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LUIS ALBERTO ARRIOJA DÍAZ-VIRUELL
LETICIA GAMBOA OJEDA
CARLOS SÁNCHEZ SILVA
(COORDINADOR)
HISTORIA GRÁFICA DEL
TEATRO
MACEDONIO ALCALÁ
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Ulises Ruiz Ortiz
GOBERNADOR CONSTITUCIONAL DEL ESTADO DE OAXACA
Abel Trejo González
DIRECTOR GENERAL DEL IEEPO
Andrés Webster Henestrosa
SECRETARIO DE CULTURA
Esteban San Juan Maldonado
DIRECTOR DEL TEATRO ALCALÁ
Alfredo Harp Helú
PRESIDENTE DE LA FUNDACIÓN ALFREDO HARP HELÚ OAXACA
José Antonio Hernández Fraguas
PRESIDENTE MUNICIPAL DE LA CIUDAD DE OAXACA
Ilustración de portada:
“Teatro Macedonio Alcalá”
Mayolo Ramírez
Lápiz y acuarela/papel
80 x 120 cm
2002 Ciudad de México
Investigación y textos:
Luis Alberto Arrioja Díaz-Viruell
[El Colegio de Michoacán]
Leticia Gamboa Ojeda
[Benemérita Universidad Autónoma de Puebla]
Carlos Sánchez Silva (Coordinador)
[Instituto de Investigaciones en Humanidades de la Universidad
Autónoma “Benito Juárez” de Oaxaca]
Ayudantes de investigación:
Roxana Álvarez Nieves
Olivia Moreno Gamboa
Eliseo Hernández Ruiz
4
Diseño Editorial:
Carlos Sánchez Silva
Claudio Sánchez Islas
Ma. del Rocío Gómez García
Capítulares: Luis Daniel Canseco Soto
Derechos reservados por la presente edición:
©Teatro Macedonio Alcalá, Editor.
Director: arquitecto Esteban San Juan Maldonado
©Los autores
1a. edición, Oaxaca, México, 2009.
ISBN 978-607-7751-01-4
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CONTENIDO
PRESENTACIONES
PRÓLOGO
María Isabel Grañén Por rúa
CAPÍTULO I
El teatro en México: renovación e impulso en el Porfiriato
CAPÍTULO II
El teatro~casino Luis Mier y Terán
CAPÍTULO III
El teatro~casino y las acciones del gobierno pimentelista
CAPÍTULO IV
Teatro, teatralidades y “espectáculos cultos”, 1909~1920
CAPÍTULO V
De los “espectáculos cultos” a las “variedades del género chico”, 1920~1930
CAPÍTULO VI
Los “vientos nuevos”: musas, estrellas, ídolos y políticos, 1930~1959
CAPÍTULO VII
Los ventarrones del cambio: comicidad, folclore popular y género culto,
1960~1999
CAPÍTULO VIII
Epílogo: el futuro inmediato
Notas
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Bibliografía
Índice de ilustraciones
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EL TEATRO EN MÉXICO:
RENOVACIÓN E IMPULSO EN
EL PORFIRIATO
PREÁMBULO
A LONGEVIDAD DEL RÉGIMEN
encabezado por el general Porfirio
Díaz, su fuerte impulso a un desarrollo
económico dependiente, y la adopción
de un modelo social occidentalizado,
dieron al México de fines del siglo XIX
y comienzos del XX la apariencia –sólo
parcialmente la esencia– de un país
“capitalista, moderno y civilizado”.
La belle époque mexicana empezó y
terminó con el Porfiriato (1877-1910). Fue una época
memorable “para la alta burguesía, para la clase media y para
el gobierno”. Mientras las masas pobres eran reprimidas u
olvidadas, las reducidas elites urbanas gozaron de visibles
mejoras. Periódicos y libros oficiosamente auspiciados
enteraron a propios y extraños de los logros materiales de
aquel régimen, plasmados en nuevos edificios oficiales,
en monumentos mayores y menores, en la urbanización
de los centros históricos y en la apertura de las primeras
colonias o fraccionamientos, así como en “espectaculares
obras de ingeniería ferrocarrilera, tranviaria, portuaria,
de saneamiento, de riego, de generación de electricidad y
de abastecimiento de agua potable”,1 fundamentalmente
debidas a la inversión extranjera directa e indirecta.
