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Apuntes sobre la tragedia griega
Alejandro Oliveros · Saturday, October 9th, 2010
Al parecer, sólo Esquilo consideró a Aquiles
como un héroe trágico. Y, no obstante, para
Goethe, nadie más trágico. En su opinión, y
“con Goethe todo va bien”, el héroe trágico, y
Aquiles sería uno de ellos, no es “ni
completamente culpable ni completamente
inocente”. Esquilo es autor de una trilogía
desaparecida, Los mirmidones, donde el gran
pelida es el protagonista. La edición que H.
Weir Smith organizó para Loeb Classics en
1922 (Harvard University Press) reproduce un
fragmento que se conserva, de diecisiete líneas y otros once versos.
El fragmento de Mirmidones nos presenta al Aquiles en rebeldía, cuando responde a
los mensajeros que tratan de convencerlo de que vuelva al combate ante el avance de
los troyanos de Héctor..
Aquiles
(A los mirmidones):
¡Pretenden lapidarme! Torturar al hijo de Peleo y asesinarlo con piedras no será
una bendición para los griegos en estas llanuras troyanas. Al contrario, así podrán
los hijos de Príamo obtener la victoria fácilmente, sin tener que combatir. Y
ustedes irán más rápido al encuentro del gran curador de los dolores de los
hombres. ¿Acaso el temor a la amenaza de los aqueos hará que empeñe de nuevo
la lanza, un puño que tiembla de rabia ante las ofensas de un líder cobarde? ¿Por
qué, si mi ausencia del campo de batalla ha causado toda esta mortandad, como
dicen mis camaradas, no gozo del respeto del comandante de los aqueos? La
prudencia me impide pronunciar esas palabras, porque quién puede decir que los
otros capitanes y jefes son más nobles que yo?
Para el lector apresurado, el fragmento de Esquilo no ofrece nada que no conozca por
los poemas homéricos. Aquiles se niega a volver a la batalla a pesar de que los griegos
están a punto de ser regresados, en condiciones poco honorables, al vinoso Ponto. El
pelida se siente ofendido, y con razón. El arrogante Agamenón lo ha deshonrado al
despojarlo de una esclava habida en el saqueo a una población vecina. En términos
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cuantitativos, se trata de algo irrelevante. Una esclava más, una esclava menos, es
algo no computable para un hombre cuya madre no es menos que una diosa. Y una
diosa entre las diosas. Nada menos que Tetis, a quien el mismo Hefesto le debía
favores y a la cual Zeus trataba con devoción. Por lo demás, se trataba de una mujer,
Briseida, una especie a la cual el gran Aquiles no prestaba la más esforzada de las
atenciones. Pero el honor no se mide por unidades métricas. El honor es una
ideología, una abstracción que, no obstante, ha cobrado vidas infinitas de héroes. Y,
como sabemos, los héroes son los más tercos de los hombres. No piensan, embisten.
Nacidos todos bajo el signo de Marte, son personas irritables cuando se les
contradice, e inestables emocionalmente, casi siempre. En este caso, no obstante,
debemos coincidir en que el primero entre los griegos tenía razón, El honor
mancillado sólo se repara cuando el ofensor se humilla ante el ofendido. A lo que se
verá precisado un pastor de hombres, Agamenón, mejor conocido como el “Insensato”.
Pero no es esto lo que interesa al lector atento del fragmento de la trilogía perdida.
Hay un elemento nuevo en la heroica historia de Aquiles según Esquilo. Seguramente
un agregado de la tradición recogido por el dramaturgo para hacer de la trágica
historia de Aquiles una tragedia. Como Pelasgo, el infortunado rey protagonista de Las
suplicantes el pelida es hijo de sus decisiones. La primera es la respuesta a Tetis
cuando le ofrece la posibilidad de morir después de una dilatada existencia. Pero
prefiere morir joven y héroe que viejo y obeso. Pero esta escogencia no lo acerca al
común de los mortales. Más bien lo aleja. Otra oportunidad es la que le brinda
Esquilo, más humana y cercana. En Mirmidones, el elemento nuevo es la amenaza a
ser lapidado por sus propios hombres, una circunstancia que no aparece en Ilíada.
