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Historias de mi pueblo
Autor: Marcela García Caballero
Trabajo de grado para optar por el título de Comunicadora Social en el campo profesional de Periodismo
Director: Germán Ortegón
Pontificia Universidad Javeriana
Comunicación Social
Bogotá
2014
Bogotá, Noviembre 24 de 2014
Doctora
Marisol Cano Busquets
Decana de la Facultad de Comunicación y Lenguaje
Pontificia Universidad Javeriana
Respetada Decana,
Mediante la presente carta nos dirigimos a usted con el objetivo de presentarle nuestro trabajo de grado de
la Facultad de Comunicación Social y Lenguaje con énfasis en el campo de Periodismo, bajo el título de
“Historias de mi pueblo”.
Agradecemos su amable atención,
Cordialmente,
Marcela García Caballero
C.C 1126598576
ARTÍCULO 23
“La Universidad no se hace responsable por los conceptos emitidos por los alumnos en sus trabajos de
grado, solo velará porque no se publique nada contrario al dogma y la moral católicos y porque el trabajo
no contenga ataques y polémicas puramente personales, antes bien, se vean en ellas el anhelo de buscar la
verdad y la justicia”.
Índice
I.
Introducción
II.
Marco Teórico
1. Importancia del tema
2. ¿Qué es Macondo?
2.1. Macondo como muestra de mito contemporáneo
2.2. Macondo como la creación de un mundo imaginario
3. La crónica narrativa y la obra periodística de García Márquez
3.1. ¿Qué es la crónica narrativa?
3.2. La obra periodística de García Márquez
4. Las temáticas recurrentes en Cien años de soledad
4.1. La sexualidad y la cultura matriarcal
4.2. Las supersticiones y la locura
4.3. La violencia y el machismo
4.4. El río Magdalena
5. Los testimonios
5.1. Testimonios de la cultura matriarcal
5.1.1. La primera Úrsula
5.1.2. La segunda Úrsula
5.1.3. La tercera Úrsula
5.2. Testimonios de violencia y machismo
5.2.1. Playón de Orozco
5.2.2. El derecho de pernada
5.3. Testimonios de las supersticiones
5.3.1. La cola de puerco
5.3.2. El santero
5.3.3. El espanta espíritu
5.4. Testimonio de la sexualidad
5.5. Testimonio del río Magdalena
III.
Producto Final
IV.
Conclusiones
V.
Bibliografía
I. INTRODUCCIÓN
Desde su publicación en el año 1967, la obra más importante de Colombia, Cien años de soledad, impactó
al mundo con la historia de un pueblito azotado por el calor ardiente, las supersticiones, la violencia, el
amor y la soledad. Este pueblo se llama Macondo y, hasta el día de hoy, aún es motivo de análisis e
investigación, pues, a pesar de que la historia está, para la mayoría de los habitantes del mundo,
principalmente escrita como ficción, en realidad, es un referente de la cultura costeña y del momento
histórico, político y social que se vivía a principios y mediados del siglo pasado en Colombia.
El objetivo primordial de esta tesis de grado recae en probar a través de diferentes crónicas narrativas,
inspiradas en personajes, situaciones y experiencias encontradas en distintos pueblos de la Costa Caribe,
que Macondo es un mundo imaginario que vive en la cultura costeña.
Sin embargo, la intención con este proyecto de tesis no está únicamente en encontrar personajes,
situaciones y experiencias que puedan resultar macondianas para el común de las personas, ya que al hacer
esto se estaría cayendo en el error de entrar en un terreno demasiado general que podría abarcarlo todo y
nada al mismo tiempo, sino, principalmente, en encontrar esos personajes, situaciones y experiencias que
puedan ser comparadas con Cien años de soledad.
Para lograr esto, fue importante, primero, resaltar qué es Macondo para determinados académicos y
literatos, puesto que es un concepto abierto a varias interpretaciones. De esta forma, se buscó sustentar la
razón por la que esta tesis se respalda en el hecho de que es el resultado de la creación de un mundo
imaginario.
Luego de un extenso trabajo de campo, basado en los formatos de entrevista y fotografía, recorriendo los
municipios de Pivijay y El Piñón en el departamento del Magdalena, San Jacinto, Magangué y Mompox
en el departamento de Bolívar y Barranquilla en el departamento del Atlántico, se escogieron diez relatos
verídicos contados por personas que presenciaron los hechos, para luego ser transformados a diez
crónicas.
La escogencia de las historias tuvo como referente cinco temáticas específicas de la obra Cien años de
soledad: la sexualidad, la cultura matriarcal, la violencia, las supersticiones y el machismo. Cada uno de
estos temas fueron previamente analizados y comparados con vivencias personales de Gabriel García
Márquez, demostrando de esta manera que han sido y siguen siendo características de la cultura caribeña.
Por último, debido a que la mayoría de los municipios recorridos son ribereños, se decidió hacer un corto
análisis de la temática recurrente del Río Grande de la Magdalena, ya que, a pesar de no estar presente en
la obra estudiada, Cien años de soledad, sí lo está en otras dos obras del mismo autor caribeño, El amor en
los tiempos del cólera y El general en su laberinto, publicadas en años posteriores, y que siguen
mostrando el mismo mundo imaginario de toda la obra literaria del maestro García Márquez.
II
MARCO TEÓRICO
1.
IMPORTANCIA DEL TEMA
De Gabriel García Márquez y sus obras se ha escrito mucho, desde la óptica del campo histórico hasta el
lingüístico. Como se puede ver analizado en el siguiente capítulo, inclusive académicos y críticos
literarios se han propuesto escribir acerca de la existencia de Macondo, sea como mito contemporáneo o
como mundo imaginario.
La importancia de esta tesis de grado recae en el hecho de que se ahondará en lo que se comprende como
Macondo desde la academia, sistematizando este conocimiento con el objetivo de rastrear esas
características de dicho lugar en la cultura caribe colombiana del siglo actual.
Además de esto, este trabajo tiene como propósito contribuir a comparar aquellos imaginarios
macondianos de principios del siglo pasado hasta 1967, año en el que se publicó por primera vez Cien
años de soledad, con los imaginarios macondianos que puedan existir hoy en día.
También es significativa esta tesis, puesto que se hizo un extensivo análisis de las temáticas recurrentes en
Cien años de soledad, el cual sirvió para demostrar, gracias al igualmente profundo estudio de la obra
autobiográfica de Gabriel García Márquez Vivir para contarla, que dichos temas se han presentado y se
siguen presentando comúnmente en la sociedad costeña de hoy.
De igual forma, en este texto se examinó qué es una crónica narrativa, formato escogido para mostrar los
relatos encontrados en la Costa Caribe, y se evidenció a través de ejemplos el estilo de nuestro nobel para
escribir textos periodísticos.
Sin embargo, lo que se considera primordial es el hecho de que en esta tesis de grado se investigaron,
desde un punto de vista periodístico, a través de las herramientas de la entrevista y la fotografía, distintas
historias, experiencias y costumbres que, luego de una exhaustiva deliberación, fueron convertidas en
crónicas.
2.
¿QUÉ ES MACONDO?
Como se explicó anteriormente en la introducción, fue imprescindible encontrar la definición de Macondo
para los académicos y críticos literarios, ya que mientras unos consideran que esta ed una obra que
representa la realidad cultural y política colombiana, otros defienden la tesis de que Macondo es un mito,
una muestra de la magia, la invención y la imaginación de un autor. Con este capítulo se pretende
clarificar los motivos por los que para esta tesis se considera Macondo como la creación de un mundo
imaginario.
2.1. MACONDO COMO MUESTRA DE MITO CONTEMPORÁNEO
Para algunos autores, Macondo es la ejemplificación perfecta de lo que es un mito contemporáneo. Sin
embargo, antes de adentrarnos en las razones por las cuales consideran esta hipótesis cierta, primero hay
que definir qué es un mito. Para el médico y ensayista suizo Carl Jung, “el mito está para resignificar la
experiencia simbólica del hombre. El mito es en sí mismo la forma histórica del devenir de la cultura y del
ser humano en ella. El mito no es más que una simplificación superficial de algo complejo y profundo, y
no una representación de la realidad”. (Acevedo y García, p. 4). Lo que el autor aquí resalta es que el mito
no es exactamente una versión de la realidad, sino que es una simbología de la cultura y del mismo ser
humano. A pesar de que esta definición es una muy acertada, hay autores que le añaden valores religiosos.
Habiendo ya definido esto, se pasará a explicar por qué un reconocido académico considera que Macondo
es un mito contemporáneo. Agustín Seguí, con su obra La verdadera historia de Macondo, escrita en
Madrid en el año 1994, defiende el punto de vista que consiste básicamente en que Macondo es la
representación de un mito. El autor comienza a sustentar su hipótesis aclarando que aunque un mito se
entiende como una “historia sobre dioses”, Cien años de soledad es una obra que se puede entender como
la representación de un pensamiento mítico moderno, es decir, sin la necesidad de la inclusión de un relato
de dioses y semidioses inmortales, ya que una visión global de la mentalidad religiosa también es una
característica importante de un mito y esta visión religiosa es fundamental en la obra (Seguí, 1994, p.
132).
Agustín Seguí también comenta en su libro que hay unos paralelos llamativos entre la definición del mito
moderno y la novela, como, por ejemplo, el hecho de que Macondo es para sus habitantes, especialmente
para sus originarios y muy particularmente para la familia Buendía, un auténtico axis mundi o “eje del
mundo”, como se le llama en castellano. El autor hace una aclaración exponiendo que el axis mundi no
solo termina en la familia Buendía, sino que sigue ahondando dentro de ella. Un ejemplo de esto es que en
el pueblo, el centro lo constituye indudablemente la casa de los Buendía, pero dentro de esta, el centro
llega a ser el cuarto de Melquíades, principalmente por su importancia en el desenvolvimiento de la novela
(Seguí, 1994, p. 132).
Ahora, según Seguí, si el centro es sagrado y todo creyente quiere vivir en la proximidad de los objetos
consagrados, es lógico que Macondo sea el centro de la vida de los Buendía hasta el punto que casi todos
los viajeros retornen al pueblo y mueran en él. Teniendo en cuenta que un mito contiene la característica
de axis mundi, ya que pone la tierra en comunicación con el cielo y el infierno, no es de extrañar que
muchos muertos, habitantes de ultratumba, se queden en Macondo, como manteniendo el contacto con la
tierra desde el más allá (1994, p. 132).
Otro punto que hace que Agustín Seguí considere a Macondo como un mito contemporáneo es su
condición de “semi-divino”. Según el autor, el hecho de que Macondo haya sido consagrado por medio de
un sueño que tuvo José Arcadio Buendía, en el que es incitado a fundarlo, lleva a que este lugar sea
considerado en la mitología moderna como sobrenatural (1994, p. 132).
Además de esto, para Seguí, el tiempo en Macondo también es sagrado, característica que hace de este
pueblo y todo lo que suceda dentro, un mito. El tiempo es sagrado, ya que este “siempre es igual a sí
mismo, no cambia ni se agota” (1994. p. 132). En Cien años de soledad, hay un momento en el que José
Arcadio Buendía entra al taller de Aureliano y pregunta qué día es, este último le responde que es martes y
José Arcadio dice: “Eso mismo pensaba yo, pero de repente me he dado cuenta de que sigue siendo lunes
como ayer” (García Márquez, 2014, p. 47). Pero este no es el único suceso en el que el tiempo se vuelve
sagrado, pues, a José Arcadio Segundo y al pequeño Aureliano también les pasa lo mismo cuando entran
al cuarto de Melquíades y dicen que allí siempre es marzo y siempre es lunes (García Márquez, 2014, p.
213); esto demuestra que José Arcadio no solo no estaba loco, sino que, quizás, era el único con la
suficiente lucidez para dar cuenta de ello (Seguí, 1994, p. 132).
Para lograr sustentar aún más su hipótesis, Seguí dice que la novela y el mito se parecen en cuanto hay una
“renovación del tiempo mediante festividades”. En la novela esto sucede cuando llegan los gitanos cada
año. Esto es importante porque la interrupción de las festividades dada por la expulsión de los gitanos es
uno de los signos del final de los tiempos, más o menos míticos, y de la subsiguiente inmersión en el
tiempo histórico (Seguí, 1994, p. 132).
Por último, pero como puntos más importantes, están: “… el íntimo parentesco entre la concepción del
tiempo y del espacio” (Seguí, 1994, p. 133), ya que esta es una novela centrada tanto en las vidas de una
familia (tiempo) como en el territorio de un pueblo (espacio) (Seguí, 1994, p. 133) y “la abolición del
tiempo profano” mediante ritos que representen “el fin del mundo”, aunque de no ser fin total del mundo,
por lo menos, el final de toda una edad como el preludio de la otra; estos acontecimientos serían el
carnaval sangriento, la peste del insomnio, la matanza de los obreros, etc. (Seguí, 1994, p. 134).
2.2 MACONDO COMO LA CREACIÓN DE UN MUNDO IMAGINARIO
Aunque Agustín Seguí hace unos apuntes interesantes para defender su hipótesis de que Macondo es
realmente un mito, el proyecto de tesis tiene como problema principal demostrar que aquel, como mundo
imaginario, aún existe en pleno Siglo XXI. Por esta razón, este capítulo intentará probar, con autores
académicos, críticos literarios y con palabras textuales del mismísimo Gabriel García Márquez que,
evidentemente, Macondo es más una realidad que una ficción, que tomó personajes reales, situaciones y
anécdotas que él ya había escuchado, que se basó en la historia nacional y en los hechos violentos que la
caracterizaron, y que gran parte de la obra se solidificó gracias a la cultura costeña que tanto lo ha
rodeado.
Para comenzar la sustentación de esta hipótesis es de suma importancia citar a uno de los autores
colombianos que más se ha dedicado a desmenuzar la obra Cien años de soledad. Conrado Zuluaga
Osorio, en su escrito “Yoknapatawpha y Macondo”, deja claro que Macondo fue la fundación de un
continente dentro de otro continente y que realmente es una ciudad imaginaria construida por García
Márquez (Zuluaga, 1986, p. 2). Sin embargo, dice que a pesar de haber sido un mundo imaginario, García
Márquez se basó en un contexto histórico determinado y lo unió con muestras culturales que aún se
perciben, lo que, eventualmente, hace de la obra, más que una ficción, una realidad (Zuluaga, 1986, p. 32).
Ejemplos de varios pasajes de la obra que se entrelazan con el contexto histórico de principios y mediados
del siglo pasado son los de la inauguración del tren en Macondo, la llegada de los gitanos y las desgracias
y calamidades que infestaron al pueblo, como fueron la masacre de las bananeras y la lucha entre liberales
y conservadores (Zuluaga, 1986, p. 34).
Conrado Zuluaga quiso demostrar que en cualquiera de los momentos en los que Macondo se abría al
mundo, en vez de felicidad, llegaban las maldiciones. En esta cita a continuación se puede ver por qué este
autor pensaba así sobre la obra de García Márquez y cuáles eran específicamente los instantes que
sustentaban su posición.
“Pero eso no basta, el mito parece aplicar otra vuelta de tuerca a la desventurada aldea de trescientos
habitantes: el mundo exterior irrumpe de manera esporádica en Macondo y, en cada ocasión que lo hace,
son más las desgracias y calamidades, las desventuras y nostalgias que se precipitan sobre el pueblo. Así
ocurre con los gitanos, con los comerciantes, con la política, con las guerras civiles, con la compañía
bananera, con el diluvio, con todo” (Zuluaga, 1986, p. 35).
Más específicamente, Conrado Zuluaga nos muestra que el coronel Aureliano Buendía, y todo lo que fue
escrito sobre él en la obra, es un perfecto reflejo de la dramática situación que se vivió bajo ese escenario
de las guerras civiles, donde no hubo sino la devastación de los pueblos, un ejercicio omnímodo del poder,
unas luchas militares bajo ideales abstractos, las consignas que los políticos volteaban al derecho y al
revés y la burla de más de medio siglo a la cual fueron sometidos los veteranos de guerra que se murieron
de hambre esperando el correo (Zuluaga, 1986, p. 34).
En Cien años de soledad podemos ver la realidad de esos soldados, coroneles y demás hombres de bajo
rango que volvían a casa luego de luchar por una causa sin sentido, arrepintiéndose de la vida que
pudieron tener y sin un peso en el bolsillo, ya que, en aquellos tiempos, no importaba si eran liberales o
conservadores, pues todos los que luchaban, como sucede normalmente aún hoy con el conflicto armado
que tenemos, son pobres e ignorantes. Esta realidad se puede ver reflejada en este pasaje:
… el coronel Aureliano Buendía rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cáscara
de su soledad. Sus únicos instantes felices, desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo, habían transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro.
Había tenido que promover 32 guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y
revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso
los privilegios de la simplicidad (García Márquez, 2014, p. 354).
Además de las guerras, hubo otras realidades que, según Zuluaga, fueron impregnadas en la obra
macondiana. Tal cual como sucedió en Macondo, ocurrió en Colombia con la llegada del tren y de la
compañía bananera, United Fruit Company, que propiciaron un cambio fundamental en la historia y que
llenaron con más sangre al país (Zuluaga, 1986, p. 35).
Con la llegada de esta compañía norteamericana, no solo se puede observar en la obra la masacre que ellos
causaron, un hecho histórico en el país, sino también que se describió perfectamente cómo con el arribo de
esta empresa el Magdalena cambió su aspecto físico para siempre, un cambio que todavía podemos ver en
la arquitectura de algunas casas y en la forma de cultivar el banano. (Zuluaga, 1986, p. 35). “Los gringos,
que después llevaron sus mujeres lánguidas con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa, hicieron
un pueblo aparte al otro lado de la línea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de
rejas metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, y
extensos prados azules con pavorreales y codornices. El sector estaba cercado con una malla metálica,
como un gigantesco gallinero electrificado” (García Márquez, 2014, p. 359).
Por último, Conrado Zuluaga Osorio, luego de una profunda investigación y comparación de la obra con
hechos reales, hace una síntesis de lo que para él es Macondo: “Cien años de soledad es, pues, una síntesis
de ficción y mimesis, de creación literaria y reflejo de la realidad, porque como las grandes obras de la
literatura cumple a cabalidad con la sentencia de Mallarmé: el mundo existe para terminar convertido en
un libro” (Zuluaga, 1986, p. 36).
Otro autor colombiano que también se ha dedicado exhaustivamente a analizar la obra de Gabriel García
Márquez es Homero Mercado Cardona. En su obra Una realidad llamada ficción, Mercado describe a
Macondo precisamente como ha titulado su misma obra. Para él, Macondo es un mundo imaginario que
tiene sus fundamentos en el mundo real, es un mundo donde la verdad y la ficción se integran para formar
un nuevo estilo de poesía conocida como la poesía macondiana, es “mito” y realidad, es frustración y
esperanza, es seriedad y humor, es un conjunto de palabras vacías y fustigantes látigos (Mercado Cardona,
1971, p. 20).
En unas pocas palabras, Mercado Cardona hace su hipótesis sobre lo que es Macondo y lo que hay dentro
de este pequeño pueblo. “En Macondo hay tiempo, espacio, verdades, mentiras, odio, amor; es un mundo
que ofrece un auténtico historial que aunque pertenezca al mundo del novelista se asienta totalmente en el
mundo de la realidad” (Mercado Cardona, 1971, p. 20).
Además de destacar que Macondo es un mundo imaginario con sus bases en la realidad, punto esencial
para poder crear el producto de este proyecto de tesis, Homero Mercado Cardona hace un importante
análisis sobre el uso de la metáfora en Cien años de soledad. Según el autor, García Márquez utiliza su
admirable arma ofensiva, la metáfora, para hacer que el lector comprenda un acontecimiento: el genocidio
de la Zona Bananera. Para Cardona, gracias a este tipo de ejemplos, el escritor caribeño necesariamente
expresa en su obra, por ser supra sensitivo, sus experiencias y vivencias, además de consignar sus
concepciones políticas y sociales. De ahí que, por tales razones, se considere la obra literaria como un
documento de estudio de un país, de una época: tácita o concretamente quedan consignadas en la obra
opiniones, protestas y aspiraciones (Mercado Cardona, 1971, p. 23).
Habiendo definido que, a pesar de existir la teoría de que Macondo es un mito, la mayoría de los autores
considera que este es una mezcla entre la realidad y la ficción, siempre destacando lo real como factor
fundamental en la obra, es necesario destacar una tesis que resulta pertinente para la sustentación de esta
teoría.
La tesis doctoral de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana titulada Macondo
Banana esclavitud legal y creación literaria: presupuestos históricos de una crítica literaria, escrita por el
doctor Jean-Francois Vincent en el año 1981, hace unos análisis, tanto de la obra de García Márquez como
del momento histórico que se vivía en el año 1928 en el Magdalena, que arrojan unos resultados bastante
pertinentes para esta investigación.
Esta tesis se centra en dos puntos esenciales: la relación que existe entre el lenguaje en una obra y la
realidad, y Cien años de soledad como representación de la realidad y creación de cultura. Para este autor,
en la medida en la cual una obra se integra a un sistema de reencuentro con los verdaderos valores
populares, como lo hace la obra de Gabriel García Márquez, o trata por lo menos de hacerlo y sin separar
de manera convencional y tajante el modo de contar de lo que se está contando, responde, entonces, al
criterio general del realismo, es decir, espejo e interpretación de un estado de sociedad mediatizado por un
lenguaje, el lenguaje literario, reducido a su función significativa (Vincent, 1981, p. 63).
Este autor deja claro que con Cien años de soledad “estamos cada vez más cerca de lo que podría llamarse
una interpretación literaria de la realidad histórica y en este sentido es necesario tomar en cuenta las
homologías referenciales entre el mundo de la ficción y el mundo real, puesto que sus características
internas y externas no describen fenómenos diferentes, sino las dos caras de una misma verdad” (Vincent,
1981, p. 64).
“Cien años de soledad existe así como documento y en primera instancia sociológico, puesto que muestra
la concatenación de elementos reales en su transposición hacia lo imaginario y, en segunda instancia,
político, puesto que esta transposición produce en el público una resonancia mayor debido a la
simplificación crítica que ofrece de la realidad” (Vincent, 1981, p. 66).
Habiendo ya destacado estas conclusiones del doctor Vincent, es vital proseguir a aquellos resultados de
los ensayos y entrevistas que se han hecho sobre Gabriel García Márquez a través de los años. Luego de
una investigación de más de treinta críticos literarios, se tomó la decisión de reducir el espectro a tres de
estos, quienes desde distintos ángulos demuestran por qué consideran que Macondo es una realidad.
El primero es Jean Pierre Richard con su ensayo “Gabriel García Márquez y la mujer”. En este escrito,
Richard cita las palabras textuales del autor luego de hacerle una entrevista y en ella se aclara que todos
los personajes y situaciones que García Márquez alguna vez ha escrito son reales, pues, o ha conocido a
ese personaje anteriormente o lo crea desde características reales de muchas personas que se ha topado en
la vida.
Cuando Pierre Richard le pregunta que si ha conocido a Ernéndira, uno de los personajes de uno de sus
cuentos, García Márquez le responde: “Claro. Yo también conocí a Ernéndira. Ya se lo dije. Yo no tengo
imaginación. Eso pasó hace mucho tiempo en Colombia, en la Costa Caribe” (Novaceanu, 1995, p. 35).
Otro ejemplo como este es la entrevista que concedió a Silvia Lemus y que esta convirtió en un ensayo
titulado “América Latina y Europa son culturas irreconciliables”. En esta entrevista, Lemus le pregunta a
García Márquez si el personaje femenino principal de su obra El amor en los tiempos del cólera, Fermina
Daza, era imaginario y este le responde que tanto Fermina Daza como Florentino Ariza eran personajes
imaginarios, pero que parte de su vida y muchos de sus actos son de personajes reales que él había
conocido. El autor colombiano dice que “los amores de Florentino Ariza y Fermina Daza, tan
desgraciados en los primeros años, son una copia literal, minuto a minuto, de los amores de mis padres”
(Novaceanu, 1995, p. 263).
El último de los ejemplos que aseguran que tanto los personajes como las situaciones de las obras de
Gabriel García Márquez, especialmente Cien años de soledad, son basados en la realidad, lo aporta
Ezequiel Martínez con su entrevista a Gabriel García Márquez. Son tres las citas del nobel que muestran
esta posición: “Pero si todos esos personajes y esas historias vienen de hechos reales. Eso es justamente lo
que voy a contar en mis memorias: la realidad que hay detrás de mis libros. Lo que pasa es que yo hago un
tratamiento poético de la realidad. Todo consiste en que las historias sean creíbles”(Novaceanu, 1995, p.
61). “Mi infancia está toda en Cien años de soledad. Tomé conciencia de eso mucho tiempo después”
(Novaceanu, 1995, p. 62). “En la vida cotidiana hago menos distinción entre la realidad y la ficción que la
que hago en los libros. Mi vida tiene todos esos ingredientes fantásticos, aunque suene increíble. La gente
no observa mucho en ese sentido. A su alrededor suceden cosas extraordinarias, pero no las
percibe”(Novaceanu, 1995, p. 62).
Plinio Apuleyo Mendoza, escritor colombiano y gran amigo de García Márquez, también evidenció en El
olor de la guayaba, un libro basado en conversaciones que tuvo por más de 40 años con el autor cataquero
y que tiene como escenario principal la casa de este último en México, que Macondo, a pesar de no ser un
lugar físico, existe en la cultura caribeña y tiene, gracias a la descripción del autor, unas características
parecidas a las de los pueblos del Caribe colombiano. En la cita, Apuleyo Mendoza compara la
temperatura del jardín interno del hogar con la de Macondo, demostrando así que en su opinión Macondo
no es solo un imaginario personal. “Al fondo de un jardín interior de la casa, se construyó un estudio
aislado para escribir. Dentro hay todo el año la misma temperatura: cálida, parecida a la de Macondo”
(Apuleyo Mendoza, 1993, p. 146).
De igual forma, en este siguiente párrafo deja claro que los personajes y situaciones que se viven en
Macondo y en sus obras no son fruto de su imaginación, sino, por el contrario, realidades de su vida.
El tema de toda su obra no es gratuito. Trata de su propia vida. Al niño perdido en la gran casa de sus
abuelos, en Aracataca; al estudiante pobre que mataba la tristeza de los domingos en un tranvía; al
joven escritor que dormía en hoteles de paso, en Barranquilla; al autor mundialmente conocido que es
hoy, el fantasma de la soledad lo ha seguido siempre. Está todavía a su lado, inclusive en las noches de
La Coupole, célebre como es y rodeado siempre de amigos. Él ganó las treinta y dos guerras que
perdió el coronel Aureliano Buendía. Pero el sino que marcó para siempre a la estirpe de los Buendía
es el mismo suyo, sin remedio (Apuleyo Mendoza, 1993, p. 152-153).
Sin embargo, no solo estos ejemplos son vitales para reconocer que los personajes y situaciones en la obra
de García Márquez son basados en personas y experiencias que él mismo conoció y logró vivir, sino
también se deben tomar en cuenta apartados de la obra biográfica de este autor costeño, Vivir para
contarla. En este libro asegura, no solo que muchos de los personajes de Cien años de soledad, entre
otras, son basados en gente que se cruzó en su camino, sino también gran parte de la trama que se
desenvuelve en ella.
Al principio de esta obra biográfica, García Márquez habla sobre cómo Macondo llegó a su mente. No fue
un nombre inventado, sino un nombre que su inconsciente había guardado en la memoria y que luego fue
redescubierto en un viaje que hizo con su madre, Luisa Santiaga Márquez, cuando esta quiso ir a vender
su casa. Este es un apartado de la obra que evidencia lo anteriormente expuesto:
El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca
bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado
la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su
resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había
usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia
casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera
esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia
Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquél podía ser el
origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en
la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca” (García Márquez, 2002, p. 28-29).
No solo el nombre de este famoso pueblo fue tomado ya de la realidad, sino también muchos personajes.
Un ejemplo de esto es el coronel Aureliano Buendía, famoso en la obra Cien años de soledad por haber
liderado 33 batallas en nombre del Partido Liberal y por terminar sus días fabricando pescaditos de oro en
una pequeña oficina. El abuelo materno de Gabriel García Márquez, Nicolás Márquez, quien peleó en la
guerra de los Mil Días, claramente tuvo un fuerte impacto en la vida del autor, ya que fue inmortalizado en
palabras, como el coronel Aureliano Buendía. Aquí otro pasaje de Vivir para contarla, que prueba lo
anteriormente expuesto:
La primera habitación servía como sala de visitas y oficina personal del abuelo. Tenía un escritorio de
cortina, una poltrona giratoria de resortes, un ventilador eléctrico y un librero vacío con un solo libro
enorme y descosido: el diccionario de la lengua. Enseguida estaba el taller de platería donde el abuelo
pasaba sus horas mejores fabricando los pescaditos de oro de cuerpo articulado y minúsculos ojos de
esmeraldas, que más le daban de gozar que de comer. Allí se recibieron algunos personajes de nota,
sobre todo políticos, desempleados públicos, veteranos de guerras. Entre ellos, en ocasiones distintas,
dos visitantes históricos: los generales Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, quienes almorzaron en
familia (García Márquez, 2002, p. 31).
Otro ejemplo de que García Márquez utilizó más realidad que ficción se puede encontrar en su obra
biográfica cuando cuenta que su abuelo tuvo que mudarse a Aracataca para olvidarse del remordimiento
de haber matado a un hombre por un tema de honor. En Cien años de soledad, Úrsula Iguarán y José
Arcadio Buendía tuvieron que irse de su tierra natal en Riohacha, pues este último había matado a
Prudencio Aguilar por defender su honor de hombre y el remordimiento fue más grande que lo cómodo
que se sentía en el sitio. En Cien años de soledad, José Arcadio le dice finalmente, una de las tantas
noches que se encontró a su espíritu vagando por la casa, que se iban a ir y que no regresarían jamás a esas
tierras (García Márquez, 2014, p. 35). En Vivir para contarla se evidencia que este episodio, como
anteriormente se ha dicho, le sucedió similarmente a los abuelos de Gabriel García Márquez y se puede
ver en este apartado:
La mudanza para Aracataca estaba prevista por los abuelos como un viaje al olvido. Llevaban a su
servicio dos indios guajiros -Alirio y Apolinar- y una india -Meme-, comprados en su tierra por cien
pesos cada uno cuando ya la esclavitud había sido abolida. El coronel llevaba todo lo necesario para
rehacer el pasado lo más lejos posible de sus malos recuerdos, perseguido por el remordimiento
siniestro de haber matado a un hombre en el lance de honor(…) El drama fue en Barrancas, un pueblo
pacífico y próspero en las estribaciones de la Sierra Nevada donde el coronel aprendió de su padre y su
abuelo el oficio del oro, y adonde había regresado para quedarse cuando se firmaron los tratados de
paz. El adversario era un gigante dieciséis años menor que él, liberal de hueso colorado, como él,
católico militante, agricultor pobre, casado reciente y con dos hijos, y con un nombre de hombre
bueno: Medardo Pacheco(…)La versión más confiable era que la madre de Medardo Pacheco lo había
instigado a que vengara su honra, ofendida por un comentario infame que le atribuían a mi abuelo. Éste
lo desmintió como un infundio y les dio satisfacciones públicas a los ofendidos, pero Medardo
Pacheco persistió en el encono y terminó por pasar de ofendido a ofensor con un grave insulto al
abuelo sobre su conducta de liberal (García Márquez, 2002, p. 50-51).
El autor cuenta cómo su abuelo, finalmente, luego de seis meses de estar organizándose por si acaso
perdía el duelo, mata al adversario el 12 de octubre de 1908. Luego de ese episodio, lo trasladaron a
Riohacha para mayor seguridad y luego lo condenaron a un año en la Cárcel de Santa Marta. Al salir, se
va con toda la familia a Aracataca, en busca de la bonanza bananera, pero el remordimiento lo acompañó
hasta el fin de sus días. El autor cuenta cómo esto influyó en su vida de escritor: “Fue el primer caso de la
vida real que me revolvió los instintos de escritor y aún no he podido conjurarlo. Desde que tuve uso de
razón me di cuenta de la magnitud y el peso que aquel drama tenía en nuestra casa” (García Márquez,
2002, p. 50).
Otro ejemplo que muestra que Macondo fue el resultado de una serie de episodios que vivió el autor, es el
tema de los hijos naturales. En Cien años de soledad son muchos los hijos naturales que llegan a la casa de
los Buendía y son criados como tal. El hijo que tuvo José Arcadio (primogénito de Úrsula Iguarán y José
Arcadio Buendía) con Pilar Ternera y el que tuvo esta misma con el hermano de José Arcadio, Aureliano,
por citar dos ejemplos, fueron entregados a la familia Buendía y aceptados como parte de la misma. En
Vivir para contarla, García Márquez narra cómo el coronel Márquez, además de sus tres hijos oficiales,
tuvo otros nueve de distintas madres, antes y después del matrimonio, y cómo su abuela Mina los aceptó a
todos como si fueran suyos. (García Márquez, 2002, p. 65).
Hay un episodio que se ha mencionado anteriormente, la masacre de las bananeras, y que es vital para
demostrar la gran cantidad de realismo que se evoca en Macondo. En Cien años de soledad se habla sobre
una huelga liderada por José Arcadio Segundo, hijo de Santa Sofía de la Piedad y Arcadio Buendía, y que
terminó en el exterminio de tres mil personas y, lo peor de todo, en el absoluto silencio y desmemoria de
los sobrevivientes. En la obra dice explícitamente:
Una semana después seguía lloviendo. La versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el
país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no
hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera
suspendía actividades mientras pasaba la lluvia (…) Era todavía la búsqueda y el exterminio de los
malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo
negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes en
busca de noticias. “Seguro fue un sueño”, insistían los oficiales. “En Macondo no ha pasado nada, ni
está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz”. Así consumaron el exterminio de los jefes
sindicales (García Márquez, 2014, p. 377).
Sin embargo, este episodio no fue producto de la imaginación del autor, sino todo lo contrario. La masacre
de las bananeras, que ocurrió el 6 de diciembre del año 1928, aun después de tantos años, jamás ha sido
del todo esclarecida y no se sabe cuántas personas murieron, ya que se tildó por muchos años como una
vil mentira. Gabriel García Márquez habla en su obra autobiográfica de cómo él mismo intentó encontrar
la verdad y trató de que no hubiese impunidad, pero nunca logró descubrir a ciencia cierta cuántos
muertos hubo ni quiénes eran todos.
La versión de mi madre tenía cifras tan exiguas y el escenario era tan pobre para un drama tan
grandioso como el que yo había imaginado, que me causó un sentimiento de frustración. Más tarde
hablé con sobrevivientes y testigos y escarbé en colecciones de prensa y documentos oficiales, y me di
cuenta de que la verdad no estaba de ningún lado. Los conformistas decían, en efecto, que no hubo
muertos. Los del extremo contrario afirmaban sin un temblor en la voz que fueron más de cien, que los
habían visto desangrándose en la plaza y que se los llevaron en un tren de carga para echarlos en el
mar como el banano de rechazo. Así que mi verdad quedó extraviada para siempre en algún punto
improbable entre los dos extremos. (…) La matanza de las bananeras fue la culminación de otras
anteriores, pero con el argumento adicional de que los líderes fueron señalados como comunistas, y tal
vez no lo eran. Al más destacado y perseguido, Eduardo Mahecha, lo conocí por azar en la cárcel
Modelo de Barranquilla por los días que fui con mi madre a vender la casa, y tuve con él una buena
amistad desde que me presenté como el nieto de Nicolás Márquez. Fue él quien me reveló que el
abuelo no había sido neutral sino mediador en la huelga de 1928, y lo consideraba un hombre justo. De
modo que me completó la idea que siempre tuve de la masacre y formé una concepción más objetiva
del conflicto social. La única discrepancia entre los recuerdos de todos fue sobre el número de
muertos, que de todos modos no será la única incógnita de nuestra historia (García Márquez, 2002, p.
