1. Reyes Mate: "En torno a una justicia anamnética"

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EN TORNO A UNA JUSTICIA ANAMNÉTICA
Reyes Mate
José M. Mardones y Reyes Mate (Eds.): La ética
ante las víctimas. Rubí (Barcelona): Anthropos
Editorial 2003.
1. Las víctimas cada vez están más presentes en nuestros dis­
cursos. Ya no es asunto exclusivo de la piedad, ni provoca un
apresurado comentario despectivo, sino que forman parte de
nuestro paisaje, particularmente del jurídico. Se habla de vícti­
mas sobre todo para plantear una satisfacción material, para exi­
gir responsabilidades, como ahora gusta decir.
Pero también cabe un discurso moral. Hablar de la víctima, en
sentido moral, es plantear la actualidad de sus derechos, negados
en el pasado. a los que ahora, sin embargo, se les reconoce vigen­
cia. Hablamos de VÍctimas y pensamos en el daño hecho a seres
inocentes, entendiendo consecuentemente que ahí hay atentado a
unos derechos que no han prescrito, sino que les reconocemos
vigentes.
Plantear la actualidad de derechos pendientes es hablar de
justicia, es reconocer que se cometió una injusticia en el pasado
que pide justicia porque no ha prescrito.
2. Sin pretender una definición de algo tan polisémico como
la víctima, digamos, al menos, que cuando de ello hablamos en
sentido moral estamos señalando, en primer lugar, al sufrimiento
de un inocente voluntariamente infligido. No hablamos de las VÍc­
timas de una catástrofe natural, sino de las que provoca el hom­
bre, voluntariamente gratuitamente. No hay pues que confundir
VÍctima con sufrimiento. Los nazis condenados a muerte tras su
derrota, también sufrían, pero no eran VÍctimas porque no eran
inocentes. Otra característica suya es la de que poseer una mirada
propia sobre la realidad, sin la que ésta no se hace visible. Esa
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mirada no sólo ilumina con luz propia en acontecimiento o una
época, sino que, además, altera la visión habitual que pudiéramos
tener de lo mismo. Hablar de VÍctimas no es sólo exigir justicia,
sino también disponerse a un trauma cognitivo.
Lo que aquí pretendo es aproximarnos a ese nuevo tipo de
justicia y a esa inédita visión de las cosas que plantean las vícti­
mas a quienes quieran tomarlas en serio.
3. Son muchos los que avisan sobre el peligro que lleva consi­
go algo así como «la justicia de las víctimas».! Difícilmente esca­
paremos al resentimiento, a confundir justicia con venganza.
Teóricamente sabemos cual es el límite entre esos dos conceptos:
la justicia pone su mirada en la VÍcti«¡'a, en el daño objetivo que se
la ha hecho, planteándose la reparaéión del daño. La venganza,
por el contrario, tiene en el punto de mira al verdugo y lo que
busca es hacérselas pasar a él tan mal como él se lo ha hecho
pasar a la VÍctima. Lo problemático de esa diferenciación concep­
tual es que, en la práctica del derecho se confunden muchas ve­
ces. Las reacciones instintivas confunden hacer justicia con casti­
gar al culpable; y eso pasa también en el derecho. Pero cuando el
castigo al culpable pierde de vista su objetivo de justicia (reparar
el daño, impedir que se repita, procurar la reeducación del crimi­
nal, etc.), entonces hacerjusticia tiene algo de venganza. 2
Dada la importancia que el resentimiento tiene en algunos su­
pervivientes del holocausto, sería un error confundir con vengan­
za. No hay más que remitirse a la idea de resentimiento, reivindi­
cada por un superviviente de Auschwitz, Jean Améry.3 El resenti­
miento es ahí una forma moral de protesta contra el olvido, la
reivindicación de la vigencia de la mirada de la víctima. «Mi obje­
tivo -dice- es describir la condición subjetiva de la víctima»
(141) en un mundo que se construye de espaldas a su experiencia.
Recuerda que, tras la liberación, ellos significaban una cierta au­
toridad moral. Se hablaba mucho entonces de la culpa colectiva
de Alemania y de la voluntad de que ese pueblo tuviera plástica­
mente presente esos doce años de terror hitleriano. Pero pronto
los vencedores se pusieron a cortejar a los vencidos y a contar con
ellos en la guerra fría. Quien, como él. no quería olvidar se sentía
como un Shylock vengativo exigiendo una onza de carne. Hasta
llegó a oír de un benevolente alemán que él, a los judíos, «no les
guardaba ningún rencor» (146). El resentimiento es la reacción
101
ante esa inversión; el resentido Améry quiere que «el delito adquie­
ra realidad moral para el criminal, con el objeto de que se vea
obligado a enfrentar la verdad de su crimen» (1 S 1).
El resentido quiere compartir con el verdugo el carácter moral
del crimen. Eso significa, ante todo, compartir la soledad de una
experiencia fundamental que tiene la víctima pero desconoce el
verdugo: la de negar a desear que aquello nunca hubiera ocurrido.
Le duele que sea sólo viva con ese deseo y aspira a que el verdugo
llegue a la misma experiencia. Cuando ve al torturador nazi de
Amberes, Wajs, ya en el patíbulo, sintió que también él estaba
deseando que aquello no hubiera ocurrido; entonces «dejó de ser
enemigo para convertirse de nuevo en prójimo» (151). Jean
Améry no se hace, por supuesto, ilusiones. Sabe que el sentido
moral del crimen ha desaparecido de la conciencia contemporá­
nea. Por empeñarse en recordarlo merecen la censura moral: «yo
y la gente como yo somos los Shylocks, no sólo moralmente con­
denables a los ojos de los pueblos, sino también estafados en
nuestra libra de carne» (158).
Vamos a intentar pues una aproximación a la justicia de las
víctimas, sin venganza, conscientes, eso sí, de su dificultad pues
tendremos que vérnoslas con un tipo de justicia que tenga en
cuenta el tiempo -al pasado, en primer lugar- yeso sí que es
problemático. En algún lugar he evocado el impacto que me su­
puso, hace años, cuando varias decenas de jóvenes protestaron
con una acampada en La Castellana, de Madrid, contra la racane­
da del Gobierno español por no cumplir su compromiso de enviar
el 0,7 % del PIB al Tercer Mundo. Recuerdo que en muchas de
aquenas tiendas colgaba un letrerito que decía "es de justicia». Si
es de justicia, me decía yo, hay que dárselo porque es suyo y noso­
tros se lo hemos robado. Pero ¿cómo fundamentar eso?, ¿en qué
derecho se apoyan?, ¿en qué facultad de derecho se enseñará algo
así? En ninguna, ciertamente. Y, sin embargo, aquella intuición
era certera. Lo que ahora intentaremos es dar algún fundamento
a la intuición que está en la calle. Hablemos, pues, de justicia.
4. Hoy la justicia es un tema mayor de la reflexión política
pues se la considera, en palabras de uno de los nombres más señe­
ros de la especialidad, John Rawls, «el fundamento moral de la
sociedad». La sociedad moderna, democrática y liberal, se legiti­
ma en tanto se base en principios de justicia.
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Lo primero que hay que decir es que este viejo y clásico tema
de la política ha sufrido una profunda transformación. Para vi­
sualizar el cambio hoy se distingue entre <<lo bueno» y "lo justo».
En el cesto de <<lo bueno» se coloca la justicia de los antiguos, que
era una justicia para andar por casa; en el cesto de «lo justo».
empero, se ubican las modernas teodas de la justicia, capaces de
hacer propuestas aceptables por todo el mundo y no sólo para los
de casa. Sin querer detenerme en este asunto más de lo impres­
cindible, quizá no sea ocioso recordar los trazos fundamentales y
diferenciadores de la justicia de los antiguos y de los modernos.
