por un albur que nos está vedado desentrañar por lejano y desconocido, el curso de Raúl
entabló una cercanía de deliciosa amistad con el docente; y más aún Raúl, por quien Chicho
mantuvo un especial cariño desde siempre. De tal modo recibía a los chicos casi todos los viernes
en su casa de avenida San Martín para disputar, cartas mediante, partidos de Monte cuyos
prolegómenos no eran menos importantes: cena abundante regada con vino y gaseosas. Algunos
fines de semana, a bordo del auto de Chicho, enfilaban para la ciudad de Olavarría, distante 100
kilómetros, para tomar un café en algún bar céntrico y dar unas vueltas. Al cabo, regresaban a
Bolívar. Fue en el transcurso de esos viajes que Raúl aprendió a manejar.
Las primeras audacias, atrevimientos creativos que prefiguraban un modo de ser; y más que eso,
iban echando bases sólidas a la personalidad, comenzaron a manifestarse en Raúl hacia el final de
sus estudios secundarios. La atareada y por momentos contrariada organización del viaje de
egresados puso a pensar a varios de los chicos que cursaban el quinto año en el Instituto Cervantes,
entre ellos Raúl. El óbice fundamental con que se enfrentaban era la coyuntura económica que
atravesaban las familias de varios de los futuros viajantes, por cuanto día tras día se internaban en
debates e hipotetizaciones sobre cuáles eran los mejores métodos para conseguir, rápidamente,
dinero para financiarse. Una solución fue acordar con chicos de otros colegios, en su misma
situación, para encarar emprendimientos ambiciosos. Fue en este contexto que se materializó un
acuerdo con alumnos del Colegio Nacional para organizar un baile con la presencia de Los Gatos,
grupo de música pop con enorme popularidad en ese momento. Chicho Sangrígoli se ofreció como
garantía ante el empresario representante de Los Gatos y ante las autoridades del club Empleados de
Comercio, sede donde tendría lugar el baile. Los chicos confiaban en que los autores del pegadizo
tema «La balsa» abarrotarían el gimnasio cubierto del club y, una vez pasado el tamiz de los gastos,
los dividendos darían lugar a un reparto de jugosa ganancia. Pero cuando los músicos que
integraban la banda liderada por Litto Nebbia subieron al escenario, observaron una pista de baile
raleada de gente, acaso en número suficiente para satisfacer su cachet y poco más. Claro que su
espectáculo entregó la misma calidad que hubiesen entregado a un público multiplicado por
cualquier otro número, pero eso no satisfizo a los estudiantes, que al esfuerzo de días y días de
trabajos de producción del baile debieron sumar la frustración de las pérdidas. Y, agregado a esto,
los roces que generaron las acusaciones cruzadas: «es que aquellos no se calentaron en vender
entradas previas», decía un grupo; y el otro contestaba: «fue precisamente al revés, nosotros fuimos
los únicos que vendimos algunas entradas, las demás se vendieron en el club». Chicho Sangrígoli,
para zanjar definitivamente el asunto, se hizo cargo de poner el dinero necesario para terminar con
las deudas y con las discusiones hueras. Raúl le comentó a su amigo y compañero de estudios
Horacio «Tito» Iriondo que debían intentar algo más creativo, incluso más arriesgado en términos
económicos que el baile en que habían fracasado.
–Dame detalles, Raúl –le pidió Tito, entusiasmado por la inquietud de su amigo, a quien reconocía
cierto halo de líder, dotado de una forma de ser que encauzaba todas las cuestiones por caminos
posibles–, y decime que todavía estamos a tiempo de conseguir el dinero para el viaje y para
devolverle a Chicho.
Raúl dijo que había que encontrar un emprendimiento que aprovechara al máximo las cualidades
particulares de cada quien, respetando el cariz de equipo con que venían reuniéndose. Que en la
contratación de Los Gatos no habían tenido en cuenta eso y que, precisamente, habían puesto todas
las expectativas en la atracción del grupo musical antes que en el trabajo propio.
–Nosotros, y no personas ajenas a nuestros intereses como grupo, debemos darnos ideas y
soluciones. –le confió serio pero suavemente Raúl a Tito.
Las reuniones siguientes se desarrollaron con otras características y de ellas nació una idea original
para entonces: adquirir un cargamento de rejillas, trapos de piso y lapiceras para venderlas casa por
casa. Armarían parejas y así circularían las calles de la ciudad, distribuyendo el curioso conjunto de
bienes de uso; y para darle un toque de institucionalidad lo acompañarían con una tarjeta de
agradecimiento con el sello del Colegio. Otra vez Chicho Sangrígoli fue el respaldo múltiple que los
chicos hallaron, como amigo, consejero, incluso financista. Aprobó la idea y les prestó los cheques
con que llevaron a cabo la compra en Buenos Aires por intermedio de uno de los padres de los
chicos, conductor de un camión de transportes. Cuando los materiales llegaron a Bolívar, rebosando
en la caja del camión, el garaje de Chicho pasó a ser el centro del almacenamiento. Faltaba
solamente armar las bolsas con los elementos, la tarjeta, y a la calle. Todos estaban exultantes,
preveían que con este emprendimiento, inédito en Bolívar si se tenía en cuenta que lo encaraban
alumnos de colegio secundario, saldarían todas las cuentas y tendrían muy buenas ganancias. Los
cálculos en base a costos de compra y precios de venta arrojaban números de gran atractivo e
incentivaban el de por sí alto entusiasmo. Sólo faltaban las tarjetas, porque incluso se habían
distribuido las parejas y las calles.
–¿Alguien se anima a pedirle el sello del Colegio al Padre Francisco? –preguntó Raúl. Nadie se
animaba– Bueno, robémoslo por unas horas, lo usamos y lo devolvemos.
El Padre César, al tanto de las intenciones de los alumnos, los abordó en un recreo para sugerirles
que, si tenían que hacer algo, lo hicieran durante la siesta:
–El Padre Francisco duerme como un tronco –remató con complicidad.
Y los chicos aceptaron el consejo. Pero, del mismo modo que el trascendido había llegado hasta los
oídos del Padre César, llegó al Padre Francisco. El resultado de la filtración fue la caída en una
celada que les preparó el sacerdote y la suspensión para los chicos que habían ingresado a revisar
los escritorios en busca del sello.
Cuando se superó el conflicto con las autoridades del Colegio, previa reunión de éstas con los
padres de los chicos sancionados, y de la eterna injerencia de Chicho Sangrígoli, las rejillas, trapos
de piso y lapiceras salieron a la venta. El éxito, aun sin el sello de la institución, fue rotundo. La
lección, para Raúl, esclarecedora. Se juró que en adelante haría de la reserva una disciplina, y de la
discreción una herramienta.
El dinero necesario para el viaje se completó mediante la organización de torneos de truco. Como
tantas otras veces, Chicho Sangrígoli dejó de lado sus atribuciones de profesor y se colocó en el
lugar donde más lo querían los chicos, en el de amigo. Habló con las autoridades de la Sociedad
Italiana, cuyo edificio estaba pegado a su casa, para que se lo cedieran a los chicos. Solucionado el
tema del lugar, había que trabajar en la difusión. Para eso Raúl y Tito Iriondo, a bordo del Fiat 1500
de Chicho, recorrieron la ciudad arrojando volantes aquí y allá. Más de una vez la «volanteada» se
trastocó en loca carrera por la avenida Calfucurá. Raúl, al comando del vehículo, convencía
fácilmente a «Tito» de que era urgente y necesario «descarbonizarlo», y allá iban, a la velocidad
que el Fiat entregaba, dejando atrás las enormes casuarinas que se alzaban al costado de la recta.
El último de los grandes acontecimientos que Raúl viviera junto a sus amigos y compañeros de
colegio tuvo lugar en Carlos Paz, sitio a donde el contingente de alumnos de secundaria fue de viaje
de egresados. Rogelio Bellomo, Néstor García, Tito Iriondo, Raúl, amigos desde la infancia,
llegaban a las sierras mediterráneas para disfrutar de unas merecidas «vacaciones» del colegio;
mucho habían trabajado para ello. Quiso la casualidad que a la misma ciudad y al mismo hotel
fuesen los alumnos del Colegio Nacional. Allí compartieron diez días los mismos jóvenes que
durante los cinco años anteriores habían sido rivales en todo; en las olimpíadas deportivas
interescolares, en el fútbol, en las jornadas del Saber que se hacían anualmente en la Municipalidad
y de las cuales Raúl fuera principal protagonista (su tesón y disciplina lo fueron convirtiendo en un
buen estudiante, fue abanderado en más de una oportunidad y hasta alcanzó con un 9, 60 general los
mejores promedios de su clase; por esto sus compañeros lo eligieron como referente en las jornadas
del Saber); y eliminaron la incómoda distancia que se había interpuesto entre ambos colegios luego
del fracasado asunto de Los Gatos.
También en aquellos aires frescos de Córdoba se evidenció nuevamente con claridad la inocencia
del amor en los pensamientos de Raúl. En realidad, todo había comenzado a principios de ese año –
1968–, cuando un grupo de chicas provenientes del Colegio Jesús Sacramentado se había sumado al
quinto año del Instituto Cervantes. Por alguna razón, ese año el curso en el Jesús Sacramentado se
había cerrado y las chicas (por entonces el colegio admitía sólo chicas) habían recalado algunas en
el Colegio Nacional y otras en el Cervantes. Entre éstas últimas estaba Zuly Guerrero y de ella
había quedado prendado Raúl al momento de verla entrar al aula donde hicieron el último año de
estudios. Villa Carlos Paz significó para Raúl la oportunidad de compartir algún tiempo con Zuly.
Compartió caminatas, horas de charla, algún momento en el multitudinario baile, pero nada más. El
amor que sentía quedó, marchitándose, del lado suyo.
Al regreso del viaje, el horizonte inmediato se corporizó en estudios universitarios. Atrás, para
siempre, quedaron ya los avatares de ese último año, postergados por el tiempo y las nuevas metas.
Tito Iriondo se inclinó por los estudios de kinesiología; Raúl, Rogelio Bellomo y Néstor García,
contabilidad. Tito, consciente del dolor que significaba la separación de sus amigos, viajó a
Córdoba, el resto lo hizo a La Plata.
El 6 de enero de 1969, Rogelio y Raúl partieron en tren hacia Buenos Aires; de allí tomaron luego
un nuevo tren, esta vez con destino definitivo en La Plata. Los primeros kilómetros del viaje fueron
testigos de las lágrimas que brotaron de aquellos ojos jóvenes. En el andén inmóvil habían quedado
las dolidas familias de ambos. En el traqueteo de la formación iban ellos y sus contradictorias
emociones; en busca del hombre que serían, despidiéndose a la vez de una adolescencia que se
resistía en las lágrimas.
La llegada a la ciudad de La Plata calmó un tanto las convulsionadas emociones. A pocas cuadras
de la terminal que los había recibido estaba la pensión en que iban a vivir. Ya vivían allí, en los
cuartos del edificio de calle 1 número 663, otros bolivarenses: «Panchito» Lamarque y José
Castelucci. Los bolivarenses, además de chicos de otros lugares, claro, vivieron juntos el primer
año, compartiendo apuntes y mates, horarios y alimentos, pre exámenes y salidas a bailar. Y la
amistad entre Rogelio y Raúl fue profundizando sus cimientos.
La nueva década trajo con ella nuevas inquietudes en Raúl. Los extraordinarios acontecimientos
sociales y políticos que observara durante todo 1969 habían templado en él un impulso por
participar, por formar parte de aquellas oleadas de hechos producidos en buena medida por jóvenes.
Fue hallando entre los protagonistas centrales de aquellos hechos la materialidad esencial de sus
íntimos sueños, y en tal sentido fue sumándose a ellos hasta ser uno más. Buscó un trabajo para
acceder a ingresos de propio cuño, de modo tal que pudiera liberar a sus padres de la
responsabilidad de dotarlo del dinero suficiente para que él pudiese llevar vida de estudiante. Su
promedio alto y su bonhomía le habían provisto de una beca de estudios, la que otorgaba el Instituto
Cervantes; importante, pero no suficiente para las erogaciones que debía enfrentar. Cuando su padre
le comentó su inquietud respecto del trabajo que había encarado Raúl, como operario ferroviario en
Tolosa, el joven le contestó que ya era hora de tomar a su cargo la vida, dejando de ser al mismo
tiempo una carga para sus padres.
–Ya no voy a aceptar dinero de ustedes, no puedo hacerlo porque sé que mi comodidad constituye
una forma de explotación de ustedes.
Abelardo no supo si continuar inmerso en sus preocupaciones, dado que los horarios y las tareas
que debía enfrentar su hijo restarían horas al estudio; o alegrarse por el grado de conciencia que a
los 19 años había desarrollado Raúl, quien además pasaba a ser un compañero de trabajo, puesto
que aunque la aplicación del esfuerzo la hicieran en geografías diferentes, lo hacían dentro de la
familia ferroviaria.
Rogelio Bellomo sí pudo captar en su verdadera dimensión los alcances de la decisión de trabajar de
Raúl. Lo escuchaba levantarse todos los días a las 5 de la mañana; a veces, cuando los exámenes así
lo exigían, se levantaba él mismo a la madrugada, tomaba unos mates con Raúl y cuando éste se iba
a trabajar se sumergía en el mundo de los números. Estas dos conductas, divergentes, pronto
arrojaron muestras de avances y retrocesos también divergentes, ya que mientras Rogelio avanzaba
en sus estudios al ritmo que los había iniciado, Raúl se retrasaba irremediablemente. El rápido
avance en su concientización política y gremial dio cuenta del camino que Raúl había decidido
tomar con mayor preponderancia.
Chela, desde que Raúl se había ido a La Plata, viajaba todos los meses a visitarlo. Llegaba cargada
de afecto y alimentos para su hijo mayor, y se volvía cargada de angustia con cada separación.
Tanto sufría, que Abelardo optó por proponerle una mudanza.
–Hay una oportunidad en Temperley. No será La Plata, pero está a una hora de viaje y podemos ver
a Raúl todos los días si queremos. Además, sabés que en Lomas de Zamora vive papá –dijo
Abelardo a su esposa.
Chela aceptó inmediatamente. No había obstáculos que dilataran el traslado; Abelardo mantenía el
trabajo y Lito, el hijo menor, ya terminaba el servicio militar, con lo cual podían radicarse en
Temperley sin problemas. Mejoraba las cosas que su suegro viviera cerca del lugar donde se
radicarían. La ciudad de Lomas de Zamora está dividida en términos administrativos de Temperley,
por lo demás, forman parte de un mismo conglomerado de manzanas. Así, no pasó un mes entre la
propuesta de Abelardo y la mudanza de toda la familia. Chela estaba feliz porque este cambio
posibilitaba la reunión periódica de toda la familia.
Pero, la felicidad no mantuvo sus bríos por mucho tiempo. Ese año, 1971, Raúl debía por fin
cumplir con el servicio militar obligatorio. Las autoridades castrenses le habían concedido una
prórroga por estudios, pero ésta había vencido el año anterior y Raúl la estaba extendiendo,
peligrosamente, por propia iniciativa. «No quiero perder tiempo en la «Colimba», cuando lo puedo
utilizar con provecho en el estudio y la militancia política», confesó a su hermano una noche de
cerveza y pizzas en un bar de Lomas de Zamora. Lito pensó en decirle que esa conducta era
peligrosa porque lo podían declarar desertor ante la ausencia. Y en los tiempos que vivían, con los
militares en el gobierno, la deserción negativa de por sí se cargaba de una mayor negatividad. Sólo
atinó a darle algunos consejos.
–No te expongas tanto, Raúl. No tires del carro; si querés ayudar, empujalo, pero no tires. Los que
van adelante son los primeros que caen –Raúl entendió que su hermano exageraba, incluso que la
metáfora era un yerro.
Él quería participar en la lucha que se vivía en todos los sectores de la sociedad, no para salvarse
escudándose en la retaguardia; quería que nadie cayera, de ningún modo y en ninguna circunstancia.
Y que la Juventud de Trabajadores Peronistas, a la que se había sumado con entusiasmo, fuera la
polea de transmisión de una nueva configuración de país, desmilitarizado y solidario. «Cuando
vuelva el General, poco va a importar mi pasado de desertor y mucho mi presente de lucha»,
repetía como latiguillo ante quien le recordara su frustrada relación con el Ejército.
Su ingreso al sindicato de los ferroviarios alejó aún más los ámbitos universitarios de su vida. Los
estudios habían dejado de ser un motivo para convertirse en una carga. No los retomó y con ello
inició una incipiente separación de todo cuanto a ellos estuviera relacionado, incluso su amigo
Rogelio Bellomo. La línea divisoria entre el Raúl Alonso, dedicado a sus afectos y sus estudios, con
el Raúl Alonso dedicado a su militancia política, llegó junto al telegrama de despido del trabajo en
el ferrocarril. La dictadura, a la que se había entregado a combatir por las arbitrariedades generales
que cometía frente a la sociedad civil de la que él era parte, ahora lo impactaba personalmente al
excluirlo del circuito de trabajo. Excusas triviales encubrieron las verdaderas razones del despido: la
actividad gremial de Raúl. Las autoridades de la empresa estatal, allí colocadas discrecionalmente
por quienes usurpaban el gobierno, se preocupaban de mantener a raya a los activistas sindicales y
si era necesario los despedían. El caso de Raúl fue necesario. Y si bien el joven ganó el juicio por
indemnización, no tuvo más remedio que buscarse otro empleo.
Lo encontró en los Tribunales de La Plata.
Mientras se sucedían cambios en su vida laboral, también los había en su morada. De la primera
pensión se mudó a otra; cercana, ubicada en calle 2 entre 43 y 44. Varios de sus amigos le habían
sugerido que «cambiara de aires» y Raúl les había hecho caso, aunque sin dejar del todo el barrio.
Allí estuvo hasta el 21 de junio de 1973 y con él estuvieron conviviendo un tiempo Rogelio
Bellomo y Gustavo Grossman, un chico que estudiaba ingeniería civil y del que Raúl llegó a
hacerse muy amigo.
El 20 de junio, Raúl, como cientos de miles de hombres y mujeres de todo el país, participó de la
jornada que tantos esfuerzos y sueños había deparado en los últimos tiempos: el regreso definitivo
de Juan Domingo Perón a la Argentina. La cita ineludible era Ezeiza y para eso la agrupación Evita,
armada hacía muy pocos meses hacia el interior del Poder Judicial, propuso a sus miembros
organizar el viaje desde La Plata en una caravana de micros. Aníbal Rodríguez, Juanjo Martínez,
Domingo Danielle, Sara Flores, Carlos Cambre, Lali Lomanto, el «Muti» Oscar Ruiz Díaz, Marcela
Gallardo, el mismo Raúl y varias decenas de compañeros más se reunieron la madrugada del 20 en
las inmediaciones de Plaza San Martín. Desde allí partió la delegación de Judiciales, para
confundirse rápidamente en el inmenso río de vehículos que, a la misma hora, comenzaba a acortar
la distancia con el hombre que regresaba tras 17 años de forzado exilio. Alguien, durante el viaje
que, un tanto por la ansiedad y otro tanto por la increíble cantidad de vehículos de todo tipo que
circulaban en la misma dirección, se hacía lento, se lamentó de no haber salido algunas horas antes.
–Cuando lleguemos vamos a quedar en el culo del mundo. Ni siquiera vamos a poder distinguir al
«Viejo» de tan lejos que vamos a estar del palco.
Alguien, también desde el singular anonimato que daba esa común unión de itinerantes hacia la
misma pasión, contestó que no era relevante que ellos mismos vieran ese día al «Viejo». Al fin y al
cabo habría mucho tiempo por delante para regodearse en su observación. Perón había decidido
regresar y esta vez era para quedarse definitivamente. ¿Cuánto se extendería en el tiempo esa
perennidad teórica que habitaba el deseo de los peronistas? Nadie se lo formulaba siquiera como
hipótesis. El «Viejo» parecía inmortal.
Mientras las ruedas de los micros consumían a giros perezosos el cemento de la ruta, las luces del
día desplazaban las sombras definitivamente. Más cerca estaban del destino, más lenta se hacía la
marcha, porque a la par de los vehículos caminaban multitudes atestando cada espacio libre en la
ruta y en la banquina. Jamás había visto Raúl una cantidad tal de gente marchando como en alegre
procesión hacia un mismo sitio. Personas de todas las edades marchando; una al lado de la otra, en
una continuidad imposible de calcular desde el suelo. El colorido, la alegría, la expectativa, todo,
parecía encaminarse hacia la culminación de las masivas esperanzas de ver al «Viejo» que volvía.
Para cuando llegaron al predio de Ezeiza donde se levantaba el palco que sustentaría al líder
añorado, era mediodía. Lali Lomanto miró el reloj y refrendó que eran las 12:30. Los cánticos, las
caras felices con las que el grupo de La Plata se encontraba en el ingreso al predio, las miles y miles
de banderas argentinas con leyendas diversas, daban al día que promediaba un marco festivo
inolvidable, propio de una jornada inolvidable. Y resultaría inolvidable, pero no precisamente por el
derroche de alegría que desde la madrugada habían prodigado cientos de miles de argentinos. Los
sueños, urdidos con cimentada esperanza desde hacía casi dos décadas, se astillaron en mil partes
tras el estrépito de un primer disparo de arma de fuego.
Segundos después se desató una extraordinaria tormenta de balas buscando cuerpos en la multitud
desesperada.
Los disparos provenían desde árboles aledaños al predio y eran contestados desde el palco. Raúl
trató de ver desde qué lugar, exactamente, tiraban contra la gente. Dedujo con claridad que, con ese
dato en mente, podía encontrar el mejor modo de protegerse y proteger a sus compañeros. Pero todo
era en exceso confuso; los gritos se mezclaban con las detonaciones de las armas; todos parecían
correr en direcciones distintas; y, peor aún, eran muchas las personas que caían. Pero acaso fuera
por tropiezos producto de la desesperación. La fiesta que minutos antes habían previsto se había
convertido en una estúpida trampa, la que para peor carecía de toda lógica. Le parecía inconcebible
estar corriendo para alejarse, como todo el mundo cerca suyo, de las balas que silbaban por encima
de la multitud.
Dos horas después que las armas se hubieron silenciado, Raúl y sus compañeros de Judiciales
volvieron a reunirse en torno a los micros para iniciar el camino de regreso. Volvieron cargados de
una angustia pesada, difícil de digerir. Aunque ninguno pensó que esa jornada había sido una
pequeña muestra del futuro. De momento, ansiaban de modo desesperado descubrir qué había
sucedido; por qué había francotiradores disparando contra la multitud; por qué nadie había previsto
que algo así podía pasar. Llegaron de noche a La Plata y por la radio se enteraron que la jornada de
fiesta y recepción de Perón se había convertido en una masacre con decenas de asesinados. Y a
pesar de que las versiones radiales indicaban la responsabilidad en la «tendencia», Raúl supo que
había sido la derecha peronista la que les había tendido la trampa. También supo, con absoluta
claridad, que los tiempos estaban cambiando para peor. Al otro día se mudó.
La casa que compartían, entre otros, Federico Rivadeneira, Miguel Jayo, Popono Gagliardi, fue el
nuevo domicilio de Raúl; ubicado veinte cuadras al este del barrio en que había vivido hasta
entonces, en la calle 63 entre 1 y 115. Era también una vivienda de estudiantes universitarios, pero a
diferencia de las pensiones en que tenía que aceptar las condiciones que imponían los dueños, el
nuevo hogar no tenía otras restricciones que el respeto mutuo. Por lo demás, era casi un centro de
residentes de Bolívar, un lugar en donde podía encontrarse con muchos de sus antiguos amigos y
conocidos de los tiempos del secundario. Fue un buen tiempo para Raúl. Encontró en sus amigos el
sosiego necesario para reponer, cada día, las fuerzas que le demandaba la actividad gremial y
política. La agrupación Evita sumaba adherentes en Tribunales; y Raúl individualmente crecía en el
cariño y respeto de sus compañeros. Aunque, expresión pueril pero irrefutable, lo bueno no dura
mucho. Una vertiginosa sucesión de episodios fue bosquejando un panorama político muy difícil de
descifrar; no pudieron restañarse las heridas y divisiones producidas por la caída del gobierno de
Cámpora. El «Brujo», José López Rega, había reunido en torno de sí cada vez más poder, incluso lo
había multiplicado luego de la muerte de Juan Perón en junio de 1974; y para mediados de 1975 las
calles de las grandes capitales, entre ellas La Plata, emulaban con reiteración la siniestra violencia
desatada en el mediodía de Ezeiza un par de años atrás. Las persecuciones oficiales, a cargo de la
policía, y extraoficiales, a cargo de parapoliciales financiados con dinero estatal, convertían a
cualquier militante político popular, estudiantil o gremial en un blanco. Y ni qué hablar de aquellos
hombres y mujeres integrantes de las organizaciones políticas alzadas en armas que, considerando
necesaria su presencia a la luz de que ninguna de las razones por las cuales se habían armado había
sido satisfecha, mantenían en actividad sus operaciones.
Raúl, además de distribuir su tiempo entre el trabajo en la oficina de Personal de Tribunales y su
labor gremial y política, guardaba un lugar muy importante para sus afectos. Visitaba a su familia
en Lomas de Zamora los fines de semana que podía y posibilitaba la maravilla del amor
compartiéndolo con una chica cordobesa que había conocido por medio de un compañero de
trabajo. La chica, Nora Volonté, pronto pasó a ser una compañera más, tanto que a partir del
noviazgo a Raúl comenzaron a llamarlo «Norito», en franca alusión a su novia. Y en un plano
sumergido en el secreto de la clandestinidad, Raúl era integrante de la organización Montoneros.
1975 trajo aparejado el tiempo de las elecciones en Tribunales. Raúl para entonces se había
convertido en un referente inexcusable de la lista Azul y Blanca, al punto tal que en ese año la
representó en dos funciones: como delegado y como uno de los candidatos. La lista constituía por
primera vez el fenómeno de la oposición, ya que hasta entonces una sola lista, la Celeste, había
hegemonizado los comicios internos. Peronistas, independientes y hombres de la izquierda
internacionalista se habían juntado para enfrentar al sector liderado por la mayoría del Partido
Comunista. La heterogénea composición interna de la lista Azul y Blanca no fue obstáculo al
momento de elaborar un discurso homogéneo y firme, aunque motivó algunas desavenencias. Por
ejemplo la que nació del intento de colocar una banderita celeste y blanca en un extremo de la
boleta por parte del sector peronista, provocando la respuesta inmediata, por la negativa, del sector
internacionalista.
«No vote a los subversivos», leyó Marcela Gallardo, compañera de trabajo, de militancia y amiga
de Raúl, en un volante sin firma que había sido repartido dispendiosamente por manos anónimas.
No era una acusación gratis en el contexto político en que se sucedía el acto eleccionario, y mucho
menos en el marco político nacional. Era una denuncia que por una parte pretendía atemorizar a los
votantes, pero por otro dejaba expuestos claramente a los compañeros que figuraban en la lista ante
los «servicios» y los temibles parapoliciales. No era ajeno a nadie que la persecución estaba a la
orden del día y ser tildado de «subversivo» era el mejor de los anzuelos para atraer a las pirañas.
Las cuales no tardaron en merodear en torno al grupo.
Raúl tomó nota de que era seguido. Lo hizo al descubrir que al regreso de sus actividades había
autos estacionados con hombres sospechosos en su interior, a pocos metros de la casa que compartía
con sus amigos; y peor aún, en no pocas oportunidades estaba el mismo vehículo y podía jurar que
los mismos hombres. Intentaban amedrentarlo, y si bien estaba convencido de que no iban a lograr
tal propósito, era consciente que el paso siguiente en esa dialéctica era la acción directa. Hecho que
en el plano de la seguridad personal no lo hería tanto como la posibilidad, cierta, de que atentaran
contra la casa y alguno de sus amigos resultara dañado. Los tableteos de las ametralladoras y las
estruendosas detonaciones que producían los «caños» habían sido hasta ahora una muestra gratis
(para Raúl) de la violencia que sabía ejercer la matonería paraestatal para callar o deshacerse de sus
enemigos. Claro que, desde los sectores radicalizados de la sociedad civil surgían respuestas; pero
el alcance, la violencia y la impunidad con que se manejaban las patotas financiadas por el ministro
de Acción Social José López Rega, sobrepasaba cualquier oposición o cuidado. La única alternativa
que tenía Raúl ante sí, si quería poner a salvo a sus amigos, era apartarse de ellos, y así lo hizo. Un
día reunió a todos los integrantes de la casa en el patio y les comunicó que se iba, y las razones
porque lo hacía.
–He recibido, de parte de mi organización, la orden de evitar contactos permanentes con personas
que no estén involucradas con la lucha. Quiero que sepan que no es un acto impulsado por el
sectarismo ni el desprecio de quienes están al margen de este lío, como lo están ustedes. Es
exclusivamente para preservarlos de la violencia que puede caer en cualquier momento sobre
nosotros.
Alguien le preguntó si al menos podía decirles dónde iba a vivir y Raúl le contestó que «nadie, ni
mi vieja debe saberlo». Luego tomó de entre sus cosas aquellas que se iba a llevar consigo y a las
restantes las quemó en el mismo patio. Federico Rivadeneira pensó que aquella era una ceremonia
guerrera; que Raúl no quemaba en ese acto sus cosas, más bien incendiaba las naves para evitar, si
acaso surgiese, la venenosa idea de quitar el cuerpo a la pelea que estaba dando. No era una pose,
era una señal definitiva. En aquella noche de fuego quedarían postergados para siempre los buenos
momentos compartidos con sus amigos; el trabajo conjunto con otros jóvenes de Bolívar para
lograr, por fin, que la empresa Liniers abriera una línea de colectivos directa Bolívar - La Plata; o el
trabajo en la comisión de estudio y difusión del tema –que los chicos consideraban problema– becas
para estudiantes de Bolívar que, con intenciones de seguir una carrera universitaria, no tuvieran
posibilidades económicas para desarrollarla.
Luego de la fogata terminal, Raúl se marchó. No era el primero de los convivientes que abandonaba
el sitio, aunque sí el que mayor conmoción había causado. Ninguno era ajeno a la violenta realidad
porque la vivían en las calles, en la universidad, en los medios de comunicación, incluso en las
horas nocturnas de estudio cuando se prometían estudiar «sólo hasta que explote la próxima
bomba»; pero esta vez un ramalazo indescriptible de esa violencia los estaba golpeando en plena
intimidad. Un amigo, al que querían y respetaban, debía sumergirse en las oscuras profundidades de
la vida itinerante porque su nombre figuraba en alguna bala o en la diáspora de algún «caño». Y
más que eso, ellos mismos estaban en peligro inmediato si la presencia de Raúl se mantenía en la
casa, lo cual había quedado claro en las palabras de despedida.
–¿Y qué va a pasar con tu familia, Raúl? –le preguntó Federico mientras lo acompañaba hasta la
vereda.
Raúl le contestó que todos sabían muy bien en qué andaba él y que fuera de las reservas del caso, le
consentían y apoyaban la lucha que daba. Luego, tratando de quitar dramatismo a la situación, dijo:
–Vos sabés que hasta se matan de risa cuando me ven llegar con peluca y bigote «chamaco». Al que
más le hace gracia es a Richard, mi sobrino. El, en sus inocentes 13 años...
–Raúl, no me mientas a mí –dijo Federico, convencido de que su amigo trataba de esquivar la
respuesta– Yo conozco a tus viejos, y sé que deben estar muy preocupados por vos.
Y lo estaban. Raúl durante los últimos años había acumulado algunos motivos para que, al menos,
sus padres se inquietaran. Había desertado del servicio militar; había abandonado los estudios
universitarios; se había involucrado en luchas gremiales primero en el ferrocarril y luego con mayor
ímpetu en Tribunales; se había incorporado a la Juventud de Trabajadores Peronistas; y
sospechaban su participación en Montoneros. Y, fundamentalmente, no había dejado de ser el
mismo Raúl de siempre; el que se obstinaba en seguir sus ideas aún poniendo en ello su vida; o el
que, en un clima de profundo desasosiego se hacía un tiempo para sus afectos.
El 22 de marzo de 1976 todo el país hervía en rumores de golpe de Estado; en cada lugar donde
había más de dos personas se debatía sobre el futuro inmediato del país, que parecía desmoronarse
irremediablemente. En Tribunales, Raúl con un grupo de compañeros cruzaban opiniones sobre cuál
iba a ser el modo mejor para enfrentar abiertamente al Ejército, cuando éste asumiera todo el poder;
desde los últimos días de 1975 circulaba como un secreto a voces que el gobierno de María Estela
Martínez de Perón tenía fecha de vencimiento. Luego de horas de discutir, decidieron pasar a un
cuarto intermedio hasta el otro día; tomarse el resto del día y la noche para definir, hacia el interior
de cada una de las conciencias, cuál sería finalmente la estrategia. Raúl, convencido desde hacía
meses de que lo mejor era pasar a la clandestinidad, aprovechó el tiempo para escribir una carta
breve pero profundamente cariñosa.
«Querida Marta:
El escribirte el mismo día de tu cumpleaños, haría lógico que iniciara esta carta con un ¿qué tal lo
pasaste?
Pero no por ser ilógico, sino por un deseo de que cuando recibas mi carta, vuelva a ser tu
cumpleaños (¡qué canchero!) es que prefiero decirte ¡que tengas un feliz día!
Dejando de lado la falta de originalidad, es bueno que sepas que te lo digo con todo el cariño del
mundo, y con el infinito deseo de que sean muchos más de un día los felices.
Es que no me gusta recordar esa tristeza que creí verte cuando estuve por ahí. Espero que ya estés
bien, vos me dirás.
Espero que el libro que te mando te guste. Él es mi regalo. Si no te gusta... ¡también es mi regalo!
Raúl
Nota 1: no es obligación contestar, aunque quedaré esperando que lo hagas.
Nota 2: muchos cariños para todos
La Plata, 22 de marzo de 1976
Cuando la carta llegó a manos de Marta García, en Bolívar, Raúl y un grupo de compañeros,
asumiendo que en esa coyuntura lo mejor era no ofrecerle un blanco fijo a la represión, habían
pasado a la clandestinidad: habían dejado de asistir a su trabajo en Tribunales, se habían mudado de
domicilio y comenzaban a escatimarle el cuerpo a la militancia durante las horas del día y a los
lugares que solían frecuentar.
Incluso cuando pasaba por la casa de los pocos amigos que solía visitar, como el caso de Gustavo
Grosmman, que de aquella pensión que compartiera con Raúl y Rogelio se había mudado al séptimo
piso de un edificio ubicado en la calle 2 y 50, se cuidaba de utilizar estrategias para despistar. Se
anunciaba por el portero eléctrico y cuando le abrían subía alternando el ascenso un piso por
escalera y un piso por ascensor.
Si las condiciones de vida habían sido difíciles antes del golpe de Estado, a partir de él lo fueron
peor. La necesidad imponía a quienes habían elegido la clandestinidad para seguir la lucha alojarse
en casas «seguras» y despedirse rápidamente de ellas cuando perdían aquella condición. Y dejaban
de ser seguras cuando uno de los habitantes no daba señales de vida dos horas después de lo
establecido. Las pensiones estaban absolutamente contraindicadas porque eran objeto de
allanamientos permanentes y los domicilios de familiares eran más peligrosos porque casi con
certeza estaban bajo vigilancia.
Raúl, Nélida Santamaría, Oscar Ruiz Díaz y su compañera Susana Cascella se fueron a vivir a una
casa de la «Orga» ubicada en Tolosa, en calle 6 entre 524 y 526. Durante el día, Oscar y Raúl eran
dos operarios de una pulidora de pisos que habían adquirido y las chicas se ocupaban de la vivienda.
A la madrugada y cuando caía la tarde los cuatro volvían a ser los hombres y mujeres que habían
sido hasta hacía muy poco: ingresaban muy temprano a Tribunales, disfrazados, y distribuían
volantes o dejaban en el baño un «caño» lanza panfletos y al anochecer salían a realizar pintadas.
Raúl, ya convertido en un «soldado» montonero, siguiendo las órdenes que recibía de su
responsable en la Columna Sur, ampliaba su radio de acción y de tareas. La convivencia en Tolosa
no tuvo mayores amenazas, aunque hubo un imprevisto que modificó en gran medida las cosas: la
rotura de la máquina pulidora. Frente a este hecho, Raúl y sus amigos debieron agudizar el ingenio
a fin de mantener los ingresos necesarios para la supervivencia. Tan graves estuvieron las cosas que
Raúl llegó a confesarle a Nélida:
–Tenemos que ponernos a producir algo, porque si no en vez de morir en un enfrentamiento vamos
a morir de hambre.
Y, como había hecho en sus tiempos de estudiante secundario, Raúl sacó a relucir su creatividad.
Pero esta vez no acudió a los trapos de piso, rejillas, lapiceras; una tarde se plantó frente a Nélida
Santamaría y le propuso que, aprovechando sus dotes de costurera, fabricaran calzoncillos. No la
dejó responder, inmediatamente trajo un calzoncillo de su pieza y se lo expuso para que Nélida
copiara el molde y lo multiplicara. Nélida, ante la ausencia de opciones mejores, se puso a coser en
su máquina alentada por las palabras de Norito y de Muti. Ella fue la encargada de la producción y
el resto tuvo a su cargo la distribución y venta. Que Nélida no manejara del todo bien su máquina y
que la «producción» consistiera en apenas una unidad por día, no amilanó a Raúl, que siguió
alentando el trabajo. Una vez por semana, con seis o siete prendas, Raúl visitaba a los amigos y
conocidos que podía visitar sin peligro, los cuales le compraban por solidaridad antes que por
necesidad. Pero la «economía» de la casa iba de mal en peor, por cuanto más temprano que tarde el
emprendimiento abortó.
Cuando podía, y cuando las urgencias del corazón se anteponían a las razones, se hacía un viajecito
hasta la casa de sus padres. Para eso acudía a los disfraces; un día llegaba a Temperley vestido con
el mameluco azul de los operarios del ferrocarril, otro día con un traje impecable. Chela creía que
su hijo vivía cerca de allí. Los argumentos que le hacían pensar eso se relacionaban con la ausencia
de arrugas en la ropa: «si viene desde La Plata en tren o colectivo, tiene que tener alguna arruga en
la ropa. No se puede viajar tanto y estar impecable». Las íntimas razones de la ausencia de arrugas
radicaban en las postas que Raúl hacía en casas de militantes de la JTP de Lomas de Zamora.
Llegaba a una casa segura, se cambiaba y recién después iba a visitar a sus padres. Algunas veces
fue con Nora Volonté y esas reuniones fueron las mejores para Chela, porque cobraban algo de la
«normalidad» que ella hubiese preferido perpetuar: los suegros, la pareja, el hijo menor, los abuelos,
a veces otros familiares y la fuente de tallarines humeantes en el mediodía del domingo. Pero las
charlas de la sobremesa difuminaban hasta hacer desaparecer aquellos deseos: «queremos el
Hombre Nuevo, y por eso peleamos, no por otra cosa», «vos andá siempre con la verdad, porque la
verdad es el mejor vehículo para llegar a la felicidad». Estas frases, soltadas por Raúl, Chela no
sabía por qué, le producían un silencioso desgarrón. Algo distinto había en el tono que su hijo
utilizaba, tan lejos de la retórica y la impostura que observaba en personajes que, desde el televisor
solían decir palabras similares. Las de su hijo, adscriptas al deber antes que al derecho, sonaban
profundamente reales: «mucha gente queda satisfecha una vez que enumera la ristra de derechos
que tiene y que los poderosos no le respetan; algunos, convencidos de que con eso solamente no
alcanza, asumimos el deber de poner el cuerpo, jugarnos la vida si es preciso para quitarle
espacios de decisión a los poderosos».
Un pequeño desencuentro entre Chela y Lito, precipitado por cotidianas circunstancias, intrusó las
relaciones familiares; de tal suerte que para encontrarse los hermanos tuvieron que elegir otro lugar,
la casa de una tía en la calle Florida al 3852, en Vicente López. Bajo el mismo techo estarían cada
vez madre e hijos, claro que sin el conocimiento de ellos puesto que Chela al amparo del silencio
cómplice de Norma Raquel, la dueña de casa, se las arreglaba para escuchar la conversación entre
Raúl y Lito. Chela quería enterarse de cómo andaba su hijo menor desde que se había distanciado
de ella, si necesitaba algo, si hablaba de ella... y también quería enterarse de aquello que no le
confiaba Raúl: dónde vivía, en qué asuntos andaba metido y si corría peligro. Mucho y malo era lo
que escuchaba cada vez que salía de su casa, o cuando prendía el televisor, y tenía miedo de que
esas espantosas historias que circulaban en voz baja tuvieran alguna vez de protagonista a su hijo.
Lo poco que podía escuchar no la dejaba tranquila: Lito le insistía una y otra vez sobre que debía
cuidarse, que las cosas se habían puesto muy feas y que si lo agarraban...
–Aunque me cuide ahora, no serviría de mucho, Lito. Para estos tipos, no sólo encarno la figura de
un desertor, además están mis agitaciones gremiales y mi enrolamiento en la JTP. Ya estoy hecho, y
no lo digo con resignación, sino para que comprendas por qué sigo en la clandestinidad.
Lito no deseaba comprender, quería a su hermano a resguardo y no encontraba el modo de
ayudarlo; sólo atinaba a darle consejos que de antemano sabía fútiles.
Y Chela, detrás de la puerta, sobrellevando el peso de su angustia, se esforzaba para no llorar, para
no deshacerse en lágrimas. Raúl, como si sospechara su presencia, dejaba caer alguna broma para
distender la charla «¿che, se nota que no me bañé hoy? Es domingo, viste, y quiero darle descanso
al cuerpo»; o comentaba con Lito que en algún momento tendría que cumplir la promesa hecha a
«Richard», Ricardo Montes, de llevarlo a conocer la República de los Niños «para que vea con sus
propios ojos cuánto quería Evita a los pibes». Pero hacia el interior de esas mundanalidades se
empecinaba con él la terrible realidad del clandestino, del hombre en peligro, del hombre apartado
por necesidad de sus amigos de toda la vida y en mínimo contacto con su familia. Acaso fuera por
estas circunstancias que Raúl no pudo contarles de su rompimiento con Norita, y su delicioso
enamoramiento posterior con Griselda Betelu.
En febrero de 1977, sin aviso previo, Raúl llegó a Bolívar a bordo de un automóvil en compañía de
un grupo de personas que presentó como «amigos»: «el es Carlos él es José y él se llama Alberto»,
le dijo a su tía Elsa. La tía quiso hacerles un lugar en la casa para que se quedaran a cenar y,
eventualmente, a dormir. La casa, luego del casamiento de «Bocha», había quedado grande para el
matrimonio y siempre podía albergar a gente bienvenida. Raúl, y por extensión sus amigos, lo eran.
Pero Raúl le confesó que sólo estaban de paso y que se habían detenido en la ciudad para saludarla
a ella y a un puñado de otras personas, viejos amigos. Luego tenían que seguir viaje, hacia un
destino que no mencionó.
Esa misma noche, quizá para rememorar buenos y pasados tiempos, fue a Casablanca. El boliche
bailable enclavado en la esquina de Sarmiento y avenida Belgrano había sido escenario de muchos
de sus mejores momentos de adolescente; esa noche sería el testigo del último encuentro entre dos
entrañables amigos. La casualidad, siempre activa, hizo que Raúl llegara al boliche al mismo
tiempo que lo hacía Tito Iriondo. Luego de la sorpresa –que impactó menos en Raúl porque había
ido allí con el firme propósito de ver a su amigo–, los abrazos y las palmadas, Tito le descargó
literalmente una andanada de preguntas.
–Vení, vamos a tomar unos tragos adentro y charlamos un rato. Estoy con unos amigos de La Plata,
ando de pasada –le contestó Raúl esgrimiendo la misma sonrisa y utilizando el mismo cálido tono
de siempre.
Entraron. Tito no pudo retener los nombres de los amigos que acompañaban a Raúl, cuando éste se
los presentó, pero poco le importó. Su atención estaba centrada en escuchar a su amigo de toda la
vida, intentando descifrar entre los intersticios de las evasivas, las respuestas a sus preguntas más
interesadas. Raúl no le dejó entrever siquiera en qué momento y a qué profundidad se encontraba su
militancia política. Sí le comentó que los estudios universitarios estaban ya definitivamente alejados
de sus posibilidades de retomarlos, y que de buena gana regresaría a Bolívar cuando Tito se casara,
para lo cual no faltaba mucho.
–Mandame la tarjeta a esta dirección, y a nombre de esta persona, no pongas mi nombre ni en el
sobre ni en el interior –le pidió Raúl, extendiéndole un papel.
Era una precaución de doble mano: evitaba que siguiendo una carta con su nombre integrantes de
las fuerzas represoras llegaran hasta él, y por otra parte desvinculaba a su amigo con su nombre, lo
cual era una manera de defenderlo. Luego de un tiempo que Tito no pudo estimar pero que se
consumió rápidamente, Raúl le comentó que se tenía que ir, y que si quería seguir charlando se
encontraran al otro día, en el parque, donde pensaba comerse un asado antes de irse de Bolívar. Tito
le dijo que, aunque tenía muchas ganas de hablar con él, ese domingo no podía porque ya había
tomado otro compromiso con anterioridad, pero que no faltaría la oportunidad «una vez que todo
este lío pase» de encontrarse y sacarse las ganas de hablarse y contarse cosas. Entre otras, Raúl
quería contarle que estaba viviendo con una chica muy bella, de Bolívar, y con la cual, además de
compartir las ganas de cambio que les llenaba las venas, compartían el sueño de formar una familia.
Marzo de 1977 se presentó como un mes difícil de transitar para Raúl. El cerco que las FF.AA.
habían dibujado en torno suyo se estaba estrechando mucho, tanto que más de un compañero le
propuso que abandonara el país. La respuesta de Raúl fue, cada vez, la misma: no antes que se
hayan salvado el resto de los compañeros que lo tenían como responsable. La Columna Norte había
sido devastada y poco quedaba de la Columna Sur de Montoneros. Muchos habían sido los que
habían partido al exilio, muchos los que habían caído en enfrentamientos, y había muchos
compañeros más de los que nada se sabía, aunque circulaban historias truculentas, cargadas de
horrores y amenazas. Por otra parte, ya no era un hombre solo. Su pareja, Griselda Betelu, estaba
embarazada y eso además de haberlo hecho inmensamente feliz, lo había llevado a profundizar su
militancia. «Si no nos arriesgamos por el futuro de nuestros hijos, no valemos nada». Pensaba.
Nélida Santamaría, con quien no se veía desde mediados del 76, cuando tuvieron que abandonar la
casa que compartían porque había caído un amigo que la conocía, se cruzó por casualidad con Raúl
en aquellos días. Nélida caminaba tras la realización de una «diligencia» para la «Orga», y Raúl
andaba de recorrida. Haciendo caso omiso de las recomendaciones de no pararse a conversar ni dar
señales de que se conocían, se estrecharon en un abrazo y charlaron unos minutos.
–¿Qué hago Raúl, me voy o me quedo? –le preguntó Nélida.
Tenía razones más que suficientes para estar preocupada. Ella, igual que Raúl, figuraba en la lista
Celeste y Blanca del gremio, y era un hecho que esa lista estaba en poder de las FF.AA. y los
grupos de tarea.
–Tenés que quedarte –le respondió Raúl, con un tono más ligado a una posición jerárquica superior
que a la amistad que los unía.
Después le fundamentó con distintos argumentos que irse era un modo de derrotarse. Nélida no
quiso discutirle, pero se despidió de él con cierta preocupación. La Plata era insegura porque todo el
mundo conocía a todo el mundo, además el tema de la lista era como una amenaza permanente. Ella
creía que cambiar de aires para seguir peleando era una posibilidad, quedarse para hacerlo era
suicidio.
La noche del lunes 7 de marzo, Raúl fue a cenar al departamento de Oscar Ruiz Díaz y Susana
Cascella. Muchas veces en las últimas semanas se habían prometido un encuentro por fuera de las
reuniones que, con otros compañeros, mantenían en la clandestinidad. Deseaban, aunque fuera por
unas horas, distenderse un poco; comer tranquilos y tomarse unos vasos de vino. Estaban a pocos
días de cumplir un año del momento en que habían decidido alejarse de Tribunales abruptamente y
sin dar explicaciones. Habían elegido la clandestinidad por entender que era menos peligrosa que
otorgar un lugar donde pudieran encontrarlos con facilidad. Y el tiempo les había dado largamente
razón; varios de los compañeros de la lista Azul y Blanca habían caído presos y otros habían sido
secuestrados.
Tal como era obligación entre compañeros, fue conducido hasta la vivienda previo «tabicado»; por
cuanto no pudo saber que la dirección de la casa en que estuvo por algunas horas era calle 26 entre
46 y 47. Fue solo, además. Griselda prefirió quedarse. Los tres amigos cenaron y hablaron del
cuidado de los compañeros de la zona. Raúl dijo que estaba en un apriete muy serio; que el barrio
donde vivía con Griselda, en Villa Elisa, era un barrio de marinos; y creía que lo tenían fichado.
Susana lo percibió verdaderamente preocupado, y a la vez con un dejo de sutil resignación. Claro
que ese cruce de sensaciones se le disipaba por momentos, por ejemplo cuando Raúl interponía
algún chiste o cuando recriminaba a su amigo que expusiera a su mujer estando ella embarazada; o
cuando lo escuchaba desplegar como un estratega el plan de evacuación de la casa si llegaba la
patota.
–Primero la gorda y su panza, después vos Oscar y por último yo. Ustedes tienen esa hermosa razón
para tratar de zafar primeros –dijo, señalando la panza de Susana– para sobrevivir.
–Bueno, si ese es el caso, vos también tenés una razón similar ¿no? –le contestaron sus amigos.
Susana, el Muti y Raúl charlaron hasta la medianoche. El Muti le pidió que se cuidara, y que si era
necesario, que se viniera a vivir un tiempo con ellos. Que juntos podían revivir aquella experiencia
del año anterior en Tolosa. Al menos por un tiempo, hasta que los aires se hicieran más respirables
y todo regresara a cierta normalidad. Muchos compañeros habían pasado a refugiarse unos días por
aquella casa, por lo que no habría problemas en que se quedara él, y si era necesario su compañera.
Susana intercedió para contarle a Raúl que, unas semanas atrás, habían atravesado un trance muy
complejo con una compañera que les había dejado dos niños pequeños, hijos suyos, pidiéndoles que
si ella no regresaba para la noche llevaran a los pequeños hasta una dirección que les anotó con letra
nerviosa. No regresó en los dos días siguientes, y Susana llevó a los niños hasta el lugar indicado,
donde la recibió un matrimonio mayor, acaso los abuelos de los niños. Raúl, luego de escucharla
con atención, le explicó que en su caso ya no había retorno; que iba a hacer lo que tenía que hacer,
es decir dar pelea hasta el final; y que, acaso, la patota estuviera al acecho en la calle en ese mismo
momento. El Muti le pidió que no se pusiera paranoico; él mismo había hecho la recorrida de
«control» esa tarde y no había notado nada raro, ningún movimiento extraño en el barrio.
Terminada la cena y la charla, comenzado el día 8 de marzo, Raúl se fue.
Las fuerzas represivas, en efecto, tenían ubicado a Raúl desde hacía varios días. Sólo aguardaban el
momento oportuno para lanzarse sobre el departamento del complejo habitacional de 4 manzanas
conocido como «Monoblock» de Villa Elisa. El momento apropiado fue la noche del martes 8 de
marzo, cuando integrantes de la policía provincial, con la participación de varios civiles,
comenzaron a desplegar un enorme operativo en la zona. Primero lo hicieron subrepticiamente,
ubicando hombres armados en los edificios aledaños al que se levantaba a 70 metros de la avenida
Arana y a otros tantos metros de la estación ferroviaria; una vez que el encargado del «operativo»
consideró la zona asegurada, obraron más abiertamente. Poco antes de las 23:30 horas cortaron la
iluminación pública a vapor de mercurio; obligaron a los vecinos a permanecer dentro de sus
viviendas, con las luces apagadas y las persianas bajas, lo cual contribuyó a que toda la zona se
sumiera en la oscuridad; y suspendieron el servicio de trenes entre La Plata y Constitución, justo
cuando la formación se había detenido en la estación de Villa Elisa. Los pasajeros que descendieron
para dirigirse a sus domicilios fueron retenidos dentro de la propia estación con la excusa de que, si
transponían sus umbrales, corrían serio peligro por la presencia en la zona de un «grupo de
delincuentes subversivos» que se habían atrincherado en un departamento a pocos metros de allí.
Alrededor de 40 hombres fuertemente armados se habían diseminado en las adyacencias, ocupando
diversos departamentos y posiciones para tener distintos flancos de ataque y en segunda instancia
para evitar una posible fuga. Tenían casi plena seguridad, merced a los informes de inteligencia, que
dentro del inmueble no habría más de cuatro personas, y la certeza de que uno de los hombres era
Raúl Alonso. Lo habían visto llegar desde la «ratonera» enorme que habían armado. Lo habían
seguido discretamente desde la estación de tren, a la tarde. Y posteriormente había llegado su
pareja, Griselda. También habían observado el ingreso de al menos dos personas más. Por fin, el
grupo más adelantado, el que se había apostado de frente al departamento, entró en acción.
–¡Alonso, somos de la Policía. Te damos media hora para que te entregues! –gritó uno de los
integrantes de la patota, sin muchas expectativas sobre el resultado de sus palabras.
La respuesta, inmediatamente, se la dio el propio Raúl.
–¡Si tienen huevos, vengan a buscarnos!
–¡Ustedes son gente de pueblo, como nosotros. El enemigo no somos nosotros sino sus propios
jefes y sus cómplices –alzó la voz Griselda.
Estas últimas palabras significaron casi una orden para que la patota abriera fuego. Raúl, detrás de
su revólver calibre 38, respondió la agresión. Un hombre, a una distancia que no pudo precisar,
cayó herido. Dos o tres hombres se arrimaron para socorrerlo. El resto se replegó haciendo caso
omiso de la superioridad numérica, que los favorecía 10 a 1. Reagrupados a una distancia que hacía
poco eficaces a los revólveres con que habían sido repelidos, decidieron solicitar refuerzos. Uno de
los hombres de civil, asustado por la posibilidad de que los cercados tuvieran a su alcance otro tipo
de armas, sugirió que llamaran al Ejército. Pocos minutos después, cuatro camiones del Ejército y
tres automóviles civiles llegaban cargados de soldados y armamento pesado. Junto a ellos llegaban
una ambulancia y un camión de bomberos. Todavía no habían pasado las doce de la noche.
Dentro del departamento, Raúl, aprovechando que se habían detenido de momento los tiros, se
deslizó hasta el lugar donde estaba el tocadiscos. Para llegar tuvo que sortear restos de la
mampostería que los disparos de FAL habían diseminado por todo el lugar. Buscó entre la pila de
discos uno en especial, lo colocó, programó el mecanismo para que funcionara automáticamente de
modo que repitiera una y otra vez la canción, y volvió a resguardarse. Un instante después, en el
precario silencio artificial de aquella noche, comenzó a sonar la marcha peronista a todo el volumen
que el tocadiscos podía entregar. Raúl se hizo tiempo, además, para llenar sus pulmones y su alma
con el vaivén delicado de la fragancia de las casuarinas de Villa Elisa; mezclando el aroma real con
el aroma recordado de las casuarinas que custodiaban en su Bolívar natal el camino a Barrio Jardín,
en la avenida Calfucurá. Ni siquiera en su interior quiso conceder un espacio a la vil voluntad de la
numerosa patota que había venido a buscarlo. Pensó en el hijo suyo que Griselda hacía crecer en sus
entrañas, al que acaso no vería nacer. Pensó en Griselda, su hermosa y valiente compañera, y el
temor se atenuó. No obstante, aquella noche de marzo de 1977 otras mezclas se llevarían a cabo; y
otros olores groseros, ásperos, agoreros, inundarían el aire y todos sus rincones. Olores de muerte,
de destrucción. El olor de la pólvora y el olor de la mampostería desconchada por la prepotencia
ciega de las balas y las granadas.
Los fusiles automáticos de policías, civiles y soldados, respondiendo a lo que consideraban una
provocación, volvieron a ocupar todo el espacio auditivo, por encima de la voz de Hugo del Carril
evocando a los muchachos peronistas. Pero la propalación de la marcha no era una provocación, era
la exacta ratificación del sentimiento que impulsaba tanto a Raúl como a los demás habitantes de
aquel departamento a dar pelea aún en circunstancias tan desfavorables, sacando fuerzas de la
cadencia pegadiza de la canción partidaria. Se sabían condenados; por eso, porque sabían que más
tarde o más temprano caerían, respondían sin pensar en rendirse a la balacera que rompía ventanas,
puertas, descascaraba paredes.
