LA CRISTOLOGIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA: EL PRECIO DE UNA

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JOSEPH MOINGT
LA CRISTOLOGIA DE LA IGLESIA PRIMITIVA: EL
PRECIO DE UNA MEDIACION CULTURAL
Ante el problema que representa la inculturación del Evangelio y la
presentación de la figura de Jesús a los pueblos de Asia y África, importa
recordar lo que sucedió en los orígenes del cristianismo, cuando se formó
la «cristología» de la primitiva Iglesia. Conviene darse cuenta de que ese
término híbrido, cuyo primer componente —Christós— tuvo que sufrir
una transformación semántica para poder expresar el contenido religioso
del hebreo mashiah (Mesías) y su segundo elemento —logía— (ciencia,
tratado) es griego de pura cepa, muestra a las claras el mestizaje del
pensamiento y del lenguaje del cristianismo. Podríamos decir que, al
comienzo, no es raro que se piense en hebreo y se escriba en griego.
En todo caso, el esfuerzo por traducir sin traicionar no se les ha escapado
a los estudiosos del NT. El autor del presente artículo lo sabe bien. Y
no se le oculta, además, que, para obtener esa «cristo-logía», o sea, esa
transposición del misterio de Jesús en categorías griegas, hubo que pagar
un «precio». A la postre, flota en el aire la pregunta que se plantean
los teólogos asiáticos y africanos: ¿No será legítimo hoy pagar también
un «precio» por expresar el misterio de Jesús en categorías de otras
culturas? O dicho de una forma más radical y universal: ¿No habrá llegado
la hora de hacer un esfuerzo sobrehumano por expresar con un lenguaje
actual en un mundo pluricultural el mensaje evangélico, sin dejar por
esto de mantener, como puntos obligados de referencia, las mediaciones
culturales que han hecho posible que el acontecimiento de Jesús haya
llegado hasta nosotros?
La cristología de la Iglesia primitiva: el precio de una mediación cultural,
Concilium nº 269 (1997) 87-95.
En el origen de la cristología
se produce un desplazamiento de
un campo cultural a otro, un paso
del pensamiento bíblico al pensamiento helenístico, un paso que
permite pensar y expresar la fe
cristiana en un lenguaje de tipo
racional, como si fuese una «ciencia» (logía). Este hecho ha sido diversamente valorado. Unos alaban al cristianismo naciente por
haberse apropiado la cultura más
prestigiosa y universal de la época. Otros le reprochan el haberse
apartado de la autenticidad bíblica. Trato aquí de evaluar el «precio» de la mediación cultural que
dio origen a la cristología de los
primeros siglos.
Precisiones previas
1. ¿Hubo realmente un desplazamiento cultural en los oríge175
nes del cristianismo? Al cerrarse
las comunidades judías a la propaganda cristiana, desde finales
de la época apostólica el cristianismo se desarrolló casi exclusivamente entre greco- y latinoparlantes y, naturalmente, los textos bíblicos que se leían en las
comunidades cristianas estaban
todos en griego. A las antiguas
teologías cristianas se las ha acusado de helenización. A esto hay
que alegar que, pese a todo, los
cristianos nunca se apartaron, estrictamente hablando, de lo que S.
Jerónimo llama la veritas hebraica
(la verdad hebrea). Sería inútil
pretender que, retornando al hebreo o al arameo que —se supone— subyace a nuestros Evangelios, estaríamos en mejores condiciones para reinterpretarlos.
Porque esto no es posible.Y porque la veritas cristiana sólo puede
valorarse referida a la regula fidei
(norma de fe) inscrita en el núcleo fundamental del NT. Es en
este campo —el NT griego— en
el que hemos de examinar si
hubo mediaciones y cuáles. Y, en
todo caso, qué precio se pagó
por ellas.
2. Las primeras expresiones
teológicas que quedan ya fuera
del canon del NT se apartan del
sistema de referencias simbólicas
propias del NT para adoptar un
sentido diferente por referencia a
otro orden simbólico utilizado en
otro campo cultural. Se trata de
un sentido no opuesto ni extraño, sino diferente. Pues las referencias bíblicas poseerán siempre
una función reguladora respecto
a la reflexión teológica. Pero, al
«traducir» las referencias bíblicas
176
Joseph Moingt
en una lengua «pensada» que no
es la de los autores bíblicos, el
sentido de dichas referencias bíblicas quedará modificado.
Evolución de la cristología
1. El concepto de preexistencia.
Este concepto, que aparece a mediados del siglo II, es el primero
que se atreve a ir más allá de lo
que estrictamente afirman los relatos evangélicos.
Justino distingue dos vías para
la «demostración» de la fe. La primera se contenta con establecer
que Jesús es Cristo, «nacido
hombre entre los hombres», tal
como admitirían muchos judíos.