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Bajo la acción de los capitales privados y la concesión o el aliento del
gobierno, surgieron los bancos que ocuparon edificaciones ad hoc; las fábricas
se multiplicaron, apareciendo algunas naves industriales de gran tamaño; la
agricultura se modernizó parcialmente y los cascos de muchas viejas haciendas
se remozaron; la explotación minera y muchas otras actividades económicas
se beneficiaron enormemente con la introducción de la energía hidroeléctrica.
Aunque fueron menos y por lo general subvencionadas por el gobierno, hubo
otras obras, de impacto social y recreativo, tales como cárceles, hospitales, paseos
y jardines.2 Para el fomento de la educación y de la cultura se alzaron algunas
grandes escuelas públicas, pero los recursos para teatros fueron menores, y más
pequeños aún para algunos museos. En compensación, fue en los teatros donde
más intervinieron los sectores pudientes de la sociedad.
Esto último se debió a que el teatro fue un espacio socialmente muy
importante, y el reflejo más inmediato de lo culto.3 Por ello en cada urbe la
“crema y nata” de la sociedad estaba atenta al desarrollo de la actividad teatral, a
la renovación que se dio en muchos de los recintos y a la construcción de otros
tantos. De esta forma una pequeña parte de la alta sociedad se involucró en la
edificación de teatros y en la promoción de sus espectáculos. Y aunque en esta
misma época surgieron los cinematógrafos y los circos continuaron su peregrinar
por el territorio nacional, nunca representaron mayor competencia para el teatro
ni opacaron su actividad, pues el bel canto que se llevaba a sus escenarios era una
de las expresiones de arte más auténticas y sublimes. Cierto es sin embargo que
en las tablas también se presentaban comedias, dramas y “juguetes cómicos” que
eran otras manifestaciones de arte, amén de otras piezas musicales que las elites
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mal miraron en sus inicios: la zarzuela desde finales de los 1850’s, la ópera bufa
(u opereta), y especialmente el cancán que aparecieron unos diez años después,
sacudiendo las tablas de los escenarios ante un público que entre el entusiasmo y
la morbosidad las obsequiaban con efusivos aplausos.4
MODELOS CULTURALES DE OCCIDENTE:
LA MÚSICA Y LOS TEATROS EN LA CAPITAL
Si en el periodo de la colonia el teatro y las obras de teatro fueron más que un
instrumento de entretenimiento, un medio para “aleccionar” y “moralizar” a los
espectadores y a la sociedad en el sentido dictado por la iglesia y la religión católica,
al avanzar el siglo XIX aspiraron a llegar mucho más allá. Y es que la influencia
de la Ilustración francesa llegó a nuestro continente tomando diversas formas
y vías, entre las cuales fue el teatro la más importante. Éste ya no se concebía
únicamente como un medio para la edificación moral y para el disfrute; ahora era
también un “símbolo antropocéntrico”, nacido del racionalismo burgués. El teatro
competiría con la catedral, pues si ésta representaba a Dios aquél representaba al
Hombre.5 En virtud de esta idea, cuando menos en las capitales de los países
occidentales u occidentalizados, no sólo la iglesia catedral sino también el teatro,
debían ser inmuebles magnificentes. Por lo demás el liberalismo moderantista que
impuso la burguesía, no los consideró como espacios rivales sino como espacios
complementarios.