A la 1:15 de la madrugada cesó el tiroteo. Las últimas andanadas no habían sido respondidas y eso
llevó al oficial a cargo del operativo a ordenar un alto el fuego. Por unos minutos nadie se movió,
atentos como estaban a las comunicaciones que se multiplicaban mediante los radiotransmisores
portátiles. Desde los distintos puntos llegaba al jefe del operativo la confirmación que no se
observaba movimiento dentro del departamento. Alguien, desde la estación ferroviaria, asumiendo a
la distancia que el peligro había pasado, sugirió que el servicio de trenes retomara su rutina. Cuando
la formación, detenida en la estación de Villa Elisa desde el comienzo del operativo, inició su
marcha, el oficial a cargo puso el grito en el cielo. Ni él ni nadie, desde el lugar de mando, había
dado la orden para que el tren partiera. Fue un momento de confusión que perjudicó a las fuerzas
represivas, porque desde dentro del departamento volvieron a estallar disparos que pusieron a correr
por refugio a quienes se habían distendido. El intercambio de disparos se extendió hasta pasadas las
3:30 horas de la madrugada de ese miércoles 9 de marzo. A esa hora, uno de los soldados que había
llegado de refuerzo, comenzó a emplazar una bazooka mientras el resto se mantenía a la
expectativa, observando cómo el uniformado alistaba el temible armamento, cómo apuntaba hacia
el departamento y cómo disparaba. Luego vieron cómo se abría un tremendo boquete en la pared
del frente, encima de la ventana, y tras de ello todo se subsumía en un espeso silencio. El oficial a
cargo de la patota ordenó esperar unos minutos y luego mandó un grupo de avanzada para verificar
si los habitantes de la vivienda seguían con vida y, en consecuencia, con posibilidades de resistir. El
grupo entró al departamento y tras la primera inspección avisó al resto de los hombres que podían
entrar también, que todo estaba bajo control, que los que habían sobrevivido al bazookazo no
estaban en condiciones de moverse. Luego, ya pasadas las 4 de la madrugada y terminado el
operativo, los móviles fueron despejando lentamente la zona, volvió a encenderse el alumbrado
público y el servicio de trenes se reestableció.
El diario El Día, en su edición de ese miércoles, mencionó escuetamente el episodio en un recuadro
perdido en la mitad de la página 6. Al otro día, jueves, desarrolló el enfrentamiento ilustrando las
palabras con una foto tomada al frente, destrozado, de la vivienda propiedad de Griselda Betelu. El
informe dio cuenta de «dos extremistas abatidos», sin mencionar nombres, y tampoco hizo mención
de las bajas de las «fuerzas del orden». Fuentes consultadas para este trabajo sugieren que los dos
«extremistas abatidos», un hombre y una mujer, fueron asesinados a sangre fría en la vereda, y que
tanto Raúl Alonso como Griselda Betelu fueron sacados malheridos del departamento. También nos
fue comentado que un subcomisario habría muerto en el enfrentamiento. El mismo día jueves 10 de
marzo, una pintada realizada por manos urgentes en una de las puertas del Palacio de Tribunales, la
ubicada en calle 47 entre 12 y 13, declamaba con trazos firmes: «Compañero Raúl Alonso, tu
sangre derramada no será negociada». Duró un día, porque esa misma noche otras manos,
cobardes e impunes, la borraron de la vista sepultándola con varias capas de nueva pintura. Una
metáfora de lo que ha pasado hasta hoy.
–CÉSAR GODY ÁLVAREZ–
18 / 8 / 1932 – 26 / 4 / 1976
El 18 de agosto de 1932, a las 3 de la tarde, arribó al hogar de Miguel Álvarez y Consuelo García el
cuarto hijo varón. Héctor, Rubén y Juan Carlos; de seis, cuatro y dos años respectivamente
acogieron con beneplácito al nuevo miembro de la familia, y a los tres les costó desde el principio
llamar a su hermanito por su primer nombre: César. Prefirieron llamarlo por el segundo nombre,
más breve y dotado con cierta dosis de ternura: Gody. El recién nacido fue desde entonces Gody
para la familia y por abuso de la extensión también se llamó así para los amigos.
La familia se completó con los nacimientos de dos niñas, Dora Angélica y Amelia. Dora nació
cuatro años después que Gody; pero, acaso producto de una deliberada elección, acaso por puro
azar, también las mujeres espaciaron sus alumbramientos en dos años.
Cuando Gody llegó a la edad escolar, Miguel y Consuelo decidieron que la escuela apropiada para
impartirle la primera educación era la Nro. 1. La escuela, custodiada desde el sur por un flanco de la
Iglesia San Carlos Borromeo, y desde el norte por la avenida Alsina, está enclavada en una de las
esquinas más céntricas de la ciudad de Bolívar. Al otro extremo de la cuadra se alza el edificio de la
Municipalidad. Por esa escuela transcurrió Gody sus primeros estudios y forjó las primeras
amistades, gran parte de las cuales perdurarían para siempre en su vida. Para su suerte, contó con el
apoyo y compañía de sus hermanos mayores; ya fuera en circunstancias comprometidas, como la
posibilidad de enredarse en alguna riña infantil; o en materia de juegos. Aunque, haciendo honor a
un carácter que luego asentaría, debemos decir que nunca sacó provecho de la ventaja que
significaba tener hermanos más grandes al alcance del grito; siempre arregló sus cuitas valiéndose
de sus propias fuerzas.
Don Miguel, un español de enorme pujanza y admirable capacidad intelectual, se preocupó por
educar a sus hijos en un ambiente de respeto y amor, señalando con su ejemplo que el camino del
trabajo se hacía más productivo y llevadero si se lo transitaba colectivamente. Por cuenta de esa
vocación emprendedora no tardó en impulsar, en su condición de almacenero, la creación de la
Cooperativa de Almaceneros Minoristas de Bolívar; luego colaboró en la conformación de la
Cooperativa Eléctrica; y hasta llegó a ser el presidente de la Cámara Comercial e Industrial de
Bolívar. Sus bases políticas y filosóficas, provenidas de una formación socialista y de una precoz
inclinación a la religión, allá en España, cuando niño, lo fueron convirtiendo en un alto defensor del
cooperativismo. Compartía esas ideas con su amigo y médico de la familia, Pedro Vignau, y con
otros hombres librepensadores de la época como el Dr. Carlos Daroqui. No resultó extraño que sus
hijos, en ese ambiente, urdieran sus primeras ideas en el mismo sentido.
Para Gody, estas primeras impresiones que tenían tanto de políticas como de éticas, resultaron
definitivas. Además, tapia mediante, vivía la familia Di Tomaso, cuyos hijos y en especial Juan
Carlos Mariano a quien llamaban «Cacho», siete años mayor que Gody, también abrevaban en las
mismas ideas. Gody sentía una profunda admiración infantil por Cacho y no la ocultaba. Cada vez
que podía, se escabullía por el pasillo que facilitaba el ingreso a la casa y le imponía su presencia.
En verdad era una suerte de imposición dadas las diferencias de edades y de interés: Gody
encontraba en la figura de Cacho un frontón adecuado donde hacer rebotar la innumerable sucesión
de preguntas que su curiosidad inventaba. Cacho le seguía el juego hasta donde su paciencia o sus
obligaciones de estudiante secundario en el colegio Nacional se lo permitían. Llegado el caso, y
valiéndose de un ardid, se lo sacaba literalmente de encima. «Te corro una carrera hasta la
vereda», le decía Cacho. Y Gody aceptaba. El resto era siempre igual; Cacho se dejaba ganar a
propósito de modo que a la vereda llegara primero el pequeño. Una vez conseguido el objetivo de
tener a Gody del otro lado de la puerta de calle, la cerraba con llave y no lo dejaba entrar hasta
después de haber terminado con los deberes. Cuando Cacho Di Tomaso partió hacia Santa Fe para
seguir estudios de ingeniería química, Gody volcó sus visitas en pos de la pequeña Rosa, hermana
de Cacho. La primera infancia de Gody giró en torno al barrio que daba cobijo a su casa, situada en
la intersección de las calles Boer y Paso; barrio que además de sus hermanos y los hijos de la
familia Di Tomaso albergaba otros chicos, también amigos: Carlos Turán y Néstor Pacheco Ruiz.
La recorrida por el colegio secundario tuvo algunos curiosos avatares, impropios de la existencia de
un adolescente nacido en el seno de una familia de clase media, edificada en torno a una tradición
que estaba poco propensa a romper los moldes que la habían hecho posible: luego de cursar los
primeros años, Gody resolvió establecer un paréntesis en los estudios para volcarse de lleno a una
idea que se había venido haciendo desde algún tiempo atrás; quería engancharse en la Marina.
Había algo en aquel oficio de navegante que había seducido a Gody. Un algo teórico, no práctico,
ya que hasta entonces Gody no había experimentado la navegación más que a bordo de ruinosos
botes a remo en las generosas lagunas que espejaban en las cercanías de la ciudad. Habló con sus
padres con el propósito de convencerlos que ésa era su verdadera vocación, y que de no consumarla
habría un regusto a frustración que, presentía, le acompañaría de por vida. Obtuvo el
consentimiento de sus mayores y marchó feliz, deshilachando la adolescencia en el trayecto, para
Puerto Belgrano, en Bahía Blanca. Allí lo esperaba un barco, y tras el barco el vasto océano y sus
misterios. Los misterios que la mentalidad juvenil y aventurera de Gody quería develar, o al menos
entrever. Probablemente no se cumpliera ninguna de las hipótesis que el adolescente se hubo hecho
sobre el ignoto mundo de la navegación, o quizá se desvaneció tras algún contratiempo el primer
arrebato; lo cierto es que pasado el entusiasmo regresó a Bolívar tras renunciar a su puesto en un
momento en que el barco que lo había contratado estaba amarrado al puerto de Montevideo,
Uruguay.
Los días de grumete no cambiaron su conducta alegre y al mismo tiempo enmarcada en un halo de
respeto, aspectos que se pronunciarían cada vez más con el paso de los años. Un episodio sin
mayores trascendencias, y que tuvo incómodo centro en su hermana Amelia, ratifica la firmeza de
aquellas características sobresalientes en su personalidad. Gody prefería que la fidelidad se
respetara, aún en cuestiones mínimas. La venalidad, para él, no admitía apreciación en grados y
debía ser desterrada de raíz, de toda conducta y en cualquier edad.
Una de las noches de fiestas carnestolendas de 1953, chicas y chicos integrantes del grupo de
referencia de los Álvarez se disfrazaron en sus casas y luego se dirigieron al baile. Un acuerdo
previo había establecido que los chicos no debían saber de qué se habían disfrazado las chicas; y
ellas, claro, tampoco debían conocer el disfraz de ellos. Amelia, la menor de las adolescentes,
accedió a contarles a los chicos –a cambio de unos chocolatines– quién era quién entre las demás
mujeres disfrazadas. De ese modo, cuando los varones llegaron al baile las reconocieron de
inmediato. Toda la semana habían estado preparando disfraces, practicando con voz impostada,
caminando de un modo distinto al corriente; sin embargo, por la filtración de Amelia la gracia que
todos esperaban encontrar en la sorpresa terminó por desvanecerse en el desencanto. Gody se enojó
más por la delación infantil que por el magro resultado de aquel pacto entre jóvenes y, en vez de
chocolates, le propinó unos chirlos a su hermana menor.
Ese mismo año, al comienzo del período escolar retomó sus estudios para, esta vez sí, culminar el
ciclo secundario. Se reincorporó en quinto año cuando ya había cumplido sus 21 de edad y fue bien
recibido, casi con reverencia, por sus nuevos compañeros. Veían en el joven que se sumaba al grupo
la encarnación de la decisión juvenil y el impulso por la aventura materializado en las anécdotas que
le hacían contar una y otra vez. Las palabras de Gody traían barcos bamboleándose sobre el Mar
Argentino bajo cielos increíblemente celestes y de tan cercanos, accesibles a las caricias de las
manos. La lejana cotidianidad del barco flotaba en las charlas de los recreos como un contexto
épico al servicio de la evocación. Gody un día debía discurrir sobre las actividades que tenía a su
cargo en el barco, otro sobre la pequeñez que le hacía sentir el influjo de la extensa noche oceánica,
y otro sobre el significado del ancla que se había hecho tatuar en el brazo izquierdo.
En aquel quinto año descubrió no sin cierta incomodidad que una de sus compañeras atraía su
atención más de la cuenta. La adolescente, Nela Capredoni, hija de un médico bolivarense de gran
prestigio, experimentaba el mismo descubrimiento respecto de Gody. Así, no tardaron en hacer
nacer un romance, el que de todos modos no duraría más que unos meses. Fue el mayor
compromiso de pareja que, en Bolívar, asumió Gody.
Cuando se iba 1953, para festejar el egreso del colegio secundario, los alumnos de quinto año se
abocaron a la preparación del lunch tradicional que tenía fecha general el último viernes de clases y,
fundamentalmente, a preparar una obra de teatro que tendría debut y despedida el sábado siguiente
en el teatro Coliseo. El profesor Castellá fue elegido para oficiar de director teatral. Gody y Nela
Capredoni, entre otros chicos, interpretaron a los personajes. La cena fue la primera despedida. La
caída del telón cerró la obra, despidió de modo definitivo a la promoción y fue también el epílogo
para aquel romance breve entre Gody y Nela. Otros escenarios y otros amores requerirían muy
pronto al joven. Escenarios trágicamente reales y amores de índole variada; con las mujeres que lo
amaran y, fundamentalmente, con sujetos colectivos agrupados bajo palabras muy importantes para
él, como Pueblo, Obreros, Compañeros de militancia, Partido, Lucha, Revolución.
Llegó 1954 y con él llegaron las ideas que encaminaron a Gody hacia los laberintos de una carrera
universitaria en Buenos Aires. El joven creía que en el Derecho académico encontraría un buen
antagonista para ejercitar sus ansias de acción intelectual. Se estableció en una pensión en Barrio
Norte. Estaba pronto a cumplir 22 años y en su cuerpo ya habitaba un hombre hecho y derecho; de
estatura media, ojos pardos y aspecto fornido, que resaltaba aún más por su tez morena. Pero, como
si los acontecimientos importantes de su vida fueran el fruto amargo de la fatalidad, no pudo
volcarse a la vida de estudiante más que unos pocos meses.
La política de persecuciones de «comunistas» que desarrollaba con afán enfermizo la Policía
Federal golpeó de lleno en la vida de Gody y sus amigos. Una requisa policial de rutina tuvo lugar
en la pensión, y terminó alzando a todos los habitantes. Entre ellos, además de Gody, estaba Juan
Carlos «Cacho» Di Tomaso.
El joven Di Tomaso otrora vecino, había recalado en Buenos Aires luego de sufrir los últimos años
en Santa Fe una serie de problemas. Primero, en 1952, había protagonizado un absurdo accidente
hípico: paseaba un fin de semana a lomo de un caballo en las afueras de la ciudad y el ruido de una
motocicleta desbocó al animal. Como consecuencia de la espantada, Cacho salió despedido de la
montura dando malamente con la cabeza en el suelo. Quedó inconsciente durante horas hasta que
alguien lo encontró y dio el parte al hospital. Tras el golpe perdió momentáneamente la memoria, de
modo que no supo y no pudo comunicar su situación ni a sus amigos ni a sus familiares.
Compañeros de la facultad, extrañados por su ausencia, comenzaron a buscarlo hasta que lo
encontraron. Pero el accidente dejó otras secuelas, más profundas y duraderas: a partir de allí se
desató sobre la vida de Cacho Di Tomaso la sombra espesa de la esquizofrenia; y el comienzo de
nuevas y duras tribulaciones. Para dar lugar a una recuperación contenida, regresó a Bolívar. De las
heridas físicas pudo recuperarse rápidamente, de las psíquicas no tanto. A fines de julio,
acompañado de su padre –su madre había fallecido cuando él era niño–, se trasladó hasta Buenos
Aires para realizarse estudios a fin de aliviar los rigores de la esquizofrenia. Ambos debieron
regresar a Bolívar tras la infructuosa búsqueda de un lugar de asistencia pública que les diera
cabida. La muerte de Eva Perón, el 26 de julio de 1952, había despertado en los empleados públicos
la necesidad de guardar luto y, metidos en ese trance, desde los administrativos hasta los
profesionales de la salud, no atendían otras cuestiones más que las que ya tuvieran entre manos.
Cacho Di Tomaso llegaba para intentar incorporarse como paciente nuevo y eso no fue posible
dadas las circunstancias. Cacho intuyó que sin tratamiento médico especializado, y alejado del
ámbito estudiantil que prefería, no haría otra cosa que recaer cada vez con mayor asiduidad y
persistencia en esa enfermedad de la que pretendía alejarse. Cuando finalizó 1952 se preparó a
retomar los estudios y lograr acaso una cura para su mal. Dos años después llegó a la pensión Gody,
quien para entonces había ratificado su admiración por Cacho. Más cuando lo encontraba dueño de
un potencial intelectual y político que él mismo deseaba adquirir. Cacho, primero en Bolívar, pero
con mayor ímpetu en Santa Fe, había abrazado la causa del socialismo y militaba en el Partido
Comunista, del que no tardó en simpatizar y formar parte Gody, aunque de momento en las
adyacencias de la militancia y sin relación formal. En algún sentido, las palabras de Cacho le
evocaban el pensamiento de su propio padre y el pensamiento de su españolísimo tío Antonio, de
acuerdo con las historias que sobre éste contaba su padre. De hecho, una de las historias que Don
Miguel le había contado a su hijo era a la vez épica y cómica: Antonio, durante la guerra civil
española, había peleado contra Franco del lado de los republicanos. Al caer la República y con la
amenaza de los fusilamientos en ciernes, Antonio había fugado a Francia. Claro que previo al cruce
de la frontera había dejado un enorme legajo de «afrentas» contra el Generalísimo, pero con un
pequeño detalle: se había encargado de operar, ya como militante político, ya como soldado de la
República, con el nombre de Miguel Álvarez; de modo que todas las condenas, amenazas y
prohibiciones habían caído sobre el padre de Gody, quien no podía regresar a España sin riesgo de
caer preso, incluso ser fusilado. A Gody le había fascinado esa anécdota, tanto que no reprochaba
nada a su tío, sino más bien quería emularlo. Cacho Di Tomaso le traía en sus palabras las mismas
pasiones que había sabido transmitirle su padre en las suyas, tanto en relación a sus propias
convicciones, cuanto en las anécdotas del lejano y entrañable Antonio.
Fue un buen tiempo, paralelo a los pasos iniciales en el estudio del Derecho. Tiempo de crecimiento
y reafirmación de principios para Gody, y también tiempos complicados por las amenazas a que
estaban sujetos los militantes políticos de signo antiperonista. Si bien el gobierno de Juan Domingo
Perón había desplegado un universo de garantías laborales, sindicales, incluso económicas para los
sectores eternamente postergados del país, los pobres, no mostraba la misma permisividad para con
los adversarios políticos. Gody y Cacho habían aprendido ya que la actividad política contestataria
hacia el gobierno conllevaba riesgos, pero no los esquivaban. «Si para ellos, ser peronista es un
deber; para nosotros resulta un deber de igual medida denunciar los aspectos nocivos del
régimen», sostenía Cacho; y Gody asentía convencido. A fin de cuentas, el régimen democrático
permitía el disenso, las opiniones encontradas; ambos coincidían en que la pluralidad de las voces
enaltecía las virtudes de esa forma de gobierno. Pero la Policía, atenta a su perfil anticomunista, no
tuvo en cuenta estas delicadezas. En una de las tantas razzias que realizaba llegó hasta la pensión de
los amigos, cargó a todos cuanto pudo en los camiones celulares y los condujo detenidos hasta la
penitenciaría de Villa Devoto; Gody, Cacho Di Tomaso y el resto de los aprehendidos fueron a dar
con sus huesos al pabellón de presos políticos. No medió acusación ni sumario. Sin embargo
estuvieron alojados en la poblada cárcel varios y aciagos meses. Curiosamente, Gody mantuvo con
él toda su documentación puesto que no se la requisaron al ingresar a la prisión. Haciendo de la
debilidad fuerza, Gody aprovechó ese tiempo para comenzar a adquirir con rigurosidad teórica los
conceptos que había estado absorbiendo de su padre, del propio Cacho; e intuyendo y tratando de
poner en práctica desde tiempo antes.
El pabellón de presos políticos de Villa Devoto era, a la sazón, un ámbito casi exclusivo de
dirigentes, intelectuales y artistas de izquierda. Entre ellos estaba el músico Osvaldo Pugliese, un
hombre fuertemente ligado al Partido Comunista, y con el cual Gody y Cacho pudieron entablar
rápidamente contacto. El músico, y por supuesto, en mayor parte los cuadros políticos alojados allí,
se ocuparon de formular un curso informal para que, quienes estuviesen interesados en conocerlas,
abordaran las ideas de la doctrina socialista. Gody fue disfrutando cada vez más de la compañía de
aquellos hombres y al influjo de sus conversaciones fue dándole forma a esa nebulosa matriz de
ideas prefiguradas que había ido elaborando. Fue bebiendo concepto a concepto hasta articular una
nueva mirada sobre su existencia y fue gestándose en él una nueva relación con el mundo, la que se
juró emprender tras los muros. La cárcel le posibilitó, en síntesis, que asumiera desde un nuevo
sentido su vida: el sentido que Gody creyó exactamente adecuado a sus primeros principios. Y fue
en la misma cárcel que selló su compromiso con el pensamiento de izquierdas. La carrera de
abogacía que había emprendido dejó de ser, a partir de entonces, el faro que guiara sus acciones; la
militancia política reemplazó –y llenó– todo su universo. Villa Devoto, lejos de ser una «instancia
correctiva de sus desviaciones políticas», había funcionado como un instituto cristalizador de las
nociones de izquierda con que Gody había llegado, mejor dicho había sido obligado a llegar.
La libertad llegó en forma de amnistía pocos días antes del trágico 16 de junio de 1955, cuando
treinta aviones de la Marina de Guerra surcaron con sus ruidos y bombas el cielo de la plaza de
Mayo para dejar tras su paso trescientos ochenta muertos, entre los cuales se contaron cuarenta
chicos de un contingente estudiantil que había llegado del interior para conocer al general de que
hablaban tanto sus padres.
La juventud de Gody, veintitrés años, y la ausencia de todo antecedente político obraron en su
favor; a tal punto que –aunque él no se enteró jamás– no quedó asentado en la foja de antecedentes
su paso por Devoto. Sí, claro, quedaría inscripto su nombre en las libretas de los organismos de
inteligencia. La doble «contabilidad» en los inventarios de los cuerpos de seguridad siempre fue
reflejo de la doble moral que estos «funcionarios» han ejercitado desde todos los tiempos en que
existen. Y si bien de momento ese fichaje clandestino no revestía gran peligro, puesto que lo habían
dejado en libertad, una mirada de corto plazo daba a Gody cierta intranquilidad: ¿qué sucedería si,
como todos los datos políticos que recogía parecían indicar, un golpe de Estado tenía éxito? No
tuvo que aguardar demasiado para responder, él mismo, a esa pregunta: las fuerzas concentradas de
la oligarquía apoyadas en hombres de armas venales, derribaron el gobierno de Perón. Como los
golpes de Estado anteriores, e idénticamente iguales a los que vendrían, Gody supo que el asestado
a Perón estaba dirigido a contener el avance de las clases oprimidas, antes que librarlas del supuesto
yugo de la demagogia y el populismo. Gody había podido aprender en la «universidad»
penitenciaria que las clases dominantes utilizaban a las Fuerzas Armadas como último refugio para
mantener firmes las ventajas de que gozaban; de modo que en vez de ensayar cualquier gesto de
gratitud para con el grupo que se presumía liberador dada su auto catalogación de «Revolución
Libertadora», se sumó a la enorme masa de subyugados que iniciaba el camino de la Resistencia,
claro que desde el exterior del imaginario peronista. Gody, claro, se sumó a las fuerzas de izquierda
relacionadas con el Partido Comunista. Su temprana formación socialista, recibida por parte de su
padre en forma directa y de su tío Antonio a la distancia, más el «refuerzo» intelectual y de
camaradería que había recibido primero por medio de Cacho Di Tomaso y posteriormente en la
cárcel, lo llevaron a internarse oficialmente en la estructura partidaria del PC, con el cual, tras el
correr de los años, tuvo algunos puntos de convergencia y varios puntos de divergencia. Su
crecimiento personal e intelectual, lo llevaron con el tiempo a tomar en cuenta cada vez más a las
divergencias, a tal punto que rompió con el Partido Comunista para ser uno de los fundadores, en
1968, del Partido Comunista Revolucionario. Abandonaba así la esfera de orientación pro soviética,
característica del PC, para coadyuvar en la construcción de una nueva propuesta que, si bien
comunista, tenía su norte final en la República Popular China, que dirigía Mao Tse Tung.
Su tía, Rosario Álvarez de Núñez, que vivía en Larrea y Charcas de la Capital Federal fue el
familiar que mayor contacto entabló con el joven bolivarense por aquellos años. Gody pasaba a
visitarla regularmente por su departamento y de ese modo mantenía una relación fluida, aunque
intermediada, con el resto de su familia, a la que llamaba por teléfono a intervalos regulares y
visitaba con una periodicidad anual que tenía epicentro en las fiestas de fin de año. Vivir, obligado
por los rigores de la militancia, vivía en muchos lugares alternativamente. Con el paso de los años,
todo menos esa militancia fue relegándose a un segundo plano, incluso la relación con el sexo
opuesto. Tuvo compañeras, pero sólo el tiempo que sus asumidas obligaciones se lo permitieron. Y
cultivó la amistad, pero siempre resguardando a sus amigos –los que habían crecido desde la
infancia con él y los que se habían ido sumando a su universo– de los peligros que –sabía– tenía su
actividad. Nunca, bajo ningún motivo, permitió que sus cuestiones de laboreos políticos y gremiales
trascendieran allende sus fueros íntimos, porque, sostenía «no quieran saber de mis asuntos, porque
cuanto menos sepan menos sufrirán por mí».
La gesta revolucionaria en Cuba acicateó la incipiente erupción política radical en todo el
continente, llegando al punto máximo cuando en 1962 Fidel Castro declaró que la revolución que
encabezaba era, básicamente, marxista – leninista. Ese mismo año para Gody fue doblemente
festivo, porque a la concreción práctica de sus ideas en un país de América Latina, se le sumaba un
hecho de implicancia personal pero de gran magnitud: el nacimiento de dos sobrinos; Sergio, hijo
de Amelia; y Juan Rubén, hijo de Juan.
Los jóvenes barbudos de la pequeña isla generaron con sus actos y sus declaraciones una
conmoción mundial tal, que, desde todos los rincones del globo se organizaron viajes para conocer
de cerca aquel movimiento social inédito en América Latina. En 1963, fue Gody quien, como
integrante de una delegación del Partido Comunista de Argentina, viajó a Cuba. Y de allí viajó a
Rusia.
Pero no todo resultó auspicioso para Gody en aquella década. En 1969, sufrió el primer golpe artero
que le dio la vida: su hermano Héctor falleció a raíz de un accidente de tránsito. Le costó mucho
reponerse de aquel golpe.
Cuando en 1969 estalló la crisis social denominada «Cordobazo», Gody ya estaba instalado en
Córdoba. Había llegado un año antes a la provincia, portando una misión partidaria: debía ocuparse
de ampliar la base del nuevo partido –fundado el 6 de enero de 1968– y colaborar en la formación
de cuadros político sindicales. Gody había solicitado su traslado a Córdoba con una convicción tan
fuerte, que a sus compañeros del Comité Central les resultó imposible negárselo.
–Quiero ir allá, porque la revolución en Argentina va a tener comienzo en Córdoba.
Y se fue, sin dinero y cargando por todo equipaje una pequeña valija donde había acomodado sus
pocas pertenencias. A los pocos días, formaba parte de la dirección restringida del PCR, junto a
Oscar Marioni y Bernardo Rabinovich, entre otros. Córdoba fue un mundo nuevo y maravilloso
para Gody, porque paralelamente a su rápida inserción política trabó de inmediato relación con el
sector más combativo del poderoso movimiento obrero que hacía bullir la capital mediterránea.
Tanta y tan rápida fue la comunión de metodología e intereses, que antes de finalizar el año Gody,
el Dr. Arroyo, un abogado de notable compromiso en las luchas obreras, y un puñado de cuadros
recientemente incorporados al PCR llevaron adelante el Primer Plenario de las Agrupaciones
Clasistas 1° de Mayo. Incluso, ante la imperiosa necesidad económica que lo perseguía, consiguió
que sus propios compañeros del PCR le autorizaran utilizar el dinero que recaudaba por la venta del
periódico «Nueva Hora» para sostener su vida. Para la primavera de 1968, cultivada su pasión y
energía revolucionaria por los acontecimientos de mayo en Francia, y las noticias que llegaban de la
resistencia de los jóvenes en las calles de Praga ante el avance de los tanques blindados de la Unión
Soviética, Gody ya había ingresado al corazón de las bases sindicales; y en ese universo construido
de luchas cotidianas había conocido a un joven operario fabril con un trabajo sindical de proyección
incipiente: René Rufino Salamanca. De la mutua admiración, la relación en pocos meses pasó a
convertirse en una gran amistad. Antes de que 1968 terminara, reunidos en una vieja casona de la
ciudad de Córdoba, René Salamanca tradujo esa unidad de criterios, conceptos y principios en la
decisión de afiliarse al PCR, él junto a varios de sus más inmediatos colaboradores.
Las luchas, primero de impacto focalizado en las plantas fabriles; luego extendidas en el despliegue
formidable de los Cuerpos de Delegados que debatían transversalmente las problemáticas comunes
a los obreros afiliados al SMATA cordobés; y finalmente en las calles en mayo de 1969, elevándose
a niveles inimaginables en un contexto de gobierno dictatorial fueron cimentando con argumentos
serios la tesis evocada por Gody para convencer a sus compañeros del comité de la Capital que
debía estar en Córdoba.
–Estos hechos saldan, de un modo más que provisional, la discusión sobre cuál es, radicalmente, la
clase que debe dirigir la lucha revolucionaria en el país –comentó entusiasmado Gody en una
reunión del partido realizada unos días después del 29 de mayo, día del «Cordobazo».
La discusión que Gody pretendía saldada, se daba no hacia el interior del PCR sino, de modo
fundamental, con los militantes del Partido Comunista «pro soviético». Y los acontecimientos
alguna razón le otorgaban, ya que la nueva corriente en el movimiento sindical, de masas y político
del SMATA de Córdoba, comenzaba a expresarse por el PCR. Este fortalecimiento de un sector
emergente y vigoroso erosionaba las fuerzas ya debilitadas por propias claudicaciones del grupo de
dirigentes sindicales cuyo máximo exponente era Elpidio Torres, un hombre que hasta esos años
habían mantenido vírgenes sus aspiraciones de convertirse, sino en el secretario general de la CGT,
en un miembro influyente de ella.
El Cordobazo significó una bisagra entre los años de resistencia semi clandestina y el inicio de la
lucha abierta. El régimen dictatorial que regenteaba el general Onganía obtenía el triunfo militar en
las calles, aplacando la protesta obrero estudiantil con el uso de la violencia que caracterizaba a su
gobierno; pero, para su despecho, perdía una enorme batalla política. La lucha del pueblo se
legitimaba desde sus orígenes más profundos y en el debate nacional aparecía un nuevo ingrediente:
la posibilidad de que algún grupo organizado volviera a alzarse en armas para repeler al gobierno de
ocupación. Tal cosa se ratificó, como una muestra del futuro inmediato, en la propia Córdoba: Ese
mismo año sería descubierto y desmantelado un campamento guerrillero que contaba incluso con un
pequeño hospital de campaña. También en Tucumán fue desbaratado un grupo guerrillero. En el
paraje conocido como Taco Ralo, un grupo de hombres de extracción peronista que se había alzado
en armas para iniciar un foco guerrillero con intenciones de replicarlo en todo el país, había sido
detenido. Para sorpresa de Gody, entre los detenidos por aquel incidente político había una joven
bolivarense: Amanda Peralta.
Gody observaba que sus pronósticos estaban camino a convertirse en realidad, sólo que la
«Revolución» parecía encontrar como punto geográfico de inicio varios lugares y no solamente
Córdoba. Aunque no todos los sucesos marchaban hacia la anhelada revolución.
Un mes después del Cordobazo, el 30 de junio de 1969, un comando asesinó al dirigente sindical
peronista Augusto Vandor. La maltratada historia oficial, con algunos connotados «progresistas» a
la cabeza, dijo entonces que este acontecimiento lamentable daba inicio a los crímenes políticos que
en la supresión física del adversario encontraba la superación favorable de las contradicciones.
Gody, entre sorprendido e indignado por la ignorancia con que se hablaba, comentó a sus amigos:
–Parece que nuestros intelectuales orgánicos olvidan la serie infinita de crímenes políticos que
puede rastrearse hacia atrás en nuestra historia; desde la masacre de los aborígenes en la campaña
del desierto; el asesinato de Facundo Quiroga; los fusilamientos de la Patagonia Trágica; los
fusilamientos de 1956 que dejaron decenas de muertos entre militares y civiles; la aplicación del
plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado) y sus secuelas de asesinatos «justificados» por la
razón de Estado; las ininterrumpidas matanzas de dirigentes obreros...
Gody tenía razón, pero la serie de acontecimientos violentos no se detuvo; por el contrario cada
episodio precipitó la aparición de uno nuevo, el que alcanzó cada vez mayor nivel de agresividad.
La aceleración de los tiempos violentamente políticos no hallaba dique en los intentos por
contenerlos del gobierno de Onganía. Alcanzó el clímax en la provincia de Buenos Aires, por medio
de una organización que hizo una presentación rutilante secuestrando, realizando juicio sumario, y
ejecutando al ex presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu: Montoneros. Esta nueva
organización se anunciaba compuesta por hombres filiados ideológicamente en el peronismo. Tras
este nuevo fenómeno, de enorme trascendencia incluso a nivel internacional por el desenlace, la
lucha se radicalizó vertiginosamente llegando a ocupar a todos los espacios sociales imaginables.
La gente se mostraba distinta, como saliendo por fin del letargo a que había sido arrojada. Se
hablaba de política en todos lados y se discutía, claro, acerca de la impronta violenta que había
alcanzado. Algo de ello había visto Gody tras su visita a la Habana, Cuba, en 1963. Algo de aquella
efervescencia que había observado en la isla pugnaba por emerger en distintos grupos políticos,
gremiales y sociales de Argentina a comienzos de los años setentas, y él formaba parte de esa
dramática emergencia que una vez acontecía como lucha por democratizar los cuerpos de
delegados, otra como ocupación de plantas y otras, más extendida, como explosión social: el
Cordobazo tuvo, en 1971, una réplica de menor intensidad pero de mucha participación. Se la
conoció con el nombre de «Viborazo», llamada así merced a una desgraciada expresión, desaguada
irreflexivamente por el faccioso gobernador cordobés Gómez Uriburu, quien había sugerido
«aplastar la víbora», en franca alusión de la clase obrera que mostraba fuertes signos de
organización, y combatividad en alza.
Para cuando se sucedieron esas luchas, Gody y René Salamanca ya ocupaban un lugar importante
dentro del movimiento político sindical cordobés; aunque todavía no habían sido individualizados
por el gobierno, la patronal, y fundamentalmente por Elpidio Torres. El primero encarcelaba y
asesinaba, el segundo despedía, y el tercero echaba mano a la patota de que disponía para zanjar
diferencias. Los tres se amparaban en la misma impunidad y abrevaban en la misma cobardía. A
despecho de estas amenazas, los dirigentes sindicales de los sectores combativos pateaban la calle
visitando a los obreros, casa por casa, auspiciando la creación de un movimiento de frente único
para recuperar el sindicato. Este accionar de base, casi subterráneo, les dio el triunfo –inesperado
para todos los actores inmersos en la cuestión, menos para ellos– en las elecciones de 1972. Gody
prefería una «línea de masas»; es decir ponía el eje del trabajo político – sindical en las masas. Se
negaba a utilizar la dirección del sindicato para buscar una declaración rutilante o como trampolín
para efectuar un frente con lo que consideraba «fuerzas burguesas y pequeño burguesas». Y mucho
menos para dotar de cobertura a la «guerrilla pequeño burguesa», tal como él la denominaba. La
construcción tenía que ser horizontal o no sería. Tenía que escuchar y transmitir la voz de los que
no la habían tenido, o resultaría una estructura desprovista de fuerza. Eso le proveyó del mote de
«reformista» por parte de no pocos sectores de la izquierda no «maoísta». Sin hacer caso, Gody,
René Salamanca y los demás dirigentes obreros clasistas mantuvieron firmes esos principios; y
adoptaron otros, como por ejemplo impedir el ingreso al sindicato a quienes no fueran obreros.
Querían abortar el «entrismo» de aquellos elementos que consideraban peligrosos porque si crecían
hacia el interior del sindicato podían incluso generar divisiones; o de no hacerlo podían pretender
llevar agua para otros molinos que no fuera el de los obreros.
–No somos reformistas, sino pacifistas repletos de convicciones democráticas, las que nos hacen
contestatarios de este orden que pretende inmovilizarnos. Tampoco somos guerrilleros, nos
inclinamos por la acción de masas, tomando las fábricas cuando sea necesario y defendiendo la
línea de la insurrección con el proletariado como centro de la escena –decía Gody a los obreros que
trataba a diario.
Y además de las palabras, hacían uso de los hechos; él, Salamanca y el resto de los dirigentes que
tenían cargos: continuaron percibiendo sus sueldos de obreros y además no faltaron jamás a la
producción, a la que acudían en forma rotativa durante determinados períodos del año y que
siempre empezaba René Salamanca. El Cuerpo de Delegados, expresión de máxima horizontalidad
y representación, discutía todo acontecimiento grande a nivel nacional. Por esa conducta es que
pudo desbaratar un golpe de mando que quiso dar el sector reaccionario del sindicalismo: en 1973,
aprovechando falazmente el auge que le imprimía al movimiento sindical peronista la presencia en
el firmamento nacional de un hombre honesto como Cámpora, una delegación del SMATA nacional
viajó a Córdoba para recuperar de facto el sindicato. Fue un desastre: los militantes cordobeses los
sacaron corriendo, no los dejaron siquiera entrar a las oficinas; hasta les pusieron ruedas para arriba
el automóvil en que habían llegado hasta la provincia mediterránea. Debieron regresar a Buenos
Aires en colectivos de línea. La pequeña fuerza de una corriente clasista se había convertido, por
razón de la misma lucha que daban, en una organización poderosa que ganaba el sindicato, producía
decenas de cuadros y, más importante aún, inculcaba en sus seguidores la necesidad de resistir
cualquier atropello, viniera de donde viniere. Esta situación resultó insoportable para la dirigencia
nacional; no sólo habían perdido en las urnas sino que, además, habían sido derrotados en el terreno
de la fuerza, donde creían que eran todavía más poderosos. Ambos traspiés no mellarían las
intenciones de los enriquecidos sindicalistas porteños: fueron por la intervención, para lo cual
contaron con la ayuda de la Justicia. Iniciaron una persecución sobre René Salamanca, haciendo
valer una orden de captura ilegítima pero legal, con lo cual lo obligaron a pasar a la clandestinidad.
La prisión habría significado acaso la muerte por «suicidio» para el dirigente cordobés y eso nadie
en el sindicato lo iba a permitir.
A fines del 73, Gody otra vez viajó a Bolívar. Aprovechó esta ocasión para asistir a una fiesta en el
restaurante Eugenio Grill, organizada por Bernardo Tabolaro con motivo de un nuevo aniversario
del egreso de la escuela secundaria. La fiesta siguió luego en una quinta propiedad de Omar
Iglesias. Allí alguien le recordó a Gody su pasado de muchacho de pocas pulgas.
–¿Te acordás cuando te agarraste a piñas con Dionisio Modroño, detrás del arco del Estadio
Municipal? Estuvieron como una hora trompada va trompada viene, y ninguno de los dos aflojó –le
dijeron.
Gody respondió que se acordaba de los golpes que se dieron pero no de los motivos que los habían
iniciado.
–Todavía me duele algún lugar del cuerpo –bromeó sin rencores, abriendo las puertas del pasado.
Pero cuando alguien quiso saber en qué andaba, cómo transcurría su vida actual, volvió a cerrarse.
Con discreta delicadeza cambió de tema definitivamente. Fue la última vez que pudo compartir
algunos momentos con aquellos compañeros, inolvidables, de la escuela secundaria. Los tiempos
que aguardaban a Gody no le dieron tregua.
A los 42 años, Gody se había convertido en todo un veterano de los viajes. Había estado ya dos
veces en China y también había conocido Cuba. Había pisado suelo de Chile, Francia, Italia, España
y el frío suelo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Su acercamiento al
proyecto de país que se orientaba sobre la base de las ideas de Mao Tse Tung había sido producto
de la decepción que Gody había experimentado por lo que entendía como desvío en el curso de los
acontecimientos en Cuba, y mucho más por la política interior y exterior de la URSS, a la que
adjetivaba sin más como antirrevolucionaria. En medio de ese último viaje, aprovechando una
escala en París, haciéndose un lugar para sus afectos más preciados, Gody había telefoneado a
Bolívar con la intención de felicitar a sus padres que, a la sazón, festejaban sus bodas de oro. Todos
en la casa paterna sabían del largo viaje internacional que hacía Gody. Y si bien no compartían en
toda dimensión su posición y apuesta política, cierto orgullo filial dejaban filtrar cada vez que
mencionaban su nombre.
En uno de eso viajes, Gody conoció a su tío revolucionario; y además pudo ver con sus ojos las
cicatrices, más de 14 heridas de metralla, que había dejado en él aquella gesta contra Franco. Su
padre se lo había contado cuando era chico y ahora podía ratificar aquellos dichos en la piel
lacerada de su tío. Antonio Álvarez, así se llamaba el hermano de su padre, se había salvado tres
veces del piquete de fusilamiento; se había escapado de la prisión donde habían pretendido
confinarlo y finalmente se había exiliado en Francia. Ese encuentro significó para Gody la plena
validación de las ideas y compromisos que había abrazado hasta entonces. Pasó unos días
inolvidables con su tío y luego partió a dar satisfacción a las obligaciones políticas que lo habían
llevado a Europa.
Su tío, luego de la visita de Gody habló con su mujer francesa Ivonne y le comunicó que regresaría
a España para ver una vez más a su Requejo natal, a su mujer y sus hijos primeros. Hizo el viaje,
pero no cumplió del todo su deseo: la española esgrimió sus razones de mujer abandonada y se negó
siquiera a recibirlo. Antonio regresó a Francia para morir en 1977, sin saber de la suerte que había
corrido su sobrino, a quien le retribuía admiración por su militancia de izquierda que compartía en
todos sus alcances. Y sin saber tampoco que Gody había tomado para sí el nombre de guerra
«Gordo Antonio» en su homenaje; en reivindicación de un sencillo español que había luchado
contra las huestes de Franco en la Guerra Civil Española.
1974 trajo algunas otras alternativas a la vida de Gody y su familia. Cuando regresó de su segundo
viaje a China, viajó a Bolívar para compartir unos días con quienes representaban sus afectos más
íntimos. Durante los días de descanso en Bolívar honró las deudas de cariño con su familia y con
sus amigos de la infancia que, por sus actividades, se habían acumulado ese último año. Habló de
sus viajes, de las comidas y costumbres que había compartido, del mundial de fútbol que había
tenido lugar en Alemania el año anterior y obvió manifestarse con relación a su militancia y sus
compañías femeninas. Su conducta no extrañó a nadie porque así había sido desde siempre. Cuando
creyó que ya era tiempo de retomar sus obligaciones, se despidió de todos y regresó a Córdoba. Al
día siguiente de su partida de Bolívar, dos oficiales de la Policía Federal llegaron a la ciudad.
Tenían como dato firme que Gody Álvarez, secretario general del PCR de Córdoba y uno de los
máximos dirigentes de esa agrupación en Argentina, había sido visto allí. Se presentaron en la
comisaría local y pidieron apoyo para realizar una visita a la casa paterna de Gody, donde
finalmente fueron. Allí los recibió don Miguel. Hizo pasar a los dos federales y el policía local
quedó de consigna en la puerta. Don Miguel se preguntó por qué curiosos motivos su hijo sufría
mayores persecuciones en tiempos de gobiernos democráticos que en tiempos de dictaduras. En
efecto, Gody había sufrido la primera y más fuerte persecución en 1954, cuando el gobierno era
constitucional y surgido de las urnas, y ahora, dos décadas después, con un nuevo gobierno elegido
por votos se sucedía esta nueva persecución que llegaba incluso a molestar a su familia. Luego de
meditar en ello, don Miguel se lo comentó a los oficiales.
–Mire, los responsables del accionar de su hijo son ustedes. Lo habrán criado mal –le contestó uno
de los policías, el gordo. El otro, flaco y alto, mientras tanto revisaba la casa.
–A mí me parece que son ustedes, con su política de persecuciones –dijo don Álvarez.
Pero ya el policía no lo escuchaba. Pedía que le dijera dónde estaban las armas. Y no había armas,
se las había llevado Gody en su cabeza: eran sus ideas; y eran esas armas las que los agentes de
seguridad, burdos remedos de Laurent & Hardy, consideraban verdaderamente peligrosas. «El
poder nace del fusil», había sentenciado Mao Tse Tung, pero del fusil cuando lo empuñan las masas
oprimidas y no cuando lo arrebatan grupos selectos y aislados. Eso lo tenían claro Gody y un sector
del PCR que había optado por la política y práctica revolucionaria de masas, escindiéndose de
quienes apostaban a los pequeños focos de guerrilla urbana como método para acceder al poder.
Pero los policías federales poco entendían de estas disquisiciones.
Estuvieron revolviendo la casa y discutiendo con don Miguel por más de una hora; en el transcurso
amenazaron con poner a Gody frente a un paredón de fusilamiento porque «es un mal elemento que
puede generar ejemplos».
Cuando se fueron, los policías se llevaron las únicas fotos que había de Gody. Y dejaron una
muestra de la grosera impunidad que reinaba.
El despliegue extraordinario de la violencia política impulsada por la Triple A bajo el amparo del
propio gobierno, se tradujo en centenares de asesinatos, miles de atentados, e incontables amenazas.
Esta novedad, es decir grupos parapoliciales organizados y financiados desde el propio Estado,
obligó a militantes de distintas extracciones políticas, y obviamente a quienes revistaban en las
organizaciones armadas, a pasar a la clandestinidad. Cabe decir que muchos ya habitaban esa
categoría desde hacía algunos años atrás, pero en 1974 alcanzó el mayor número hasta entonces.
Gody pasó a ser, definitivamente, El Gordo Antonio.
En 1975, nuevamente la tragedia acosó a Gody. Un cáncer de recto puso a su padre al borde de la
muerte. Don Miguel fue atendido en el hospital local y allí los médicos le realizaron la primera
intervención. La operación dio buenos resultados, pero seis meses después se manifestó una
metástasis en el cerebro, la cual requería de la mediación de un nivel de complejidad hospitalaria
mayor. Desde el Hospital de Bolívar fue trasladado a La Plata, donde le realizaron una nueva
intervención, pero sin mayores resultados positivos. La suerte de don Miguel estaba echada, de
modo que la familia decidió repatriarlo a Bolívar. Gody, que había permanecido junto a su padre en
La Plata, regresó con él a Bolívar y se quedó allí hasta que, un mes después, don Miguel falleció.
Fue en ese mes de estadía en Bolívar, que Gody por primera vez se abrió al diálogo sobre política.
Más de una vez dejó caer una frase profética:
–Estos que nos gobiernan son mediocres y sin más interés que la rapiña. Pero los que acechan en las
sombras de los cuarteles y detrás de los escritorios de las grandes corporaciones con intenciones de
suplantarlos, son infinitamente peores.
Su apreciación, lamentablemente, fue acertada.
Pasados los días de duelo Gody decidió regresar a Córdoba; allí la lucha seguía. Pero ahora con
nuevos objetivos, porque sobre el cielo institucional del país se cernían malos augurios. En el
convencimiento general de los militantes del PCR figuraba como máxima que había que
desenmascarar a los golpistas, aunque diferenciándose de aquellos que defendían el gobierno de
María Estela Martínez de Perón por mero interés económico. Y no era una tarea sencilla porque en
el marasmo de acciones y discursos muy pocos sabían quién era quién. En ese trajín, los viajes entre
Córdoba y Buenos Aires se hicieron más frecuentes, y los hechos más vertiginosos; todo lo hacía
Gody en pos de defender la institucionalidad, a la que consideraba imperfecta, desmadrada en todos
sus cauces, pero perfectible; susceptible de hacer ingresar al cauce madre que delineaba el ideario
del Partido. Frente a un gobierno constitucional, aunque de democracia mantuviera poco más que
las formas, se podían plantear discusiones; con una dictadura todo era más difícil. El día 23 de
marzo, un día antes del golpe, el periódico Nueva Hora, órgano oficial del PCR, publicó en la
portada a título con letras catástrofe una proclama antigolpista: «junto al pueblo peronista y
patriotas argentinos para defender al gobierno». En ese espíritu abrevaba Gody, pero con su
entrega y la de una minoría nacional como él no alcanzó; el reflujo de masas era un dato
incontrastable, hasta parecía que la sociedad consentía la interrupción del gobierno constitucional.
Unas horas después, la impresión intelectual dio paso a la realidad concreta: pocos fueron los
hombres y mujeres que atinaron a esbozar una defensa del gobierno. El silencio social fue la nota
más importante.
Con el golpe consumado la situación se tornó muy delicada; los vaticinios que se habían hecho
sobre los métodos de dominación que aplicarían los golpistas quedaron opacados frente a los
tremendos hechos que se narraban ya desde las primeras horas del gobierno de facto. Ante las malas
nuevas, la estrategia debía ser harto cuidadosa porque frente al error no se perdía una fase de la
lucha, se perdía la vida. Para entonces todos estaban en una situación de máxima precariedad:
varios compañeros de Gody habían sido secuestrados, otros asesinados; la inflación erosionaba las
arcas del partido; y varios de los refugios provisorios que el PCR tenía habían sido allanados por el
Ejército, con lo cual quedaban inutilizables.
El 24 de abril de 1976, Gody llamó por teléfono desde Buenos Aires para avisarle a su familia en
Bolívar que la dirección nacional del PCR le había sugerido que realizara un viaje. No explicó cuál
sería su destino, pero para la familia estaba claro que tenía que ver con los gravísimos
acontecimientos que se sucedían a su alrededor: Ya era público que el dirigente gremial cordobés y
miembro del Comité Central del PCR, René Salamanca, amigo personal de Gody, estaba
desaparecido desde la misma noche del 24 de marzo, y a pesar de la red de contactos que tenía
establecidos el Partido nada habían podido averiguar sobre él. Y no era el único compañero que
había sido secuestrado y del que no se tenía ninguna información; decenas de militantes estaban en
las mismas nebulosas condiciones, lo cual hablaba de una metodología aplicada con precisión por
parte de las fuerzas represoras que estaban al frente del gobierno. Los compañeros del partido creían
que, en breve, la etapa siguiente en esa metodicidad sería el secuestro del propio Gody.
En esa comunicación telefónica Gody les confesó a sus hermanos que quería ver a su madre, pero
deseaba hacerlo por sorpresa. Por eso les pidió que no le avisaran de su llegada a doña Consuelo;
además, les dijo, tenía que concurrir a un par de reuniones más en el Partido para terminar algunos
detalles de organización y no sabía cuándo y de qué manera podría llegar a Bolívar.
–De todos modos, no se preocupen. Ni bien haya concluido estos encuentros me hago una corrida
hasta allá –les dijo.
El 26 de abril, El Gordo Antonio estaba descansando, solo, en el departamento de Miguel Ángel
Míguenz, un compañero y amigo, a quien todos conocían por el apodo de «Churumbele». La
amistad entre ambos había nacido al calor de la militancia en el PCR, a tal punto que alguna vez
habían viajado juntos a Bolívar, parando los dos en la casa de Miguel y Consuelo; y varias veces,
devolviendo la visita, el Gordo Antonio había parado en el departamento que Churumbele tenía en
Buenos Aires. Esta era una de esas veces.
A las 4 de la tarde sonó el portero eléctrico en el quinto «D» del edificio de la calle Soldado de la
Independencia 668. Gody, creyendo que era alguien del Partido que venía con algún mensaje,
atendió. La situación de clandestinidad exigía estar atento a cualquier hecho raro, por insignificante
que pareciese. Una voz metálica preguntó por Churumbele y adujo que debía entregarle un recado
que le enviaba un amigo. No era una situación normal, aunque desde hacía varios meses nada era
normal; y como Gody estaba haciendo uso de la hospitalidad que le brindaba su amigo, activó el
mecanismo que abría la puerta de calle. Abajo, rodeando a la persona que se había presentado,
había una veintena de hombres armados y de civil. Algunos vehículos con los motores en marcha se
habían colocado en distintos puntos de la cuadra. Mientras un grupo de hombres subía hasta el
quinto piso, el resto se dispersaba en las inmediaciones. En el departamento, «El Gordo Antonio»
ignoraba el despliegue. Instantes después, unos golpes en la puerta del departamento le advertían
que el visitante ya estaba allí. Abrió. Inmediatamente descubrió que era una celada. Varios hombres
se le tiraron encima y lo golpearon con inusitada saña en el cuerpo, en las piernas, en la cabeza.
Cuando consiguieron dominarlo le colocaron esposas y sin darle explicaciones lo sacaron a
empujones del departamento; camino al ascensor. Los visitantes no habían dicho una palabra desde
que irrumpieran en el departamento, toda la acción se había desenvuelto sobre la base de gestos y
señas, como si los actuantes repasaran una rutina que, de tanto ser ensayada, se había
perfeccionado. Nadie tocó ningún objeto, no buscaron ni documentación ni armas; incluso uno de
los hombres antes de cerrar la puerta al retirarse reingresó al departamento para acomodar unos
papeles que habían caído al piso en medio del forcejeo. El departamento quedó intacto, salvo por la
ausencia del único morador de ese día.
–¡Yo no soy Churumbele! –gritó Gody en medio de los brazos que lo empujaban.
Nadie le prestó atención. Volvió a gritar que no era Churumbele, convencido que lo estaban
llevando merced a una mera confusión. Gody creyó que el «grupo de tareas» había llegado al
edificio en busca de «Churumbele» y no por él. Por eso gritó varias veces el seudónimo del hombre
que le había permitido habitar en su casa por unos días. Pero no había ningún error; los violentos
visitantes buscaban al dirigente del PCR que ayudara a organizar e hiciera despegar con gran
ímpetu al partido en Córdoba; buscaban al militante que había colaborado en la recuperación para
los obreros de SMATA, quitándoselo de las manos a la burocracia sindical cordobesa; buscaban al
hombre que había demostrado que podía hacerse política de un modo horizontal y verdaderamente
democrático; lo buscaban a él. Y a él habían llegado, sin dudas, producto de una venalidad que si
bien es posible inferir, es imposible de indicar con nombres y apellidos.
Cuando la puerta del ascensor se abrió en la planta baja, Gody observó que el despliegue
parapolicial era extenso: una veintena de hombres y varios vehículos; uno de ellos, un Torino, se
acercó desde la esquina y frenó haciendo chirriar las gomas. Hugo Maiuto, propietario de una
relojería ubicada en la vecindad y amigo de Gody, observó el final del operativo sin poder
intervenir, aunque pudo escuchar que repetía «Yo no soy Churumbele». Luego vio que le colocaron
una capucha, lo arrojaron sobre el asiento trasero del vehículo y que dos de los integrantes de la
patota se sentaron sobre él. Lo último que Maiuto vio fue que la comitiva parapolicial partió a toda
velocidad.
El grupo de tareas que secuestró a Gody llegó con él hasta el edificio de Coordinación Federal de la
Policía Federal Argentina. Ni bien fue ingresado al edificio fue despojado de la totalidad de su ropa
y llevado hasta el quinto piso, al sector de los cubículos acondicionados específicamente para
retener en cautiverio y de modo clandestino a las víctimas de los secuestros. Allí estuvo hasta la
hora de las «sesiones» de tortura a la que eran expuestos, sistemáticamente, todos los capturados.
Los cinco días que siguieron a su captura fueron nefastos para Gody; fue sometido a vejámenes
físicos inenarrables, estando a la vez consciente de haber sido condenado a muerte desde el mismo
momento en que los hombres armados irrumpieran en el departamento. Esa convicción fortaleció su
negativa a prestar «colaboración». Porque no brindó, aún en los momentos más críticos de la
tortura, ninguna información que otorgara satisfacción a sus verdugos; prueba irrefutable de ello es
que ninguno de sus compañeros de militancia debió sufrir persecución alguna. Más aún, era tanta la
confianza que los compañeros del Partido y del sindicato tenían en el Gordo Antonio, que
rompieron la primera regla de la militancia clandestina: la que indica que cuando alguien cae, el
resto se muda de domicilio. Nadie se mudó, porque sabían que el Gordo Antonio no brindaría
información. Ni siquiera Miguel Ángel Míguenz, «Churumbele», se mudó.
Al quinto día de «sesiones», y ante la ineficacia del «tratamiento» alguien, acaso un oficial del
Ejército a cargo del Centro Clandestino de Detención, decidió que ya era suficiente, que no
invertirían más tiempo inútilmente y sugirió el exterminio. Dejó a elección de sus subordinados el
método a utilizar para lograrlo.
