la tierra del arco iris

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La tierra del arco iris
La tierra del arco iris
Antonio Martínez Egea
CENTRO
DE ESTUDIOS
VELEZANOS
Vélez Rubio
2014
© Antonio Martínez Egea
© Prólogo: José Manuel Llamas Elvira
© Diseño y maquetación: Enrique Fernández Bolea
© Diseño de cubierta y guardas: Gregorio Pérez Santander DIXI (Granada)
Foto de contracubierta:
Luis García Bañón (Vélez Blanco, 1893-1912),
por gentileza de la familia Bañón
Edita: Centro de Estudios Velezanos (Ayuntamiento de Vélez Rubio, Almería)
Impresión: Gráficas La Madraza (Albolote, Granada)
Encuadernación: Hnos. Olmedo (Ogíjares, Granada)
Depósito legal: AL: 526-2014
ISBN: 978-84-935191-8-6
Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de la Comunidad de Madrid:
«LIBROS AME», nº M-004317/2013
Primera edición: junio, 2014
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS
A María:
por su apoyo incondicional
y entusiasta al escritor,
y su cariño, paciencia
y dedicación al hombre.
Gracias a José Domingo Lentisco Puche, por su entusiasmo
en la publicación del libro desde el primer momento y su buen
hacer durante todo el periplo de la edición, y con él al Centro de
Estudios Velezanos por su implicación en el proyecto.
Gracias a mis hermanos y cuñados que han sido pacientes
lectores del manuscrito y que con sus ideas, sugerencias y apoyo han
enriquecido el libro.
A José Manuel Llamas Elvira, amigo entrañable, que aceptó
escribir el prólogo dando realce con su pluma a la novela.
Y gracias sobre todo a mis dos Marías, sin cuyo apoyo, críticas
y empuje posiblemente no hubiera visto la luz ni Ambros ni Tani.
PRÓLOGO
na de las mayores satisfacciones que he tenido últimamente ha sido
la propuesta de Antonio de escribir unas cuantas frases para prologar este libro. Es cierto que, una vez que lo he leído, me he sentido
entusiasmado con su contenido, la calidad narrativa del mismo y el nivel de
documentación de los hechos que en él se describen.
U
Como podrá observar el lector, este libro es fruto de un conocimiento
profundo del entorno geográfico, las circunstancias históricas y unas nociones sobre el modo de vida de la sociedad velezana de finales del XIX y principios del XX devenidos en vivencias del autor en los años 50-60, durante
su infancia, y que son continuación de aquéllas, de manera casi inalterada,
con sólo algunas variantes.
Existen dos secuencias temporales en el libro: una desarrollada en el
neolítico, cuya esfera queda enmarcada en el campo de lo especulativo; y
otra en los siglos XIX y XX que ofrece un relato de indudable interés y
rigurosidad histórica y etnográfica de la comarca.
Posiblemente, Los Vélez no sean una comarca de referencia en las guías
para tour-operadores, porque éstas carecen de las estrellas que clasifican el
patrimonio humano, pero seguro que estaría muy bien puntuada en caso de
existir éstas. En el texto del libro se recoge fielmente esa generosidad afectiva y acogedora de los habitantes de la zona que invita a compartir charlas,
ocio, celebraciones de domingo, y esa nostálgica forma de tertulia en casa
que el autor refleja con la melancolía propia de los que contemplan con
lucidez el fin de una época y de una forma de vida diferente y más humana.
Algunos libros tienen la capacidad de transformarse en algo que no son,
de convertirse en algo distinto a lo que pretendían ser. Este es un libro en
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PRÓLOGO
principio supeditado a la historia de unas pinturas rupestres, pero esto es
sólo una excusa que le sirve de sustento para colarse silenciosamente en el
ámbito de la ficción con la descripción del pintoresquismo de una época y
como documento sociológico de la forma de entender la vida de un pueblo
y sus habitantes. El libro (relato-crónica) está plagado de protagonistas históricos que cobran vida de la mano del autor para convertirse en un reguero
de personajes palpitantes y humanos.
Durante los años 60, durante nuestra infancia y adolescencia, la inquietud
por la rica historia que nos rodeaba, por los restos de antiguas civilizaciones
asentadas en nuestra tierra marcaba muchas de nuestras excursiones, de nuestros juegos y de nuestras aventuras. Recuerdo cómo, cuando aún siendo niños, en grupo, los amigos buscábamos la emoción y la aventura en nuestras
correrías. En el Castellón, donde se encuentra la antigua fortaleza musulmana, existe una abertura; es como un agujero donde las plantas y los arbustos
disimulan su entrada. Se dice que en su interior existe una gran estancia, una
gran cueva oscura que se continúa por un pasadizo atravesando las ramblas y
se abre en una lejana casa del pueblo (la casa de Miguel). En esta estancia, y
animados por la imaginación infantil y los cuentos que en las largas noches de
invierno nos contaban los abuelos y la chacha, teníamos la certeza de que
contenía numerosas trampas para los intrusos que quisiesen penetrarla y que
en su interior aún vivía un gran «moro» negro. Eso lo sabíamos todos los
niños. Nosotros buscábamos la entrada y vigilábamos para ver al «moro». Mirábamos la entrada de la cueva como si se tratase de un abismo que a la vez
atrae y transmite miedo. Nos poníamos todos de acuerdo para mirar y observar fijamente y para que el primero que viese al negro lanzara un grito. Con la
boca abierta de curiosidad y miedo, fijábamos la mirada en la grieta hasta que
Asensio, un muchacho pelirrojo tenía la impresión de que el agujero empezaba a moverse o hasta que Andrés, otro compañero burlón y decidido, gritaba
«¡el moro, el moro!» y surgía la desbandada y la decepción e indignación de los
que detestaban la ironía o la informalidad.
Antonio y yo hemos sido protagonistas de todas estas correrías que han
moldeado nuestro gusto por la historia de nuestra tierra y que Antonio recoge magistralmente en su libro. También las pinturas rupestres y nuestro rico
neolítico han constituido un motivo de fascinación de nuestra adolescencia.
Las excavaciones y estudios llevados a cabo por don Miguel Guirao y don
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PRÓLOGO
Miguel Botella a las que asistíamos como observadores alegres de ese trabajo pulcro y meticuloso de búsqueda y de hallazgo. Quizá todo esto ha unido
un conjunto de inquietudes, añoranzas, recuerdos y conocimientos que ha
dado lugar a este libro.
Antonio y yo siempre hemos sido amigos, y hemos seguido manteniendo
esa condición en la distancia de nuestro vivir diario, pero en nuestros encuentros ocasionales, esa distancia y el paso del tiempo no ha disminuido ni
un ápice esa concurrencia de ideas y principios que marcan y condicionan
siempre una relación de amistad. Los amigos se escogen, se cuidan y se va
trabando el vínculo, libremente, paso a paso, evento a evento. No tienen
que supeditarse a guiones familiares, a intereses mercantiles o a ningún tipo
de contrato sacramental o civil. Es una relación de cariño legítimo, y como
tal, sólo existe por mutuo deseo, validándose en cada ocasión que pone a
prueba su autenticidad. La amistad no está ritualizada en ceremonias iniciáticas, ni se acredita en documento alguno: sólo se registra en lo más íntimo
de nosotros, fortaleciendo la estructura interna de nuestra identidad.
Esta amistad no influye en lo más mínimo en el reconocimiento que
hago de la calidad de esta obra, aunque para mí tiene ese valor añadido de
que su autor es mi amigo Antonio.
JOSÉ MANUEL LLAMAS ELVIRA
Granada, mayo de 2014
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EL BRUJO
¡La Cueva Sagrada ha sido profanada!
l brujo espera, con el gesto serio y las manos crispadas, la llegada del
consejo de ancianos. Los viejos que lo forman tratan de subir el escarpado terraplén, ayudándose unos a otros sobre las piedras sueltas de vivas aristas que recubren la fuerte pendiente. Nadie puede ayudarles
en su ascenso porque sólo ellos y el brujo pueden acceder a la Cueva Sagrada. La tribu espera abajo, observando en silencio las dificultades de los siete
ancianos que luchan entre resbalones en su penoso ascenso. Los pierden de
vista un instante cuando están a punto de culminar su subida. Poco después
las siete figuras aparecen en la entrada de la cueva y van tomando posiciones de forma cansina, según su jerarquía determinada por la edad.
Después de tomar asiento sobre la roca sólo son visibles, desde abajo,
sus cabezas. Instantes después el brujo avanza unos pasos ataviado con los
ornamentos ceremoniales. Sobre su cabeza destaca una gran cornamenta de
ciervo que agranda sobremanera su figura. Su cuerpo sólo está cubierto por
un taparrabos formado con pieles; tiene el resto del cuerpo impregnado de
pintura roja como si fuera sangre. En cada una de sus manos porta una hoz,
hechas con dos grandes quijadas pulidas y afiladas, cubiertas por un rojo
negruzco. Del extremo de la que lleva en su mano izquierda, que ahora
levanta aún más para hacerla bien visible, cuelga un corazón, todavía sangrante, fruto del último sacrificio realizado en soledad mientras esperaba la
llegada de la tribu.
Al iniciar su parlamento, un rayo de sol aparece de improviso entre las
nubes, proyectando su terrible silueta sobre la roca. Situados junto a ella,
los ancianos aprecian sobrecogidos una figura que brilla con los reflejos del
E
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EL BRUJO
sol; es la imagen exacta, en miniatura, de la sombra que proyecta el brujo
cegado por el sol. Desde la parte de abajo, la tribu no puede apreciar con
detalle la similitud de las dos figuras, la sombra grande del brujo y la pequeña pintura sobre la pared, pero sí las caras espantadas de los miembros del
consejo. El silencio y la expectación es tal que no se oye ni el llanto de los
más pequeños, que asisten a aquel terrible momento sujetos con cintas de
cuero a las espaldas de sus madres.
La voz ronca y desagradable del brujo se oye claramente abajo y resuena
por todo el valle. Nadie, salvo el consejo, sabe para qué han sido convocados, pero todos intuyen que se trata de un asunto grave, ya que la tribu al
completo no sube hasta las inmediaciones de la gruta más que una vez al
año, para los sacrificios rituales que se celebran en el solsticio de verano, el
día más largo del año, o en contadísimas y excepcionales ocasiones como
ésta. Para muchos de ellos es la primera vez que asisten a un consejo tan
sumario. Los más jóvenes tardan en entender las palabras que les llegan; el
miedo y la terrible figura que les habla los absorbe y ensordece.
Durante mucho rato el brujo recalca el carácter sagrado de la cueva y
desgrana las leyendas de cómo sus antepasados habían decorado las rocas
de sus paredes con figuras ininteligibles, que sólo los hombres sagrados como
él saben interpretar. Los constantes movimientos de la cornamenta, que se
mantiene firme, hacen parecer por momentos que es un ciervo de verdad el
que se mueve sobre sus cabezas. Cuando el orador considera que todos
tienen claro lo sagrado de aquel recinto y la inviolabilidad del mismo, calla
durante unos instantes para tomar aliento y, de pronto, su voz surge de nuevo como un trueno erizando los pelos de todos los asistentes:
— ¡La Cueva Sagrada ha sido profanada!
La frase resuena en los oídos de los miembros de la tribu. Todos se miran
asustados mientras la figura tensa del cuerpo del hechicero parece a punto
de estallar. Se vuelve lentamente y, con la punta de la hoz de su mano derecha, señala la figura que lo representa en la roca. El sol vuelve a salir con
fuerza realzando el brillo de la pintura y proyectando, de nuevo, la sombra
del brujo junto al exacto dibujo que a pequeña escala lo representa.
Desde abajo apenas pueden ver la sombra reflejada y no entienden lo
que está pasando porque no pueden apreciar la pintura sacrílega. Sí distinguen los ojos abiertos como platos de las figuras de los ancianos incorporados hacia el punto que indica la macabra hoz. Sus caras revelan asombro
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EL BRUJO
por el parecido con la silueta del brujo e indignación por el ultraje. La tribu
espera una explicación sobre la violación cometida, sin entender el estado
de excitación de su hombre sagrado.
De nuevo aparece a la vista de todos la figura del brujo, inclinada hacia
ellos a punto de deslizarse ladera abajo.
— ¡Alguien ha osado ofendernos gravemente accediendo a la Cueva Sagrada, donde sólo puede entrar el consejo y yo mismo! ¡Alguien ha mancillado
sus paredes mezclando una figura con los signos sagrados y los ídolos bicónicos que nos protegen! Alguien ha osado además a representarme a ¡mí! –gritó
con la voz desgarrada–, ¡el hombre sagrado que dedica su vida a que los espíritus nos protejan! ¡El tabú ha sido roto tres veces! ¡Los ídolos claman venganza, y yo también!
Todos los hombres y mujeres de la tribu se miran entre sí espantados,
intercambiando con sus ojos el temor y exclamando, cada vez más fuerte:
— ¡Qué va a ser de nosotros...!
En voz baja, entre los gritos de la multitud, dos jóvenes se repiten el uno
al otro la misma frase monótonamente, hasta que los brazos tersos del brujo
se extienden despacio reclamando silencio. Los destellos del fuerte sol sobre
las cruentas hoces en lo alto del terraplén ciegan por un momento a los dos
jóvenes, aterrados ahora por el silencio que precede al embate final de la figura del corazón sangrante, que parece ahora rezumar sangre más que nunca.
— ¡Yo maldigo a quien lo ha hecho y reclamo venganza para aplacar a
los espíritus ofendidos!
Los siete ancianos se van poniendo de pie sin dejar de mirar al hombre
sagrado que parece poseído y fuera de sí.
— ¡Yo pido al consejo que castigue a los culpables!
Las carnes fofas de los ancianos parecen ajarse aún más al oír la terrible
acusación:
— ¡Yo acuso a los hermanos Ambros y Tani, del clan de los blancos, de
ser los autores del ultraje!
Los dos jóvenes aludidos tiemblan al oír sus nombres y tratan de negar
con la cabeza la acusación, soportando todas las miradas iracundas de la
tribu sobre ellos.
— ¡Cogedlos!
La orden suena como un trueno por todo el valle. Los dos hermanos dan
unos pasos hacia atrás, siendo rodeados de inmediato por varios hombres
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EL BRUJO
armados con sus lanzas. El miedo los invade y no son capaces de articular
palabra.
El más anciano del consejo surge junto al brujo y con potente voz, que
no parece salir de su viejo cuerpo, se dirige a la tribu:
— ¡Apartadlos de los demás y vigiladlos hasta que el consejo decida!
Los muchachos, rodeados por los hombres más fuertes de la tribu, son
alejados del grupo y llevados, junto a unas rocas, al borde del precipicio
bajo el que se extiende el valle.
Desde allí tienen mejor visión de lo que pasa en la gruta, y pueden observar cómo los ancianos toman asiento en círculo junto a la entrada de la
cueva y cómo comienzan sus deliberaciones. Nadie se dirige a ellos, pero las
hostiles miradas de los vigilantes les hacen temer por su vida antes incluso
de que concluya el consejo. No tienen escapatoria; están a merced de lo que
los ancianos decidan sobre ellos.
El brujo se introduce en el centro del círculo y, sin parar de gesticular,
gira continuamente mirando de cerca la cara de cada uno de los ancianos,
explicando sus sospechas, y responde, volviéndose como un rayo, hacia el
que le pregunta.
Abajo, los miembros de la tribu se van sentando poco a poco en el suelo
a esperar, sin parar de cuchichear en voz baja para no molestar al consejo en
su terrible deliberación. El clan de los blancos, al que pertenecen los dos
jóvenes, queda también aislado de los demás, sin dejar de observar a los dos
acusados con cara de incredulidad. La mirada de los ojos grandes y negros
de su madre consuela a Ambros y Tani; la del jefe del clan muestra duda y
temor a lo que pueda suceder.
El paso de los minutos hace crecer la esperanza de salvación de los
acusados: si el consejo lo tuviera claro ya habría habido sentencia. Que se
retrase la resolución empieza a parecerles una buena señal.
Una hora después los dos hermanos se vuelven a animar al ver salir al
brujo del círculo casi histérico y separarse de los ancianos, que achican el
corro y comienzan a deliberar en voz muy baja. Pierden de vista la imagen de
su acusador, que se sumerge en el fondo de la cueva a esperar el veredicto.
La tribu al completo aguanta bajo el fuerte sol del final del verano, esperando la decisión de los ancianos. Algunos niños comienzan a lloriquear y
otros a impacientarse, pero apenas se atreven a moverse impresionados por
la solemnidad del momento.
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EL BRUJO
Antes de que el sol alcance su cenit los ancianos deshacen el corro y
salen hasta la cresta del terraplén. Todos se levantan al verlos aparecer y se
agolpan lo más cerca posible para oír la sentencia. El más viejo levanta los
brazos y, con la cabeza mirando al cielo, se dirige a los reunidos:
— El consejo ha llegado a una conclusión.
Hace una pausa antes de continuar. La tribu aguarda; todas las bocas
están abiertas sin perder de vista al anciano, que continúa:
— El ultraje no puede quedar sin castigo, so pena de que los espíritus
hagan caer sobre nosotros todas las maldades inimaginables. Ellos nos amparan, como lo hicieron con nuestros antepasados y lo harán con nuestros
hijos y sus descendientes.
En la nueva pausa, el sudor cae por las caras de los dos hermanos que
están a punto de conocer su destino; temen ser sacrificados a manos del
salvaje hechicero que los ha acusado.
— ¡El brujo pide el sacrificio de los dos acusados para aplacar la ira de
nuestros ídolos!
Un murmullo recorre el valle, y la mirada de la madre hacia sus hijos
refleja la angustia que está viviendo. El anciano continúa:
— Sin embargo el consejo, todos de acuerdo, no encuentra pruebas suficientes de que los acusados sean los autores de tamaño sacrilegio. La palabra del brujo, sin prueba alguna, no es suficiente para dictaminar el sacrificio, salvo que ellos mismos confiesen su culpa.
Todas las miradas se dirigen entonces a los acusados. Ambros coge del
brazo a su hermano Tani y lo mira suplicando silencio: cualquier palabra,
cualquier gesto los puede llevar a la roca de los sacrificios. Tani responde a
su hermano en silencio que no va a abrir la boca; la mirada suplicante de su
madre y el contacto de su hermano lo hacen callar. A lo mejor se libran de
una terrible muerte.
— Ya veo –continua con voz cansada el viejo– que no tenéis nada que
decir...
Ambos mueven despacio la cabeza hacia los lados.
— La falta no puede quedar sin castigo, de manera que este consejo ha
decidido que los hermanos Ambros y Tani, del clan de los blancos, deben
ser exiliados. Partirán al amanecer del día de mañana, sin más pertrechos
que sus armas, y deberán alejarse al menos a dos jornadas completas de
marcha para no volver jamás. Si son encontrados alguna vez a menos de esa
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EL BRUJO
distancia, serán sacrificados aquí, en la Cueva Sagrada. Como desagravio a
nuestros ídolos bicónicos, el brujo sacrificará solemnemente una cabra antes de partir, y ofrecerá su corazón en espera de que los Sagrados Espíritus
acepten la decisión de este consejo.
Toda la tribu oyó los desgarradores gritos del animal, hasta que fueron
ahogados por su propia sangre. El brujo surgió de nuevo con el corazón de
la cabra aún moviéndose ensartado en su hoz, y estalló un grito unánime de
desagravio y de respiro por la decisión del consejo. Nadie sabía si lo habían
hecho aquellos jóvenes, pero casi todos los estimaban y consideraban justa
la sentencia. Los dos hermanos se abrazaron emocionados. En un susurro,
apenas audible, Ambros dijo al oído de su hermano:
— Al menos hemos salvado el pellejo. Gracias.
Los ancianos comenzaron entonces su descenso, aun más penoso que la
subida, porque las piedras cortantes resbalaban bajo sus pies hiriéndolos y
haciéndoles casi perder el equilibrio. Nadie podía ayudarles, el terraplén era
considerado tabú y tenían que esperar, con el alma en vilo, temiendo que
alguno de aquellos cansados viejos se despeñara ladera abajo. Pero los ídolos parecían apiadarse de ellos tras el sacrificio y todos llegaron, magullados
y con las piernas sangrando, hasta la base, e iniciaron el camino de vuelta
hacia el poblado.
Antes de ponerse en marcha, Ambros y Tani echaron una última mirada
hacia la Cueva Sagrada: la imagen del brujo, igual a la pintada en la roca, se
recortaba impresionante. Sintieron como su mirada de odio los traspasaba.
Sabían que hasta que no se marcharan de allí seguían en peligro.
El camino hasta el poblado, abajo en el valle, era largo; aun siendo cuesta abajo, el paso de los viejos que abrían la marcha era cansino. Habían
pasado muchas horas desde que, al amanecer, iniciaran el ascenso hasta la
cueva. Aún les quedaban al menos dos horas de dura caminata.
Llegaron al poblado, en el Cerro de las Canteras, situado cerca del río
Corneros, pero a resguardo de sus crecidas, cansados y hambrientos. Los
ancianos dispusieron que los dos hermanos pudieran estar con su gente, sin
abandonar el poblado, hasta que tuvieran que partir al alba siguiente.
El clan se reunió en su cabaña. Todos estaban tristes y asustados, pero
ninguno reprochó nada a los dos hermanos; no sabían si habían sido ellos, ni
querían saberlo, sólo les importaba que estaban vivos y que les quedaban
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EL BRUJO
pocas horas para estar con aquellos dos jóvenes alegres y vigorosos que
suponían una gran ayuda para el sustento del grupo. Ninguno de ellos salió
de la cabaña en toda la tarde; no querían encontrarse con la mirada hosca de
otros clanes, ancestralmente enemigos, ni correr el peligro de que alguien se
tomase la justicia por su mano.
Antes de dormir, cuando las estrellas empezaban a brillar en el cielo,
Ambros se lamentó ante todos ellos por los problemas que les iban a causar.
El resto de la tribu no miraría con buenos ojos al clan durante algún tiempo,
señalándolos como posibles causantes de sus desgracias futuras. El abuelo,
el más viejo del clan, tomó la palabra y les hizo saber que lo importante era
que ellos sobrevivieran y se buscaran una nueva vida; los que allí quedaban
eran suficientes, notarían la falta de sus cuatro hermosos brazos, pero sabrían salir adelante.
En el silencio de la noche sólo se oía el rebullir de Ambros y Tani sobre
los juncos intentando dormir. Ninguno de los dos pegó ojo pensando en lo
que les esperaría a partir del día siguiente, en cómo sería su nueva vida, en
qué les depararía el destino...
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2
UNA SEMANA ANTES
Ambros inicia su afición pictórica.
na semana antes del acontecimiento que iba a cambiar sus vidas en
la Cueva Sagrada, los dos hermanos habían salido del poblado pertrechados con sus armas de caza, dispuestos a aumentar la despensa del clan antes de que el tiempo cambiara y comenzaran las fuertes lluvias
y el terrible viento que azotaba la zona durante semanas, y que hacía casi
imposible alejarse del poblado.
Habían partido hacia el oeste, atravesando barrancos y subiendo pequeños pero escarpados montes hasta llegar al inmenso bosque que se extendía
bajo la imponente mole del Mahimón en su cara sur. Después de media
jornada de marcha encontraron el sitio ideal para iniciar la caza. Dedicaron
toda la tarde a preparar las trampas; era un trabajo delicado del que dependía en gran parte el éxito de su excursión.
A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol superaban las
lejanas montañas y comenzaban a inundar el valle, los dos hermanos ya estaban eligiendo los mejores sitios y apostándose para iniciar la caza de pequeñas
presas, sobre todo conejos, que era lo que podían transportar a su vuelta. Las
grandes piezas las dejaban para cuando salían con más hombres, necesarios
para acabar acorralándolas y poder luego transportarlas.
Las tardes las dedicaban a limpiar las piezas, secarlas al sol y luego ahumarlas junto al fuego para conservarlas mejor. Por la noche se refugiaban en
uno de los numerosos abrigos que había en las paredes rocosas por encima
del bosque. Allí, aunque las noches no eran aún frías, encendían una pequeña fogata para mantener alejados a los lobos y otras alimañas que, al olor de
la sangre, acudían peligrosamente, merodeando con sigilo hasta el alba.
U
21
UNA SEMANA ANTES
Dos días después habían conseguido reunir todo lo que creían poder
transportar y, cargados con grandes fardos que habían preparado atando
fuertemente unas piezas con otras mediante trozos de cuero, iniciaron el
regreso hacia el poblado, satisfechos con su caza.
El gran peso que transportaban les había hecho caminar lentamente, y
cuando la noche se les echaba encima, aún lejos de su destino, decidieron
buscar otro abrigo, ya casi fuera del bosque, y no arriesgarse a hacer el resto
del camino de noche, con las manadas de lobos pendientes de su botín.
Antes del amanecer, Ambros, el mayor, avivó el fuego que los protegía y
salió de la covacha dejando a su hermano, agotado por la fuerte carga, descansar un rato más. Salió del bosque, alejándose del escondrijo cuando el
cielo empezaba a clarear. Fuera de la espesura disfrutaba de la vista del
valle y del reconfortante vientecillo que lamía su cara y su cuerpo desnudo.
Cuando los rayos de sol comenzaron a iluminar la ladera este del Mahimón, se dio cuenta de que estaba en una zona conocida; giró la vista hacia la
izquierda, en la dirección que la luz le indicaba, y vio, entre los reflejos que
el sol dejaba en las rocas, una mancha oscura que lo atrajo. Estaba bajo la
Cueva Sagrada de la tribu; la ladera que lo separaba de ella era tabú, y dudaba si subirla o no. La soledad del amanecer y la curiosidad le hicieron iniciar
el ascenso, despacio, para protegerse los pies de las piedras y porque el temor, ante lo que estaba haciendo, lo atenazaba un poco. Cuando llegó arriba
y pudo levantar la cabeza se quedó impresionado. Ante él se abría espléndida la Cueva Sagrada. Miró a ambos lados temeroso, pero no vio rastro alguno del brujo, el auténtico amo de la cueva y el único que podía acceder a
ella: para los demás, excepto para los ancianos en excepcionales ocasiones,
estaba totalmente prohibido. Dudó; no sabía si acercarse hasta ella –la tenía
a apenas veinte metros– o si salir corriendo ladera abajo y alejarse del peligro que estaba corriendo. Si el brujo lo cogía allí, haría de él la próxima
víctima de sus sacrificios.
Despacio, mirando hacia todos lados, recorrió la escasa distancia que lo
separaba de lo prohibido, y cuando se quiso dar cuenta estaba colocado bajo
el gran corte de piedra que formaba la parte alta de la cueva. Estaba impresionado; era mucho más grande de lo que parecía desde abajo. Giró su cabeza hacia el interior y se encontró, a pocos metros de él, con la pared de
piedra de la gruta llena de extraños dibujos: allí estaban los ídolos bicónicos
sagrados de la tribu, de los que tanto había oído hablar, y otras muchas
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UNA SEMANA ANTES
representaciones incomprensibles para él. ¡Por fin tenía ante su vista las
pinturas sagradas!
La mayoría de ellas no parecían tener sentido alguno, pero descubrió que
había algunas pequeñas pinturas que le recordaban a las cabras que a veces
cazaba. Se introdujo un par de metros más, en el fondo de la cueva, y descubrió nuevas figuras que lo fascinaron. De pronto sintió miedo y volvió a
salir hasta la entrada. Recordó la figura temible del brujo mostrando a toda
la tribu el corazón sangrante de alguna víctima de sus sacrificios. Tenía una
idea en la cabeza que lo turbaba. Pensativo, se separó de la abertura de la
gruta, estando casi a punto de caer por la ladera. Se desvió hacia un lado y
consiguió llegar a una pequeña explanada.
Cuando se dio cuenta –iba casi poseído– estaba de vuelta junto a la gruta
con un pequeño ratón en la mano y un puñado de arcilla roja en la otra. Sobre
una piedra cóncava mezcló la sangre caliente del roedor con la tierra y, poco a
poco, sin dejar de aplastar la mezcla con un canto rodado, consiguió una masa
espesa de color rojizo intenso, la mezcló con un poco de agua de su calabaza
y contempló con satisfacción que había conseguido lo que quería. Después,
fuera de sí, trazó, mojando con una aguja de pino en su mezcla, la silueta del
brujo tal y como la recordaba de las ceremonias anuales. Luego, sin levantar
los ojos de la roca, fue rellenando la silueta con la sanguinolenta mezcla, ayudándose para ello con los pelillos de la cola del ratón, que utilizaba como si
fuera un pequeño pincel. Cuando terminó su obra, el sol calentaba su espalda
y le corrían fuertes chorros de sudor por la cara y el cuello.
Poco después, cuando aún miraba extasiado la barbaridad que había hecho, oyó a su hermano llamándolo con grandes voces. No contestó; recogió
rápidamente todos los bártulos que había utilizado, tratando de salir de allí
cuanto antes. No quería que Tani lo viera donde no debía estar. A toda prisa
se deslizó sobre las piedras del terraplén y consiguió llegar abajo antes de
que apareciese su hermano. Apenas había dado unos pasos para alejarse,
cuando apareció Tani.
— ¿Dónde estabas? ¿Qué hacías?
Ambros se quedó mudo.
— ¿Cómo te has arañado así las piernas? –le preguntó contemplando la
sangre que corría por sus piernas, heridas por los riscos y las prisas–.
Nuevo silencio. Era mejor que no supiera nada de lo que había hecho,
pero una ligera mirada hacia la cueva lo delató.
23
UNA SEMANA ANTES
— ¡¿Has subido a la Cueva Sagrada?!
— ¡¡Sí!! –estalló–. No he podido resistirme. He subido.
— ¡Estás loco! ¿Sabes lo que eso significa?
— Nada, si nadie se entera...
— Pero el brujo es muy listo; sabrá que alguien ha estado ahí –dijo
mirando hacia la cueva–.
— No creo que se fije –contestó Ambros con desgana–.
— ¿Que se fije en qué?
Inmediatamente Ambros se dio cuenta de que había metido la pata. Tani
repitió la pregunta, zarandeándolo por los hombros.
— ¿Que se fije en qué?
— En la pintura –contestó en voz baja–.
— ¿Qué pintura? –gritó, volviendo a zarandearlo–.
— La que he hecho en la cueva.
— ¡¿Has profanado los ídolos sagrados?!
— Sólo son pinturas, que además no significan nada.
— ¡Estás loco! ¡Estás loco! ¿Tú sabes lo que has hecho?
Los gritos de Tani retumbaban en el oído de su hermano como un tambor.
— No hace falta que lo grites de esa manera, nadie se va a enterar
–añadió–.
— ¡¿Que el brujo no se va a enterar?! ¡¿Que el hombre sagrado no se va
a enterar?!
Tani caminaba de un lado a otro como loco.
— Tranquilízate –le dijo su hermano tratando de apaciguarlo–.
— ¡¿Que me tranquilice?! Tu locura puede cambiar nuestras vidas...
El silencio se apoderó de ambos. Miraban a todos lados sin saber qué
hacer.
— ¡Vámonos! –dijo Tani de pronto–. Huyamos de aquí.
— Pero...
— Ya no hay solución. Volvamos al poblado y esperemos que los espíritus se apiaden de nosotros...
Volvieron a toda prisa a recoger su preciada carga y emprendieron el camino hacia el cerro de Las Canteras, donde moraba su tribu. Una hora después,
Ambros se salió de la senda ante la mirada atónita de su hermano, y se acercó
hasta un pozo natural, fuera del recorrido habitual de la tribu. Sin decir palabra, sacó un hatillo de debajo de su taparrabos y lo arrojó con fuerza a la sima.
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UNA SEMANA ANTES
— ¿Qué haces? –oyó a Tani detrás de él–.
— Tirar todo lo que he usado para hacer la pintura. ¿No querrás que
vuelva con eso al poblado?
El hermano asintió y volvió sobre sus pasos hasta coger de nuevo la
senda sin volver la vista atrás. Ambros lo siguió recolocándose la carga y
limpiándose el sudor que inundaba su cara; no sabía si era el sol o el pánico
lo que lo provocaba.
Una hora después entraban en el poblado fingiendo alegría por lo bien
que se les había dado la caza. Las mujeres del clan recogieron de inmediato
toda la carga y se dispusieron a prepararla para conservar la carne y secar las
pieles; todavía les quedaba mucha tarea, pero merecía la pena. Mientras
tanto, los cazadores relataban a los demás dónde habían estado, dando detalles de todo. De todo menos de la cueva y de la profanación que Ambros
había llevado a cabo en ella.
Pasados dos días, el brujo apareció en el poblado gritando como un loco.
Sin dar explicaciones, pidió que se reuniera el consejo de ancianos. La expectación era máxima. Nadie sabía que pasaba, sólo Ambros y Tani intuían
lo que iba a pasar.
Al caer las primeras sombras de la noche en el poblado, el más viejo de
los ancianos convocó a toda la tribu, antes de que se refugiaran en sus chozas, para comunicarles que al amanecer del día siguiente todos, sin excepción alguna, partirían hacia la Cueva Sagrada; el brujo tenía algo que comunicar y quería hacerlo solemnemente junto al Santuario, y con el consejo de
ancianos reunido en sesión sumaria.
No hubo más explicaciones, pero todos sabían que algo muy grave había
sucedido. Se retiraron cabizbajos a sus chozas, comentando en voz muy
baja qué nueva desgracia caería sobre ellos. Ambros miró a su hermano
antes de agacharse para entrar en la choza y le dijo en un susurro:
— Ni una palabra o estamos muertos.
Tani no tuvo tiempo de contestar; miró hacia poniente, donde ya apenas se
distinguían las laderas del Mahimón, y suspiró profundamente antes de entrar y
buscar su zona de juncos sobre los que trataría inútilmente de descansar.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. JUNIO DE 1862
¿El Nano se llama el guía? –preguntó con un poco de guasa–.
os dos viajeros llevaban todo el día a lomos de sus cabalgaduras. A la
tarde calurosa, casi veraniega, del mes de junio aún le quedaban algunas horas de luz cuando, por fin, vieron a lo lejos, hacia levante,
aparecer su objetivo. Miguel, el más impaciente, se dirigió a don Manuel:
— ¿Usted cree que conseguiremos llegar alguna vez?
— Ya estamos cerca. ¿No ve usted al fondo el hermoso pueblo al que
nos dirigimos?
— Yo ya no veo nada –contestó revolviéndose sobre su mula–. Tengo el
cuerpo tan magullado..., y no le digo nada de mis posaderas.
— No sea quejica hombre de Dios. En una hora estamos allí.
— Si no me quejo. ¿Quién me mandará a mí meterme en estas historias?
–añadió para sí–.
— Disfrute de la vista. Mire aquellas hermosas montañas que nos rodean por la izquierda. Son las que mañana visitaremos y ¿quién sabe qué
maravillas escondidas entre sus rocas conseguiremos descubrir…?
Miguel no contestó, ni siquiera volvió la vista hacia donde le indicaba su
compañero de viaje; sólo pensaba en el momento en que se bajaría de una
vez de la dócil mula que lo llevaba soportando sobre sus lomos todo el día.
Don Manuel de Góngora Martínez era catedrático de la Universidad de
Granada. Todos los años, en cuanto acababa el curso, se olvidaba de su
cátedra y se dedicaba a viajar por Andalucía para disfrutar de su afición
favorita: la arqueología. Le fascinaban sobre todo las cuevas prehistóricas y
tenía el secreto deseo de escribir un libro con todo lo que iba visitando, y
alguna vez descubriendo, que recopilara sus andanzas, pero aún le quedaba
L
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. JUNIO DE 1862
mucho camino por recorrer. Este año había decidido empezar por Vélez-Rubio, un pueblo del norte de la provincia de Almería, aprovechando que unos
parientes le habían escrito hablándole de las posibilidades de la zona para su
afición y brindándole asilo por todo el tiempo que necesitara. Tenía grandes
esperanzas puestas en ese viaje, lo que no era una novedad: cada verano hacía
su campaña con la misma ilusión que un crío en su primer día de escuela.
Miguel Martínez de Castro, su acompañante, vivía también en Granada.
Era un pintor de mediana reputación en la capital andaluza que aprovechaba las campañas de don Manuel para plasmar en sus papeles los descubrimientos de su mentor. Al contrario de éste, no tenía ninguna afición por la
arqueología y lo aburrían el campo y las montañas. Su viaje sólo estaba
motivado por interés pecuniario. Acompañaba al catedrático de mala gana,
a cambio de unos buenos reales que al final de la campaña engrosaban su
exigua bolsa y le hacían más llevadera la espera de algún nuevo encargo de
la clase alta granadina.
Mientras el catedrático contemplaba a lo lejos las rocosas montañas que
pronto recorrería, el pintor iba cabizbajo notando cada paso de su montura
en sus doloridas nalgas, que ya no sabía cómo poner. Protestando por lo
bajinis, llegaron a las primeras casas del pueblo cuando el sol caía a sus
espaldas.
Cuando empezaron a subir la primera cuesta, don Manuel se acercó sonriente a su compañero:
— No rece más, que ya hemos llegado.
Obtuvo un gruñido por toda respuesta de Miguel mientras éste se reacomodaba por enésima vez sobre su mula.
No tuvieron necesidad de hacer muchas preguntas para llegar a su destino: las señas eran inequívocas. La casa de sus parientes se encontraba en la
plaza del pueblo, frente a la magnífica iglesia cuyas torres habían podido ver
durante la última hora de camino. Recorrieron una de las calles principales
saludando con la mano en el sombrero a varios transeúntes y comenzaron a
subir la última cuesta. Miguel marchaba delante arreándole a su montura,
deseoso de bajarse por fin de ella.
Nada más hacer su entrada en la plaza, sus cabezas se volvieron a la
derecha. La portada de piedra y las altas torres de ladrillo de la iglesia atrajeron sus miradas. El pintor ya se veía delante de ella con sus carboncillos y
el catedrático ardía en deseos de que sus parientes le contaran la historia del
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majestuoso edificio, más propio de una ciudad que de aquel pueblo de tan
difícil acceso.
Echaron pie a tierra justo en el centro de la plaza y, con las riendas en la
mano, se dirigieron a la casa situada justo enfrente. En el corto paseo, Miguel aprovechó para desentumecer sus músculos pegando ridículos saltitos,
con el deseo de que la sangre circulara nuevamente con libertad por su trasero. Don Manuel miraba sonriente las extrañas contorsiones de su compañero, que más bien parecía salido del largo encierro de una mazmorra que
recién bajado de una mula.
El catedrático dejó sus riendas en manos de Miguel, que seguía con sus
ejercicios ante la mirada asombrada de algunos vecinos; subió unos escalones y llamó a la casa que creía de sus parientes. Abrió la puerta una criada
con un delantalito blanco inmaculado sobre un vestido azul marino que le
indicó que pasara, asintiendo a la pregunta de si era la casa de don Juan
Gómez. El pintor, mientras tanto, algo más relajado, giraba sobre sí mismo
contemplando el agradable entorno de la plaza, sin soltar las riendas de las
mulas.
Antes de ser avisados por la criada, los señores de la casa salieron al
encuentro del visitante con una amplia sonrisa en la cara. Don Juan le estrechó afablemente la mano.
— Sea usted bienvenido. Considérese como en su casa.
— Muchas gracias. Perdonen ustedes la intromisión...
— De ninguna manera intromisión.
Intervino doña Filomena adelantándose para saludar a su pariente, que
quedó un poco descolocado al tratar de coger la mano de la anfitriona para
besarla, mientras ella se abalanzaba sobre él y le daba dos sonoros besos en
las mejillas.
— Entre familiares no vamos a andarnos con cumplidos, don Manuel
–dijo, viendo el azoramiento de su huésped–.
— Naturalmente –contestó dirigiéndose a ella–. Son ustedes muy amables.
— Ni hablar del tema –volvió a intervenir don Juan–. Pero pase, pase
–le dijo indicándole el camino hacia el salón–.
A continuación se preguntaron mutuamente por las familias y entraron
en animada charla. De pronto, don Manuel golpeó su frente exclamando:
— ¡Ahí va!
— ¿Qué le sucede? –preguntó el matrimonio al unísono–.
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— Que me he olvidado de mi ayudante. Está en la puerta sujetando las
mulas. ¡Bueno estará!
El anfitrión reaccionó de inmediato llamando a la criada y dándole instrucciones para que avisara a José, el hombre para todo que tenían en la
casa, para que se encargase de los animales e hiciese pasar de inmediato al
hombre que había en la puerta. «Es amigo de don Manuel», recalcó a la
criada para que supiera el trato que debía darle.
Miguel, que ya pensaba que se habían olvidado de él, se dedicaba en la
espera a observar el ir y venir de la gente mientras el atardecer caía sobre la
plaza, fijándose sobre todo en alguna de las mozas que cruzaban con paso
decidido a hacer algún recado. Soltó las riendas de mil amores a requerimiento
del mozo y subió los escalones siguiendo a la criada, mirándolo todo con gran
curiosidad. «No está nada mal la casa», pensaba cuando le salieron al encuentro huésped y anfitriones. Su compañero fue el primero en dirigirse a él:
— Perdóneme Miguel. Se me ha ido el santo al cielo.
— Eso me parecía... –contestó un poco mohíno–.
— La culpa ha sido nuestra –intervino sonriente doña Filomena–, que
lo hemos entretenido. Pero pase, pase usted.
Miguel besó la mano que la anfitriona le tendía solícita y saludó a su
marido mientras don Manuel hacía las presentaciones:
— Don Miguel Martínez de Castro es un afamado pintor granadino.
La sonrisa del matrimonio se amplió aún más al oír que era pintor.
— Me ayuda en mis locuras veraniegas –continuó el catedrático– por
pura afición y de paso cambia de aires. En Granada no para durante todo el
año...
— Sea usted bienvenido –se apresuró a decir don Juan– y, como le hemos dicho a don Manuel, considérese como en su casa.
— Muchas gracias –contestó un poco mosqueado por el comentario de
su mentor, que sabía perfectamente como le escaseaba el trabajo últimamente–. Son ustedes muy amables –añadió repartiendo las miradas, primero
al matrimonio y luego, un poco más hosca, al catedrático–.
— Estarán cansados, y deseosos de asearse un poco. ¡Gertrudis! –subió
la anfitriona la voz llamando a la criada, que apareció de inmediato–.
— Dígame doña Filomena.
— Acompañe a los señores a sus habitaciones. Y diga a José que suba de
inmediato sus cosas a las habitaciones –añadió autoritaria–.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. JUNIO DE 1862
— No se moleste... –intentó intervenir el pariente–.
— Ni hablar. Ustedes descansen un poco, que luego tenemos mucho de
qué hablar.
— Muchas gracias –contestaron al unísono mientras se dirigían a las
escaleras detrás de Gertrudis–.
Miguel se separó un poco de la criada y se dirigió a su compañero en voz
baja:
— Ha estado usted muy gracioso con lo de afamado pintor, y con lo de
mi trabajo...
— No se enfade hombre –contestó echándole una mano por el hombro–.
Es verdad que últimamente está usted flojillo –el pintor lo atravesó con la
mirada retirando el brazo de su hombro–. Hay que darse importancia –dijo
más serio–, a esta gente le impresionan muchos los artistas...
— Tengamos la fiesta en paz don Manuel –dijo mientras se dirigía hasta
la puerta de la habitación, que la criada le mostraba mirándolo–.
— Lávese un poco y cámbiese. Ya verá cómo cuando se quite el polvo
de encima ve las cosas de otra manera.
Antes de cerrar la puerta de la habitación tras de sí emitió un gruñido
como respuesta. Don Manuel sonrió, siguiendo a la criada hasta la siguiente
puerta. Antes de cerrarla, ya estaba allí José con todos los bultos de los dos
viajeros.
Una hora después, aseado y con ropa limpia, ya se encontraba don Manuel en animada charla con el matrimonio. Minutos después apareció, también reluciente, Miguel. Le invitaron a tomar asiento.
— Si no les importa preferiría dar un paseo para estirar las piernas.
— Como usted prefiera –contestó, educada, doña Filomena-. Poca cosa
va a encontrar a estas horas por el pueblo.
— Me conformo con que me dé un poco el aire. A ver si me olvido de la
dichosa mula.
Nada más salir el catedrático disculpó a su compañero:
— Se le ha hecho un poco larga la última jornada del viaje.
— Es comprensible –intervino don Juan–. Verdaderamente no es nada
cómodo llegar hasta aquí.
— Parece mentira en los tiempos que estamos –terció la anfitriona– que
haya tan malas comunicaciones con esta parte de la provincia.
— La verdad es que no es fácil el camino –apostilló el catedrático–.
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— Se habla de una carretera –explicó el anfitrión– tanto para levante,
hacia Lorca, como para poniente, en dirección a Baza.
— ¿Pero quién verá eso? –dijo melancólica la mujer–. Pero bueno,
sigamos con lo nuestro –dijo cambiando de tercio–, hábleme de su señora
esposa.
— Antes de continuar con eso, si no le importa doña Filomena –dijo,
incorporándose un poco en su sillón y cambiando la mirada hacia el marido–, me gustaría que avisara a ese hombre del que me habló en su carta.
— ¿Pero no se va usted a tomar ni un respiro?
— El tiempo apremia. Me gustaría aprovechar el tiempo; ya sabe que
tengo otros viajes a la vista antes de que empiece la canícula veraniega.
— Como usted quiera.
— Pero, ¿de quién hablan? –interrumpió la mujer, nerviosa–.
— De Felipe el Nano.
— ¿El cabrero?
— El mismo.
— ¿Y qué negocio tiene usted –dijo dirigiéndose a su pariente– con ese
sujeto?
— Su marido me dijo que podría servirme de guía para mis excursiones.
— Desde luego el campo se lo conoce bien. Toda la vida por ahí, con el
ganado –añadió un poco desdeñosa–.
Don Juan llamó a la criada y le encargó que mandara a José a buscar al
Nano. La conversación volvió entonces a las familias respectivas. Veinte
minutos después, apareció el criado acompañado de Felipe:
— Pásalo al despacho –dijo a José el anfitrión–. Será mejor que hablen
allí –añadió dirigiéndose entonces al catedrático–. ¿No te parece Filomena?
— Será lo mejor. Yo voy mientras a dar instrucciones para la cena.
Los dos hombres se levantaron ceremoniosamente mientras la anfitriona salía del salón. Don Juan acompañó entonces a su pariente camino del
despacho para hablar con el futuro guía.
La reunión no duró mucho. Felipe era un hombre tosco y de pocas palabras. Se mostró dispuesto a lo que le mandaran. Don Manuel, deseoso de
empezar cuanto antes su búsqueda arqueológica, lo citó para el día siguiente a las ocho de la mañana, cuando el sol ya brillara en el cielo. Ajustó con el
cabrero el jornal que le pagaría por cada día de excursión y lo despidieron
hasta el día siguiente. El Nano abandonó el despacho, con su gorra en la
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mano, deseando tímidamente las buenas noches y siguiendo después a José,
que había esperado pacientemente en la entrada el fin de la reunión.
Nada más volver a tomar asiento en el salón sonó el timbre de la puerta.
Instantes después apareció Miguel, que volvía de su paseo reconfortado y
de mejor humor; había recorrido el pueblo y visitado un par de tabernas,
ambiente que le encantaba porque decía que ahí se conocía de verdad a la
gente. Tras saludar, tomó asiento en el sofá.
— Ya he quedado con el guía para mañana –dijo enseguida el catedrático–.
— ¿Con el guía? –preguntó algo sorprendido–.
— Sí hombre, con el guía, para empezar la búsqueda...
— Me gustaría hablar de eso luego con usted –dijo mirando incómodo a
don Juan, que enseguida hizo intención de levantarse para dejarlos a solas–.
— Por favor –dijo don Manuel cogiendo el brazo del anfitrión antes de
que este acabara de levantarse–, no hace falta, no creo que lo que tengamos
que hablar sea tan... secreto –añadió tras dudar un instante sobre el calificativo–. Además, usted es de confianza.
El hombre volvió a su posición, en el sillón que ocupaba, encogiendo un
poco los hombros y expectante por lo que tuviera que decir Miguel, que le
parecía todo un personaje. Éste, un poco incómodo, tomó la palabra de
inmediato:
— Verá don Manuel –empezó tímidamente–, yo mañana no voy a ningún sitio a las ocho de la mañana. Estoy baldado del ajetreo de hoy –añadió
llevándose las manos a los riñones–.
— Comprendo que el viaje ha sido duro pero... –intentó hablar el catedrático a su amigo–.
— Usted mañana comienza su búsqueda –dijo Miguel muy resolutivo–
y, en cuanto haya encontrado algo y yo tenga que intervenir, me uno a la
fiesta. No creo que vaya a ser llegar y besar el santo...
— Está bien, ya sé lo poco que le gusta el campo, y menos las montañas
–dijo mirando a don Juan que asistía mudo a la conversación–. También sé
que cuando haga falta allí estará usted...
— No faltaría más –dijo Miguel, casi ofendido, por la duda sobre su
profesionalidad–.
— Así lo haremos. Mientras se recupera de los trotes, yo iniciaré las
andanzas con el Nano.
— ¿El Nano se llama el guía? –preguntó con un poco de guasa–.
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— Se llama Felipe –intervino, pacificador, don Juan– pero ya sabe usted
que en los pueblos funciona mucho lo de los motes. Es una buena solución
–añadió, entonces, dirigiéndose a sus huéspedes–. Usted empieza con sus
excursiones –dijo mirando a don Manuel–, y usted, mientras tanto, recupera
su maltrecho cuerpo –dijo mirando ahora a Miguel–.
— Pues no se hable más del asunto. Así se hará, y no mareemos más a
nuestros amables anfitriones con nuestras relaciones... profesionales –sentenció el catedrático, dando por zanjado el tema–.
Miguel respiró aliviado, agradeciendo en silencio, con una sonrisa, la
intervención del anfitrión; sabía que de haber estado solos la conversación
habría sido mucho más agria, pero ya había conseguido lo que quería y se
olvidó de ello por un rato.
El resto de la tarde transcurrió con normalidad, sobre todo desde la
incorporación de doña Filomena, una vez dadas las instrucciones pertinentes para agasajar a sus huéspedes como se merecían. Hablaron de cosas
locales y de algunas personas de las que don Manuel, que nunca antes había
estado allí, había oído hablar a su madre.
Tras una exquisita y ceremoniosa cena, en la que Miguel se comportó
adecuadamente, comiendo como si hiciera una semana que no probara bocado, y celebrando los platos que les servían, los dos huéspedes se retiraron
temprano a sus habitaciones. Uno, porque tenía que descansar antes de madrugar y ponerse de caminata el día siguiente, y, el otro, porque después de
la cena y algunos vasos de vino que la acompañaron necesitaba meterse
cuanto antes en la cama y aprovechar el sopor que lo invadía para relajarse
por fin en posición horizontal.
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AL DÍA SIGUIENTE
Su sorpresa aumentó cuando al recorrer todas las paredes,
bajó la vista y contempló que las rocas del suelo
también estaban pintadas.
las siete y media de la mañana don Manuel ya estaba desayunando
en el comedor, atendido por Gertrudis. Por supuesto la anfitriona no
había madrugado, pero se había ocupado de que la criada atendiera adecuadamente al invitado, que se sorprendió de que a esas horas aquella
mujer estuviera tan dispuesta y le hubiera preparado incluso comida para
todo el día, por si se alargaba la jornada. Lo había dispuesto todo en un
morral, de los que su amo utilizaba cuando iba de caza años atrás.
Antes de dar el último trago a su taza de café de malta con leche, ya
estaba Felipe llamando tímidamente a la puerta para no despertar al resto de
la familia. Se colgó el morral a la espalda pese a las reticencias del catedrático, que pretendía llevarlo él, y se dirigió a la calle dispuesto a esperar.
— Cuando usted disponga –dijo antes de salir–.
Don Manuel subió a su habitación, metió uno de sus cuadernos y un lapicero en uno de los bolsillos del pantalón, tipo militar, que usaba para esas
ocasiones, apretó fuertemente los cordones de sus botas y salió a la plaza.
A las ocho en punto la figura estilizada y elegante del catedrático, y la
menuda y algo encorvada del Nano abandonaban la plaza por el mismo sitio
por el que los dos visitantes habían entrado la tarde anterior.
Al llegar a campo abierto le indicó a su guía que parara y que tomara
asiento en una peña junto al camino. Antes de meterse en faena quería hablar con Felipe y saber un poco hacia dónde se dirigían; no tenía muy claro
si aquél hombre de tan pocas palabras sabía qué era lo que andaba buscan-
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AL DÍA SIGUIENTE
do, no quería pasarse el día dando vueltas al buen tuntún. Antes de comenzar a hablar, se fijó en las esparteñas que llevaba el cabrero, preguntándose
cómo era posible que con material tan áspero pudiera caminar horas y horas.
Enseguida llegó a una conclusión: si llevaba toda la vida en el monte, el
sabría lo que le convenía; seguramente sus pies encallecidos no necesitaran
de tantos mimos como los suyos. Miró a su guía, que contemplaba distraído
las bandadas de pájaros mañaneros que recorrían el cielo, y abordó sin preámbulos lo que le interesaba:
— Felipe, ¿tú sabes lo que busco? –dijo llamando su atención–.
— Sí, señor –contestó sin mirarlo a la cara–. Cuevas y cosas así.
— ¿Y conoces alguna? Habrás visto muchas en tus años de pastor.
— Hay muchas en la zona, pero no sé si será lo que busca...
— Me habló don Juan de una que se dice que tiene la roca pintada.
— Yo he oído hablar de ella, pero no he estado.
— ¿Pero sabes por dónde está?
— Creo que sí; en la falda del Mahimón –dijo señalando la alta montaña
que se elevaba a su izquierda, hacia el noroeste–, pero a ciencia cierta...
— No te preocupes, la buscaremos. ¡En marcha!
Don Manuel estaba eufórico. Cada vez que iniciaba una de sus excursiones le pasaba lo mismo: su entusiasmo y su optimismo, a pesar de haber
sufrido varios chascos, le hacían caminar con alegría; la frescura de la mañana y un cielo azul intenso sin una sola nube lo animaban aún más. El cabrero
inició la marcha ayudado por su cayado, del que nunca se separaba, y acompasando los movimientos de su cabeza a los de sus pasos.
El terreno se empinaba enseguida, pero el guía no cedía en su caminar
con pasos monótonos y firmes, sin volver la cabeza. Atravesaron varios
campos de maíz, cuidando de no destrozar demasiado a su paso, y después
tomaron una rambla siempre hacia el norte. La pendiente allí era menor,
pero la arena suelta hacía más penoso el caminar. El capitalino no tuvo más
remedio que tocar con la vara con la que se ayudaba al Nano en la espalda y
hacerle señas de que aflojara un poco el ritmo. Aunque estaba acostumbrado a largos y difíciles paseos, a ese ritmo no llegaría ni al medio día. El
cabrero, sumiso, aflojó su ritmo sin poder evitar una mirada de superioridad
hacia el acompañante; estaba en su terreno y eso le gustaba.
Al rato abandonaron la rambla e iniciaron la subida de una fuerte pendiente,
dirigiéndose claramente hacia la montaña, que se hacía más grande según se iban
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AL DÍA SIGUIENTE
acercando. A media subida el Nano se paró de pronto, y señaló con su garrota
hacia la curva que hacía la vereda. Al principio don Manuel no sabía qué le indicaba, puesto que unos matorrales le impedían ver bien el sitio. No lo entendió hasta
alcanzar a Felipe, que lo miraba con una casi sonrisa, la primera que le veía, que
dejaba a la vista los dos únicos dientes de que disponía. Se quedó asombrado: una
enorme fuente manaba en plena ladera con un chorro de agua como él nunca
había visto. Mientras tomaba resuello, oyó a su acompañante:
— Es la fuente de los Molinos.
— ¿...? –aún no daba el habla–.
— Con esta agua se riegan todas las huertas. Las del Rubio –dijo, señalando hacia el sur– y las del Blanco –ahora señalaba hacia el noreste–.
— Nunca había visto nada igual.
— ¿Verdad usted? –dijo el cabrero orgulloso–.
— ¡Qué cantidad de agua! ¡Qué hermosura!
— También alimenta esos molinos que ve usted ahí abajo.
— ¡Una maravilla! –dijo sin poder quitar los ojos del torrente impetuoso
que manaba ante él–.
— Si le parece, vamos a subir a esos abrigos y ahí almorzamos.
— Que ya va siendo hora –contestó asintiendo–.
Antes de terminar de hablar el Nano ya había iniciado la nueva ascensión camino del sitio indicado. Al catedrático se le animó el cuerpo al ver los
abrigos que se abrían por encima de sus cabezas; ya empezaba a ver cosas
que le gustaban y donde podría empezar a ver algo interesante. Realizó la
subida con energía, aunque cuando llegó arriba su guía ya estaba sentado
sobre una roca y había empezado a sacar su almuerzo. Sonrió y se sentó
junto a él, tomando el morral que le acercaba aquel personaje, dispuesto a
tomar fuerzas con la comida y con un buen descanso que pensaba realizar.
Estuvieron allí parados un buen rato. Mientras don Manuel degustaba parte del contenido del morral con gran apetito, el Nano comía a bocados un largo
chorizo que alternaba con mordiscos al trozo de pan oscuro. El catedrático se
olvidó por un momento de su acompañante y se centró en observar todo lo
que lo rodeaba. Abajo, a la derecha, el pueblo y, abriéndose hacia levante, un
hermoso valle en el que se perdía la vista hasta llegar a las lejanas montañas
murcianas. Por debajo de ellos discurría alegre el agua del manantial, formando a todo lo largo una hermosa ribera, frondosa y verde donde las copas de
los álamos vibraban al son de la brisa matinal. A la izquierda, nuevos montes
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AL DÍA SIGUIENTE
rocosos y, justo a sus espaldas, se alzaba el Mahimón. Sin poder llegar, desde
allí, a ver sus cumbres, estaban ya en los inicios de la alta montaña. De vez en
cuando señalaba algún lugar preguntándole a Felipe qué era lo que se veía.
Antes de partir, ante la atenta mirada del guía que lo observaba apoyado
en su cayado esperando la orden de reiniciar la marcha, el catedrático estuvo un buen rato inspeccionando los abrigos inmediatos a la zona de su almuerzo. De vez en cuando se agachaba y cogía alguna piedra, que observaba durante un buen rato. El Nano, viendo que la espera iba para largo, optó
por volver a sentarse, sin perder de vista aquel extraño señor que miraba las
piedras y las rocas como si esperara encontrar algún tesoro. Una hora le
costó al arqueólogo convencerse de que allí no había nada que mereciera la
pena para sus estudios y dar la orden de marcha.
Anduvieron un buen trecho a media ladera hasta encontrar una vereda, un
poco más abajo de por donde ellos iban, pero que tomaron seguros de que haría
algo más cómodo su caminar. Un poco después, llegaron a un bosque de pinos
que atravesaron sin detenerse. Siguieron en dirección norte, sin que el catedrático tuviera muy claro que el guía supiera muy bien a donde iba. Estuvo seguro
de ello cuando, al llegar a un pequeño alto del terreno, Felipe se paró y se puso a
mirar en todas direcciones. Habían salido de la falda de la montaña y no habían
visto nada. Don Manuel se quitó el sombrero y se puso a rascarse la cabeza
pensativo; después limpió con un pañuelo el sudor que ya le corría hacia su
barba y volvió a colocárselo, dirigiendo su mirada al despistado experto que no
sabía muy bien para dónde tirar. Acostumbrado a buscar y buscar, no se impacientó; miró a su izquierda y dijo convencido pero sin suspicacia:
— Felipe, ¿qué te parece si subimos a ese alto?