79-80).
Hay algo que es importante resaltar y es la importancia de las mujeres en Macondo. No es coincidencia
que la vida allí, de alguna manera u otra, gire alrededor de ellas, especialmente cuando se trataba de lo que
sucedía dentro de la casa. La sociedad costeña puede ser machista, pero, como se logrará probar en el
producto final de este trabajo de grado, es la mujer, en la gran mayoría de las familias, quien mantiene el
orden en el hogar y en la vida de quienes habitan en él. En su obra biográfica, García Márquez cuenta
cómo las mujeres influyeron en su vida y su escritura: “Creo que la esencia de mi modo de ser y de pensar
se la debo en realidad a las mujeres de la familia y a las muchas de la servidumbre que pastorearon mi
infancia. Eran de carácter fuerte y corazón tierno, y me trataban con la naturalidad del paraíso terrenal”
(García Márquez, 2002, p. 86).
Toda esta importancia femenina es reflejada en Cien años de soledad, ya que tanto Úrsula Iguarán, madre
del coronel Aureliano Buendía y pieza principal en la obra, como Pilar Ternera, dueña de un burdel y
madre de Aureliano José y Arcadio, jugaron un rol vital en la crianza de los descendientes y en el
sostenimiento de ellos. Por ejemplo, fue Úrsula Iguarán, y no su esposo José Arcadio Buendía, quien sacó
a la familia de la pobreza y fue también ella quien crió a sus hijos, a pesar de que, como todo hombre en
esta historia, resultaban descarrilándose en el camino.
Por otro lado, hay un tema importante que se ve reflejado tanto en Macondo como en la vida del autor y
en la cultura costeña de hoy en día: la sexualidad. Más adelante se analizará con más detalle este tema
recurrente en Cien años de soledad, pero por ahora es preciso decir que para García Márquez eran las
mujeres de la calle y no las de su casa las que inspiraban sexualidad; como si fuese una característica que
únicamente se pudiese observar en aquellas que no estuviesen enjauladas en sus casas. En Vivir para
contarla, García Márquez explica lo anteriormente dicho de la siguiente forma:
En cambio, la mujer que de verdad me quitó la inocencia no se lo propuso ni lo supo nunca. Se
llamaba Trinidad, era hija de alguien que trabajaba en la casa y empezaba apenas a florecer en una
primavera mortal. Tenía unos trece años, pero todavía usaba los trajes de cuando tenía nueve, y le
quedaban tan ceñidos al cuerpo que parecía más desnuda que sin ropa. Una noche en que estábamos
solos en el patio irrumpió de pronto una música de banda en la casa vecina y Trinidad me sacó a bailar
con un abrazo tan apretado que me dejó sin aire. No sé qué fue de ella, pero todavía hoy me despierto
en mitad de la noche perturbado por la conmoción, y sé que podría reconocerla en la oscuridad por el
tacto de cada pulgada de su piel y su olor de animal. En un instante tomé conciencia de mi cuerpo con
una clarividencia de los instintos que nunca más volví a sentir, y que me atrevo a recordar como una
muerte exquisita. Desde entonces supe de alguna manera confusa e irreal que había un misterio
insondable que yo no conocía, pero me perturbaba como si lo supiera. Por el contrario, las mujeres de
la familia me condujeron siempre por el rumbo árido de la castidad (García Márquez, 2002, p. 88).
Es importante este tema, ya que durante toda la narración de Cien años de soledad, como en su obra
biográfica aquí analizada, se les hace un honor a las mujeres de la calle que ayudaron a que la estirpe
permaneciera y a que los hombres de la casa iniciaran su sexualidad. Mujeres como Petra Cotes, Pilar
Ternera y Santa Sofía de la Piedad jugaron un papel importante en el desarrollo de la historia de los
Buendía, tal cual como lo hicieron mujeres como Martina Fonseca (primer amor del autor) y las tantas
prostitutas que ayudaron a Gabriel García Márquez en sus momentos de iniciación sexual, de hambre y de
zozobra. Un ejemplo de esto se puede encontrar en Vivir para contarla, cuando el autor pierde su
virginidad con una prostituta:
Me asomé por la puerta entreabierta de un cuarto que daba a la calle, y vi a una de las mujeres de la
casa durmiendo la siesta en una cama de viento, descalza y con una combinación que no alcanzaba a
taparle los muslos. Antes de que le hablara se sentó en la cama, me miró adormilada y me preguntó
qué quería. Le dije que llevaba un recado de mi padre para don Eligió Molina, el propietario. Pero en
vez de orientarme me ordenó que entrara y pusiera la tranca en la puerta, y me hizo con el índice una
señal que me lo dijo todo (García Márquez, 2002, p. 180-181).
Más ejemplos de este tipo se analizarán en el tercer capítulo de este trabajo al mostrar cómo las temáticas
recurrentes en Cien años de soledad son paralelas a las experiencias vividas por el autor y a las historias
que aún pueden encontrarse en los pueblos de la Costa Caribe. Sin embargo, es importante mencionar el
siguiente apartado de la obra Vivir para contarla, ya que habla nuevamente sobre Macondo y cómo es
simplemente el producto de las historias vividas por él y por su familia.
El viaje con mi madre para vender la casa de Aracataca me rescató de ese abismo, y la certidumbre de
la nueva novela me indicó el horizonte de un porvenir distinto. Fue un viaje decisivo entre los
numerosos de mi vida, porque me demostró en carne propia que el libro que había tratado de escribir
era una pura invención retórica sin sustento alguno de una verdad poética. El proyecto, por supuesto,
saltó en añicos al enfrentarlo con la realidad en aquel viaje revelador. El modelo de una epopeya como
la que yo soñaba no podía ser otro que el de mi propia familia, que nunca fue protagonista y ni siquiera
víctima de algo, sino testigo inútil y víctima de todo. Empecé a escribirla a la hora misma del regreso,
pues ya no me servía para nada la elaboración con recursos artificiales, sino la carga emocional que
arrastraba sin saberlo y me había esperado intacta en la casa de los abuelos (García Márquez, 2002, p.
437-438).
En este trabajo de grado se intenta probar, a través de crónicas periodísticas, que el Macondo que García
Márquez vivió en carne propia y que luego plasmó en palabras, adornando el texto con un poco de
imaginación, sigue vivo en la cultura costeña. El propósito es demostrar, como en parte ya se ha podido
lograr gracias a la minuciosa investigación sobre académicos y críticos literarios encargados de analizar la
novela más importante que ha tenido Colombia, Cien años de soledad, que Gabriel García Márquez no
utilizó su imaginación, no inventó nada, únicamente abrió sus ojos, sus oídos y comenzó a recordar.
Macondo no es un pueblo cualquiera, es la representación de la cultura, la historia, la sociedad, la soledad,
el amor, el odio y la violencia de la Costa Caribe colombiana; una representación que todavía sigue siendo
válida en los pueblos costeños donde la modernidad y la apertura no han logrado eliminar por completo la
pureza que los caracteriza y no han podido borrar esa cultura tradicional, supersticiosa, matriarcal y, de
muchas maneras, mágica que llevan dentro.
3. LA CRÓNICA NARRATIVA Y LA OBRA PERIODÍSTICA DE GARCÍA MÁRQUEZ
3.1. ¿QUÉ ES LA CRÓNICA NARRATIVA?
Antes de comenzar a tratar algunos de los distintos textos periodísticos del autor Gabriel García Márquez,
que sirvieron de inspiración para la elaboración del producto final de esta tesis, que consta de diez
crónicas narrativas sobre los distintos personajes, experiencias y situaciones encontrados en los pueblos de
la Costa caribeña en pleno siglo XXI, y que son semejantes a aquellos personajes, experiencias y
situaciones de la obra de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, es necesario resaltar primero qué
es una crónica narrativa y cuál es la mejor manera de hacer una.
De acuerdo con esto, se investigaron dos obras que se familiarizan con este tema en particular. La primera
pertenece al autor Juan José Hoyos y se titula Escribiendo historias: el arte y el oficio de escribir en el
periodismo y en ella se encontraron las diferencias principales que existen entre un texto informativo, al
que ha estado acostumbrado el periodismo por siglos, y la crónica narrativa. Dice el autor que una de las
principales diferencias que hay entre un estilo y el otro es que el informativo “destruye el orden
cronológico. Lo invierte. Lo resume. Lo más importante va al comienzo, así haya ocurrido después”
(Hoyos, 2003, p. 19), mientras que “en el discurso de estilo narrativo, el orden cronológico se mantiene, y
cuando algún relato secundario empieza a diluirlo, el narrador se detiene y lo reconstruye” (Hoyos, 2003,
p.19).
Además de esta diferencia, está la importancia que se le da a los protagonistas. En el estilo de texto
informativo los personajes principales simplemente son citados por sus nombres, mientras que en los
narrativos se convierten en los personajes de una historia en la que cada uno aparece con su propio talante.
A través de los diálogos que el autor de una crónica logra recrear a partir de los hechos, es que los lectores
comienzan a conocer a los protagonistas y, por ende, la experiencia con el hecho se vuelve más
trascendental (Hoyos, 2003, p.19).
Otro punto para destacar es que a la crónica narrativa siempre se le agrega más contexto histórico. El texto
informativo, por el contrario, solo se reduce a decir lo necesario. Siguiendo este orden de ideas, son
muchas las diferencias que hay entre el discurso noticioso y el discurso narrativo, ya que el primero
destruye la tensión y es diseñado para que el lector se entere de los hechos fundamentales en los primeros
párrafos; destruye la idea de un protagonista y se reduce a simples nombres que tienen que ver con el
hecho; destruye la importancia del tiempo, ya que, para los autores del discurso noticioso, esto no es más
que un dato, una hora y una fecha, mientras que para el discurso narrativo el tiempo termina siendo un
elemento tan importante como los personajes y la trama; destruye el espacio y las escenas, ya que los
detalles no son importantes como lo son para la crónica narrativa (Hoyos, 2003, p.19).
Según Hoyos, lo que caracteriza a la crónica narrativa es que el escritor debe saber “cómo seducir, usando
el lenguaje escrito, a personas que a través de otros medios han sentido con la vista y el oído todas las
complejidades de un hecho real” (Hoyos, 2003, p. 32). Luego de un recuento histórico sobre el periodismo
en el mundo, concluyó que, aunque en el principio lo esencial del periodismo era la narración, la
Revolución Industrial y la introducción del relato de estilo telegráfico desnarrativizaron el periodismo.
Sin embargo, “el agotamiento del estilo exclusivamente informativo y el desarrollo de nuevos medios
electrónicos han impuesto el regreso de los hábitos narrativos. Al mismo tiempo se ha comprobado en
diversas disciplinas de las ciencias sociales y humanas que la narración ofrece las mejores condiciones a la
memoria cultural de una civilización” (Hoyos, 2003, p. 38). Por esta razón específicamente, se decidió
escoger la crónica narrativa como el formato periodístico del producto final, ya que, como se puede
observar, solo de esta forma se está verdaderamente contando historias que logren incluirse en la memoria
colectiva de una población.
Ahora, ¿qué es una historia verdaderamente? Para Edward Morgan Forster, en su obra Aspectos de la
novela, “una historia es una narración de sucesos ordenados en su orden temporal. La comida va después
del desayuno, el martes después del lunes, la descomposición después de la muerte y así sucesivamente.
En cuanto tal, la historia solamente puede tener un mérito: el conseguir que el público quiera saber qué
ocurre después” (Forster, 2000, p. 31). Sin embargo, a este fragmento le hace falta una aclaración que
Hoyos hace: la diferencia que existe entre las historias de ficción y aquellas de no ficción. Para Hoyos,
“aunque sus estructuras narrativas pueden ser muy parecidas, y a veces hasta idénticas, las historias de
ficción difieren en varios aspectos de las historias de no ficción. Estas últimas pertenecen al ámbito del
periodismo, de la historia, de la antropología, de la sociología, por ejemplo, las llamadas ‘historias de
vida’, y están muy emparentadas con los relatos testimoniales” (Hoyos, 2003, p. 43).
Para aclarar un poco más lo que es una crónica narrativa, hay que empezar por destacar que para Hoyos
“los escritos periodísticos de estilo narrativo son extraídos de lo real, son tomados de la vida. Sin
embargo, para llegar a ser historias deben convertirse en relatos sometidos a las anteriores condiciones”
(Hoyos, 2003, p. 52). Cuando habla sobre “anteriores condiciones” habla sobre las siguientes: “el relato,
contrariamente al mundo que no tiene ni comienzo ni fin, se ordena según un riguroso determinismo; todo
relato tiene una trama lógica y una especie de discurso; un relato debe tener un mostrador de imágenes, es
decir, un narrador; por último, un relato de crónica periodística es uno que narra y a la vez representa,
contrariamente al mundo, que simplemente transcurre” (Hoyos, 2003, pp. 52-53).
Por otro lado, pero siguiendo la misma argumentación, el periodista español Miguel Ángel Bastenier, uno
de los más respetados en Europa, en su obra El blanco móvil habla sobre la importancia de la crónica y
cómo se escribe esta. En el libro dice que la esencia de este género fundamental está en la habilidad que
debe tener el periodista para apropiarse de la información recolectada y hacer de ella historias. También
habla sobre cómo cada vez más está apareciendo el punto de vista en las crónicas narrativas. Esto es
importante para formar una opinión pública y para que el lector sepa con qué ángulo se dirige el relato que
acaba de leer (Bastenier, 2001).
Cuando se habla de la crónica narrativa no se pueden dejar a un lado los planteamientos de Carlos Mario
Correa en su obra La crónica reina sin corona. Periodismo y literatura: fecundaciones mutuas, puesto que
estos son claves a la hora de determinar qué es una crónica periodística y por qué es tan importante
destacarla. El libro se divide en cuatro secciones y dentro de cada una de ellas se enfatiza la idea de que la
crónica está constituida por una estrategia narrativa que nace a partir del estilo de cada escritor para dar
cuenta de la realidad. Además de esto, en su obra, el autor plantea también sobre la relación que existe
entre el periodismo y la literatura a la hora de hablar sobre una crónica, ya que se une la realidad con un
poco de imaginación para hacerla atractiva al público; entendiendo siempre que no se trata de cambiar el
sentido de la crónica que va dirigida a la muestra de la verdad, sino, más bien, de la forma en la que se va
a escribir el texto (Correa, 2011).
Otro texto que se considera esencial para describir la crónica es el de Roberto Herrscher, Periodismo
narrativo, cómo contar la realidad con las armas de la literatura, ya que resalta puntos fundamentales
que, a pesar de ya haber sido mencionados anteriormente en este texto, le agregan más argumentos que
hacen vital su intervención. Según este autor, un aspecto que une a la literatura con el periodismo es el
narrador. En sus palabras, “ Vargas Llosa dice que en literatura ya no es concebible un escritor que haga
una novela sin ser consciente de que lo primero que tiene que crear es el narrador, la voz, el tono, el punto
de vista, el personaje que dialoga con el lector. En periodismo, esa invención de la voz, con su ritmo, sus
manías, sus verborreas y silencios, quizá sea el principal aporte del nuevo periodismo norteamericano, con
Tom Wolfe, Norman Mailer y Truman Capote a la cabeza” (Herrscher, 2012, p. 30). De acuerdo con esta
cita, en una crónica narrativa lo más importante que se debe tener en cuenta es el narrador, pues el lector
se puede sentir más identificado y atraído por la historia.
Además de esto, Roberto Herrscher, en esta misma obra, da un consejo a todos los periodistas para crear
excelentes crónicas. “Tenemos que ver nosotros primero con ojos especiales. Si logramos que el lector vea
con nuestros ojos, dirá tal vez al final eso tan gratificante de escuchar: ‘Al leerte, sentía que yo también
estuve ahí’”(2012, p. 30). Con este testimonio, el escritor incita a quienes escriben relatos periodísticos a
utilizar su perspectiva y su forma de ver la vida y que la introduzcan en la escritura, ya que la idea de
escribir está en lograr transportar al lector.
El autor da un ejemplo concreto en el libro sobre una crónica que escribió en la que aplicó este consejo
suyo y consiguió imprimirle el efecto que quería.
En 2006 y 2007 escribí una crónica entre personal, histórica y de investigación periodística. Gira
alrededor del barco donde pasé el mes más intenso y aterrador de mi vida, durante la guerra de las
Malvinas, como soldado conscripto de la Marina. La llamé Los viajes del «Penélope», y para gran
parte de sus páginas usé el género (la crónica) y las convenciones del relato de viajes. En dicha crónica
hay un «yo» que viaja y cuenta. Buscaba emular a los viejos viajeros cuyo punto de arribo es el
conocimiento, el enriquecimiento, la maduración y su ambición inconfesada, hacer que el lector
también emprenda ese viaje (2012, p. 30).
Luego de este testimonio, Herrscher comenta que el periodismo narrativo tiene la capacidad de hacer algo
más que solo manifestar la voz y el punto de vista del narrador, ya que la crónica puede llevar al lector
hacia las voces, las lógicas, las sensibilidades y los puntos de vista de los otros, puesto que para él se trata
también de tener la habilidad de transcribir lo que otro distinto a uno está sintiendo y pensando. Además
de esto, Roberto Herrscher considera esencial que un buen periodista sepa cómo transmitir una escena y
cómo llevar los comentarios de otros a un destino atractivo para el lector, pues un verdadero cronista debe
poder “pasar de las fuentes a los personajes y de las declaraciones a las escenas casi teatrales donde la
gente se cuenta cosas es entrar en el mundo del periodismo narrativo” (2012, p. 32).
Sin embargo, este autor hace una aclaración, ya que no se trata de pasar de lo cierto a la ficción. En sus
propias palabras, “si transformo a alguien con quien hablo en personaje, no significa que mienta ni que me
invente una figura de novela. Yo creo que el personaje periodístico nos acerca más a la persona que
metemos en nuestro artículo —la humaniza más— que si la dejáramos comparecer como mera fábrica de
declaraciones” (2012, pp. 32-33). Dice también que un buen periodista debe saber que “los detalles
reveladores son a veces las pequeñas escenas, imágenes y cosas que escuchamos, vemos, olemos,
tocamos, y que quedan en nuestra memoria porque nos hacen percibir con los sentidos cosas que
pensamos o sentimos y que nos cuesta expresar” (2012, p. 33). Con esta última frase, este autor deja claro
que el deber de un periodista es encontrar lo que un ciudadano común no podría y lograr transformar ese
hecho en un conjunto de frases.
Otra autora que habla sobre lo que es una crónica es la también cronista Estela Ortiz Romo. En su ensayo
La crónica: lo que es y lo que no es, Ortiz Romo cuenta que la riqueza de la crónica radica en la
subjetividad que le otorga quien la escribe, puesto que quien la escribe es quien retoma el hecho, lo
renueva, lo interpreta, lo llena de detalles y lo recrea bajo la influencia de su mirada (Ortiz, 2014, p. 2).
Según esta ensayista, también radica en la interpretación de los hechos, lo que le da sentido a la crónica,
en tanto que es de esta forma como un cronista se involucra, recorta y selecciona impresiones y, por ende,
“le permite al lector sumergirse en los acontecimientos que se relatan, compartir de algún modo
experiencias subjetivas y dejar sentir una cierta complicidad y confianza entre quien escribe y quien lee,
por eso el cronista siempre debe firmar sus escritos, como modo de compromiso y vínculo con el lector”
(2014, p. 2).
Ortiz Romo también hace un énfasis en el sentido temporal de una crónica. Esta dice que no importa si el
objeto de la crónica es un hecho, un sentimiento, una persona o un proceso, una crónica periodística
siempre debe tener un transcurso cronológico, incluso cuando no haga su relato en orden secuencial
estricto (2014, p. 3).
Por otro lado, Darío Jaramillo Agudelo, en su obra Antología de crónica latinoamericana actual, habla
también sobre las características que tiene este tipo de crónica y la importancia de este género en
Latinoamérica. Durante el texto, Jaramillo resalta que la crónica periodística es la prosa narrativa de más
apasionante lectura y escritura que existe en los países latinoamericanos, ya que a pesar de que hay buenas
novelas, es este género el que entretiene y asombra más a un lector. Jaramillo comenta que “los cronistas
latinoamericanos de hoy encontraron la manera de hacer arte sin necesidad de inventar nada, simplemente
contando en primera persona las realidades en las que se sumergen sin la urgencia de producir noticias”
(Jaramillo, 2012, p.12).
Este texto de Jaramillo Agudelo versa sobre qué es la crónica para distintos cronistas y resalta crónicas
latinoamericanas que se han convertido en puntos de partida para la escritura. Por esta razón, Jaramillo
decide citar las palabras del mexicano Juan Villoro, quien explica por qué considera que la crónica es el
ornitorrinco de la prosa. Villoro considera esto, pues:
“… de la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad desde el mundo de los personajes y crear
una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos
inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad
ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y
del teatro moderno, la forma de montarlos; del teatro greco-latino, la polifonía de testigos, los
parlamentos entendidos como debate(…); del ensayo, la posibilidad de argumentar y conectar saberes
dispersos; de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona. La crónica es
un animal cuyo equilibrio biológico depende de no ser como los siete animales distintos que podría
ser” (Jaramillo, 2012, p. 15).
Esta última frase, aunque se apoya en la metáfora, tiene un significado bastante claro, puesto que se
entiende que aquello que hace a una crónica única es no confundirse con sus “madres” que, de alguna u
otra forma, la hicieron nacer. Darío Jaramillo Agudelo, apoyándose en estas palabras, enumera las
principales características de este género, pero también demuestra que con los siglos se le han venido
añadiendo aspectos que hacen que hoy sea, según él, la forma de escritura más importante de
Centroamérica y Suramérica.
Ahora, durante la investigación sobre lo que es una crónica narrativa, se ha llegado a encontrar que este
tema resulta trascendental a la hora de hablar sobre las diferencias y similitudes que hay entre el
periodismo y la literatura, ya que si bien es cierto que a la hora de escribir noticias y hacer reportajes se
está lejos de un género literario, cuando se habla de crónicas narrativas estos campos se entrelazan. El
doctor Rafael Yanes Mesa, en su obra La crónica, un género del periodismo literario equidistante entre la
información y la interpretación, resalta que la crónica “aunque es un género que contiene una inequívoca
faceta informativa, tiene algo más que pura información, ya que su identidad está determinada por la
interpretación y valoración de lo narrado. Por ello puede considerarse un género ambivalente, en tanto que
es información, pero también interpretación” (Yanes, 2006, p. 2).
Yanes también hace una distinción crucial para poder comprender lo que es la crónica y es su diferencia
con el reportaje. Para él, una diferencia fundamental entre ambos géneros del periodismo es que, en el
caso de la crónica, el periodista debe estar en el lugar de los hechos, mientras que en el caso del reportaje
su autor puede estar ausente. Para hacer una crónica existe la condición de que quien vaya a escribirla
debe estar en el lugar en el que ocurra el acontecimiento y que, además, cumpla con la secuencia temporal
que conforma el centro del texto. Para sustentar más este argumento, Yanes escribe que “el cronista tiene
la misión de informar sobre lo sucedido, de contarlo, pero, a diferencia de la noticia, lo comenta desde su
punto de vista. Es un relato sobre un hecho noticiable, pero en el que se incluye la valoración parcial de su
autor. Se trata de una interpretación subjetiva de los hechos ocurridos, contados desde el lugar en el que se
producen y con una implicación clara de su cronología” (Yanes, 2006, p. 3).
Sin embargo, resalta Rafael Yanes que aunque la crónica tiene impregnado el punto de vista y el estilo del
cronista, no se separa de la ética del periodismo. Es decir, que hay un impedimento para que se deforme lo
que realmente ha sucedido. El cronista es libre de escribir acorde a lo que ha visto, pero no puede poner en
riesgo la veracidad del acontecimiento. Según el autor, en la crónica “se plasma la visión personal del
cronista, aunque sin desvirtuar los hechos noticiables objetivos. La interpretación subjetiva del periodista
nunca puede significar una distorsión de lo ocurrido, ya que por encima de las preferencias ideológicas del
cronista está la objetividad de lo acontecido” (Yanes, 2006, p. 5).
Para Yanes, es importante que la crónica tenga un texto claro, conciso y transparente, pues aunque tiene
libertar para escribir, el cronista no debe nunca olvidar que está escribiendo para un gran público, de todas
las clases sociales. Por otro lado, comenta este autor que:
La crónica tiene, además, el propósito de orientar, por lo que esta libertad de estilo también deberá
combinarse con el conocimiento previo del acontecimiento del que se habla, de forma que el lector
adquiera un conocimiento global desde un determinado punto de vista, pero siempre con la belleza
expresiva propia de un género del periodismo literario. Teniendo en cuenta todo ello, puede definirse
la crónica como un texto del periodismo literario redactado desde el lugar en el que han ocurrido unos
hechos noticiables, y donde es imprescindible la interpretación de su autor (Yanes, 2006, p. 4).
Otro punto que resulta imprescindible destacar es el de la titulación. El doctor Rafael Yanes también toca
este tema y dice que:
La crónica es un género informativo-narrativo con absoluta libertad expresiva, por lo que permite no
ceñirse a la estructura formal de la pirámide invertida, que es una característica del periodismo
exclusivamente informativo. No obstante, como en todo trabajo periodístico, la titulación es el
principal medio para atraer al lector. En el título debe quedar claro que no es una noticia. Para ello es
necesario que la titulación tenga elementos interpretativos. Un titular frío e imparcial hace que el lector
se acerque a su texto sin percibir que se trata de una valoración de lo que ha sucedido. Nunca debe
comenzarse con una titulación eminentemente informativa (Yanes, 2006, p. 4).
Por otro lado, este mismo autor también destaca la importancia del primer párrafo, ya que este, según él,
tiene la función de captar mayor interés por parte del lector. Para lograr esto, aconseja que “se debe
comenzar con un juicio acertado y original, o con una apelación a lo sucedido por medio de una frase
impactante” (Yanes, 2006, p. 5). Lo importante, recalca Yanes, es que el receptor se sienta atraído en todo
momento de la lectura del texto, por esto, recomienda que en el primer párrafo se deje un interrogante,
para que de esta forma se obligue al lector a buscar la respuesta en el cuerpo. Sin embargo, aclara que “es
necesario hacerlo con precaución, ya que el interés suscitado debe verse finalmente compensado” (Yanes,
2006, p. 5).
Por último, este autor insiste en lo que a través de todo este texto se ha discutido y es la importancia del
sello que le da el escritor a la crónica. Las crónicas “son textos que informan sobre acontecimientos
políticos, sociales, deportivos o taurinos desde el lugar en el que se han producido, pero el cronista
imprime su propio estilo en un género que podemos considerar de autor” (Yanes, 2006, p. 6). Con este
testimonio, se resalta que para utilizar este género no solo se debe estar en el lugar de los hechos, sino
lograr transmitir todo tipo de sentimientos y pensamientos que sean evocados en palabras.
De acuerdo con los puntos planteados por cada uno de los autores enunciados en este texto, se puede
concluir que la crónica narrativa es un género que tiene tanto de literatura como de periodismo, que los
autores deben siempre mostrar su punto de vista sin cambiar el sentido de lo que quieren decir y la
veracidad de los acontecimientos, que se debe tener siempre entretenido al lector, que el trabajo de campo
es crucial para la elaboración de una crónica, y, sobre todo, que el narrador es vital para darle vida al
relato.
Es importante tomar en cuenta todos estos puntos a la hora de hacer el producto de esta tesis, puesto que el
objetivo final, como el de todos los géneros literarios y periodísticos, es lograr que contando historias
verdaderas acerca de personajes y situaciones reales, se mantenga entretenido al lector.
3.2 LA OBRA PERIODÍSTICA DE GARCÍA MÁRQUEZ
A lo largo de su vida, Gabriel García Márquez trabajó en diferentes diarios del país, tanto como creador de
cuentos como reportero de planta. Su trayectoria periodística le permitió encontrarse con historias
fascinantes, como lo fue la de Luis Alejandro Velasco, uno de los ocho marineros que cayeron al océano
el 28 de febrero del año 1955 y que estuvo diez días sin beber o comer absolutamente nada hasta llegar a
la costa de Urabá, el 9 de marzo del mismo año. Esta crónica periodística fue publicada en el diario El
Espectador, periódico con el que tuvo relación desde el año 1947. Sin embargo, también se destacó como
reportero en los periódicos costeños El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla, y fue
cofundador de la revista Alternativa, que se creó en 1980, marcando un hito para el periodismo de
oposición en este país. Además de esto, junto con sus grandes amigos Alfonso Fuenmayor, Germán
Vargas, Álvaro Cepeda Samudio, entre otros, creó la revista Crónica, un magazín que circuló escasamente
por Barranquilla y que combinaba tanto textos de cultura como de política y deporte.
En sus textos periodísticos se puede vislumbrar el poder de observación que tenía este autor y cómo logró
combinar en ellos su capacidad para adornar con palabras y exaltar los detalles con los hechos que debía
contar. Una de sus primeras crónicas periodísticas fue en mayo de 1948, para el diario El Universal, en la
que cuenta cómo vivió el toque de queda implantado luego de la muerte del líder del pueblo Jorge Eliécer
Gaitán. En esta crónica se puede observar un poco el estilo que lo caracterizaría siempre : utiliza los
detalles más recónditos para comenzar su relato y empieza inyectándoles datos verídicos a las prosas
cargadas de poesía. Aquí va el inicio de la crónica.
Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque
de queda. El reloj de la Boca del Puente, empinado otra vez sobre la ciudad, con su limpia, con su
blanqueada convalecencia, había perdido su categoría de cosa familiar, su irremplazable sitio de
animal doméstico. En las últimas noches ya no iban nuestras miradas a preguntarle por el regreso
enamorado de aquella voz que nos quedó sonando en el oído como un pájaro eterno; o por el rincón
temporal donde cortamos el hilo tenso de la aventura, sino que tratábamos de impedir, de detener con
un gesto último y desesperado aquella marcha lenta, angustiosa, que iba precipitando las horas contra
una frontera conocida que era, a su vez, la orilla tremenda donde se doblaba nuestra libertad (García
Márquez, 1997, p. 59).
Dentro de las obras periodísticas de García Márquez también se puede observar que las situaciones que él
mismo documentó en sus textos (periodísticos), más adelante sirvieron de inspiración para su obra Cien
años de soledad. Un ejemplo de esto se puede encontrar nuevamente en el periódico El Universal cuando
habla de la importancia de la lectura de los astros y cómo esto influye en el curso de las relaciones
familiares. En Cien años de soledad es evidente lo trascendental que resulta saber el futuro de antemano,
ya que, en esta obra, el autor resalta una creencia según la cual ya todo está escrito y que no hay nada que
se pueda hacer para impedir que aquello suceda. A continuación el texto del periódico El Universal que
demuestra la importancia que tenían los astros, y que más adelante se observará que aún la tiene en la vida
de muchas personas en Colombia y el mundo.
Tal vez el éxito del horóscopo personal se base en que él, como el viejo oráculo de Delfos, orienta el
curso de las relaciones familiares. Todas las mañanas, las dueñas de casa dejan una cariñosa y atenta
mirada sobre esas columnas para saber a qué temperatura amaneció el mor de sus maridos. Y el
catastrófico fin de muchos romances adolescentes se debe, en la mayoría de los casos, a una
involuntaria imprudencia de Saturno o a una equivocación lamentable de la estrella polar. Sin
embargo, la prensa de estos días ha demostrado que los oráculos no sólo desequilibran la estabilidad de
las relaciones domésticas, sino que también, inesperadamente, intervienen en la órbita de la
complicada política internacional.(…) los pacíficos habitantes del Thibet, temiendo una guerra
mundial inminente, han cerrado a la curiosidad extranjera las puertas monumentales de su legendario y
misterioso país. La determinación fue tomada porque las palabras tremendas del oráculo anunciaron
que sobre las espaldas patriarcales y martirizadas del viejo Dalai Lama se ha detenido, como un pájaro
absurdo, la amenazante vecindad de la muerte. Sólo a mediados de 1950, los cautos ciudadanos del
Thibet abrirán sus fronteras a la ociosidad de los turistas (García Márquez, 1997, p. 65 -66).
En octubre de 1949, García Márquez escribió un artículo titulado “El derecho a volverse loco”. Hay algo
muy particular en él y es que saca a relucir el tema de la locura como un estado mucho más normal que la
cordura, ya que, para el autor, “quienes todavía no tenemos méritos para ingresar a un manicomio
debemos limitarnos a vivir disfrazados de ciudadanos comunes y corrientes” (p. 109). En Cien años de
soledad son varios los personajes que bordan la locura o caen en ella completamente y, sin embargo, el
autor siempre los destaca como los que realmente están cuerdos. En este artículo, se puede vislumbrar esta
forma de pensar, ya que en varios fragmentos aclara que la época de carnaval es el momento ideal para
soltar ese loco que lleva todo el mundo dentro y que se ha acostumbrado simplemente a vivir bajo los
reglamentos de la sociedad occidental.
Ahora, sin embargo, los pobres normales vemos llegar con satisfacción el instante en que se nos
permitirá, impunemente, dar rienda suelta a nuestra locura. El carnaval nos permitirá vestirnos,
disfrazarnos en la forma en que secretamente lo hemos deseado durante los días ordinarios. Así,
vestidos como habríamos querido estarlo siempre, habríamos sido trasladados a un sanatorio. Ahora
no. Quizá porque el ejercicio del derecho a ser loco es el único que nos permite sentirnos
completamente normales (García Márquez, 1997, p.110).
En febrero de 1950, García Márquez escribió en su columna La Jirafa una respuesta a una carta que envió
una mujer, el sexo que más ha influido en la vida del autor, quien dice que “el amor es una enfermedad del
hígado, cuyas complicaciones pueden llegar a extremos fatales, como el suicidio” (García Márquez, 1997,
p. 116). En su repuesta, el autor dice que “no sería extraño que tuviera razón en sus afirmaciones de que el
amor es una enfermedad del hígado. En este caso, habría dado una solución científica a ese problema que
tanto ha preocupado a la humanidad de todos los tiempos” (García Márquez, 1997, p. 116). Lo importante
de este texto es que es evidente que García Márquez comparte la teoría de que el amor es fatalista y esto lo
impregna en su obra Cien años de soledad. Las historias de amor, aquel amor pasional, en esta obra casi
siempre terminan en desgracia, sea bien con la caída de Mauricio Babilonia mientras intentaba verse con
Renata Remedios o con el desgraciado suicidio de Pietro Crespi al ser nuevamente despachado por una
mujer Buendía.