La segunda va más allá y aspira a
probar que «este Cristo (…)
preexistió como Hijo del Creador del universo, siendo Dios, y
nació hombre de madre virgen»
(Diálogo con Trifón, cap. 48).
Comparando con el NT, el
cambio no está en la insistencia en
la filiación divina de Jesús, sino en la
inversión del sentido de los relatos
evangélicos, que en vez de ir hacia
adelante, por razón de la preexistencia van hacia atrás. Esta inversión desvía la mirada del creyente
del centro de la fe cristiana, que
consiste en el acontecimiento pascual, que nos muestra a Jesús constituido Hijo de Dios por la resurrección (Rm 1,4), y la dirige hacia
su origen en el comienzo de los
tiempos. La teología es incapaz de
aportar esa demostración como
no sea saliéndose del marco histórico de los Evangelios.
La «demostración» quiere
mantenerse dentro de la historia
remitiendo a los relatos de los
patriarcas y profetas y afirmando
que era justamente el Hijo de
Dios el que se aparecía a los primeros y hablaba a los segundos.
No se trata, pues, de la historia de
Jesús, sino de la «prehistoria» de
Cristo. A diferencia de la argumentación mesiánica, usada ya
por los apóstoles, que trataba de
probar que las profecías del AT se
habían cumplido en Jesús, este
discurso propiamente «teológico», pues se centraba en la divinidad de Jesús, pretendía narrar la
actividad del Hijo de Dios antes
de su encarnación. En todo caso,
esa encarnación vendría a ser
como una cabeza de puente entre la preexistencia y la historia
de Jesús. Con el término Logos el
discurso se mantendrá únicamente en la orilla de Dios.
2. El término «Logos». ¿Cómo entró este término en el discurso cristiano? Muchos teólogos afirman que,
aunque pudiera encontrarse en
otras fuentes, sólo pudo entrar a
través del prólogo de Juan y, aunque
se mezclaran en él otros significados, incluso filosóficos, no podía
tener otro sentido que el bíblico
de palabra de Dios.
Esto no es claro y creo legítimo investigar la mediación cultural que entra en juego en el término Logos. Supongamos que los
primeros teólogos que utilizaron
el término lo hicieron al amparo
de la autoridad de Juan. En todo
caso, lo que sí resulta evidente es
que dichos teólogos, formados
en la cultura helenística, debieron
utilizar dicho término tal como lo
habían venido haciendo, o sea, en
el sentido que le daba la cultura
de la época. Más todavía: el pro-
pio redactor del prólogo joánico,
independientemente de las referencias bíblicas que pudiera tener
en cuenta, no podía ignorar el significado cultural de este término,
el mismo que le daba entonces el
judaísmo alejandrino en sus comentarios del AT.
Sólo prejuicios dogmáticos
pueden impedirnos reconocer que
la presencia del término Logos implica un desplazamiento cultural de
capital importancia con respecto al
sistema simbólico del AT vigente
todavía en el NT.
¿Cuál es el resultado de ese desplazamiento? El Logos no es la palabra eficaz de Dios que hace lo
que dice, sino el pensamiento con
el que Dios concibe todas las cosas y luego las ordena en el mundo. Los demonios —explica Justino— «sabiendo que Dios había
hecho el mundo después de haberlo concebido por el Logos, llamaron Atenea a esta primera
concepción» (Apología, 64,5). El
término Logos posee, pues, los
significados y las funciones que le
asignan los filósofos estoicos: orden del mundo, ley moral, racionalidad. Las imágenes del verbo
mental engendrado por el pensamiento, utilizadas por los apologetas para explicar la generación
del Logos, remiten también el origen helenístico de este concepto.
En la misma dirección apuntan
las referencias a la mitología. A la
referencia a Atenea hay que añadir una alusión a Hermes «en tanto que Logos y mensajero de
Zeus» (Apología 22,1-2). Para Justino, la mitología miente en lo que
cuenta de los hijos de Zeus, que
jamás han existido, pero muchos
La Cristología de la Iglesia primitiva
177
de estos relatos se han cumplido
en el caso de Cristo, aunque en
un registro simbólico evidentemente muy distinto del de la Biblia. En todo caso, el término Logos prestaba el inestimable servicio de explicar que Jesús no era
Hijo de Dios a la manera de los
hijos de Zeus. Esto tenía una ventaja: salía al paso de las burlas que
podía provocar el anuncio de un
nuevo «hijo de Dios» entre las
personas cultas que se habían
desembarazado de la mitología.
Pero también un inconveniente:
transfería el nombre de «Hijo» a
un campo semántico que no era
el del NT.