Gody, debilitado casi hasta la inconsciencia por las torturas, no pudo advertir que un integrante del
GT que lo tenía en cautiverio tomó una barra de hierro y que la blandió sobre su cabeza. El golpe le
dio de lleno. No pudo saber que intentaron vestirlo con las mismas ropas que llevaba al momento
del secuestro y que luego decidieron arrojarlo en un descampado de la zona, o eventualmente en un
río cercano. En el curso de esa tarea, alguien con la jerarquía suficiente para detener la dinámica
bestial de los hechos, notó que Gody tenía un ancla tatuada en el brazo izquierdo. Ordenó que le
quitaran las ropas que habían alcanzado a ponerle y exigió que mediante cualquier método borrasen
el tatuaje con la intención de hacer más difícil el reconocimiento posterior. Incluso sugirió que
podrían probar arrojándolo al fuego que estaba encendido en el patio, quemando la primera
hojarasca de otoño. Lo cargaron entre varios y lo llevaron hasta el patio para completar el circuito
inquisidor con el último ritual. Lo expusieron al fuego por varios minutos, y cuando lo retiraron
vieron que el ancla permanecía indeleble bajo la piel del brazo izquierdo de Gody. El fuego había
lastimado el 75 por ciento del cuerpo, lacerando los miembros inferiores y el tórax, pero no había
tocado ni los brazos ni el rostro. Para terminar con los errores, el hombre a cargo decidió frotar el
lugar donde estaba el tatuaje con un líquido de base química. El ácido quemó la piel y desdibujó el
tatuaje. Acabada la macabra tarea lo vistieron y lo subieron al mismo automóvil que lo había traído
cinco días antes.
Era 1° de mayo y muy poca gente circulaba por las aterradas calles de Buenos Aires. El Torino que
trasladaba a Gody se dirigió hacia el río Reconquista, en el segmento que pertenece al barrio «Los
Pingüinos», en Merlo. Ninguno de los integrantes de la patota percibió que Gody respiraba. Estaba
vivo aun después de los indecibles tormentos padecidos. Estaba vivo cuando lo bajaron del
automóvil. Y estaba vivo cuando lo arrojaron a las sucias y frías aguas del río. Allí, finalmente, la
muerte se cobró su vida mediante la asfixia por inmersión.
EPÍLOGO
La Navidad de 1983 llegó cargada de esperanzas para Consuelo Álvarez. Estaba segura que su hijo
Gody, a quien no veía desde la navidad de 1975, regresaría de ese «largo y misterioso viaje» a que
se había visto obligado. Las fiestas de navidad habían constituido siempre la ocasión para que la
familia a pleno se reuniera en Bolívar. Ya habían quedado en el recuerdo los viajes de sus otros
hijos a Buenos Aires para asentar en el juzgado del Dr. Rivarola dos hábeas corpus en favor de
Gody, el primero en 1976 y el segundo un año después. En ese mismo viaje habían aprovechado
para entrevistarse con autoridades de la Embajada de los Estados Unidos. También habían viajado
para denunciar la desaparición de Gody ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
1979, denuncia que quedó registrada con el número 5015. Tanto Amelia, como Dora o Rubén o
Juan Carlos, le habían dicho a doña Consuelo que Gody en estos años había elegido no comunicarse
por ningún medio con la familia para mantenerse a resguardo de los asesinos amparados por el
Estado terrorista, y también para mantenerlos a ellos mismos fuera de la mira de los peligrosos
hombres de uniforme y sin él; y que debido a ello había interrumpido el rito del regreso cada
Navidad, por seguridad. Doña Consuelo había necesitado creer aquel relato; había necesitado a su
hijo varón más chico en un lugar seguro; había necesitado sobrevivir ella misma a la dictadura para
disfrutar de la extraordinaria magia del reencuentro. Por eso la tarde del 24 de diciembre sacó su
silla preferida a la vereda. Quería ver a Gody antes que nadie, avanzando a paso seguro, como
siempre que venía. Quería ser la primera en abrazarlo, en besarlo. Quería desempolvar las enormes
capas de cariño que se habían acumulado sobre su corazón durante los años transcurridos desde que
se vieran por última vez. Por eso gastó las horas de la tarde hilvanando deseos; postergando la risa
para liberarla junto a la de Gody; despreocupándose de los rostros sin alegría de los hijos que
estaban con ella, a los que creyó un tanto celosos del entusiasmo que ella sentía por el regreso de
Gody. Y la noche la encontró sentada, aguardando.
Pero Gody no llegaría, no podría llegar.
Entonces doña Consuelo, en la profundidad de su alma, supo que Gody no llegaría jamás.
Había aguardado cada Navidad de los últimos años en vano; esta Navidad debió haber sido
diferente. La dictadura que había impedido el reencuentro entre ella y su hijo había dejado lugar,
desde el 10 de diciembre pasado, a la democracia. Aún así su hijo no había aparecido, lo cual no
podía ser sino la manifestación horrenda de una certeza que no podía siquiera pronunciar.
Consuelo García de Álvarez, desbaratada por la tristeza, falleció ese día.
–GRISELDA ESTER BETELU–
7 / 9 / 1947 – 9 / 3 / 1977
Cuando trabajamos la historia de vida de Raúl Alonso (la investigación, en su totalidad, nos impuso
invertir tiempo entre 1999 y 2005), nos entrevistamos con personas que habían mantenido contacto
con él hasta el 8 de febrero de 1977, un día antes de la jornada en que fue secuestrado. Algunos de
los entrevistados señalaron que una de las mujeres que estaban con él en el departamento de los
monoblocks de Villa Elisa se llamaba Griselda Betelú –así, con acento–, y que estaba embarazada
de tres meses. Chequeamos esos datos y nos encontramos con documentación oficial que ratificaba
al menos parte de los mismos: había una denuncia realizada pidiendo por Griselda, y sindicando el
lugar (el mismo de Raúl) de su desaparición. El inmueble mismo en que se había realizado el
«operativo» que terminó con el secuestro de ambos estaba a nombre de Griselda. Como en su
momento no pudimos avanzar más allá de esos pocos datos, dimos cuenta de ella mediante el
recurso de la nota al pie en la página 77 de la primera edición. Y, como nuestro objetivo era Raúl,
allí dejamos la cuestión.
Por suerte para la memoria, nuestros vecinos olavarrienses, reconociendo y asumiendo como
coterránea suya a Griselda, mediante una publicación también en formato libro, nos permiten
rehabilitarnos de aquella falta, para establecer un nuevo peldaño en esta infinita escalera que es la
recuperación de esta parte de nuestro pasado que tanto nos hiere todavía. Y no nos embriaga ningún
ánimo localista, ni tenemos pretensión de disputar a los amigos y vecinos la filiación geográfica de
Griselda. Queremos en todo caso saber más de ella para poder compartirla, para no olvidarla, para
no omitirla, puesto que al fin y al cabo todos los desaparecidos nos duelen y nos pesan en igual
medida.
Griselda nació en Bolívar el 7 de septiembre de 1947. Sus padres, Ilda Margot Sannutto, y Angel
Betelu ya habían experimentado la maravilla de la paternidad puesto que antes habían nacido, en
Trenque Lauquen, Ángel, e Ilda; después de Griselda llegaría a la familia el último vástago, y sería
llamada Emilse. Las dos niñas, nacerían con 8 años de diferencia entre ellas, en San Carlos de
Bolívar.
Ángel entonces se desempeñaba como gerente de la casa «Blanco y Negro», tradicional y
desaparecida tienda que tenía sede en la esquina de Avenida San Martín y Alvear (donde hoy se
erige la sede local del Banco de Galicia), y el domicilio de la familia estaba ubicado en Balcarce 50,
el que un par de años después cambiaría a San Martín entre Olavarría y Viamonte. En la esquina de
Olavarría con San Martín, funcionaba entonces la tintorería Marmouget, y ese negocio para la
pequeña Griselda resultaba muy atractivo puesto que los adultos que laboraban allí le festejaban sus
gracias, de modo que pasaba mucho tiempo jugando con ellos. Y dada la diferencia de edad entre
Griselda y sus hermanos, además de ser la niña mimada de la casa pasó a ser el objeto de los mimos
del grupo de amigos de los mayores. Tiempo después, y merced a la adjudicación de un crédito
hipotecario en favor de Ángel, se mudarían a casa propia en la avenida General paz 535, último
domicilio de la familia en Bolívar. Allí nacería la última integrante de la familia: Emilse.
Los Betelu Sannutto reunía las características de lo que podría considerarse una familia modelo, con
padres muy dedicados a sus hijos, e hijos respondiendo con inmensa ternura. El ambiente que se
vivía estaba impregnado por un amor al conocimiento y una marcada preferencia por los aspectos
culturales de la vida.
La lectura era un ingrediente para el crecimiento de la familia, tan importante como cualquiera de
los componentes diarios de la mesa, y con esa base la pequeña Griselda se sumó a los niños que en
1953 iniciarían su camino escolarizado. La escuela Nro. 1 le brindó generosa acogida.
Como su hermana Ilda comenzó a jugar al básquet en los planteles femeninos del Club Empleados
de Comercio, Griselda acompañándola en condición de «hincha», encontró la oportunidad para
iniciarse a su vez en el deporte. No fue en el baloncesto donde adecuó sus intereses, sino en el patín
artístico que tenía su propio espacio también en el gimnasio Albirrojo. En esos trances fue tejiendo
sus primeras amistades, y obviamente transitó los mismos lugares que el resto de los chicos de su
edad, como los bailes infantiles que tenían epicentro en el «Arballo Bar», ubicado en el local que
estaba enclavado en la planta alta del cine Avenida; o formando parte de las innumerables «vueltas
del perro» que por entonces culminaban en la pizzería «La Expres» de Maronta y Ballestero.
No obstante, y acaso por la consolidada unión de la familia, lo que más apreciaba Griselda era
acompañar a su padre en las «volanteadas» que éste realizaba en la zona rural, promocionando
artículos y precios de la empresa en que trabajaba. En efecto, periódicamente don Ángel tomaba el
automóvil y salía a recorrer la zona munido de volantes publicitarios de casa Blanco y Negro que
dejaba colgados de las tranqueras. Ilda y Griselda eran las más entusiastas colaboradoras puesto que
encontraban en estos breves viajes cierto aire a excursión y aventura que por nada del mundo
perdían. En esos viajes se labró con impronta indeleble una relación entre los Betelu y los Unzué
que vivían en Ibarra. Aún hoy, Ilda Betelu y Alicia Unzué, niñas por entonces, la mantienen
vigente.
La inexorable jubilación, encontró a Ángel Betelu entretenido en nuevos proyectos. Su hijo mayor
había partido a estudiar ingeniería minera a la provincia de Catamarca, en tanto que la mayor de las
mujeres destinaba sus estudios al magisterio. Todo parecía encaminado para la familia de este
hombre que, socialista en el plano de las ideas, deploraba de la dictadura que había derrocado a un
gobierno que elegido por el voto popular, sin embargo, a él no le había generado confianza nunca.
Esta forma de ver al peronismo que tenía Betelu, generaría más de un intercambio verbal entre él y
Griselda, pocos años después.
De momento, y materializándose en pasado su participación en la tienda Blanco y Negro, debía
encaminar sus nuevas ideas al plano de la práctica, y eso, creía Ángel, podía hacerlo en Olavarría.
La ciudad cementera, a finales de los años 50 mostraba un esplendor laboral que hoy extraña.
Fuentes de trabajo y oportunidades se abrían por doquier, y esa circunstancia atraía a
emprendedores de toda la zona. Bolívar, claro, incluida. Luego de charlas, estimaciones y cabildeos
lógicos, la familia emigró. Don Ángel prometió que sería la última de las migraciones, que
Olavarría sería el lugar definitivo que estaban buscando. La familia le creyó.
Así, en la ciudad vecina, próspera y por eso mismo prometedora, Angel emprendió un negocio
como mayorista de productos lácteos.
Por su parte, Griselda se abocó a buscar su propio lugar en la escuela, y para eso hubo de poner a
toda la familia en pos de encontrar una que se correspondiera con las características que había
disfrutado en la escuela número 1 de Bolívar. Después de bien buscar, halló ese sitio en la escuela
número 17.
Muchas de las cuestiones que el interés de Griselda cultivara en Bolívar, seguirían vigentes en su
nueva vida, por ejemplo y fundamentalmente, aquellas relacionadas con el deporte. Se entregó a su
práctica y al mismo tiempo, evocando aquellas primeras incursiones en el Club Empleados de
Bolívar, se unió al grupo de chicos y chicas que oficiaban de hinchas del equipo de mayores. En ese
trance Griselda apareció fotografiada en el Diario «El Popular», como mascota, y no por casualidad.
El fotógrafo encontró en su rostro la belleza que un lustro después, ya adolescente, impactaría,
alzándose con cuanto certamen de belleza en que se presentare, y cosechando suspiros y propuestas
de noviazgo por parte de los chicos.
Los años de primaria que le quedaban por delante a Griselda, pasaron rápidamente. La joven
consolidó en ellos su conducta reconcentrada y estudiosa, e ingresó al nivel secundario con gran
entusiasmo. La escuela Normal «Estrada» le abriría sus puertas y dentro Griselda pasaría años muy
buenos, de notable producción en lo educativo, y muy provechoso en lo social: allí se haría amiga
de María Irene Blanco, una chica tan inteligente como lo era ella, pero con una forma de ser más
abierta, y acaso por esa diferencia notable, un complemento eficaz para superar las vicisitudes de la
adolescencia que irrumpía en la vida de Griselda. También, claro, trabó amistad con otras chicas:
Ana Rosa Sarlinga, Idere Milano, Mercedes Núñez, Mirta Pepe, Ana Striebeck, Marta Arfuch,
Rosita Manetti, Mirta Spina… chicas que, si bien no iban todas al mismo curso que Griselda,
compartían las mismas cosas. La heterogeneidad etárea se equilibraba con una homogeneidad de
afectos y elecciones.
Las Olimpiadas Nacionales concitaban gran interés entre chicos y adolescentes. Griselda, tan afecta
a los deportes, no escapaba a esa situación, más bien se constituía en una entusiasta participante, de
modo que cuando el profesor Herrera, del club Estudiantes, le propuso formar parte de la
delegación olavarriense que viajaría a competir en el club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, no
lo dudó: había participado en juegos de pelota al cesto, básquet, incluso en pedestrismo y en esta
hora le llegaba el turno a la gimnasia deportiva. La experiencia fue muy positiva, el equipo del club
desarrolló una muy buena faena lo que le valió no solo el reconocimiento de la gente del propio
Club Estudiantes, sino incluso de la sociedad dado que fue muy bien reflejado en los medios de
comunicación. Esas circunstancias fueron ampliando los ámbitos de incursión de Griselda; así, de
ser una partícipe activa en los distintos deportes, pasó, además, a colaborar con los campamentos de
verano para niños que la institución desarrollaba cada temporada. Más de un año integró el
contingente que se trasladaba a la costa atlántica, en calidad de ayudante, y ejerció entre otras
labores la de instructora de natación para los más chiquitos.
Al mismo tiempo, y por la dinámica familiar, fue encontrando la posibilidad de trabar ese tipo de
relaciones de acompañamiento de los más chiquitos en su propia casa, gracias a la presencia de su
hermana Emilse, 8 años menor; quien encontraba en Griselda un modelo a seguir… y también una
oportunidad para imponerle algunos caprichos de niña. Griselda se los atendía hasta que la pequeña
trasponía todos los límites que la paciencia adolescente le permitían, entonces Emilse corría hasta la
casa de una vecina, y allí se quedaba hasta que a su hermana se le agotara la bronca.
Al mismo tiempo que fortalecía sus dotes deportivas, la belleza se acentuaba en ella. A tal punto
que sus amigas la incitaron a que participara en el certamen del día de la primavera, como aspirante
a reina de los estudiantes. Superando no sin algunas resistencias su propensión a mantenerse en un
segundo plano, aceptó. Que, al momento en que el jurado la eligiera como reina resultara un trámite
sencillo, no cambió en absoluto su vida y sus relaciones. Se mantuvo aplicada en el estudio,
llegando a ser abanderada; y también comprometida con el deporte. Solo mermó un tanto este
último fervor cuando en quinto año la invitaron a formar parte del elenco de estudiantes que pondría
en escena la célebre obra de Alejandro Casona «Los árboles mueren de pie». Debut y despedida de
la actuación, que enfrentó porque el fin último que perseguía ese acontecimiento no era artístico: los
chicos, al igual que otros de distintos colegios del país, encontraban en el teatro producido por ellos
una buena estrategia para recaudar dinero con el cual solventar parte del viaje de egresados a
Bariloche.
Tras el ansiado viaje, los meses que siguieron desembocaron en el futuro inmediato posterior al año
lectivo. Tras fin de año esperaba una nueva vida, que contenía aspectos que generaban cierto grado
de ansiedad y al mismo tiempo esperanza: la vida universitaria. Obviamente no desdeñaba el título
habilitante que por entonces expedía la Escuela Normal –docente de escuela primaria–, aunque
prefería sumarle estudios superiores. La carrera de Psicología, en La Plata, le atraía sobremanera.
Habló con su íntima amiga, María Irene y casi de inmediato coincidieron en seguir hacia arriba la
escalera pedagógica «es una imposición de los tiempos el que nos formemos cada vez mejor»,
soltaron como en broma, pero ambas sabían cabalmente que si bien esa frase podía aplicarse a todo
joven en cualquier época, la que transitaban a mediados de los años sesentas lo exigía en grado
mayor. María Irene, fiel a su forma de pensar, sostuvo que aguardarían un año una vez terminado el
secundario. Quería trabajar como docente para juntar dinero con el cual morigerar la inversión que
debía hacer su familia una vez ella en La Plata. Así lo hizo. Al cabo, ambas se encontraron
iniciando el sueño de la carrera universitaria, conviviendo en una pensión de calle 51 entre 4 y 5, en
La Plata.
–Feita, ¿no? –dijo Griselda, con tono distraído.
–E incómoda –Agregó María Irene
Hablaban, al segundo día de haberse instalado en una pequeña habitación del primer piso, de la
pensión.
–Los gatos viven más cómodos que nosotras –soltó María Irene, con fastidio.
Y no mentía. De cuartos pequeños en un primer piso, con un baño de paredes descascaradas en la
planta baja, y sin un sitio para estudiar, la pensión remedaba antes que eso un fondín de paso en los
suburbios de cualquier puerto pobre. Sostuvieron su vida allí el tiempo necesario para acomodar sus
cosas en otra pensión.
Entretanto, la vida de estudiantes comenzaba a consumirles el día, y los intereses derivados de cada
carrera entretenía de modo distinto a las amigas. Una en Psicología, la otra en Ciencias de la
Educación, coincidían en los tiempos libres y en la lectura de Lin Yu Tang. Una tía de María Irene
le había regalado «Una hoja en la tormenta», y lo leían las amigas alternadamente. María Irene
contaba con la pingüe ventaja de saber hasta dónde había paseado sus ojos Griselda. La señal era
clara: Griselda leía y fumaba al mismo tiempo. Si tenía que dejar el libro por un instante, colocaba
el cigarrillo a modo de señalador. Reiteradamente se dormía y el cigarrillo se consumía
chamuscando en su rutina el libro.
Tanto impulso tomaron las chicas para irse de la pensión, que contagiaron a otras compañeras, dos
chicas de Bragado: Marianela Fernández y Virginia Bernardi. El padre de la primera estaba
cerrando la adquisición de un departamento, de modo que la solución llegó para las cuatro cuando
los Fernández tuvieron a su disposición el inmueble. Para colmo de bienes, estaba ubicado en calle
50 entre 2 y 3, más cerca de la facultad; y si bien no era lujoso, comparado con el ingrato lugar que
dejaban, este era un hotel 5 estrellas.
No obstante los cambios para mejor, la conducta de Griselda seguía igual: retraída, poco afecta a
iniciar una conversación, como despreocupada de la vida social, aunque no se negaba al trato si las
compañeras se lo proponían. Así, cuando las chicas concurrían a una marcha, ella optaba por
quedarse en casa, leyendo, acercándose todo lo posible al estudio de los nuevos temas, que por
cierto no le resultaban tan fáciles de recorrer como lo habían sido los temas de la secundaria. María
Irene, cada vez que regresaba de alguna marcha a casa del decano de turno en esos fines de década
sesentista, le contaba las alternativas y le abundaba en razones para insistir con los reclamos, que
ora iban por la eliminación del cannon a pagar para rendir un final por segunda vez, y ora para
ampliar las fechas de examen… todos temas muy importantes también para Griselda, que la
escuchaba con atención pero prefería seguir quedándose en casa. Fuera de esta diferencia, la
relación entre ambas se mantenía firme. Tanto que más de una vez Griselda «estrenó» ropa que
María Irene había comprado o recibido como regalo. María Irene se daba cuenta cuando la veía
aparecer a su mejor amiga con el sweter o la remera que le habían regalado días atrás. Mas, nunca
esa situación devino en enojo o recriminación. Griselda era así y su amiga así la quería.
Cierto día en que al departamento llegó de visita un grupo de estudiantes cordobeses, Griselda
quedó flechada por uno de ellos, Carlos. Él, habiendo pasado por una sensación recíproca no tardó
nada en hacérselo saber. El era jovial y extrovertido, además de contar con el concurso de la
belleza. Griselda también muy bella, era su contracara en cuanto a forma de ser. La relación se
mantuvo por el tiempo que suelen durar este tipo de amores sin otro fundamento que la belleza
física. Ese hecho, más algunas otras cuestiones menores que no compartía con la dueña de casa,
hizo que Griselda pensara en mudarse, una vez más.
1970 encontró a la joven estudiante de psicología viviendo en otro lugar. Y en compañía de una
amiga, a la que había conocido el año anterior en el departamento de Marianela Fernández, una
estudiante de Historia y de Filosofía: Susana Marcos.
Esta separación espacial no se tradujo en corte de relaciones entre Griselda y María Irene, por el
contrario, ese verano de comienzo de nueva década lo pasaron viéndose en Olavarría, de
vacaciones; y al regreso se visitaron en La Plata. En las vacaciones de invierno de ese 1970, Dardo
Blanco, el hermano de María Irene, de apenas 20 años de edad, sufrió un horrible accidente
automovilístico en Olavarría y la joven estudiante regresó de inmediato para estar junto a él. Pasó
junto a su hermano un año y 45 días, el tiempo exacto que el desafortunado Dardo permaneció en
coma, hasta que fue doblegado por la muerte.
El artero golpe a toda la familia, impactó de modo múltiple a María Irene. No solo había perdido
más de un año de estudios, lo cual comparado con la descomunal pérdida que significara la partida
rápida de su hermano era una nimiedad; sino que ya no podría retomarlos porque elegiría
permanecer junto a sus padres, tan dolidos como ella. Y si bien la unidad de los que quedan no evita
el dolor por el que falta, el hecho de estar juntos aligeró la negra y pesada carga.
Los avances en la carrera de Psicología, para Griselda, fueron correspondiéndose con los avances en
una toma de conciencia política que jamás había experimentado antes. Las razones de esta última
situación eran muchas: el contexto nacional, en el que había hecho irrupción un grupo de jóvenes
que se autodenominaban Montoneros y se encolumnaban detrás del viejo líder en el exilio Juan
Domingo Perón; su ámbito inmediato, es decir la compañía y amistad con Susana Marcos, con
quien disfrutaba de ir a Florencio Varela a alfabetizar adultos en los barrios postergados; los nuevos
amigos que habían prosperado en aquella morada de 64 y 21. No obstante este cambio interno,
exteriormente no cambiaba mucho, seguía siendo introvertida y con cierto aire retraído, lo cual no
pocas pullas le acarreaba en esos tiempos de audacia y extroversión.
Un día en que la lluvia se obstinaba en caer a baldes, Griselda llegó mojada hasta el tuétano y muy
enojada. Pasó rápidamente por el salón donde Susana estudiaba con unos compañeros y se dirigió a
su habitación. Al cabo de unos minutos salió con ropa seca, pero con rostro adusto. Sus amigos le
preguntaron qué le sucedía, entonces les contó en pocas palabras que se había ofendido con un
señor que la trajera en auto hasta la casa. Resultó que varada en 7 y 50 por la violencia de la lluvia
observó que un señor le hacía señas desde un auto. Griselda pensó que era un buen samaritano que
quería aliviarle la espera o la mojadura, entonces subió al auto. El señor, por su parte, pensó que
estaba logrando un «levante» fácil, de modo que inició la marcha hacia la dirección que le indicó
Griselda, y al mismo tiempo comenzó a avanzarla. Enojada ante la situación, le exigió que se
detuviera y siguió a pie. Por eso la empapadura y el enojo. Sus amigos, entre risas, abrían las
ventanas y miraban hacia el cielo… querían ver de qué plato volador había descendido aquella
hermosa mujer provista de tan tierna ingenuidad.
Todo era perdonable en ella, fuera insignificante o no. Por eso nunca generaba animadversión, más
bien la sancionaban con un… «y, bueno, así es Gris».
Los sábados era día de limpieza, entonces un batallón de chicos y chicas abordaban aquí y allá los
lugares de la casa para dejarlos relucientes. Uno de esos días, Griselda propuso que paralelo al trajín
haría una torta. Sin muchas complicaciones, de esas que vienen preparadas en caja y hay que
hornear solamente. Todo el mundo aceptó, y más que eso, fue generando cada vez mayor
aceptación en la medida que el aroma de la delicia fue inundando el espacio. Terminadas las tareas,
se reunieron todos en la cocina para la celebración del mate y el sacrificio de la torta. Llamaron a
Griselda que estaba en el patio, para que iniciara el ritual, pero antes que eso ella les pidió que se
conformaran con mate, que como la torta le había salido fea la había tirado. Y tras eso, siguió
limpiando, como si nada.
Otro día le comunicó a Susana que Lidia, una amiga que estudiaba magisterio para jardín de
infantes, se quedaría a vivir con ellas. Susana no opuso ningún motivo al hecho, la casa era grande y
la generosidad también, aunque le hizo notar que Lidia era casi un antónimo de ellas por su carácter
efervescente. Griselda le dijo que tenía razón, y que precisamente por ese motivo la había invitado a
vivir.
–Es para que nos alegre un poco la vida, somos tan aburridas nosotras…
Las visitas a Olavarría, habían ido tornando en la apreciación de Griselda; de aquellas primeras que
realizara en los momentos iniciales del estudio, compuestas más por sentimientos vinculados a la
nostalgia, habían pasado a ser ocasiones para indagar en la política local, y para ampliar en otros
sentidos la relación con su hermana menor, Emilse. Con Ilda, su hermana mayor, y con sus padres,
seguiría tratándose igual de bien, con enorme cariño.
El cambio, con Emilse, radicaba en que la menor de la familia había dejado de ser una niña para
convertirse en una hermosa adolescente. Ahora, en lugar de encontrar puntos por los cuales pelear –
como hacían de niñas–, hallaban innumerables temas para coincidir. A Emilse le fascinaba
tumbarse al sol junto a su hermana, en las vacaciones de verano, y escucharle contar de sus trabajos
en los barrios acompañando la alfabetización de los adultos; de las buenas nuevas que se
avecinaban con la irrupción de la fuerza colosal de la juventud en la vida política nacional,
maltratada por la bota castrense de Levingston, y antes de Onganía; de sus avances y retrocesos en
materia amorosa. Se divertía mucho cuando le narraba detalles de esto último, y se lo hacía repetir,
como el episodio del «El Tarta». Resulta que Griselda había conocido a un chico platense, de muy
buena posición económica –aunque eso no significara demasiado para ella–, agraciado físicamente,
y tartamudo. Habían comenzado a salir, y como prenda de amor él le había regalado un desavillé.
Claro que ni Griselda, ni sus amigas habían notado que de eso se trataba. Se habían convencido que
era un saco liviano de verano. Cuando llegó el sábado, el joven la invitó a cenar a un restaurante
céntrico. Griselda aceptó y le propuso que se encontraran en la puerta.
Todas las amigas de la casa de 64 y 21 se congregaron para «producir» a Griselda. La ocasión lo
ameritaba. Como toque final, convinieron en que debía ponerse el «saco» de verano. Al fin y al
cabo, para eso se lo había obsequiado el joven. Griselda no estaba muy de acuerdo, quería ir de
camisa y minifalda, espléndida como estaba. Ganaron sus amigas y allá fue, en taxi, al encuentro
con su flamante novio.
Antes de que el vehículo detuviera la marcha vio a su novio, inquieto por la espera, estirando el
cuello persiguiendo cada ventanilla de taxi, hasta que sus ojos se cruzaron. El auto paró, Griselda
bajó, y el joven se quedó con el rostro demudado y tartajeando. Griselda pensó que se debía a los
nervios que su presencia había alterado, él se ocupó de desmentirle el pensamiento «¡Te pu… pu…
ssssiste el des… dessavillé!»
Sus relaciones amorosas, como las de cualquier chica, duraban cuanto tenían que durar, y llegaban
hasta donde debían llegar. Tiempo después de romper con el joven del desavillé, Griselda formó
pareja con otro joven, algo más grande que ella, y propietario de una inmobiliaria. Como las cosas
marchaban bien y él le propusiera intentar con la convivencia, le comunicó a Susana Marcos que
aceptaría. Y así lo hizo.
Susana, feliz porque su amiga hubiera encontrado su lugar, avaló su decisión, y por su parte se
abocó a dar los últimos exámenes finales para recibirse.
En esos trances, una noche de largas horas de estudio previo al examen, para distenderse salieron
con la ocasional compañera a dar una vueltas. En el silencio de la noche escucharon la voz de un
bagualero. Afinaron el oído y descubrieron que provenía de un bar cercano, hasta allí fueron.
Al ingresar, lo primero que vio Susana fue a uno de los músicos que acompañaban al bagualero.
Luego descubriría que se llamaba Roberto Tamburela, que tenía 20 años más que ella, y… que sería
el hombre de su vida y el padre de sus hijos. Al terminar el concierto, Susana y Roberto se irían
juntos, el uno olvidándose por el momento de la música, la otra de la historia, ambos preparando el
futuro que llegaría muy rápidamente. Casi con el mismo tenor intempestivo, Susana y Roberto
harían lo mismo que Griselda y su pareja, se irían a vivir juntos.
Cuando Susana le contó a Graciela la buena nueva, ésta no estuvo muy de acuerdo. Susana quiso
saber por qué, entonces Griselda le confió que a ella no le había resultado nada bien, que el tipo era
violento y que no tardarían en separarse. No tardaron.
Griselda, sin pareja y sin donde vivir, fue a parar a casa de Roberto y Susana hasta que por fin pudo
instalarse por la suyas nuevamente.
Para entonces, la democracia en la Argentina era una luz cada vez más brillante que aparecía tras la
boca negra del túnel militar; Perón la poderosa locomotora que acorralaba al régimen; y la juventud
una fuerza enorme de cambio. Griselda, como la mayoría de los estudiantes de entonces, no escapó
a esa conjunción de factores que invitaba a participar, y en esa participación encontró nuevamente
el amor. Conoció en los últimos tramos de su vida universitaria, a un joven de gran prestigio
intelectual dentro y fuera del claustro. Por él y junto a él, Griselda hilvanó una nueva y más
profunda relación con el peronismo. Y, mientras que el noviazgo tuvo vencimiento, la militancia
pasó a representar uno de los aspectos más importantes en la vida de la joven bolivarense.
Por esta razón, es decir por el trasiego que exige la vida política en el tiempo bifronte de repulsa a la
dictadura y construcción de una alternativa democrática, el contacto entre Susana y Griselda se
tornó esporádico. Aunque no menos cariñoso. Era Griselda quien pasaba por casa de Susana y
Roberto. Generalmente al mediodía, antes de ir a dar clases. Un día Roberto le preguntó por qué
nunca usaba guardapolvo para ir a la escuela, a lo que Griselda contestó sacando de un pequeño
bolso una prenda a la que no le entraban más arrugas. El cambio Griselda lo hacía en las cosas
importantes. Prefería no gastar tiempo en lo que intuía eran formas vanas, como un guardapolvos
almidonado. Lo importante era no tener almidonada la mente ni el corazón.
Cuando el ansiado regreso de Perón se hizo real, y Ezeiza se convirtió en la Meca para millones de
personas, las amigas coincidieron en viajar desde La Plata. Además de Susana y Griselda iban
Leticia, amiga olavarriense de ambas, José Gola, Marcelo Alfaro, Gustavo… todos jóvenes
ilusionados. Llegaron minutos antes de los tiros y ni siquiera tuvieron tiempo de ponerse de acuerdo
para dónde correr a guarecerse. Susana se encontró, en plena carrera con un estudiante de Tandil,
«Abrojo» Suárez Nelson, que estaba sentado detrás de un vehículo, comiendo una naranja. Cuando
vio a Susana parada frente a él le gritó «tirate al suelo, boluda, que no son fuegos artificiales, son
tiros». Susana, que sentía gran respeto y cariño por «Abrojo», no pudo hacerle caso, a su lado pasó
corriendo rumbo a los árboles, desde donde provenían los tiros, su amiga Leticia. Corrió detrás de
ella hasta que la alcanzó, más no por velocidad sino porque en su apuro Leticia chocó con un joven,
de frente, y se rompió la nariz. Quedó sangrando, en el suelo, y gritando «me mataron, me
mataron».
Cuando las amigas volvieron a reunirse, al otro día, Susana y Leticia, casi con graciosa
complicidad, le contaron el episodio a Griselda, y esta les refirió algo peor: había sido testigo del
asesinato de un joven a quien habían ahorcado con su propia corbata.
Ya con el título de psicóloga, Griselda salió a buscar un trabajo donde ejercer. Mientras tanto, la
docencia le permitía vivir. Consiguió una vacante en la empresa Mercedes Benz, en el sector de
Ingreso y Seguimiento. Estuvo pocos días, los suficientes para descubrir que la psicología era
utilizada para perjudicar a los trabajadores y no para mejorar su vida. Renunció.
El 14 de mayo de 1974, Susana Marcos fue internada. Las contracciones indicaban que su hija
nacería de un momento a otro. La primera persona que llegó al hospital, luego de Roberto, fue
Griselda. Y se quedó las 19 horas que duró la espera. Recién cuando Muriel fue entregada a los
brazos de la exhausta Susana, Griselda se fue a su casa. Esa vez sus alumnos debieron prescindir de
la bella maestra de guardapolvo arrugado. Volvió a aparecer en la vida de Susana a los tres días,
cuando ésta se encontraba en su casa. Tocó el timbre y cuando Susana abrió la puerta Griselda
mostrándole dos bolsas llenas de elementos de limpieza por todo saludo le dijo «Soy la señorita
Pull-oil», y sin más se puso a limpiar hasta el último rincón para ayudar a la madre primeriza.
Muriel fue una buena razón para que las amigas retomaran el contacto diario. Otra vez Griselda
llegaba al mediodía, y se iba cuando la hora de dar clases se acercaba. Aunque de política ya no
hablaban tanto. Susana, al tomar la decisión de ser madre, había optado por dejar de lado todo riego,
y su amiga respetaba esa decisión.
En 1975, la salud de don Angel Betelu se resiente sobremanera y el hecho pone en alerta a toda la
familia. Griselda, al igual que su madre y sus hermanos, deja de lado todo para estar junto a su
padre. No se equivocaría, la operación de apendicitis se agravaría y se llevaría la vida de un hombre
dedicado a su familia y al trabajo. Griselda estaría junto a él hasta el último momento.
En tan solo dos años, todo había cambiado y para peor: en el país, en su familia, y en su vida. La
Triple A asesinaba a la luz del día y con impunidad a sus opositores, y Griselda estaba en esa
amplia lista; su abuela se había suicidado el año anterior, su padre había fallecido; y ella estaba sola.
Pocos rastros quedaban en su vida del escenario construido sobre la base de la esperanza y la
voluntad que dimanaba del colectivo en que se desenvolvía, de modo que para tomar un poco de
respiro decidió hacer un viaje por el norte, con una amiga. Fue, y en el curso pasó por la casa de su
hermano, Angel, a la sazón ingeniero en minas, que vivía en Jujuy.
Al comienzo de 1976, Griselda regresó a Olavarría. Allí reeditó aquellas tardes de sol y pileta con
su hermana Emilse, le confió que las cosas no venían del todo bien, que el clima de
desestabilización y el extraordinario avance del sector más reaccionario de la sociedad podía
desembocar en cualquier cosa, menos en algo bueno y positivo para el país.
Su hermana Ilda le preguntó por qué no se iba del país, por qué no ponía distancia entre ella y el
panorama oscuro que veía acercarse. Griselda le respondió rotundamente: «No, no tengo por qué
irme, este es mi país y desde aquí voy a dar pelea para cambiar la situación. Y si me vienen a
buscar, me van a tener que matar para llevarme, porque yo no me entrego».
Las predicciones, que no surgían de una mente adiestrada en la tontera astrológica, sino de un
conocimiento basado en el saber que otorga poner el cuerpo en la lucha, terminaron por cumplirse.
De algún modo, intuyó que las cosas se volverían más claras, que el enemigo del pueblo había
decidido por fin partir las aguas. Ahora, pensó Griselda, serán ellos y nosotros. Nunca pudo intuir
en qué proporciones se plantearía la confrontación, y a qué escala llevaría el bando opresor la
represión. ¿Cuántos de ellos habría?, y ¿Cuántos de nosotros? Eran incógnitas que los próximos
meses caerían develadas por el propio peso de la evidencia. No cambiaría en lo absoluto nada que la
joven hallara por fin un lugar de trabajo que le ofreciera algo más que correr de aquí para allá con
un guardapolvos arrugado, cubriendo algunas pocas horas en educación. Un empleo en la DGI le
aliviaba de tal modo la economía personal que podía dedicarse, paradógicamente, con mayor
entrega a educar y a ejercer su profesión, ahora sin la urgencia de hacerlo para cubrir las
necesidades básicas. A fines de 1976, se había ratificado hasta el horror la noción de que todo
cambiaría para peor: la violencia se había multiplicado, había muchos amigos de los cuales no se
sabía nada luego de que hubiesen sido secuestrados, otros habían pasado a la clandestinidad para
sobrevivir...
El último encuentro familiar en Olavarría, sirvió para que Griselda pusiera al tanto a los suyos de, al
menos en lo personal, una buena nueva que hacía contrapeso a tanto desasosiego: había conocido a
un bolivarense de quien se había enamorado, y éste le correspondía. Mencionó que su nombre era
Héctor, que era buen mozo, y que se trataba de un joven que había estudiado contabilidad para
luego dejar todo e involucrarse con la causa nacional, que era el peronismo. Con él vivía en la
vivienda que, gracias a un crédito del Banco Hipotecario había adquirido ella en el barrio FOECYT.
«Cuando quieran conocerlo –bromeó–, pasen por la Casa número 11».
Héctor era el seudónimo de Raúl Alonso. En él Griselda había encontrado todo cuanto esperaba de
un hombre: inteligencia, arrojo, compromiso… y amor. Un amor que no se resentía a pesar de las
vicisitudes que la nueva vida anteponía. La llegada tan largamente anunciada de un nuevo golpe de
Estado, se había producido y desde entonces todo era un tembladeral: amigos que de pronto
desaparecían, gente que llegaba a su casa a pedir un lugar para «retirarse» un tiempo de la calle… y
nuevamente problemas de salud en la familia. A su madre le habían descubierto un cáncer en el
pecho y los médicos sugerían un traslado desde Olavarría al Hospital Posadas en Capital Federal
para su ulterior tratamiento. Griselda se mantuvo atenta a toda información que le llegara de su
madre, mientras tanto se las apañaba para encaminar su vida con Raúl, en medio del infierno que
los envolvía.
La llegada de 1977 resultó una paradoja colosal para la pareja; Raúl estaba sin trabajo,
comprometido por el descalabro de la organización Montoneros a la que pertenecía y en donde a
pesar de todo seguía militando. Griselda le acompañaba, y por suerte mantenía el empleo en la DGI,
en el sector cómputos. Si bien por un lado el panorama era oscuro, había una razón que le agregaba
colores diversos: Griselda estaba embarazada. Los males, propios, ajenos, del país, se atenuaban
cuando Griselda y Raúl comparaban eso con el hijo de ambos que comenzaba a gestarse.
–Te vamos a regalar una perrita boxer, cachorra, para que cuando nazca tu hijo juegue con él o
ella– Le dijo por teléfono Emilse a fines de febrero. Acordaron en que se la llevarían un par de
semanas después, el 8 de marzo, cuando desde Olavarría fueran al Hospital Posadas, donde por fin
operarían a Ilda Margot Sannuto de Betelu, su madre. Griselda programó sus cosas: pidió licencia
en el trabajo y evitó acordar reuniones y citas de militancia para ese día. Dejó firme la decisión de
encontrarse con su querida amiga Susana Marcos. Quería verla, saber de ella y su niña, y contarle
de su estado de gravidez... y del dolor que le atravesaba todos los flancos por lo que pasaba en el
país.
El día indicado fue el lunes 7 de marzo, pasaría por la Facultad aprovechando que las clases no
habían comenzado en todos sus cursos, y por esa razón Susana tendría unos minutos para ella.
Quería evitar visitarla en su casa para protegerla, por las dudas que alguna patota le estuviera
realizando «inteligencia» y marcara la casa de su amiga.
Cuando Susana vio a Griselda caminando hacia ella se sobresaltó, un tanto por la alegría de
encontrarse con su amiga del alma, otro tanto porque estaba convencida que la militancia de su
amiga no era desconocida por las fuerzas de la represión, y en ese sitio atestado de «servicios»,
como lo era entonces la facultad de Humanidades podían «chuparla» sin ninguna dificultad. Susana
dejó por un instante su puesto y ambas mujeres fueron hasta la baranda que custodia la escalera de
ingreso para charlar. Griselda, entonces, le contó que estaba conviviendo con Héctor, y que ambos
habían decidido tener un bebé. De hecho estaba embarazada de tres meses.
–Griselda –le confesó Susana–, con la vida que hacés me parece peligroso que esperes un hijo.
Inlcuso me parece hasta injusto para él.
–No, tranquila Susana. Vamos a ganar, te lo juro. Esta situación no tiene vuelta, y es por esa razón
que apostamos a tener un hijo –contestó Griselda.
Susana le dijo que estaba bien, que luego seguirían discutiendo. Charlaron un rato más y quedaron
de acuerdo en juntarse el viernes siguiente, para almorzar en algún lugar del centro de La Plata.
Luego se despidieron con un beso. Sería la última vez que las amigas se vieran.
El 8 de marzo marchó a Buenos Aires, allí se encontró con sus hermanas, su madre y Mara, la
pequeña boxer prometida. Todo el día y la noche pasó al lado de su madre, salvo el momento en
que estuvo en la sala de operaciones. Al día siguiente Ilda y Emilse le pidieron que regresara a La
Plata.
–Tenés que cuidarte, Griselda, porque de ese modo cuidarás a tu bebé –le dijeron. Griselda
prometió que lo haría, y se volvió a su casa acompañada por Mara.
En el mismo momento que Griselda Ester Betelu iniciaba el regreso, comenzaba el descomunal
operativo para secuestrarla, a ella a Raúl y a los compañeros que no se resignaban a vivir bajo una
dictadura cívico militar sangrienta y expoliatoria.
Griselda tenía 29 años, y estaba embarazada de tres meses. Desde entonces no se han tenido noticias
de ella, ni siquiera la sospecha de su paso por algún centro clandestino de concentración. Las
Abuelas de Plaza de Mayo mantienen la búsqueda del niño que habría nacido más o menos para la
fecha en que Griselda hubiera cumplido sus 30 años.
–JUAN CARLOS DAROQUI–
5 / 11 / 1946 – 15 / 7 / 1977
–JORGE ARTURO DAROQUI–
21 / 2 / 1952 – 15 / 7 / 1977
–DANIEL ALBERTO DAROQUI–
11 / 2 / 1954 – 12 / 9 / 1977
Carlos Daroqui y Dora «Chicha» Barontini se casaron en Bolívar en noviembre de 1945. Carlos era
hijo de un médico de reconocido prestigio, «Chicha» provenía de una familia de terratenientes al sur
de la provincia de Buenos Aires; ambos decidieron sustentar la familia que acababan de fundar en
bases ajenas a los asuntos medicinales y agrícolo–ganaderos, y para tal fin se radicaron en la ciudad
de Rosario, provincia de Santa Fe. Carlos fue como empleado de una sucursal del Banco Nación,
«Chicha» como ama de casa. Entregados a una vida tranquila, Carlos y «Chicha» disfrutaron los
dos primeros años del matrimonio en la hermosa ciudad ribereña, regresando a Bolívar de visita
todos los meses. En la última visita, realizada a mediados de 1946, la pareja llevó a Bolívar muy
buenas noticias: «Chicha» estaba embarazada y, según los cálculos que hacía, el niño o niña nacería
en los primeros días de noviembre. Además, Chicha y Carlos habían decidido que su hijo naciera en
Bolívar; incluso si cabía la posibilidad, Carlos aceptaría de buen grado ocupar un lugar en una
sucursal bancaria cercana. Esto último pasó velozmente del plano del deseo al plano de la
materialización gracias al buen concepto que el joven bolivarense se había ganado; sus superiores
apreciaban su eficacia y su conducta y se lo ratificaron al prestar debida atención a su necesidad.
Solicitó y consiguió el traslado a Casbas, una ciudad cercana a Bolívar, adecuada para mantener un
contacto fluido con la familia, y fundamentalmente con Don Carlos, su padre, el médico a quien
quería confiar los cuidados profesionales del niño que venía en camino. El nuevo destino posibilitó
a la pareja conservar la autonomía que había preferido desde el inicio de su convivencia, y al mismo
tiempo le permitió contactarse rápidamente con la familia cuando las circunstancias así lo exigieran.
El 5 de noviembre de 1946 finalmente nació Juan Carlos. A partir de entonces, y hasta que nació el
último vástago, la estrategia de localización espacial de la familia tuvo como epicentro a la ciudad
de Bolívar. Así, de Casbas la familia se trasladó a Urdampilleta, luego llegó el turno de la ciudad de
Azul, después Salliqueló y finalmente Chivilcoy. Y en torno a estos destinos fue creciendo en
número la familia. Luego de Juan Carlos nació María Julia, el 3 de mayo de 1948. A éstos les siguió
Raúl el 21 de julio de 1949; luego llegó Jorge Arturo, el 21 de febrero de 1952; Daniel Alberto
nació el 11 de febrero de 1954, y cerró la sucesión de nacimientos Matilde, el 6 de diciembre de
1958. Todos, salvo Matilde por razones de urgencia, nacieron en Bolívar. El matrimonio se había
propuesto dotar a sus hijos de un mismo origen, porque en ese original retazo de tierra se habían
conocido y enamorado, y allí mismo se habían unido como cónyuges. El «apuro» por nacer de
Matilde rompió con esta premisa.
La infancia de Juan Carlos comenzó con algunas inconveniencias: al mes de su nacimiento sufrió
una fiebre tan inesperada como intensa, la que le afectó los nervios ópticos. Esta afectación dejó en
el pequeño una huella que lo acompañó por siempre: le generó un estrabismo en el ojo izquierdo
que le asignó el uso permanente de anteojos. Este hecho marcó la relación del niño con los demás
integrantes de la familia y con los distintos grupos a los que se sumó entonces. De algún modo, Juan
Carlos fue convirtiéndose en el hijo que más llamó la atención en la familia; se obligó a ser el más
simpático, el entrador, el histriónico. A esas características se sumó que, con el correr de los años,
fue asumiendo para sí la función de guía responsable de sus hermanitos; más cuando él era el único
que no dejaba, en aquellos primeros tiempos y bajo ningún pretexto, la casa paterna por más tiempo
que el que entregaba a la escuela y sus cosas. Adoptó una especie de legado tácito de sus mayores
por el cual se arrogó una autoridad que, más de una vez, fue refractada a chirlos por Carlos, su
padre... y recuperada luego de los mimos sanadores de «Chicha», su madre. Juan Carlos seguiría
siendo, en ausencia de los padres, el encargado de tomar las decisiones domésticas que
involucraban a todos: a qué hora tomar la leche, quién se bañaba en qué orden; tendría incluso a su
cargo la tarea de planchar la ropa que los varones utilizaran. En el ejercicio de esos trajines fue que
le estampó a Daniel una impronta indeleble encima de la ceja derecha. Juan Carlos se entregaba al
alisado de una remera de Daniel con la plancha a carbón; plancha que en su vientre albergaba
pequeños trozos de carbón encendidos, y a la que había que aventar con cierto vigor para avivar las
brasas que calentaban la base. Daniel, entonces de 8 años, pivoteaba su algarabía alrededor de Juan
Carlos. En uno de esos aventones, la trayectoria del artefacto coincidió con el hiperkinético
recorrido del pequeño Daniel y el «encuentro» ocasionó una herida que requirió del concurso del
médico. Esa «herencia de familia» perduró en la frente del menor de los varones, para siempre.
Los cambios sucesivos de ciudad y de vivienda hicieron que los hermanos fueran cada vez más
unidos, estableciendo referencialidades mutuas y excluyendo a terceros. No, claro, por un
desarrollado egocentrismo filial; y sí, efectivamente, porque los allegados ajenos al grupo familiar
no tenían más que algunos años de vigencia. Con cada traslado se alejaba un grupo externo de
referencia y llegaba uno nuevo; por lo tanto para mantener una tonalidad pareja en la construcción
de la subjetividad, los hermanos miraban con mayor énfasis hacia adentro de la familia. De tener
que definir aquel comportamiento podríamos aventurar que evocaba –salvando, claro, las
distancias– algo de aquella solidaridad mecánica durkheimniana, según la cual cada integrante de
un grupo humano obraba como parte de un todo antes que como un todo único individual, y en tal
sentido daba satisfacción a una gestión de uso clánico antes que al ejercicio pleno de la
individualidad. Este esquema de conducta de los hermanos se repitió siempre: si uno adhería a los
Boy Scout como ocurrió en Salliqueló, el resto lo acompañaba; incluso si el camino tenía ribetes
audaces, como la vez que, en compañía de varios chicos también Scout, se «amotinaron» cuando
paseaban por la plaza céntrica y decidieron pisar el césped en señal de protesta. Juan Carlos había
principiado el movimiento levantisco y arrastró primero a sus hermanos, luego al resto de los
chicos. El líder de los Boy Scout, para calmar las anárquicas veleidades, los llevó a todos derechito
a la comisaría: fue la primera vez que los hermanos pisaron una sede policial. No sería la última.
Aquel episodio no duró más que unas horas de penitencia; sin embargo, el desfile forzado por la
comisaría comenzó a definir el alejamiento de los hermanos Daroqui de las filas de los Boy Scout.
El entusiasmo, diluido, desapareció del todo cuando un domingo llegaron tarde a misa y el
sacerdote, desde el púlpito, les propinó un sermón de recibida. El alejamiento de aquella iglesia
tuvo doble efecto: por un lado satisfizo un anhelo del abuelo Don Carlos, hombre de espíritu
librepensador que deseaba lo mismo para sus nietos; y por el otro marcó una definitiva distancia
entre los hermanos Daroqui y el mundo de la religiosidad.
El resto de su mundo siguió derivando sobre las mismas coordenadas de la identificación mutua: si
uno situaba sus preferencias en los rudimentos del arte, el resto lo remedaba; de hecho, ante las
incursiones de Raúl en la pintura, impulsadas por el abuelo Don Carlos, Juan Carlos también se
puso a pintar. Aunque justificó delante de la familia que lo hacía porque con esa manifestación
contaba una historia, exponía un segmento de su mundo interior que no podía mostrar de otro modo.
De aquella experiencia engendraría un único cuadro y una anécdota imborrable. Cuando los
«espectadores», es decir los integrantes de la familia, le pidieron que ampliase en palabras el
mensaje que había querido plasmar en colores, Juan Carlos sostuvo que de hacerlo cometería una
aliteración innecesaria puesto que el cuadro ya «hablaba» con voz propia.
–Deben saber escuchar el idioma del arte –remató al mando de una convicción que hubiera hecho
dudar a cualquiera.
Con todo, la pintura no perduró más que unas semanas. Sus difusas cualidades se perdieron para
siempre poco después, al perderse entre los trastos viejos del desván el propio cuadro. En esa época
también Arturo comenzó a cimentar su vocación por el arte; más precisamente la literatura, a la que
prometía volcarse de lleno; aunque sólo contara por entonces con el título del libro que prometía
escribir cuando llegara a la adultez: «Las mariposas que se mueren contra el radiador del auto».
Recurrentemente, como tan recurrentes eran los viajes en auto, se manifestaba muy preocupado por
ese tema. Esta preocupación lo indujo a producir y plasmar por escrito un primer concepto con el
cual guiar su trabajo: el «mariposidio». Allí comenzó y acabó la escritura.
La primera infancia de Arturo transcurrió, feliz, al lado de sus padres y de sus hermanos. Cuando
aún no había cumplido sus cuatro años de edad; su tía «Chola», hermana de «Chicha», casada con
Emilio Salvat, lo invitó a pasar unos días con ellos en el campo que poseían en el partido de Bahía
Blanca. «Chicha» no opuso mayores objeciones a la cuestión y el pequeño partió con sus tíos. Pero
lo que comenzó como un breve período de vacaciones se extendió por todo ese año. El matrimonio,
imposibilitado de tener hijos propios, había hallado en el sobrino un perfecto sucedáneo a sus
sueños frustrados. Luego de reiteradas charlas vía teléfono y algunas cartas, los bahienses
decidieron viajar hasta la casa paterna de Arturo. Habían concebido la posibilidad de que el
pequeño bien podía quedarse un tiempo más con ellos; si es que, obviamente, sus padres así lo
permitían. Ni Carlos ni «Chicha» opusieron mayores resistencias al pedido. Arturo permaneció en
Bahía Blanca hasta que finalizó el jardín de infantes. Entrado el año 1957, el pequeño comenzó a
prepararse para ingresar al ciclo primario. Entonces sucedió una circunstancia no esperada por la
familia Daroqui: «Chola» y Emilio comunicaron su decisión firme de mudarse a Uruguay, con
intenciones de establecer residencia definitiva allí. Carlos y «Chicha» vieron cómo rápidamente se
encendían luces de alerta alrededor de sus corazones; inmediatamente sobrevoló en todas las
conversaciones del matrimonio el miedo a que «Chola» y su esposo intentaran llevarse a vivir con
ellos al pequeño Arturo. Ante este temor, que entendían fundado sobre bases sólidas, tal el amor
que «Chola» y Emilio tenían por el niño, procedieron a «repatriarlo».
Arturo se sumó a la familia cuando ésta ya tenía montado el hogar en la ciudad de Azul. Allí, casi
como dándole un bautismo de bienvenida, y ejerciendo su gracia infantil, Daniel lo llamó «che
pibe», sobrenombre que Arturo arrastró durante varias semanas como una carga incómoda. Había
un dejo de extrañamiento en el apodo, probablemente un modo inconsciente que encontraba el
pequeño para reprochar la ausencia del hermano. En Azul el niño regresado se incorporó al colegio
primario, donde ya estaban cursando Raúl en tercero, y Juan Carlos en sexto. También allí, en Azul,
dando por finalizada una tradición de nacimientos en Bolívar que había tenido inicio cuando el
nacimiento de Juan Carlos y continuidad en los alumbramientos restantes, nació Matilde, la última
hija de la familia.
Para regocijo del matrimonio, en 1959 la familia contaba con todos los integrantes viviendo bajo el
mismo techo, pero los traslados no se detenían. Razones laborales reclamaron a Daroqui padre en la
sucursal bancaria de Salliqueló, y hacia allí viajó todo el contingente familiar, donde Daniel
comenzó la escuela primaria.
La espaciosa casa a la que los Daroqui se sumaron como habitantes, lindera al Banco Nación de
Salliqueló, tuvo para los pequeños hermanos características de fuerte medieval; en ella
desarrollaron desde los primeros días, inverosímiles –y peligrosas– gestas épicas. Las que, los
sábados y domingos, cuando los niños quedaban solos en casa porque «Chicha» y Carlos salían para
satisfacer visitas sociales, se lidiaban con armas reales; las que Daroqui padre guardaba en un
escondite que la curiosidad de los niños había descubierto. A esas armas sumaban las de los
guardias del banco, a las que llegaban luego de filtrarse clandestinamente en la sede bancaria
desierta por el feriado semanal. Las armas, una Colt 38 corto de Daroqui padre, la Colt 38 largo del
contador del banco y la Beretta semi fusil ametralladora del guardia policial, se convertían en el
arsenal de los atrevidos y beligerantes hermanos. Juan Carlos y Raúl, «expertos» en armas para esos
precoces años, las descargaban y las ponían a disposición de los «guerreros». En general, los
hermanos mayores eran los que proponían el juego, sus reglas y su duración; porque eran los que
mayor percepción tenían para estimar en qué momento había que detenerse y devolver los
peligrosos «juguetes» a su sitio sin ser descubiertos. Si esto último sucedía, Juan Carlos y Raúl
sabían que la reprimenda caería con mayor severidad sobre ellos.