— Ahí no hay nada don Manuel. Es el Mahimón Chico, y en todas esas
cuevas que usted ve he estado yo cien veces a resguardo, y como yo muchos
pastores.
— Pero a lo mejor desde ahí podemos observar bien la zona y orientarnos –dijo conciliador–.
— Como usted ordene –contestó el guía encogiéndose de hombros–.
Les llevó casi media hora alcanzar una buena altura en el cerro. La subida había hecho que los chorros de sudor inundaran la cara y el cuello de don
Manuel, que al detenerse observó con curiosidad a su acompañante, imperturbable y con su arrugada cara seca como una piedra, como si hubiera hecho
aquello miles de veces. Ambos se acercaron a la sombra de una peña; el sol ya
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AL DÍA SIGUIENTE
empezaba a picar de firme y se sentaron mirando hacia su derecha, donde se
abría un espeso bosque de pinos, en la parte trasera de la montaña que habían
dejado atrás. Después posaron su mirada cada vez más a la izquierda, siguiendo la falda escarpada bajo la que habían caminado. Se distinguía perfectamente la vereda que habían surcado y el pequeño bosque que habían atravesado.
Los dos encogían los ojos para acomodarlos a la fuerte luz que las rocas blanquecinas desprendían al verse bañadas por el sol.
De pronto, el Nano levantó su garrota y señaló por encima del bosquecillo:
— Yo creo que debe estar por esa zona.
— ¿Encima de los pinos que hemos pasado? –preguntó el catedrático
cucando un poco más sus ojos–.
— Yo diría que sí –dijo el cabrero con poca convicción–.
— Parece que se ve una zona oscura. Desde luego podría ser una cueva.
— Podría ser...
— Pues echemos otro trago de agua y vayamos a ver.
— Como usted mande.
Antes de que el arqueólogo hubiera guardado su cantimplora, ya estaba
su guía deshaciendo el camino. Subieron y bajaron un par de lomas y se
encontraron de nuevo cerca de los pinos, pero desde allí no se veía nada.
Esta vez, en lugar de atravesar el bosque paralelos a la montaña, decidieron
hacerlo subiendo por la ladera. El manto de la aljuma de los pinos le hizo
varias veces perder pie al catedrático, pese a sus estupendas botas de montaña. El cabrero, sin embargo, con sus esparteñas, no resbaló ni una vez, y
sacó varios metros de distancia antes de abandonar los pinos.
Al salir a campo abierto el capitalino, el Nano, situado en medio de una
explanada que acababa en las rocas, ya señalaba con el cayado hacia arriba.
Desde donde estaba no podía ver nada que le hiciera creer que se hallaban
cerca, pero al acercarse al guía sí le pareció distinguir una abertura en la
roca, a no mucha distancia, pero bastante más alta que donde estaban. Por
un momento creyó oír voces por toda la explanada, incluso le pareció ver
alguna silueta en lo alto. Volvió a secarse el sudor, creyendo que el sol estaba haciendo estragos en su cabeza, y se dirigió a Felipe, que no se había
movido del sitio y seguía señalando con la garrota hacia arriba:
— Felipe, ¿no tienes una sensación extraña?
— ¿...? –Felipe bajó el cayado con lentitud mientras miraba a su acompañante con cara de no entender–.
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AL DÍA SIGUIENTE
— Este es un sitio mágico –continuó don Manuel su reflexión–. Seguro
que estamos cerca.
El cabrero no contestó; se limitó a encogerse de hombros mientras pensaba
que el sol estaba haciendo mella en la cabeza de aquel señorito. Sin decir palabra
llegó al final de la explanada y, antes de comenzar la subida, se volvió hacia su
acompañante que, absorto, giraba una y otra vez sobre sí mismo pensativo,
como si estuviera escuchando algo. El Nano movió la cabeza varias veces hacia
los lados, subió varias veces las cejas hacia arriba e inició el ascenso.
El ruido de las piedras sueltas que se deslizaban por la ladera sacó a don
Manuel del ensimismamiento, y se dispuso a iniciar la subida. Tuvo que
esperar un poco porque cada pisada de las esparteñas hacía correr hacia
abajo un sinfín de piedras, afiladas como cuchillos, que amenazaban con
herirlo. Se movió hacia la izquierda, para no estar en el recorrido de aquella
amenaza, y dio sus primeros pasos sobre aquella inestable ladera. Tardó un
rato en llegar a unas rocas donde lo esperaba el cabrero; había subido despacio y con mucho cuidado para no herirse las piernas.
— Esto está mal –oyó decir al guía mientras se apoyaba en una de las
rocas estables que interrumpían el camino–.
— No debe de quedar mucho –contestó casi sin aliento–.
De nuevo los hombros de Felipe hablaron por él, como diciendo cualquiera sabe...
Bordearon unas rocas de varios metros de altura, agarrándose donde
podían, y volvieron a encontrarse con la misma situación que acababan de
atravesar. De nuevo abrió la marcha el cabrero e instantes después, separado hacia la izquierda, el sudoroso catedrático lo siguió. El trozo que
atravesaron era más corto que el anterior y no tardaron mucho en estar
arriba, en un trozo de terreno casi horizontal. Cuando don Manuel levantó
la vista con la respiración casi normalizada, se encontró de nuevo el cayado del Nano señalándole hacia dónde tenía que mirar. A su derecha, a
menos de veinte metros se abría entre las rocas una gran cueva. ¿Sería
aquella la que buscaba? La sangre comenzó a golpearle las sienes mientras
se dirigía presuroso hacia ella dejando atrás a su guía, que volvía a mover
la cabeza hacia los lados.
El catedrático se paró en seco al llegar a donde empezaba el abrigo, porque quería saborear el momento y porque observó que a la derecha se abría un
cortado peligroso. Trató de serenarse antes de iniciar su exploración.
40
AL DÍA SIGUIENTE
Don Manuel se olvidó del cabrero y entró en una pequeña explanada,
muy desigual y totalmente rocosa. A la derecha estaba el precipicio y a la
izquierda se abría la cueva. La abertura medía al menos quince metros de
larga y estaba coronada, a unos seis metros de altura, por roca viva. Los
primeros pasos sobre la pulida roca le hicieron sospechar que no iba a encontrar muchos restos prehistóricos. Cuidando de no resbalar, fue subiendo
hasta encontrarse en el centro de la abertura; levantó entonces la vista y se
quedó petrificado: las rocas del fondo del abrigo, a apenas dos o tres metros
de profundidad, estaban llenas de pinturas. Su sorpresa aumentó cuando,
tras recorrer todas las paredes, bajó la vista y contempló que las rocas del
suelo también estaban pintadas. Volvió su cabeza hacia la izquierda y su
mirada se encontró con la del Nano, que apoyado en su cayado con las dos
manos miraba hacia arriba desde el inicio de la pequeña rampa.
— ¡Esto es una maravilla, Felipe!
Exclamó ante la mirada incrédula del cabrero. Después giró sobre sí mismo y disfrutó durante unos instantes de la hermosa naturaleza que se abría
ante él. Las vistas eran impresionantes desde aquél lugar privilegiado. Volvió de nuevo la vista hacia las rocas pintadas, deteniéndose varios minutos
en cada uno de los paños. Nunca había visto nada igual y estaba absorto. Le
costó oír al guía que ya se había colocado cerca de él:
— ¿Entonces es esto lo que buscaba?
— No exactamente; esperaba encontrar algunos restos. Algún hacha de
piedra o alguna punta de flecha, ¡qué sé yo...!, pero me alegro de haber venido.
El cabrero se acomodó como pudo en el fastidioso suelo aprovechando la
pequeña sombra de una roca, y el catedrático se dispuso a inspeccionar de
cerca cada una de las pinturas. Pasaba su mano sobre la roca, sin apenas tocarla, saboreando aquel momento. El tiempo no contaba para él. De vez en cuando
subía su cabeza para contemplar las figuras situadas en lo alto, a las que no
llegaba con sus manos y puesto de pie. No supo ni el tiempo que estuvo en
esas lides, pero de pronto se sintió cansado: la postura incómoda –era difícil
poner los dos pies en el mismo plano– había hecho que la espalda y el cuello
empezaran a dolerle. Se acercó a Felipe, que miraba más hacia el valle que a
las rocas, y se acomodó junto a él. Dejó su sombrero, con los bordes empapados de sudor, sobre una roca junto a él y sacó de nuevo su pañuelo, que iba
tomando un color oscuro, para secarse cuidadosamente el sudor. Acabado
su curioso aseo, sacó su reloj del bolsillo y abrió la tapa para mirar la hora:
41
AL DÍA SIGUIENTE
— ¡Caramba! Si son más de las dos. Con razón noto las quejas de mi
estómago.
— Vamos –contestó el pragmático cabrero, resultándole curiosa aquella
forma de hablar–, que tiene usted hambre.
— Pues sí Felipe, no lo podías haber descrito mejor.
— ¿...? –el cabrero seguía anonadado por aquella retórica y sólo pensaba
en cuándo podría echar mano a su morral–.
— Vamos, pues, a satisfacer nuestro inquieto apetito.
— Entonces, ¿vamos a comer ya? –dijo simplificando la cuestión mientras echaba ya mano al morral–.
— Sí. Lo suyo sería hacerlo a la sombra de los pinos –Felipe detuvo su
mano que ya tenía dentro del macuto–, pero cualquiera baja hasta allí y
luego vuelve a subir.
— Como usted mande –replicó sacando rápidamente la mano con una
pequeña olla antes de que se arrepintiese–.
— Esto es un poco incómodo, pero así aprovechamos el tiempo –dijo el
catedrático recogiendo el morral con la comida que le tendía su guía–.
Comieron en silencio, cada uno de lo suyo. De vez en cuando don Manuel echaba un trago de la bota que la previsora parienta le había echado y
luego se la pasaba a Felipe. Los tragos del primero duraban apenas unos
segundos, los del cabrero se alargaban hasta el medio minuto ante la mirada
del patrón, que asistía divertido a la escena, admirado de la cantidad de vino
que metía en su cuerpo el cabrero en cada trago. Al final compartieron, ante
la insistencia del catedrático, unos mostachones que doña Filomena había
enviado como postre. El guía los deglutía de un solo bocado, a pesar de la
escasez de sus dientes, no dejando ni uno. Al acabar pusieron sus morrales
bajo la cabeza y, recostados, cerraron los ojos, uno soñando con lo que tenía
delante y el otro con un cigarro recién liado en la boca sin pensar en nada.
Media hora después, harto de moverse para evitar que las piedras se le
clavaran por todo el cuerpo, don Manuel se incorporó, sacó su cuaderno y
su lapicero y se puso a tomar notas de todo cuanto había vivido ese día y,
sobre todo, de lo que tenía delante. De vez en cuando levantaba la vista
para contemplar las figuras y tratar de entenderlas, pero aquellos signos le
parecían indescifrables. Pronto se acostumbró a los ronquidos de su acompañante, al que no parecía importarle la dureza del asiento. El cigarro apagado, aún en la boca, se estremecía con cada espasmo que daba el feliz
cabrero. Don Manuel sonreía mirándolo y volvía a su cuaderno.
42
AL DÍA SIGUIENTE
Cuando acabó sus notas, se levantó y volvió a recorrer cada uno de los
paños pintados. Al rato, un imponente silencio lo sobrecogió; extrañado,
volvió la cabeza y enseguida entendió lo que pasaba: los ronquidos habían
cesado y el cabrero restregaba sus ojos, estirando luego los brazos tersos
hacia el cielo para desentumecerse.
— Buen sueño ha echado amigo –le dijo sonriente–.
— Bsch –fue la contestación que obtuvo–.
— Será mejor que nos vayamos, no se nos vaya a hacer de noche.
— La vuelta es más fácil –sentenció Felipe mientras encendía la colilla
que llevaba horas en sus labios–.
— No creas. Tenemos que bajar la terrible ladera de piedras...
Sin contestar, el cabrero comenzó a colgarse los morrales y luego se
situó a la entrada del abrigo a esperar al catedrático, que echaba una última
mirada a su descubrimiento:
— ¿Cómo dices que llaman a esta cueva por aquí? –preguntó al acercarse al guía–.
— La cueva de los Letreros, me parece...
— Acertado nombre, sí señor.
El cabrero volvió a encogerse de hombros dirigiéndose a buen paso hasta la primera ladera que tenían que pasar. El catedrático lo siguió sin parar
de mover la cabeza en todas direcciones, empapándose de todo. Antes de
iniciar la bajada, señaló hacia abajo y preguntó:
— ¿Y ese camino que se ve a lo lejos?
— Es el del Blanco.
— Mañana podríamos venir por él, y luego entrar por dode lo hemos
hecho esta mañana.
— Se da un poco de vuelta, pero si usted quiere.
— Será algo más cómodo. Y Miguel me lo agradecerá –añadió para sí–.
Bajaron como pudieron la fuerte ladera, arrastrando el culo en más de
una ocasión el catedrático, y atravesaron los pinos esta vez en dirección sur.
Después el camino, casi el mismo que el de la mañana, fue más fácil: la
cuesta abajo ayudaba mucho a ello.
Llegaron al pueblo casi a las siete de la tarde. Antes de despedirse, ya en
la plaza, don Manuel le dijo que volviera al día siguiente a la misma hora.
Felipe entregó el morral a la criada y se despidió:
— Queden ustedes con Dios.
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AL DÍA SIGUIENTE
— Hasta mañana Felipe –contestó el catedrático, observando como la
pequeña figura encorvada alcanzaba uno de los callejones que daba a la
plaza en pocos segundos–.
Todos recibieron al excursionista como si llegara de una batalla. La amplia
sonrisa ya les hacía adivinar, antes de que contara nada, que el día había sido
provechoso. Les resumió lo que había descubierto, y prometió que en cuanto
se aseara un poco y se pusiera ropa decente les daría todos los detalles.
Miguel no pudo esperar tanto tiempo. Subió a la habitación del catedrático, llamó con impaciencia, pasó cuando oyó adelante y se acercó hacia
don Manuel, que todavía estaba componiéndose.
— Pero hombre de Dios, no puede esperar un poco –dijo señalándose su
aspecto–.
— No –contestó lacónico–.
— ¿Le han tratado bien?
— Como a un marqués, pero cuénteme lo que ha visto y cuál es el plan
de mañana. Ya le relataré yo cómo me ha ido el día, después.
Don Manuel le relató con pelos y señales, mientras seguía componiéndose, todo lo que había visto, sobre todo las extrañas imágenes que había en
las paredes y en el suelo, explicándole su teoría, que había rumiado durante
el viaje de vuelta, de que aquellos jeroglíficos podían ser una nueva forma
de escritura hasta entonces nunca vista. Le ahorró la descripción de la última subida para que no se desanimara, e incluso le propuso ir al día siguiente
por el camino de Vélez-Blanco, en lugar de campo a través.
— Podemos incluso ir en las mulas hasta bastante cerca.
— Déjese de mulas –dijo tocándose el trasero todavía dolorido–, ya
habrá tiempo para ese martirio cuando nos vayamos.
Don Manuel rió a carcajadas mientras daba el último toque a su corbatín, y le indicó a su amigo que lo mejor era bajar a contarle a sus anfitriones
la jornada y a agradecerles su hospitalidad. Cuando ya iniciaban la bajada
por las escaleras, lo cogió del brazo y le dijo en un susurro:
— Ya sabe, mañana a las ocho esté preparado, con todos sus bártulos, y
ni se le ocurra protestar ahí abajo. No le caliente la cabeza a esta buena
gente, que bastante tienen con aguantarnos.
Miguel se soltó el brazo e inició la bajada muy estirado, sin volver la
vista hacia su mentor que sonreía todavía, parado en lo alto de la escalera.
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5
LA HISTORIA DE DON MANUEL
¡Extraño espectáculo el de un autor atacado por un libro inédito!
las ocho en punto de la mañana siguiente ya estaban todos preparados y debidamente pertrechados para pasar el día en el campo. Abría
la marcha la figura encorvada del Nano y, tras él, los dos expedicionarios, don Manuel respirando profundamente el aire fresco de la mañana y
Miguel con cara de pocos amigos debido al madrugón y a lo poco que le
gustaba pisar bojas y cardos, aunque esperanzado porque su mentor le había
asegurado que la mayor parte del recorrido sería por caminos.
Salieron del pueblo en silencio y tomaron el camino de la vecina localidad de Vélez-Blanco. La anchura del camino, algo mayor que la de un carro,
les permitía a los dos forasteros caminar juntos. El catedrático disfrutaba de
cada paso que daba hacia su descubrimiento y sonreía de vez en cuando a su
compañero, que se limitaba a subir la cabeza mirando hacia donde tenían
que subir con cara seria.
Después de la primera y larga subida, el camino se abría a la derecha,
separándose del destino final, pero suavizando la pendiente durante casi un
kilómetro. En ese trayecto, el sombrío Miguel se animó un poco e intercambió algunas frases con su compañero, que le indicaba solícito las características de la espléndida naturaleza que divisaban. Poco después empezaron
de nuevo las curvas y el camino se puso cada vez más empinado. Volvió el
silencio a los viajeros que fijaban ahora su vista en el cabrero, que los precedía sin variar su paso ni un instante.
Después de más de una hora de marcha, cerca ya del punto donde debían abandonar el camino, decidieron hacer un alto. Don Manuel gritó a
Felipe, que les había sacado un buen trecho, para que se detuviera, indicán-
A
45
LA HISTORIA DE DON MANUEL
dole con su vara un montecillo de pinos situado a la derecha. Los dos perseguidores llegaron a su altura casi sin resuello y con las primeras gotas de
sudor en la cara, aunque el sol no había empezado todavía su peor castigo.
A la sombra de los primeros pinos echaron un refrescante trago de agua y
consiguieron reducir su respiración a ritmo normal. Desde allí –el Pinar del
Rey les había dicho Felipe que se llamaba– podían divisar, hacia poniente,
las rocas a las que se dirigían. Debatieron durante el descanso si aquél era
un buen punto para que el pintor plasmara la gruta y sus alrededores como
don Manuel quería. A Miguel le pareció que estaba un poco lejos y dijo que
prefería esperar a terminar el recorrido, por si encontraba un lugar más apropiado. De acuerdo, por una vez sin mucha discusión, echaron un nuevo
trago de sus cantimploras y le indicaron al cabrero que reanudara la marcha.
Anduvieron aún un trecho por el camino hasta que éste volvía a girar a
la derecha, hacia el ya cercano pueblo de Vélez-Blanco. Ellos tomaron una
vereda a la izquierda que, pocos metros después, los llevaba a un barranco
pedregoso que tuvieron que atravesar hasta volver a encontrar la vereda.
En fila india subieron los primeros tramos en dirección sur; el camino que
habían abandonado quedaba ahora a su izquierda, al otro lado del barranco
y cada vez un poco más lejos. Miguel se iba rezagando un poco, pensando
cuánto le quedaría de aquel suplicio. Para su fortuna, enseguida empezaron
a caminar casi en horizontal. Hasta que llegaron al bosque de pinos situado
bajo la gruta caminaron en silencio, sin perder la fila. Una vez allí, antes de
atravesar los pinos, el pintor pidió un nuevo descanso y no pudo reprimirse
preguntando:
— ¿Queda mucho?
— Ya estamos cerca –contestó don Manuel–. Atravesando este pequeño bosque llegaremos a una explanada y ya sólo queda la última subida.
No se atrevió a adelantarle lo que le esperaba aún para no desanimarlo. Le
indicó a Felipe que continuara; el cabrero movió la cabeza afirmativamente y
hundió su cayado en las primeras aljumas que se extendían entre los pinos.
Miguel resbaló sobre ellas varias veces, soltando algunos improperios, antes
de conseguir llegar a la explanada prometida. Cuando llegó a ella, don Manuel
y Felipe ya se habían sentado sobre unas rocas dispuestos a almorzar.
— Vamos a coger fuerzas antes de la subida final, son más de las diez.
— Me parece muy bien –contestó el pintor resoplando–. Me parece que
no vamos a llegar nunca.
46
LA HISTORIA DE DON MANUEL
— Es allí arriba –dijo el catedrático señalándole el terraplén que tenían
enfrente–.
— ¿Hay que subir allí? Dios me ampare –dijo con resignación–.
— Relájese y disfrute de su almuerzo, y de las espléndidas vistas que
tenemos –dijo extendiendo la mano hacia el valle–.
— Espléndidas vistas... –rezó para sí Miguel mientras los otros dos sonreían mirándose–.
A los pocos minutos ya estaban los tres almorzando en animada charla,
dando la espalda a la cueva y disfrutando de las vistas hacia el valle, aunque
el sol, que les daba de frente, les limitaba un poco la contemplación.
Media hora después el cabrero se había colgado su zurrón e iniciaba la
subida. Miguel, reconfortado con el descanso y el alimento, hizo ademán de
seguirle, pero se vio sujetado por el brazo antes de dar el primer paso. Cuando iba a volverse, extrañado por la detención de don Manuel, las primeras
piedras llegaban hasta sus pies amenazando con herirlo.
— Es mejor que nos vayamos un poco hacia la izquierda. El terreno está
muy suelto y no conviene ir por la misma línea que el Nano.
— Ya veo, ya –dijo separándose temeroso de la zona donde las piedras
continuaban llegando a toda velocidad–.
Los dos a la misma altura, pero separados unos metros, atacaron el tramo final. El catedrático no quiso adelantarse para acompañar al pintor, aunque tuviera que aguantar durante toda la subida los improperios que salían
por su boca. Al llegar por fin arriba, entre bocanada y bocanada de aire,
Miguel le reprochó:
— Esto no me lo había dicho usted...
— Tampoco es para tanto. Si le llego a decir lo que aún le quedaba, a lo
mejor se hubiera dado la vuelta...
— No lo dude –contestó mientras Felipe enseñaba sus dos dientes con
la primera sonrisa del día–.
Recorrieron los pocos metros que los separaban de la cueva y se adentraron en ella. Miguel, que no era fácil de impresionar, miraba boquiabierto
a las paredes y al suelo que pisaba, también pintado. Aunque no entendía
nada, no pudo evitar exclamar:
— ¡Nunca había visto nada igual!
— Ve usted como merecía la pena venir –respondió el catedrático,
orgulloso–.
47
LA HISTORIA DE DON MANUEL
Enseguida se pusieron a trabajar. Lo primero era levantar un alzado de
toda la gruta, señalando las zonas pintadas y numerándolas, según un bosquejo que el día antes había hecho don Manuel. El pintor se acomodó como
pudo y puso un papel en blanco sobre un cartón que previsoramente había
llevado. Mientras él empezaba a deslizar su lápiz, el catedrático, ayudado
por el cabrero, empezó a tomar medidas, que le iba dando según las necesitaba. Una vez marcado el contorno, marcó una a una las siete zonas de las
inscripciones según el boceto inicial, procurando ser fidedigno en cada trazo. Aquello no era pintar, era más bien un croquis, pero ponía todo su empeño porque le parecía importante situar bien sus próximas zonas a copiar.
Debido a lo incómodo de la oquedad y a la poca pericia del cabrero en
sujetar la cinta exactamente donde le decían, el trabajo inicial les llevó casi
dos horas. Don Manuel quedó satisfecho cuando se acercó para ver cómo
había quedado plasmada la respectiva situación de las inscripciones.
— Ahora le toca lucirse. Dígame si necesita algo.
— ¿Por dónde empiezo?
— Como están numeradas las zonas, por donde quiera.
— Manos a la obra entonces.
Miguel puso un nuevo papel blanco sobre el cartón y comenzó a dibujar
las inscripciones más fáciles y en las que aparecían algunas figuras conocidas, dejando para más adelante aquellas en las que no entendía nada y que
le supondrían mucho esfuerzo dibujar.
De vez en cuando le hacía algún comentario al catedrático, señalándole
una cabra, o la figura de un arquero junto a otras que parecían sus presas,
pero don Manuel le respondía con monosílabos; estaba obsesionado con
aquella nueva escritura y no paraba de tomar notas haciendo poco caso a los
comentarios del pintor, que, poco a poco, viendo el escaso éxito que tenía,
dejó de hacerlos, limitándose a dibujar en silencio, sin importarle el fuerte
sol que le calentaba la espalda.
Cuando decidieron parar para comer, Miguel ya tenía terminadas tres de
las zonas. Don Manuel aprobó con elogios su trabajo y se dirigió a él mientras guardaba cuidadosamente sus dibujos:
— Si quiere bajamos a los pinos para comer a la sombra...
— Me conformo con la sombra de esas rocas –dijo señalando la zona de
entrada de la cueva y fulminándolo con la mirada–.
— Me parece bien, así aprovecharemos más el tiempo.
48
LA HISTORIA DE DON MANUEL
Por la tarde, mientras el catedrático y el cabrero sesteaban, cada uno a su
manera, el pintor consiguió acabar otras dos zonas llenas de figuras. Cuando
otra de las zonas la tenía a medias, empezaron a hablar de volver al pueblo.
Miguel quería seguir para terminar su trabajo y no tener que volver otra vez
por aquellas empinadas cuestas. Al terminar el que tenía empezado aceptó
que no podía acabar y que debían volver. Le quedaba lo más difícil, una
zona de tres metros y medio de altura de figuras indescifrables. Guardó todos sus bártulos de mala gana, pensando que al día siguiente tendría que
volver, y se puso a disposición del cabrero para iniciar el descenso.
Llegaron al pueblo avanzada la tarde. Tardaron una hora en lavarse y
componerse hasta que bajaron a departir con sus anfitriones. Sentados en el
patio, al fresco, relataron su experiencia del día, bebiendo varios vasos de la
deliciosa y fresca limonada que doña Filomena les había preparado. Miguel
enseñó los dibujos que había hecho y que no entusiasmaron a los señores de
la casa. Aunque no dijeron nada, por prudencia, les pareció que las figuras
que tenían delante no representaban nada, y aceptaron las explicaciones de
su pariente sobre la posibilidad de que aquello fuera un nuevo lenguaje que
alguien tendría que estudiar concienzudamente. La señora, mucho más amiga de las cosas mundanas, interpeló a su pariente para que les explicara
cómo había llegado a esa afición por las cosas antiguas, palabra que dijo con
precaución para no herir la susceptibilidad de don Manuel que, por otra
parte, ya estaba acostumbrado a esos y peores comentarios. Ante la insistencia de los presentes, excepto la de Miguel que asistía con los ojos semicerrados a la escena, el catedrático aceptó contar sus cuitas en el mundo de
la arqueología:
— Siendo aún joven, ya me alentaba el excelentísimo marqués de Gerona en mis ensayos literarios. Después, cuando mi poca fortuna me había
arrinconado en una cátedra de Humanidades en Ávila, tierra austera y fría
donde las haya, me trasladó dicho marqués, siendo entonces ministro de la
Corona, a la cátedra de Historia y Geografía de Jaén, lo que me dejó franco
el camino para mi afición y más decididos estudios. Siempre he creído que
un profesor debe hacer algo más que asistir con puntualidad a la cátedra, así
como que también tiene la obligación indeclinable de procurar el adelantamiento de la ciencia que enseña, y contribuir en lo que pueda al mayor lustre
de la patria. Eso es lo que me ha llevado a mis investigaciones y mi ahínco
en el estudio de las antigüedades andaluzas.
49
LA HISTORIA DE DON MANUEL
— Loable labor –interrumpió don Juan–.
— No es para tanto, ya digo que es una labor que creo intrínseca con la
cátedra. El caso es que habiendo tenido correspondencia con muchas personas hidalgas, que me han honrado y favorecido con sus epístolas, me he
empeñado vivamente en investigaciones, de las cuales no tengo motivo de
arrepentirme.
Miguel, que ya se sabía el discurso, empezaba a dormitar. Los señores de
la casa, sin embargo, atendían interesados a las explicaciones de su pariente,
que continuó:
— Hace un par de años, en 1860, acudí a un concurso provocado por la
Real Academia de la Historia, con una Memoria y con un libro que la Academia atendió con largos y honrosísimos premios.
— Que sin duda se merece –terció doña Filomena–.
— Sea así, o no, el caso es que la Academia acordó que dicho libro se
publicara a sus expensas. Era más de lo que yo esperaba, por supuesto. Sin
embargo, por esas fechas visitaba nuestras provincias, estudiando sus antigüedades, el célebre profesor de la universidad de Berlín, don Emilio Hübner. Acudí a varios puntos deseoso de conocerlo, pero sin encontrarlo. Mi
libro, aún sin publicar llegó, no obstante, a sus manos, y aunque lo apreció
en su generalidad, halló en él lunares y reparos, inseparables de toda obra
humana, que yo acepté agradecido, reconociendo la enmienda que en muchos parajes hizo de su propio puño. Mientras esperaba turno para ver de
molde mi libro, una persona en quien me complazco en reconocer mérito y
doctrina, y cuyo nombre no revelaré, me pidió el manuscrito, y yo se lo
facilité con gusto y sin recelo. Enterado así dicho señor de los reparos del
doctor Hübner, ni corto ni perezoso publicó un largo trabajo combatiendo
el mío y vulgarizando las inscripciones y descubrimientos hechos por mí a
costa de tanta laboriosidad.
— ¡Qué canallada! -dijo don Juan subiendo un poco la voz, por lo que
Miguel dio un respingo en medio de su sueño–.
— Y que lo diga. Opiniones que yo no tenía, o que había abandonado,
fueron a deshora rudamente combatidas. Para más inri, hizo suyas mis lecciones y aciertos, y me maltrató en lo dudoso u opinable seguro de que, no
conociendo el público mi libro, podía decir y hacer lo que quisiera sabiendo
que no le faltarían aplausos de aquellos hombres a quienes el bien ajeno les
duele y el ajeno desprestigio les satisface y deleita. ¡Extraño espectáculo el
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LA HISTORIA DE DON MANUEL
de un autor atacado por un libro inédito! –don Manuel iba subiendo el tono–.
¡Como si sus opiniones fueran inmutables antes de darlas a la estampa!
–volvió a subir el tono– ¡Como si no pudiera cambiarlas o modificarlas o
ilustrarlas en las últimas pruebas! ¡Y hasta en la prensa misma!
El tono de las últimas quejas de don Manuel sacó a Miguel de su sopor.
El matrimonio, metido en el tema, se interesó por el futuro del libro:
— ¿Y qué hizo usted ante esa bajeza?
El interpelado tomó un sorbo de agua, respiró profundamente y continuó:
— Coincidió con este singular suceso la noticia de que la Academia
había convocado a grabadores e impresores para que hicieran el presupuesto del coste de la impresión de mi libro. Decidí entonces escribir a mis respetables amigos, que los tengo, los señores Fernández-Guerra y Amador de
los Ríos, rogándoles con el mayor encarecimiento que influyeran para que
suspendieran la edición
— ¿Cómo hizo usted eso? –preguntó doña Filomena–.
— Destripado mi trabajo, éste había perdido completamente su mayor
importancia. Me formé entonces un nuevo propósito, empeñándome en la
difícil empresa de hacer nuevos descubrimientos, y en tal manera que las
inscripciones del trabajo nuevo fueran en tanto número, que superasen fabulosamente las del antiguo.
— Formidable labor, sin duda –aseveró don Juan–.
— Sin embargo –continuó el catedrático mirando al anfitrión–, ni mi egoísmo ni mi codicia literaria fueron tales que me propusiera reservar para mí la
mayor parte del nuevo tesoro arqueológico, y no la franquease al doctor Hübner, colector de inscripciones latinas, cuyo trabajo ocupa hoy las prensas de
Berlín, para lustre y esclarecimiento de la Historia y Geografía españolas.
— ¡Es usted admirable! –le confió doña Filomena, impresionada por la
modestia de su pariente–.
— ¡Lejos de mí la vanidad y la soberbia –añadió orgulloso–, la avaricia y
la ingratitud, pestes execrables del mezquino corazón humano!
— No esperaba menos de usted –dijo don Juan ante la somnolienta mirada de Miguel, que no había podido volver a coger el sueño–.
— Así que no pudiendo ya publicar mi libro –siguió la explicación–,
debía justificarlo con otro, en el cual se confundiera el primitivo, y se explicaran las honras con que repetidamente me había favorecido la Real Academia de la Historia.
51
LA HISTORIA DE DON MANUEL
— ¡Naturalmente que tenía que hacerlo! –dijo don Juan apoyando la
decisión–.
— Desde entonces, queridos anfitriones, me he consagrado enteramente a mi propósito, sin reparar en los gastos ni en los sacrificios que me impone, superiores con mucho a mis fuerzas.
— Es una labor titánica –dijo doña Filomena sin saber muy bien lo que
decía–.
— Sí que lo es, querida señora, pero arrojado a mi empresa ya no podía
volver atrás en la pendiente a que me había lanzado, resintiéndose mi fortuna gravemente, siéndome forzoso desprenderme de mis libros, de mi monetario, de cuanto podía enajenar, incluyendo la única finca que heredé de mi
cariñoso y buen padre.
— ¡Válgame Dios! –se le escapó a la anfitriona–.
— Así que, consumidos ya mis recursos, mi locura no puede arrastrarme
con la velocidad de antes, y debo recurrir a la benevolencia de señores como
ustedes para continuar mis investigaciones, mientras espero tiempos más
prósperos y bonancibles para terminar el empeño de honor, tan adelantado
ya que, a poder publicarse el fruto de mis investigaciones, habría de reconocerse que he prestado algún no despreciable servicio a mi patria.
Acabada la disertación, don Manuel volvió a servirse de la jarra un vaso
de agua que necesitaba imperiosamente tras mostrar tan claramente sus cartas. La pareja no tardó en contestar. En cuanto su huésped hubo terminado
con el agua, don Juan tomó la palabra:
— Por nuestra parte no tenga ningún pesar, lo hacemos con gusto, no solo
por la ciencia, sino por el parentesco que nos une. Sería para nosotros un gran
honor que su estancia aquí le sirviera para enriquecer sus conocimientos.
— Por supuesto que sí –apostilló su mujer–.
— Son ustedes muy amables.
— Nada de amabilidad –volvió don Juan–, pura justicia. Lo recibimos
encantado por lo que nos une, pero además, ahora, conocida su historia,
estamos dispuestos a colaborar, en lo que podamos, a su hercúlea empresa.
— Muchísimas gracias –contestó el huésped agradecido–.
— Me uno al agradecimiento con mucho gusto –intervino el ya despierto Miguel–.
— Pero... Dígame –terció doña Filomena, más práctica que su marido–.
¿Usted cree que algo de lo que ha descubierto aquí le será útil para su libro?
52
LA HISTORIA DE DON MANUEL
— Sin duda. Lo que he visto es algo nuevo. No les cansaré con detalles
prolijos y técnicos, pero puede ser que nos encontremos ante el descubrimiento de una nueva forma de escritura prehistórica.
— ¡Jesús! –dijo doña Filomena llevándose las manos a la boca–.
— Sí. Esos jeroglíficos de la Cueva de los Letreros darán mucho que
hablar. Yo no soy especialista en la materia, pero cuando los dé a conocer
otros vendrán que sabrán interpretarlos. Tienen algo de mágico...
— Cuanto me alegro de la utilidad de su estancia –dijo don Juan–, aparte, por supuesto, de su agradable compañía, y la de su amigo...
Ambos sonrieron incorporándose levemente en sus asientos, en señal de
agradecimiento por el trato que les daban.
Continuaron en animada charla hasta la hora de la cena. Miguel les explicó la dificultad del trabajo que estaba haciendo –copiar algo que no entendía–, y Don Manuel les dijo que tratarían de acabar cuanto antes sus
trabajos. El matrimonio casi se incomoda por esas palabras, insistiendo en
que estuvieran todo el tiempo que fuera necesario, que no les causaba ningún problema que se quedaran, antes al contrario estaban encantados, concluyeron al unísono.
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6
NUEVOS DESCUBRIMIENTOS
Miguel se negó en redondo a colaborar en la búsqueda de
los mejores cráneos para que él los dibujara.
l día siguiente los tres expedicionarios colvieron a la cueva por el
mismo camino. Al llegar al pinar del Rey volvieron a hacer un alto
en el camino. Miguel estaba convencido de que era el mejor punto
desde el que podía dibujar la gruta. Se colocó bajo uno de los primeros
pinos y preparó sus bártulos con parsimonia. En cuanto desaparecieron don
Manuel y su guía, dispuestos a merodear por la zona mientras él dibujaba,
comenzó su trabajo.
Estaba tan concentrado dando los últimos toques a su obra que ni los
oyó llegar dos horas después.
— ¿Ha terminado ya? Se nos ha hecho un poco tarde –dijo el catedrático acercándose hasta el puesto de trabajo del pintor–.
— Ya está listo. Mire –dijo volviendo el papel hacia su mentor con cara
de satisfacción–.
— ¡Es soberbio! Ha reflejado usted perfectamente la zona.
— De eso se trataba ¿no? –respondió incorporándose–.
Sin acercarse, el Nano miraba por encima del hombro de don Manuel el
dibujo, sorprendido de la realidad con que aquel hombre había captado el
ambiente de la cueva y los agrestes picos rocosos del Mahimón sobre ella.
Miguel, sonriendo, guardó cuidadosamente el dibujo y se colgó su mochila
dispuesto para continuar el recorrido. Durante el resto del camino, el pintor
iba de mucho mejor humor que el día anterior; la parada y el dibujo habían
reconfortado su ánimo, que sólo empezó a enflaquecer cuando abandonaron los pinos y se encontraron de nuevo en la explanada, dispuestos para el
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NUEVOS DESCUBRIMIENTOS
ascenso final. Esta vez no hubo que decirle que no se pusiera debajo del
cabrero para evitar las piedras. Sin muchas protestas, inició la subida decidido a acabar cuanto antes su labor, pensando que no tendría que volver de
nuevo al riesgo de desollarse las piernas en aquél infierno.
Hasta la hora de comer no terminó de copiar el gran mural que le quedaba para completar las siete partes previstas. Al dar el último retoque, giró el
papel hacia el catedrático, que sonrió satisfecho por el resultado del trabajo
de su amigo.
— Como premio a su buena mañana, vamos a bajar a comer junto a los
pinos.
La mirada recelosa del pintor le hizo añadir de inmediato:
— No tema, no tenemos que volver a subir: doy por terminado el trabajo.
— ¡Alabado sea Dios! –contestó Miguel expirando profundamente–.
El rato de la comida fue divertido. La relajación del pintor le hacía estar
de buen humor e interrogar a Felipe sobre las curiosidades de la zona, que el
cabrero relataba a su manera, entre trago y trago de la bota que le ofrecían
generosamente. Mientras sesteaban satisfechos, don Manuel le comunicó a
su amigo sus intenciones con cautela:
— He pensado que podíamos volver por ahí –dijo señalando a su derecha en dirección al pueblo–.
— No invente don Manuel.
— No sea tan receloso, Miguel. En realidad el camino es mucho más
corto, y de poca dificultad; una vez pasada la primera bajada que ya hemos
hecho –dijo mirando hacia la ladera pedregosa–, el camino es mucho más
corto –añadió– y no quiero que se pierda las maravillas de la ribera. Merece
la pena, ¿verdad Felipe?
El cabrero asintió con su cigarro apagado en los labios sin abrir los ojos.
— Es inútil discutir con usted. Vayamos por donde quiera.
— ¡Pues en marcha!
El guía dio un respingo ante la orden de don Manuel y se dispuso para
abrir la expedición. Bajaron por la pinada y luego giraron a la derecha en
dirección al pueblo. Pasaron por el nacimiento de agua, que Miguel quiso
plasmar en sus papeles, animado porque la dificultad del camino no era
mucha, pero tuvo que desistir ante la impaciencia de don Manuel, que había
visto un cerrillo un poco más abajo y se proponía visitarlo.
— ¿Qué es eso Felipe? –dijo señalando hacia abajo, un poco a su derecha–.
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NUEVOS DESCUBRIMIENTOS
— El Cerro Judío –contestó, añadiendo con desgana–, pero ahí no va a
ver más que huesos...
— ¿Huesos?
— Sí, hay unos cuantos.
— ¿Pero cómo no lo has dicho antes hombre?
— Yo no sabía que quería ver calaveras. Creía que sólo buscaba cuevas.
— ¿Calaveras?
El catedrático continuó la bajada presuroso, sin esperar a sus compañeros, que se miraron encogiéndose de hombros. Apenas diez minutos después, llegaron a una explanada situada entre el cerro y las elevaciones que
subían hacia el Mahimón. El catedrático se quedó petrificado.
— ¡Son tumbas!
— Sí –contestó el cabrero, quedándose con ganas de añadir ¿y qué?–.
— ¡Tumbas excavadas en la roca! –insistió–.
Don Manuel, sin atender a los demás, iba de una a otra recorriendo la
explanada y dejando volar libremente su imaginación. Tan cerca de la cueva
le hacían suponer que debían tener alguna relación con ella y elucubraba
interiormente sin parar. Miguel y Felipe habían tomado asiento mientras
tanto, y asistían divertidos al espectáculo del catedrático que no sabía dónde pararse. El pintor reía abiertamente, y el cabrero, sin parar de girar la
cabeza hacia los lados, se liaba un cigarrillo pensando si aquel señor no
estaría como una chota. Al rato se acercó a ellos, reclamándoles para que le
ayudaran; quería tomar mediciones de aquellas sepulturas abiertas en la roca.
De mala gana Miguel atendió las peticiones del exaltado catedrático, que
poco a poco iba descartando en su interior la relación de aquel cementerio
con la cueva. Los cadáveres estaban de costado, vuelto el rostro hacia el sur
y rectos los brazos, lo que le hacía suponer un origen más bien romano que
prehistórico, pero eso, en su opinión, no restaba importancia al descubrimiento. El cabrero, sin parar de mover la cabeza y arquear las cejas, ayudaba
a Miguel, mientras el catedrático iba tomando notas: cinco pies de largo por
una tercia de ancho...
Después se acercaron al cerro hasta llegar a su cumbre, descubriendo en el
camino una cueva de entrada angosta, una cueva de verdad que no se atrevieron a visitar. El cabrero les aseguraba que había entrado en ella muchas veces
a guarecerse y que allí no había nada de nada. El catedrático dio por buenas
esas explicaciones, sin descartar volver a visitarla tranquilamente.
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NUEVOS DESCUBRIMIENTOS
Al bajar de nuevo a la explanada, Miguel se atrevió a aconsejar:
— Sería mejor que volviéramos, el sol no está ya muy alto.
Por una vez, vio sorprendido como su amigo le daba la razón:
— Será lo mejor, mañana volveremos a estudiar esto tranquilamente
— ¿Volveremos?
— No nos vamos a ir sin hacer un estudio detallado de la necrópolis, ¿no?
— Por mi parte no pienso volver; ya sabe lo poco que me gustan los
cadáveres, aunque sean prehistóricos. A mí no me necesita para eso.
— ¿Cómo que no? ¿Y quién va a dibujar las calaveras?
— ¡¿Qué?!
— Hay que dejar esto registrado para que otros lo puedan estudiar y
llegar a alguna conclusión.
— ¡No pienso dibujar cráneos! ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Don Manuel, viendo que no era el momento de insistir, zanjó la cuestión
y ordenó al Nano que enfilara para Vélez-Rubio. El pintor no disfrutó nada del
ruido del agua corriendo veloz junto a él durante la bajada, ni de la hermosa
humedad de la rambla por la que transitaron hasta volver a salir al camino de
Vélez-Blanco, ya cerca de su destino. No podía quitarse de la cabeza la idea
de su mentor, e iba de mal humor porque sabía que en el fondo tendría que
acabar aceptando su indicación, al fin y al cabo había ido allí a eso, a plasmar
en sus papeles los descubrimientos del catedrático, y tenía muy claro que no
se iba a jugar sus cuartos por una calavera más o menos.
De esa guisa, uno eufórico por lo que le había deparado el día, otro de
mal humor por lo que sabía que le esperaba, y el tercero indiferente a todo y
deseando volver para tener un día más de trabajo, llegaron a la plaza del
pueblo ya entre dos luces. Antes de entrar en la casa, don Manuel ordenó a
su guía que estuviera al día siguiente a la misma hora para volver a salir. El
Nano asintió con su gorra entre las manos y se fue camino del callejón sin
parar de mover la cabeza para los lados.
Doña Filomena ponía cara de asco cuando su pariente le relataba el
casual descubrimiento del cementerio; no era asunto que le agradara el de
los muertos, por muy muertos que estuvieran. Don Juan tampoco le dio
muchas alas para que se explayara en sus descripciones. Miguel asistía taciturno a la velada, tratando de vez en cuando de cambiar la conversación,
que veía que no agradaba a los anfitriones. Un buen rato tardó don Manuel
en salir de su entusiasmo y darse cuenta de ello, pidiendo a continuación
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NUEVOS DESCUBRIMIENTOS
disculpas por la crudeza de su relato a una sonriente doña Filomena que aún
no había cambiado su cara de asco.
Antes de irse a dormir, el catedrático insistió al pintor en la necesidad de
que lo acompañara de nuevo al Cerro Judío. De mala gana aceptó éste, asegurándole que por la mañana estaría dispuesto de nuevo para la excursión.
Unos golpecitos de agradecimiento en la espalda sirvieron para zanjar la
cuestión antes de que cada uno se metiera en su habitación, uno para soñar
con los posibles habitantes que allí yacían y el otro para tener horribles
pesadillas con tétricas calaveras que lo miraban fijamente.
Volvieron al cerro por el camino corto. Hasta el día parecía haberse confabulado contra Miguel: el radiante sol de los anteriores días no aparecía por
ningún lado y unos negros nubarrones se movían tras el Mahimón en dirección oeste, pero cada vez más cerca. El pintor apenas almorzó pensando en
el desagradable trabajo que le esperaba. Si por él hubiera sido, habría subido
unos cientos de metros más y se habría dedicado a dibujar la catarata de
agua que surgía impetuosa de la ladera.
Se negó en redondo a colaborar en la búsqueda de los mejores cráneos
para que él los dibujara. No pudo hacer lo mismo el pobre Nano, que tuvo
que ayudar al catedrático en esa tarea, reconfortado pensando en los buenos
cuartos que aquello le supondría. Una vez elegidas cuatro de las calaveras,
las colocaron sobre una roca y avisaron a Miguel, que se había desentendido
de la operación dedicándose a contemplar el paisaje y a echar alguna que
otra furtiva mirada a los nubarrones; sólo faltaba que les cayera un chaparrón y los empapara... La voz de don Manuel interrumpió sus pensamientos:
— Esas cuatro son los que quiero que dibuje, de frente y de perfil.
— ¿Cuatro? ¿No le basta con una?, si son todas iguales –añadió para sí–.
La mirada seria de su amigo le sirvió de contestación, y se situó junto a
las calaveras dispuesto a acabar cuanto antes. Al terminar, don Manuel alabó sus buenos dibujos, lo que aprovechó el pintor para pedirle, casi suplicarle, que buscaran un sitio más adecuado para comer. El catedrático dio
por terminado el estudio del Cerro Judío y aceptó bajar hasta la rambla. Se
aposentaron bajo unos altos álamos, cuyas hojas vibraban con el vientecillo
que soplaba cada vez con más fuerza, y se dispusieron a comer con cierta
celeridad ya que los nubarrones estaban cada vez más cerca.
Las primeras gotas de agua les cayeron en el último tramo de cuesta
antes de entrar en la plaza. Minutos después, ya a cubierto, un aparatoso
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NUEVOS DESCUBRIMIENTOS
relámpago iluminó toda la plaza seguido de un terrible trueno, comenzando,
como si hubiese sido la señal, un fuerte aguacero. Durante más de media hora
estuvieron contemplando desde el mirador la cortina de agua que hacía apenas visible la iglesia al otro lado de la plaza. Cuando el agua empezó a aflojar
en su impetuosa caída, ambos se dirigieron al piso de arriba a asearse y cambiar sus ropas de campo por las de ciudadanos normales. El que más tardó en
bajar a unirse a la tertulia, que ya se había hecho costumbre con los señores de
la casa, fue Miguel, que antes de vestirse se tumbó en la cama contemplando
como poco a poco el agua desaparecía y el día se abría volviendo la luz de la
media tarde, mientras oía las canaleras gotear monótonamente.
Don Manuel no se resistió a hacer una última salida. A pesar de lo inestable del tiempo quería recorrer con Felipe otras zonas de la comarca; estaba convencido de que aquella cueva no podía ser la única del lugar. Miguel
aprovechó el día para descansar. Se levantó después de las once y dedicó el
resto de la mañana a acabar su dibujo de la iglesia, que solo interrumpió
ante la insistencia de doña Filomena para que visitara el mercado que todos
los sábados se celebraba en el pueblo. Lo recorrió con curiosidad, asistiendo
a los tratos que las diversas transacciones producían, y volvió dispuesto a
saborear la espléndida comida de Gertrudis, sentado en una silla de verdad
y no encima de una roca rodeado de cardos.
No tuvo suerte el catedrático y no hizo ningún nuevo descubrimiento,
pero pasó un día estupendo con la silenciosa compañía de Felipe y sin las
continuas quejas de Miguel. Por la tarde, antes de reunirse con sus parientes, comunicó a su amigo que daba por concluidos sus trabajos en VélezRubio y que dedicarían el día siguiente, domingo, al descanso, antes de emprender el lunes, de buena mañana, su vuelta hacia Granada.
Don Juan y doña Filomena insistieron en que se quedaran más días, pero
la decisión estaba tomada; otras empresas le esperaban y se iba realmente
satisfecho por sus descubrimientos.
Pasaron el domingo como dos velezanos más. Asistieron a la misa mayor, a las doce de la mañana, y después pasearon con sus anfitriones que,
muy orgullosos, les presentaron a todas las personas principales del pueblo,
a los que el catedrático explicaba someramente sus investigaciones, sin dar
muchos detalles, escarmentado como estaba por el chasco que se había
llevado con su primer libro.
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NUEVOS DESCUBRIMIENTOS
Aunque no solían hacerlo, don Juan y doña Filomena madrugaron para
despedir a su pariente y al afamado pintor granadino, al que casi le da un
soponcio cuando vio aparecer a José con las mulas dispuestas para la marcha. Más de media hora echaron en alabanzas y agradecimientos unos y
otros antes de que las posaderas de Miguel volvieran al lomo de su mula,
que lo recibió con las orejas tiesas augurándole el mal día que iba a pasar
sobre ella.
Antes de abandonar la plaza ambos se volvieron para decir adiós. Doña
Filomena lo hacía moviendo su pequeño pañuelo de encaje y don Juan tocándose el sombrero; detrás, Gertrudis sonreía moviendo en alto su mano y
José se quitaba respetuosamente su gorra.
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1868. EL LIBRO DE DON MANUEL
El fruto de ese y de otros innumerables viajes, tragando
polvo y andando muchas leguas, es el libro
que acompaña a esta carta.
ertrudis, la criada, entró a toda prisa en la salita donde doña Filomena se encontraba realizando, como cada día, sus labores de primor con la aguja. A pesar de su avanzada edad, le quedaba la suficiente vista para dedicar un rato a sus bordados, más por entretenimiento
que por otra cosa.
Un poco azorada, comunicó a su señora la presencia de un propio que
traía algo para don Juan. La inquietud de la criada era lógica: no era muy
habitual recibir paquetes, ni siquiera cartas; en un lugar tan apartado del
mundo, los difíciles accesos hacían esporádicas esas llegadas. La señora, sin
dejar su labor, reprendió a la criada por su excitación y le dijo que comunicara al mensajero que ella saldría a atenderlo. Gertrudis, un poco sorprendida por la tranquilidad de doña Filomena, salió de mala gana a dar el recado.
Pocos minutos después clavó la aguja en la tela y apartó el bordado,
dejándolo sobre la mesita, se compuso un poco el moño y salió al recibidor
con las manos entrelazadas descansándolas sobre su barriga.
— Usted dirá –dijo dirigiéndose al joven que la esperaba junto a la puerta de la entrada–.
— Buenas tardes –contestó respetuoso–. Traigo un paquete para don
Juan Gómez.
— Soy su mujer. Don Juan no se encuentra aquí en estos momentos; ha salido
a hacer unas gestiones –en realidad estaba echando la siesta, momento sagrado en
el que sabía que sólo debía importunarlo por causa de fuerza mayor–.
G
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1868. EL LIBRO DE DON MANUEL
— Si usted se hace cargo del paquete me haría un gran favor. Aún tengo
mucho camino que recorrer y, si me demoro, se me hará de noche –dijo
adelantando el paquete–.
— Naturalmente –contestó, indicándole a Gertrudis que se hiciera cargo del mismo–.
— Muchas gracias –dijo agradecido el portador–. Ahora sólo faltaría
que usted me firmara el recibí, si le parece bien; es un trámite que debo
cumplimentar.
Doña Filomena se acercó hasta el velador y con el lapicero que le extendía el mensajero estampó despacio su firma. Después dio las gracias al joven y sacó de su pequeño monedero unas perras que le agradeció sonriente
el mensajero antes de abandonar la casa. Dio instrucciones a la criada para
que dejara el paquete en el despacho de don Juan y volvió a la salita a
continuar su trabajo. Gertrudis cumplió el encargo de su señora refunfuñando por la tranquilidad de ella, que no parecía tener ninguna curiosidad por el
contenido, mientras ella ardía en deseos de que lo abrieran.
Una hora después apareció don Juan, resplandeciente tras su siesta; saludó a su mujer, quien dando por concluida su labor del día, como hacía
siempre que su marido bajaba de su descanso, le comunicó que en su despacho tenía un paquete que habían traído para él. Algo sorprendido hizo la
consiguiente pregunta retórica: «¿un paquete?»; que fue contestada con la
misma obviedad: «sí, un paquete». Don Juan subió un poco sus pobladas
cejas y salió camino del despacho. Allí observó el envoltorio de papel marrón con mimo antes de abrirlo y le dio la vuelta para ver el remitente.
— Es de tu pariente de Tabernas –dijo volviéndose hacia su mujer, que
lo había seguido hasta la estancia–.
— ¿Don Manuel de Góngora? –preguntó ella como si no tuviera otro
pariente–.
— El mismo.
Gertrudis, mientras tanto, esperaba en la puerta de la cocina, alargando el
cuello todo lo que podía para enterarse del contenido, agitada por la tranquilidad con que los señores se tomaban la apertura del paquete. Al menos ya
sabía de quién era, de aquel señor tan serio que los había visitado años atrás
con un simpático amigo. Aún se acordaba de cómo Miguel se restregaba las
nalgas tras bajarse de la mula que lo había martirizado hasta allí. Por fin oyó
cómo se rompía el papel y estiró aún más su cuello que ya no daba más de sí.
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1868. EL LIBRO DE DON MANUEL
— Es una carta, y un libro –oyó decir a don Juan–.
— Veamos qué dice mi pariente.
Ambos se sentaron en el estrado de terciopelo. Don Juan se colocó sus
gafas y dio comienzo a la lectura, en voz alta, de la misiva, ante la atenta
mirada de su esposa. Gertrudis, que no se lo iba a perder, avanzó de puntillas hasta la puerta del despacho cuidando de no ser vista por ellos.
Mis queridos parientes don Juan y doña Filomena:
Espero que al recibo de ésta se encuentren bien de salud, yo estoy bien, y muy
contento como adivinarán por el libro que acompaña a ésta carta.
Hace ya seis años que tuvieron la amabilidad de acogerme en su morada y distinguirme con toda clase de atenciones y cariño. Como les relaté entonces, me hallaba sumido un poco en la desesperanza por la colosal tarea que había emprendido para contrarrestar la villanía de alguien a quién yo consideraba amigo. Todo en la vida pasa y, tras
mi estancia en Vélez-Rubio, continué la labor que me había comprometido a hacer,
abusando de amigos y parientes, como ustedes, para ello, dados mis escasos caudales.
Agradezco una vez más su bondad hacia mi persona y la de mi amigo Miguel, que me
pide que les mande sus mejores deseos, ya que recuerda a menudo lo bien que fuimos
tratados en esa villa.
El fruto de ese y de otros innumerables viajes, tragando polvo y andando muchas
leguas, es el libro que acompaña a esta carta y que espero que hayan recibido en perfectas
condiciones. Como verán, en los preliminares se recoge sucintamente todo lo que ustedes
ya saben sobre los motivos de mis esfuerzos, así como el reconocimiento tanto de mi
mentor, el Marqués de Gerona, quien siempre me ha animado en esta labor, como de la
propia Real Academia de la Historia, de la que, aunque me esté mal el decirlo soy
correspondiente, y que en su informe tuvo a bien solicitar del Gobierno la publicación de
mi modesta obra.
Estoy seguro de que se alegrarán de la culminación de mis trabajos y espero que
tengan la paciencia de leer mi escrito, si bien les adelanto que por su contenido general,
bastante técnico, les pueda resultar un poco pesado, pero estoy seguro que arden en
deseos de ver si en su contenido se reflejan los maravillosos descubrimientos de los jeroglíficos de la Cueva de los Letreros que, según mi teoría, que nadie ha refutado hasta
hoy, son muestra de un nuevo lenguaje prehistórico; ya verán que he encontrado en otros
sitios signos similares, aunque no de la belleza y la magnitud de esos, así como de la
necrópolis, posiblemente romana, del Cerro Judío. Les adelanto que ambos descubrimientos están reflejados, ilustrados por los excelentes dibujos de Miguel.
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1868. EL LIBRO DE DON MANUEL
Doy por concluidos, pues, mis trabajos de tantos y tantos años, y espero que ahora,
con la tranquilidad del deber cumplido, pueda encontrar el momento de repetir la visita
a Vélez-Rubio para testimoniarles mi afecto y agradecimiento. En realidad aún queda
mucha labor que hacer, como es proteger muchas de esas antigüedades que en el libro se
recogen y que se encuentran desprotegidas y al albur de cualquier ratero ignorante que las
pueda destrozar, pero esa es una labor que ya no me toca a mí por mis menguadas
fuerzas.
Reciban un afectuoso abrazo de su pariente.
Manuel de Góngora y Martínez
Al terminar la lectura, don Juan dobló cuidadosamente la carta y sonrió
a su esposa cariñosamente. Gertrudis volvió sobre sus pasos sigilosamente
sin haberse enterado de la mitad de lo que oyó, pero satisfecha por saber el
contenido general de la misiva. Después el señor de la casa se acercó hasta
la mesa a recoger el libro para hojearlo, con el secreto deseo de ver reflejados los jeroglíficos y las calaveras que ya conocían por los dibujos de Miguel. Antes de pasar cada dibujo lo enseñaba a doña Filomena que seguía
sin entender la importancia de aquellos garabatos, pero que agradecía que
su pariente hubiera tenido el detalle de enviarles un ejemplar, y sin querer
volver a ver aquellas calaveras que tanto asco le daban, salió del despacho
dispuesta a otros quehaceres mientras su marido seguía curioseando el libro,
hasta encontrar las referencias que en él había de su pueblo, quedando un
poco decepcionado por las pocas líneas que había al respecto, y un poco
celoso con la Cueva de los Murciélagos, situada cerca de Albuñol, provincia
de Granada, que llenaba páginas y páginas.
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VÉLEZ-BLANCO. MAYO DE 1911
No he de decirle la importancia que para nuestra provincia
puede tener que en los estudios y publicaciones,
tanto del Sr. Cabré como del abate Breuil,
se incluyan nuestras cuevas.
on Federico ya tenía en sus manos el sombrero y el bastón, dispuesto a asalir a la calle. Antes de abrir la puerta, su mujer, doña Caridad, salió del cuarto de estar y se dirigió a él, en una escena repetida mil veces:
— ¿Adónde vas?
— A tomar café –contestó mientras se ajustaba el sombrero–.
— ¿A estas horas? –insistió ella–.
— A las horas que se toma café –dijo con un latiguillo que repetía a
diario–.