El título de «Hijo de Dios»
que los Evangelios asignan a Jesús
ha de entenderse desde la inserción en una historia de salvación
en la que Dios entra en conexión
con los hombres gracias a la relación personal y singular que le
une con él. Estamos, pues, en el
plano de la historia. Pero el cotejo de Cristo con los «hijos de
dios» de la mitología inducía a
transferir su relación con Dios al
marco de las genealogías divinas,
evadiéndose así de la historia.Y el
término Logos se prestaba a las
mismas desviaciones por su asimilación al nombre de «hijo». De
hecho, la teología gnóstica se enzarzó en abundantes especulaciones sobre las generaciones divinas
y así surgió una nueva mitología
que sustituyó la historia bíblica de
la salvación por una nueva soteriología puramente celeste.
Ireneo advirtió el peligro y
quiso impedir que los teólogos
especularan acerca de esa «generación inenarrable». Pero surgie178
Joseph Moingt
ron otras herejías que les impidieron refugiarse en el silencio.
Aterrados ante la idea de que
el Padre y el Hijo fuesen considerados como dos dioses, los teólogos de comienzos del siglo III
trataron de conjuntarlos en uno
solo. Para ello era necesario explicar, acaso relatar, aquella «generación inenarrable». Es lo que
hizo Tertuliano. Reasumiendo la
imagen del verbo mental, explicó
que, al pensar el mundo, la Mente
divina producía en sí misma un
Discurso interior, necesariamente subsistente, puesto que es la
sustancia misma de Dios. Es así
como la Mente divina engendraba
el Logos y lo proyectaba fuera de
sí para crear el mundo. De ahí al
concepto de generación inmanente y eterna, canonizado un siglo más tarde en Nicea, había un
paso.
La teología había progresado
especulativamente, pero se había
distanciado de los «relatos» de la
historia de la salvación para centrarse en la contemplación de los
«misterios» celestes.
El «precio» de la mediación
cultural
La evolución histórica de la
cristología de la primitiva Iglesia
nos ha puesto sobre la pista de la
«mediación cultural» de conceptos tan importantes como son la
«preexistencia» y la teología del
Logos. Ahora se impone la pregunta: ¿cuál fue el «precio» de esa mediación cultural?
A menudo se carga toda la
responsabilidad sobre los enunciados dogmáticos de los Conci-
lios de los siglos V y VI. Cierto que
esos enunciados recurren a un
lenguaje conceptual que, de hecho, rompe brutalmente con el
de los Evangelios. Pero, en realidad, no hicieron sino dar respuesta a las cuestiones planteadas en el siglo III y IV por el origen divino de Cristo y por el
modo como el Hijo de Dios se
hizo hombre. El desplazamiento
cultural es, pues, anterior y se
consumó en el momento en que
el cristianismo naciente eligió
como campo de su propaganda la
concepción mítica de una generación «inenarrable», pues todo
cuanto ocurre antes del comienzo no entra en la categoría de relato y se sale de la historia.
Es cierto que ya el Evangelio
plantea la cuestión del origen de
Cristo, pero invita a buscar la respuesta en los mismos términos
en que está formulada la cuestión,
o sea, en los términos de una historia de la salvación que se desarrolla entre Dios y los hombres
sobre nuestra tierra y en nuestro
tiempo. Toda respuesta que se
salga de los límites de la cuestión
se encamina derecha hacia el
mito.
Una vez constatada esta «desviación» precoz de la teología
cristiana, quiero añadir que, a mi
modo de ver, ella no implica infidelidad alguna a la fe y que incluso la considero inevitable y hasta
fructífera, si nos decidimos a salir
de ella.
La fe de los cristianos del siglo
II en la «preexistencia» de Cristo
como Hijo de Dios se basa fundamentalmente en su resurrección
(Rm 1,4) y en el relato de la con-
cepción virginal. Pero tampoco
hay que excluir el hecho de que,
al salir en los Evangelios el título
de «Hijo de Dios», éste no podía
dejar de entenderse como cuando se hablaba de los hijos de los
dioses del Olimpo: con un respeto infinitamente mayor, pero en
un mismo orden de significación.
Desde este ámbito de unas
creencias heterogéneas, del que
no deja de participar el lenguaje
bíblico, resultaba más fácil acoger
la fe cristiana. No es que las
creencias paganas sirvieran para
divinizar a Cristo. Pues su divinidad, entendida como el nexo que
lo unía a Dios en una misma
«economía» de salvación, constituye el presupuesto fundamental
de la fe cristiana. Pero ésta, si bien
buscaba sus argumentos sólo en
los textos sagrados, no tenía dificultad en asumir sus significantes
de la religiosidad y de la cultura
helenística, para hacerlos así más
comprensibles.
Digámoslo de una vez: si hay
razón para reprochar algo a los
primeros cristianos, no es el haber pedido algo prestado a la cultura de su tiempo —¿qué otra
cosa hacemos nosotros hoy?—,
sino haberse dejado apartar de lo
que constituye hoy para nosotros
la historicidad de Jesucristo y de la
salvación. Ahí está el verdadero
«precio» de la mediación cultural.