Para los antiguos (pensemos en una tradición que va de Aris­
tóteles a Tomás de Aquino), la justicia es, en primer lugar, un
daño infligido a otro. Objetividad y alteridad son los rasgos domi­
nantes, hasta el punto de que, para Tomás, la virtud de la justicia
tiene que ver sólo con la reparación del daño cau&'1do al otro,
siendo indiferente a la virtud de la justicia si quien repara lo hace
por las buenas o por las malas. La segunda caractedstica es la
figura de la «justicia general». Relacionamos habitualmente la
justicia con la justa distribución de los bienes comunes; para los
antiguos, eso sería una forn1a de justicia particular, pero además
y previamente está la justicia general que consiste en la construc­
ción del bien común. Éste no es el PIB ni el patrimonio nacional,
sino los bienes comlmes, es decir, la suma de los bienes que pro­
curan todos y cada uno de los singulares. Para la construcción del
bien común, los antiguos reclaman una virtud especial. consisten­
te en ordenar los actos de las otras virtudes, que pueden tener una
finalidad particular, hacia el bien común. Para entender la origi­
nalidad de esta virtud de la justicia, pensemos un momento en
qué consistida la injusticia contra la justicia general. Una forma
de injusticia sería, claro, negarse a pagar impuestos, pero también
la privación del talento de cada cual o, mejor, el no desalTollo de
lo mejor de cada cual, pues sin ese desarrollo la comunidad queda
privada de muchos bienes comunes que podrían redundar en el
bien de todos. La justicia general reclama el desarrollo de todos y
cada uno de los talentos individuales y. por eso, ninguna injusticia
comparable a la frustración del proyecto de vida de cada indivi­
duo. La tercera nota tiene que ver con el lugar que cada cual ocu­
pa en el todo. En estas teorías priva el concepto de proporcionali­
dad sobre el de igualdad; cada cual da según sus capacidades y
recibe según sus necesidades. Ahora bien, si la justicia se define
103
en ténninos de proporcionalidad, también la injusticia: si cada ser
humano no es un número equivalente de un todo, sino un lugar
especifico en el todo, la respuesta a la injusticia que cada cual
padezca no va por el camino del reparto equitativo, sino del trata­
miento singularizado.o!
La justicia de los modernos tiene otra lógica porque asume de
entrada que hay que impartir justicia en una sociedad plural en la
que circulan muchas ideas, diferentes y opuestas, sobre lo que es
justo o injusto. Para que en una sociedad así la justicia tenga sen­
tido, tiene que ser entendida y asumida libremente por todos. Ya
no hay lugar para la violencia, ni para la autoridad, si hablamos
de justicia. De ahí que si para los antiguos lo importante era el
daño hecho al otro, aquí lo que importa es que nosotros decida­
mos lo que es justo e injusto. Desplazamiento pues del otro al
nosotros. Y es que, para que la justicia sea válida para todos, tiene
que ser decidida por todos; ahora bien, como cada cual tiene un
interés propio, importa no sólo que todos decidan, sino además
que decidan de suerte que lo que cada uno decide valga para el
otro; para eso hay que decidir imparcialmente, superando pues
los propios intereses y experiencias. Pero ¿cómo decidir impar­
cialmente? Ya lo hemos avanzado: decidiendo libremente, sin de­
jarse presionar por intereses ni experiencias de injusticia. Este
punto es fundamental: la justicia, es decir, la fijación de unas re­
glas de juego universales, aceptables para todos, exige que decida­
mos en las mismas condiciones, abstrayendo de la situación de
dominio o sumisión, igualmente libres. El acento se pone por tan­
to en la libertad; incluso si hablamos de igualdad, se sobreentien­
de que es igualdad en la libertad. Esto ha llevado a un eminente
filósofo de derecho, Santiago Nino, a decir que la justicia moder­
na «consiste en un reparto igualitario de la libertad»,s mientras
que -cabe comentar por nuestra parte.- siempre había sido un
reparto equitativo del pan, de bienes materiales. La libertad es
muy importante pero no hasta el punto de subsumir la igualdad;
la igualdad ha crecido en el humus del hambre. Por eso conviene
no confundir, sino distinguir entre igualdad y justicia. ({El hambre
-como decía Bloch- es la primera lamparilla en la que echar
aceite.» Una segunda nota la constituye la preeminencia de la
imparcialidad y de la igualdad sobre la proporcionalidad. Se con­
suma así el tratamiento no materialista de la igualdad de la mo­
dernidad. A la modernidad le importa sobre todo acabar con una
104
concepción jerarquizada del hombre, por eso reinventa el mito de
un Estado natural igualitario, roto por la sociedad, y que ahora
hay que restaurar por el camino del Contrato social. Pese a que los
hombres viven y son desiguales, se les declara iguales en nombre
de la razón, para que puedan ser sujetos de ese nuevo contrato
social que alumbrará el orden político de la modernidad.
Nos podemos preguntar qué lugar ocupa en estas teorías, de
los antiguos y de los modernos, el pasado. Muy escasa. El teórico
de la justicia moderna es como un paracaidista que cae en una
isla desierta en la que descubre, una vez en tierra, que hay proble­
mas de convivencia por la desigualdad existente. Entonces, el re­
cién caído, que tiene buenos principios morales, se pone manos a
la obra para resolver esos problemas de una manera racional. 6
Pero lo que allí se encuentra no tiene nada que ver con él. Son
problemas que están ahí, como los ríos y las montañas. Rawls no
quiere ni oír hablar de la revelación que hace Rousseau en su
ficticia reconstrucción del Origen de la desigualdad entre los hom­
bres, a saber, que han sido los hombres, con su inteligencia y vo­
los que han causado la desigualdad entre los hombres.
Rawls prefiere la inocencia original del teórico.
Y ¿las víctimas?, ¿qué consideración tienen ahí las víctimas?
Irrelevante. Si cabe, la justicia ha reflexionado más sobre el verdu­
go. Pensemos en la figura jurídica de la amnistía que solemos tra­
ducir por perdón al autor de un delito o de un crimen. Originaria­
mente, sin embargo, la amnistía era el castigo por recordar desgra­
cias pasadas.7 Penalizaba el recuerdo de sufrimientos pasados, al
tiempo que integraba al criminal en la sociedad vigente. A la justi­
cia, como a la política, lo que le interesa son los vivos, no los muer­
tos. Por eso está dispuesta a todo tipo de generosidad respecto a lo
ocurrido si de ello se derivan bienes para los supervivientes. 8
5. ¿Qué significa una justicia que tenga en cuenta el pasado?
a) Significa, en primer lugar, responder a una sensibilidad
moral nueva. Se multiplican las señales que demandan una com­
prensión de la justicia que desborde los estrechos límites del tiem­
po y del espacio en la que pennanecfa encerrada desde sus inicios.
Del desbordamiento espacial da fe el Tribunal Internacional de la
Haya o los avatares recientes del procesamiento a Augusto Pino­
chet; en esos casos la justicia ha salido de los límites territoriales
105
del propio Estado. Pero nos interesa en este momento el desbor­
damiento temporal de la justicia. Un lúto de esta lústoria lo repre­
sentó el Juicio de Nürenberg a los criminales nazis. Ahí se fraguó
la figura jurídica de «crímenes contra la humanidad»; hay críme­
nes, en efecto, que atentan a la humanidad, mutilándola en algu­
no de sus momentos vitales. Pasa con la humanidad como con la
naturaleza, que hay atentados que suponen un daño irreversible
pues pueden significar la desaparición de una especie animal o
vegetal. Lo mismo con la humanidad: hay atentados que ponen
en peligro cualidades, convicciones o convenciones forjadas a lo
largo de los siglos. En 1964, el Parlamento francés votó una ley
que declaraba la imprescriptibilidad de los susodichos crímenes
contra la humanidad. Se estaban refiriendo lógicamente al geno­
cidio. No hay duda de que esas dos medidas han significado un
paso de gigante en la lústoria moral del derecho. Pero tampoco
hay que negar que es una decisión de difícil justificación teórica:
¿por qué sólo determinados crímenes -los genocídios- son los
que no prescriben?, ¿por qué han de prescribir otro tipo de críme­
nes cometidos contra seres tan inocentes como las VÍctimas de las
cámaras de gas? La dificultad de trazar un límite a la imprescrip­
tibilidad explica que vayan sumándose los casos de crímenes pa­
sados cuyas actas no se dan por canceladas, sino que son reabier­
tas para plantear también la vigencia de sus derechos insatisfe­
chos. Me refiero a las denuncias presentadas por descendientes
de antiguos esclavos o por los zapatistas chiapanecos. Estamos,
pues, ante una nueva sensibilidad respecto a la responsabilidad
actual por crímenes pasados que va creciendo.
b) Lo que, en segundo lugar, define nodalmente la justicia
anamnética es entender la justicia como respuesta a la experien­
cia de injusticia. Esta afirmación parece de perogrullo, habida
cuenta de la frecuencia con la que los teóricos modernos de la
justicia justifican la importancia de su tarea aludiendo a la vigen­
cia y virulencia de injusticias presentes. Lo misterioso de estas
confesiones es la difuminación de la cruda realidad conforme
avanza la reflexión teórica, de suerte que la justicia acaba siendo
una teoría abstracta, es decir, que conscientemente abstrae de la
realidad para ganar ese grado de universalidad que estima im­
prescindible. Lo que aquí se dice es, por el contrario, que no sólo
como desencadenamiento, sino como ingrediente substantivo, la
106
experiencia de injusticia subyace a toda la elaboración de la teoría
de la justicia.