Gabriel García Márquez, aunque nació en Aracataca, una gran parte de su corazón es barranquillero. No
solo lo ha demostrado en su biografía Vivir para contarla, sino que también lo ha demostrado en sus obras
periodísticas. El tema del carnaval es recurrente en sus artículos, ya que este evento resulta muy
importante para los habitantes de dicha ciudad, no sólo por la fiesta, sino por el impacto cultural tan
grande que tiene y por el despilfarro que también representa. Es por ello que García Márquez dedica
algunos artículos a hablar sobre el carnaval más importante de Colombia y su trascendencia en la sociedad
barranquillera. En la obra Cien años de soledad hay un episodio conocido como el carnaval sangriento,
donde, antes de la tragedia, la ciudad se viste de fiesta y sus reinas, Remedios, la bella, y Fernanda del
Carpio, se convierten en las representantes de esta ocasión. Sin embargo, como se dijo anteriormente, el
jolgorio acabó para convertirse en una lucha entre liberales y conservadores y Macondo se vistió de
sangre. Resulta importante decir esto porque hay un artículo que se titula “En el velorio de Joselito”, que
en vez de hablar sobre la fiesta del carnaval, habla sobre su desenlace. Joselito representa el símbolo del
carnaval que nace con el inicio de las fiestas en la famosa lectura del bando y muere el martes antes de
miércoles de ceniza. El autor utiliza la metáfora de Joselito para tocar un poco el tema del despilfarro, de
la política corrupta, de los malos manejos, como si tuviesen todos que llorar porque Joselito ha muerto,
pero también las esperanzas de una mejor vida para el pueblo. Aunque es sólo simbólicamente, es
importante hacer el paralelo entre esa muerte de Joselito y la muerte que inundó a Macondo en aquel
carnaval sangriento; quizás el autor se inspiró en esta muerte de sueños y de parranda que ocurre cada año
al fin de cada carnaval para ponerle fin al carnaval de Remedios, la bella, y Fernanda del Carpio. A
continuación un poco de “En el velorio de Joselito”.
Porque allí, junto al mostrador, estaban todos los incautos que tuvieron fe en la desenfrenada
demagogia pirotécnica de Joselito. Los que creyeron en su oratoria populachera, los que admitieron su
redentora política de candidato a la primera magistratura del disparate. Todos estaban allí,
decepcionados, rogando en secreto que no estuviera completamente muerto para matarlo
verdaderamente por segunda vez. Joselito murió como lo que era: como un farsante de lona y aserrín,
que despilfarró todo un capital de desprestigio en tres días de desprestigios consecutivos. Su rosario
póstumo fueron siete avemarías de maldiciones por cada padrenuestro de vituperio, mientras el
cadáver, caminando ya hacia el paraíso de los desperdicios domésticos, iba dándose golpes de pecho
en una última danza de contrición (García Márquez, 1997, pp. 129-130).
En Cien años de soledad, el autor dedica un espacio para hablar de aquel hombre llamado Rafael
Escalona, quien era contratado para ir de pueblo en pueblo contando noticias. Sin embargo, este hombre,
al igual que muchos otros personajes, nació de la vida real; en este caso utilizan incluso el mismo nombre.
Y es que para García Márquez el vallenato y, sobre todo los de este hombre, fue y sigue siendo símbolo
cultural que se destaca en la sociedad costeña. Es una persona que logró un fuerte impacto en el autor, ya
que inclusive su nombre es el título de uno de los artículos que escribió para El Heraldo. A continuación
un pedazo de dicho artículo.
A todo lo largo del río Cesar, no hay compositor que no lleve, como equipaje insustituible, su
acordeón trasnochador y nostálgico. El caso de Escalona es distinto, porque es quizá el único
que no conoce la ejecución de instrumento alguno, el único que no se convierte en intérprete de
su propia música. Simplemente, canta como lo va dictando el recuerdo y permite que a sus
espaldas venga la ancha garganta del pueblo, recogiendo y eternizando sus palabras (García
Márquez, 1997, pp. 158-159).
Se han mencionado varios ejemplos que van unidos a personajes, situaciones o experiencias que aparecen
en Cien años de soledad. Sin embargo, este capítulo está también para mostrar la inspiración que se utilizó
para poder escribir las crónicas del producto final. Por ello, es importante resaltar algunas notas, artículos
e, inclusive, crónicas de Gabriel García Márquez que sirvieron como medio para terminar de escribir las
crónicas. Existe una nota periodística en los archivos del periódico El Heraldo titulada “La boda
inconclusa”. En este texto se habla sobre un hombre, Vittorio Janitti, que deja plantada en el altar de la
Iglesia a Claudia Sealeon. De una forma jocosa y utilizando las palabras adecuadas para mostrar la
desesperación del novio y su salida espectacular a la soga conyugal, García Márquez logra convertir esta
aparente tragedia social en una especie de comedia.
Fueron inútiles todos los argumentos con que se pretendió persuadir a Vittorio Janitti de que regresara
a la Iglesia. Allá lo esperaba la novia con todos los aparejos nupciales, patéticamente sentada en el
extremo de la nave central como una novia de novela romántica. Lo esperaba un equipo compuesto por
los seis mejores sacerdotes de la parroquia de San José, en Roma, todos solemnemente aderezados para
la ceremonia, abierta la epístola de San Pablo y preparada para caer como una furia evangélica sobre la
vacilante soltería de Vittorio. Lo esperaba un organista que había estrenado cuello postizo y corbata de
lazo para la memorable ocasión y un barítono implacable, insobornable, feroz, dispuesto a pasearse
impunemente por los tonos mientras abajo ejecutaran a Vittorio, como un cordero pascual. Lo
esperaban quinientos -¡quinientos!- invitados de la mejor sociedad, de la mejor digestión, de la mejor
frialdad en la sangre, capaces de asistir a la ceremonia imperturbablemente, sin inmutarse, mientras el
pobre Vittorio sudaba el amargo vinagre del acto final (García Márquez, 1997, pp. 330-331).
Las notas de García Márquez para los periódicos podían ser tanto cuentos como opiniones, reportajes o
crónicas. El que siguiera su columna se toparía con sorpresivos apuntes o relatos cortos pero atrapantes.
Uno de los tantos que ayudó a la inspiración de cómo escribir las crónicas para el producto final fue “Un
cuentecillo triste”, publicado en noviembre del año 1950 en el periódico El Heraldo. En este cuento, el
autor narra la historia de un hombre que se aburría tanto los domingos que decidió un día escribir un aviso
en la sección de clasificados en el que buscaba a una muchacha de su misma edad para entablar una
relación, resaltando que su único defecto era que se aburría perdidamente todos los domingos. Una
muchacha le responde un día el mensaje, únicamente porque ella también se aburría ese día y deciden
encontrarse. Sin embargo, como casi todas las historias de amor del autor, su final siempre se inclina más
a la desilusión y a la tristeza.
A las tres y media, antes de que hubieran hablado más de veinte palabras pasaron frente a un teatro y él
dijo: “¿Entramos?”. Y ella dijo: “Bueno”. Entraron. Ella lo esperó mientras el portero le entregaba las
contraseñas. Le dijo: “¿Te gustan los asientos de atrás?”. Él le dijo que sí. Y como la película era
dramática, él apoyó en el asiento delantero y se quedó dormido. Ella estuvo despierta diez o quince
minutos más. Pero al fin, después de bostezar diez veces, se acurrucó en la butaca y se quedó dormida
(García Márquez, 1997, p. 352).
Una de las características de la forma de escribir de Gabriel García Márquez es la capacidad que tiene
para convertir lo que nadie ve en una historia o punto de vista. Este es el caso de “Juguetes para adultos”,
donde cuenta sobre cómo el 25 de diciembre, luego de que los niños ya han jugado por horas con los
juguetes que les ha regalado el Niño Dios, los adultos logran disfrutar de lo que han querido hacer durante
semanas: jugar con esos mismos juguetes.
En la mañana del veinticinco, han transcurrido seis horas de juego. Los niños están fatigados y los
cachivaches empiezan a ser objeto de un melancólico aborrecimiento. Nada tiene una vida más efímera
que el tambor y la flauta, el globo de material de plástico o el caballito de madera. Pero ya no importa.
Los mayores, cuando los juguetes quedan abandonados en el rincón, tienen la oportunidad de disfrutar
de lo que secretamente habían estado deseando durante todos los días anteriores. Y a las once de la
mañana el papá, serio y trascendental, le da cuerda al automóvil de carrera o se divierte con la bailarina
mecánica que él mismo adquirió antes con cierta indiferencia, con ese aire dramático perdonavidas con
que llegan a las cacharrerías los padres de familia.(…) Es hora de que los adultos reconozcamos que lo
más agradable que tiene la Navidad es la oportunidad que ella nos brinda para poder regresar,
impunemente, a la época en que el mundo podía echarse a andar con sólo enroscar la cuerda de un
juguete mecánico (García Márquez, 1997, pp. 383-384).
En Cien años de soledad se pueden observar muchos tipos de mujeres. Unas son supersticiosas, otras son
generosas, las hay asesinamente hermosas y muchas son serviciales. Sin embargo, de todas las mujeres
que pasan por la familia, hay una cuyo corazón es el resultado de vivir bajo las apariencias. Su nombre es
Fernanda del Carpio y llega a la casa Buendía luego de que Aureliano Segundo fuese a buscarla luego del
carnaval sangriento. Es bella, pero su corazón está empañado con rencor y su vida la dirige el famoso qué
dirán. En una de las notas que el autor escribió en su vida hay una que ejemplifica a esta mujer que, a su
vez, es el símbolo de muchas mujeres en el mundo. “Una familia ideal” es una nota que trata sobre el
ejemplo de la familia que se considera, precisamente, ideal en la sociedad, pero que claramente el autor
rechaza. Es sobre una pareja que nace en los bajos fondos de la escala social y que logra subir. Mientras la
mujer se regocija en esto y su vida se convierte en aparecer en los diferentes periódicos y en invitar a otras
mujeres a su casa a tomar té, el hombre se desespera y no ve la hora de poder bajar la escalera social, de
dejar de aparentar y poder volver a su vida de antes. En Cien años de soledad, Aureliano Segundo es
infeliz al lado de aquella mujer que sólo vivía de la apariencia y que logró destruirle la vida a la pobre
Renata Remedios (Meme) al no dejarla estar con el amor de su vida, Mauricio Babilonia, un simple
mecánico. Tanto es así, que luego de un tiempo, Aureliano Segundo vuelve donde su amante Petra Cotes y
a Fernanda del Carpio le importa más la humillación social que el desamor. En esta nota se puede ver un
poco de esta mujer, tan hermosa y a la vez tan desdichada.
En el reducido infierno doméstico, la esposa canta y siente como si cada nota fuera un escalón para el
encumbramiento social. El marido, con pantalón de fantasía y franela casera, lee el periódico y aguarda
pacientemente la oportunidad de fugarse hasta donde sus amigos, a jugar las cartas y a comerse un
poco de arroz con frijol. Los amigos del marido son los buenos agentes de la policía, los pintores de
brocha gorda y los mayordomos de las casas elegantes. Los mismos que fueron amigos de la familia de
la mujer, pero que ella no alcanzará a distinguir desde su estratosfera social (García Márquez, 1997, p.
318).
Hay una historia que Gabriel García Márquez escribió para El Heraldo en febrero de 1951 y se titula
“Relato del viajero imaginario”. El autor cuenta en nueve relatos la historia de un viaje en bus hacia un
pueblo que jamás menciona. La importancia de este relato es la minuciosidad con la que describe a cada
uno de los personajes que viajan con él en el bus: la negra cuya vanidad y seriedad la caracterizan, el indio
mitad civil y mitad ancestro, el agente viajero que cuenta los cuentos pornográficos menos pornográficos
que hay, el sacerdote observador y el hombre sin risa, entre otros. Estos relatos sirvieron mucho como
inspiración, ya que es una historia real, García Márquez sí realizó esa travesía, pero fue su capacidad para
incorporar el nivel de detalle lo que hizo el relato importante. A continuación un ejemplo de lo
anteriormente dicho.
Hace un momento, cuando pasamos por el último pueblo, unos gaiteros estaban fabricando música a la
orilla de la carretera. En este país que ahora recorre el viajero imaginario, la música se fabrica durante
las horas del día, en los patios, y se sale a vender después de la media noche en la plaza pública. Al fin
y al cabo, esto no es más que una variedad en la ciencia del contrabando. No he podido saber si la
negra ha viajado alguna vez por estas carreteras. Pero el hecho de que hace un momento haya
confundido el proceso de fabricación de música, con la música acabada que se distribuye para diversos
usos en los mercados públicos, me hace pensar que no (García Márquez, 1997, p. 416).
Como se dijo anteriormente, una de las crónicas más famosas de Gabriel García Márquez fue la del
náufrago Luis Alejandro Velasco, no solo por haber realizado la hazaña de permanecer diez días en
altamar sin nada que comer o beber, sino porque, gracias a esta entrevista, Velasco le contó al escritor
colombiano, en ese momento periodista de El Espectador, lo que en realidad había sucedido. No fue una
tormenta la que hizo que ocho marineros cayeran al agua, sino los artefactos de contrabando que venían en
el A. R. C. Caldas y que se desprendieron una noche, causando que siete personas perdieran su vida. Sin
embargo, lo más interesante de este relato es que el marinero es el narrador y desde su punto de vista la
crónica es escrita. Esto ayudó mucho como inspiración para escribir el producto final, por cuanto se
utilizaron distintos tipos de narradores para completar las crónicas.
A las cuatro de la tarde se calmó la brisa. Corno no veía nada más que agua y cielo, como no tenía
puntos de referencia, transcurrieron más de dos horas antes de que me diera cuenta de que la balsa
estaba avanzando. Pero en realidad, desde el momento en que me encontré dentro de ella, empezó a
moverse en línea recta, empujada por la brisa, a una velocidad mayor de la que yo habría podido
imprimirle con los remos. Sin embargo, no tenía la menor idea sobre mi dirección ni posición. No
sabia sí la balsa avanzaba hacia la costa o hacia el interior del Caribe. Esto último me parecía lo más
probable, pues siempre había considerado imposible que el mar arrojara a la tierra alguna cosa que
hubiera penetrado 200 millas, y menos sí esa cosa era algo tan pesado como un hombre en una balsa
(García Márquez, 2000, p.16)
Existe un último, pero muy importante relato de García Márquez que sirvió de inspiración para escribir
aquellas crónicas que tratan sobre violencia, y es Noticia de un secuestro. Aunque fue publicado en 1996,
trata sobre unos hechos significativos que ocurrieron entre los años 1990 y 1991, cuando por orden de
Pablo Escobar, el capo del narcotráfico de la época y uno de Los Extraditables, secuestraron a distintos
periodistas y personajes de importancia pública, como lo fueron Francisco Santos, en ese momento jefe de
redacción y miembro de la familia propietaria del diario El Tiempo; Marina Montoya, hermana de
Germán Montoya, quien había sido secretario general en la presidencia de Virgilio Barco, y Diana Turbay,
directora del noticiero de televisión Criptón y de la revista política Hoy x Hoy de Bogotá e hija del
expresidente y exjefe máximo del Partido Liberal Julio César Turbay Ayala, entre otros. Como se
explicará en el siguiente capítulo, la violencia es un factor que caracteriza la historia de Cien años de
soledad, al igual que otras obras de García Márquez, y es por esto que resulta esencial aprender a escribir
teniendo en cuenta el nivel de detalle y la narración e importancia de los personajes. Un aspecto que
resulta muy inspirador es la forma como García Márquez utiliza el tiempo sin afectar el producto final,
logra intercalar cada una de las historias de los distintos secuestros, y la manera como cada familiar
enfrentó el reto. Esto se adquiere con un nivel profesional de entrevista y una atención a cada detalle.
“La noticia estaba en el aire. Los operadores del conmutador de El Tiempo habían llamado a los
parientes más cercanos, y éstos a otros y a otros, hasta el fin del mundo. Por una serie de casualidades
extrañas, una de las últimas que la supieron en la familia fue la esposa de Pacho. Minutos después del
secuestro la había llamado su primo Juan Gabriel, quien no estaba seguro aún de lo que había
sucedido, y sólo se animó a preguntarle si Pacho había llegado a casa. Ella le dijo que no, y Juan
Gabriel no se animó a darle la noticia todavía sin confirmar. Minutos después la llamó Enrique Santos
Calderón, primo hermano doble de su esposo y subdirector de El Tiempo.
-¿Ya
sabes
lo
de
Pacho?
-le
preguntó.
María Victoria creyó que le hablaban de otra noticia que ella conocía ya, y que tenía algo que ver con
su
marido.
-Claro-dijo.
Enrique se despidió a toda prisa para seguir llamando a otros parientes. Años después, comentando el
equívoco, María Victoria comentó: «Eso me pasó por dármelas de genio». Al instante volvió a
llamarla Juan Gabriel y le contó todo junto: habían matado al chofer y se habían llevado a Pacho
(García Márquez, 1996, p. 20).
Estos son algunos de los ejemplos de textos periodísticos que sirvieron de inspiración para el proceso de
escritura de las crónicas del producto final. En cada uno de ellos es evidente el estilo del escritor
colombiano y su manera de jugar con el tiempo, el espacio, el detalle y la observación.
4. LAS TEMÁTICAS RECURRENTES EN CIEN AÑOS DE SOLEDAD
Teniendo en cuenta que ya se ha hecho la investigación acerca de lo que significa Macondo para algunos
académicos y críticos literarios, pero, sobre todo, para el mismísimo García Márquez, que hay una
claridad frente a lo que es la crónica en el periodismo y que ya se ha encontrado la fuente de inspiración
en los textos periodísticos del autor caribeño, ha llegado el momento de destacar cuáles son las temáticas
recurrentes en Cien años de soledad que se consideran vitales para utilizar en el desarrollo del producto de
este proyecto de grado.
Aunque son muchos los temas que giraron alrededor de la obra, finalmente fueron seis los elegidos que
servirán para buscar las historias y, eventualmente, para hacer el conjunto de crónicas como proyecto
final. La sexualidad, la cultura matriarcal, las supersticiones, el machismo, la violencia y el río Magdalena
fueron los temas escogidos porque hacen parte de las bases de la obra del autor y de la cultura caribeña.
4.1 LA SEXUALIDAD Y LA CULTURA MATRIARCAL
Para poder referirse a la sexualidad y a la cultura matriarcal es inevitable comenzar por hablar de la mujer
y cómo esta se relacionaba con García Márquez. En la obra del politólogo y periodista colombiano Plinio
Apuleyo Mendoza, El olor de la guayaba, conversaciones con Gabriel García Márquez, el escritor
colombiano habla sobre el papel de la mujer y, básicamente, cómo ellas son las que preservan la especie y
mantienen el orden en el mundo, un aspecto que reflejó en su obra más de una vez.
No podría entender mi vida, tal como es, sin la importancia que han tenido en ella las mujeres. Fui
criado por una abuela y numerosas tías que se intercambiaban en sus atenciones para conmigo, y por
mujeres del servicio que me daban instantes de gran felicidad durante mi infancia porque tenían, si no
menos prejuicios, al menos prejuicios distintos a los de las mujeres de la familia. La que me enseñó a
leer era una maestra muy bella, muy graciosa, muy inteligente, que me inculcó el gusto de ir a la
escuela sólo por verla. En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las
tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que los hombres, y en las cuales se orientan
mejor con menos luces. Esto ha terminado por convertirse en un sentimiento que es casi una
superstición: siento que nada malo me puede suceder cuando estoy entre mujeres. Me producen un
sentimiento de seguridad sin el cual no hubiera podido hacer ninguna de las cosas buenas que he hecho
en la vida. Sobre todo, creo que no hubiera podido escribir. Esto también quiere decir, por supuesto,
que me entiendo mejor con ellas que con los hombres. (Apuleyo Mendoz, 1993, pp. 170-171).
Esto que anteriormente dijo el autor se puede ver reflejado específicamente en algunas de las relaciones
más importantes de su vida: la que tuvo con su abuela materna Tranquilina Iguarán, con Rosa Elena
Ferguson, la maestra de la que habla en la cita anterior, con Luisa Santiaga Márquez, su madre que, entre
muchas otras cosas, lo llevó a vender la casa en Aracataca disparándole la imaginación y el recuerdo, con
su agente literaria Carmen Balcells, a quien con mucho cariño se refirió durante su vida como su Mamá
Grande, y, por supuesto, con su mujer, Mercedes Barcha, quien lo apoyó y acompañó en muchas de sus
travesías de la vida.
Ahora, en la misma obra de Apuleyo Mendoza, este le pregunta a García Márquez que si aquella visión de
los sexos que se evidencia en Cien años de soledad, donde la mujer pone el orden justo donde el hombre
introduce el caos, es la que él mismo tiene en la vida real sobre el papel que desarrolla el hombre y la
mujer. Ante eso el escritor dice lo siguiente:
… analizando mis propios libros con esa óptica, he descubierto que, en efecto, parece corresponder a la
visión histórica que tengo de los dos sexos: las mujeres sostienen el orden de la especie con un puño de
hierro, mientras los hombres andan por el mundo empeñados en todas las locuras infinitas que
empujan la historia. Esto me ha hecho pensar que las mujeres carecen de sentido histórico: en efecto,
de no ser así, no podrían cumplir su función primordial de perpetuar la especie (Apuleyo Mendoza,
1993, 172).
Esto resulta muy importante, ya que, en Cien años de soledad es evidente que dentro de la casa, allí donde
es importante que haya orden para que exista una reproducción y crianza de la estirpe, son las mujeres las
que intentan ordenar siempre lo que los hombres han desajustado.
Para la afirmación anterior hay varios ejemplos que la respaldan: justo al comienzo de la obra, cuando
José Arcadio Buendía empieza a volverse loco (aunque más tarde el narrador dejaría claro que quizás era
el más cuerdo de la casa) y desatiende su papel de padre y esposo para dedicarse a sus experimentos,
Úrsula se encarga de todo, tanto de sacar adelante a sus hijos con la crianza como con darles de qué
comer. Aquí el pedazo de la obra que lo dice: “Fue esa la época en que adquirió el hábito de hablar a
solas, paseándose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en
la huerta cuidando el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena” (García
Márquez, 2014, p.13).
Úrsula Iguarán ejemplifica esa cultura matriarcal que hasta hoy existe en la costa y que en las crónicas
más adelante se podrá demostrar. Sí, tal vez el hombre es el que por fuera parece mandar en todos los
temas de la casa, pero, en realidad, son las mujer, como lo ha dicho anteriormente el autor caribeño, las
que “sostienen el orden de la especie” (Apuleyo Mendoza, 1993, p. 172). A continuación, varias citas de
Cien años de soledad que respaldan lo expuesto.
1. Cuando José Arcadio Buendía quiso mudar a Macondo a la península:
Pero esta vez, Úrsula se anticipó a sus designios febriles. En una secreta e implacable labor de
hormiguita predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban a
prepararse para la mudanza. José Arcadio Buendía no supo en qué momento, ni en virtud de qué
fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando en una maraña de pretextos, contratiempos y
evasivas, hasta convertirse en pura y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y
hasta sintió por él un poco de piedad, la mañana en que lo encontró en el cuartito del fondo
comentando entre dientes sus sueños de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas
del laboratorio. Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo
entintado, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía (porque se lo oyó decir en sus
sordos monólogos) que los hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo cuando empezó
a desmontar la puerta del cuartito, Úrsula se atrevió a preguntarle por qué lo hacía, y el le contestó con
una cierta amargura: “Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos”. Úrsula no se alteró. –No nos
iremos-dijo. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo (García Márquez, 2014, pp. 2324).
2. Cuando Úrsula va detrás de los gitanos en busca de su hijo José Arcadio Segundo, dejando por meses
la casa a cargo de su esposo, y vuelve trayendo consigo la ruta a la civilización que no pudo encontrar
su marido.
De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula. Llegó exaltada, rejuvenecida,
con ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. José Arcadio Buendía apenas si pudo resistir el
impacto. “¡Era esto!¨, gritaba. “Yo sabía que iba a ocurrir”. Y lo creía de veras, porque en sus
prolongados encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo de su corazón que el
prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberación del soplo que hace vivir
los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras de la casa, sino lo que ahora
había ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no compartía su alborozo. Le dio un beso convencional,
como si no hubiera estado ausente más de una hora y le dijo: -Asómate a la puerta. José Arcadio
Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse de la perplejidad cuando salió a la calle y vio la
muchedumbre.(…) Venían del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había pueblos
que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar. Úrsula no había
alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo descubrir en su frustrada
búsqueda de los grandes inventos (García Márquez, 2014, p. 51).
3. Cuando decidió renovar la casa para que, de esa forma, se pudieran atender las visitas de las niñas.
La casa nueva, blanca como una paloma, fue estrenada con un baile. Úrsula había concebido aquella
idea desde la tarde en que vio a Rebeca y Amaranta convertidas en adolescentes, y casi puede decirse
que el principal motivo de la construcción fue el deseo de procurar a las muchachas un lugar digno
donde recibir las visitas. Para que nada restara esplendor a ese propósito, trabajó como un galeote
mientras se ejecutaban las reformas, de modo que antes de que estuvieran terminadas había encargado
costosos menesteres para la decoración y el servicio, y el invento maravilloso que había de suscitar el
asombro del pueblo y el júbilo de la juventud: la pianola (García Márquez, 2014, p. 79).
4. Cuando Arcadio, hijo de Aureliano y Pilar Ternera, quiso asesinar a don Apolinar Moscote por haber
insultado al Partido Liberal.
Al frente de una patrulla asaltó la casa, destrozó los muebles, vapuleó a las hijas y se llevó a rastras a
don Apolinar Moscote. Cuando Úrsula irrumpió en el patio del cuartel, después de haber atravesado el
pueblo clamando de vergüenza y blandiendo de rabia un rebenque alquitranado, el propio Arcadio se
disponía a dar la orden de fuego al pelotón de fusilamiento.
–¡Atrévete, bastardo!-gritó Úrsula.
Antes de que Arcadio tuviera tiempo de reaccionar, le descargó el primer vergajazo. “Atrévete,
asesino”, gritaba. “Y mátame también a mí, hijo de mala madre. Así no tendré ojos para llorar la
vergüenza de haber criado un fenómeno”. Azotándolo sin misericordia, lo persiguió hasta el fondo del
patio, donde Arcadio se enrolló como un caracol (García Márquez, 2014, p. 133).
5. Cuando ya Úrsula estaba envejeciendo, pero quería seguir siendo el sostén de la casa.
A pesar del tiempo, de los lutos superpuestos y las aflicciones acumuladas, Úrsula se resistía a
envejecer. Ayudada por Santa Sofía de la Piedad había dado un nuevo impulso a su industria de
repostería y no sólo recuperó en pocos años la fortuna que su hijo se gastó en la guerra, sino que volvió
a atiborrar de oro puro los calabazos enterrados en el dormitorio.-Mientras Dios me dé vida -solía
decir- no faltará plata en esta casa de locos-” (García Márquez, 2014, p.184).
6. Cuando nació el primer hijo de Aureliano Segundo.
Aunque ya era centenaria y estaba a punto de quedarse ciega por las cataratas, conservaba intactos el
dinamismo físico, la integridad del carácter y el equilibrio mental. Nadie mejor que ella para formar al
hombre virtuoso que había de restaurar el prestigio de la familia, un hombre que nunca hubiera oído
hablar de la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y las empresas delirantes, cuatro
calamidades que, según pensaba Úrsula, habían determinado la decadencia de la estirpe (García
Márquez, 2014, p. 234).
7. Cuando Úrsula queda ciega, pero no es capaz de aceptárselo a nadie.
No se lo dijo a nadie. Pues habría sido un reconocimiento público de inutilidad. Se empeñó en un
callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la
memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas. Más tarde había de descubrir el
auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas con una fuerza mucho más
convincente que los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de la vergüenza de una
renuncia (García Márquez, 2014, p. 303).
El pasado 22 de julio en el Parque de la Cultura Caribe, ubicado en Barranquilla, se llevó a cabo la tercera
edición de la Cátedra Gabriel García Márquez. A ella asistieron exponentes dedicados a tratar temas
específicos del autor y su obra. Sin embargo, uno de ellos, el profesor de planta en el Área de Literatura de
la Universidad del Atlántico y reconocido crítico literario, Ariel Castillo, decidió hablar sobre el universo
femenino en la obra del autor, temática que, como se ha visto, es muy recurrente en Cien años de soledad.
De acuerdo con las investigaciones hechas por este literato, hay, a pesar de existir muchos tipos de
mujeres en Cien años de soledad, esencialmente dos : aquellas que inspiran sexualidad y aquellas que son
madres. Siguiendo este lineamiento, Castillo habló sobre la importancia de ambas mujeres, ya que las dos
contribuyeron a la expansión de la estirpe. Dice, por ejemplo, que Úrsula Iguarán y Pilar Ternera son
como las dos caras de la misma moneda. Según él, Pilar Ternera complementa la labor de la mujer que no
puede realizar Úrsula, no solo iniciando sexualmente a una parte de los hombres de la casa, sino que
también impartiendo la sabiduría de una forma distinta a como lo hacía Úrsula, a través de las barajas.
Las mujeres de la casa Buendía sufren una represión sexual que hace que algunos de sus hombres busquen
la liberación sexual por otro lado. Además, también menciona Castillo que a los hombres pareciera que les
tocara buscar el placer en otro lugar, ya que el sexo y la belleza, cuando se trata de las mujeres de la casa
Buendía, están íntimamente relacionados con la muerte. Por ejemplo, Úrsula Iguarán se reprime
sexualmente, ya que su miedo a tener iguanas o descendientes con cola de puerco es más fuerte que su
deber como esposa, e indirectamente por ello muere Prudencio Aguilar; Amaranta muere con una cinta
negra como símbolo de su virginidad, a pesar de haber tenido serios pretendientes que, de alguna forma u
otra, terminaron muriendo (Pietro Crespi, Aureliano José y Gerineldo Márquez); Fernanda del Carpio,
quien, como dice el profesor Castillo, representa la cachaca de la obra, es reprimida sexualmente, está
obsesionada con las apariencias y contribuye a la muerte del pretendiente de su primera hija, Renata
Remedios (Meme), quien, junto con Rebeca, es de las pocas en la casa que se emancipan sexualmente.
Meme es castigada con la exclusión sexual y su enamorado, Mauricio Babilonia, sufre un terrible
accidente que lo deja parapléjico; Remedios, la bella, a pesar de ser vista como un ser sexual, es incapaz
de verse así misma como uno, y, por el contrario, todo hombre externo a la familia, que quedaba
hechizado con su belleza, muere; Amaranta Úrsula, quien regresa a Macondo con un pensamiento
moderno sobre la sexualidad y termina teniendo amoríos con su sobrino Aureliano Babilonia, muere junto
con el resto del pueblo al engendrar al último descendiente de la familia Buendía, que nace con una cola
de puerco.
Todos estos son algunos ejemplos mencionados por Castillo y corroborados en Cien años de soledad y
que sustentan la hipótesis de que en la familia Buendía hay esencialmente dos tipos de mujeres, la
matriarcal y la sexual. El hecho de que en esta obra, al igual que en la mayoría de las del nobel
colombiano , se haga un énfasis tan grande sobre el papel de la mujer, no es casual, ya que muchas de
estas historias, muchos de los personajes, están inspirados en hechos de la vida real.
En su obra autobiográfica Vivir para contarla, García Márquez comienza relatando el día en que su madre
lo fue a buscar a Barranquilla para que la acompañara a vender la casa en Aracataca. En ese viaje se puede
apreciar la fortaleza de su madre ante cualquier injusticia, aspecto que se puede notar en el personaje
quizás más importante de la obra Cien años de soledad, Úrsula.
Viéndola sobrellevar sin inmutarse aquel viaje brutal, yo me preguntaba cómo había podido subordinar
tan pronto y con tanto dominio las injusticias de la pobreza. Nada como aquella mala noche para
ponerla a prueba. Los mosquitos carniceros, el calor denso y nauseabundo por el fango de los canales
que la lancha iba revolviendo a su paso, el trajín de los pasajeros desvelados que no encontraban
acomodo dentro del pellejo, todo parecía hecho a propósito para desquiciar la índole mejor templada.
Mi madre lo soportaba inmóvil en su silla, mientras las muchachas de alquiler hacían la cosecha de
carnaval en los camarotes cercanos, disfrazadas de hombres o de manolas (García Márquez, 2002 p.
14).
Desde que Gabriel García Márquez era un niño vivió rodeado de mujeres y esto, como se ha dicho en este
texto, influyó en su escritura. A continuación van algunas citas de su obra autobiográfica Vivir para
contarla, en las que se puede apreciar aún más esta afirmación.
Sin embargo, con el tiempo terminó por ser un cuarto de hospital, donde murió la tía Petra y sobrellevó
los últimos meses de una larga enfermedad Wenefrida Márquez, hermana de Papalelo. De allí en
adelante empezaba el paraíso hermético de las muchas mujeres residentes y ocasionales que pasaron
por la casa durante mi infancia. Yo fui el único varón que disfrutó de los privilegios de ambos mundos.
(García Márquez, 2002, p. 45).
En la cita que sigue se evidencia que en la vida y la escritura de García Márquez, su madre jugó un papel
importante.
También ella era enfermiza. Había crecido en una infancia incierta de fiebres terciarias, pero cuando se
curó de la última fue del todo y para siempre, con una salud que le permitió celebrar los noventa y siete
años con once hijos suyos y cuatro más de su esposo, y con sesenta y cinco nietos, ochenta y ocho
bisnietos y catorce tataranietos. Sin contar los que nunca se supieron.(…) Fue una alumna aplicada
salvo en la clase de piano, que su madre le impuso porque no podía concebir una señorita decente que
no fuera una pianista virtuosa. Luisa Santiaga lo estudió por obediencia durante tres años y lo
abandonó en un día por el tedio de los ejercicios diarios en el bochorno de la siesta. Sin embargo, la
única virtud que le sirvió en la flor de sus veinte años fue la fuerza de su carácter, cuando la familia
descubrió que estaba arrebatada de amor por el joven y altivo telegrafista de Aracataca. (García
Márquez, 2002, p. 57-58).
El siguiente texto es un ejemplo de la entereza que caracterizaba a su madre, ya que su padre Gabriel
Eligio tuvo hijos con otras mujeres y ella los acogió sin problema alguno. “Es sorprendente que aquella
conducta irregular pudiera causarle inquietudes morales al coronel Márquez, que además de sus tres hijos
oficiales había tenido otros nueve de distintas madres, antes y después del matrimonio, y todos eran
recibidos por su esposa como si fueran suyos”. (García Márquez, 2002, p. 65).
Se puede apreciar lo decidida que era Luisa Santiaga cuando se enfrenta a sus padres por no aprobar su
amorío con Gabriel Elogio. “Ella misma, de obediente y sumisa que había sido, se enfrentó a sus
opositores con una ferocidad de leona parida. En la más ácida de sus muchas disputas domésticas, Mina
perdió los estribos y levantó contra la hija el cuchillo de la panadería. Luisa Santiaga la enfrentó
impávida” (García Márquez, 2002, p. 65).
A continuación está la afirmación de Gabriel García Márquez acerca de la importancia que tuvieron las
mujeres en su familia. Todas contribuyeron a la formación de su carácter en su obra, según se ve en Vivir
para contarla.