— ¿No irás otra vez al campo?
— ¿A las once de la mañana?
— Como si a ti te importara la hora...
Don Federico no contestó, aunque sabía que la conversación aún no
había terminado. Cambió su bastón de mano y agarró el picaporte de la
puerta dispuesto a salir.
— ¿Y la farmacia? –ella hizo un nuevo intento–.
— Está Antonio. Él sabe lo que tiene que hacer y dónde me tiene que
buscar si me necesita.
— ¡Santo Dios! Siempre igual. Este hombre...
Doña Caridad se volvió internándose en la casa, mientras su marido
alcanzaba por fin la calle, inundada de sol primaveral. Respiró hondo varias
D
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VÉLEZ-BLANCO. MAYO DE 1911
veces y se santiguó antes de dar el primer paso en la acera. Nada más hacerlo, se paró ante él el cartero saludándolo muy sonriente. Don Federico contestó al saludo tocándose el sombrero con la mano derecha, dispuesto a
iniciar su paseo. El cartero metió la mano en la bolsa de cuero que llevaba
colgada al hombro y sacó un sobre que le tendió solícito.
— Tiene usted carta.
— ¡Vaya! Por fin una novedad en este pueblo...
Cogió el sobre y sin mirarlo lo guardó en el bolsillo interior de su levita,
a la vez que le daba las gracias y volvía a tocarse el sombrero como señal de
despedida. «¿Llegaré alguna vez a tomarme ese maldito café?», pensó para
sí mismo.
Don Federico de Motos era un hombre delgado, con la tez curtida por el
sol y el aire de la sierra, y con una barba negra y poblada cortada al uso de la
época, que le daba un aspecto serio y formal. Era farmacéutico de profesión, pero su verdadera vocación era otra. Se pasaba la vida en el campo, lo
que enfadaba a su mujer, que cada vez que lo veía dispuesto a una nueva
excursión le repetía la cantinela: «¿Otra vez a por piedras?». Él no contestaba, pero asentía con la cabeza.
Pasaba poco tiempo en la botica, el justo para que el negocio no fracasara. Tenía un mancebo, Antonio, que era quien realmente estaba al frente; le
había enseñado a hacer lo que más se demandaba y él apenas si cogía el
almirez para hacer las mezclas, a pesar de que doña Caridad se lo reprochaba todos los días, sin faltar uno.
Tomó su café con tranquilidad, charlando con los parroquianos de siempre, que iban más a la conversación y a contarse mutuamente las novedades
que a otra cosa.
Una hora después ya estaba sentado en su despacho, situado junto a la
rebotica, en el ala de la casa que estaba dedicada al negocio. Sacó del bolsillo
la carta y le dio la vuelta con parsimonia para ver el remitente. Sonrió al ver el
nombre de su amigo Luis Siret antes de coger el abrecartas y rasgar cuidadosamente el sobre. Al fondo oía la voz de su mujer dando instrucciones en la
cocina con autoridad; movió la cabeza a ambos lados deseando que le diera
media hora de tranquilidad para recrearse con las noticias de su amigo.
Luis Siret había nacido en Bélgica, aunque había acabado instalándose
hade décadas, junto con su hermano, en Cuevas de Almanzora, en la provincia de Almería, a algo más de ochenta kilómetros de Vélez-Blanco, loca68
VÉLEZ-BLANCO. MAYO DE 1911
lidad donde residía el boticario. Era ingeniero de Minas de profesión, pero
compartía la afición de don Federico, y dedicaba la mayor parte de su tiempo a inspeccionar las cuevas de la zona de Vera buscando vestigios prehistóricos. Ambos se intercambiaban sus descubrimientos con extensas y detalladas cartas.
Antes de comenzar la lectura de la misiva, se levantó y cerró la puerta
del despacho; las voces de su mujer y de las criadas lo distraían, y quería
asegurarse de que doña Caridad lo dejase en paz durante media hora, para
disfrutar de la escritura de su amigo. Sacó varias cuartillas del sobre y las
estiró con cuidado dispuesto a la lectura. Después de las formalidades de
rigor, Luis Siret entró en materia:
Tengo grandes noticias para usted. He sabido, por carta recibida de Juan Cabré,
joven colaborador, como sabe, del afamado abate Breuil, que ambos van a visitar
nuestra tierra dentro de pocas semanas. Me cuenta que han emprendido la tarea de
documentar la existencia de un arte rupestre al aire libre, y desde Levante vendrán a
Almería. Yo me he ofrecido para mostrarles las pinturas y objetos que he descubierto en
la zona de las cuevas de Vera. Don Juan está encantado con la idea y me comunica que
el abate ha tenido noticias del libro de don Manuel de Góngora, donde se recoge la
existencia de interesantes pinturas de su zona. Tengo la intención, si a usted le parece
bien, de que una vez terminada la inspección de los alrededores de Vera, nos acerquemos hasta Vélez-Blanco para que también conozcan esa interesante zona. Espero contar para ello con su colaboración, y poder mostrarles la famosa Cueva de los Letreros,
y algunas otras de las que usted me ha hablado en sus amables epístolas.
No he de decirle la importancia que para nuestra provincia puede tener que en los
estudios y publicaciones, tanto del señor Cabré como del abate Breuil, se incluyan nuestras cuevas. Estos señores son auténticos profesionales, mucho más entendidos que usted
y que yo, perdóneme la franqueza, y podrían aportar alguna luz sobre las enigmáticas
pinturas, y desde luego les darán una repercusión internacional que nosotros, pese a
nuestros esfuerzos, no lograríamos ni en mil años.
Es muy posible que venga también el señor Obermaier, quien, como sabe, ha colaborado con el abate en los estudios y en los debates sobre la interesantísima Cueva de
Altamira.
Como puede suponer estoy preparando la visita con minuciosidad para no defraudar a tan preclaros sabios, y espero que a usted le parezca tan importante esta visita y
me eche una mano con sus vastos conocimientos de los alrededores de Vélez-Blanco.
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VÉLEZ-BLANCO. MAYO DE 1911
Aunque no hay fecha fija, espero que lleguen aquí antes de terminar el mes de mayo.
Escríbame su opinión al respecto cuanto antes y dígame si puedo contar con usted como
ilustrado guía.
El boticario estaba estupefacto. Leyó deprisa las formalidades de la despedida y volvió al inicio de la carta para recrearse en ella. Al terminar la
nueva lectura, apoyó su cabeza en el sillón y cerró los ojos dando gracias a
Dios por lo que se le venía encima. Para un aficionado como él, que había
pasado tantas horas al sol y al frío por esos cerros que conocía al dedillo, era
una bendición poder conocer a los más afamados arqueólogos de la época.
Había seguido con deleite, por la poca prensa que hasta él llegaba, las discusiones años atrás de Breuil y Obermaier con otros científicos sobre el descubrimiento de Sautuola, la Cueva de Altamira. También conocía los notables descubrimientos del abate en las cuevas del sur de Francia.
Sin levantarse del sillón, acercó el recado de escribir y se dispuso a contestar a Siret; no quería perder ni un minuto, temeroso de llegar tarde y de
que la selecta comitiva pasara de largo. Agradeció a su amigo la oportunidad
que le brindaba y se prestó, sin cortapisa alguna a ayudar en todo lo que
pudiera y a enseñar todo lo que conocía de la zona. Su contestación no fue
muy extensa, quería acabarla pronto y llevarla a la oficina de correos para
que saliera cuanto antes, aunque sabía muy bien que había una sola salida a
la semana. Al salir del despacho se encontró con su mujer, que parecía estar
esperándolo.
— ¿Vas a salir otra vez?
— Tengo que ir a la oficina de correos.
— No tardes, la comida casi está.
— No tardo mujer, no tardo –contestó con paciencia–.
La oficina estaba a dos pasos de su casa, ubicada en la calle donde se
levantaban las mejores casas del pueblo, el edificio del ayuntamiento y la
iglesia parroquial.
Volvió satisfecho y feliz, pensando ya en cómo organizar las excursiones. Le quedaba el punto más difícil: comunicar a doña Caridad que pronto
tendrían invitados. Estaba seguro de que el hecho de que uno de ellos fuera
cura suavizaría los reproches de su pía mujer, aunque la verdad era que al
final ella resultaba siempre una perfecta anfitriona y se portaba como lo que
era, una señora.
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VÉLEZ-BLANCO. MAYO DE 1911
Diez días después volvió a tener noticias de Siret. La comitiva llegaría
en pocos días a Vera y desde allí, no sabía cuantos días duraría la estancia,
se dirigirían a Vélez-Blanco. No tenía certeza por tanto del día de la llegada,
pero empezó a disponerlo todo para no defraudar a su amigo y a sus egregios
acompañantes.
Don Federico mandó recado a Juan Jiménez para que acudiera a su casa;
había hecho con él muchas excursiones y era un gran conocedor del terreno.
A Juan le apodaban el Tontico, aunque el boticario nunca entendió el porqué
del mote. Tenía aspecto de bobalicón pero ni un pelo de tonto, seguramente
a él mismo le interesaba que lo llamaran así para que lo dejaran en paz y no
contaran con él para grandes empresas o discusiones. Con el farmacéutico
se entendía bien, aunque eran de muy diferente clase social, y éste le pidió
que cuando llegaran sus invitados les hiciera de guía, por supuesto debidamente remunerado. El Tontico aceptó encantado: prepararía dos mulas para
cargar todo lo que hiciera falta y quedó en estar pendiente del día de la
llegada para iniciar al siguiente las excursiones.
A partir de entonces los días se le hicieron larguísimos a don Federico,
que no veía llegar el día de la visita. En el café contaba y contaba excelencias de sus próximos huéspedes, y tenía que insistir en que uno de ellos era
cura ante la incredulidad de algunos de los parroquianos, que siempre le
soltaban la misma cantinela:
— ¡¿Un cura con la misma afición que usted...?!
A lo que él siempre respondía con tranquilidad:
— El aficionado soy yo; ellos son profesionales de la materia.
Siempre había algún gracioso que insistía en el tema tratando, sin lograrlo, de sacar de sus casillas al boticario:
— ¿Y cuando dice las misas...?
— Eso se lo pregunta usted al abate cuando venga –concluía siempre
don Federico para dar por terminada tan peregrina disquisición–.
Todas las tardes iba a pasearse a la entrada del pueblo, una larga recta
desde la que no podía ver Vélez-Rubio, el cercano pueblo desde el que llegarían, por quedar éste tapado por el frondoso Pinar del Rey, pero disfrutaba con el hermoso paisaje de la vega que se abría a sus pies varios kilómetros, hasta las lejanas sierras murcianas.
Los nervios crecían en su interior cada día que pasaba. El temor a que
hubiera habido un cambio de planes lo tenía en un sinvivir. Cada vez acudía
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VÉLEZ-BLANCO. MAYO DE 1911
más temprano a su paseo vespertino. El día que más alterado estaba, cogió
su bastón y su sombrero nada más terminar de comer; doña Caridad hizo un
intento de recriminación por sus prisas, pero la mirada de su marido cortó
en seco la intentona, no estaba el horno para bollos.
Dos horas estuvo caminando en un ir y venir constante, saludando a los
campesinos que no paraban en sus quehaceres diarios en los huertos cercanos. A media tarde, cuando ya le dolían los riñones y estaba de un humor de
perros, vio aparecer un coche tirado por cuatro caballos. No le cupo ninguna duda de que serían ellos, no era cosa frecuente ver por allí aquellos carruajes. Se paró y entornó los ojos para tratar de ver a alguien conocido, pero
aparte de los caballos solo veía el polvo que levantaban a su paso. Se orilló
junto al pretil que lo separaba del cortado bajo el cual se abría la vega y
esperó a que el coche se acercara. Por fin distinguió en una de las ventanillas
a su amigo Luis Siret que, al ver las señas que le hacía el boticario, gritó al
cochero para que se detuviera. Nada más hacerlo se apeó y, a paso ligero, se
acercó hasta don Federico, que lo esperaba con los brazos abiertos y una
amplia y sincera sonrisa. Tras el abrazo no pudo contenerse:
- ¡Por fin están aquí. Creí que nunca vendrían...!
- Siempre tan impaciente, don Federico, siempre tan impaciente.
Contestó su amigo mientras se dirigía hacia el carruaje, del cual se apeaban ya los demás viajeros. Al llegar hasta ellos, Juan Cabré, un joven repeinado y con un fino bigote, moda que el boticario detestaba, ayudaba a bajar
al abate Breuil. Don Federico estaba impresionado: era un cura de verdad,
con su sotana negra y el sombrero de teja sobre la cabeza. No pudo evitar
mirar a Siret mientras pensaba: «¿Cómo se moverá este hombre por los cerros…?». La voz de su amigo lo sacó de su pensamiento cuando le presentó
al joven Cabré, que estrechó su mano con firmeza; después intentó besar la
mano del cura como era costumbre, pero éste se negó sonriente, diciéndole
en un castellano con marcado acento francés:
— No, no. Aquí no vengo como eclesiástico, mi querido amigo, aunque
mi hábito me delate...
Don Federico quedó un poco turbado y estrechó la mano del abate dándole la bienvenida a su pueblo muy formalmente. Tras saludar también a
Hugo Obermaier, oyó la voz de Breuil alabando la belleza de la vega y el
pintoresco perfil del pueblo, con sus casas blancas abrazando las faldas del
castillo de los Fajardo, que se elevaba majestuoso sobre ellas.
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VÉLEZ-BLANCO. MAYO DE 1911
— Así que éste es el famoso castillo...
— Dejemos el castillo para otra ocasión –cortó Siret, que sabía el mal
humor que se le ponía a su amigo por el reciente expolio que se había hecho
del abandonado monumento–.
Todos los viajeros expresaron su idea de acabar el viaje a pie, pero Siret
insistió en que era mejor subir al coche, ya tendrían tiempo de pasear. En
realidad no quería privar al farmacéutico de la entrada triunfal en coche de
caballos al pueblo; sabía que aquello le gustaría. Subieron todos al coche,
incluido el boticario, e iniciaron el poco camino que quedaba hasta las primeras casas. Al llegar a ellas ya se había unido a la comitiva toda la chiquillería del pueblo, festejando así la novedad que no veían sino de vez en
cuando. El paseo hasta llegar a la Corredera, la calle principal, fue seguido
por los vecinos, que salían a las puertas de sus casas alertados por el ruido
de los caballos y la algarabía infantil. Don Federico no cabía en sí de gozo y
no paraba de tocarse el sombrero saludando ufano a los más descreídos. El
alboroto fue tal que al llegar a la casa del boticario ya estaba en la puerta
esperando doña Caridad, con un elegante traje negro y luciendo algunas de
sus mejores joyas.
El anfitrión bajó el primero del coche y, cuando todos estuvieron apeados, hizo las presentaciones formales a su mujer. Esta vez el abate no pudo
evitar que la señora besara ceremoniosamente su mano, mientras ofrecía su
casa como una perfecta anfitriona. Mientras su marido daba instrucciones
para que las criadas se hicieran cargo de los equipajes, ella introdujo a los
invitados en la casa con gran ceremonia, explicándoles que habían dispuesto en sus habitaciones aguamaniles para que se quitaran el polvo y se asearan convenientemente. Todos aceptaron encantados la propuesta, después
de seis horas de viaje era lo mejor que podían ofrecerles.
Mientras los huéspedes ocupaban las habitaciones, que previsoramente
doña Caridad había preparado hacía días, sacando de algunas de ellas a sus
hijos a los que había juntado en otras dos habitaciones, una para los chicos
y otra para las chicas, la anfitriona empezó a repartir órdenes para que cuando los visitantes bajaran estuviera dispuesta una espléndida merienda. Don
Federico, que ardía en deseos de enseñarles el pueblo, trató de convencer a
su mujer de que a lo mejor querían estirar primero las piernas..., pero su
contestación le hizo entender que primero iban a merendar:
— ¿Salir a pasear, sin comer nada, después de tantas horas de viaje...?
73
VÉLEZ-BLANCO. MAYO 1911
— ¿...?
— ¡Ni hablar! Tú y tus paseos...
En vista del éxito, buscó a una de las criadas y la envió a por el Tontico,
quería tenerlo cerca cuando se dispusieran las excursiones.
Doña Caridad acertó: los viajeros merendaron con gran apetito, ante la
impaciencia del anfitrión que estaba deseoso de entrar en materia.
Durante el paseo posterior, el boticario explicó la historia del pueblo,
incluso habló del desastroso estado en que se encontraba el castillo, para
sorpresa de Siret que sabía lo poco que le gustaba a su amigo adentrarse en
ese terreno. Llegó incluso a asegurarles que en alguna otra visita, tan seguro
estaba ya de que repetirían, les facilitaría una exhaustiva visita al mismo.
De vuelta a la casa, mientras esperaban la hora de la cena, ocuparon el
salón y se dispusieron a organizar las salidas. Es a lo que habían ido hasta
allí y, aunque educados, eran poco amigos de fiestas y comilonas. El boticario se explayó ante la atenta mirada del cura, que era evidentemente el que
detentaba la autoridad, hablando no sólo de la Cueva de los Letreros, sino
de otras que él mismo había descubierto, no todas con pinturas, por los
alrededores de la misma, e incluso otras bastante más lejanas.
Acabada la explicación, decidieron empezar al día siguiente por Los Letreros y sus alrededores; no tenían muchos días y no sabían lo que les daría
tiempo a ver y estudiar. Era la primera visita a esa zona y ninguno estaba
muy seguro de si merecía la pena visitar todo lo que aquel entusiasta aficionado les ofrecía.
Antes de entrar en el comedor para cenar, don Federico les presentó a
Juan Jiménez, su guía. Breuil y Cabré se interesaron mucho por el Tontico, les
gustaba llevarse bien con los verdaderos conocedores del terreno, y pronto
estuvieron seguros de que el boticario y el campesino les enseñarían la zona
mejor que nadie. Doña Caridad miraba impaciente y de vez en cuando hacía
señas disimuladas para que despachara a Juan. Cuando consiguieron hacerlo, abrió las puertas del comedor y entró en él junto al cura con gran pompa,
como si de una cena de gala se tratara.
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9
VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS
A LA CUEVA DE LOS LETREROS
Sobre todo por la novedad del que llamaban en el pueblo
«el cura de don Federico».
l amanecer del día siguiente el Tontico ya tenía cargadas las dos mulas con todo lo que le habían dejado preparado: mochilas, picos, palas y hasta las cestas que doña Caridad había dispuesto con comida
por si sus huéspedes tenían que almorzar en el campo, lo que a buen seguro
harían porque no era gente a la que le gustaba perder el tiempo.
Don Federico esperaba al pie de la escalera la bajada de sus invitados,
intrigado con la guisa con que se presentaría el cura para patear cerros y
sembrados. Él se había preparado con sus botas altas de campo, camisa y
chaleco de caza. El día no pedía más.
El abate bajó el primero, con su sotana impoluta, unas botas de montaña
y una boina negra en la cabeza. Al verlo, el boticario siguió pensando –no
podía quitárselo de la cabeza– cómo se movería el cura con aquellas faldas
entre cardos y tomillos. Pronto saldría de dudas. Los demás bajaron enseguida debidamente pertrechados y dispuestos a pasar un estupendo día; la impaciencia por iniciarlo se veía en sus ojos.
Tomaron un ligero desayuno y don Federico dio la orden a Juan para que
iniciara la marcha. Éste se ajustó su escopeta; siempre la llevaba colgada
cuando salía al campo, «por si se cruza algún conejo» –decía–, y comenzó a
arrear a las mulas. Doña Caridad despidió a la comitiva a tan temprana hora,
lo mismo que algunos vecinos que, curiosos, habían interrumpido sus quehaceres para ver la salida, sobre todo por la novedad del que ya llamaban en
el pueblo el cura de don Federico.
A
75
VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...
El boticario y el cura iniciaron enseguida una conversación; el anfitrión
pormenorizaba las características de la zona y la posibilidad de encontrar cosas interesantes. Les seguían Cabré y Siret, y cerraba la marcha Obermaier.
Nada más enfilar la recta por la que habían entrado al pueblo el día anterior,
don Federico llamó a Juan y le dijo que su ayudante, un campesino que parecía no tener lengua, se fuera a la parte de atrás con las mulas: no estaba dispuesto a tragarse las ventosidades que con frecuencia soltaban los animales,
ni a ir pendiente de no pisar los excrementos que de vez en cuando iban
soltando sin miramiento alguno. Obermaier se situó junto al Tontico dispuesto
a que éste le contara cosas de la zona por donde irían pasando.
Media hora después habían cruzado el camino que subía de Vélez-Rubio, habían atravesado el barranco de la Cruz y se habían tenido que poner
en fila india para seguir la estrecha vereda que bordeaba la falda del Mahimón. Hasta ahora el camino había sido fácil y las conversaciones seguían,
entrecortadas, por la nueva disposición en fila. Llegaron a una pequeña explanada y desde ahí comenzaron a subir. La pendiente era fuerte pero el cura
no aminoraba el paso; el boticario empezaba a entender que Breuil había
recorrido muchos kilómetros, seguramente peores que aquellos. Atravesaron una pinada hasta llegar a un claro, donde empezaba la ladera de piedras
sueltas que les llevaría a la cueva. El guía ató las mulas a un pino, explicando que las bestias no podrían subir tan cargadas el último tramo.
Juan inició la subida. Don Federico se rezagó un poco, quería ver al
abate en aquél trance. Éste no se lo pensó dos veces, se arremangó la sotana
por ambos lados y la sujetó a la correa de cuero que llevaba a la cintura;
comenzó a trepar como una cabra. El boticario sonrió mirando a Siret, se
apartó un poco para que las piedras que el fogoso Breuil iba desprendiendo
no le cayeran encima y comenzó también la ascensión.
Al llegar arriba, retomaron el aliento mientras esperaban a Obermaier,
cuyo voluminoso cuerpo le había hecho retrasarse. El cura le recriminó, sin
mucha convicción, los improperios que soltaba por su boca al llegar hasta
ellos. Juan y don Federico se adelantaron indicando el camino y Breuil, ahora junto a Cabré, caminaban detrás despacio, saboreando el momento que
tanto habían deseado desde que descubrieran el libro de don Manuel de
Góngora.
Accedieron al abrigo en silencio y con cuidado de no resbalar en el rocoso e inclinado suelo. Se fueron colocando de espaldas al valle, y durante un
76
VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...
buen rato nadie dijo nada. Todos los ojos recorrían las paredes queriendo
verlo todo a la vez. El boticario rompió el silencio:
— Pues esta es la famosa Cueva de los Letreros.
Todos asintieron moviendo la cabeza, pero sin contestar y sin perder de
vista las pinturas.
El abate hizo intención de sentarse sobre una roca, pero se levantó como
accionado por un resorte al ver que el suelo también estaba pintado. Buscó
una zona limpia y esta vez sí se sentó. Sacó de la bolsa que llevaba en
bandolera el libro de Góngora y comenzó a mirar los dibujos, buscándolos
luego por las paredes. Los demás, mientras tanto, recorrían con cuidado la
cueva acercándose a los dibujos. Al rato, el cura, que seguía sentado, sacó
de su bolsa unos pliegos de papel de seda y unos lapiceros de punta blanda
y llamó a Cabré. Iba a empezar su verdadero trabajo.
Ambos se acercaron hasta las figuras de los ídolos bicónicos y, con mimo,
extendieron un pliego del fino papel sobre ellos. Don Federico y Siret se
unieron para ayudar, sujetando el papel sobre la roca. Breuil y Cabré iniciaron el calco reproduciendo con sus lápices y con gran habilidad las figuras.
Era la mejor manera de obtener una reproducción fidedigna y a tamaño
natural, pero era un trabajo de chinos. El abate dirigía la faena diciendo
dónde debían sujetar el papel y moviendo a todos sus ayudantes con destreza. Así pasaron varias horas.
En uno de los cambios de papel, don Federico indicó a Juan, que miraba
hacia el monte acechando los conejos, que bajara hasta donde estaban las
mulas y subieran algo para almorzar; no estaba dispuesto a repetir la subida
de la ladera. El Tontico salió de la cueva y se acercó hasta el borde de las
piedras. A grito pelado le indicó al campesino que subiera una de las cestas
para almorzar; tampoco él, pese a su fama de tontico, estaba dispuesto a
bajar y volver a subir la pedrera.
Cuando el ayudante llegó resoplando arriba, Juan le cogió la cesta y se
acercó a la cueva. El cura, que ya se preparaba de nuevo con el lápiz, dio
orden de parar para descansar un rato y almorzar. Se instalaron como pudieron, sin abandonar el abrigo, y devoraron varios salchichones y una empanada que doña Caridad había colocado en la cesta.
Durante el almuerzo, debatieron, entre bocado y bocado, sobre el origen
de las pinturas y su significado. Algunas figuras estaban claras: había cabras,
un arquero de pequeño tamaño, y otras figuras de animales, pero lo que más
77
VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...
intrigaba a todos eran los ídolos bicónicos y su disposición en forma de red,
que se repetía en varios sitios. Ninguno, sin embargo, abogaba por la tesis de
Góngora de que se podía tratar de los signos de una nueva escritura, no
había nada que soportara esa idea. Breuil asignó a la cueva un carácter de
gruta sagrada, añadiendo que podía que allí se celebraran sacrificios rituales. Desde luego todos tenían claro que la cueva no había sido habitada con
continuidad; no encontraron ni rastro de huesos o piedras talladas, y de
haberlas habido, habrían sido muy fáciles de ver, ya que el suelo rocoso no
facilitaba el escondite de casi nada, y no había señales de derrumbes que
hicieran pensar que debajo de los escombros encontrarían algo: sencillamente la roca estaba más lisa que una patena. Algunos apuntaron que se
podían haber producido saqueos a lo largo del tiempo, pero el difícil acceso
les hacía pensar que tampoco eso había sucedido.
Obermaier aprovechó una pregunta de Motos sobre lo que utilizaban
para pintar y sobre todo por qué se habían conservado tan bien durante
miles de años, que eran los que le atribuían a las pinturas, para echar una
pequeña disertación sobre un tema que conocía tan bien:
— La capa de color de las pinturas está frecuentemente cubierta por una
durísima costra caliza, en forma de película, que ha dado lugar a que las
pinturas queden así protegidas como por una sólida capa de barniz. En algunos casos las pinturas han sido hechas sobre el barniz calizo ya preexistente,
entonces esta capa fue reforzándose de dentro a fuera a medida que iba
recibiendo la pintura, creciendo, en cierto modo, dentro del mismo color, de
tal manera que éste quedó fosilizado.
La explicación satisfizo a todos, hasta el Tontico dejó por un momento la
bota de vino, a la que se había aferrado, para atender a la explicación, aunque antes de acabar de hablar Obermaier, viendo que no se enteraba muy
bien del proceso, volvió a empinar el codo en un largo trago.
— Respecto del material que usaban –tomó la palabra Cabré– parece
que era variado, según las zonas, pero en general se puede decir que hacían
un preparado con tierras finas y con grasas, sangre y suero de animales; a
veces añadían clara de huevo y jugos vegetales. Lo mezclaban todo, de alguna manera parecida a como usted lo hace en su rebotica –dijo mirando al
boticario, que no pudo evitar acordarse de los reproches continuos por su
poca afición al almirez–, después aplicaban el mejunje con los dedos y con
pinceles de crines, plumas y hierbas.
78
VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...
Acabado el almuerzo, y las disertaciones, el cura se volvió a remangar y
se metió de nuevo en faena. Juan cerró la cesta y llamó al campesino para
que arreara de nuevo con ella para abajo, encargándole que se quedara allí
vigilando las mulas.
Cuando ya se disponían a reanudar los calcos, el cura se acercó a uno de
los paneles situado a la izquierda y se quedó mirando fijamente un rato.
— ¿Han visto ustedes esto?
Todos se volvieron hacia él y se fueron acercando hasta rodearlo, sin
perder de vista la figura que el abate señalaba.
— Parece un hombre con un gorro. De él –añadió después– salen dos
grandes cuernos curvos, ondulados –dijo pasando su dedo índice sobre la
piedra–. Fíjense en las terminaciones de los brazos. ¿Qué lleva? No es arco,
ni honda, ni hacha, ni azaya, ni cuchillo, ni palo –el cura iba descartando
cosas en voz baja hasta que se vio interrumpido por la recia voz del Tontico,
que también se había acercado al ver la expectación reinante–.
— Son dos hoces –dijo como para sí–.
— ¡Eso es! –exclamó Cabré entusiasmado–.
— Y en la punta de la izquierda lleva algo ensartado –añadió don Federico–.
— Esta figura no la recuerdo en los esquemas de Góngora. ¡Qué extraño! –dijo el abate separándose del grupo y volviendo a sacar el libro de su
bolsa para comprobarlo–.
Mientras realizaba la comprobación, los demás seguían añadiendo cosas
a la figura:
— Lo que le cuelga entre las piernas sí parece claro lo que es –dijo Siret
marcando esa parte de la figura–.
— Está claro que Góngora no lo representó, al menos tan claramente
como ahora lo vemos. ¡Qué extraño! –volvió a reflexionar Breuil–.
— Quizás no le dio importancia –intervino Obermaier–.
— O quizás no se viera tan claramente... A veces las pinturas se cubren
de suciedad, o de una capa de agua, y la caliza lo cubre, como decía antes
don Hugo, hasta que vuelve a salir... –dijo pensativo el abate–.
— En cualquier caso está claro que hemos encontrado al Hombre de los
Letreros –dijo el boticario orgulloso–.
— Es algo más que un hombre... –dijo el cura pensativo–.
— ¡Es un brujo! –sentenció el Tontico, que había vuelto a acercarse al
grupo–.
79
VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...
Todos lo miraron, primero a él, y luego a la figura.
— Podría ser –dijo uno–.
— Tal vez... –añadió otro–.
— Juan, hoy está usted inspirado –dijo el cura mirándolo fijamente–. Desde luego podría ser un brujo, pero es muy aventurado decir eso. Los hombres
de ciencia estudiamos cien veces las cosas antes de asegurar algo –dijo muy
serio mirando de nuevo al Tontico, que se encogió de hombros y dijo para sí
mismo–.
— Para mí que es un brujo...
— Bueno, vamos a calcarlo. No es el momento de hacer hipótesis; ya lo
estudiaremos despacio –añadió mirando a Juan, que ya se separaba del grupo mascullando algo–.
Comenzaron con la tarea del papel sin parar de emitir opiniones de forma frenética. Tardaron un buen rato porque la figura a veces parecía desaparecer, y tenían que levantar el papel para verla antes de pasar el lápiz por
sus contornos.
Don Federico había quedado impresionado. Primero el cura, que había
descubierto la figura delante de todos. ¿Nadie la había visto hasta entonces?
Después con los comentarios de Juan que, según su parecer, habían dado en la
diana: era un brujo, dijera el cura lo que dijera, y por un momento se imaginó
la cueva rodeada de gente y al brujo haciendo sus sortilegios y algún sacrificio.
¿Lo que llevaba ensartado en la hoz de la mano izquierda no sería el corazón
de la víctima? Pese a revivir en su imaginación el momento, se mantuvo en
silencio. No quería que aquellos científicos pensaran que sacaba conclusiones
a la ligera; sólo faltaba que ahora, que tan buenas migas había hecho con el
abate, éste lo asimilara con el Tontico por sus comentarios.
A más de uno le chirriaba ya el estómago cuando Breuil dio por terminados
los trabajos y dispuso, dada la hora, que bajaran todos a la pinada para comer
allí; había apurado el tiempo hasta acabar y tampoco a él le hacía mucha gracia
bajar y subir de nuevo. La Cueva de los Letreros estaba vista y ya había tomado,
además de los calcos, las suficientes notas para su posterior estudio.
De uno en uno fueron abandonando la cueva; el primero Juan, que había
acelerado la marcha para bajar rápido y preparar las cestas antes de que
todos llegaran. Don Federico y Breuil se quedaron los últimos. Antes de
salir volvieron a echar una mirada al brujo. Se pararon un momento ante él
y comentaron el color distinto que la figura tenía respecto de los demás
80
VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...
dibujos: el rojo, aunque desvaído, era más rojo, menos oscuro que los idolillos en forma de vértebras que dominaban el recinto en recurrentes redes.
— ¿Podría haber sido hecho por una mano distinta? –preguntó el boticario casi sin querer–.
— Podría. Y en distinta época, pero estamos volviendo a aventurarnos
–contestó el cura–.
— Que interesante... –dijo pensativo Motos–.
Antes de abandonar el abrigo, el abate Breuil se volvió hacia don Federico, que cerraba la marcha, ambos un poco separados de los demás, y le dijo
acercándose casi hasta el oído:
— Mi querido amigo, no se lo diga usted a nadie, pero a mí también me
parece que es el brujo de la cueva sagrada...
El farmacéutico sonrió agradeciendo la confidencia de su admirado arqueólogo, y estando seguro, por su mirada, que lo había dicho totalmente en
serio.
La bajada fue más penosa para el cura que, pese a ir remangado, arrastraba con su sotana montones de piedras que corrían peligrosamente hacia
Obermaier, que, más torpe que los demás, casi se ve arrollado por el aluvión eclesiástico.
Tardaron un rato en quitarse el polvo, sobre todo el de la sotana, y en
asearse un poco con el agua de un cántaro de barro que una de las mulas
había transportado, y que el mudo campesino sostenía entre sus brazos para
facilitar la labor de los excursionistas. Después, atacaron sin piedad todo lo
que su anfitriona había preparado. Tan satisfechos quedaron, que al finalizar dieron tres hurras en honor de doña Caridad ante la sorprendida mirada
de Juan y del campesino, que no esperaban semejante muestra de euforia de
aquellos señores.
La tarde la aprovecharon para ir hasta el cercano Cerro Judío. Breuil
quería completar así todo lo que reflejaba Góngora en su libro y dedicar
otros días a nuevas aventuras.
Las numerosas tumbas estaban excavadas en la roca que, detrás del cerro, sobresalía hacia el barranco. Aún quedaban restos de esqueletos en ellos,
pero muchos habían sido saqueados; además estaban seguros de que nada
tenían que ver con la prehistoria, y menos aún con la cueva sagrada.
Disfrutaron de las magníficas vistas que se abrían a todo su alrededor,
pero el cura no paraba de mirar los grandes picos del Mahimón, de roca
81
VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...
viva, que se elevaban majestuosos, ni los abrigos que, debajo de ellos se
abrían entre las rocas de la ladera.
— Eso es lo que tenemos que visitar –dijo señalándolos mientras miraba al boticario–.
— Eso y mucho más, mi querido abate, pero será mañana, si no queremos que se nos eche la noche encima –contestó mirando al sol a punto de
esconderse tras los picachos–.
— Usted manda... Si el resto es tan interesante como lo que hemos visto
hoy, tendremos que repetir la visita y, por la orografía del terreno, me da la
impresión de que así será.
— Me alegro de que esté satisfecho. Le aseguro que no se irá defraudado, y estoy seguro de que volverá –dijo palmeándole amistosamente la espalda al cura–.
El boticario dio orden a Juan de que enfilara las mulas hacia VélezBlanco. Aún les quedaba una buena caminata antes del deseado descanso.
Llegaron al pueblo ya anochecido, siendo recibidos en la puerta por doña
Caridad que, antes de saludar y sonreír a sus invitados, dedicó una dura
mirada a su marido que quería decir: ¡vaya horas de volver!
Breuil, antes de la cena, pidió permiso al anfitrión para ocupar un rato su
despacho: quería poner en orden sus dibujos y sus notas. Acostumbrado
como estaba a las investigaciones, sabía que eso había que hacerlo en caliente. La información que recogía en cada campaña era tanta que, de no
hacerlo así, cuando llegara a Francia habría perdido muchas de las ideas que
lo asaltaban tras cada día de visita. Cabré lo ayudaba solícito, siguiendo en
cada momento sus indicaciones.
Obermaier se había derrengado en un sillón, y Siret y Motos charlaban
animadamente con la anfitriona, a la que nada interesaban las piedras, pero
lo disimulaba bien.
La velada posterior a la cena no fue larga. Se retiraron temprano a descansar; al día siguiente volverían a salir al campo temprano.
El segundo día recorrieron todos los alrededores de la Cueva de los Letreros, anotando nuevas pinturas, y aprovecharon el tercer día de estancia
para visitar toda la solana del Mahimón, una extensa ladera salpicada de
pinadas, llegando hasta Fuente Grande, a bastante distancia de Vélez-Blanco hacia el suroeste, pero los kilómetros no importaban porque siempre
había nuevos y sorprendentes descubrimientos.
82
VISITA DE LOS ILUSTRES SABIOS...
Antes de partir, Breuil tuvo una larga charla con don Federico. Estaba
encantado con la visita, lo habían tratado a cuerpo de rey, aunque eso era lo
que menos le importaba; y había descubierto cosas muy interesantes que
pronto se verían reflejadas en sus escritos. Llevaba su bolsa bien cargada de
notas y de dibujos, importantes para la labor que había emprendido con
Juan Cabré. El abate pidió a don Federico que le escribiera y le fuera contando sus nuevos descubrimientos, tan seguro estaba de que el constante
Motos seguiría con su silenciosa labor. Le prometió que haría un hueco en
su campaña del año siguiente para poder ver todos los lugares de que le
había hablado y que no habían tenido tiempo de visitar. Por último, le pidió
permiso para hablar con el Tontico –le había gustado la intuición de aquél
hombre– y encargarle la misión de nuevas búsquedas que, por supuesto, él
supervisaría. El boticario aceptó encantado, al fin y al cabo era lo que había
estado haciendo los últimos años y por fin sus esfuerzos empezaban a verse
recompensados por el reconocimiento de los más ilustres arqueólogos de la
época. Don Federico se alegraba también por Juan, porque el encargo que le
iba a hacer el abate sería recompensado si obtenía frutos. Al Tontico la propuesta le pareció de mil amores: tendría nueva excusa para echarse al monte
y, entre conejo y conejo, ir anotando en su cabeza las nuevas cuevas que
luego detallaría al boticario, para que este comunicara al cura sus progresos.
Doña Caridad no cabía en sí de gozo por lo que los ilustres viajeros
ponderaron sus cuidados y atenciones. Al fin la latosa afición de su marido
le daba alguna satisfacción. Don Federico acompañó a la comitiva hasta las
afueras del pueblo, y abrazó uno por uno a los viajeros antes de que estos
subieran al coche y los caballos emprendieran el camino de Vélez-Rubio,
para luego adentrarse en Andalucía.
Mientras los veía alejarse, don Federico de Motos ya preparaba en su mente las nuevas excursiones para no defraudar al abate Breuil en la campaña del
próximo año. Estaba seguro de que lo que le contaría en sus cartas haría que el
cura repitiera la visita a Vélez-Blanco, y no andaba descaminado.
83
10
EL INDALO
Con el barro casi hasta las rodillas, quedó extasiado
cuando un luminoso arco iris apareció a lo lejos,
pintado en el horizonte.
ras la agitada reunión del día anterior, y sin haber dormido nada debido a la excitación, Ambros y Tani estaban preparando sus cosas bastante antes de que saliese el sol. El ruido de las piedras chocando
entre sí despertó al resto del clan. Todos asistían tristes y silenciosos a la
ceremonia del afilado de las armas que los hermanos podían llevar consigo.
Cada uno de ellos portaría una lanza con una piedra de sílex afilada en la
punta, un arco con sus flechas y un afilado cuchillo curvo hecho a partir de
un asta de toro, metido en una funda de piel de cabra.
Al sobrepasar el primer rayo de sol las lejanas cumbres de levante, la hembra
del clan, su madre, les dio apresuradamente algo de comida, que escondieron
entre sus arreos de caza, y un par de calabazas huecas rellenas con agua; era todo
lo que podían llevar consigo. Ella fue la única que se les acercó y los besó tímidamente en las mejillas. El resto del clan, poco efusivo en sus muestras de cariño, los
despidió con los ojos llenos de una triste mirada y un profundo silencio.
Al plantarse en la entrada de su cabaña ya se encontraba frente a ella el
consejo de ancianos en pleno y casi todos los miembros de la tribu. Afortunadamente para ellos el brujo seguía en la Cueva Sagrada tratando de agradar a los espíritus. La única voz que se oyó sobre el silbido del aire fresco del
amanecer fue la del más viejo del consejo que los despidió:
— Nunca debéis estar a menos de dos jornadas de este poblado y nunca
podéis volver aquí. Si incumplís alguna de esas normas seréis sacrificados
por el brujo en la Cueva Sagrada.
T
85
EL INDALO
Ambros y Tani giraron sobre sí mismos y, rodeando su cabaña, salieron
del poblado dirigiéndose hacia el norte. Aunque era la zona que menos conocían, pensaron que era la que más posibilidades les daba para sobrevivir.
En el valle, tanto hacia levante como hacia poniente, y en las montañas del
sur, sabían de la existencia de otras tribus con las que la suya había tenido
serios encontronazos y en las que no serían bien recibidos en el territorio
que ellas dominaban. En realidad eran conscientes de que no serían bienvenidos en ningún sitio. La aparición de nuevos miembros desequilibraría por
completo la precaria estabilidad social de cualquier tribu.
Convencidos de que hacia el norte, pese a la crudeza del clima, les iría
mejor, aceleraron el paso sin volver ni una sola vez a mirar hacia su poblado.
Aquella vida había terminado para ellos y lo asumieron desde el principio.
Al llegar al río Corneros decidieron no cruzarlo y tomaron rumbo hacia
el noroeste; conocían los extensos y peligrosos bosques que se extendían
junto a la Sierra del Gigante y, de momento, preferían evitarlos.
Una hora después, tras una larga subida, ambos se miraron y volvieron a
tomar dirección hacia el norte. Se dieron cuenta de que si seguían en la
dirección que llevaban, acabarían dándose de bruces con la Cueva Sagrada,
y presentían que no serían bien recibidos por el colérico brujo.
Siguieron subiendo a buen paso; querían alejarse cuanto antes y olvidarse
de todo lo que habían pasado. Atravesaron un bosque de pinos y siguieron
ascendiendo. A media mañana, tras varias horas de marcha sin parar, decidieron hacer un alto: les vendría bien un pequeño descanso y reponer algo de
fuerzas con las viandas de su pequeña despensa. No era el momento de ponerse a cazar o a buscar alguna fruta, urgía que se alejaran cuanto antes.
No hicieron ninguna nueva parada hasta que, entrada la tarde, sus cuerpos les volvieron a reclamar alimentos. En una ladera, al amparo de unas
paredes verticales en las que se abrían varios abrigos de distintos tamaños
–los abrigos de Las Colmenas– comieron de nuevo mirando al extenso valle
en el que habían vivido hasta entonces, sin poder distinguir ya desde allí el
poblado. Sí podían ver aún, a su derecha en la lejanía, el fuerte terraplén que
daba acceso a la Cueva Sagrada.
A punto de reanudar la marcha, un terrible trueno resonó tras ellos. Subieron unos metros y contemplaron las oscuras nubes que parecían cerrarles
el paso. Antes de decidirse a continuar la marcha, una vistosa culebrina
seguida de un fuerte trueno pareció ser la señal para que el cielo empezara a
86
EL INDALO
descargar agua. Se deslizaron por las resbaladizas rocas de la ladera hasta
conseguir refugiarse en uno de los abrigos, resguardándose del fuerte aguacero. El golpeteo del agua contra la piedra les enviaba algunas gotas hacia el
fondo de la cueva donde se habían refugiado.
Durante varias horas estuvieron contemplando la cortina de agua que
resbalaba sobre las rocas redoblando como un tambor. Grandes riadas se
iban abriendo a sus pies rellenando los barrancos y arrastrando a su paso
todo lo que encontraban. Cuando por fin dejó de llover, Tani salió del escondrijo y bajó unos metros para contemplar mejor el valle. Con el barro
casi hasta las rodillas, quedó extasiado cuando un luminoso y colorido arco
iris apareció a lo lejos, pintado en el horizonte. Extendió sus brazos como
queriendo abarcarlo, olvidándose por un momento de todo lo pasado y de lo
que les esperaba. Así estuvo mucho rato, estático; parecía una figura anclada en el barro.
La tormenta había pasado, pero el cielo seguía encapotado. Tani volvió
hacia el abrigo buscando a su hermano para continuar el viaje. Ambros estaba tan ensimismado que ni lo oyó llegar; se volvió asustado al oír el grito de
su hermano.
— ¡¿Qué estás haciendo?!
— Que susto me has dado... –dijo resoplando–.
— No me has contestado –le requirió muy serio–.
— Tu imagen ahí abajo y el arco de colores sobre tu cabeza me ha recordado...
— No sigas; prefiero no saberlo –dijo recogiendo sus flechas y disponiéndose a partir–.
— Me ha recordado –continuó Ambros como si no lo hubiera oído– a un
idolillo que vi entre las pinturas de la Cueva Sagrada y...
— Y no has podido resistirte –se le adelantó Tani sin dejarlo terminar–.
— ¡Pues no!
— Esta manía tuya de las pinturas nos va a llevar al desastre. ¿Es que no
has escarmentado?
— ¿Qué tiene de malo? Esta cueva no es sagrada, que yo sepa. Además,
¿qué importa ya? De todas formas somos unos proscritos...
Tani avanzó unos pasos y miró hacia la pared izquierda de la cueva hasta
descubrir la obra que él mismo había inspirado. Su hermano había pintado
una figura roja con unos sencillos trazos. El cuello y el tronco eran una sola
87
EL INDALO
línea gruesa; debajo de ella, otros dos trazos marcaban las piernas abiertas,
con la misma postura que él había tenido durante un buen rato. En la parte
de arriba, una mancha redonda imitaba la cabeza y una línea, por debajo de
ella, se extendía hacia ambos lados recogiendo en sus extremos una línea
curva cuya máxima altura estaba sobre la cabeza. Tani miró a su hermano
que lo observaba con el dedo índice aún manchado de rojo.
— ¿Cómo has hecho eso? –le dijo señalando la figura–.
— He hecho un mejunje con el barro y la sangre de un pajarillo que
estaba atrapado...
— Me refiero a la figura –le interrumpió Tani–.
— ...en el barro y luego con el dedo... –siguió Ambros–.
— Me refiero a la imagen; es tan simple y tan descriptiva...
— Es lo que he visto; es tu imagen ahí abajo, cubierta por el arco de
colores –dijo siguiendo con el dedo el contorno de la figura–.
— No te ha quedado mal –dijo Tani pensativo–.
— ¿Que no me ha quedado mal? ¡Es una obra única!
— Bueno... No creo que nadie me reconociera –dijo con un poco de
desdén–.
— No te reconocerán, pero ahí estarás para siempre…
— Sí, eso es verdad. Anda, vámonos, aún estamos cerca y seguimos en
peligro.
Ambros echó una nueva mirada a su figura y sonrió satisfecho mientras se
limpiaba sus dedos sobre una mata húmeda que sobresalía de las rocas.
Apenas habían andado unos cientos de metros cuando el aullido estremecedor de un lobo que los miraba desde el otro lado del barranco les hizo
detenerse. Debatieron unos instantes; la poca luz que le quedaba al día y la
imagen de la fiera frente a ellos les hizo ponerse de acuerdo en volver a los
abrigos de Las Colmenas. La noche estaba cercana y no era el mejor momento de internarse en una zona desconocida con la cercana presencia del
lobo; era demasiado peligroso.
Amparados en la pequeña gruta acabaron la poca carne seca que les
quedaba. Después, antes de que la oscuridad se les echara encima, salieron
a reunir un poco de leña para hacer una fogata, pero todo estaba tan húmedo que sólo consiguieron un espeso humo que los hizo toser y lagrimear
durante un buen rato. Convencidos de que con aquellas ramas húmedas les
sería imposible conseguir un fuego, les pareció conveniente no dormirse
88
EL INDALO
ambos a la vez; al menos uno de ellos tenía que mantenerse despierto y
vigilante con las armas en la mano para evitar sorpresas desagradables.
Ambros dijo que él permanecería alerta hasta que aguantara y luego despertaría a su hermano para que lo relevara. Antes de apostarse en el borde del
abrigo se acercó a Tani y, poniéndole las manos en los hombros, le dijo que
sentía haberlo metido en aquél embrollo y haberle cambiado la vida. El
hermano pequeño se abrazó al mayor. Al separarse le dijo:
— Ya no hay vuelta atrás. Al menos no estarás solo. ¿Qué hubiera sido
de ti vagando solo por tierras desconocidas? ¿Quién vigilaría tu sueño esta
noche? –añadió sonriendo–.
— Gracias hermano. Encontraremos una nueva vida...
A continuación se acomodó junto a la entrada con su lanza cogida fuertemente, y el arco y las flechas junto a él.
A los aullidos del lobo que habían visto tan cercano se unieron otros, y
la noche se llenó de ruidos que lo mantuvieron en vela sin mucho esfuerzo.
Horas después, con las estrellas brillando ya en el cielo, Tani cogió el relevo
hasta que la luz volvió a descubrir su imagen coronada por el arco de colores pintada sobre la roca. Era el momento de continuar el viaje.
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11
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL TONTICO
¡Pero de dónde vienes, hombre de Dios!
uan Jiménez Llamas, conocido como el Tontico, se tomó muy en serio el
encargo del cura de don Federico en la primavera de 1911. Iba varias tardes
a la semana a visitar al boticario y darle cuenta de sus descubrimientos,
de momento nada novedosos. Unas veces le hacía caso y al día siguiente visitaba la cueva descubierta con él, y otras veía que no iba a ser interesante y se
limitaba a anotar lo que Juan le contaba, eso sí, tratando de reflejar bien el
sitio y las características que el nuevo aficionado a arqueólogo le detallaba.
Don Federico pasó el verano con pocas y cortas salidas al campo, debido
al fuerte sol que apretaba durante el día. A veces desistía de salir para no oír a
doña Caridad, que siempre le repetía agorera que iba a coger alguna insolación
y la iba a dejar desamparada, a ella y a su numerosa prole, sus siete hijos.
Cuando el verano estaba acabando, ya metidos en el mes de septiembre, Juan echó una mañana en el morral un trozo de queso, un pedazo de
pan y su bota de vino, se cruzó la escopeta en bandolera, como siempre
hacía, y salió sin rumbo fijo al campo. Subió y bajó varios cerros siguiendo
las huellas de los conejos y, cuando se vino a dar cuenta, se había internado en el bosque de pinos que cubre la ladera norte del Mahimón. En los
pedregosos barrancos, secos y escarpados, consiguió varias piezas que colgó
de su cinturón. Estando en lo más espeso del bosque, donde apenas se
veían los rayos del sol, vio una comadreja, animal que odiaba profundamente porque era su competencia en la caza de los conejos. Tras varios
intentos consiguió tenerla a tiro y le descerrajó dos perdigonadas que acabaron alcanzándole. Satisfecho con la muerte de su enemiga, la acercó
hasta un claro para que, si las alimañas terrestres no daban cuenta de ella,
J
91
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL TONTICO
lo hicieran los buitres, que siempre andaban al acecho describiendo grandes círculos sobre sus posibles víctimas.
Contento por su captura, buscó una zona donde sentarse y almorzó tranquilo, pero sin dejar de mirar al bosque. Solo desviaba su mirada cuando
empinaba la bota dando grandes tragos de vino, después chasqueaba la lengua y volvía a su vigilancia.
Al salir de la parte más espesa de los pinos, se dio cuenta de que el cielo
se estaba cerrando. Grandes nubarrones acechaban desde poniente y se dirigían hacia donde él estaba. Poco después oyó los primeros truenos.
— Me parece que tenemos agua... –sentenció–.
Levantó la cabeza hacia la parte más oscura del cielo, se colgó la escopeta y emprendió el regreso. Antes de cruzar el barranco de la Cruz, ya en
terreno despejado, le cayeron las primeras gotas. Apretó el paso porque sabía lo deprisa que se desarrollaban en esa época las tormentas, y que los
barrancos eran las zonas menos adecuadas para estar: en pocos minutos
podía llegar una avalancha de agua que arrasaba todo lo que había en su
camino. Al salir del barranco el aguacero ya era fuerte; apretó de nuevo el
paso, pero al subir la segunda loma la cortina de agua apenas le dejaba ver
unos metros delante de él. Conocedor del terreno, subió corriendo la ladera
más occidental del Mahimón Chico, un cerro que se interponía en su camino
a Vélez-Blanco, y dando grandes resbalones sobre las rocas, consiguió cobijarse en un abrigo que, aunque de poca profundidad, lo protegía de la lluvia.
Se acurrucó lo más adentro que pudo, dispuesto a esperar que pasara la
tormenta. El agua salpicaba con dureza en las rocas y finas gotas le llegaban
hasta la cara. Puso la escopeta detrás de él para que no se le mojara y se
concentró en el ritmo creciente del repiqueteo del agua. Por delante de él no
veía más que agua barriéndolo todo.
Acabó sus provisiones cuando el agua empezó a bajar de intensidad,
casi dos horas después. Cerró su zurrón y asomó con cuidado la cabeza. El
agua corría hacia los barrancos y al fondo parecían querer abrirse claros
entre las nubes. Volvió a sentarse pacientemente; sabía que, aunque estaba
dejando de llover, tendría que esperar un buen rato hasta que pudiera caminar sobre el pegajoso barro blanco que parecía haber cobrado vida en todo
su alrededor.
Con las últimas gotas, apareció hacia levante un hermoso arco iris, símbolo del final de la tormenta. De pronto, hacia su derecha, por la zona por la
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL TONTICO
que había llegado al abrigo le pareció ver un animal observándolo; por un
momento creyó que era un lobo y echó mano a la escopeta, pero al volver a
mirar no había nada. Ni siquiera estaba seguro de haberlo visto, había sido
una sensación extraña. Se puso en pie, estirando las piernas y tocándose la
cintura; había estado mucho rato quieto y estaba entumecido.
Al ir a abandonar la covacha, un tímido rayo de sol iluminó sus paredes;
giró su cabeza hacia ellas y casi al final, cuando se acababa ya la roca, descubrió una figura roja. Se volvió para cerciorarse de lo que veía, dio unos
pasos en su dirección y entonces estuvo seguro: era la figura de un hombre
con las piernas abiertas y los brazos extendidos unidos por arriba por un
semicírculo. Movió su cabeza hacia la izquierda y contempló el arco iris con
más intensidad que antes; por un momento lo asimiló al arco que coronaba
la figura de la roca. Vio entonces que, encima de ella, un poco a la derecha,
había otra mancha roja, del mismo tono que el hombre, pero fue incapaz de
saber que era, no tenía ninguna forma reconocible, estaba desdibujado. Volvió a la contemplación de su hombrecillo de palmo y medio de altura. Aquella figura le recordaba a algo y no sabía a qué. Se fijó bien en la situación del
abrigo antes de abandonarlo y resbaló sobre las lisas rocas, aún mojadas,
hasta pararse contra una aliaga. Sus gritos debieron de oírse muy lejos: la
espinosa planta se le habían enganchado en los muslos y el punzante dolor
le hacía echar por la boca todas las maldiciones que conocía. Se desprendió
como pudo de los pinchos y bajó la ladera hasta llegar al barro. No estaba
lejos del pueblo, pero el trayecto embarrado sabía que le iba a ser penoso de
transitar. A cada paso hundía sus pies en la pastosa masa blanca y pequeñas
partes de ella se le pegaban al pantalón. Sin hacer mucho caso de cómo se le
estaba pringando la ropa, bajó hasta cruzar el camino que subía desde Vélez-Rubio y poco después ya estaba en el camino de entrada al pueblo, menos embarrado por estar el suelo apisonado por el paso de gente, bestias y
carruajes.
A doña Caridad casi le da algo cuando salió a la puerta de su casa, alertada por una criada, y encontró al Tontico con las botas cubiertas de barro y
los pantalones pringados hasta casi la cintura.
— ¡Pero de dónde vienes, hombre de Dios!
— Me ha pillado la tormenta en el campo...
— ¡Ya se ve, ya!
— ¿Está don Federico?
93
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL TONTICO
— Sí. ¿Pero no pretenderás entrar así? –le dijo mirando el lamentable estado
de Juan, hasta los conejos que llevaba colgados estaban cubiertos de barro–.
— ¿Qué pasa? –preguntó el boticario, que había salido al oír hablar a su
mujer con alguien–.
— Este hombre –dijo señalando al Tontico–. Mira como viene...
— ¡Te has calado hasta los huesos! –dijo don Federico sonriendo–.
— Ya ve usted –dijo Juan resignado–.
— ¿Qué querías? –le interrogó mientras su mujer se adentraba en la casa
murmurando por lo bajinis–.
— He descubierto algo –contestó en voz baja–.
— Anda, da la vuelta y ve por la puerta de atrás. Si te ve doña Caridad
entrando así, nos mata a los dos.
Mientras Juan iba hacia la parte de atrás de la casa, el boticario buscó
unas alpargatas viejas y se fue a esperarlo.
— Sacúdete bien el barro, y quítate eso que llevas colgando y que parecen conejos. Déjalos ahí –le dijo señalando el poyo que había junto a la
puerta trasera–. Toma, quítate las botas y ponte esto.
Juan acabó toda la operación de saneamiento que le habían indicado y se
quedó mirando a Don Federico:
— Anda, pasa. Ni aún así me libraré de una bronca. Todo sea por la
ciencia...
El Tontico entró pisando huevos y cuidando de que las costras de barro
que aún le quedaban pegadas a los pantalones no cayeran al suelo; sabía que
estaba en juego la vida de su mentor.
— Buena me vas a poner la casa de greda...
Don Federico se metió en la rebotica y le hizo señas a Juan de que pasara. Se sentó junto a la mesa de camilla y miró al Tontico:
— Será mejor que no te sientes Juan...
— Será lo mejor –contestó mirando hacia fuera por si aparecía la dueña
de la casa–.
— Bueno, cuenta que es lo que has descubierto en plena tormenta.
El arqueólogo en ciernes describió lo que había visto, intentando que el
boticario entendiera su explicación. Incluso intentó garabatear en un papel
que le tendió el farmacéutico, pero el lápiz no era lo suyo, era analfabeto y
no había cogido un lapicero en su vida. Dio por terminada la farragosa descripción y se centró en el sitio en donde había estado.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL TONTICO
— Está en el Mahimón Chico.
— ¿En el Mahimón Chico? –repitió don Federico-. Ahí no hay nada...
— Le digo que sí, en la cueva que hay más a poniente.
— ¿Seguro?
— Seguro don Federico.
— Está bien. Mañana, si no aparece tormentoso el día –dijo mirando las
costras del pantalón que empezaban a agrietarse– iremos hasta allí.
— Como usted diga...
— Y ahora vete. Anda, como te vea mi mujer aquí te va a moler a palos...
Lo acompañó hasta la puerta trasera, recuperó las alpargatas que ya tenían también buenos pegotes de greda y le despidió:
— Anda, que en casa te van a arreglar cuando te vean llegar así...
— Voy a pasar primero por los caños...
— Más te vale.
— Con Dios.
— Adiós Juan.
Dejó las alpargatas en el poyo para que se secaran y no las viera su mujer
en tan lamentable estado y volvió a la rebotica para tomar notas del sitio del
hallazgo, y de lo que poco que había entendido sobre la nueva figura.
El día siguiente amaneció radiante, el barro estaba casi seco y se podía
caminar medianamente bien. El boticario se colocó las botas y los pantalones más viejos que tenía por si a su vuelta tenía que vérselas con su esposa.
Sin darle tiempo a ésta para nuevas preguntas, salió de la casa diciendo que
volvería para la hora de comer.
Al llegar al abrigo, Juan señaló orgulloso la pintura descubierta. Don
Federico estuvo un rato mirándola sin decir nada, el Tontico se impacientaba.