¿Yen qué consiste la experiencia de injusticia? Es lógico que la
única respuesta a esta pregunta es la remisión a los hechos, la
escucha de los gritos o del duelo que causa el sufrimiento huma­
no. Pero para poder llegar ahí, procede partir de la experiencia
de injusticias procesada por la humanidad a lo largo de los si­
glos... en el lenguaje. La idea es de Benjamín y se trata de una idea
fecunda. 9
Walter Benjamín distingue entre el lenguaje de las cosas y el
lenguaje de los hombres. Las cosas del mundo tienen una esencia
lingüística porque el mundo ha sido creado por el lenguaje. Lo que
pasa es que las cosas son mudas, no pueden expresarse sino es a
través del lenguaje humano. Eso sume a la naturaleza en una pro­
funda tristeza y en un duelo permanente porque las cosas no ha­
blan y lo de ellas se dice, expresa mallo que son lingüísticamente.
Y también el lenguaje humano arrastra una grave herida. Para
entenderlo hay que recordar la distinción benjaminiana entre el
lenguaje adámico y el posadámico. El primero era el lenguaje del
Paraíso; alli tenia Adam la facultad de nombrar, de poner nombre
a las cosas, es decir, de dar con la palabra exacta correspondiente
al ser lingüístico de cada ser o cosa. Esa facultad se perdió con la
caída, dando origen al lenguaje posadámico que es un agotador
intento de dar vueltas en tomo a las cosas, sin llegar a nombrarlas.
Charlatanería es el lenguaje de los hombres históricos. La herida
consiste en no poder nombrar las cosas, es decir, en no poder
aproximamos a ellas más que torpemente, a tientas, mediante
conceptos.
La injusticia codificada en el lenguaje señala, por un lado, la
insuficiente explicitación del ser lingüístico de las cosas, de ahí el
duelo de la naturaleza; y, por otro, no poder aproximamos al indi­
viduo en su singularidad; sólo le conocemos a él y sus circunstan­
cias globalmente, mediante el conocimiento que proporciona el
concepto.
Uegados a este punto podemos preguntamos qué tiene que
ver esa doble experiencia de injusticia con la memoria, puesto que
estamos hablando de los componentes de una justicia anamnéti­
ca. Tiene mucho que ver. Decía hace un momento que la gran
injusticia del lenguaje humano -y por tanto, de todo lo que se
expresa a través del lenguaje: fundamentación de la razón, de la
107
moral, por ejemplo- consiste en que al conocer o razonar per­
demos de vista al individuo en su singularidad. Sólo nos aproxi­
mamos a él a tientas, a bulto. Ahora bien, ¿qué es lo que indivi­
dualiza al hombre? El sufrimiento, decía Hermann Cohen. 1o El
sufrimiento resume la historia más secreta de cada cual y es la
clave de lo que realmente somos. La pregunta por la identidad no
es, dice Metz, la de ¿quién piensa? o ¿quién habla?, sino ¿quién
sufre?1I Si eso es así, resulta que lo que el concepto no aprehende
es la historia passionis de cada cual. Y eso sí lo puede aprehender
la memoria; puede detenerse en el individuo, narrar su estado y
plantear su queja. Parafraseando a la Dialéctica de la ilustración,
bien podemos decir que "la ciencia es estadística y al conocimien­
to de la memoria le basta un sólo campo de concentracióm>.
c) A la justicia anamnética pertenece el descubrimiento de
que hay dos visiones de la realidad: la de los vencedores y la de los
vencidos. Lo dice escueta y precisamente Benjamin en su tesis
octava: «l..a tradición de los oprimidos nos enseña entretanto que
el "estado de excepción" es la regla». 12 Para los vencedores la sus­
pensión de los derechos, el tratamiento del hombre como nuda
vida, es decir, todo lo que el estado de excepción conlleva, es una
media excepcional, transitoria, conducente al control y supera­
ción de un conflicto. Es toda la doctrina legal del estado de excep­
ción la que apunta en esa dirección. Pues bien, dice Benjamin,
para los oprimidos esa excepcionalidad es la regla. Siempre han
vivido así, excepcionalmente, suspendidos en sus derechos.
Benjamin procede a sacar una necesaria consecuencia: "debe­
mos llegar a un concepto de historia que resulte coherente con
ello» (GS 1 1 697). No sería coherente con esta doble experiencia
la construcción de un concepto de historia que reconciliara las
dos visiones al precio de pasar por alto lo que viven los oprimidos.
Hay que construir, por el contrario, un concepto de historia verte­
brado en tomo a esa experiencia de injusticia permanente. Y ese
concepto no puede ser otro que acabar con ese continuum opre­
sor o, dicho en su lenguaje, declarar el verdadero estado de excep­
ción al estado real de excepción.
La razón de esta urgencia viene dada por el lugar que en el
pensamiento moderno ocupa la salida en falso a esa doble visión
de la historia. Me refiero al ambiguo concepto de igualdad. Nad~
108
que objetar al noble concepto de igualdad, pero sí desconfiar de él
cuando con él se pretende calificar de los hombres reales. Cuando
la realidad es de desigualdad, hablar de igualdad es caer en el
igualitarismo, es decir, en la igualdad como ideología. Y ésta es la
trampa en que se encuentra atrapada la modernidad: descubre el
presente de la sociedad como desigualdad causada por el hombre,
pero no encuentra otra propuesta política que el Contrato social,
es decir, un orden político fundado en la simulación de que todos
los hombres son iguales. 13
Rousseau, por ejemplo, para explicar las injusticias y las mise­
rias derivadas de la injusticia que caracterizan a las sociedades
modernas, recurrió a la ficción de un estado natural 14 que le va a
permitir elaborar una serie de rasgos característicos del ser humano
que alperderse en el camino de la constitución del estado o sociedad
civil, echarán luz sobre la profundidad de los problemas que plan­
tea la sociedad moderna, así como el sentido en el que deben
dirigirse las soluciones. El objetivo del constructo estado natural
es explicar la naturaleza de la sociedad civil. Desde aquel horizon­
te se perciben con exactitud los problemas de legitimación que
tiene el orden civil y se puede, por consiguiente, dar una respuesta
adecuada. Pues bien el estado natural, en cuanto contrapuesto al
estado civil, no se caracteriza tanto por su aislamiento o soledad
como por ser un estado de igualdad e independencia: los hombres
son tan radicalmente iguales en el estado natural que cualquier
sombra de sometimiento es inimaginable. Los hombres son tan
iguales entre sí como lo fueran los animales de la misma especie
antes de que se produjeran las variantes que ahora conocemos. 15
Aunque nada hay en el hombre natural que permita divisar
algo así como una inclinación natural hacia la vida en sociedad, lo
cierto es que ésta se produce debida a factores externos que obli­
gan a los hombres a vivir próximos y luego en sociedad. Y es la
sociedad la que «deprava y pervierte al hombre», es decir, es la so­
ciedad la que acaba con aquella igualdad de la que disfrutaban
aquellos seres naturales. El tono de Rousseau no deja lugar a du­
das: «el primero que al vallar un terreno, se apresuró a decir esto
es mío y se encontró con gentes lo bastante simples para creerle,
fue el primer fundador de la sociedad civil. Cuántos crímenes,
cuántas guerras, cuántas muertes, cuántas miserias y cuántos ho­
rrores habría ahorrado al género humano aquel que, arrancando
los postes o rellenando el foso, hubiese gritado a sus semejantes:
109
guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis
que los frutos son de todos y que la tierra no pertenece a nadie». 16
Las desigualdades que encontramos en la sociedad civil son
violaciones o perversiones de la situación igualitaria del estado
natural. Ahora se ve el interés de la laboriosa descripción que ha
hecho Rousseau del estado original: poder juzgar la profundidad
del mal presente, a saber, que la desigualdad presente ha sido
causada por el hombre. No es algo natural, ni tampoco una deci­
sión de los dioses: es, pese a tantas opiniones difundidas, empe­
zando por la de Hobbes, un producto de la sociedad ya constitui­
da. 17 Si hay que poner en el activo de la sociedad civil el desarrollo
de la razón y de la moral, como dice en el Discours sur l'inégalité,
que sólo estaban en potencia en el estado natural, lo primero que
tiene que hacer el hombre adulto es hacerse responsable de los
males presentes, frutos del uso de la libertad y de la razón. 1S
La «caída», el mal radical histórico, es el de la desigualdad,
resultado de la apropiación particular de bienes comunes. Yeso
se produce en la sociedad civil, es decir, cuando el hombre se
decide a hacerse con las riendas de la historia. De esa manera
concreta Rousseau el viejo relato bíblico según el cual la historia
de la libertad supone la expulsión del Paraíso. Lo que está prefigu­
rado en el mito es 10 que la humanidad tiene almacenado en su
experiencia: que el asentamiento de la injusticia en el mundo es
cosa de la libertad humana.