Creo que la esencia de mi modo de ser y de pensar se la debo en realidad a las mujeres de la familia y a
las muchas de la servidumbre que pastorearon mi infancia. Eran de carácter fuerte y corazón tierno, y
me trataban con la naturalidad del paraíso terrenal. Entre las muchas que recuerdo, Lucía fue la única
que me sorprendió con su malicia pueril, cuando me llevó al callejón de los sapos y se alzó la bata
hasta la cintura para mostrarme su pelambre cobriza y desgreñada. Sin embargo, lo que en realidad me
llamó la atención fue la manca de carate que se extendía por su vientre como un mapamundi de dunas
moradas y océanos amarillos. Las otras parecían arcángeles de la pureza: se cambiaban de ropa delante
de mí, me bañaban mientras se bañaban, me sentaban en mi bacinilla y se sentaban en las suyas frente
a mí para desahogarse de sus secretos, sus penas, sus rencores, como si yo no entendiera, sin darse
cuenta de que lo sabía todo porque ataba los cabos que ellas mismas dejaban sueltos (García Márquez,
2002, p. 86).
Este párrafo es especialmente importante, ya que muestra que no fueron solo las mujeres de su familia
quienes contribuyeron a su formación, sino también las que venían de afuera. Como ha dicho
anteriormente Castillo en la conferencia, hay dos tipos de mujeres en Cien años de soledad, la de la casa y
la que llega a ella desde otra parte, y ambas son fundamentales para las distintas áreas de aprendizaje de
los hombres. Este párrafo demuestra exactamente eso, en tanto no descarta en ningún momento el papel
tan importante que juegan también las tantas mujeres del servicio que decoraron su infancia.
La casa de los abuelos de García Márquez estaba principalmente poblado de mujeres. Tanto así, que en su
autobiografía, el autor cuenta cómo presenció una vez un parto dentro de su casa.
“Otro recuerdo revelador fue el parto de Matilde Armenta, una lavandera que trabajó en la casa cuando
yo tenía unos seis años. Entré en su cuarto por equivocación y la encontré desnuda y despernancada en
una cama de lienzo, y aullando de dolor entre una pandilla de comadres sin orden ni razón que se
habían repartido su cuerpo para ayudarla a parir a gritos. Una le enjuagaba el sudor de la cara con una
toalla mojada, otras le sujetaban a la fuerza los brazos y las piernas y le daban masajes en el vientre
para apresurar el parto. (…) Permanecí en un rincón, repartido entre el susto y la curiosidad, hasta que
la partera sacó por los tobillos una cosa en carne viva como un ternero de vientre, como una tripa
sanguinolenta colgada del ombligo” (García Márquez, 2002, p. 86-88).
En su autobiografía, además dice cuándo realmente pierde su inocencia. Esto sucedió justamente con una
jovencita que no era de su misma familia. Aquí el pedazo del texto que sustenta lo dicho:
En cambio, la mujer que de verdad me quitó la inocencia no se lo propuso ni lo supo nunca. Se
llamaba Trinidad, era hija de alguien que trabajaba en la casa, y empezaba apenas a florecer en una
primavera mortal. Tenía unos trece años, pero todavía usaba los trajes de cuando tenía nueve, y le
quedaban tan ceñidos al cuerpo que parecía más desnuda que sin ropa. Una noche en que estábamos
solos en el patio irrumpió de pronto una música de banda en la casa vecina y Trinidad me sacó a bailar
con un abrazo tan apretado que me dejó sin aire. No sé qué fue de ella, pero todavía hoy me despierto
en mitad de la noche perturbado por la conmoción, y sé que podría reconocerla en la oscuridad por el
tacto de cada pulgada de su piel y su olor de animal (García Márquez, 2002 p. 88).
Como se ha dicho anteriormente, la obra Cien años de soledad, como tantas otras del mismo autor, está
esencialmente inspirada en personajes y situaciones que vivió García Márquez y que aún hoy se presentan.
Úrsula es una mujer fuerte, inclusive enfrentando situaciones complejas en cuestiones económicas. En su
obra autobiográfica se puede evidenciar en la madre, Luisa Santiaga, esa fortaleza que siempre tuvo en
momentos de crisis.
“La pobreza de mis padres en Barranquilla, por el contrario, era agotadora, pero me permitió la fortuna
de hacer una relación excepcional con mi madre. Sentía por ella, más que el amor filial comprensible,
una admiración pasmosa por su carácter de leona callada pero feroz frente a la adversidad, y por su
relación con Dios, que no parecía de sumisión sino de combate” (García Márquez, 2002, p. 171).
Gabriel García Márquez pierde la virginidad con una mujer de la calle, es decir, con una prostituta. No es
casual, entonces, que la mayoría de los hombres de la casa Buendía en Cien años de soledad hubiesen
entrado verdaderamente a la madurez sexual gracias a mujeres como Pilar Ternera.
“Me asomé por la puerta entreabierta de un cuarto que daba a la calle, y vi a una de las mujeres de la
casa durmiendo la siesta en una cama de viento, descalza y con una combinación que alcanzaba a
taparle muslos. Antes de que le hablara se sentó en la cama, me miró adormilada y me preguntó qué
quería. Le dije que llevaba un recado de mi padre para don Eligio Molina, el propietario. Pero en vez
de orientarme me ordenó que entrara, pusiera la tranca en la puerta, y me hizo con el índice una señal
que me lo dijo todo:-Ven acá-. Allá fui, y a medida que me acercaba, su respiración afanada iba
llenando el cuarto como una creciente de río, hasta que pudo agarrarme del brazo con la mano derecha
y me deslizó la izquierda dentro de la bragueta. Sentí un terror delicioso.(…) Le zafé la jareta, pero en
la prisa no pude quitárselo, y tuvo que ayudarme con las piernas bien estiradas y un movimiento rápido
de nadadora. Después me levantó en vilo por los sobacos y me puso encima de ella al modo académico
del misionero. El resto lo hizo de su cuenta, hasta que me morí solo encima de ella, chapaleando en la
sopa de cebollas de sus muslos de potranca. Se reposó en silencio, de medio lado, mirándome fijo a los
ojos y yo le sostenía la mirada con la ilusión de volver a empezar, ahora sin susto y con más tiempo.
De pronto me dijo que no me cobraba los dos pesos de servicio porque yo no iba preparado. (García
Márquez, 2002, p. 196-197).
Sin embargo, García Márquez no solo estuvo con una prostituta el día que perdió la virginidad, sino que
por mucho tiempo en su juventud estuvo casi enviciado con estas mujeres.
Sobre mí se dijo de todo, y corrió la voz de que mi correspondencia no me llegaba a la dirección de
mis padres sino a la casa de las bandidas. Me convertí en el cliente más puntual de sus sancochos
épicos de hiel de tigre y sus guisos de iguana, que daban ímpetus para tres noches completas (García
Márquez, 2002, p. 280-281).
Es fundamental aclarar que en Cien años de soledad las mujeres de afuera, como Pilar Ternera y Petra
Cotes, no solo eran buenas para iniciar sexualmente a un hombre, sino también contribuyeron mucho a
sacar adelante a los hombres de la familia Buendía. En su obra autobiográfica, García Márquez vive
experiencias con prostitutas que le colaboraron mucho, específicamente durante momentos difíciles en
Cartagena,
Los burdeles a cielo abierto en los playones de Tesca, lejos del silencio perturbador de la muralla, eran
más hospitalarios que los hoteles de los turistas en las playas. Media docena de universitarios nos
instalábamos en El Cisne desde la prima noche a preparar exámenes finales bajo las luces cegadoras
del patio de baile. La brisa del mar y el bramido de los buques al amanecer nos consolaban del
estruendo de los cobres caribes y la provocación de las muchachas que bailaban sin bragas y con
polleras muy anchas para que la brisa del mar se las levantara hasta la cintura. De vez en cuando
alguna pajarita nostálgica de papá nos invitaba a dormir con el poco de amor que le sobraba al
amanecer. Una de ellas, cuyo nombre y tamaños recuerdo muy bien, se dejó seducir por las fantasías
que le contaba dormido. Gracias a ella aprobé derecho romano sin argucias y escapé a varias redadas
cuando la policía prohibía dormir en los parques (García Márquez, 2002, p. 392).
En las crónicas del producto final hay una que se llama “Aquí mando yo”, que trata sobre la vida de Berta
Pérez De Caro. En esta historia se evidencia que esta señora de 85 años lo sabe todo y lo controla todo,
inclusive lo que menos piensan sus descendientes. En su obra autobiográfica, García Márquez muestra de
la misma forma una mujer que todo lo sabe cuando su madre, Luisa Santiaga, lo encuentra borracho y
empapado en el jardín de su casa y le dice que ya sabe que había estado con la fulana (Nigromanta, la
mujer del policía). García Márquez queda perplejo, pues no entendía cómo su madre sabía de esta mujer.
Su madre le responde: “Ay, hijo, Dios me dice todo lo que tiene que ver con ustedes” (García Márquez,
2002, p. 424).
Todos estos ejemplos ayudan a sustentar la afirmación de que Cien años de soledad tiene más realismo
que ficción. No es una coincidencia que tantos personajes y experiencias estampadas en la obra sean
consecuentes con las personas y las vivencias del mismo autor. García Márquez se inspiró en la mujer de
su familia, en la mujer costeña, para crear a los personajes de su obra y, aún hoy, se puede evidenciar que
la cultura no ha cambiado mucho y que bien podría inspirarse en las historias que aún se encuentran en los
pueblos de la Costa Caribe.
De acuerdo con lo anteriormente expuesto, se hicieron cuatro crónicas de mujeres de hoy en día en honor
a los distintos tipos de ellas que se pueden encontrar en la obra. Debido a que Úrsula representa a la mujer
de la casa, esa matrona que todo lo sabe y que todo lo controla, se decidió que una sola mujer no era
suficiente para compararla. En los distintos municipios costeños, Mompox del departamento de Bolívar,
El Piñón del departamento del Magdalena y Barranquilla del departamento del Atlántico, se encontraron
las tres Úrsulas: Faiza Gutiérrez de Piñeres, Berta Pérez de Caro y Antonia Brochero Meléndez. Además
de ellas, también hay una crónica sobre una mujer del servicio, Aideth, que inició sexualmente a casi
todos los hombres de una casa en Barranquilla, tal cual como lo hizo Pilar Ternera con algunos hombres
de la casa de los Buendía.
Por último, un testimonio sobre la importancia de la mujer, del mismo Gabriel García Márquez, en una de
las tantas conversaciones con su amigo y colega Plinio Apuleyo Mendoza.
Tal vez en casa de mis abuelos, mientras escuchaba los cuentos sobre las guerras civiles. Siempre he
pensado que ellas no hubieran sido posibles si las mujeres no dispusieran de esa fuerza casi geológica que
les permite echarse el mundo encima sin temerle a nada. En efecto, mi abuelo me contaba que los hombres
se iban a la guerra con una escopeta, sin saber si quiera para dónde iban, sin la menor idea de cuándo
volverían, y por supuesto, sin preocuparse de qué iba a suceder en casa. No importaba: las mujeres se
quedaban a cargo de la especie (Apuleyo Mendoza, 1993, p. 172).
4.2 LAS SUPERSTICIONES Y LA LOCURA
Cien años de soledad es una obra basada principalmente en una superstición todavía muy común en los
pueblos de la Costa Caribe: el incesto hace que los hijos de dicha unión nazcan como iguanas o con una
cola de puerco. Úrsula temía que algún descendiente suyo fuese a terminar así, tanto que decidió al
comienzo no consumar el matrimonio con su primo hermano, José Arcadio.
Sin embargo, esta no es la única superstición que se encuentra en la obra, puesto que muchos de los
miedos de los personajes están fundados en supersticiones antiguas. A continuación, se presentarán varios
ejemplos que sustentan esta afirmación.
a. El alivio que sintieron Úrsula y José Arcadio cuando se dieron cuenta de que su hijo mayor no
tenía órgano animal.
José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. Tenía la cabeza cuadrada, el pelo
hirsuto y el carácter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y
fortaleza física, ya desde entonces era evidente que carecía de imaginación. Fue concebido y dado a la
luz durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo, y sus padres dieron
gracias al cielo al comprobar que no tenía ningún órgano de animal (García Márquez, 2014, p. 25).
b. La historia de amor entre José Arcado y Úrsula que despertó tantos miedos.
Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo
más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido
juntos en la antigua ranchería que los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas
costumbres en uno de los mejores pueblo de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde
que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron
de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente
entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una
tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos
pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años
en el más puro estado de virginidad, porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de
tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de
ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una
hachuela de destazar (García Márquez, 2014, p. 32).
c. La creencia en la lectura de las barajas de Pilar Ternera. Úrsula le pide que le lea las cartas a su
hijo, ya que considera que la desproporción de su pene no es normal. “Por aquel tiempo iba a la
casa una mujer alegra, deslenguada, provocativa, que ayudaba en los oficios domésticos y sabía
leer el porvenir en las barajas. Úrsula le habló de su hijo. Pensaba que su desproporción era algo
tan desnaturalizado como la cola de cerdo del primo” (García Márquez, 2014, p. 38).
d. Rebeca llegó a la casa de los Buendía y tenía un amuleto para el mal de ojo, superstición que aún
perdura en la cultura caribeña. “Tenía el cabello detrás de las orejas con moños de cintas negras.
Usaba un escapulario con las imágenes borradas por el sudor y en la muñeca derecha un colmillo
de animal carnívoro montado en un soporte de cobre como amuleto para el mal de ojo” (García
Márquez, 2014, p. 58).
e. Aureliano Segundo vuelve a la casa de Petra Cotes, pues según él los animales así seguían
reproduciéndose. “Una noche, poco antes de que naciera el primer hijo, Fernanda se dio cuenta de
que su marido había vuelto en secreto al lecho de Petra Cotes.-Así es- admitió él. Y explicó en
tono de postrada resignación: -Tuve que hacerlo, para que siguieran pariendo los animales”
(García Márquez, 2014, p. 259).
f.
La Calle de los Turcos era una calle en donde la superstición era protagonista para atraer clientes.
La Calle de los Turcos, enriquecida con luminosos almacenes de ultramarinos que desplazaron los
viejos bazares de colorines, bordoneaba la noche del sábado con las muchedumbres de aventureros que
se atropellaban entre las mesas de suerte y azar, los mostradores de tiro al blanco, el callejón donde se
adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, y las mesas de fritangas y bebidas, que amanecían
el domingo desparramadas por el suelo, entre cuerpos que a veces eran borrachos felices y casi siempre
curioso abatidos por los disparos, trompadas, navajinas y botellazos de la pelotera (García Márquez,
2014, p. 280).
Las supersticiones están muy atadas a la locura, puesto que para mucha gente que está anclada en la razón,
estas creencias resultan una pérdida de tiempo. Sin embargo, Gabriel García Márquez, a través de sus
obras y de lo que ha escrito en su autobiografía, deja claro que tal vez los locos no están tan desquiciados
y hay cosas que suceden que no tienen explicación lógica. Para corroborar esta afirmación, aquí van unos
ejemplos de la obra Cien años de soledad.
a. Hay un ejemplo cuando Úrsula cree que José Arcadio, su marido, se ha vuelto loco diciendo que
la tierra es redonda. Luego todo el pueblo se entera de que aquello que estaba diciendo el loco de
José Arcadio era en realidad una verdad comprobada en el mundo.
De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una especie de
fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de
asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la
hora del almuerzo, soltó de golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar el resto de
su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre,
devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:La tierra es redonda como una naranja (García Márquez, 2014, p. 13).
b. El tiempo en que Melquíades empieza a enloquecerse. Luego en la historia se da uno cuenta de
que él era el único que realmente sabía las respuestas y, tal vez, era el más cuerdo de todos los
personajes. “Estaba perdiendo la vista y el oído, parecía confundir los interlocutores con personas
que conoció en épocas remotas de la humanidad, y contestaba a las preguntas con un intricado
batiburrillo de idiomas”. (García Márquez, 2014, p. 92-93).
c. Otro ejemplo es cuando el padre Nicanor descubre que el aparentemente loco José Arcadio
Buendía, quien vivía amarrado a un árbol, es más cuerdo de lo que creen sus familiares.
Era tan terco, que el padre Nicanor renunció a sus propósitos de evangelización y siguió visitándolo
por sentimientos humanitarios. Pero entonces fue José Arcadio Buendía quien tomó la iniciativa y trató
de quebrantar la fe del cura con martingalas racionalistas. En cierta ocasión en que el padre Nicanor
llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas, José Arcadio
Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda entre dos
adversarios que estaban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor, que jamás había visto de ese
modo el juego de damas, no pudo volverlo a jugar. Cada vez más asombrado de la lucidez de José
Arcadio Buendía, le preguntó cómo era posible que lo tuvieran amarrado a un árbol (García Márquez,
2014, pp. 107-108).
d. Otro ejemplo es cuando se creía que José Arcadio Segundo era el más loco de todos por decir que
había pasado una masacre de las bananeras. Sin embargo, siempre estaba diciendo la verdad y era
el más lúcido de su casa en esa época. Además, también descubren el mismo José Arcadio
Segundo con el niño Aureliano, que José Arcadio Buendía no estaba tan loco como la familia
decía que estaba.
Convencida como la mayoría de la gente de la verdad oficial de que no había pasado nada, Fernanda se
escandalizó con la idea de que el niño había heredado los instintos anarquistas del coronel Aureliano
Buendía, y le ordenó callarse. Aureliano Segundo, en cambio, reconoció la versión de su hermano
gemelo. En realidad, a pesar de que todo el mundo lo tenía por loco, José Arcadio Segundo era en
aquel tiempo el habitante más lúcido de la casa. Enseñó al pequeño Aureliano a leer y a escribir, lo
inició en el estudio de los pergaminos, y le inculcó una interpretación tan personal de lo que significó
para Macondo la compañía bananera, que muchos años después, cuando Aureliano se incorporara al
mundo, había de pensarse que contaba una versión alucinada, porque era radicalmente contraria a la
falsa que los historiadores habían admitido, y consagrado en los textos escolares. En el cuartito
apartado, adonde nunca llegó el viento árido, ni el polvo ni el calor, ambos recordaban la visión atávica
de un anciano con sombrero de alas de cuervo que hablaba del mundo a espaldas de la ventana,
muchos años antes de que ellos nacieran. Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era
marzo y siempre era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba tan loco
como contaba la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar
la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía por tanto astillarse y dejar un
cuarto una fracción eternizada (García Márquez, 2014, pp. 423-424).
Como se ha dicho varias veces en esta tesis, todas estas historias y todos estos personajes están inspirados
en la realidad. Las supersticiones y la locura son dos temas que aún se presentan en los pueblos de la
Costa Caribe y que se presentaron en la infancia, adolescencia y gran parte de la adultez del autor Gabriel
García Márquez. Para comprobar esta afirmación, a continuación hay varios ejemplos tomados de su
autobiografía Vivir para contarla.
a. Un ejemplo de una superstición es cuando García Márquez y su madre van a vender la casa en
Aracataca y se topan con un médico amigo de Luisa Santiaga. Este le dice lo siguiente: “La
primera vez que el doctor se fijó en mí aquella tarde fue al verme sorprendido por la crepitación
como una lluvia de gotas dispersas en el techo de cinc.-Son los gallinazos-me dijo-. Se la pasan
por los techos todo el día-. Luego señaló un índice lánguido hacia la puerta cerrada y concluyó: -
De noche es peor, porque se siente a los muertos que andan sueltos por esas calles” (García
Márquez, 2002, pp. 38-39).
b. Otro ejemplo: cuando la madre de García Márquez le cuenta a su hijo la peor experiencia de
plaga que vivió en Aracataca y cómo solo pudo solucionarse gracias a la hechicería. “El más
antiguo que recordaba era la plaga de langosta que devastó los sembrados cuando aún era muy
niña. –Se oían pasar como un viento de piedra-, me dijo cuando fuimos a vender la casa. La
población aterrorizada tuvo que atrincherarse en sus cuartos, y el flagelo solo pudo ser derrotado
por artes de hechicería” (García Márquez, 2002, p. 53).
c. Luisa Santiaga busca en la lectura de las cartas de una gitana callejera saber si iba a vivir el resto
de su vida con Gabriel Elogio, padre de García Márquez.
Para sacar verdades, Luisa Santiaga le dijo a su madre que le encantaría quedarse a vivir en Barrancas.
La madre tuvo un instante de vacilación pero no se decidió a decir nada, y la hija quedó con la
impresión de haber pasado muy cerca del secreto. Inquieta, se libró al azar de las barajas con una
gitana callejera que no le dio ninguna pista sobre su futuro en Barrancas. Pero a cambio le anunció que
no habría ningún obstáculo para una vida larga y feliz con un hombre remoto que apenas conocía pero
que iba a amarla hasta morir. La descripción que hizo de él le devolvió el alma al cuerpo, porque le
encontró rasgos comunes con su prometido, sobre todo en el modo de ser (García Márquez, 2002, pp.
71-72).
d. Otro ejemplo está presente cuando Gabriel García Márquez cuenta sobre el último recuerdo que
tiene de su tía Wenefrida, a quien con cariño llamaba Nana.
Mi último recuerdo de su esposa Wenefrida fue el de una noche de grandes lluvias en que la exorcizó
una hechicera. No era una bruja convencional sino una mujer simpática, bien vestida a la moda, que
espantaba con un ramo de ortigas los malos humores del cuerpo mientras cantaba un conjuro como una
canción de cuna. De pronto, Nana se retorció con una convulsión profunda, y un pájaro del tamaño de
un pollo y de plumas tornasoladas escapó de entre las sábanas. La mujer lo atrapó en el aire con un
zarpazo maestro y lo envolvió en un trapo negro que llevaba preparado. Ordenó encender una hoguera
en el traspatio, y sin ninguna ceremonia arrojó el pájaro entre las llamas. Pero Nana no se repuso de
sus males. (García Márquez, 2002, p. 94).
e. La abuela Mina una vez hizo un conjuro para evitar un mal. “Poco después, la hoguera del patio
volvió a encenderse cuando una gallina puso un huevo fantástico que parecía una bola de pimpón
con un apéndice como el de un gorro frigio. Mi abuela lo identificó de inmediato: -Es un huevo
debasilisco-. Ella misma lo arrojó al fuego murmurando oraciones de conjuro” (García Márquez,
2002, p. 94).
f.
Un ejemplo es el de la abuela materna Tranquilina (Mina), quien para el autor era una mujer
supremamente supersticiosa.
Sobre todo los de la abuela Tranquilina, la mujer más crédula e impresionable que conocí jamás, por el
espanto que le causaban los misterios de la vida diaria. Trataba de amenizar sus oficios cantando con
toda la voz viejas canciones de enamorados, peor las interrumpía de pronto con su grito de guerra
contra la fatalidad: -¡Ave María Purísima!-. Pues veía que los mecedores se mecían solos, que el
fantasma de la fiebre puerperal se había metido en las alcobas de las parturientas, que el olor de los
jazmines del jardín era como un fantasma invisible, que un cordón tirado al azar en el suelo tenía la
forma de los números que podían ser el premio mayor de la lotería, que un pájaro sin ojos se había
extraviado dentro del comedor y sólo pudieron espantarlo con La Magnifica cantada. Creía descifrar
con claves secretas la identidad de los protagonistas y los lugares de las canciones que le llegaban de la
Provincia. Se imaginaba desgracias que tarde o temprano sucedían, presentía quién iba a llegar de
Riohacha con un sombrero blanco, o de Manaure con un cólico que sólo podía curarse con hiel de
gallinazo, pues además de profeta de oficio era curandera furtiva (García Márquez, 2002, pp. 94-95).
g. El autor habla de la mujer que cuidó a su abuela luego de que muere su abuelo. Elvira Carrillo,
quien en su vida lidió con eventos sobrenaturales. “Elvira Carrillo, que tampoco conoció varón
por voluntad propia, se quedó sola en la soledad inmensa de la casa. A medianoche la despertaba
el espanto de la tos eterna en los dormitorios vecinos, pero nunca le importó, porque estaba
acostumbrada a compartir también las angustias de la vida sobrenatural” (García Márquez, 2002,
p. 150).
h. La madre de García Márquez era muy supersticiosa y creía en los fantasmas y espíritus. Un
ejemplo de esto es cuando se mudan a Barranquilla y cree que en su propia casa está el fantasma
de una mujer acuchillada.
Me impresionó su mal estado de ánimo, que se agravó desde la primera noche, aterrada por la idea que
ella misma inventó, sin fundamento alguno, de que allí había vivido la Mujer X antes de que la
acuchillaran. El crimen se había cometido hacía siete años, en la estancia anterior de mis padres, y fue
tan aterrador que mi madre se había propuesto no volver a vivir en Barraquilla. Tal vez lo había
olvidado cuando regresó aquella vez, pero le volvió de golpe desde la primera noche en una casa
sombría en la que había detectado al instante un cierto aire del castillo de Drácula (García Márquez,
2002, p. 160).
i.
No solo era su madre la que contribuyó a que estampara supersticiones en sus obras, sino que su
padre también lo hizo al adquirir en los pueblos reputación de tener dotes de brujo. “… y papá
flotaba de un aire de buen humor, con el consultorio repleto y la farmacia bien surtida, sobre todo
los domingos en que llegaban los pacientes de los montes vecinos. No sé si supo nunca que
aquella afluencia obedecía en efecto a su fama de buen curador, aunque la gente del campo no se
la atribuía a las virtudes homeopáticas de sus globulitos de azúcar y sus aguas prodigiosas, sino a
sus buenas artes de brujo” (García Márquez, 2002, pp. 195-196).
j.
Un ejemplo, que más que de superstición es de realidades que no tienen una explicación lógica y
racional, es el siguiente: “Durante todo aquel año había insistido en que el maestro Zabala me
enseñara los secretos para escribir reportajes. Nunca se decidió, con su índole misteriosa, pero me
dejó alborotado con el enigma de una niña de doce años sepultada en el convento de Santa Clara,
a la que le creció el cabello después de muerta más de veintidós metros en dos siglos. Nunca me
imaginé que iba a contarlo en una novela romántica con implicaciones siniestras” (García
Márquez, 2002, p. 410).
k. Por último, está el ejemplo del día en que al consultorio de Gabriel Eligio Márquez llegó un
hombre que decía que tenía un mico en su barriga.
Después de examinarlo, mi padre se dio cuenta de que el caso no estaba al alcance de su ciencia, y lo
mandó a un colega cirujano que no encontró el mico que el paciente creía, sino un engendro sin forma
pero con vida propia. Lo que a mí me importó, sin embargo, no fue la bestia del vientre sino el relato
del enfermo sobre el mundo mágico de La Sierpe, un país de leyenda dentro de los límites de Sucre al
que sólo podría llegarse por tremedales humeantes, donde uno de los episodios más corrientes era
vengar una ofensa con un maleficio como aquel de una criatura del demonio dentro del vientre (García
Márquez, 2002, p. 417).
Como se puede apreciar, la vida del autor estuvo rodeada de creencias y situaciones que no tienen
explicación lógica. Esto sin duda ayudó a desatar su imaginación para escribir Cien años de soledad, entre
otras obras, y lograr inyectar de magia un relato que en esencia es real.
Sin embargo, García Márquez no solo se inspiró en las supersticiones de sus familiares, sino en las que él
mismo tenía. Plinio Apuleyo Mendoza, en su obra El olor de la guayaba, lo describe como un ser
supersticioso y bastante acertado con sus predicciones.
Sí, es supersticioso como los indios guajiros que servían en su casa. Cree en objetos, en situaciones o
personas susceptibles de acarrear mala suerte (la pava, dicen en Venezuela; la jettatura, en Italia). Pero
lo más sorprendente es que no se equivoca. Las gentes a quienes les ve un aura de mala suerte la llevan
consigo, en efecto. Gabriel tiene, además, las extrañas aptitudes premonitorias del coronel Aureliano
Buendía. Puede presentir que un objeto va a caer al suelo y quebrarse en añicos. Cuando ocurre,
cuando el objeto cae y se rompe, palidece desconcertado. No sabe cómo y por qué le llegan esas
premoniciones. “Algo va a ocurrir de un momento a otro”, me dijo un primero de enero en Caracas.
Nos disponíamos a salir a la playa, con toallas y trajes de baño al hombro. Tres minutos después,
aquella ciudad fácil y luminosa, sin disturbios desde hacía muchos años, fue estremecida por un
bombardeo: aviones rebeldes atacaban el palacio presidencial donde se hallaba el dictador Pérez
Jiménez. Creo que tiene algo de brujo. Muchas decisiones de su vida corresponden a una especia de
intuición que rara vez puede explicar con razones (Plinio Apuleyo, 1993, pp. 148-149).
Basado en lo encontrado en los pueblos se puede apreciar que todavía existe una cultura muy supersticiosa
y que la gente aún cree ciegamente en las leyendas. De esta realidad, se encontraron tres crónicas para el
producto final, dedicadas a dos situaciones supersticiosas que aún se ven en dos distintos pueblos de la
Costa caribeña. Esto prueba que a pesar de los avances en la ciencia, la cultura costeña sigue siendo una
muy crédula, característica que hace posible que la realidad se una con la magia.
4.3 LA VIOLENCIA Y EL MACHISMO
Para nadie es un secreto que Colombia ha sido un país con un pasado y presente violento. Luego de las
guerras independentistas y la famosa Guerra de los Mil Días, vino la masacre de las bananeras, el
bogotazo, la constante disputa entre liberales y conservadores, el alzamiento de grupos guerrilleros,
paramilitares y carteles del narcotráfico, por solo citar algunos de los enfrentamientos que han llenado esta
nación de sangre.
Teniendo en cuenta que la obra Cien años de soledad de Gabriel García Márquez está basada en historias
y tradiciones reales de la cultura de la Costa Caribe colombiana, es importante hacer un apartado sobre la
violencia que se ve en el relato y que puede ser comparada con las vivencias del autor y de sus
antepasados.
Primero se comenzará enumerando las situaciones de violencia que se observan en la obra Cien años de
soledad y luego las que se pueden vislumbrar en la obra autobiográfica.
a. Se puede observar violencia cuando José Arcadio Buendía reta a un duelo a Prudencio Aguilar,
pues este último le insultó su hombría al revelar que no había consumado el matrimonio con su
esposa Úrsula. A continuación un pedazo del texto que habla sobre el duelo. “Diez minutos
después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se había
concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La
lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera
con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le atravesó la garganta”
(García Márquez, 2014, p. 34).
b. También se puede apreciar cuando estalla la guerra entre liberales y conservadores en el país y
llega a Macondo el Ejército Nacional, que defendía al partido Conservador, para destrozar la
exaltación liberal. Aquí un pedazo de esta escena. “Se impuso el toque de queda a las seis de la
tarde. Se hizo una requisa más drástica que la anterior, casa por casa, y esta vez se llevaron hasta
las herramientas de labranza. Sacaron a rastras al doctor Noguera, lo amarraron a un árbol de la
plaza y lo fusilaron sin fórmula de juicio. El padre Nicanor trató de impresionar a las autoridades
militares con el milagro de la levitación, y un soldado lo descalabró de un culatazo” (García
Márquez, 2014, p. 128).
c. Otro momento en el que se puede ver que la guerra imperaba en el pueblo, tal como lo ha hecho
en Colombia, es cuando el padre Nicanor se queja, pues ya ningún bando tiene ideales y ya nadie
sabe por qué están verdaderamente luchando.
… pero los revolucionarios conocían la verdad, y más que nadie el coronel Aureliano Buendía.
Aunque en ese momento mantenía más de cinco mil hombres bajo su mando y dominaba dos estados
del litoral, tenía conciencia de estar acorralado contra el mar, y metido en una situación política tan
confusa que cuando ordenó restaurar la torre de la iglesia desbaratada por un cañonazo del ejército, el
padre Nicanor comentó en su lecho de enfermo:-Esto es un disparate: los defensores de la fe de Cristo
destruyen el templo y los masones lo mandan componer- (García Márquez, 2014, p. 168).
d. Una escena parecida a la anterior ocurre cuando el coronel Aureliano Buendía conversa con su
amigo, el coronel Gerineldo Márquez, acerca de las batallas que tenían contra los conservadores.
“-Dime una cosa, compadre: ¿Por qué estás peleando? -Por qué ha de ser, compadre-contestó el
coronel Gerineldo Márquez-: por el gran Partido Liberal. -Dichoso tú que lo sabes-contestó él-.
Yo, por mi parte, apenas ahora me doy cuenta que estoy peleando por orgullo” (García Márquez,
2014, p. 170).
e. Un perfecto ejemplo es el de la masacre de las bananeras que ocurre en Macondo, una escena
polémica teniendo en cuenta que esto mismo sucedió en diciembre de 1928. Todavía existe el
debate entre los que dicen que jamás sucedió y los que respaldan la versión de los descendientes
de aquellos obreros, quienes dicen que sí hubo una masacre.
Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán
dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía
una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran sido cargadas con engañifas de pirotecnia, porque
se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la
más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía
petrificada por una invulnerabilidad instantánea” (García Márquez, 2014, pp. 371-372).
Ahora, los ejemplos de violencia que rodearon la vida del autor Gabriel García Márquez.
a. El primero ocurre cuando su madre le cuenta al autor lo que sucedió en diciembre de 1928 en la
zona bananera en Colombia. Esto es de vital importancia, ya que, como se pudo apreciar
anteriormente, hace parte de la historia de Cien años de soledad.
Yo seguí la dirección de su índice y vi la estación: un edificio de maderas descascaradas, con techos de
cinc de dos aguas y balcones corridos, y enfrente una plazoleta árida en la cual no podían caber más de
doscientas personas. Fue allí, según me precisó mi madre aquel día, donde el ejército había matado en
1928 un número nunca establecido de jornaleros del banano. Yo conocía el episodio como si lo hubiera
vivido, después de haberlo oído contado y mil veces repetido por mi abuelo desde que tuve memoria:
el militar leyendo el decreto por el que los peones en huelga fueron declarados una partida de
malhechores; los tres mil hombres, mujeres y niños inmóviles bajo el sol bárbaro después que el oficial
les dio un plazo de cinco minutos para evacuar la plaza; la orden de fuego, el tableteo de las ráfagas de
escupitajos incandescentes, la muchedumbre acorralada por el pánico mientras la iban disminuyendo
palmo a palmo con las tijeras metódicas e insaciables de la metralla (García Márquez, pp. 22-23).
b. El segundo es de un caso que impresionó al autor y trata sobre un horrible suceso en una finca
bananera. “Las matanzas no eran sólo por las reyertas de los sábados. Una tarde cualquiera oímos
gritos en la calle y vimos pasar un hombre sin cabeza montado en un burro. Había sido decapitado
a machete en los arreglos de cuentas de las fincas bananeras y la cabeza había sido arrastrada por
las corrientes heladas de la acequia. Esa noche le escuché a mi abuela la explicación de siempre:Una cosa tan horrible sólo pudo hacerla un cachaco” (García Márquez, pp. 54-55).
c. El tercer caso es uno en el que muestra la mentalidad violenta que había y que se sigue viendo en
la cultura costeña
… su hermano gemelo, Esteban Carrillo, se mantuvo lúcido y dinámico hasta muy viejo. En cierta
ocasión en que desayunaba con él me acordé con todos los detalles visuales que a su padre habían
tratado de tirarlo por la borda en la lancha de Ciénaga, levantado en hombros de la muchedumbre y
manteado como Sancho Panza por los arrieros. Para entonces Papalelo ya había muerto, y le conté el
recuerdo al tío Esteban porque me pareció divertido. Pero él se levantó de un salto, furioso porque no
le había contado a nadie tan pronto ocurrió, y ansioso de que lograra identificar en la memoria al
hombre que conversaba con el abuelo en aquella ocasión, para que le dijera quiénes eran los que
trataron de ahogarlo.(…) En todo casi, me dijo Esteban, nunca sería tarde para que él y sus hermanos
castigaran la afrenta. Era la ley guajira: el agravio a un miembro de la familia tenían que pagarlo todos
los varones de la familia del agresor (García Márquez, 2002 p.150).
d. Un cuarto ejemplo es cuando el sargento descubre que es el autor el que se está acostando con su
esposa. No lo mata finalmente, pues dice que conoce a la familia, pero sí se logra ver cómo actúan
los hombres en estos casos.