Ante cualquier amenaza el hombre se ve en la necesidad de escoger. Y no sólo ante las
amenazas. Todo conflicto espiritual, emocional o existencial, propone una escogencia.
Como escribe bellamente Bruno Snell, Esquilo siente que la esencia de la acción
humana radica en el acto de decidir. Una posición que es insoslayable, inescapable.
Nadie deja de decidir en un momento determinado. No tomar una decisión es ya una
acción. Decides no decidir y ya estás decidiendo que otro lo haga por ti. La decisión no
es sólo la esencia de la acción humana, también es la esencia de la libertad. Decidir
que otro lo haga por nosotros es una decisión que implica no ser libre. No querer
serlo, en suma. Ser libres es una dificultad que puede ser insoportable. Porque la
libertad es indisociable de la autonomía, de acuerdo, como se sabe con Kant. Cassirer,
una vez más, lo pone en estos términos: “(La libertad) no es gegeben (algo dado), sino
aufgegeben (conseguido); no es un don de que se halle dotada la naturaleza humana;
es más bien una labor, y la más ardua labor que el hombre pueda proponerse… La
libertad no es una herencia natural del hombre. Para poder poseerla tenemos que
crearla. Si el hombre siguiera simplemente sus instintos naturales no se afanaría por
la libertad; más bien elegiría la dependencia. Evidentemente, es mucho más fácil
depender de otros que pensar, juzgar y decidirse por sí mismo”. Cuando Esquilo
introduce la amenaza de morir lapidado por los mirmidones, convierte a Aquiles en un
héroe de la tragedia moderna. Lo hace libre por primera vez. Lo convierte en un
personaje de Shakespeare, como Ricardo III o Macbeth. O en un protagonista de las
ideas sobre la muerte de Jacobsen, adaptadas por el joven Rilke. Aquiles ha escogido
morir su propia muerte. Ha podido ceder ante la terrible amenaza de sus tropas, pero
cuando el hombre en libertad decide, se define en ese acto. Yo no soy lo que soy, sino
lo que he decidido ser. Esto es lo que me define. No es mi genoma o mi formación
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religiosa. He decidido no pelear, de la misma manera que, más tarde, decidiré volver a
la batalla. Pero no por las amenazas. Sino porque me parece lo justo, lo que se
corresponde con la razón, con el bienestar, que es la raíz sánscrita del término justicia
Yosto. Es tan justo ir a la guerra como no ir. Es tan justo amar como dejar de amar.
Aquiles no vuelve a su armadura para salvar a los griegos. Se trata de hacer justicia a
Patroclo, que es hacerse justicia a sí mismo. El pelida Aquileo, en manos de Esquilo,
ha dejado de ser parte del mito para integrarse a la condición de héroe existencial, tal
como lo precisaba Sartre en El ser y la nada:
Emerjo solo y, en la angustia frente al proyecto único y primero que constituye mi
ser, todas las barreras, todas los barandas se derrumban, minimizadas por la
conciencia de mi libertad: no tengo ni puedo tener valor a que recurrir contra el
hecho de ser yo quien mantiene a los valores en el ser; nada puede tranquilizarme
con respecto a mí mismo; escindido del mundo y de mi esencia por esa nada que
soy, tengo que realizar el sentido del mundo y de mi esencia: yo decido sobre ello,
yo, solo, injustificable y sin excusa.
(2)
Vuelvo a la lectura del diminuto Homero, de Jaspers Griffin. El profesor Griffin es
autor de dos de los mejores estudios que se hayan escrito sobre el ciego vate. Homer
on Life and Death y Homer Iliad IX. (Oxford University Press). Todavía recuerdo con
emoción cuando tuve por fin estos libros en las manos, regalo de una colega de la
universidad. En su ensayo introductorio a la poesía homérica, Griffin habla de Aquiles
en términos coincidentes: “Aquiles acepta su propia muerte, que su divina madre le
había anunciado como cercana. El asumir su muerte lo ennoblece”. Más adelante se
refiere a la influencia del pelida en la formación de la conciencia europea, “(El
encuentro entre Príamo y Aquiles) le brinda la oportunidad de mostrar gran cortesía y
reconocerse recíprocamente el esplendor y la fragilidad que coexisten en la naturaleza
de los hombres. De esta concepción derivan ideas que iban a ser de máxima
importancia en la historia posterior de Europa … la idea de aceptar que el destino
ennoblece y transforma la pura necesidad de soportarlo, y ésta es la diferencia entre
Aquiles que lo comprende, y Agamenón y Héctor que no”. Cierto, a pesar de su
arrogancia, Aquiles no fue víctima de la hibris que fue la perdición de Agamenón y,
también, de Héctor.
