Postales de Vida

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Postales de Vida
La historia que voy a contar tiene como virtud la “experiencia” vivida durante
una parte mi niñez y adolescencia y la misma significa una extraordinaria “postal” de
vida.
Cuando era niña, fuimos a vivir con unos parientes en una casa con un terreno
muy grande, cercado de algún modo por fincas y casas de barrio que en ese tiempo se
comenzaban a construir para la clase obrera.
En el ingreso a la casa, en un patio anterior existían plantas frutales
(damascos, ciruelas, etc.), luego estaba la construcción habitacional y en el fondo se
plantaban algunas hortalizas para “paliar” un poco la situación y donde existía un
horno de barro y una precaria churrasquera, todo esto se completaba con un pequeño
corral, donde distintas especies de aves ayudaban a “sostener” la economía familiar.
Delimitaba el terreno al fondo con unos cañaverales que en cierto modo
servían de “medianera” ubicados sobre el alambre divisorio separando de alguna
forma el amplio terreno colindante donde se disputaban “grandes partidos de fútbol”
entre barriadas y que luego serviría para construir un barrio.
La casa estaba constituida por habitaciones amplias y frescas y las mismas
estaban ubicada una detrás de la otra, después venía la cocina y por último el baño y
la lavandería, dándole el mote de casa tipo “chorizo” como la denominaba la gente.
Todo se completaba con una galería a lo largo de las habitaciones y un patio enorme
con arcos de hierro a la altura del techo con trazados de alambre cada tanto y sobre
ellos se encontraban distintas variedades de uvas de las cuales se desprendían los
grandes racimos de la vida.
A medida que se acrecentaban las familias (llegamos a ser 12 niños entre las
dos familias), había que “levantar” otra habitación y en ese tiempo todo se realizaba a
“pulmón”, se zanjeaba los metros necesarios colocándose un basamento de enormes
piedras y mezcla, luego en el patio de la casa se hacía el preparado para “construir”
los adobes o adobones y para ello se acarreaba varias angarilladas de tierra las cuales
se mezclaban con agua y paja y los chicos teníamos la “misión” de apisonar la misma
con nuestros pies para hacer la pasta la cual se colocaba en moldes de madera
confeccionados para tal fin.
Luego se desmoldaban y los adobones se dejaban al sol para su secado, con
este material se comenzaba a edificar la “pieza”.
Al llegar ésta a la altura deseada se colocaban unos tirantes o rollizos de
madera los cuales debían sostener el techo y allí volvíamos a participar los menores y
¿en qué consistía nuestra “labor”?, en “pelar” las cañas
que se colocarían en el
mismo donde los mayores realizaban un trabajo artesanal y eficiente, atando caña a
caña con alambres trenzados y cada tanto amarrados al tirante, luego sobre las cañas
se colocaba el “ruberoid” y sobre este un empaste de barro como finalización de obra.
Como he dicho al principio en esta casa vivíamos dos familias emparentadas,
donde mis padres y tíos tenías distintas actividades ya sea en la casa como fuera de
ella y nosotros también debíamos cumplimentar otras obligatorias, principalmente
concurrir a la escuela primaria, que era primordial, ya que la posibilidad de seguir el
secundario era relativa porque la necesidad de nuestro aporte a la economía familiar
era necesario, ya que había muchas bocas para alimentar y los ingresos escasos, por
lo tanto debíamos resignar nuestros anhelos de estudios en haras del bien común.
A la escuela concurríamos principalmente de mañana, y si era frío, nevada
(algunas veces con grados bajo cero), corriera viento o el calor fuera agobiante, no
había pretexto, debíamos asistir si o si.
Algo que todavía me llena de emoción al recordarlo eran los días de fiestas
patrias, donde nos preparábamos de la mejor manera; guardapolvo impecable,
zapatos bien “lustrados”, corbata y medias al tono, ni que decir del pelo bien
“engominado”, las uñas y las orejas bien limpias y así todo porque las maestras nos
clasificaban en una materia que se llamaba “orden y aseo” y el aseo debía ser
permanente.
Para nosotros concurrir los días de “fiesta” era bellísimo, ver la formación
escolar con las escarapelas colocadas en el guardapolvo del lado del corazón, entonar
las estrofas del Himno Nacional en “vivo” con la profesora de música y el coro, se nos
“inflamaba” el pecho de orgullo, como también la marcha “Aurora” durante el izamiento
de la enseña patria.
Además se interpretaban danzas folclóricas tradicionales y luego se degustaba
un rico chocolate caliente, que en ocasiones para algún alumno era lo único que
consumía.
En esos tiempos la situación distaba de ser la ideal y para hacer frente a las
misma nuestros mayores hacían “milagros” para darnos de comer regularmente. En
ocasiones por ejemplo, se compraba huesos de “caracú” como se le decían, los
colocaban en una olla grande, se los servían y al primer hervor se retiraba la “capa o
sustento”, se lo colocaba en otra olla para la sopa de la noche.