Puso el revólver sobre la mesa, destapó una botella de ron de caña, la puso junto al revólver y nos
sentamos frente a frente a beber sin hablar. No podía imaginarme lo que iba a hacer, pero pensé que si
quería matarme lo habría hecho sin tantos rodeos.(…) Habíamos terminado la primera botella cuando
se desplomó el diluvio. Él destapó entonces la segunda, se apoyó el cañón en la sien y me miró muy
fijo con unos ojos helados. Entonces apretó el gatillo a fondo, pero martilló en seco. Apenas si podía
controlar el temblor de la mano cuando me dio el revólver.-Te toca a ti-me dijo (García Márquez,
2002, p. 261).
e. Laureano Gómez quiere llegar al poder y lo hace generando más violencia entre los miembros de
su Partido Conservador y los del Partido Liberal.
Laureano Gómez se preparó desde entonces para sucederlo con el recurso de utilizar las fuerzas
oficiales con una violencia en toda línea. Era otra vez la realidad histórica del siglo XIX, en el que no
tuvimos paz sino treguas efímeras entre ocho guerras civiles generales y catorce locales, tres golpes de
cuartel y por último la guerra de los Mil Días, que dejó unos ochenta mil muertos de ambos bandos en
una población de cuatro millones escasos. Así de simple: era todo un programa común para retroceder
cien años (García Márquez, 2002, pp. 290-291).
Estos son algunos ejemplos de la violencia que se aprecia en Cien años de soledad y que fue
experimentada de primera o de segunda mano por el autor. Sin embargo, hay otro tipo de violencia, una
que no es física, pero sí emocional. Aunque se ha dicho anteriormente que las mujeres para García
Márquez son las verdaderas cabezas del hogar y las que mantienen el orden de las cosas, hay que hacer un
paréntesis en la forma como también las mismas mujeres son las encargadas de violentar sus derechos.
Tanto en la obra Cien años de soledad como en varios apartados de su autobiografía, García Márquez
muestra cómo el machismo, que aún impera en la Costa Caribe colombiana, se impone gracias a las
mismas mujeres. A continuación, algunos ejemplos de cómo las mujeres se encargaron en la obra de
permitir el machismo y de cómo se puede ver ese mismo machismo en la vida del autor.
a. Se pueden observar actitudes machistas desde el comienzo de la obra Cien años de soledad,
cuando a José Arcadio Buendía le toca matar a Prudencio Aguilar porque este último le había
insultado su honra.
De modo que la situación siguió igual por otros seis meses, hasta el domingo trágico en que José
Arcadio Buendía le ganó en una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado por la sangre
de su animal, el perdedor se apartó de José Arcadio Buendía para que toda la gallera pudiera oír lo que
iba a decirle. –Te felicito-gritó. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer-. José Arcadio
Buendía, sereno, recogió su gallo.-Vuelvo en seguida-, dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar: -Y
tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar (García Márquez, 2014, pp. 33-34).
b. En Cien años de soledad, el narrador deja ver una costumbre machista, muy común en la Costa
Caribe, a través de dos sucesos con respecto al coronel Aureliano Buendía. Las madres tendían a
llevar a sus hijas al dormitorio de hombres que se consideraban héroes, puesto que mejoraban la
raza, según ellas, o simplemente como regalo. “En cierta ocasión una mujer muy bella entró a su
campamento de Tucurinca y pidió a los centinelas que le permitieran verlo. La dejaron pasar,
porque conocían el fanatismo de algunas madres que enviaban a sus hijas al dormitorio de los
guerreros más notables, según ellas mismas decían, para mejorar la raza” (García Márquez, 2014,
pp. 157-158).
Otro ejemplo de esto está cuando el narrador dice: “Úrsula ignoraba entonces la costumbre de
mandar doncellas a los dormitorios de los guerreros, como se les soltaban gallinas a los gallos
finos, pero en el curso de ese año se enteró: nueve hijos más del coronel Aureliano Buendía
fueron llevados a la casa para ser bautizados” (García Márquez, 2014, pp. 187-188).
c. En la obra, Aureliano Segundo tiene dos mujeres y su esposa, Fernanda del Carpio, se lo acepta.
La infidelidad de los hombres es una costumbre machista en la Costa que, tanto en esta obra como
en la vida del autor y la mentalidad de hoy en día, es alcahueteada por la mayoría de las mujeres.
“… la única promesa que le impuso Fernanda fue que no se dejara sorprender por la muerte en la
cama de su concubina. Así continuaron viviendo los tres, sin estorbarse, Aureliano Segundo
puntual y cariñoso con ambas, Petra Cotes pavoneándose de la reconciliación, y Fernanda
fingiendo que ignoraba la verdad” (García Márquez, 2014, p. 259).
En la obra autobiográfica del autor Gabriel García Márquez hay varios episodios y personas de la vida del
escritor que van de la mano con estos relatos de Cien años de soledad. A continuación, los ejemplos.
a. El primer ejemplo en sí es el del abuelo materno del autor, el coronel Nicolás Márquez, quien
peleó en las filas del general liberal Rafael Uribe Uribe durante la guerra de los Mil Días. Este
hombre fue fundamental para la vida del escritor, ya que en su obra autobiográfica constantemente
habla sobre él. Es mencionado en este momento, pues, aunque el escritor no presencia de primera
mano las batallas en las que luchó el coronel, sus historias dieron abasto para que el autor lograra
recrear el momento. Esto es importante porque la guerra de los Mil Días, en la cual peleó el
abuelo y que se llevó a cabo en Colombia desde 1899 hasta 1902, es una muestra más de la
violencia entre liberales y conservadores que se puede observar en Cien años de soledad. Además,
con el abuelo se logran vislumbran posiciones machistas que su esposa, Tranquilina Iguarán,
permitía. A continuación, los momentos cruciales que muestran a Papalelo, nombre que utiliza el
autor para referirse a su abuelo.
i.
Un ejemplo es cuando el abuelo logra escapar de un atentado contra su vida. García
Márquez se encontraba con él en el mismo buque, pero no presenció el ataque. Sin
embargo, sí fue testigo de una conversación en la que se evidencia la importancia de este
hombre.
Mientras se afeitaba, seguía conversando con un hombre que todavía hoy podría
reconocer a primera vista. Tenía un perfil de cuervo, inconfundible; un tatuaje de
marinero en la mano derecho, y llevaba colgadas del cuello varias cadenas de oro
pesado, y pulseras y esclavas, también de oro, en ambas muñecas. Yo acababa de
vestirme y estaba sentado en la cama poniéndome las botas, cuando el hombre le
dijo a mi abuelo:
-No lo dude, coronel. Lo que querían hacer con usted era echarlo al agua.
Mi abuelo sonrió sin dejar de afeitarse, y con una altivez muy suya, replicó:
-Más les valió no atreverse (García Márquez, 2002, p. 19).
ii.
El coronel Nicolás Márquez es descrito por el autor en su obra autobiográfica como un
hombre importante en la guerra de los Mil Días, siempre defendiendo al Partido Liberal.
A continuación un ejemplo de esto:
La primera habitación servía como sala de visitas y oficina personal del abuelo.
Tenía un escritorio de cortina, una poltrona giratoria de resortes, un ventilador
eléctrico y un librero vacío con un solo libro enorme y descosido: el diccionario
de la lengua. Enseguida estaba el taller de platería donde el abuelo pasaba sus
horas mejores fabricando los pescaditos de oro de cuerpo articulado y minúsculos
ojos de esmeraldas, que más le daban de gozar que de comer. Allí se recibieron
algunos personajes de nota, sobre todo políticos, desempleados públicos y
veteranos de guerras. Entre ellos, en ocasiones distintas, dos visitantes históricos:
los generales Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, quienes almorzaron en
familia. (García Márquez, 2002, p. 45).
iii.
El siguiente es de cuando el coronel Márquez mató a un hombre por cuestión de honor.
Esto es importante, ya que la historia sobre José Arcadio Buendía y Prudencio Aguilar
estuvo basada en este hecho. Aquí se entrecruza la violencia con el machismo, debido a
que Nicolás Márquez mata a una persona por defender su honra.
El drama fue en Barrancas, un pueblo pacífico y próspero en las estribaciones de
la Sierra Nevada donde el coronel aprendió de su padre y su abuelo el oficio del
oro, y adonde había regresado para quedarse cuando se firmaron los tratados de
paz. El adversario era un gigante dieciséis años menor que él, liberal de hueso
colorado, como él, católico militante, agricultor pobre, casado reciente y con dos
hijos, y con un nombre de hombre bueno: Medardo Pacheco. Lo más triste para el
coronel debió ser que no fuera ninguno de los numerosos enemigos sin rostro que
se le atravesaron en los campos de batalla, sino un antiguo amigo, copartidario y
soldado suyo en la guerra de los Mil Días, al que tuvo que enfrentar a muerte
cuando ya ambos creían ganada la paz (García Márquez, 2002, p. 50).
iv.
Se logra ver machismo en el párrafo a continuación, ya que el narrador evidencia la ironía
de que al coronel le parezca que Gabriel Eligio, padre de García Márquez, tenga
demasiados hijos regados, puesto que él había engendrado, dentro del matrimonio con su
esposa Tranquilina Iguarán, hijos de otras mujeres y esta los había aceptado a todos como
si fueran suyos. La infidelidad de los hombres es aceptada por las mujeres tanto en la obra
Cien años de soledad como en la obra autobiográfica. “Es sorprendente que aquella
conducta irregular pudiera causarle inquietudes morales al coronel Márquez, que además
de sus tres hijos oficiales había tenido otros nueve de distintas madres, antes y después del
matrimonio, y todos eran recibidos por su esposa como si fueran suyos” (García Márquez,
p. 65).
v.
El autor deja claro que el matrimonio de sus abuelos era un buen ejemplo de cómo se
combina el machismo con la cultura matriarcal. “La impresión que tengo hoy es que la
casa con todo lo que tenía dentro sólo existía para él, pues era un matrimonio ejemplar del
machismo en una sociedad matriarcal, en la que el hombre es el rey absoluto de su casa,
pero la que gobierna es su mujer. Dicho sin más vueltas, él era el macho. Es decir: un
hombre de una ternura exquisita en privado, de la cual se avergonzaba en público,
mientras que su esposa se incineraba por hacerlo feliz” (García Márquez, 2002, p. 100).
b. Este ejemplo es uno que muestra una costumbre costeña que aún se ve en algunas partes: el del
derecho de pernada que tienen algunos dueños de tierra o personas importantes y que consiste en
quitarles la virginidad a las mujeres de su reino.
El estreno me dio un impulso vital. Las vacaciones eran de diciembre a febrero, y me pregunté cuántas
veces dos pesos debería conseguir para volver con ella. Mi hermano Luis Enrique, que ya era un
veterano del cuerpo, se reventaba de risa porque alguien de nuestra edad tuviera que pagar por algo
que hacían dos al mismo tiempo y los hacía felices a ambos.
Dentro del espíritu feudal de La Mojona, los señores de la tierra se complacían en estrenar a las
vírgenes de sus feudos y después de unas cuantas noches de mal uso las dejaban a merced de su suerte.
Había para escoger entre las que salían a cazarnos en la plaza después de los bailes (García Márquez,
2002, p. 198).
En el trabajo de campo que se hizo en los distintos pueblos de la Costa Caribe, se encontraron muchas
historias relacionadas con la violencia y el machismo. Las que fueron escogidas y eventualmente
convertidas en crónicas narrativas van de la mano con el derecho de pernada de los hombres poderosos y
la violencia entre los paramilitares, la guerrilla y el Ejército Nacional.
4.4 EL RÍO MAGDALENA
Gracias a los aportes de su autobiografía Vivir para contarla, es evidente el papel protagónico que jugó el
Río Grande de la Magdalena en la vida del escritor colombiano Gabriel García Márquez, puesto que en
cada travesía se encontraba con personajes y vivía situaciones que luego, de una manera u otra, llegarían a
ser impregnados por su tinta. A continuación algunos ejemplos tomados de las obras del autor
anteriormente mencionadas, que indican por qué se puede asociar a García Márquez con las aguas del río.
a. Este siguiente texto, tomado de su obra autobiográfica, demuestra que para este hombre no era
cualquiera la travesía por el río Magdalena en la que se embarcaba dos veces al año, ya que en ella
siempre arribaba a su destino un poco más sabio. No era el punto de llegada lo que importaba,
sino el tiempo que duraba navegando por esas aguas. “Hoy me atrevo a decir que por lo único que
quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de aquel viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta
varias veces durante los cuatro años que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad,
y cada día aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela. Quienes no lo
hicieron en aquellos tiempos no pueden ni siquiera imaginarse cómo era” (García Márquez, 2002,
p. 212).
b.
Otro ejemplo de la importancia de la navegación por el río se muestra cuando el autor escribe:
Los viajes eran lentos y sorprendentes. Los pasajeros nos sentábamos en la terraza todo el día para
ver los pueblos olvidados, los caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las mariposas
incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de la estela del buque, el averío de
los patos
de las ciénagas interiores, los manatíes que cantaban en los playones mientras
amamantaban a sus crías. Durante todo el viaje uno despertaba al amanecer aturdido por el alboroto
de los micos y el escándalo de las cotorras (García Márquez, 2002, pp. 2-3).
c. Se evidencia también cuando el narrador dice: “Ahora es raro que uno conozca a alguien en los
aviones. En los buques fluviales los estudiantes terminábamos por parecer una sola familia, pues
nos poníamos de acuerdo todos los años para coincidir en el viaje” García Márquez, 2002, p. 213).
d. En este siguiente párrafo es evidente que la travesía no solo era importante para ver la naturaleza,
sino por las personas y el impacto que estas llegaban a tener en él.
Otro pasajero me llamó la atención por su distancia. Era joven, robusto, de piel rubicunda y
lentes de miope, y una calvicie prematura muy bien tenida. Me pareció la imagen perfecta
del turista cachaco. Desde el primer día acaparó la poltrona más cómoda, puso varias torres
de libros nuevos en una mesita y leyó sin espabilar desde la mañana hasta que lo distraían
las parrandas de la noche. Cada día apareció en el comedor con una camisa de playa
diferente y florida, y desayunó, almorzó, comió y siguió leyendo solo en la mesa más
arrinconada. No creo que hubiera cruzado un saludo con nadie. Lo bauticé para mí como el
lector insaciable (García Márquez, 2002, p. 214).
e. “Yo no sabía qué hacer de mí, hasta que en La Gloria se embarcó un grupo de estudiantes que
armaban tríos y cuartetos en las noches y cantaban hermosas serenatas con boleros de amor.
Cuando descubrí que les sobraba un tiple me hice cargo de él, ensayé con ellos en las tardes y
cantábamos hasta el amanecer. El tedio de mis horas libres encontró remedio por una razón del
corazón: el que no canta no puede imaginarse lo que es el placer de cantar” (García Márquez, pp.
215-216). En esta cita anterior se logra evidenciar el tipo de situaciones que se llegaban a vivir en
el río.
f.
A continuación, otra muestra de lo que sucedía en los viajes por el río Magdalena.
Cada viaje dejaba grandes enseñanzas de vida que nos vinculaban de un modo efímero pero
inolvidable a la de los pueblos de paso, donde muchos de nosotros se enredaron para siempre con su
destino. Un renombrado estudiante de medicina se metió sin ser invitado en un baile de bodas, bailó
sin permiso con la mujer más bonita de la fiesta y su marido lo mató de un tiro. Otro se casó en una
borrachera épica con la primera muchacha que le gustó en Puerto Berrío, y sigue feliz con ella y con
sus nueve hijos. José Palencia, nuestro amigo de Sucre, se había ganado una vaca en un concurso de
tamboreros en Tenerife, y allí mismo la vendió por cincuenta pesos: una fortuna para la época
(García Márquez, 2002, p. 217).
g. Cuando el autor escribe: “El 19 de enero de 1961, diecisiete años después, lo recuerdo como un
día ingrato, por un amigo que me llamó por teléfono a México para contarme que el vapor David
Arango se había incendiado y convertido en cenizas en el puerto de Magangué. Colgué con la
conciencia horrible de que aquel día se acababa mi juventud, y de que lo poco que ya nos quedaba
de nuestro río de nostalgias se había ido al carajo” (García Márquez, 2002, p. 216), demuestra que
fue un día triste para Colombia, pues el barco de vapor David Arango, el último que quedaba, se
incineró y con él la posibilidad de navegar por el río Magdalena como un turista, con más ansias
de disfrutar del recorrido que del destino en sí. En el producto final se encuentra una crónica de
tres magangueleños que estuvieron presentes el día que se quemó el vapor y que fueron testigos
varias veces de la maravilla que era viajar por esa máquina.
Aunque García Márquez no menciona el río Magdalena en la obra estudiada Cien años de soledad, sí lo
hace protagonista en otras dos obras: El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto.
Nicolás Pernett, historiador de la Universidad Nacional, resalta la importancia del río en estas dos últimas
obras en su ensayo “El río de la vida: el Magdalena en la obra de Gabriel García Márquez”.
Pernett comienza resaltando que “en la década de los ochenta, García Márquez añadiría un nuevo
escenario a su universo novelado, esta vez uno plenamente real de la geografía nacional: el Río Grande de
la Magdalena, que aparece y es protagonista en sus novelas El amor en los tiempos del cólera (1985) y El
general en su laberinto (1989)” (Pernett, 2014, p. 3).
En El amor en los tiempos del cólera se ve el río Magdalena como protagonista y como medidor de
tiempo, ya que durante la novela se puede apreciar la decadencia que sufre esta arteria fluvial. Esto es
vital, pues en la crónica del producto final es evidente que las travesías por el río son solo recuerdos para
los magangueleños que cuentan el relato. A continuación un pedazo de la obra El amor en los tiempos del
cólera que evidencia el declive de la navegabilidad del río.
Navegaban muy despacio por un río sin orillas que se dispersaba entre playones áridos hasta el
horizonte. Pero al contrario de las aguas turbias de la desembocadura, aquellas eran lentas y diáfanas, y
tenían un resplandor de metal bajo el sol despiadado. Fermina Daza tuvo la impresión de que era un
delta poblado de islas de arena.
—Es lo poco que nos va quedando del río –le dijo el capitán.
Florentino Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al día siguiente,
cuando la navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta de que el río padre de La Magdalena, uno de
los grandes del mundo, era solo una ilusión de la memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la
deforestación irracional había acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los buques habían
devorado la selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió como una opresión en
su primer viaje. Fermina Daza no vería los animales de sus sueños: los cazadores de pieles de las
tenerías de Nueva Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían los muertos con las fauces
abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla para sorprender a las mariposas, los loros
con sus algarabías y los micos con sus gritos de locos se habían ido muriendo a medida que se les
acababan las frondas, los manatíes de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban
con voces de mujer desolada en los playones eran una especie extinguida por las balas blindadas de los
cazadores de placer (García Márquez, 2012, p. 450).
Nicolás Pernett, además, resalta que en El amor en los tiempos del cólera:
Su protagonista, Florentino Ariza, emprende un primer viaje por este río a finales del siglo XIX para
olvidar el desaire de Fermina Daza y reponerse de las penas del corazón lejos de su costa natal. El
buque en el que viaja es uno de los que se hicieron comunes en la navegación de vapor de mediados
del siglo XIX, con varios pisos de camarotes y una rueda en la popa movilizada por la fuerza de las
máquinas alimentadas por los árboles talados en la propia ribera. Comandado por uno de los capitanes,
que en la obra de García Márquez son siempre sabios y justos, la embarcación se ve sometida a las
veleidades del río, que sube y baja, se arremolina o se hace uniforme, de acuerdo con la temporada del
año y con los accidentes del trayecto (Pernett, 2014, p. 4).
Por otro lado, en El general en su laberinto, obra que trata sobre el último recorrido por las aguas del río
Magdalena del general Simón Bolívar, es inmediatamente indiscutible la importancia de este río para el
relato. Pernett dice acerca del papel que juega esta arteria fluvial en la obra lo siguiente: “También en El
general en su laberinto el Magdalena es el escenario en el que un derrotado y envejecido Simón Bolívar
da muestras de que todavía hay vida y proyectos por realizar en su desgastado corazón, y casi hasta el
final se le ve planeando posibles estrategias para retomar el poder y realizar su sueño de unión americana,
a pesar de que la vida se le escurre entre las manos” (Pernett, 2014, p. 4).
A pesar de que no hace parte de la obra Cien años de soledad, se decidió escogerlo como temática, ya que
los pueblos visitados son en su mayoría ribereños y las anécdotas con respecto a este gran afluente se
asemejan mucho a las que García Márquez evidenció en su obra Cien años de soledad.
5. LOS TESTIMONIOS
Después de los recorridos por los municipios de Pivijay El Piñón, Barranquilla, Magangué, Mompox y
San Jacinto, fueron muchas las anécdotas recogidas que evidenciaban cada una de las temáticas que
anteriormente se han examinado. Sin embargo, solo diez de estas fueron transformadas en crónicas
narrativas para el producto final.
5.1 TESTIMONIOS DE LA CULTURA MATRIARCAL
5.1.1 LA PRIMERA ÚRSULA
Para evidenciar la cultura matriarcal que aún se presenta en la Costa Caribe, se escogieron tres mujeres
que representan, cada una de una manera distinta, a la enigmática Úrsula Iguarán. En el municipio de
Mompox, Bolívar, está una de ellas, Faiza Gutiérrez de Piñeres.
Esta mujer de 83 años es un reflejo del personaje de Cien años de soledad, ya que, al igual que Úrsula, ha
sido desde que enviudó hace casi tres décadas, el sostén económico de la familia y la verdadera cabeza del
hogar. A pesar de su edad, controla todo desde su casa y no permite que nadie le diga qué hacer. Es
evidente con el testimonio a continuación que esto es verídico.
“Mija, en esta casa mi marido terminó casi dependiendo de mí. Yo iba siempre al lado de él, haciendo las
cuentas, acompañándolo en sus giras de hasta tres días para lograr llevar los 900 novillos que
mandábamos semanalmente a distintos puertos ribereños, dirigiendo cuanto empleado se necesitara dirigir.
Encima, yo eduqué a mis seis hijos, a una nieta y a un hijo natural que Germán tuvo antes de que nos
casáramos. Mi marido nunca supo qué era eso, él se dedicaba honradamente al trabajo. Yo, en cambio,
hacía ambas cosas. Tuve cinco empleados para que me ayudaran, pero siempre todo iba bajo mi orden. A
todos mis hijos los mandé a estudiar a Bogotá, inclusive mandé a Barranquilla a estudiar a los dos hijos de
una de mis empleadas de confianza. A Germán hasta le enseñé a comer, pues él no tenía idea de lo que era
alimentarse como se debía y yo eso también se lo di. Por eso, aunque me dolió en el alma perderlo, cuando
me dejó hace 28 años, yo tenía ya todo organizado y sabía exactamente cómo manejarlo todo, pues, en
últimas, siempre he sido yo la que lo he controlado”.
5.1.2 LA SEGUNDA ÚRSULA
La segunda Úrsula Iguarán fue encontrada en el municipio de El Piñón, Magdalena, y se llama Antonia
Brochero Meléndez. A pesar de que murió en el mes de abril del 2012, se entrevistaron tres de sus cinco
hijos, Roberto Zambrano Brochero, Ruby Zambrano Brochero y Edith Zambrano Brochero, quienes
contaron las anécdotas que la hicieron llegar a hacer parte del conjunto de crónicas.
Esta mujer, que murió a sus 93 años, es considerada la segunda Úrsula, por cuanto durante su vida siempre
tuvo mucho contacto con personas consideradas locas por su forma de actuar y su forma de ser, y fue muy
generosa con ellas. La locura y la cultura matriarcal son dos temáticas que se entrelazan en esta crónica.
En el siguiente testimonio de la hija mayor, Ruby Zambrano Brochero, se puede justificar lo anteriormente
escrito.
“Mi madre era la madre de los locos. Durante toda su vida, su casa, tanto en El Piñón como en
Barranquilla, se caracterizó por tener las puertas abiertas de par en par. Por eso, allí entraba el que fuese y
a todos los aceptaba como hijos. Los locos comenzaron desde que nosotros éramos pequeños. Estaba la
Niña Carranza que se enloqueció después de perder a una hija y llegaba a la casa gritando porque había
soñado con hombres desnudos que cargaban botas y comenzaba a limpiar el patio mientras les rezaba a los
dioses para que dejaran todo limpio”.
También se puede demostrar que Antonia era una muestra de una Úrsula Iguarán con la siguiente historia
acerca de la loca de la calle, Luz. Esta anécdota fue contada por su segundo hijo, Roberto Zambrano
Brochero.
“Luz era un personaje verdaderamente macondiano. Entraba a la casa cuando se escondía el sol y, sin
importar que estuviese Raimundo y todo el mundo en la casa, ella se quitaba toda la ropa, se echaba
encima dos tarros de polvo Mexana y se sentaba en el comedor a rezarles a sus dioses. Le pedí mil veces a
mi mamá que semejante espectáculo no lo podía hacer en el comedor enfrente de todo el mundo, pero mi
mamá, como siempre, autoritaria y dueña de su vida, no aceptaba y dejaba que Luz continuara con su
ritual nocturno. Luz pasaba todo el día recolectando cosas y al final de la tarde llegaba y se las entregaba a
mi mamá. No eran cosas de valor, sino cosas que encontraba en el piso. No sabemos cuándo llegó, pero
sabemos que se quedó hasta que murió mi mamá. Luego, como parte de una promesa que le hicimos a mi
mamá, la metimos en un sanatorio en Puerto Colombia y allá sigue rezando, solo que sin el polvo”.
5.1.3 LA TERCERA ÚRSULA
Quizás la más parecida de todas las versiones de este personaje macondiano es la tercera, Berta Pérez de
Caro. Las anécdotas contadas por ella y tres de sus cinco hijos, Mireya, Roberto y María Ángelica,
ejemplifican con su forma de ser tan autoritaria la cultura matriarcal que tanto se ha discutido en esta tesis.
Con el siguiente texto se busca probar el parecido de esta piñonera de nacimiento, pero barranquillera de
corazón, con el personaje centenario.
“Yo marché y les hice política a todos los candidatos presidenciales de mi partido. Fui una mujer
revolucionaria para la época, ya que no muchas mujeres se le medían a eso. Yo iba en contra de los ideales
políticos de mi marido y casi siempre estábamos en desacuerdo en esos temas. Además, encontraba el
tiempo para criar a mis cinco hijos, mientras mi querido esposo iba a encargarse de las tierras que
teníamos en el Magdalena. Él podía mandar allá en la finca, pero yo mandaba aquí en la casa. Y no le
digas a él, pero hasta el sol de hoy puedo decir que sigue siendo así”.
5.2 TESTIMONIOS DE VIOLENCIA Y MACHISMO
Como se pudo observar en el análisis de violencia y machismo, estas temáticas han sido muy recurrentes
tanto en la historia de Colombia como en la de Macondo. Hoy en día, se siguen presentando situaciones
parecidas en la Costa Caribe. Estos son algunos ejemplos.
5.2.1 PLAYÓN DE OROZCO
El nueve de enero del año 1999 se llevó acabo en el corregimiento del Playón de Orozco, a solo unos diez
minutos de Pivijay una de las tragedias más espantosas que han vivido en toda su existencia. Al igual que
en Cien años de soledad, la violencia en los pueblos de la provincia caribeña es muy recurrente y las
masacres que se han vivido dejan secuelas para el resto de la vida.
Este relato tiene dos parecidos con las luchas y masacres que se evidencian en Macondo: el primero, el
Playón de Orozco se convirtió en un territorio donde la población civil no contaba y constantemente
estaba bajo el mando de alguno de los dos grupos armados en Colombia, las autodefensas y la guerrilla, y
el segundo es que no había autoridad religiosa o gubernamental que tuviera poder, puesto que las armas
eran las que realmente indicaban la capacidad de mando. Este parecido se puede observar en Macondo, ya
que las casas siempre estaban cambiando de color, a veces de azul y a veces de rojo, puesto que dependía
de qué partido, liberal o conservador, estuviera intimidando con armas el pueblo. Además, se puede
comparar esta masacre con la de las bananeras, la cual tiene suma importancia en la historia de Cien años
de soledad porque en ningún caso hubo indemnización por parte del gobierno.
Los testimonios en esta historia son de Santander Enrique de la Hoz, quien escucha los tiroteos desde su
casa a un par de kilómetros de distancia, Joaquín Enrique de la Hoz, hijo de este último quien presencia de
primera mano la masacre y se salva por un milagro, y Filadelfia Pabón, quien ese día escuchó la muerte de
tres de sus cinco hijos. En el párrafo a continuación se puede vislumbrar un poco de la historia de esta
madre doliente.
“Cuando escuché que llamaban a un orejón, mi corazón se detuvo. Ese presentimiento de madre cuando
sabes que es el tuyo el que está afuera. Efectivamente, me mataron a mi hijo Juan Esteban y yo escuché
sus últimos llantos. Pero mi martirio no acabó ahí, pues en el momento en el que a Juan Esteban lo matan,
Martín, mi segundo hijo, gritó desconsoladamente y lo cogieron a él casi inmediatamente. Mi corazón se
encogió de tristeza. Las mujeres que estaban encerradas ahí conmigo intentaron consolarme, pero era
inútil. Y lo que no sabía yo en ese momento es que todavía me faltaba un golpe duro por soportar, pues mi
tercer hijo, Daniel, ya casi cuando iban a acabar con la masacre, ya casi cuando estaba todo por terminar,
fue escogido. Así como así, me lo mataron también. Él tan solo tenía 20 años.
5.2.2 EL DERECHO DE PERNADA
Esta historia fue encontrada en el mismo municipio de Pivijay, en el departamento del Magdalena y es una
de las historias que más se asemejan a las que contó el autor García Márquez. Luz Daris Cañones cuenta
su trágica historia, producto del machismo de la Costa Caribe, en la que pierde su virginidad como
reclamo de un derecho de pernada. En la historia, ella cuenta cómo fue entregada como regalo por parte de
su misma abuela a los brazos del hombre más rico del pueblo, Alberto Caballero Zambrano.
Esta historia muestra la cara de cómo fue la vivencia para la muchachita que pierde su virginidad ante un
hombre supuestamente importante. Esta faceta se ve en Cien años de soledad cuando el narrador cuenta
que las madres tenían la costumbre de dar a sus hijas como regalo a los hombres honrosos en batalla, sin
embargo, sí demuestra que es una práctica que pasaba en la guerra y en la vida cotidiana.
“El día que finalmente me llegó la regla, mi abuela gritó de emoción. Mandó en ese momento a llamar a
Tío Negro para que supiera que en unos cinco días ya yo iba a estar lista para él. Para muchas personas el
día en que por fin se convierten en señoritas puede ser un día bonito, pero para mí fue el peor día de mi
vida. Lloré hasta que mi abuela me gritó que dejara la pendejada, que todas habían pasado por eso y que
yo no iba a ser la excepción. Desde ese día solo lloré a escondidas por miedo a que me fuera a ver”.
5.3 TESTIMONIO DE LAS SUPERSTICIONES
5.3.1 LA COLA DE PUERCO
La historia más impresionante de todas es la de la famosa cola de puerco. Esa cola, a la que tanto miedo le
tenía Úrsula Iguarán, es una superstición muy común en la Costa Caribe, aún hoy en día. Sin embargo, el
hecho de que se haya encontrado un caso como este, hace que la superstición se convierta en una realidad.
Los nombres verdaderos de la familia no son revelados en la crónica, puesto que la familia de este joven
de 28 años quiso protegerlo. Sin embargo, en esta sustentación sí será mencionado. Se llama Roberto
Caballero Martelo y nació en Barranquilla el 6 de septiembre del año 1986. Sus padres, Roberto Caballero
Pérez y Patricia Martelo, como también se dice en el escrito, son hijos de matrimonios incestuosos. Ella es
de Corozal, Sucre, municipio caracterizado por la cantidad de incestos que hubo entre familias y él
proviene del ya nombrado municipio de El Piñón, Magdalena, donde también ocurría esto.
El joven nació con la columna vertebral abierta, condición que le da la apariencia de tener una cola de
puerco. Aunque en el mismo relato se evidencia que no es por incesto que esto ocurre, sino por una falta
de ácido fólico que se presenta en los embarazos. A pesar de que la ciencia ha desmentido la superstición,
miembros de las familias siguen culpándose los unos a los otros. He aquí un pedazo de la historia.
“Sí, yo nací con una cola de puerco y, hoy en día, me enorgullece decirlo. ¡Dios Santo! ¿Cuántas personas
pueden decir que su historia salió en Cien años de soledad? Yo sí puedo decirlo”.
5.3.2 EL SANTERO
Esta es la historia de Robinson Arturo Rodo, el santero del pueblo. El relato también proviene del
municipio ribereño de El Piñón y trata sobre el poder de la palabra. Al igual que en Cien años de soledad,
en este pueblo aún creen en el mal de ojo, enfermedad que se transmite básicamente por mirar mucho a un
niño.
En esta crónica se habla sobre cómo alguien puede contagiarse con el mal de ojo y cómo puede alguien
curarse. De igual forma, describe cómo una persona se convierte en un santero y qué responsabilidades
conlleva serlo. Se evidencia también que la gente en el pueblo prefiere ir a curarse donde el santero que
donde el mismo médico, pues afirman que es más efectivo. Regina Padilla, una de las habitantes del
pueblo, comenta esto:
“Robinson es de los mejores santeros que hay. Yo le traje hace un par de meses a mi niña Dayana, de tres
años, y me la salvó del mal de ojo que se le había pegado. Mira, la niña no me comía nada y vomitaba o
ensuciaba todo lo que se le daba, estaba tan flaca que yo vivía asustada. Entonces, se la traje a Robinson y
me le hizo nueve baños hechos con distintas plantas y durante esos baños hacía distintos rezos. Además,
me le puso a tomar manzanilla y vea, la niña se me mejoró después de eso”.
5.3.3 EL ESPANTA ESPÍRITU
Plutarco Mejía cuenta la historia de cómo los habitantes del corregimiento de Las Palmas, en el
departamento de Bolívar, creyeron que él había espantado a un espíritu. Aquí se muestra la otra cara de la
moneda, puesto que un accidente fue considerado como una señal por parte de los palmeros.
La superstición va de la mano de la fe, ya que, en este caso, los habitantes creyeron que el fuego creado
por Plutarco era señal de que el espíritu se había ido, mientras que el escéptico del señor Mejía siempre
pensó que había sido solo un tropiezo. Sin embargo, cuenta de manera jocosa cómo se aprovechó de los
palmeros, quienes después de eso lo consideraban un rey y cómo su mujer, la verdadera cabeza del hogar,
lo echó de la casa por haberse tardado tantos días en Las Palmas. Este relato puede estar unido a las tantas
supersticiones que se evidencian tanto en la vida de García Márquez como en su novela.