Dejando por lo pronto a un lado los aspectos materiales y arquitectónicos,
cabe subrayar que si bien unas obras de teatro siguieron divirtiendo y/o fomentando
las “buenas” creencias y costumbres, otras privilegiaron la transmisión de ciertos
modelos culturales (que no reñían con los principios del catolicismo, la religión
hegemónica). La nueva concepción del teatro insistió en su importancia para
conocer y aprehender de forma fácil, rápida y amena, ciertas producciones y
novedades socioculturales que se estimaban “provechosas” y “elevadas”, ya que
además de enriquecer el horizonte histórico y geográfico de las personas, el teatro
tendría la tarea de estimular sus sentimientos más nobles y de “nutrir su espíritu”.6
En el siglo XIX el teatro cobró auge “como expresión artística y espacio
de socialización e intercambio cultural”. A través de sus escenarios y de los
artistas que en ellos actuaban, cantando, bailando o tocando sus instrumentos, o
mostrando sus dotes histriónicas, los espectadores conocían la producción teatral
y musical que sobre todo se generaba en el mundo occidental, pues fuera de
éste nada venía prácticamente, y aunque lo producido en casa fue en aumento,
no era tan abundante ni en lo general rigurosamente genuino, ni de la misma
calidad. Al descorrerse las cortinas de un teatro se admiraba y abrevaba de la
cultura de occidente, primero a través de obras de argumento histórico sobre
la Roma imperial y la Europa medieval, y a partir del romanticismo de otras
representaciones de fondo igualmente histórico, además de piezas basadas en
cuentos, leyendas y fantasías.7 Pero de occidente no venía exclusivamente lo más
“elevado”, sino también lo “popular”, porque se trataba precisamente de lo más
comprendido y gozado por la masa del público: por tanto lo de mayor demanda
y, en parte por esta causa, lo más accesible a sus bolsillos. Cabe hacer notar que
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por entonces la cultura de occidente se limitaba a lo que llegaba de España, de
Francia y de Italia, así como de un cuarto país, Alemania que se agregó en las
décadas finales del XIX, pero únicamente en cuanto a obras de tipo musical, y
eso en escasa dosis. Por otro lado, sólo en contadas ocasiones llegó algún artista
del oriente europeo (Polonia), y de vez en vez vinieron de los Estados Unidos
algunas orquestas.8
Entre numerosas obras, a mediados de siglo El conde de Montecristo de
Alejandro Dumas, y Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo (ambos franceses),
fueron conocidas por el público capitalino; igualmente la ópera Elixir de amor,
del italiano Donizetti. En 1864 empezó la saga de Don Juan Tenorio, del español
José Zorrilla, interpretándose de ciudad en ciudad durante los días de muertos.
También en el Segundo Imperio comenzó la fama de algunos mexicanos,
como la soprano Ángela Peralta y el compositor Melesio Morales. El escritor y
adaptador Juan A. Mateos no suspendió su labor por la llegada y nombramiento
de Maximiliano de Habsburgo; tampoco lo hizo la “inimitable” Concha Méndez,
que dio fama a canciones mexicanas como La Paloma. Vicente Riva Palacio
reanudó su prolífica actividad tras la caída del efímero emperador, aunque poco
antes escribiera su Adiós mamá Carlota, que “había hecho furor entre el pueblo”
por ser una “sátira cruel contra la desgraciada emperatriz”.9
Por otro lado se propagaba la “fiebre zarzuelística”, en la que las piezas
procedentes de España se llevaban las palmas. A este respecto fueron muy famosas
las tandas del Principal, que se acabaron al caer el gobierno porfiriano. Abarcaban
dos géneros: el “chico” que era el más popular, y el “grande” que era más serio y
del gusto de las clases medias y altas. La marcha de Cádiz, La verbena de la Paloma,
La gallina ciega, La torre de oro y Los revoltosos, fueron obras muy conocidas del
género chico, mientras que del grande tuvieron buena recepción Los diamantes de
la corona, El salto del pasiego, El anillo de hierro, La mascota y Campanone, entre
muchas más. Dado el éxito de la zarzuela en nuestro suelo, los autores españoles
de algunas de ellas aceptaron que se estrenasen simultáneamente en España y
en México, por compañías venidas de aquel país, pero más comúnmente por
compañías mexicanas, aunque en éstas no faltaban los artistas de la “madre
patria”.10 Muchos no sólo permanecían por “largas temporadas sino que acababan
por establecerse aquí y hasta formaban familia”. Un caso fue el de María Conesa,
la “gatita blanca” que alcanzó gran popularidad.11
Continuando con las obras de género ligero, Francia quedó representada por
la opereta y el cancán, o género comique; especialmente desde 1873 en que llegó la
Compañía de Ópera Bufa Francesa, que tocó obras de Offenbach, Lecocq y otros
compositores hasta entonces desconocidos por los mexicanos. Este movimiento
musical fue de inmediato calificado de “impúdico” por una parte del público, que
experimentó “asco y repugnancia ante tan grande degradación del arte escénico
y exhibición de cinismo”. Pero fueron muchos más los que a él se rindieron
entusiasmados y hasta frenéticos.12 Incluso, los escrúpulos iniciales frente a este
baile pleno de color y de música alegre y fogosa, se perdieron poco a poco:
(…) si precisamente en Francia, que es la cuna de la cultura y el
refinamiento, había germinado tan agradable práctica y los públicos