Por el “contenido” de los huesos” solíamos “pelearnos” los más chicos, el cual
colocábamos en rodajas de pan casero que nuestras queridas “viejas” amasaban y
horneaban con tanto amor y así como la verdura estaba prácticamente siempre, la
carne “aparecía” en contadas veces, pero nunca nos faltó un plato de comida en la
mesa.
Así como pasaba con la comida, nuestra vestimenta siempre estaba lista para
usar, lavadas, planchadas y arregladas ya que las manos maravillosas de mi madre y
mi tía se encargaban de que así fuera donde los “remiendos” eran casi imperceptibles
por el labor de estas “grandes” mujeres.
Como dije oportunamente, vivíamos cerca de algunas fincas y a pesar de tener
frutales y parras en la casa, nos “gustaba” ir a la siesta a apropiarnos de algunos frutos
de alguna de ellas, con el sólo propósito de “embroncarlo” al “gringo”, quien escopeta
en mano y la jauría de perros adelante nos corría a campo traviesa sin poder
alcanzarnos, pobre hombre, ya que este rito se repetía regularmente con el mismo
resultado.
Nuestro barrio de componía en casas normalmente de una sola planta, solían
haber alguna de dos y tres plantas, pero eran la excepción. El mismo se encontraba
en la periferia del centro, pero dentro de los límites de la ciudad y cerca del Parque
General San Martín, colindando con algunas fincas y plantaciones, como pasaba con
nuestra casa.
Hoy todo esto ha desaparecido para dar lugar al progreso y donde había fincas
o plantaciones se yerguen casas, parque, barrios con chalets, supermercados,
estaciones de servicio y hasta un hospital.
También nos gustaba “zanjonear”, es decir bañarnos en las distintas hijuelas
que surcaban las fincas, sin darnos cuenta del peligro que corríamos.
Una tarde un verano muy caluroso ocurrió algo casi trágico. Se había producido
un gran temporal en lata montaña y había llovido copiosamente, al despejarse nos
fuimos al un canal matriz a bañarnos.
Estando en el agua comprobamos que venía más caudal que lo de costumbre
(para regocijo nuestro); en un momento dado escuchamos un fuerte ruido, el agua
aumentó de golpe, entonces nos dirigimos presurosos hacía la orilla, alcanzando a
subir a los cañaverales y de esa forma salir de la corriente, cuando una vorágine de
agua y lodo se presentó ante nuestros ojos, arrastrando todo a su paso.
Troncos de árboles, animales pequeños y grandes, restos de alambrados y
otras cosas, salvándonos de ser llevados aguas abajo con destino cierto de perecer.
Luego de este aluvión nunca más volvimos a un cause de agua.
También está presente en el recuerdo, la plaza del barrio, con sus árboles
añosos, sus juegos infantiles, sus paseos simétricos, sus faroles de hierro de luces
incandescentes, el mástil donde enarbolábamos la enseña nacional los días patrios
con bombas de estruendo y juegos donde participaban grandes y chicos durante todo
el día como una gran familia.
La fuente, adornada con hermosas mayólicas españolas, los antiguos bancos
de hierro forjado con caprichosos arabescos y asientos de madera, donde grabamos
algún nombre en ese momento inolvidable, donde posiblemente surgió el primer amor,
el beso robado a hurtadillas ante la mirada azorada de los mayores, donde fumamos el
primer “pucho” a escondidas de los “viejos”, etc.
Existía como en todo barrio el “Club” quien organizaba las “kermeses” en la
plaza, cuyos stands se disponían alrededor de la fuente y paseos aledaños, solíamos
colaborar en los distintos juegos y como en algunos se pagaban los premios con
pequeños paquetes de chocolate, hacíamos “desaparecer” unos pocos para
consumirlos de regreso a casa.
Circundando la plaza, existía un cine donde concurríamos los días domingos a
la “matineé” para ver los famosos episodios de aventuras en “blanco y negro”, que nos
dejaban con la intriga de lo que pasaría hasta el domingo próximo. Ni que hablar de
los días lunes donde “pasaban” películas argentinas.
Los viejos nos mandaban a hacer la “cola” para comprar las entradas una o dos
horas antes, ya que allí concurrían todos en familia y en ocasiones era tal a afluencia
de gente que se colocaban sillas ya que las butacas eran insuficientes.
Cerca de allí colindando también con la plaza se ubicada la capilla, hoy
transformada en Parroquia, donde la mayoría “hicimos” la 1ª comunión y la
confirmación, en ocasiones ayudábamos en las mismas y en las sacristía, como así
también en las fiestas parroquiales.
Al rememorar estos acontecimientos me siento un privilegiado de haber
experimentado esa época donde era valorada la vida y la familia y al recordar estos
hechos desearía que se pudiera vivir el presente con el respeto y la honestidad de
aquellos tiempos.
Roberto Moreno Silva
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