¿Podían haber ocurrido las cosas
de otra forma? ¿Cabe imaginar la
posibilidad de anunciar a Jesús
Hijo de Dios en un mundo lleno
de divinidades engendradas sin
enfrentarse a ellas? En todo caso,
el enfrentamiento no es posible,
si no se acepta la mediación del
La Cristología de la Iglesia primitiva
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mismo lenguaje cultural y religioso. Los cristianos sabían oponer
la verdad histórica de los relatos
bíblicos a los «embustes» de los
mitos paganos. Pero, al no tener la
misma idea de historicidad que nosotros, buscaban en esos relatos la
«revelación» de unos «misterios»
ocultos con los mismos prejuicios
de lectura que sus contemporáneos paganos.Y esto es lo que pagaron con un alejamiento de las
realidades históricas.
Aquella mediación cultural,
más que inevitable, era necesaria
para el anuncio de la fe. Y no me
refiero a las exigencias insoslayables de la comunicación lingüística, sino a las de la comunión cultural, indispensable para el reconocimiento del otro y de su verdad. El uso de una lengua puede
reducirse a unos contactos utilitarios. En cambio, la aceptación
de una cultura distinta implica un
gesto de comprensión, de intercambio, de aquiescencia a sus valores, que no puede realizarse sin
una alteración de la cultura original de cada cual.
El que pretende comunicar a
otro un mensaje ha de plegarse a
los criterios de credibilidad que
condicionan su recepción por
parte del otro. Esta ley de comunicación se impone en especial a
la fe evangélica, en cuanto que,
como tránsito de Israel a las naciones, no ha sido establecida
bajo una ley de identidad, sino de
conversión de lo propio a lo otro
con vistas a la reconciliación de
lo uno y de lo otro.
Esta ley del origen no permi-
tía al cristianismo replegarse en
una «verdad hebraica» preestablecida, sino que le obligaba a
buscar su verdad en su relación
con lo otro. Esto es lo que hizo la
teología del siglo II al aceptar definirse como la fe en aquel Logos
que era objeto de la búsqueda
emprendida por los sabios de
Grecia desde siglos atrás.Y es así
como se hizo realidad la Nueva
Alianza de la profecía hebraica y
de la cultura helenística.
Desde este punto de vista, la
«mediación cultural», a la que me
he referido como una «desviación», representa el «precio» más
justo que podía pagarse para que
el Evangelio «derivara» hacia nosotros, y constituye la deuda de
gratitud que los cristianos de hoy
tenemos contraída con los primeros siglos.
Gracias a la «mediación cultural» de que hemos hablado, la fe
ha llegado hasta nosotros. Pero
ahora la fe cristiana está situada
en un contexto cultural completamente nuevo, al que ha de
aproximarse con la misma audacia. Antes era el griego el que llamaba a las puertas del cristianismo. Ahora es el inmigrante sin
patria, el pobre sin esperanza, las
muchedumbres de Asia y África
con una religiosidad milenaria.
Los apocalipsis gnósticos y los
nuevos movimientos religiosos
cubren de nubarrones nuestros
horizontes. Es preciso convertirse constantemente al otro, sobre
todo al otro que sufre. Deslastrada del mito, la verdad de ayer ha
de realizarse hoy en la historia.
Condensó: JORDI CASTILLERO
180
Joseph Moingt
1
Diálogo interreligioso y encarnación
Por Manuel OSSA
http://servicioskoinonia.org/relat/360.htm
Estas notas fueron presentadas en una reunión del Foro
Interreligioso por la Paz en Santiago de Chile en septiembre de 2004,
donde el autor fue invitado a exponer el punto de vista «protestante»
sobre el diálogo interreligioso. Como en el protestantismo no hay
magisterio ni autoridad doctrinal, no hay ni puede haber una sola
visión protestante. Por ello no se va a presentar aquí la visión de
ninguna iglesia en particular, sino más bien el resultado provisorio de
búsquedas realizadas por cristianos, tanto protestantes como
católicos. Puede ser que la visión aquí presentada esté más cerca de
líneas de pensamiento elaboradas en el ámbito de las iglesias nacidas
de la Reforma del siglo XVI. Sin embargo, también en estas iglesias
más de alguno podrá criticar la forma como se tratan aquí las
definiciones de los cuatro primeros Concilios Ecuménicos, -Nicea,
Éfeso, Constantinopla y Calcedonia-, pues éstos son admitidos en
general como interpretaciones autorizadas de los Evangelios, y por
consiguiente, como parte de la confesión de fe.