La respuesta al Discours sur l'inégalité es Du contrat social, la
construcción de un orden político basado en el supuesto o ficción
de que los hombres contemporáneos --esos mismos cuya historia
de la desigualdad acaba de describir- son iguales. Contra eso se
rebela Benjamin cuando dice que hay que construir una historia
que haga justicia a la experiencia de desigualdad que tienen los
oprimidos. Siguiendo esta crítica al culto de conceptos abstractos
que camuflan la realidad, Levinas llega a decir que la igualdad es
in-moral. Lo que es moral, lo que hace brotar la fuente de la mora­
lidad es la diferencia del otro: «la moralidad no nace en la igualdad,
sino en el hecho de que las exigencias infinitas, las de servir al
pobre, al extranjero, a la viuda y al huérfano, convergen en un
punto del universo» .19 La igualdad no es un principio moral por­
que, para el autor de «Lo ético como filosofía primera», la morali­
dad nace de la diferencia que supone la otroidad. 20 La igualdad
vale ante la ley, pero para ser moral el sujeto moral tiene que asu­
110
mir su singularidad incomparable y tiene que enfrentarse a sujetos
que también son incomparables. La igualdad no puede afirmarse
más que generando agravio en el juicio universal, pues así avanza
la historia, «pisando algunas florecillas», como decía Hegel. Y re­
sume así su tesis: «la justicia no sería posible sin la singularidad,
sin la unicidad de la subjetividad. En esta justicia, la subjetivi­
dad no figura como razón formal, sino como individualidad: la
razón formal sólo se encarna en un ser en la medida en que éste
pierde sU.elección y vale como todos los demás. La razón formal
sólo se encama en un ser que no tiene la fuerza de suponer, bajo lo
invisible de la historia, lo invisible del juicio» (Levinas, 1987,260).
La razón formal construye el concepto de humanidad; para esa
razón el hombre es número o copia de esa humanidad, es decir,
tiene en propio lo que el concepto atribuye a la humanidad. Lo que
esa razón formal se pierde es la posibilidad de ver bajo lo visible, lo
invisible; bajo el triunfo, su costo social y humano. De ahí la inmo­
ralidad de un concepto tan ponderado como el de «humanidad", si
entendemos por ello el concepto abstracto de hombre.
La respuesta a la desigualdad histórica, es decir, causada por
el hombre, no puede ser el igualitarismo, sino la memoria. ¿Que
por qué? Porque ésta recuerda que las desigualdades existentes,
causadas en el pasado por el hombre, tienen que ver con el pre­
sente. Nuestro presente está construido sobre esas injusticias pa­
sadas y nosotros, los presentes, somos los herederos de ese pasa­
do injusto desde el momento en que nos identificamos con las
circunstancias de nuestro nacimiento. No somos paracaidistas,
venidos de las nubes a un mundo con problemas; somos herede­
ros de un pasado. Unos heredan las fortunas Yotros los infortu­
nios, pero entre ellos hay una relación de responsabilidad. Por eso
hay que plantear, frente a la estrategia del Contrato social que
domina la democracia moderna, otra de la responsabilidad entre
herederos de un pasado injusto.
El papel de la memoria es devolvemos la mirada del oprimido.
Ver el mundo con los ojos de las víctimas. ¿Cómo lo ven? De otra
manera, de manera diferente, invertidamente. Theodor Adorno lo
explica diciendo que esa mirada debe parecerse a la de aquellos
condenados en la Edad Media que eran crucificados cabeza aba­
jo, «tal como la superficie de la Tierra tiene que haberse presenta­
do a esas VÍctimas en las infinitas horas de su agonía». 21
Veían el mundo de otra manera, con otra perspectiva. El film
111
Shoah de Claude Lanzmann se abre con una secuencia en la que
un superviviente entrado en años, Simon Srebnik, avanza por la
vereda de un pacífico bosque hasta que se detiene en un punto y
dice «sí, éste es ellugan>. El testigo ve lo que nuestros ojos no
adivinan. Nosotros vemos árboles y verdes prados y él descubre
debajo de todo ese olvido lo que hubo en un tiempo, un campo de
exterminio; si nuestros oídos sólo alcanzan a escuchar trinos de
pájaros, el superviviente se ve asaltado por el terrible silencio que
acompañaba al asesinato: «cuando se quemaba a 2.000 personas
por día [...] nadie gritaba. Cada cual hacía su trabajo. Era silencio­
so, apacible, como ahora». Como ahora, pero con la diferencia de
que el silencio actual a nosotros no nos dice nada, mientras que el
suyo está lleno de experiencia del horror.
La mirada de la víctima no es la guinda de la tarta, decoración
externa de una realidad que nosotros ya conocemos bien. Nada de
eso. Esa mirada es única y sólo ella permite una determinada
visión de la realidad. Esa mirada ilumina la realidad con una luz
propia, imprescindible si queremos conocer la verdad de la reali­
dad en la que vivimos.
Pero ¿podemos construir una teoria de la justicia que privile­
gie la mirada de la víctima?, ¿no supone eso correr un riesgo exce­
sivo de radicalidad y unilateralidad? Lo que hay que entender es
que existe una larga historia, una inveterada tradición, de expe­
riencia del sufrimiento, como nos acaba de recordar Benjamin
cuando decía que para los oprimidos el estado de excepción es lo
normal. Esa tradición ha podido ser marginada o no tomada en
consideración por quienes decían 10 que es importante y lo que no
lo es. Pero existe y conviene estar atento a sus brotes para caminar
en ese sentido. La filosofía feminista,22 por ejemplo, ha elaborado
una «ética del cuidado» que responde a esta tradición de la vícti­
ma. Esta ética, en efecto, plantea, a la hora de definir la estructura
o las competencias morales, que lo importante no es el conoci­
miento de los principios morales, sino el desarrollo de buenas
disposiciones, capaces de comprender las necesidades concretas;
y por lo que respecta a la argumentación moral, entienden que no
importa tanto aplicar correctamente la ley abstracta a casos y
situaciones concretas, cuanto responder adecuadamente a la si­
tuación concreta; y en relación a los contenidos morales, ponen el
acento en el cuidado solícito, más que en la preocupación univer­
sal; más en lo que diferencia que en lo común; más en la responsa­
112
bilidad que en el derecho; en una palabra, piensan que es más
importante responder al sufrimiento subjetivo que definir la in­
justicia objetiva. Esta última precisión es fundamental pues de
ella deriva un tipo determinado, de responsabilidad. Si plantea­
mos la justicia como el compromiso derivado de una definición
exacta de lo que objetivamente es justo o injusto, seremos respon­
sables de la injusticia que hayamos objetivamente cometido; pero
si entendemos que el sufrimiento del inocente es injusto, seamos
nosotros u otros, los culpables, entonces la justicia tiene que ha­
cerse cargo del mal en el mundo. Para esta «ética del cuidado», la
justicia es la respuesta a la demanda de la víctima y no el estable­
cimiento de lo que es objetivamente justo o injusto.