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no se sentían ofendidos, ¿por qué en México no se iba a poner en
uso? […] el país tenía que adoptar la moda de las demás naciones so
pena de mostrar ante ellas signos de atraso.13
El prolongado gusto por los géneros frívolos no fue obstáculo para que la
grand-opéra se hiciera su pequeño espacio en México, lo que ocurrió también
desde los años de 1850. Este tipo de música culta se convirtió en “el espectáculo
teatral predilecto de las clases acomodadas y de la clase media ilustrada”, y estuvo
bastante monopolizado por compañías procedentes de Italia. La ópera de este
país se conoció aquí mediante las obras de cinco compositores (Rossini, Bellini,
Mercadante, Donizetti y Verdi), cuyos melodramas “integraron la mayor parte
de los repertorios de las compañías”, incluso si no eran italianas. El “primer
tenor en todo el orbe conocido”, Enrico Tamberlick, se presentó a inicios de
los 1870’s, cuando el “ruiseñor mexicano” (Ángela Peralta) hacía lo propio,
tras haber estudiado en Italia y triunfado en Europa. La estrella del norte, de
Mayerbeer, y La forza del destino de Verdi se estrenaron poco más tarde, mientras
la Traviata era cantada por Emilia Suardi. Otras óperas se sucedieron sin que el
público llegase a la conmoción, hasta que la mejor soprano del mundo, Adelina
Patti, se presentó en siete conciertos a fines de 1887 –el último dedicado a
la esposa de don Porfirio–, por los cuales los adinerados espectadores de la
capital desembolsaron 125 mil pesos, dados los altos precios de los boletos. La
Patti volvería en 1890 a dar otros conciertos, en los que “el público se agotó
materialmente de tanto aplaudir”. A fines del mismo año fue cuando se oyó por
vez primera una ópera alemana: Lohengrin de Wagner, estrenada en Europa ¡nada
menos que cuarenta años antes! (dato elocuente del rezago en México respecto
de la buena música de Alemania). Aunque el público no entendió del todo las
composiciones germanas por su estructura más compleja, algunas otras piezas
de músicos alemanes se presentaron más tarde, entre ellas Fidelio de Beethoven.
De éste ya se habían escuchado dos sinfonías en 1871, pero en nuestro país
la música sinfónica estaba todavía lejos de atraer al público. Éste y los críticos
e intelectuales amantes de la música clásica, sostuvieron su preferencia por la
ópera. También lo hicieron la mayoría de los compositores mexicanos, quienes
“pensaban que para consagrarse como músicos, conquistar la gloria y de paso
hacer fortuna, debían componer óperas”.14
En la última década del siglo es que los empresarios de los teatros o de las
compañías se arriesgan más a ofrecer obras de mexicanos, tratándose básicamente
de zarzuelas y de dramas, éstos presumiendo de realistas pero aún empapados
de romanticismo. El compositor Melesio Morales perseveraba empero con la
ópera, logrando que en 1891 se estrenara su Cleopatra, que si bien fue ovacionada
era “una burda copia de óperas europeas”, según la opinión de un crítico. De
Giacomo Puccini, hasta entonces desconocido en México, se estrenaron Manon
Lescaut en 1894 y La Bohemia (o Bohème) en 1897, siendo ambas muy bien
recibidas. Al declinar el siglo los teatros de la capital presentaban poca ópera
seria y mucha ópera popular, tendiendo asimismo a presentar más dramas que
comedias. En estos dos casos los actores españoles dominaban en los escenarios
en relación con los mexicanos, debido a su experiencia o a sus cualidades, al
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fuerte malinchismo y, obviamente, a la ventaja de hablar la misma lengua. María
Guerrero fue en este sentido una de las actrices con mayor éxito. Aparte, con el
nuevo siglo el ballet clásico halló eco entre una pequeña parte del público, y a
tono con el art-nouveau se exhibió una primera obra musical de otra corriente,
esta vez la exotista (con tonos orientales), que germinaba en el mundo. El género
chico de la zarzuela devino a menudo en “ínfimo”, por la mala calidad de las
nuevas producciones, en gran medida derivada de las prisas causadas por la
costumbre de estrenar una a la semana. Fuera de la presentación de una que
otra buena ópera –como Sansón y Dalila de Saint-Saëns–, en el resto del decenio
continuaron imperando la zarzuela y el drama, debidos a autores españoles y
mexicanos, unos cuantos ya de tipo modernista. En las fiestas del centenario
de la independencia hubo novedades conmemorativo-mexicanistas en estas dos
materias, pero el platillo de grand-opéra ofrecido (la Aída, de Verdi) ya había sido
repetidamente saboreado: señal inequívoca de que los gustos del México musical
eran todavía los decimonónicos.15
En aquellas fiestas septembrinas los teatros de todo el país organizaron
funciones. En la ciudad de México había de todas las categorías: desde los teatros
en toda forma, de estilo marcadamente neoclásico, hasta los “jacalones” ajenos a
la moderna cultura de occidente y a las obras cultas. El más antiguo teatro del país
era el Coliseo Viejo, denominado teatro Principal después de haberse renovado
elegantemente en 1845 por el arquitecto francés Henri Griffon, siendo de nuevo
arreglado en 1894, lo que no obstaba para que a él pudiesen acudir todas las
clases sociales: de acuerdo, por supuesto, con el tipo de obra presentada y con la
categoría de la localidad:
En los palcos y en las lunetas asistía la aristocracia o cosa parecida.