Al apartarse de la letra de estos Concilios Ecuménicos, las tesis
aquí presentadas se alejan también de esquemas mentales propios de
una cultura y una época muy distinta de la nuestra. Pero esos
Concilios contienen de todas maneras una afirmación de fe a la que el
autor sigue adhiriendo, sólo que buscando revalidarla en y para los
contextos y esquemas mentales y culturales de nuestra época. Se lo
hace aquí mediante un retorno al testimonio directo –mediatizado sí
por la Escritura- de quienes fueron los primeros en entender su fe en
Dios como seguimiento de Jesús de Nazaret.
I. Encarnación e intolerancia
1. La convicción doctrinaria del cristianismo que más ha
entrabado el diálogo interreligioso es aquélla que se formula en la
afirmación dogmática que Dios se ha encarnado en la persona de
Jesús. Con esta formulación, el Cristianismo, protestante o católico,
se distingue de otras religiones reveladas y monoteístas afines, como
el Judaísmo y el Islam, al atribuirle a Dios una presencia terrena e
histórica contingente y particular y al remontar la fundación de la
iglesia a una iniciativa del Dios hecho hombre. Este convencimiento
implica la afirmación de ser la única religión verdadera, y la única
iglesia para los católicos. Ella explica en parte la intolerancia de la
que las iglesias cristianas han dado prueba a veces en la historia. Si
hoy los cristianos son más tolerantes, permanece todavía una cierta
suficiencia o sentimiento de superioridad, por ejemplo, en la forma
como se construye mentalmente un estatuto de «cristianismo
2
anónimo» para reconocer de alguna manera como propios a los
«hombres de buena voluntad». A esta actitud algo altanera se ha
llegado no por razones puramente religiosas, sino por el uso que el
poder político ha hecho de la religión y de las iglesias cristianas, uso al
que las iglesias por su parte se han prestado, y no siempre de mala
gana.
2. Sin embargo, en los tiempos modernos varias oleadas de
críticas racionales han remecido los fundamentos de muchas
representaciones comunes a las iglesias cristianas.
La crítica inicial vino de la Ilustración, la cual comenzó a remover
en los siglos XVII y XVIII las bases históricas y literarias de la Biblia.
De allí han salido no sólo el laicismo y la irreligión, sino varios intentos
serios de refundar la religión dentro de los límites de la razón,
conservando, eso sí, los valores éticos que ella afirmaba y
garantizaba.
En la línea de la Ilustración, pero apelando a principios distintos
que los de la pura razón, han argumentado los «maestros de la
sospecha» tales como Nietzsche, quien critica a la ética y a la religión
desde la «voluntad de poder»; Marx, quien extiende a la religión la
sospecha de hacerse cómplice de los intereses económicos del capital;
Freud y el psicoanálisis, para quien el origen de la religión está en las
pulsiones reprimidas del inconsciente.
En nuestros días de «globalización», la crítica a las iglesias
cristianas se alza potente en los pueblos del Sur y del Oriente de esta
tierra, porque se las vincula al imperialismo cultural del Occidente. Las
iglesias hacen un enorme esfuerzo por redefinir su «misión» en
términos de in-culturación o de diálogo interreligioso
3. La confluencia de estas sospechas y críticas con el cambio de
visión del mundo que ha traído la ciencia contemporánea ha llevado a
que algunos teólogos cristianos [1] se pongan a reconsiderar los
fundamentos del «dogma» central del cristianismo, el de la
encarnación, en cuanto que éste supone la existencia de otro mundo
distinto del material, fuera del tiempo y del espacio, anterior y
superior al de nuestra experiencia diaria, desde donde un ser divino
hubiera bajado a la tierra, haciéndose hombre, para volver, tras una
corta y dolorosa experiencia de vida humana, al otro mundo eterno
del que habría venido.
II. Reconsideración crítica del dogma cristiano de la
encarnación
Esta reconsideración crítica tiene varios pasos, entre los cuales
se enumerarán sumariamente los siguientes:
1. Desde el punto de vista que hoy tenemos de los
condicionamientos culturales, parece imposible que Jesús se haya
3
igualado a Dios. Como judío, Jesús creía en el Dios único, Yahvé.
Para el pensamiento hebreo, la palabra «Dios» no se refería a una
categoría de seres que incluyera varios dioses, como en el
pensamiento griego. En la cultura hebrea, daba lo mismo decir
«Yahvé» que decir «Dios», porque en ambos casos se trataba del
Único.