6. La universalidad de la justicia. Toda justicia que se precie
tiene que tener una pretensión de universalidad, es decir, no es un
asunto sólo entre el otro y yo, sino que lo que yo le haga o 10 que él
me exija debe valer en relación a otros, distintos de este otro, y debe
valer también para otros, es decir, los demás deben poder compar­
tir mis pautas de comportamiento. Esta exigencia de universali­
dad, que caracteriza determinantemente a las modernas teorias de
la justicia, parece tener dificultades en un planteamiento propio de
la «justicia de la víctima», dado que aquí lo que prima es la aten­
ción intensa a las exigencias singulares. La dificultad podría for­
mularse así: si nos volcamos en el otro, ¿qué queda para los de­
más? Imaginemos el caso en el que no sólo Juan nos demanda
atención especial, sino también Pedro y Santiago. Puesto que no
nos podemos volcar en todos ¿habrá que atenderlos equitativa­
mente? Si así fuere estaríamos aceptando los planteamientos de la
justicia moderna; y si no aceptamos criterios equitativos, habría
que renunciar a la pretensión de universalidad de esta justicia.
Lo que hay que decir, en cualquier caso, es que la pretensión
de universalidad se puede entender de varias maneras. Para la
justicia anamnética la universalidad no consiste tanto en la acep­
tación por todos de las mismas reglas de juego, sino en la «restitu­
tia in integrum sive omnium», es decir, es el reconocimiento del
derecho de todos y cada uno de los hombres, también de los
muertos y fracasados, a la recuperación de lo perdido. Ésta es una
forma de universalidad, bien conocida en el judaísmo y en el cris­
tianismo, y a la que se refiere Walter Benjamin en el Fragmento
Teológico-Polftico. 23 En el judaísmo, en efecto, tenemos la figura
113
cabalística del tikkun y en el cristianismo, la de apocatástasis. El
ténnino tikkun expresa la idea de la redención entendida como
vuelta de todas las cosas a su estado original o, como Benjamin
traduce: es la «humanidad restituida, salvada, reestablecida». La
misma idea queda recogida en el ténnino cristiano de apocatásta­
sis que evoca, por un lado, la idea de restitutio (reestablecimiento
del estado originario de las cosas) y, por otro, la de un novum
(anuncio de un nuevo futuro). Origen y futuro se dan cita en este
concepto ya que el impulso revolucionario se alimenta de la ten­
sión de las cosas fracasadas hacia su realización. Una traducción
política de esta idea la encontramos en la tesis doce, de Benjamin,
cuando dice que la revolución se nutre «de la imagen de los ante­
pasados oprimidos y no del ideal de los descendientes libres» (GS
I 1 700). Pero esta traducción política hay que entenderla como la
fonna secularizada de un lugar teológico en el que se habla de la
salvación de todo lo fracasado.
Lo que todo esto indica es que no tenemos por qué imaginar­
nos la universalidad de la justicia exclusivamente como validez
universal de un procedimiento, sino también como constante res­
cate de vidas frustradas, como proceso abierto de salvación de his­
torias olvidadas o como respuesta incesante a demandas de dere­
chos insatisfechos. Esta universalidad es la del valor absoluto del
singular y no la del todo integrado por todos los singulares. Los dos
modelos no tienen por qué ser alternativos; sí tienen, sin embargo,
que establecer un orden. 24 Si entendemos la universalidad como
un todo integrado, entonces el modelo de justicia será el clásico de
imparcialidad. La justicia será vista en este caso como limitación
de la violencia de unas partes sobre otras (la teoría del consenso es
la forma más refinada de una justicia fundada en la neutralización
del poder o de la violencia que unos puedan ejercer sobre otros, de
ahí, como ya hemos dicho, la importancia de la «simetría» en la
decisión, simetría que se consigue neutralizando las presiones
violencia] sobre la libertad). Pero si entendemos la universalidad
como restitutio in integrum, entonces el acento se pondrá en mode­
rar o modular la fuente originaria de la justicia anamnética; como
esta fuente es la responsabilidad absoluta hacia el otro, la justicia
consistirá en la limitación de la extravagante generosidad hacia el
otro, hacia el sufrimiento ajeno; ahí el derecho estará siempre re­
querido a beneficiar y comprender las demandas singulares.
114
7. El alcance de la memoria. Para la justicia de la memoria la
víctima no es, ya lo hemos dicho, un adorno, sino la referencia
fundamental. Eso está bien, pero ¿qué significa real y no retórica­
mente? La línea divisoria entre la realidad de la afinnación y la re­
tórica son los muertos: ¿alcanza la justicia a los muertos mismos?
Reflexionemos sobre el alcance de la memoria de las víctimas.
En el debate que el ffiósofo Jürgen Habennas25 ha mantenido con
el teólogo Johannes Baptist Metz sobre la llamada «razón anam­
nética», reconoce que esa categoría de memoria está dotada de
«una fuerza mística capaz de operar retrospectivamente la recon­
ciliación», es decir, la memoria implica la salvación de la víctima
o, dicho en ténninos más familiares, que la memoria passionis es
también una memoria resurrectwnis. La «fuerza mística» remite a
un orden teológico que es el que es capaz de hacer justicia a los
muertos.
Si la memoria comporta todo eso, habría que pensar que los
prisioneros de los campos de concentración nazi cuando explican
que lo que les sostenía en la vida era la necesidad de contar todo
aquel horror, lo que estaban planteando era la salvación de las
víctimas mediante la actualidad de su recuerdo. No sólo querían
recordarles como muertos, sino para ser salvados.
Habennas no puede aceptar esa capacidad salvífica que pone
el mesianismo en el recuerdo. Y no lo puede aceptar por una ra­
zón que excede el «potencial semántico» que se puede pennitir
una conciencia racional como la nuestra. Es decir, los supervi­
vientes de los campos de concentración exageraban, esperaban
demasiado del recuerdo. Confundían supervivencia en el recuer­
do con esperanza teologal.
Nos estamos acercando al epicentro de la justicia anamnética:
saber si la memoria es capaz de hacer justicia a los derechos de las
víctimas. Quizá nos pueda ayudar el debate entre Horkheimer y
Benjamín a propósito del sentido y contenido de la memoria (Ein­
gedenken).
Ambos están de acuerdo en el deseo, anhelo o exigencia de
una justicia absoluta. Lo que les diferencia es el alcance del poder
de la memoria: 26 Benjamin entiende que la memoria, a diferencia
de las ciencias históricas, puede abrir expedientes que éstas da­
ban por cerrado. ¿Qué quiere decir? Pues que la memoria puede
mantener vivos derechos o reivindicaciones que para la ciencia
han prescrito o están saldados.
115
Horkheimer le replica, no sin ironía, que sólo sobreviven al
tiempo los derechos de los vencedores que suelen ser los domi­
nantes en el presente. Los de las víctimas, empero, decaen, ya que
los muertos, muertos están: «la afirmación de que el pasado no
está cancelado es idealista [...] La injusticia pasada ocunió y se
acabó. Los vencidos están definitivamente vencidos».27 Y si Ben­
jamin se empeña en reconocerles derechos pendientes habrla que
recunir a la hipótesis del Juicio Final con su Dios justo y todopo­
deroso. Ahora bien, dice, eso es teología.
En su respuesta Benjamín señala que: <<la crítica a ese razona­
miento consiste en entender la historia no como ciencia, sino
como memoria. Lo que la ciencia puede cancelar, pueda abrirlo la
memoria [...] Eso es teología. Claro que en el recuerdo hacemos
una experiencia que nos prohíbe interpretar la historia a-teológi­
camente, aunque tampoco nos es permitido recunir a categorías
teológicas».28 Una cosa es decir que ahí hay una injusticia. otra
cosa reconocer que puede ser saldada. Horkheimer defiende el
primer punto de vista y lo hace porque sin él no habría manera de
mantener la exigencia de una justicia absoluta. Benjamin mantie­
ne la actualidad de los derechos de las víctimas.