— ¿No le recuerda a algo? –preguntó–.
El boticario seguía pensativo con la mano en la barbilla en silencio. De
pronto exclamó:
— ¡Claro! Se parece a una de las figuras de Los Letreros, más grande y
mejor definida pero tiene cierto parecido.
— Ya decía yo que me recordaba a algo, a las figurillas que vimos con el cura...
— El abate Breuil, Juan, el abate Breuil.
— Eso...
Don Federico cogió su bolsa y sacó papel de seda de ella; había aprendido la técnica del abate y la iba a experimentar. Con la ayuda de Juan repro95
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL TONTICO
dujo lo mejor que pudo la figura y después anotó en su bloc la situación
exacta de la cueva. Luego, los dos recorrieron los abrigos de las Colmenas,
llamadas así por la forma que desde lejos tenían, buscando nuevas pinturas.
Encontraron algunas de tipo figurativo, pero ninguna tan reconocible como
aquél hombre con el arco, o lo que fuera que lo coronaba.
Por la tarde, se encerró en su despacho dispuesto a escribir a Breuil para
contarle el descubrimiento:
Mi muy estimado Abate:
Acabado el verano y por tanto el buen tiempo que permite, al menos en este territorio, adentrarse por los montes sin mucho riesgo, paso a relatarle los últimos acontecimientos acaecidos en este humilde pueblo y sus alrededores.
Empezaré por decirle que no puede usted tener queja del encargo que le dejó a Juan
Jiménez en cuanto a nuevas búsquedas. El hombre no ha parado en todo el verano,
incluso los días en que el sol quemaba, de salir a buscar nuevas cuevas, bien es verdad
que con esa excusa ha pegado muchos tiros a los pobres conejos que, afortunadamente,
son abundantes en la comarca.
El caso es que ayer mismo apareció en mi casa, lleno de barro hasta las cejas, con la
ilusión de contarme un nuevo hallazgo. Esta misma mañana he visitado con él el abrigo,
que ha estado tantos años al alcance de nuestras narices y que nunca habíamos dado con él.
Al norte de la cueva que hace unos meses visitamos juntos, la de Los Letreros, a
menos de un kilómetro se halla el Mahimón Chico, un cerro agreste situado entre el
Mahimón, cuyas cumbres usted alabó por su altura y arrogancia, y este pueblo de
Vélez-Blanco. En su parte más oriental, casi al final del macizo calcáreo, hay un
abrigo de poca profundidad y cuyas paredes son de roca pura. En una de ellas hay una
figura absolutamente nueva para mí. Para que se haga una idea le adjunto en ésta un
calco que realicé de ella. Perdóneme que haya utilizado su técnica, pero me pareció la
manera más fidedigna para representarla.
La figura está sola, descontando una mancha del mismo color situada sobre ella un
poco a la derecha y sin forma reconocida. Como soy, ya lo sabe usted, un humilde
aficionado, me permito aventurar que el tono rojizo es idéntico al del brujo por usted
descubierto en Los Letreros. ¿Quiere esto decir que se usó la misma técnica, o incluso
que lo hizo la misma mano? No me atreveré yo a tanto; como usted dice, con buen
criterio de científico, las cosas hay que estudiarlas cien veces antes de emitir una opinión,
sin embargo yo, un humilde boticario de pueblo, me puedo permitir el lujo de opinar
algo así. ¿Con qué base?, dirá usted, con ninguna, le respondo yo, pero ya le digo que es
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL TONTICO
una licencia que, a lo mejor, yo sí me puedo permitir, ya que no tengo que defenderla
delante de sus doctos compañeros, ni la voy a plasmar en ningún escrito del que luego
tenga que arrepentirme.
Aprovechamos la excursión para visitar todas las covachas que se abren en el
mismo cerro, siempre con orientación sur, y que se conocen en la zona como los abrigos de
Las Colmenas. No sé si recordará que usted mismo las señaló, cuando volvíamos hacia
Vélez-Blanco, como posibles cuevas a investigar. Son tantos los lugares que visita que
quizás no lo recuerde.
En los demás abrigos también encontramos algunas pinturas, de carácter figurativo
y de muy difícil interpretación; ahí sí que no me aventuro. Desde luego ninguna tan clara
y definida como la que le envío. ¿No le recuerda a algo? Dejo esa pregunta en el aire
para no seguir aventurándome por terrenos espinosos...
He pensado que esa zona puede ser una de las que visitemos, si es que tiene un
hueco para ello, en su periplo del próximo año. Creo que merece la pena, así como otras
más alejadas de las que prefiero, para ser cauto por una vez, no adelantarle nada.
Espero no aburrirle demasiado y que si considera que realmente lo que le cuento no
es interesante me lo haga saber. En cualquier caso he de decirle que ni el Tontico,
perdón, Juan Jiménez quise decir, ni yo mismo cejaremos en la investigación de toda la
comarca, aunque nuestro trabajo, sin su visita y reconocimiento, pueda quedar en el
olvido. Ya estamos acostumbrados a ello.
Reciba un afectuoso saludo de doña Caridad, mi esposa, que me pide encarecidamente que se lo mande, y el reconocimiento de este humilde alumno.
Federico de Motos
Semanas después, don Federico recibió carta del abate en la que, muy
afectuosamente, le agradecía los trabajos que realizaban y le mostraba su
interés por la cueva del arquero cuyo calco le había enviado. Además le
daba grandes esperanzas de hacer un hueco en su próxima campaña para
recorrer los abrigos de Las Colmenas y los otros de los que con tanta intriga
le hablaba en su carta. El boticario no cabía en sí de gozo, y se dispuso a
pasar el duro invierno de aquellas tierras preparando la nueva visita del
abate Breuil.
Al año siguiente, 1912, apenas empezada la primavera, a finales del mes
de marzo, el abate Breuil acompañado nuevamente de Siret y de Cabré,
después de seis horas de viaje desde la estación de Lorca, llegó de nuevo al
97
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL TONTICO
pintoresco pueblo. Don Federico no se lo podía creer: el cura y los acompañantes habían reservado los primeros días de su nueva campaña en España,
que se extendería durante varios meses, para ir a Vélez-Blanco.
La llegada fue de nuevo un acontecimiento. El boticario se había encargado de anunciarla convenientemente y una multitud esperaba la llegada
del cura de don Federico y sus sabios acompañantes. Ni que decir tiene que
doña Caridad, cada vez más aficionada a las cosas de su marido ahora que
tenían repercusión internacional, lo había preparado todo como si de la visita del obispo se tratara.
La novedad era la cámara fotográfica que Cabré llevó consigo y cuyo funcionamiento explicó minuciosamente a sus anfitriones, así como a algunas
visitas ilustres del pueblo que habían sido convocadas la misma tarde de su
llegada. La mayoría no entendió muy bien el mecanismo, pero quedaron fascinados por algunas fotos que ya llevaba reveladas el joven ayudante del abate.
A pesar de la novedad técnica, el cura seguía realizando calcos de las
figuras que le parecían más interesantes. Visitaron al día siguiente los abrigos de Las Colmenas, y ante el muñeco con el arco iris sobre la cabeza
Breuil quedó extasiado varios minutos. La simplicidad y claridad de la figura, y su soledad, lo intrigaban.
— Ya sabe usted que los arqueólogos no especulamos –dijo mirando a
don Federico delante de la figura–, pero aquellas hipótesis que me adelantó
en su carta...
— Eran muy aventuradas –se apresuró a decir el boticario–.
— Aventuradas sí, pero..., ¿quién sabe...?. El color desde luego es el
mismo. ¿La misma mano? –dijo dejando en el aire el interrogante–.
Don Federico lo miró esperando que dijera su conclusión, pero el cura se
limitó a encogerse de hombros y añadir:
— Quién sabe…
Para el farmacéutico fue suficiente que el abate, cada vez con más prestigio en Europa por sus descubrimientos y sus escritos, no la descartara
como un dislate de su humilde mente.
El mismo día repitieron algunas de las visitas realizadas el año anterior
para que Cabré captara con su máquina las figuras, y descubrieron nuevas
cuevas de menor interés.
A su vuelta al pueblo, entre los agasajos de doña Caridad, su marido se
acercó al abate y le adelantó:
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL TONTICO
— Para mañana tengo una sorpresa. Creo que le gustará. Está un poco
alejada y hay que darse una buena caminata pero merecerá la pena.
— No me deje usted con la intriga –sonrió el cura–.
— Mañana será otro día abate Breuil...
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PRIMAVERA DE 1950. NUEVAS VISITAS
A LOS ABRIGOS DE LAS COLMENAS
La supervivencia substantiva de una subhistoria translúcida,
a través de las veladuras de la historia
y las tomas brillantes de la cultura.
n la primavera de 1950, un arqueólogo autodidacta almeriense se
decidió a visitar de nuevo la Cueva de los Letreros. Ya lo había he
cho en décadas anteriores, y con la experta compañía del abate Breuil,
Hugo Obermaier, Juan Cabré y Luis Siret. Con este último también había
participado en numerosas excavaciones en la zona de Vera, de hecho se
consideraba su discípulo en materia de arqueología.
Juan Cuadrado estaba obsesionado con relacionar el muñeco mojaqueño,
que viera pintado en muchas de las casas del pequeño pueblo costero de
Mojácar, que había visitado años atrás con Perceval, pintor de renombre
con gran predicamento entre los jóvenes artistas de Almería, con las figuras
que aparecen en las cuevas que rodean el monte del Mahimón, situado entre
los dos Vélez, el Rubio y el Blanco. Nunca había tenido éxito en su empresa,
pero, como hombre tenaz que era, se disponía a repetir visita a la zona.
Esta vez se había buscado un compañero que era buen conocedor de
todo lo relacionado con la historia y las costumbres de la comarca: el padre
Tapia, un cura que además de a las misas, dedicaba su tiempo al estudio de
las riquezas y las tradiciones de su pueblo, Vélez-Blanco. En los últimos
tiempos se había aficionado también a la arqueología. De nuevo un cura
trotando por los cerros en busca de cuevas y de pinturas prehistóricas.
Otra vez la visita le resulta frustrante. Agobiado por los problemas que
tenía con el Museo Arqueológico de Almería, deseaba dejar ya resuelta su
E
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PRIMAVERA DE 1950. NUEVAS VISITAS...
obsesión con el muñeco, pero no acababa de encontrar en las pequeñas
figuras de Los Letreros la similitud buscada. El padre Tapia, al verlo desanimado, le sugiere que visiten nuevas cuevas cercanas; ha oído a alguien que
en los abrigos de Las Colmenas hay un ídolo de esas características. De mala
gana, Juan desciende la pedregosa ladera que defiende Los Letreros y se
encamina con el cura y su guía en dirección norte, hacia el Mahimón Chico.
Sube la nueva ladera y trepa por las rocas con poca convicción, pensando ya
en la vuelta a la capital y a sus líos. Al llegar arriba respira profundamente,
tratando de que el aire llegue a sus pulmones mientras espera al intrépido cura.
Recuperado el resuello, ambos llegan al abrigo y comienzan a mirar sus paredes
sin ver rastro alguno de pintura. Se sientan un rato; el cura duda de si ese será el
abrigo o tendrán que seguir buscando. Al levantarse para comenzar el descenso,
estando casi fuera del abrigo, aparece ante los ojos de Juan el muñeco.
— ¡Éste es! ¡Éste es, padre! –grita al cura que se acerca a contemplarlo–.
— ¿Cómo no lo hemos visto antes? –reflexiona Tapia–.
— Es igual, ya lo hemos encontrado, es el muñeco. ¡Seguro!.
Entusiasmado, busca más figuras en la pared, pero el ídolo es el único
habitante reconocible de la cueva. Prepara su cámara fotográfica y la dispara desde todos los ángulos posibles, tomando posiciones extrañísimas. Su
acompañante sonríe satisfecho mientras mira a Juan enfrascado en su tarea.
Al bajar, el cura trata de convencerlo para que visiten nuevas cuevas:
— Ni hablar padre. Se lo agradezco mucho, pero ya tengo lo que quería.
Mañana mismo me voy para Almería.
El padre Tapia insiste, le encantan las visitas y disfruta enseñando las
curiosidades de su zona, pero no hay manera de convencer a su amigo. Ya
tiene su trofeo y no necesita nada más. Después de tantos años de búsqueda, solitario, en una cueva desconocida, lo ha encontrado.
De vuelta a Almería casi no tiene tiempo para otra cosa que sus trabajos
para el Museo Arqueológico. Tiene el encargo de catalogar las piezas del
mismo, muchas de las cuales están en entredicho por los arqueólogos que
dudan de que su origen sea realmente íbero, sospechando más bien que se
trate de falsificaciones de los hábiles alfareros de Totana (Murcia), que se
las arreglan para que sus figuras de cerámica aparezcan siempre donde se
supone que las pieza ibéricas tenían que aparecer. Él defiende cada pieza
como puede, pero empieza a estar harto.
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PRIMAVERA DE 1950. NUEVAS VISITAS...
Una tarde, con las fotos del muñeco debajo del brazo se presenta en la
tertulia de los Indalianos, un grupo de artistas que, siguiendo a Perceval,
pretenden retomar las raíces de su tierra. El año anterior se habían formalizado como grupo y habían iniciado las tertulias, en las que no sólo se habla
de pintura o de arte; son un grupo de artistas inquietos que debaten, con
buen humor, sobre todo lo que se les ponga por delante.
Al poco de haberse iniciado las tertulias, Juan Cuadrado había aparecido
un día con una figura de barro, supuestamente ibérica, aunque todos sospechaban el origen totanero de la misma. Entre el cachondeo general que presidía la tertulia, en contraposición con la seriedad de la obra de los artistas
que la componen, deciden aceptarla como símbolo de su grupo. Al ver la
figura de cerca, Gómez Abad, uno de los tertulianos, comienza a reír a carcajadas, tan fuertes que sobresalían sobre las de los demás, que ya celebraban la adopción de su símbolo. Viendo que no cejaba en sus risas, todos lo
miraron con curiosidad. El artista trataba de hablar entre risas:
— Es igualico que mi primo Indalecio, el de Pechina.
Tras nuevas carcajadas consiguió volver a articular palabra:
— En el pueblo lo conocemos como el Indalo...
Ante el alborozo general, Perceval pidió silencio y muy serio manifestó
que el grupo ya tenía nombre:
— Nos llamaremos Movimiento Indaliano, y éste será nuestro símbolo,
el Indalo –dijo señalando a la supuesta obra ibérica–.
Terminadas las risotadas, algunos plantean la poca seriedad del origen
del nombre del grupo, pero el líder, Perceval, sentencia:
— Si el grupo tiene éxito haremos famoso el Indalo, y si no... ¿qué más
da su origen?, se perderá como el humo...
Ante tal argumento, nadie se opuso al nombre ni al símbolo, que presidirá desde entonces las reuniones.
Cuando al año siguiente, Juan Cuadrado se acerca a Perceval para enseñarle las fotos del tótem, y le hace ver el parecido con el muñeco mojaqueño que
habían visto pintado como amuleto en las casas de Mojácar, tras un momento
de reflexión, piensa que aquel sí puede ser el verdadero símbolo del grupo.
Al manifestar sus pensamientos a la concurrencia, es abucheado por
querer cambiar a su querido Indalencio, pero el pintor no se amilana y sentencia teatralmente, en la línea chusca que la mayoría de las veces tomaban las
reuniones:
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PRIMAVERA DE 1950. NUEVAS VISITAS...
— Es un origen mucho más digno para nuestro grupo.
— ¡Y mucho más antiguo que el totanero...! –dice Cantón Checa entre el
alborozo general–.
— Entonces decidido –habla el líder–. Éste será a partir de ahora nuestro tótem –dice señalando una de las fotos de Cuadrado–.
— ¿Pero qué dirá D´Ors? –pregunta otro de los artistas, sabiendo que
don Eugenio apoyaba fervientemente al grupo almeriense–.
— Y a D´Ors que más le da... A él le interesa «la supervivencia substantiva de una subhistoria translúcida, a través de las veladuras de la historia y
las tomas brillantes de la cultura», según sus propias palabras –por una vez
Perceval había adoptado un tono serio–.
— ¿Pero nos tomará en serio? –preguntó otro de los pintores–.
— Amigo –responde el líder de nuevo serio– estaremos siempre frente a
las calamidades plásticas del desraizamiento y la dispersión, y lucharemos
por la unidad cultural de todos los pueblos ribereños con base en España, y
con centro difusor y operativo que corresponde a Almería por razones prehistóricas.
Ante tal disertación, que resumía el espíritu del grupo, el silencio es
general. Perceval continúa:
— Como dije el año pasado, cuando nos presentaron a nuestro amigo Indalecio, si triunfamos, haremos famoso nuestro Indalo, y si no... ¿Qué más da una
dudosa figura ibérica o un muñeco sacado de una cueva prehistórica...?
Todos asintieron al razonamiento de Perceval y Juan Cuadrado quedó
satisfecho, ahora sí, con su segundo Indalo.
Al año siguiente, don Eugenio D´Ors, jefe nacional de Bellas Artes y
fundador de la Academia Breve de Crítica de Arte y del Salón de los Once,
presentó en el Museo Nacional de Arte Moderno de Madrid, una exposición
de los artistas indalianos, con la imagen de su tótem como abanderado.
Juan Cuadrado asistió orgulloso a esa inauguración, acompañando a los
jóvenes indalianos, algunos de los cuales habían iniciado su carrera como
alumnos suyos en la Escuela de Artes y Oficios de Almería.
El Movimiento Indaliano había dado su primer gran paso y su Indalo
empezó a ser conocido a nivel nacional.
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EL GABAR
En pocos minutos estaban bajando hasta el valle, seguidos
de cerca del lobo con su alegre trotecillo.
nte la mirada curiosa del lobo, que no les quitaba el ojo de encima,
los dos hermanos se colgaron sus pertrechos y se dispusieron a salir
del abrigo que los había cobijado durante la noche. Ambros echó
una última mirada a la pintura que representaba a su hermano y sonrió satisfecho, mientras remarcaba en el aire la curva del arco de colores que la
coronaba.
Al subir la primera loma, el sol apareció a su derecha. Seguían hacia el
norte; el sur y el este los tenían vedados por la posición de su tribu, y el
oeste lo ocupaba la abrupta sierra de María durante muchos kilómetros. No
tenían pues otra alternativa.
Subían y bajaban continuamente, atravesando todos los barrancos que
descendían de la sierra, y no podían ir muy deprisa porque los pedregales de
las laderas dificultaban enormemente su marcha. Además, tenían que ir precavidos; el lobo parecía haberles cogido cariño y caminaba cerca de ellos,
siempre por una zona más alta, deteniéndose cuando ellos lo hacían e iniciando su trotecillo cuando los hermanos reiniciaban la marcha tras tomar
resuello, mirándolo cada vez más con sorpresa que con recelo.
Varias horas después, agotados, se adentraron en un bosque que se extendía hacia el este rodeando la falda del alto cerro de El Gabar. Aprovecharon para descansar y recolectar las frutas de algunos almendros que se
entremezclaban anárquicamente con los pinos. Al rato, como habían agotado su escasa despensa y no podían vivir del aire, se dispusieron para cazar.
Estuvieron toda la tarde acechando a sus presas hasta hacerse con un par de
A
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EL GABAR
conejos y una despistada perdiz que se había enredado en unos espesos
matorrales. Junto a unas rocas, en un pequeño claro del bosque, encendieron una fogata y prepararon al pájaro como cena, dejando los conejos como
reserva después de limpiarlos y prepararlos como habían hecho tantas veces. Las entrañas que sacaron de los animales las arrojaron cerca de ellos,
donde empezaban a cerrarse los pinos. El lobo no tardó ni un minuto en
aparecer y devorar aquellos restos, simultaneando los tirones con sus fuertes colmillos con un constante gruñido, mezcla de satisfacción y de aviso
para que nadie osara interrumpir aquél festín. Los dos hermanos asistían
sonrientes al espectáculo, mientras ellos devoraban también su exquisita
perdiz tostada al fuego. Antes de prepararse para pasar la noche, se dedicaron un buen rato a partir las almendras con piedras, introduciendo las pepitas en una de las calabazas vacías para tenerlas como reserva energética.
Ante la mirada lánguida del lobo, satisfecho con su gratuita cena, avivaron el fuego y se acomodaron junto a él para pasar la noche. Como el día
anterior, el hermano mayor haría el primer turno de vigilancia; a pesar del
poco temor que ya les inspiraba el lobo no podían fiarse, había otros lobos y
otras alimañas, a las que oían espeluznados comunicarse entre ellas.
Por la mañana, antes de dejar aquel lugar, y en vista del éxito que habían
tenido la tarde anterior, volvieron a afilar sus armas y a hacer nuevo acopio
de víveres. No sabían cuándo iban a encontrar un sitio tan bueno como
aquél. Cuando consideraron cubierta esa labor, descendieron un poco hacia
el oeste, abandonando el bosque para hacer menos incómoda la marcha.
Rodearon el alto cerro bordeándolo por su izquierda. Al fondo, frente a
ellos veían nuevas montañas; podía ser un buen destino instalarse en sus inmediaciones, pero antes de llegar a ellas se extendía una gran llanura, por cuyo
centro creyeron distinguir un gran curso de agua que discurría de oeste a este.
Antes de acabar el rodeo de El Gabar, y de iniciar el descenso hacia la
cuenca que tenían delante, notaron la inquietud de su nuevo compañero, el
lobo, que cada vez caminaba más cerca de ellos. A los pocos minutos se
detuvieron al ver aparecer, por encima del cerro, unos negros nubarrones
que hicieron casi oscurecer el día. Instantes después rayos y truenos se desataron, como compitiendo entre ellos a ver cuál hacía más ruido y cuál
producía más destellos en el aire. La manta de agua que comenzó a caer de
inmediato les hizo reaccionar. Tani tocó el hombro de su hermano y le señaló hacia la derecha; allí, por encima de los árboles se adivinaba en los corta106
EL GABAR
dos de la roca algunas cavernas que les podrían servir de guarida. Corrieron
hacia ellas con los pies enfangados en la pegajosa arcilla mojada temerosos
de los rayos; habían visto en otras ocasiones como fulminaban un árbol en
un segundo, pero para conseguir el resguardo tenían que atravesar un pequeño bosque. Ambos volaron sobre las aljumas de los pinos que cubrían el
suelo y escalaron a toda prisa hasta encontrar el primer hueco en la roca,
adentrándose en ella para evitar la lluvia que seguía cayendo con fuerza.
Una vez dentro, se volvieron para mirar la enorme extensión que minutos
antes se abría ante ellos, pero apenas podían ver a unos metros por la cantidad de agua que caía. Se sentaron, apoyando sus espaldas contra el fondo
del abrigo, y se dieron cuenta de que habían perdido de vista al lobo entre
tanta agua y tanto barro.
Diluvió durante horas, y se cerró la noche sin que las nubes dieran una
tregua; caía agua y más agua, los torrentes corrían arrasándolo todo y la
cuenca del río Caramel se convirtió en un extenso mar.
El día siguiente apareció igual. En esas circunstancias no podían abandonar la cueva, pero seguros de que hasta allí no podía llegar el agua esperaron pacientemente a que escampara y a que la cuenca fuera transitable.
Racionaron su afortunada caza del día anterior porque no sabían cuánto
duraría aquello. Saborearon parte de los conejos que habían ahumado y después se deleitaron con el sabor dulce de las almendras. El agua no les faltaba: habían repuesto sus calabazas colocándolas bajo los chorros que los
salientes de las rocas producían, haciendo de la pared en la que se encontraba su cobijo una enorme catarata.
El segundo día fue pasando aquel diluvio. Poco a poco fue dejando de
llover. Cuando aún caían algunas gotas, acuciados por el hambre bajaron de
la cueva buscando algo de comida. El barro les llegaba en algunos sitios por
encima de las rodillas y casi no podían moverse. Tardaron casi medio día en
conseguir su objetivo y volvieron a la gruta; era imposible pensar en moverse de allí hasta que el agua no dejara de arrollar y el barro no se endureciera.
De momento era imposible cruzar el río Caramel.
Aburrido, Ambros preparó con su técnica habitual una amalgama y se
puso a pintar sobre la roca. Su hermano, nervioso por la inactividad y por el
retraso que llevaban en situarse en lugar seguro –había calculado que al otro
lado del cauce, cuando pudieran cruzarlo, ya estarían fuera del alcance del
maldito brujo y de su venganza–, le recriminó la extraña afición que había
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EL GABAR
cogido a la pintura. Al ver el estado de excitación de Tani, sin decir palabra,
Ambros salió del abrigo y trepó hasta otro, situado justo encima, con forma
de huevo partido por la mitad y con apenas espacio para él, sin poder ponerse de pie, pero al menos allí estaba solo y su hermano lo dejaría en paz.
No se movió de su nueva cueva en todo el día. Con su mezcla roja,
tumbado sobre la roca, trazó unas líneas onduladas imitando el agua que
veía deslizarse por debajo de él. Permaneció allí hasta la noche, sin dirigirse
a su hermano, pintando hasta que la luz se le acabó.
Al día siguiente por fin apareció resplandeciente el sol. Tani trepó hasta
el segundo abrigo –más bien un agujero en la roca– para hacer las paces con
su hermano.
— De nuevo el brujo –dijo señalando una de las pinturas–.
— Sí –contestó seco Ambros, aún enfurruñado–.
— Aquél te quedó mejor –dijo Tani conciliador–.
— Aquí estoy muy incomodo, pero no ha quedado mal.
— ¿Y eso? –le interrogó el menor de los hermanos–.
— Eso es el agua que nos tiene aquí recluidos, en estos agujeros. ¿No
ves que hace esa forma? –dijo trazando ondulaciones en el aire–. Sobre
todo cuando sopla el aire –añadió–.
— Sí, podría ser... –dijo Tani pensativo–.
— ¿Podría ser? Anda, ve bajando. Vamos a explorar un poco, a ver si ya
podemos seguir, y a buscar algo de comida.
Recorrieron las laderas de El Gabar, donde ya se podía caminar casi con
normalidad, y afinaron su puntería con los arcos para hacerse con una par
de perdices a punto de iniciar el vuelo. Hicieron recolección de un buen
número de almendras y de algunas bayas comestibles, y emprendieron el
regreso a su cueva. Al llegar a la ladera que daba acceso a ella se encontraron plantado, delante, al lobo. Dudaron si subir o buscarse otra covacha
para pasar la noche, el lobo permanecía de guardia. De pronto Tani tuvo
una idea, destriparon los animales que llevaban y subieron unos metros, la
fiera estaba expectante, se apartaron un poco a la derecha y dejaron allí las
entrañas, volviendo frente al abrigo dispuestos a esperar. La treta surtió
efecto de inmediato; el lobo se abalanzó sobre los restos y ellos aprovecharon para subir hasta su guarida, sin dejar de mirar sonrientes la voracidad del
lobo.
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EL GABAR
Después del festín, pocos metros por debajo de ellos, el lobo se acomodó bajo una sombra mirándolos. Tani, casi sin salir del abrigo, agarró dos
piedras y le dijo a su hermano:
— Aprovechemos el tiempo.
Los dos empezaron a partir almendras y a guardar sus pepitas. Ambros
se cansó pronto de la monotonía de los golpecitos y, abandonando su herramienta, trepó hasta el pequeño abrigo superior. Inspirado por el radiante sol
que ahora los calentaba, se puso a dibujar pequeños círculos que luego rodeaba con cortas líneas por su alrededor: era como él veía el sol bajando
hacia las montañas a su izquierda. Al rato, harto de pintar soles, cambió de
postura y empezó a trazar, con su simpleza habitual, la figura de un animal
que lo fascinaba, aunque siempre lo había visto de lejos galopando alegremente por alguna llanura. Estaba mirando con cara de duda lo que quería
ser un caballo, cuando oyó a su hermano que lo reclamaba para hacer un
fuego y asar un poco de carne antes de que anocheciera. Bajó con desgana
de su pequeño taller y se puso a ayudar a Tani.
Al día siguiente el sol volvía a lucir en el cielo azul. Volvieron a salir
ampliando un poco más su recorrido, pero sin atreverse a bajar a la cuenca.
El barro se iba solidificando, pero el agua aún corría en abundancia y seguía
siendo imposible cruzar el cauce. El lobo los acompañaba en sus correrías,
cada vez más cerca de ellos, pero cuando se acercaban a la cueva desaparecía de su vista, apareciendo delante del abrigo en cuanto empezaban a subir
la ladera. Repitieron la operación del destripado para que la fiera les permitiera acceder hasta las rocas. Tani esta vez no se alejó tanto y dispuso los
restos más cerca de ellos; el lobo acudió igualmente a por su cena, sin quitarles la vista de encima cuando pasaron junto a él. Ambros subió impresionado por el tamaño de los colmillos del animal vistos de cerca.
Aún estuvieron otros dos días en el mismo lugar, repitiendo sus escarceos y hablando ya de la posibilidad de marcharse; el agua casi había vuelto
a su cauce y el barro parecía transitable. Tani visitaba de vez en cuando la
cueva de Ambros, como él la llamaba, para ver sus progresos pictóricos. La
figura del caballo no le gustó mucho, y enfadó a su hermano diciendo que
no estaba claro si era un caballo, una cabra o un ciervo. El mayor lo echó de
su pequeña reserva con cajas destempladas.
— Ahora voy a pintar un ciervo, para que veas la diferencia, animal –le
dijo mientras lo golpeaba con los pies para que saliera de allí–.
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EL GABAR
Tani, riendo a carcajadas, cayó hasta la entrada de la otra cueva y se
alejó buscando ramas secas para la fogata.
A la mañana siguiente decidieron que era hora de partir y alejarse definitivamente hasta la distancia exigida. Cuando iban a acomodar sus reservas
sobre las espaldas, Ambros subió hasta el segundo piso para despedirse de
sus pinturas. Tani lo siguió y ambos se tumbaron pegados mirando la roca.
— Eso es un ciervo –dijo señalando una nueva figura–.
— Sí, parece que vas progresando... –contestó con sorna–.
— Anda, vámonos que tenemos aún mucho camino que hacer, si el
barro y el agua nos dejan...
En pocos minutos estaban bajando hacia el valle seguidos de cerca por
el lobo con su alegre trotecillo. Según iban bajando, el barro se mostraba
más húmedo bajo sus pies y era más difícil caminar. Cuando pararon horas
después, sobre un pequeño montículo huyendo de la humedad, echaron de
menos al canino. Si a ellos les costaba avanzar, para el lobo ya era imposible
y había optado por abandonarlos. Tani, mientras mordía la carne ahumada
de su pequeña despensa, oteaba sin parar los alrededores en busca de su
amigo, pero no se veía ni rastro.
— No te canses. Nos ha abandonado; por aquí no puede pasar ese animal.
— Lo voy a echar de menos.
— Y él las cenas que le preparabas; ahora tendrá que volver a buscárselas.
El hermano pequeño asintió con la cabeza, con cara de resignación.
Bajo el fuerte sol del mediodía llegaron al río Caramel. El agua corría con
fuerza frente a ellos y, aunque no parecía profundo, tardaron mucho tiempo en
encontrar el lugar que les pareció más adecuado para vadearlo. Al principio fue
fácil, pero cuando se adentraron en la corriente, pisando el suelo cenagoso, apenas
podían avanzar. En un descuido Tani perdió pie y se sumergió por completo bajo
el agua. A duras penas, Ambros consiguió agarrarlo de un pie y atraerlo hacia él
hasta que consiguió la verticalidad. El pequeño tosió durante un rato hasta conseguir echar las bocanadas de agua que había tragado. Aguas abajo contemplaron
como la preciada carga que llevaba Tani flotaba alejándose de ellos:
— Al menos he salvado las armas... –dijo tocando su arco y su lanza–.
— Algo es algo. Continuemos antes de que nos pase lo que al fardo...
Llegaron a la otra orilla extenuados por el esfuerzo y, en cuanto notaron
algo seco bajo sus pies, se tumbaron a descansar boca arriba, mientras el sol
secaba sus cuerpos.
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EL GABAR
La otra ribera del cauce les costó tanto como la primera, pero, según
iban subiendo, la dificultad para caminar iba disminuyendo. Al llegar a la
parte más alta, justo enfrente de donde habían estado varios días, repusieron fuerzas mientras, mirando al sur, contemplaban El Gabar, uno añorando sus pinturas y el otro al lobo.
Subieron y bajaron varios cerros, en dirección noreste. Al llegar a la cima
de uno de ellos, se encontraron a sus pies con un arroyo y se quedaron
boquiabiertos al contemplar al otro lado una enorme gruta.
— ¡Esa es nuestra cueva! –estalló Ambros–.
— Eso ya lo veremos –contestó Tani receloso–.
— ¿Por qué dices eso?
— ¿Y si está ocupada? ¿Y si la habita alguna tribu?
Ambros miró a su hermano moviendo afirmativamente la cabeza:
— Puede que tengas razón. Bajemos un poco y observemos –dijo cauteloso–.
Junto a una enorme encina, mientras comían sus sabrosas bellotas, se
apostaron sin parar de mirar hacia la gruta y sus alrededores, sin ver movimiento alguno de gente. Parecía que habían tenido suerte. Dos horas después, convencidos de que nadie la habitaba, descendieron hasta el arroyo,
donde llenaron sus calabazas con el agua cristalina que dejaba ver el suelo
rocoso y emprendieron la subida hacia la cueva. Por el camino fueron recogiendo ramas secas para su fogata nocturna. Llegaron despacio y cautelosos, sin dejar de mirar para todos lados, bajo la enorme abertura de la gruta,
cuando el sol empezaba a esconderse por su izquierda. De momento aquél
parecía un buen lugar para iniciar una nueva vida. La cueva era mucho más
grande que la Cueva Sagrada que los había llevado hasta allí; parecía deshabitada, aunque con las sombras de la noche ya no podían distinguir nada, y
tenían el agua a sus pies. Tendrían que esperar a la luz del sol del nuevo día
para ver qué otras condiciones reunía la zona y si podía ser el inicio de su
vida lejos de su poblado y de su gente.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
En el techo, que es de piedra, es donde está estampado
el jeroglífico, con tinta encarnada y azul, y tan bien
conservado que parece cosa del día.
las Segovia vivía en El Sabinar, en un cortijo situado muy cerca del
río Caramel, enfrente del cual se extendía una gran masa de sabinas,
que daban el nombre a la zona. Hacia el este dominaba el gran macizo del Gabar, una mole caliza que era la referencia de toda la zona. A la
espalda de la vivienda había una gran llanura llamada la Hoya del Marqués
y al fondo, los altos del Santonge, que configuraban la comarca por el norte.
La zona estaba plagada de fuentes, pozos y abrevaderos para el ganado que
pasaba periódicamente por la vía pecuaria que recorría la zona. En la parte
más baja, se empantanaba el agua en la Cañada del Agua, recubierta en su
mayoría por carrizos y juncos, parada obligada para que saciaran su sed las
ovejas y las cabras.
Blas era agricultor; se dedicaba, junto a su familia, a explotar una gran
finca del marqués de los Vélez, de las muchas que tenía en la zona. En ella
cultivaba cereales, una pequeña huerta, dedicada casi en exclusiva al consumo familiar, y cuidaba del ganado, más de doscientas ovejas y cien cabras,
propiedad, naturalmente, del citado Marqués.
Le ayudaban en sus tareas campesinas sus dos hijos, ya mozos, Blas y
Juan, éste último dedicado casi exclusivamente al pastoreo del ganado. Su
mujer, María, llevaba adelante las tareas caseras, amasaba el pan cada semana en su horno de pan cocer, que alimentaban con la leña que recogían del
cercano monte del Gabar, y atendía a la huerta, cercana al cortijo y situada
junto al río.
B
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
En las épocas en que las faenas del campo se lo permitían gustaba de
salir a cazar. Se echaba su escopeta al hombro y llamaba a Canelo, su perro,
que acudía nervioso sabiendo que tenía por delante un espléndido día por
los montes, levantando y cobrando después las piezas que su amo abatía
con destreza.
Corría el año de 1872 y el verano se acercaba. Antes de que diera lugar el
comienzo de la dura tarea de la siega, a la que se aplicaba toda la familia,
incluida María, una mañana del mes de junio, Blas y su perro salieron hacia
el este, hacia las grandes pinadas que rodeaban el Gabar, en busca de conejos, liebres, perdices o lo que se les pusiera por delante. Poco después tendría que dedicarse durante dos meses a recoger los cereales, y le gustaba
aprovechar los buenos días primaverales antes de meterse de lleno en los
trabajos veraniegos, que eran los que le daban de comer, a él y al marqués,
que se llevaba la mayor parte del grano como impuesto por la renta de las
tierras y el cortijo.
Llevaba ya media mañana entre los pinos sin mucha fortuna. Un poco
harto, salió de la espesura a ver si tenía más suerte en campo abierto. Nada
más abandonar la pinada, Canelo le levantó una perdiz, pero cuando quiso
disparar, el animal se había metido en los primeros pinos y la perdió de
vista. Caminó junto a los árboles azuzando a su perro para que diera con
ella. En cada vuelo de la perdiz se quedaba con la pose sin llegar a darle
tiempo a disparar; el ave parecía más lista que el cazador y el perro, al meterse en la pinada la perdían de vista. Así recorrieron toda la ladera oeste del
monte, entrando y saliendo de los pinos. Blas iba ya de un humor de perros,
ni hacía caso a los conejos que se le cruzaban; estaba obsesionado con la
dichosa perdiz.
Una hora después, cuando el monte ya se acababa, la perdiz giró en uno
de sus vuelos hacia la parte norte del macizo. Ahí seguía habiendo pinos,
pero se abrían grandes claros que hacían ser optimista al desesperado cazador. Tras dos fallidos intentos –al menos ya le había podido disparar– el ave
se paró junto a una lisa pared salpicada de matojos. Blas miró la rocosa
ladera que tenía que subir para seguirla y no se amilanó, resopló e inició la
subida. La fuerte pendiente le hacía no poder seguir con detalle el vuelo de
su enemiga. Casi arriba, antes de llegar a la pared vertical, se paró, miró
hacia su izquierda y vio a la perdiz en la copa de un pino; parecía burlarse de
él, el perro ladraba impotente. Blas apuntó, con cuidado, su posición; con
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
un pie situado más alto que otro le dificultaba la labor. Cuando la tuvo
encañonada disparó, en el mismo momento que el ave levantó el vuelo pasando junto a las rocas, a pocos metros de él. Le largó un segundo disparo
que se estrelló en un hueco de la pared, produciendo un gran estruendo,
mientras la perdiz tomaba la dirección por la que la habían seguido toda la
mañana. Blas se dio por vencido; no estaba dispuesto a recorrer el mismo
camino en sentido contrario, persiguiendo al animal que se había mostrado
mucho más perspicaz que él y Canelo juntos.
Después de descansar un rato y de liarse un cigarro, se acercó hasta la
oquedad adonde había ido su disparo. Había oído hablar a algunos pastores
de la Cueva del Tesoro, paparruchas en las que no creía, pero le entró curiosidad porque su disparo había ido precisamente allí, y se acercó para olvidarse de su frustración. Cuevas como esa las había a montones en la zona,
pero él nunca las visitaba; iba sólo a cazar y no esperaba encontrar en ellas
lo que buscaba. Se metió en la pequeña cueva y curioseó en su interior con
desgana; el suelo rocoso de la misma no hacía presagiar que allí se encontrara el tesoro. De mal humor se sentó en el borde del abrigo, con las piernas
colgando, y se dedicó a contemplar el paisaje. Abajo circulaba el río, con
menguado caudal en esa época casi veraniega, y al fondo las altas sierras de
Santonge, Leira y el Oso recortaban el paisaje. En la primera se distinguía
claramente el estrecho de Santonge, que se abría paso hacia el norte y que
había visitado muchas veces cuando llevaba él el ganado.
Cuando consiguió olvidar la maldita perdiz, saltó de la cueva dispuesto
a volver hacia el cortijo. El perro saltaba, al no tener mejor cosa que hacer,
junto a él reclamando un poco de atención. Jugando con el animal resbaló
quedando de frente a la pared en que se abría la cueva. Entonces observó
que justo encima de ella había otra pequeña abertura en mitad de la roca,
varios metros por encima de la primera. Sin saber por qué, le entró curiosidad y decidió subir a ella. Dejó su escopeta y su morral en el suelo y observó
cual era la mejor zona para acceder. Agarrándose a las pequeñas hendiduras
que había en la roca, trepó con cuidado de no perder pie y partirse el lomo.
Accedió al hueco maldiciendo el momento en que se le había ocurrido tan
peregrina y juvenil idea.
Una vez dentro, se tumbó para descansar y por un momento creyó ver
algo de color en las paredes. Intentó incorporarse y casi se abrió la cabeza
contra el techo de roca; el hueco era de poca altura y no podía ni ponerse de
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pie. Rascándose la cabeza en la zona en que sabía que le iba a salir un
chichón, descubrió que no había una, sino varias figuras de color sobre la
roca. Aquello no era un tesoro, pero le intrigó quién y cuándo habría pintado
aquellos soles, porque estaba seguro de que eran soles aquellos trazos ondulados, y aquella figura que, una vez vista con detenimiento, le pareció algo
parecido a un brujo. Las figuras se desperdigaban por toda la cueva como un
verdadero galimatías. Después de calentarse la cabeza con el significado de
aquellos dibujos, abandonó la cueva, con mucha más dificultad en la bajada
de la que había tenido en la subida. Abajo, el perro ladraba sin parar esperando la bajada del intrépido amo que, al llegar al suelo se santiguó antes de
acariciarle la cabeza a Canelo.
De vuelta al cortijo, tuvo la fortuna de cruzarse con un par de conejos
que mató con rabia; llevaba horas en el monte y no había cobrado nada.
Sonrió aliviado. Si llega a volver sin nada, las sonrisitas de sus hijos, que
mostraban disimuladas cada vez que el padre volvía de vacío, le hubieran
acabado de dar el día.
Comió en silencio, madurando una idea que le rondaba por la cabeza.
Tenía que volver allí y plasmar de alguna manera los dibujos para enviárselos al marqués, por si tenían alguna importancia. De pronto desechaba la
idea pensando que se reirían de él, y minutos después pensaba que debía
hacerlo, al fin y al cabo aquél era terreno del marqués y debía informarle de
aquella cueva tan singular. Al dar el último bocado ya tenía decido que
volvería. Le dijo a su hijo mayor que al día siguiente tenía que salir con él y
que avisara al menor, cuando recogiera el ganado, para que al día siguiente
no lo sacara y los acompañara. Tímidamente trataron la mujer y el mayor de
que les dijera que tramaba, pero Blas no quería dar explicaciones que, allí
sentados, parecerían algo ridículas. Dibujos sobre la roca de una cueva...,
menuda majadería.
Al amanecer del día siguiente ya estaba Blas azuzando a sus dos hijos
para que cogieran la escalera del pajar y lo siguieran. Los hermanos se miraron pensando que a su padre se le había ido la cabeza, pero ni se les ocurrió
rechistar. Cuando ya iban a ponerse en marcha, ante la mirada atónita de
María, a la que tampoco dio ninguna explicación, ordenó a Juan que cogiera
la libreta, que tenía para las pocas veces que había ido a la escuela, y un
lapicero, que también debían llevar. El pequeño obedeció a toda prisa, observado por su madre y su hermano que se encogían de hombros simultá116
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
neamente, sin saber que pretendía aquel hombre que, para no dar explicaciones, ya había echado a andar hacia el Gabar.
Los dos hermanos seguían como podían al padre, arreando con la pesada escalera, hecha con dos largo troncos, a los que iban amarrados con sogas otros más finos que hacían de peldaños, y que utilizaban para meter la
paja en el pajar cuando acababan la trilla. Blas y Juan sudaban de lo lindo
ante la indiferencia del padre que, al menos, tenía la deferencia de no andar
demasiado deprisa y de parar de vez en cuando para que los chicos no reventaran.
Al ver a su padre señalar con el dedo extendido el final del recorrido,
suspiraron; aún les quedaba subir la ladera, pero al menos ya sabían que
aquello tenía fin. Llegaron arriba resoplando y con todo el cuerpo bañado en
sudor. Su padre les dio unos minutos para que bebieran agua y se reconfortaran un poco y luego les indicó dónde debían colocar la escalera. La apoyaron sobre roca firme, cuidando de que estuviera bien asegurada; sólo faltaba
que resbalara y alguno se rompiera los huesos.
Primero subió el padre, mientras los dos hermanos sujetaban la escalera.
Al llegar arriba le dijo a Juan que subiera con su libreta y el lápiz. Éste lo hizo
con agilidad, mientras Blas quedaba sujetando él solo la escalera. Se acomodaron padre e hijo como pudieron en la estrecha concavidad. Cuando estuvieron situados, Blas le dijo a su hijo que quería que copiara todos aquellos dibujos. El joven lo miró incrédulo: había ido a la escuela, pero apenas si sabía
escribir, aunque a veces, cuando estaba en el monte con las ovejas, se entretenía garabateando algún dibujo en su libreta. Al ver su nerviosismo, le dijo que
lo hiciera lo mejor que pudiera, sin aclararle, para no acelerarlo más, que posiblemente aquél dibujo acabara en manos del marqués de los Vélez.
Estuvieron arriba casi dos horas, ante la desesperación del mayor que
esperaba abajo sin saber que hacían. De vez en cuando veía a su padre
asomarse y decirle que ya faltaba poco. Juan rompió varias hojas antes de
conseguir que lo que pintaba se pareciera en algo a todas aquellas figuras
que se repartían anárquicamente por las paredes. Pintar algo que no entendía le resultaba aún más difícil que lo que garabateaba entre las ovejas. Cuando
Blas quedó satisfecho por el resultado, le dijo que bajara y que subiera su
hermano, para que no se fuera sin ver aquellos dibujos extraños. Al verlos,
Blas pensó que a su padre, efectivamente, se le había ido la cabeza. Dijo
que no entendía nada; si su hermano tenía alguna sensibilidad artística, él
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
no tenía ninguna, y bajó delante de su padre pensando que de nuevo tendrían que cargar con la escalera hasta llegar al cortijo.
La vuelta se les hizo dura a los muchachos. Su padre aminoró el ritmo
viendo como iban. Comprendió que había sido una locura hacerles ir con la
escalera; podía haber buscado otra solución para acceder a la cueva..., pero
ya estaba hecho. Antes de llegar al cortijo decidió darles el resto del día libre
para que holgaran a su placer, pero estaba seguro de que no sabrían qué
hacer con su tiempo libre, tan poco acostumbrados como estaban a ello.
Dos días después, aparejó la burra antes de que saliera el sol y puso rumbo
hacia Vélez-Blanco; quería hacer un alto allí antes de bajar al mercado de
Vélez-Rubio. Ese viaje lo hacía de vez en cuando, para vender los sobrantes
de su huerta y de paso comprar todo lo que necesitaban para una buena temporada. Aceleró el paso jaleando a la burra; sabía que el camino era largo.
Entró en Vélez-Blanco y se dirigió directamente a la casa del administrador del marqués de los Vélez, situada en la calle más principal del pueblo.
Ató la burra a una argolla que había incrustada en la fachada para esos
efectos, y golpeó la puerta.
Tuvo suerte, el administrador era una persona muy ocupada con todo lo
que tuviera que ver con el marqués, pero aún estaba en su casa. Lo recibió
un poco sorprendido por la visita: sólo se veían unas veces al año, para
ajustar las cuentas y poco más.
— ¿Qué te trae por aquí Blas? –le preguntó una vez que habían tomado
asiento en su despacho–.
— Verá usted, es una cosa rara... –dijo dubitativo–.
— ¿Rara?
— Sí. Es algo que he descubierto, por casualidad, y que no sé si será una
tontería...
— ¿Un descubrimiento? Cuenta hombre, cuenta. ¿No será un tesoro?
Blas quedó un poco cortado por el comentario sarcástico y pensó que lo
que le iba a decir era desde luego una tontería. Aún así no se echó atrás y
comenzó su relato. Atropellándose, contó cómo había encontrado la cueva
y lo que había descubierto en ella. Al acabar, sacó un papel de su bolsillo y
se lo enseñó: era la copia de las pinturas que había hecho su hijo pequeño.
— Parece un dibujo infantil –comentó don Alejandro mirando el papel
de todas las formas posibles–.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
— Es lo que hay allí pintado.
— ¿Y qué quieres que haga con él? –preguntó el pragmático administrador–.
— No sé qué le parecerá a usted... Yo he pensado enviárselo al señor
marqués; a lo mejor él, o alguno de su casa, lo puede descifrar.
— No sé...
Don Alejandro no lo tenía claro, no sabía si archivar allí el papel o hacerle caso a Blas. Como no era hombre que tomara decisiones impetuosas le
preguntó al campesino:
— ¿Vas al mercado del Rubio?
— Eso quería. Ahí fuera tengo la burra...
— Vamos a hacer una cosa. Vete para abajo, que ya se te está haciendo
tarde, y a la vuelta te pasas por aquí y vemos qué hacer con tu descubrimiento.
— Como usted mande.
Blas salió obediente a por su burra –todavía le quedaba una hora larga
de caminata– y el administrador se quedó pensativo en su despacho, meditando la conveniencia o no de importunar al amo enviándole aquel dibujo.
Estuvo todo el día pensándolo. Cuando volvió el campesino montado
en su burra, ya había tomado una decisión. Había llegado a la conclusión de
que lo mejor era que el propio Blas escribiera la carta, así si al marqués le
parecía una nimiedad, siempre podía decir que no había podido evitar la
cabezonada del campesino.
Nada de esas reflexiones le dijo a Blas cuando volvió a tenerlo delante;
se limitó a comentar que le parecía bien que escribiera una carta para enviar
el dibujo, por si ellos, gente mucho más versada, entendían su significado o
veían que tenía algún valor:
— Pero usted sabe que yo no sé escribir, ni sabría cómo expresarme...
— Eso no es problema, Blas. Tú dime qué quieres poner y yo lo escribo,
luego pones tu marca debajo y ya está.
El pobre Blas estaba un poco perdido, no sabía cómo decir que había
encontrado una cueva en cuyas paredes había pintados esos dibujos que no
entendía, y que mandaba por si fueran importantes. El administrador, acostumbrado a enviar misivas a su señor, le dio forma a los pensamientos del
atribulado campesino y escribió la carta, comentando cada frase con él por
si le parecía bien. Al terminar se la leyó ceremoniosamente:
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
Tengo el honor de remitir a v. e. copia de un jeroglífico encontrado por casualidad en
una cueva perteneciente a v. e.; pues siendo cosa antigua que aquí no puede descifrarse,
lo envío por si acaso contuviera algo concerniente a su Ilustre Casa.
Dispense v. e. moleste con esto su atención, y quedo rogando a Dios guarde su
vida... éste su humilde dependiente.
Blas Segovia Navarro
Excelentísimo Señor Duque de Medina Sidonia, Marqués de Villafranca y los
Vélez. Madrid.
— ¿Está bien así? –le preguntó al terminar la lectura–.
— Creo que sí. Eso es lo que más o menos quería decir.
— Pues entonces, terminada la cuestión. Vete para el Sabinar que se te
va a hacer de noche en el camino...
Lo despidió en la puerta y le recordó, mientras soltaba las riendas de la
burra de la argolla, que antes de un mes subiría a por el grano. La cosecha
estaba a punto de comenzar.
Durante varias semanas, Blas no se acordó de la cueva ni de su dibujo.
Toda la familia trabajaba de sol a sol segando los campos, el trabajo más
duro de todo el año. Después trillaron las espigas, para separar el trigo de la
paja, y a continuación aventaron, tirando al aire con palas de madera el
resultado de la trilla, para que la brisa se encargara de hacer volar levemente
la paja mientras los granos limpios caían al suelo, hasta conseguir la parva,
toda la mies en el suelo, el grano por un lado y la paja por otro. Ahora sólo
les quedaba esperar unos días hasta recibir las instrucciones del administrador, que acudía puntualmente a medir las fanegas de trigo que había dado la
tierra del señor marqués, y decidir si lo guardaba allí temporalmente o se
llevaba su parte, la del marqués, directamente, según como estuviera de
ocupado con las demás fincas que administraba.
Tres días después, cuando Blas ya estaba nervioso pensando que podía
venir una nube y estropearles todo el trabajo realizado, apareció el administrador, montado en una mula y seguido por varios carros.
Concentrado en la importante medición, de la que luego tenía que dar
cuenta a su señor, don Alejandro nada dijo respecto a la carta enviada, hasta
que acabó la faena. En cuanto los hombres que llevaba empezaron a cargar
los sacos de la parte del marqués en los carros, sin perder de vista la opera120
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
ción, se acercó a Blas, que ayudaba en la carga junto con sus hijos, y lo
separó un poco del resto:
— Ha escrito el marqués –le dijo intrigante–.
— ¿Dice algo de las pinturas? –preguntó recordando de pronto su cueva–.
— Dice que quiere más detalles de dónde está, de cómo es y todo eso.
— ¿Entonces no le ha parecido una tontería?
— A lo que se ve no –contestó el administrador palmoteando la polvorienta espalda de Blas–.
El campesino iba ya a reemprender su ayuda con los sacos pero don
Alejandro lo detuvo:
— Espera hombre. No tengas tantas prisas por trabajar.
— Es que hay mucha faena...
— Ya lo sé hombre, ya lo sé. En cuanto termines de guardar tu parte, te
bajas al pueblo y le contestamos al señor marqués. ¿Te parece?
— Lo que usted diga. ¿Le parece bien el sábado? –preguntó–, es que así
aprovecho y bajo al mercado.
— Pues el sábado. Es el mejor día, ya sabes como ando en esta época
con la medición de las cosechas... Hay que llenar cuanto antes la Tercia,
para que el amo este contento...
La familia al completo acabó el día reventada. Cuando los carros del
marqués se marcharon repletos del grano que ellos habían sudado, se dispusieron a cenar para acostarse aún de día, como las gallinas, para poder iniciar al día siguiente, antes de que amaneciera, la faena que aún les quedaba
a ellos: meter su grano en el granero y la paja en el pajar, algo que tenían que
hacer ellos solos, los hombres del amo de aquellas tierras habían traspuesto
tras el sonriente administrador montado en su mula.
Durante la temprana cena, Blas se decidió a contarle a su familia el carteo con el amo. María ponía cara de no gustarle –«cada uno debe saber estar
en su sitio», decía siempre– y los hijos recordaron el mal día que pasaron
arreando con la escalera, por lo que, sin decir nada en voz alta, maldecían en
su interior al señor marqués, ahora que sabían que era el causante de aquella
penalidad, como de otras muchas... se atrevió a pensar el mayor.
El día previsto Blas acudió con su burra a la casa del administrador. Iba
hecho un lío con lo que tendría que decir en su nueva carta. Se tranquilizó
cuando don Alejandro empezó a hacerle preguntas para dar forma a la epístola:
— He traído esto –dijo Blas sacando algo de su bolsillo–.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
— ¿Y qué es? –preguntó el administrador mirando la mano de Blas–.
— Es una moneda, creo que es de cobre, que encontré hace tiempo por
Santonge.
— A ver –don Alejandro cogió la moneda–.
— Como me dijo que el señor marqués preguntó por objetos y otras
cosas, he pensado...
— Muy bien, Blas. Has hecho muy bien. Se la mandamos por si le parece
importante o valiosa.
Dicho esto, el administrador cogió papel y pluma e inició la carta, preguntando a Blas antes de escribir sobre las cosas que su señor quería saber.
Al terminar, antes de que Blas pusiera su cruz, se la leyó:
Excmo. Señor:
En contestación a la que v. e. se digna mandarme, el sitio en que se encuentra la
cueva, se llama cerro del Gavar.
Es grande, y la mayor parte de él pertenece a su Ilustre Casa, como terreno de
monte.
La mencionada cueva no tiene nombre, y al parecer habrá pocos que lo sepan, pues
el encontrala fue una casualidad.
En el techo, que es de piedra, es donde está estampado el jeroglífico, con tinta
encarnada y azul, y tan bien conservado que parece cosa del día; y regularmente tuvieron
que hacer andamios para gravarlo; pues dista del suelo dicha cueva como unas cuatro
varas al poco más o menos.
Aquí no hay más conocimientos, que en algunas ocasiones se han presentado algunos
forasteros de los pueblos circunvecinos buscando la mina del Gavar, que dicen ser de oro.
Quedo enterado de lo que dice v. e. en la suya del 3 del actual, teniéndolo presente
por si es casualidad que encontrásemos algunos objetos, mandándole una moneda de
cobre, encontrada en un labrado en el sitio de Santonge de éste término.
Dios guarde la vida de v. e.
Vélez-Blanco 10 de Julio de 1872.
Blas Segovia Navarro
Excmo Señor Duque de Medinasidonia, Marqués de Villafranca y los Vélez.
Madrid.
— A mí me parece bien. ¿Y a usted?
122
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1872, BLAS SEGOVIA
— A mí también. Ha quedado muy bien, yo creo que el señor marqués
quedará satisfecho.
— Pues si no ordena nada más, cojo mi burra y me voy al mercado, que
es tarde.
— Nada más Blas. Si hay alguna noticia nueva te la haré saber.
— Quede con Dios.
— Adiós hombre.
Blas volvió a sus faenas camperas y a su caza con Canelo, olvidándose
pronto de su cueva y de las cartas de su amo, del que no volvió a tener
noticias durante el resto de su vida.
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MOTOS Y BREUIL VISITAN EL GABAR
Es que se ha equivocado de cueva, monsieur Breuil.
l segundo día de la segunda campaña en la zona de los Vélez, en el
año 1912, el abate Breuil estaba preparado para la sorpresa que le
había prometido don Federico de Motos. A primera hora de la mañana ya estaban todos listos para la marcha, incluidos Hugo Obermaier,
compañero de aventuras del cura; Juan Cabré, el ayudante, con su cámara
fotográfica en ristre; Luis Siret, el amigo del boticario; y Juan Jiménez, el
Tontico, que ya tenía dispuestas las dos mulas y no había parado, desde una
hora antes, de dar instrucciones al campesino que le ayudaba para tenerlo
todo dispuesto para el momento en que su mentor diera la orden de salida.
Salieron del pueblo en dirección opuesta a los abrigos de Las Colmenas
que habían visitado el día anterior, hacia el norte por el camino que se introducía en la sierra de María. Al dejar atrás las últimas casas, Cabré los requirió para que posaran, de espaldas al pueblo, e inmortalizar en su cámara el
momento de inicio de la excursión. Entre protestas de todos, sobre todo de
Breuil que ardía en deseos de entrar en faena, se colocaron siguiendo las
instrucciones del fotógrafo que quería que, por encima de ellos, apareciera
majestuoso el castillo de los Fajardo. Cuando ya estaba compuesto el cuadro y Juan había conseguido apartar a las mulas que se empeñaban en salir
en primer plano, se hizo el retrato y continuaron la marcha.
Apenas un kilómetro después, se desviaron hacia el nordeste, por un
camino que bordeaba las estribaciones de la sierra, y estaba en mucho peor
estado que el que dejaban atrás. Subieron y bajaron durante casi dos horas
hasta desembocar en una gran llanura que separaba la sierra de María del
monte del Gabar. Enseguida se adentraron en los primeros pinos y empeza-
E
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MOTOS Y BREUIL VISITAN EL GABAR
ron a bordear el monte. El camino había desaparecido y ahora transitaban por
una estrecha vereda entre los pinos. Agradecieron el abrigo del bosque; la
mañana había amanecido fresca y la fría brisa les había dejado la cara helada.