Arturo, uno de esos días de juegos, «equivocó» el escenario y, rememorando un abordaje pirata, se
tiró desde un tapial de dos metros de altura, demasiados para la estatura que había desarrollado a sus
9 años, y con tal mala fortuna que se dio de bruces contra el suelo. El resultado de la experiencia
pirata fue un diente partido que testimonió el resto de su vida, con su ausencia, aquella aventura de
fin oscuro. Desde entonces, cargó con un estigma indisoluble: sus hermanos le reconocieron la
torpeza para el manejo de las cosas, incluso para el manejo de su cuerpo. Y cargó por un tiempo con
las bromas de sus hermanos, quienes le asignaron el mote de pirata raro, porque a todos los que
conocían les faltaba un ojo o tenían una pata de palo. Arturo, adolecía de un diente. Ausencia de la
cual, finalmente, sacó provecho con la implantación de un diente postizo que tras un breve período
en que se mantuvo fijo, podía sacar y poner con facilidad; «espectáculo» con el que se atribuyó un
gracioso halo de atracción.
Cuando la familia se había asentado en la pequeña pero cálida Salliqueló, llegó el momento de un
nuevo traslado. La nueva ubicación que le asignaban a Carlos, ya ascendido a gerente, se
encontraba, a diferencia de la que dejaba (al límite con la provincia de La Pampa), en el centro de la
provincia: Chivilcoy.
No era, claro, la primera mudanza; aunque sí era la que más separaba a la familia de Bolívar, y
específicamente del abuelo. Como contrapartida, resultaba un buen paso adelante en la carrera
laboral de Carlos. Tras sacudir el harnero en búsqueda de una síntesis entre el costo de la distancia
(que podían acortar cada fin de semana), con los beneficios del nuevo y mejor puesto, allá fueron.
La vivienda del Banco Nación de Chivilcoy que les dio acogida era un caserón amplio, con
habitaciones en cantidad suficiente para albergar holgadamente a todos los hijos y a furtivos u
ocasionales huéspedes. Esta última categoría, a los pocos meses de estadía, fue satisfecha
profusamente por los nuevos amigos de los chicos cada vez que, selectivamente, esquivaran los días
de escolaridad haciéndose la «rata». La casa también fue punto de reunión del grupo ampliado para
planificar (y en muchos casos llevar adelante) la diversión del fin de semana, o para utilizarla como
fuerte inexpugnable en los carnavales: los veranos, a la hora de la siesta, cuando el banco daba por
terminado el horario de atención al público, los hermanos Daroqui y varios de sus amigos cargaban
las bombitas con agua, se escurrían hasta la terraza, y desde allí atosigaban a los transeúntes; las
más de las veces del sexo femenino. Uno de esos días, una bombita impulsada por la fuerza del
brazo de Otto Solari, amigo de los hermanos Daroqui, impactó en la deteriorada capota de un Ford
«A» que pasaba por la calle, y la agujereó. Las airadas quejas del propietario del vehículo ante
Carlos Daroqui anularon, por esa temporada, las comodidades de aquel punto estratégico, aquel
propicio almenar de la cuadra, para jugar al carnaval.
Raúl, tal como había hecho en los lugares de residencia anteriores, observaba con displicencia el
curso de la educación formal. Era quien, entre todos los hermanos, acumulaba el mayor promedio
de faltas, cosechadas por medio de las consabidas «ratas». Y mientras Raúl consumía su tiempo
fuera de los claustros escolares, Juan Carlos invertía en ellos aún su tiempo libre: junto a un grupo
de compañeros entre los cuales revistaba Trocco Sacco, le dio forma artesanal a un periódico
estudiantil, en el que dejó muestras de su precoz inclinación a la crítica social y de su desapego a
obrar bajo el imperio de la corrección política. Y, claro, no sólo en términos políticos se expresaba;
de hecho, cuando terminó quinto año, participó del acto de cierre leyendo un artículo desangelado
que él mismo había escrito y en el cual fustigó distintos aspectos del colegio secundario. Primero
avanzó sobre lo que entendía como «anquilosadas estructuras», las que, en vez de educar,
adiestraban; en vez de formar para cultivo de un espíritu crítico, instruían; luego dirigió sus dardos a
la rigidez y verticalidad que observaba en varios de los docentes que le habían tocado en suerte; y
finalmente traspasó los muros de su propia escuela tomando como centro de la exposición al
colegio que en la ciudad funcionaba bajo la regencia administrativa de un grupo de religiosas. Las
repercusiones inmediatas del brulote fueron los aplausos y vítores de sus propios compañeros; las
repercusiones posteriores llegaron por partida doble: del director del colegio propio en formato de
regaño a Juan Carlos; y del director del colegio religioso aludido como queja formal ante lo que
calificaba como palabras inconvenientes y desafortunadas. Ninguna de las respuestas posteriores
alcanzó a Juan Carlos. Al otro día del discurso había cerrado para siempre su relación con esa etapa,
y abría esperanzado una nueva con la mente puesta en la Universidad de La Plata, donde siguió la
carrera de Medicina.
Los hermanos compartían sus vidas bajo el mismo techo de la casa de Chivilcoy durante los meses
que involucraban al período escolar; una vez que éste finalizaba, se dispersaban con destinos, en
general, rurales. Raúl y la pequeña Matilde, al campo con el abuelo Don Carlos; Arturo
aprovechaba para viajar a Bahía Blanca, lugar donde había pasado muy lindos momentos una
década atrás; y el resto de los chicos se iba con «Chicha» a Bolívar. Carlos se sumaba al grupo de
«Chicha» cuando la gerencia del banco le permitía vacaciones.
Durante varios años se reiteró, en tanto dulce rutina, este regreso permanente y masivo a Bolívar, el
que era incluso mantenido por Juan Carlos, ya residente en La Plata, cursando los primeros años de
Medicina. Una situación límite, tan desgraciada como fatal, cortó para siempre este contacto: la
desaparición física de Don Carlos. La hoja del almanaque, aquel aciago día, marcó el 2 de enero de
1967.
Fue tal el vacío que originó el fallecimiento de Don Carlos, que socavó hasta lo más profundo en la
vida de Carlos Daroqui y de su familia. Todos, en conjunto, habían hecho de Bolívar una piedra
identitaria de toque y en el núcleo de esa condición en que habían puesto a la ciudad estaba el
abuelo. Volver a Bolívar era siempre volver a Don Carlos; reunirse para consumir sus calles,
disfrutar el Parque Municipal, pescar en sus lagunas, cobraba verdadero sentido porque eran los
lugares que trasegaba desde décadas el queridísimo abuelo. Su fallecimiento cortaba, de manera
radical, la relación de la familia de Carlos con la ciudad. Al menos así lo entendió él, yendo aun
más lejos en esta decisión: meses después se retiró para siempre y sin mayores miramientos de su
trabajo como gerente del Banco Nación sucursal Chivilcoy y se fue con toda la familia a la ciudad
de La Plata. Se fue tras la intención de corporizar, como un modo fértil de atenuar –sin suplir– la
ausencia de su padre, el último gran sueño que abrigaba. Desde 1965 Carlos Daroqui había estado
trabajando en una maqueta que evocaba la construcción de una vivienda de dos plantas, apta para
albergar en sus estancias a la familia toda. No había fin de semana en que Carlos, alternativamente
alguno de los hijos, y siempre Chicha pusieran manos a andar sobre aquellas formas talladas en
madera, tocando y retocando cada arista hasta llegar a la imagen deseada. La elaboración del futuro
mediato se adelantaba en aquellas manos dotadas de un innato talento para la ingeniería y la
arquitectura. Para 1967, el modelo estaba terminado en todos sus perfiles. También estaba
comprado el terreno donde se alzaría la construcción, y habitado provisionalmente (gracias a la
existencia de una precaria vivienda) por Juan Carlos, quien avanzaba en sus estudios de Medicina,
tal y como le había prometido a su abuelo.
La última vez que Juan Carlos había visitado Bolívar había sido, precisamente, para asistir al
velorio de Don Carlos.
Cuando el joven llegó a la ciudad, los empleados de la empresa fúnebre estaban por habilitar el
ingreso a la sala donde tendría lugar el velatorio a la gente, mucha, que fue a acompañar los restos
de quien había sido un hombre probo y un médico ejemplar. También, claro, a dar condolencias y
apoyo a los deudos. Alguien, en la familia, observó que el período de convalecencia sufrido por el
anciano había facilitado el crecimiento de su barba. Atento a que estaba presente allí el barbero que
Don Carlos visitara en vida, se le pidió si no podía hacer el favor de disponer un afeitado rápido. El
barbero se excusó de la tarea aduciendo que no era una cuestión personal, pero el tema le
impresionaba. Que Don Carlos sabría entenderlo y perdonarlo, pero el asunto rebasaba sus
posibilidades. Ante esta negativa, Juan Carlos propuso al resto de la familia su intención de sustituir
al barbero y encargarse de afeitar al occiso. El resto de la familia aprobó la iniciativa, y el joven
nieto con infinita ternura rasuró la barba de su abuelo para que, según explicó luego a su padre:
«iniciara el viaje a la eternidad con la cara limpia y fresca, tal como la había tenido durante toda
la vida». Luego de las exequias, toda la familia regresó definitivamente a La Plata.
La estadía en la ciudad capital de la provincia de Buenos Aires fue desarrollándose con arreglo a los
trazos gruesos de la planificación que Carlos Daroqui había realizado para sus fueros íntimos: Juan
Carlos avanzaba en la carrera de Medicina, previo paso por el Servicio Militar Obligatorio en el
Hospital Militar; María Julia realizaba bien sus primeros aprontes en la carrera universitaria de
Letras; Raúl por fin mostraba intenciones de terminar el secundario al que se habían sumado Arturo
y Daniel, este último en la escuela ubicada entre las calles 13 y 60, conocida en la ciudad de las
diagonales como «La Legión Extranjera» por ser receptiva de cuanto alumno díscolo viniera
exonerado de otros establecimientos. Carlos mismo y «Chicha», malcriando dulcemente a Matilde.
Por lo demás, Carlos tenía a su hermano Edel a pocos minutos de viaje en auto, ya que éste vivía en
Berazategui. La brevedad de la distancia le hacía posible visitarlo con frecuencia, incluso trabajar
con él.
Los chicos, por su parte, se insertaban rápidamente en nuevos circuitos de amistades, las que de
modo mayoritario nacían y se multiplicaban en los ámbitos educativos. Daniel, con el paso de los
primeros años, hizo en el colegio secundario curiosas amistades y bajo su influjo comenzó un
proceso de alejamiento del resto de sus hermanos, preferentemente de Juan Carlos. En efecto, Juan
Carlos había comenzado a militar en una formación política de pequeña envergadura en cuanto a
número pero con una buena dosis de influencia en lo político: el Movimiento Revolucionario 17 de
Octubre (MR 17), liderado a nivel nacional por Gustavo Adolfo Rearte.
Rearte, a la sazón de 38 años, portaba una trayectoria política considerable: sin haber cumplido los
20 había sido delegado sindical en el gremio de los metalúrgicos; a los 25 había alcanzado el honor
de oficiar como secretario del sindicato de Jaboneros y Perfumistas. A los 28, en 1960, había sido
cofundador de la Juventud Peronista y a la vez jefe de la primera acción de guerrilla urbana en la
Argentina; había estado preso bajo el Plan de Conmoción Interna del Estado, siendo favorecido por
la amnistía en 1963, año en que fundó el periódico «En Lucha»; visitaba asiduamente la residencia
de Perón en Madrid; junto a John William Cooke y Roberto Di Pascuale había dado impulso al
Primer Congreso de la Tendencia Revolucionaria en 1968; en 1969 había sido encarcelado (y
liberado rápidamente) en Tucumán por conspiración; y en el año 1970 había fundado el MR 17,
logrando contagiar inmediatamente a muchos jóvenes de dentro y fuera del Partido Justicialista.
Juan Carlos era uno de ellos.
El entusiasmo que le había despertado el grupo con el que se había contactado, recientemente
formado y por eso mismo lleno de energía, inteligencia y ganas de hacer, muy pronto logró
transferírselo a sus hermanos Raúl y Arturo, a quienes en sus primeros escarceos logró convencer
que se sumaran al equipo. Daniel, quien desde pequeño había dado muestras de autonomía (baste
recordar, a guisa de ejemplo, dos pequeñas anécdotas: más de una vez siendo un niño, luego de
alguna rencilla inocente concebía divergencias que pretendía insalvables, armaba un atadito con
algunas de sus ropas y partía abandonando la casa paterna. Cada vez, la familia toda había tenido
que salir en tropel a recorrer el barrio hasta encontrarlo. Y no sólo se rebelaba contra la familia; en
su paso por el Jardín de Infantes, en Azul, debió participar en diversos actos festivos. En uno de
ellos lo hizo disfrazado de chino. El grupo en que actuaba, por azar del guión, debía dar vueltas por
el escenario. En el curso de esas vueltas registró las risas cómplices de los adultos presentes y se
molestó; entonces, cada vez que pasaba cerca del proscenio los amenazaba mostrándoles el puño
derecho cerrado), eligió diferenciarse y marchó a formar parte de un grupo, también peronista, pero
radicalizado hacia la derecha de ese movimiento.
Esta escisión política hacia adentro del «clan» Daroqui generó más de un punto de discordia y fue
cargando el espacio familiar con pequeñas distancias y velados recelos. La base espiritual de la
inquietud social que a todos hacía bullir la sangre tenía su origen en el pensamiento del abuelo; el
objeto material de aquella inquietud residía en los extraordinarios hechos sociales y políticos que
observaban a su alrededor. En particular, para sumar a Juan Carlos al MR 17 habían resultado más
que suficientes la sucesión de acontecimientos que se había desatado en los últimos años tanto fuera
como dentro del país: el asesinato del Che Guevara a manos de la dictadura boliviana con
asesoramiento norteamericano, en 1967; el estudiantado levantisco parisino que denunciaba la
existencia de la playa debajo del asfalto en el Mayo Francés; la torpe impunidad de los tanques
soviéticos matando la primavera de 1968 en Praga; el asalto de las calles cordobesas por estudiantes
y trabajadores en 1969; la aparición de Montoneros en 1970; el extraordinario despliegue de la
Juventud Peronista; la ebullición política en que transitaba sus días de estudiante universitario. Con
ese arsenal histórico y argumental, Juan Carlos había encolumnado tras de sí a Raúl y Arturo. Para
Daniel, había bastado con que previera la posibilidad de cultivar cierta autonomía decisional para
que se volcara a militar en un grupo del cual, más allá del conocimiento personal que tenía de
alguno de sus miembros, no conocía gran cosa.
Pero no todo era política en aquellos años. Cuando la casa de dos plantas –producto del diseño de
Carlos– estuvo terminada, la familia toda se reunió bajo su techo. Allí, en calle 65 y 115, se
ritualizaron algunos hechos; por ejemplo, las siestas de verano se establecieron como el escenario
apropiado para ver las películas de producción nacional en la televisión; los sábados a la noche,
para jugar a la canasta o al scrabel, juego al que para dotar de mayor «profesionalidad» Carlos había
sumado el fallo irrevocable de la enciclopedia Espasa Calpe, cuyos enormes tomos, una vez que el
juego dejó de interesar a los jugadores pasaron a formar parte de la pasiva ornamentación del living.
También, aprovechando que el grupo se ampliaba por la participación de las novias de los tres
varones mayores, solían armarse largos partidos de truco; o entre los varones y el padre extensos
campeonatos de ajedrez. La mesa, el tablero y las piezas habían sido confeccionadas por las manos
del abuelo Don Carlos, así que al compartir el juego todos compartían también su recuerdo. Y la
fotografía, aunque en menor medida, era otro punto focal de reunión para los hermanos. El primero
en hacerse de este hobbie fue Arturo, luego que recibiera como regalo de cumpleaños una cámara.
El entusiasmo no sólo lo llevó a tomar fotografías, también involucró a Raúl y a Daniel y juntos
acondicionaron el sótano hasta hacer de él un cuarto para el revelado. Los álbumes familiares
fueron completándose con fotografías tomadas por sorpresa a todo aquel integrante de la familia
que se cruzara en el camino del «paparazzi».
María Julia, muy interesada en sus ajetreos universitarios, se sumaba a la familia sólo cuando había
dado fin a las lecturas y los trabajos que el estudio le requería. Matilde, ingresada en su primera
adolescencia, era la compañía permanente del matrimonio. Y también estaba la música, como
argamasa para unir en torno suyo a los hermanos: a fines de los sesentas, Arturo y Daniel,
aficionados a la música, habían armado un equipo de varios módulos. Se habían negado a comprar
un «combinado», es decir un equipo de audio de un solo mueble, con patas y estantes para guardar
discos, y con radio, inclinándose a comprar todo por separado para poder «elegir la mejor calidad
en cada uno de los componentes». Daniel trajo con él la música de rock, nacional e internacional.
Arturo trajo la poesía cantada de Joan Manuel Serrat. Raúl y Juan Carlos, hicieron ingresar el
folclore. Incluso éste último solía acompañar los discos de Los Chalchaleros con su propia guitarra.
Juan Carlos sabía que tocaba mal pero, con la voluntad de quien quiere aprender, le arrancaba
algunas notas al instrumento. El resto lo dejaba hacer por dos motivos: porque era el mayor y esa
era una razón importante; y porque sabían que Juan Carlos era feliz tocando la guitarra.
Cuando Arturo fue sorteado para el Servicio Militar, el número que le tocó en suerte lo colocó
frente a una situación de la cual, inmediatamente, se propuso zafar. Como el resto de sus hermanos,
detestaba la «colimba» por distintos motivos. Había crecido bajo la tutela institucional de gobiernos
militares y le molestaba todo cuanto tuviera relación con ellos. Es más, se había sumado –aunque no
con el mismo compromiso que Juan Carlos– a la militancia política por el rechazo que le generaba
la dictadura militar, de modo que no quería convertirse en un militar, aunque más no fuera
provisionalmente y por carga pública. Así fue que un psicólogo amigo de Raúl, integrante del
cuerpo médico del Ejército y encargado de observar la salud de quienes eran requeridos por el
llamado castrense, le indicó cómo debía actuar al momento de tener que enfrentar la revisión
psicológica. Arturo se aprendió el libreto de memoria y el día señalado lo cumplió al detalle, y tan
bien que los profesionales lo diagnosticaron tal y como el psicólogo amigo de Raúl había dicho:
psicótico. Esa calificación lo libraba de padecer la conscripción, por cuanto estipulaba que Arturo se
encontraba incapacitado para formar parte del Ejército.
Mientras tenían lugar estos hechos, Daniel terminaba sus estudios secundarios. Allí había
coincidido con un grupo de jóvenes provistos de una conducta que, por rara, había atraído su
atención. Mostraban cierto grado de soberbia cuando hablaban y cuando actuaban eran más
soberbios aún, rayanos en la prepotencia. Daniel estaba en la antípoda de aquella conducta, no
obstante había comenzado a trabar lazos afectivos, casi de amistad con algunos de ellos, los que
cursaban estudios en su misma aula. Esos jóvenes lo habían invitado a revistar en un grupo político
de chicos más grandes. Algunos de ellos ya estaban cursando estudios en la Universidad y se
presentaban como integrantes de la Concentración Nacionalista Universitaria (CNU), cuyo
referente, para el grupo en que se había insertado Daniel, era un joven llamado Carlos Ernesto
Castillo, a quienes sus conocidos llamaban «El Indio». Gastón Ponce, uno de los compañeros de
Daniel, le había dado a leer un libro sobre el fascismo, diciéndole que en algún momento ellos
mismos tendrían que adoptar algunas de las tácticas utilizadas unas décadas atrás por aquel
movimiento italiano, preferentemente la «acción directa». Daniel creía haber escuchado de boca de
Raúl o de Juan Carlos que los militares en el gobierno tenían características fascistas y aunque no
entendía bien la relación entre las dos manifestaciones del fascismo, igual se había dejado
convencer. Había algo en el grupo que frecuentaba Gastón que lo contenía, incluso en cuestiones
materiales: Esta nueva relación había redundado en beneficios inmediatos para Daniel, desde el
momento en que «El Indio» Castillo, apelando a sus importantes contactos, le había facilitado el
ingreso como empleado en el Ministerio de Economía de la provincia de Buenos Aires,
específicamente en el sector que corresponde al Registro de la Propiedad Inmueble.
El empleo significó para Daniel un nuevo universo: se le amplió notablemente el círculo de
amistades, así como se extendió ante él el horizonte ideológico, tan acotado como lo tenía por la
cerrazón del grupo de amigos en que hasta entonces se había movido. Los nuevos compañeros,
entre los que se contaban «Bichín» González y Roberto Barcio, lo internaron en las artes del fútbol:
discutiendo en la mesa del café «San Vicente», frente a Plaza Italia donde iban casi todos los días a
desayunar; o haciéndolo participar en los partidos que dirimían virtudes entre los empleados de las
distintas áreas del Ministerio. Sin embargo, pocas veces intervino en las repulsas en torno a
Estudiantes – Gimnasia y, en honor a la verdad, muchas menos se calzó los botines. Lo suyo no era,
evidentemente, el fútbol. Prefería otras esgrimas, otras fintas, ya fueran estas la charla política con
sus amigos de la CNU; o la corrida hasta los barrios más alejados y desprotegidos para colaborar
con sus hermanos en cuanto hiciera falta. En ambos lugares, por contradictorio que acontezca, se
sentía bien. Pero no todas eran buenas para él. Sus hermanos, si bien estaban satisfechos por el
avance en su concientización social, toda vez que no ponía reparos en acompañarlos en la
militancia, no aprobaban la amistad política que había trabado con «El Indio» Castillo y no faltaba
la oportunidad en que se lo hicieran saber. Bastaba con que se cruzaran diálogos políticos en la casa
paterna para que la discusión se encendiera y el clima pasara de cordial a tenso.
–Es una contradicción inaceptable la tuya, Daniel. Mantenés con los CNU una cercanía teórica, y
con nosotros una cercanía práctica –solía quejársele Raúl.
La respuesta de Daniel no se hacía esperar. Carlos Daroqui, incómodo árbitro de las discusiones,
zanjaba todo altercado proponiendo otros temas, menos álgidos y disgregantes que esos.
Daniel y Arturo compartieron por algún tiempo una colorida habitación. Ellos mismos la decoraron,
haciendo caso omiso de las protestas de su padre. Paredes y muebles terminaron pintados de colores
llamativos: naranja, lila, fucsia, y, sobre el colorido de base, se superpusieron los afiches y posters
de artistas de diversas ramas e índoles, como también fotos de importantes personajes políticos de
todo el mundo. Juan Carlos y Raúl también compartieron habitación, pero menos tiempo que los
hermanos menores, puesto que al comienzo de los setentas emprendieron vidas propias. Juan
Carlos, conviviendo con parejas ocasionales; Raúl con la mujer de su vida: Susana Battista.
Arturo, luego de disfrutar de una movidísima vida amorosa, inició finalmente el camino de la vida
en pareja con Marcela Ricart. En el interregno que se extendió entre la llegada a La Plata y su
decisión de formalizar la relación, alternó novias con tanta voracidad y rapidez que en más de una
oportunidad los nombres de las novias se confundieron peligrosamente en la boca de los padres o
los hermanos, con lo cual se abrió cada vez un foco de tensión tan fuerte en la pareja que terminó
por abortarla. Por años fue así, a tal punto que en más de una ocasión se encontraron en la casa
paterna alguna de las novias con las que Arturo había cortado, con la novia de turno. Esas «ex»
usaban el cariño que las unía a los padres de Arturo, como vehículo para visitar la casa. De ese
modo podían, al menos, ver al joven Arturo. También de esos «choques» inesperados surgieron
problemas amorosos y, obviamente, anécdotas que los hermanos compartían, divertidos. La
institucionalización de la pareja no puso fin a sus dotes seductoras: el matrimonio con Marcela duró
algo menos de dos años. Esa cualidad enamoradiza que lo hacía ir de una mujer a otra, terminó
cuando a la vida de Arturo llegó Ruth Gartenhaus; la mujer de la que se enamoró definitivamente, y
con la cual tuvo una hija, Camila.
El ingreso a la universidad (Arturo en la Facultad de Ciencias Económicas, y Daniel en
Arquitectura) acentuó en ambos jóvenes el camino de la politización. Para el primero, el ingreso a
los estudios superiores significó la posibilidad de ingresar al mercado de trabajo, puesto que pasó a
ocupar un lugar en el Departamento de Alumnos de la Facultad de Ciencias Exactas, lugar que
mantuvo hasta 1975 y con el que soliviantó su vida; de casado primero y luego del divorcio, su vida
en concubinato con Ruth. Arturo había puesto muchas esperanzas en aquella primera unión
conyugal, a tal punto que no ahorró esfuerzos en su intención de juntar dinero; incluso, si para ello
tenía que aceptar un doble empleo. Amante de las motocicletas, propietario de una, pronto encontró
la posibilidad de realizar tareas como distribuidor a pequeña escala del diario El Día, haciendo
viajes cortos entre las localidades de Gonnet, Villa Elisa o Los Hornos. Todos los días a la
madrugada salía con la moto cargada de noticias en formato de papel e iba distribuyéndolas en los
kioscos y puestos de los lugares más alejados. Terminaba esa tarea, regresaba a su casa, se duchaba
y salía para su segundo trabajo, en la Facultad de Ciencias Exactas. Y al doble empleo le sumó la
doble militancia ya que su afiliación al gremio no docente (Asociación de Trabajadores de la
Universidad de La Plata - ATULP) en Ciencias Exactas resultó el paso previo a que sus compañeros
lo eligiesen como miembro de la comisión interna de aquella facultad; y por fuera del sindicato
participaba en una célula del MR 17, donde crecía políticamente Juan Carlos. Arturo articuló con
soltura ambas militancias, pero no eran tiempos fáciles para quienes se exponían tanto.
En 1972, entregado a una campaña de pintadas callejeras dispuesta por ATULP, cayó preso junto a
un grupo de compañeros. Una patrulla policial justo fue a pasar por el lugar donde los jóvenes
gremialistas pintaban la protesta y los «levantó» de oficio, sin que nadie los denunciara. En aquellos
tiempos y para aquellos trances no era necesaria la mediación de una denuncia, puesto que las
directivas que tenían las fuerzas de seguridad bajo el gobierno dictatorial de Alejandro Agustín
Lanusse eran muy claras: debían mantener ahogada la expresión política y gremial, a cualquier
costo.
Este nuevo paso de Arturo por una comisaría no resultó inocente como aquella gafe de Salliqueló.
Esta vez el joven descubrió en todo su esplendor la brutalidad real y potencial de la policía, puesto
que durante los cinco días de reo fue amenazado con horrores diversos. Arturo entonces no creyó
que cada uno de los martirios que le mentaban como «correctivo» psicológico se pondrían en
práctica con sistematicidad y regularidad absoluta pocos años después.
Pasados los cinco días, y del mismo modo que los habían puesto tras las rejas, los dejaron en
libertad. La explicación a esa conducta la encontraron rápidamente: la policía no había logrado
convencer al dueño del paredón que los jóvenes estaban pintando, para que interpusiera una
denuncia; gracias a eso no habían podido retenerlos por más tiempo que el que se asignaba como
castigo ante una simple contravención. Cuando Arturo salió en libertad se enteró que, mientras él
era maltratado psíquicamente en los calabozos, la policía había enviado un agente hasta la casa
paterna, a la que Arturo había regresado circunstancialmente hacía unas pocas semanas tras el
fracaso de su matrimonio. El uniformado se había presentado allí «para realizar una inspección
ocular del hábitat del detenido». «Chicha» le contó a su hijo que había engañado al policía, ya que
lo había llevado hasta la habitación de Raúl porque era la que no acarreaba ningún peligro, ya que
Raúl era muy ordenado en su militancia; muy precavido. Los «embutes» que Raúl fabricaba
funcionaban a la perfección; en cambio los de Arturo no eran de fiarse. «Chicha» sabía muy bien de
la militancia de sus hijos y en algún sentido la consentía. Ese conocimiento salvó a Arturo, porque
de haber entrado en su pieza habrían descubierto volantes y documentos del MR 17, lo cual hubiera
constituido una prueba fundamental para que su estadía en prisión se extendiera por un tiempo
indefinido.
Las vacaciones de 1971 fueron un hito importante en la vida de los hermanos varones. Los cuatro
habían decidido sumarse a un grupo de amigos del barrio que pasaría unos días en algún lugar de la
costa atlántica. Un par de encuentros previos al viaje habían sido suficientes para que el grupo
acordara el destino: Valeria del Mar. Por entonces un lugar sin mayor difusión como centro turístico
y casi desierto; una mirada rápida lo mostraba provisto de una hostería basada en cuatro grandes
pilotes de cemento, y poco o nada más. El escenario de veraneo se completaba con las carpas que,
ante el avance del calor, multiplicaban su número arracimándose en torno a los árboles que crecían
frente a la playa. La adolescencia del lugar de vacaciones obligaba a los paseantes a tomar diversas
precauciones para superar inconvenientes: había que llevar alimentos no perecederos en cantidad
suficiente para evitar viajes hasta el almacén, que no estaba cerca; proveerse de suficiente leña seca
para que el fuego encendiera rápidamente; construir un baño de urgencia, entre otras cosas.
Cumplidos estos requisitos, había que distribuir las tareas cotidianas: cocinar, limpiar, preparar el
mate. Entonces sí, todo estaba dado para disfrutar del mar... y del contacto con las chicas. Para esto
último, los que mejor preparados estaban entre los hermanos, siempre, eran: Juan Carlos, que para
la ocasión estrenaba un tímido bigote; y Arturo, que lucía una incipiente barba recortada al estilo
candado. Raúl y Daniel, por distintos motivos estaban un tanto más alejados de los devaneos de la
seducción: el primero porque había llegado a la playa con los pensamientos articulándose en una
sola idea: reconfigurar la relación entre todos los hermanos, más desde el amor fraternal que desde
la orientación política; y el segundo por imperio de una tozuda timidez que, a sus jóvenes 17 años,
no lo abandonaba.
Sin que el menor tuviera la mínima sospecha, los tres hermanos mayores desde hacía unas semanas
habían venido pergeñando la idea de hablar con él. Aprovechando la magia de una noche de verano
cálida, estrellada y con la música incidental de las olas rompiéndose mansamente contra la arena de
la playa le expondrían inquietudes acerca de su orientación política, la que juzgaban equivocada; no
ya a contrapelo de la orientación que ellos mismos poseían, sino y mucho peor a contrapelo del
pensamiento profundo del abuelo Don Carlos, figura en la cual los cuatro se referenciaban y desde
quien se querían legitimar. Y la oportunidad que Juan Carlos, Raúl y Arturo habían hipotetizado
aconteció en aquel contexto de carpas y dunas y océano. Con tranquila pasión, casi con esmero, los
hermanos fueron turnándose para estructurar una argumentación que atacara, sin agredir, los
cimientos políticos de las ideas que había abrazado tempranamente Daniel. En verdad, más que
ideas, lo que había abrevado Daniel era un conjunto de consignas cuya fuente de sustentación era la
refractación violenta del accionar de la Juventud Peronista en general y de distintos grupos en
particular: sindicalistas, dirigentes estudiantiles, intelectuales, incluso integrantes o adherentes de
organizaciones armadas como ERP o Montoneros. Y, si bien nunca había formado parte de las
fuerzas de choque, Daniel tenía trato diario con quienes eran claros y comprometidos componentes.
Juan Carlos, el mayor y además el más experimentado en estas cosas, cuando habían pasado más de
dos horas de charla sostenida, dejó caer una reflexión que estremeció a Daniel.
–Tal como van las cosas, pronto vas a tener que salir a tirar tiros y poner bombas vos, y acaso en
una de esas salidas estemos nosotros como objetivo. ¿Te imaginás esa situación?
Daniel dijo que no, que jamás siquiera imaginaría un hecho así, pero que necesitaba tiempo para
ordenar sus pensamientos.
–Me vienen al pelo estos días de playa y desenchufe –cerró la conversación.
De regreso en La Plata, no hubo necesidad de hablar más del tema puesto que, a partir de aquella
charla a la luz de la oceánica luna, Daniel revió su ideario político en formación y derivó en el
mismo cauce matizado que ocupaban sus hermanos. El ambiente de la casa paterna cambió a partir
de aquel verano de 1971; los hermanos comenzaron a trabajar juntos, e incluso Daniel dejó de
pelearse, por cuestiones meramente domésticas, con la pequeña Matilde. Eligió la militancia en el
MR 17 junto a Juan Carlos y Jorge Arturo. Raúl, para entonces, había dejado esa agrupación para
sumarse al Peronismo de Base (PB), y si bien era otro ámbito de militancia, lo era siempre hacia el
interior del variopinto universo del peronismo concebido como revolucionario. La célula del PB en
que revistaba Raúl había optado por una posición cerrada, puramente clandestina y con sesgo pro
militarista, ligada a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). En cambio el MR 17 apostaba a la lucha
política despojada del militarismo que estaba cooptando cada vez más espacios, tanto en las filas
peronistas como en fuerzas de izquierda. No obstante ello, los puntos de encuentro entre ambos
grupos eran muy importantes. Creían que, como peronistas, entraban en contacto cada vez que
entonaban la marcha. Eso sí, las diferencias que estas agrupaciones tenían con lo que representaban
sujetos como «El Indio» Castillo eran drásticas: defendían intereses contrapuestos desde la raíz; los
primeros la participación política, el libre albedrío, la igualdad de oportunidades; los segundos la
imposición mediante las balas, la sumisión a una verdad única, los privilegios.
–Nosotros luchamos para que los pobres dejen de serlo; pero además para que nadie en el futuro lo
sea. Para que todo el mundo tenga el trabajo como medio de vida. Si en algún punto somos
violentos, lo somos porque no nos dejan otra salida. Ellos, Daniel, luchan para que los ricos sigan
siéndolo y con ese fin utilizan la violencia –le había expuesto, entre tantas otras cosas, Raúl a su
hermano aquella noche en Valeria del Mar.
Los mayores habían utilizado argumentos éticos antes que políticos, casi como lo hubiera hecho el
abuelo Don Carlos, y esa era una herencia imposible de velar por cualquiera de ellos. El menor
finalmente había abandonado sus deslices autonomistas para reencauzarse en la corriente que
envolvía y al mismo tiempo era impulsada por sus hermanos, y se había reposicionado con arreglo a
cuanto podía esperarse de un nieto de Don Carlos. Aquel asunto constituyó un quiebre muy
importante en la vida de Daniel; una toma de conciencia que en un sentido recompuso la historia
con el resto de sus hermanos, y en otro abrió un peligroso interrogante: ¿cómo recibirían «El Indio»
Castillo y sus adláteres esta deserción?
El reencuentro político de los hermanos coincidió con el inicio del desmoronamiento de la
dictadura. Alejandro A. Lannuse reemplazó a Roberto Levingston en la presidencia de facto.
Errores propios y en mayor medida la resistencia que desde múltiples sectores de la sociedad civil
surgía cada vez con mayor fuerza, corroían las bases de sustentación del gobierno y permitían
pensar en una pronta reaparición de las urnas. Las Fuerzas Armadas, que habían depuesto al
gobierno de Arturo Illia –mediante el recurso de la violencia, ejercida por la Brigada Antigases– en
1966, se encontraban en los primeros años de la década del ‘70 con un escenario infinitamente más
complejo del que habían soñado. Ellos, tan declaradamente apegados a la disciplina y el orden
vertical, tenían que observar cómo surgían, se multiplicaban, fusionaban, y peor para ellos aún, se
legitimaban, organizaciones armadas irregulares de distinto signo político y en diversos sitios del
país; tenían que soportar las multitudinarias movilizaciones que surcaban los cuatro puntos
cardinales vivando al líder justicialista proscrito desde 1955; incluso permitir que los partidos
políticos comenzaran a presionar por una apertura democrática. Soportar también que, mientras
Lanusse y Juan Domingo Perón intercambiaban bravuconadas de papel, en las calles se acrecentara
el conflicto social producto, claro y concreto, de la opresión real. A la estructura multifronte de la
oposición, el gobierno fue oponiéndole una represión basada en la bifrontalidad: bandas de extrema
derecha fueron financiadas y protegidas por la dictadura a fin de que colaboraran subrepticiamente
con las FF.AA. y los múltiples organismos de seguridad. El resultado dialéctico de este hecho fue la
aceleración de los conflictos y la consecuente dilución del último retazo de poder que le quedaba al
gobierno. Claro que lo expuesto en cuatro escuetas líneas aquí, en tiempo real fue desarrollándose
como cesantías, despidos, persecución, cárcel, asesinatos... por lo cual los actores sociales
involucrados en movimientos políticos, estudiantiles y gremiales de corte popular debían extremar
las medidas de seguridad, incluso utilizar sosías para sortear el peso trágico de las consecuencias.
Por estas circunstancias los hermanos Daroqui comenzaron a utilizar seudónimos: Arturo sería
«Maco»; Daniel, «El Hippie» y Juan Carlos, cuya militancia había penetrado a tal profundidad que
había desplazado todo, hasta los estudios de Medicina, sería «Cacho Cofade». «La elección de
abandonar Medicina –sostuvo Juan Carlos ante sus hermanos– no la hice yo, me la impuso el
momento que atraviesa el país». COFADE (Comisión de Familiares de Detenidos) era la sigla bajo
la cual operaban los familiares de los detenidos por el gobierno dictatorial debido a causas políticas.
La Comisión era un escudo que los protegía –parcialmente– de la represión oficial, pero no los
libraba de la represión clandestina que desplegaban las bandas de derecha. Para estar a salvo de
estos verdaderos escuadrones de la muerte había que ocultar la identidad bajo nombres falsos,
reunirse en distintos lugares cada vez, no involucrar bajo ninguna circunstancia los domicilios
particulares; es decir, no dejar ningún aspecto que pudiera resultar un blanco fijo.
Estos dispositivos de salvaguarda, eficaces ante los embates de los represores, fueron
desactivándose con posterioridad al 25 de mayo de 1973, día de asunción del nuevo gobierno
constitucional encabezado por un dentista de San Andrés de Giles llamado Héctor Cámpora, quien a
las pocas semanas de gestión y luego de que bajo «su» gobierno tuviera lugar (orquestado y puesto
en práctica por el sector del peronismo que estaba en su contra, y claramente apañado por el círculo
íntimo del líder que regresaba ese día del exilio) una de las masacres más grandes que recordara la
historia hasta entonces, Ezeiza, el 20 de junio de 1973, abdicó en favor del hombre que lo había
puesto allí: Perón. El país reingresó al cauce institucional sin proscripciones, pero la inercia de la
movilización social y política en que iba envuelta la sociedad civil no menguó. Escapa a las
aspiraciones de este trabajo hurgar en las razones profundas de esta vorágine que en cada espira
evolutiva mostró un grado mayor de violencia. Es un dato histórico incontrastable que las
organizaciones armadas, la mayoría de ellas del mismo signo político que el gobierno elegido por
métodos democráticos, mantuvieron su accionar por entender que los motivos que las habían hecho
emerger no habían sido erradicados ni tenían miras de serlo; los conflictos gremiales aumentaron,
las movilizaciones se reprodujeron. Y también se reprodujo, aunque de modo perfeccionado, el
accionar clandestino de las bandas armadas de derecha; ahora con el respaldo de un hombre
allegado al núcleo duro de poder: José López Rega. La nueva versión de la violencia adquirió un
nombre que pasó a la historia: la Triple A; que funcionó primero asesinando esbozadamente y,
luego, ante la muerte de Juan Domingo Perón en junio de 1974, pasó a cometer sus asesinatos
abiertamente, de modo que las tácticas de salvaguarda personal volvieron a formar parte de la vida
de todos los militantes del campo popular. «Cacho Cofade» volvió a circular dando cobertura a Juan
Carlos Daroqui, quien, sin lugar a dudas no era comunista pero tenía bien presente que la segunda A
de la sigla siniestra era sólo una pantalla. El verdadero objetivo para las miras de las patotas
parapoliciales financiadas con dineros del Ministerio de Bienestar Social eran los luchadores
populares, cualquiera fuera su extracción política.
Arturo, a partir de que participara en marzo de 1973 de la formidable repulsa contra las autoridades
de la Facultad de Ciencias Exactas con el afán de lograr la reincorporación del delegado gremial
Ricardo Elicabide, había ganado en fervor. Los resultados de aquella enorme movilización que
Arturo interpretara como una exhortación del destino para que profundizara aún más su
compromiso, y que fueran asimilados como una victoria táctica por parte de los trabajadores, pronto
cobraron dimensión nacional. Los ecos de la protesta llegaron hasta las propias reuniones de
gabinete del presidente Lanusse, quien puso el grito en el cielo por la inoperancia de los
funcionarios de la universidad platense. El corolario de aquel enojo presidencial propició el
estallido de júbilo de los trabajadores. El 11 de abril de ese mismo año, el ministro de Educación,
acorralado por la presión de los trabajadores, dispuso la renuncia de las autoridades de la
Universidad de La Plata. Arturo había formado parte de la lucha y en tal sentido solicitaba para sí
una parte de la felicidad que embargaba a todos los afiliados, para compartirla en abrazos
interminables con trabajadores de otras universidades –las de Rosario y de Cuyo– que habían
llegado en los últimos días para sumarse solidariamente al reclamo por la reincorporación de
Elicabide. Ese 11 de abril, por la noche, Arturo y sus hermanos brindaron por el triunfo gremial y
político, y por los días de gloria que se avecinaban con advenimiento del gobierno del «Tío»
Cámpora. Comenzaba a cobrar visos de realidad aquella consigna que se voceaba para requerir que
llegara el tiempo de la Justicia, porque era el único tiempo que hacía posible la Paz. Habían pasado
ya más de tres quinquenios de injusticias y se ratificaba una y otra vez que la consecuencia era la
violencia; larvada, subterránea, más o menos abierta, pero violencia al fin.
–Tenemos que ser artífices de un nuevo modelo de Universidad, acorde a los tiempos de liberación
nacional que se aproximan –había dicho Arturo al levantar el vaso de cerveza.
Luego, los hermanos habían bebido en honor al futuro. Ninguno prestó mayor atención a las
palabras de Daniel acerca de que sentía cierta hostilidad por parte de «El Indio» Castillo y sus
amigos, lo cual hacía peligrar su permanencia como empleado en el Registro de la Propiedad. Eran
días de festejos, de proyectarle al futuro destinos posibles, argumentados con una lógica fortalecida
por los hechos: si el presente era de lucha... que se ganaba, el futuro no podía pertenecerles más que
a ellos. Las amenazas que podían representar personajes de poca monta como «El Indio» Castillo y
sus compinches parecían débiles volutas de humo que un manotazo al aire estaba en condiciones de
desbaratar. El enemigo mayor, la dictadura, se iba y llegaba un gobierno popular.
En la mañana del 8 de octubre de 1974 fueron perpetrados dos asesinatos que golpearon muy fuerte
al joven Arturo en el plano personal, y más fuerte aún a la organización gremial que lo abrigaba.
Rodolfo Achem, secretario de Supervisión Administrativa; y Carlos Miguel, director del
Departamento Central de Planificación, ambos de ATULP, fueron secuestrados a punta de pistola
cuando se disponían a ingresar a la casa del gremio en La Plata. De inmediato las aceitadas
comunicaciones internas distribuyeron la mala nueva hasta el último de los afiliados y para el
mediodía una silenciosa multitud se agolpaba en las puertas de la sede sindical a la espera de
novedades. Pocas horas después las noticias llegaron cargadas de horror; los cuerpos de Achem y
Miguel habían sido encontrados acribillados a balazos en una zona descampada de la localidad de
Sarandí, partido de Avellaneda, a menos de una hora de viaje del lugar donde habían sido raptados.
La escalada de afrentas no se detuvo en las muertes y en la evidente desidia frente a la investigación
que mostraron las autoridades de la Policía bonaerense. Aprovechando el momento de zozobra de
los trabajadores, desde el Ministerio de Cultura y Educación de la Nación se dispuso el cierre de la
Universidad y la clausura de LR 11, emisora cuya propietaria era la casa de altos estudios. Arturo
recogió dos significados de enorme trascendencia en los hechos de aquellos días: el primero, que el
gobierno democrático había llegado más lejos que la dictadura al disponer el cierre de la
Universidad; y el segundo que el propio gobierno ni siquiera respetaba la iconografía del
Movimiento Peronista: había silenciado compulsivamente la emisora que llevaba por nombre Eva
Perón, y que estaba en manos de los trabajadores universitarios, muchos de los cuales militaban...
en el peronismo. Las dos cuestiones lo condujeron a la misma conclusión: el gobierno actual
configuraba una peligrosidad casi idéntica a la que tenía la dictadura contra la que habían luchado.
Esa impresión se ratificó unos meses después de aquellos hechos, en marzo de 1975, cuando Héctor
Darío Alessandro, militante de la derecha dura del peronismo, llegó con un grupo de matones a la
sede de ATULP y se ungió interventor del gremio, desplazando a punta de pistola a las autoridades
que por derecho ejercían la representación de sus afiliados.
Raúl y Juan Carlos, mayores en edad y con más experiencia en la militancia de bajo perfil y alta
eficacia, le explicaron a Arturo que debía actuar tomando todas las precauciones posibles. Los
asesinatos de los militantes de ATULP no habían sido los únicos. Centenares de dirigentes de
distinta índole habían corrido la misma suerte y miles eran los que habían ido a parar a prisión por
ejercer el mismo derecho a reclamo que habían ejercido ante los gobiernos dictatoriales de Onganía,
Levingston o Lanusse. Y ni qué hablar de los atentados con explosivos que esparcían estruendos,
destrozos y terror por toda la ciudad, y en todas las ciudades medianas y grandes del país.
Y, como si se tratase de una sucesión inexorable, una etapa de ese lamentable raid tendría lugar en
casa de la familia Daroqui, a mediados del frío mes de agosto de 1975.
La medianoche helada aplacaba los ruidos y la dinámica diurnos, y despoblaba de transeúntes las
calles. Tres de los integrantes de la familia Daroqui disfrutaban del calor de la cocina, ubicada en la
parte inferior de la casa de dos plantas de 65 y 115: Carlos, «Chicha» y Matilde. Los tres habían
terminado de cenar y se aprestaban a iniciar una partida de canasta. El resto de los componentes de
la familia no estaba en casa.
–¿Te alcanzo una mandarina, mamá? –preguntó Matilde desde la despensa.
La niña no pudo escuchar la respuesta de su madre porque una explosión sacudió literalmente la
casa, haciendo estallar los vidrios de las aberturas que daban al frente. Carlos, por instinto antes que
por saber qué había pasado, se arrojó encima de la pequeña, cubriéndola con su cuerpo. «Chicha» se
tiró junto a ellos. Así estuvieron un instante, hasta que el ruido de los vidrios y de la mampostería
desvencijándose amainaron. Carlos, con mucha precaución, desanduvo los metros que lo separaban
del frente de la casa y, cuando llegó, se dio cuenta que los involuntarios receptores del atentado
explosivo habían sido ellos. Según le detalló un vecino que habiendo sido testigo del hecho se
acercó unos minutos después de la conflagración, un desconocido había descendido de un
automóvil, había ingresado al garaje y había colocado el «caño» debajo del Renault 12 de la
familia; luego había vuelto a subir al auto y había partido raudamente. Había sido un «caño» de
advertencia.
La bomba, de mediano poder, destrozó todos los vidrios de la casa y los del Renault, además de
alterar la carrocería del vehículo, al que tuvieron que llevar al taller para que le acondicionaran las
puertas y de ese modo volvieran a cerrar. Por varios días la casa estuvo sin vidrios, con lo cual el
frío recrudeció tanto como los temores para los Daroqui.
El mensaje que les habían dejado estaba claro: la militancia política y gremial de los hermanos
estaba llegando demasiado lejos para algún sector de la matonería derechista y ese era un método
bastante usual que este sector utilizaba para hacerse entender. Ese mismo 22 de agosto, explosiones
similares habían azotado a otras familias platenses; la del actor Lautaro Murúa, por ejemplo.
La familia Daroqui terminó de entender el mensaje poco tiempo después y ante otro hecho.
Raúl Daroqui y Susana Battista estaban ultimando detalles para su boda, era octubre y el calor ya
comenzaba a combinar sus influjos con la eterna humedad de la ciudad de La Plata. Los
preparativos del acontecimiento habían prodigado momentos de felicidad a la familia y habían
puesto entre el atentado de agosto y esos días una distancia mayor de la que señalaba el almanaque;
los resabios del mal trago se diluían velozmente entre listas de invitados, lugares para realizar el
viaje de bodas, estrenos indumentarios para estar acorde con la ceremonia, y demás por el estilo.
Raúl ya no vivía en la casa paterna, alquilaba un departamento en 7 y 35 con unos amigos. Por
aquel lugar ya había pasado Daniel unos días a fines de 1974, mientras le duraba el período de
convalecencia que le impondrían heridas producto de un accidente en moto. Antes de la
recuperación total, se había marchado del departamento para recalar por fin en la casa de otro
hermano, Arturo, que vivía en Gonnet con su nueva pareja, Ruth Gartenhaus. Pero todo cuanto
parecía calmo en la superficie de una mirada ajena a los hermanos mantenía su ebullición de
siempre. Juan Carlos ya se había convertido en un cuadro del MR 17 de La Plata e invertía más
horas en tareas relacionadas con el partido, que en su trabajo como celador del Colegio Nacional.
Sus hermanos Arturo y Daniel ingresaban bajo su mando en el escalafón del MR 17 y a los dos les
había hecho asignar responsabilidades en el órgano de difusión que hacían circular en la zona para
dar a conocer sus propuestas y actividades como movimiento revolucionario. Arturo, por sus
conocimientos de fotografía, estaba a cargo de registrar con su cámara todo aquello de interés para
el periódico; Daniel participaba como recadero, trabajo que aceptaba con placer porque le
posibilitaba surcar la ciudad y sus aledaños con su moto Gilera 125.
El atardecer del día 21 de octubre era cálido y agradable. Mientras Arturo, en compañía de un
amigo, Jorge Osvaldo López Orsi, revelaba unas fotos que habían sacado a paredones con pintadas
del MR 17, Ruth preparaba la cena y Daniel, en la vereda, limpiaba en detalle su moto. Todo
andaba sobre ruedas. El día anterior, Arturo y Ruth habían ido al ginecólogo. El hijo que esperaban
crecía muy bien dentro del vientre de Ruth y eso a la pareja le despejaba cualquier atisbo de
borrasca en el horizonte inmediato. Más aún, esta buena nueva se sumaba a la algarabía que
producían los preparativos para el casamiento de Raúl y Susana.
Daniel no tomó nota de los dos automóviles que se estacionaron, uno detrás y otro delante del
número de la casa, con unos escasos veinte metros de diferencia entre ambos. Sólo los vio cuando
un tercero se estacionó en medio de ellos, ocultándole la visión de la calle, y si bien advirtió de qué
se trataba aquella escena, no pudo hacer nada. En el instante posterior Daniel estaba rodeado de
hombres armados que se identificaban como policías.
Llevaron al joven hacia adentro y allí redujeron a los demás habitantes, tras lo cual revisaron toda la
casa levantando en requisa todo cuanto entendieran como material probatorio que los habitantes
habían sido sorprendido mientras desarrollaban una actividad delictiva. Habían llegado a ellos con
tanta precisión merced a una vecina que, observando un movimiento poco habitual de gente en ese
barrio, había llamado a la policía alertándola que, acaso, sus vecinos fueran terroristas. Lo único
que encontraron en la casa fue el equipo de revelado, las cámaras fotográficas y las fotos de las
pintadas secándose en los broches del cordel del improvisado cuarto oscuro. Era poco, pero bastó
para que «levantaran» a todos. Nuevamente, gracias a las buenas artes del embute desarrolladas por
Raúl, quien había trabajado en dobles fondos de muebles y de cielorrasos trucados, los policías no
encontraron las armas (dos o tres revólveres de dudosa eficacia) ni los documentos relacionados con
el periódico del MR 17. De haberlo hecho, la carga de la prueba habría sido muy difícil de aligerar.
Luego de la requisa, los esposaron y los llevaron detenidos al destacamento de Arana, ubicado en
las afueras de La Plata, al sur. Allí estuvieron alojados, ante el desconocimiento absoluto de sus
familiares y amigos, por más de una semana; sin causa abierta, y bajo periódicas torturas físicas y
psíquicas. Finalmente fueron «blanqueados» en la Comisaría 8va., de la cual salieron libres previo
pago de una suculenta coima al oficial instructor. Pero ahí no terminó este episodio; de él emanaron
dos secuelas de distinto alcance pero con la misma peligrosidad. La primera relacionada con una
cicatriz causada ex profeso por el encargado de aplicarles la tortura en Arana: el verdugo tenía por
norma marcar a sus víctimas encima de la nariz, debajo del ceño. A todos los detenidossecuestrados que caían en sus manos les abría una herida; y en cada nueva «sesión» se ocupaba en
reabrirla, repitiéndoles a cada nuevo intento: «para que se les haga una buena cicatriz, y pueda
reconocerlos si me los cruzo en la calle, hijos de puta». Se ufanaba. Ni siquiera Ruth, encinta, se
salvó de la brutalidad y el estigma. La segunda consecuencia tuvo como centro el expediente abierto
en la Comisaría 8va., luego del paso por Arana. Nunca fue cerrado, aunque los policías se ocuparon
de mantener ese dato oculto de la familia, la que se conformó con la libertad de los chicos. El
apellido Daroqui quedó latente en los papeles de las fuerzas de seguridad, y eso, como veremos más
adelante, fue crucial en la historia de los hermanos.
Los días en que Ruth, Arturo y Daniel permanecieron como desaparecidos fueron terribles para la
familia toda. Los preparativos para el casamiento de Raúl y Susana pasaron a un segundo plano
hasta que los chicos aparecieron en la Comisaría 8va. Sólo volvieron a retomarse cuando hubo la
certeza de que saldrían en libertad. Tal como estaba pactado desde hacía meses, el 3 de noviembre,
Raúl y Susana celebraron su casamiento con una fiesta sencilla y familiar. Los «presos» habían
dado su opinión a favor de que la boda se llevara a cabo, porque entendían que su situación estaba
en vías de mejorarse.
Cuando Jorge Osvaldo López Orsi, Ruth Gartenhaus, Arturo y Daniel Daroqui salieron en libertad,
a mediados de noviembre, ostentaban una capa gruesa de piel lacerada encima de la nariz, entre ceja
y ceja. Una marca demasiado evidente para no inquietar a quienes la portaban. Las reuniones
familiares que se sucedieron tuvieron un colorido especial, casi tragicómico. Las anécdotas de
casamiento y viaje de bodas de Raúl y Susana, alternaron con las anécdotas de cautiverio y tortura
de los chicos. Se había naturalizado la violencia de tal modo que era un ingrediente más en la vida
cotidiana de la sociedad toda; aunque para los Daroqui había llegado demasiado lejos. Cárcel,
tortura, la bomba bajo el Renault 12 eran notas graves que llamaban a la reflexión. Cuando pasó la
euforia de la libertad recobrada, acordaron reunirse, toda la familia y las veces que fueran
necesarias, para debatir cuál era el mejor camino a tomar para hacer frente a los tiempos que se
anunciaban en el subsuelo violento de los hechos. Atrás habían quedado reuniones similares, en las
cuales el trajín de las cartas de canasta o de truco se convertía en ligadura, en nexo afectivo
mediante el cual circulaban con un halo esperanzado, intercambiándose, comentarios banales,
pareceres intelectuales o posiciones políticas. Las nuevas reuniones tuvieron otra atmósfera,
producida por la sensación de un futuro próximo con forma de interrogante y más que eso,
pesimista. El atentado con explosivos, y el paso de los chicos por Arana y la Comisaría Octava
habían perforado para siempre las previsiones militantes de los hermanos y los márgenes de
condescendencia de los padres. La solución que más a mano encontraron fue el traslado estratégico
a Buenos Aires, para iniciar una nueva vida allí. La megalópolis confería, en el terreno de las
hipótesis, cierta transparencia y una sensación de total anonimato no sólo a Carlos y «Chicha», sino
también a los chicos; aunque éstos últimos siguieran con sus actividades políticas.
Daniel evaluaba seriamente dejar su empleo en el Registro de la Propiedad. Estaba convencido que
sus antiguos amigos de derecha, ahora en pleno regodeo militarista y realizando acciones violentas
en toda la ciudad, y por supuesto dentro del propio Registro (ubicado a la sazón dentro del edificio
del Ministerio de Economía, en la manzana comprendida por calles 45, 46, 7 y 8), no tardarían en
descubrir que él había caído preso por su condición de militante del MR 17. Ese dato, sumado al
«mensaje» que le habían enviado a la familia con el atentado de julio, alcanzaba y sobraba para que
su vida, justipreciada por los CNU, no valiera más que una bala. Tenía razón.
Los CNU, que pululaban en el Registro de la Propiedad Inmueble, se daban aires de matones.
Entraban pateando puertas y exponían a la vista de todos las groseras ametralladoras que portaban
como extensiones de sus cuerpos. En oportunidades abordaban –entre varios– algún empleado con
el cual mantenían discrepancias de menor cuantía y lo molían a golpes. El agredido, generalmente,
terminaba en el hospital. Los agresores, por miedo o por protección de las autoridades, salían
impunes. Daniel había sido testigo de ello y no quería ser protagonista. No lo fue gracias a la
intervención de un grupo de compañeras, varias de ellas mayores que él, que le habían tomado un
cariño especial. Una mañana, los jactanciosos CNU avisaron en voz alta que aguardaban a Daniel
para «darle un merecido». La fanfarronada, destinada a amedrentar al resto de los compañeros, les
salió mal, porque algunas de las mujeres salieron como al descuido y se dispersaron por las
cercanías del edificio del Ministerio de Economía para esperar a Daniel y avisarle. Quiso la suerte
que una de ellas se cruzara con él, que llegaba en moto.