Uno y otro establecen una relación entre la reproducción del
mal y el recuerdo de los derechos de los vencidos, de tal suerte que
si prescriben éstos nada impediría que el crimen se siga repitien­
do. El propio HorldIeimer, que no quiere transcender el umbral
de lo permisible a la filosofía, lo expresa en términos tan sinceros
como dramáticos «el crimen que cometo y el sufrimiento que
causo a otro sólo sobreviven, una vez que han sido perpetrados,
dentro de la conciencia humana que los recuerda, y se extinguen
con el olvido. Entonces ya no tiene sentido decir que son aún
verdad. Ya no son, ya no son verdaderos: ambas cosas son lo mis­
mo. A no ser que sean conservados... en Dios: ¿puede admitirse
esto y no obstante llevar una vida sin Dios? Tal es la pregunta de la
filosofía».29 Lo que alú se dice el filósofo Horkheimer es que el
crimen, una vez cometido, sólo existe si sobrevive en la memoria
de los hombres. Si se produce el olvido, el hecho deja de existir y,
por tanto, la injusticia causada queda definitivamente archivada
y, en ese sentido, resuelta. Si las atrocidades dejan de ser recorda­
das, pierden la existencia y, por tanto, desaparece toda pretensión
de validez de sus demandas. Quien, sin embargo, se rebele contra
ese arcruvo porque piensa que se cometió una injusticia que cIa­
116
ma por sus derechos, quien crea en la justicia, es decir, quien crea
que ahí hay una causa pendiente, ése tendrá que recunir a la
memoria divina, único lugar en el que, pese al olvido del hombre,
se sigue reconociendo la causa de la víctima. Y ésa es la aporla del
filósofo: si cree en la justicia se encuentra con Dios, pero Dios no
es un negociado de la filosofía; pero si se desentiende de Dios, se
hace cómplice de la injusticia que supone el olvido. Tal es el gran
asunto de la filosofía, una pregunta aporética pues si crees en la
justicia, tendrás que recunir a Dios, pero si recurres a Dios, aban­
donas el terreno de la razón y del mundo en el que la justicia debe
de tener lugar.
Horkheimer parece tirar por la calle de en medio al buscar la
alianza de la memoria divina (de la religión) para evitar que el
crimen se repita. Si el crimen es olvidado es como si prescribiera y
entonces el asesino puede volver a hacer de las suyas. Éste no es el
punto de vista de Benjamín, que no renuncia a que los derechos
de las víctimas sean satisfechos. El problema no es sólo la protec­
ción de nuestras vidas (recordar para que la barbarie no se repita),
sino la injusticia pasada. La memoria pretende actualizar la con­
ciencia de una injusticia pasada, mientras que el olvido la cancela,
con lo que se hace cómplice de la injusticia. Éste es el punto:
memoria es denuncia de la injusticia y olvido es sanción de la
injusticia.
Si gracias a la teología podemos hablar de algo tan extrava­
gante como la actualidad de derechos de unos muertos que ya no
son sujetos de derechos, ¿qué es lo filosóficamente digerible de
ese planteamiento? pues que el recuerdo de las víctimas significa
un modo de solidaridad con ellos que deja abierta la puerta a la
realización de la esperanza. La filosofía no tiene fuerza para cum­
plirla, ni garantía de que se cumplirá, pero está abierta a su posi­
bilidad pues la cree justa, más allá de sus propias posibilidades de
realizarla.
Detengámonos un instante para repasar el hilo conductor de
esta visión de la memoria. Hay como una gradación en su capaci­
dad. a) En el primer nivel, la memoria tiene por tarea evitar la
repetición de la catástrofe. Si olvidamos el pasado, el crimen pa­
sado, nada impide que el asesino ande suelto. Y que la historia se
repita. Si olvidamos la injusticia o si la damos por prescripta, en­
tonces todo es posible, todo está permitido. El acento está puesto,
en este primer momento, en los supervivientes; b) pero en ese
117
caso, ¿qué pasaría, se diría Benjamin, con las injusticias cometi­
das con las víctimas?, ¿qué sacan en limpio las víctimas para sí
mismas? El recuerdo mantiene vivos, vigentes, los derechos que
una vez le fueron negados o pisoteados. La memoria equivale en­
tonces a exigencia de justicia y olvido es sanción de la injusticia.
La memoria no es un adorno sino un acto de justicia.
¿Cómo explicar la complicidad entre olvido e injusticia? Pen­
semos en el holocausto judío. El olvido de Auschwitz se substan­
cia en seguir adecuando nuestras pautas de comportamiento a la
lógica de la barbarie que entonces derivó hasta Auschwitz, pero
que hoy sigue entre nosotros, aunque mostrando su lado más
amable. Lo propio de esa lógica es la reducción del hombre a
nuda vida. Recordar Auschwitz es reconocer a todo hombre el
derecho a la felicidad y, por tanto, reconocer las demandas de
justicia que plantean las víctimas de la historia. Tenemos pues,
que cuando denunciamos el olvido no es porque echemos de me­
nos conmemoraciones o celebraciones del pasado; la denuncia no
se refiere al hecho del pasado, a que no tengamos presente el
pasado, sino a que consideremos ese pasado como clausurado. Y
damos el pasado por clausurado si archivamos todas las causas
pendientes con las víctimas del pasado, es decir, si nos resigna­
mos a pensar que los muertos bien muertos están y nada hay ya
que se pueda hacer por ellos. Esa forma de clausura, de archivo o
de prescripción del pasado puede ser perfectamente compatible
con las formas habituales de conmemoraciones o celebraciones
del pasado. El olvido del que aquí hablamos no se refiere tanto al
hecho del pasado cuando a los derechos de las víctimas que cla­
man por su justicia. Una víctima cuyo expediente se archiva, que­
da contabilizada como costo del progreso.
e) Ahora bien, si la memoria es un acto de justicia, entonces
no podemos frustrar a las víctimas, ofreciéndoles, por ejemplo,
una justicia... retórica. Es aquí donde interviene con fuerza el teó­
logo cuando recuerda que la injusticia en cuestión consiste en la
privación de la felicidad de las víctimas.
Lo que está en juego no es sólo el reconocimiento del derecho a
la felicidad de las víctimas, sino mucho más: la exigencia de felici­
dad, de esa felicidad que tuvieron tantos seres humanos y de la que
a ella se les privó injustamente. Muchos, como el teólogo Metz,30
han reconocido en ese fuerte materialismo -la felicidad aquí y
ahora- el genio judío. Ante la desgracia o ante la injusticia el pue­
118
blo judío clama por su derecho a la felicidad, aquí y ahora. Ésta
denota, por un lado, incapacidad para refugiarse en los mitos o en
las construcciones ideales, como hacían lo demás pueblos; pero,
por otro, también le aleja del derecho romano, es decir, de una
cultura en la que los crímenes prescriben y los derechos caducan
sea por insolvencia del infractor sea por el trascurso del tiempo.
Incapacidad pues, para la tragedia y para la imaginación jurídica
de la prescripción. Ésa es su «pobreza de espíritu». Llama la aten­
ción que para la fIlosofía moderna actitud tan materialista como la
del judío reivindicando, como Job, la felicidad aquí y ahora, contra
viento y marea, sea declarada por un Habermas «exigencia místi­
ca» y, sin embargo, se reserve el realismo materialista a la arbitra­
ria reducción de la felicidad a la vida de los vivos. 31
Si no queremos expoliar el sentido de las víctimas, con inter­
pretaciones en favor de la especie o con promesas que no les afec­
tan, hay que plantearse, dice Metz, rigurosamente el destino indi­
vidual, el sentido de las esperanzas e ilusiones de la víctima en
concreto. Y responde el teólogo: la tradición bíblica recuerda a los
vencidos, recoge sus demandas y reconoce sus derechos incum­
plidos. Los reconoce en el sentido de que puede darles satisfac­
ción. Se entiende que el teólogo pueda darles satisfacción porque
de entrada cuenta con un Dios que es Dios de vivos y muertos.
Según el teólogo, sólo un Dios de vivos y muertos permite a Hom­
heimer hablar de anhelo de justicia absoluta y a Benjamin de la
actualidad de los derechos de las víctimas, es decir, sólo la existen­
cia de un lenguaje teológico explica la especulación filosófica de
Horkheimer.
Hay pues dos lenguajes: el teológico y el filosófico. ¿Cuál es la
relación entre ellos? Tendemos a confundir los límites del lengua­
je con el destino de las víctimas. Si el lenguaje es, para unos, teoló­
gico y, para otros, filosófico ¿quiere decirse que las víctimas ges­
tionadas por el lenguaje teológico podrían disfrutar de la felici­
dad, mientras que las gestionadas por el lenguaje filosófico ten­
drían que contentarse con ser principio explicativo de la justicia
absoluta? A eso se opone radicalmente Metz. No acepta que cada
disciplina cultive tranquilamente su parcela. Ambos tienen, en
efecto, un punto de partida común: plantearse el sentido de la
historia desde las víctimas inocentes. Los discursos pueden ser
diferentes pero los sujetos son siempre los mismos. Si Metz echa
mano de un concepto, como el de Dios, que ya tiene de antemano,
119
no es para sentar doctrina, sino «porque se lo piden las víctimas
[...] la resignación ante la falta de sentido de las muertes se tradu­
ce en mera palabrelia cuando están en juego los intereses de los
vivos», o, también, "las utopías acaban siendo la última treta de la
evolución si resulta que sólo existen ellas y no Dios",32y es que las
utopías no pueden sino mostrarse indiferentes respecto a las vícti­
mas: «respecto a los muertos (las utopías) sólo tienen palabras
vacías, promesas vanas». 33 La osadía del teólogo es la de espetar al
filósofo que no hablia justicia anamnética si no hubiera un Dios
con memoria infinita.
