Experiencia Reserva Texto y Fotos: Alejandra Benítez Este año tuve la gran oportunidad de conocer el estado de Yucatán, México. Quedé seleccionada para participar en un curso de diplomado al que había aplicado a inicios de marzo. Felizmente, al quedar seleccionada me informaron que también sería beneficiaria de una beca completa para asistir a dicho curso, el trigésimo noveno curso del Programa RESERVA, el cual se desarrolló del 28 de abril al 2 de julio de 2014, en el Centro de Investigación en Recursos Naturales “John E. Walker”, ubicado en Yucatán, México. El curso es un diplomado en Manejo y Conservación de Recursos Naturales que busca formar profesionales a fin de mejorar los procesos de conservación en Latinoamérica y El Caribe. “RESERVA” inició en 1989 gracias al apoyo económico del Servicio de Pesca y Vida Silvestre de los Estados Unidos, permaneciendo y mejorando gracias a la valiosa ayuda y colaboración del Servicio Forestal de los Estados Unidos, Ducks Unlimited y otros donantes. Era la primera vez que obtenía una beca internacional y también la primera vez que iba a estar fuera de casa tanto tiempo y completamente “sola”, es decir, sin tener siquiera una mínima idea de con quienes compartiría esos dos meses que prometían ser bas- tante enriquecedores. Luego de dos días de vuelos y conexiones, llegué a Mérida. Esa noche en el aeropuerto, mientras esperaba a quien nos buscaría, reconocí a otras dos futuras compañeras, por el simple hecho de tener la misma cara de pérdidas que yo. Al rato fueron sumándose más compañeros que llegaban esa misma noche. En total fuimos 16 participantes, representantes de 10 países: Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Nicaragua, Haití, República Dominicana, México y Paraguay. Todos profesionales, desempeñándonos en organizaciones gubernamentales, no gubernamentales o instituciones académicas. El lugar en donde está ubicado el centro de investigación alias “nuestro hogar” se llama Celestún, es un pueblo de pescadores, tranquilo, donde el tiempo parece tomarse unos segundos de más para completar el minuto. Un pueblo cuya playa hace honor a su nombre, el mar celeste y calmo como una piscina sin fin en donde los atardeceres son renovantes y la línea del horizonte está decorada con delfines saltando y acercándose curiosos a la playa. Un sitio en el que entre las 4 y las 5 de la tarde, si mirás al cielo, tenés garantizado el avistamiento de elegantes flamencos volando a sus sitios de des- canso luego de un gran día de alimentación en la Ria Celestún. La gente de Celestún es amable, se desplaza en mototaxis, o taxis ecológicos como los llaman ahí. Nuestra casa estaba a dos kilómetros de la playa, distancia que no siempre se caminaba pues nunca faltaba quien ofreciera un aventón. Nuestro patio daba con la Ria Celestún delimitada por imponentes manglares que albergan biodiversidad fascinante. Ojos de agua, en los que el agua dulce emana transparente regando las tierras y favoreciendo la formación de petenes. El curso resultó ser realmente inspirador, tuvimos nueve módulos dictados por profesores muy capacitados y con vasta experiencia que no dudaron en compartir con nosotros. Cada módulo tuvo lo suyo, cada uno hizo despertar algo en nosotros, en algunos nos veíamos mejor preparados o con mayores conocimientos previos, otros resultaron totalmente novedosos o nos ayudaron a cambiar puntos de vista. La experiencia de compartir dos meses con una nueva familia, tan diversa culturalmente también es una de las cosas que más se extraña. Nos veíamos todo el tiempo, todos los días; al principio, los diferentes “castellanos” se sentían bastante diferentes, con palabras que tenían varios significados para cada uno. Con el tiempo los acentos pasaban