En los palcos segundos y terceros la clase media, horteras y demás
comparsa. Y en las galerías los pobres, mestizos, indios y un tumulto
de estudiantes aficionados al arte lírico.16
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Otro teatro que ya en 1837-1838 funcionaba como tal con regularidad, era
el de los Gallos. En él fue que empezaron a presentarse obras del romanticismo,
con la puesta en escena de algunas del famoso Víctor Hugo. Montado inicialmente
para las peleas de gallos, por buenos años permaneció a la intemperie; mas en
1841 sufrió una visible transformación, pues se le puso un bueno techo, se remozó
dignamente y se cambió su nombre por el de teatro de la Ópera. Poco después,
en 1844, se inauguraría el que sería el más importante teatro capitalino hasta el
final del siglo: el teatro de Nuevo México, sucesivamente llamado –de acuerdo
con los vaivenes en el gobierno– teatro de Santa Anna, Gran teatro Nacional,
Gran teatro Imperial y teatro Nacional. Fue encargado al español Lorenzo de
la Hidalga –arquitecto oficial del gobierno– por el empresario Francisco Arbeu,
nacido en Guatemala, quien gozaba entonces de “considerable fortuna”.17
Los aficionados de pocos recursos contaron desde la década anterior a la
mitad del siglo con el teatro de la Unión, y al siguiente decenio con los teatros
de Oriente, de la Esmeralda, del Relox, del Progreso, de la Fama y del Pabellón
Mexicano. En 1862 se estrenó el teatro de Hidalgo, de mediana categoría pero
de larga vida. No tuvo igual suerte el “muy humilde” teatro de los Autores, que
abrió en 1873. En este año y en el siguiente había otros diez teatros populares,
construidos con madera –ocho de los cuales se alzaban en pleno Zócalo–, como
el América, el Variedades y el teatro de la Exposición. En ellos se tocaban y
bailaban zarzuelas picarescas y más tarde las atrevidas piezas de cancán; pero a
veces también se daban funciones circenses y de pantomima. En el pueblo de
Tacubaya se abrió en 1899 el teatro Apolo, lo que indica que ya en los alrededores
de la gran capital había cierto público. Otros teatros de la medianía fueron el
Mignon y el María Guerrero (1899), el Guillermo Prieto (1903), el Riva Palacio
(1904), el Manuel Briseño y el Rosa Fuertes, éstos dos aparecidos en 1910.18
Hasta 1900 el teatro Nacional fue, como ya se dijo, el más importante de
la capital y uno de los más selectos. Su estilo era neoclásico y tenía capacidad
para algo más dos mil espectadores. Era propiedad privada pero en ese año fue
demolido por el gobierno, a fin de prolongar la avenida hoy llamada 5 de Mayo
hasta la Alameda, y levantar a un lado de ella otro recinto teatral, más amplio,
suntuoso y monumental, que a juicio de algunos comportó “el atrevimiento
de estar dispuesto según las caprichosas inspiraciones del arte moderno”. Don
Porfirio no lo concluyó bajo su gobierno como había prometido su secretario de
Hacienda, José Yves Limantour, quien encomendó en 1901 al arquitecto italiano
Adamo Boari y a Gonzalo Garita proyectar la obra.19 No es difícil adivinar que
hubiese sido fundamentalmente lo costosa que resultaría, lo que la dejó inconclusa
por muchos años,20 ya que sería una obra-monumento que, según la idea de ese
arquitecto, debía estar “acorde con la riqueza del país dotado de minas de plata y
oro, así como abundantes cascadas y fuentes de petróleo”.21
Afortunadamente desde 1856 la ciudad tenía otro teatro de lujo, provisto
de los adelantos técnicos de aquel momento y con capacidad para 1,800 personas:
era el teatro Iturbide que nominativamente se unió muy pronto al Gran teatro
Nacional, permaneciendo así hasta 1874 en que el gobierno de Sebastián Lerdo
de Tejada lo declaró recinto oficial de la Cámara de Diputados. Al año siguiente,
en honor del empeñoso Francisco Arbeu, se inauguró un teatro que llevó su
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apellido, con su sala de espectáculos en la clásica forma de herradura. Tenía ocho
plateas, cincuenta y tres palcos, una amplia galería y 374 butacas en la luneta.