8. Dos lenguajes diferentes: por un lado, el de la teología que
habla de esperanza para vivos y muertos; por otro, el de la filoso­
fía que sólo habla de vigencia de los derechos de las víctimas o de
anhelo de una justicia absoluta. ¿Puede haber una mediación en­
tre ellos?, ¿puede mantenerse el anhelo de justicia sin la religión?
Más que aventuramos por el camino de la construcción teóri­
ca de una mediación, quizá convenga escuchar al testigo. Al evo­
car esta figura pienso en lo que ha significado para la compren­
sión o el conocimiento de Auschwitz. El testigo no es un informa­
dor cualificado de un hecho, sino que es testigo de la verdad, es
decir, su testimonio es fundamental para establecer la verdad de
los hechos y la veracidad de una teolia, por ejemplo, de la justicia.
Tomamos prestada la figura del testigo de los campos de con­
centración. Es una figura trágica pues si, por un lado, es un super­
viviente del horror, también ha sido, por otro, un privilegiado al
que se le ahorró apurar el cáliz del sufrimiento. Ellos lo saben por
eso dice Primo Levi,34 por ejemplo, que los auténticos testigos son
los que no volvieron, ni tienen voz, los musulmanes, por ejemplo.
Hablan en nombre de los que no tienen voz, por eso si su testimo­
nio no remite al silencio de los que más saben pero no hablan,
será un fiasco.
Para perfilar la figura del testigo no es ocioso contraponerla a
otra que nos es mucho más familiar, la del intelectual. También
ésta es una voz autorizada, reconocida por la opinión pública, que
defiende o denuncia hechos sociales, pero desde el exterior. En
tiempos de crisis se echa de menos la voz del intelectual cuya
autoridad indiscutida podrta marcar al resto de los mortales un
rumbo. Lo que está ocurriendo en estos tiempos, sin embargo, no
es la ausencia de estas voces, sino su irrelevancia. Observemos, en
120
efecto, que después de los atentados terroristas a las Torres Ge­
melas de Nueva York, el 11 de septiembre del año 2001, se han
multiplicado en el mundo civilizado los artículos de opinión que
denuncian la reacción militar de Estado Unidos y aliados, por
traducir justicia con venganza, sin que esas masivas denuncias de
intelectuales hayan hecho la menor mella en sus respectivos Go­
biernos y en sus correspondientes sociedades. Si la clitica del in­
telectual no cuaja en indignación, ¿no será porque carece de la
autoridad moral que tiene el testigo? El testigo habla en nombre
de las víctimas porque es una de ellas y dice la palabra que ellas
sólo pueden decir. Esa palabra no coincide con la del «americano
medio», ni tampoco con la del ideólogo, porque lo que tratan de
expresar es la experiencia de las víctimas y no los miedos o los
cálculos de los demás.
Pensemos un momento en las palabras o preguntas de los tes­
tigos de Auschwitz. Me voy a referir a dos: a Elie Wiesel y a Etty
Hillesum. Elie Wiesel cuenta ese escalofriante momento en el
que, al volver del trabajo, fueron convocados a la plaza del campo
para presenciar la horca de tres prisioneros, uno de ellos era pipel,
un niño de ojos tristes. Al pasarles el verdugo el nudo corredizo
por el cuello gritaron «viva la libertad», mientras que el pequeño
no decía nada. "Pero ¿dónde está Dios?, se preguntó alguien de­
trás de mí. A una señal del jefe del campo, las sillas se derrumba­
ron [...] De nuevo volví a oír a mis espaldas la misma voz pregun­
tando ¿pero dónde está Dios? Entonces sentí que una voz dentro
de mí respondía: ¿que dónde está Dios? Está ahí, colgado de ese
patíbulo...».35 El testigo cuestiona la existencia del Dios en quien
confiaban. El otro testimonio, que va en dirección opuesta, es el
de Etty Hillesum,36 una testigo muerta en Auschwitz y que nos ha
dejado un conmovedor diario y unas cartas escritas en el campo
de Westerbork, Holanda. Para esta joven, que escribe desde den­
tro de un campo en el que está voluntariamente, «toda Europa es
un campo» de suerte que no hay un exterior desde el que plantear­
se la superación del fascismo y lo que conlleva. No hay más salida
que la maduración espiritual desde el sufrimiento. Así se puede
lograr una superioridad espiritual con la que construir un nuevo
futuro. Esa superioridad espiritual se concreta en una fórmula
sorprendente y hasta absurda: «ayudar a Dios». ¿Qué Dios es ese
al que hay que salvar o ayudar? La propuesta deja de ser absurda
si entendemos lo que quiere decir: que ha habido figuras morales,
121
corno la de la justicia absoluta, que el mundo las ha conocido de
manos de la religión; después del eclipse de Dios en Auschwitz, es
el hombre el que tiene que hacerse cargo de esa herencia moral.
Del hombre es, a partir de ahora, la responsabilidad por el sufri­
miento del mundo. El sufrimiento de las VÍctimas afecta a la hu­
manidad del hombre y también a la divinidad de Dios.
He ahí dos planteamientos desmesurados de los testigos: la
muerte de Dios en la horca y la responsabilidad absoluta del hom­
bre frente al sufrimiento. Si el testigo es mediador entre la teología
y la filosofía, difícilmente lo es en el sentido de que tienda puentes,
sino más bien en el sentido de que hacen preguntas que rompen
nuestros esquemas y nos obligan a pensar de nuevo lo divino y lo
humano. No hay sosiego, ni filosófico ni teológico, mientras no se
nos anuncie que la restitutio in integrum ha tenido lugar.
NOTAS
1. El caso más reciente es el de Tzvetan Todorov, Les abus de la mémoire,
Arlca, París, 1998,26.
2. P. Ricoeur habla resignadamente de esta «résurgence de l'esprit de
vengeance achaque stade du long proeessus a travers lequel notre sens de la
justice tente de smmonter son enracinement dans la violence» (en P. Ri­
couer, «Justice et vengeance., en Le juste 2, Seuil, París, 2001, 265-266). La
presencia de la violencia en la justicia -que reviste al noble concepto de
justicia de toda la ambiguedad imaginable- está bien recogid<l en nuestro
lenguaje ordinario. Decimos «sol de justicia» para indicar que cae inmiseri­
corde sobre los humanos, y llamamos justicia, no sólo al juez, sino también
al mismísimo verdugo.
3. Jean Améry, Más allá de la culpa y de la expiación, Pre-textos, Valen­
cia, 2001.
4. Para el desarrollo de este punto remito al cap. N, «Justicia y memo­
ria», de mi próximo libro Vigencia de Auschwitz (en preparación).
5. S. Nino, «Justicia», en E. Garzón Valdés y F. Laporta (eds.), Justicia y
Derecho, Edallrrotta, Madrid, 1996,478.
6. .Para Rawls es irrelevante cómo llegaron a su situación actual los que
ahora se hallan en grave necesidad; la justicia es asunto de modelos presentes
de distribución, para los que el pasado es irrelevante», dice críticamente
McIntyre (Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, 305).
7. Herodoto cuenta la sublevación de Jonia, en el 494 a.C., que fue sofo­
cada a sangre y fuego por los persas. En represalia se quedaron con Mileto, a
la que despoblaron, quemando sus santuarios. Los atenienses reaccionaron
con grandes señas de dolor y duelo. Ocurrió entonces que «Phrynikus puso
en escena una tragedia -La toma de Mi/eto-, por él compuesta, consiguien­
122
do que todo el teatro se fundiera en lágrimas». Entonces los poderes políticos
atenienses "le impusieron una multa de mil denarios por haberles recordado
las desgracias que les concernían tan directamente, ordenando que nadie hi­
ciera uso de esa tragedia". Ésta es la figura originaria de la famosa amnistía
(cf. Nicole Loraux, «De I'amnistie et de son contraire», en Usages de la rné­
moire. Collaque de Royamont, Seuil, París, 1988,24 Y ss.).