“Una noche, salí de mi pieza a tomar agua y casi me mata un susto. Había un ataúd y unas velas alrededor.
Te lo juro que si no fuese porque estaba mansito en edad, a mí me da un infarto. Pero el infarto casi me da
fue cuando me di cuenta de que en el susto había tumbado una de las velas puestas encima del ataúd y esta
se había caído en la cortina. Empecé a gritar y toda la gente de la casa se levantó. Logré apagar el pequeño
incendio que había formado, pero lo que me sorprendió, fue el hecho de que en vez de emputarse, la gente
estaba abrazándose de alegría. Aparentemente, ese fuego significaba que el espíritu se había ido”.
5.4 TESTIMONIO DE LA SEXUALIDAD
Como se habló anteriormente en esta tesis, la sexualidad para García Márquez estaba reservada para las
mujeres que no fueran de la familia, es decir, que fueran de la calle. En esta crónica se evidencia cómo los
hombres de una misma familia en Barranquilla, los Caballero Pérez, recurren a perder su virginidad con la
empleada de la casa, quien, según cuentan ellos, se sentía orgullosa de poder ser la primera en la vida de
todos.
La historia toca tres temáticas importantes. Primero, que el hecho de haberse acostado con esta mujer para
muchos significó solo iniciar su sexualidad, mientras que otros, como Carlos Zambrano, significó haberse
enamorado. Esto es importante por cuanto en Cien años de soledad hay personajes que se enamoran de las
mujeres de afuera, como Aureliano Segundo de Petra Cotes.
La otra temática que se toca es el hecho de que si debían entrar a la sexualidad con mujeres de afuera, era
porque las mujeres de familia, como aún sucede con muchas familias de la Costa hoy en día, no podían ser
sexualmente abiertas.
Por último, se toca la tercera temática, que es el rol de la mujer y del hombre en una familia costeña,
debido a que la madre, a quien ya se conoce como la tercera Úrsula / Berta Pérez, es la que regaña al hijo
por haberse fugado con la empleada, mientras el padre lo acolita. Es la mujer la que muestra la autoridad.
A continuación, unas palabras de Roberto Caballero, el hijo de Berta.
“Mis primos hermanos ya se la habían cogido y estoy seguro que mi tío para ese entonces también lo
había hecho. Lo único que yo tenía que hacer era recogerla y parquearme enfrente de una casa oscura y
muerta que quedaba donde antes quedaba el Colegio Karl C. Parrish, y listo, ahí coronaba. Aideth lo
hacía por dos razones, pues eso me dijo una vez, primero, le gustaba el hecho de iniciar a los hombres en
su madurez sexual y, segundo, le encantaban los perfumes finos”.
5.5 TESTIMONIO DEL RÍO MAGDALENA
Esta última temática fue escogida puesto que el relato contado por tres oriundos de Magangué, Alfredo
Amín, Ramón Viñas y Raúl Meola, acerca de la vez que vieron cómo se incendiaba el buque de vapor
David Arango, fue verdaderamente una joya que no podía no ser mostrada. García Márquez, tanto en sus
memorias como en sus obras El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto refleja la
importancia que para los costeños y para él tuvieron las travesías por el Río Grande de la Magdalena.
El río sigue siendo todavía, aunque nunca como en los años de gloria, vital para el país, pero, sobre todo,
para las regiones de la Costa. Alrededor de él se crearon historias, leyendas y amoríos. Se escogió esta
temática, ya que el mundo imaginario de Macondo, ese mundo que existe en la cultura costeña, sigue
presente en el río Magdalena.
A continuación, un pedazo de la historia, contado por Meola, del día en que se incendió el David Arango y
lo que significó y sigue significando para los que lograron navegar en él.
“Me embarqué muchas veces en distintos barcos de vapor que pasaban constantemente por el río
Magdalena y debo decir que es una verdadera lástima que tantas generaciones posteriores al incendio del
David Arango no lograron vivir esa experiencia”.
III
PRODUCTO
1.PRÓLOGO
Cuando hace siete años tomé en mis manos la obra más importante que se ha escrito en este país, Cien
años de soledad, supe que algún día iba a escribir sobre esto. Leyendo las páginas de Gabriel García
Márquez descubrí que Macondo no solo es un pueblo que vive en la imaginación de su autor, un lugar en
el que las mariposas amarillas persiguen a Mauricio Babilonia, donde puede llover seguido más de cuatro
años o donde la belleza de una mujer es capaz de matar al hombre que ose en mirarla.
No. Con cada palabra que leía, me daba cuenta que estaba leyendo la historia de mi propia familia, pero,
sobretodo, la de mi propia abuela. En Úrsula la vi a ella, con su indiscutible autoridad, su inquebrantable
fortaleza, su vocación por tener una familia unida y su insaciable generosidad.
A medida que pasaba el tiempo y comenzaba a preguntar por mi pasado, supe que no solo había una
Úrsula, sino que en mi casa, también habían versiones de Aurelianos y José Arcadios cuyas virginidades
se las había robado una misma empleada de servicio, que todavía se cargaba un muerto por honor, que
existían amores inconclusos, que habían cosas que no podían ser explicadas por la razón, que el incesto
había ocasionado el nacimiento de un niño con la cola de puerco, que los locos se multiplicaban como pan
caliente y que la violencia de este país había llegado a cobrar cuentas a la puerta de la casa.
Sin embargo, crecí y aprendí que Macondo y todos los personajes que conviven en él, no existen
únicamente en las raíces de mi familia, sino en la de cada una de las familias de la Costa. Por esta razón,
decidí embarcarme en esta travesía, queriendo ante todo, probar que este pueblo está vivo en la cultura
costeña.
He aquí diez relatos que muestran la cara de una cultura tan supersticiosa como matriarcal, diez personajes
que contagian con su pasado a cualquiera, diez historias que intentan probar que Macondo palpita a
medida que se adentra en el calor de la Costa Caribe.
2. CRÓNICAS
2.1 EL NIÑO CON LA COLA DE PUERCO
Andrés Cure Martelo es la prueba viviente de que la tal cola de puerco que tanto pánico les ha infundido a
los pueblos de la Costa no es solo un mito urbano. La vida de este joven en sí es una muestra de realismo
mágico, pues, contra todo pronóstico, no solo sobrevivió a una enfermedad vista en el Caribe como el
resultado de un fuerte incesto, sino que se dedicó a vivir su vida combatiendo las miradas y repartiendo los
dones sanatorios que, según él, Dios le ha dado.
Los verdaderos nombres de las personas en esta historia van a permanecer ocultos, pues, a pesar de que
han pasado más de 25 años desde el suceso, los padres del joven aún quieren protegerlo para que no sea
visto como una consecuencia más de la irresponsabilidad de sus antepasados.
Cuando Cristina y Ricardo se conocieron, ambos venían de descendencias en las que imperaba el incesto.
Como sus familiares habían nacido en pueblos pequeños, uno en Sucre y otro en el Atlántico, preservar la
raza blanca era el interés primordial, y qué mejor manera que mezclarse entre ellos mismos. Fue solo
cuando descubrieron que los niños venían con enfermedades que decidieron detener esa pequeña
tradición.
Aunque la medicina descartó que lo sucedido con Andrés fuera secuela de esto, la gente nunca dejó de
pensar que el caso de este muchacho fue de los peores que el incesto había dejado, ya que nació con la
espina dorsal abierta, una condición que hace parecer que tuviese una cola de puerco.
“Recuerdo perfectamente el día en que nació. Era un 6 de septiembre del año 1986 y toda la familia estaba
feliz con el nacimiento de Andrés”, dice Ana María, tía de Andrés, mientras mueve sus manos. “Había
venido toda la familia, tanto la de mi cuñada Cristina como la nuestra, cuando sale el doctor con cara de
espanto. Nadie entendía qué había ocurrido y todo lo que nos decían parecía mentira. Había nacido con
cola de puerco, la famosa cola de puerco que se decía en los pueblos que salía por revolcarse con
parientes”, afirma esta mujer de unos cincuenta y cinco años, cabello oscuro y piel trigueña.
“En seguida, las dos familias nos miramos, los unos culpando a los otros, sacando pruebas del árbol
genealógico de cada uno, ya que, de lado y lado, nos habíamos unido. Por nuestra parte, mis padres eran
primos y, por la de ellos, también”, termina de contar, mientras se plancha con las manos su hermoso
vestido de lino italiano.
Desde siempre, Ana María había padecido este miedo, pues supo a muy temprana edad que su familia era
propensa a desarrollar enfermedades gracias a la permanente unión de sus ascendientes. Por ello, cuando
nació Andrés no pudo evitar pensar en aquella cola de puerco a la que tanto su abuela le había temido.
Hoy en día, aún se debate entre lo que la tradición le ha enseñado y lo que los especialistas dicen, ya que
estos últimos aclaran que el caso de su sobrino no fue producto del incesto, sino de una carencia de ácido
fólico que se presenta durante los embarazos.
“Andrés nació con una condición que se llama mielomeningocele, un defecto de nacimiento en el que se
produce una hernia en la médula espinal y, por ende, la espina dorsal no se cierra del todo, dándole un
aspecto de cola de puerco”, afirma con total convicción el médico de la familia y primo hermano de
Andrés, Mauricio Alviar.
“Con esta malformación, Andrés sufrió de hidrocefalia, una consecuencia recurrente cuando se presenta la
apertura de la espina dorsal, condición en la que la persona nace sin una válvula que comunica dos
cavidades cerebrales. Cuando no se tiene esa válvula, hay un aumento en la presión de la cabeza de la
persona”, dice Mauricio con sus grandes ojos verdes que combinan con su piel dorada y cabello castaño
claro. “Todo esto que le pasó a Andrés era muy común en el pasado, ya que a las mujeres no se les
entregaba el suplemento de ácido fólico que hoy se les entrega. No fue el incesto lo que llevó a Andrés a
un nacimiento como el que tuvo, pero aún hoy, incluyendo a gran parte de las mujeres de esta familia,
existe gente que considera que sí es por ello”.
A sus 85 años, Luz, la abuela del lado paterno de Andrés, con su maquillaje hecho a base de tonos tierra,
su indiscutible peluca de rizos negros y su sastre de algodón color rosa, aún intenta disfrazar su vejez con
la vanidad que le queda. Tiene una personalidad arrolladora y su lengua es tan aguda que es capaz de
contradecir al mismísimo papa Francisco. Por ello, cuando se le pregunta por el incidente de Andrés, dice
exactamente lo que está pensando.
“Si algo he sido en esta vida es ser sincera. Yo sé cuándo se mete la pata y cuándo no. Por eso, cuando
nació Andrés, digan lo que digan, entendí que parte de la culpa la habíamos tenido mi marido y yo por
habernos casado. Que un nieto mío me hubiese salido con cola de puerco, solo podía significar que Dios
nos estaba castigando por ir en contra de la naturaleza”, dice con la voz ronca que la ha caracterizado toda
la vida.
Luz interrumpe el relato para contestarle a su hija Ana María. Mientras habla, se puede ver en sus fuertes
rasgos, nariz larga, ojos caídos y orejas paradas, que no fue nunca una mujer hermosa, pero sí una muy
sagaz e inteligente. Tiene una forma de decir las cosas que así te esté pidiendo un favor, termina sonando
como si te estuviese dando una orden. Y hablando con su hija, se puede apreciar aún más su autoridad.
Como casi toda mujer fuerte, tiene un hogar tan grande como su carácter, pues su apartamento es de unos
400 m2, tiene tres cuartos, dos salas, un estar de alcobas, una amplia cocina y un balcón con vista al río
Magdalena. A pesar de que es constantemente visitada por sus cinco hijos, trece nietos y cuatro bisnietos,
y que aún vive con su marido y empleados de servicio, sigue creyendo que el lugar es muy grande para
ella.
“Como venía diciendo, en mi época, los primos hermanos eran los mejores candidatos para un marido,
pues toda la familia de entrada ya se quería y se preservaban los buenos genes. Ahora, cuando ya los
médicos empezaron a decir que estábamos era propiciando malformaciones, me entró miedo y todo
cambió. Me salvé con mis cinco hijos y les inculqué que los primos eran como hermanos, pero yo sabía
que si algún nieto o bisnieto mío nacía con algo animal en su cuerpo era por mí. Súmale además que por el
lado de mi nuera la cosa era igualita. Nunca sabremos qué lado fue el que más influyó, pero me gustaría
aclarar que por el lado de ella sus abuelos eran hermanos de sangre paterna. Solo digo eso y ya”, afirma
Luz con la malicia indígena que suelen tener sus indirectas.
2.2 PASIÓN POR LA LOCURA
En el mes de abril del 2012, Roberto Zambrano Brochero se sentó a ver caer la lluvia en Barranquilla.
Como casi todos los años, el cielo se derramaba sobre las calles sin acueductos, las largas filas de carros se
acumulaban mientras el arroyo crecía sin reparo y la ciudad entera se detenía hasta que las nubes se
cansaran de dejar caer sus lágrimas. Sin embargo, a Roberto no le importaba, pues su mente estaba
distraída pensando en la chispa que se le acababa de apagar en su vida.
Antonia Brochero Meléndez nació el 28 de marzo del año 1919 en un pequeño corregimiento del
Magdalena llamado Moya. No fue criada en cuna de oro y su apellido no era de gran importancia, pero su
piel era blanca como la leche, sus ojos azules, su cabello rubio y, desde pequeña, se caracterizó por su
desparpajo, su gran sentido del humor y su sensibilidad.
Esa mezcla entre belleza y despampanante personalidad fue lo que le llamó la atención, hace más de
setenta años, a Roberto Zambrano Lafaurie, un médico perteneciente a una de las familias más
prestigiosas del Magdalena, la noche en que en un baile en El Piñón conoció a Toña.
Fue un amor difícil. Por un lado, los padres de él no gustaban del poco “pedigrí” de su familia y, por el
otro, ella no confiaba en que el amor que él le profesaba fuese verdadero. Pasaron cinco años antes de que
ella accediera a casarse con él, pero, viéndolo bien, no fueron tantos comparados con los muchos que
permanecieron juntos en la vida. De los ocho partos que tuvo, sobrevivieron siete hijos: Ruby, Roberto,
Álvaro, Edith, Luis Alberto, Edgardo y Victoria, y, desde que nació la primera, su rol en la vida se
convirtió en sobreprotegerlos.
“Mi madre nos protegía como una gallina a sus pollitos”, cuenta Roberto, su hijo, desde su apartamento en
Barranquilla, dos años después de que hubiese muerto su madre. “Por ejemplo, ¿puedes creer que
habiendo nacido en El Piñón, un pueblo que literalmente tiene el río Magdalena enfrente, jamás
aprendimos a nadar? Mi mamá a todos nos metió miedo al agua, tanto así, que mi hermano Luis Alberto
dice que cuando se va a bañar en la ducha, de repente siente la sensación de que se estuviese ahogando”,
dice este hombre de unos sesenta y cinco años al tiempo que se echa a reír, mostrando sus grandes dientes
blancos que combinan perfecto con su delicada piel rosada, cabello canoso y ojos tan claros como un mar
caribeño.
Sin embargo, Toña no solo se dedicó a sus hijos, su sobreprotección llegó a límites inimaginables que, con
el tiempo, no hicieron sino aumentar. Siempre tuvo un imán para atraer la locura. Quien la conocía decía
que su sensibilidad era tan fuerte que lograba sentir lo que al otro le estaba pasando, inclusive a aquellos a
quienes la sociedad no lograba siquiera entender.
De repente, entran al apartamento de Roberto su hermana mayor, Ruby, luciendo un vestido floreado hasta
el piso y una enorme sonrisa que intenta borrar la tristeza que lleva encima desde que su hijo mayor fue
víctima mortal del atentando al Club El Nogal en la capital colombiana, y Edith, la famosa hija rebelde,
quien afortunadamente había venido de Ciudad de México, lugar donde reside desde hace años.
Casa de locos
“Mi madre era la madre de los locos”, comenta Ruby con una sonrisa que deja ver los frenillos que lleva
puestos. “Durante toda su vida, la casa, tanto en El Piñón como en Barranquilla, se caracterizó por tener
las puertas de par en par. Por eso, allí entraba el que fuera y a todos los aceptaba como hijos”, aclara la
mayor del clan.
“Los locos comenzaron desde que nosotros éramos pequeños”, continúa narrando. “Estaba, por ejemplo,
la Niña Carranza que se enloqueció después de perder a una hija. Ella llegaba gritando a la casa dizque
porque había soñado con hombres en cueros y con botas, y acto seguido comenzaba a limpiar el patio
mientras le rezaba a los dioses para que dejaran todo limpio”, afirma esta mujer entrada en años, con piel
tersa y muy conservada.
Edith mira a su hermana y se ríe. Es menor que los otros dos, pero los años le han dado más duro, pues es
extremadamente delgada y su estilo de cabello largo y teñido de rojo, combinado con una falda blanca,
que besa el piso, y con una camiseta de mangas anchas del mismo color, no le ayudan a verse más joven.
Sin embargo, la serenidad de su mirada, la sonrisa bonita y los ojos claros dejan ver que fue una mujer
muy hermosa.
“Ruby, ¿y dónde dejas el cuento de la Loca sabita?”, interrumpe Edith a su hermana. “Esto pasó también
en El Piñón y me acuerdo perfectamente cómo fue. Sabita en las lunas llenas se desquiciaba y como todos
los locos estaban tan acostumbrados a ir a la casa, ella fue a parar allá. Te digo, yo nunca vi a mi mamá
asustada con un loco, a excepción de ese día cuando Sabita en un arrebato de esos que le daban, casi la
mata. Lo peor de todo es que aun con ese episodio, mi mamá nunca cerró la perta”, recuerda Edith,
abriendo los ojos como si estuviese sorprendida todavía.
Por la casa de los Zambrano Meléndez, en El Pinón, pasaron muchos personajes de este estilo. Uno de
esos fue Toño Ron, un alcohólico al que la vida y el trago lo fueron convirtiendo en el loco del pueblo.
Cuentan los hijos de Toña que a este hombre solo lo sacaban a la calle engrapado a una tabla, pero que él
buscaba la manera de escaparse para llegar a ella, pues sabía que iba a recibir el cariño que necesitaba.
Sin embargo, los casos más impresionantes sucedieron en la casa de Barranquilla. Cuando ya Toña vivía
acompañada únicamente por Carmen, la empleada de servicio que la vio morir, empezó a llegar a su
puerta la Loca Luz.
“Luz era un personaje verdaderamente macondiano”, mete la cucharada Roberto que hasta el momento
había estado solo escuchando. “Entraba a la casa cuando se escondía el sol y, sin importar que estuviese
Raimundo y todo el mundo, se quitaba toda la ropa, se echaba encima dos tarros de polvo Mexana y se
sentaba en el comedor a rezarle a sus dioses. Le pedí mil veces a mi mamá que semejante espectáculo no
lo podía hacer en el comedor enfrente de todo el mundo, pero mi mamá, como siempre, autoritaria y dueña
de su vida, no aceptaba y dejaba que Luz continuara con su ritual nocturno. Luz pasaba todo el día
recolectando cosas y al final de la tarde llegaba y se las entregaba a mi mamá. No eran cosas de valor, sino
cosas que encontraba en el piso”, dice al tiempo que cruza su pierna derecha sobre la izquierda.
“No sabemos cuándo llegó, pero sabemos que se quedó hasta que murió mi mamá”, continúa relatando.
“Y como parte de una promesa que le hicimos a la vieja, la metimos en un sanatorio en Puerto Colombia y
allá sigue rezando, solo que sin el polvo Mexana”, comenta Roberto entre carcajadas.
Sin pelos en la lengua
Toña casi nunca salió de su casa en Barranquilla, pero desde adentro siempre supo todo lo que ocurría
afuera. Su sensibilidad era tan fuerte que se la pasaba pegada a la ventana que daba a la calle contando
cuántos comensales entraban al restaurante de enfrente. Cuando veía que les había ido mal, se preocupaba
enormemente y rezaba para que se mejorara la situación de los dueños del local. Sin embargo, su obsesión
por ayudar al prójimo y dejar la puerta abierta para que entrara el que tuviese algún problema, la convirtió
en el blanco perfecto de los atracadores.
“Mi mamá era una guerrera y no le tenía miedo a la muerte”, dice Ruby frotándose uno de sus ojos verde
aceituna. “Tal vez por eso es que los atracos siempre fueron, más que miedoso, episodios graciosos.
Cuando mi hermano Lucho se fue a vivir a la casa de mi mamá luego de divorciarse, hubo un atraco.
Llegaron cinco cachacos y comenzaron a gritar y a apuntar con sus armas. Le preguntaban dónde estaban
las joyas y el dinero, ella les decía: ‘No tengo, y si tuviera sobre mi cadáver’. Como ella se puso altanera,
le apuntaron a Lucho y él inmediatamente empezó a suplicarle entre lágrimas para que se callara, cosa que
ella nunca iba a hacer, y comenzó a insultar a Lucho, tratándolo de poco hombre”, evoca con tono burlón.
“Lo chistoso del cuento es que cuando los tipos se iban a ir con las manos vacías, felicitaron a mi mamá
por su valentía y también regañaron a mi hermano diciéndole: ‘Oiga, aprenda de la cuchita y no llore tanto
para la próxima’”, echa el cuento Ruby mientras mira a sus hermanos con risitas.
Remordimientos
Sí, Toña era una mujer con los pantalones bien puestos y con el corazón abierto para el que lo quisiera.
Sin embargo, como toda santa, siempre tuvo su lado oscuro. Cuando de su propia familia se trataba, Toña
era fuerte, sobreprotectora y muy a su ley. No fue al matrimonio de ninguna de sus hijas, pues no le
gustaban los hombres con los que se iban a casar. A Ruby le dijo que el suyo era muy malgeniado y a
Victoria le suplicó inútilmente que no se casara con ese hombre que no hablaba ni una gota de español y
que se la iba a llevar lejos del país para siempre. Ninguna de las dos hizo caso, naturalmente, y hoy Ruby
está separada porque su esposo era muy jodido con el genio, y Victoria vive a miles de kilómetros de
Barranquilla, en Estambul, Turquía, haciéndole siempre falta su familia y amigos.
Sin embargo, con ningún matrimonio fue más dura que con el de Edith. A ella fue la única a la que le
cerró por muchos años las puertas de su casa, pues casarse con un hombre de color, quien encima tenía
orientaciones comunistas, era simplemente inaceptable para ella. Para Toña era como si se hubiese
muerto una hija, como si se la hubiesen llevado lejos para nunca más volver. Pero Edith seguía viva, junto
a su marido e hijos en Barranquilla, en las condiciones más precarias.
La gente se la encontraba viviendo de la caridad de sus hermanos y de cualquier persona que quisiera
ayudarla, mientras su madre vivía cómodamente en la misma casa de siempre, abriéndole su casa y
corazón al que lo necesitara. El resentimiento de ambas fue creciendo y por mucho tiempo se creyó que
ya esa puerta jamás iba a volver a abrirse, pero un buen día el resto de sus hijos intercedieron y ambas se
pidieron perdón por todo.
Toña siempre fue una buena madre y abuela. Adoró a sus hijos y nietos con todas las fuerzas de su
corazón y, hasta el último día de su vida, preguntó por cada uno de ellos y se sabía los pormenores de
todos.
Fortaleza ante todo
Antonia Brochero jamás quiso dar muestra de debilidad. No le gustaban las enfermeras y nunca le aceptó
a nadie que se sentía mal, ni siquiera cuando se cayó y se rompió la cadera. Tanto era así su personalidad,
que en vez de utilizar el caminador para ayudarse, se lo ponía detrás de ella y lo jalaba con una mano.
Tenía tanta fortaleza, que a pesar de no poder hacerse cargo de ella misma, tenía 32 gatos bajo su mando,
a los que cuidaba, alimentaba y ayudaba constantemente; sus hijos muchas veces intentaron llevárselos,
pero Toña decía que primero se tenía que morir ella. El día en el que murió transcurrió como cualquier
otro y nunca dio señales de dolor ni de estar muriéndose.
Fue tan importante esta mujer en la vida de quienes la conocieron, que para todos sigue siendo abril y
llueve todavía. Los gatos aún buscan su olor bajo los cojines, Luz todavía colecciona cosas para dárselas,
Lucho sigue creyendo que se va a ahogar bajo la regadera y el resto de sus hijos despiertan en la
madrugada intentando recordar su risa. Aunque para muchos solo fue una pobre vieja que murió durante
un almuerzo de mediodía, para los que la quisieron fue el roble que sobrevivió a toda tormenta y jamás
torció su tronco.
2.3 AQUÍ MANDO YO
“Olga, Gilma, hoy vinieron más de la cuenta. Pídete un arroz chino por si no alcanza la carne pa’ ustedes”,
son las órdenes que da Berta a sus peculiares empleadas, un par de gemelas idénticas de 75 años, ambas
vestidas de blanco y ambas con la misma mirada triste en los ojos, quienes insisten entre risas que fue ella,
la vieja Berta, la que les hizo un conjuro hace muchos años para que ninguna de las dos consiguiera
marido y, de esa forma, le pudieran servir sin problemas por el resto de sus vidas.
Es un miércoles al mediodía y, como todas las tardes, hay almuerzo familiar en la casa de los Caballero
Pérez. Sin embargo, hoy se ha llenado aún más la mesa, pues algunos comensales que siempre están
ocupados a esa hora, han decidido llegar. Están sus cinco hijos: Víctor Raúl, Beatriz Eugenia, Mireya
Cecilia, Roberto Andrés y María Angélica con sus respectivos esposos y esposas, hijos, yernos, nueras,
nietos, enfermeras, empleadas y choferes, haciendo un total de 29 personas. Pero Berta y sus fieles
empleados están listos para alimentar y atender a la gente, pues, como buena ama de casa costeña, Berta
ha sabido siempre que es la comida lo único que verdaderamente hace que la familia permanezca unida.
El apartamento inundado de parientes es un reflejo de lo que ha sido siempre su vida. Cada mueble tiene
una historia, pero son los habitantes de la casa los que la han escrito. Las puntas de sus dedos están
amarillas por la nicotina que ha dejado el cigarrillo a través del tiempo, sus piernas son gruesas por la
mala circulación sanguínea y su postura encorvada le suma unos años de más. Sin embargo, su mirada
tierna y su agradable sonrisa la rejuvenecen, dejando ver la mujer que ha sido toda su vida: fuerte, pero, a
la vez, inmensamente compasiva.
Ya casi no tiene cabello, pero esconde su secreto con una peluca de crespos negros y a pesar de tener
dificultades para caminar, su mente está perfectamente puesta en su sitio y es capaz de llevarla al sitio que
quiera. Tiene una voz ronca fruto de la cantidad de cigarrillos que solía fumar, pero cada palabra que sale
de su boca está cubierta por el humo de la sabiduría y la experiencia. No hay nada que ella no sepa y no
hay nada que ella no controle, y a sus 85 años esto claramente no ha cambiado.
El origen
Nació el 24 de septiembre de 1930 en el municipio de El Piñón, Magdalena. Su padre, Juan Pérez, solía
venderles pescado a los grandes terratenientes de la zona, pero su voluntad para el trabajo y su capacidad
para ganar la confianza de los ricos prontamente hicieron que se convirtiera en uno de los más adinerados
del pueblo. Se casó con Ana Cecilia de Caro y de ese matrimonio nacieron Enrique, Hernando y, por su
puesto, Berta. Su posición social y económica, a la que había llegado a escalar Juan, lograron que ella
estudiara en uno de los mejores internados que había en la época en Colombia, La Enseñanza en Medellín,
y que estudiara inglés un año en el internado Holy Mary School en Jamaica, y pasara seis meses en el
mismo internado en Milford, Connecticut. Sin embargo, fue a sus catorce años cuando realmente comenzó
a vivir, el día que conoció al amor de su vida, Roberto Caballero Zambrano.
“Seis meses antes de irme al internado en Medellín conocí a Robertico”, cuenta Berta dejando ver en sus
ojos que este recuerdo la emociona. “¡Ese hombre sí era buenmozo y medio! Sus ojos los tenía azules y su
pelo era mono. Tremendo bollo que era”, dice al tiempo que sus mejillas se ruborizan.
Amor eterno
“Nos conocimos en una fiesta en El Piñón y, desde que nos vimos, hubo una conexión especial. Me
molestó todo ese tiempo, pero finalmente me tuve que ir a Medellín. Como en el internado me leían las
cartas, la comunicación fue difícil. Hubo una vez, cuando cumplí quince años, en donde Robertico me
mandó un telegrama que decía: ‘Recibe mis caricias en este sublime día, Rosita’. Las monjas me hicieron
un interrogatorio fuerte, pues no entendían por qué una tal Rosita me estaba mandando caricias. Gracias a
Dios en esa época no se usaba el lesbianismo y logré que no me castigaran. Nunca me dieron la carta, pero
yo supe que él estaba pensando en mí”, cuenta mientras sonríe y mira a su amado, con quien en diciembre
del 2014 cumple 62 años de matrimonio.
Además de la distancia y las reglas de la época, Berta y Roberto tenían un problema mucho más grave. La
familia de él era liberal y la de ella conservadora. En aquellos tiempos, no era bien visto que dos personas
de casas políticas diferentes estuvieran juntas y, por ello, tuvieron que luchar por tener la bendición para
casarse. La situación se les complicó aún más el 9 de abril de 1948, cuando todo cambió en Colombia.
“El día que mataron a Gaitán, mi papá decidió mudarse para Barranquilla”, comienza diciendo Kika, como
la llaman con cariño sus nietos. “La situación ya se había convertido en un problema y tenía mucho miedo
de lo que nos pudiera pasar. La familia de Robertico, por el otro lado, creyeron que lo mejor sería
quedarse y, por esa razón, fuimos nuevamente separados. Sin embargo, al cabo de un tiempo, Robertico
decidió pasar todas las vacaciones en Barranquilla, en contra de la voluntad de su familia y ahí supe cuán
enamorado estaba de mí”, comenta con dulzura Berta.
Kika continúa narrando su historia de amor de manera pausada, pero cuando reanuda, siempre se ve más
entusiasmada que antes, como si lo estuviera viviendo en este momento. “Esperamos siete años hasta que
él terminara su internado como médico para casarnos, y un buen día, el 6 de diciembre del año 1952, nos
dijimos el sí enfrente de todos nuestros amigos y familiares en Barranquilla. Fue, sin lugar a dudas, el día
más feliz de mi vida”, cuenta al tiempo que Robertico, a quien ya le cuesta escuchar, afirma con la cabeza.
A sus 23 años se convirtió en una mujer casada, pero, sobre todo, en la cabeza de su hogar. Desde que se
casó y a pesar de que todo el mundo dice que su esposo fue siempre un santo, desarrolló una vocación por
ser detective privado y se dedicó a perseguir a los hombres de la casa, comenzando, por supuesto, con su
marido. Eran tales sus celos empedernidos que en su noche de bodas no permitió que se alojaran en el
Hotel El Prado, lugar de moda en aquellos días, pues ella se había enterado de que hace muchos años,
cuando aún no se agarraban ni la mano, Roberto había llevado a una muchacha allá.
“Mi papá toda la vida le tuvo pavor a mi mamá, pues ella siempre lo sabía todo”, dice Mireya, su segunda
hija. “Nosotros también le teníamos miedo. Parecía como si tuviera un detective en cada esquina”, cuenta
esta extrovertida mujer de 55 años, de cabello y ojos color café.
La familia
La vida de Berta no fue solo cuidar a su esposo y a sus hijos, también estuvo alrededor de la política.
Nunca se graduó de la universidad, ya que en esos tiempos eran pocas las mujeres que asistían a una, pero
eso no le impidió llegar a ser diputada por el Partido Conservador. Cuenta ella que llegó a ocupar ese
cargo gracias al aún senador Roberto Gerlein y su fuerte influencia en la política costeña.
“Yo marché y les hice política a todos los candidatos presidenciales de mi partido”, dice Kika alzando su
mano derecha. “Fui una mujer revolucionaria para la época, ya que no muchas mujeres se le medían a eso.
Yo iba en contra de los ideales políticos de mi marido y casi siempre estábamos en desacuerdo en esos
temas. Además, encontraba el tiempo para criar a mis cinco hijos, mientras mi querido esposo iba a
encargarse de las tierras que teníamos en el Magdalena. Él podía mandar allá en la finca, pero yo mandaba
aquí en la casa. Y no le digas a él, pero hasta el sol de hoy puedo decir que sigue siendo así”, comenta
Berta entre carcajadas.
Cuando la guerrilla llegó a la tierras de la Costa, la vida de los Caballero Pérez cambió mucho. Ya no se
podía ir a la finca y mucho dinero comenzó a perderse. Vivían bajo el constante miedo de las represalias
de la subversión y por mucho tiempo, al igual que varias familias reconocidas de la región, tuvieron que
pagar por protección. Era época de caos, pero Berta apoyó a su marido y estuvo al frente de las decisiones
que se tomaron.
“Mi mamá fue la que impidió que volviéramos a pisar la finca”, dice Roberto, el penúltimo de sus hijos,
pero el más tremendo de todos. “Ella fue la que decidió que nadie se iba a morir o a ser secuestrado por
plata y la cosa fue bastante difícil. Si lográbamos ir era por poco tiempo y casi siempre para ver pérdidas.
Además, los pueblos parecían casi fantasmas. Todo el mundo vivía con miedo y nadie se atrevía a decir
nada. La cosa era así, o le pagábamos a la guerrilla o le pagábamos a los paramilitares. Fue mi mamá la
que optó por lo segundo, pues al comienzo tenían los ideales necesarios y realmente protegían las tierras y
los habitantes que vivían en ella. El conflicto en Colombia no puede ser visto negro o blanco. Hay mucho
de gris y mi mamá, que ha sido siempre una mujer íntegra, le tocó optar por entrar al gris para que la
familia no muriera de hambre”, recuerda Roberto con su mirada seria, decorada con cejas gruesas de color
negro.
Las supersticiones
Aparte de ser una pieza fundamental para la toma de decisiones en la casa, ser la que educó a sus hijos y la
que marchó por los ideales de su partido, Kika siempre ha sido la guía espiritual de su hogar. Durante toda
su vida ha sido muy apegada a Dios y devota de la Virgen del Carmen, creyendo ciegamente en Jesús y la
vida que llevó. Va todos los días a misa y pide por cada uno de sus descendientes. Sin embargo, su apego
a la religión va mucho más allá que simplemente ser una buena católica, ya que, aunque no cree en lo
místico, hay cosas en su vida que no tienen una explicación lógica.
“Nunca he sido supersticiosa y creo fielmente que todo lo que sucede es porque el Señor así lo ha
querido”, comienza diciendo Berta mientras abre una bolsa de sus chocolates preferidos. “Pero, habiendo
dicho esto, te digo que una vez sí me pasó algo bastante particular. El chofer de mi hijo, quien ha
trabajado con él toda su vida, una vez llegó donde mí, porque dizque estaban pasando unas vainas bien
raras en su casa. Hacía seis meses que venían ocurriendo estas cosas, justo los mismos meses que llevaba
una sobrina viviendo con él y su esposa. Quise ver qué estaba pasando, ya que la verdad yo no creía
mucho en eso”, comenta, todavía aterrada, esta matrona de casi un siglo de vida.