Sus camerinos eran grandes y cómodos y contaba con un salón recibidor. Pero
lo mejor eran dos novedades: sus asientos “movibles” para permitir el paso sin
levantarse, y unas candilejas y lámparas de gas hidrógeno con un sistema que
podía manipularse para cambiar la intensidad de la iluminación, de acuerdo
con los tiempos de los programas y necesidades del espectáculo. Si al inicio se
anunció que sus funciones no perturbarían la moralidad de las buenas familias,
poco después, ante lo exhausto de las arcas de su dueño, Porfirio Macedo, éste lo
rentó y no tardaron las operetas francesas en escandalizar a las “señoras e hijas de
familia”.22 Y es que era difícil que la música culta hallase en México la acogida que
los intelectuales cercanos al régimen y un sector de las elites pretendían, como
sucedía en los países occidentales desarrollados.
Menos espacioso pero también bello fue el teatro Colón, del que ignoramos
su fecha de inauguración; sabemos empero que fue remodelado y reinaugurado
el 9 de junio de 1909, bajo los auspicios de empresarios españoles.23 También
hermoso fue el teatro Renacimiento, que se estrenó en 1900 y poco después
tomó el nombre de Virginia Fábregas. Si bien no era muy grande, el público gozó
en él por primera vez de una luneta en declive, tanto más apreciada por la moda
de los grandes sombreros, que las damas no se retiraban durante las funciones
como hacían los caballeros. Finalmente hay que mencionar el teatro Lírico, cuyas
puertas se abrieron en 1907, teniendo un cupo para 1,800 espectadores, de modo
que en este sentido era igual que el Arbeu. Ese nuevo centro teatral se construyó
bajo los auspicios de Rafael Icaza Landa –descendiente de familias de “linaje y
fortuna”–, quien encargó la obra al ingeniero Manuel Torres Torrija. Según sus
anuncios, contaba con “los adelantos más modernos para la mayor comodidad
tanto del público como de los artistas”, aunque esto último no era cierto.24 Pese
a las expectativas, el Lírico fue casi siempre ocupado por artistas mediocres, con
temporadas de zarzuela y de “revistas mexicanas”. Más tarde se dio a la exhibición
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de películas, suerte de la que casi ningún teatro en México ha podido por cierto
escapar.
LA PROLIFERACIÓN DE TEATROS EN PROVINCIA
Aparte de la capital de la República, numerosas ciudades del país tuvieron en el
Porfiriato uno o algunos teatros, tanto más si se preciaban de “cultas y progresistas”.
En las capitales de los estados y hasta en ciudades de menor jerarquía, hubo
teatros de diversas categorías pero “de cal y canto”, esto es, sin contar los jacalones
ni las carpas. Algunas los tenían desde antes y a veces no se limitaban a uno solo,
como sucedía en los casos de Guadalajara y de Puebla.