Al llegar al claro desde el que ya se veía la cueva, antes de subir la última
ladera, decidieron almorzar para tener ya libre el resto de la mañana y dedicársela a la sorpresa. El abate interrogaba interesado al boticario sobre lo
que iban a ver, pero éste no soltaba prenda, no quería adelantar nada. En
vista de eso el cura, dio por terminado el refrigerio y se remangó la sotana
para iniciar la subida. Todos lo siguieron, excepto el Tontico y su ayudante
que tuvieron que recoger todo mientras veían ascender impetuoso al abate y
a su comitiva.
Nada más llegar, el abate se metió en la cueva y empezó a indagar nervioso. Don Federico, tras él, sonreía mirando a los demás. Unos minutos
después, el cura, tratando de no ser desagradable, se dirigió al boticario:
— ¿Cuál es la sorpresa don Federico? Sólo veo una covacha, que evidentemente no ha sido habitada, no reúne condiciones para ello, y en la que
no veo rastro alguno que sea interesante. Sus paredes están limpias, casi
inmaculadas, diría yo –añadió inquieto–.
— Es que se ha equivocado de cueva, monsieur Breuil, –contestó irónico–.
— ¿Cómo? Usted ha dicho que era aquí –dijo muy seguro–.
— Y es aquí, sólo que un piso más arriba...
— ¿Cómo dice? –el cura tenía la misma cara de asombro que el resto de
acompañantes–.
— Salga. Salga usted de ahí y le indicaré.
Todos abandonaron la estrecha cueva haciendo señas entre ellos de no
entender nada. Don Federico, que había querido gastar una broma, se puso
serio y les indicó que miraran hacia arriba, a la otra cueva que se abría en la
roca por encima de la primera.
— Esa es la que tenemos que visitar –dijo señalando la pequeña oquedad a la que había llamado piso de arriba–.
— ¿Ese agujero? –preguntó Cabré viendo la cara de decepción de su jefe–.
— Ese agujero, sí.
— ¿Y cómo pretende que subamos ahí? –intervino el grueso Obermaier,
que no se veía trepando por la roca–.
— Está todo previsto don Hugo. Juan, saca la escala –dijo dirigiéndose
al Tontico, que acababa de llegar hasta ellos con sus mulas–.
126
MOTOS Y BREUIL VISITAN EL GABAR
Juan obedeció de inmediato y sacó de una de las aguaderas una escala de
cuerda, con pequeños peldaños de madera para que las sogas que hacían de
guías no se pegaran a la roca y se pudieran así apoyar medianamente bien los
pies. Ahora entendía por qué su jefe le había insistido en que la hiciera así.
Había realizado el encargo semanas antes, siguiendo las instrucciones de
don Federico, pero sin saber muy bien para qué podría servir aquello.
— Ahora trepa hasta allí y asegura bien la escala en una roca de arriba
–ordenó a Juan, que miró la roca dudando de su habilidad para ello–.
El guía obedeció sin rechistar, se agarró a la roca como una lapa ante la
mirada expectante de todos y enseguida estuvo arriba. Hizo señas a su ayudante para que le tirara la escala y luego la amarró con destreza a una roca
saliente en la boca del agujero. Cuando hubo terminado la operación y se lo
indicó a don Federico, éste se agarró a las cuerdas e inició la ascensión:
quería ser el primero en subir por si había algún problema. Al llegar arriba le
dijo a Juan que bajara, dos personas casi no cabían allí. Después le dijo al
abate que subiera, sin perder de vista la sujeción que Juan había hecho. El
cura, que estaba impaciente, subió con rapidez con su sotana remangada y
sujeta al cinturón. El boticario se apartó de la boca para que Breuil se colocara en el centro medio tumbado, no podían ni ponerse de pie. Mientras el
abate iniciaba la inspección, don Federico tuvo que parar la ascensión de
Obermaier que ya tenía agarradas las cuerdas. Le aclaró que apenas cabían
dos personas y que tendrían que hacer la inspección por turnos.
Durante un rato los dos visitantes no hablaron ni palabra, el cura mirando hacia el techo de roca, a menos de un metro de su cabeza, y el boticario
pendiente de no quitarle la luz sin caerse al vacío.
— Es realmente sorprendente que en este agujero haya tantas pinturas
–fue lo primero que acertó a decir Breuil–.
— ¿Qué le parece?
— No acabo de entenderlas muy bien. Estoy sorprendido por quién y
por qué subió hasta aquí y no me acabo de centrar. La verdad es que ha sido
una sorpresa. Es diferente a todo lo que he visto hasta ahora.
— Ya sé que los científicos no hacen especulaciones..., pero como yo no
lo soy voy a reflexionar en voz alta. Todos esos soles –dijo señalándolos–
parecen...
— Una obsesión –dijo el cura sin dejarlo terminar y dándose cuenta de
inmediato de que había caído en la trampa de la especulación–. ¿Es lo que iba
a decir, no? –añadió enseguida tratando de no hacer suyas esas palabras–.
127
MOTOS Y BREUIL VISITAN EL GABAR
— Es lo que iba a decir, me ha leído usted el pensamiento. Parece como
si alguien hubiera echado de menos el sol y hubiera tratado de iluminar el
cubículo con sus pinturas.
Breuil no contestó. Se limitó a quitarse la boina y cambiar de postura
para seguir mirando con detenimiento. Don Federico se animó a seguir dando su versión de lo que veían:
— Esas rayas onduladas parecen indicar agua, quizás las del río –dijo
señalando hacia fuera–, o alguna inundación –al añadir esto el cura volvió
su mirada hacia él, y justo a su izquierda contempló al fondo el estrecho de
Santonge–.
— Un momento... –giró varias veces la cabeza hacia fuera y hacia la
parte más exterior de la cueva–. Esas dos tes enfrentadas, ¿las ve? –dijo
sin esperar contestación–, podrían representar el estrecho aquél –añadió
indicándolo y arrepintiéndose al instante de haberse metido en aquella
disquisición–.
— Podría ser un mapa de la zona...
— Ya veremos, ya veremos –le cortó el abate que creía que había llegado demasiado lejos al expresar sus pensamientos en voz alta–.
— ¿Y esto? –insistió el farmacéutico–. ¿No le parece un brujo?
— ¿Otro brujo don Federico?
— Estoy pensando en voz alta abate; no me haga caso, apenas es un
boceto..., podría ser un arquero...
— Podría..., Podría...
— Está bien, está bien, ya sé lo que me va a decir. Mejor me bajo y lo
dejo con sus reflexiones.
— Me parece bien. Dígale a Obermaier que suba, aunque no sé si vamos
a caber los dos aquí dentro –dijo mirando hacia los lados–.
El boticario se preparó para descender. La bajada era realmente lo más
difícil: había que ponerse de espaldas al vacío y tantear con los pies hasta
encontrar los peldaños estrechos de madera. Desde abajo le guiaron hasta
que aseguró sus dos pies, después era coser y cantar.
El siguiente visitante se santiguó antes de agarrar las cuerdas y subir el
primer pie al peldaño; no estaba muy seguro de que aquel invento aguantara
su peso. Desde arriba, el abate le dijo que él estaría pendiente del amarre
para darle confianza. Lo más difícil para Obermaier fue adentrarse en la
cueva y poder colocarse junto al cura, que se había adentrado un poco para
128
MOTOS Y BREUIL VISITAN EL GABAR
facilitar la labor de su compañero. Esperó a que resoplara varias veces y
entonces empezó a señalarle las pinturas sin hacer comentario alguno.
Abajo, don Federico echó un largo trago de agua del botijo que le acercó
Juan, sin querer responder a Cabré, que lo interrogaba expectante por lo que
había arriba. Al acabar el trago, se limpió la boca y no tuvo más remedio que
contestar:
— Aunque le parezca mentira, ahí arriba hay pinturas, creo que prehistóricas, pero no le diré más, es mejor que las descubra usted sin ningún
prejuicio –por una vez hacía caso a Breuil–.
Don Hugo duró poco, bajó resoplando. Cabré, sin esperar sus explicaciones, inició la subida. Un rato después fue el cura el que descendió. Tomó
asiento y sacó de su bolsa un bloc, dispuesto a tomar notas de lo que había
visto mientras acababa el turno de las subidas. Cabré se asomó y reclamó su
cámara de fotos que, con las prisas, había dejado olvidada sobre una roca.
El Tontico se encaramó con ella y se la dio sin entrar en la cueva.
Después subió Siret, advertido de lo que iba a ver porque su amigo ya le
había contado en una de sus extensas cartas el descubrimiento. Cuando Cabré
acabó su sesión fotográfica, el cura reclamó volver a subir para hacer sus
calcos; a pesar de las fotos, él seguía con su método. Pidió a Siret que se
mantuviera arriba para que le ayudara, y evitar así una nueva subida al boticario, al que no le hubiera importado volver a subir, pero estaba seguro de
que el abate lo prefería así para que no continuara calentándole la cabeza
con sus especulaciones.
Al acabar todo el trajín de subidas y bajadas, don Federico propuso buscar una buena sombra y comer algo.
— Me parece oportuno –dijo Breuil como líder de aquel grupo–, pero
después me gustaría recorrer la zona. Estoy seguro de que tiene que haber
más cosas interesantes...
— No va usted descaminado. Hay una cueva, que nada tiene que ver
con ésta, pero hay que darse otra buena caminata...
— A eso hemos venido ¿no? –le contestó mientras soltaba su sotana del
cinturón y la sacudía como podía–.
— Le adelanto que en esa cueva yo no he visto pinturas.
— No sólo de pinturas vive el arqueólogo –contestó sonriente tras su
particular cita bíblica–.
— Como usted quiera.
129
MOTOS Y BREUIL VISITAN EL GABAR
Juan descolgó la escala con la ayuda del campesino, ante la atenta mirada de todos, y la metió de nuevo en la aguadera. Después arreó a las mulas
para que bajaran en busca de la deseada sombra y poder echarle un buen
tiento a la bota, ya lo iba necesitando.
Con los estómagos llenos, y después de un ligero descanso, reiniciaron la
marcha en dirección noreste, comentando la extraña cueva que habían visto y
sus sorprendentes figuras. Bajaron hasta el río Caramel y lo cruzaron, con
mucho cuidado, ya que todos estaban advertidos de que aunque llevaba poco
agua, su fondo era de greda que al saturarse de agua se hacía impermeable y
muy resbaladiza. Don Hugo fue de nuevo el que más sufrió en la empresa,
pero ayudado por Juan y por el campesino alcanzó la otra orilla sin caerse.
Subieron y bajaron varios cerros hasta alcanzar de nuevo la planicie. A partir
de ahí, el camino era más fácil hasta llegar a un cortijo, situado a unos cientos de
metros de su objetivo. Allí pararon a descansar y a saludar a sus ocupantes, a los
que tanto don Federico como el Tontico y su ayudante conocían.
130
16
LA CUEVA DE AMBROS
¡Había un lobo en la roca mirándome!
mbros y Tani despertaron cuando el sol empezó a iluminar la cueva.
Sus cuerpos doloridos por la paliza del día anterior tardaron en reaccionar. Se sentaron en la entrada y planearon sus acciones del día
mientras comían un poco de carne seca que les quedaba, con los ojos cegados
por la fuerte luz que enfrente de ellos ya sobrepasaba las montañas. Habían
pasado más de dos horas desde que el sol empezara a salir, por lo que decidieron que no tenían tiempo que perder. Discutieron como dos buenos hermanos
antes de ponerse en marcha. Estaban de acuerdo en lo fundamental, tenían
que explorar los alrededores para estar seguros de que aquella podía ser su
nueva morada, pero el pequeño mantenía que debían de hacerlo juntos y el
mayor que por separado. Ambros se impuso, era vital recorrer el mayor espacio posible cuanto antes, y por separado lo harían antes. Tani tuvo que admitir
que aunque más arriesgada, la apuesta de su hermano era más lógica.
El pequeño salió hacia el este, molesto por la insistencia de su hermano
en que fuera con cuidado, se limitara a inspeccionar los alrededores y que
estuviera de vuelta cuando el sol hallara en lo más alto. Ambros cogió la
ruta más difícil: remontar el arroyo que discurría por delante de la cueva, al
fondo del barranco que la separaba del bosque empinado por el que habían
llegado la tarde anterior.
Tani recorrió algo asustado los primeros cerros cuajados de pinos que se
iba encontrando, temeroso de que en cualquier momento encontrara alguna
tribu que diera al traste con la idea de instalarse allí, pero poco a poco fue
relajándose y disfrutó, con los ojos muy abiertos, del paseo mañanero. Después de andar un buen rato por una ladera que alternaba sus afiladas rocas
A
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LA CUEVA DE AMBROS
con una tierra blanca y agrietada, divisó, al acabar los pinos, una gran extensión frente a sí. Una enorme rambla del mismo color blanco que llevaba un
rato pisando se cruzaba en su camino. Bajó hasta llegar al torrente de agua
que mansamente discurría hacia el sur. Se refrescó gozoso en ella y se limpió
la pegajosa greda blanca que se había adherido a sus pies. «Sin duda –pensó– este arroyo se encontrará más abajo con el río que ayer cruzamos», pero
como el sur era la dirección de la tierra ahora prohibida para ellos, optó por
subir en dirección contraria a la corriente. A su derecha el paisaje se parecía
al que había atravesado hasta llegar allí. Un rato después se sentó a descansar sobre una roca, contemplando la cristalina agua mientras comía algunas
bayas sabrosísimas que había ido cogiendo en su caminar. Aquél parecía un
buen límite para el primer día; si seguía alejándose no estaría de vuelta a la
hora prevista y tendría una nueva discusión con su hermano. Una vez descansado volvió a subir la empinada ladera en dirección oeste y enfiló su
vuelta hacia la cueva. Aunque iba bastante más al norte que a la ida, el
paisaje era muy similar: abundantes bosques y mucha caza a la vista. Pero
recordando las advertencias de Ambros no se detuvo, ni siquiera preparó su
arco, que llevaba cruzado por el pecho durante toda la mañana. Justo cuando el sol llegaba a su cenit, divisó un cerro rocoso que estaba seguro era
donde se encontraba la cueva, que no podía ver porque había llegado casi
por detrás de ella.
El recorrido de Ambros no fue tan placentero, al menos al principio. El
arroyo iba encajonado entre paredes casi verticales y junto a él abundaban
las zarzas y los lentiscos, que dificultaban enormemente su ascenso. De vez
en cuando tenía que cambiar de ladera porque las matas no le dejaban avanzar. Cuando las laderas empezaron a tumbarse y el cauce se amplió, decidió
darse un descanso. Refrescó en el agua un buen puñado de moras y se las
comió parsimoniosamente mientras observaba los alrededores. A un lado, la
ladera seguía bastante vertical y en lo alto se adivinaban algunas cuevas en
la roca, tras él; en la otra orilla la pendiente era algo menor y también había
numerosos abrigos, situados bastante más bajos. Acabadas las moras, echó
un buen trago de agua y empezó a subir la ladera más escarpada, era la más
difícil, y cuanto antes la explorara mejor. Recorrió varias cuevas, que resultaron ser abrigos poco profundos y donde solo había rastros de animales; no
parecían haber estado habitadas nunca. Satisfecho por ello se animó y subió
hasta lo más alto. Desde allí pudo contemplar, a lo lejos, el río Caramel,
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LA CUEVA DE AMBROS
detrás de varios cerros, y más lejos aún se adivinaba el contorno norte de El
Gabar, donde había pasado unos días resguardado del mal tiempo. Añorando las pinturas que había dejado en él, bajó de nuevo al arroyo y repitió la
inspección de los abrigos de ese lado con el mismo resultado: sólo excrementos de animales y algún que otro hueso, pero ningún signo de vida humana. Llegó a la conclusión de que aquella zona podía ser adecuada para
esconderse si fuera necesario, pero desechó instalarse allí por la escasa profundidad de los abrigos, que poco les resguardarían de las inclemencias del
tiempo en cuanto éstas llegaran. Pasada esa zona, se abría un ancho campo
ondulado, rodeado siempre a mediana distancia de bosques y nuevas laderas. La marcha era mucho más cómoda y anduvo un buen rato hasta donde
el arroyo empezaba su curso. Antes de llegar a los altos montes que se elevaban a su izquierda, decidió regresar. Fue un rato en dirección norte y, antes
de llegar a la zona boscosa, giró a su derecha en dirección a levante, hasta
que según sus cálculos debería estar cerca de la cueva. Estuvo un rato desorientado, no la veía por ninguna parte. De pronto comprendió, por la orientación de su cueva hacia el sureste, que debía estar justo detrás de ella.
Rodeó un cerro y, cuando miraba sin encontrar lo que buscaba, oyó los
gritos de su hermano que le indicaba la dirección a seguir. Al llegar hasta él
comprobó que efectivamente había pasado por detrás de ella. A media ladera, para no pasar por las rocas del cauce, llegaron hasta la cueva.
Sentados en el mismo sitio que por la mañana, se contaron sus exploraciones mientras devoraban lo poco que les quedaba para comer. Llegaron a
la conclusión de que ambas expediciones habían sido un éxito: ninguno había encontrado rastro de sus semejantes, la caza era abundante así como las
bayas a las que Tani ya se había aficionado, y no les faltaría agua. Por una
vez, de mutuo acuerdo, decidieron que aquella iba a ser su cueva, al menos
durante una buena temporada.
Nada más comer, sin darse descanso alguno, prepararon sus armas y
cruzaron el arroyo dispuestos para la caza; su despensa estaba vacía y tenían que empezar a hacer acopio de víveres. Sin alejarse demasiado hicieron
unas cuantas presas y las destriparon antes de volver; no querían hacerlo en
la cueva para no atraer alimañas al olor de los deshechos. Antes de salir del
bosque recogieron toda la leña que podían acarrear y llegaron a su guarida
cuando el sol ya no se divisaba por encima de los montes que rodeaban el
arroyo.
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LA CUEVA DE AMBROS
Agotados por el intenso ajetreo del día, prepararon una buena fogata en la
parte más alta de la cueva, junto a la entrada, asaron una de sus piezas y la
comieron en silencio. Con las primeras sombras de la noche avivaron el fuego
y se dispusieron a descansar por turnos, por si el fuego no fuese suficiente para
desalentar a las fieras nocturnas que ya empezaban a oírse en la oscuridad.
Ambros hizo, como siempre, el primer turno de guardia. Lo pasó divagando sobre lo que les esperaría en su nueva morada, echando mano a sus
armas cada vez que oía ruidos entre la maleza cercana. Le costó trabajo
despertar a su hermano, que se había instalado al fondo de la cueva y dormía a pierna suelta. Cuando consideró que estaba suficientemente espabilado, se adentró en la oscuridad y cayó rendido.
El día siguiente lo dedicaron también a la caza. Tenían que hacer acopio
de víveres y de pieles; el tiempo seguía estable pero no sabían cuanto duraría así. Cuando empezaran las lluvias, el viento y después la nieve no les
sería nada fácil moverse por la zona. No sabían lo que les esperaba, pero
intuían que sería aún más duro que en su antiguo poblado. Por la tarde se
dedicaron por fin a estudiar bien la cueva y a pensar como la tenían que
acondicionar para poder vivir en ella.
La gruta era bastante grande, la mayor que habían visto hasta entonces.
Se abría como un gran boquete en un macizo rocoso. La entrada era muy
amplia, con una longitud de más de veinte metros y una altura que, en la
parte más alta, tendría al menos diez metros; luego la roca iba bajando hacia
el interior hasta encontrarse con el suelo, el fondo se hallaba a más de quince metros. Tenía el suelo ligeramente inclinado, quedando la parte del oeste
a más de un metro de profundidad que la del este. Una gran roca se elevaba
justo en el centro, protegiendo en parte la entrada. La orientación sureste de
la abertura hacía que estuviera protegida de las terribles ventiscas del norte,
al menos eso pensaban ellos.
Acordaron habilitar la parte mas profunda para dormir, protegiéndola
con un parapeto de piedras seguros de que hasta allí no llegaría el agua de la
lluvia, aunque el suelo de la cueva estaba más bajo que el exterior una pequeña elevación en la vertical de la entrada y la fuerte pendiente hacia el
arroyo harían que el agua discurriera por fuera sin anegarla. La parte más al
este, la más alta, la utilizarían para el fuego porque estaba más cerca del
exterior, y así evitarían ahogarse con el humo, ya que no había ninguna cavidad que pudiera hacer de chimenea. Esa tarde solo les dio tiempo a limpiar
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LA CUEVA DE AMBROS
la zona destinada al descanso y a amontonar todas las piedras que se distribuían por el suelo junto al parapeto natural de la entrada. Estaban seguros
de que todos aquellos restos provenían de haber sido utilizada la cueva
anteriormente como zona de preparación de las piedras para utensilios manuales; la forma de las lajas afiladas y la alta concentración de material les
hizo llegar a esa conclusión. Con esa limpieza, además de reforzar un poco
la entrada, evitaban herirse los pies al primer descuido, tan afiladas eran que
algunas las apartaron para utilizarlas ellos mismos cuando les hicieran falta.
Nada más ponerse el sol ya estaba Ambros haciendo su guardia y Tani
acomodándose en el fondo de la cueva. Esa noche, sin saber por qué, se
oían menos gritos de alimañas por la zona.
Ambros despertó de pronto con una extraña sensación de estar siendo
observado. El corazón empezó a acelerársele al levantar la vista hacia la
roca de la entrada; sobre ella un lobo lo miraba fijamente, su silueta terrible
se dibujaba perfecta. ¿Qué está pasando aquí? –pensó–, ¿dónde estaba su
hermano? El lobo seguía inmóvil mirándolo; Ambros tanteó a su lado pero
no encontró sus armas, las había dejado junto a la roca al terminar su guardia. ¡Estaba perdido! Se estaba incorporando despacio, cuando el lobo dio
un gran salto hacia fuera y abandonó la roca. Él corrió como un poseso para
coger su arco antes de que el lobo reapareciera. Quién apareció, sin embargo, fue su hermano, que había bajado al arroyo a aliviarse junto a él y a
recoger un poco de agua. Tani se asustó al ver la expresión del mayor, que
no acertaba a explicarle lo que había pasado:
— ¡¿Dónde estabas?! –le gritó como un loco–.
— He bajado un momento al arroyo antes de despertarte –contestó sin
entender la excitación de su hermano–.
— ¡Había un lobo en la roca, mirándome! –dijo señalando hacia ella–.
— ¿No estarías soñando?
Ambros se abalanzó sobre Tani y forcejearon hasta que el mayor se tranquilizó y el pequeño creyó lo que le decía. Los dos se armaron y empezaron
a escrutar los alrededores. Al salir unos metros con precaución, apareció de
pronto, sobre una roca en la ladera de la izquierda la figura del lobo.
— ¡Ahí está! –gritó el mayor preparando su arco para disparar sin que el
lobo hiciera ademán de moverse–.
— ¡Es Lobo! –gritó eufórico Tani–. Deja el arco –le dijo tranquilamente
a su hermano que miraba asombrado su cara de felicidad–.
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LA CUEVA DE AMBROS
— ¿Qué? –contestó sin saber muy bien qué hacer–.
— Es Lobo, nuestro lobo.
Ambros pareció reconocer entonces la figura que los había seguido durante muchos días y que habían perdido de vista al cruzar el río.
— ¡Maldito animal! Menudo susto me ha dado –añadió un poco más
tranquilo bajando su arco–.
El pequeño se acercó despacio hacia el lobo sin que este hiciera intención de moverse hasta que estuvo cerca, entonces bajó de la roca y retrocedió unos pasos. Tani se detuvo y lo llamó, pero el animal, algo receloso no se
decidía a acercarse:
— Déjalo tranquilo –oyó a su espalda–.
— Sí, será lo mejor hasta que se vuelva a acostumbrar a nosotros.
— Vamos, no podemos perder el día con tu lobo, hay que seguir con la
caza, el tiempo no tardará en cambiar.
Pasaron casi todo el día cazando sin que Lobo los perdiera de vista ni un
momento, pero sólo se acercó hasta ellos para devorar las entrañas que Tani
le ofrecía sonriente. Volvió detrás de ellos a la cueva con sus andares saltarines y se acomodó a pocos metros de la entrada. El resto de la tarde no se
movió de su sitio, observando atentamente el ir y venir de los dos hermanos
acarreando piedras para hacer su muro de protección al fondo de la cueva.
A la hora de dormir, el pequeño se dirigió a su hermano:
— Tengo una idea. A lo mejor no está mal que Lobo nos haya seguido...
Ambros lo miraba sin entender, dejándose coger por el brazo arrastrado
hasta la zona de dormir.
— ¿Qué haces? –le preguntó en voz baja–.
— Vamos a hacer la prueba. A ver si Lobo nos hace de guardián...
— ¡Tu estás loco!
— Chiss..., hazme caso, no perdemos nada.
Mientras los hermanos se acomodaban para dormir –el mayor poco convencido de hacerlo–, el lobo trepó hasta la roca de la entrada. Ambos vieron
la silueta oscura de Lobo mirándolos durante un instante, hasta que giró
sobre sí mismo y dejó caer su cuerpo apoyando la cabeza sobre las patas
delanteras, mirando al exterior. Tani dio un codazo a su hermano y sonrió:
— Lo ves –dijo en voz baja–. Se acabaron las guardias... Él las hará por
nosotros.
— Estáis locos. Tú y el lobo –le contestó dándose la vuelta para dormir–.
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LA CUEVA DE AMBROS
A pesar de la nueva vigilancia, el mayor estuvo en duermevela toda la
noche; de vez en cuando levantaba un poco la cabeza para ver si el lobo
seguía allí. Cuando veía su figura como esculpida en la roca, volvía a bajar la
cabeza y a intentar dormir. La siguiente noche apenas se despertó un par de
veces para mirar, pero a la tercera dio por buena la vigilancia y durmió de un
tirón, como hacía semanas que no había hecho.
Pronto cambió el tiempo y llegaron las fuertes lluvias: no como las tormentosas que habían sufrido en su camino al exilio, sino días y días sin ver el
sol y sin parar de caer agua. No podían hacer muchas salidas; aprovechaban
los pocos claros que había para aumentar su despensa, pero era muy difícil
atravesar el crecido arroyo y moverse después sobre el suelo embarrado.
Afortunadamente las medidas previsoras de los hermanos habían hecho que
tuvieran la despensa repleta, y habían tenido tiempo de secar muchas pieles
que ahora les servían para cubrirse y poder soportar el fuerte frío que poco
a poco se iba metiendo. También habían recopilado un buen montón de leña
que mantenían a resguardo y con la que podían tener permanentemente
encendida la fogata. Lobo se había instalado con ellos y ocupaba siempre la
mejor zona junto al fuego. A veces, a pesar de la lluvia, hacía alguna salida
para procurarse alimento; Ambros no estaba dispuesto a que el animal contribuyera a menguar su despensa, aunque su hermano le procuraba algo de
alimento cuando el mayor estaba ocupado con sus pinturas.
Cuando acabaron las lluvias comenzó el viento, que soplaba con una fuerza terrible; menos mal que habían acertado y la orientación de la cueva quedaba a resguardo de los vientos dominantes del norte y de poniente, aún así
algunas ráfagas se colaban dentro de la cueva esparciendo el humo y haciéndoles toser durante un buen rato. La vida empezaba a ponérseles difícil.
Al despertar una mañana, se encontraron con todo cubierto de blanco:
la nieve se había adueñado de la zona y ahora sí que serían difíciles las
salidas, por la dificultad de caminar sobre ella y por el intenso frío. Algunos
días el arroyo aparecía con una fina capa de hielo, tan quebradiza que dificultaba aún más la posibilidad de atravesarlo. Les esperaba una buena temporada recluidos en su cueva.
Para pasar entretenido el crudo invierno, Ambros había vuelto a sus
pinturas. Pasaba horas preparando su material y mirando a las paredes mientras su hermano jugueteaba con Lobo o perfeccionaba sus armas. Después
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LA CUEVA DE AMBROS
de mucho pensarlo se había decidido a dibujar un hermoso caballo, como
los que había visto por las praderas del norte antes de tener que recluirse.
Pasó horas palpando las paredes para elegir el mejor sitio y que las rugosidades de la roca le ayudaran a dar más realismo a lo que pretendía hacer. Con
un carbón fue trazando la silueta pacientemente. Cuando no estaba satisfecho con algo lo borraba mojando un poco de esparto en agua y restregándolo contra la pared. Tani se burlaba de su afición y reía a carcajadas cada vez
que su hermano borraba algo que no le gustaba. Normalmente aceptaba
bien las risotadas pero a veces, cuando estaba realmente cabreado por algo
que se le resistía, atacaba al menor y le restregaba el manojo de esparto por
la cara dejándolo totalmente tiznado. Aquellos ataques les servían para
mantenerse en forma, ya que forcejeaban durante un buen rato tratando de
embadurnarse el uno al otro, teniendo como resultado que ambos acababan
manchados de negro mientras que el lobo, que no entendía muy bien aquellos juegos, gruñía a Ambros enseñándole los dientes, sin llegar nunca a
atacarlo; Tani lo calmaba antes de que eso pudiera suceder.
Hasta que no estuvo realmente satisfecho con el dibujo hecho con el
carbón no empezó de verdad a pintar su caballo. Los días en que el sol
brillaba y no hacía viento, salían a buscar sus trampas y a restituir la leña que
quemaban sin parar. Ambros estaba entonces deseando acabar con esos trabajos para volver a la cueva y retomar su pintura, lo que no siempre podía
hacer porque los días eran cortos y, cuando volvían, la luz dentro era tan
escasa que casi no veía su figura.
Así pasaron todo el invierno. Aprendieron a atarse unas pieles en los
pies para poder caminar por la nieve, que ya se había asentado en el terreno;
sus piernas ya no se hundían hasta las rodillas. De vez en cuando algún
resbalón inoportuno le hacía darse un tremendo batacazo a alguno de los
dos mientras el otro reía antes de acudir al rescate.
Ambros no consiguió culminar su obra al final del invierno; las salidas se
iban haciendo más frecuentes y le quedaba poco tiempo para su afición,
pero la enorme figura del caballo ya dominaba la estancia poniendo un poco
de colorido en sus vidas.
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EL RÍO
Una joven saltaba divertida y, cada vez que lo hacía,
sus senos firmes vibraban brillantes por los reflejos
del sol sobre el agua que discurría por ellos.
ntes de llegar la primavera, la nieve era cada vez más escasa manteniéndose sobre todo en las zonas de umbría. Los hermanos, hartos
de la cueva, empezaron a salir a diario: necesitaban ejercicio y que
les diera el aire en la cara. No sólo se dedicaban a cazar o a recolectar, a
veces paseaban durante horas con el único objetivo de disfrutar del hermoso paisaje que los rodeaba y que el sol iba reanimando, llenando de colores
los prados. Sus cuerpos se iban tonificando y calentando tras la forzada
hibernación.
En esos días, Ambros consiguió por fin culminar su obra y la dio por
terminada. Su hermano lo felicitó por el realismo que había conseguido. A
veces, mientras la contemplaban, Lobo se unía a ellos enseñando sus colmillos; Tani lo sujetaba, temeroso de que se abalanzara sobre el caballo y se
dejara los dientes en la roca.
Con el avance de la primavera las salidas no siempre las hacían juntos. Si
había que cazar o buscar otros alimentos, lo que era muy frecuente, unían
sus fuerzas y sus ingenios para ello, pero cuando no era así cada uno tomaba
un camino; se habían convencido de que no había nadie por la zona y se
encontraban totalmente relajados. Tani siempre iba con Lobo, que no lo
dejaba ni a sol ni a sombra, y Ambros lo hacía solo. A ambos les hacían bien
esos paseos y dejar de verse las caras durante algunas horas.
Ambros caminaba casi siempre hacia el sur; sabía que se acercaba al
límite de la zona prohibida, pero había descubierto una zona donde la ram-
A
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EL RÍO
bla que Tani viera el primer día y el río que los dos cruzaron tan penosamente meses atrás se juntaban, dando lugar a grandes charcas y pozas rodeadas
de vegetación y donde abundaban las aves, las ranas y los peces, a los que
pasaba horas persiguiendo hasta conseguir ensartar alguno con una de sus
flechas. Luego se tumbaba sobre el verde panza arriba, dejando que el sol
fuera tostando su piel y tonificando sus músculos.
Un día, ya entrado el verano, cuando se hallaba reposando al sol detrás
de unos juncos, le pareció oír chapoteos en el agua, unos ruidos diferentes a
los que estaba acostumbrado. Se incorporó sigilosamente y entreabrió un
poco los juncos mirando hacia la zona donde había oído los chapoteos,
temeroso de que alguien les pudiera arrebatar la tranquilidad de la que gozaban. Con los ojos como platos trataba, sin conseguirlo, de distinguir bien de
qué se trataba. Arrastrándose tras los juncos que llenaban la ribera, fue situándose de manera que pudiera enterarse de qué estaba pasando al otro
lado del río. Una vez colocado enfrente de la poza que lo intrigaba, volvió a
entreabrir cuidadosamente los juncos. Su corazón le dio un vuelco al ver a
una hembra retozando en el agua: no se podía creer lo que veía, una joven
saltaba divertida y cada vez que lo hacía sus senos firmes vibraban brillantes por los reflejos del sol sobre el agua que discurría por ellos; cuando se
daba la vuelta, una hermosa melena de pelo negro se enredaba por la espalda sin llegar a tapar las poderosas nalgas que se tensaban en cada salto.
Ambros se percató entonces de que aquello que le colgaba entre las piernas
y de lo que casi se había olvidado volvía a cobrar vida por si solo, con cada
salto de la hembra crecía un poco más. Soltó los juncos y miró su olvidado
miembro; en ese instante cesaron los saltos y por un momento temió que
apareciera más gente y tuviera que salir huyendo a toda prisa. Volvió a escrutar entre la maleza, mirando hacia todos lados por si descubría más semejantes, pero no veía a nadie. Al volver sus ojos a la poza descubrió que la
hembra había desaparecido; excitado, movía la cabeza sin cesar buscándola.
Volvió a arrastrase con cuidado de no arañarse su crecido pene pero sin que
su cabeza sobrepasara el paramento vegetal que lo ocultaba. Subió un poco
por la ribera para tener mejor visión y, cuando creyó encontrar el sitio adecuado, volvió al acecho. Instantes después descubrió de nuevo a la hembra.
Había terminado sus juegos y reposaba ahora boca arriba tendida en la hierba, jadeante después del esfuerzo, con los oscuros pezones apuntando al sol
y el vientre reluciente por la humedad subiendo y bajando sin parar. Ambros
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EL RÍO
estaba a punto de saltar, cruzar el río y situarse sobre ella, pero sabía que no
podía hacerlo: no estaba seguro de quién más habría por los alrededores. Se
recostó y dejó una sola mano en los juncos mientras que con la otra acariciaba su miembro a punto de explotar, hasta que tuvo que soltar las plantas y
taparse con esa mano su propia boca para apagar los goces de placer que se
escapaban por ella. Tras reposar respirando profundamente varios minutos,
volvió a mirar entre los juncos temiendo que su ahogado placer hubiera sido
oído en la otra parte del río. Suspiró al ver la hermosa figura descansando
plácidamente con la respiración ya lenta y acompasada, como si estuviera
dormida. No fue consciente del tiempo que la estuvo contemplando, hasta
que al desaparecer ella entre los árboles hacia el este, trató de incorporarse
y casi se cae de bruces, sus piernas y uno de sus brazos se le habían dormido
por la quietud en que los había tenido. Los masajeó hasta que notó un picante hormigueo que los hacía volver a ser útiles. Antes de abandonar el río,
miró hacia la zona donde había visto desaparecer la negra melena de la
hembra, pero ya no había ni rastro de ella. Cayó entonces en la cuenta del
peligro que había corrido, estaba claro que una hembra sola no era lógico
que estuviera por allí si más o menos cerca no hubiera más gente.
En el camino de vuelta no paraba de pensar, por un lado, en el hermoso
descubrimiento que había hecho y que le había hecho recordar que era un
macho y, por otro, en la posibilidad de que cerca de allí, al otro lado de la
rambla, que nunca habían cruzado, hubiera alguna tribu que les pudiera
complicar la vida. Antes de llegar ya había decidido no contar nada a su
hermano para no inquietarlo, además pretendía en los días siguientes seguir
disfrutando de aquel espectáculo, lo quería para él solo, y de paso tratar de
averiguar si realmente estaban o no en peligro.
Tardó unos días en volver a las pozas; las obligaciones de mantenimiento
eran primordiales y dedicaban a ello la mayor parte del tiempo. En cuanto
tuvo ocasión, volvió al río pero lo encontró solitario; pese a ello no disfrutó de
sus correrías tras los peces y las ranas, por miedo a ser visto desde el otro lado.
La tercera vez que volvió tuvo suerte y pudo contemplar a la solitaria
hembra refrescándose en el agua. Las anteriores visitas le habían servido
para buscar la mejor posición para observar sin ser visto y estar más cómodo que la primera vez. Sentado, con la espalda apoyada en el suave tronco
de un álamo, se deleitaba con los juegos; ahora, mejor situado, acertaba a
ver como el agua corría por los ensortijados vellos del pubis de la joven
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EL RÍO
hasta escurrirse entre sus piernas. A lo largo de la mañana volvió a darse
placer, sobre todo cuando en una de sus salidas del agua creyó que los ojos
negros del otro lado del río se habían posado en los suyos. Aunque estaba
seguro de que no podía verlo, por un instante creyó que coincidían en su
trayectoria y los labios voluptuosos y entreabiertos habían esbozado una
sonrisa; aquello le produjo tanta excitación como los senos danzando bañados por el agua e iluminados por el fuerte sol.
Durante todo el verano repitió una y otra vez sus bajadas al río, no siempre con la misma suerte. Su carácter había cambiado y su hermano lo interrogaba sin éxito y le recriminaba que se hubiera olvidado de las pinturas. Él
contestaba con evasivas y trataba de no descubrir ni su preocupación por la
posibilidad de una tribu cercana ni su excitación cada vez que pensaba en la
hembra retozando para él.
Avanzado el verano, en uno de sus acechos, la hembra, a la que él ya
llamaba en su interior como Río, por ser el sitio donde la había descubierto y
donde la gozaba en solitario, abandonó la poza que solía utilizar para el baño
y se situó en el centro de la corriente, a apenas unos metros de él, tan cerca
que podía hasta olerla, lo que le obligó a encogerse un poco tratando de
ocultarse un poco más. Ella, ajena al espionaje, daba patadas al agua y giraba
sobre sí misma sin parar, mientras a Ambros se le iba nublando la mente
creyendo que en cualquier momento ella oiría las palpitaciones de su pene.
De pronto cesaron las patadas y los giros, ella se paró de espaldas a él, mirando el agua, como si hubiera visto algo que le interesara y se agachó con intención de recoger algo del fondo del río; sus nalgas poderosas quedaron a la
altura de su vista y vio como entre sus piernas brillaban los extremos del vello
goteando. Sin poder dominar su voluntad, como un felino se presentó tras ella
sin que hubiera tenido tiempo de enderezarse y agarrándola de las caderas la
penetró con furia. Ella trató de incorporarse dando fuertes codazos a ambos
lados, pero la fuerza del excitado Ambros era sobrehumana y su cuerpo no se
inmutaba con los golpes que recibía, no dejaba de mover sus caderas adelante
y atrás acompasando el ritmo con su agitada respiración. En la lucha, ella
cayó de rodillas sobre el agua que se deslizaba impasible entre sus mulos,
facilitando aún más la penetración; tuvo que dejar de forcejear y apoyar sus
manos en el lecho del río para no caer de boca sobre él. Acabada la resistencia
solo se oyeron durante unos minutos los jadeos de la pareja, hasta las ranas
habían cesado en su monótono croar. Culminado el éxtasis, Ambros sacó su
142
EL RÍO
miembro aún duro y a toda velocidad desapareció por su orilla, mientras ella
caía de bruces al río. Cuando consiguió sacar la cabeza y girarla mientras se
quitaba el agua de los ojos, sólo le dio tiempo a ver la fuerte espalda de un
hombre desapareciendo en la maleza. Chapoteó con rabia sentada en mitad
del río, maldiciendo el traidor ataque que había sufrido. Llena de odio se acercó hasta el escondrijo de Ambros sin encontrarlo allí y, sin atreverse a ir más
lejos, volvió hacia su orilla y desapareció en la maleza.
Ambros no paró de correr durante un buen rato, hasta que estuvo seguro
de que nadie lo seguía, entonces se dejó caer al suelo asqueado por su acción
y consciente de que había cometido una torpeza; ya imaginaba a toda la tribu
buscándolo, no contaba con que Río no iba a contar nada. La hembra, pasado
el susto inicial y la impresión del primer impacto, había sentido algo nuevo,
algo que no conocía y al final, pese a la crudeza del asalto, un placer que la
había excitado durante unos maravillosos segundos. Tampoco contaba con
que Río estaba advertida del peligro de alejarse sola, lo que hacía de vez en
cuando, y que si contaba lo sucedido tendría su propio escarmiento.
Los días siguientes Ambros estuvo más taciturno que de costumbre. A
pesar del peligro que sabía que corrían, no contó nada a su hermano, que
optó por dirigirse a él sólo cuando era imprescindible, harto de los bufidos
que recibía cada vez que lo intentaba.
Pasaban los días y la tribu no aparecía por ningún lado. Él seguía estando
precavido y procuraba no alejarse mucho de la cueva y de que su hermano
tampoco lo hiciera solo. Una semana después estaba convencido que no lo
andaban buscando, de ser así ya habrían dado con él. Volvió a ser más sociable y a dejar que Tani y Lobo fueran por donde quisieran, afortunadamente
nunca les daba por ir hacia el sur. Conociendo a su hermano, sabía que difícilmente se acercaría hasta lo que consideraban el límite de su exilio: el río.
Días después, Ambros, empezó de nuevo a ir hacia el sur, cada vez un
poco más lejos pero sin llegar hasta el río, temiendo que allí lo pudieran
estar esperando. Sin embargo la imagen de Río no se le borraba de la cabeza
y cada vez llegaba más cerca, sin notar nada distinto a otras veces. El día
que por fin se decidió a llegar hasta las pozas, lo hizo por un sitio distinto,
pues sabía que su escondrijo ya no le serviría. Llegó por el norte, junto a la
rambla, sin parar de observar cautelosamente la otra orilla. Se acercó, adentrado en la maleza por la ladera por si tenía que salir huyendo, y se apostó
sobre un pino para tener mejor visión. No vio a nadie en toda la mañana y
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EL RÍO
volvió sobre sus pasos, contento porque nadie parecía buscarlo y triste porque su bañista no había aparecido, lo que tampoco le extrañaba después del
susto que le debía haber metido en el cuerpo.
Pero Ambros estaba equivocado, ella había vuelto varias veces y no habían coincidido. Al tener que estar alerta disfrutaba menos de su baño. La
realidad era que, además de por el agua, volvía buscando aquellas musculosas espaldas que había visto desaparecer entre los juncos.
Tras varias visitas, vigilando siempre encaramado a un pino, vio como Río
llegaba hasta la otra orilla, cruzaba cautelosa hasta cerca del escondrijo y,
cuando estaba segura de que no había nadie, volvía hasta su poza, sin perder
de vista los juncos ni un momento, deseando verlos moverse. Ambros esperó
un rato por si había alguien acechando escondido, hasta que no pudo más y
bajó del pino saliendo hasta la orilla de la rambla, a unos cien metros de las
pozas. Se paró mirando hacia ella, que no hizo ningún ademán de salir huyendo. Despacio, tanteando el suelo que pisaba, fue acercándose hasta situarse
delante de su escondrijo. Río no dejaba de mirarlo y acompañaba sus saltos en
la poza con descuidadas caricias sobre sus tersos senos. Sin dejar de mirarla,
excitado cada vez más, cruzó despacio el río y cuando ella le sonrió se metió
en la poza dando saltos hasta que llegó junto a ella. El agua fría templó un
poco sus ansias y jugueteó un rato al compás que le marcaba hasta que ella se
decidió a salir del agua y se tumbó sobre la hierba. Al verla subir las rodillas y
abrir las piernas su miembro volvió a la vida y se abalanzó sobre ella, forcejearon un poco, más como un juego excitante que como defensa, hasta que él la
penetró, con energía pero no con furia y ella elevó sus piernas para facilitar la
consumación. Se movieron como locos durante unos minutos, ella con sus
manos sobre las caderas de él y Ambros asiendo fuertemente los pezones
duros de ella, que chillaba con una mezcla de placer y dolor a cada empellón
que recibía. Si hubiera habido alguien a menos de un kilómetro a la redonda,
hubría oído sin duda los gemidos de placer de aquellos dos cuerpos jóvenes
entregados al máximo al goce absoluto.
Tumbados cara al sol, el uno junto al otro, fueron recobrando el ritmo
normal de sus corazones. Hasta entonces no se habían dicho ni palabra.
Después Ambros le pidió que le contara dónde vivía su tribu y qué peligro
podía correr. Así se enteró que el poblado de Río estaba lejos, hacia el este,
pero que acudían con frecuencia a los bosques que había a una hora de
camino, que eran ricos en caza. Ella aprovechaba aquellas expediciones para
144
EL RÍO
acercarse hasta el río y refrescarse un rato. Él no le contó la verdad, por
miedo a que si sabían que eran sólo dos pudieran acabar con ellos cuando
quisieran. Le dijo que moraban hacia el oeste, sin hablarle de la cueva ni de
su hermano. Después de darse a conocer, con los cuerpos calientes por el
sol, volvieron a enzarzarse en una pelea carnal con final feliz.
Al despedirse, ella le aseguró que nada contaría a su gente, y que volvería allí cada vez que pudiera. Él le aseguró que volvería todos los días a
esperarla y repetir aquel juego que estaban aprendiendo juntos y que tanto
le gustaba.
Ambros volvió a ser el mismo de siempre; estaba de buen humor y gastaba bromas a su hermano, acostumbrado a aquellos cambios tan repentinos. Lo convenció para que la caza la dejaran para la tarde, cuando el sol ya
no quemara tanto, y así tenía todas las mañanas para ir al río a esperar la
aparición de aquella hermosa hembra que lo tenía fascinado.
Hasta que acabó el verano no falló ni un día en su visita a las pozas.
Tardaba casi dos horas en llegar, pero se había aficionado a hacer parte del
camino corriendo, por lo que lo acortaba en casi una hora. Como por las
tardes tenía que salir a cazar estaba en una forma espléndida, sus músculos
se marcaban por todo el cuerpo, y sólo se destensaban cuando Río los recorría con sus dedos temblorosos.
A pesar de haber llegado el tiempo de las tormentas, Ambros seguía yendo
al río todos los días, hasta que se convenció de que Río no volvería a aparecer
por allí hasta el verano siguiente. Cayó entonces en una melancolía que volvió
a sumir a Tani en un mar de dudas sobre lo que le pasaba a su hermano.
Hacía un año que habían salido de su poblado y les habían pasado muchas cosas, pero la que más le había impresionado a Ambros fue la de las
últimas semanas. La imagen de Río desnuda estaba siempre en su cabeza, y
a veces dudaba si contárselo todo a su hermano y acudir ambos en busca de
la tribu, pero aquello le parecía tan peligroso que enseguida lo desechaba.
«¿Pero que va a ser entonces de mí?», se decía con rabia cada vez que llegaba a esa conclusión.
Obligado por las circunstancias y arrastrado por su hermano, se dedicó a
llenar su despensa y a prepararse antes de que llegara el frío y el invierno,
ahora más oscuro que nunca para él.
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18
EL ENCUENTRO
Río estaba asustada, sabía lo que quería su corazón,
pero temía decirlo
asada la época de lluvias, el viento se había apoderado de la región.
Los hermanos aprovechaban cualquier claro para seguir llenando su
despensa, ya bastante bien provista. Cazaban y recolectaban todo lo
que les parecía comestible acompañados de Lobo, que no los dejaba ni a sol
ni a sombra.
No había ni un solo día en el que Ambros no recordara sus encuentros
veraniegos. Algunas veces se acercaba hasta las pozas con la esperanza de
encontrarse con Río, aun sabiendo que en esa época era poco menos que
imposible: no había excusa para que ella se separase de su tribu, ni tampoco
era muy conveniente. Cualquier día empezarían a caer unos tímidos copos
de nieve y poco después el campo se cubriría de blanco y se verían recluidos
en su cueva todo el invierno. La tribu también tendría que limitarse al recinto de su poblado dispuestos a pasar la terrible época de frío y nieve.
Una mañana, en la que el viento no hacía demasiados estragos, los dos
hermanos salieron a cazar a los bosques cercanos en dirección este. En
pleno acecho, cuando su pieza estaba a punto de caer, Lobo abandonó el
escondrijo a toda velocidad espantando la caza, pero no era ese su objetivo;
siguió corriendo a toda velocidad mientras los frustrados cazadores se miraban extrañados por la actitud del animal. Poco después Lobo apareció situándose frente a ellos y haciendo ademanes de volver a salir hacia el lugar
de donde venía. Tani tardó poco en entender que lo que quería era que lo
siguieran. Con las armas preparadas, salieron tras el lobo hasta salir de la
pinada y subir una pequeña loma. Al llegar arriba, el animal miraba fijamen-
P
147
EL ENCUENTRO
te hacia la zona baja, Tani hizo lo mismo y señaló a su hermano la dirección,
haciéndole señas de que no hiciera ruido.
Lo que Ambros había temido durante tanto tiempo por fin iba a suceder:
una tribu numerosa y bien armada escrutaba sin detenerse todo el terreno,
acercándose hacia ellos. El mayor tardó unos minutos en convencer a su
hermano, mucho más sorprendido que él, de que lo mejor era salirles al
encuentro antes de que se acercaran a la cueva y descubrieran su escondrijo,
aun sabiendo que tenían pocas posibilidades de vencer a la tribu que seguía
buscando metódicamente en cada rincón.
Bajaron la ladera y se internaron en el bosque que los separaba de los
intrusos hasta encontrar un pequeño claro dispuestos a esperarlos; preferían
el amparo de los pinos al campo abierto. Casi media hora después aparecieron los primeros hombres armados. Esperaron un poco para comprobar cuántos eran antes de dejarse ver. Más de veinte hombres con las lanzas en las
manos y los arcos cruzados sobre el pecho se detuvieron al llegar al claro.
Ambros y Tani salieron del otro lado entre los pinos, frente a ellos, acompañados de Lobo. La tribu se detuvo de inmediato y se puso a la expectativa,
no sabían si aparecerían más hombres junto a los dos jóvenes y el lobo, que
poco a poco iba enseñando cada vez más sus largos colmillos, gruñendo
inquieto. Tani lo tranquilizaba en voz baja para que permaneciera junto a
ellos. Ambros, que no había tenido tiempo de contarle nada a su hermano le
dijo, antes de dejarse ver, que lo dejara hablar a él, y que contuviera a Lobo
para que no iniciara una refriega de la que saldrían mal parados; ya tenía
pensada su estrategia para tratar de evitar ser atacados.
Un hombre, bastante mayor que ellos, se adelantó a los demás dando a
entender así que era el jefe de la tribu. Para evitar un inminente ataque,
Ambros se dirigió a ellos:
— Nuestra tribu nos envía para preguntaros qué hacéis en nuestro territorio.
Tani miró a su hermano un poco perplejo, pero enseguida entendió que
lo que quería hacerles ver es que no estaban solos, si no estaban perdidos.
El jefe tardó un poco en contestar; seguía mirando tras los dos hermanos esperando ver aparecer más gente de un momento a otro. Sólo dio unos
pasos hacia ellos –los colmillos relucientes de Lobo le hacían ser prudente–
antes de hablar:
— Buscamos a alguien que ha ofendido a nuestra tribu –dijo con mucha
seguridad–.
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EL ENCUENTRO
— ¿Alguno de los nuestros? Nosotros somos pacíficos, y no salimos
nunca de lo que consideramos nuestro territorio.
El jefe miró detrás de él e indicó a alguien, que aún permanecía entre los
pinos, que se adelantara hasta situarse a su misma altura. Tani, inquieto,
miraba hacia atrás queriendo hacerle ver que el resto de su tribu esperaba
escondida el desenlace.
Los ojos de Ambros se abrieron como platos al ver situarse junto al jefe a
Río, con la cabeza baja, más hermosa que nunca. Se volvió hacia su hermano
y le dijo que no dijera nada, oyera lo que oyera a partir de ese momento.
— Esta hembra de nuestra tribu dice haber sido asaltada por un joven,
en la época del calor, junto al río.
Ambros sintió que estaba perdido, no podía negar nada ante ella. Una
mirada furtiva de Río, que permanecía en actitud sumisa junto al jefe, le
hizo recobrar fuerzas y disponerse a afrontar lo que fuera:
— ¿Sabéis quién lo hizo?
La pregunta del jefe resonó en los oídos de Ambros, que con una sola
mirada dio a entender a su hermano que sabía de qué le hablaban, y que otra
vez lo iba a meter en un buen lío:
— ¿Y qué si lo sabemos? –contestó tratando de no manifestar su inquietud–.
Río permanecía cabizbaja, temiendo que en cualquier momento le preguntaran si alguno de aquellos jóvenes era el responsable de lo que crecía
dentro de ella. El jefe contestó:
— Nuestra tribu es numerosa y tendrá que hacerse cargo de una boca
más en poco tiempo, ya que el hijo de esta hembra no tendrá quién se haga
cargo de él.
El jefe había subido el tono de su voz al decir solemnemente sus últimas
palabras, lo que inquietó a Lobo que enseñaba aún más sus colmillos y gruñía más fuerte, pese a las indicaciones que le hacía Tani esperando la respuesta de su hermano, que al oír la palabra hijo se había quedado mudo,
fijando sus ojos en la incipiente tripa de Río, en la que hasta entonces no
había reparado. Una nueva y fugaz mirada de ella lo sacó de su silencio:
— Si nadie de tu tribu es capaz de hacerse cargo de la hembra y de su
cría, yo lo haré.
Tani se quedó estupefacto al oír a su hermano; estaba seguro de que era
el causante de aquello y empezaba a temer que el encuentro no iba a terminar bien.
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EL ENCUENTRO
— Entonces fuiste tú –preguntó el jefe clavando su mirada en los ojos
de Ambros–.
— Yo fui –contestó de inmediato–. Pero no fue como dices. Estuvimos
juntos bastantes veces.
Toda la tribu dio un paso adelante blandiendo sus lanzas y algunos tomaron sus arcos. El jefe extendió las manos para pararlos. Sabía lo que había
pasado y que el joven no mentía. Le había costado que Río le contara lo
sucedido, ella se negaba una y otra vez pero al final no tuvo más remedio
que contar sus encuentros con Ambros en las pozas.
— ¿Y dices estar dispuesto a alimentar y cuidar a la hembra y a su cría?
— Sí. Si no hay nadie entre vosotros que quiera hacerlo –antes de terminar la frase ya se había arrepentido de no haber dicho sí a secas–.
En el ambiente saltaban chispas. Ambros cogía por el brazo a su hermano, que se había puesto en posición de combatir, y éste a su vez sujetaba a
Lobo dispuesto a saltar en cualquier momento. De pronto se rompió el silencio:
— ¡¡Yo lo haré!!
Todos miraron al hijo del jefe, que se había situado junto a Río:
— Pero ellos no deben quedar sin castigo –añadió volviendo su mirada
hacia Ambros–.
Por un momento el jefe quedó en silencio. Ya sabía la intención de su
hijo, pero también sabía que Río se había negado a aceptarlo. Al contrario
que su padre, era arrogante y ella lo odiaba, había intentado seducirla varias
veces aprovechando la posición que su padre tenía en la tribu:
— Hace un momento no tenías quién se hiciera cargo de ti y ahora tienes dos voluntarios –dijo mirando con ternura a Río–. Tú debes decidir
–añadió sosteniendo la mirada de su hijo–.
Río estaba asustada, sabía lo que quería su corazón, pero temía decirlo.
También sabía lo que le esperaba junto al hijo del jefe y no estaba segura de
que esa elección salvara a Ambros. En plena duda oyó la potente voz de
Ambros:
— ¡Yo lucharé por ella!
El jefe tuvo que sujetar a su hijo que se había dispuesto hacia los jóvenes, temiendo que sin darle tiempo el temible lobo lo hubiera despedazado:
— Puesto que ella no decide –la mirada de Río le decía que sí había
decidido, pero no se atrevía a hablar–, que decidan las armas.
150
EL ENCUENTRO
Ambros apretó el brazo de su hermano para tranquilizarlo; aún no había
terminado de hablar:
— Puesto que yo he sido el culpable me ofrezco a luchar. No quiero que mis
actos desaten una batalla sangrienta entre las dos tribus. Propongo una lucha a
muerte entre los dos candidatos. Nadie más tiene por qué verse implicado.
Tani intentó decir algo, pero su hermano le susurró que era lo mejor, que
él lo sacaría de aquel lío. El jefe, por su parte, se dio cuenta que se encontraba entre la espada y la pared. Conversó en voz baja con el guerrero que
estaba a su derecha y llegó a la conclusión de que la propuesta era justa; no
sabía a que se enfrentaban si decía que no, desconocía la soledad de los dos
jóvenes y que no había ninguna tribu esperando para saltar sobre ellos. Un
ruido en la maleza, detrás de los dos muchachos le hizo decidirse pensando
que la otra tribu se disponía a salir. Los dos hermanos giraron sus cabezas
sorprendidos por el movimiento de las ramas de un acebuche y vieron a un
conejo que se había enredado y trataba de soltarse. Hábilmente aprovecharon la ocasión e hicieron señas con las manos, como tranquilizando a los
que supuestamente estaban detrás agazapados. La fortuna les sonrió y nada
más hacer las señas el conejo logró zafarse y las ramas dejaron de moverse,
el jefe contestó a Ambros con tristeza:
— Tu propuesta nos parece justa. Vosotros dos dirimiréis quién se queda con la hembra y nuestras tribus seguirán en paz cada una en su territorio.
— Si yo venzo la hembra será mía, y tu tribu no cruzará nunca más el
límite del río. Si muero, la hembra será suya, pero igualmente las tribus respetarán el límite del río, sin represalias.
— Así será. El combate será junto al río, en zona neutral. Sólo se podrán
usar armas cortas y terminará con la muerte de uno de los contendientes.
— Mañana, cuando el sol salga por encima de las montañas. estaremos allí.
— Si no lo haces, no descansaremos hasta dar con vosotros y con vuestra tribu. Nos cueste lo que nos cueste.
— Allí estaré.
Ambros echó una última mirada a Río que seguía asustada como un
pajarillo. Miró a su hermano y le indicó con la cabeza que debían retirarse.
Sin perder de vista a los enemigos, desaparecieron entre los pinos mientras
la tribu hacía lo mismo en la dirección contraria. Los dos hermanos no pararon de correr hasta que se situaron en el promontorio desde donde habían
visto llegar a la tribu. Desde allí los vieron abandonar el bosque y dirigirse
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EL ENCUENTRO
hacia el este sin dejar de mirar hacia atrás, temerosos de ser asaltados por
una tribu inexistente.
En cuanto recobraron el aliento, Tani reprochó a su hermano que no le
hubiera contado nada de lo sucedido en el río. Ahora se explicaba sus cambios de humor, serio y taciturno al principio del verano y tan alegre después.
Más de una vez había estado tentado de seguirlo durante el verano, viendo
que siempre que se separaban tomaba la misma dirección, pero le parecía
innoble seguirlo. Ambros por su parte trató de explicar lo sucedido y por qué
no lo había contado en su momento: sólo quería que no se preocupara sabiendo que podía haber una tribu cercana y que siguiera su inocente vida
junto a Lobo. Aun así el pequeño seguía enfadado, aunque en su fuero interno agradecía a su hermano lo bien que había manejado la situación, si no a
esas horas podrían estar los dos muertos. Ahora él estaba a salvo sucediese
lo que sucediese; por una vez su hermano había dado la cara y no lo arrastraría en sus impetuosas decisiones.