–¡No entres al trabajo porque te están esperando! –le dijo la mujer con voz entrecortada por los
nervios y el apuro.
Daniel no necesitó más aclaraciones; era ocioso averiguar quiénes esperaban y para qué. Unos días
antes, Rubén Amado, un joven bolivarense que estaba terminando sus estudios de Medicina en La
Plata, le había extendido un consejo similar.
–Cabezón, ¿por qué no te guardás un tiempo?
Ni esas palabras ni otras similares habían podido convencer a Daniel, pero las que acababa de
escuchar de boca de la compañera de trabajo cambiaron definitivamente su parecer. No ingresó al
Ministerio ese día, ni nunca más.
Mediante la ayuda de un amigo consiguió trabajo en una de las líneas de subterráneos de Buenos
Aires, como integrante de la cuadrilla encargada de limpiar el hollín del techo abovedado de los
túneles. No obstante el cambio de empleo y de ciudad donde cumplirlo, prefirió quedarse a vivir en
La Plata y viajar todos los días los sesenta kilómetros que lo separaban de él. La casa de Raúl fue su
morada hasta que, en febrero de 1976 decidió marchar a Buenos Aires, al departamento ubicado en
el quinto piso «B» del edificio de Díaz Vélez al 3986, donde ya estaban Carlos, «Chicha», y
Matilde. Daniel confió en que aquella resultaría una decisión acertada y los primeros hechos
parecieron confirmarle aquella confianza, ya que a los pocos días de instalado consiguió un empleo
mejor; ofrecía mayor salario y mejor todavía era que cumplir debidamente con él implicaba dar
satisfacción a sus máximas preferencias: lo contrató la empresa periodística Diario Clarín, como
motoquero.
Arturo, por su parte, había conseguido trabajo como viajante en la firma Bomar S.R.L., que se
dedicaba a la venta de bombas de agua Heliodino; de modo que también fue a vivir a Díaz Vélez y
con él viajaron su esposa Ruth y la pequeña Camila. Juan Carlos, a su vez, también decidió marchar
hacia un lugar donde hallarse menos expuesto y se radicó en Villa Soldati. La exposición de la que
quería protegerse estaba vinculada al conocimiento que de su actividad política tenían los servicios
de inteligencia que se agitaban en La Plata, Berisso y Ensenada. Para él, tanto como para sus
hermanos, la ciudad de La Plata se había convertido en una trampa celosa. En Villa Soldati pudo
seguir con sus tareas, más cuando los amigos que le habían dado cobijo formaban parte de una
célula del MR 17, organización que desde la muerte de Gustavo Rearte en 1973 no había crecido
mucho más; por el contrario, la tendencia de los últimos meses daba cuenta de un reflujo militante
que la volvía cada vez menos trascendente.
Juan Carlos se convenció de que aquel era un cambio táctico y que no modificaba más que la
geografía en que se movería de allí en adelante, ya que las condiciones para la militancia política
revolucionaria impregnaban todo el suelo nacional.
Tras el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, el escenario se hizo más complejo aún. El
exponencial incremento de la violencia en contra de los movimientos populares, los dirigentes
gremiales, los dirigentes políticos que operaban clandestinamente, contra las formaciones
irregulares para ese entonces ya muy debilitadas, llevó a los hermanos a bajar al mínimo perfil
posible su participación activa. La represión contra la que se habían rebelado durante el gobierno
anterior ahora ocupaba todos los espacios; y, peor, tenía mayor eficacia. Ante esta aciaga
circunstancia, Arturo y Daniel comenzaron a diagramar una posible salida al extranjero; en tal
sentido comenzaron a «tocar contactos» para ver en qué país podían recalar y de qué modo podrían
insertarse fuera de las opresivas fronteras de Argentina. La oportunidad, de tanto buscarla, se dejó
ver en España; un amigo los contactó con una importante agencia de publicidad, que entre sus
clientes tenía a la empresa Siat, subsidiaria española de la Fiat italiana. Los hermanos, turbados por
las cosas que escuchaban y veían, se abocaron a juntar dinero para realizar el viaje cuanto antes y
así poner distancia entre ellos y el horror que les rondaba. La premisa económica pasó a ser la
acumulación de dinero en dólares –dada la condición de divisa de esa moneda– y para tres personas,
ya que el acuerdo era que también Ruth viajaría; incluso ella sería la primera en salir del país.
Ahora bien, no querían salir de cualquier modo; si les daban oportunidad cumplirían todos los pasos
institucionales de rigor. No querían exiliarse, querían un lugar donde estar a salvo hasta que la
normalidad se reestableciera.
Cuando comenzaba 1977, Daniel inició los trámites para obtener el pasaporte. Se lo dieron seis
meses después. Arturo también los inició, pero no tuvo la misma suerte que el «Hippie». Por alguna
razón que no comprendía, cada vez que preguntaba por teléfono si podía pasar a retirarlo, le
respondían que todavía no estaba; que llamara nuevamente o pasara a preguntar personalmente por
la División Documentación de la Policía Federal. Achacando la demora de la documentación a la
siempre vigente burocracia, y con la meta fija en el viaje al exterior, los hermanos continuaron con
su estrategia de convertir su pequeño capital en dinero constante y sonante: Daniel vendió,
asumiendo un dolor enorme, su moto; y Arturo vendió el Citroën con el cual recorría el Gran
Buenos Aires vendiendo bombas de agua. Ambos, tras esos desprendimientos, debieron dejar los
empleos. Juan Carlos aprovechó la vacante que abría Daniel en Clarín y logró que lo contrataran en
su reemplazo; él pensaba quedarse en Argentina para continuar con su tarea oculta: ayudar a los
compañeros del MR 17 más comprometidos y expuestos a que consiguieran un lugar donde
esconderse fronteras adentro, y si eso no era posible estaba dispuesto a darles apoyo para que
abandonaran el país. Sólo después que la última de las personas bajo su responsabilidad se
encontrara a salvo, Juan Carlos tomaría una decisión. Sus dos hermanos, que hasta hacía pocos
meses habían estado bajo su responsabilidad política, ya habían decidido alejarse del país y él lo
aprobaba.
Y lo aprobaba toda la familia, porque para los chicos irse al extranjero era el mejor modo de tomar
distancia del terror que ocupaba todos los espacios nacionales. Además, si en algún momento las
cosas cambiaban para mejor, cabía la posibilidad que volvieran. En cambio si caían presos, o peor,
de acuerdo con las noticias que les llegaban por amigos y conocidos de La Plata, eran secuestrados
en un operativo de los que habían oído hablar, las alternativas que barajaban en el terreno de la
especulación los dejaba sin aliento.
–Tuve que vender el «rana», después de todos los momentos maravillosos que me dio, porque es
factible que el pasaporte salga en estos días –le contó Arturo a Raúl cuando se desprendió del
vehículo, que más que eso había sido una herramienta de trabajo.
Arturo tenía claro que una que vez estuviesen todos sus papeles en regla, tanto él como Daniel se
irían del país inmediatamente. Tan claro que Ruth y su hijita Camila ya se encontraban fuera del
país, en una avanzada que a todos les había resultado buena por dos motivos: se alejaban del centro
del peligro y adelantaban algunos menesteres tales como alojamiento, primeros contactos, etc. Los
chicos tenían que esperar unos días, nada más, hasta que apareciera el bendito pasaporte y ambos
pudieran seguir el mismo camino.
El 5 de julio de 1977 Carlos Daroqui fue hasta la División Pasaportes del Departamento Central de
Policía por expreso pedido de su hijo Arturo. Padre e hijo consideraban que lo mejor era tratar el
asunto del pasaporte con prudencia, esto es sin que Arturo tramitara nada directamente. A media
mañana Carlos Daroqui ingresó a la dependencia policial pensando en que habían acertado al
decidir que Arturo no tomara riesgos innecesarios frente a su pronta salida del país. El agente que lo
atendió le explicó que el curso del expediente generaría una demora de al menos una semana;
Carlos acordó regresar el día 12.
Cuando llegó el 12 de julio, Carlos probó suerte una vez más, con la firme convicción que esa vez
las cosas iban a salir bien; que los chicos a partir de ese día iban a estar en condiciones legales de
irse del país. Sabía bien que sus hijos habrían podido salir del país sin pasaportes; pero no soportaba
la idea que en el intento algo no saliera bien y los males fueran mayores. Si había margen para
ejercer la legalidad, había que hacer uso de él. Pero sus deseos fueron frustrados nuevamente, ahora
con un oscuro agregado: el mismo agente que lo había atendido la semana anterior, le informó que
el expediente del pasaporte estaba detenido porque pesaba sobre Arturo una orden de averiguación
de paradero, emanada desde la repartición de la Policía Federal de La Plata. Presa de una enorme
preocupación, Carlos llamó por teléfono a su primo, Vicente Augusto «Bebe» Daroqui, comisario
retirado de la Policía Federal. Si alguien podía interceder brindando ayuda, ese era el Bebe. Y
Carlos no se equivocaba, porque inmediatamente interiorizado de las circunstancias por las que
atravesaba su sobrino, se ofreció a viajar a La Plata para averiguar él mismo qué había de
comprometedor en el contenido del pedido de paradero que pesaba sobre Arturo. El 14 de julio
Carlos y el Bebe se presentaron en la delegación La Plata de Policía Federal, donde fueron
atendidos por el oficial a cargo, quien al reconocer en el Bebe a un colega, se deshizo en
amabilidades. Los invitó a pasar a su despacho y realizó algunas llamadas telefónicas mientras los
primos Daroqui aguardaban.
–¿Ah, sí? Fenómeno, ya le informo a esta gente así se queda tranquila –escucharon Carlos y el Bebe
que contestaba el oficial.
Carlos, abrumado por el trajín de los últimos días, permitió que esas palabras le encendieran un
conato de alivio en el pecho. Casi abrazaron al oficial cuando éste les comentó que el pedido de
paradero que pesaba sobre Arturo ya no poseía ninguna validez. Carlos se contuvo, solamente le
estrechó la mano. El Bebe hizo lo mismo. Luego partieron de regreso a Buenos Aires llevando la
certeza –garantizada por la promesa del oficial– que al otro día el expediente por el pasaporte de
Arturo comenzaba a desandar su etapa definitiva.
–Mañana a la mañana me voy de una disparada hasta la Jefatura, averiguo cómo están las cosas y te
llamo –propuso el Bebe; Carlos consintió, entendiendo que esa era la mejor estrategia para evitar
sorpresas desagradables.
El 15 de julio fue un día de gran expectativa para la familia Daroqui; caídas las barreras
burocráticas sólo cabía esperar que llamara el Bebe con la novedad sobre que tenía en sus manos el
pasaporte. El Bebe llamó, pero para informar que, si bien le constaba que la información de La Plata
ya había llegado a Buenos Aires, recién a media tarde le entregarían el documento puesto que
faltaba ultimar detalles.
–Bueno, no es tan malo. Hemos esperado tanto que unas horas más no nos hacen daño –dijo
Arturo, comprensivo.
A las 4 de la tarde, el Bebe volvió a llamar por teléfono a la casa de su primo.
–Carlos, acá me dicen que la perforadora de los números estropeó la foto. Va a tener que venir
Arturo a sacarse una nueva foto; decile además que igual iba a tener que venir para firmar el
pasaporte. De todos modos, que no se preocupe; yo me quedo por acá esperando para acompañarlo
y agilizarle el trámite.
Carlos Daroqui colgó el teléfono y se quedó unos minutos parado, reflexionando sobre la mala
fortuna que había merecido el tramitado del pasaporte de su hijo. Algo que no podía definir con
claridad se le instalaba en la garganta, obturándosela; era una congoja extraña, producto de
intuiciones desgraciadas que no le daban sosiego a oscuros presentimientos. Cuando se recuperó fue
hasta la habitación donde estaban descansando Arturo y Daniel.
–Parece que no las tenemos todas con nosotros –dijo Arturo luego que su padre le diera la mala
nueva– ¿Me acompañás, Daniel?
Daniel aceptó acompañarlo. Carlos casi sintió alivio cuando escuchó que irían los dos. No quería
que Arturo estuviera solo ni un momento. Minutos después los hermanos tomaban un taxi para
viajar hasta la calle Moreno al 1550, sede del Departamento Central de Policía, con la intención de
encontrarse con su tío, que los aguardaba en la puerta. Llegaron a los pocos minutos, saludaron al
Bebe y los tres juntos ingresaron al edificio. Arturo sintió un escozor al verse rodeado de uniformes.
Por su cabeza desfilaron los policías de Salliqueló que lo habían amonestado por su amotinamiento
infantil en el césped de la plaza céntrica; los policías platenses que en dos oportunidades lo habían
detenido; los policías torturadores de Arana, bajo quienes había estado secuestrado y expuesto a
tormentos por más de una semana. Miró a Daniel y lo observó tan distendido que le despertó
envidia. Su tío, el Bebe, iba serio. Los atendieron.
–Pasen por aquí y síganme por favor –les dijo un dispendioso suboficial, guiándolos a través de
corredores que los alejaban de la puerta de entrada–, ya van a ser atendidos.
Los hermanos y el tío llegaron hasta una oficina sin luz natural y con una bombilla desganada que
entregaba iluminación mortecina. Se acomodaron en un sillón sin respaldo apoyado a la pared y se
quedaron en silencio. Unos minutos más tarde apareció en la oficina otro uniformado. Traía con él
papeles en los que constaban los pasos que había recorrido el deseado pasaporte. Este segundo
uniformado le arrojó algunas explicaciones a modo de disculpa, ya que el mal funcionamiento de la
perforadora de números le había hecho perder más tiempo del que requería el trámite. Luego le
pidió a Arturo que lo acompañara hasta el cuarto, cercano al que los acogía, donde aguardaba el
fotógrafo.
–Es acá nomás, cerca del patio. Le sacan la foto y en 48 horas la revelan. De allí en más, sólo son
unos minutos para que se lleve el pasaporte –dijo el policía.
–¡No, es mucho tiempo! –rezongó, aunque conteniéndose, Arturo– yo me quiero llevar el pasaporte
hoy mismo. Necesito viajar por trabajo, es imperioso que lo haga puesto que ya llevo demasiado
atraso.
El uniformado le sugirió que, en ese caso, contratara los servicios de cualquiera de los fotógrafos
profesionales de los negocios de la cuadra, que revelaban en el acto fotos de esa naturaleza. Arturo
aceptó sin dudar la sugerencia.
–¡No se pierden ningún negocio éstos tipos! Te meten el cuento de que la foto está mala y te hacen
gastar guita en los boliches del barrio, donde seguro tienen algún arreglo –comentó Arturo, mientras
los tres caminaban hacia la salida.
Cuando Daniel iba a sumar algún comentario a las palabras de su hermano, alguien llamó a su tío
por el apodo.
–¡Bebe! ¿qué hacés, tanto tiempo? –era un suboficial que, ya jubilado, había sido convocado
nuevamente a prestar servicio.
–¡Arteaga! –lo saludó el Bebe– ¿qué hacés vos acá?
El tal Arteaga le explicó que, por razones personales, se había reenganchado. Estuvieron charlando
unos minutos durante los cuales recordaron tiempos en que habían revistado en la misma
repartición, hasta que Arteaga lo invitó a que lo acompañara a ver al jefe actual. El Bebe le comentó
que acompañaba a sus sobrinos en un trámite, pero que en efecto podía hacerse de unos minutos
para saludar a un colega.
–Entonces dejá que los chicos hagan el trámite y después te reunís con ellos. Vamos a charlar de los
viejos tiempos con el jefe, que es un amigo
Luego Arteaga ordenó a un agente que les indicara a los chicos el camino de salida. El Bebe les
propuso reencontrarse en 20 minutos, en la oficina del fotógrafo.
Arturo y Daniel fueron avisados de cómo salir sin tener que pasar por las oficinas que habían dejado
atrás al ingresar al edificio. Apuraron el paso entre los corredores mal iluminados donde debían
ceder el paso a los hombres con y sin uniforme con que se cruzaban. Llegaron hasta una salida
lateral que, según palabras del policía que les había explicado el recorrido, daba al patio; y del patio
se salía directamente a la calle. Arturo tomó el picaporte, abrió la puerta y ambos pasaron. Del otro
lado no había patio, había una habitación donde los esperaba un grupo de policías armas en mano.
Habían estado allí, acechando desde el ingreso mismo de los chicos al edificio, aguardando que el
plan establecido marchara sin contratiempos, y así había sucedido. El operativo «fotografía» se
cerraba exitoso.
Carlos dejó el diario Clarín sobre el sillón y miró el reloj de pared; eran las seis de la tarde. Pensó
que Daniel y Arturo se habían demorado tomándose una cerveza a modo de festejo por el pasaporte
conseguido. Al fin y al cabo, pensó, tenía razón el Bebe; había que ir a la Jefatura para terminar de
una vez por todas con este asunto. El sonido del teléfono lo sacó de sus pensamientos.
–Carlos, soy el Bebe –escuchó–, y estoy todavía en la Jefatura. Los chicos salieron hace un buen
rato de acá para tomarse una fotografía en un local del barrio y no han vuelto. Es inexplicable.
Los temores de Carlos, aventados casi hasta desaparecer tras el regreso de La Plata, volvieron a caer
sobre él con toda la fuerza de su mal sino.
–Voy para allá –dijo, y colgó.
No habría podido articular una sola palabra más, una angustia indecible lo consumía.
Cuando llegó a la Jefatura, el Bebe lo esperaba en la puerta, con cara de no entender qué pasaba.
Adentro volvieron a confirmarle que los chicos habían salido de allí para sacarse una foto y que no
habían regresado: «en una de esas se están tomando una cerveza por ahí y ustedes haciéndose tanto
drama», le dijo un oficial. Carlos salió del edificio y recorrió todos los negocios de fotografía para
preguntar si alguien había visto a sus hijos. No obtuvo respuestas favorables. El Bebe sugirió
entonces que se acercaran hasta dependencias policiales cercanas, para ver si no estaban detenidos
allí. Fueron hasta la Guardia de Investigaciones, hasta Coordinación Federal, hasta la
Superintendencia de Investigaciones, un par de comisarías de la zona, y nada. Ningún rastro.
Finalmente Carlos volvió a su casa, donde, desesperada, «Chicha» aguardaba noticias de su marido
y de sus hijos.
Fue la noche más larga y penosa que pasaron «Chicha» y Carlos a lo largo de todo el matrimonio.
Al otro día llegaron Raúl y María Julia para sumarse a la búsqueda que continuó en los hospitales,
en comisarías más alejadas de donde los habían visto por última vez, en casa de algunos amigos;
pero todos intuían que Arturo y Daniel estaban en manos de la policía. Y sabían, por las historias
que circulaban como veneno, que la situación era más que delicada para los chicos.
Juan Carlos se enteró de la desaparición de sus hermanos al otro día, cuando llamó por teléfono. Y
si bien Raúl y María Julia tenían una clara opinión de lo que sucedía en el país desde marzo de
1976, Juan Carlos era de la familia el que mayor y mejor información manejaba. Él mismo estaba
abocado desde hacía meses a trabajar para sacar militantes del país vía Uruguay, rumbo al exilio
europeo o mexicano. Recorría su zona en el Gran Buenos Aires haciendo contactos con compañeros
en la clandestinidad –él mismo estaba en esa condición–, llevando y trayendo noticias y ayuda.
Estaba al tanto de los trámites que perseguían sus hermanos para conseguir los pasaportes y se había
manifestado en favor del auto exilio que iban a iniciar en España. Lo que no sabía Juan Carlos,
tanto como no sabía ningún integrante de la familia, es que Daniel y Arturo estaban, efectivamente,
en la mira de la represión desde los días de su paso por Arana y la Comisaría 8va. La causa judicial
que les habían iniciado en el ‘75 y de la cual habían zafado previa coima al oficial instructor, nunca
había sido cerrada; ni había caído en desuetudo como les habían hecho creer en la Policía Federal
de La Plata. Esos antecedentes, sumados a los informes de inteligencia que sindicaban a Juan Carlos
como un cuadro integral del MR 17, que había estado ligado a las FAP, eran suficientes para que
quienes portaran el apellido Daroqui fueran considerados enemigos públicos de la dictadura.
Desolado ante las amargas noticias; que por otra parte se amontonaban a su alrededor con la caída
de compañeros y amigos en manos de la dictadura, Juan Carlos intensificó los llamados a casa de su
madre. Sabía que era una inconciencia romper con las normas de seguridad, sabía que toda la
familia estaba bajo vigilancia y que ahora el objetivo inmediato de la patota cívico militar era él; no
obstante quería hablar con su madre, abrazarla desde las palabras, darle fuerzas para ayudarle a
sobrellevar el terrible momento de angustia. El también estaba atravesado por el puñal de la
angustia, pero no se permitía caer del todo. Una forma de apuntalarse eran esos diálogos breves,
hechos desde teléfonos públicos distintos cada vez, con su madre, su padre, incluso alguna vez la
pequeña Matilde. En cada nuevo contacto se ponía al corriente de las iniciativas que la familia
impulsaba para conseguir información sobre Daniel y Arturo; recursos de hábeas corpus, solicitudes
al Ministerio del Interior, entrevistas en el Comando de la Zona I del Ejército... todas infructuosas.
Todas rompiéndose, inofensivas como terrones de arena, contra el silencio de granito de las
instituciones.
Una noche, una de las tantas noches en que «Chicha» se mantenía en vigilia porque un llamado
anónimo le había recomendado esperar a esa hora, diciéndole que pronto sus dos hijos regresarían.
Sonó el teléfono. «Chicha» corrió a atender; Carlos, su esposo, se plantó a su lado. Ambos con el
corazón en tropel, ambos conteniendo la respiración, ambos desesperadamente esperanzados. Toda
palabra que evocara alguna relación con Daniel y Arturo era recibida por el matrimonio como un
sacramento y cada timbre del teléfono como una genuina invitación a la ilusión. «Chicha» levantó
el tubo. Era Juan Carlos.
–Hola, mamá. Quiero verte. Fijate si podés venir a la estación «San Juan» de subte, la que está una
estación antes de llegar a Constitución, el sábado a la tarde. ¿Sabés algo de los chicos?, ¿cómo está
papá?, ¿y Matilde?, ¿y María Julia?, ¿y Ruth?, ¿y la pequeña Camila?...
Chicha le contestó que todos estaban mal, muy mal. Que no habían logrado conseguir ni una sola
información sobre los chicos a pesar que habían recorrido todas las comisarías, los hospitales y
habían llamado a todos los amigos de Daniel y Arturo que conocían. Se habían comunicado incluso
con gente de La Plata, por las dudas que los chicos hubiesen buscado cobijo en casa de antiguos
amigos tras detectar algún peligro. La ausencia de todo dato volvía patente que Arturo y Daniel no
habían salido jamás de la Jefatura de Policía. Luego le pasó con Carlos. La comunicación duró
varios minutos, despreocupada de las pinchaduras telefónicas que, estaban persuadidos, estarían
realizando agentes de los organismos encargados de la inteligencia o integrantes del grupo de tareas
que había secuestrado a los chicos. Juan Carlos sabía que esa extensa charla era una
irresponsabilidad más de su parte, pero el dolor que sentía era tan grande que le tupía la posibilidad
de practicar cualquier razonamiento defensivo. Ni siquiera había tenido en cuenta que, si la línea
estaba «pinchada», los represores tenían una dirección y una hora donde podían hacerle una
«ratonera» y atraparlo.
A las 4 de la tarde del sábado 10 de septiembre, «Chicha» llegó a la estación de subte pactada. Bajó
de la formación y se sentó en un banco del andén. A los pocos minutos vio a Juan Carlos. Lo
encontró desmejorado en su aspecto, y mal vestido; pero no le dijo nada, sólo lo abrazó con las
fuerzas que todavía le quedaban.
–Vámonos de acá, mamá, esto puede ponerse peligroso –le dijo Juan Carlos ni bien se separaron del
abrazo.
Fueron hasta un café cercano a la boca de la estación de subte, para tomar algo y estar más
cómodos. Mientras se recuperaban del frío, intercambiaron saludos y novedades. Después,
«Chicha» le repitió lo que él ya sabía sobre la falta de noticias sobre sus hermanos; y le habló sobre
su tío el Bebe Daroqui, quien desde que los chicos habían sido secuestrados, iba día por medio. El
Bebe se había comprometido a conseguir datos, los que fueran, sobre los chicos. Para eso, le había
dicho a «Chicha», tenía todavía algunos amigos en la fuerza. Y había cumplido: la última vez que el
Bebe había estado en el departamento de Díaz Vélez había contado que a los chicos les habían
tendido una celada, ya que los tenían claramente identificados como «subversivos» desde 1975. A
juzgar por la información que había conseguido el Bebe, en la misma Jefatura los habían torturado
para sacarle información, acaso relacionada con Juan Carlos mismo; y luego de las primeras
«sesiones» los habían trasladado a Granaderos. Desde allí el Bebe había perdido el rastro de Daniel
y Arturo.
Juan Carlos asimiló como pudo la información. Trató de no quebrarse para no profundizar aún más
el dolor de su madre. Por dentro se rompía como un cristal, consiente de que esas roturas no
tendrían jamás modo de restañar. Luego le habló a su madre de los problemas que tenía para
trasladarse por Buenos Aires y ese escueto margen de desplazamientos le achicaba aún más el
circuito de información confiable.
–Cada vez se pone más difícil, pero como ves, no es imposible si uno toma los recaudos necesarios.
También le dijo a su madre que el compromiso debía seguir con la misma firmeza, y que en ese
momento más que nunca, porque a la utopía de un país mejor se sumaba la reivindicación de
aquellos que habían vertido su sangre en los últimos 18 meses de lucha contra la dictadura; que la
victoria esperaba al final del camino; y que finalmente, la posibilidad de recuperar a los chicos
estaba unida a la continuidad y triunfo de esa lucha. Y los minutos pasaron. Y las horas, hasta que
las primeras sombras opacaron la visión de la calle que madre e hijo tenían desde dentro del café.
Comenzaron a despedirse.
–Mamá, decile a papá que quiero verlo. Que si está de acuerdo venga el lunes a esta hora y al
mismo lugar. Yo lo voy a esperar mezclado entre los pasajeros del subte. Insistile para que venga –
le pidió casi en ruegos Juan Carlos.
Su madre le juró que haría lo posible por convencer a su esposo. Se besaron y se separaron,
«Chicha» rumbo al subte que la regresó a su departamento, Juan Carlos hasta la parada de
colectivos para volver a Villa Soldati.
Nunca se supo si esta reunión entre madre e hijo fue seguida de cerca por integrantes de las fuerzas
de seguridad, aunque es posible. Sí sabemos que en las primeras horas de la madrugada del lunes 12
de septiembre el Ejército encontró el departamento 5 de la calle Tabaré al 2774, Villa Soldati,
donde vivían Armando Rubén Esposaro con su esposa, Lucía Teresa Ambrosetti, a la sazón
embarazada; sus dos hijas pequeñas, y, desde hacía unas semanas, Juan Carlos Daroqui, quien había
tenido que dejar de apuro otra vivienda porque un compañero que la conocía había caído en un
operativo. Esposaro había estado arreglando el televisor mientras la noche era domingo, para ver el
resumen de la jornada de fútbol; luego se había ido a descansar. Se levantaba muy temprano para
llegar a tiempo a su trabajo en la sucursal de la calle Balcarce de la Proveeduría del Banco de la
Provincia de Buenos Aires. Juan Carlos había llegado pasadas las doce de la noche, tras una jornada
de reuniones, contactos y discusiones. El matrimonio no se había percatado de su llegada porque,
cansado como estaba, se había deslizado silenciosamente hasta la pieza de las nenas, donde tenía
dispuesto un colchón.
El estruendo de una lluvia de piedras caídas en los techos del departamento despertó a todos los
habitantes de la casa. Segundos después, una voz marcial emanada desde un altoparlante ordenaba
que todos salieran con las manos en alto, que eran del Ejército Argentino y habían rodeado la
manzana. Lucía Teresa, aterrada, corrió hacia el dormitorio de las nenas y encontró a Juan Carlos,
vestido y buscando algo debajo de la cama. La mujer tomó a sus hijas y se acurrucó en un rincón
con ellas. Esposaro llegó un instante después y les dijo desde la puerta que él iba a salir, que se iba a
entregar.
–Perdoname, mi amor, por todo lo que te hice pasar. Te quiero, cuidá a las nenas –dijo, y se aprestó
a abrir la puerta, mientras desde afuera llegaban más voces y lo que parecían piedras que se
estrellaban sobre la puerta.
–¡Queremos a Cacho! –gritó el del altavoz.
Cacho era el apodo que utilizaba Juan Carlos para moverse en la clandestinidad. Evidentemente el
grupo atacante tenía información certera, y no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de
aprehender a un sujeto ansiadamente buscado.
–Entregate, Cacho, tenemos la manzana rodeada. Somos del Ejército Argentino –volvió a insistir el
del megáfono.
–¡Yo no me entrego! –gritó Juan Carlos, dispuesto a resistir.
Eposaro salió y, tras cerrar la puerta, avanzó unos metros por el pequeño patio interno, antecedente
del pasillo que conducía a la puerta de calle. No observó que, a su costado, en la culminación de la
escalera que subía hacia una buhardilla ubicada sobre la loza de una de las habitaciones, había un
soldado vestido de fajina, apuntándole. Tampoco escuchó el estruendo que anunció la bala que le
destrozó la cabeza. Acontecido el primer disparo, las cosas se precipitaron: otro soldado arrojó una
granada contra la puerta del departamento y la hizo volar en pedazos. Adentro, atontado por la
explosión, Juan Carlos salió de la habitación donde estaban Lucía Teresa y sus hijas. Tomó
distancia de ellas para protegerlas, sabiendo que enfrentaba la hora más temida, la que había tratado
de evitar por todos los medios durante los últimos años. Si los militares decidían entrar, lo harían
abriendo fuego contra él; de modo que si estaba cerca de las mujeres las exponía a la muerte a ellas
también. La casa se había convertido en una ratonera infernal, rodeada por los cuatro costados y sin
dejarle ninguna chance para intentar una fuga. Y sin armas para resistir. Habían quedado en la
buhardilla, a un universo de distancia.
Sopesó las hipótesis sobre el futuro inmediato: si se entregaba le sobrevendrían la tortura y la cárcel
por muchos años, o la tortura y la muerte posterior. En ambas primero la tortura y, con ella, la
posibilidad de quebrarse, de sucumbir ante el dolor físico y dejar al descubierto a decenas de
compañeros. No, él había elegido quedarse en el país hasta conseguir ponerlos a salvo y no podía
permitirse que bajo inenarrables tormentos sus delaciones finalmente los condenaran. En ese
instante tomó la decisión de quitarse la vida. Fue hasta el baño, como pudo, abriéndose paso entre
las astillas que habían llegado desde la puerta destrozada, tomó un frasco de perfume, lo rompió
contra la pared y se abrió el cuello con el vidrio. Al mismo tiempo vio que por la abertura de la
puerta ingresaban muchos hombres armados, algunos vestidos con ropa militar, otros de policía y
varios de civil; todos fuertemente armados. Tres de los hombres se arrojaron sobre él,
inmovilizándolo; y el resto se abocó a revisar la casa. Atontado por los golpes recibidos, pudo
escuchar el estrépito que causó el mimeógrafo al estrellarse contra el piso del patio. Esposaro y Juan
Carlos lo habían utilizado mucho en la duplicación de informes y volantes. El mismo soldado había
asesinado a Esposaro y había arrojado el aparato impresor desde la buhardilla. Luego, sin atisbo de
remordimiento, había revisado la documentación preclasificándola y colocándola en cajas; y había
requisado las inútiles armas que Esposaro y Juan Carlos tenían escondidas.
Cuando Lucía Teresa fue obligada a salir de la casa, observó a Juan Carlos parado contra la
escalera; apuntado por un FAL que sostenía un soldado. Estaba con las manos sobre la cabeza y
desangrándose por el profundo tajo que se había hecho en la garganta. A unos pocos pasos yacía el
cuerpo de su esposo, con la cabeza apoyada en un charco de sangre. Allí, en el patio, le colocaron
una capucha y la condujeron pasillo afuera, hasta un automóvil. Pudo distinguir que era un Fiat 125
azul, gracias a que no la habían tabicado bien. Adentro del auto había otra mujer, secuestrada unas
horas antes. Preguntó por sus hijas, qué iba a pasar con ellas.
–Las dejamos bajo la custodia del vecino del departamento 4. Estaba tan cagado del susto que ni
siquiera dijo una palabra –le contestó uno de los hombres.
El resto rió a carcajadas. Lucía Teresa preguntó por su marido, pero nadie le contestó. De un
empellón la tiraron encima de la mujer que yacía en el asiento trasero y le ordenaron silencio.
El vecino del departamento 4, sobrepasado por los hechos que había vivido en la última hora, ni se
atrevió a mirar al cadáver extendido a pocos metros de él; y mucho menos al hombre que se
desangraba al pie de la escalera. Con ambos, en días anteriores, había intercambiado alguna que otra
conversación amable. Ahora deseaba con todas las fuerzas de su alma no haberlos conocido jamás.
Tomó a las niñas, que lloraban desconsoladas, y se encerró en su departamento.
Juan Carlos, casi insensible, por los efectos combinados de la detonación de la granada y la brutal
pérdida de sangre que le había producido el tajo en la garganta, fue levantado en vilo por dos
hombres y trasladado hasta una ambulancia, que había llegado al lugar formando parte del mismo
«operativo». Allí le realizaron algunas curaciones mientras el contingente, compuesto por cinco
vehículos, tomaba velocidad en dirección al campo de concentración «Club Atlético», erigido en el
predio que demarcaban las calles Paseo Colón, San Juan, Cochabamba y Azopardo, lugar desde el
cual habían salido para secuestrar a Juan Carlos.
Cuando el grupo de tareas llegó al «Club Atlético» fue recibido por el «Turco» Julián, quien ordenó
que hicieran descender a todos de los vehículos y luego se ocupó, a patadas, de ordenarlos de frente
a la pared, con la capucha puesta. Teresa Lucía pudo escuchar que Juan Carlos, a su lado, respiraba
con mucha dificultad. No se animó a decirle nada por miedo a que la castigaran. Luego los
separaron.
Lucía Teresa Ambrosetti fue liberada unas semanas después en una calle de Parque Patricios.
Previo a ello, pasó por extensos interrogatorios que buscaban ratificar la información que los
militares habían elaborado respecto de su esposo y de Juan Carlos; debió negar sistemáticamente
que conocía a cada una de las personas que le nombraban; y enredarse en el inmenso dolor de saber
a su marido asesinado; a sus hijas separadas de ella; y a ella misma sumida en la funesta
incertidumbre de no saber si viviría para volver a verlas.
Juan Carlos Daroqui no apareció nunca más.
–MARIA CELESTE MARINA–
18 / 10 / 1952 – 25 / 1 / 1978
«Azulita» se volvió a mirar en el espejo. Le gustó verse con el vestido nuevo; el verde claro de la
tela hacía juego con sus ojos, verde esmeralda. Sus cabellos castaños y ondulados, caían con
suavidad sobre sus hombros sumándole belleza y sensualidad al cuerpo de la mujer que comenzaba
a emerger. No había cumplido todavía los quince años y estaba en vísperas de asistir por primera
vez a un baile. Había participado sí en reuniones con chicos de su misma edad en las que había
bailado, pero esta vez era distinta; primero por el lugar: el salón de bailes del club Independiente,
ubicado en la esquina de Brown y Venezuela; luego por el origen de la música y finalmente por la
multitud que se reunía. Ella había asistido sólo a las fiestas familiares y a los «asaltos», realizados
en sitios pequeños; la música siempre la aportaba un tocadiscos y en el club Independiente habría
una orquesta; y fundamentalmente no habría mucha gente conocida. Era un universo nuevo al que,
frente al espejo que le devolvía su belleza, le costaba dar forma en su imaginación. Mucho trabajo
había invertido su amiga, María Rosa Ferrari, para conseguir el permiso de sus padres. Esa noche se
elegía a la Miss de la Primavera, y María Rosa era una de las aspirantes al cetro. Azulita creía que
María Rosa, muy bella a sus casi quince años, podía ganar el certamen y quería estar presente, para
formar parte de una fiesta que presentía inolvidable. Al fin había obtenido el consentimiento de sus
padres para ir.
A las diez de la noche salieron las dos, desde la casa de Azulita, con rumbo a la casa donde vivía
María Rosa, que lindaba con la sucursal del Banco de la Nación del cual su padre, Ángel Ferrari,
era el gerente.
María Irene «Maruca» Gallo y Jorge Federico Marina, padres de Azulita, no se quedaron del todo
tranquilos por esta primera incursión de la pequeña en la vida nocturna bolivarense; entendían que
su hija era poco más que una niña y que los bailes eran cosa de los adultos. Jorge Omar (a quien sus
amigos llamaban con el apodo de Pato), hijo mayor del matrimonio, percibiendo la luz de la
inquietud encendida en los ojos de sus padres, trató de tranquilizarlos.
–No se preocupen tanto, no le va a pasar nada, va con la familia de María Rosa. Además voy a
estar yo en el baile –les dijo.
Jorge, cuatro años mayor que su hermana, había sido desde siempre una especie de tutor, tan
cariñoso como sus padres pero más indulgente con ella, casi cómplice de sus travesuras. «Maruca»
y Jorge Federico tenían claro eso; y también que la presencia del Pato en el baile era un reaseguro
aceptable, lo cual en alguna medida aplacaba los temores.
Ya en la cama, el matrimonio habló sobre los hijos; sobre la hermosa relación que entre ellos
mantenían, lo cual hacía aún más agradable la vida que llevaban en familia; y sobre las sensaciones
cruzadas que el baile les había suscitado, las que a pesar de las palabras de Jorge sobrevolaban la
oscuridad del dormitorio. La charla remontó varios años hacia atrás, llegando a revisar incluso hasta
el lejano y único año que Azulita asistió al Jardín de Infantes, en el Colegio Jesús Sacramentado.
Maruca recordó que habían tenido que retirarla de las clases porque la niña no paraba de llorar,
convirtiéndose en un calvario para ella misma y en una molestia permanente para el resto de los
chicos y de los docentes. La nena, muy pegada a su madre, no aceptaba pasar mucho tiempo alejada
de ella.
–¿Te acordás cómo me abrazó cuando le dije que no la íbamos a mandar más al Jardín? –le
preguntó Maruca a su esposo.
Jorge Federico, invadido de ternura, contestó que sí, que se acordaba de cada detalle de la vida de
sus hijos. Ninguno de los dos pudo observar que por la mejilla del otro rodaba una lágrima
silenciosa. Luego se durmieron.
Despertaron de madrugada, advertidos por la animada conversación entre Azulita y María Rosa,
que habían decidido ir a dormir a la casa de la avenida General Paz al 300, propiedad de la familia
Marina. El volumen y la enjundia de los diálogos no coincidían con lo que, suponían los padres,
debía ser el epílogo de una jornada de baile; de modo que «Maruca» se levantó para ver qué
sucedía. Cuando salió del dormitorio, vio que su hija corría hacia ella, extendiéndole los brazos y
gritándole, feliz, que la habían elegido Miss de la Primavera y que María Celia Gómez Olivera,
Miss saliente, la había coronado. «Maruca» pensó que soñaba, que todavía no había despertado.
Pero no era un sueño, las chicas se lo confirmaron.
–Cuando llegamos al baile, nos inscribieron a las dos en el listado de las aspirantes –explicó María
Rosa– A Azulita no le pareció mal, y aceptó subir al escenario. Le juro, «Maruca», que lo hizo con
tanta soltura que sorprendió a todo el mundo.
El resto había sido casi mágico: los aplausos de la gente y la decisión unánime del jurado al elegirla
habían sido tan naturales que, juraban las chicas, se habían escalonado y acontecido como producto
de la determinación, del destino o de la escritura caprichosa de un Dios. Jorge Federico se levantó a
ver qué pasaba y se sorprendió tanto como su esposa cuando las chicas le contaron. Unos minutos
después llegó el Pato cargando deliciosas facturas, justo cuando «Maruca» preparaba mate y las
chicas abundaban en detalles que, antes de sumar felicidad, generaban una cierta incomodidad en
Jorge Federico y Maruca. Ellos no querían asumirlo en ese momento, pero el acontecimiento
demostraba que Azulita estaba dejando de ser una niña, que fuera de la casa era considerada una
mujer... y una mujer bella, susceptible de sobresalir entre bellas, tal como había quedado
demostrado en el certamen del baile. Luego del desayuno y los comentarios profusamente
desplegados, las chicas se fueron a dormir; el Pato hizo lo propio; en tanto que Jorge Federico y
Maruca se quedaron levantados, tratando de digerir, no sin dificultad, la novedad.
Los efectos inquietantes de aquella jornada tardaron en desaparecer del imaginario de Maruca.
Temía que su hija, que recién promediaba los estudios de secundario, aplicada en el conocimiento
sistemático del idioma inglés, que llevaba por fuera de la educación formal bajo la supervisión y
guía de la profesora Cepeda, e inseparable de la casa paterna, comenzara a salir y con esas salidas
fuera alejándose poco a poco de aquella niña hogareña y apegada que había sido hasta entonces. Por
más que le daba vueltas en su cabeza, «Maruca» no lograba superar las impresiones que emergían
de aquel primer baile, porque si bien ella siempre había visto hermosa a su hija, le agradaba que
otros ojos se lo ratificaran. Al mismo tiempo, que esa ratificación aconteciera en una circunstancia
tan inesperada para ella, tan elocuente acerca de la nueva etapa en que ingresaba su hija, hasta
entonces vista por ella como una niña, la inundaba de temores. Más se profundizaron aquellos
temores cuando integrantes de la comisión de Fiestas del club Alem llegaron a la casa de la calle
Brown para solicitarle que permitiera la participación de Azulita en el baile que se haría para elegir
a la Reina de los Estudiantes. Maruca dijo que no, que claro que no, que sólo la dejaría participar de
algún evento de esa naturaleza luego de que cumpliera los 15 años. Los comisionados del club le
tomaron la palabra: el baile en cuestión se celebraría en el curso del mes de noviembre y para
entonces Azulita tendría los benditos 15 años.
El baile fue una nueva oportunidad para el lucimiento de la pequeña: la eligieron Reina de los
Estudiantes, pero esta vez la felicidad inmediata de Azulita fue compartida por toda la familia, que
había asistido al baile.
Azulita no dejó de ser la misma niña que prefería quedarse en casa el mayor tiempo posible; incluso
si debía reunirse con sus compañeros de estudio, lo hacía en su casa.
A tal punto era Azulita apegada a su casa, que cuando había exámenes trimestrales en ciernes,
varios de los chicos con los que compartía el curso se quedaban con ella a pasar la noche
estudiando. Entonces Jorge Federico y Maruca preparaban mate, galletitas, tortas y los distribuían
por las habitaciones. Los chicos, como estrategia para evitar las charlas dispersantes, optaban por
recluirse cada uno en un cuarto diferente de la casa y se encontraban cada una o dos horas en el
living para intercambiar impresiones respecto de cómo avanzaban. La casa colaboraba con los
estudiantes gracias a la cantidad de dependencias que tenía. Jorge Federico, «Maruca» y el «Pato»
podían descansar tranquilos mientras los chicos trajinaban sin fin hojas y pasillos e intercambiaban
murmullos. Una de aquellas noches de vigilia estudiosa un ruido despertó al matrimonio. Jorge
Federico pensó que se había venido abajo el viejo ropero de la despensa, en el que había estado
buscando por la tarde unos recortes de viejos diarios. Ambos se levantaron y fueron a ver. El ropero
estaba firme sobre sus patas. Los recortes ordenados.
–Habremos soñado –se consoló en voz alta Jorge Federico ante la ausencia de señales físicas que le
hicieran posible identificar el origen del ruido.
Cuando regresaban a la habitación escucharon un murmullo que provenía del baño, era una mezcla
de múltiples comentarios entrecruzados y risas apagadas por la fuerza. Hacia allí fueron. Cuando se
asomaron a la puerta encontraron a varios de los chicos y chicas riéndose por lo bajo de Juan José
Ponisio, quien había elegido el baño como reducto para estudiar y se había caído del banco en que
se había sentado tras quedarse dormido. Para peor, el banco se había roto, ocasionando el estruendo
que había llegado a despertar al matrimonio y convocar a los chicos. Las risas y las bromas duraron
hasta mucho rato después de que el matrimonio regresara a la cama y el episodio se eternizó en el
diario íntimo que Azulita había comenzado a llenar.
En aquel diario íntimo Azulita dejó registrados muchos de sus pensamientos profundos y sus
pasiones adolescentes: el fugaz noviazgo con «El mago» Papaleo; una incipiente inclinación a la
religiosidad que con el paso del tiempo sólo se mantuvo en aquellas páginas, pero que en algún
momento llevó a su madre a visitar al sacerdote de la Iglesia San Carlos Borromeo para cerciorarse
de que su hija no iba a ingresar al noviciato; el nombre de las pequeñas muñecas que coleccionaba
desde la infancia; alguna rabieta de carácter ocasional revisada pocas páginas más adelante;
anécdotas en las que, invariablemente, aparecían involucradas María Rosa Ferrari, su amiga de
siempre, y Cristina Patiés, a quien había conocido en el transcurso de los años de escuela primaria;
un nuevo noviazgo, esta vez con un joven llamado Marcelo Britos; o su predilección por las
matemáticas y el inglés como objeto de estudio futuro. También desahogaría en el Diario su
inmenso dolor por la muerte accidental de uno de sus dos gatos: el gato tenía por costumbre dormir
debajo del automóvil de la familia, en el garaje; un día Jorge Federico tuvo que salir de urgencia y
no reparó en que justo debajo de una de las ruedas traseras estaba echado el felino. Al sacar el
automóvil lo pasó por encima dándole muerte.
Incluso escribió en aquel Diario sobre el primer cigarrillo que había fumado y de los temores que la
acometían cuando evaluaba cómo tomarían sus padres su incursión en aquel vicio. El mismo Diario
recogió en su mudez de tinta las primeras insinuaciones del amor que nació entre Azulita y Ricardo
«Nicuiti» Dacoba. Un día lo había visto en el cine, otro en la avenida, un tercero antes de entrar al
colegio. Todas las veces él la había visto a ella. La progresión en el tiempo de estas líneas, hablaron
luego de romance y alegría, como también de ruptura y dolor. Entre Azulita y «Nicuiti» tendría
lugar un hermoso episodio de amor, que se interrumpiría en el último año del secundario de ella.
Pero vayamos despacio.
La infancia de Azulita no tuvo más contrariedades y episodios felices que la de cualquiera otra niña
de clase media. Su nacimiento había opacado un tanto la estrella de su hermano, el primer nieto de
la familia, y sin embargo la relación que entre ambos mantenían se basaba en el amor. Su padre
estaba empleado en una casa de ferias propiedad de la familia, empresa que había sido fundada por
el abuelo Marina; su madre era ama de casa. Cada año, cuando llegaba el período de vacaciones,
toda la familia viajaba a Córdoba, Bariloche o en su defecto a Mar del Plata. De Bariloche, lugar al
que un invierno habían concurrido los cuatro integrantes de la familia, solía contar una graciosa
anécdota: entonces Azulita tenía doce años y ya había adquirido una delicada suavidad en el trato
con las personas y las cosas, lo cual hacía muy feliz a su madre y era motivo de fingida mofa por
parte de su padre. Sin tomar demasiado en serio las tiernas pullas a que la sometía su padre, Azulita
se conducía de igual modo tanto en la intimidad de su casa cuanto en público. Aquellas vacaciones
en el sur no modificaron aquella conducta.
Regresaban a Bolívar tras haber disfrutado diez fabulosos días en la paradisíaca ciudad de
Bariloche. Maruca y Azulita venían maravilladas por la exuberancia de la nieve, Jorge Federico y el
Pato por el tamaño de las truchas que habían pescado. Todos felices. Luego de cuatro horas de
manejar, Jorge Federico detuvo el auto en un restaurante de la ruta para almorzar. El hambre y la
fatiga invitaban a interrumpir por un momento el viaje. Entraron los cuatro al local y se entregaron a
dar satisfacción al apetito, y al mismo tiempo a recuperar fuerzas para retomar la ruta. Cuando
terminó la comida y llegó el turno del postre, las posibilidades que desdobló el mozo no resultaron
de interés para Azulita, quien solicitó le alcanzaran solamente un durazno fresco. Se lo trajeron y
consecuente con sus modales intentó comerlo utilizando los cubiertos, desdeñando el consejo de su
padre de utilizar las manos para manipularlo.
–Vos sabés papá que me da un poquito de pudor comer con las manos –argumentó la niña.
Pero el pudor se convirtió rápidamente en vergüenza cuando tras un mal movimiento del cuchillo el
fruto salió despedido del plato y fue a detener su carrera debajo de una mesa vecina. Jorge Federico,
que gustaba de hacer gracias para la diversión de sus hijos, se zambulló, literalmente, entre las
piernas del comensal vecino y regresó un instante después con el «trofeo». Nadie comió más, por
supuesto, y todos rieron. Salvo Azulita que, roja de vergüenza, se fue directamente al auto a esperar
que el viaje continuara.
Desde pequeña mantuvo la costumbre de ojear los diarios que su padre leía: Clarín y La Nación;
claro que reparando en artículos distintos; los vaivenes de la moda, el ajetreo de las estrellas del
momento o los anuncios que hablaban de los estrenos cinematográficos. Este hecho la mantenía
entretenida al lado de Jorge Federico mientras éste se informaba, con lo cual la actividad tenía más
origen en la necesidad de compartir momentos con su padre que en informarse. Probablemente de
aquellas jornadas le haya nacido el interés por la lectura que conservó después, refrendándose tanto
en los propios diarios como en libros.
En su paso por el Colegio Nacional, donde cursó el secundario, comenzó a experimentar algunos
cambios en su forma de ser. Si bien su dulzura no disminuyó en modo alguno, fue abriéndose más y
más a la inquietud social. Su acercamiento a la religiosidad la puso al mismo tiempo en el camino
de la solidaridad con los más humildes. Así, aprovechando que su familia tenía un buen pasar
económico, se dedicó a juntar y acondicionar ropa con el objeto de distribuirla entre aquellos
necesitados que trataba en la misa del domingo o en las jornadas que impulsaba la sacristía.
Y ni siquiera dejó de preocuparse por aquellas personas en momentos de singular importancia para
su propia vida, como por ejemplo cuando cumplió los quince años. Ese día primaveral de 1967
pidió a su madre que apartara tortas y demás delicias para compartirlas con los chicos a los que
frecuentaba en la iglesia.
–Es gente muy buena, mamá; y no ha tenido mucha suerte en la vida –adujo con candor.
Más tarde, en su vida de adulta descubrió que las necesidades de las personas humildes no tenían
origen en cuestiones de fortuna, sino más bien en desigualdades materiales y concretas, producto de
determinadas y concretas prácticas sociales, políticas y económicas. De momento, y promovida por
una tierna intuición, no dejaba de estar pendiente de los demás ni en su cumpleaños más
significativo.
Aquel día, la belleza interior que se insinuaba en sus acciones se multiplicó en sus facciones como
belleza exterior: Maruca le había comprado un vestido de gasa talle princesa, color celeste; y le
había peinado el delicado cabello castaño, coronándolo con un moño. La tez blanca y el lunar en el
pómulo izquierdo resaltaban su talante de Blancanieves. Maruca pensaba que, salvo algún aspecto
que le proporcionaba cierta incomodidad, de sus hijos no podía pedir más en esta vida: eran sanos,
bellos y comprometidos con su entorno.
La circunstancia que ingresaba algún atisbo de desazón al corazón de Maruca estaba centrada en la
religiosidad creciente de su hija. Más profundizaba su pequeña en el misticismo, acudiendo con
asiduidad a la iglesia en horarios de misa y fuera de ella, más se preocupaba Maruca. No quería que
su hija, la luz de sus ojos, terminara por introducirse en el camino de los hábitos religiosos; la
necesitaba disfrutando en plenitud de la adolescencia, como cualquiera de sus amigas y compañeras
de colegio. Para alivio de Maruca, este sesgo hacia la vida religiosa fue perdiendo fuerza hasta
desaparecer. No sin antes, claro, llegar a ser observado incluso por sus propias amigas en
circunstancias de algún modo curiosas: en el verano de 1968, invitada por la familia de María Rosa
Ferrari, viajó a Mar del Plata para disfrutar de unos días de vacaciones. Cada tarde, en la playa,
María Rosa observaba con la curiosidad de su años adolescentes cómo Azulita se las arreglaba para
rezar sin llamar la atención. Abría el bolso, metía una mano dentro de él para tocar la Biblia que
portaba, y murmuraba el Padre Nuestro. Varias veces. María Rosa, respetuosa, la dejaba hacer. Y,
claro, no le sacaba el tema en ningún otro momento.
Retomadas las clases, y tal como le había llegado el impulso místico, se le retiró. Nunca explicó
cómo había sido que, sin que nadie le aconsejara ni a favor ni en contra, en el curso de los últimos
meses había pasado del entusiasmo ferviente a la desestima absoluta. Tampoco hubo quien se
propusiera forzarla, después de todo, a que pusiera en marcha una revisión de sus actos; había
vuelto a ser la Azulita que la familia y sus amigos querían, y con eso bastaba. Y ese «regreso a sí»
iba a significar nuevas cosas en la vida de Azulita; las salidas a bailar alcanzarían, con la
inauguración de la primera confitería bailable –Epsilon–, una periodicidad mayor a la que habían
tenido hasta entonces, que de todos modos no habían sido muchas y preferentemente vinculadas con
los llamados «asaltos»; incluso el tipo de relaciones con el sexo opuesto sería diferente. Se puso de
novia con Marcelo Britos y, si bien esta relación tendría características similares a las que había
tenido el romance con el «Mago» Papaleo, –un amor epidérmico, puro e inocente–, tuvo una
duración y estabilidad notablemente mayores. Esa relación de todos modos no prosperó, aunque el
desenlace de ruptura no dejó más huellas que un recuerdo grato, desprovisto de resabios en ambos.
Azulita buscaba, acaso como la mayoría de las adolescentes de su edad lo haría, el amor de su vida,
y en su caso éste no tardó en aparecer.
Oficialmente, Celeste Marina y Ricardo «Nicuiti» Dacoba se conocieron en 1968, en un «asalto» en
casa de un amigo en común: Juan José Ponisio. Era frecuente que, en casas de familia, se
organizaran reuniones de adolescentes alrededor de los combinados musicales y, tan frecuente
como esos cónclaves, se consumaban tanto como desbarataban noviazgos. «Nicuiti» había sido
avisado por su amigo que Azulita iba a estar en la reunión, de modo que no debía perdérsela si tenía
ilusiones de mantener algún tipo de acercamiento con la joven. Fue. Y como suele suceder en estos
casos, una canción favoreció el contacto: bailaron y luego siguieron hablando. Había entre ambos
un acuerdo no dicho con palabras; se gustaban mucho, por ende tampoco había necesidad de dar
rodeos seductores y menos aún de arriesgar tímidas insinuaciones amorosas. Acordaron esa misma
noche en comenzar a verse con asiduidad y así lo hicieron, casi todos los días hasta que se pusieron
formalmente de novios.
–¡Nos arreglamos, María Rosa, nos arreglamos! –le contó radiante de alegría a su amiga la buena
nueva– Pero comencé con el pie izquierdo.
–Contame con detalles –pidió María Rosa.
–Quise hacerme la canchera y le pedí la camioneta a papá. Era el primer encuentro serio que íbamos
a tener y quería impresionarlo. Papá asintió y cuando Ricardo pasó a verme lo invité a dar una
vuelta. Subimos a la camioneta, la puse en marcha y dándomelas de Fangio comencé a acelerar,
pero no nos movíamos. Entonces Ricardo, con enorme ternura, me sugirió que, si mi deseo era que
la camioneta arrancara, primero pusiera el cambio. Quedé como una tonta.
Las amigas rieron de buena gana por un rato. No era la primera vez que Azulita ponía en juego su
condición de «atolondrada». Tampoco era la primera vez que su frescura convertía un traspié en
anécdota graciosa.
«Nicuiti» llevaba a Azulita dos años y medio de diferencia y, a pesar de haber repetido un año en la
secundaria, estaba en condiciones de terminar ese mismo año sus estudios. Este detalle ponía cierto
grado de incomodidad en la reciente pareja, porque ambos sabían que él, una vez acabada la etapa
de educación secundaria, partiría a Mar del Plata a seguir sus estudios universitarios. No obstante, y
para contradecir en los hechos aquellos temores que orbitaban en el cosmos potencial de sus
pensamientos, se entregaron a profundizar el amor que comenzaban a producir entre los dos. Los
asaltos, o las salidas en grupo al Bar Rex, a Don Enrique, Don Quijote, o La Barca, fueron en
adelante excursiones en pareja; incluso estaban juntos durante los días de semana, en los que ambos
aprovechaban las caminatas hasta Rivadavia y Avellaneda, domicilio de la profesora Cepeda, que
impartía clases particulares de Inglés a Azulita, para verse.