Aquí radica la modernidad de Aquiles, su fascinación. Ya hablamos de su arrogancia,
pero no es como la de Agamenón, un individuo antipático con el cual no provoca salir
ni a la esquina. La arrogancia de Aquiles, por el contrario, es una arrogancia que
seduce. La esencia de su ser es la contradicción. Tan seguro estaba de no volver a la
batalla como lo estuvo cuando decidió volver. No se explica, no sabe explicarse a sí
mismo ni le interesa. El mismo héroe arrogante es el hombre vulnerable ante las
peticiones de un anciano. No quiero decir que su conducta basada en la contradicción
no cause daño a los demás. Lo sabe y no se siente contento cuando esto ocurre. Pero,
como diría Sartre, un pensador al cual uno puede atribuir cualquier extravío que se
nos ocurra, Aquiles sabe que “él es totalmente responsable de su existencia”, que él
“no es otra cosa que lo que él hace”. La moral de Aquiles no es la de Príamo. El viejo
monarca es representante de una moral heredada. Sabe lo que es bueno y lo que es
malo. Nunca estuvo de acuerdo con el asunto de Helena. Pero, en su condición de
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soberano, no podía ser libre. Es el único hombre en la guerra que podemos llamar
víctima de las circunstancias. Para Aquiles, como para Sartre, la moral no es una
circunstancia a-priori. La moral es como la existencia, en gerundio, se va a haciendo a
medida que el hombre se define en sus escogencias. En ningún caso Aquiles es
inmoral, como Agamenón o el escurridizo Odiseo. No cuando se retira del campo
bélico ni cuando vuelve a él. Son dos decisiones contradictorias y complementarias.
El problema de Aquiles es, también, el del hombre moderno. La idea de dios ya no es
incuestionable. Su presencia se confunde con la idea de justicia, como intuye Snell:
“Es imposible no darse cuenta que esta libertad puede convertirse en una carga que
gradualmente lo agote … el hombre comienza a considerar el misterio de lo divino y
mientras más independiente se hace más se aísla”. La versión de Esquilo convierte a
Aquiles en un hombre “en situación”, como le gustaría precisar a Karl Jaspers. Si cede
ante la amenaza de los mirmidones y la posibilidad de ser lapidado, deja de ser un
héroe y ser héroe es la esencia de su existencia. A la hora de escoger, el pelida
escogió bien. Volverá al combate no por la presión de cualquier amenaza. Irá al
encuentro de la muerte en combate porque conoce que se trata de su propia muerte.
(3) El dilema de Pelasgo.
Si bien es cierto que ninguna decisión es fácil, una de las más arduas en la historia de
la cultura occidental es la que tuvo que enfrentar Pelasgo, tal como lo representa
Esquilo en Suplicantes. Una escogencia, como todas las que son serias y comprometen
la libertad individual y la justicia (el bienestar), que no es sensible a vacilaciones o
medias verdades o veladas mentiras. Son decisiones que se sostiene en el tiempo, aun
cuando estemos a kilómetros de la persona o personas involucradas en la situación. El
hombre, como Pelasgo, que quiere vivir la libertad, con todos sus riesgos, no puede
guardar la torta y comerse la torta. Que es lo mejor para la ”gente”, por supuesto,
pero no para los protagonistas de Esquilo y también, Sófocles. Antígona no se quita la
vida a medias. No anda por esos caminos de Dios jurando lealtad a su hermano muerto
y, también, a su rey. No se puede jugar al ahorcado y perder y ganar al mismo tiempo.