Los teatros Principal de ambas ciudades habían nacido casi en forma
simultánea, en 1758 y en 1761 respectivamente. El de Puebla, propiedad del
Ayuntamiento de la ciudad, tardó casi veinte años en construirse y sólo cuatro en
arrendarse, a fin de que la renta aliviase “la deuda pública contraída con terceros
para erigir [ese] Coliseo”. Por el alto precio del alquiler y otros problemas,
cerró en varias ocasiones durante el resto del siglo. Por los años de 1830 ahí se
escenificaron obras de escritores poblanos, y en 1865 Ángela Peralta estrenó la
ópera Dinorah, que cantaría en otros países. Tres años después apareció el teatro
Guerrero, montado por el empresario Ignacio Guerrero en los bajos del Palacio
Municipal. El Principal se privatizó por ese tiempo al pasar al licenciado Manuel
Azpiroz, destacado liberal que entre otras cosas había participado en el juicio
contra el emperador Maximiliano.25
La filiación política de este flamante propietario debió influir para que
acudiese al Principal el presidente Benito Juárez el 18 de septiembre de 1869,
luego de inaugurar la primera estación ferroviaria de la ciudad –la del Ferrocarril
Mexicano–, que enlazaba la capital nacional con el puerto de Veracruz. La crónica
de Manuel Ignacio Altamirano puso en evidencia que el recinto dejaba mucho
que desear: le pareció “feo” e hizo notar que por servir también para los juegos
de gallos tenía “el suelo desnudo”; peor todavía, lo halló decorado de modo que
semejaba “un sucio camisón de percal”… Total que “aquella Norma –sentenció
refiriéndose a la ópera cantada esa noche– fue de aldea”. Irónico, agregó una frase
elocuente de una realidad similar en los teatros de provincia: “Fuera de México,
preferimos ver las compañías de circo”.26 Es factible, ciertamente, que juzgando
con crudeza la situación de los teatros del interior de la República, sus opiniones
no reflejaran sino la realidad: que los teatros cojeaban de belleza arquitectónica,
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decoración, equipo y mantenimiento, y que las obras presentadas y los artistas
intérpretes no tuviesen la calidad deseada. Si en la gran capital no todo marchaba
bien en esta clase de asuntos ¿cómo podía haber ido mejor en provincia? Por si no
fuese bastante hay que decir que este teatro se consumió en un voraz incendio en
1902, tardando casi cuarenta años su reconstrucción. Quedaron el Guerrero, y a
partir de 1908 un nuevo y elegante teatro, el Variedades, para divertir y a veces
intentar incrementar la cultura de los poblanos.
Más rápido que Puebla tuvo la capital jalisciense un segundo teatro que
marginó relativamente a su teatro Principal, no sólo por captar la preferencia del
público desde su estreno en 1866, como por ser uno de los más importantes del
país por su “majestuosa belleza arquitectónica” y sus grandes proporciones. Fue el
teatro Degollado, cuyo proyecto se debió al arquitecto jalisciense Jacobo Gálvez.
La pintura que adornaba la bóveda de su salón resultaba de admirar, debida al
propio Gálvez y al artista Gerardo Suárez y sus discípulos; representaba “el Canto
IV de la Divina Comedia del Dante” (sic).27
Otros teatros denominados Principal tuvieron las ciudades de Toluca,
Guanajuato y Veracruz, éste último encargado al ingeniero italiano Juan Dechelli,
inaugurado desde 1836. Su angosta fachada neoclásica no dejaría adivinar que su
aforo era de poco más de mil espectadores. Constaba de un salón en herradura,
dos órdenes de palcos y una galería, ésta con la peculiaridad de hallarse dividida
“en dos compartimientos, uno para mujeres y otro para hombres”. Como el de
Puebla y también el de Guadalajara, se destruyó en un incendio ocurrido en la
época que estamos abordando.28
Algunos teatros de provincia compartieron el nombre del insigne Juárez.
Por supuesto fue el caso de uno en Oaxaca, al que aludiremos más adelante.