Triste por el engaño de Ambros, y preocupado por lo que iba a suceder al
día siguiente emprendió camino hacia la cueva sin esperarlo. Caminó en
silencio junto a Lobo, por delante, sin volver la cabeza ni una sola vez; se
sentía muy dolido. Ambros lo siguió, arrepentido por no haberle contado
sus encuentros y de haberlo arrastrado a la solitaria vida que llevaban. Entendía muy bien lo que pasaba por la cabeza de Tani y lo dejó tranquilo con
sus meditaciones hasta que llegaron a la cueva.
Entraron en ella cuando la tarde ya estaba cayendo, avivaron el fuego,
que siempre dejaban encendido, y tomaron, con pocas ganas, algo de su
despensa. Después, con las primeras sombras de la noche, Ambros cogió
dos de sus mejores cuchillos de asta y se dispuso a afilarlos junto a la lumbre. Tani consiguió aparcar su mal humor y se acercó hasta él echándole un
brazo por el hombro; el mayor dejó sus armas y abrazó con ternura a su
hermano.
— Si no consigo vencer mañana, vete hacia el oeste, o al norte, y busca
una tribu que te acoja, no vas a vivir siempre solo...
— Tengo a Lobo –contestó mirando al animal, que levantó la cabeza
como si supiera que hablaba de él–. Y además vas a ganar –añadió tratando
de poner entusiasmo en sus palabras–.
Después empezó a darle consejos al futuro combatiente, aunque sabía
que su hermano era mucho más hábil que él con las armas y bastante más
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EL ENCUENTRO
fuerte. Ambros sonreía a cada consejo y asentía con la cabeza, mirándolo
con cariño.
Sin separarse del fuego dormitaron durante toda la noche, sin conseguir
dormir de verdad ninguno de los dos. Sabían que el futuro de ambos, sobre
todo el del mayor, se decidiría al día siguiente.
Antes de amanecer emprendieron el camino hacia el río. Ambros sólo
había tomado un puñado de bayas que Tani le había dado porque cuando las
tomaba notaba que le daban un vigor especial en el cuerpo. Llegaron junto
al río con las primeras luces del día, cuando el sol aún no sobresalía por
encima de las montañas.
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19
LA LUCHA
¡No lo mates! ¡No lo mates!
l dar los primeros rayos de sol sobre el agua la tribu apareció al otro
lado de la rambla, antes de que ésta se juntase con el río. Esa zona
era bastante más fácil de cruzar; el agua subía y bajaba según las
lluvias. Ambros miró a su hermano y le dijo que debían cruzar; quería combatir al otro lado, un poco por encima de las pozas donde tan buenos ratos
había pasado; pensaba que eso le daría una mayor motivación. Tani cogió a
Lobo con sus brazos para que no lo arrastrara la corriente, no quería dejarlo
al otro lado, le daba seguridad tenerlo junto a él. El animal no dejó de forcejear hasta que lo soltó sobre la arena, después de sacudirse el agua que le
había salpicado se encaró hacia la tribu volviendo a enseñar los colmillos
con cara de pocos amigos.
El jefe se sorprendió al ver de nuevo solos a los dos jóvenes y preguntó:
— ¿Venís solos?
— Nuestra tribu espera allí el desenlace –dijo señalando al otro lado de
la rambla–. Puesto que yo me he metido en esto, no quieren intervenir en
nada, así quieren hacer ver que no tienen nada contra vosotros.
Ambros había preparado muy bien su explicación, pese a lo cual el jefe
no pareció muy convencido. Llamó a su hijo y cuando estuvo frente a Ambros les recordó que el combate era a muerte y comprobó que las armas que
ambos llevaban eran las acordadas. Mientras el jefe les hablaba, Ambros
buscó a Río entre la gente que se disponía a presenciar la pelea. Antes de
empezar a combatir consiguió una mirada suya que le decía que tenía que
vencer. El jefe se acercó hacia su tribu y Tani se separó un poco más de los
contendientes, agachándose para poder sujetar mejor a Lobo que estaba
A
155
LA LUCHA
cada vez más inquieto. En la arena que había entre el agua y los primeros
ribazos quedaron solos, frente a frente los dos jóvenes.
Ambos se pusieron en posición de combate dispuestos para la lucha. Se
miraron fijamente y comenzaron a girar uno frente al otro. Ambros había
pensado mucho su estrategia, por una vez no pensaba precipitarse: el rival
parecía muy fuerte pero nada sabía de su habilidad con las armas; no pensaba atacar a fondo hasta que no estuviera seguro del punto débil de su contrincante. Para su sorpresa el otro joven parecía haber pensado lo mismo, a
pesar de que desde que lo vio por primera vez le había parecido arrogante y
por tanto impetuoso, estaba seguro de que su padre lo había aleccionado
bien. Durante mucho rato ambos giraron y giraron sin perderse de vista; de
vez en cuando uno de ellos hacía un ligero ademán de ataque con uno de los
cuchillos para ver la reacción del otro.
La tribu jaleaba sin parar al joven Griso, todos excepto Río que callaba,
volviendo la cabeza hacia atrás cada vez que alguno hacía la intención de atacar.
Tani por su parte sujetaba a Lobo, que quería participar en la lucha, y enviaba
mensajes de tranquilidad a su hermano. Sabía de su impaciencia y estaba un
poco sorprendido de la frialdad con que estaba abordando el combate.
Ambros había observado en su continuo girar que Griso se mostraba
más incómodo cuando el sol le daba de pleno en los ojos. Hizo un par de
intentos de acercarse subiendo cada vez un poco más su cuchillo hasta encontrar la posición en que éste quedara entre el sol y los ojos de su contrincante; cuando creyó haber dado con la situación ideal, levantó rápidamente
su mano y al ver su sombra en la cara del contrario y sus ojos dirigidos hacia
su cuchillo atacó impetuosamente bajando su mano para que el sol cegara,
al menos por un momento, al oponente. La estrategia surtió efecto, y en ese
segundo de incertidumbre consiguió que su arma hiriera el antebrazo izquierdo de Griso que apenas había tenido tiempo de cubrirse. La sangre
comenzó a manar, pero sabía que solo había conseguido rozarlo y que la
herida no era grave. El otro joven, enfurecido, atacó con fuerza hasta encontrarse con el cuchillo de la mano izquierda de Ambros que consiguió
esquivar el golpe, quedando ambos trabados rozándose sus cuerpos. Los
dos podían oler el aliento del otro mientras cruzaban sus fieras miradas.
Haciendo caso de los gritos de su hermano, que le decía que lo derribara,
pasó una de sus piernas por detrás hasta situarla tras las piernas de su adversario, simultáneamente dio un fuerte empujón. Griso, que vio que iba a caer
156
LA LUCHA
de espaldas, soltó el cuchillo de su brazo herido y se agarró del pelo de
Ambros, arrastrando a éste en su caída; ambos rodaron peligrosamente juntos hasta casi llegar al agua. Como dos felinos se levantaron volviendo a
plantarse el uno frente al otro. El joven Griso había perdido uno de los
cuchillos y estaba ahora en desventaja. En cada giro Ambros se acercaba
más al agua, quería ver como se desenvolvía su enemigo en ella y cuando
éste estaba de espaldas al río lo atacó por su parte izquierda en la que ya no
tenía arma. Volvieron a caer entrelazados, esta vez dentro del agua y forcejearon sin parar varios minutos. Los espectadores apenas podían ver qué
estaba pasando, sólo veían el constante chapotear de los dos jóvenes y el
agua saltando sin parar casi ocultándolos. La fría temperatura del agua parecía haberles dado más brío y los cuchillos relucían de vez en cuando sobre
sus cabezas. Una de esas veces Tani, que estaba ahora situado más cerca de
ellos que la tribu, pudo ver claramente como una de las armas estaba impregnada de sangre, pero no era capaz de saber quién había sido herido
hasta que, agotados por la refriega, se separaron y volvieron a salir a la
arena. Palideció al ver como uno de los muslos de Ambros sangraba abundantemente. Se tranquilizó al ver que, por la forma de moverse, la herida no
era importante. Con cara de cansados iniciaron de nuevo su mutua observación, las fuerzas se iban agotando y había que dosificarlas convenientemente.
Durante un buen rato ambos siguieron con sus estrategias, algún ataque
furtivo sin éxito y mucha observación. Ambros empezaba a estar harto de la
espera; no quería pasarse así toda la mañana, estaba dispuesto a atacar en
serio en cuanto tuviera la primera oportunidad. Poco después, en uno de los
infinitos giros que ya llevaban, Griso pisó mal sobre una piedra suelta y
perdió pie, para no caer al suelo apoyó su brazo izquierdo sobre la arena.
Ahí estaba su oportunidad esperada; Ambros se abalanzó sobre él antes de
que se incorporara y apoyó con todo su peso su pierna derecha sobre el
brazo de su contrincante, aún apoyado en el suelo. El crujido de los huesos
sobresaltó a los espectadores; Tani se animó y gritaba como un poseso a su
hermano:
— ¡Ahora! ¡Ya lo tienes!.
Griso cayó de espaldas sobre la arena sin que su brazo roto pudiera impedirlo. Ambros vio en su cara el dolor de la fractura mientras caía sobre él,
viendo que era el momento decisivo del choque y que ahora sí tenía una
clara ventaja. El otro joven se revolvió con destreza, a pesar del dolor que
157
LA LUCHA
sentía, y consiguió herir en la cara a su enemigo mientras pataleaba con
todas sus fuerzas tratando de zafarse, pero Ambros no estaba dispuesto a
soltarlo; encajó todos los golpes y al sentir el cuchillo herirle la mejilla redobló su energía hasta casi inmovilizar a Griso. Le sujetó fuertemente su brazo
derecho olvidándose del otro que colgaba inerte sobre la arena, golpeándolo
hasta conseguir que soltara el cuchillo que parecía pegado a su mano. Al
salir rebotado el cuchillo golpeando las piedras del suelo, se oyó un ¡oh!
lastimero de toda la tribu. Ambros consiguió sentarse sobre el pecho de su
oponente e inmovilizarle con las rodillas los dos antebrazos. A pesar de que
Griso golpeaba como un poseso su pecho con la cabeza, aguantó el envite
hasta conseguir con el puño de su mano derecha golpearle la cara y que de
su boca manara abundante sangre, que junto con algún diente escupió manchando el cuello de Ambros, que ya se sabía vencedor. Recuperado del
puñetazo, Griso volvía a intentar revolverse pero el cuchillo de su enemigo
ya estaba situado junto a su cuello, lo que lo paralizó de inmediato; se daba
cuenta de que con un mal movimiento él mismo se clavaría el cuchillo. Tani
estaba eufórico al ver a su hermano dominador, a duras penas podía contener a Lobo, miró hacia la tribu y vio en los ojos del jefe la tristeza de la
derrota y la convicción de la inminente muerte de su hijo. Ambros se detuvo
unos segundos antes de asestar el cuchillazo definitivo, los ojos de pánico
de Griso lo paralizaban también a él. En esos instantes oyó la voz de su
hermano insistente:
— ¡No lo mates! ¡No lo mates!
Dudó unos segundos; sabía que el combate lo tenía ganado y que era a
muerte. Volvió a golpear el rostro del joven cuando éste, viendo su indecisión había vuelto a luchar para intentar zafarse. Tras el puñetazo colocó
rápidamente el cuchillo en el cuello, ambos se quedaron quietos. Griso cerró
los ojos sabiendo que iba a morir. Ambros levantó la vista y vio fugazmente
la cara de pena del jefe y tras él la de Río, moviéndose alternativamente a
ambos lados: no quería que lo matara. Quitó el cuchillo de la yugular de su
oponente y subiéndolo un poco lo hirió, a continuación alzó el cuchillo por
encima de su cabeza, la sangre goteaba sobre su enmarañado pelo. El silencio de todos los que observaban era sobrecogedor; esperaban el desenlace
fatal. Ambros lo miró enseñando el cuchillo ensangrentado para que vieran
que era el vencedor y a continuación soltó a su presa y se puso de pie. Griso
intentó incorporarse, pero estaba malherido y con su brazo destrozado, por
158
LA LUCHA
lo que quedó como un trapo en el suelo mientras el vencedor se alejaba un
poco de él acercándose al jefe que, con un nudo en la garganta, se dirigió a él:
— El combate era a muerte.
— ¡Yo he vencido!, y con eso es suficiente –miró entonces hacia la tribu
y subió su tono de voz dirigiéndose a ellos–. No es necesario que un joven
tan valiente muera. Ha sido una dura lucha.
Sin esperar la contestación del jefe, varios hombres se dirigieron corriendo hacia el caído para ayudarle a levantarse. Sangraba abundantemente bajo
la barbilla y su brazo izquierdo colgaba como un guiñapo dejando ver un
trozo del hueso tronchado. El jefe miró a su hijo y se dirigió a Ambros:
— Si así lo quieres tú. Te declaro vencedor –añadió con tristeza–.
— Para mí es suficiente.
— Él no hubiera hecho lo mismo –añadió en un susurro–.
— Ya lo sé. Pero yo soy Ambros, no Griso.
El perdedor pasó entonces junto a ellos; a pesar de la ayuda apenas
podía tenerse en pie. La mirada de odio que le dedicó le convenció al instante de que lo que le había dicho su padre habría sucedido, y entendió que ya
tenía un enemigo para siempre, a pesar de haberle perdonado la vida.
El jefe hizo una seña a Río para que se acercara hasta ellos. Al cruzarse
con Griso lo miró sin mover ni un músculo de la cara mientras el muchacho
volvía la cabeza bruscamente, lo que le hizo dar un lastimero quejido de
dolor.
— La hembra es tuya.
— Yo cuidaré de ella –dijo mirándola a los ojos–.
— Cumpliremos nuestra parte del trato –gritó el jefe mirando hacia su
tribu–. Ninguno de nosotros cruzará nunca más el río, y espero por tu bien
–añadió mirando ahora a Ambros– que vosotros hagáis lo mismo.
— Así lo haremos –contestó mientras se giraba en dirección a su hermano–.
Los dos hermanos se fundieron en un emocionado abrazo. Lobo se unió
a la fiesta olvidándose por un momento de la tribu, que ya se internaba entre
los pinos con paso cansino, y alzándose sobre sus patas traseras brincaba
tratando de lamerle la cara al vencedor. Río asistía cabizbaja a la escena.
Estaba contenta por la victoria de Ambros, pero en su cara se veía la preocupación de no saber a qué se iba a enfrentar a partir de entonces.
Tani volvió a coger a Lobo entre sus brazos, y los tres jóvenes y el animal cruzaron la rambla sin volver la vista atrás. Antes de salir del agua
159
LA LUCHA
Ambros se sentó en el lecho y lavó sus heridas. Río quedó a su lado sin saber
si ayudarle o no, mientras Lobo correteaba ya fuera de los brazos de Tani,
que saltaba con él en señal de júbilo.
El agua impetuosa de la rambla comenzó a teñirse de rojo, algunas de las
heridas aún seguían sangrando. Ambros sumergió su cabeza bajo el agua
para limpiarse la sangre de Griso, que le había escurrido al levantar el cuchillo victorioso, y para refrescarse antes de emprender el camino de vuelta. Se
levantó con dificultad rechazando con un gesto la ayuda que pretendía brindarle Río, salió del agua y atravesó los juncos que otras veces le habían
servido para esconderse y observarla. Se internaron en el bosque al ritmo
cansino del vencedor.
Antes de abandonar la primera espesura que tenían que atravesar, Ambros
hizo una señal a su hermano de que necesitaba descansar. Estaba agotado y la
sangre seguía manando de su pierna y de la cara. Se sentó en el suelo apoyando su espalda contra una roca ante la mirada de Río y de su hermano:
— Descansa un poco, Lobo y yo vigilaremos por si acaso.
El mayor asintió con la cabeza antes de apoyarla sobre la roca y cogió el
puñado de bayas que su hermano le tendía:
— Esto te dará un poco de energía.
Río se separó un poco de ellos mientras Ambros masticaba con desgana
el alimento preferido del pequeño, y comenzó a recoger algunas plantas que
iba introduciendo en una bolsa de cuero que llevaba prendida a la cintura,
su único equipaje. Tani, que aún no estaba muy seguro de que la tribu no
volviera para atacarlos, le gritó:
— No te alejes mucho... –miró a su hermano y le preguntó–. ¿Cómo la
llamas?
— Río –contestó en voz baja–.
— ¡No te alejes mucho Río! –repitió, haciéndole una seña a Lobo para
que fuera junto a ella–.
El lobo se acercó tratando de no asustarla pero sin perderla de vista.
Ella seguía rebuscando plantas por el suelo sin prestarle atención; había
entendido que no era un lobo común y que obedecía ciegamente a Tani,
respetando a Ambros como jefe de aquella pequeña tribu. Un rato después,
un fuerte silbido hizo que Lobo volviera hacia su amo y la hembra corrió
tras él. Al llegar vio que Tani ayudaba a su hermano a incorporarse:
— Es mejor que nos vayamos, sigue sangrando y cada vez está más débil.
160
LA LUCHA
— Espera un momento –dijo Río tímidamente acercándose a ellos–.
Frotó varias hojas de una de las plantas que había cogido y las aplicó
sobre la herida del muslo de Ambros, que emitió una leve queja de dolor.
Ella sacó entonces un fino trozo de una hoja alargada y con ella ató al muslo
lo que había colocado sobre la herida:
— Si sigue sangrando así no llegaremos muy lejos –dijo como excusándose por lo que hacía–.
— Muy bien. En marcha –dijo Tani asumiendo momentáneamente el
papel de jefe al ver el estado de debilidad de su hermano–.
Comenzaron a caminar a buen paso; Ambros había recobrado fuerzas
con las bayas y su herida del muslo había dejado de sangrar. Por su cara
seguía bajando un hilo de sangre; Río trató de aplicarle en la cara las mismas
hojas que había puesto en el muslo pero él las rechazó murmurando que no
podían detenerse más.
La distancia que Ambros recorría durante el verano corriendo en menos de
una hora se le hizo eterna esta vez; volvía a sentirse casi desfallecido cuando
salieron del último bosque y avistaron la cueva. Los dos hermanos sonrieron al
verla. Río los miraba sin entender que su marcha estaba a punto de acabar.
Cruzar el arroyo y subir el empinado trozo que los separaba de la cueva
fue el último esfuerzo que Ambros podía hacer. Nada más llegar arriba Tani
extendió unas pieles junto a la lumbre y ayudó a su hermano a tumbarse.
Después corrió hacia la leñera y arrojó varios troncos sobre las brasas. Río,
un poco perpleja, preguntó tímidamente:
— ¿Un nuevo descanso?
— No –contestó Tani–.
— ¿…? –ella lo miró sin entender–.
— Esta es nuestra cueva. Aquí vivimos.
— Pero... ¿y la tribu? –preguntó mirando hacia todos lados–.
— La tribu somos nosotros –contestó Ambros con un hilo de voz–.
— Pero...
— Vivimos solos. No hay tribu –insistió el pequeño, sin querer darle
más explicaciones–.
Río miró entonces hacia el interior de la cueva y observó que estaba
organizada para vivir en ella. Decidió no hacer más preguntas, ya se las
haría a Ambros cuando se recuperara. Buscó una piedra plana y golpeó sobre ella, con una piedra redonda, algunas de las plantas que había recogido.
161
LA LUCHA
Cuando las plantas quedaron deshechas, buscó un poco de agua y la mezcló
con la picadura obtenida hasta conseguir una masa verdosa. Con la piedra
en la mano se acercó hasta el herido. Tani la detuvo:
— ¿Qué vas a hacer?
— Ponerle este ungüento en las heridas para que no se desangre.
— Déjala Tani –dijo Ambros en un susurro–
— Sé lo que hago, no es la primera vez que curo a un guerrero –dijo ella
mirando al herido y tratando de tranquilizarlo–.
Ambros asintió sin abrir los ojos, se encontraba cada vez más débil. Ella
se arrodilló y comenzó a aplicar su medicina frotando suavemente los dedos
sobre las heridas: primero sobre la del muslo que parecía la más grave, luego
sobre la cara y finalmente sobre los pequeños y numerosos cortes que tenía,
acabando su masa sobre los moratones que empezaban a señalársele por
todo el cuerpo. Ahora empezaba a darse verdadera cuenta el vencedor de lo
dura que había sido la lucha. Por un momento se le vino a la cabeza el brazo
de su oponente dejando ver el hueso y pensó en como estaría él. Una débil
sonrisa se dibujó en su cara a la vez que Río daba por concluida su cura.
Ambros se durmió con la respiración un poco acelerada.
— Ahora hay que esperar...
Tani asintió en silencio y se sentó a la entrada de la cueva junto a Lobo,
que ya estaba dispuesto a la vigilancia sin que nadie se lo hubiera ordenado.
Le acarició el recio pelo del lomo mientras pensaba qué cerca había estado
de quedarse sólo, quién sabe si para siempre. El calor del fuego y la tensión
liberada le hizo caer en un sopor cercano al sueño.
Mientras los hermanos descansaban, Río rebuscó por la cueva hasta encontrar una piedra ahuecada que utilizaban como recipiente, la colocó sobre otras piedras colocadas entre las brasas y las llenó de agua. Mientras ésta
se calentaba, preparó nuevas hierbas y rebuscó en la despensa de aquella
extraña pareja que a partir de ahora sería su familia. Un buen rato después el
agua empezó a burbujear. Vertió sobre ella las plantas y algunos trozos de
carne seca y lo removió todo con un palo.
Un buen rato después, Tani se despertó sobresaltado:
— ¿Qué es eso que se huele?
— Comida –respondió seca, por lo que le parecía una pregunta tonta–.
— ¿Comida? –repitió Tani, que llevaba muchos meses comiendo a base
de bayas, carne seca o asada y frutas silvestres–.
162
LA LUCHA
– Si no se alimenta, tardará en recuperarse.
Mientras Tani hacía muecas extrañas mirando el contenido de la piedra
bullir sobre el fuego, Río, ayudándose de dos palos, desmenuzaba el contenido cuidando de no abrasarse. Al terminar, cogió dos ramas de la leñera y
pidió a Tani que le ayudara para separar la piedra de la lumbre sin que se
vertiera. El pequeño obedeció a la hembra ante la mirada intrigada de Lobo
que, por un momento, había abandonado la observación del exterior donde
todo se veía tranquilo. Apoyaron la piedra sobre otras que ella había colocado fuera de las brasas con cuidado y esperaron a que aquel potingue dejara
de hacer ruido. Entonces se dirigió a Tani:
— Hay que despertarlo.
— Pero...
— Si no come será peor. Luego seguirá descansando.
Ante la seguridad de la hembra, el pequeño se acercó a su hermano y lo
zarandeó ligeramente. Le costó que abriera los ojos; la sensación que le
había dejado por todo el cuerpo el ungüento parecía haberlo anestesiado.
Las heridas habían dejado de sangrar, pero un sudor frío le empapaba la
cabeza. Río buscó en el menguado menaje de la pareja una pequeña calabaza hueca y la sumergió en su potingue a la vez que le decía a Tani que
incorporara al herido para que bebiera de aquello. Los dos hermanos se
miraron antes de que la calabaza estuviera junto a ellos, entonces respiraron
profundamente el agradable olor que salía de ella.
Tomó los primeros sorbos con precaución, además de porque estaba
caliente, porque ignoraba a qué sabría aquello. Al tercer trago, miró a su
hermano y sonrió: hacía años que no probaba algo tan rico. En un santiamén se acabó todo el contenido y pidió más, devorando la segunda calabaza
mientras sentía cómo el fluido bajaba por su cuerpo calentándolo por dentro y sus músculos comenzaban a tener de nuevo vigor. Después de la tercera toma, Ambros volvió a recostarse y se quedó dormido, su respiración era
ahora más sosegada y su cara parecía relajarse. Al ver la expresión de su
hermano, Tani no pudo contenerse y quiso probar el mejunje; Río sonrió
levemente y le dijo:
— Tú no estás herido...
— Pero... –dijo casi suplicante–.
— Creo que tú también lo necesitas. Supongo que te hará bien, Tani
–añadió el nombre, que pronunciaba por primera vez con timidez–.
163
LA LUCHA
— ¿Cómo sabes mi nombre? –preguntó mientras cogía la calabaza que
le ofrecía Río–.
— Le he oído a él llamarte así –dijo señalando a Ambros–.
— Él es mi hermano.
— Ya lo suponía...
— ¿Por qué?
— Por la forma de trataros. Dos guerreros no se abrazan como lo habéis
hecho vosotros si no son hermanos.
Tani miró a Río antes de probar su potingue pensando que aquella hembra parecía lista y que no iba a ser tanto incordio como había supuesto.
Después llevó con cuidado la calabaza hasta sus labios y bebió, al principio
con cautela y después con rapidez hasta acabarse el contenido:
— ¿Quieres más?
— ¿Tú no tomas?
— Yo no lo necesito...
— Está bien –dijo alargándole la calabaza para que se la rellenara con lo
que quedaba en la piedra–.
En Tani produjo el bebedizo el mismo efecto que en su hermano y se
recostó hasta quedarse dormido.
Aprovechando el descanso de los dos hermanos, Río decidió que tenía
que reponer sus provisiones de plantas y hojas. Salió de la cueva dispuesta a
hacer su recolección sin alejarse demasiado, aún no conocía la zona y no debía
exponerse a peligros inesperados, pero estaba dispuesta a no ser un estorbo
desde el principio. Se sorprendió al ver cómo Lobo abandonaba su puesto de
vigía y salía tras ella; el animal parecía saber en cada momento lo que tenía
que hacer. En su interior agradeció la compañía y se dedicó a su búsqueda
olvidándose de la vigilancia de los alrededores, para eso estaba el lobo.
Regresó con la bolsa repleta, el terreno era muy parecido al de su tribu y
encontró casi todas las plantas que buscaba. Los hermanos aún dormían.
Aprovechó para rebuscar en la despensa y comer un poco de carne seca y
algunas bayas de las que había visto tomar a Ambros. El sol ya había pasado
su cenit y ella no había comido nada desde el día anterior, en que la preocupación por su futuro tampoco le había permitido ingerir mucho alimento. Al
acabar se acercó al fuego y se situó junto a Ambros a dormitar un poco. Sólo
entonces se dio cuenta de que empezaba para ella una nueva vida y que
ahora dependía para todo de aquella reducida tribu.
164
20
LA CONVIVENCIA
¿Pero dónde está el caballo? –dijo mirando por toda la cueva–.
ani despertó al oír el golpeteo de una piedra sobre otra. Cerca de
él, Río machacaba hierbas concentrada en su labor:
T
— ¿Qué haces?
— Hay que renovarle los ungüentos a Ambros, con el tiempo pierden su
efecto.
— Yo voy a recoger algo de leña, el tiempo cambiará pronto y hay que
estar preparados.
El descanso y la comida habían hecho maravillas en su forma física y
salió como una bala de la cueva, Lobo lo siguió brincando con alegría.
Cuando acabó su mejunje, Río colocó de nuevo piedras sobre las brasas
y se dispuso a cocinar de nuevo para Ambros; sabía que las plantas que
usaba, además de revitalizarle, servían para prevenir posible infecciones,
tanto las del ungüento como las de la comida.
Al volver con su carga de leña, Tani se encontró a su hermano despierto
y de bastante buen humor. Seguía teniendo el sudor frío sobre su frente pero
con mucha menor intensidad. Observó sonriente el mimo con el que Río
aplicaba aquella masa verde sobre las heridas, cuidando de no hacer daño al
herido. Al acabar sus cuidados la noche ya se había adueñado del exterior. A
la luz de la lumbre, que Tani avivó antes de sentarse junto a ella, Ambros
tomó varias calabazas de lo que le había preparado Río; aunque el sabor era
algo distinto seguía encontrándolo buenísimo. Luego, mientras el mayor
contaba lo bien que se iba encontrando, aunque poco a poco se iba apagando por los efectos de la comida, el pequeño y la hembra acabaron lo que
165
LA CONVIVENCIA
había quedado en la piedra y complementaron su cena con algunas moras de
la despensa. Al comerlas, los dos hermanos comentaron que tendrían que
hacer nuevas salidas, antes de que la nieve lo cubriera todo, para aumentar su
despensa, ahora había una boca más que alimentar durante el largo invierno.
La charla se acabó en el momento en que Ambros cerró sus ojos y se
quedó dormido. Su hermano enseñó entonces a Río el lugar donde podía
dormir, sabía que a partir de entonces su sitio estaría junto a su hermano y
él había decidido que pasaría las noches en la parte alta de la cueva, junto al
fuego, cerca de Lobo. Ella trató de negarse queriendo quedarse junto a
Ambros, pero Tani quería que desde el primer día tuviera su sitio y que fuera
él quién velara el sueño de su hermano. Ella cedió al asegurarle que si la
necesitaba durante la noche le avisaría.
Río se acurrucó entre las pieles, viendo el resplandor de la hoguera por
encima del muro que los hermanos habían levantado para protegerse del
frío y sobre todo del viento. Se sentía extraña y sola en aquella cueva y se
consoló pensando que en cuanto Ambros estuviera recuperado sus noches
serían distintas. Antes de dormirse oyó la respiración lenta y acompasada de
los dos hermanos, relajados tras el terrible día de la lucha, por la comida
caliente y por los aderezos que ella había introducido, sobre todo para que el
herido descansara lo más posible.
Ambros despertó con los primeros rayos de sol pretendiendo salir de la
cueva mientras su hermano trataba de impedírselo. La refriega despertó también a Río que de inmediato se unió al pequeño tratando de que el mayor
mantuviera aún su reposo. Las heridas tenían mucha mejor pinta y habían
empezado a cicatrizar, pero la cura aún no había finalizado.
Durante la noche una fina capa blanca había cubierto los campos, y Ambros
pretendía reiniciar la caza y la recolección antes de que la capa se espesara. A
duras penas pudieron contenerlo. Tani le aseguró que al día siguiente lo dejaría
salir. Él haría durante el día lo que pudiera con la ayuda de Lobo. Ante las quejas
de Río, que preparaba de nuevo su ungüento, le dio también a ella tarea para el
día: se encargaría de recoger leña, él le indicaría los sitios donde la habían ido
acopiando durante el verano para que comenzara a trasladarla a la cueva. Había
dejado de nevar y el sol salía a intervalos entre las nubes, no parecía que fuera a
llegar de inmediato la gran nevada. El único que no se quedó contento con su
tarea, que era la de reposar y recuperarse, era Ambros, pero eso pronto lo arreglaría ella añadiendo a su comida las plantas adecuadas.
166
LA CONVIVENCIA
Al final del primer día de convivencia todos estaban satisfechos. Tani
había traído bastantes alimentos; Río había acarreado más leña de la que los
dos hermanos pudieran imaginar que sería capaz, además de cuidar del herido, que pasó la mayor parte del día adormilado. El día siguiente sería de
verdad el primero que pasarían con normalidad la nueva tribu.
El herido despertó pletórico; los brebajes de Río, el descanso y su fortaleza habían obrado el milagro. Ardía en deseos de salir con su hermano a
revisar las trampas y a recolectar bayas. De la nieve casi no quedaban rastros, pero pronto sería distinto, y no querían quedarse escasos de víveres.
Les llevó un buen rato tratar de convencer a la hembra de que era mejor que
ella se quedara en la cueva, y no lo consiguieron. Río los acompañaría, puesto que no pensaban alejarse mucho, y así iría conociendo el territorio, ya
tendría tiempo de recluirse, como ellos, durante el largo invierno.
Los hermanos disfrutaron del día de caza y Río aprovechó para recolectar
sus plantas y tomar nota en su memoria de los mejores sitios para ello, además
de para curar, algunas plantas servían también de alimento. Disfrutó también
viendo la camaradería de los dos hermanos y cómo a sus constantes juegos y
bromas se sumaba Lobo, como uno más de la incipiente tribu.
Hacia el mediodía volvieron a su guarida, pese a las quejas de Ambros
que quería seguir todo el día disfrutando de la naturaleza. Le hicieron ver
que aún no estaba en plena forma y se resignó a dedicar la tarde al descanso.
Después de comer, en una de sus vueltas por la cueva, Río se quedó de
pronto paraba mirando la pared asustada.
— ¿Qué es eso? –dijo señalando hacia la roca–.
Los dos hermanos, alarmados, se precipitaron hacia ella a toda prisa
mirando hacia donde ella señalaba. Ambros cayó enseguida en la cuenta de
a qué se refería:
— Es un caballo.
— ¿Y cómo ha llegado hasta ahí? –preguntó sin perder de vista la pintura–.
— Lo he pintado yo –dijo el mayor orgulloso–.
— Es una de sus manías. Ya te acostumbrarás –añadió el menor–.
— ¿Que lo has pintado tú?
— Sí.
— ¿Pero cómo?
Ambros se dirigió a toda prisa hasta donde tenía guardados sus arreos
para las pinturas. Cogió una de sus calabazas con restos de su mezcla y una
167
LA CONVIVENCIA
cola de conejo y se acercó hasta la pared. Tani, que hacía tiempo que no
recriminaba a su hermano su afición, enarcó las cejas y se fue a sentarse
junto a Lobo, que alternaba su mirada entre la vigilancia del exterior y la
escena del interior de la cueva. Ante la mirada expectante de Río, el mayor
mojó su pincel e hizo varios trazos sobre la roca.
— Pero..., pero...
— Pero ¿qué? –le preguntó intrigado–.
— ¿Pero dónde está el caballo? –dijo mirando por toda la cueva–.
— ¡Aquí! –dijo Ambros mientras se señalaba su cabeza–.
— ¿Ahí? ¿Y lo puedes pintar desde ahí? –preguntó señalando, primero la
cabeza y luego la pared–.
— Eso parece –contestó muy ufano–.
Ella se acercó despacio y pasó la mano con suavidad sobre la roca, por
cada una de las partes del animal.
— ¿Te gusta? –preguntó el autor–.
— Es…, es tan… real.
— ¿Eso es un sí?
— Sí. ¡Es hermoso!
— Buena cosa has dicho –terció Tani–. Ahora nos llenará la cueva de
caballos –añadió para sí–.
— Pintaré muchos para ti –dijo Ambros sonriendo y abrazando a su
hembra–.
— Eso ya me lo imaginaba yo –dijo el menor en voz baja–.
— No refunfuñes, Tani, pintaré para ella todos los caballos que quiera.
— No me cabe duda de que lo harás –contestó volviendo la cabeza
hacia el exterior–.
El pequeño llevaba razón. A partir de ese día, cada vez que volvían de la
caza, Ambros agarraba los pinceles y se dedicaba a los caballos con la complicidad de Río. Pero lo peor para Tani no era eso. Desde que se había recuperado totalmente, el mayor había regresado por la noche detrás del muro,
junto a Río. Cada noche se oían los gemidos de la pareja solazándose en la
oscuridad. Las primeras veces trataba de hacer como que no los oía y contenía así su agitación, rebelándose contra su cuerpo, que se excitaba, sobre
todo al oír a Río tratando de contener sus gritos de placer. Pronto se dio
cuenta de que no podía seguir así, y en silencio se unía al disfrute acariciando su pene, primero con suavidad y luego con brusquedad, siguiendo el
168
LA CONVIVENCIA
ritmo frenético de la pareja. Se dio cuenta de cuánto le gustaba aquello; dormía mucho más relajado, y empezó a envidiar a su hermano, aunque nunca
había estado con una hembra le parecía evidente lo placenteros que le resultaban a Ambros aquellos encuentros, le había cambiado hasta el carácter y ahora tenía menos accesos de mal humor. La caza, las pinturas, y la hembra parecían hacerlo totalmente feliz; a él le faltaba lo último, y tenía que conformarse
con el pequeño consuelo de su mano, cada vez más diestra.
Su situación empeoró al cubrir la nieve todo lo que alcanzaba su vista, y
pasarse días enteros sin poder salir de la cueva. La pareja, ociosa por la reclusión, se escabullía detrás del muro a danzar su preciado baile de placer. Tani
salía entonces de la cueva, aunque estuviera nevando e hiciera un frío terrible,
para enfriar sus deseos y templar su envidia. Lobo se había acostumbrado a
verlo y ya ni se movía de su atalaya; no le gustaba que la nieve le cubriese por
encima de las patas, casi sin poder moverse y dejando frío todo su cuerpo.
El día en que a Ambros se le acabaron sus materiales para hacer la pintura, Tani respiró aliviado, desde que le había dado a su hermano por llenar
la pared de pequeños caballos para Río, sólo variaba su repertorio con alguna que otra ave que ella le había pedido melosa; le había cogido más aversión que nunca a la afición que los había llevado hasta allí.
La alegría del pequeño duró poco. Un día descubrió a su hermano dando
golpecitos contra la roca de la pared con una dura y afilada piedra en una
mano y otra mayor con la que la golpeaba:
— ¿Qué haces? –preguntó acercándose hasta él–.
— Como se me han acabado las pinturas, se me ha ocurrido esto.
— ¿Golpear la roca?
— Sí. Hago pequeños puntitos que juntos marcarán una figura.
— Un caballo, supongo...
— Pues si –contestó un poco malhumorado por la ironía de su hermano–, más caballitos para Río. Si es que consigo perfeccionar esta técnica,
rompo muchas piedras, tengo que encontrar una más dura y afilada.
Tani no contestó. Miró a Río, que había interrumpido sus quehaceres mirándolos. Le pareció que estaba realmente hermosa. La barriga le había crecido notablemente y le parecía que los labios y los pechos estaban más llenos y
atractivos. Desvió la mirada hacia Lobo y se colocó a su lado resignado.
Los dos hermanos discutieron varias veces por los golpecitos en la roca.
La verdad es que Ambros llevaba razón y conseguía que aquellos puntitos
169
LA CONVIVENCIA
acabaran pareciendo un caballo, pero la reclusión, los golpecitos, y el deseo
desenfrenado que mostraba la pareja con frecuencia, le hacían estar harto
de la cueva.
El día en que la nieve y el frío casi habían desaparecido, Tani salió con
Lobo hacia el campo. No volvió en todo el día, necesitaba respirar y salir de
aquél agujero que lo tenía carcomido por dentro. Creyó que a partir de entonces sería más fácil, tendrían que dedicar el tiempo fuera de la cueva, y su
suplicio sólo volvería por las noches, pero todas y cada una de ellas. No
sabía hasta cuándo podría aguantar aquello.
170
21
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS.
1870, CANOVAS Y COBEÑO
Al sobrevolar con sus guías las marmitas de gigante que
había visitado por el día, le pareció ver junto a ellas
a dos jóvenes hermosos tumbados sobre la hierba
secándose al sol.
on Francisco llevaba toda la mañana recorriendo la hoz de Valdeinfiernos, en los confines del término de Lorca, lindando ya con la
provincia de Almería. Había salido muy temprano de su ciudad
acompañado, aunque no por su gusto, de su fiel criado Jacinto. Su figura, a
lomos de su caballo, y la de su acompañante sobre una mula bien pertrechada con aguaderas para llevar todas las herramientas que utilizaban y para
recoger en ellas las piedras que su amo recogía en cada viaje, era muy conocida en la zona. En cuanto tenía ocasión, salía al campo en busca de fósiles
y de restos primitivos, a los que tenía verdadera afición.
Para llegar hasta allí habían recorrido un paisaje agreste, casi lunar, hasta
llegar a la localidad de La Parroquia; desde allí habían cogido la larga cuesta
que, en dirección norte, les llevaba hasta el collado de los Carasoles. Antes
de cruzarlo el paisaje cambiaba bruscamente y los pinos invadían la montaña copiosamente. Siguiendo el camino del embalse, habían bajado hasta él,
hasta encontrar el terreno despejado, pero pantanoso, que habían tenido
que rodear para evitar que los animales que montaban se hundieran hasta
las rodillas en el cieno que abundaba, casi más que el agua, en los alrededores del pantano. Los arrastres periódicos de limo y greda que las lluvias
torrenciales de la zona llevaban hasta allí, le conferían un aspecto extraño,
más de humedal que de embalse.
D
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1870, CÁNOVAS Y COBEÑO
Durante toda la mañana habían estado recorriendo a pie los cerros cercanos. Habían visitado los abrigos de Los Gavilanes y El Mojao, que ya
conocían de otras excursiones, pero don Francisco no se cansaba de mirar
las figuras prehistóricas que decoraban sus paredes, aunque no era esa su
especialidad.
Don Francisco Cánovas y Cobeño había nacido cincuenta años antes en
Lorca. Había ejercido como médico durante veinte años en su ciudad, hasta
que decidió dedicarse a la enseñanza seis años atrás. Había estado como
catedrático interino de Historial Natural, su verdadera afición, en el Instituto lorquino durante cinco años, hasta que había conseguido ganar la cátedra, tras completar en Madrid su formación en la Universidad; nunca se
cansaba de estudiar, obteniendo el diploma de Cirugía y el título de Licenciado en Historial Natural y Agricultura. Ahora, por fin, estaba haciendo lo
que más le gustaba: enseñar historial natural y recorrer incansablemente
todo el término de Lorca, uno de los más extensos de España, buscando las
raíces prehistóricas de su tierra.
Al volver adonde habían dejado los caballos atados, Jacinto sonrió pensando que su amo, por una vez, se había cansado pronto e iban a emprender
la vuelta a la ciudad. Al ver a don Francisco, ya izado en su caballo, coger
dirección oeste alejándose del pantano, espoleó su mula hasta acercarse a él
mientras le gritaba:
— ¡Don Francisco, que por ahí no es!
— Ya lo sé, hombre, ya lo sé. No hace falta que grites.
— Pero...
— Vamos a explorar un poco esa zona –dijo señalando hacia poniente–.
Nunca hemos pasado de aquí, y hay que ver cosas nuevas.
— Pero no nos va a dar tiempo... –intentó de nuevo protestar–.
— Tranquilo Jacinto. Haremos sólo una pequeña incursión.
El criado, conociendo la determinación de su amo, desistió de las protestas y se asentó bien sobre su mula dispuesto a seguirle.
Avanzaron rápidamente por la ribera del poco caudaloso río Caramel,
como si transitaran por un camino. Al rato llegaron adonde la rambla Mayor
se encontraba con el río. Don Francisco detuvo su caballo y se quedó contemplando las pozas rocosas que allí se habían formado como piscinas naturales y la gran cantidad de aves que revoloteaban junto a ellas.
— ¿No te parece hermoso? –preguntó a su criado oteando toda la zona–.
172
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1870, CÁNOVAS Y COBEÑO
Jacinto ni contestó; sabía que era una pregunta retórica que había oído
ya mil veces y que lo único que significaba era que el paisaje le gustaba a su
amo y que no se pararía allí. Giraron un poco hacia el sur, siguiendo siempre
la cuenca del río, y pasaron pegados a los grandes bosques de pinos que
cubrían la Serrata de Guadalupe, con una espesura que no les dejaba ver la
cumbre. Poco después se separaron un poco del río y comenzaron a subir
por una estrecha senda entre los pinos hasta llegar a Las Almohallas, un
paraje singular donde hicieron un pequeño descanso en uno de los pocos
claros que había. Después iniciaron un rápido y cómodo descenso hasta
alcanzar de nuevo la cuenca del río, junto a una pequeña presa que abastecía un molino cercano. A escasos metros encontraron una nueva desembocadura, la del arroyo del Moral. El silencio reinante del lugar, en el que sólo
se oía el continuo murmullo del correr de las aguas y algún que otro graznido, animaron a don Francisco a dirigirse hacia el norte, cogiendo la parte
derecha del arroyo, sobrecogido por la quietud y la soledad que presidían
aquellos parajes. Jacinto, sin atreverse a interrumpir de nuevo a su amo,
recomponía su postura sobre la mula tratando de aliviar su dolorido trasero.
Paralelos al arroyo, subieron varios kilómetros hasta llegar a una zona
más plana. Allí se detuvo de nuevo don Francisco y giró su caballo ciento
ochenta grados para contemplar el paisaje. Abajo se veía el río y la gran
llanura que lo circundaba, al fondo las grandes sierras cubiertas de pinadas.
— Aquello –dijo señalando a su derecha, hacia el suroeste– debe ser la
Sierra de María, y aquello otro –dijo sin dejar de señalar el paisaje de occidente a oriente– El Gabar, esa mole solitaria tan magnífica...
— ¿Cómo sabe usted eso? –preguntó incrédulo Jacinto–.
— Estudiando, leyendo. ¿O crees que me lo invento? –preguntó picando un poco al criado–.
— No, no. Si usted lo dice...
Don Francisco Cánovas y Cobeño era en realidad un gran conocedor del
terreno, aunque esa parte se quedaba un poco fuera de lo que él dominaba.
En un libro que había publicado años antes, en 1862, que tituló Nociones
elementales de Historia Natural, había recogido una minuciosa descripción de
los terrenos del término municipal de Lorca, gracias a los conocimientos
que había adquirido en sus innumerables investigaciones de campo, que le
habían dado un amplio conocimiento de la región. El escrito era de gran
valor porque en esa época no existía aún un mapa geológico; la Comisión
173
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1870, CÁNOVAS Y COBEÑO
del Mapa Geológico empezaría sus trabajos años después. Cánovas y Cobeño se había adelantado así a los sesudos científicos de la época, si bien en
una pequeña área de España. Por un momento echó de menos no haber
visitado a fondo aquellos lugares para haberlos incluido en su escrito.
— La de más a la izquierda –siguió con su explicación al criado– es
Sierra Larga, y allí, donde acaba, ya es provincia de Murcia.
— ¿Entonces dónde estamos? –preguntó boquiabierto Jacinto–.
— En la provincia de Almería –contestó volviendo a recorrer con su
mirada el horizonte–.
— ¿Y usted cree que hacemos bien estando aquí? –preguntó el criado
siguiendo el recorrido de la mirada de su amo–.
— Pero hombre de Dios. ¿Qué más da? ¿Tú has visto alguna línea que
divida las provincias?
— No.
— ¿Tú ves alguna diferencia entre este paisaje –dijo señalando al frente,
hacia el sur– y aquél otro –añadió señalando ahora hacia su izquierda, al este–.
— No.
— Entonces. Esos son convencionalismos. Por algún sitio había que
dividir las provincias, pero el paisaje y sus gentes no las divide nadie...
–concluyó el docente mientras giraba de nuevo su caballo dispuesto a continuar el camino–.
Minutos después avistaron una cortijada. Jacinto se animó pensando que
su amo pararía allí la caminata, pero suspiró resignado al ver que no se acercaba a ella. Dejándola a su izquierda, prosiguieron su camino varios cientos de
metros más. De pronto, don Francisco detuvo su animal y se quedó mirando
fijamente hacia un rincón rocoso situado al otro lado del arroyo, que ahora
fluía entre rocas haciéndolo casi inaccesible para las monturas.
— Ahí nos vamos a parar –dijo señalando una gruta que se abría en el
macizo–.
Jacinto no tardó ni un segundo en apearse de su montura; estaba loco
por echar pie a tierra. Amarraron los caballos a un pino y se dispusieron a
bajar la pendiente para cruzar el arroyo.
Subieron la pendiente del otro lado, don Francisco sin perder de vista la
enorme cueva a la que se acercaba, y su criado sin parar de protestar por las
piedras que resbalaban bajo sus pies. Al llegar arriba se detuvieron junto a
una enorme roca que tapaba parcialmente el acceso a la cueva. Mientras el
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1870, CÁNOVAS Y COBEÑO
amo sacaba su libreta y su lapicero y anotaba concienzudamente la situación y las medidas aproximadas de la gruta, el criado se sentó a descansar,
sin mostrar el más mínimo entusiasmo.
Durante una hora don Francisco recorrió una y otra vez la cueva rebuscando por el suelo y recogiendo algunas piedras talladas que iba amontonando junto a la entrada. Palpó varias veces las paredes de roca tratando de
encontrar algún vestigio de pintura en ellas sin ningún éxito. De vez en
cuando hablaba en voz alta, sin que su criado, que ya sabía que en realidad
no se dirigía a él, le contestara:
— Los derrumbes han cubierto gran parte de la cueva, sin duda. Aquí
debajo debe de haber un filón...
— ¿De oro? –contestó Jacinto saltando de su asiento como un resorte–.
— No hombre, no, de restos primitivos que han debido quedar sepultados debajo de todo esto.
— ¿Y ahora hay que ponerse a cavar? –preguntó asustado–.
— No seas bruto. Necesitaríamos meses para eso. Hay que hacerlo con
sumo cuidado, para no destruir nada de lo que se encuentre. No es labor de
un rato.
— Menos mal... –dijo el criado, que ya se veía con la pala en la mano, en
voz baja–.
El docente volvió a su exploración dejando volar su mente, imaginando
las criaturas que durante cientos o miles de años habrían morado allí y la
cantidad de cosas que se hallarían escondidas bajo sus pies. Aunque no era
su verdadero campo, le gustaba, de vez en cuando, imaginarse arqueólogo.
Convencido de que sin remover las piedras y escombros no encontraría
nada más, y lo que a él más le interesaba, los fósiles, estarían, si es que
estaban, en lo más hondo de la cueva, salió por fin hasta la roca de la entrada donde el paciente Jacinto jugueteaba con algo en las manos.
— ¿Qué tienes ahí? –preguntó a su criado, que se sobresaltó al oír la voz
de su amo–.
— Esto –dijo enseñando lo que le ocupaba–.
— ¡Pero si es un hacha! –exclamó don Francisco acercándose a su criado para cogerla–.
— Sí. Eso parece... –dijo Jacinto con desgana–.
— ¿Dónde la has encontrado? –le preguntó mientras la manoseaba con
delicadeza–.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1870, CÁNOVAS Y COBEÑO
— Ahí, en ese rincón –dijo señalando apenas un metro dentro de la
cueva–.
— Parece de bronce... –dijo pensativo–. Jacinto, esto es un gran hallazgo –dijo mostrándosela entusiasmado–.
— ¿Sí? –contestó el criado apático–.
— Esto tiene al menos cuatro o cinco mil años...
— ¿Tantos? –preguntó el criado que seguía sin verle a aquello la gracia y
que estaba deseando irse–.
— ¿No te das cuenta del valor que tiene? Ahora sí que estoy seguro que
aquí debajo tiene que haber grandes tesoros.
— ¿De oro? –preguntó Jacinto, que al volver a oír la palabra tesoro se le
habían puesto las orejas de punta–.
— ¡Qué manía con el oro! No hombre, no, de cosas como ésta –dijo
mostrando el hacha–.
— Pues si tanto valor tiene, añádala a su colección. ¿Nos vamos ya?
— Pero que bruto eres Jacinto –le contestó volviendo a introducirse en
la cueva hacia la dirección que el criado le había señalado–.
Tardó un rato en salir, convencido de que no encontraría nada más. Guardó
el hacha de bronce en su bolsillo y le dijo al criado que cargara con las
piedras que había seleccionado, lo que a pesar del peso hizo de mil amores
pensando ya en la vuelta.
Sin subirse a los caballos, se acercaron hasta uno de los cortijos cercanos. Don Francisco quería recabar toda la información posible del lugar
para plasmarlo todo en su libreta, y Jacinto deseaba un buen trago de agua
fresca y algo que llevarse a la boca. Mientras el amo interrogaba al sumiso
cortijero, anotando que el lugar del hacha lo llamaban la Cueva de Ambrosio –por el nombre de la cortijada, le aclaró el campesino– Jacinto daba
buena cuenta de todo lo que la mujer de la casa le ofrecía generosamente.
El docente, tras su interrogatorio, tomó unos buenos tragos de agua fresca y un trozo de queso delicioso y preguntó el camino más derecho para la
vuelta al pantano de Valdeinfiernos, dudando que dada la hora pudieran ya
volver de día a Lorca.
Hizo caso a las indicaciones del cortijero y se dirigieron en dirección
este hacia los primeros pinos. No había camino pero le habían asegurado
que era lo más rápido para volver al pantano. Al salir de la pinada bajaron
hasta el llano y pasaron por el cortijo de Guadalupe, viendo a la derecha la
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. 1870, CÁNOVAS Y COBEÑO
Serrata junto a la que habían pasado a la ida y comprendiendo que habían
dado una gran vuelta para llegar a la cueva descubierta. Tardaron muy poco
en llegar a la rambla Mayor y la cruzaron, junto a las marmitas de gigante, las
grandes pozas naturales que había en el encuentro de la rambla con el río
Caramel, pero esta vez sin detenerse. El sol caía cada vez mas deprisa y querían llegar a un lugar civilizado antes de que se les echara la noche encima.
Al llegar al pantano, cogieron el mismo camino, entre los pinos, por el
que habían llegado por la mañana y atravesaron el collado de los Carasoles
cuando ya el sol empezaba a ponerse. Arrearon a los caballos en la cuesta
abajo y llegaron a La Parroquia casi de noche. En la pequeña población
nadie se extrañó al verlos, no era la primera vez que la visitaban.
El alcalde pedáneo los acogió en su casa, no era cuestión de hacer el resto
del camino de noche. Don Francisco sabía por experiencia que su mujer prefería que hiciera noche donde tocara a que caminara por los campos en la
oscuridad. Mientras Jacinto disfrutaba con las criadas que lo agasajaban en la
cocina, don Francisco contó a su anfitrión el descubrimiento que había hecho
y las grandes posibilidades que tenía aquella Cueva de Ambrosio.
Cuando por fin cayó rendido en la cama, al médico lorquino apenas le
dio tiempo a soñar despierto con volver a la cueva y hacer grandes y nuevos
descubrimientos en ella. Luego, dormido, tuvo un extraño sueño: seres mitológicos lo guiaban por el aire enseñándole cada uno de los rincones que él
tan bien conocía, tal y como eran miles de años atrás. Al sobrevolar con sus
guías las marmitas de gigante que había visitado por el día, le pareció ver
junto a ellas a dos jóvenes hermosos tumbados sobre la hierba secándose al
sol. Después su sueño se esfumó y durmió a pierna suelta el resto de la
noche, sin oír siquiera los terribles ronquidos de Jacinto que retumbaban
por toda la casa.
177
22
EL ENFRENTAMIENTO
Tani, avergonzado, dejó de luchar. Encajaba como podía los
terribles golpes de su hermano que parecía haber enloquecido.
omenzó la primavera y con ella el buen tiempo. La nieve había dado
paso al resurgir de los verdes campos. En esa época todo emergía
con fuerza, los bosques rebosaban de vida y de nuevas presas para
los hermanos. Las salidas eran continuas y duraban todo el día. Río ya no
podía acompañar a los dos hombres, su barriga era prominente y le dificultaba cada día más sus movimientos. Se limitaba a pequeñas excursiones en
busca de plantas por los alrededores de la cueva.
Casi siempre los dos hermanos salían juntos. De vez en cuando lo hacían por separado, repartiéndose las tareas por el territorio. Cuando eso sucedía, Tani solía volver antes que su hermano, que no se hartaba de la naturaleza y a veces volvía casi de noche.
El pequeño estaba cada vez más obsesionado con las relaciones amorosas nocturnas de la pareja. Cuando Ambros no estaba en la cueva, Tani se
dedicaba a observar con descaro a Río, cada día más hermosa, barriga incluida. Ella hacía sus tareas sabiéndose observada y sólo tenía para el pequeño alguna que otra mirada furtiva. Entonces veía el deseo en sus ojos y
se estremecía porque se parecía cada vez más a su hermano.
Cuando iban por separado, Tani volvía lo más pronto posible para estar
a solas con la hembra, aunque fuera a distancia. Uno de esos días, antes de
cruzar el arroyo vio a Río aseándose en el agua, había terminado su faena y
se refrescaba en la corriente cristalina. Se agazapó para observarla sin ser
visto y disfrutó viendo como la hembra masajeaba su cuerpo desnudo con
delicadeza. Por un momento creyó que sus miradas se habían cruzado y
C
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EL ENFRENTAMIENTO
dudó si la hembra lo había visto acechando. Ella no hizo nada que hiciera
ver que así había sido. Acabó su relajo y subió hacia la cueva aún mojada,
con el agua reflejándose en su espalda por los rayos del sol. Tani estaba
enloquecido con aquel cuerpo, salió de su escondite y a grandes zancadas
cruzó el arroyo y se presentó en la cueva antes de que ella hubiese cubierto
su cuerpo. Se detuvo en la entrada justo cuando ella se volvía al oír ruido,
mostrando toda su desnudez. Tras un instante de duda, Tani corrió hacia
ella que, asustada por el ímpetu del joven, trató de huir sin éxito, el deseo
del pequeño rezumaba por todos sus poros. Ella forcejeó cuanto pudo hasta
caer de espaldas, arañándose la espalda con las piedras del suelo. Tani se
puso con rapidez encima de ella tratando de sujetarle las manos, pero no
pudo evitar que, en un último esfuerzo, ella le arañara la cara con sus uñas.
En lugar de abandonar el ataque, aquello lo enloqueció aún más, y a partir
de ese momento Río nada pudo hacer por contenerlo. Con los ojos casi
desorbitados por el ansia de poseerla, la penetró con rudeza y lastimó aún
más su espalda con cada empujón violento que realizaba ya dentro de ella.
La lucha de la hembra había cesado, por miedo a una reacción más violenta y
poco después la respiración entrecortada de ambos indicó que estaban a punto de conseguir el éxito. Los ojos de Lobo, desde su atalaya, miraban curiosos
la culminación del orgasmo y los pequeños gritos de placer de la pareja.
Logrado su propósito, Tani se dio cuenta de lo que había hecho y corrió
hacia la salida sin mirar para atrás. Río trataba mientras tanto de limpiarse las
piedrecitas que se habían incrustado en su espalda haciéndola sangrar. Lobo
siguió a su amo que ya corría atravesando el arroyo, sin saber ni dónde se dirigía.
Ambros notó a su llegada una actitud extraña en su pareja. Se acercó
para abrazarla y notó como se quejaba tratando de que no apretara su espalda. Extrañado, metió la mano por debajo de las pieles que cubrían el cuerpo
de Río y se quedó mirándola al ver los rastros de sangre entre sus dedos.
Después miró con estupor las heridas, aún frescas en la espalda de su compañera. La interrogó tratando en vano de que ella le diera explicaciones
creíbles de cómo se había hecho aquello, no le valía la explicación de una
caída con la que ella, balbuceando, trataba de justificar las heridas; no lo
convenció, sobre todo por su actitud temerosa.
Empezaba a sospechar de que algo más había pasado cuando Tani apareció en la cueva. Aunque el sol le hacía al recién llegado estar en penumbra, el mayor pudo ver los rastros de los arañazos en la cara de su hermano.
180
EL ENFRENTAMIENTO
— ¿Cómo te has hecho eso? –le preguntó señalándole la cara–.
— Con una rama –contestó Tani bajando la mirada–.
— ¿Con una rama? –volvió a preguntar extrañado–.
— Sí, eso he dicho –contestó adentrándose en la cueva sin atreverse a
mirar a Río, que permanecía quieta con la mirada baja–.
Ambros los miraba a ambos sin saber qué pensar. La actitud de los dos y
sus miradas culpables le hicieron caer en la cuenta. Se acercó impetuoso
hacía la hembra:
— ¿Qué ha pasado aquí? –preguntó con rabia–.
— Déjala –estalló Tani–. Ella no ha tenido la culpa.
— ¿La culpa de qué? –preguntó temiéndose la respuesta–.
— He sido yo. No he podido contenerme –exclamó el pequeño con rabia–.
— ¿Contenerte? ¿La has atacado? ¿La has violado? –preguntó sabiendo
ya la respuesta–.