El cuello de Antígona se quebró una sola vez y la definió en su acto como el más
conmovedor rol femenino de toda la tragedia griega. La protagonista de Sófocles es de
la naturaleza de Cordelia. Aquella decide enterrar a su hermano y ésta decide salvar a
su padre. Nadie se los estaba pidiendo, el hermano está muerto y Lear más loco que
una cabra. Pero ambas deciden actuar por lo que consideran justo. Asumen con
libertad, que para Platón es racionalidad, “el compromiso”, como diría Gramsci. El
compromiso, que es “escogerse en libertad”, de acuerdo con Jean-Paul. Porque toda
escogencia, toda decisión es oposición. Al escoger, negamos lo demás, no importa
cuán fuertes sean los lazos que nos unen a los que hemos dejado fuera al tomar
partido. El que escoge es un solitario, porque la libertad es una forma de existencia
individual. Como la muerte escogida por Aquiles. Temprana, pero suya. Pocas muertes
más dolorosas que las de Antígona y Cordelia, sin embargo, al final, la muerte que les
correspondió, fue una muerte enamorada. La culminación de una vida en libertad que,
como la de los santos de la cristiandad, se hizo a partir de la reverencia y la entrega.
Es aquí donde cabría recordar a la poca recordada Carson Mac Cullers, cuando
hablaba de la grandeza irrepetida, inimaginada e inimaginable de las personas que
aman, en oposición a la persona amada. A los que no saben amar y se resignan sólo a
ser amados, sin libertad ni compromiso. Antígona y Cordelia conocen bien el alcance
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de sus decisiones. No se trata de una inmolación. No se las dan de mártires. No
consideran lo que el futuro les depara, como está implícito en el comportamiento
oportunista de los mártires. En sus escogencias se han jugado las existencias. Viven el
acto de elegir y en él. La invasión a Bretaña era una empresa suicida y Cordelia lo
sabía. Ambas saben que la reconciliación no es posible porque si no la esencia de lo
trágico desaparecería. Y con ella la forma de existencia que han asumido, en las
cuales la existencia precede a la esencia. “C’est moi pour les autres”.
(4) Minermo
Para los griegos de la época de Esquilo, y aún más para los contemporáneos de
Sófocles, el pesimismo es una forma de vida. Ya no estamos en la edad de oro del mito.
Ya la necesidad de escoger debe entenderse como una urgencia ingrata. La infancia es
la memoria de un paraíso perdido donde los adultos escogen por nosotros. La libertad
platónica es una racionalidad, lo cual implica compromisos y decisiones. Puede que
sea cierto que el hombre es libre por necesidad. Pero a veces no quisiéramos ser
libres y regresar al mundo perdido donde decidir no era necesario. El existencialismo
griego conoce su máxima expresión con los dos primeros trágicos, pero sus orígenes
son más distantes. Se le atribuye a Minermo la primera expresión en griego de este
pesimismo existencial. Activo hacia 630 a.C., Minermo fue uno de los más grandes
poetas elegíacos de su tiempo, y de todos los tiempos. Es el primer poeta
verdaderamente triste de Occidente. El primero en hablar de la inevitable senectud y
la decadencia de las potencialidades del hombre. En una de las intuiciones que lo han
inmortalizado, este dolido vate nacido en Colofón, convierte al sol en imagen poética,
entiende su viaje diario por el cielo como una alegoría de los trabajos del hombre. El
poderoso astro ya no es el eterno maestro y amo de todo lo que brilla, sino una
criatura sometida a los rigores de la existencia, un ser que amanece, acomete el día y
descansa al final de la jornada. Mientras el genio griego se ocupaba en convertir en
mito todo lo que veía, las corrientes peligrosas, las costas amenazantes, el sexo que
disipa, la indolencia y los peligros estupefacientes de las hojas del loto, Minermo
convertía en semejante al más grande de los astros. En sus elegías encontramos la
prefiguración de Aquiles y Edipo, pero también de Lear y Próspero o Coriolano. O,
menos heroicos, algunos protagonistas más nuestros, como alguna criatura olvidada
de Zola.
“Los trabajos del sol”
El destino del sol es el trabajo de los días,
no hay reposo para él ni para sus caballos,
después que la Aurora de rosáceos dedos
se levanta del cielo abandonando al Océano.
Sobre la onda lo lleva el cóncavo lecho
anhelado, obra del ingenio de Hefesto,
acuñado en oro, alado sobre las olas del mar:
y se duerme sereno; desde las Hespérides
a Etiopía, donde se detiene el veloz carro
y sus caballos hasta que llega la matutina Aurora
y entonces el hijo de Hiperión vuelve sobre su carro.