También de otro en Monterrey, propiedad de los empresarios Chapa, Gómez y
Quiroga, que para no variar terminó ardiendo en llamas. Pero “uno de los mejores
del país” era el teatro Juárez de Guanajuato, estrenado hacia 1901. Además de
funcional, era un hermoso edificio de estilo neoclásico y aspecto señorial.29
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En Aguascalientes, el teatro denominado Morelos se edificó asimismo en el
Porfiriato: se reputaba como una obra moderna que contaba con “las condiciones
necesarias de acústica y solidez”. Otro se levantó en Chihuahua y uno más en
Monterrey, el cual funcionaría a la vez como circo. En Mérida, con un presupuesto
de medio millón de pesos se edificó un teatro que llevaría el mismo nombre
del que estuviera en el mismo sitio (Peón Contreras, en honor de un conocido
dramaturgo yucateco). Supervisada su construcción por José Rafael de Regil,
este recinto contó con un espléndido recibidor y unas columnas y corredores de
mármol que “maravillaban” a todo el que entraba.30
Ninguna capital estatal se quedó sin tener cuando menos un teatro en este
periodo, independientemente de lo importante, o no, que fuera. Colima tuvo así
su teatro Santa Cruz, cuyo nombre venía de uno de sus gobernadores, el coronel
Francisco Santa Cruz. Y la ciudad de Tlaxcala, más modesta incluso que otras
ciudades del propio estado, contó también con un teatro recio y relativamente
grande, el Xicohténcatl.
Bastante más de un centenar de ciudades más pequeñas, generalmente
cabeceras distritales y de cierta relevancia en sus respectivos ámbitos estatales,
gozaron igualmente de un teatro; claro está, de la categoría correspondiente al
tamaño y posibilidades económicas de su población. Una noticia de los teatros
en México, publicada el primer día del siglo XX, informaba de 156 que había
en la provincia, distribuidos en unas 140 ciudades. La lista no era completa y es
probable que se tratara de los más modernos, pero con seguridad la mayoría eran
porfirianos. Es lógico que así fuera, pues antes de este régimen las condiciones del
país –envuelto en continuas confrontaciones políticas y militares que arruinaron
al gobierno y desalentaron la actividad económica– difícilmente permitían a las
ciudades contar con el lujo de un teatro digno de ese nombre, aunque fuese
pequeño y de un solo nivel. Por lo demás habría que considerar que en esta
época se dieron numerosas intervenciones por todo el país, ya fuese para renovar
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estos inmuebles o para reequiparlos, o para ambas cosas a la vez. En Querétaro,
por ejemplo, se puso al teatro Iturbide nueva sillería, se reformó el escenario y se
decoró su cielo raso.31
Conforme avanzó el Porfiriato, cada vez participaron menos los gobiernos
en la construcción de teatros. En el caso del que supliría al Gran Teatro Nacional,
la inversión del gobierno federal era indispensable no sólo por la magnitud de
dicha obra, sino porque el nuevo recinto sería ante todo un espejo de los grandes
logros del régimen. Más en los casos de aquellas ciudades del interior en las que
de algún modo se manifestó la inquietud, o se sintió la necesidad de tener una
obra de este tipo, la participación de los respectivos gobiernos era necesaria si
no había los suficientes capitales privados, o si las personas que los tenían no
estaban interesadas o convencidas de invertir en ellas, o querían hacerlo pero sin
arriesgar demasiado. De aquí que en algunas ciudades estas obras corrieran por
cuenta de particulares, o resultasen de una combinación de capitales públicos y
privados.
Esto último se produjo en la capital duranguense, donde en 1902 se formó
la Compañía Constructora y Explotadora del teatro de Durango, S.A., con un
capital de $1’000,000 pesos. Sus 42 accionistas pertenecían a las capas pudientes
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de la sociedad; es más, algunos eran innegablemente ricos capitalistas (como el
comerciante e industrial Carlos Bracho), y 16 eran conocidas empresas. Mas su
fortaleza venía de la participación adicional del gobierno del estado, que suscribió
el mayor número de acciones.32 Así lo que cada quien arriesgaba era muy poco,
inclusive el propio gobierno.
En octubre de 1900 “se empezaron a levantar los cimientos y las paredes”
del nuevo recinto. Conforme avanzaba la construcción –de estilo neoclásico– se
vio la insuficiencia del capital, estimándose que saldría en 50% más, sobre todo
por el “techo de cobre laminado […] que se importó de los Estados Unidos”.
Consecuentemente la obra quedó sin terminar, al punto que la gente la llamaba
“el teatro inconcluso”. Una foto tomada hacia 1910 lo muestra levantado, pero
los huecos de los vanos indican que faltaba terminar y equipar por dentro.33
En riesgo de quedar así estuvo el nuevo teatro de Oaxaca, como veremos en los
capítulos siguientes.
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