A Tani no le dio tiempo a contestar, todos los cabos estaban atados y
Ambros se dirigió furioso hacia su hermano golpeándolo con dureza. El
pequeño cayó al suelo ante la mirada expectante de Lobo y los gritos de Río
para que no lo atacara. Al levantarse volvió a ser golpeado, trató de defenderse, pero su sensación de culpa le hacía ser débil frente a la avalancha que
se le venía encima. Río trató de intervenir, pero la furia desatada de Ambros
la hizo desistir por miedo a que su criatura saliera mal parada en la refriega.
Tani, avergonzado, dejó de luchar. Encajaba como podía los terribles
golpes de su hermano que parecía haber enloquecido. Sangraba abundantemente por la boca y notaba un dolor punzante en el pecho cada vez que
intentaba moverse. Aún así trató de huir hacia la salida, siendo alcanzado
por Ambros que se tiró sobre él como un felino. El pequeño cayó al suelo,
junto a la roca en que Lobo, excitado por la lucha se limitaba a enseñarle los
colmillos al agresor pero sin atreverse a intervenir; a duras penas se estaba
conteniendo y respetando la jerarquía del jefe de aquella pequeña tribu.
Otro montón de golpes cayeron sobre el pequeño, que ya no sabía cómo
taparse para evitarlos. En un momento de descanso que se había tomado el
agresor, que respiraba agitadamente por el esfuerzo con que se empleaba,
Tani consiguió salir fuera, pero de nuevo fue alcanzado y ambos rodaron
por la ladera hasta llegar al arroyo entrelazados. El agua no disminuyó la
embestida y los golpes continuaron sin piedad, hasta que Río, armada de
valor, se acercó hasta ellos gritando a pleno pulmón:
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EL ENFRENTAMIENTO
— ¡¡Déjalo, lo vas a matar!!
Ambros la miró mientras ella trataba de que soltara a su hermano, después miró hacia él y vio el lamentable estado en que lo había dejado. No se
movía, pese a haber cesado los golpes, y respiraba dificultosamente con los
ojos cerrados. El parón le hizo enfriarse y ver que si seguía así acabaría con
su hermano. Se dejó empujar por Río hacia un lado y cayó boca arriba con el
pecho a punto de reventarle. Así estuvo uno segundos, después se levantó y
corrió como un poseso en sentido contrario a la cueva.
Río se acercó hasta el herido y trató de incorporarlo, pero los gritos de dolor
al moverlo le hicieron desistir. Ambros se detuvo al oír los terribles lamentos de
su hermano y volvió la cabeza para mirarlo, luego continuó con su carrera.
Con mucho cuidado, la hembra lavó las heridas exteriores con agua del
arroyo, y se dio cuenta que las más graves estaban en el interior. Subió hasta
la cueva a buscar sus plantas. Al volver vio a Ambros de pie junto a su
hermano, mirándolo en silencio. Ella bajó la ladera y se encaró con él:
— ¡Casi lo matas! –le gritó con rabia–.
— ¡Te ha violado! –contestó desafiante–.
— Y tú también. ¿O es que lo has olvidado? –replicó valientemente–.
— Pero… –intento explicarse Ambros–.
-¿Pero qué? ¿Tú si tenías derecho? –seguía el desafío–. Me atacaste por
la espalda, me penetraste como un animal y saliste huyendo sin que te pudiera ver la cara. Me dejaste tirada en el río después de asaltarme ¿Te acuerdas? –Río se iba envalentonando–, y nadie te dio una paliza de muerte por
ello, aunque te la merecieras. Quizás es lo que deberían haberte hecho
–concluyó en voz baja–.
Ambros se quedó petrificado, nunca la había visto así, nunca había hablado de aquel primer encuentro con ella. Por una vez sintió que no tenía el
poder en sus manos, y reflexionó viendo que su arrogancia era la que le
había llevado por la vida a todos los problemas que había tenido, y su hermano, paciente, no sólo le había ayudado, sino que había sufrido con él los
castigos que a él solo le correspondían. Río lo sacó de su reflexión:
— Hay que subirlo a la cueva –dijo mirándolo–, o quieres que se muera
aquí, como un animal.
El mayor, después del revolcón que su hembra le acababa de dar, no
estaba para contestar. Se agachó para coger a su hermano, pero se vio interrumpido por la impetuosa Río:
182
EL ENFRENTAMIENTO
— ¡Así no! –le gritó–. Tiene algo roto por dentro, y aparte del dolor que
le supondría, ese algo podría matarlo. Hay que preparar algo para subirlo
con cuidado.
Ante tal razonamiento, el mayor reaccionó de inmediato y buscó, azorado entre las primeras sombras de la noche, algo en qué subirlo, sin saber
muy bien el qué. De nuevo su pareja, mucho más lúcida en aquellos instantes, le dio la solución:
— Busca dos palos largos y ata a ellos una de las pieles como puedas,
trataremos de subirlo sobre ella.
De manera sumisa, por primera vez en su vida, obedeció la orden sin
rechistar y dispuso unas rudimentarias angarillas para su hermano. Con sumo
cuidado, movieron al herido entre los dos hasta colocarlo sobre la piel; después, entre los quejidos de dolor de Tani, agarraron los palos, cada uno por
un extremo y subieron despacio –Río apenas podía sostenerse– hasta la cueva, dejando al herido sobre la piel junto al fuego. Ella, agotada, se sentó a
descansar mientras él soltaba la piel de los palos con cuidado de no lastimar
más a su maltrecho hermano.
A la luz de la hoguera avivada, ella se dispuso a poner lo mejor de sus
conocimientos para salvar al herido. Él miraba a su hermano pensando que
de no haber intervenido Río hubiera llegado a matarlo. Se sentía despreciable, olvidando incluso el motivo por el que aquello había sucedido.
Tras aplicarle los ungüentos y darle a beber pequeños sorbos del brebaje
preparado al fuego, ambos permanecieron junto al herido, que seguía semiinconsciente y con una sonora y agitada respiración. Ella se durmió enseguida, estaba exhausta y le pesaba la tripa más que nunca. Lobo abandonó
su vigilancia y se acercó hasta Tani, apoyando su cabeza en una de las manos del herido. A Ambros le pareció que su hermano había movido ligeramente uno de los dedos para acariciar a su lobo. Apenas pegó ojo durante
toda la noche, reflexionando sobre lo que había oído y sobre lo que había
sido su vida hasta entonces; sólo lo sacaban de sus pensamientos los gruñidos de dolor de Tani cada vez que movía, aunque fuese ligeramente, su
cuerpo. La noche se le hizo muy larga.
Al amanecer, le dieron otra pócima; las heridas exteriores no parecían
revestir gravedad, no había ningún hueso roto, a pesar de los numerosos
moratones que la luz del día dejaba ver por todo el cuerpo. Lo peor parecía
estar dentro, algo se había roto y se clavaba como un cuchillo en el pecho de
183
EL ENFRENTAMIENTO
Tani, que casi no podía abrir los ojos hinchados y amoratados. Río decidió
vendarle el pecho con unas tiras de piel para evitar en lo posible los movimientos que tanto dolor le causaban; no podía hacer nada más.
Ambros salió de la cueva después de la cura, necesitaba que le diera el
aire y el sol para desentumecerse. No tenía ánimos para la caza y se dedicó
a vagar durante toda la mañana. De pronto se dio cuenta de que había ido a
parar hasta el río. Paseó junto a él, recordando los buenos momentos que
había pasado allí con su hembra y recordando con tristeza el primer impetuoso asalto que le había hecho. Sus palabras le martilleaban los oídos como
si estuviera volviendo a oírlas.
Río pasó la mañana descansando y atendiendo a Tani, procurando que
bebiera agua y de vez en cuando sus potingues, ignorando si le harían el bien
que ella deseaba. Al despertar había notado bajo su vientre unos intermitentes dolores que achacaba al esfuerzo y la tensión del día anterior. Pensó
que no era el momento de parir y decidió que no lo haría hasta que el enfermo sanara. Para ello sabía que tenía que cuidarse y prepararse alguna pócima de las que había visto hacer alguna vez en su lejano y olvidado poblado
a otras mujeres. No dijo nada de ello al atribulado Ambros, que, desde que
había dado rienda suelta a su salvaje furia sobre Tani parecía un corderito,
aunque ella sabía que aquella actitud le duraría poco y que su arrogancia y
fuerza volverían poco a poco a él porque era su forma de ser que, de alguna
manera, ella admiraba.
Por la tarde un sudor frío se apoderó del cuerpo del enfermo, delirando y
tratando de moverse inquieto. Su hermano no se separó de él, sujetándolo
cuando la fiebre le hacía removerse inquieto. La noche fue más tranquila y
todos descansaron alrededor de la lumbre.
En los días siguientes el herido parecía no mejorar, algo lo estaba matando por dentro y sus constantes quejidos herían a Ambros haciéndolo sentir
culpable por su brutalidad. Río, aprovechando el estado de desconcierto del
mayor, trataba de hablar con él para hacerle comprender lo sucedido:
— Es un chico joven y fuerte. Nosotros hemos despertado su instinto.
— ¿Nosotros? –respondió Ambros–.
— Sí, nosotros. ¿Qué hubieras hecho tú en su lugar? ¿Qué hubieras hecho tú si hubieras tenido que abandonar tu zona de descanso tras las piedras? ¿Qué hubieras hecho tú si cada noche hubieras oído como gozábamos
con nuestros cuerpos? Nuestros gritos y nuestro placer han despertado en él
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EL ENFRENTAMIENTO
las necesidades de su cuerpo. ¿Cuánto tiempo habrías aguantado? –siguió
preguntando sin dejar que Ambros la interrumpiera como quería–. ¿Qué
futuro tiene tu hermano, sin otra hembra en la zona? Esto tenía que suceder
y no lo debes culpar.
Las reflexiones de Río dejaban sin palabras a Ambros, que se limitaba a
rumiarlas en silencio y a estar cada vez más convencido de la verdad que
engendraban las palabras de su hembra. Poco acostumbrado a reflexionar, la
cabeza le ardía y entonces emprendía una veloz carrera saliendo de la cueva
y desapareciendo durante horas, corriendo sin cesar por todos los bosques.
Volvía con la cabeza más despejada y totalmente exhausto a la cueva, preguntando inquieto, nada más llegar si había habido algún cambio.
El reposo y los brebajes de Río hicieron que días después la fiebre desapareciera y los lamentos de Tani disminuyeran de intensidad y de frecuencia, empezando a estar consciente cada vez más tiempo, a pesar de lo cual
las conversaciones entre los hermanos se reducían a preguntar por la mejoría el mayor y a contestar que ya estaba mejor el pequeño. Río los miraba
esperando el momento en que abordaran qué iba a pasar de allí en adelante.
El primer día en que Tani pudo incorporarse un poco y comer algo sólido para empezar a recuperar fuerzas, le planteó a su hermano el deseo de
abandonar la cueva. No quería que se repitiera la escena con Río y no estaba
seguro de poder aguantar de nuevo los ruidos amorosos tras la valla de
piedra. Desde la agresión, la pareja no había vuelto a yacer juntos; el desánimo que los invadía y el avanzado estado de gestación de la hembra no hacían propicios nuevos encuentros amorosos. Por las noches todos permanecían alrededor del fuego, pero Tani sabía que aquello no duraría siempre y
por eso estaba dispuesto a separarse y buscar una nueva vida con la sola
compañía de Lobo.
Ambros trataba de disuadirlo cada vez que el tema salía a relucir y se
disculpaba por su brutalidad, realmente arrepentido de casi haber dado muerte a su hermano. Trataba de convencerlo de que en su estado no podría sobrevivir solo y Tani asentía, diciendo que lo haría cuando estuviera recuperado.
Cuando estaban a solas en la cueva, Río trataba de convencer a Tani de su
locura y le insistía en que ella no le guardaba rencor por lo sucedido. Trataba
de hacerle ver que entendía por qué había sucedido y que lo importante era
que se llevara bien con su hermano, pero las reflexiones del pequeño sobre el
futuro que le esperaba le hacían perder la esperanza de que cambiara de idea.
185
EL ENFRENTAMIENTO
Mientras esto sucedía, el mayor reflexionaba durante sus cacerías –la
despensa había quedado muy menguada– tratando de encontrar una solución para seguir con la pacífica vida que antes llevaban, pero siempre caía
en la cuenta de que él sí llevaba una vida plena e intensa pero su hermano,
como siempre, se llevaba la peor parte. Una idea iba rondando por su cabeza cada vez con más fuerza, pero no se atrevía a admitirla abiertamente. Lo
único que tenía claro era que no quería que su hermano, abocado por él a
aquella situación, tuviera que emprender de nuevo una azarosa aventura
por su cuenta.
La fortaleza de Tani hizo que en poco tiempo, desaparecidos los dolores
del pecho, comenzara a salir de la cueva con su hermano para ayudarle en
las cacerías. El sol y el ejercicio físico hicieron que pronto se olvidara de sus
dolores y empezara a estar en forma a ojos vista.
Ambros aprovechó una de las salidas de Tani, que ya se atrevía a salir
solo a cazar acompañado de su fiel Lobo, para abordar el espinoso tema de
su hermano con Río. Había madurado la idea que tanto había rondado por
su cabeza y estaba dispuesto a exponerla a su compañera:
— Hay que hacer algo para que Tani no nos abandone –dijo a Río que
cada vez salía menos de la cueva agobiada por su pesada barriga y la inminencia del parto–.
— ¿Hacer qué? Parece resuelto a irse, y no creo que tarde mucho en hacerlo
–respondió interesándose por la actitud reflexiva, por una vez, de Ambros–.
– Yo tengo una idea.... –dijo dubitativo–.
— ¿Una idea?
— Sí, una idea que le podría hacer cambiar de opinión –dijo mirándola a
los ojos–.
— ¿Qué lo haría cambiar de opinión? –repitió resistiendo la mirada en
sus ojos–.
— Sí. Pero depende de ti.
— ¿De mí? ¿Qué puedo yo hacer por Tani? –preguntó intrigada–.
— Lo mismo que haces por mí –dijo en voz baja bajando la mirada–.
— ¿Cómo?
— Compartiendo tu lecho con él –dijo bajando aún más la voz–.
— Pero...
— Fuiste tú la que dijiste que lo que había pasado era normal, que es un
hombre joven...
186
EL ENFRENTAMIENTO
— Y lo sigo pensando.
— Entonces. ¿Qué te parece la idea? –preguntó de forma casi inaudible–.
Río entendió qué era lo que pretendía Ambros. Durante varios minutos
reflexionó, llegando a la conclusión de que no había otra salida; probablemente nunca se juntaran con otra tribu, y el pequeño se vería condenado a
no poder disfrutar de algo tan natural como el sexo. Tenía que anteponer
ante su relación con el mayor el que ambos no se separaran. La mirada casi
avergonzada de su hombre, esperando atribulado, como nunca antes lo había visto, su reacción, le hizo decidirse:
— Está bien, si eso es lo que quieres... –dijo por fin acercándose a él–.
— No es lo que quiero, pero no veo otra solución... Todo cambiará entre
nosotros –añadió entristecido–.
— No, nada cambiará. Él tendrá mi cuerpo para su placer, pero nunca
tendrá esto –dijo señalándose el corazón–. Nada cambiará entre nosotros
–añadió muy segura–.
Él no pudo articular palabra, un nudo atenazaba su garganta. Se abrazó
sollozando a su compañera y la abrazó como pudo por encima de la barriga,
quedando ambos en silencio durante un buen rato. El egoísta hermano mayor estaba dispuesto, por primera vez, a renunciar a algo para él tan querido,
a compartir a su compañera para que el pequeño no tuviera que emprender
un nuevo éxodo:
— Si ya está decidido, díselo cuanto antes. Está a punto de marcharse
–dijo separándose y rompiendo el abrazo que le estaba destrozando sus maltrechos riñones–.
— Así lo haré –aseguró Ambros mientras sus manos acariciaban la cara
de la hembra con suavidad, tratando de secarle las lágrimas que habían corrido por sus mejillas–.
Río se relajó con las primeras caricias tiernas que recibía de su fogoso
compañero y sintió que ya podía dejar de luchar contra la naturaleza: estaba
dispuesta para parir y sabía que no tardaría en hacerlo.
187
23
DE NUEVO LA CONVIVENCIA
En el otoño, Ambrosio ya gateaba como un loco por la cueva,
perseguido las más de las veces por Lobo que lo revolcaba
sobre el duro suelo ante las risas de los adultos.
l día siguiente de la conversación de Ambros con Río, los dos hermanos salieron juntos a cazar. El pequeño dispuesto a comunicar,
en cuanto tuviera ocasión, que al día siguiente abandonaría la cueva. Había pospuesto su salida, pero no podía dejar pasar más días, era la
época ideal para hacerlo. El mayor por su parte salía dispuesto a plantear su
solución y tratar de convencerlo para que se quedara con ellos.
En el primer descanso que hicieron, nada más sentarse en un claro del
bosque que acababan de recorrer, el mayor se adelantó e hizo su propuesta
para la nueva convivencia. Tani quedó aturdido por unos momentos; la generosidad de su egoísta hermano lo había dejado sin palabras. Ambros, viendo
la duda en los ojos de Tani, preguntó:
— ¿No te parece una buena idea?
— Es que...
— Vamos, acéptala, es la mejor solución –le dijo con seguridad–.
— Pero... –fue todo lo que acertó a contestar mientras se levantaba y se
separaba un poco, dando la espalda a su hermano mientras reflexionaba–.
El mayor respetó el momento de silencio para que el pequeño asimilara
la propuesta, esperanzado en que aceptara al no haber planteado una negativa abierta. Sus palabras habían calado profundamente en el pequeño que
poco a poco iba aceptando la idea; en realidad nunca le había hecho gracia
alejarse solo separándose para siempre de su hermano. Lobo, que parecía
consciente de la importante decisión que tenía que tomar su amo, se acercó
A
189
DE NUEVO LA CONVIVENCIA
hasta él y le lamió una mano, que colgaba inerte junto a su muslo, después se
sentó mirando en la misma dirección que Tani, dispuesto a esperar su respuesta. Minutos después el pequeño se volvió hacia su hermano:
— No creo que funcione –dijo con voz triste–.
— ¿Por qué no, si todos ponemos de nuestra parte...? –le dijo con entusiasmo, tratando de desequilibrar la balanza–.
— ¿Todos? ¿Qué dirá Río de tu locura? –preguntó sin perder la tristeza
en su tono–.
— Ella ya ha dicho que sí –le contestó tratando de hacerle ver que el
camino estaba expedito–.
— ¿Ya se lo has dicho?
— Pues claro. ¿Crees que te lo plantearía sin contar con ella?
— Yo...
— Ella está conforme. También cree que es la mejor solución.
— Pero... Vuestra relación...
— Eso no debe preocuparte, nada cambiará entre nosotros. Se trata solo
de sexo, de hacerte más feliz.
— ¿Estáis seguros?
— Lo estamos. No queremos que te vayas.
Los dos hermanos se abrazaron mientras Lobo aullaba junto a ellos presintiendo que las aguas iban a volver a su cauce. Al separarse, Tani se dirigió
a su hermano emocionado:
— Déjame que lo piense un poco... Antes de volver a la cueva te daré mi
respuesta.
— De acuerdo. Hasta entonces tienes de tiempo para decir que sí. Y
ahora volvamos a la caza, nuestras piezas nos están esperando...
Ambos acometieron con furia la persecución de todo lo que se movía y
derrocharon su energía con generosidad. Obtuvieron un botín como hacía tiempo que no lograban. Antes de cargarlo todo para regresar a la cueva, el pequeño
se acercó a su hermano y con ambas manos lo agarró de los hombros mirándolo:
— Está bien. Estoy dispuesto a intentarlo.
— ¡Bien! –exclamó Ambros entusiasmado–.
— Pero con una condición –añadió Tani antes de que su hermano volviera a abrazarlo–.
— ¿Cuál es? –preguntó aguantando sus deseos de estrecharlo entre sus
brazos–.
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DE NUEVO LA CONVIVENCIA
— Yo no quiero ser un estorbo. Si veo –añadió sin dejar que su hermano
lo interrumpiera– que vuestra relación cambia por mi culpa, abandonaré la
cueva para siempre.
— Si así lo quieres, así será, pero verás como podemos hacerlo.
Con todo dicho, los hermanos volvieron a juntar sus pechos. Los nuevos
aullidos de entusiasmo de Lobo hicieron casi inaudible las gracias que, en
un susurro, el pequeño dio a su hermano mayor.
El día de Río fue muy diferente al que habían pasado los dos hermanos.
Sabedora de que Ambros plantearía su solución, y segura de que su hermano acabaría aceptando, se había relajado de tal manera que, poco después
de que ambos desaparecieran, los dolores habían aparecido en su bajo vientre. Antes de que crecieran en fuerza y fueran cada vez más seguidos, preparó como pudo algunas de sus pócimas con las hierbas que había seleccionado cuidadosamente para la ocasión, como había visto hacer en su tribu. Al
ver correr por sus muslos un líquido caliente, supo que el momento había
llegado y se dispuso a afrontar sola el momento. Lo había visto ya varias
veces, incluso había ayudado en alguna ocasión a alguna joven parturienta,
pero ella estaba sola. Aún con el miedo de lo que iba a suceder se alegró de
que así fuera; sabía que los hombres, es esas ocasiones, eran más un estorbo
que otra cosa, y que se asustaban como conejos ante la increíble explosión
de la naturaleza.
En cuclillas, como lo había visto hacer, recibió a la criatura entre grandes chillidos que la ayudaban a empujarlo hacia fuera. Cortó el cordón con
una piedra afilada que había dispuesto a su lado, y lo ató ayudada por un
pequeño palo que hacía de torniquete. Tras descansar unos momentos lavó
al recién nacido que ya daba gritos de auténtica furia, no cabía duda que
había salido en su vigor al padre. Luego bebió un poco de una de sus pócimas, se recostó sobre una piel, y lo puso sobre sí, dejándolo cerca de uno de
sus pezones para que la criatura se aferrara a él en cuanto su instinto se lo
pidiera. Acabada la faena cerró los ojos y descansó; estaba agotada, pero
contenta porque todo parecía haber salido bien.
Los dos hermanos, de vuelta con sus pesadas cargas sobre los hombros,
cruzaron el arroyo y, de pronto, se pararon en seco mirándose con cara de
extrañeza porque habían oído un raro aullido en la cueva que les pareció el
de un felino. Volvieron a mirarse, soltaron sus fardos con presteza y subieron a grandes zancadas hasta la cueva temiendo que Río pudiera estar en
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DE NUEVO LA CONVIVENCIA
peligro; el aullido no era parecido a nada que conocieran. Se pararon resoplando junto a la roca de entrada y miraron sorprendidos el origen de los
pequeños gritos que les habían parecido de un animal. Junto a la lumbre,
descubrieron a Río y sobre ella a un pequeño ser que protestaba enrabietado
porque aún le faltaba habilidad para mantener el pezón de su madre dentro
de su boca. Ambos se miraron sonriendo, no había ningún peligro, el hijo de
Ambros y Río, que sonreía tímidamente, había venido al mundo.
Sin saber muy bien qué hacer, se acercaron hasta la madre interesándose
por ella. Habían pasado ya varias horas desde el alumbramiento y empezaba
a encontrarse mejor. Pidió que le acercaran uno de sus brebajes y, tras beberlo, sujetó al niño por las axilas y lo elevó enseñándolo a los dos boquiabiertos hermanos.
— Es un macho –dijo orgullosa–.
— Ya se ve –dijo el padre señalándole sus enormes testículos–.
— Sí, no hay duda –dijo Tani imitando la ridícula postura de su hermano
señalando hacia el mismo sitio que éste–.
La madre sonrió meneando la cabeza para ambos lados y volvió a dejar
a la criatura entre sus henchidos pechos, repletos de leche para el pequeño.
La novedad entretuvo a los hermanos durante varios días. Mientras la
madre se había recuperado con sorprendente rapidez, ellos se pasaban el día
mirando al niño, esperando a ver qué hacía. A los dos días, hartos de ver que
la criatura solo se dedicaba a sacar todo lo que podía de los pechos de Río,
a mear y cagar sin control, y luego a dormir, siempre por ese orden, decidieron reemprender sus salidas a cazar. Tani ya había agradecido a ambos el
nuevo orden en el que se desarrollaría la convivencia, aunque quedaba aún
pendiente saber cómo se iban a organizar, había que dar forma al asunto.
Dado que el momento aún no era el oportuno, decidieron dejarlo para más
adelante y emplearse en aprovisionar la despensa aprovechando lo que la
espléndida primavera les ofrecía.
Unas semanas después, Río ya estaba en plena forma; la actividad le había
hecho recuperar su espléndido cuerpo, en el que apenas se notaban los efectos
del embarazo, salvo en sus enormes pechos, que casi no daban abasto para
satisfacer al pequeño devorador que se había hecho dueño de ellos.
Ambros estaba ya ansioso por poseer de nuevo a su hembra, pero antes
de hacerlo, consecuente con lo que había ideado, planteó a ambos cómo
podían organizarse para evitar disputas. Río estuvo de acuerdo en que cada
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DE NUEVO LA CONVIVENCIA
día su cuerpo sería para uno de los hermanos, y yacería con él tras el muro
de piedra. Tani se sentía incómodo por la situación, pero deseoso de empezar las rotaciones y Ambros un poco asustado por cómo reaccionaría cuando empezara la acción.
La primera noche en que volvieron a oírse los gemidos tras el muro, el
pequeño se sintió de nuevo excitado. Se despertó varias veces porque su
hermano parecía querer recuperar el tiempo perdido con su hembra, pero
ahora no sentía lo mismo que antes, sólo ansiedad porque llegara pronto el
día siguiente y poder esconder su cabeza en el seno de Río mientras la penetraba sin violencia; pronto le llegaría su turno.
Para el mayor la nueva situación fue más difícil. La novedad de encontrarse solo junto al fuego, oyendo el placer de la nueva pareja tras las piedras, le puso de mal humor y empezó a entender todo lo que su hermano
había pasado durante meses. A pesar de lo incómodo de la situación, descubrió sorprendido como su cuerpo se excitaba con los eróticos ruidos. A punto de estallar salió de la cueva y estuvo un rato refrescándose en el arroyo.
Cuando volvió a entrar solo se oía la respiración profunda y acompasada de
los nuevos amantes. Consiguió dormir un rato hasta el amanecer, en que de
nuevo los fogosos gemidos de su hermano le hicieron abandonar la cueva
atormentado. No estaba seguro de poder aguantar aquello noche sí y noche
no, pero ya no había vuelta atrás.
Vagó durante horas con los gritos y resoplidos de la pareja resonándole
en los oídos. Casi sin darse cuenta se encontró en los Lavaderos de Tello, la
zona que había recorrido el primer día de su llegada a la cueva remontando,
aguas arriba el arroyo del Moral, y que se encontraba en la zona de atrás del
macizo rocoso que albergaba la gruta, a menos de una hora de ella. La quietud del lugar sosegó poco a poco su ánimo. Recorrió los numerosos abrigos
que había a ambos lados del arroyo curioseando para matar el tiempo; había
decidido dejar sola a la nueva pareja durante todo el día.
Cuando regresó, Tani había salido a cazar y a buscarlo, y Río acometía
sus tareas cotidianas con toda normalidad. Lo recibió alegre, como otras
veces, sin que notara nada extraño en su comportamiento. Lo único diferente a otros días fue un prolongado abrazo que su hembra le dio en silencio.
Los días siguientes fueron igual de duros para él, que no acababa de
acostumbrarse a la sola compañía de Lobo por las noches. Las noches que le
tocaba descanso amoroso se acostumbró a dejar la cueva antes de amanecer
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DE NUEVO LA CONVIVENCIA
e irse a visitar sus nuevas cuevas. Para pasar el tiempo se había llevado
hasta ellas algunos de los pertrechos que utilizaba para pintar y empezó de
nuevo con su afición. Con poca inspiración hacía pequeños y extraños dibujos casi irreconocibles, que era lo que le dictaba su atormentada mente.
Luego, ya avanzado el día, volvía a por su hermano para salir de caza. Los
primeros días lo hacían en silencio; Tani sabía por lo que su hermano estaba
pasando y lo dejaba tranquilo pensando que pronto las aguas volverían a su
cauce y todos aceptarían con normalidad la nueva organización de la tribu.
Río, por su parte, pasó las primeras noches con Tani con la imagen de
Ambros en la cabeza, pero pronto aprendió a disfrutar también con el pequeño. Aunque muy parecidos en su comportamiento, ella disfrutaba con lo mejor de cada uno. Era, en el fondo, y al contrario que el mayor, la que mejor
parada había salido con el nuevo estatus; la competencia de sus dos hombres
le hacía tener cada noche un fogoso amante, y aprendió a disfrutar de cada
uno de ellos. Su corazón, sin embargo, no cambió, tal y como le había prometido a Ambros, y no respiró tranquila hasta que vio que él ya había asimilado
el cambio y su comportamiento volvió a ser casi el de siempre y había retomado con decisión y seguridad la jefatura de la pequeña tribu.
Pasados los peores momentos, ella planteó, un día de lluvia en que los
tres se juntaron junto al fuego, que debía pensar un nombre para la criatura,
que seguía creciendo sano como una manzana. La cuestión, aparentemente
sencilla, les resultó complicada, eran incapaces de encontrar un nombre
adecuado. Al final de la tarde, cuando el agua empezaba a dejar de martillear las rocas, Tani tuvo una idea:
— ¡Ya lo tengo! –exclamó alborozado, sorprendiendo a los demás que
jugueteaban con las brasas a punto de rendirse–.
— ¿Qué se te ha ocurrido? –preguntó su hermano con desgana–.
— Tú te llamas Ambros –dijo señalándolo–, y tú Río –ahora la señaló a
ella–.
— ¡Vaya descubrimiento! –le contestó el padre–. Te recuerdo que el
nombre que buscamos es el del niño.
— Pues eso, el hijo de Ambros y Río se debería llamar Ambrosrío –dijo
mirando alegre a la pareja–.
— Ambrosrío... Suena fatal... –dijo el padre pensativo–.
— Pues a mí me gusta –se apresuró a decir la madre–. Es el resumen de
nosotros dos –dijo mirando al dubitativo Ambros–.
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DE NUEVO LA CONVIVENCIA
— No sé... Si os parece bien...
— ¡A mí sí! –dijo rápidamente la madre. Tani guardaba silencio tras dar
la idea para que fueran los padres los que decidieran–-.
— Pues nada Ambrosrío –dijo el padre dando un cachete en el culo a la
criatura–. Ya tienes nombre.
El hecho de no haber sido él, el padre, el que ideó el nombre, y la dificultad
de pronunciación de la r tras la s, hizo que, en poco tiempo, el nombre cambiara,
perdiendo la r y el acento en la i que rompía el diptongo y se quedara en Ambrosio, que es como ya le llamaban todos para gran satisfacción del transformador
del nombre, orgulloso de haber puesto su sello en el nombre de su hijo.
Durante todo el verano, Ambros volvió casi cada día a Tello; era el lugar
donde se encontraba a sí mismo y que ya conocía como la palma de su
mano. Una tarde, antes de abandonarlo para irse a la cueva, apareció tras las
cañas, junto al arroyo, un hermoso ciervo. Después de observarlo mientras
bebía agua en el arroyo, trató de alcanzarlo por pura diversión, no tenía sus
armas de caza cerca, y corrió tras él largo rato hasta que lo perdió de vista
sumergido en la espesura de los pinos. Descansó con la respiración entrecortada pensando en la hermosura de aquél ejemplar. Volvió a la cueva
alegre y sonriente cuando ya era casi de noche.
Las siguientes veces que volvió a las cuevas de Tello no apareció el bello
animal. Con la imagen de la formidable cornamenta en su cabeza, empezó a
esbozar un dibujo en una de las paredes del abrigo que más frecuentaba,
uno de los primeros que había al llegar al lugar. Dedicó varias semanas a
perfeccionar su dibujo y, cuando estuvo satisfecho con el resultado, se dedicó pacientemente a colorearlo, tratando de darle toda la viveza que había
visto en el animal. En esas semanas consiguió, mientras pintaba y pintaba,
olvidarse de las terribles y solitarias noches que pasaba solo junto al fuego.
Convirtió aquella cueva en su santuario, y nada dijo de ella ni de su pintura
a su hermano ni a Río, a la que tanto le gustaban sus caballos en las paredes.
En el otoño, Ambrosio ya gateaba como loco por la cueva, perseguido
las más de las veces por Lobo que lo revolcaba sobre el duro suelo ante las
risas de los adultos, que habían redoblado su actividad preparándose para el
invierno que se acercaba acortando los días. Los dos hombres aprovechaban cada día para cazar y recoger provisiones, amontonando una gran cantidad de leña y ramas cerca de la cueva, y Río salía a recoger plantas con su
hijo amarrado a la espalda como si fuera un fardo.
195
DE NUEVO LA CONVIVENCIA
Cuando cayeron las primeras nieves todos supieron que llegaba el tiempo de la reclusión y que sería una temporada difícil. Ahora sí que tendrían
que convivir hora tras hora, día tras día, y no habría escapatoria por las
noches para el que quedara solo junto a Lobo. A pesar del frío reinante
cualquier día podrían saltar chispas entre los hermanos. El anuncio de Río,
a los pocos días de hibernación, de que estaba nuevamente preñada no ayudaba mucho. Los dos hermanos se sumían en sus pensamientos tratando de
dilucidar quién de ellos sería el padre de la nueva criatura; sólo los consolaba la hermosura de la hembra con la que gozaban noche sí noche no, como
si fuera la primera vez que lo hacían.
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24
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. BREUIL Y MOTOS
EN LA CUEVA DE AMBROSIO
¡Qué paraje tan hermoso! –comentó el abate–.
Hay algo especial en ese rincón.
l llegar al cortijo, tras haber visitado El Gabar en su segundo día de
la campaña de ese año, don Federico advirtió a Breuil de que, a poco que se entretuvieran, ya no llegarían de día a Vélez-Blanco. El
cura, que estaba ávido de ver nuevas cosas, dijo que por su parte no había
problema en hacer noche allí, así podrían dedicar el día siguiente a la zona
que lo atraía sin saber por qué. Todos acataron el deseo del arqueólogo, por
lo que don Federico decidió mandar al campesino que ayudaba al Tontico de
vuelta al pueblo, para que diera cuenta de ellos a doña Caridad y le advirtiera de que no volverían hasta el día siguiente. Si no –se temía el farmacéutico– a su mujer le daría un soponcio cuando viera que se hacía de noche y
nadie aparecía. Aún así no le arrendaba las ganancias al pobre campesino,
que tendría que soportar los improperios que realmente irían dirigidos a él.
«Ya se explayará cuando yo llegue…», pensó resignado.
El campesino salió para el pueblo; tenía por delante varia horas de caminata, aunque no tantas como las que había echado para llegar: como buen
conocedor del terreno sabía los atajos que tenía que tomar. Los demás dejaron atrás el cortijo y se acercaron hasta el arroyo del Moral, querían aprovechar lo que quedaba de tarde.
Se pararon antes de bajar para cruzarlo, contemplado el monte rocoso
en el que se abría una gran cueva; con razón había dicho don Federico que
nada tenía que ver con la otra. Una gran roca, sin duda desprendida de
arriba muchos años antes, dividía la entrada en dos partes.
A
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. BREUIL Y MOTOS...
— ¡Qué paraje tan hermoso! –comentó el abate–. Hay algo especial en
ese rincón –añadió señalando hacia la cueva y sus alrededores–.
La gruta se abría majestuosa al otro lado del arroyo, que se perdía encajado entre rocas y lentiscos a su izquierda, hacia el oeste, en una zona casi
inaccesible. Para llegar hasta la cueva tuvieron que bajar hasta el arroyo,
cruzarlo y volver a subir otro trecho. Al llegar, todos empezaron a moverse
por el interior con curiosidad. El abate, y don Federico junto a él, disfrutaban del momento antes de introducirse en ella.
— Es la Cueva de Ambrosio, llamada así por el cortijo del mismo nombre, el que hemos pasado –aclaró el boticario mientras el cura asentía con la
cabeza–.También es conocida como la Cueva del Tesoro, como tantas otras...
— Si yo le contara, amigo mío, las cuevas del tesoro que he visitado en
este país... Mejor lo dejamos como la Cueva de Ambrosio –respondió el
abate–.
Después de toda la tarde inspeccionando la cueva, recogiendo restos de
pedernal que abundaba por el suelo y inspeccionando las paredes en busca
de pinturas, se sentaron junto a la gran roca que dividía la entrada.
— Parece claro que aquí no hay pinturas –comenzó a hablar Breuil–,
pero es muy interesante. La pena es que aquí hay mucho trabajo que hacer
para encontrar algo. Se aprecia que ha habido derrumbes y es posible que
debajo se encuentren restos importantes, sólo posible –añadió mirando a
Motos–.
— En cualquier caso no parece hoy el día indicado para iniciar excavaciones –apuntó Cabré–.
— Naturalmente que no –terció Obermaier–. Ese es un trabajo que hay
que planificar, y realizar con sumo cuidado para no estropear nada de lo que
pueda aparecer.
— Gran verdad dice don Hugo –apostilló el abate–. Mañana, si les parece, señalaremos el sitio más adecuado y a ver si en la próxima campaña
podemos dedicar algo más de tiempo a este fantástico paraje.
— Estoy seguro de que algo aparecerá –habló don Federico–.
— Parece usted muy seguro –le dijo Siret, que sabía por qué lo decía su
amigo–.
— Y tanto. Tengo otra sorpresa para ustedes –dijo mientras colocaba su
alforja entre sus pies y rebuscaba en ella–.
— ¿Otra sorpresa don Federico?
198
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. BREUIL Y MOTOS...
— Sí. Ésta es la sorpresa, mi estimado abate.
El boticario sacó la mano despacio de su alforja hasta dejar a la vista de
todos una espléndida punta con muescas que había encontrado en una visita anterior.
— Esta punta está recogida aquí. Por eso estoy tan seguro –dijo mostrando ceremoniosamente la punta de sílex–.
— Es usted una caja de sorpresas –dijo el abate mientras recogía la
punta para examinarla–.
Los demás se acercaron con curiosidad rodeando al cura, que trataba la
pieza con mimo exquisito, pasando las yemas de sus dedos por las afiladas
estrías. Durante un buen rato todos disfrutaron de la piedra, y felicitaron a
su descubridor, que posó orgulloso con ella para la cámara de Cabré:
— Está claro que aquí hay que hacer excavaciones –sentenció Breuil–.
Y ahora vayámonos hacia el cortijo antes de que sea noche cerrada y nos
rompamos los sesos contra alguna roca.
El boticario guardó su trofeo y se dispusieron a cruzar de nuevo el arroyo para llegar al cercano cortijo donde se disponían a pasar la noche.
Nada más llegar, el boticario habló con el cortijero para explicarle que
querían pasar allí la noche. El hombre se puso a disposición de los visitantes
explicando las modestas condiciones de su vivienda. Viendo el lío en el que
iban a meter a aquella gente, el abate intervino diciendo que no sería necesario que dispusieran dormitorio alguno para ellos. Acostumbrado como
estaba a moverse por los campos, llevaba siempre previsoramente un par de
tiendas de campaña. Insistió en que bastaría con que les dejaran montarlas y
en ellas dormirían. Don Federico aceptó gustoso la idea como una experiencia más, y no tardó ni un segundo en ordenar a Juan que fuera hasta sus
mulas y recogiera las tiendas y algunas mantas. La cara de Obermaier expresaba, sin embargo, el disgusto por la iniciativa de su compañero. Su cansancio era tal que se atrevió a decir que él sí que aceptaba con gusto una cama.
Breuil lo fulminó con la mirada, pero el gordo científico antepuso la necesidad de un colchón a la orden del jefe. Al ser sólo uno al que tenían que
alojar, el problema era menor. El campesino ordenó a su mujer que dispusiera uno de los dormitorios, sacando de él a dos de sus hijos para que
durmieran juntos con los otros. Arreglado el asunto, la cortijera se puso a
preparar la cena para todos mientras los visitantes salían a buscar el mejor
sitio para las tiendas y a montarlas antes de que fuera noche cerrada.
199
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. BREUIL Y MOTOS...
Enseguida dieron con el lugar adecuado: una era situada detrás del cortijo era la zona más plana y con menos piedras que castigaran los cuerpos.
El propio cura se dispuso de inmediato a la tarea del montaje. El Tontico
trataba de ayudar, pero tenía que limitarse a seguir las indicaciones del abate; aquellos artilugios eran demasiado complicados para él. Los demás también ayudaban, aunque don Federico y Siret, menos versados en esas cuestiones, estorbaban más que otra cosa.
Al terminar, el farmacéutico le dijo a Juan que llevara leña junto a las
tiendas y la preparara para encender un fuego cuando terminaran de cenar.
De pronto cayó en la cuenta de que nadie había pensado en dónde pasaría la
noche el pobre Tontico; en las tiendas no había sitio para él, ni era aconsejable mezclarlo con el abate toda la noche. Juan, desmintiendo una vez más lo
acertado de su mote, descubrió que él sí lo había pensado. Dormiría en la
parte de la casa más caliente y seguramente más cómoda: en el pajar. Todos
celebraron la ocurrencia del guía, que sonreía satisfecho pensando: «se creerían que yo iba a dormir al raso...».
Cenaron con mucho apetito; no dejando ni rastro en ninguna de las dos
sartenes que les habían preparado: la de patatas fritas con pimientos y la de
los huevos fritos. Obermaier rebañaba con ganas, sin hacer caso de las risas
de los demás. Tras una corta tertulia, para no molestar demasiado a la familia, don Hugo buscó su cama y los demás salieron en busca de la lumbre que
Juan ya había encendido.
Cabré y Siret se metieron pronto en una de las tiendas. Don Federico y el
cura se acomodaron junto al fuego dispuestos a conversar bajo las estrellas,
a la luz de la luna que ya aparecía por el horizonte, blanca y redonda. El
boticario empezó fuerte:
— Le parece a usted que entre tanto punto luminoso somos los únicos
que tenemos conciencia y moral –dijo señalando hacia el cielo–.
— No empiece, que le veo venir.
— Cuando en las noches claras la bóveda celeste se manifiesta tan enorme, siempre me he hecho esa pregunta.
— Es usted creyente ¿no?
— Naturalmente, vaya pregunta...
— Entonces de qué duda. Todo eso lo ha puesto ahí Dios Nuestro Señor, y Él sabrá con qué fin y lo que hay en cada estrella, en cada puntito
luminoso como usted lo ha denominado.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. BREUIL Y MOTOS...
— ¿Usted nunca se ha hecho esa pregunta?
— Yo bastante tengo con ocuparme de lo de aquí abajo. No sabemos ni
cómo eran los que habitaban todas estas cuevas, por qué las pintaban, cómo
vivían..., y quiere usted que nos subamos hasta el cielo. Vamos a aclararnos
primero aquí abajo y la humanidad ya tendrá tiempo de lanzarse a otras
averiguaciones.
— Lleva razón. Era sólo un pensamiento que la hermosa noche me ha
inspirado.
— Dejemos eso, y hábleme de sus descubrimientos. No se guarde más
sorpresas.
— Ya no hay más sorpresas, desgraciadamente. Mañana visitaremos la
zona de atrás de la Cueva de Ambrosio. Hay un paraje que está lleno de
abrigos. Yo he visitado algunos, no todos, y sólo he visto algunas pinturillas
sin importancia, muy esquemáticas. Aunque seguramente me he precipitado una vez más al especular sobre su importancia o no, sin oír la opinión de
los mejores conocedores del tema...
— No sea tan modesto, don Federico. Hace una labor magnífica, por eso
estamos aquí. Además, como usted me ha dicho en otras ocasiones, se puede permitir el lujo de emitir su opinión a la primera. Aunque no se lo crea,
eso me encanta, y me hace reflexionar mucho sobre lo que veo. En cierto
modo le envidio su libertad y la espontaneidad de sus opiniones, seguramente porque yo no me lo puedo permitir. No crea que no me quedo muchas veces con ganas de especular como usted, de imaginar, de soñar... pero
esa no es mi labor. Debo ser más pragmático y concienzudo.
— Pues yo no le envidio a usted en eso –se apresuró a añadir el boticario–, sí en sus vastos conocimientos. Se queda uno en la misma gloria, con
perdón, imaginando las circunstancias que han provocado las cosas, o diciendo a la primera que ve un brujo, y no una figura antropomorfa de difícil
significado...
— Don Federico, no empecemos, y siga hablándome de su territorio.
Hablaron y hablaron durante dos horas. El boticario tenía por fin, en
exclusiva, un oyente de excepción que absorbía como una esponja toda la
información, y se explayaba con él, contándole sus expectativas, sus ideas
de nuevas exploraciones, abriéndole su mente de par en par. El cura tomaba
buena nota mental de todo y trataba de reconducir y de ordenar las ideas
que surgían a borbotones por la boca del informante.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. BREUIL Y MOTOS...
Aprovechando que la lumbre había bajado notablemente su intensidad,
casi sin que se dieran cuenta, y notando ya la pesadez de sus cuerpos, que
no habían parado durante todo el día, ambos se metieron en la tienda y se
arrebujaron con las mantas deseando que amaneciera cuanto antes para seguir con su aventura.
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25
PRIMEROS PROBLEMAS EN LA CUEVA DE AMBROS
Poco a poco el ruido fue alejándose, adentrándose
hacia el interior de la tierra.
l invierno se le hizo muy largo a Ambros, recluido en la cueva sin
poder visitar sus abrigos de Tello para olvidarse de que algo, aunque
ellos no querían, se había perdido en su relación con Río. Al principio, trató varias veces de huir hacia allí, pero la nieve, que le llegaba hasta
las rodillas, le hacía desistir de su empeño. Volvía a la cueva con las piernas
amoratadas por el frío y la cabeza ardiéndole como un pajar.
Ahora que la convivencia era obligada durante veinticuatro horas al día,
Río sufría al ver el estado de ánimo de su hombre. Con paciencia logró
convencerlo para que retomara la decoración de las paredes de la cueva con
nuevas figuras, pero Ambros, poco inspirado, se limitaba a retocar sus caballos con mimo y con poca convicción, pensando más en sus hermosos ciervos enfrentados de Tello que en lo que hacía.
Ambrosio se criaba sano y fuerte y ya gateaba por toda la cueva jugando
con Lobo, que lo acompañaba saltarín cuidando siempre de que no saliera
de la cueva en alguna de sus impetuosas carreras.
Tani dedicaba su tiempo a las armas, afilándolas pacientemente, y a mantener la lumbre a todo gas, siempre pendiente de que no faltaran troncos en
ella, para lo que tenía que hacer periódicas salidas hasta el acopio de leña que
habían hecho junto a la cueva. Mientras su hermano trabajaba con sus caballos, él observaba el espléndido cuerpo de Río deambulando por la cueva, le
parecía que la crecida barriga de la hembra la hacía aún mucho más atractiva.
A veces sus pensamientos se ensombrecían al estar seguro de que, a pesar de
poseerla, nunca tendría con ella la relación que la hembra tenía con Ambros.
E
203
PRIMEROS PROBLEMAS EN LA CUEVA DE AMBROS
Los dos hermanos hablaban poco entre sí; ambos eran conscientes de la
extraña relación que vivían junto a Río y hacían lo posible para no hacer
más tensa la situación. Se limitaban a comentar algunas cuestiones técnicas
de las armas y a repartirse el trabajo de cada día.
Casi al final del invierno, cuando la nieve ya empezaba a derretirse creando un magnífico espectáculo bajo los blancos rayos de la luna llena, los aullidos de Lobo despertaron a toda la tribu que dormía plácidamente. Antes de
que les diera tiempo a incorporarse notaron una extraña sensación en sus
cuerpos a la vez que un ruido seco y profundo parecía acercarse hasta ellos. El
suelo empezó a moverse, lo que les hacía casi imposible mantenerse en pie. El
ruido creció y creció dejándolos casi paralizados, no sabían que estaba pasando. De pronto, la tierra crujió como un trueno y del techo empezaron a caer
piedras y tierra como llovidos del cielo. Lobo, que había presentido el terremoto, salió de la cueva dando un brinco cesando en sus aullidos. Ambros, al
ver caer las pequeñas rocas y estrellarse en el suelo, corrió como pudo hasta
situarse sobre su hijo para protegerlo con su cuerpo, Tani buscó a toda prisa
sus armas creyendo que se trataba de una amenaza exterior. Río se agarraba a
la pared con ambas manos sin entender que estaba pasando.
Todo ello sucedió en menos de un minuto. A ellos les pareció un siglo, el
temblor no acababa nunca. Poco a poco el ruido fue alejándose, adentrándose hacia el interior de la tierra, el suelo dejó de moverse y del techo solo
caía una fina arena por alguna de las grietas que se habían abierto. Estabilizada la cueva, sin que nadie lo dijera, todos corrieron hacia el exterior, donde Lobo esperaba inquieto revolviéndose en círculo como un loco.
Se acurrucaron junto al arroyo, temerosos de que la tierra, y con ella la
cueva, volviera a agitarse. Una hora después, no muy convencidos de que el
peligro hubiera pasado, pero ateridos de frío volvieron a entrar a la cueva y
se sentaron junto al fuego, comentando lo extraño del suceso y la posibilidad de que se repitiese y alguno saliera herido. Ambros recorrió todo el
interior mirando el estado de la cueva. El suelo estaba intacto, cubierto en
algunas de las zonas por pedruscos del tamaño de una nuez, y en el techo se
veían algunas grietas entre la roca, de las que se desprendía una fina cortina
de polvo en el que empezaba a reflejarse el sol que ya aparecía como todos
los días, como si nada hubiera pasado.
Durante todo el día estuvieron alerta por si tenían que abandonar la
cueva. Limpiaron el suelo amontonando las piedras en los lugares en los que
204
PRIMEROS PROBLEMAS EN LA CUEVA DE AMBROS
habían caído más, para tener señalizados así los puntos más peligrosos, y
que tenían que evitar. Ambros observó con tristeza como uno de sus caballos había quedado partido en dos por una fina hendidura que se había hecho en la roca.
La llegada de la primavera y el reinicio de las actividades al aire libre que
tanto necesitaban, les hizo olvidarse del suceso. Ambros tardó poco en volver a Tello, estaba inquieto por el estado en que podían haber quedado sus
abrigos y sus ciervos. Sonrió al ver que todo estaba como siempre y que sus
ciervos, enfrentadas sus cornamentas como retándose, seguían guardando
su cueva.
Con los campos en plena euforia de vida, olvidado el invierno, Río parió
a su segunda criatura, una hembra hermosa y fuerte como su hermano, a la
que dio a luz sola, aprovechando las horas de caza de sus dos hombres, que
recorrían frenéticos los bosques.
El precioso día en que la criatura había venido al mundo inspiró a Río,
que al día siguiente ya había encontrado nombre para su hija. Le llamarían
Flor. Los dos hermanos aceptaron el nombre sin controversias, bastante
tenían ambos con comerse la cabeza pensando quién sería el padre de la
cría. Río, por su parte, estaba segura, sin saber por qué, de quién era el
padre, pero se guardaba muy mucho de hacer comentario alguno al respecto
que pudiera iniciar una disputa innecesaria entre los hombres.
En pleno verano, un día en que los dos cazadores deambulaban por la
zona del río –lo que no hacían muy a menudo pese a gustarles por la gran
cantidad de aves que se arremolinaban en sus orillas– les pareció ver movimiento de gente junto a la rambla Mayor. Se olvidaron de sus trampas y se
apostaron en una zona alta dispuestos a observar. A pesar de que no parecía
haber nada anormal en el entorno, decidieron, desde ese día, dedicar parte
de su tiempo a la vigilancia. Cada día, uno de ellos se encaramaba a su
observatorio y pasaba allí algunas horas oteando hasta donde le alcanzaba
la vista.
Los días que no le tocaba guardia, Ambros aprovechaba para volver a su
zona sagrada, dedicando su tiempo a nuevas pinturas y a retocar sus ciervos, la pintura que hasta entonces le había dejado más satisfecho. Sólo la
superaba en emoción la primera que hizo. El día que pintó el brujo –le
parecía que habían pasado desde entonces mil años– sintió algo en su interior que nunca había vuelto a ser igual. El que aquella acción les hubiera
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PRIMEROS PROBLEMAS EN LA CUEVA DE AMBROS
llevado al destierro y a la soledad no le hacía arrepentirse de ello. Después
de todo, no les había ido tan mal: los bosques estaban repletos de animales,
abundaba el agua, tenía una hembra hermosa con la que disfrutar, con la
única sombra de tener que compartirla con su hermano, y la tribu crecía en
el número de sus miembros, todos sanos y vigorosos. No podía pedir más,
¿o sí?, se planteaba algunas veces mientras jugaba con un palo con el agua
del arroyo, echando de menos relacionarse con otros congéneres. Para disipar esa melancolía, se agarraba de nuevo a sus pinceles y se concentraba en
los dibujos.
Pasó el verano sin que descubrieran a ningún intruso en su territorio.
Pensaron que se había tratado de algún viajero despistado. Alguna vez habían visto a pequeñas tribus caminando junto al río en dirección oeste, trasladándose sin duda en la búsqueda de nuevos territorios. Con la llegada del
otoño, descartaron lo que más se temían, que la tribu de Río rompiera su
promesa y atravesara la rambla en busca de venganza. Con las primeras
lluvias abandonaron la vigilancia y se dedicaron de lleno a surtir su despensa para pasar el invierno que se avecinaba.
Ambrosio ya caminaba sus primeros pasos. Cuando cesaba la lluvia y el
aire quedaba limpio y transparente, su padre se lo echaba a la espalda y salía
con él para que empezara a conocer su entorno. Su madre protestaba cuando los veía partir sin conseguir que Ambros cambiara de opinión. Lobo los
acompañaba alegre y vigilante, y Tani reía ante el cuadro de cada salida. La
mayoría de las veces se unía a los expedicionarios y disfrutaba viendo la
cara del crío con cada nuevo descubrimiento que hacía en la naturaleza.
El invierno, la época más triste y desesperante para ellos, fue ese año
algo distinto. La actividad en la cueva no paraba, las dos criaturas eran dos
torbellinos que los mantenían entretenidos. Lo que no cambió ese invierno
fue que la tripa de Río comenzó otra vez a crecer, de nuevo había quedado
preñada, lo que no era de extrañar dada la actividad sexual que cada día uno
de los hermanos tenía con ella.
Lo único que Ambros echaba de menos en sus relaciones amorosas era
poder disfrutar más de los hermosos senos de Río, de los que se habían
apoderado, primero Ambrosio y luego Flor, y que la madre trataba de preservar para ellos. Tani, que había empezado a gozar con la hembra ya en ese
estado, también estaba obsesionado con los pechos, y en cuanto podía, se
saltaba la norma y se hundía en ellos como un poseso hasta que ella, dándo206
PRIMEROS PROBLEMAS EN LA CUEVA DE AMBROS
le grandes tirones de sus cabellos, lo reconducía hasta zonas no prohibidas
donde también se escondía el placer.
En la nueva primavera, Río volvió a parir una cría. Esta vez fue Ambros
el que se adelantó a ponerle nombre. El día siguiente al nacimiento se había
ido a buscar la soledad de sus abrigos de Tello. Más excitado que otras veces, abandonó pronto la pintura y se adentró por el arroyo en dirección este,
hacia la cueva, tenía ganas de acción. Según iba caminando, las paredes de
roca se hacían más verticales y, desaparecidos los abrigos, el paso se convertía en un verdadero desfiladero, lleno de zarzas y de lentiscos que arañaban
continuamente su piel. En medio de aquellos cortados se le ocurrió el nombre, Leria; no significaba nada, pero le gustó como sonaba. Contento por la
ocurrencia, siguió bajando por el arroyo hasta llegar a la cueva; acababa de
hacer el mismo recorrido que hiciera el primer día de su llegada pero en
sentido inverso.
Su llegada por ese lado de la cueva sorprendió a Tani y a Río que, al
verlo sangrando se alarmaron pensando que había tenido algún altercado.
Él, explicó sonriente el porqué de sus arañazos y soltó de improviso que
quería que la nueva cría se llamara Leria. Los otros dos se miraron sorprendidos y llegaron a la conclusión de que no sonaba nada mal. Ambros quedó
satisfecho por la aceptación, en realidad no había participado en los nombres de las dos criaturas anteriores. El primero se le había ocurrido a su
hermano, bien es verdad que luego él lo había modificado hasta dejarlo en
Ambrosio, y en la segunda Río no había dado opción.
En cuanto la madre volvió a su actividad normal, pocos días después,
los dos hermanos retomaron la rutina de sus actividades, incluida la vigilancia de la zona fronteriza con la antigua tribu de Río.
Llegado el verano, tuvieron que dedicar mucho más tiempo a la observación de la zona conflictiva. Ambros descubrió un día a varios hombres
cruzando la rambla con precaución para después adentrarse un poco hacia
ellos, siempre pendientes de los que esperaban en la otra orilla. Afortunadamente se volvieron enseguida alertados por sus compañeros. Pensó que eran
de la tribu enemiga que habían aprovechado algún momento de descuido
del resto para investigar.
Sus sospechas se vieron confirmadas al día siguiente cuando ambos
–Ambros había contado a su hermano lo que había visto– vieron de nuevo
a cuatro o cinco hombres cruzar la rambla, uno de ellos con un brazo en una
207
PRIMEROS PROBLEMAS EN LA CUEVA DE AMBROS
extraña posición. Estuvieron seguros de que era Griso, al que Ambros había
roto el brazo en la lucha, su rival. Agazapados, observaron como cautelosamente los intrusos exploraban la primera pinada, aún lejos de ellos, volviendo después sobre sus pasos. Afortunadamente eran pocos y muy cautelosos,
seguramente porque temían encontrarse con una tribu, ignorantes de que
los dos que los observaban eran los únicos que podían hacerles frente.
De vuelta a la cueva, casi anochecido, reflexionaron por el camino sobre
lo sucedido, llegando a la conclusión de que empezaban a no estar seguros,
y de que el día que aquel rencoroso tullido estuviera al frente de la tribu
harían una incursión en serio. Decidieron no contar nada a Río, nada adelantaban con preocuparla. Seguirían cada día en su atalaya bien pertrechados
de armas por si fuera necesario.
En pleno verano, un atardecer, la tierra volvió a moverse. Esta vez percibieron mucho mejor el ruido atronador que subía desde lo más profundo, y les
dio tiempo a abandonar la cueva antes de que los desprendimientos lesionaran a alguien. El tiempo que duró el seísmo sólo se oía el crujir de las rocas. Al
terminar, las aves emprendieron un guirigay ensordecedor, moviéndose por
los aires sin saber dónde posarse. Durante toda la noche, aprovechando el
buen tiempo, permanecieron fuera, por temor a nuevos terremotos.
Al entrar a la cueva la mañana siguiente, encontraron el suelo cubierto
de piedras, más grandes que la vez anterior, y aún caía por alguna fisura del
techo una fina capa de arena. Hicieron como la vez anterior, limpiaron el
suelo, cuidando de señalizar las zonas donde estaban las piedras más grandes y abundantes.
Durante la vigilancia de la rambla del día siguiente, los dos hermanos
reflexionaron sobre lo sucedido; era la segunda vez que ocurría y si el hecho
se repetía correrían serio peligro de morir aplastados. Por suerte, a partir de
ese día no volvieron a ver a nadie cruzar la rambla. La otra tribu, pensaron,
asustada por el temblor de la tierra deberían haber regresado hacia su poblado. Aun así, no dejaron la vigilancia ni un solo día hasta que llegaron las
fuertes lluvias.