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Es cierto que Minermo es un decadente precoz, el primer artista o poeta decadente de
Europa, pero su precisa intuición del cansancio o la ruina habrían sido admirados por
lectores tan exigentes como Sófocles o Eurípides. Sobre los trágicos lleva la ventaja de
haber entendido la sintaxis del sentimiento amoroso. Su queja seguramente había sido
bienvenida por Aquiles, el único, en el campo aqueo que conoció los dones y miserias
de la experiencia amorosa.
Minermo es el inventor de la melancolía en Occidente. Tenía la ventaja de ser un
poeta elegíaco, un vate que acompañaba sus palabras con el sonido de la flauta o la
lira, y no un bardo, como Homero. El autor de Ilíada acude a la palabra cólera para
iniciar su epos, “Canta, oh, Musa, la cólera del Pelida Aquileo”, o, para su más fiel al
original, “La cólera canta, oh Musa, la cólera del pelida Aquiles”. Ménin, rabia, cólera,
ira, es la primera palabra de la poesía occidental, Ménin Aeide, Oeá, Pelideo Aquileo.
No podía ser de otra manera. No se puede comenzar una épica con un héroe sumido
en la melancolía paralizante. Se puede terminar, sí, como en la fallida épica de
Coleridge sobre un Viejo Marinero. En cambio, Minermo contaba con el medio de
expresión ideal. El dístico elegíaco que le permitía breves pero concentrados poemas
donde era posible detenerse en la emocionalidad del protagonista. Como en el más
brillante de sus poemas, donde se queja de la fugacidad (Minermo descubre el fugit
irreparabile tempus) del sentimiento amoroso, ese montón de arena que se escapa, de
manera irremediable, de las manos. Ese sentimiento de pérdida que ensombrece los
días de los amantes y alarga insoportablemente las noches ayunas de sueño. “Plus in
amore valet Minnermi versus Homero (1,9,11), dice Propercio que sabía de estas
cosas. El desespero de Minermo es comprensible y todos hemos sido, o deberíamos
ser, víctimas de la misma sensación: el único sentido de la existencia radica en la
experiencia amorosa y nada será digno de vivir después que haya pasado la
luminosidad de Eros, la belleza intensa, los placeres insomnes y las madrugadas
imprudentes. Luego es la vecchiaia, la impotencia y la ceguera. Entre tantas cosas, el
menor gran Minermo, privilegia en aquella Grecia dispersa entre el Egeo y el Jónico,
el saludable carpe diem latino.
¿Qué vida puede haber o qué alegría
sin la dorada Afrodita? Antes prefiero morir
que despertar sin un amor en el corazón,
con los dulces placeres de la miel y las flores de la juventud,
recogidas con prisa, extendidas sobre el lecho.
Con rapidez presurosa se presenta la senectud
dolorosa, que hace amargo al hombre y desagradable;
el alma se consume con pensamientos tristes
y la dicha inefable de palpar la luz desaparece
y se vuelve odioso a los otros hombres y es humillado
por las mujeres. Así de espantosa es la vejez.
Quiero pensar que, en su exilio invidente, alguna vez Edipo recordó los versos de
Minermo.
La antinomia, como se sabe es uno de los libros de Protágoras. La tesis es irrefutable
como casi todas las ocurrencias Sofistas: “Para cada cosa existen dos concepciones
que se contradicen mutuamente”. Aunque nacido casi cincuenta años antes que
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Protágoras y sin capacidad para la sofisticación del sofisma, Esquilo coloca a sus
personajes, a la mayoría de ellos, en situación de antinomia, en la cual la decisión es
inevitable. Nadie, salvo Antígona, padeció tanto los rigores de la elección como el
buen Pelasgo de Suplicantes. Esta dolorosa tragedia es apenas la primera parte de
una trilogía, cuyas secciones finales no se conservan. Pero la tensión en Suplicantes es
suficiente para sentir el drama del monarca argivo. El argumento es el más conocido.