2. El estudio de las fuentes bíblicas confirma lo dicho en el punto
anterior, pues no consta en los evangelios que Jesús haya tenido
conciencia de ser Dios, ni que los discípulos le hayan adorado
como Dios. Las frases que se aducen como prueba de ambas
aseveraciones, o bien no son atribuibles a Jesús y son por tanto
posteriores, o bien Jesús y sus discípulos sólo pudieron haberlas
pronunciado en el sentido metafórico en que se usan en los salmos y
demás escrituras hebreas. Incluso hay indicios contrarios a una
conciencia divina, como el que Jesús rechaza el calificativo de
«bueno» que le da el joven rico, con el argumento de que el único
bueno es Dios (Mc 10,17 //). Otros indicios son la confesión de su
ignorancia respecto al día del juicio (Mc 13,32); su equivocación
respecto a la pronta llegada del Reino de Dios (Mc 14,25) y las
señales que Jesús mismo da de estar sorprendido (Mt. 8,10//Lc. 7,9)
o de aprender de la experiencia (Mc 5,30).
3. Luego después de la muerte de Jesús, los discípulos
tuvieron una experiencia que, contra toda esperanza,
transformó sus vidas, vinculándolos estrechamente entre ellos
y con quien había sido su Maestro. Fue la experiencia de que
Jesús, no obstante su muerte, seguía presente y eficaz en medio de
ellos, con su misma vida y energía. No podían contar mejor esta
experiencia que refiriéndose al paso de la muerte a la vida, como si
ellos mismos vivieran después de la muerte, o hubieran muerto y
vuelto a vivir con Jesús, quien se les había «hecho ver» (w[fqh, I Cor
15,6,7,8) como viviente después de su muerte.
4. Quienes vivieron directamente la experiencia de «ver» de
alguna manera al que había muerto y de confiar en que de alguna
manera seguía viviendo, se pusieron a seguirlo y a continuar con él,
como quien vive en medio de ellos, la construcción de comunidades de
amor fraterno y de justicia, con miras a acoger el Reino de Dios entre
los seres humanos. Al mismo tiempo, iniciaron un proceso de
rememoración de los dichos y hechos de su Señor, entendiéndolos
de forma nueva al confrontar las Escrituras hebreas con su propia
experiencia del viviente (Lc. 24), proceso que pusieron luego por
escrito. Lo recordaban como el Jesús de Nazaret, al que Dios había
«ungido con poder» (de ahí el nombre de Cristo, es decir, Ungido) y
que había pasado «haciendo el bien»... «porque Dios estaba con él»
(Hech 10,38). Por eso se le podía designar con diversos títulos
utilizados ya en el Antiguo Testamento para calificar a otros enviados:
«hijo de Dios» (Sal 2,7), «Cristo» o «Mesías» (Dan 9,25-26), «hijo del
hombre» (Dan 7,13; 8,16). Ninguno de estos títulos atribuía la
divinidad a sus destinatarios. Su sentido era metafórico. Al ser
aplicados a Jesús, estos títulos no tenían un alcance distinto. Sólo
4
quieren afirmar que Jesús era un «hombre que venía de Dios»[2].
En los discursos de Pedro de los Hechos de los Apóstoles, se habla de
Jesús como el «hombre acreditado por Dios» (Hechos 2,22), distinto
por tanto de Dios, pues «Dios hizo por su medio» las señales que lo
acreditaban. Es notable que en estos primeros testimonios de las
comunidades creyentes no se utiliza la fórmula «resucitó», sino se
dice que Dios lo resucitó (Hechos 2,22.32; 3,13; 5,30; 10,40)[3], y
que esta expresión es sólo una de las varias que se utilizan para
expresar la certeza de que Dios aprobaba de manera definitiva, más
allá de la muerte, lo que Jesús había hecho y dicho.
5. Entre las varias expresiones, metafóricas y equivalentes, de la
fe en la aprobación divina de Jesús (glorificado, subió a los cielos, está
sentado a la diestra de Dios, se le dio un nombre sobre todo
nombre...), cabe anotar acerca de la metáfora de la «resurrección»
que es distinto creer «que Jesús resucitó» a creer «en Jesús
resucitado». Creer «que Jesús resucitó» o «en la resurrección» es
referirse a una verdad abstracta, la misma sobre la que los atenienses
le dijeron educadamente a Pablo: «te oiremos sobre esto otro día...»
[4] En cambio, creer «en Jesús resucitado» es comprometerse en
proseguir la obra por él comenzada y confiar en el vigor de su espíritu
que nos anima, fortalece y da esperanza a quienes vivimos cada día
como emergiendo de nuestros desesperos, o levantándonos «después
de la muerte»[5].
6. Los cristianos comenzaron a llamar «Dios» a Jesús a
fines del siglo I y durante el siglo II, en el ámbito de las
comunidades de cultura griega. En esta cultura, el nombre de
«dios» era un predicado, atribuible a varios sujetos, sean ellos
propiamente «dioses», como Zeus, Aries, Afrodita, sean «divinos»,
como Aquiles y otros héroes de los poemas épicos, o como los
emperadores romanos que se hacían llamar «dios y señor». Jesús no
podía ser menos que éstos. El nombre de «dios» atribuido a Jesús en
el siglo II no tenía, pues, el significado metafísico de una expresión
que se referiera a su «esencia» o «naturaleza», significado que tuvo
posteriormente, sino un sentido metafórico e hiperbólico, como
quien dijera: Somos seguidores de Jesús, quien vivió como hijo de
Dios por su poder, bondad y sabiduría; si a otros se les llama dioses
por motivos semejantes, pues bien, con mayor razón a Jesús, quien
es más que todos ellos.