Fueron inseparables hasta febrero del año siguiente, cuando finalmente Nicuiti tuvo que viajar para
sumarse a la nueva camada de aspirantes a contadores en la Facultad de Ciencias Económicas de
Mar del Plata.
La distancia, antes que atenuar los lazos invisibles del amor, los fortaleció; y con ese
fortalecimiento llegaron a la joven vida de los enamorados, la angustia, la ansiedad. En efecto, las
ganas de verse, de delinearse en caricias, de mirar las mismas cosas en el mismo momento, eran
infinitamente más fuertes que los 400 kilómetros que los distanciaban. Así, Nicuiti comenzó a viajar
con asiduidad desde la costa atlántica hacia la mediterraneidad provincial de Bolívar para ver a su
amada. Cada fin de semana que pasaban juntos tenía las características del paraíso, el que, como si
quisiera emular inversamente la parábola de Dante Alighieri en la Divina Comedia, se convertía en
el infierno tan temido cuando se acercaba la medianoche del domingo, hora del regreso obligado a
la ciudad donde Nicuiti debía dar respuesta presencial a su condición de estudiante universitario.
Los preparativos del viaje de fin de curso y la estadía misma en Bariloche de los chicos que
finalizaban sus estudios en 1969 atenuaron por distracción esa imperiosa necesidad de verse que
habían desarrollado Azulita y «Nicuiti». Tanto ella como sus compañeros se abocaron a los
menesteres usuales: organizar distinto tipo de eventos para conseguir fondos con los cuales
financiar una parte del viaje; y a ordenar la indumentaria con que enfrentarían los rigores del frío
por un lado y las promesas de seducción mutua en los boliches por el otro. Cuando llegó el día de la
partida alguien comentó:
–Qué lástima que no viajen con nosotros Rolo y Federico
Los chicos, Pedro Francisco «Rolo» Culotta y Federico Rivadeneira, por distintas razones no
viajaban en el mismo colectivo, pero sí hicieron el viaje por las suyas: en tren, partiendo de la
estación ferroviaria de Olavarría. Las razones de Federico eran personales, las de Rolo Culotta no:
había sido expulsado de un modo inverosímil y sin ningún fundamento, salvo un exceso de
amonestaciones acrecentado sin que, ni el propio perjudicado, ni sus familiares, ni sus compañeros,
entendieran nada. No había sido la primera expulsión curiosa; ese mismo año se habían tenido que
ir del colegio otros dos chicos: Horacio Cieza y Alberto Vicente Pérez. En todos los casos, la
rectora del establecimiento, de un modo discrecional, había despachado sin más a los alumnos. De
modo que, luego de superar estas miserias ajenas, Rolo Culotta y Federico Rivadeneira llegaron por
fin a la Meca de los viajes de egresados en Argentina: Bariloche.
Los adolescentes llevaban consigo, además del siempre escaso dinero y los bolsos, la dirección del
hotel donde se alojaban ya sus compañeros. Al llegar allí, se encontraron con que no había más
lugar, de modo que regresaron al taxi que los había traído de la estación de ferrocarril.
–Don –dijo con su desparpajo adolescente Rolo– ¿no sabe dónde podemos conseguir hotel para
parar unos días?
El taxista los observó por el espejo retrovisor y les contestó.
–Va a ser difícil que consigan, porque está colmada la capacidad hotelera en esta fecha. Busquemos
algo y si no consiguen yo les doy alojamiento en mi casa, total es grande y mi familia no es muy
numerosa.
Los chicos no podían creer en su suerte, habían dado con un taxista samaritano justo en el preciso
instante en que más necesitaban ayuda. Entusiasmados por un plan b al alcance de la mano,
recorrieron varios hoteles –infructuosamente– hasta que, cansados, decidieron aceptar la invitación
del taxista.
Con el alojamiento resuelto, fueron al encuentro de sus amigos. Esa noche terminaron festejando en
el boliche por el encuentro y la buenaventura que habían tenido.
El resto de las jornadas, se desarrolló tal y como lo habían previsto todos: excursiones durante la
tarde, boliche durante la noche, algunas pocas horas de sueño durante la madrugada. Salvo un día
que fue destinado al cine. Justo en ese momento estrenaban en Bariloche la película Z, que llegaba
cargada de premios y buenas críticas. El grupo de Azulita, Horacio Cieza, Rolo Culotta, Alberto
Pérez, Federico Rivadeneira, propuso que fueran todos a verla y que luego debatieran acerca de los
disparadores éticos y políticos que de suyo traía. Fueron. Y tanta pasión recogió y potenció la
película que, de regreso en Bolívar, el propio Alberto Pérez dedicó un profundo artículo en la
revista «La Sopa», que mimeógrafo mediante elaboraba con la concurrencia de otros chicos.
Fueron días de solaz para todos, y en especial para Azulita que ya había estado en Bariloche pero
con la familia y con una edad que la exoneraba del mundo que había descubierto en este nuevo
viaje. Sólo había faltado, para que esos días remataran en la perfección, la presencia de «Nicuiti».
Por su parte, «Nicuiti» había estado madurando la idea de suspender, de momento, los estudios. La
estancia en Mar del Plata no cobraba sentido; extrañaba horrores a su novia, a sus amigos y se
desentendía de libros y exámenes. Era, más que otra cosa, una inequívoca pérdida de tiempo a la
vez que producción de angustias. Y, tal como era de prever, el joven abandonó la facultad. Y más
que por cualquiera otra razón, por volver a Bolívar a estar cerca de Azulita. Los meses que
siguieron a su regreso no fueron más que una reiteración aumentada de los meses anteriores a la
partida inicial; encuentros diarios, salidas al cine o a bailar; proyectar la vida juntos. Y en especial
esto último, puesto que el año que se avecinaba, 1970, venía con nuevas perspectivas para los
enamorados.
Para la cálida María Irene el inicio del nuevo año significó el comienzo de una etapa muy difícil, y a
la vez tuvo punto de inicio un silencioso orgullo. Su nena, ya egresada del colegio secundario,
partía para tomar clases de Inglés en el Instituto Oxford, de la Universidad de La Plata. Azulita se
separaba de su lado para abrirse camino sola, lejos de su casa; y al mismo tiempo ese paso resultaba
muy enriquecedor para su hija y eso la llenaba de orgullo. Azulita había soñado despierta durante
mucho con transitar una carrera universitaria en particular, y ahora era cuando llegaba la ocasión de
materializar aquellos sueños.
Pero, si bien Azulita había estado preparando este momento desde hacía años, estudiando inglés con
regularidad y manteniendo la idea de realizar el traductorado de ese idioma, cuando llegó la hora de
la separación sintió, igual que su madre, que algo se desgarraba hacia el interior de su cuerpo, lo
cual pudo contrarrestar de algún modo con las expectativas y entusiasmo que los nuevos horizontes
representaban.
El primer año de vida de Azulita en La Plata fue también similar al del resto de los chicos que
ingresaban a los estudios superiores. Se instaló, en compañía de su íntima amiga María Rosa Ferrari
que había ingresado en la carrera Psicología, en la pensión «Chemez», ubicada en la calle 42 entre 2
y 3. Allí ambas conocieron a chicas que provenían de distintas ciudades del interior de la provincia
y la primera preocupación que compartieron con ellas fue la ausencia de limpieza en el lugar, que
de francés tenía cierto aire solamente en el nombre.
–Hoy comemos bifes con ensalada de zanahorias –decía María Rosa, y las chicas que la escuchaban
sabían que, aun sin haber tenido información verbal ni haber asistido a la cocina, María Rosa no
podía equivocarse: sólo le bastaba observar los restos de los ingredientes debajo de las uñas de la
cocinera para pronosticar con certeza el futuro gastronómico que les deparaba el día.
–Tenemos que buscarnos otro lugar –le dijo Azulita a María Rosa unas pocas semanas después de
haber llegado. No hizo falta comentario alguno más y no sólo se fueron las dos amigas; un par de
chicas, que habitaban la pensión desde unas semanas antes que ellas llegaran, también decidieron
iniciar el camino del éxodo de aquel lugar indelicado, puesto que observaban que sus propietarios se
habían desapegado de la higiene. Se instalaron en otra pensión, en mejores condiciones de
habitabilidad, ubicada en calle 46 entre 1 y 2. Incluso les quedaba más cerca de la Facultad de
Humanidades.
Ese primer año transcurrió sin mayores sobresaltos que el impacto negativo en la pensión inicial.
Los estudios se sucedían con arreglo a las dificultades y esfuerzos que habían previsto, de modo que
si les entregaban el tiempo y la dedicación adecuados, no constituían obstáculo alguno para avanzar.
Al año siguiente, María Rosa y Azulita, arraigadas en la ciudad, decidieron mudarse a un
departamento. Coincidieron en la idea con Marisa de Petris y Ana Hita. Alquilaron en calle 53 entre
2 y 3, lo cual no modificaba mucho la distancia que las separaba del fragmento de ciudad que
consumían con mayor asiduidad: la facultad, el comedor estudiantil, el cine, las peñas en las casas
de estudiantes, todos sitios ubicados en el centro, en un radio no superior a quince cuadras, distancia
apropiada para movilizarse a pie, es decir ahorrando en transporte.
Los viajes periódicos que Azulita realizaba a Bolívar le resultaban una forma de «desenchufe»
parcial de la vida universitaria. «Maruca» quería saber si los estudios avanzaban tal y como su hija
había planificado que avanzaran, a paso firme, superando parciales y pruebas. Azulita le aseguraba
que los años de aprendizaje previos, si bien carentes de la rigurosidad científica en el abordaje que
es característico de la universidad, la habían familiarizado con un buen número de construcciones y
conceptos, los cuales ahora le facilitaban –en esos primeros tramos de la vida académica– las
lecturas.
En uno de esos viajes a Bolívar Azulita habló con sus padres de una nueva instancia en su vida. Ya
estaba aclimatada en su nuevo contexto socio estudiantil, tenía la carrera encaminada y, por lo tanto
bajo control, de modo que no necesitaba todo el día para dedicárselo al estudio.
–Me gustaría trabajar, porque sé que si trabajo puedo aliviar el esfuerzo económico que están
realizando ustedes –les dijo.
Y si bien a sus padres les habló en términos potenciales, hacia su interior esa idea formaba parte de
una convicción que rápidamente hizo práctica. De regreso en La Plata salió a buscar y consiguió
empleo en el Ministerio de Bienestar Social provincial. Para Azulita, esta nueva situación mejoraba
en todo sentido su situación, porque además de proveerle ingresos apuntalaba en gran medida sus
intenciones de prestar ayuda a quienes la necesitaban. Su inclinación hacia el trabajo solidario
encontraba en aquel lugar el marco adecuado para profundizar sus ganas de participar en la vida
social que se abría cada vez más ante sus ojos.
No obstante esta cuasi plenitud que encontraba en el estudio, en las relaciones con su familia y en el
trabajo, no llegaba a todos los rincones de su alma; no todo caminaba por los andariveles que ella
deseaba. En medio de la vorágine de cambios: de ciudad, de pensiones y departamentos, de hábitos,
de amigos un distanciamiento momentáneo se había corporizado entre Azulita y «Nicuiti», para
dolor de ambos. Casi todo el primer año que Azulita pasó en la ciudad de los ministerios y las
diagonales, estuvieron alejados. Él viviendo, estudiando y trabajando en Buenos Aires, y ella lo
mismo pero en La Plata, sin verse y sin llamarse por teléfono. Pero el amor, por fin, venció los
pruritos que ambos mantenían y regresaron al cauce de los besos y las jornadas juntos.
Ricardo se había instalado en Buenos Aires, en una pensión ubicada en Viamonte y Junín, frente a
la Morgue y muy cerca de la Facultad de Ciencias Económicas en la cual pensaba inscribirse. No
obstante, terminó por anotarse en la UADE para estudiar la carrera de Administración Agraria
(entre los años 1970 y 1975, Ricardo cambió tres veces su orientación universitaria: de la UADE
pasó a Ciencias Económicas y de allí a la carrera de Sociología). También, tanto como Azulita y
miles de chicos universitarios de entonces, Nicuiti incursionó en un trabajo, de modo que hasta que
adecuó sus horarios, su vida social, es decir la relación con sus amigos bolivarenses que habían ido
a estudiar a Buenos Aires (salvo el encuentro diario con Horacio Moya, Pocho Frau, Rolo Culotta,
todos de Bolívar, todos amigos suyos, que trabajaban en Granja San Sebastián con él), las salidas
para conocer nuevos lugares y nueva gente, debió mantenerse calma. Además, atenuando más aún
sus deseos de hacer vida mundana fuera de las obligaciones laborales estaba el distanciamiento con
Azulita. Distanciamiento que, tras algunos meses que le parecieron siglos, se acortó
definitivamente. Con el reencuentro también llegó el trajín, porque habiendo recuperado las ganas
permanentes de verse, una vez uno, otra vez otro, era inducido a tomar el tren hacia La Plata o
Buenos Aires, según quien se trasladara, para pasar algunas horas o el fin de semana juntos. Si el
encuentro acontecía en día hábil salían a visitar amigos; si era fin de semana el destino era el cine o,
preferentemente, las peñas folclóricas, concurrentemente festivas. Ambos disfrutaban mucho de las
zambas, chacareras, guitarreadas, empanadas y vino en «El Bagualero» o «El Almacén de Don
Enrique».
Cuando Azulita, Lilian Cortina, Nora Noseda y otras chicas decidieron mudarse a una casa en
Tolosa, todo resultó mejor aún. Los novios de las chicas de Bolívar (de Azulita, «Nicuiti»; de
Lilian, Daniel Beltramini; y de Nora, Rolo Culotta) eran muy amigos, y eso favorecía la estadía y
los encuentros. Muchos fines de semana, aprovechando que la empresa San Sebastián había
adoptado como política regalarle pollos a sus empleados, solían llegar Rolo y «Nicuiti» cargando
las deliciosas aves, listos a organizar la cena. Para eso contaban con un gran patio, en el fondo del
cual aguardaba una parrilla. Las chicas se encargaban de los mandados y de disponer cubiertos y
vajilla. Azulita, cada vez que le tocaba a ella ir al almacén, «invitaba» con un suave silbido a la
perra –que se llamaba «Mendieta»– para que la acompañara. En realidad, gracias a que tenía gran
afinidad con los animales –ya hemos comentado el episodio del gato en su infancia–, no sólo se
hacía tiempo para jugar con «Mendieta», sino que se ocupaba del regocijo del gato que había en la
casa, y de intentar con reiterados fracasos que el loro «Timoteo», regalo de Daniel Beltramini,
hablara.
Los domingos a media mañana, los varones que habían llegado a ver a sus novias se enredaban en
un «picado» en el terreno baldío que había en la esquina. Este ritual (de cena sabatina argumentada
en la parrilla y de fútbol dominical) mantuvo su vigencia hasta 1975. Cortado por Azulita y
«Nicuiti» las veces que el tiempo y el dinero les permitía, para realizar el consabido viaje a Bolívar,
donde los esperaban las familias, los amigos que habían optado por otro destino de estudios o
aquellos amigos que habían elegido quedarse a trabajar. Los afectos se mantenían firmes y
cultivados sin hacer caso de los kilómetros que separaban a «Nicuiti» y Azulita de su ciudad natal.
Los grandes cambios que se anunciaban en las consignas que surcaban el espacio auditivo y visual
de los años iniciales de la década del setenta, comenzaban a presagiarse en un horizonte mediato. Y
como todo cambio en la estructura social repercute en los individuos que la conforman, tanto
«Nicuiti» como Azulita comenzaron a experimentar cambios; imperceptibles al principio, pero
fácilmente visibles con el correr de los meses. La extensión de la discusión política, que al calor de
hechos fenomenales como la sucesión de tres presidentes de facto en sólo nueve meses; de junio de
1970 con la deposición de Juan Carlos Onganía, el breve gobierno de Roberto Lévingston y la
asunción de Alejandro Agustín Lanusse en marzo de 1971; la rápida dilatación de la fama de
Montoneros, que había hecho su primera y espectacular aparición en 1970 con el secuestro, juicio
sumario y fusilamiento de Pedro Eugenio Aramburu; la aparición de otras organizaciones armadas,
incluso de signo político de cuño marxista como el ERP; el refortalecimiento del «movimiento»
peronista luego de quince años de brutal silenciamiento; el siempre vigente poderío de los
sindicatos y sus estrategias de golpe y negociación; el crecimiento exponencial de la Juventud
Peronista, que llegaba incluso a ocupar espacios muy importantes en las universidades, lugar que
por años había estado vedado al peronismo; el hecho de que la dictadura comenzara a sopesar la
idea de la «Normalización institucional»; en fin, todo esto junto y más, claro, impregnó el cuerpo y
el alma de los jóvenes amantes. No podía ser de otro modo, era imposible sortear la discusión
política porque atravesaba toda la vida nacional y, en términos estadísticos, quien no estaba
relacionado con un sector de la vasta militancia social y política, estaba relacionado con otro,
independientemente del grado de inserción y compromiso que cada quien asumiera.
Como tantos otros jóvenes, Azulita marchó a Ezeiza a recibir al líder exiliado del que tanto había
escuchado discutir. Los violentos sucesos que allí observó fueron suficientes para que desechara la
idea de sumarse a la JUP, organización de mucho e importante predicamento en la Facultad. No
cuestionaba, claro, la elección de los jóvenes militantes; sino la pertenencia al mismo origen de los
responsables de aquella violencia. Todos los grupos se presentaban como tributarios del
«Movimiento Peronista» y sin embargo según todas las informaciones que le llegaban, los
«peronistas de derecha» habían descerrajado sus armas sobre la indefensa humanidad de muchos de
los militantes de lo que consideraban la «izquierda peronista».
De todas maneras, y como la política y la necesidad de ser parte de ella constituían en gran medida
el imaginario «natural» de aquellos días, Azulita no tardó en sumarse a una organización: ingresó a
ese nuevo y mágico mundo de la voluntad política estableciendo contactos, muy tenues y sin
ninguna continuidad orgánica, con integrantes del Partido Comunista Marxista Leninista de La
Plata (PCML). Un tanto por vínculos de amistad y otro porque de algún modo las cuestiones del
socialismo no habían sido ajenas a su infancia, escuchadas de boca de su padre Azulita comenzó a
frecuentar la célula del PCML que ventilaba sus propuestas y opiniones en los claustros de la
Facultad de Humanidades de La Plata. Primero como adherente periférica, luego con el paso de los
años siendo un acólito más en las reuniones celulares de debate y organización, y algunas veces en
la distribución de volantes y pintadas. No fue, hasta donde hemos podido saber, una militante
profunda; es decir, no estuvo entregada a la diaria y sistemática labor de estar a disposición del
partido o la organización, y mucho menos fue un «cuadro» dirigencial. Se mantuvo en una difusa
regularidad, espaciando azarosamente sus incursiones en las tareas de la militancia.
Para entonces, 1974, la residencia que ocupaba, también con otras chicas, estaba ubicada, como ya
hemos adelantado, en el barrio de Tolosa; en calle 526 y 11. Allí Azulita comenzó a separarse de
dos pilares que hasta entonces habían sido básicos en su vida, uno relacionado con sus afectos y el
otro con sus objetivos: el primero tenía que ver con María Rosa Ferrari, su mejor e íntima amiga,
que regresó a Bolívar interrumpiendo de momento sus estudios de Psicología (los finalizó unos años
más tarde); en segundo lugar, ella misma se alejó paulatinamente de los estudios de Inglés, con lo
cual se apartó de los sueños que la habían hecho incluso radicarse en La Plata.
Allí, también, compartió uno de los cuartos de la casona con «La Gurisa», que colaboraba en la
estructura de Inteligencia del ERP oficiando de correo. No fueron pocas las veces que La Gurisa y
Azulita se encerraron en la habitación para charlar cuestiones afines a la militancia. A pedido de
ellas fue establecida una contraseña: si al llegar a la casa, en el cesto de basura había una percha,
había que pasar de largo, evitar la casa porque algún peligro acechaba. Y ese peligro, claro está,
provenía de las fuerzas de seguridad. Se sabían, o mejor dicho intuían, tenidas en cuenta por su
militancia; esto es, tanto Azulita como «La Gurisa» creían que de algún modo los servicios de
inteligencia las vigilaban. Y el tiempo les dio la razón. Un comisario platense, Garachico de
apellido, anudado en parentesco con Lilian Cortina, les avisó que la casa estaba a punto de ser
allanada por un grupo de tareas. El aviso, providencial, les dio tiempo de «levantar» la casa y
desperdigarse. A la mañana siguiente del comentario salvador, de a pie y como pudieron, las chicas
y algunos de los novios trasladaron los muebles hacia un lugar seguro. Daniel Beltramini llevó la
peor parte: le tocó en suerte transportar la mesa, lo cual hizo cargándola sobre sus jóvenes espaldas.
Y no solo eso, encima de la mesa le acomodaron un par de «monos» con prendas varias, los que
multiplicaron el peso. Ese día, las amigas se dispersaron para no volver a reunirse bajo un mismo
techo.
En 1975, como el motivo que la había anclado en La Plata, el estudio de Inglés, se había diluido
hasta perder entidad, Azulita decidió cambiar de geografías. Habló con Nicuiti y entre ambos
decidieron que estaba bien que ella se mudara a Buenos Aires. Primero, claro, como una etapa de
prueba que en rigor de verdad ya habían superado, recalaría en una pensión, y luego si todo
funcionaba como pensaban ambos, se juntarían bajo un mismo techo. Ya habían probado en los
últimos años la convivencia –de una manera efímera cada vez– aprovechando los fines de semana
que podían estar juntos. Y les había ido muy bien, aunque sabían que no era cuestión de transpolar
sin análisis el fruto de un par de días al resto de los días de vida que les quedaban para estar juntos.
Esa modalidad, de convivencia parcial, continuó durante todo ese año, aconteciendo cuando el
cuarto de la pensión que Nicuiti compartía con otro joven estaba disponible para la pareja. El
compañero de cuarto, un estudiante del interior, viajaba fin de semana por medio a su casa natal y
esos días eran aprovechados por Azulita y Nicuiti. Por supuesto que no sin sufrir algunos
imponderables: como era norma en la pensión sólo la habitaran hombres. Azulita no podía acreditar
abiertamente que se quedaba a dormir; de modo que si en la noche tenía ganas de ir al baño debía
escurrirse subrepticiamente hasta el bar de la esquina. Una minucia que el amor convertía en
anécdota con orillos graciosos.
Las ganas de tenerse el uno al lado del otro forzaron la decisión de juntarse y para eso primero
alquilaron una pieza en una pensión –tipo pajarera, viable como pensión gracias a las características
de la vieja vivienda extendida a lo largo de un amplio solar– en el barrio de San Telmo. Ambos
trabajaban; Nicuiti en la empresa de seguros «Patria», y Azulita en la agencia de publicidad
«Sícero», puesto al que accediera merced a la mediación de Lilian Cortinas. Allí su labor consistía
en desempeñarse como asistente bilingüe. No duró más que un par de semanas. Sin dar detalles
sobre las causas que le impedían continuar en la empresa, se alejó definitivamente; luego tomó un
lugar vacante en una clínica propiedad de una familia oriunda de Bolívar: Bacigalupi. Esta
circunstancia alentó en ambos el entusiasmo por convivir. Dos ingresos fijos daban bases firmes
incluso al sueño de tener un departamento propio, lo cual no tardó en ser discutido. Nicuiti dijo que
podía conseguir el crédito para enfrentar la compra, sólo que en tal caso tenía que volcar
prácticamente todo su sueldo en la cuota. Azulita respondió que con su sueldo podían sobrevivir y
que lo demás podía ir arreglándose con el tiempo. Lo importante era que, por fin, dieran por
concluida una etapa, la de la vida de estudiantes. Nicuiti compró el departamento. Mediano,
suficiente para los dos, ubicado en la calle Virrey Cevallos al 1450, en el piso tercero, unidad
funcional 23, a media cuadra de Plaza Garay, en el barrio de Constitución.
Luego de la imperdible inauguración, con las clásicas empanadas, vino y por supuesto amigos
Azulita y Nicuiti se embarcaron en la no menor tarea de acondicionar el lugar para convertirlo en
hogar. Los muebles, en su mayoría, les llegaron por obsequio; y, claro, los primeros aportes los
hicieron las familias de ambos, y en menor medida después los amigos, tan encorsetados
económicamente como ellos. Pero, ni el rejunte del mobiliario, ni las veces que ambos tuvieron que
concurrir a sus trabajos a pie porque no tenían con qué pagar el transporte amortiguaron la felicidad
que les producía saber que al final del día volvían a encontrarse para continuar la construcción de la
familia que querían, anhelaban ser.
La capacidad de gestión que había demostrado tener Nicuiti en Seguros Patria le cultivó cierta fama
entre sus allegados, empleados de la firma, clientes y gerentes de firmas de la competencia; tanto
fue así que esa fama le sirvió para obtener la oportunidad de ingresar a trabajar en una de las
grandes empresas de entonces: Columbia de Ahorro y Préstamo para la Vivienda. En Columbia le
asignaron el puesto de jefe de compras y con el cargo, además de las responsabilidades a que estaría
sujeto, le estipularon un sueldo varias veces superior al que había percibido en el empleo anterior.
La empresa Columbia, un holding gigantesco propiedad del Banco de Crédito Argentino
profundamente arraigado en su sector, pasaba en esa época, fines de 1976 principios de 1977, uno
de sus mejores momentos. La orientación de la política económica que impulsaba José Alfredo
Martínez de Hoz estaba dirigida con preferencia crucial a la protección y promoción del sector
financiero, de modo que Columbia tenía como referente, mentor y respaldo el discurso del propio
equipo económico nacional. Nicuiti solía bromear ante sus amigos sobre la pequeña paradoja en que
estaba inmerso: una empresa que se dedicaba a la venta de dinero compraba –con dinero– su fuerza
de trabajo para que él, a su vez, oficiara en ella como jefe de compras. Lo cierto es que con el nuevo
empleo las penurias económicas que habían padecido en los últimos meses comenzaron a quedar
atrás.
Reeditaron, ahora con mayor discrecionalidad de recursos, la vida social que preferían: salidas al
cine o a cenar a los carritos de la Costanera o viajes mensuales a Bolívar y Mar del Plata, donde
ambos tenían afectos de tipo filial y amistoso. Parecían tiempos buenos.
Pero no todo estaba bien para la pareja. Había un tema que ingresaba a las conversaciones cada vez
con más asiduidad, estableciendo zonas de oscuros presagios al futuro que ambos novios deseaban:
ese tema era político, mejor dicho tenía relación con las ideas políticas de ambos, y en especial de la
relativa participación que habían mantenido con el PCML, especialmente Azulita. El invierno de
1977 no había sido bueno en noticias; varios de los compañeros con los cuales Azulita había tenido
contacto en la célula del PCML de La Plata habían sido secuestrados por fuerzas represivas y nada
se había vuelto a saber de ellos. Los mismos compañeros habían conectado a Azulita en 1975 con
un grupo de la Capital Federal, con el cual si bien ya no tenía contactos, sí le llegaban noticias, las
que para colmo contenían el mismo mal trago que las que le susurraban sus amigos de La Plata.
Convivía con estos temores: la ola de rumores que circulaban desde hacía meses sobre la existencia
de cárceles clandestinas donde literalmente se amontonaban personas detenidas sin cargo ni juicio;
los muertos en «enfrentamientos» que mencionaban a diario los medios de prensa y sobre los cuales
Azulita tenía una intuición atroz: creía que la mayoría de los enfrentamientos eran fraguados por las
propias fuerzas represoras para encubrir otras formas de muerte; por fusilamientos, por tortura.
Cuando los temores, fundados por cierto, dejaban de ejercer presión y había que seguir la vida a
pesar de todo, la pareja se entregaba a pensar otras cosas, una de ellas de gran trascendencia: tener
un hijo. Consolidada la pareja, aceptada y, más que eso, festejada su unión por parte de las familias
de ambos que veían en la convivencia el resultado del mutuo amor; concluida la vida casi itinerante
que habían llevado los últimos años; y ahora con ingresos que les permitían sostener holgadamente
un nivel de vida agradable, Nicuiti y Azulita podían entregarse a la búsqueda del hijo que los
elevaría de categoría y les abriría un nuevo cauce para el amor que los poblaba. Por ahora, ese cauce
desagotaba sus caricias y mimos en los sobrinos que ambos tenían.
En diciembre de 1977, Nicuiti y Azulita viajaron a Mar del Plata para pasar unos días allí, de
vacaciones. La hermana de Nicuiti, Graciela, les dio albergue en su casa. A Graciela le gustaba
recibir a su hermano y su novia, los veía tan pegotes, tan el uno para el otro que no podía evitar
pensar en que se acercaban a lo que ella imaginaba como pareja ideal. Azulita le acompañaba en las
compras y Nicuiti se entretenía conversando con Roberto Badovino, el compañero de su hermana.
Roberto era oriundo de Chile y tanto a él como a Nicuiti les gustaba charlar sobre las similitudes y
diferencias de la vida que por entonces atravesaban a los dos países. Azulita y Graciela también
terciaban en la charla que, infaltablemente, terminaba comparando a la dictadura que encabezaba
Jorge Rafael Videla con la que dirigía Augusto Pinochet. Llegaba el almuerzo y luego de él la
playa. Y en la playa las miradas masculinas sobre la bella anatomía de Azulita, incluso algún piropo
que despertaba más risas que rechazo en el grupo. Nicuiti no era celoso, no podía serlo toda vez que
estaba plenamente seguro del amor de Azulita.
Y luego de la tarde junto al mar, la noche marplatense que invitaba a salir ofreciendo todas sus
posibilidades recreativas.
Y sin embargo, detrás de tantas ganas de vivir pasándolo bien, los temores reincursionaban
ensayando sus latencias oscuras para inquietar el corazón de Azulita. Volvía a pensar en las malas
noticias que le llegaban sobre amigos y compañeros de la universidad; sobre los chicos que había
conocido en el PCML; sobre conocidos de relativa cercanía; y se le ensombrecía el presente. Era
como si algún temor insondable emergiera por rachas para dispararle dardos de inquietud a su
corazón.
Cuando regresaron a la Capital Federal, Azulita le pidió a Nicuiti que hicieran un viaje a Bolívar.
Quería ver a sus padres, su hermano, sus sobrinos, sus amigos... quería insuflarse nuevas fuerzas
tomándolas de quienes más quería.
A mediados de enero de 1978 tomaron el colectivo en la terminal de Retiro rumbo a Bolívar. Fue un
fin de semana de gran trajín: almuerzo en casa de los Dacoba, cena en casa de los Marina; visita en
la mañana a la familia del «Pato», hermano de Celeste; visita en la tarde a casa de Julio, hermano de
Ricardo. Fue precisamente la casa de Julio Dacoba, última etapa en el raid de visitas y comidas que
realizó la pareja ese fin de semana. Allí, Azulita comentó que estaba llevando adelante una serie de
entrevistas laborales a fin de ingresar como secretaria bilingüe en la casa central del Banco de
Galicia. Le quedaban un par de entrevistas más por realizar pero era seguro, por lo que le había
confesado un alto directivo, que la tomarían a ella. Y esa era una muy buena noticia porque el
sueldo era superior al que ganaba en la clínica de Bacigalupi y además era para desempeñarse en un
trabajo que le gustaba mucho más.
A la medianoche, cuando se acercaba la hora de tomar el colectivo de regreso, Genoveva, la
pequeña hija de Julio Dacoba y Angelita Godoy, se tomó del regazo de Azulita y le pidió que se
quedara, que no regresara a Buenos Aires. Que con sus tres añitos necesitaba tenerla a ella y a su tío
Ricardo para disfrutar de los juegos con ellos. La sonrisa condescendiente de los adultos trocó en
rostro serio cuando observaron que Genoveva rompía desconsoladamente en llanto, porque sus tíos
no podían quedarse. Julio y Angelita tuvieron que intervenir con firmeza para lograr que Genoveva
soltara las ropas de Azulita.
–No sé, parece que «Geno» quiere que te quedes acá, Azulita. Eso pasa porque la consentís en todo
–sermoneó en broma Angelita a su concuñada mientras iban camino de la terminal, donde el
colectivo aguardaba dispuesto. Se despidieron.
El viaje de regreso sirvió a la pareja como un momento apropiado para ordenar en palabras las
sensaciones y afectos, que en ese fin de semana habían entrado en un estado de ebullición.
–¡Cómo me costó esta despedida! –confirmó Azulita.
Nicuiti le respondió que a él también le había costado más que lo habitual. Acaso fuera por la
última impresión, la que les había causado el llanto desgarrado de Genoveva. Acaso también porque
volvían a la Capital y al volver reanimaban ese oscuro temor que se agazapaba en algún lugar de la
conciencia desde el 24 de marzo de 1976 y que tiraba zarpazos de vez en vez, cuando llegaban
comentarios sobre los amigos que habían desaparecido sin dejar rastros luego de ser secuestrados de
sus casas o cuando observaban en las calles de la ciudad la operatividad visible y no menos
aterradora de la represión. El cruce crítico de estos pensamientos generaba una revulsión incómoda.
Se calmaba un tanto cuando pensaban que, si alguien los estuviera buscando a ellos, ya los habría
encontrado: a Nicuiti porque era empleado formal de una empresa de fácil localización; por otra
parte Azulita no podría haber pasado tantas pruebas en el Banco de Galicia si sobre ella pendiera
algún pedido de captura o alguna indisposición. Pero esa calma se situaba exclusivamente en el
plano personal, porque cuando pensaban o hablaban de los amigos y compañeros que habían sido
secuestrados no había forma de hallar consuelo. Por fortuna para ambos, el suave meneo del
colectivo acortando distancias con el destino les permitió cobijo en el sueño.
La semana comenzó del mismo modo que habían comenzado, por lo menos, las últimas. Nicuiti
ocupado en sus labores desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde; Azulita pendiente de
la entrevista que, si todo salía bien, la pondría en inmejorables posibilidades para ocupar el puesto
de secretaria bilingüe en el Banco de Galicia. Él cumplía su horario y deberes, y ella pasaba a
recogerlo en un taxi luego de haberse desocupado.
–¡Ricardo, me dieron el puesto. Es una decisión tan firme que hasta me entregaron el uniforme! –le
gritó a través del teléfono Azulita a Nicuiti.
Luego, más calma, le contó que el primero de febrero comenzaba y que, a juzgar por lo que le
habían dicho, el régimen horario sería muy parecido al de él, de modo que no se resentirían los
tiempos en que podían estar juntos. La rutina de recogerlo en el taxi al término de la jornada podía
seguir funcionando. Recién cuando colgó el teléfono, Nicuiti se percató de la emoción que se había
apoderado de él. Cuando se encontraron, casi a las siete de la tarde, se abrazaron como si volvieran
a verse luego de largo tiempo de separación. Azulita había puesto muchas ilusiones y energías en
este trabajo, y finalmente lo había conseguido. Esa noche fueron a cenar a la Costanera.
El 25 de enero de 1978, Nicuiti se levantó a las seis y treinta de la mañana. Se duchó, preparó el
desayuno y despertó a Azulita para que, del mismo modo en que lo hacía todos los días, lo
compartiera con él.
–¿Por qué no llamás a tu mamá para comentarle que ya te aseguraron el trabajo? –le preguntó en
formato de sugerencia Nicuiti.
Azulita le respondió aceptando la sugerencia y le prometió que lo haría al mediodía. Además le
confió que aprovecharía el día para leer las últimas páginas de una novela que la había atrapado en
sus intrigas y rebusques. Estaba confiada en leerlo antes de las seis de la tarde, en que saldría del
departamento para pasar a buscarlo por la puerta del trabajo.
Al mediodía, Azulita detuvo la lectura para almorzar y también para comunicarse con Maruca, su
madre. Le contó con detalles la última entrevista con los empleados jerárquicos del Banco de
Galicia y le señaló que el puesto ya era suyo, incluso le mencionó que tenía en su poder el uniforme
que usaría a partir de febrero. Maruca se sintió radiante a la distancia. De alguna manera un trabajo
así era el sueño que había tenido desde chica su hija. Para eso había tomado interminables clases de
inglés durante años en Bolívar y para eso se había mudado a La Plata. El trabajo constituía una
pequeña revancha frente a la desazón que había sentido cuando Azulita le confirmara que
abandonaba para siempre los estudios.
Aproximadamente a las cuatro de la tarde, Azulita llamó a Nicuiti. Le contó que había hablado con
su madre y que ésta se había mostrado muy feliz con la noticia. También le dijo que no había
podido terminar la novela, pero creía que al menos podía leer, antes de pasar a buscarlo, el
anteúltimo capítulo.
–En todo caso, lo termino y llego un ratito más tarde –se cubrió.
A las siete de la tarde, Nicuiti tenía todo listo para salir, sólo aguardaba a que le avisaran desde la
Recepción que había llegado Azulita. Cuando pasó la primera media hora, pensó que la novela
había estado más interesante que lo que él creía, ya que había hecho demorar más de la cuenta a su
novia. De todos modos era temprano, el sol todavía iluminaba con fuerza en los últimos pisos de los
edificios. A las ocho, Nicuiti llamó a su casa. No fuera a ser que, fruto de un malentendido, él
aguardara en la oficina y ella en la casa. No le contestó nadie. A las ocho y treinta estaba muy
preocupado. Pensaba que, si había salido unos minutos antes del llamado que él había hecho, ya
tenía que estar junto a él. A las nueve estaba desesperado. Llamó a sus amigos para preguntar si no
la habían visto y ante la negativa general decidió irse él mismo hasta su casa. Ya eran casi las diez
de la noche. Llegó y en el departamento estaba todo en orden. Sobre la mesa, cerrado y con un
señalador indicando el lugar donde se había detenido la lectura, estaba el libro que había entretenido
a Azulita esos días.
Durante toda la noche, y al otro día, Nicuiti, acompañado por su amigo Rolo Cultota, recorrió las
cincuenta comisarías de la Capital Federal y todos los hospitales, buscando a su novia. Llamó a
todos sus amigos, a sus conocidos, a sus familiares, no pudo encontrar a ninguna persona que le
calmara la angustia que le consumía el corazón.
Epílogo
Por denuncias que obran en los archivos de la CO.NA.DE.P, hay datos firmes y concretos que
atestiguan el paso forzado de Azulita por el centro clandestino de detención y tortura llamado El
Banco. Los testimonios, vertidos por Oscar Alfredo González y Horacio Guillermo Cid de La Paz,
ex detenidos desaparecidos que sobrevivieron al horror, coinciden en sostener que Azulita fue
abordada por un grupo de tareas en plena vía pública y que ella había identificado entre los hombres
que la secuestraron a integrantes de la Policía Federal. No hay datos específicos sobre el lugar y las
circunstancias en que ocurrieron los hechos. Según los denunciantes, Azulita confiaba en que
saldría en libertad rápidamente, puesto que así se lo habían hecho saber sus captores. También se
alude en la denuncia a una serie de fotografías que, muy inusualmente por cierto, le tomaron a la
joven durante los días de cautiverio. Jamás pudo saberse cuál era el fin que perseguían esas fotos.
Una versión a la que accedimos indica que, habiendo sido secuestrada la hija de un importante
funcionario de las FF. AA., cuyas características físicas eran similares a las de Azulita, los
genocidas que tenían cautiva a la joven bolivarense querían asegurarse quién era quién. No daba
igual una que otra; los riesgos potenciales que llevaba aparejado tener «chupada» a la hija de un
cómplice imponían la toma de ciertos recaudos mínimos. No obstante, por ser sólo una versión, no
nos deja más terreno que el de la especulación. Lo que sí está declarado, y es susceptible de tomar
como prueba, es que aproximadamente en abril de 1978, Azulita formó parte de un «traslado
común», es decir fue sacada del centro clandestino de detención junto a otros secuestrados y desde
entonces nada se ha sabido de ella.
VIOLETA GRACIELA ORTOLANI
11 / 10 / 1953 – 14 / 12 / 1976
La muerte de Estela Ascensión Cassous, preanunciada en la penosa enfermedad que la fuera
consumiendo durante los cuatro años previos, destrozó el núcleo familiar que la mujer conformaba
junto a su marido Amalio Ortolani y su hija Violeta, de apenas diez años de vida. La pareja, oriunda
de Bolívar, estaba radicada, por imperativos laborales, en la Capital Federal desde hacía ya algún
tiempo. Allí habían tenido a Violeta y a través de la pequeña habían proyectado al futuro la
felicidad que los embargaba desde su nacimiento, el 11 de octubre de 1953.
Estela, a quien los íntimos llamaban «Chola», había mantenido como costumbre y goce la rutina de
viajar periódicamente a Bolívar para visitar a su familia; fundamentalmente a su hermana Isabel
Cassous, casada con Rafael Benigno Di Mayo. Estos viajes habían generado en la pequeña Violeta
un cariño muy especial por sus tíos, y eslabonaba ese cariño con sus primos Hilda y Rafael Bautista
Di Mayo; por lo tanto, cuando su padre le confesó que acaso tendría que irse a vivir con ellos, a la
niña no le resultó tan penoso. Y las simpatías de la niña se continuaban en la predisposición
geográfica de la ciudad: estaba rodeada de campos exuberantes que fascinaban sus ojos nuevos y
atraídos por la novedad; sus calles eran amplias y tranquilas, y los niños jugaban en ellas. Esas
razones acumuladas constituían un plexo que colaboraba para que a sus pocos años aceptara y
entendiera que su padre, por razones de trabajo, estaba todo el día fuera de casa y que ella no
alcanzaba todavía a bastarse sola; que necesitaba de vivir en compañía de adultos. Esos adultos
posibles vivían a 360 kilómetros de distancia de donde había vivido hasta entonces. Y si bien esa
distancia constituía un espacio de extensión inconcebible para su edad, se le presentó como un
aceptable desafío para alimentar su insurgente curiosidad.
Violeta llegó a Bolívar con diez años cumplidos, lista para comenzar su quinto grado en la escuela
primaria del colegio Jesús Sacramentado. Las características que había tenido hasta entonces su
primera escolarización no le había provisto grandes amistades. El trato con sus ex compañeros de la
Capital Federal se consumía en las cuatro horas de escuela, fuera de ella no tenía mayor trato con
casi ninguno de los niños y niñas; salvo con Gustavo, aquel niño cuya sola presencia le generaba
sensaciones que no podía poner en palabras pero que le agradaban. De él sí le costó alguna lágrima
separarse. En la sencilla profundidad de su corazón intuía que al poner tantos kilómetros de
distancia entre ellos, esas sensaciones que acariciaban delicadamente su corazón se apagarían. La
tranquila vecindad, en Bolívar, se encargó de darle parcialmente la razón: con el tiempo fue
olvidándose de Gustavo, aunque sin nostalgia; su nuevo lugar de pertenencia pronto le posibilitó
establecer lazos profundos con chicos y chicas del colegio y además, claro, del propio barrio en que
vivió: el que en su centro albergaba la esquina de Sargento Cabral y Saavedra, a sólo una cuadra de
la avenida central, que la fascinaba por sus ramblas cuidadas y palmeras prepotentes que se
levantaban como enormes paraguas vegetales. Esta nueva matriz de existencia atenuó, sin borrar, el
dolor por la ausencia materna, más todavía cuando encontraba en el trato tierno y envolvente de su
nueva familia un remanso donde crecer resguardada de problemas.
Una de las primeras amigas de Violeta en Bolívar fue María Inés Longobardi. Rápidamente
congeniaron y al avanzar en sus charlas descubrieron que ambas estaban imbuidas de la misma
curiosidad y compartían sobre los mismos temas el mismo interés. La convivencia diaria obró a
favor de la sedimentación de una amistad que se continuaría todo ese segmento de primaria, durante
el colegio secundario y los primeros años de vida universitaria, en La Plata.
La adolescencia encontró a Violeta contenida en un entorno familiar del todo suyo, extendido a las
visitas que desde Buenos Aires realizaba Amalio, su padre. Cada llegada de Amalio a Bolívar
significaba el inicio de una fiesta de aprovechamiento de los días: recorriendo el parque Las
Acollaradas en bicicleta, yendo al cine o jugando al fútbol. Violeta tenía cierta inclinación por los
juegos bruscos. Más de una vez se las arreglaba para entreverarse en los peloteos que se
desarrollaban en el terreno de enfrente de la casa de los Di Mayo. Por eso cuando venía su padre,
antes que la internara en la espaciosa sala del Cine Avenida, donde le estaba dado espectar las
aventuras que otros protagonizaban, prefería que la ayudara a volar en los columpios del parque, o
le disputara un arco contra arco con una pelota de goma, asumiendo para ella la «pertenencia» a un
imaginario equipo de Boca Juniors, del cual, obviamente, era hincha. Sujetaba su pelo negro con
una colita para que no le molestara y se divertía tanto tiempo como sus fuerzas se lo permitieran.
Sus ojos, negros y encendidos de brillo, denotaban el grado de felicidad que Violeta podía
conseguir al lado de su padre.
Y también, claro, podía ser tierna, sutil, cariñosa. Siempre, pero fundamentalmente cada vez que se
avecinaba la fecha de cumpleaños de alguno de sus sobrinos-–primos, hijos de Rafael y de Hilda, a
la sazón respectivamente casados. Violeta era la encargada de preparar la ornamentación con que
alegrarían la casa el día de cada fiesta; de ayudar en los interminables mandados para que nada
hiciera falta. Y también colaboraba en la preparación de los dulces y las confituras. Aunque lo que
más le daba satisfacción era el momento en que se disfrazaba de payaso para entretener a los chicos.
Todo quería compartir; de todo cuanto pasara quería ser parte porque todo había sido y era parte de
ella. Violeta estaba convencida que esa era la mejor manera de devolver, con amor, todo el amor
que había recibido y recibía de parte de los Di Mayo.
Por lo demás, era muy apegada a sus estudios. Más si se trataba de materias que alguna relación
trababan con la astronomía. La llegada del hombre a la luna había significado un impacto de
gigantescas proporciones en el imaginario en que instalaba sus proyectos. Había consumido cada
detalle previo al viaje como si ella misma fuese un astronauta más, leyendo cada artículo que las
revistas publicaran y recortando cada foto que con el tema estuviese relacionada. Todo era poco
para su voracidad de lectora. Así, desde 1969, los posters de Joan Manuel Serrat compartían la
misma pared que los del cosmonauta ruso Juri Gagarin Alexéievich, muerto el año anterior en un
accidente mientras realizaba un vuelo de entrenamiento; o los norteamericanos Edwin Eugene
Aldrin, Michael Collins y Neil Armstrong. Las letras de las canciones preferidas llenaban tantos
espacios en su carpeta como los artículos periodísticos que hablaban de las hazañas estelares, las
fotos del Vostok 1, o las del Apolo 11.
–Cuando sea grande voy a ser astronauta –fue una frase que repitió desde los 12 años–, para eso me
voy a ir primero a estudiar a la universidad y luego a viajar por el cosmos, conociéndolo y
contándolo para que todos, sin excepción, puedan conocerlo mejor.
Y en la familia le creían. Aunque por ese entonces sólo volara en las páginas de El Principito, libro
al que volvía seguido incluso para utilizarlo como modelo para sus dibujos «artísticos»,
reproduciendo las ilustraciones que contenía y regalándoselas a sus amigas; o se extasiaba en el
delicioso vértigo del vaivén de las hamacas del parque cuando iba con su padre o sus amigas.
También «volaba» a la hora de elegir su indumentaria. Era proclive al desaliño y eso más de una
vez le reportó alguna reprimenda por parte de las autoridades del colegio secundario que le
recriminaban por andar con las medias tres cuartos del uniforme caídas, cuando era obligatorio
llevarlas levantadas; además, claro, de que sumaba con su forma de ser algún grado de inquietud a
sus celadoras, las que la habían calificado no sin cierta dosis de cariño como «medio revoltosa». En
verdad, Violeta más que revoltosa era una adolescente cargada de energía e inteligencia;
sobresaliente en su grupo porque siempre tenía a mano alguna pregunta para hacer; siempre algún
comentario con el cual interceder en una clase o en una conversación. Más de uno de sus docentes
le reconocía y apreciaba esa conducta, porque contribuía a que ellos tuvieran que responsabilizarse
en llevar los temas un poco más allá, a exponerlos con mayores perspectivas. Violeta prefería
sentarse al fondo del aula, contra la pared de altas ventanas que daban a la calle. Y desde esa
especie de retaguardia estratégica disfrutaba con demostrar cuánto sabía de cada tema.
El régimen horario, desde las 8 menos cuarto de la mañana hasta las 13, le dejaba gran parte del día
libre. Para aprovechar mejor del tiempo, organizaba con cierta rigurosidad sus asuntos: almorzaba,
ayudaba en las tareas de limpieza, se abocaba a dar satisfacción a las tareas escolares. Cuando la
currícula escolar imponía educación física o música, el encuentro con María Inés Longobardi, su
mejor amiga, se prolongaba más allá del horario de clases. Y, también, se encontraban para estudiar
frente a las exigencias de algún examen.
Mabel Zoco, profesora del plantel docente del Colegio Jesús Sacramentado, con cargos en los años
primero y quinto, tenía por costumbre realizar una semblanza, mitad a modo de balance mitad a
modo de consejo, de cada uno de sus alumnos al momento que terminaban su último año de
estudios. Con dulce serenidad, Mabel recorría en palabras las cualidades de cada uno de los chicos
para, sobre esa base, sugerirles que profundizaran en tal o cual derrotero en materia de estudios,
prestaran atención a los valores que según cada criterio los ajustara en el camino del bien; en fin,
que descontaran sin escalas innecesarias el camino de la realización. Cuando Violeta llegó al final
del ciclo secundario, Mabel, cumpliendo con su propia tradición, le habló con absoluta franqueza.
Había pensado mucho las palabras con que se dirigiría a esa adolescente que había visto crecer.
Estaba al tanto de los pesares que Violeta trasladaba desde su tierna infancia, despojada de su madre
por la prepotencia impune de la muerte y parcialmente de su padre por las ciegas exigencias de la
vida. Y sabía también de la reparación de amor que había recibido por parte de la familia que la
había adoptado.
–Siempre he pensado –le dijo– que tenés un gran carácter y un espíritu emprendedor. En un lugar
apropiado, y bien contenida, la fuerza que te impulsa podría alcanzar su verdadera expresión. Pero
debo decirte que, en un entorno malo, por la rebeldía innata que se muestra en vos, podrías hacerte
propietaria de algún que otro problema.
La docente, que sin dudas sentía un cariño especial por Violeta, le sugirió que enfocara el gran
potencial de que era dueña hacia aquello que la hacía sentir bien, es decir la astronomía. Cuando
Violeta le confió que había elegido seguir una carrera universitaria con otra orientación, la
Ingeniería Química, Mabel se alegró igual.
Amalio Ortolani, su padre, también se alegró de que su hija eligiera La Plata para estudiar y vivir.
Era muy bueno para él saber que estaba a un par de horas de viaje en colectivo de línea de su casa.
Ya no tendría que viajar los interminables 360 kilómetros de vías férreas para verla en Bolívar. A lo
sumo, la acompañaría algún que otro viaje para visitar al resto de la familia, porque si de algo
estaba convencido Amalio era que su hija se mantendría en contacto permanente con los amables y
generosos Di Mayo que, en los ocho años anteriores, la habían criado como a una hija más. Sabía
que Violeta utilizaría las vacaciones de invierno y verano para pasarlas en Bolívar y no con él, pero
eso no le molestaba en absoluto porque constituía un modo real de corresponder el cariño que a
Violeta le había prodigado la familia bolivarense. Muchas veces había escuchado de boca de ella
que «su» lugar de referencia era Bolívar, que ella «era» de Bolívar porque en Bolívar había
encontrado el anclaje perfecto a la dolorosa deriva emocional que le había generado la temprana
desaparición física de su madre. Acaso Amalio nunca supo que su hija, en lo profundo de su
corazón deseó que él la incitara a regresar a su lado o al menos a pasarse unos días de vacaciones
con él. Ortolani, superada la pérdida de su esposa, volvió a casarse con una mujer que no supo o no
quiso ganarse el afecto de Violeta. A tal punto se esforzó en mantener distancia con la niña que la
primera vez que se vieron le tendió la mano a modo de saludo y le espetó un lacónico «cómo le va,
niña».
Llegada a la ciudad de La Plata, Violeta alquiló un cuarto en una pensión ubicada en la calle 50
entre 2 y 3. Se había anotado en la facultad de Ingeniería, y aguardaba con entusiasmo a María Inés
Longobardi, anotada en la Facultad de Derecho y que llegaría pronto para instalarse en un
departamento de su familia, en calle 54 entre 2 y 3. La elección de la pensión había tenido mucho
que ver con la ubicación del departamento de su amiga; las tres cuadras de distancia (la calle
número 52 no existe en La Plata) entre ambas, auspiciaban largamente la posibilidad de mantener,
con independencia de los regímenes horarios distintos, una relación tan fluida como la que habían
mantenido en Bolívar. Tanta era la profundidad a que había penetrado el cariño mutuo, que cuando
María Inés por fin llegó a La Plata para quedarse, invitó a Violeta a vivir unos días con ella. Fueron
pocos días, un par de semanas, ya que luego se instaló en el departamento la hermana mayor de
María Inés. Violeta entonces regresó a la pensión, pero estaría en contacto directo con las hermanas
todos los días: para asistir juntas al comedor estudiantil o cuando, al atardecer, se juntaran a
disfrutar de la ceremonia del café, puesto que a María Inés no le gustaba el mate.
Fue en aquellos días de compartir el departamento que Violeta tuvo un fugaz reencuentro con un
amigo de la infancia.
María Inés le había escuchado decenas de veces en los años que llevaban de amigas, que había
dejado un «novio» en Buenos Aires. Se trataba de un chico que asistía a la misma escuela que ella y
al cual había dejado de ver desde el mismo día en que se mudara a Bolívar. Gustavo –así su
nombre– había ingresado, imaginariamente, en los juegos infantiles de ambas amigas. Los primeros
años esa «presencia» había manifestado una ostensible asiduidad, luego había ido deslizándose
paulatinamente hacia una presencia nebulosa y sólo mentada ocasionalmente. Ahora, en estos
primeros días de adaptación a una nueva vida, el nombre de Gustavo reaparecía.
–Hablé hoy por teléfono con él –le contó entusiasmada Violeta a María Inés– y es probable que un
día de estos venga a visitarme acá, a La Plata.
La vaga definición del momento de la visita se convirtió en certeza absoluta al día siguiente. Al
mismo tiempo, Gustavo dejó de ser un nombre que aflorara a la boca de Violeta cada vez que entre
las chicas se hablaba de chicos, para encarnarse en un hombre real. También sirvió para establecer
pequeñas ratificaciones, casi innecesarias, casi redundantes: María Inés ratificó que su amiga no se
había inventado un personaje de referencia masculina para «mostrar» en una conversación, Violeta
ratificó que la mentira, aunque inocente, no estaba prevista en su conducta. Gustavo llegó a la hora
de la cena.
María Inés, anfitriona, se preocupó de acompañar a la pareja mientras duró el apetito nocturno.
Luego sirvió café y con la excusa verosímil del estudio, se retiró a su cuarto. Violeta y Gustavo se
quedaron hablando, aventurándose cada uno en los ocho años que habían pasado sin verse,
probando aquí y allá si algo de lo que ambos habían pensado del otro se correspondía con aquello
en que se habían convertido; físicamente y también política e intelectualmente. A primera vista no
se habían desagradado, pero con el correr de los intercambios verbales comenzaron a surgir
escollos, incomodidades, obstáculos. Al principio superables, pero finalmente insalvables cuando
llegaron a las preferencias políticas; él le habló de su adherencia a los principios del radicalismo y
ella le dijo que se había volcado decididamente al peronismo; él argumentó que su elección se debía
a que su padre era radical y ella le retrucó sin más que su elección se debía a convicciones propias.
A partir de allí la charla amena derivó en discusión y las expectativas previas en frustración, de
ambos lados. Él se fue apenas pasada la medianoche, ella se quedó llorando hasta la madrugada. Al
otro día comenzó a desprenderse, olvidándolo, de aquel recuerdo infantil.
Pocos días después de aquella noche de desengaño, llegó al departamento la hermana de María Inés
Longobardi y Violeta debió regresar a la pensión. Otras pasiones, más precisas y presentes, estaban
promoviendo un momento germinal en la joven. Pasiones que nacían compartidas con nuevos
amigos y amigas, los que descubría cada día en la facultad y con los cuales había comenzado a
coincidir: los chicos y chicas de la Juventud Universitaria Peronista. Con algunas de aquellas chicas
alquiló un departamento, ubicado en 6 y 44, unos meses más tarde. Vivir en un departamento
ofrecía no sólo mayor libertad de movimientos y más espacios; dotaba la vida del estudiante alejado
de su familia de un contexto hogareño más cercano al que había dejado. De tal suerte, el
acomodamiento integral al nuevo mundo se iba haciendo cada vez más profundo para Violeta;
estaba componiendo de algún modo un hogar, un grupo de referencia y contención de sus voliciones
político sociales; también un nuevo circuito de amistades; y habitaba las aulas donde se hablaban y
estudiaban los temas que, desde muy pequeña, la habían movilizado. En todo sentido, porque a los
estudios de ingeniería se le había sumado también ese año el curso de «Realidad Nacional» donde,
claro está, se debatían temas de historia, política y literatura argentina. Violeta, compenetrada de
esas cuestiones, se anotó como ayudante. En esos días conoció a muchos chicos y entre ellos a uno
en particular: el «Petiso» Oscar Galante, uno de los impulsores de aquel curso, del cual pronto se
hizo amiga. El joven, inteligente y dotado de una innata capacidad para organizar voluntades, era el
referente de la lista Azul y Blanca, una agrupación que en los meses siguientes, se subsumiría en la
Juventud Universitaria Peronista.