Un día nefando aparecen en Argos cincuenta doncellas precedidas por su padre
Dánao. Vienen huyendo de su patria tierra, a orillas del Nilo, y de un matrimonio no
escogido con sus cincuenta primos, hijos de Egipto. Han escogido Argos para
refugiarse porque la fundadora de la raza, Io, fue amada por Zeus en esta geografía
hasta que fuera descubierta por Hera y condenada al destierro que sólo terminaría
con su llegada a tierras egipcias. Desde el comienzo de la acción sentimos un aire
presagioso. Aquella aparición del padre con sus hijas no huele bien. Huele a
complicación, el mismo olor que sentimos cuando Tiresias aparece ante Edipo. Poco
después aparece Pelasgos, hasta ese momento, como Edipo, afortunado monarca de
sus tierras. Escucha el coro de danaidas quienes, como suplicantes, piden su
protección. La antinomia se aproxima. La irreconciliable oposición de la que habla
Goethe. Si concede asilo a las fugitivas corre el riesgo de molestar a los hijos de
Egipto y provocar una indeseada guerra. Si las rechaza se le puede presentar un
inconveniente no menos, cual es estimular el descontento de Zeus, protector de todo
suplicante. Pelasgo enfrenta su destino de héroe trágico, que es un cul de sac. No hay
reconciliación posible. De haberlo no habría tragedia. A medida que avanza, la acción
se hace más tensa y sombría. Nos identificamos con Pelasgo. Sentimos el peso sobre
sus espaldas que cae con la misma intensidad que el que agobia a Miguel Ángel en la
última de sus Pietā, en Florencia. Quisiéramos estar con él en ese momento. Pura
compañía porque no sabríamos qué decirle. Esquilo distrae la acción para revelarnos
sus convicciones políticas. El sacudido monarca consulta con el pueblo en el gesto más
democrático del teatro griego. Pero sabemos el resultado. El pueblo opina lo mismo
que Pelasgo. Provocar a Zeus puede ser peor que ir a la guerra. La trilogía continúa
con su carga de horror y espanto, pero hemos vivido con Pelasgo la tensión que
significa ser libres. No es el mejor regalo de los dioses, no el más sabroso, en todo
caso, pero sí el más necesario para la condición humana, para justificarla queremos
decir. Estas son algunas de las palabras de Pelasgo, que nos hacen admirarlo:
Asunto es este que requiere reflexión profunda. A modo del buzo que desciende al
fondo del mar, necesito yo un ojo perspicaz… No quiero que las reclamaciones de
los egipcios nos traigan una guerra, pero tampoco por entregarlas a ustedes,
después de buscar asilo en los altares de nuestros dioses, provoquemos el
tremendo castigo de aquel dios vengador, huésped terrible que no se aparta del
culpable ni en la muerte, sino que le persigue en el seno mismo de Hades.
(5) César Birotteau y el héroe trágico
Aristóteles puede ser confuso en sus consideraciones fragmentarias sobre la tragedia.
Nadie, a ciencia cierta, sabe qué quiso significar con términos como mímesis o
amartía. Pero en algo sí estuvo claro. Y es que la tragedia imita a los mejores, mejora
lo mejor, dice. Y eso es lo que importa, que lo que pase, le pase a los mejores.
Pareciera querer decir que si el chófer de Edipo mata a su padre y se acuesta con su
madre y tiene hijos, esto no puede llamarse tragedia. Tragedia es lo que le ocurre a
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los príncipes. Y no sólo entre los griegos. También en Shakespeare. Donde incluso
villanos como Macbeth u homicidas como Otelo son considerados héroes trágicos.
Para no hablar del Coriolano traidor o el resentido Timón de Atenas. Las posibilidades
de la tragedia se acabaron con el resurgimiento de la burguesía a finales del XVIII y,
sobre todo, el XIX. Así, una criatura como César Birotteau, el candoroso perfumista de
Balzac, triunfador en la economía salvaje del reinado de Luís Felipe de Orleans en
1827 y, poco después, su propia víctima. César muere de un aneurisma luego de
asistir a la más cruel de las ruinas económicas y morales. No obstante, nadie menos
trágico que él. Porque no importa cuán estruendosa pueda ser la caída, los pequeños
burgueses nunca serán personajes dignos de la tragedia. Al fin y al cabo, “las heridas
del dinero no son mortales” como descubrió Balzac.
Continuará…
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