7. En los siglos III y IV surgen los problemas filosóficos
relacionados con la afirmaciones: «Jesús es hijo de Dios» y
«Jesús es Dios». Cuando las confesiones de fe o las invocaciones
(lex orandi, o fórmulas de oraciones) comenzaron a ser examinadas
desde un punto de vista metafísico, esto es, como afirmaciones acerca
de la esencia o la naturaleza de Jesús (lex credendi, i. e. ley acerca de
una aseveración que debe tenerse por verdadera) se planteaban
problemas respecto de Dios: ¿Jesús fue hijo de Dios por naturaleza o
sólo adoptado? ¿Hay un solo Dios que se manifiesta de diversos
modos, o hay dos dioses? Esos modos de manifestarse, ¿son sólo
modos o llegan a ser personas? Entre el Hijo y el Padre, ¿hay una
5
relación de igualdad o una de subordinación? En una cultura
altamente exigente en finuras metafísicas, las formas de responder a
estas preguntas eran opuestas, y cada una de ellas tenía sus líderes y
seguidores, los cuales se establecían en tiendas aparte,
excomulgándose recíprocamente como herejes. En medio de estas
contiendas verbales –«bizantinas»- se llega a comienzos del siglo IV.
El Emperador Constantino buscaba unificar su imperio recientemente
conquistado y veía en la religión cristiana un factor importante de
unidad. No podía gustarle, pues, que entre los cristianos existieran
divisiones. Por ello convoca en Nicea, en 325, el primer Concilio
Ecuménico que zanja algunas de las cuestiones disputadas y abre
otras. En Nicea se decreta, en contra de la «herejía» de Arrio, que
Jesucristo era Dios, igual al Padre y de su misma naturaleza. De
Concilio en Concilio, de anatema en anatema, se va a Efeso, luego a
Constantinopla, para llegar, a mediados del siglo V, en 451, a
Calcedonia, Concilio convocado igualmente por un emperador,
Marciano, pero presidido por un obispo, León, llamado «el Grande».
Pera afianzar el «dogma» de Nicea, se definió aquí que Jesucristo es
una persona divina, con dos naturalezas, humana y divina, sin
confusión, pero también sin separación entre ambas.
8. Pero esta definición plantea problemas insolubles, no sólo a
quienes no comparten la visión metafísica subyacente a ella, sino en
el interior de esa misma filosofía. Pues si es posible describir de
alguna manera la naturaleza humana, es imposible definir lo que sea
una «naturaleza» o una «persona divina». Lo que se afirma de Jesús
es, pues, una incógnita, por lo que la afirmación carece de sentido.
Tampoco parece posible decir que una persona – en este caso, divina
– pueda ser distinta de su naturaleza humana, con la cual se hallaría,
sin embargo, unida... Es una afirmación contradictoria. Por otra parte,
los atributos supuestamente divinos de eternidad, omniciencia y
omnipotencia son de todas maneras incompatibles con la naturaleza
humana.
9. En vista de estos y otros sin sentidos lógicos, los cuales
chocan, además, con la visión del ser humano y del mundo
contemporánea, se propone volver al Jesús del que dieron testimonio
quienes vivieron con él y nos contaron la experiencia transformadora
para sus propias vidas de alguien que en todo su actuar, en su
enseñanza y en su muerte, hizo visible lo que puede ser Dios para el
ser humano. En este sentido metafórico se puede decir que él es
una encarnación de Dios, como amor dedicado y vuelto hacia Dios,
olvidado de sí mismo y consecuente hasta la muerte en una vida
entregada a establecer vínculos de amor entre los seres humanos – lo
que él llamó el reinado de Dios. Jesús vivió así su vida humana como
respuesta creyente a Dios. Por eso dejó que Dios actuara por él. Todo
el actuar de este hombre, «que pasó haciendo el bien» y luchando
contra todo lo que se opone a lo humano, es reflejo de la voluntad de
Dios para con su criatura. Por ello, Jesús ha hecho que Dios sea real
para nosotros, como encarnándolo en su vida entera. Su vida se
convierte en un desafío a vivir como él, en su seguimiento.
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10. Para quienes creemos en Jesús, él ha sido y es la mayor
manifestación de Dios en la historia. Puede que no sea la única. El
está en la historia de nuestra cultura como símbolo de un futuro de
humanidad, o de lo que puede llegar a ser el ser humano, como
persona y sociedad, de acuerdo al amor y al designio de Dios.