8. Este convencimiento produce una de las perversiones más lacerantes
de la política. Me refiero al escaso valor que tiene, para el Estado y para los
terroristas, la cantidad de víctimas. Uno y otros saben, en efecto, que el día
que los terroristas dejen de matar el Estado cerrará los ojos con los muertos.
El resultado es la banalización de la victima.
9. Para un estudio de la tesis benjaminiana remito a las referencias que doy
en Reyes Mate, Heidegger y el judaísmo, Anthropos, Barcelona, 1988, 86 Y ss. El
lugar crucial que juega la palabra en la justicia queda magistralmente ilumina­
do en la biografia que Jiménez Lozano dedica a fray Luis de León. Le persiguen,
le acusan y le encarcelan por el trato que da al lenguaje. fray Luis se empeña, en
efucto, en entresacar de la palabrería el nombre, poniendo concierto en las fra­
ses, dando su lugar a cada palabra, buscando la armonía «porque no sé otro
romance que el que me enseñaron mis amas». Y comenta Jiménez Lozano que,
en su proceso, Fray Luis de León se yergue «para, frente al lenguaje docto y
latinil.ado de sus acusadores, sostener la primacía del lenguaje que nombra, el
lenguaje carnal y verdadero de aquellas mujeres que a él le en~eñaron el habla»
(cf. Jiménez Lozano, Fray Ú{is de León, Omega, Barcelona, 2001, 120). La litera­
tura que se encamina hacia el nombrar desencadena una convulsión política.
10. Cf. Reyes Mate, Memoria de Occidente, Anthropos, Barcelona, 1997,
231 y ss.
11. J.B. Metz, "Wohin ist Gott, wohin ist denn der Mensch?», en F.X.
Kaufmarmy J.B. Metz, Zufunftsfiihigkeit, Herder, Freiburg, 1987, 141.
12. W. Benjamin, Gesammelte Schrifien, 1 1 697.
13. Cf. Reyes Mate, "Sobre el origen de la igualdad y la responsabilidad
que de ello se deriva», en Reyes Mate (ed.), Pensar la igualdad y la diferencia,
Visor, Madrid, 1995,77-93.
14. J.J. Rousseau, Du Contral Social (1." versión),lib. 1, cap. V (<<je cher­
che le droit et la raison et ne dispute pas de faits», en Oeuvres completes, III,
Pléyade, París, 1964, 297).
15. • TI est aísé de voir que c'est dans ces changements successifs de la
constitución qu'il faut chercher la premiere origine des différences qui distin­
guent les hommes; lesquels, d'un commun aveu, sont naturellement aussi
égaux entre eux que I'étaient les animaux de chaque espece avant que diver­
ses causes physiques eussent introduit dans quelquel-unes les varié tés que
nous y remarquons» (en Discours sur l'inégalité, ¡bíd., 128).
16. J.J. Rousseau, Discours sur l'origine de l'inégalité, ¡brd., 164.
17. .Si je me suis étendu si longtemps sur la supposition de cette condi­
tion primitive, c'est qu'ayant d'anciennes errenrs et des préjugés invéterés a
détruire j'aí cru devoir creuser jusqu'l\. la racine, et montrer, dans le tableau
du véritable état de nature, combien l'inégalité, meme naturelle, est loin d'a­
volr dans cet état autant de réalité et d'influence que le prétendent nos écri­
vains» (Discours surl'inégalité, ¡brd., 160).
123
18. Derathé insiste en la continuidad entre el Discours sur l'inégalité y Du
Contrat Social, de tal suerte que ésta es la respuesta moral a los problemas
que aquél plantea. y cita al propio Rousseau: «fout ce qu'il y a de barrli dans
le Contrat Social était auparavant dans le Discours sur l'inégalité. (en Confes­
sions, liv. IX, VIII) (cf. Derathé, o.c., 131). De esa responsabilidad se hace
cargo el Contrat Social.
19. CE E. Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca, Sígueme, 1987, 260.
20. Cf. E. Levinas, Ethique comrne philosophie premiere (préfacé par
J. Rolland), Rivages Poche, París, 1998. También dice en TI que .la bondad
consiste en implantarse en el ser de tal modo que el Otro cuente allí más que
el yo mismo» (261).
21. Citado en el esclarecedor trabajo de JA Zamora, «Civilización y bar­
barie. Sobre la Dialéctica de la Ilustración en el 50.° aniversario de su publica­
ción», Scripta Fulgentina, 14 (1997), 264.
22. Véase el resúmen, en el capítulo VI, que ofrece W. Kimlicka, Contem­
porary Polítical Philosophy: an Introduction, Oxford University Press, 1992.
23. Remito a la traducción que propongo en Reyes Mate, Mfstica y polfti­
ca, EVD. Estella, 1990,63-64.
24. Un esfuerzo por articular las dos tradiciones de justicia la representa
Levinas cuando inserta la justicia legal en la inspiración talmúdica de la justi­
cia (cf. S. Moses, «L'idée de justice dans la philosophie de E. Levinas», Archi­
vio di FilDsofia, 13 [1993], 447-461).
25. J. Habermas, «Israel y Atenas o ¿a quién pertenece la razón anamné­
tica» , Isegona, 10 (1994), 107-117. También en el mismo número, mi res­
puesta, R. Mate, "La herencia pendiente de la razón anamnética», 117-133.
La misma idea se encuentra en Bartolomé de las Casas, cuando dice que «del
más chiquito y el más olvidado tiene Dios una memoria muy reciente y muy
viva» (<<Carta al Consejo de Indias» [1531], en Obras escogidas [ed. de L. Pé­
rez de Tudela], BAE, Madrid, 1957-1958, vol. V, p. 44, col. b).
26. H. Peukert, Wissenschaftstheon'e, Handlungstheorie, Fundamentak
Theologíe, Suhrkamp, 1978, 306.
27. Cf. carta del 16-III-1937, en GS VI 588-589. Para el punto de vista de
M. Horkheimer, véase la excelente recopilación de textos efectuada por J.J.
Sánchez en M. Horkheimer, Anhelo de justicia, Trotta, Madrid, 2000.
28. W. Benjamin, Gesammelte Schriften, V 589.
29. M. Horkheimer, Apuntes, 1950-1969, Monte Ávila, 1976, 16.
30. Para el pensamiento del teólogo Metz remito a J.B. Metz, Por una
cultura de la memoria, Anthropos, Barcelona, 1999.
31. Esta paradoja, con evidentes tintes ideológicos, ha sido denunciada
eficazmente por M.-D. Chenu: «es en el materialismo en donde los pobres
han puesto la esperanza de su dignidad, mientras que el espiritualismo era el
intento de una negación materialista de la materia. (tomo la cita de J. Jimé­
nez Lozano Sobre judEos, moriscos y conversos, Ámbito, Valladolid, 1982,25).
Los pobres ponían toda su dignidad y, por tanto, todos sus valores espiritua­
les en algo tan material como participar de los bienes de la tien-a; los materia­
listas de todo tiempo, sin embargo, descalifican esa pretensión por «idealis­
ta», «utópica», etc., como si lo único materialista fuerd no sólo la posesión
fáctica de que ellos disfrutan sino la legitimación de la posesión. llegamos
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así a la sorprendente paradoja de que los predicadores del «espiritualismo»
son los realistas defensores de su propia y excluyente materia.
32. Cf. Metz, Glaube in Geschichte und Gesellschaft, Grünewald, 1977, 170.
33. Ibúl., 130.
34. "Al cabo de los años se puede afirmar hoy que la historia de los Lager
ha sido escrita casi exclusivamente por quienes, como yo, no han llegado
hasta el fondo. Quien lo ha hecho no ha vuelto, o su capacidad de observa­
ción estuvo paralizada por el sufrimiento y la incomprensión>, escribe Primo
Levi, Los hundidos y los salvados, Muchnik, Madrid, 2000, 16.
35. Elle Wiesel, La nuit, Seuil, París, 1969, 73-74.
36. Etty Hillesum, El coraz.ón pensante de los barracones. Cartas, Anthro­
pos, Barcelona, 2001.
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