Al tiempo que afirma con la cabeza cada palabra, Berta continúa su relato. “Cuando entré al apartamento
abrí la Biblia y comencé a leer un salmo. Juro por Dios y el resto de mi familia que lo que pasó en ese
momento me dejó boquiabierta: todo empezó a desordenarse, en las paredes del baño estaba escrito con
pasta de dientes ‘ja, ja, ja’ y las camas que antes estaban hechas perfectamente, de repente estaban
deshechas. Llamamos a un cura y le hicieron un exorcismo a la casa. Nunca antes había visto algo igual y
el cura mismo me regañó porque, de no haber sido por mi fe, el espíritu pudo haber entrado a mi cuerpo
cuando comencé a leer la Biblia”.
Mientras cuenta la anécdota, Berta mira a lo lejos como intentando recordar exactamente lo ocurrido.
Tiene un conjunto verde menta, que combina con unas sandalias negras en las que se resalta una calavera
gris encima. Cuando se le preguntó por ellas, respondió entre risas: “Anda, sí. Me di cuenta cuando ya las
había comprado y son tan cómodas que me las dejé. Eso sí, no las uso para ir a misa, pensarán mis amigas
que se me zafó un tornillo”.
Lo más impresionante de esta mujer es que, a pesar de la edad, no se le escapa nada. Uno de sus nietos,
Juan Carlos, el hijo mayor de su primogénito Víctor Raúl, contó que cuando se fue a estudiar a Bogotá,
descubrió un día algo que lo dejó frío. Su abuela había contratado un detective para que lo espiara y, por
ende, sabía exactamente cuándo iba a la universidad y cuándo no o con quién estaba saliendo. Ahora que
trabaja para la familia en la finca, se ha dado cuenta de que la cosa no ha cambiado de a mucho, pues no es
sino que pare en una tienda a tomarse una cerveza en El Piñón para que su abuela lo sepa.
“Kika tiene espías por todos lados y no es solo conmigo que los usa”, afirma Juan Carlos, un joven de 28
años, moreno, de cabello crespo negro y cejas unidas. “Es parte de su forma de ser, quererlo saber todo. El
Piñón entero es espía de ella. Yo voy todas las semanas y menos mal que soy juicioso, porque si no,
enseguida se entera. Es impresionante, pero la llaman todo el día a contarle chismes, hasta de su chofer,
Raúl, que ha trabajado toda la vida para ella, pero que ha sido muy mujeriego siempre. Mi abuela se la
pasa regañándolo por tanta vieja que tiene, como si fuera un hijo más”, cuenta su nieto mientras se apunta
el primer botón de su camisa de listas rosadas y blancas.
Su otra familia
La historia de su relación con los empleados es muy peculiar también. Hasta la vida personal se las vigila.
Raúl, por ejemplo, hace parte de sus obsesiones, pues, en su opinión, le ha dado varios dolores de cabeza.
“Raúl es un zángano”, dice tajantemente Berta acabándose su bolsa de chocolates. “¿Tú crees que hay
derecho que tenga tres mujeres diferentes? No señor, eso es una falta de respeto. Y es que por andar de
puto se ha metido en unas grandes. Hace poco, mientras yo almorzaba con toda mi familia, hubo una
pelotera por cuenta de él. Mira, lo que pasa es que él tiene su mujer, Milena, con la que tuvo tres hijos.
Milena hasta hace poco era la empleada de servicio de mi hija Mireya. Pero tiene una novia, que es la
empleada de la vecina y con ella tiene otra hija. ¡Figúrate esa vaina! El otro día ha llegado la novia y se ha
enfrentado con Milena, quien me hace trabajitos de vez en cuando aquí en mi casa. Se gritaron de cuanta
cosa. Una dijo que Raúl la tenía chiquita y la otra le gritaba de todo. Obviamente la culpa la tiene el
zángano de Raúl”, comenta enérgicamente.
“Mis hijos me regañan que porque me meto, pero es que eso tiene que ver conmigo. ¿O no? Además, me
enteré hace poquito que en El Piñón tiene otra mujer y la dejó embarazada. No te digo, a ese pelao hay es
que hacerle una vasectomía, pero no se deja. Yo estoy que se la mando a hacer mientras duerme”, afirma
riéndose del cuento.
Aunque se ríe, sus hijos juran que puede llegar a hacerlo. Tal cual como también dicen que algo tuvo que
ver ella en la soltería de sus empleadas. No saben cómo, pero algún pacto hizo para que esas dos nunca
consiguieran quién se casara con ellas. Sin embargo, de todas las relaciones, la más extraña la tiene con el
loco que va a limpiar cosas a la casa. Se llama Carlos Julio, alias “Charles Julai”, tiene unos 65 años y es
una persona especial. Nadie sabe bien cómo llegó a la casa, pero lleva años ahí. No sabe leer ni escribir y
casi nadie le entiende cuando habla, pero Kika lo adora y lo tiene ahí a pesar de algunos incidentes.
“El mejor cuento de Charles Julai fue cuando mi mamá lo suspendió”, dice la menor de sus hijas, María
Angélica, que a sus 48 años todavía es la pechichona de la casa. “Hace poquito, Charles Julai, en una de
sus locuras, le mostró su vaina a las gemelas y estas, que no veían una hace años, comenzaron a gritar. Mi
mamá no tuvo el corazón para despedirlo, pero tenía que hacer algo. Así que los sentó a todos y sancionó
a Charles Julai con una suspensión de un mes por habérsela sacado en público. Esas son el tipo de cosas
que pasan en esta casa todos los días”, dice María Angélica moviendo su cabello rubio que combina
perfecto con sus ojos miel y su piel rosada.
Su bondad
No solo hay historias con humor en esta casa, también hay muchas anécdotas de generosidad e infinito
amor. Berta Pérez prefiere quitarse la comida de la boca que negarle a alguien ayuda. La gente lo sabe y
por eso es que el hogar constantemente vive lleno de personas que le piden plata, comida o simplemente
consejos.
A la sala de Kika va desde la gente que se quiere separar de su esposo porque la levanta a golpizas, hasta
el drogadicto que no tiene con qué comer. Es como un pequeño consultorio-fundación de caridad lo que
tiene Berta, y funciona a toda hora. Tal vez es eso, y no su amor por la misa, lo que la protege tanto del
mal.
Y es que así parezca mentira, estar al lado de ella tranquiliza al que sea. Su forma de decir las cosas, su
genuino interés, su fuerte relación con Dios, su sabiduría fruto de haber vivido todo y su paz interior
producen ganas de abrazarla y de no soltarla nunca.
Dicen sus hijos que ella tiene acuerdos con el de más arriba, pues no tiene sentido que una mujer de 85
años como los que tiene ella, que haya fumado tanto como lo ha hecho en su vida, que se coma una bolsa
de chocolate diario, que no tenga límites para la cantidad de carne y fritos que ingiere, y que tome CocaCola en vez de agua, tenga arterias que parezcan autopistas y unos niveles de colesterol y hemoglobina en
un buen estado.
Sin embargo, a su edad lo único que le preocupa es que si Darling, como llama cariñosamente a
Robertico, se muere antes, ella se va detrás. Todavía brilla la chispa que los unió en una fiesta hace más de
sesenta años. Todavía se miran como un par de adolescentes, inclusive hasta cuando discuten por
chocheras. Todavía se preocupan el uno por el otro, tal cual como todo matrimonio siempre debería ser.
Por eso, a pesar de que bien podría Berta continuar viviendo sin él, controlándolo todo como lo ha hecho
siempre, dice que la vida no tiene sentido si Robertico no la acompaña.
2.4 EL DÍA QUE LE BAJÓ LA REGLA
“Tenía catorce añitos cuando perdí mi virginidad con el Negro Caballero”, comienza el relato doña Luz
Daris Cañones mirando el sol que ya empezaba a ponerse, mientras un par de lágrimas caían por su rostro.
Una hora antes, Luz Daris estaba sentada en la sala de su casa, en un mecedor hecho de plástico color rojo,
sonriendo sin importar que las arrugas intentaran taparle la luminosidad de sus ojos. En ese momento,
cualquiera podría pensar que esta mujer tuvo una vida como la de cualquier otra campesina en Colombia,
sin embargo, un episodio de su pasado hace que de esta delgada dama salga una de las historias más
desgarradoras y comunes en el Caribe colombiano.
No tiene fotografías de cuando era joven, pero, a pesar de tener 80 años recién cumplidos, en su rostro
quedan las huellas de mujer menuda y bonita. Es viuda de un hombre que la hizo feliz por más de
cincuenta años, tiempo dentro del cual concibió cinco hijos, tres hombres y dos mujeres, y tuvo la
bendición de tener catorce nietos. Pero esa vida feliz no fue así siempre, pues, lastimosamente, el día en
que Luz Daris se convirtió en mujer, también fue el mismo día en el que vivió en carne propia lo que
significaba ser un reclamo más del derecho de pernada que tenía el Negro Caballero en Pivijay
Magdalena.
Un derecho sin derecho
El derecho de pernada o derecho de la primera noche se refiere a un supuesto beneficio que tenían los
señores feudales en la época medieval. Se dice que los señores del feudo tenían la potestad de quitarle la
virginidad a cualquier doncella de su reino, sin importar que ya estuviese prometida a alguien más. En
algunos sectores de Colombia, donde hay mayor influencia de violencia, esta práctica sigue siendo común
y, en diversos casos, aceptada y hasta promovida.
En 1916 nació en el municipio de Pivijay, el famoso Negro Caballero. Durante su infancia no tuvo mucho
y sus padres murieron, ambos por causas naturales, cuando él tan solo tenía 18 años, pero su agilidad para
los negocios del agro y la ayuda de algunos parientes cercanos hicieron que se convirtiera en uno de los
hombres más ricos de la región.
“Mi Tío Negro fue el hombre con más plata que había vivido en el pueblo, pero también el más generoso”,
relata Martha Zambrano, mientras termina de fumarse su tercer cigarrillo en veinte minutos. “No tenía
hijos ni esposa, pero se encargó siempre de mantener a sus hermanos y las familias de sus hermanos. Mi
Tío Negro ayudó mucho a mi mamá, su hermana Mercedes, a hacerse cargo de las fincas que él mismo le
regaló”, dice, al tiempo que apaga y tira la colilla hacia la calle.
Martha, al igual que su tío, jamás se casó ni tuvo hijos, algo bastante revolucionario para la época en la
que era joven. Mide más de 1,80, estatura poco común en Colombia, pero gracias a que es un poco
jorobada por la mala postura que ha tenido toda su vida, tiende a verse más baja. Lleva puesta una
camiseta de rayas negras y blancas, acompañada de un jean más ancho de lo necesario, característica que
la hace lucir más delgada de lo que ya es, y sus dientes separados están amarillos por la nicotina. Martha
entra a su sala para sentarse en el sofá que heredó de su madre y retoma la charla con la misma
informalidad con la que la inició, no sin antes prender el abanico de techo para bajarle la intensidad al
calor barranquillero.
“Hay dos cosas de Negro que se me quedaron grabadas para siempre. La primera era la costumbre que
tenía de sentarse en la puerta de la casa con fajos de billetes grandes y repartirlos a todas las personas que
se le acercaran a pedirle ayuda”, recuerda subiéndose las mangas de la camisa. “La segunda era su
insaciable apetito”, afirma haciendo la mímica de qué tan gordo era este hombre.
El Negro Caballero ejemplificaba el propio señor feudal. Corpulento como todos los reyes de los cuentos
de hadas, su glotonería sobrepasaba los límites de la gravedad. “Sus banquetes podían alimentar hasta diez
personas normales. Comía como si no hubiese un mañana”, afirma Martha con su tono alto, digno de
cualquier costeña.
A este hombre, tan gordo como generoso, la gente del pueblo lo recuerda como un hombre bueno, un
verdadero hombre de honor. Todo el que alcanzó a conocerlo dice que fue una persona íntegra, dedicada a
Dios y a ayudar al prójimo. Juan Esteban Pérez, un habitante de Pivijay con casi 100 años de vida, de
estatura media y con un leve exceso de peso, cuenta una anécdota que lo describe tal cual como solía ser.
“Vea, con Tío Negro uno solo tenía que acercársele. Él era como un político antes de las elecciones, solo
que nunca dejaba de ayudarlo a uno”, dice entre carcajadas Juan Esteban, mientras se sienta en la tienda
de doña Mary a tomarse un par de cervezas.
Sin embargo, la generosidad de Tío Negro era compensada con los regalos que le daba la gente. No eran
obsequios materiales, puesto que no solo él ya lo tenía todo, sino que las personas generalmente no podían
comprarle nada; eran las ofrendas más valiosas que una familia podía tener para dar: la flor de sus
mujeres.
Flor marchita
Luz Daris es una de las tantas mujeres que compartieron lecho con él y, como dijo entre lágrimas, era una
pequeña adolescente cuando este hombre la tocó por primera vez. “En esa época eso era considerado
honroso y yo debía de sentirme afortunada”, dice al tiempo que se mira las uñas sucias que le decoran la
mano. “Mis hermanas, que en paz descansen, ya habían tenido que pasar por lo mismo, más o menos a esa
misma edad, y, por eso, ya yo sabía que me tocaba a mí”, recuerda.
“Nosotras vivíamos en un cerro cerca de acá y mi abuela era quien nos criaba, pues mi mamá se había ido
a trabajar como empleada de servicio en Santa Marta. Mi abuela tenía una deuda de agradecimiento con el
Negro, no porque él se lo cobrara, sino porque ella quería agradecerle por tanta ayuda que nos había
brindado en la vida”, cuenta dejando ver un toque de resentimiento en sus palabras, mientras se pone de
pie para servirse el tinto de las cinco de la tarde.
La casa de doña Luz Daris, como la llaman en el pueblo, es igual a la mayoría de la población. Su piso y
paredes son hechas de cemento, el techo es más alto de lo que parece, tiene dos habitaciones sin puerta en
los marcos y no hay más decoración que un mecedor de madera roída, una mesa y cuatro sillas de plástico
Rimax. Habiéndose ya servido el tinto, tan fuerte que su aroma invadía todo el lugar, Luz Daris vuelve a
sentarse y con dificultad retoma la historia.
“Por muchos años yo le tuve miedo a lo que se me venía encima. Recuerdo que un día cuando ni siquiera
había cumplido catorce años, pero que ya me empezaba a ver más señorita, llegó a la casa el Negro
Caballero. Me miró y mi abuela vio que me había mirado. Sentí un pánico horrible, porque pensé que ya
había llegado la hora. Menos mal no había menstruado nunca y eso se consideraba ya un impedimento. Mi
abuela le dijo: ‘Negro, estate tranquilo que aún le falta un invierno para que se manse más’. Desde ese día
en adelante, antes de acostarme, le pedía a Dios que nunca me bajara la regla”, cuenta llevándose una
mano a su boca sin dentadura.
A pesar de la cantidad de años que habían pasado, en sus ojos se nota que este incidente aún le causa
escalofríos. Se toca las manos con insistencia y hace pausas largas en la conversación. Su incomodidad es
palpable, pues es claro que jamás va a ser un tema que tocará sin evocar la tristeza.
“Gracias a que mis dos hermanas mayores ya habían tenido que pasar por lo mismo, la cosa era mucho
menos fea”, cuenta al tiempo que se para nerviosamente. “Ellas me prepararon para todo, para el dolor que
iba a sentir, tanto durante el acto como después, y para el resentimiento que le iba a tener a mi abuela por
un buen tiempo. Ella nos decía que era un honor compartir el lecho con alguien tan importante y tan
dadivoso como lo era el Negro, pero a mí, la verdad, nunca me pareció nada honroso hacer eso”, se soba
los brazos Luz Daris mientras relata.
Sus ojos se concentraron en mirar el suelo, como si no fuese capaz de levantar la cabeza para seguir
hablando, pero saca las mismas agallas que tuvo hace años para enfrentar el suceso que le cambió la vida
y continúa su historia.
“El día que finalmente me llegó la regla, mi abuela gritó de emoción. Mandó en ese momento a llamar al
susodicho para que supiera que en unos cinco días ya yo iba a estar lista para él. Para muchas personas el
día en que por fin se convierten en señoritas puede ser un día bonito, pero para mí fue el peor día de mi
vida. Lloré hasta que mi abuela me gritó que dejara la pendejada, que todas habían pasado por eso y que
yo no iba a ser la excepción. Desde ese día solo lagrimé a escondidas por miedo a que me fuera a ver”,
dice al tiempo que sus ojos se aguan.
“Cuando finalmente pasaron los cinco días, recuerdo que mi abuela me bañó, me peinó y me puso mi
vestido para ir a la misa, un vestido que desde ese día en adelante ya no quise volver a usar. Eran tipo las
tres de la tarde y yo esperaba junto con mi abuela en el humilde comedor que teníamos, cuando por fin
llegó el hombre. En esa época él todavía era joven, pero como era tan gordo parecía que fuese más viejo.
Venía sudao de hacer trabajo en sus tierras, hasta la ropa se le pegaba al cuerpo, y yo me quise morir”,
relata mientras va en busca de unos pañuelos, pues no le gusta que la vean llorar.
Mientras se seca las lágrimas, Luz Daris va hacia su alcoba y trae una caja de cartón blanco donde reposa
el vestido que usó ese día. Al sacarlo, se descubre el olor a guardado y se ven las huellas del tiempo en el
desteñido y el sucio de la tela. Se nota que el encaje del cuello solía ser blanco y las flores rosadas que
tiene en la parte de abajo han perdido su esplendor. Lo apoya en sus piernas al sentarse nuevamente en el
mecedor para continuar, ya sin lágrimas.
“De ahí en adelante todo fue muy rápido. El Negro me saludó, me sonrió y de inmediato los tres, mi
abuela, él y yo, fuimos a un cuarto. Mi abuela me desnudó y buscó en la mirada de él la completa
aprobación. Él se bajó los pantalones y recuerdo que mi abuela me obligó a mirar su paquete. Hasta el día
de hoy no sé bien de qué tamaño ni cómo era, pues los nervios no me dejaron ni acordarme de eso”, dice
con una pequeña sonrisa, la primera que había mostrado en toda la mañana.
“Sin quitarse el resto de la ropa me la empezó a meter y recuerdo que fue un dolor horrible, mucho peor
que los chancletazos que me daba mi abuela cuando me portaba mal. Cuando grité de dolor, ella me cogió
la cabeza y me la sobo diciéndome ‘Naíta, es ná lo que te está pasando, tranquila, mijita’. Cuando por fin
terminó el hombre, me dio un beso en la mejilla y me agradeció. Miró a mi abuela e hizo lo mismo. Se
lavó las manos, se tomó un vaso de agua y se fue. Yo, por otro lado, me bañé, me puse una ropa diferente
y me fui a dormir. Nunca más volví a mirar a mi abuela con los mismos ojos y jamás pude volver a
mirarlo a él sin querer salir corriendo”.
La vergüenza
El resto de su vida, Luz Daris intentó olvidar el incidente, olvidar la actitud de su abuela, pero, sobre todo,
olvidar que le había dado su mayor regalo como mujer a un hombre que tan solo se lavó las manos, se
tomó un agua y se fue. Se casó con un hombre bueno un par de años más tarde, un hombre que jamás la
juzgo por su condición y que la ayudó a salir adelante de ese traumático suceso. Sin embargo, hay días,
como hoy, en los que Luz Daris no puede evitar y recordar las palabras de su abuela: “Naíta, es ná lo que
te está pasando”. La ironía de todo es que sesenta y seis años más tarde, aún esta mujer sabe que todo le
estaba pasando.
Alberto Caballero es el ejemplo del hombre machista y poderoso de un pueblo. Fue idolatrado por los
mismos habitantes de Pivijay, quienes le concedieron libertades que nunca nadie debería tener con otra
persona. Aquellos regalos terminaron valiendo mucho más que todo el dinero que podía dar, pues para
Luz Daris este episodio vergonzoso marcó toda su vida.
2.5 HÉROE POR ACCIDENTE
“Si los palmeros se enteran de esto me quedo sin mi fanaticada”, dice Plutarco Mejía cuando se le
pregunta por su gran hazaña de hace más de cinco décadas: lograr sacar al espíritu del corregimiento
bolivarense Las Palmas. Este hombre de 89 años, oriundo de San Jacinto, Bolívar, y padre de diez hijos
varones, suelta la carcajada que lo delata en seguida.
“La gente es capaz de creer cualquier cosa”, afirma irónicamente Plutarco. “Inclusive que un flaco como
yo sea capaz de espantar a un espíritu. No soy mentiroso, pero creo que sí fui oportunista con los
palmeros”, narra mientras se soba el roto de su pantalón gris.
San Jacinto es un municipio caliente, pero en esta mañana septembrina las nubes grises decoran el cielo.
Las calles están llenas de gente vendiendo de todo, desde chancletas de plástico hasta chepacorinas, las
famosas galletas locales. Mientras tanto, Plutarco continúa relatando las anécdotas de un pasado glorioso.
“Sucedió cuando tenía 35 años. Estaba ya casado con mi mujer y tenía ya mis hijos paridos. Como ves,
había mucha boca que alimentar. Desesperado me subí a Las Palmas a hacer un trabajo de tierra con un
patrón que ya se me olvidó el nombre. En la noche, me tocaba dormir en una posada, que decían que
estaba embrujada. Mira, la madre que yo nunca oí nada, pero esa gente no hacía sino hacer bochinche
todas las mañanas dizque con el supuesto espíritu. Como esa comunidad tiene muchos ritos africanos que
yo no conozco, yo no les paré bolas nunca a las conversaciones para acabar con el espíritu y me dormía
plácidamente esperando el siguiente día”, explica Plutarco.
Las paredes de la casa de este sanjacintero, ubicada a tan solo cincuenta metros de la plaza principal, son
de tapia, una mezcla de barro, excremento de burro y palos de guadua, que de una manera económica
terminan por darle forma y estabilidad a su hogar. La decoración es bastante precaria, de no ser por una
hamaca y un mecedor de plástico, no habría dónde sentarse. Sin embargo, se nota que este hombre de casi
90 años es feliz, todavía se ríe de lo mismo, y disfruta los placeres simples de la vida.
“Una noche salí de mi pieza a tomar agua y casi me mata un susto. Había un ataúd con unas velas encima.
Te lo juro que si no fuese porque estaba mansito en edad, a mí me da un infarto. Pero el infarto casi me da
cuando me di cuenta de que del susto había tumbado una de las velas y se había prendido una cortina.
Empecé a gritar y toda la gente de la casa se levantó. Logré apagar el pequeño incendio que había
formado, pero lo que me sorprendió fue el hecho de que en vez de emputarse, la gente se abrazaba de
alegría. Aparentemente, ese fuego significaba que el espíritu se había ido”, echa el cuento Plutarco con
ojos de sorpresa, como si genuinamente no entendiera la reacción de los propietarios de la posada.
Interrumpe el relato para intentar recordar cómo se llamaba la familia dueña de la posada, pero los años
habían marchitado ese dato. Sin embargo, de lo que sí tiene memoria es de que era una pareja con dos
hijos pequeños, que un par de años después se mudaron a otro pueblo y, desde entonces, les perdió la
pista.
“El cuento se puso bueno en ese momento porque me comenzaron a tratar como a un Dios y yo, ni cojo ni
perezoso, accedí feliz. Fue tanto lo que me atendieron y tanta comida que me dieron que me engordaron
en dos semanas. Cuando por fin volví a la casa, mi mujer me tenía una maleta en la puerta porque decía
que yo le estaba metiendo cachos. La verdad es que no le estaba metiendo cachos a ella, sino a su comida,
y eso le emputaba más. Lastimosamente, ella murió hace un par de años de un cáncer en el seno, pero
seguramente hubiera disfrutado de este cuento que le fascinaba. Las mujeres son como estos palmeros:
creen lo que quieren creer, definitivamente”, concluye este héroe por accidente.
2.6 RÍO DE HISTORIAS
“Fue como si la ciudad entera se paralizara para ver un espectáculo”, cuenta Raúl Meola, con su
imponente voz capaz de acaparar la atención de cualquiera, sobre aquella triste tarde en la que vio al
David Arango, el último gran barco de vapor que navegó sobre el Río Grande de la Magdalena, arder en
llamas.
A primera vista, Magangué, Bolívar, con su calor asfixiante que derrite el asfalto, su penetrante olor a
pescado de las ventas callejeras, su caos vial y una enorme contaminación visual, parece que lleva a la
boca del infierno, pero una vez sobrepasas esa terrible fachada, encuentras una ciudad con un mundo de
historias y lleno de magia.
Raúl Meola está sentado en la sala de conferencias esperando a que sus amigos del alma, Alfredo Amín y
Ramón Viñas, lleguen para iniciar su habitual tarde de tertulia. Meola tiene 66 años, ha vivido toda su vida
en el puerto de Magangué y es extremadamente simpático. Su cabello canoso, al igual que su bigote con
estilo ochentero, su piel trigueña y ojos marrones, cubiertos por unos lentes para ver, combinan
perfectamente con esa voz de locutor de radio y esa risa que en ocasiones parece sacada de una película de
terror.
“Me embarqué muchas veces en distintos barcos de vapor que pasaban constantemente por el río
Magdalena, y debo decir que es una verdadera lástima que tantas generaciones posteriores al incendio del
David Arango no lograron vivir esa experiencia”, afirma Meola tocándose su bigote y subiéndose la
montura de los lentes.
“En los dos viajes que hice a Puerto Berrio, por ejemplo, me encontré con un mundo tropical como ningún
otro; pájaros de distintas clases, manatíes nadando a nuestro alrededor, micos que desordenaban a la gente
con sus sonidos, entre otros. Pero lo más sorprendente era la vida que se encontraba en cada pueblo. El río
le daba vida a ese lugar y el lugar le daba vida a los tripulantes”, dice poéticamente mientras en ese
momento entran Alfredo y Ramón por la puerta de su oficina.
Viendo a Alfredo se hace evidente que tiene más años que los otros dos. Mide más de 1,80 cm, pero está
tan encorvado que se ha encogido un poco. Su piel blanca es arrugada y llena de pecas, y sus lentes tienen
casi el mismo aumento que una pequeña lupa. Cuando habla se delata su vejez, pues su voz tiembla y el
tono ya casi no se escucha.
Ramón Viñas, por otro lado, es moreno y tiene los ojos tan caídos que pareciera que siempre estuviese
triste, pero en su hablar no se refleja un ápice de abatimiento, sino, por el contrario, una fortaleza digna de
un hombre que ha vivido muchos años.
Los tres amigos están dispuestos en la oficina de Amín, que está ubicada dentro de un negocio de llantas
del cual es dueño. Las paredes blancas, un escritorio grande, una pequeña sala de conferencias compuesta
por una mesa redonda y cinco sillas de madera, y un aire acondicionado que combate perfectamente la
demoledora temperatura de afuera acompañan a los contertulios tres veces por semana en el arte de
recordar.
Ese día, la cita era para hablar de un tema que los obsesiona a todos, el río Magdalena y las travesías que
vivieron navegándolo. En sus tiempos de gloria, es decir, cuando aún era navegable, esta importante vía
fluvial les daba vida e importancia a las ciudades ribereñas, y sus aguas traían historias y noticias de otros
pueblos.
“El David Arango era una verdadera muestra de lujo. En esa época el aire acondicionado casi no se veía,
pero en él había un bar que lo tenía”, cuenta Alfredo mirando con picardía a sus amigos. “Lo que pasa es
que ahí llevábamos a las señoritas. Cuando estaba el David Arango en Magangué, nos tomábamos esa
vaina por nuestra cuenta y como el capitán, Celmo Jiménez, era amigo de la familia, él nos patrocinaba
todo”, interrumpe entre risas Raúl.
Efectivamente, el David Arango era un barco de vapor como ningún otro, tanto así que se conocía también
con el nombre de Palacio Flotante. Los pomposos camarotes de la primera clase no tenían nada que
envidiarles a los famosos barcos de la época, la platería del comedor evocaba la elegancia digna de los
más adinerados, el bar era un escenario perfecto para organizar fiestas y el aire acondicionado, una
verdadera muestra de ostentación. Nadie quería perder la oportunidad para embarcarse.
“Vivir en ese barco era vivir algo mágico. Uno hacía amigos, se enamoraba, pero, sobre todo, iba viendo
el cambio de la gente a medida que el vapor bajaba o subía por el río”, anota Raúl con su desparpajo
habitual. “Pero, eso sí, ¿sabes qué era lo más particular de un viaje en río? Ser testigos de la conferencia
nacional de mosquitos que se llevaba a cabo”. Todos soltaron la risa con las palabras de Meola, ya que
sabían por experiencia propia lo que significaba eso.
“Como el vapor iba lento, el mosquito que se montaba contigo, se desembarcaba contigo. Y lo peor es que
iba recogiendo de pueblo en pueblo a sus amigos y parientes. Entonces, en el día hacían conferencia y no
te jodían, pero en la noche se iban de rumba y nadie podía dormir con la mosquitera”, termina de contar
Alfredo.
El día que el David Arango se incendió con él naufragaron los miles de historias que allí se vivieron. “Los
tripulantes y los pasajeros se bajaron en la mañana de ese fúnebre día para comprar en Magangué. Era
usual que las personas desembarcaran para conseguir comida, encontrarse con amigos o buscaran
compañía para la noche”, cuenta Ramón. “Siempre revisaban que todo quedara intacto, pero ese día, uno
de los tripulantes dejó la plancha prendida. Ese error determinó el final en llamas del barco insignia del río
Magdalena”, concluye Viñas con un poco de nostalgia en su mirada.
“La gente se quedó inmóvil mientras veían cómo se convertía en cenizas el vapor”, afirma Meola con
completa seriedad. “Nos quedamos como presenciando el fin de una era y nadie hacía nada. La verdad es
que no había mucho que hacer. Solo cuando las llamas del barco comenzaron a quemar el puerto, el
capitán Jiménez ordenó desprender las amarras para que la embarcación se quemara lejos de él y el daño
no fuese peor”, dice al tiempo que se quita las gafas y les limpia el vidrio.
Cincuenta y tres años han pasado desde que se incineró el último barco de vapor y con él los días de
grandeza del río Magdalena se desvanecieron. Atrás quedaron las noches en las que el río hacía posible
que un hombre y una mujer se enamoraran con una sola luna, que un extraño se convirtiera en un amigo,
que una fiesta regalara sonrisas, que una parada en un pueblo lograra cambiarle la vida a una persona y
que un vistazo hacia el cielo hiciera que las estrellas se transformaran en protagonistas.
Los tres viejos, alrededor de la mesa, tienen esperanzas de que las nuevas medidas del gobierno de turno
para recuperar la navegabilidad del río le devuelvan la grandeza y el esplendor a las aguas del Magdalena,
para que por su caudal se vuelvan a vivir las historias de épocas pasadas.
2.7 UNA MUJER DE ARMAS TOMAR
Desde que uno entra a Mompox, puede sentir que está pisando un pueblo suspendido en el tiempo. El
colorido blanco de las casas estilo colonial, las seis iglesias que se imponen en la ciudad, las espaciosas
plazas de mercado, las lámparas parisinas que se encuentran en la calle y el río que acompaña la avenida
principal evocan los tiempos en los que Colombia se llamaba Nuevo Reino de Granada.
En la avenida que se abre paso junto al río Magdalena nos encontramos con la casa que hace más de
ciento cincuenta años le perteneció a la Marquesa de Santa Coa. Es una vivienda que por fuera está
pintada de un vino tinto rojizo y decorada por columnas y ventanas verdes que le dan un toque de
imponencia. Las tejas de barro parece que no han sido cambiadas desde hace siglos, y la puerta negra de
hierro, de más o menos dos metros y medio de alto, abiertas de par en par, invita a entrar a todo aquel que
se pare enfrente.
A las diez y dos minutos de la mañana, en un caluroso y húmedo día septembrino, sale de esta inigualable
edificación Faiza de Gutiérrez de Piñeres, quien vive allí desde que se casó hace más de seis décadas. A
sus 83 años, esta mujer tiene más vida que cualquier adolescente.
Su piel es trigueña, el color de su cabello es una mezcla entre rojo y blanco, su nariz es ancha, sus ojos
cafés son pequeños y redondos, y tiene unas ojeras que le delatan la edad. Sin embargo, se conserva muy
bien, gracias a que es delgada, con tan solo un poco de barriga y tiene una personalidad tan arrolladora que
no se asemeja a la de ninguna persona de la tercera edad que se conozca.
Vestida con una ropa fresca para el clima, una camisa de algodón de estampado de flores y una bermuda
azul, acapara con su sonrisa cálida la mirada de todos. Como toda madre de provincia, saluda con fuertes
abrazos e insiste en ofrecer comida cada 20 minutos.
Faiza camina por su casa, donde sobresalen sus altos techos de 300 años, sus cuartos intercomunicados,
sus diez mecedores para entretener visitas y su fabuloso patio interno que transmite paz con tan solo verlo.
Esta arquitectura muestra la importancia de la tradición y el deseo de mantener una familia unida, puesto
que todo está hecho para dejar el aislamiento a un lado y sentarse a compartir.
Esta matrona entra al espacioso comedor, uno de los lugares más impactantes de la casa, donde se
encuentran dos mesas, una rectangular de diez puestos y una circular de seis, jala una de las sillas cuyo
espaldar está tallado a mano, se lleva los dedos al rostro para sobarse la mejilla y comienza a hablar sobre
su vida.
Amor comprometido
“Me mudé a esta casa cuando me casé con mi marido. Yo tenía tan solo 19 años, pero, desde entonces, la
que toma las decisiones aquí siempre he sido yo”, cuenta Faiza con el absoluto desparpajo con que suele
hablar con todo el mundo.
Se casó con Germán Gutiérrez de Piñeres, un ganadero famoso de la región quien, como muchos otros
hombres, comenzó trabajando para su familia. Se conocieron cuando él acompañaba a su primo a hacerle
visita a su novia, una vecina de Faiza. Allí se enamoraron, pero este fue un romance distinto a los de hoy.
“El primer regalo que Germán me dio fue una yegua que se llamaba La Adelaida. Hay gente que se da
rosas, pero él me regaló un animal. Quizás así como comenzó lo fue siempre, pues toda mi vida giró en
torno al trabajo y el ganado”, dice entre risas.
Cuando Faiza se echa a reír es como si se inundara un cuarto de sonrisas. La luminosidad en sus ojos y el
estruendoso ruido de sus carcajadas hacen que sea imposible no ser contagiada por su alegría.
“Después de un largo tiempo, de visitas vigiladas y de molestarme con regalos, me conquistó. Nos
casamos y me llevó a vivir a su casa. No como ahora que primero se las llevan a su casa y después se
casan”, cuenta con gestos de desaprobación. “No, señor. Aquello sí era de verdá, verdá. Como te dije, en
mi casa yo tomo las decisiones y, por eso, yo no permito que aquí vengan parejas que no estén casadas. Si
mi nieta quiere venir con su novio, se va pa’ otro lado con él”, afirma de manera tajante.
Al tiempo que se frota sus manos, Faiza agrega serenamente, “eso es lo bueno de que a pesar de llevar 28
años viuda, me mantenga yo sola, pues no hay nadie que me refute a mí nada. Yo no recibo bolón de
ninguno de mis hijos”.