Miriam Alí estudiaba Derecho y formaba parte de la Juventud Universitaria Peronista, organización
estudiantil que pasados los primeros años de la década de los setentas estaba disfrutando de un
crecimiento exponencial en el número de integrantes y de una influencia creciente allende las aulas.
La reapertura política que la sociedad civil movilizada había logrado imponer al gobierno de facto,
propiciaba, al menos inicialmente, un nuevo tipo de participación en la vida del país para quien, en
el contexto de las múltiples organizaciones, se atreviera. La «primavera Camporista» comenzaba a
vislumbrarse como posible desde ese horizonte cercano de marzo de 1973 y parecía que todo se
apoyaba en una cuestión de voluntad. Miriam, como miles de jóvenes universitarios, asistía a
reuniones de organización, repartía volantes con las consignas que ellos mismos elaboraban, pintaba
paredones y periódicamente concurría a los barrios periféricos olvidados por el modelo económico
social en despótica vigencia. Ese roce social la llevaba a conocer y tratar cada vez a un mayor
número de chicos y chicas. Una de ellas fue Violeta Ortolani.
Miriam y Violeta se hicieron amigas rápidamente y esa relación se extendió a los amigos y
conocidos que ambas tenían. Para un observador ajeno al grupo la sobriedad de Miriam parecía
contrastar con el estado de alegría constante en que vivía Violeta, pero ellas encontraban en esas
divergencias un complemento.
–Alguno debe pensar que yo soy una tilinga y vos una «traga» –solía decirle Violeta a Miriam
cuando creía, en alguna reunión, que se había excedido en algún calificativo o comentario y
escuchaba a su amiga tan puntual y concreta en sus intervenciones.
Miriam le despejaba esas ideas apuntándole que estaban entre pares; que allí no había, al menos no
debería haber, gente con ese tipo de prejuicios.
Violeta quería a su amiga y admiraba a su familia. El padre de Miriam, Enrique Alí, había
desarrollado una larga trayectoria como dirigente gremial en el Sindicato de Estibadores del Puerto
de Ensenada. Comprometido con los intereses de sus compañeros, había encabezado luchas y
reivindicaciones con el afán de propiciar mejoras en la calidad de vida de los trabajadores. Incluso,
en pleno auge de la Alianza Anticomunista Argentina y de la violencia «persuasiva» que empleaba
la derecha sindical, había posibilitado la salida del país de varios perseguidos: su influencia en el
puerto abría las compuertas de las bodegas de los barcos que abandonaban el país para que,
escondidos en esas fauces, los militantes escaparan de la muerte segura que les aguardaba si los
hallaban las patotas. Esos eran detalles que, para Violeta, marcaban definitivamente a una persona.
En tanto Beatriz Iglesias era antes que la madre de Miriam, una amiga más con la que podía contar.
–Tenés a quien salir, vos, che –le lanzaba Violeta como sentencia cómplice a su amiga, cada vez
que la escuchaba discurrir sobre algún tema relacionado con la lucha política en que ambas,
militando en grupos distintos, se habían sumergido.
Y Miriam le contestaba con una sonrisa, también cómplice y a la vez cargada de agradecimiento,
por la elogiosa comparación con sus padres.
Las mudanzas, la frecuentación de nuevos amigos y en gran medida las diferencias políticas, fueron
espaciando los encuentros entre María Inés Longobardi y Violeta. Intercambiaban algunas palabras
cuando se cruzaban en el comedor universitario o en la calle. Y habían dejado de hablar de política
porque Violeta sabía que María Inés no estaba de acuerdo con el tipo de adscripción militante que
ella había adoptado, la «tendencia»; y porque María Inés entendía que habiendo dejado las cosas
claras ya, lo mejor era no retomar el tema para seguir con la amistad que se profesaban.
Edgardo Garnier había llegado a La Plata a principios del año 1973. Había nacido y se había criado
en Concepción del Uruguay, Entre Ríos y desde pequeño había cultivado pacientemente el sueño de
ser ingeniero, ensanchando los límites de su curiosidad hasta trocarla infinita. Armaba y desarmaba
cuanta máquina cayera en sus manos. Su madre le consentía esas iniciativas. No obstante, cuando
Edgardo le confió que al finalizar el colegio secundario se marcharía a La Plata para seguir sus
estudios universitarios, a ella poco y nada le había gustado esta decisión. Incluso llegó a pedirle que
repensara el destino. Le angustiaba pensar en que su hijo, alejado de la familia, estaría inmerso en
ese mundo ajeno y hostil que le acercaban los diarios y los noticieros de la televisión. Y si bien
Edgardo no había mostrado hasta entonces inclinación política alguna, le conocía su innata
vocación social, que era tan intensa como su predilección por el mundo del funcionamiento de las
máquinas.
En 1974, cuando ya estaba afianzado en su condición de universitario, Edgardo conoció a Violeta.
Fue en la Facultad de Ingeniería, en una reunión de la JUP a la que se había sumado. Violeta lo
sedujo inmediatamente: alegre, casi burbujeante, dueña de unos ojos negros que lo miraban
profundo, hasta inquietarlo; atractiva aunque un tanto baja para su estatura cercana al metro
ochenta; y con apariencias de estar tan segura de sí misma que lo impresionaba. Por lo demás, no
era distinta al resto de las chicas que él frecuentaba; vestía casi frugalmente con vaqueros, una
remera y por sobre ella un suéter; cuando hacía frío, también igual que muchas de las chicas de
entonces, recurría al uso de un poncho. No era de usar cosméticos y gustaba –tanto como él– de
pasar el mayor tiempo posible con sus amigos. Y sus amistades, casi todas, tenían como punto de
contacto la militancia política, que para entonces se había convertido en una actividad riesgosa.
Violeta, por su parte, había encontrado en aquel joven de facciones tan agradables como su forma
de sonreírle, al hombre exacto. Además, Edgardo sufría del mismo modo que ella la injusticia
social. Por esa íntima razón es que se había sumado a la JUP, para colaborar en la construcción de
un nuevo modo de hacer política, que redundara en un nuevo modo de organización social:
equitativo en posibilidades para todo el mundo.
Al poco tiempo de formalizar como novios, Edgardo la invitó a pasar un fin de semana en
Concepción del Uruguay. Allí le presentó a sus padres; a la pequeña Silvia, su hermana; luego la
llevó a pasear por los lugares donde había estudiado y le presentó a sus amigos de toda la vida. Le
abrió su pasado inmediato, en el lugar justo donde él concentraba sus afectos y ella tomó para sí
aquella familia, aquellos lugares, aquellos amigos. Concepción y sus detalles se convirtieron para
Violeta y Edgardo en un lugar posible de habitar luego de finalizados los estudios. Regresarían más
de una vez en los dos años siguientes.
De momento, debían continuar su vida en La Plata donde Edgardo para colaborar con su familia en
el mantenimiento de sus estudios, se había empleado como trabajador en el Parque Pereyra Iraola.
Todavía, para mediados de 1974, Edgardo y Violeta no convivían. Se veían todas las noches,
haciéndose un tiempo de intimidad entre las horas de estudio, de trabajo y de militancia en la JUP.
Y los fines de semana, cuando el trabajo solidario en los barrios les daba respiro, se juntaban con
Miriam Alí, el Petiso Oscar Galante y otros chicos para salir a pasear en un Isaard, un automóvil
pequeño pero que soportaba a 6 ó 7 amigos de excursión por la ribera de Punta Lara o de mateadas
en el hermoso Bosque platense. Y, como una figura de la cual no podían desprender sus
pensamientos, sus palabras y sus acciones, siempre aparecía Perón.
El mismo Perón que, en la jornada del 1º de mayo de 1974, había defraudado a Violeta. Ella había
asistido a la Plaza para compartir con él los festejos que el día prometía: era la primera vez que,
luego de casi 20 años, el Líder hablaría al pueblo en el Día del Trabajador. Y el Líder los había
ofendido, los había obligado a dejar la plaza casi vacía al acusarlos de imberbes y advenedizos.
–¡Ningunos imberbes y menos que menos recién llegados! –se quejó, molesta, Violeta– Nos hemos
estado jugando la vida los últimos años, todo para que nos vengan a tratar como pendejos.
Se le habían venido, como en indómito tropel, todas las emociones juntas y todos los sinsabores: los
tiros y las corridas de aquel mediodía en Ezeiza; la caída y defenestración del «Tío» Cámpora por
parte de la camarilla de facciosos que habían «entornado» a Perón; las persecuciones, que habían
abarcado al mismo tiempo a gobernadores que simpatizaban con «la tendencia», a dirigentes y
gremialistas de base y a los propios integrantes de la Juventud. Las agresiones verbales de la Plaza,
si bien podían considerarse a primera vista como un exabrupto, puestas en su debido contexto
histórico constituían un ariete furibundo que rompía, tajantemente, las relaciones de la otrora
«juventud maravillosa» con Perón. Por lo menos así lo había tomado Violeta y muchos de sus
compañeros.
La muerte de Perón, un par de meses después, volvió a reconciliar a Violeta con la Plaza y con el
Líder. Fue con un grupo de compañeros a pasar la noche velando los restos del hombre que había
cambiado la vida política del país y por supuesto su propia vida. Miriam, compañera de marchas,
volanteadas, pintadas y reuniones esta vez no formó parte del grupo. Aceptó un consejo de su madre
y se quedó en La Plata siguiendo los avatares del duelo por televisión.
El 19 de septiembre de 1974 un comando de Montoneros, disfrazados de obreros de la Empresa
Nacional de Teléfonos, cortó la avenida Libertador a la altura de Olivos y en un rápido operativo
llevó a cabo el secuestro de dos empresarios, hermanos, propietarios de un holding con
ramificaciones internacionales: Juan y Jorge Born. El saldo a modo de rescate que arrojó ese
operativo fue múltiple: una suma de dinero que, según diversos testimonios periodísticos llegó a la
friolera de 60 millones de dólares, y alimentos distribuidos en distintos centros urbanos del país por
valor de otros 5 millones de dólares. Fue un golpe de efecto propagandístico extraordinario, con
resonancias en todo el mundo: demostró de una manera radical que la capacidad operativa de
Montoneros y la eficacia en el logro de objetivos importantes excedía los cálculos que realizaban
los funcionarios del gobierno. Y más aún, porque a esta formación político militar de envergadura
se agregaban, entre otros, organismos político partidarios como la JP y político estudiantiles como
la JUP. Estos últimos, en tanto organismos de masas, proveían el apoyo logístico llevando adelante
operaciones de distracción cuando Montoneros lo requería.
Así, más de una vez Violeta y sus compañeros de militancia robaron sábanas de las terrazas y patios
platenses para elaborar pancartas y cartelones, y en incontables oportunidades formaron parte de la
«diversificación de objetivos».
Una de esas oportunidades, a fines del año 1974, fue la organización del operativo que tuvo por
objetivo incendiar entidades bancarias en La Plata, el mismo día, para cubrir mediante el uso de la
distracción un hecho de mayor importancia que realizaría la «Orga». Dos horas antes de que se
iniciaran las acciones, se distribuyeron las sedes entre las distintas Unidades del «Pelotón» de
Ingeniería. A la Unidad Antonio Quispe, a la cual pertenecían el Petiso, Edgardo, Violeta, el Pollo
Raúl Fantino, entre otros, le fue dado cortar la calle a la altura de la avenida 1 intersección con calle
67. El Petiso maldijo el lugar que les había tocado en suerte, a una cuadra de donde vivían varios de
los compañeros, pero nada pudo hacer por evitar el «operativo». Allá fueron, a la hora indicada, a
cortar la calle, romper todos los vidrios de la entidad bancaria ubicada en la esquina, tirar bombas
de humo y finalmente arrojar en el interior del banco las bombas «Molotov» que incendiaron por
completo el edificio. Cuando todos los pasos previamente diseñados estuvieron satisfechos, se
dispersaron. Ese día ardieron sin remedio 15 bancos en distintos lugares de la ciudad de las
diagonales.
Luego del operativo, el debate interno y las consultas realizadas indicaron que lo mejor era cambiar
de aires. Cuando comenzaba 1975, se fueron a vivir a la casa de la calle Libertad 190 y ½, en el
barrio de Cambaceres. Y junto con ellos fue Edgardo «La vieja Bordolino» Garnier, quien se había
ganado semejante apodo sin hacer nada; había bastado que su fisonomía tuviera cierto parecido con
la del protagonista del aviso comercial publicitario de Vinos Bordolino. El resto corría por parte de
sus ocurrentes amigos.
Una parte de los dólares provenientes del intercambio de los hermanos Juan Born –liberado en
marzo de 1975– y Jorge Born –liberado en junio del mismo año–, fue utilizada para imprimir
documentos de diversos tipos: volantes cargados de consignas, librillos de adoctrinamiento, revistas
de circulación masiva, etc. En las semanas siguientes al cobro, esa documentación llegó a cada uno
de los lugares donde había un integrante de la «Orga», militantes de la JP, miembros de la JUP,
incluso ciudadanos sin contacto orgánico con Montoneros. Una valija quedó en poder del «Pelotón»
de la JUP en que militaba Violeta. Ella era quien debía distribuir esos brulotes para que circularan
rápidamente; y si bien no era una tarea difícil, llevaba implícita una enorme peligrosidad puesto que
si la detenía la policía no tenía modo de escapar de una dura condena. Se había cumplido un año del
fallecimiento de Perón y las cosas se habían puesto peores aún de lo que estaban cuando el General
vivía. La Triple A desataba cacerías humanas ante la impasividad cómplice de las fuerzas de
seguridad y estar en su mira era tener en ciernes una condena a muerte. Si se filtraba información
sobre la maleta que ocultaba debajo de la cama y llegaban a ella los esbirros de López Rega antes
que la policía...
Una noche, Violeta tomó la maleta, agregó en ella documentos de doctrina que alguien le había
pasado para que leyera y salió de su casa. En 15 minutos estaba tocando el timbre del departamento
de las hermanas Longobardi. Atendió María Inés y le abrió la puerta para que pasara.
–¿Me puedo quedar a dormir con ustedes por esta noche? –le preguntó a su amiga, sabiendo de
antemano que la respuesta sería afirmativa. María Inés le dijo que sí, que por supuesto.
–Sucede que estoy sola en casa, se fueron todos.
Violeta sabía que ese departamento estaba limpio, que no figuraba en ninguna lista de ningún
grupo. Y no estaba segura que el departamento en que ella vivía lo estuviera, por eso se había
trasladado hasta allí. Pasaría esa noche y al otro día entregaría el contenido de la maleta a otros
compañeros. Luego, aligerada de peligro, vería qué hacer. Se le ocurrió que si salía esa noche podía
establecer un contacto seguro para aceitar la posterior entrega de los impresos. No quería pasar más
de un día en esas condiciones. Después de cenar, se despidió de María Inés diciéndole que se iba a
encontrar con Edgardo. Las hermanas, que habían consentido la permanencia de su amiga sin
comunicárselo a sus padres, le entregaron una llave para que entrara directamente cuando regresara.
Violeta buscó esa noche y durante los días subsiguientes el contacto preciso para entregar la maleta.
Como no podía lograrlo, permanecía cada vez más tiempo fuera de la casa. Las hermanas
Longobardi la escuchaban regresar a la madrugada, preocupadas por la conducta de su amiga: no les
daba explicaciones de por qué salía tanto de noche y volvía tan tarde. A lo sumo deslizaba a modo
de respuesta que «salía a hacer pintadas».
Una de esas noches, María Inés aceptó una sugerencia de su hermana para que entre ambas abrieran
la valija que había traído Violeta y de ese modo ver qué contenía su interior. Violeta había salido,
como las noches anteriores, y cuando las hermanas estuvieron seguras que podían abrir la maleta sin
pasar por un momento desagradable, la abrieron. No las impulsaba, claro, una curiosidad banal, sino
más bien intuiciones que las intrigaban y las llevaban a pensar negativamente sobre el misterioso
contenido que aquella valija podía albergar. Cuando las hebillas cedieron a la habilidad de las
manos, quedó al descubierto la folletería política que Montoneros había exigido a los Born y los
instructivos que la organización político-militar había desarrollado para sus militantes, donde
indicaban qué conducta debían adoptar frente a distintas situaciones violentas: enfrentamientos,
secuestros, tortura. Un temor mezclado con bronca invadió a las hermanas. Era esa una instancia
que sabían comprometedora porque las conectaba directamente con el secuestro más conocido de
los últimos años y con un sector del movimiento peronista con el que no estaban de acuerdo.
Con la premura que nace del miedo, las hermanas se deshicieron de la maleta. Luego se sentaron a
esperar el regreso de Violeta. Al cabo de dos horas llegó. Le hablaron francamente y le expusieron
que se sentían en algún modo traicionadas en su confianza.
–Sabés que ni siquiera le habíamos contado a papá que estabas con nosotras por unos días –le
reprocharon las hermanas.
Luego, no sin dolor, la misma hermana mayor de María Inés le pidió que dejara la casa esa misma
noche.
María Inés ni siquiera se avino a despedirse de su amiga. Quiso evitar el encuentro para no terminar
la relación que tantos años llevaba con una discusión amarga. Violeta se disculpó por haberlas
puesto en peligro sin querer, tomó las pocas pertenencias que había llevado al departamento entre
las cuales figuraba la alianza de matrimonio de su madre que había dejado en guarda de María Inés,
y luego se fue.
El incidente de la maleta, sumado a la participación cada vez mayor que había estado tomando en
las operaciones de «diversificación de objetivos», consolidaba la nueva etapa en la vida política de
Violeta. En su conjunto, estas acciones significaban un salto cualitativo en la confrontación que
como sujeto político mantenía con el gobierno; de la participación estudiantil había devenido en
colaboradora directa de Montoneros, aunque sin ser un soldado. Montoneros a fin de cuentas
portaba las mismas consignas generales que movilizaban a los chicos de la JUP: independencia
económica, soberanía política y justicia social, sólo que recurría a medios más directos para hacerse
escuchar frente a lo que consideraba un gobierno autista. Claro que esa nueva forma de militancia le
atribuía la obligación de proveerse de mayor seguridad.
Edgardo, mientras tanto, se las arreglaba muy bien para vivir junto a un grupo de compañeros; más
que eso, amigos, en una casa «limpia» de Ensenada, conseguida por el Petiso Galante. El Pollo y La
vieja Bordolino se habían hecho cargo del «negocio» de servicios técnicos de electricidad que en la
casa de Libertad al 190 y ½ habían iniciado. Le habían puesto, a sugerencia del histriónico y eterno
bien humorado Pollo, «El Pollo Eléctrico». Nadie había puesto reparos porque el nombre era lo de
menos, ya que con esa iniciativa el grupo de jóvenes (el Tano, La Vieja Bordolino, El Petiso, el
Pollo, el Galleguito, el Rafa, el Jujeño) comenzaría a trabar relaciones con los habitantes del
territorio al que habían llegado. Al poco andar ya estaban reparando instalaciones eléctricas en las
precarias viviendas del barrio y de «Villa Tranquila», humilde asentamiento que se encontraba a
unas pocas cuadras de la casa; secadores de cabello, lámparas, radios... y todo cuanto los vecinos
acercaran al «taller». Los insignificantes costos del servicio que brindaban pronto los hicieron muy
reclamados en el barrio. Por otra parte, que la vecindad hiciera uso de sus servicios les
proporcionaba una buena coartada para mantener en funcionamiento una piedra amoladora, una
afiladora, una cortadora de metales, taladros, soldadoras, sin despertar sospechas. En ese mismo
taller, los jóvenes preparaban las bombas de humo, los clavos «miguelito», las gancheras para
colgar los cartelones y las pancartas; tanto para el «Pelotón» de ingeniería como para otros grupos
afines que no tenían la posibilidad de fabricarse estos elementos. Violeta, cuando iba –y lo hacía
seguido toda vez que allí vivía Edgardo–, colaboraba en todo cuanto le pedían. No obstante,
mantenía su militancia firme en la JUP.
En aquella vivienda llevaban una vida muy modesta pero compartida con mucha gente ya que,
además de taller, era un lugar apropiado para reuniones políticas y refugio pasajero para aquellos
que necesitaran «guardarse» por unos días. Con el tiempo, esa misma situación de tránsito tornó
extremadamente conocida a la casa. Eso, y el episodio de la distribución de los alimentos
«recuperados» a los Bunge y Born, terminó por colocar a sus habitantes en la categoría de «los
Montoneros que regalan comida». Para fines de mayo de 1975, uno de los camiones cargados de
aceite, pantalones y camisas de grafa, harina, dulces y demás productos fabricados por las empresas
de los hermanos secuestrados (uno de los cuales, Juan Born, para esa fecha ya liberado), llegó a
Villa Tranquila. El Petiso Galante, responsable del grupo que operaba en el territorio, había logrado
que fueran ellos quienes distribuyeran entre los vecinos el cargamento.
Convencidos que recorrían con ese hecho el camino inverso al que de ordinario hubiera seguido la
relación entre las mercancías y los hombres y mujeres de la humilde barriada, esa jornada se
entregaron con agrado a compartirlas.
–Por una vez –comentó satisfecho y feliz el Pollo –los pobres disfrutan sin beneficiar a los ricos.
A partir de aquella jornada, la inserción en el barrio se multiplicó. Los vecinos los llamaban para
que organizaran el zanjeo de las cunetas; para que asistieran escolarmente a sus hijos e ingresaran
en el mundo pedagógico a más de algún adulto que quería aprender a leer sin dificultad. Incluso les
propusieron fundar una sociedad de fomento, lo cual aceptaron sin reparos. El Pollo, carismático y
ocurrente, como siempre, se inscribió como miembro. Cuando le preguntaron cuál era su nombre y
apellido, la situación se tornó complicada. Tenían órdenes de no dejar trascender, por seguridad, sus
verdaderas identidades. El Pollo salió del brete con enorme solvencia.
–Me llamo Raúl Polloni... por eso lo de «Pollo».
Oscar y Edgardo, tuvieron que extremar fuerzas para no largar la carcajada allí mismo.
El buen humor y optimismo del Pollo y de Violeta constituían buenos ingredientes para levantar el
ánimo de la militancia durante aquellos duros meses. Equilibraba, de un modo superficial, claro, el
desagrado que producían las malas noticias. Desde las últimas semanas de 1975 venían escuchando
que el gobierno de Isabel Martínez de Perón tenía fecha de vencimiento. Este solo dato ingresaba el
óxido corrosivo de la inquietud hacia el interior del grupo. Si los militares tomaban el poder, iban a
quedar mucho más claras las diferencias y la lucha refractaria se haría más abierta, ergo más
legitimada porque no se daría contra un gobierno -elegido en las urnas, sino con un gobierno
faccioso. También cabía pensar que la escalada de represión que se había desatado hasta esos días
alcanzaría proporciones por el momento imprevisibles. Sin dudas, debían esperar tiempos más
duros que los presentes, que ya eran duros por la muerte o encarcelamiento de decenas de
compañeros en distintos puntos del país y por un repliegue incesante de las masas. No se
equivocaban en el diagnóstico. La madrugada del 24 de marzo de 1976, la casa de la calle Libertad
en Cambaceres, fue allanada por el Ejército.
El 23 de marzo, por la noche, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Victorio Calabró,
había abdicado. El centro de la ciudad de La Plata se había llenado de tanques del Ejército y de
soldados. Que cayera el gobierno nacional era cuestión de días, acaso horas. El Petiso, como
responsable de su grupo, había dispuesto que cada noche alguno de los muchachos hiciera guardia.
Si los venían a buscar, fueran parapoliciales o soldados, lo harían de noche. La noche que
desembocaba en el 24 de marzo le tocaba a él la guardia. Por eso pudo escuchar, por la radio,
compañera inseparable de quien estaba de guardia, que «el Gobierno se halla operativamente en
manos de las fuerzas armadas». Ni bien se percató que ese comunicado número 1, propalado a las 3
de la madrugada, significaba el inicio de una nueva etapa, se apuró en despertar al resto de los
chicos, que dormían.
–Arriba todos, que si Videla está en operaciones, Cambaceres también lo está a partir de ahora –
gritó al ingresar a cada una de las habitaciones.
Se levantaron todos. Faltaba La vieja Bordolino, que esa noche se había quedado a dormir en casa
de Violeta. Discutieron qué hacer y llegaron a la conclusión que lo mejor era esperar a que
amaneciera y luego lanzarse a la calle, para «tomar la temperatura» a que iba a manejarse el nuevo
gobierno. Cuando comenzaba a clarear, escucharon pasos urgentes en el pasillo de ingreso a la casa.
Era una vecina que venía a avisarles que el Ejército estaba en el barrio.
–¡Chicos, chicos, vienen los encapuchados, sálvense. Vienen por ustedes!
Nadie dudó en seguir el plan de fuga que habían estado discutiendo esporádicamente desde que
habitaban la casa y con mayor asiduidad en los últimos meses. El Petiso corrió hasta el lugar donde
se guardaba la moto y el Tano lo siguió. Ellos debían evacuar por el frente. El resto se dirigió a los
fondos, para escurrirse antes que la casa cayera en mano de los soldados.
El Petiso trató de poner en marcha la moto, pero no lo logró. El Tano sugirió que se montara igual,
que él empujaría hasta que arrancara. Luego montaría y se irían los dos. Comenzaron a transitar el
corredor; cuando llegaron a la vereda la moto llevaba un envión importante. El Petiso soltó el
embrague y arrancó. El Tano se montó a la carrera, justo cuando la esquina era obstruida por un
colectivo de la Armada, del cual bajaban soldados armados. Como impulsados por un resorte,
ambos miraron para atrás, para la otra esquina. Si estaba despejada era una posibilidad. Un Jeep y
un camión del Ejército taponaban el paso. Estaban atrapados. El Petiso se jugó la última carta que
tenía y maniobró la moto en la misma dirección en que habían salido. Simularían ser dos
trabajadores que salían para sus quehaceres diarios, otra cosa desembocaba directamente en el
suicidio. Estaban al descubierto y sin armas para repeler o iniciar una agresión. Para sorpresa de
ambos, los soldados se apartaron del camino que seguía la moto y los dejaron pasar. Se fueron.
Esa tarde, dos de los chicos regresaron a la casa y los vecinos les comentaron lo que había sucedido:
no habían llegado por ellos, sino por dos sindicalistas de Astilleros Río Santiago, padre e hijo, que
vivían justo en una casa ubicada enfrente.
Los chicos, luego de las aclaraciones, entraron a la casa y se llevaron lo que la pobre movilidad de
que disponían, dos bicicletas, les permitió. Esa noche, otro «operativo» tuvo sí como destino la casa
de Libertad al 190 y ½.
Luego de la salvada providencial, se distribuyeron en casas de distintos compañeros y planificaron
el camino a seguir. Lo primero que apareció en las discusiones fue la necesidad de recuperar el resto
de las cosas que, atentos al apuro con que abandonaran la casa, no habían podido sacar: ropa, los
documentos que habían «embutido» y la mayoría de los libros, los cuales se distribuían en
porcentajes similares en libros de estudio y libros de doctrina. Para llevar adelante esa peligrosa
misión de rescate eligieron a Miriam Alí. Miriam conocía el lugar porque había ido muchas veces
de visita, pero no era muy conocida en el barrio, de modo que podía pasar desapercibida y
escabullirse hasta el interior de la casa a rescatar cuanto se pudiera. Dos días después del golpe de
Estado, la amiga inseparable de Violeta y Edgardo, y única capaz de recuperar los bienes
abandonados, partió para Ensenada.
El Citroën 2CV de Miriam avanzaba a barquinazos por las calles de tierra del barrio, reverenciando
los pozos que las lluvias y la despreocupación municipal habían dejado profundizar. Miriam se
había propuesto ir despacio, tomando nota de la mayor cantidad de detalles, independientemente de
lo nimios que acontecieran. Esa precaución la puso en estado de alerta frente al descubrimiento de
dos curiosidades: no andaba gente en la calle, a pesar de la hora –media mañana–, y tampoco se
había cruzado con vehículos en los últimos minutos de viaje. Había hecho ese trayecto innúmeras
veces antes y jamás le había ocurrido cosa semejante. -»Acaso la gente no salga a la calle hasta
tanto no sepa cómo viene la mano con el nuevo gobierno», pensó. Era una posibilidad sobre la que
valía especular. Pero las especulaciones dejaron terreno a la realidad cuando de pronto, una cuadra
antes de ingresar en la calle Libertad, una persona salió de su casa haciéndole señas para que
detuviera la marcha. La expresión, de pánico, en el rostro del hombre le produjo escalofríos. Sin
saber por qué, Miriam detuvo la marcha y se bajó, mecánicamente, del auto. Fue un acto irracional,
un reflejo fiel del tumulto de emociones encontradas y pavorosas que le obstruían el pensamiento en
ese momento. Sabía que estaba enfrascada en una «misión» de enorme peligro; ser descubierta
importaría para ella, cuanto menos, una estadía tras las rejas. Además, sabía perfectamente que si
habían allanado la casa era porque el grupo al que ella estaba integrada no constituía un secreto para
las fuerzas represivas, de modo que si la apresaban cabía también la posibilidad de que la torturaran
para que denunciara el paradero de sus compañeros. Conocía por su padre, por sus lecturas, por sus
amigos de militancia, que la tortura no era ajena a la historia de los representantes del «orden»
estatal. La voz del hombre la sacó del estupor en que estaba sumida.
–Disculpe que la haya detenido así, señorita –le dijo con voz grave el hombre– Yo la conozco del
club Petirosi; la conozco a usted y a sus amigos. Disimule y haga como que somos viejos conocidos
para que podamos seguir hablando sin levantar sospechas.
Miriam muy incómoda, sin saber qué hacer y sin fuerzas para hablar, trató como pudo de seguirle la
corriente.
–Mire, a la casa la reventaron los militares antes de ayer y como no encontraron a nadie dejaron una
ratonera. Lo sé porque de noche se ve que los muy imbéciles mantienen las luces apagadas pero
encienden cigarrillos. Y hoy llegó un Ford Falcon con paquetes. Seguro que era comida y bebida
para que los de adentro sigan esperando. Yo le aconsejo que no trate de entrar porque sino la van a
detener. Salúdeme como si no nos fuéramos a ver por varios días y siga de largo.
Miriam lo abrazó y se despidió de él con un beso en la mejilla. Luego, desde el automóvil, le tocó
bocina y le saludó con la mano. Temblando de miedo, dobló para internarse en la calle Libertad y
pasó por delante de la casa que, apenas unos días atrás, había dado refugio a sus amigos. No desvió
la vista del centro de la calle hasta que se alejó varias cuadras.
El grupo en que militaban Violeta y Edgardo estaba en la mira de la represión. Era un dato
irrefutable y en tal sentido tenían que obrar. Debían dispersarse, transitar las próximas semanas por
carriles individuales, contactándose en la medida de lo imprescindible para no quedar
desenganchados de la organización, pero con mucho tacto; no podían correr el riesgo de verse sin
que con ello pusieran en riesgo la vida de cada uno.
Violeta y Edgardo consiguieron una casa en la zona de Ringuelet y se mudaron juntos. Convivirían
como una pareja más y tratarían de sobrellevar el trance. Edgardo seguiría con sus estudios de
ingeniería y su trabajo en el parque Pereyra Iraola. Violeta buscaría empleo.
La vida en pareja pronto les trajo nuevas cuestiones a resolver, pero esta vez cargadas de signos
positivos. En mayo, el evidente retraso en la menstruación llevó a Violeta a realizarse un chequeo
médico ginecológico. El médico le confirmó que estaba embarazada. Cuando se lo comunicó a
Edgardo, ambos lloraron de alegría. Ese mismo día decidieron casarse. Hablaron esa semana con la
familia de cada uno, y establecieron fecha y lugar para que nadie quedara excluido del
acontecimiento.
Frente a la certeza del embarazo, Violeta puso mayor énfasis en la búsqueda de trabajo, finalmente
lo consiguió en la Clínica del Niño de La Plata. Entre tantos sinsabores, hallaba un lugar en donde
podía sentirse bien. La clínica sería en adelante un lugar donde podría dar rienda suelta a su
inclaudicable espíritu solidario, a la innata necesidad de ayudar que sentía. Y también, creía, era el
lugar apropiado para una mujer embarazada; allí aprendería cuestiones de gran importancia para su
estado de gravidez; y en fin, tendría un reaseguro médico inmediato durante 8 horas al día, las horas
que pasaría trabajando.
El 13 de agosto de 1976, Edgardo y Violeta se casaron por iglesia en Bolívar; antes, según la
documentación que entregaron en la sacristía, y contaron a sus familiares, se habían casado en La
Plata por el Registro Civil. La fiesta fue sencilla, pero alegre y concurrida. Para Violeta fue una
especie de reencuentro con lugares y personas que amaba desde la infancia; incluso la propia María
Inés Longobardi había sido quien la llevara en su auto hasta la Iglesia. Con María Inés habían
tenido unos minutos a solas, en los cuales había ingresado como una cuña feroz la realidad que
vivía Violeta en La Plata; muy ajena al clima de alegría que se vivía en torno del casamiento.
–Si necesitás algo, decime. Me gustaría poder ayudarte; y no sólo a vos, también a Edgardo –le dijo
María Inés.
El ofrecimiento manifestado de modo general iba incluso más allá de la pareja, contemplaba
además al bebé que estaba por venir. María Inés intuía que los recursos con que los novios contaban
no pasaban por su mejor momento.
Violeta, interpretando que su amiga le ofrecía sus servicios profesionales, le contestó que un
abogado nada podía hacer ya por ella, que antes que eso necesitaba un cura. Creía que, al igual que
muchos de sus amigos, caídos en enfrentamientos o secuestrados, no tenía mucha escapatoria. Tanto
ella como Edgardo eran fácilmente ubicables en sus trabajos. Si la misma patota que había allanado
unos meses antes la casa de Ensenada los quería encontrar, más temprano o más tarde lo haría. En la
nueva vivienda, en sus actuales trabajos o en cualquier otro que pudieran encontrar. Sólo cabía
pensar que su militancia en la JUP y marginalmente en Montoneros careciera de importancia para
quienes, amparados por el Estado, sembraban terror con la represión. Luego de la charla, las amigas
se abrazaron, se desearon suerte y partieron para la Iglesia San Carlos Borromeo donde, feliz,
aguardaba Edgardo.
Pasadas ceremonias y fiestas, los recién casados se dirigieron a la ciudad entrerriana de Concepción
del Uruguay. Allí pasaron jornadas muy agradables, lejos de las preocupaciones reales que los
aguardaban en La Plata. Adonde iban, llevaban con ellos apariencias de futuro y realidad de pasado
inmediato. Matrimonio e hijo por venir situándolos públicamente como una pareja orientada al
porvenir, compañeros y actividades que no podían ni mucho menos querían negar, que los anclaban
en una batalla que ya habían perdido. Y, tan doloroso como eso, saber que nada de lo hecho podía
ser compartido con los familiares. Debían mantenerlos fuera si querían protegerlos; al menos de ese
cielo de temores bajo el que ellos vivían. Estaban conscientes que entre los errores cometidos hasta
aquí, el peor era no haber deducido que ante el reflujo de masas lo mejor hubiese sido que ellos
también se replegaran. Los peces deben irse con la marea. Y, cuando a fines del año anterior la
marea había comenzado a irse, ellos se habían quedado. Por eso estaban expuestos en las desoladas
playas del terrorismo de Estado.
De regreso, por fin en La Plata, trataron de llevar adelante una vida de bajo perfil, dedicándose al
trabajo, a trabar relaciones con los vecinos del barrio de Ringuelet, a esperar que pasaran los meses
para ver al niño que crecía en el vientre de Violeta y a superar los permanentes inconvenientes
económicos que tenían. El gobierno de facto no sólo agredía a la población mediante la represión; la
política económica que había impulsado convertía en pesadilla la existencia de quienes tenían
ingresos bajos. Violeta y Edgardo estaban en esa condición y no lo pasaban peor porque, tal como
lo expresaba Violeta en una carta a la familia Di Mayo, tenían ayuda externa.
Diciembre comenzó con pésimas noticias para quienes, desde la periferia de la organización político
militar más importante del país, habían quedado en un grado mayor de exposición debido a que
tenían un lugar fijo en el que podían ser detectados por los Grupos de Tareas. La tendencia general
al repliegue, a la «retirada estratégica y resistencia táctica» que había propuesto por esos días en un
documento al Consejo de Montoneros, Rodolfo Walsh, acaso era posible para quienes habían
pasado a la clandestinidad. Para los colaboradores de superficie era muy difícil, porque habían
militado al descubierto. El deterioro progresivo de la Columna Sur a la que pertenecían los
compañeros de La Plata entre otras ciudades, y el desastre sufrido por Montoneros en general ante
los ataques de las FF.AA. y las patotas paraestatales, imposibilitaba un contacto orgánico. Violeta y
Edgardo, como tantos otros colaboradores quedaron, por un lado, desvinculados; por otro,
desguarnecidos. La desvinculación les alejaba del circuito de información veraz, lo cual era casi
como estar cegados. Deberían orientar sus estrategias leyendo entre líneas la información que
aparecía en los medios de comunicación, filtrada y manipulada por el gobierno. Ocasionalmente, y
producto de la casualidad, estuvieron al tanto del contenido de algún documento, como el de Walsh.
El hecho de quedar desguarnecidos era más grave. Ya no tendrían oportunidad de acudir a la
«Orga» para ubicar una casa limpia donde mudarse y menos aún conseguir, en el caso de que
hicieran falta, pasaportes con los cuales abandonar el país. Se jugaron una de las pocas cartas que
tenían a mano: quedarse y esperar que los malos tiempos pasaran. Luego verían.
El 14 de diciembre amaneció lluvioso. Edgardo se levantó a la hora de siempre, preparó el desayuno
para dos y luego lo llevó hasta la cama para compartirlo con su mujer. Violeta, con un embarazo de
ocho meses a cuestas, había pedido licencia en la clínica y se quedaba en casa.
–Cuando pare un poco la lluvia me voy hasta el almacén para traer unas cosas que necesito.
Después me quedo todo el día en casa –le dijo Violeta a su marido.
–Abrigate, amor. Mirá que la lluvia trajo un poco de fresco –le respondió él.
Edgardo sentía que no había límites para la ternura que le despertaba la imagen de su esposa
embarazada. La amaba con una necesidad visceral y no había nada que él no estuviera en
condiciones de enfrentar para estar con ella. En el corazón de Violeta coincidían la admiración
profunda que sentía por su marido y el amor con que le correspondía. Tan serio, tan compañero, tan
suyo era que juraba que deseaba compartir con él toda esta vida y si había la posibilidad de
reencarnaciones también las atravesarían juntos.
A media mañana la lluvia amainó y Violeta, tal como había previsto, aprovechó para salir. Caminó,
sorteando los charcos que se habían formado durante la noche, hasta el negocio de almacén que
estaba a un par de cuadras. Compró lo necesario y emprendió el camino de regreso. No se percató
que, a media cuadra delante suyo, se había estacionado un automóvil Ford Falcon color celeste, con
cinco integrantes en su interior; y que otro vehículo similar, con tres personas a bordo avanzaba
detrás de ella, a paso de hombre. Unos metros antes que Violeta llegara al Ford Falcon estacionado,
las dos puertas de atrás del vehículo se abrieron y de ellas emergieron hombres armados con
escopetas y ametralladoras. Del vehículo que venía detrás de ella también se bajaron, a la carrera,
otros dos hombres. Violeta supo que venían por ella y miró hacia todos lados en busca de una vía de
escape. No la había, menos aún en su estado. Le gritaron que dejara las bolsas en el piso y que
levantara las manos sin hacer ningún movimiento brusco. Violeta obedeció. En un segundo estaban
cinco hombres encima de ella, tomándola de los pelos y golpeándola en la cara y el cuerpo, con
saña. Con la misma saña que la llevaron a empujones hasta el vehículo estacionado detrás y la
arrojaron al asiento trasero.
Edgardo regresó del trabajo a la tarde. La casa estaba casi como él la había dejado antes de salir
para el Parque Pereyra Iraola, sólo que sin Violeta. Pensó que habría salido y esperó unos minutos.
Al cabo, salió a preguntar a los vecinos si la habían visto. Luego de varios intentos fallidos, alguien
le comentó que, a media mañana, un grupo de hombres armados había «levantado» a Violeta en
plena calle. Edgardo se desesperó. Tomó un taxi y fue directamente hasta la casa de Miriam Alí, en
Camino Rivadavia entre 120 y 121 para buscar apoyo y consejos. Lo recibió Beatriz Iglesias, la
mamá de Miriam, quien lo escuchó azorada. No era ajena a cuanto estaba sucediendo en el país
desde los últimos años: su propia casa había sido víctima de un atentado por parte de la Triple A,
ametrallada en horas de la madrugada; en otra oportunidad había visto cómo frente a su casa un
grupo de ocho hombres había sido masacrado por soldados armados con escopetas Itaka: los habían
bajado de un camión celular, los habían obligado a correr hacia un descampado y les habían
descargado el plomo en las espaldas indefensas; además su esposo no sólo había perdido el empleo
luego del golpe de Estado, sino además tenía prohibida la entrada al puerto que lo había albergado
durante las últimas décadas. Pero el secuestro de una de las mejores amigas de su hija la golpeaba
tanto o más que lo que había visto.
–Estoy desesperado, Beatriz, porque a «Viole» le faltan un par de semanas para tener familia y vaya
a saber qué le hacen estos animales –dijo Edgardo.
Beatriz trató de calmarlo, de inducirlo a reflexionar sobre el mejor de los modos posibles para
buscar y encontrar a Violeta. Edgardo le comentó que si encontraba donde estaba detenida Violeta y
no la dejaban en libertad rápidamente, iba a traerle el bebé para que lo cuidara ella. Beatriz aceptó
de muy buena gana la idea. Miriam, que había escuchado incrédula el relato de Edgardo, propuso
que salieran a buscarla, que en algún lugar debía estar.
–No, por las dudas vos quedate al margen de la búsqueda. Ya le avisé al padre de Violeta y mañana
pienso escribirle una carta a la familia Di Mayo, que vive en Bolívar, para que me ayuden. Creo que
es lo mejor
Miriam trató de retener las lágrimas. El dolor que la noticia y sus múltiples consecuencias le habían
causado se confundía con la ternura y admiración que le despertaba Edgardo; sólo atinó a decirle
que tuviera cuidado de cómo se manejaba.
–Tengo cuidado –le contestó Edgardo–, pero si es necesario para encontrar a mi mujer y a mi futuro
hijo voy a dejar de tenerlo; la vida de Violeta y del bebé está incluso por encima de mi propia vida.
Luego del intercambio de dolores y afectos y pedidos de cuidado, Edgardo se marchó.
Edgardo volvió en dos oportunidades a la casa de Rivadavia 73. La última llegó muy preocupado
luego que unos amigos –a los cuales no identificó– le hubieren comentado que Violeta se
encontraba detenida en la cárcel de Magdalena (distante unos pocos kilómetros al sur este de La
Plata), y que ya había tenido familia; incluso le habían asegurado que había nacido una nena.
Beatriz volvió a escucharlo con ternura de madre, enterándose que el joven había cambiado de
domicilio, por las dudas que la misma patota lo tuviera como objetivo a él. Le hizo notar que si lo
hubiesen querido detener, podían haberlo hecho en cualquiera de las visitas que había realizado a
las comisarías o los juzgados. Y volvió a insistirle que tuviera cuidado.
–Me voy hasta Magdalena y hasta que no me dejen entrar a ver a mi mujer y mi hija, no me muevo.
Luego le recordó que se había comprometido en cuidar de la niña, una vez recuperada y mientras
durase el período de prisión de su esposa. Beatriz insistió en que sería un placer hacerse cargo de la
niña el tiempo que fuese necesario, aunque prefería que este drama terminara pronto, con la libertad
de Violeta y con la definitiva reunión de la familia. Edgardo la besó en la frente y se marchó.
No se vieron nunca más.
EPÍLOGO
Edgardo desapareció el 8 de febrero de 1977. Nunca pudo saberse en qué circunstancias fue
secuestrado, ni qué fue de él. Tampoco han trascendido, hasta hoy, datos sobre Violeta. Sí sabemos
que las infatigables Abuelas de Plaza de Mayo han trabajado y trabajan sin cesar para dar con el
paradero de la hija de ambos.
–MIRTHA IRENE PÉREZ TARTARI–
28 / 8 / 1954 – 17 / 12 / 1976
El nacimiento de Mirtha satisfizo la extensión de la familia compuesta hasta entonces por Vicente
Pérez, Yolanda Tartari y el pequeño Alberto. Acaso sin haberlo buscado, los Pérez Tartari
brindaron satisfacción al modelo de familia que sugería el Estado en los manuales educativos, en la
publicidad oficial e incluso en las señales de tránsito: papá, mamá, nene y nena.
La familia gozaba las mieles de un buen pasar, asentado éste en la propiedad y explotación de una
estancia de medianas proporciones, lo cual posibilitaba que los niños crecieran sin sobresaltos
económicos; más aún, podrían comenzar a albergar expectativas de futuro concretas y alcanzables
toda vez que se excusarían de sufrir los rigores de la existencia cuando el dinero escasea.
Alberto, dos años y un día mayor que Mirtha, orientó su vocación tempranamente hacia el ámbito
del deporte: fútbol, básquet, más tarde tenis; mientras la pequeña prefirió la escalonada y armónica
suavidad del piano. Favorecida por la presencia de un piano de cola en la casa, Mirtha se
entusiasmó en aprender sus secretos; sus padres, conscientes de aquel entusiasmo la inscribieron
entre los alumnos de una profesora que daba clases particulares, para que el abordaje del teclado le
resultase menos ajeno y problemático. Así, mientras la pequeña avanzaba en los estudios de la
escuela primaria, sumaba experiencia y conocimientos en piano; tanto que en reiteradas
oportunidades, cuando algún acontecimiento reunía a la familia en su casa, Mirtha demostraba
cuánto había logrado captar de la riqueza del instrumento. «Para Elisa» era la melodía de rigor en el
virginal repertorio de la niña. Una de sus amigas íntimas, Adriana Menéndez, también tomaba
clases de piano, lo cual potenciaba en ambas el deseo de avanzar en su conocimiento y ejecución.
La otra amiga, que desde la primera infancia tuvo trato continuo con Mirtha, Mónica González,
tomaba clases de guitarra. Las tres, compañeras desde los tiempos del jardín de infantes, iban y
venían juntas de la Escuela Nro. 1; los primeros años cursando en horario vespertino, los últimos de
mañana. Y otra actividad que compartían las tres amigas, además de la música y la escuela, eran los
paseos al campo de la familia de Mirtha. Esta última actividad las conectaba con un placer mayor,
ya que disfrutaban tanto del viaje por la ruta provincial 65, camino a la ciudad de 9 de Julio,
maravillando sus ojos infantiles con las pródigas imágenes de la llana ruralidad, como de la estadía
en el vasto campo. Mónica y Adriana de algún modo admiraban la naturalidad con que Mirtha
montaba a caballo a sus diez años o el valor que demostraba al acercarse más de lo que ellas se
animaban a hacerlo a los animales. Yolanda, feliz y cómplice de los juegos de las niñas, las
consentía en todo cuanto le pedían.
La infancia de Mirtha transcurrió sin mayores sobresaltos; cuando no estudiaba o jugaba con sus
amigas, acompañaba a su madre en los mandados cotidianos; o asistía como espectadora a los
enfrentamientos deportivos en que participaba Alberto, cuando la llevaban. Incluso acompañaba a
su hermano a las conmemoraciones patrióticas que, como siempre, se celebraban en torno al mástil
erigido en el centro de la ciudad, frente a la Municipalidad. De un 25 de Mayo anclado en aquellos
años de edad escolar, Mirtha cosechó un «recuerdo» que perduró siempre en ella. Como de
costumbre, a las celebraciones oficiales asistía junto a su madre, Yolanda, y Alberto, su hermano.
Ese día, los tres caminaban por la avenida San Martín, recorriéndola de este a oeste, con el apuro
habitual de quien se toma a pecho las responsabilidades. Habían salido con cierto retraso de la casa
de Mitre al 327. Llegados a la esquina de San Martín y Arenales, bajaron a la calzada y comenzaron
a cruzarla sin percatarse ninguno que sus cuerpos coincidían en vértice con la trayectoria confiada
que llevaba un motociclista. No hubo tiempo para casi nada; el motociclista atinó a frenar, pero no
pudo evitar que la inercia hiciera prosperar el desplazamiento de su vehículo y colisionara con la
integridad de la pequeña Mirtha, que rodó por el suelo llenándose de polvo, vergüenza y dolor. No
fueron más que algunos magullones y desaparecieron en pocos días; pero la impresión le duró a la
niña por años; tanto que muchas veces lloraba tan sólo con ver una moto pasar frente a ella.
Terminados sus estudios en la Escuela Nro. 1, se sumó a los chicos que iniciaron el secundario en el
Colegio Nacional, que por entonces tenía sede en la calle Güemes, entre San Martín y Alsina. Los
primeros meses de estudios secundarios conservaron la mismidad que habían tenido los últimos del
primario; las mismas amigas, los viajes al campo algún fin de semana, las reuniones en casa. No
obstante ese año, 1968, comenzó a constituirse como un singular portal: el avance en los estudios, la
convivencia con el nuevo grupo de referencia, la edad de la infancia que se alejaba
irremediablemente. Todas juntas, esas circunstancias fueron edificando nuevas relaciones a la vez
que generando nuevas necesidades. Las reuniones, que pocos años atrás habían sido consumidas
entre amigas, ahora se hacían heterogéneas por la participación de los varones; comenzaba a
frecuentar los lugares a los cuales asistían los demás chicos, el boliche bailable el sábado, la «vuelta
del perro» los domingos por la tarde en la avenida San Martín; y, por cierto, no desaparecieron las
reuniones en la casa de Mitre con sus amigas. Uno de los aspectos novedosos de esta nueva etapa
era que había comenzado a convivir en las aulas con chicos que apenas unos meses atrás, tanto
Mirtha como sus amigos, consideraban rivales: alumnos del ciclo primario del Instituto Cervantes.
En efecto, varios chicos procedentes de las aulas primarias que orientaba la Orden de los Padres
Trinitarios elegían la escuela pública para avanzar en el secundario, entre ellos Julio Ruiz, Nemo
Maineri, el «Gordo» Bozzanno. Estos encuentros ameritaron reacomodamientos, los que se fueron
dando paulatina y eficazmente hasta que se «limaron» las diferencias de origen. A la convivencia
cotidiana en las aulas, fueron sumándosele actividades extraescolares y viajes; y estos contactos,
despojados de la formalidad que imponen las aulas, penetraron afectos más allá de la epidérmica
relación de alumno de cada uno de los chicos. Para cuando tuvo lugar uno de los viajes que anclaría
para siempre en los misteriosos mares de la memoria de aquel grupo de estudiantes secundarios,
todos y cada uno de ellos subsumían parcialmente su identidad en una institución que los
referenciaba: el Colegio Nacional.
El hecho fue que Carlos Rodríguez, profesor de físico química del curso que transitaba Mirtha, les
propuso realizar una visita a la ciudad de Balcarce para recorrer con intenciones pedagógicas la
estación satelital que por aquellos días se inauguraba y ... desde el vamos, el viaje aportó situaciones
para apuntar en el anecdotario. La empresa de transporte colectivo Liniers fue la elegida para
trasladar al grupo. El vehículo que puso a disposición de los chicos, de dimensiones insuficientes
para dar asiento a todos, obligó a quienes habían organizado el viaje agudizar el ingenio. La
solución al problema la aportaron los propios alumnos, que propusieron la utilización de bancos
pequeños acomodados en el pasillo. Cada traqueteo del colectivo, o cada frenada brusca, obligó a
quienes llevaban sus reales asentadas en aquellos bancos a bracear desesperadamente en busca de
algún punto de apoyo para no caerse; y arrancó risas estentóreas en el resto de los compañeros.
Incluso, entre quienes viajaban cómodos, corrieron apuestas sobre cuál de los habitantes del
inestable pasillo terminaba primero en el piso. Una vez en Balcarce, la diversión del viaje dejó paso
al asombro por el despliegue tecnológico de la estación satelital: observaron por primera vez
televisión color, y sin la lluvia que en general formaba parte de las imágenes que entregaban los
televisores domiciliarios. Terminada la visita, se trasladaron hasta la Facultad de Agronomía. Allí
volvió a presentarse la diversión, pero de modo casi escatológico: algunos de los chicos –entre los
cuales, siempre que había «lío» podía ubicarse a Carlos Farace, Mariano Sánchez, Aldo Piermatei y
Julio Ruiz– iniciaron una guerra, que dirimieron con proyectiles de bosta de vaca, de caballo y hasta
de oveja. Comenzada por los eternos «revoltosos», la original conflagración se continuó en el resto
de los varones y finalmente terminó por sumar también a las chicas. De regreso, tras la reedición
graciosamente conmemorativa de los hechos salientes del día, por fin reinó la calma. Incluso los
que habían hecho el viaje de ida sentados en los banquitos, los dejaron de lado y se acomodaron en
el piso para dormitar.
Mirtha conocía muy en detalle los aspectos adyacentes de varios deportes, todos los que practicaba
su hermano, y se entretenía en compartir como espectadora, pero muy poco y nada de sus aspectos
esenciales, esos que involucran directamente al cuerpo. Por eso fue que se sumó a los aspirantes a
tenistas en las cuidadas canchas del club Estudiantes. El entusiasmo inicial no se renovó en el
tiempo y la temporada siguiente no encontró en Mirtha mayor eco que el regreso, también
esporádico, como espectadora en los partidos que jugaba alguna amiga o su hermano. Prefirió
dedicar más tiempo a otras cuestiones menos agitadas, como las guitarreadas y fogones en el
campo. Antes que un pase del ascendente Guillermo Vilas, un verso de Pedroni o una canción de
Almendra. O, mejor aún, al amor, el primero de su vida, despertado por un joven músico de
Necochea que Mirtha hubo de conocer en ocasión de la presentación del grupo en que tocaba el
joven en Bolívar.
El escenario del encuentro fue una confitería bailable que había inaugurado sus noches bajo el
nombre de Kuko´s, enclavada en la calle Mitre al 350, muy cerca de la casa de Mirtha, quien, como
muchos de sus amigos y amigas, no tardó en habitar con la recurrencia que exige la adolescencia.
Una de esas noches, espléndida en su metro setenta de estatura, con el cabello castaño oscuro
deslizándose graciosamente sobre sus hombros, Mirtha entró al boliche. Ni bien sus ojos pardos se
habituaron a la penumbra del interior, descubrió a un chico que no había visto nunca antes y que le
resultaba atractivo. Consultó a sus amigas y tampoco lo conocían. Un momento después, cuando se
anunció la presentación de una banda de música, Mirtha descubrió que el joven, Hugo Urenda, era
uno de sus integrantes... y uno de los dueños del boliche. La casualidad obró resaltando aún más los
perfiles que seducían a Mirtha, ya que operó para que el joven se ubicara debajo del haz de luz de
un spot, de modo que su rostro se recortaba nítidamente de la oscuridad del lugar. Y de esa nitidez
bebió Mirtha. La banda terminó su recital y el joven, que desde el escenario había cruzado miradas
con Mirtha, se acercó a ella. Se presentaron y quedaron conversando, abstraídos de la música, de la
pirotecnia virtual de las luces de colores que reiniciaban sus giros y cruces, y de los demás chicos y
chicas que compartían el boliche. Iniciaron, a partir de allí, una relación que se continuaría por
algunos meses, intermediada por la distancia –Hugo vivía en Necochea y viajaba con regularidad a
Bolívar– y, fundamentalmente, por el trajín de las cartas que se enviaron. Terminó sin heridas,
acaso apagándose por los 400 kilómetros que separaban a las ciudades a las que pertenecían o
porque sencillamente esa relación no debía ser; y del mismo modo fue apagándose el recuerdo del
noviazgo, hasta quedar reducido a un episodio inocuo. Hubo otros chicos que demostraron interés
en Mirtha, pero ella no sintió, en Bolívar, que su corazón le sugiriera corresponder. Ya llegaría su
turno.
En 1971 Vicente Pérez, su padre, enfermó. Una doble aneurisma en cada pierna lo enfrentó a una
delicada operación, la cual tuvo lugar en La Plata y le practicó el Dr. Maldonado. Por entonces,
Alberto, su hermano, había comenzado sus estudios de Agronomía y residía en el departamento «B»
del piso 16 del Palacio del Bosque, ubicado precisamente frente al bosque platense, en calle 1 y 54.