Conclusión: de vuelta al diálogo interreligioso
Desde el punto de vista recién expuesto, pareciera que esta
manera de ver el cristianismo flexibiliza ciertas rigideces dogmáticas y
posibilita que el cristiano adopte una actitud abierta frente a cualquier
manifestación divina en otros tiempos y culturas.
Es cierto que el cristianismo queda relativizado, en cuanto que se
interpretan sus afirmaciones doctrinales en función del ámbito
histórico y cultural al que ellas necesariamente se refieren y del que
depende. Es cierto también que se le liman sus aristas de verdad
absoluta.
Sin embargo, para quienes hemos encontrado en la fe en Jesús
una manera de unirnos con Dios y con el prójimo, las aristas de
absoluto son innecesarias y los condicionamientos históricos son
precisamente los que definen una cultura que es la nuestra. Que Dios
se haya manifestado también, aunque no exclusivamente, en esta
cultura nuestra, es para nosotros fuente de energía y de compromiso.
Desde esta fuente salimos al encuentro de cualquier otra
manifestación de Dios, asombrándonos, tal vez como Jesús (Lc 7,9),
de ver la variedad de lo divino manifestándose en todo lo humano.
[1] Entre ellos se puede señalar al teólogo protestante alemán
Paul Tillich (volumen II de su Teología Sistemática); al teólogo y
psicoanalista católico Eugen Drewermann (p. ej. en Tiefenpsychologie
und Exegese, I y II, DTV, München, 1993); al filósofo de confesión
reformada Paul Ricoeur en su extensa obra hermenéutica; al filósofo,
ensayista y profesor laico Luc Ferry, (L’homme-Dieu ou le sens de la
vie, Grasset 1996). Los análisis del teólogo católico Joseph Moingt, en
El hombre que venía de Dios (Desclée De Brouwer, 1995) van en esta
misma dirección, aunque no llegan a sacar las últimas consecuencias
en cuanto a llamar «metáfora» a la encarnación. El aporte más
decisivo en la redacción del presente ensayo lo han hecho unas obras
que dos amigos han puesto recientemente entre mis manos: una es
del jesuita holandés Roger Lenaers, El sueño del rey Nabucodonosor o
el fin de una iglesia medieval [Der Traum des Königs Nebukadnezar
oder das Ende einer mittelalterlichen Kirche], publicada hasta ahora
sólo en holandés. El propio autor me ha enviado la traducción
alemana hecha por él para preparar una edición en esta lengua; la
otra es del teólogo presbiteriano inglés John Hick, La Metáfora del
Dios encarnado – Cristología para un tiempo pluralista, (Agenda
Latinoamericana-Abya Yala, Quito, Ecuador, 2004, colección «Tiempo
axial», presentada por José María Vigil, traducida del inglés: The
7
Metaphor of God Incarnate, (London: SCM Press, and Louisville:
Westminster John Knox, 1993).
[2] Joseph Moingt explica así esta expresión: La ausencia del
término «encarnación» (en las consideraciones hechas sobre los
escritos del Nuevo Testamento hasta el prólogo de Juan) «no nos ha
impedido reconocer a Jesús como propio y único Hijo de Dios,
considerándolo, no como un Dios bajado del cielo, pues no es eso
lo que cuentan los evangelios, sino como un hombre convertido en
Hijo de Dios, porque Dios lo llamaba a coexisitir con él en relación de
Hijo a Padre y, finalmente, como un hombre que venía de Dios, en
el sentido de que Dios lo llamaba, desde toda la eternidad, por su
Verbo, a tomar en él desde su nacimiento su identidad de Hijo».
o.c..II, p. 306 (destacado nuestro).
[3] l Los únicos lugares del NT en que «resucitó» (hjgevrqh) se
dice de Jesús son Mt 28,6 y 7; Mc 16, 6; Lc 24,6.34; Jn 2, 22; Rom 4,
25; Rom 6,4. El vocablo griego significa «se levantó», y se utiliza
también en los evangelios para indicar el efecto de la curación de
algunos enfermos.
[4] Hech 17,18.32. La palabra griega «anástasis» (ajnavstasi")
no
significa
primeramente
resurrección,
sino
simplemente
«levantarse» (como verbo ver Lc 1, 39; 4, 39). En el sentido de
«resurrección» aparece pocas veces en el NT. En los evangelios (Lc
20,33; Jn 11,24-25) viene más bien como doctrina discutida o
aceptada que como acto de fe o de adhesión personal. También en el
cap. 15 de la I Corintios está en un contexto polémico, aunque
vinculada con la confesión de fe.
[5] l Roger. Lenaers, o.c., dedica el capítulo 11 de su obra a
explicar la diferencia entre «creer que» y «creer en».
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