Esta matrona momposina lleva años manejando a todo el mundo desde su casa. Vive de los alquileres de
distintas propiedades y sus fincas las tiene produciendo solas. “Mija, en esta casa mi marido terminó casi
dependiendo de mí. Yo iba siempre al lado de él, haciendo las cuentas, acompañándolo en sus giras de
hasta tres días para lograr llevar los 900 novillos que mandábamos semanalmente a distintos puertos
ribereños, y dirigiendo cuanto empleado se necesitara mandar”, cuenta inflando el pecho de manera
orgullosa.
“Encima, yo eduqué a mis seis hijos, a una nieta y a un hijo natural que Germán tuvo antes de que nos
casáramos. Mi marido nunca supo qué era eso, él se dedicaba honradamente al trabajo. Yo, en cambio,
hacía ambas cosas. Tuve cinco empleados para que me ayudaran, pero siempre todo iba bajo mi orden. A
todos mis hijos los mandé a estudiar a Bogotá, inclusive mandé a Barranquilla a estudiar a los dos hijos de
una de mis empleadas de confianza”, cuenta mientras enumera con sus manos a sus hijos, hijastro y a sus
empleadas.
Seguidamente recuerda cómo terminó de educar a su marido. “A Germán hasta le enseñé a comer, pues él
no tenía idea de lo que era alimentarse como se debía. Por eso, aunque me dolió en el alma perderlo,
cuando me dejó hace 28 años, yo tenía ya todo organizado y sabía exactamente cómo manejarlo todo,
pues, en últimas, siempre he sido yo la que lo he controlado”.
De repente, entra un hombre de unos sesenta años gritando: ‘Mami’. Él es Germancito, el hijo natural de
su esposo, a quien Faiza había adoptado cuando tan solo tenía cinco años. De todos sus hijos, este es el
único que se quedó viviendo con ella en Mompox.
Germán se sienta a su lado, pero solo para escuchar las órdenes de los mandados que le tiene que hacer a
su madre. Germancito, un hombre delgado, canoso y padre de tres hijos mayores, todavía le obedece como
si jamás hubiera dejado de ser niño.
Se fue su hijo, pero entró otro hombre. Es Antonio, uno de los pocos empleados que le quedan en su casa.
Tiene unos treinta años, es pastuso y, como dice ella sin ningún sentido de discriminación, “es tan bobito
como cualquier pastuso, me toca escribirle las cosas para que las entienda el tendero, pues nadie le
comprende cuando habla. Yo lo tengo para que aprenda y no se muera su familia de hambre, pero creo que
me iría mejor sin él”, cuenta con la ternura que se esconde detrás de sus aparentes insultos.
Mujer sin miedo
Durante la peor época de violencia entre la guerrilla, los paramilitares, el narcotráfico y el Ejército
Nacional, que transcurrió entre las décadas de los 80, 90 y principios de este siglo, Mompox y el resto de
Bolívar fueron blanco de ataques y del derramamiento de sangre. Mucha gente huyó en busca de un lugar
más seguro, pero Faiza permaneció inmóvil en su sitio, sin importarle nada, ya que jamás en su vida se ha
considerado una mujer temerosa, sino por el contrario, temeraria.
Se levanta y camina hacia la sala principal donde hay más fresco y decide sentarse en su mecedor
preferido. De pronto, su mirada se congela y empieza a hablar sobre las dificultades que tuvo que pasar,
pero no se arrepiente de cómo las enfrentó. Cinco veces estuvo frente a frente con la muerte, pero jamás
dejó que eso le impidiera seguir produciendo, por el contrario, cada vez que vivía una experiencia de vida
o muerte, salía con más agallas que con las que entró.
“Yo no le tengo miedo a nada. Ni siquiera a morirme. Por eso, siempre he tomado decisiones que para mis
hijos podrán ser irresponsables, pero que para mí eran necesarias, tanto para la supervivencia de ellos
como para la mía”, cuenta meciéndose lentamente. “Yo sobreviví a cinco ataques de la guerrilla que se
presentaron en el tramo entre Carmen de Bolívar y San Jacinto, pero hubo uno que se quedó marcado en
mi memoria por la forma como actué”.
“Yo varias veces tuve que ir a Barranquilla por cuestiones médicas o económicas y no tuve de otra que
irme en taxi. En uno de esos viajes presencié uno de los ataques. Fue hace diez años y recuerdo haber
visto a un muchacho de unos 18 armado hasta los dientes y haber sentido pesar por él. ‘Si ese fuese mi
hijo o mi nieto’, pensé”, dice aún con genuina preocupación por el joven.
“Con el pelao había un grupo de bandidos, aunque a ciencia cierta no sé si eran paracos o guerrilleros.
Empezó un tiroteo que ni te digo y nos escondimos, el taxista y yo, detrás de las sillas. En fin, cuando se
bajó la balacera, pero aún quedaban varios bandoleros armados, me bajé del taxi. El taxista me gritó que
no lo hiciera, pero yo necesitaba llegar a mi casa. Así que cogí mi maletica y me puse a caminar entre la
gente. Había gente llorando, gente muerta, camiones incendiados y tipos con armas hasta pa’ vender. Pero
a mí no me dio miedo. Yo empecé a caminar y me importó un carajo lo que me fueran a decir. Me importó
un carajo que las balas aún estuviesen calientes. Yo necesitaba llegar y el miedo nunca ha sido un factor
decisorio en mi vida”, afirma Faiza con la entereza que solo una mujer como ella refleja.
Faiza se para del mecedor y comienza a caminar por los cuartos. Llegamos a uno que tiene el techo más
alto de toda la casa. Es lo que solía ser el cuarto nupcial que, aunque ya ella no duerme allí desde hace
muchos años, todavía lo mantiene intacto. Apenas entra se acerca mecánicamente a una fotografía, la
levanta y se la pone contra el pecho. Es una foto del expresidente y hoy senador de la República Álvaro
Uribe Vélez, y al tiempo que la muestra dice: “En este país ha habido mucha violencia. Y este pueblo ha
visto mucho. Es por esto que a pesar de que jamás me he dejado mandar de nadie, creo que haría la
excepción de recibirle órdenes al único presidente que ha servido para algo en este país”.
Orgullo materno
Sale del cuarto nupcial y avanza hasta detenerse en su puerta principal, donde hay todavía más retratos de
su familia. Le gusta pararse allí, pues desde ese lugar puede ver el río Magdalena, aguas que siempre la
llenan de tranquilidad.
Aunque dice que se siente contenta por los logros de todos sus descendientes, logros de los que dice ser
patrocinadora oficial, está particularmente henchida de orgullo cuando piensa en su nieta Faiza.
“A mi nieta Faiza la eduqué yo, ya cuando no tenía sino pocos a quien criar y, tal vez por eso, creo que es
con la que más me identifico”, cuenta sacando un poco la lengua para mojarse los labios. “Yo la crié, ya
que su madre, una venezolana que alguna vez se acostó con mi hijo, me la dejó a cargo. Ella sabía que lo
mejor era dejármela a mí y, aunque hoy en día ambas tienen una relación buena, la madre de Faiza he sido
yo. Por eso, cuando me dice que se ha ganado todos los premios en su universidad en los Estados Unidos,
siento un orgullo de madre como el que sentí con mis otros hijos. Ella se llama igual que yo y tiene mucho
de mí. Es fuerte como yo, pero más verraca todavía. Por eso sé que llegará lejos”, dice mientras alcanza
una fotografía de su nieta, una joven de unos 25 años, bonita, delgada y con el color de los ojos y el
cabello café.
Faiza se detiene y observa una imagen de su hija Julia junto al maestro Gabriel García Márquez, en un
sofá de cuero marrón. Fue tomada hace unos siete u ocho años cuando Julia trabajaba en el Ministerio de
Cultura del Gobierno de Uribe y es una de las reliquias de esta casa.
Adora al autor colombiano tanto como a sus hijos, pues, aunque no lo conoce, cree que siempre transmitió
en palabras una versión exacta de lo que es la cultura costeña. Cuando le dicen que se parece a Úrsula
Iguarán, simplemente responde diciendo, “no me merezco ser comparada con ella, pero, de igual forma,
muchísimas gracias”.
Faiza vuelve a sentarse en su mecedor preferido y se mece como le gusta. No lo dice, pero su mirada está
enfocada en las fotos, como si estuviese repasando su vida en un par de segundos. Recordar y hablar de
todos sus descendientes quizás había logrado que una mañana que comenzó como cualquier otra se
convirtiera en una aventura por el tiempo y, por ende, por la felicidad.
2.8 JUEGOS DE CAMA
“¿Quieres que te cuente por qué casi mi mamá me vuelve marica? He aquí la historia”, lanza de un solo
zarpazo la anécdota Roberto Caballero Pérez, un hombre de cincuenta años, barranquillero y con un
sentido del humor fuera de serie. Tiene unos kilos de más, su cabello y ojos son negro azabache. Lo
acompaña una carcajada capaz de oírse a los alrededores de la cuadra, pero su tono de voz es tan bajo que
casi no se le escucha cuando habla.
Su oficina en Barranquilla, desde donde dirige la empresa familiar Ganadería Caballero Pérez, compañía
que se dedica al ganado y al cultivo de palma africana en distintos municipios del Magdalena y el
Atlántico, es el lugar en el que más pasa el tiempo. Sobre su escritorio de madera muy pulida tiene las
fotografías de toda su familia y un computador portátil a su lado izquierdo. Después de tomarse el último
tinto del día, continúa su acaparadora historia.
“Cuando yo era pelao, las mujeres con las que uno se casaba generalmente no se acostaban con uno sino
después de la fiesta de matrimonio. Pero, mija, eso no significaba que uno iba a llegar virgen”, afirma
Roberto tocándose su argolla de matrimonio. “Uno tenía que tener mínimo tres mujeres que lo hubiesen
educado en eso para poder presentarse al lecho matrimonial como debía ser. Entonces, tocaba
rebuscárselas. Ahí es cuando entra al cuento la famosa Aideth”, dice con la picardía que se le desborda,
mientras se ríe al recordar.
Hoy, Roberto está casado y tiene tres hijos, pero, cuando era joven, generalmente representaba un dolor de
cabeza para Berta Pérez, su madre.
“Mi madre era tan celosa con mi papá como lo era con nosotros, especialmente conmigo”, afirma Roberto
observando una fotografía de ella cuando era joven. “En esa época no había celular, entonces se la pasaba
buscándome como loca por las calles de Barranquilla y yo vivía escondiéndome de ella”, cuenta
rompiendo con una estruendosa carcajada.
“Pero un día la cosa me salió mal, pues yo pensaba que mi mamá ya estaba dormida y salí en su carro a
buscar a Aideth, la empleada de servicio de mi tío Hernando y tía Gladys, y la que desvirgó a casi todos
los hombres de la familia”, afirma rozándose con la mano la rodilla izquierda
A Aideth Vargas, oriunda de Ovejas, Bolívar, la recuerdan como una mujer muy hermosa, de tez blanca y
ojos verde aceituna. Por tres años fue la empleada de servicio de los Pérez, pero más allá que limpiar y
cocinar, Aideth se encargó en ese tiempo de iniciar sexualmente a los dos muchachos que vivían en esa
casa, Carlos Hernando y Gustavo, a Roberto, su primo hermano, y a 8 hombres más de la misma
parentela.
“Carlos Hernando y Gustavo ya se la habían cogido, y estoy seguro que mi tío para ese entonces también
lo había hecho”, dice Roberto muy tranquilamente, como suele estar al hacer comentarios fuera de lugar.
“Me dijeron que lo único que yo tenía que hacer era recogerla y parquearme enfrente de una casa oscura y
abandonada que quedaba donde antes estaba el Colegio Karl C. Parrish, y listo, ahí coronaba. Aideth lo
hacía por dos razones, pues eso me dijo una vez, primero, le gustaba el hecho de iniciar a los hombres en
su madurez sexual y, segundo, le encantaban los perfumes finos. Obviamente, a mí me tocó robarle un
perfume a mi mamá para dárselo”, comenta mientras se truena los dedos de las manos, manía que parece
tener desde hace muchos años.
“El cuento es que mi mamá siempre estuvo un paso más adelante que yo y ella ya se había dado cuenta de
que Aideth era más que amable con nosotros. Entonces, esa noche se hizo la dormida mientras yo iba a
que me abrieran la puerta al edén”, afirma con su risa escandalosa.
En ese preciso instante, entra Berta a la oficina. Había sido citada para llegar media hora antes, pero el
tráfico le había impedido estar a tiempo. Mientras iba entrando, alcanzó a escuchar el nombre de Aideth y,
por ende, supo inmediatamente qué historia estaba contando su hijo. Con parsimonia se sienta junto a
Roberto y le interrumpe el relato utilizando su voz ronca y desgastada por los años que lleva fumando
cigarrillo.
“Esa Aideth era una brincona y yo, desde que la contrató mi cuñada Gladys, lo advertí. ¿Cómo era posible
que iba a dejar esa tentación ante mi hermano Hernando? ¿O sus mismos hijos?”, dice Berta todavía con
rabia en sus palabras. “Yo me comencé a pillar la cosa, solo que como el asunto no era con mis hijos, no
podía hacer nada. Pero un día le hice la trampa a este que está acá, y dejé un perfume ahí de papayita para
que lo cogiera. Ya yo para ese entonces me había dado cuenta de que en el cuarto de Aideth estaban los
perfumes finos de Gladys, así que até los cabos. No tuve sino que esperar un solo día para que Roberto
cogiera ese perfume y fue entonces cuando supe que había llegado el momento. Me despedí de todos y me
fui dizque a dormir”, comenta esta mujer octogenaria.
Roberto la mira y le sonríe, después de tantos años sigue sorprendiéndole la astucia de su madre. Nadie,
solo ella, era capaz de ponerles pruebas a los hombres de la casa, sin ningún tipo de remordimiento o
duda, pues, al final, dicen ellos, solía tener la razón.
“Yo salí en el carro de ella, un Volkswagen 1975, y con mi perfume en mano. Iba más feliz que nunca y,
por eso, no me di cuenta de que mi mamá salió en otro carro detrás de mí”, retoma la historia Roberto con
desparpajo. “Ella vio cuando recogí a Aideth y cuando me parqueé. Estábamos ya dándonos los besitos y
en esas mi mamá me toca la ventana. Juro que nunca yo había sentido un susto tan grande. Como niño
chiquito me bajó del carro y me empezó a pegar mientras me gritaba ‘zángano, es que así te quería ver’.
Pero no me fue tan mal como a Aideth, pues te podrás imaginar que le dijo hasta del mal que se iba a
morir”, cuenta al tiempo que Berta lo mira muerta de la risa.
“ Yo lo quería matar, pero era mejor que el correazo se lo diera Robertico, mi marido”, comenta Berta.
“Pero el problema era que Robertico no estaba en la casa, sino que estaba en la finca. Entonces, yo le
conté por el radioteléfono lo que había pasado. Toda la semana duré esperando para que llegara y le diera
su merecido a este pelaito. Cuando por fin llegó, me paré de la mesa donde almorzábamos todos y fui
corriendo a recibirlo”, comenta con ansias Berta.
“Yo me había puesto tres pantalones y tres camisas para que el correazo no me doliera tanto, pero tenía un
calor salvaje”, interrumpe Roberto a su madre y agrega: “Cuando sentí que llegó mi papá y mi mamá salió
a recibirlo, me escondí en mi cuarto. Escuché los pasos de mi viejo, quien inmediatamente abrió y cerró la
puerta, diciendo: ‘No joda, estás jodido, te dejaste pillar de tu mamá’. No había yo alcanzado a reírme
cuando entró ella gritando”.
Interviene enseguida Berta, alzando su voz: “Cuando yo escuché esas palabras, la rabia casi se me sale por
los ojos y entré al cuarto gritándole a mi marido: ¡zángano!”.
“¿Y sabes que respondió mi papá?: ‘Mija, esto es psicología’”, cuenta Roberto mientras lo invaden las
carcajadas.
Perdidos de amor
Sin embargo, para Aideth su final no fue tan afortunado como el de Roberto, pues, después de ese
incidente, la echaron del trabajo y los hombres de la familia quedaron destrozados. Hubo uno en
particular, Carlos Alberto, primo hermano de Roberto, quien realmente quedó descorazonado. De los once
parientes que fueron desvirgados por Aideth, él fue el único que se enredó profundamente con sus
encantos.
“Yo me enamoré de Aideth. Tenía 15 años y fue la primera mujer de mi vida. Además era divina, tan
divina que uno hasta al Country podía llevarla y nadie se daba cuenta de que no era de estrato seis”, dice
Carlos Alberto, un hombre de unos sesenta años, que permanece igual de delgado que cuando era un
adolescente.
“Me daban celos que no hubiese sido el único, pero a esa edad no podía hacer nada y además eran mis
primos. Entre los dos había algo especial, o al menos eso pensaba yo. Ella me decía que me amaba a mí y
¿cómo no creerle con esos pocos años?”, agrega Carlos pasándose la mano por las canas.
“Recuerdo el día que me enteré de que la habían botado de la casa de los Pérez. El corazón se me iba a
salir del cuerpo. Corrí, pero cuando llegué, era demasiado tarde. Se había ido para siempre. Durante un
año esperé a ver si regresaba, pero con el tiempo me di cuenta de que no iba a volver. Hace un par de años
supe por un amigo mío que terminó trabajando en la casa de una gente en Corozal, Sucre, pero jamás pude
encontrarla”, concluye Carlos, mientras saborea un tinto y observa el atardecer barranquillero.
Carlos Alberto se casó y se separó al poco tiempo de tener su tercer hijo. La obsesión por este amor
juvenil volvió a renacer justo en medio del divorcio. Nadie sabía que esta mujer le había cambiado la vida
y, a pesar de buscarla por cielo y tierra, no la encontró por ninguna parte.
2.9 BAUTIZOS SANGRIENTOS
El 9 de enero del año 1999, a eso del mediodía, Santander Enrique de la Hoz y su mujer escucharon lo que
creían era la pólvora de la celebración por los bautizos de los niños del corregimiento Playón de Orozco.
Santander y su esposa Josefa no pudieron haber estado más equivocados, ya que en ese preciso instante y
a tan solo unos kilómetros de su casa, los casi 600 habitantes que tenía en ese momento el corregimiento,
comenzaban a vivir la peor desgracia de la que se tiene recuerdo.
“Pasaron dos horas antes de que mi mujer y yo nos diéramos cuenta de que no era parranda lo que estaba
pasando allá, sino una verdadera tragedia”, dice Santander mientras aprecia las paredes de su casa, hechas
con palos amarrados con cabuyas.
“Estábamos sacando las yuquitas para cocinar, cuando un gentío comenzó a correr en esta dirección. Los
hombres no tenían camisas y llevaban una cara de horror encima que no se las quitaba nadie. En especial,
el cura Giovanni Sanjuanero, que del susto ese negro parecía más bien blanco”, afirma Santander,
saludando al mismo tiempo a su hijo Joaquín, que acababa de llegar de recoger los cultivos de su patrón.
Padre e hijo no se parecen mucho, tal vez solo en la forma como hablan y sostienen los gestos. Joaquín
hoy está casado y tiene dos niños pequeños, James y Joaquín José, quienes corren por el piso de barro de
la casa de su abuelo. Pero cuando sucedió la masacre tenía tan solo quince años y, aun así, los 30
paramilitares que entraron armados al lugar decidieron que ya era un hombre y que debía estar, como el
resto, en la fila de fusilamiento.
“Fueron las dos horas más horribles de mi vida”, cuenta Joaquín con ojos de angustia. “Nos hicieron poner
de rodillas con las manos en el cuello y la cabeza mirando hacia el piso. Iban llamando a las personas de
acuerdo a su físico. Por ejemplo, si la persona tenía el pelo mono le decían ‘mono, tú, párate’, y ahí mismo
lo asesinaban. Era como un juego, pues no tenían los nombres exactos de las personas que iban a matar,
sino que empezaron a masacrar al que les daba la gana”, recuerda con horror como si hubiese sucedido el
día anterior.
La casa queda en la mitad de la finca del patrón de Santander y Joaquín. Está rodeada de terreno fértil para
el cultivo, el cual les es permitido utilizar para sembrar y mantener un ternero, dos gallinas y un cerdo que
guardan para épocas de escasez. El hogar está amoblado por una nevera, tres sillas de plástico entre rojas y
blancas, un mecedor de madera, dos hamacas desteñidas, dos colchones de espuma y una cuna para bebés,
y allí duermen y comen dos familias enteras. Pero los De la Hoz saben que en su vida la pobreza no ha
sido su mayor dolor de cabeza, sino, más bien, el constante miedo en el que viven por tanta violencia que
han tenido que ver.
“Pero no solo se contentaron con matar a esa pobre gente, sino que se llevaron lo poco que había y
remataron quemando todas las casas”, reanudó Santander la conversación. “No hubo una sola familia que
salió invicta, pues si no le mataban a alguien, acababan con su casita y sus cositas. Recuerdo que como a
las tres horas de que sucediera todo, salí a buscar ayuda y me topé con los bandidos esos que se habían
atollado aquí cerca por culpa del peso de las neveras que se habían llevado. Los vi y casi me voy en
mierda del pánico. No me hicieron nada, ni siquiera me retuvieron y seguí caminando, pero cuando ya
estaba por perdérmeles de vista, una de las dos muchachas que iban con ellos, una monita bien hijueputa,
me dijo: ‘Oye, tú, si quieres carne fresca ve al Playón de Orozco’, esas palabras no se me borraron nunca
de mi mente”, afirma Santander rascándose la entrepierna, acto que suele hacer con frecuencia.
Josefa, quien hasta el momento no había estado sino en la cocina, salió para brindar gaseosa sin hielo.
Todos accedimos a tomar por cortesía, pero el sabor caliente de la bebida no pareció agradarle a nadie. De
repente, Joaquín recuerda que su esposa lo está esperando en el pueblo para una consulta con el santero y
se despide de todos con un sudoroso abrazo. Estaba a punto de irse cuando se voltea y comenta.
“Yo no sé cómo me salvé y creo que si Dios evitó que alguno de los asesinos se fijara en mí fue por una
razón. Pero yo no sé cuál es esa razón y la verdad es que todavía le tengo miedo a todo: a ver a un
camuflado, al día de los bautizos, a que mis hijos crezcan en este país tan violento donde ya nadie sabe ni
quién es malo ni quién es bueno”, dice con su tono de voz grueso que lo caracteriza.
“A veces me levanto a media noche con la imagen de una de las paracas proponiendo que le pusieran una
granada a la iglesia. De no haber sido por otro paraco que dijo que no, se hubieran muerto un poco de
pelaitos y la mujer de mi vida que estaba ahí adentro. Pero más que todo, me levanto pensando en mi
amigo y cuñado Jorge Calvo, a quien mataron al lado mío y me tocó quedarme callado pa’ que yo no fuera
el siguiente”, afirma Joaquín mientras emprende su camino.
“Escuché cómo mataban a mis hijos”
De todas las trágicas historias de esa vil tarde, sin duda la peor fue la que le sucedió a la señora Fide.
Filadelfia Pabón, una mujer de unos sesenta años, de ojos tristes, tez morena, pelo y dentadura blanca, fue
quizás la más desafortunada de todas las madres ese día. Tres de sus cinco hijos fueron asesinados por los
28 hombres y dos mujeres de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia) en aquel 9 de enero. Sin
embargo, lo más triste fue que lo escuchó todo.
“Como era día de bautizos, todas las mujeres estábamos ayudando a preparar tanto a los niños como la
plaza”, dice Filadelfia, quien está sentada en un mecedor de madera, tomando el tinto que acostumbra a
saborear cada mediodía. “En esas entraron dando tiros los paramilitares, aunque en ese momento no
sabíamos de qué bando eran, pues estaban disfrazados de policías y de militares. Sacaron a todas las
personas de sus casas, no podía quedar ni un alma en ellas, y a todas las mujeres nos metieron en la
iglesia, mientras a nuestros muchachos los colocaron en fila en el centro del pueblo”, cuenta tocándose sus
arrugadas manos.
El hogar de la famosa señora Fide, como le gusta que la llamen, es parecido al de todos sus vecinos.
Luego del incidente, los habitantes del corregimiento se fueron por un tiempo a otras partes, pues no solo
se había convertido en un lugar muy doloroso para quedarse, sino que todas las casas habían sido
incendiadas.
Cuando Filadelfia decidió regresar junto con las dos hijas que sobrevivieron a la masacre, gastó casi todo
su dinero en reconstruir la casa a base de cemento y cinc. Hoy día, la acompañan dos mecedores de
plástico, un par de colchones, una nevera y una fotografía, donde aparecen sus cinco hijos cuando estaban
pequeños, que se salvó del incendio.
Viuda desde hace más de una década, Filadelfia sabe que su vida ha estado marcada por las desgracias y,
cuando empieza a contar la historia de la muerte de sus hijos, es evidente que el dolor no ha cesado de
invadirla un solo día. La sonrisa que con tanta fuerza saludó la mañana, en este momento comienza a
desvanecerse.
“Cuando escuché que llamaban a un orejón, mi corazón se paró en seco. Ese presentimiento de madre
cuando sabes que es el tuyo el que está afuera. Efectivamente, me mataron a mi hijo Juan Esteban y yo
escuché sus últimos llantos. Pero mi martirio no acabó ahí, pues en el momento en el que a Juan Esteban
lo matan, Martín, mi segundo hijo, gritó desconsoladamente y lo cogieron a él casi que enseguida. Mi
corazón se encogió de tristeza. Las mujeres que estaban encerradas ahí conmigo intentaron consolarme,
pero era inútil. Y lo más horrible es que todavía me faltaba un golpe duro por soportar, pues mi tercer hijo,
Daniel, ya casi cuando iban a acabar con la masacre, ya casi cuando estaba todo por terminar, fue
escogido. Así como así, me lo mataron también. Él tan sólo tenía 17 años”, relata Fide mientras comienza
a llorar lentamente.
Han pasado doce años desde el incidente, pero la herida aún no cicatriza. Ese día no solo perdió a tres de
los cinco amores de su vida, sino que, además, perdió la esperanza en la humanidad. No quiso ser
fotografiada, ya que para ella la violencia en este país no ha acabado y aún hoy le teme a hablar sobre lo
sucedido. Toma la fotografía de sus hijos, que está ya desgastada de tanto ser manoseada, y se la aferra al
corazón. Se despide secándose las lágrimas y entra a su alcoba sin puerta para llorar el resto de la tarde.
La masacre de Playón de Orozco ocurrió como represalia de Carlos Castaño, exjefe de las AUC, pues
supuestamente en ese corregimiento se escondían guerrilleros. Asesinaron a quemarropa a 26 humildes
campesinos y a una sola mujer, la promotora de salud, Carmen Ruda. Cada año, para esa misma fecha, los
habitantes hacen un homenaje a los muertos y siembran árboles en su honor. La verdad sea dicha, ellos
son los únicos que se acuerdan de este fatídico 9 de enero y de este territorio olvidado por todos.
2.10 EL SANTERO
Sentado en la puerta de su casa rosada, Robinson Arturo Rodo espera que sean las cinco de la tarde. Lleva
puesta una camiseta azul con una bermuda beige, algo desgastada por el tiempo, y unas chancletas tres
puntadas grises que dejan ver sus pies callosos y uñas largas. Es un gordito sabrosón, como le dicen las
mujeres del pueblo a los hombres con algo de sobrepeso. Su piel es morena, no tiene casi cabello y su
nariz es ancha como su sonrisa.
Un piso de cemento da la bienvenida a la casa, las paredes están completamente vacías y los muebles que
adornan la sala se encuentran deteriorados por el uso y el paso del tiempo. En el espacio sobresalen un
televisor, en el que ve la novela del momento, y dos marcos sin puertas que dan paso al dormitorio de
Robinson y su esposa Miriam, y al de uno de sus cinco hijos.
Robinson tiene cincuenta años bien llevados, pues, a pesar de tener un poco de sobrepeso, luce joven y en
su rostro no hay señal de muchas arrugas. Sin embargo, en sus relatos es evidente que ha vivido mucho y
que, por ende, es respetado hasta por los más ancianos. En cinco décadas ha salvado más vidas que
cualquier doctor conocido en la zona, razón suficiente para ser catalogado como una eminencia en El
Piñón, Magdalena.
“Convertirse en un santero no es nada fácil y solo puede ser pasado de generación en generación. Mi padre
fue santero y el padre de mi padre también lo fue. Cuando el mío murió, aquí en esta misma casa, hace
unos veinte años, me entregó el rezo para convertirme en santero”, recuerda Robinson sobándose la
barriga.
“Mi papá murió un 6 de marzo, pero solo hasta el 25 de diciembre de ese mismo año, exactamente
después de los 12 campanazos que indican que nació el Niño Jesús, fue que dije mis rezos y quemé el
papel donde estaban escritos. Desde entonces fui concedido con el don de sanar a la gente de muchas
cosas, pero sobre todo del mal de ojo”, dijo el santero con ademanes de hombre respetado.
Afuera de su casa siempre hay filas de gente que viene a buscar sus servicios. Inclusive, hay quienes
llegan de diversas localidades de la región, porque están convencidos de que los poderes que tiene curarán
a sus hijos.
“Robinson es de los mejores santeros que hay”, comenta Regina Padilla, una madre consultante que ha
venido del corregimiento Las Pavitas. “Yo le traje hace un par de meses a mi niña Dayana, de tres años, y
me la salvó del mal de ojo que se le había pegado. Mira, la niña no me comía nada y vomitaba o ensuciaba
todo lo que se le daba, estaba tan flaca que yo vivía muerta del susto. Entonces, se la traje a Robinson y
me le hizo nueve baños hechos con distintas plantas y rezos. Además, me le puso a tomar manzanilla, y
vea, la niña se me mejoró después de eso”, cuenta emocionada Regina.
El mal de ojo es una enfermedad muy conocida en la Costa Caribe y envuelve tanto la superstición como
la medicina occidental. Según los habitantes, los niños contraen este mal a través de la mirada de otra
persona quien, con intención o sin ella, le pega una especie de bacteria cuyo propósito es deshidratar al
pequeño. La diarrea y el vómito constante son algunos de los síntomas y su cura recae únicamente en las
manos de los santeros especializados en el tema.
El poder de la palabra
“¿Por qué no digo cómo hacer los baños y cómo son los rezos? Porque de nada serviría. Como dije antes,
esto es un don, no es una práctica. El Señor es el que me dio este don. Lo que hago no es arte negro ni
nada de esas porquerías, pues lo mío va de la mano del favor de Dios”, explica Robinson.
“Es decir, si una criatura no se salva, es porque esa es la voluntad de Dios y no hay rezo o baño que la
detenga. Sí, hay gente en esta misma zona que se dedica a la brujería y a leer cartas, y aunque funciona, va
de la mano del diablo y no de Dios. La gente también viene a mí para sanar casas y arreglar matrimonios.
Yo les doy las plantas y los rezos necesarios, pero, vale la aclaración, si una persona sigue poniendo
brujerías, la casa o el matrimonio no se sanará”, cuenta Robinson con absoluta convicción mientras su
esposa le sirve un tinto sin azúcar.
Los hijos del santero no seguirán con la tradición, pues como el mismo dice “es una vocación muy
desgastante y la gente reclama demasiado cuando no se ven los resultados”. Además de ello, eso no es un
trabajo, pues él no cobra por sus servicios y vive de la caridad y las donaciones de sus pacientes.
“Yo solo recibo el dinero de los ingredientes que hay que comprar para hacer los baños. Pero la gente,
cuando ve que salvo a su criatura, da lo que le nace. Debido a que es la vida de su hijo, hija, nieta o
sobrino la que está en mis manos, a veces me alcanza para vivir bien todo el mes. Pero, como te repito, si
la persona no puede darme nada, no importa, pues la satisfacción más grande que yo tengo es ser testigo
de la sanación que Dios le ha dado a través de mis manos y rezos”, dice al tiempo que se quita una mosca
de la camisa.
Para Robinson, el poder de la mente es más fuerte que el de la ciencia. Afirma que son muchos los que se
han sanado simplemente creyendo en que la cura está haciendo efecto, y cuenta que hay casos que son un
desafío para la razón y la lógica médica.
“Una vez, un médico de la zona le recomendó a una mujer que viniera donde mí, pues todo lo que le
daban en el hospital no le funcionaba. Aquí la curé. El remedio no solo está en lo natural de las pócimas,
sino en el poder de la palabra de los rezos. Vivimos en un mundo donde creemos en las mentiras de las
pastillas, cuando realmente en la mente y la naturaleza tenemos las respuestas. Sí, también existe el poder
de la palabra para destruir al otro, el poder de los embrujos y las maldiciones, ya que, por ejemplo, el mal
de ojo da justamente porque alguien miró a tu criatura con desprecio y le transmitió el mal. Pero, gracias a
Dios, hay maneras de combatirlo. La gente que no cree es gente perdida”, enfatiza el santero.
El sol se esconde y Robinson se despide con ternura. Da la vuelta y va a lavarse la cabeza con el fin de
eliminar las toxinas del día. Entra a su cuarto sin puerta y se acuesta en la hamaca, no sin antes echarse la
bendición y comenzar a hablar con Dios, creyendo a ciegas, como siempre le ha enseñado la fe cristiana,
que el poder está en la palabra.
IV
CONCLUSIONES
Escribo estas conclusiones en primera persona, puesto que para mí este trabajo de grado fue un producto
de una serie de vivencias personales que no pueden ser sino descritas desde mi punto de vista. La idea
para hacer esta tesis nació hace unos ocho años, cuando por primera vez leí la obra Cien años de soledad y
lo primero que pensé fue en mi familia.
Soy barranquillera, pero mi familia materna proviene del municipio El Piñón, un lugar a las orillas del río
Magdalena, cuyo departamento lleva su nombre. Mientras leía Cien años de soledad, pensé que quizás
García Márquez habría podido inspirarse en mi familia, pues en ella y alrededor de ella había una Úrsula,
un Aureliano, un José Arcadio, una Santa Sofía de la Piedad, una Renata Remedios, pero, sobre todo,
había un descendiente que había nacido con una cola de puerco.
Sin embargo, quise expandirme y no solo quedarme con las anécdotas de mi casa. Recorrí distintos
pueblos y descubrí que Macondo estaba en cada uno de ellos. Que ese mundo imaginario, que distintos
académicos y críticos literarios sustentan que existe, está vivo en la cultura del Caribe colombiano.
Este trabajo me ayudó a comprender que las historias que valen la pena ser contadas están en los lugares
que uno menos espera y que detrás de cualquier rostro hay un relato que puede dividir tu vida en dos. Esta
tesis reafirmó la vocación que tengo como periodista, pero, sobre todo, como ser humano, puesto que mi
deber y mi pasión están en revelar lo que está oculto.
Agradecimientos
Agradezco, antes que nada, a Dios por haber hecho posible que esta travesía llegara a un puerto seguro.
A mi familia, en especial a mi madre, por creer en mí y apoyarme emocionalmente e intelectualmente en
todo este proceso.
A mi asesor de tesis, Germán Ortegón, por ayudarme a escoger el rumbo indicado e impulsarme a seguir
mi instinto.
A mi diseñador, David Veloza, por estampar mis ideas en un resultado extraordinario.
A la empresa estatal, CORMAGDALENA, por su colaboración en la entrega de fotografías del Río
Grande de la Magdalena y del buque de vapor David Arango para la crónica “Río de historias”.
A todas esas personas que se quitaron sus tapujos y me contaron su historia. Sin ustedes, nada de esto
hubiera sido posible.
V. BIBLIOGRAFÍA
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