Allí llegaba, todos los meses, el resto de la familia desde Bolívar, para acompañar a Vicente cada
vez que viajaba a La Plata para realizarse un nuevo control médico. Para Mirtha este viaje tenía un
doble significado, ambos esperanzados. Por un lado la confianza que el Dr. Maldonado despertaba
en toda la familia y a partir de ello la cierta posibilidad de una pronta restauración de la salud de su
padre; y por otro ensayaba en un par de días lo que, en poco tiempo, sería su vida en La Plata. Por
aquellos tiempos, ella también supo de problemas de salud: fue agredida por esporádicos ataques de
epilepsia, de los que debió tratarse. Para su placer, la insipiencia de la enfermedad se quedó en eso y
no le dejó más huellas que las anécdotas.
Entonces agotaba el cuarto año de estudios y se disponía a recorrer el último tramo del secundario;
y en él convivían dos apuestas de gran trascendencia: la primera, el viaje de egresados a Córdoba; la
segunda tenía que ver con la preparación mental necesaria para adecuarse a lo que sería en el corto
plazo una nueva vida, la vida universitaria.
Como actividad extraescolar, de estrecha vinculación con el viaje de egresados, los alumnos de
quinto año del Colegio Nacional impulsaron un grupo de teatro al que llamaron «Nacioteatro 72».
Si bien no actuaron todos, como es dable pensar, para cada uno hubo una tarea asignada.
Obviamente Mirtha: fue vestuarista, iluminador, coreógrafo, musicalizador, maquillador, ayudante
de director. «Historia de mi esquina», del dramaturgo Osvaldo Dragún, fue la obra que pusieron en
escena. El año anterior los alumnos de quinto habían estrenado «La fábula del hombre y el queso»,
«La isla desierta». Cada vez habían vaciado de localidades la taquilla del teatro Coliseo. En este
punto era que resultaba funcional al viaje de fin de curso, puesto que el dinero que se recaudaba
tenía ese fin. «Historia de mi esquina» se presentó tres veces a sala llena y además mereció un viaje
a la ciudad de Junín para presentarla allí. Que concitara la atención de mucho público en Bolívar, no
resultaba extraño; en última instancia esa afluencia masiva podía deberse a que los chicos hacían
desfilar por las salas a toda su familia y a sus amistades. El hecho es que en Junín también llenaron
la sala, lo cual significó además de una satisfacción económica una buena caricia para el alma de los
chicos que habían puesto muchas horas de su tiempo en el proyecto. Tan grata fue para ellos esa
presentación que opacó las vicisitudes del viaje de regreso a Bolívar: el colectivo, sin calefacción y
con varios vidrios menos en sus ventanillas, albergó un ambiente polar en su interior que castigó
con rigor los cuerpos de los viajeros. Pero, un tanto la felicidad que habían cosechado en la sala, y
otro tanto el calor que brindaban las botellas de ginebra que, como bendita provisión se aseguraron
en cada estación de servicio, hicieron que el frío pasara casi desapercibido.
Con la intención de festejar el inicio de una nueva primavera, la última para el grupo, los chicos
decidieron reunirse en el campo de la familia de Mirtha. Ya habían tenido jornadas allí y sabían que
podían ser muy bien aprovechadas; tanto o más que en la consuetudinaria concentración que se
realizaba para aquella fecha en el parque «Las Acollaradas», a la que asistía todo el mundo. El
punto de reunión para iniciar el traslado hasta el campo fue la casa de Mirtha. A las 10 de la mañana
estaban todos, bulliciosos y entusiasmados, listos para subirse a los vehículos: Víctor «el negro»
Noel, Gualberto Noseda, Julio Ruiz, Mónica González, «Lamparita» Chávez, Raúl Frechilla, el
«Gordo» Bozzano, Adriana Menéndez, «Martinico» Martínez, Horacio Groba, la «Flaca»
Castelucci, Carlos Farace, Nemo Maineri y hasta el celador del colegio, Juan Carlos Leonetti. Junto
a ellos, Yolanda, dispuesta y compañera como siempre que su hija lo necesitaba.
Cuando la comitiva llegó al campo, el asado del mediodía, si bien ya esparcía su aroma para
inquietar el estómago e incentivar el hambre, solicitaba un tiempo más de exposición al fuego para
entregar su punto justo. Para «matar» el tiempo de espera, se armaron rápidamente grupos
pequeños, de dos o tres personas cada uno, que se desafiaron a demostrar cuál era capaz de soportar
mayor distancia y velocidad encima de la rastra tirada por un par de caballos. Se aceptaron el reto y
de no haber mediado el llamado a comer habrían extenuado las fuerzas de los caballos sin que
ninguno de los grupos se diera por vencido.
Mientras saciaban apetito y sed, las chicas propusieron que, luego del almuerzo, tuviera lugar un
desfile de modas. Yolanda supo a qué atenerse cuando escuchó cuál era la indumentaria que los
«modelos» lucirían para la ocasión; debía franquear las puertas del ropero de la estancia e incluso
solicitar a los peones que colaboraran con ropas de ellos. Una vez transpuesta la sobremesa, bajo el
mismo alero en que habían degustado la carne asada y el vino fresco, improvisaron una pasarela por
la que desfilaron desafiando –sin vencerlo– al ridículo cada uno de los chicos. Para varios de ellos,
el final del desfile coincidió con el progreso notable de una modorra que se quitaron durmiéndose
una siesta, de la que regresaron bruscamente por oficio del tronar de los motores de varios autos. Es
que mientras unos dormían, otros eligieron reinstalar desafíos, y como los caballos habían sido
asignados a las labores del campo, la cosa fue con los vehículos en que habían llegado al campo: un
Ford modelo 40, un Chevrolet modelo 38, ambos propiedad de la familia de Mirtha, y el Renault 4
de los hermanos Maineri. La competencia «tuerca» duró lo que la paciencia y temor de Yolanda
permitieron.
La tarde fue desgranándose en épicas partidas de truco, «recitales» improvisados apoyados
instrumentalmente por el acordeón de Horacio Groba y la guitarra de Mirtha, largas rondas de mate
y algún «picado» tardío. A la caída del sol, se inició el éxodo. Acomodaron sus bártulos, se
distribuyeron en los vehículos y partieron.
¿Se acababa el día? No. A los pocos minutos de iniciado el viaje de regreso, el auto que encabezaba
el contingente se detuvo. Descendió Horacio Groba e hizo señas a los demás vehículos para que a
su vez detuvieran la marcha.
–Che –dijo elevando la voz lo suficiente para que escucharan todos– no vamos a terminar el día así
¿no?
Alguien le preguntó qué tenía en mente para extenderlo.
–Podríamos hacer un baile.
–¿Acá?
–Sí, acá. Podemos acomodar los autos de tal modo que los faros iluminen un sector del asfalto, es
sólo un poco de luz la que nos falta; la música –dijo señalando al acordeón– corre por cuenta mía y
de Mirtha si me acompaña con la guitarra.
Tras el absoluto consenso, bajaron todos de los autos y acondicionaron la escena para que el
desértico paisaje pampeano diera lugar al baile, al que se sumaron algunos viajantes que acertaron a
pasar por allí a esa hora. Yolanda también aprobó la original propuesta, pero prefirió seguir el
despliegue desde el auto. Aunque bien podría decirse que tuvo una participación periférica puesto
que más de una vez acompañó los compases de la música apagando y volviendo a encender las
luces del Ford 40. La idea, materializada, terminó por coronar de manera brillante una jornada que
resultó inolvidable para todos.
Diciembre de 1972 fue, finalmente, el mes con mayores emociones en la vida que Mirtha había
llevado hasta entonces: tenía lugar el viaje de egresados a Villa Carlos Paz, provincia de Córdoba, y
tras el viaje se avizoraba la despedida del secundario. El fin de esta etapa en su educación se
presentaba muy distinto a los anteriores; había en este cierre elementos que generaban sensaciones
ambiguas: si bien le atraía el inicio de una carrera universitaria, sabía que eso significaba el
desarraigo de Bolívar, es decir de la gran mayoría de sus afectos. Además, al lugar que ella había
elegido, La Plata, sólo iba un pequeño número de compañeros, muchos de los cuales conocía de la
primaria, incluso del jardín de infantes. Se dispersaban en distintas direcciones: Buenos Aires,
Córdoba, Bahía Blanca, Viedma... y ella a La Plata. Con todo, se prometieron pasarla bien en la
tranquila serranía cordobesa. Yolanda, para felicidad de Mirtha, acompañó al contingente; y al
mismo se sumó una vez más Juan Carlos Leonetti, quien para esos días más que preceptor era un
compañero de los chicos. A fin de cuentas había estado a cargo de la dirección del grupo de teatro,
había formado parte del grupo que festejara el Día de la Primavera en el campo de los padres de
Mirtha y ahora los escoltaba hasta Córdoba.
Fueron diez días de plenitud, la perfecta antesala de una despedida que, indudablemente, iba a
doler. Compartieron bailes y excursiones con chicos de otros sitios del país; incluso, por virtud del
acierto de Horacio Groba de llevar su acordeón, alentaron la alegría en los fogones, haciendo
crepitar las risas y los acordes al ritmo de las llamas.
Mirtha optó por cumplir con todas las excursiones que su cuerpo resistiera. Se sucedían de mañana,
a las que asistía el cincuenta por ciento de los chicos; de tarde, a las que iba un número mayor; y de
noche, a las que no faltaba nadie. En las excursiones de la mañana Mirtha y Yolanda –que no se
perdía ninguna– solían encontrarse reiteradamente con Julio Ruiz, quien tampoco quería perderse
nada de lo que tuviera para entregar aquel paisaje
–Total, son sólo diez días. Después, en Bolívar, recupero horas de sueño y listo– le comentaba Julio
a Yolanda mientras el motor del colectivo que los llevaba tartajeaba ruido y humo al subir las
sierras.
Las visitas que se realizaban a la tarde gozaban de mayor asistencia porque muchos de los
remolones matinales se sumaban al grupo. Al fin y al cabo, algo de aquellas hermosas vistas tenían
que guardar tras las retinas. Las salidas que gozaban de absoluta popularidad eran las de la noche,
preferentemente al boliche Mouline Rouge. Aquí, el problema para muchos de los chicos era el
regreso: el hotel donde se alojaban estaba calle arriba, por lo tanto aquellos que se cansaban en
exceso en las pistas de baile o superaban la barrera de la resistencia al alcohol tardaban mucho más
de la cuenta para llegar. De todos modos, era sólo un detalle, un módico precio a pagar por tanto
disfrute, por tanta vida expuesta sin deberes ni compromisos, por tanta libertad, preludio de las
responsabilidades y compromisos que se agazapaban en el futuro inmediato.
Ya de regreso, Mirtha comenzó a prepararse para la continuidad en la Universidad de La Plata. No
tenía por delante materias que rendir, puesto que llevaba sus estudios al día y no necesitaba
preocuparse por los días de adaptación que le aguardaban: sus viajes mensuales a La Plata y la
presencia de su hermano Alberto en el departamento que habitaría transmitían seguridad tanto a ella
como a sus padres.
Llegó a la capital provincial en enero de 1973, sin tener en claro cuál iba a ser en definitiva la
carrera que finalmente seguiría. Para sortear la duda se anotó en el Ciclo Básico de Arquitectura y
en Medicina. Sus mayores orientaciones técnicas tenían que ver con la arquitectura, pero en
Medicina se había anotado Mónica González, su mejor amiga desde siempre, y eso le había
inducido algún interés; además, ambas vivían en el mismo edificio, sólo que en departamentos
distintos. Al barrio también llegó, en marzo, otro de los amigos que durante la etapa del colegio
secundario había cosechado Mirtha: Julio Ruiz. El «Negro», como cariñosamente lo apodaban, se
había instalado en un departamento de diagonal 77 entre calles 1 y 2, a escasas dos cuadras del
Palacio del Bosque. Esa cercanía auspiciaba encuentros reiterados durante las tardes, al caer el día,
para la mateada obligatoria que repasaba las buenas y malas nuevas a que se enfrentaban los recién
llegados. No hubo transcurrido la primera semana de la llegada del «Negro» Ruíz a La Plata cuando
el grupo todo de amigos recopiló la primera de las anécdotas peligrosas que ofrecían esos tiempos
violentos.
Mirtha estaba estudiando en su habitación. No había anochecido del todo y la inercia del verano
dotaba de calidez al aire que hacía danzar a las cortinas que protegían las ventanas abiertas. Pero el
ambiente casi bucólico del instante contrastaba con las aciagas horas transcurridas desde el alba. El
día había sido difícil porque a pocos metros de allí, en el Cuartel Central de la Policía de la
provincia de Buenos Aires, desde muy temprano en la mañana, se habían sublevado los
uniformados. El gobierno con sede en La Plata por toda respuesta había ordenado al Ejército que se
encargara de «convencer» a los policías para que depusieran su actitud. Las calles aledañas al
Cuartel, ergo la calle del Palacio del Bosque, habían sido militarizadas a tal punto que se habían
emplazado ametralladoras de grueso calibre y varios tanques habían dejado sus huellas en el asfalto
en su tránsito hacia la plazoleta ubicada frente a la puerta de entrada de la sede policial. Nadie en el
barrio había podido moverse con tranquilidad, puesto que desde ambos lados de la refriega habían
salido disparos; incluso más de una serie de detonaciones de armas de fuego habían podido
escucharse como fondo incidental de los informativos de radio Colonia, que había destacado en el
lugar un móvil que transmitía en directo cuando la balacera recrudecía. Ahora parecía que la
normalidad había sido repuesta y volvían a escucharse, apagados por la distancia de doce pisos, los
enredos del tránsito vehicular. El timbre del portero eléctrico sonó como un latigazo insistente en el
departamento. Mirtha se sobresaltó. Le resultaba curioso que alguien, ese preciso día, llegara de
visita. Atendió.
–Hola, Mirtha, soy Julio Ruiz. ¿Me abrís?
–Sí, Julio, pasá.
Una vez arriba, Julio le contó que, cuando evaluó que no había nada que temer en la calle, se
aventuró con intenciones de llegarse hasta el Palacio del Bosque. Había pensado en visitar a
Marcelo Ravassi, no obstante llevaba a cuestas un plan B; si no estaba Marcelo llamaba al timbre de
Mónica González y, si allí tampoco había nadie, llamaría en el número de Mirtha.
–Pero, ¿vos estás loco? Cómo vas a salir después de lo que pasó. ¿Y si te confundían y te llevaban
preso?
-No te vas a creer que me la llevé de arriba –contestó Julio.
Luego contó que, con la inocencia propia de un recién llegado a la ciudad, había cruzado la plaza
por donde, horas antes, habían silbado las balas. Y que, a su paso, un grupo lo había enfocado con
un reflector para contrastar su figura con la opalescencia del crepúsculo y, ajenos a toda poesía, los
militares que custodiaban el predio le habían gritado que se detuviera allí donde estaba. Que luego
lo habían interrogado, incluso lo habían acompañado hasta el Palacio del Bosque para cerciorarse
de que no mentía el destino. Por eso había insistido con tanto ahínco sobre el portero de Mirtha; que
le abriera su amiga se había convertido en la última oportunidad para legitimar su presencia en las
calles a esa hora; y para que los «acompañantes», cuatro militares desconfiados, lo dejaran
tranquilo. El siseo eléctrico de la cerradura invitando a empujar la puerta había resultado el mejor
de los sonidos posibles para el asustado Julio.
Aprender a consumir la ciudad que les brindaba cobijo y posibilidad de estudio, llevaba sus riesgos
y sus dificultades. Todos tomaron nota de ello en adelante.
Por fin comenzaron las cursadas. Mirtha, fiel a su idea de decidir sobre la marcha cuál carrera sería
la suya, probó recorrer dos caminos al principio, anotándose en dos carreras. Con el avance de los
meses del convulsionado año 1973, Mirtha comprobó que prefería la arquitectura. Al fin y al cabo,
para la medicina, la familia Pérez ya había aportado un miembro: Alberto, quien se había decidido
por esa carrera luego de cursar un año en la facultad de Agronomía.
El primer año, Mirtha y Mónica se vieron con frecuencia, pero con el avance de los estudios los
regímenes horarios de cada una comenzaron a imponer una suerte de dificultad para que las amigas
pudiesen encontrarse. Mirtha se hizo amiga de dos hermanas, Adela y María del Carmen Savoy, que
habían llegado desde Gualeguaychú para estudiar arquitectura. Las chicas vivían cerca, en un
departamento ubicado en la calle 6 y 55, de modo que con el correr de las cursadas fueron
estrechando vínculos. Comenzaron a visitarse mutuamente y, en una de esas visitas, las hermanas
Savoy conocieron a Mónica, trabando amistad también con ella.
Fue gracias al contacto con las chicas entrerrianas que Mirtha encontró el amor de su vida: Marcelo
Borrajo. Un joven estudiante de Derecho, comedido y brillante, que satisfizo de inmediato todas las
expectativas que Mirtha había dejado crecer dentro de sí acerca del sexo opuesto. Se enamoraron
rápida y profundamente.
Los hermanos que el primer año habían compartido el departamento con Elvio Adelqui «Popono»
Gagliardi –habitando Mirtha una de las piezas; Popono y Alberto en la restante–, para 1974 a raíz
de la mudanza de Popono, quedaron solos. En realidad solos es un decir ya que siempre había en la
casa compañeros de estudios de ambos, más en el caso de Mirtha cuando se acercaba el día de la
entrega de maquetas y trabajos en la facultad. Las amigas llegaban con todos sus bártulos y se
pasaban toda la noche trabajando junto a Mirtha. Alberto, sumergido en sus libros de medicina, se
despreocupaba de las risas y las interminables charlas nocturnas de las chicas.
La política universitaria, impregnada en todos los resquicios de todas las aulas, pasillos y despachos
de las facultades, no tardó en irrumpir en la vida de Mirtha. Entusiasmada por la extraordinaria
movilización que generaba el peronismo, Mirtha se agregó a los chicos que revistaban en la
Juventud Universitaria Peronista (JUP). En el transcurso de esa participación, acompañó a su novio,
Marcelo Borrajo, el chico entrerriano provisto de un magnetismo capaz de nuclear en torno a él a
decenas de otros chicos con ideales similares. Mirtha veía en él a un organizador y luchador
incansable. Marcelo veía en ella a una compañera siempre agradable y cada vez más comprometida.
El amor y la conjunción de ideales hicieron inseparables a los jóvenes. Ni siquiera la asistencia a
facultades diferentes les interpuso inconvenientes porque Mirtha solía concurrir a Humanidades,
para ayudar en las volanteadas, pintadas y preparación de pancartas, y Marcelo hacía lo mismo en
arquitectura. El comedor escolar y las reuniones políticas fueron otros lugares para el encuentro.
La gesta política que llevó por fin a Héctor Cámpora al gobierno nacional, que no al poder porque
en las consignas estaba claro que ese sitial estaba destinado por derecho propio a Juan Domingo
Perón, «El Viejo», al que la mayoría, desde distintos lugares del «Movimiento» decían defender y
acompañar, fue de algún modo el bautismo político militante de Mirtha. El triunfo electoral
reimpulsó con más fuerzas la lucha política para que, finalmente, el «Viejo» regresara para tomar lo
que era suyo: el sillón de Rivadavia. La «Gloriosa Juventud Peronista», que mucho había tenido que
ver con el hostigamiento permanente a la dictadura anterior, se había colocado en un lugar
preponderante en el gobierno del «Tío» Cámpora. Ese dato comenzó a inquietar a una parte
radicalizada a la derecha del «Movimiento» y apañada en su accionar por López Rega, hombre de
inmediata cercanía con Perón. La renuncia de Cámpora y Solano Lima, su vicepresidente, marcó la
acefalía, requisito imprescindible para que hubiese un nuevo llamado a elecciones. Obviamente, con
anterioridad a la renuncia, el gobierno había dispuesto dejar sin efecto los decretos proscriptivos
que los gobiernos militares habían echado y mantenido sobre la figura de Perón, de modo que el
«Viejo» pudo presentarse como candidato. El interregno que existió entre el gobierno de Cámpora y
la llegada de Perón a la Casa de Gobierno, marcó el comienzo de una nueva etapa, la que no toda la
JP, entre otros grupos internos del Movimiento, pudo advertir con claridad: a cargo de la
presidencia quedó Raúl Lastiri, cuyo único logro trascendente consistía en haber seducido a la hija
de José López Rega, Norma, y haber contraído con ella matrimonio. La presencia de un sujeto de
inhallables virtudes en la presidencia provisional de la Nación no fue un dato menor; indicó dónde
había decidido recostarse Perón, esto es la derecha del movimiento que encabezaba. De su fugaz y
pálida actuación, se destaca un decreto que imponía la censura a solicitadas de las organizaciones
armadas irregulares en los medios de comunicación de alcance nacional. Los 17 años de censura y
proscripciones, para Lastiri y sus acólitos no habían sido suficientes. Y peor aún, significó el
comienzo de una progresión siniestra de actos violentos realizados por hombres que decían
representar al peronismo en el gobierno, en detrimento de otros peronistas; y también, claro, en
contra de integrantes de organizaciones de izquierda y de militantes del campo popular. Sin lugar a
dudas, esta configuración del nuevo orden interno hacia dentro del peronismo signó marcando con
precisión hacia afuera las pertenencias: a partir de allí se podría ser amigo o gorila; leal o traidor;
juventud maravillosa o imberbes estúpidos. Las persecuciones, los atentados, los asesinatos,
muchos alentados solapadamente por el ministro de Bienestar Social López Rega, ninguno
investigado y resuelto por la Justicia, todos con el mismo sello mafioso. Enfrente, las
organizaciones que se habían constituido para combatir –políticamente todas y por las armas
algunas– a la dictadura y sus beneficiarios, entendieron que la democracia había llegado coja, que
desmovilizarse era una de las peores formas de asumir la derrota y que desarmarse era dejar al
enemigo el terreno libre para su ocupación. El famoso incidente del 1º de mayo de 1974, vació la
plaza no ya de jóvenes «tendenciosos con ideas extranjerizantes»; fue el parte aguas definitivo, la
última advertencia. Mirtha y Marcelo, como muchos miles de jóvenes, regresaron a sus casas
cargados de una pesada desilusión, pero convencidos como nunca que había que seguir.
Una dolencia pulmonar llevó a Vicente Pérez a mediados de 1974 a realizar nuevamente una visita
al médico. Eligió hacerlo en La Plata por varias razones: allí se atendía del problema en las piernas,
vivían sus hijos y vivía el médico con quien quería atenderse, Dr. Aldo Molfino, esposo de Nelly
Pérez, su prima. Vicente nunca había mencionado ante su esposa o sus hijos que solía esputar
sangre, de modo que ninguno de sus familiares comprendió cómo el tumor maligno que reveló una
placa de tórax tenía semejante magnitud; cómo era posible que aquella tos casi permanente, que
habían creído fruto de un resfrío mal curado, se convirtiera en un cáncer terminal que ponía límite a
los días de vida de Vicente.
Cuando en marzo de 1975 sobrevino la muerte de Vicente, tanto Yolanda como Alberto y Mirtha se
vieron frente a la necesidad de recomponer sus vidas: Yolanda, encontrar contención recostándose
aún más en sus hijos; los chicos, estrechar con mayor fuerza los vínculos con su madre y ayudar con
los negocios agropecuarios que, sobre la base del campo propio, había desarrollado Vicente.
Alberto se hizo cargo de los deberes laborales. Para eso debió dividir su tiempo entre viajes por
trabajo a Bolívar, con residencia y estudios universitarios en La Plata. Además, terciaba el noviazgo
que el joven mantenía con María Edith Mac Doaugal. Noviazgo que aceleró su camino hacia el altar
luego que María Edith constatara que estaba embarazada. Se casaron en septiembre de 1975.
Los tiempos, procedimientos y restricciones para disponer del dinero de la familia, que impuso la
sucesión por el fallecimiento de Vicente, obligaron a la pareja a conformar el hogar en el
departamento en que hasta entonces habían vivido los hermanos Pérez y Popono Gagliardi. Este
último, ante los felices acontecimientos, se mudó. Mirtha aceptó la nueva realidad y, desde ese
momento, comenzaron a convivir en el departamento de calle 1 y 54 los tres, a los cuales con
asiduidad se sumaba Yolanda por algunos días. También Marcelo Borrajo visitaba cotidianamente
aquel departamento, tanto que en más de una oportunidad organizó allí reuniones con compañeros
del Centro de Estudiantes de Derecho o con integrantes de la JUP.
Los últimos días de 1975 llegaron con rumores de todo tipo, la mayoría negativos sobre la suerte
que correría el país y en consecuencia sus habitantes. Los brindis de las festividades de diciembre
reiteraron los deseos de que la violencia terminara de una vez, que la racionalidad y la calma
tomasen nuevamente la dirección de las acciones de quienes tenían responsabilidades en el
gobierno. Los ataques de la Triple A y la eterna manipulación de los hechos que hacía la derecha
más reaccionaria habían disparado una reacción militante sin parangón en la historia por parte de la
juventud, los sectores gremiales más combativos y, por supuesto, las organizaciones armadas. Estas
últimas formaciones, a juzgar por las informaciones que tanto oficiosas como oficiales circulaban,
estaban prácticamente desarticuladas. Ante este panorama, Mirtha, Mónica González y Silvia
Gatuzo decidieron realizar un viaje de vacaciones, alejarse aunque más no fuera unos días de esa
acelerada locura que era La Plata. Mónica marcó el destino: Jujuy. Allí tenía parientes y esa era una
buena razón, porque significaba que ante cualquier inconveniente a ellos podía acudir por ayuda
para superarlos. Hacia allá fueron las tres mujeres, ansiosas de pasar unos días de paz y de belleza,
la que encontraron tanto en las ciudades puneñas que conocieron cuanto en la Quebrada de
Humahuaca. Iniciaban el año 1976 despreocupadas –sólo en esos días– de los estudios, de los
novios de cada una y del cúmulo de horrores que se cernía como una amalgama de rumores sobre el
futuro inmediato. Fueron unos pocos días de placer; antes que enero dejara paso a febrero, las tres
amigas estaban de regreso en La Plata para retomar, cada una, su vida normal.
Alberto y María Edith no adherían a ninguna de las agrupaciones que florecían y se multiplicaban
en el ámbito universitario y fuera de él; sin embargo permitían que alguna de las reuniones del
grupo de la JUP en que actuaban Mirtha y Marcelo tuvieran lugar en el espacioso living del
departamento. En realidad, las reuniones habían comenzado sin que Mirtha las consensuara con su
hermano y su cuñada. Aprovechaban los viajes que Alberto realizaba a Bolívar para utilizar el
departamento. Mientras el numeroso grupo de jóvenes universitarios discutía en un ambiente del
departamento, en otro María Edith atendía los requerimientos de su hijo recién nacido y cuando
encontraba un resquicio estudiaba materias del Profesorado de Historia que seguía en Humanidades.
Concomitantemente al acontecer asiduo y sucesivo de las reuniones, María Edith fue acumulando
disgusto, displacer por aquella situación que por un lado le incomodaba prácticamente y por el otro
políticamente. Al poco andar, cada día de reunión de los chicos significó para ella día de traslado,
con su pequeño hijo Sebastián, a la casa de sus padres; además, cuando María Edith revisaba esas
reuniones en términos políticos, las encontraba peligrosas toda vez que el ambiente de aquellos
primeros meses de 1976 tenía como principal característica la violencia. Un día se lo planteó a su
marido y entre ambos hablaron con Mirtha y Marcelo.
–A nosotros nos parece –les respondieron casi a coro Mirtha y Marcelo– que frente a esta coyuntura
difícil no debemos dejar la militancia; por el contrario, es ahora cuando más debemos
comprometernos porque está en serio riesgo la democracia. Sabemos que está renga, mal herida y
que el gobierno no da muestras claras de querer mejorarla, pero el gobierno es sólo una parte de la
democracia. Nosotros somos otra parte y sí queremos dotarla de mayor salud, hacerla más
extensiva; sí queremos reencauzarla en los ideales peronistas.
Alberto y María Edith quisieron convencerlos de que no era momento para exponerse tanto, que
debían tomar distancia para ver mejor cómo se daban las cosas. Marcelo sostuvo que no quería ser
un espectador, que esa era una conducta burguesa, descomprometida, y que jamás la adoptaría
como propia. La discusión terminó sin pasar a mayores, pero dejó un túmulo de tensiones entre las
parejas.
Las reuniones políticas en el departamento espaciaron su acontecer y las tensiones disminuyeron un
poco hasta que, como no podía resultar de otro modo, el subterráneo brazo de los grupos armados
paraestatales llegó hasta el edificio de 1 y 54.
Luego del golpe de Estado, la situación de quienes hasta entonces habían sido protagonistas de
reivindicaciones sociales y políticas, cambió drásticamente. No es que hasta entonces hubiesen
disfrutado de un marco de acción libre de todo peligro, por supuesto; pero la peligrosidad que había
antes en cada volanteada, pintada de paredones, agitación universitaria, no encontraba ya punto de
comparación posible con la tragedia que se cernía sobre los mismos actores ahora. Peor aún,
muchos de los amigos y compañeros de Marcelo y Mirtha habían sido secuestrados por grupos
armados numerosos e impunes. Dónde estaban detenidos, en manos de qué organismo, bajo qué
cargos, qué condena debían soportar... eran interrogantes que desembocaban directamente en la
angustia, la terrible angustia del silencio cubriendo a los familiares, amigos y compañeros. Tanto se
había complicado todo que, a las reivindicaciones de uso casi corriente unos meses atrás, ahora se
sumaban, aunque muy tímidamente, los pedidos de información sobre los chicos secuestrados en
operativos muy similares: llegaban varios autos, generalmente Ford Falcon, sin identificación
oficial, tiraban puertas abajo y se llevaban a empujones a quien habían ido a buscar. Si había
resistencia, no escatimaban violencia.
Uno de esos operativos tuvo lugar en el Palacio del Bosque.
Mirtha y Marcelo habían tenido un día difícil, se habían reunido en distintos puntos de la ciudad con
dos grupos distintos de compañeros y en ambos encuentros se había hablado más de los recaudos
que había que tomar que de otra cosa. Notaban que el margen de maniobras que tenían les permitía
muy poco más que resistir. Parecía, además, que los golpes que podían asestarle a la dictadura no le
hacían mella: ellos diseminaban volantes en las facultades, la represión diseminaba cadáveres en las
calles; ellos pintaban consignas en los paredones, la represión secuestraba compañeros; ellos
mimeografiaban un documento con denuncias, la represión tenía a los medios de comunicación para
difundir informaciones a su antojo. De eso hablaban cuando llegaron a la puerta del Palacio del
Bosque. Entraron en pánico al advertir la presencia en la planta baja de un grupo de hombres
fuertemente armados y con evidentes signos de ser parte de alguna fuerza pública. Todos tenían el
pelo corto y no se ruborizaban al exponer sus armas. Mirtha y Marcelo explicaron que eran
habitantes del edificio y los dejaron pasar. Los nervios que les roían el estómago les dificultaban
desde el habla hasta el andar. Pensaron, en los pocos metros que iban desde el retén armado ubicado
en el palier hasta el ascensor, que en algún momento alguien daría una voz de alto y todo acabaría
allí. No sucedió, de modo que llegaron al ascensor, entraron en él y subieron hasta el piso 16. En el
trayecto se abrieron en palabras urgentes:
–Yo me ocupo de juntar los volantes y documentos de la JUP, vos ocupate de buscar el ventilador y
llevalo al baño. Prendemos fuego a todo, lo tiramos al inodoro y disipamos el humo. Tiene que ser
rápido, antes que los «milicos» lleguen al departamento –dijo con voz nerviosa Marcelo, mientras el
ascensor sustraía pisos hasta llegar, luego de una eternidad, al departamento.
Entraron corriendo, para sorpresa de Alberto que estaba estudiando y de María Edith que
amamantaba a Sebastián. No explicaron el apuro sino hasta después de haber encendido una fogata
en el baño, con papeles que sacaron de distintos lugares, y de asegurarse que el ventilador, colocado
en la puerta, empujaba el humo hacia la ventana, evacuando a la vez el rastro comprometedor de
una documentación que estaba prohibido poseer. Rato después, y sin que nadie golpeara a la puerta
anunciando que había un allanamiento, los peligrosos papeles se habían convertido en inofensivo
pasado.
Reunidos todos en el living, tratando de disminuir los latidos del corazón, y simulando una
tranquilidad que no tenían, esperaron en vano por una presencia que no deseaban. Finalmente, el
allanamiento había concluido sin involucrar el departamento; tampoco había llegado a los
departamentos de los hermanos Jorge y Marcelo Ravassi y al que compartían Horacio y Mónica
González, todos chicos de Bolívar que vivían por entonces en el mismo edificio. Un saldo negativo
de aquella jornada, además del susto mayúsculo, fue que debieron comprar un nuevo inodoro
porque el calor de los papeles quemados en él le abrió hendeduras irreversibles e inutilizantes. Otro
remanente fue que las dos parejas retomaron las discusiones que se habían interrumpido unos meses
atrás, esta vez con mayor virulencia. Los hechos, aunque sin consecuencias físicas, no habían
pasado en vano.
–Bueno –dijo Mirtha en un momento de la discusión–, si acá no pueden entrar mis amigos, los de
ustedes tampoco. Que sea parejo.
–La diferencia es que nosotros no hacemos reuniones políticas con nuestros amigos –le contestó
María Edith.
La discusión avanzó enumerando argumentos por algunos minutos más, hasta que Mirtha y Marcelo
se retiraron. María Edith esa misma tarde tomó la decisión de irse unos días a la casa de sus padres,
a tomar distancia de las múltiples cosas que la confundían: cuatro de sus compañeros en la carrera
de Historia habían sido secuestrados por patotas que operaban con tal impunidad que no podían ser
otra cosa que integrantes de las fuerzas de seguridad; su amiga Laura Estela Carlotto la última vez
que había estado de visita le había dicho que tenía que pasar a la clandestinidad porque se
consideraba en peligro; y, por último, estaba el episodio del allanamiento en el edificio. Marchó,
por un par de semanas, a 7 y 36, donde vivían sus padres. Regresó al departamento conyugal luego
que su médico le anunciara que estaba embarazada nuevamente.
Pocos días después del miedo y la discusión, la conducta de Mirtha y Marcelo volvió a ser
básicamente la misma que antes. Retomaron las reuniones; incluso algunas de ellas fueron
realizadas directamente en el departamento del Palacio del Bosque. Siguieron con las volanteadas
en la universidad y con las pintadas en las calles. Pero, la inteligencia realizada por los organismos
oficiales y parapoliciales iba extendiéndose más y más en la estructura de las organizaciones
políticas que mantenían su actividad, aunque ésta fuera clandestina. Que llegaran a la pareja, si
mantenían el mismo ritmo de militancia, era cuestión de tiempo. Era muy difícil para el militante
saber si se cuidaba bien o mal en aquellos días de espanto. Nada era seguro, menos aún para quienes
tenían tras de sí algunos años de trabajo político, ya fuera en las organizaciones partidarias, la
universidad o el trabajo social. Marcelo, un lúcido dirigente universitario en la facultad de Derecho,
y Mirtha, una militante –sin mucho calado, pero militante al fin– en Arquitectura, aunque no lo
desearan, estaban en la mira de los grupos de tareas. Tanto que, una siesta de mediados de
septiembre, éstos llegaron finalmente hasta el departamento.
Alberto y María Edith dormían junto a Sebastián. El pequeño había mantenido a su madre,
embarazada de su segundo hijo, periódicamente ocupada durante la noche anterior; y los estudios
habían ocupado a su padre. La siesta reparaba del descanso perdido y preparaba para enfrentar el
trajín que venía. Por lo pronto, Alberto tenía comprometida la tarde con José María Castro, un
compañero de estudios que vivía en el mismo edificio.
La inusual insistencia del timbre despertó primero a María Edith, que maldijo la falta de tacto de
quien lo oprimía.
–¿Qué le pasará a este pibe? –preguntó retóricamente María Edith.
Alberto se levantó, observó el reloj y enfiló hacia la puerta. La hora desmentía la posibilidad que
fuera José María. Además, el timbre no dejaba de sonar. Podía ser Mirtha, que llegaba urgida por
alguna inquietud o, mucho peor, un allanamiento. Habían sufrido pensando en que eso podía ocurrir
alguna vez. Abrió la puerta.
Dos hombres, uno armado de una pistola 9 milímetros y el otro con una metralleta, le comunicaron
que, en efecto, esa «visita» era un allanamiento. El sujeto de la pistola se la colocó en la sien
derecha; el otro lo apuró apoyándole el caño de la metralleta en el pecho. Detrás de los dos sujetos
aparecieron varios más, acaso diez personas. No pudo contar porque le ordenaron voltearse e
inmediatamente lo encapucharon.
–No te hagás el valiente y colaborá –le ordenó uno de ellos mientras lo guiaba hasta una silla en la
que lo sentó de mala gana.
Más de una hora estuvieron revisando el departamento, haciéndole preguntas y ratificando las
respuestas con María Edith, que había sido obligada a permanecer en la habitación.
–¿Dónde están los libros?, ¿dónde están las armas?, ¿tenés documentos de tu «orga» acá?
Los únicos libros que había eran los de medicina de Alberto y los de arquitectura de Mirtha. Armas
no había y documentos de «orga» alguna tampoco.
–Mire, yo no tengo tiempo para otra cosa que mi familia, mi trabajo en el campo y el estudio. No sé
por qué vinieron, pero les aseguro que se equivocaron –dijo Alberto y sin saber muy bien por qué,
ya que estaba encapuchado, giró el cuerpo hacia un lado. Acaso quiso orientarse hacia la voz que lo
interrogaba, pero un tremendo golpe de puño lo detuvo en seco.
–No te movás, pelotudo –le gritó otra voz. Alberto acató la orden.
–¿Así que tenés vaquitas? Entonces tenés platita –volvió a decir la voz que lo interrogaba.
Alberto no contestó. Se quedó escuchando cómo los hombres revolvían todo el departamento.
Luego de unos minutos el que llevaba la voz de mando, el mismo que hacía las preguntas, lo
interrogó acerca de las anotaciones en una agenda que sus hombres habían encontrado entre los
libros. Era la agenda que, como recuerdo, Alberto había guardado de su tío Primitivo, fallecido
algún tiempo atrás y propietario de una agencia de automóviles en Bolívar. En la agenda figuraban
números de patentes de tres automóviles Peugeot, lo cual significó que Alberto debiera hablar con
lujo de detalles sobre las actividades comerciales de su tío. Explicar que no estaba en poder de esos
vehículos y que la agenda era un recuerdo de familia, sólo eso. Le creyeron o se cansaron, lo cierto
es que de pronto dejaron de interesarse en los Peugeot y comenzaron a preguntar por Mirtha.
–Está en Arquitectura, cursando –contestó Alberto.
–¿Cómo en Arquitectura, no estudiaba Medicina? –se sorprendió el de la voz de mando.
Alberto le explicó que, sin decidirse a iniciar una u otra de las carreras, Mirtha se había anotado en
los dos cursos de ingreso y, tras unos meses, se había inclinado por Arquitectura. Por eso figuraba,
también, en los registros de Medicina. Para sus adentros, Alberto intuyó que la patota había sacado
de esos registros su nombre y dirección.
–Señor –escuchó otra voz, Alberto– la puerta de uno de los cuartos está cerrada con llave.
–¿Escuchaste? Por qué está cerrada esa puerta –le dijo el hombre que lo interrogaba.
Alberto contestó que era el cuarto de su hermana y que ella cada vez que salía lo cerraba.
–No obstante, hay una copia de la llave en el último cajón del mueble –dijo Alberto señalando en
dirección al bajo mesada.
Uno de los hombres tomó la llave y abrió la puerta del cuarto. Entraron varios a revolver.
María Edith, mientras tanto, soportaba las preguntas de otro hombre. La mantenían de pie y tapada
con una frazada. En la cuna dormía Sebastián.
–¿Y esta cartita? –escuchó María Edith que alguien le preguntaba.
Trató de acomodar la frazada estirando hacia delante los brazos, de modo que le permitiera ver al
menos algo. Vio que el sujeto que le había hablado apoyaba su arma contra la cama y se sentaba.
–»Hermano, otra vez vamos a enfrentarnos, y espero que esta vez el que gane utilice armas
leales...» –leyó en voz alta el integrante de la patota.
María Edith le explicó que era producto de una broma entre su marido y un amigo acerca de un
partido de fútbol entre Estudiantes y Gimnasia. Por pereza o certeza, el sujeto le creyó. Dejó la carta
y se levantó. Tan torpe fue su movimiento que tiró al piso el arma que había acomodado contra la
cama. La escopeta de caño recortado brilló a los pies de María Edith. Casi al unísono con el ruido
del arma golpeando contra el piso, María Edith escuchó cómo otro hombre –al que la frazada no le
dejaba ver– amartillaba su arma.
–No, dejá, se me cayó a mí. Está todo bien –dijo el sujeto que había leído la carta.
María Edith quedó petrificada hasta que los hombres salieron del cuarto. Luego tiró la frazada y
corrió hasta la cuna, para abrazar a su hijo.
–Nos vamos a ir –le dijo el de la voz de mando a Alberto–, contá hasta cien y después sacate la
capucha. No trates de hacer ninguna boludez porque no la contás –lo amenazó.
Alberto tampoco contestó. Estaba decidido a cumplir con cualquier orden con tal que esos sujetos
abandonaran la casa ya.
El dinero y las cosas que se llevaron cuando se fueron no significaron nada comparadas con el
temor y la angustia que dejaron a la familia. Esa noche, reunidos todos, se dieron una charla
profunda y sincera sobre la continuidad de sus vidas. Marcelo y Mirtha evaluaron la posibilidad de
marcharse a Brasil, tal como le habían propuesto familiares del joven, y concluyeron en que su
lugar en la lucha que se estaba librando contra la dictadura era La Plata. A lo sumo Mirtha,
comprendiendo que con su decisión involucraba a su hermano, su cuñada y su sobrino, se mudaría a
otra casa. De esa conversación, extensa y dolida, surgió como rotunda conclusión la compra de un
departamento al cual se mudaría Mirtha.
Los primeros días de octubre de 1976, Mirtha, utilizando el Chevy que les había legado a ella y a su
hermano Alberto su padre, Vicente, inició el traslado de los muebles y cosas propias hasta el
departamento «B» de la calle 39 número 834, entre 11 y 12, recientemente adquirido por la familia.
Había hecho antes varias veces este trabajo como «fletera» de ocasión, siempre para salir en apoyo
de algún compañero que tenía que mudar de aires por la precariedad en que había quedado luego de
la caída de otro compañero. Esta vez le tocaba a ella buscar una nueva morada, desconocida para el
enemigo, y en tal sentido algo resguardada. Pero no lo vivía con tristeza ni miedo. Había algo de
intrépida alegría en la solapada repulsa que practicaba contra el gobierno de facto y sus sayones;
acaso la sensación de dignidad que le crecía en el corazón cada vez que ayudaba a algún amigo en
desgracia, o volanteaba, o cruzaba la ciudad con algún documento importante en sus manos. Por
mucho menos que eso la dictadura le había cobrado caro a centenares de militantes de distintas
agrupaciones sociales y políticas.
María del Carmen Savoy, la chica entrerriana que había llegado a La Plata algunos años atrás para
estudiar, fue a vivir con Mirtha. Las dos, además del estudio y el cariño que se profesaban,
compartían desde hacía tiempo la militancia; tanto cuando ésta se podía desarrollar al descubierto, o
en forma clandestina. De modo que esta reunión bajo el mismo techo les propiciaba una mejor
organización de sus tiempos y actividades. A ellas se sumaba a veces Adela Savoy, hermana de
María del Carmen.
El Chevy, que hasta unos días antes había habitado solamente el garaje del Palacio del Bosque, pasó
después de octubre a estacionarse allí semana por medio, puesto que una semana estaba en poder de
Alberto y otra en poder de Mirtha, en calle la 39. El uso del vehículo también mejoraría la seguridad
de las amigas, ya que les proporcionaba discrecionalidad de movimientos con independencia del
transporte público, sujeto recurrentemente a «pinzas» organizadas por hombres del Ejército.
También las había para vehículos personales, pero estos daban a fin de cuentas alguna posibilidad
de fuga. Desgraciadamente, el Chevy que tantas ventajas otorgaba, se convirtió en el cebo que
utilizó el grupo de tareas para ubicar a Mirtha y Marcelo.
En efecto, luego del cambio de domicilio, los integrantes del grupo de tareas que tenían por orden el
seguimiento de los jóvenes, les perdieron el rastro; de modo que optaron por dejar una consigna
permanente en las inmediaciones del Palacio del Bosque, última dirección de Mirtha. La vigilia, los
primeros dos meses, no arrojó resultados. Por fin descubrieron que el Chevy de pronto era
manejado una semana por Alberto y de pronto desaparecía la siguiente semana. Una explicación
posible para esa intermitencia a la que era sometido el vehículo era que lo usaba Mirtha. Si tenían
paciencia, entonces, podían dar con su paradero; era cuestión que enfocaran su atención en el Chevy
para que él los condujera con su indolencia de máquina hasta la «presa» que perseguían. No se
equivocaron.
La mañana del viernes 17 de diciembre de 1976, Alberto al repasar el diario se enteró que el «gordo
de Navidad» había favorecido a un grupo de obreros que, con gran ventura, habían atinado a
comprar el número 41045. Parecía una colosal ironía; mientras en el curso del año miles de obreros
habían sido secuestrados, asesinados, detenidos en comisarías y cárceles o enviados al exilio, en la
timba nacional de fin de año la suerte aseguraba el futuro de un pequeño grupo de ellos. Al pasar de
hoja, Alberto tomó nota que la otra timba, la de todos los días, apuntalaba al sector privilegiado de
siempre: se anunciaba un aumento de combustibles. Pegada a esa noticia, con título sobresaliente el
diario se congratulaba del nombramiento de monseñor Eduardo Pironio en el Vaticano, hecho que
había generado el propio Pablo VI. El religioso argentino había aceptado. Una nueva página y
Alberto pudo anoticiarse de la muerte de nueve personas (cuatro civiles y cinco militares) en un
atentado que un grupo armado había realizado en la Subsecretaría de Planeamiento del Ministerio
de Defensa, en la Capital Federal. También leyó sobre el feroz tiroteo que había tenido lugar en la
calle 76 entre 20 y 21, a las diez de la mañana del 8. Las bajas, según el matutino, habían ocurrido
solamente «entre los enemigos de la sociedad». Esto había resultado así gracias a «la espléndida
concentración y adiestramiento de nuestras FF.AA.». Un recuadro menor, al que no prestó atención
Alberto, daba cuenta de un allanamiento realizado por las fuerzas del orden en la calle 38 Nº 868, a
sólo una cuadra de la casa de su hermana. Estaban cerca, muy cerca.
A media mañana se comunicó por teléfono con Mirtha para pedirle que hiciera el favor de
alcanzarle el Chevy esa tarde. María Edith tenía que llevar a Sebastián al médico, por un chequeo
de rutina. Mirtha le confirmó que se lo alcanzaría luego que terminara de ayudar en la mudanza de
un compañero a quien le habían «reventado» la casa. Además, le confió, esa noche no iba a
necesitarlo ya que tenía un casamiento al que no quería faltar porque, de acuerdo con el grupo que
se iba a dar cita en él, la «joda» estaba garantizada.
Alberto notó que su hermana hablaba con el mismo tono y desprejuicio tanto del peligro como de la
alegría. «No ha cambiado nada», pensó pero no se lo dijo. De alguna manera él se sentía orgulloso
de su hermana y ese orgullo superaba los temores que le despertaba la audacia que ella desplegaba.
–Mamá te manda un beso –le dijo Mirtha a modo de cierre de la conversación.
Yolanda, desde hacía unos días, estaba conviviendo con su hija. Desde que faltaba Vicente, y más
aún desde que habían comprado el departamento de 39, su vida transcurría en tres escenarios
distintos, y en los tres se sentía muy bien: pasaba un tiempo en Bolívar, donde había sido tan feliz
durante la mayor parte de su vida, otro tiempo con su hijo Alberto, que la había convertido en
abuela, y otro tiempo con Mirtha y sus amigas.
Alberto y María Edith esperaron por el auto hasta la hora en que tenían turno con el pediatra; como
Mirtha no se los alcanzó, decidieron irse hasta la consulta en taxi. Probablemente la mudanza había
llevado más tiempo que el calculado. A las diez de la noche, y ante la falta de noticias de su
hermana, Alberto decidió hacerse una corrida hasta el departamento de 39.
–María Edith, mientras preparás la cena voy a buscar a mamá. Seguro que Mirtha se fue al
casamiento y mamá quedó sola en el departamento –le dijo Alberto a su esposa.
Salió, tomó un taxi y emprendió el viaje. Cuando llegó a 39 esquina 11 le pidió al taxista que
aguardara un instante. No iba a tardar mucho en convencer a su madre para que los acompañara en
la cena. Por las dudas había preparado una excusa: contarle cómo había encontrado el médico a
Sebastián. Apelando a su curiosidad de abuela seguro que la incitaba a tomar el taxi con él para ir
hasta su casa. Pensando en eso, oprimió el botón del portero eléctrico. Le abrieron. Le resultó
extraño que nadie le preguntara quién era, más cuando entendía que dentro del departamento estaría
sólo su madre y que ella era muy cuidadosa respecto de a quién le abría o no la puerta de entrada.
Ingresó al edificio y enfiló hacia el departamento «B». Sus pasos, al principio, restallaron en el
silencio de la noche estival; pero al acercarse al departamento de su hermana comenzaron a
confundirse con murmullos. No tardó un instante en asociar la misteriosa apertura de la puerta de
ingreso y esas voces aplacadas por la sordina; ambos hechos conjugados no podían significar otra
cosa que un allanamiento. Ni siquiera tuvo tiempo para ponerse nervioso. Cuando quiso reflexionar
estaba frente a un par de sujetos que le apuntaban con sus armas.
–¡Al suelo, carajo! –le ordenaron.
Se tiró de bruces.
Los hombres se le echaron encima para revisarlo completamente. Cuando se cercioraron que no
portaba armas, le obligaron a ponerse de pie y a entrar al departamento. Adentro había más hombres
armados y entre ellos observó la figura de su madre, sentada y con evidentes muestras de grave
preocupación en su rostro.
–¿Vos sos uno más de la banda? ¿Venís a la reunión? –le descerrajó uno de los hombres, canoso, el
único que Alberto pudo identificar como un adulto mayor, puesto que el resto de los hombres
armados eran tan jóvenes como lo era él.
–Él es mi hijo –gritó Yolanda.
Alberto ratificó a su madre y explicó además que venía a buscarla para llevarla a cenar a su casa.
–Incluso tengo un taxi esperando afuera, en la esquina –atinó a contestar en un intento por ganar
tiempo y por probar sus afirmaciones anteriores.
Cuando Yolanda escuchó la palabra taxi se sobresaltó.
–¿Cómo en taxi, Mirtha no te llevó el auto?
Alberto no pudo contestarle porque el canoso que lo había increpado desde su ingreso al
departamento le hizo un gesto como de complicidad guiñándole un ojo y ciñendo el entrecejo.
–No se preocupe señora, se habrá entretenido en la mudanza al punto de que se fue con el auto
directamente al casamiento.
Alberto, con terror, descubrió en esos actos y palabras que Mirtha ya estaba en poder de alguna
patota paramilitar, relacionada de un modo ominoso con la que se había emboscado en la casa. El
canoso de alguna manera se lo había sugerido con el gesto que pretendía ser cómplice y con el
derroche de información que hacía: ¿cómo sabía él que Mirtha iba a realizar una mudanza?, ¿cómo
sabía del casamiento? No había otra manera de obtener esa información si no la otorgaba alguien de
la familia, la propia Mirtha o alguien que había obtenido esa información esa misma tarde. Yolanda,
a juzgar por la sorpresa que había demostrado frente a la llegada de él en taxi, dejaba entrever que
ella no había dicho nada al respecto.
No pudo formular ninguna de las preguntas en voz alta, ni siquiera pudo hablar con su madre,
porque lo llevaron a empujones hasta la cocina. Allí, atado y con visibles muestras de haber sido
golpeado, estaba Marcelo Borrajo. Alberto, sin preocuparse por los hombres que los rodeaban, le
preguntó si había visto a Mirtha. Marcelo le contestó que ese día no la había visto, que tenían
acordado encontrarse esa noche y que por eso había llegado al departamento. No los dejaron hablar
más.
Acaso porque los integrantes de la patota no necesitaban, de momento, más información. Esa tarde,
en la intersección de la calle 7 y 527, habían detenido el Chevy en que viajaba Mirtha y la habían
bajado de él violentamente para subirla a un automóvil no identificado como de las fuerzas de
seguridad. Esa era la razón por la cual la patota tenía datos precisos sobre las actividades de Mirtha
ese día.
–Mire –dijo el canoso después de un rato– los vamos a dejar ir. Aunque antes les vamos a sugerir
que no regresen por algunos días. Vamos a quedarnos a esperar a los demás integrantes de la banda
y puede que haya tiroteo.
Yolanda farfulló una serie de preguntas que le nacían como desgarros en el alma: ¿de qué banda
hablaba?, ¿dónde estaba Mirtha? No pudo obtener siquiera una respuesta. Desde una de las
habitaciones salía uno de los hombres portando la mesita de luz de Mirtha.
–Mire lo que encontré aquí –dijo dirigiéndose al canoso.
Le mostró que en la parte baja del mueble había un compartimiento secreto repleto de volantes y
documentos de Montoneros. Era la misma mesita de luz que había estado en el departamento del
Palacio del Bosque cuando el primer allanamiento. Alberto sintió un escalofrío.
–Esto complica mucho a su hija, señora –dijo el canoso.
Yolanda rompió en llanto, quebrada por la violencia y el impune desparpajo con que hablaban esos
hombres. Alberto la abrazó y juntos iniciaron el camino que los alejó del departamento, destrozados
y con la peor de las sensaciones de desamparo ocluyéndoles la garganta.
Los vecinos, que desde la mañana del 17 habían estado atentos a todo cuanto ocurría en el
departamento de Mirtha, pudieron ver cómo, durante las horas de la madrugada del sábado 18, el
grupo de tareas sacaba el cuerpo de Marcelo envuelto en una sábana. También fueron testigos de la
«requisa» total que hicieron de los objetos de valor que encontraron. Se llevaron, como «botín de
guerra», hasta los colchones. Y no fue esa ni la primera ni la última vez; esa práctica rastrera y
miserable estuvo asociada de modo infalible a cada secuestro.
De nada sirvieron las denuncias en la comisaría ubicada en 8 y 38 y en la comisaría Primera, ambas
de La Plata; o el hábeas corpus en sede judicial. Nadie, oficialmente, les dio respuesta alguna. Con
el correr de los días pudieron saber que de Marcelo tampoco había noticias. El círculo de horror, sin
embargo, siguió extendiéndose: de Adela Savoy, tampoco se sabía nada desde el mismo día del
allanamiento. ¿Acaso iba en el Chevy con Mirtha el día de la mudanza? Muy difícil saberlo. Un
mundo de tinieblas y silencio envolvía a quienes caían en las fauces de la represión.
Con el tiempo, y merced a una concesión realizada por un sujeto de apellido García y que trabajaba
en Policía, Alberto pudo saber que a su hermana, le habían aplicado la «Ley de fugas». Con este
eufemismo, García informaba que a Mirtha la habían asesinado luego de haberla mantenido en el
Centro Clandestino de Detención que funcionaba en los talleres de Radio Provincia, llamado «La
cacha». Según esta versión –a la que los integrantes de la familia Pérez le otorgaron algún crédito
puesto que el que la brindaba era también de Bolívar, policía y conocido de ellos– en un punto
geográfico ubicado entre las localidades de Brandsen y Gepener, dos o tres días después del 17 de
diciembre, el camión celular que trasladaba a un grupo de secuestrados entre los que viajaba Mirtha
se había detenido; de él habían bajado uniformados con las armas preparadas para disparar, habían
obligado a descender de la caja a sus víctimas y luego las habían fusilado por la espalda y sin
miramientos. Hasta hoy nadie ha negado esta versión, así como tampoco ninguna investigación ha
podido confirmarla.
Respecto del Chevy, una década después del secuestro y desaparición de Mirtha, apareció. Alberto
Pérez supo de él porque recibió una citación de la policía de Brandsen donde le avisaban del
hallazgo. Un hombre de aquella repartición había denunciado un vehículo al que consideraba
sospechoso; lo veía todos los días cuando transitaba desde su casa hasta la dependencia policial en
que revistaba. Alberto pudo saber después que el denunciante era un oficial oriundo de la ciudad de
Quilmes, destacado en Brandsen, y que tras percibir que el Chevy tenía señales de haber sido
abandonado no dudó en llevar una patrulla hasta el lugar para revisarlo. Estaba estacionado en una
calle aledaña a la ciudad, siempre en el mismo sitio. Una vez que la policía tomó el número de
patente y expidió un oficio para saber su condición, los resultados llegaron rápidamente: el Chevy
había sido denunciado por la familia Pérez en el año 1977. Casi una década más tarde, y pintado de
otro color –ahora rojo– reapareció. De todos modos no regresó a la familia Pérez; la compañía
aseguradora que en su oportunidad había recompensado a la familia ante la constatación del robo, lo
había registrado por derecho propio a su nombre.
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