208
26
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. MOTOS Y BREUIL
VISITAN LOS LAVADEROS DE TELLO
¡Dos ciervos enfrentados! ¡Qué maravilla!
primera hora de la mañana ya se encontraban todos desayunando
frente a la lumbre en la cocina del cortijo. Unos enormes tazones de
leche de cabra caliente, recién ordeñada, humeaban delante de los
expedicionarios, dispuestos a coger fuerzas para afrontar el último día de la
exitosa campaña de 1912.
Casi todos habían descansado bien, excepción hecha de don Federico
que, poco acostumbrado a dormir en el suelo, se levantó con los huesos
doloridos, pero contento por la charla que bajo las estrellas había mantenido con el abate Breuil la noche anterior.
El Tontico ayudaba eufórico al desmontaje de las tiendas; había dormido
como un rey en el pajar y le divertía ver como se iban plegando todos aquellos
artilugios hasta caber en una bolsa gris de mediano tamaño. Mientras las depositaba sobre su mula y todos estaban dispuestos a partir, el boticario remuneraba generosamente al cortijero que los había recogido en su casa sin previo
aviso. Trabajo le costó que el hombre aceptara los cuartos, pero don Federico
insistió e insistió hasta que el campesino guardó en uno de los bolsillos de su
gastada chaqueta de pana los dineros que tan bien le vendrían.
Minutos después pararon en la Cueva de Ambrosio para que el abate
señalizara, como habían quedado, las zonas más interesantes para excavar
de cara a la próxima campaña. Al salir de la cueva, parados junto a la gran
roca que dividía la entrada, don Federico le prometió a sus acompañantes
que para cuando volvieran el año siguiente, los trabajos estarían realizados.
Sabía que el abate no paraba más de tres o cuatro días en cada sitio, tantos
A
209
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. MOTOS Y BREUIL...
eran los que tenía que visitar en cada uno de sus periplos, y quería que si
obtenían algún resultado provechoso, éste estuviera ya a la vista para el
análisis de los científicos.
Rodearon la enorme masa rocosa que albergaba la cueva; era impensable remontar el arroyo con las mulas y caminaron casi una hora en dirección
oeste por una estrecha vereda en buen estado.
Bajaron una cañada hasta llegar de nuevo al arroyo del Moral, cerca de
su nacimiento, algunos cientos de metros más arriba. Al pararse, Breuil quedó impresionado por lo ameno del paisaje y, sobre todo, por la gran cantidad
de cuevas que se abrían ante sus ojos. Miró sonriente al boticario y pidió que
se sentaran un momento sobre una peña para planear las visitas.
Con buen criterio, el abate propuso subir primero a los abrigos que había
en la parte alta de la ladera que se encontraba a su derecha, ahora que estaban más descansados, dejando para después los de la parte izquierda, más
bajos y de mejor acceso.
Juan se quedó con las mulas junto al agua y los demás emprendieron la
subida. Les llevó un buen rato culminar la empinada pendiente, pero una
vez arriba el abate empezó a visitar los abrigos sin descansar ni un minuto.
El boticario le siguió resoplando deseoso de ver actuar a Breuil. Él conocía
la zona, pero nunca había subido hasta las cuevas de arriba, sobre las que
emergían grandes peñas que culminaban el cerro.
Tras dos horas escrutando paredes de roca y removiendo el suelo sin
ningún éxito, don Federico propuso que, antes de iniciar la bajada, acabaran
de subir el cerro; estaba seguro de que las vistas desde allí merecerían la
pena. Pese a las protestas de Obermaier por el nuevo esfuerzo, iniciaron la
subida del tramo final, esperando ver desde allí una panorámica interesante
de toda la zona.
Don Hugo fue el primero en reconocer que había merecido la pena llegar
hasta allí. A sus pies, después de varios cerros cada vez de menor altura,
todos atiborrados de pinos, se abría la gran llanura por el centro de la cual
discurría el río Caramel.
Mirando hacia el sur, don Federico explicó qué era lo que abarcaban sus
ojos:
— A la derecha del todo –dijo señalando con el brazo extendido– se
encuentra Santonge, donde hay un estrecho paso que comunica el sur con el
norte. A continuación, toda esa enorme llanura, es la Hoya del Marqués.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. MOTOS Y BREUIL...
Siguiendo hacia poniente, continúan los llanos hasta la zona de Baza, a
muchos kilómetros. Es una de las zonas naturales de acceso hacia el interior
de Andalucía desde el levante.
— ¿Y aquel pueblecito? –interrumpió Cabré señalando hacia el frente,
un poco a la derecha–.
— Es la población de María, y la enorme sierra situada tras ella tiene el
mismo nombre que el pueblo. Es la más alta de la zona, supera los dos mil
metros. Justo delante de nosotros –volvió a señalar extendiendo el brazo–
se encuentra El Gabar.
— ¿El Gabar? –preguntó Breuil interrumpiendo el croquis que estaba
esbozando en su cuaderno y levantando la cabeza–.
— Así es. En el morro que se encuentra más próximo a nosotros se halla
la cueva que visitamos ayer. Si se fijan bien se puede ver, en la zona más
oscura...
— Interesante sitio, ¿no, don Hugo? –dijo el abate recordando los sudores que allí había pasado Obermaier, y del que solo obtuvo un gruñido como
respuesta–.
— Después está Sierra Larga –continuó el boticario girando su brazo
hacia la izquierda-, y luego la Serrata de Guadalupe y tras ella comienza ya
la provincia de Murcia. Si siguen la dirección del río verán otra planicie; es
donde desemboca la rambla Mayor en el río Caramel, un interesante sitio
que estoy seguro que le gustaría, mi querido abate. Poco después el río se
detiene en el pantano de Valdeinfiernos. Y ahí –dijo levantándose y señalando hacia su izquierda por encima de la cabeza de Siret– la cortijada de
Ambrosio, donde hemos dormido, y en esa roca detrás de ella, la cueva que
hemos visitado.
— Realmente impresionante el recorrido –dijo Breuil cerrando su cuaderno de notas y poniéndose en pie–. Es una panorámica excelente, y usted
–dijo mirando al boticario– un experto conocedor de su tierra.
— Sólo tiene el mérito de las muchas horas caminadas por ahí –le contestó orgulloso del reconocimiento–.
Entre alabanzas, por la explicación geográfica que habían recibido, y
admirados por lo espléndido del paisaje, iniciaron la bajada hasta el arroyo.
Enseguida iniciaron la exploración de los abrigos más bajos, en la pendiente opuesta. Obermaier, que se había sentado un poco tras la bajada, se
sobresaltó al oír de pronto la llamada de Breuil, y acudió junto a los demás.
211
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. MOTOS Y BREUIL...
En pocos minutos, el abate había encontrado restos de pinturas, que todos
observaban en silencio. Animado por el hallazgo, el abate continuó con entusiasmo la búsqueda, aquellos eran sólo unos vestigios irreconocibles, pero
su mucha práctica le decía que tenía que haber más.
En los siguientes abrigos volvió a descubrir resto de pinturas, en zonas
que ya habían recibido otras visitas pero en las que nadie había logrado ver
nada. Don Federico estaba asombrado por la facilidad del cura para esos
descubrimientos, y lo seguía de abrigo en abrigo como un perrillo a su amo.
La experiencia no le falló a Breuil: en una de las cuevas más grandes, la
más cercana a la cañada por la que habían llegado, encontró por fin su premio. Durante varios minutos miró en silencio hacia la roca, un poco más
alto que la altura de sus ojos, mientras los demás se acercaban haciendo
caso a las señales que el boticario les hacía con la mano. El abate paso las
yemas de sus dedos a escasos milímetros de la roca lentamente y luego se
volvió hacia los demás.
— ¿Los ven? Son dos ciervos maravillosos –dijo emocionado apartándose un poco para que los demás contemplaran la pintura–.
— ¡Es fantástico! –se apresuró a decir don Federico–.
— ¡Dos ciervos afrontados! ¡Qué maravilla! –se unió al coro Obermaier–.
— ¡Miren!, el de la derecha está perdiendo sus cuartos delanteros, pero miren su cabeza –el abate parecía extasiado–, se aprecia la boca abierta, y el ojo...
Todos estaban boquiabiertos, siguiendo el dedo del abate con cada descripción que hacía. Durante un buen rato todos los ojos siguieron fijos en la
roca. Debajo de los ciervos aparecían restos de otros, parcialmente perdidos por la colada estalagmítica que los cubría. Reconocieron al menos otros
dos y varios restos que de momento no eran capaces de saber qué partes del
cuerpo eran.
Cuando Breuil estuvo seguro de que no había más pinturas en ese abrigo, sacó de su zamarra sus utensilios y se dispuso a realizar los calcos con la
ayuda del boticario, que parecía atraído hacia los ciervos como un imán.
Acabada su labor, en lo que no emplearon mucho tiempo ya que las figuras
se concentraban en menos de un metro cuadrado, fue Cabré el que preparó
su máquina, rezando por lo bajinis para que aquel aparato fuera capaz de
recoger las imágenes desvaídas de los ciervos.
Aún visitaron un par de abrigos cercanos, sin encontrar nada tan hermoso como lo que acababan de ver.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. MOTOS Y BREUIL...
Sin querer romper la magia del momento, don Federico no tuvo más
remedio que decir que si no emprendían ya el regreso, tampoco ese día llegarían a dormir a Vélez-Blanco, y además pensó, sin decirlo, que si así sucedía,
doña Caridad lo desollaría vivo.
— Lleva usted razón –accedió serio el abate–. Debemos partir. Ya sabe
que mañana tengo que salir para Sierra Morena.
— No para usted ni un día –dijo el boticario con admiración–.
— Por cosas como esas –dijo echando un último vistazo al abrigo de los
ciervos– es por lo que no paro. Por cierto, podríamos volver por ese sitio
que ha mencionado antes, el estrecho de...
— De Santonge –se apresuró a decir don Federico al ver que el abate no
recordaba el nombre–. En realidad les iba a sugerir ese camino, ya que es
mucho más directo. Nos llevará un buen rato llegar hasta allí –dijo señalando
a poniente–, y en una fuente hermosísima que hay podemos reponer fuerzas...
— Pues sea como usted dice. En marcha –dijo Breuil echando a andar–.
Tras una larga caminata, llegaron a la fuente de los Pastores, tan espléndida como les había prometido el boticario. Junto al camino que atravesaba
el estrecho, un poco más abajo, un gran chorro de agua manaba en un rincón
frondoso y apacible. Allí se refrescaron y allí agotaron las provisiones que
les quedaban, incluido el sabroso queso que el cortijero de Ambrosio les
había dado en su visita.
Poco antes de partir, el abate señaló unos riscos altos y le dijo a don Federico que aquella también parecía una buena zona para explorar. El boticario
tomó buena nota del comentario del experto y le dijo que volvería a investigar
en cuanto pudiera, y que si obtenía algún resultado tendría noticias suyas.
Salieron a campo abierto, dejando atrás el paso entre las montañas y
atravesaron la Hoya del Marqués hasta llegar al cruce en el que el día anterior se habían desviado para adentrarse en los bosques que rodean el Gabar.
A partir de allí siguieron el camino directo hacia el pueblo.
Por el camino, don Federico no pudo reprimirse y comenzó a comentar lo
que habían visto con el abate, que no había vuelto a hacer ningún comentario
al respecto. Parecía haber pasado página, pero para el aficionado boticario
había sido uno de los momentos inolvidables de su experiencia investigadora:
— ¿Y no cree usted que todas las pinturas que hemos visto, y a lo mejor
alguna más que queda por descubrir, pueden tener una mano común? –se
atrevió a comentar–.
213
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. MOTOS Y BREUIL...
— No empiece don Federico, que le veo venir...
— Ya sabe que yo me puedo tomar estas libertades. Habíamos quedado
en eso. ¿No? –le dijo sonriente–.
— Sin que sirva de precedente le voy a decir una cosa. Sé que usted es
un hombre prudente y sabrá guardar el secreto.
— No lo dude –contestó intrigado por lo que el abate le iba a decir–.
— Lo primero que pensé al descubrir los ciervos fue el extraordinario
parecido que tenían con las pinturas de Cogull, las del sur de Francia...
— Ya sé, ya sé. He leído sus escritos sobre ellas. Pero me extraña lo que
me dice...
— Ya ve, todos somos humanos, y a veces no podemos reprimir que la
mente intuitiva se sobreponga a la científica.
— Me alegra saber que no soy yo solo el que utiliza su mente intuitiva,
como usted la llama. Aunque yo soy más impetuoso y me aventuro enseguida a expresar lo que pienso en voz alta. Me lo puedo permitir...
— Usted sí, pero yo no. De todas formas, respecto a lo que usted apuntaba
de una mano común, no me atrevo a conjeturar sin hacer un estudio detallado,
sin datar cada uno de los hallazgos, cosa por otra parte harto difícil; no me
aventuro a hacer ninguna hipótesis. Le voy a hacer una confesión, yo pienso
más en las pinturas, en las cuevas, y en todos los hallazgos durante el invierno,
en mi estudio. Ahora no tengo tiempo nada más que para tomar notas, hacer
calcos y esquemas, la verdadera labor viene luego. Para poder afirmar eso que
usted dice tendría que pasar años analizando y estudiando, y aún así no sé a qué
conclusión llegaría. Por otro lado son tantos los hallazgos, aquí, en su país, y
también en el mío, que es imposible dedicar el tiempo que merecen a cada uno.
Los que vengan detrás tendrán más suerte, para ellos será más fácil llegar a
conclusiones, pero por otro lado se perderán momentos como el que hemos
vivido hoy. Cada vez será más difícil encontrar cosas como esas en buen estado
y sin la huella inequívoca de los depredadores, que buscan tesoros y otras zarandajas destruyendo a su paso vestigios irrecuperables.
— En una cosa le doy la razón: momentos como el de hoy, sobre todo
para usted que es el descubridor, no se viven todos los días. Son esas sensaciones las que yo busco cada vez que salgo por ahí, ya que no estoy capacitado para esos estudios que usted dice...
— No se subestime, don Federico, su labor es importantísima, y prueba
de ello es que lleva detrás de usted a cuatro científicos, de reputada fama,
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. MOTOS Y BREUIL...
aunque esté mal el decirlo por mi parte, pendientes durante días de lo que
nos quiera enseñar.
— No es para tanto –dijo modesto el boticario–.
— Sí que lo es, sin gente como usted, y como Juan –dijo señalando al
Tontico, que caminaba detrás junto a las mulas– nosotros poco podríamos
hacer. Nos allanan mucho el camino.
La vista del pueblo a lo lejos hizo que los demás se acercaran hasta los
conversadores, que abrían la marcha, y estos tuvieran que poner fin a su
enriquecedora charla. Pronto llegarían a Vélez-Blanco y allí estaría doña
Caridad para darles primero una buena regañina por la demora, y agasajarlos
después como ella sabía hacerlo. Pronto el voluntarioso boticario se quedaría de nuevo solo, con su inseparable Juan, y los científicos seguirían su ruta
en busca de novedades por esas cuevas de Dios.
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27
TODO SE COMPLICA EN LA CUEVA DE AMBROS
Los dos arcos se tensaron a la vez y, en décimas de segundo,
las dos flechas salieron disparadas hacia sus objetivos.
on la llegada del nuevo invierno volvió la rutina a la cueva de Ambros. El único cambio fue disponer, previsoramente, cómo se tenían
que organizar si la tierra volvía a moverse y, con ella, su guarida. En
ese caso, cada uno se encargaría de una de las criaturas para ayudarles a
abandonar el recinto lo más rápido posible, antes de que alguno quedara
aplastado allí dentro. Además, el que no yaciera con la hembra esa noche, si
es que sucedía de noche, sería el encargado de dar la voz de alarma. Para
ello, a pesar de contar con la inestimable ayuda de Lobo en la vigilancia, el
que estuviera de turno debería dormir, en definitiva, con un ojo abierto y
otro cerrado. Pronto se acostumbraron a tener un sueño ligero que los despertaba al menor ruido extraño, las más de las veces producido por Lobo al
ponerse en guardia por algún movimiento exterior.
Tampoco cambió nada en la vida de Río. Semanas después de iniciarse
la reclusión, su barriga volvió a hincharse. La actividad sexual frenética que
mantenía durante todo el verano con los dos hermanos le llevaba siempre a
lo mismo, un nuevo embarazo. Todos lo veían como lo más normal.
Al llegar la primavera, los dos hermanos salieron de estampida a recorrer
sus bosques persiguiendo nuevas presas; la tribu crecía y cada vez era necesario un mayor esfuerzo para tener surtida la despensa.
Semanas después, puestos al día con los suministros, los dos hermanos
decidieron iniciar de nuevo la vigilancia de su frontera; no estaban nada
tranquilos con lo que pudiera venir de ella. Se turnaban para que, en todo
momento, dos ojos estuvieran atentos a cualquier movimiento junto a la
C
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TODO SE COMPLICA EN LA CUEVA DE AMBROS
rambla. Sabían que, con la cercanía del verano, la tribu de Río se acercaba
hasta el otro lado en busca de nuevos sitios para realizar su caza, y eso podía
traer nuevos intentos de incursiones.
En la espera, que a ciertas horas del día realizaban juntos, debatían entre
ellos con las posibilidades que tenían de salir con bien de algún posible
encuentro, llegando siempre a la conclusión de que si alguna vez la tribu
enemiga en pleno se internaba en su territorio no tendrían nada que hacer.
Ello les hacía una y otra vez plantearse la posibilidad de alejarse de aquella
zona, en la que también les había ido, y evitar así el peligro de una lucha
desigual, que estaban seguros se produciría en cuanto el tullido hijo del jefe
se hiciera con el control de la tribu. Para ello aún podían pasar muchos
inviernos, o a lo mejor se había producido ya, nada sabían de los enemigos y
la incertidumbre crecía con el paso de los días.
A solas, como siempre, Río parió una nueva criatura, un macho hermoso que volvía a acrecentar la tribu, y los problemas de subsistencia
para todos. Por coincidir su nacimiento con un tormentoso día, como los
muchos que pasaron en la pequeña cueva del Gabar antes de llegar allí,
los dos hermanos coincidieron en llamarlo así, Gabar, que era como se
referían ellos al abrigo cuando recordaban los pasos que los habían llevado hasta el arroyo del Moral. La madre aceptó el nombre; había oído contar varias veces a los hermanos las peripecias pasadas y no quería contrariar el acuerdo que de inmediato tomaron los dos posibles padres de la
criatura.
La vida transcurría alegre para la tribu. La algarabía de los pequeños
llenaba durante el día la cueva y sus alrededores, adonde salían a retozar,
bien acompañando a Río en su búsqueda de plantas o bien con los dos
hermanos, que se llevaban a los dos pequeños hasta el bosque más cercano,
al otro lado del arroyo, para que empezaran a conocer su hábitat y los peligros que los acechaban a diario. Ambrosio ya hacía sus pinitos tratando de
alcanzar algún conejo despistado entre las risas de Ambros y Tani, que disfrutaban viendo el empeño que el crío ponía en sus alocadas carreras. Todo
era hermoso y divertido, excepto los ratos que estaban de guardia, entonces
la concentración era máxima. Sólo a Lobo le permitían que los acompañara,
sobre todo Tani, del que nunca se separaba, salvo los ratos en que, relajados
en su guarida, el animal jugaba con los pequeños como uno más, permitiendo que lo cabalgaran e incluso que las diminutas manos de Ambrosio se
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TODO SE COMPLICA EN LA CUEVA DE AMBROS
metieran descuidadamente en su boca, sin que sus terribles colmillos lo hirieran ni una sola vez.
Un día, cuando Tani acababa de encaramarse en lo alto de un pino para
otear la zona peligrosa, vio a tres figuras cruzar la rambla y dirigirse, sigilosamente hacia su posición. Al ver más cercana la figura del brazo contrahecho, estuvo seguro de que se trataba de Griso, el enemigo de su hermano,
acompañado por sus dos hombres de confianza. Al perderlos de vista, bajó
de su mirador y se tumbó sobre una roca esperando a que aparecieran de
nuevo en el último claro que había antes de llegar al bosque en que él se
encontraba. Durante varios minutos dudó qué hacer; a cada momento miraba tras de sí esperando ver la figura de su hermano aparecer, sabía que si se
enfrentaba solo con los intrusos no tendría nada que hacer. Cuando las tres
figuras aparecieron en el claro, susurró como para sí que había que encontrar a Ambros. Se quedó sorprendido al ver que Lobo, que lo miraba insistentemente esperando sus indicaciones, reculó hasta bajar de la roca y emprendió una veloz y silenciosa carrera en dirección hacia la cueva: «lo que
me faltaba –pensó– ahora sí que estoy solo».
Unos minutos después, que a él le parecieron horas, oyó tras de sí los
pasos cautelosos del animal, al volver la cabeza vio a Lobo seguido por el
atlético cuerpo de su hermano. Le hizo señas para que no hiciera ruido.
Acarició a Lobo cuando este se dispuso junto a él como un vigilante más;
era increíble que el animal lo hubiera entendido y hubiera ido en busca de
Ambros, quizás había sido una casualidad pero el caso es que ya no estaba
solo. Susurró a su hermano al oído lo que había sucedido y la cercanía de los
tres enemigos, ya adentrados entre los últimos pinos. Poco después, oyeron
las voces de los invasores por debajo de ellos. Tani acariciaba a Lobo para
tranquilizarlo y que no los delatara, el animal una vez más parecía entender
y enseñaba sus afilados colmillos sin hacer ruido alguno. Se pusieron en
guardia; los invasores estaban a decenas de metros por debajo de ellos. Oían
sus voces y los veían aparecer y desaparecer entre los árboles; si seguían en
esa dirección se darían de bruces con ellos.
Ambros ya tenía tensado su arco dispuesto a disparar cuando los tres
guerreros se detuvieron y comenzaron una fuerte discusión. La fea figura
del brazo torcido quería seguir pero los otros querían convencerlo de que
habían ido demasiado lejos y no sabían qué se iban a encontrar; temían
además que el jefe de su tribu los echara de menos y los castigara duramente
219
TODO SE COMPLICA EN LA CUEVA DE AMBROS
por haberlo desobedecido: tenía prohibido a toda su gente que traspasaran la rambla, tal y como había acordado años antes tras la lucha por Río.
Los dos acompañantes descansaban apoyados en un pino, el tercero daba
vueltas como loco deseoso de venganza. De pronto el silencio reinó, las
voces cesaron. El corazón de los dos hermanos latía con fuerza golpeándoles la garganta. Ambros se incorporó ligeramente, asomándose sobre la
roca y vio las tres espaldas volviendo en dirección a la rambla. Tocó a su
hermano en el hombro para que se asomara y viera como el peligro, de
momento había pasado. Se mantuvieron en silencio hasta verlos llegar a la
zona despejada de la rambla y desaparecer hacia levante, sólo entonces
respiraron aliviados y dejaron caer sus sudorosos cuerpos relajadamente
sobre la roca:
— Cada vez llegan más cerca –dijo Ambros, añadiendo–. Como se les
unan más hombres estamos perdidos.
— No parece probable –contestó cauteloso Tani–, ya los has oído, temen al jefe, que parece empeñado en cumplir la palabra que te dio.
— Sí, pero Brazo torcido no parece dispuesto a esperar mucho tiempo.
Debemos estar preparados.
— Quizás deberíamos pensar en alejarnos, en abandonar la cueva... –Tani
expresó su pensamiento en voz alta–.
— Quizás… –contestó su hermano, también pensativo–.
Estuvieron el resto de la mañana estudiando el mejor sitio para hacerles
frente, estaba claro que repetirían la incursión. El mayor estaba dispuesto a
sorprenderlos; era mejor que ser ellos los sorprendidos cualquier día. Eligieron unos arbustos, muy cerca de donde habían estado debatiendo los enemigos, para esperarlos en caso de que volvieran. Planearon todos sus movimientos por si llegaba la ocasión.
Río seguía sin saber nada de las incursiones de sus antiguos compañeros,
pero notaba en los dos hermanos una tensión que le hacía ver que algo
estaba pasando. Esa noche, cuando Ambros, haciendo uso de su turno, le
hizo el amor brutalmente, estaba seguro de que algo preocupaba a su hombre, que se movía tenso como un arco sobre su cuerpo.
Al lamer los primeros rayos de sol las copas de los pinos, los dos hermanos ya se encontraban en su observatorio. Ambros había prohibido a Río,
sin darle ninguna explicación, que abandonara la cueva durante todo el día,
hasta que ellos volvieran.
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TODO SE COMPLICA EN LA CUEVA DE AMBROS
Lo primero que hicieron fue colocar algunas de sus armas en la zona
elegida, sin desprenderse de los arcos ni de los afilados cuchillos de piedra
que llevaban al cinto. Repasaron cómo actuarían, si es que tenían que hacerlo, y se dispusieron a observar.
Una hora después vieron movimiento junto a la rambla. Aunque aún
estaban lejos, ambos coincidieron en que dos nuevos hombres se habían
añadido a la causa del tullido. Tendrían que enfrentarse con cinco enemigos.
Ambros no dudó que aquél era el día elegido para la venganza y cambió
ligeramente los planes previstos para la lucha; tenían que eliminar al menos
a dos de ellos antes de llegar al cuerpo a cuerpo, si no, no tendrían ninguna
posibilidad.
Siguieron con facilidad el recorrido de los enemigos, casi idéntica a la
del día anterior, todo iba según los planes. Ocuparon su sitio tras los arbustos dispuestos a esperar, con el miedo de que Lobo no aguantara la espera y
los delatara antes del momento oportuno para el ataque. Tani lo tranquilizaba susurrándole junto a las orejas tiesas, el animal parecía entender lo que
estaba en juego. En los oídos de los dos hermanos retumbaba el silencio, la
tensión de la espera hacía que sus cuerpos sudaran y un sabor agrio se apoderaba de sus gargantas. Al oír las primeras voces y verlos aparecer en el
mismo sitio en que habían detenido su marcha el día anterior, Ambros señaló a su hermano a quién debería disparar primero, el éxito de la batalla estaba, en parte, en acertar con sus dos primera flechas, reduciendo de golpe el
número de sus adversarios. Después, cada uno se ocuparía de caer sobre
uno de los contrarios, Ambros había elegido para sí el tullido, que a pesar de
su brazo contrahecho presentaba un cuerpo estremecedor. El único cabo
suelto era que Lobo se encargara del tercero. ¿Lo haría?
Los dos arcos se tensaron a la vez, y en décimas de segundo las dos
flechas salieron disparadas hacia sus objetivos. La de Ambros impactó con
una fuerza terrible en el pecho de su víctima y la de Tani atravesó el cuello
del otro. Ambos enemigos cayeron al suelo fulminados. Antes de que los
cuerpos de los dos heridos llegaran al suelo, ya se habían abalanzado sobre
los sorprendidos guerreros. Lobo acertó atacando al tercero, clavando ferozmente sus colmillos sin soltar la presa, que, dando gritos de terror, trataba
en vano de deshacerse del animal. Tani rodaba por el suelo junto a un joven
que había logrado esquivar la primera cuchillada, y Ambros y su oponente
se miraron durante unos segundos antes de emprender la lucha. La mirada
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TODO SE COMPLICA EN LA CUEVA DE AMBROS
de odio del tullido no hizo titubear al mayor, que atacó con ímpetu tratando
de acabar cuanto antes, pero su oponente se escabullía hábilmente, contraatacando con rabia.
Lobo fue el primero en acabar su trabajo, dejó a su presa malherida,
desangrándose, y saltó aullando para ayudar a Tani que ya tenía casi sometido a su adversario. La llegada de la ayuda le hizo distraerse un momento al
joven, lo que Tani aprovechó para asestar una puñalada certera en su costado que acabó con él. Resoplando por el esfuerzo se volvió para ver cual era
la situación de la batalla. El tullido estaba resultando más difícil de vencer
que los otros, hizo ademán de ir a ayudar a su hermano pero éste le indicó
con la cabeza que no, quería ser él el que acabara con su rival. Angustiado,
sujetó a Lobo para que no interviniera y presenció de cerca una auténtica
lucha de titanes. Ambos contendientes estaban heridos, Ambros sangraba
por un brazo y el otro tenía la cara cubierta de sangre, un halo de odio los
envolvía. Sin perderlos de vista, Tani comprobó que los demás estaban
muertos. Al que había atacado Lobo aún respiraba sobre un charco de sangre, no hizo nada por rematarlo, sabía que le quedaban pocos minutos de
vida. Al volver a fijarse en la lucha aún en marcha, vio como Ambros aprovechaba un instante en que el otro trató de limpiarse la sangre que casi
cubría sus ojos sin dejarlo ver para deslizar su cuchillo por la garganta e
inmediatamente hundirlo en el vientre de Griso que cayó de rodillas herido
de muerte. Lo empujo hacia atrás haciéndole caer boca arriba, clavándole el
puñal en el corazón hasta que su puño tropezó con el pecho del joven. No
dejó de mirarlo a los ojos, ni sacó su arma hasta que los ojos de Griso se
cerraron para siempre.
Tani se acercó a su hermano para comprobar la gravedad de la herida de
su brazo, comprobando que el corte era profundo, pero no grave, después se
abrazó a él mientras Lobo aullaba a su lado. Habían vencido la batalla, pero
sabían que aquél era el principio del fin de su estancia en la zona. Cuando la
tribu enemiga echara de menos a sus guerreros los buscaría hasta encontrarlos, y después irían a por ellos; el acuerdo de mantenerse cada uno en su
lado de la rambla quedaría roto.
Una vez recuperados del terrible esfuerzo, arrastraron todos los cuerpos
hasta una pequeña hondonada y los empujaron hasta el fondo, después los
cubrieron con hojas y con ramas de pinos. Aún así, algunas partes de los
cuerpos quedaban a la vista. Cortaron varios arbustos y se los tiraron enci222
TODO SE COMPLICA EN LA CUEVA DE AMBROS
ma hasta que quedaron ocultos. Limpiaron como pudieron los restos de
sangre, cubriendo con la hojarasca los que no podían, tratando de borrar de
la mejor manera posible las huellas de la batalla; no querían dar facilidades
al enemigo cuando emprendieran su búsqueda. Terminada esa labor, descansaron un rato, mientras Tani envolvía la herida de su hermano con las
hojas que había visto usar a Río tras la anterior lucha. Luego emprendieron
el camino de vuelta a la cueva.
Cuando llegaron, Río se alarmó al ver la sangre que corría de nuevo por
el brazo de Ambros. Ya no podían ocultarle lo que había pasado. Mientras la
hembra recomponía la cura del brazo aplicando nuevos ungüentos, oyó el
relato de todo lo que había sucedido. Al finalizar protestó porque no la
hubieran hecho partícipe del peligro que habían corrido y estuvo de acuerdo
en que tenían que plantearse alejarse de la zona, quién sabe si para siempre.
Tani volvió a la vigilancia los siguientes días. Ambros se recuperaba de
su herida sin ningún problema, acudiendo sólo de vez en cuando junto a su
hermano para ver si había algún movimiento. De momento nada se movía
en los entornos de la rambla pero no sabían cuánto duraría la tranquilidad.
La tercera noche después de la batalla, un enorme estruendo despertó a
todos en la cueva, el suelo había empezado a moverse como un torbellino y
segundos después una enorme roca de la cornisa se desplomó sobre la entrada haciendo aún más terrible el ruido y el desconcierto. Siguiendo el plan
establecido corrieron cada uno a por su pequeño y salieron precipitadamente de la cueva esquivando los pedruscos que caían sobre ellos. No pararon
hasta estar al otro lado del arroyo. La tierra aún temblaba y los árboles se
agitaban como movidos frenéticamente por una mano invisible. No dejaron
de oír el crujido de las rocas y el ruido seco deslizándose bajo sus pies hasta
que pasaron varios minutos.
Aún temblando por el susto, comprobaron que todos estaban bien. El
llanto de los pequeños fue bajando de intensidad hasta convertirse en unos
ligeros y acompasados hipidos. De pronto Tani notó que faltaba alguien:
— ¡¡¿Dónde está Lobo?!! –gritó a pleno pulmón–.
— Habrá salido despavorido. Ya volverá.
Las palabras de su hermano no lo convencieron; las otras veces que
había temblado la tierra, Lobo había salido el primero, pero se había reunido con ellos instantes después. Esta vez había sido distinto y Tani no
entendía por qué. A pesar de que aún era noche cerrada quiso salir en su
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TODO SE COMPLICA EN LA CUEVA DE AMBROS
busca, pero acabó entendiendo que eso no serviría de nada, tendría que
esperar al amanecer.
Con los primeros rayos de sol Tani salió en busca de Lobo y Ambros se
acercó a la cueva para ver en qué estado había quedado. Las piedras cubrían casi todo el suelo, la grieta que había partido su caballo se había
agrandado y otras nuevas habían aparecido. Rodeó la enorme roca que
había caído sobre la entrada y se quedó estupefacto al ver sobresalir por
debajo de ella apenas unos centímetros de pelo. Nada más verlo estuvo
seguro que pertenecían a la cola de Lobo. Todo había sido tan rápido,
pensó, que al pobre animal no le había dado tiempo a escapar y había
muerto aplastado justo en el sitio en el que durante años había hecho la
vigilancia por ellos. Su reacción inmediata fue coger su cuchillo y cortar lo
que sobresalía, para evitar que su hermano lo viera. Se arrepintió antes de
hacerlo; Tani nunca creería que su compañero lo había abandonado, por
muy despavorido que hubiera salido de la cueva. Además, estaba seguro
de que se negaría a abandonar la zona hasta que Lobo hubiera vuelto, y
era evidente que ya nunca lo haría.
Volvió junto a Río y le contó sus dudas. El estado lamentable en que
había quedado su morada, y la batalla que habían tenido les hacía estar
convencidos de que tendrían que buscar otro sitio, lo más alejado posible,
donde instalarse. La hembra le daba la razón en todo a Ambros mientras
pensaba en cómo se tomaría Tani la muerte de Lobo. Estaba tan pegado a él
desde hacía años que temía la reacción del pequeño.
Pasó una hora hasta que vieron venir cabizbajo a Tani. No había encontrado ni rastro de su lobo. Estaba hundido. Ambros decidió no dejar a su
hermano en la incertidumbre y le pidió que lo acompañara hasta la cueva.
El pequeño estaba tan abatido que apenas prestaba atención a los desperfectos de la cueva. El mayor se armó de valor y se acercó hasta la gran roca
señalando el extremo de la cola que sobresalía.
— Creo que a Lobo no le dio tiempo a salir...
— ¡¡¡Noooo!!!
El grito desgarrador retumbó por toda la cueva e hizo que nuevas cantidades de arena cayeran por las grietas del techo. Trató de detenerlo pero
Tani, de un salto, abandonó la cueva y corrió como loco hacia el bosque. Su
hermano decidió no seguirlo y dejarlo que rumiara la desdicha de su compañero de tantos años.
224
TODO SE COMPLICA EN LA CUEVA DE AMBROS
No volvió en todo el día. Ambros salió varias veces en su busca sin
encontrarlo. Apareció al anochecer, con los pies sangrando y la cara descompuesta. No había parado de caminar y no había comido nada durante
todo el día. Río rescató lo que pudo de la despensa y le hizo comer a la
fuerza. Un poco recuperado, se dirigió a Ambros y a Río:
— No volveré a entrar en esa cueva –dijo con desanimo–.
— Creo que no debemos de entrar ninguno, si no queremos quedarnos
ahí para siempre.
— Hay que alejarse de esta zona –concluyó–.
Ambros respiró al oír las palabras de su hermano. Todos estaban convencidos de lo que había que hacer, ahora solo había que decidir hacia dónde ir y organizarlo todo.
Pasaron la noche al raso. Cubrieron a los pequeños con pieles porque
por las noches refrescaba mucho. Nadie disfrutó esa noche con Río; todos
hicieron como que dormían, salvo los ratos en que cada uno hacía la guardia, ahora que ya no estaba Lobo. Todos pensaron que era la última noche
que pasaban allí y algo les recomía por dentro, pensando cuál iba a ser su
nuevo destino.
225
28
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
A pesar de que no era la mejor época en la zona
para iniciar los trabajos, decidió no esperar más.
l joven Ripoll miraba entusiasmado las grandes avenidas y los magníficos edificios de París. Aún se veían en la capital francesa los rastros de la recién terminada Segunda Guerra Mundial, pero la ciudad
ya bullía de nuevo tratando de recuperar su antiguo esplendor. Eduardo
había salido de la estación, tras un largo viaje en tren, mirándolo todo con
asombro y olvidándose por unos momentos del cansancio y de que tenía
que buscar el sitio donde iba a pasar muchos meses.
Con poco más de veinte años había terminado sus estudios en la Universidad de Barcelona y, harto de oír a su mentor, el célebre paleontólogo Luis
Pericot, había optado por hacerle caso y emprender ese viaje para completar
sus estudios en la capital francesa. Su maestro le había asegurado que el
Institut de Paléontologie Humaine de París era el mejor sitio para hacerse
un gran especialista y encontrar su sitio en el mundo que más lo atraía, el de
la investigación y el estudio de las épocas remotas.
Las primeras semanas no fueron fáciles; tuvo que adaptarse a su nuevo
hogar, un piso de una residencia de estudiantes situado cerca del Institut,
habituarse a las costumbres francesas, y soltarse un poco con el idioma que,
aunque lo había estudiado, no era lo mismo que tener que defenderse con él
las veinticuatro horas del día. Había momentos en los que se preguntaba
qué hacía allí y le daban ganas de salir corriendo a la estación para volver a
su ciudad, Barcelona.
Todo cambió el día que asistió a la primera clase magistral de uno de los
personajes más reconocidos del centro, el abate Breuil. Eduardo se quedó
E
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
impresionado con los vastos conocimientos del cura y con su facilidad para
expresarlos; sus frases llegaban no sólo a él, sino a todos los estudiantes,
como música celestial. El silencio del aula magna sólo se veía alterado por
las frases perfectamente estructuradas del abate, que todos escuchaban casi
de modo reverencial. Al acabar la exposición, el joven Ripoll ya estaba seguro de que su estancia en París iba a merecer la pena.
Días después, haciendo uso de la carta de presentación que le había entregado el profesor Pericot, viejo amigo de Breuil, consiguió entrevistarse con el
abate, que volvió a sorprenderlo por su sencillez y por la gran simpatía que
demostró hacia su profesor, al que elogió en un perfecto español, marcado por
el característico acento francés. Al saber su nacionalidad, el abate le dio una
improvisada clase sobre los restos prehistóricos de la península, tema del que
era un auténtico especialista mundial. Rodeado de piedras y de láminas de
pinturas prehistóricas, Eduardo recibió el mayor empujón que nadie le hubiera podido dar para quedar convencido de cuál sería su futuro.
Maestro y alumno simpatizaron desde el primer momento, y pronto el
barcelonés se encontró metido en el equipo de Breuil. Poco le importaba
que los asuntos que le encargaban, y a los que dedicaba todos sus ratos
libres, fueran de menor importancia, le bastaba con sentirse cerca del cura
que, a pesar de ser un hombre ya bastante mayor, desprendía una energía y
una ilusión que contagiaba a todos los que lo rodeaban.
Cada vez que el joven alumno conseguía quedarse a solas con el maestro, lo interrogaba sobre sus numerosísimos viajes a la península en busca de
restos arqueológicos. En esas ocasiones, el cura cogía a Eduardo pacientemente del brazo y lo llevaba a su despacho para poder explayarse a gusto
recordando las experiencias que ya no podía realizar debido a su edad. Allí
recibió Ripoll las mejores clases de todas las que tuvo durante su estancia
en el Institut. Allí descubrió que la verdadera especialidad de Breuil eran las
cuevas pintadas, conocía cientos de ellas y todas las recordaba con una
exactitud increíble.
Poco a poco el joven barcelonés se aficionó a las pinturas prehistóricas, una
especialidad en la que no había profundizado mucho durante sus estudios universitarios, pero el entusiasmo del abate lo había subyugado. Repasaba con él
los cientos de láminas de las cuevas del levante español, y admiraba con devoción cada uno de los calcos que el cura le mostraba, contándole en cada caso las
curiosidades y anécdotas que habían rodeado cada descubrimiento.
228
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
Varios meses después, ya muy avanzado el curso, cuando la sintonía entre
ambos era evidente para todos, el alumno se vio de nuevo sorprendido por el
maestro. Breuil le confesó en una de sus charlas la frustración que tenía por no
haber encontrado nada interesante en la Cueva de Ambrosio, situada en lo
más recóndito del norte de la provincia de Almería. A pesar de los muchos
años transcurridos desde su última visita a la zona, el abate le relató, con todo
lujo de detalles, las expediciones que había realizado a aquella zona. Le habló
de don Federico de Motos, del Tontico, de sus compañeros científicos que lo
acompañaban; le mostró los calcos de la Cueva de los Letreros y le habló de
las disquisiciones sobre la figura del brujo que aparecía en ella, del solitario y
enigmático Indalo, de los extraños soles pintados en El Gabar y de lo que
podía ser el primer mapa que él había visto, el del estrecho de Santonge, en la
misma cueva. Relató con emoción el descubrimiento de los ciervos enfrentados del Lavadero de Tello, y describió pormenorizadamente el entorno mágico de la cueva que más lo había decepcionado, la Cueva de Ambrosio. Le
contó que había vuelto varias veces, encontrando siempre el fracaso; la rapidez de sus visitas impedía dedicar el tiempo que evidentemente aquella cueva
necesitaba, estaba llena de derrumbes y expoliada por los arqueólogos aficionados, a los que dirigió las peores palabras que un cura puede dirigir a un ser
humano. Aquella charla quedó grabada en la memoria de Eduardo Ripoll de
manera especial, a pesar de que, como buen científico, cada vez que recibía
una de aquellas lecciones, pasaba después horas anotando en su cuaderno
todo lo que había oído de labios de Breuil.
El día en que acabó sus estudios en París fue de los más tristes que había
vivido. La despedida de Breuil fue emocionante y dura; al joven estudiante
le hubiera gustado quedarse para seguir oyendo la sabiduría de aquel cura
maravilloso, pero su vida tenía que continuar. Le prometió al abate que le
escribiría contándole sus progresos y sus descubrimientos, si es que los hacía, y éste se comprometió a contestarle cada una de sus cartas. Eduardo
salió del despacho cabizbajo y pensativo, había aprendido más en aquel
despacho que en las aulas. El profesor Pericot llevaba razón: su estancia en
París había merecido la pena.
Reanudada su vida en Barcelona, y gracias a sus brillantes estudios y a la
influencia de sus profesores, pronto ocupó el cargo de conservador adjunto
el Museo Arqueológico de la Diputación de Barcelona, corría el año de 1947.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
Trabajó en su nuevo puesto con ahínco y cada descubrimiento lo comunicaba por carta al abate, que siempre le contestaba cariñoso, dándole consejos y pidiéndole machaconamente que tratara de reiniciar los trabajos de
excavación en la Cueva de Ambrosio, seguro de que le depararía grandes
sorpresas.
Tanto le insistió el abate en sus misivas, y tan convencido estaba él de
que podía llevar razón, que emprendió su personal campaña para lograr ese
propósito. Ayudado por Pericot y por otros ilustres sabios que conocía, removió cielo y tierra hasta conseguir en 1958 que el Servicio Arqueológico
de la Diputación de Barcelona, le encargara el inicio de una serie de campañas en el yacimiento de la Cueva de Ambrosio, consiguiendo además para
ello la ayuda económica de una fundación norteamericana.
Eduardo escribió la noticia nada más conocerla al abate Breuil, que ya
había dejado su puesto de docencia en el Institut –contaba ya con ochenta y
un años de edad–, pero no su interés por las cuevas pintadas. El abate tardó
poco en contestarle, felicitándolo por el logro y augurándole grandes momentos en las tierras almerienses. El discípulo leyó la carta del anciano cura
con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Su insistencia y la creencia en
su intuición era lo que le había llevado a conseguirlo.
Alentado por la carta del anciano abate, Eduardo Ripoll inició de inmediato la preparación de los trabajos. Decidió que lo primero que tenía que
hacer, mientras se llevaban a cabo los papeleos para los permisos correspondientes, era documentarse sobre todas las acciones que se hubieran realizado en la cueva.
Acudió a ver al profesor Pericot para que le relatara de nuevo su viaje a
Vélez-Blanco en 1930. Al saber años atrás su interés por la cueva, le había
contado que él la conocía, pero quería refrescar las noticias y ver si su mentor recordaba algo nuevo. Escuchó pacientemente el viaje a Almería y el
examen que pudo hacer de la famosa punta de muesca encontrada por Motos, y que tan sigilosamente le había enseñado a Breuil en una de sus visitas.
Nada nuevo pudo sacar de la entrevista, salvo la descripción del lugar y el
convencimiento de su maestro de que el abate podía llevar razón con su
intuición.
Viajó a Valencia, donde sabía que se conservaba, en el Servicio de Investigación Prehistórica, parte de la colección de Federico de Motos. Allí
examinó todo el material cuidadosamente, tomando numerosas notas y fo230
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
tografías de las piezas más interesantes, llegando a la conclusión de que casi
todas se habían obtenido en la superficie o a pocos centímetros de ella.
Sin desanimarse, emprendió un nuevo viaje a Madrid para inspeccionar
lo que hubiera en el Museo Arqueológico Nacional. Enfrascado en su tarea
en los sótanos del museo, descubrió en una de las cajas procedentes de las
excavaciones de Luis Siret, una nota manuscrita en la que el belga hablaba
de la Cueva del Tesoro, pero que decía se hallaba en el arroyo del Moral, a
tres leguas al norte de Vélez-Blanco (Almería); se trataba sin duda de la
Cueva de Ambrosio. Dedicó todo un día al examen del contenido de la caja.
El material no era muy abundante y estaba compuesto fundamentalmente
por piezas retocadas y sin ningún resto de talla. El material, parecido al de
Valencia, era sin duda también superficial.
Aprovechando su viaje a Madrid trató de adelantar el papeleo de los
permisos, y mientras tanto siguió investigando en los fondos del museo. Su
insistencia, como buen científico, le llevó a descubrir varios manuscritos del
profesor Jiménez Navarro. En uno de ellos pudo confirmar que efectivamente Luis Siret había realizado una cata en la cueva, según noticias que le
había transmitido Juan Cuadrado, el que llevara el Indalo a Perceval y diera
origen al nombre del Movimiento Indaliano almeriense, y que era muy amigo e íntimo colaborador del investigador belga.
En otros escritos del mismo profesor descubrió que éste, a instancias del
profesor Martínez Santa-Olalla, había llevado a cabo una serie de campañas
en el yacimiento años atrás. Anotó cuidadosamente los descubrimientos que
se habían realizado. Como siempre, los restos encontrados en las primeras
capas no ofrecían ninguna garantía por haber sido revueltos por clandestinos. Las conclusiones más importantes de aquellos trabajos era la existencia
de un rico estrato neolítico de dos metros de potencia, en el que habían
aparecido bolsadas de ceniza con algún resto de carbón mezclado con bolos
de caliza o arenisca con la superficie quemada, dando la impresión de que
hubieran servido para apagar el fuego del hogar. También aparecieron huesos de animales y restos de comida, pero lo más interesante era que se habían hallado instrumentos líticos de gran tosquedad y fragmentos cerámicos
de gran riqueza decorativa. Finalmente se descubrieron objetos de adorno y
huesos humanos fragmentados. En dichos escritos se señala, por primera
vez, la presencia en la cueva de la cultura de vaso campaniforme, según se
deducía de varios de los fragmentos encontrados.
231
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
Los escritos del profesos Jiménez Navarro animaron mucho a Ripoll, a
pesar de no encontrar en ninguno de ellos, ni de ningún otro, referencia
alguna a restos de posibles pinturas en la cueva, pero llegando a la conclusión de que se trataba de un rico yacimiento muy poco explotado.
Abandonó Madrid satisfecho de sus avances y de la promesa de las autoridades de que el permiso para iniciar las excavaciones llegaría muy pronto.
Era consciente de que eso no significaba inmediatez y que la caduca e inoperante burocracia española le haría esperar aún algunos meses, pero al menos
sabía que su petición había avanzado algunas mesas y que sería aprobada,
según le aseguraron.
Llegó el verano y el papel seguía sin llegar, por lo que decidió, antes de
recluirse en su torre cercana a Barcelona dispuesto a pasar el menor calor
posible, hacer un viaje hasta Vélez-Blanco para conocer el lugar y empezar
a planear sus acciones.
Llegó a las tierras almerienses, tras un largo y caluroso viaje de casi mil
kilómetros, una tarde en que el vientecillo serrano refrescaba agradablemente
el pueblo. Como hombre práctico y acostumbrado a viajar a sitios aislados,
consiguió contactar poco después de su llegada con el alcalde. Le contó su
proyecto, le enseñó sus papeles, aún sin culminar, y le pidió un guía para
visitar la cueva. Consiguió mucho más que eso: el mandamás del pueblo, entusiasmado con la idea de que su zona se diera a conocer, le ofreció su casa y
todas las ayudas que necesitase durante su estancia. Eduardo agradeció la
hospitalidad ya que no era fácil encontrar un alojamiento público decente por
aquellos lares. Él estaba acostumbrado a todo, pero no su mujer, que lo acompañaba, por lo que el ofrecimiento le vino como caído del cielo.
Al día siguiente, acompañado de un campesino de confianza del alcalde,
Salvador Torrente, salió temprano en su coche hacia el arroyo del Moral.
Nada más cruzar el río Caramel, de muy escaso caudal en esa época, aparcó
el coche junto a un cortijo y decidió seguir andando, pese a la advertencia de
Salvador de que aún quedaba un buen trecho para llegar. No le importaba,
quería recorrer a pie la zona y empaparse del ambiente antes de llegar a su
objetivo.
A su llegada a las inmediaciones de la cueva, se acordó del abate y de su
descripción del lugar, no podía ser más exacta. Al mirar hacia donde le indicaba el guía en dirección a la cueva, el corazón le dio un vuelco, era más
impresionante y atractiva de lo que había imaginado. Llegó hasta ella despa232
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
cio, saboreando cada momento anterior a su entrada en la cueva. Cuando
estuvo en ella su ánimo decreció: el estado de abandono y las claras muestras de haber sido arrasada por los buscadores furtivos lo dejó perplejo.
Pasó toda la mañana tomando medidas y analizando cada rincón, llegando a la conclusión de que había mucho trabajo que hacer de limpieza y
desescombro antes de comenzar un trabajo que le pudiera dar algún resultado, pero no era la primera vez que se encontraba ante una situación parecida; cuanto más conocido era un yacimiento más probabilidades había de
que estuviera alterado por manos torpes y sin escrúpulos.
Volvió para la hora de comer a Vélez-Blanco y pasó la tarde con su
mujer y con los anfitriones. Con ellos visitó el famoso castillo de los Fajardo
y su sensación fue aún más penosa por el estado de deterioro, casi de ruina,
de la fortaleza. Trató de convencer al alcalde de que tenía que actuar antes
de que todo aquello se perdiera, pero éste le hizo saber que el recinto era
propiedad de los descendientes del Marqués de los Vélez y que nada podía
hacer. Por la noche, mientras tomaban el fresco en el huerto trasero de la
casa que los hospedaba, trató de convencer a su anfitrión de que la cueva
debería ser vallada para preservarla. Esta vez se encontró con que las vacías
arcas del municipio no le daban ninguna posibilidad de hacerlo si no contaba con ayuda. Ripoll se comprometió a hacer todas las gestiones que pudiera para conseguir que algún organismo pusiese manos a la obra, sabedor de
que si ya era difícil el papeleo necesario para iniciar las excavaciones, más
difícil todavía era conseguir un solo duro para aquella inversión; de hecho
–le notificó al alcalde–, los gastos para su proyecto provenían de una fundación norteamericana.
Antes de partir para Barcelona, visitó, con el mismo guía, la Cueva de
los Letreros, también sin protección alguna, y todas las de los alrededores
que Salvador conocía. Aquellas visitas lo reconfortaron un poco; no sabía
qué iba a encontrar en su cueva, pero las muchas muestras de pintura de la
zona le hacían ser optimista. Recorrió de nuevo la zona del arroyo del Moral
y sus alrededores durante horas para impregnarse del aroma de los pinos y
las lavandas y romeros abundantes en la zona. Cuando estuvo seguro de
haber entendido bien la zona, emprendió su regreso a Barcelona.
Hasta el mes de octubre no llegó el ansiado permiso a sus manos. A
pesar de que no era la mejor época en la zona para iniciar los trabajos, deci233
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
dió no esperar más. Lo tenía todo planeado y en pocas semanas inició su
viaje, acompañado de dos de sus ayudantes, que se harían cargo del día a día
de las excavaciones.
Llegaron a Vélez-Blanco a primeros de noviembre, un día luminoso en
que el pueblo era azotado por un frío viento que de vez en cuando hacía
volar por las calles alguna que otra teja. En medio del vendaval, el alcalde
trató de disuadirlos de que iniciaran los trabajos en aquella época, pero como
no lo consiguió, hizo llamar a Salvador Torrente, el primer guía que Eduardo Ripoll había tenido en la zona, para que les ayudara en los preparativos.
Mientras Salvador se dedicaba a buscar operarios para los trabajos, Eduardo y sus ayudantes marcaron las zonas por las que querían iniciar las excavaciones. Como primera medida decidieron hacer dos pequeñas trincheras a
ambos lados, este y oeste, de la cueva para intentar averiguar dónde se encontraban los niveles intactos; para ello señalaron con pequeñas banderas
los recintos elegidos.
El nueve de noviembre, con el tiempo sereno pero frío, iniciaron los
trabajos con el equipo de diez hombres que Salvador Torrente había reunido. Dada la buena sintonía que Ripoll tenía con él y la habilidad que demostraba en su relación con los hombres, lo puso al frente de la cuadrilla antes
de abandonar Vélez-Blanco, camino de sus muchas otras ocupaciones que
lo esperaban.
Aquella primera campaña duró hasta el dos de diciembre de 1958, y el
informe que los ayudantes hicieron no reveló grandes descubrimientos, tal y
como Ripoll esperaba: materiales muy parecidos a los que ya había visto o
leído en los informes que encontró en el Museo Arqueológico Nacional.
Había varias capas, según iban profundizando, en las que se mezclaban restos de ceniza con grandes bloques, quedando de manifiesto que los derrumbes habían sido numerosos e importantes en diversas épocas. La única novedad que le contaron fue la aparición, en la zona oeste, de una concavidad
interior, de unos seis metros de ancho por doce de largo que había quedado
libre de tierra al estar tapada su entrada por una brecha, formada sin duda
por la caída del agua a través de una grieta situada justo encima. Al no tener
tiempo para estudiarla, la tapiaron y silenciaron el hallazgo, esperando encontrarla intacta en la siguiente campaña.
Dos años después, debido a los muchos frentes que Eduardo tenía que
atender, se realizó la segunda campaña. En vista de lo bien que les había ido
234
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
la vez anterior, eligieron el mes de noviembre de 1960 para excavar. Esta
vez fueron cuatro los ayudantes que se desplazaron hasta allí, y los trabajos
fueron de nuevo acometidos por Salvador Torrente y su cuadrilla de nueve
hombres. Ripoll acudió pocos días a la cueva, interesado sobre todo por ver
los avances en la covacha interior que habían encontrado. Cuando llegó ya
habían aparecido, en la zona este, numerosos restos cerámicos, entre los
que destacaban fragmentos de un vaso cilíndrico y de una gran orza con
asas decoradas con incisiones.
Llegó a tiempo de ver cómo en la zona de la covacha, tras varias capas
con residuos de hogares y de numerosos y grandes bloques, aparecieron muchos restos líticos y algunas plaquetas manchadas de ocre, en las que no pudo
reconocer ninguna figura. Después más tierras negras de los hogares, con centenares de restos óseos y de piedras de sílex y alguna nueva plaqueta.
A pesar de los avances, tardaron otros dos años en reiniciar los trabajos,
esta vez dirigidos por dos de los alumnos de Ripoll y llevados a cabo por una
cuadrilla menos numerosa debido a la época en que se hizo, el mes de junio,
en el que los trabajos de los campesinos eran necesarios en los campos.
Cinco hombres, dirigidos por el experto Salvador, acometieron la excavación en las mismas zonas anteriores hasta llegar a un estrato con abundantes
hallazgos. En esa zona se marcó entonces una cuadrícula de 2,70 metros de
lado, en la que se extremó el cuidado para no dañar los restos óseos y las
plaquetas con ocre que iban apareciendo.
Animado por el éxito de ese año, Ripoll no esperó y realizó la siguiente
campaña un año después, poniendo al frente de la misma a su hijo Sergio,
que haría su memoria de licenciatura sobre los trabajos en la cueva. A pesar
de ello y de aumentar el número de operarios de Salvador, los resultados
fueron decepcionantes: consiguieron llegar a lo que parecía la roca de abrigo
de la covacha, pero sin grandes novedades.
En el verano de 1964, antes de reiniciar los trabajos en Almería, Eduardo recibió, como un mazazo, la muerte del abate Breuil en París. Lamentó
que el cura hubiera muerto sin haber podido darle grandes noticias de su
frustrada cueva y recordó emocionado los grandes momentos que había
pasado junto a él años atrás.
La última campaña de esa época se llevó a cabo en octubre de 1964. A
pesar del poco éxito conseguido por Sergio Ripoll el año anterior, éste se
involucró de nuevo en la excavación, ya que su padre, Eduardo, había sido
235
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EDUARDO RIPOLL
nombrado director del museo y del conjunto de Ampurias, y andaba muy
ocupado con su nuevo puesto. Tampoco fue un año muy brillante. Ayudaron a la cuadrilla de siempre un matrimonio francés que excavaron como
hormiguitas junto al lado izquierdo de acceso a la covacha interior, obteniendo numerosos restos solutrenses.
Debido al estado en que se encontraba el yacimiento en ese momento,
Sergio decidió acabar los trabajos. Si no obtenían una subvención mayor
que les permitiera colocar unas vigas para calzar los bloques que habían
quedado en suspensión en el interior del abrigo al sacar la tierra, los trabajos
resultarían extremadamente peligrosos, con grave riesgo de accidentes mortales para todos. Antes de abandonar la zona, decidió tomar cinco muestras
para tratar de realizar una datación radiocarbónica que diera un poco de luz
al maremagno que tenían.
Meses después, cuando llegaron los resultados obtenidos por la Universidad del estado de Washington, Sergio acudió a ver a su padre extrañado
por lo que leyó. Los científicos americanos databan el Solutrense con puntas pedunculadas del yacimiento entre 12.000 y 6.000 años a. C. Padre e
hijo debatieron extensamente el porqué de aquellos extraños resultados, llegando a la conclusión de que tenía que haber habido una contaminación de
las muestras.
No solo no consiguieron una nueva subvención sino que, además, el
permiso de excavación no fue renovado, por lo que los dos Ripoll se dedicaron durante los siguientes años a otros menesteres: Eduardo a su museo de
Ampurias y Sergio a buscar nuevos sitios para estudiar, pero con el regusto
amargo de no haber concluido la investigación de la Cueva de Ambrosio.
236
29
SERGIO RIPOLL
Con parsimonia cogió entre sus manos la plaqueta que había
quedado sobre la criba y, girándola para obtener mejor luz,
vio que tenía grabado un prótomo de caballo.
duardo Ripoll estaba sorprendido por la carta que acababa de recibir
del Ayuntamiento de Vélez-Blanco. Hacía catorce años que no tenía
noticias de las tierras almerienses. Durante ese tiempo sólo había
sabido de la Cueva de Ambrosio por un informe que le llegó sobre una
pequeña campaña realizada en 1975, a través del profesor Botella, de la
Universidad de Granada, que había dirigido los trabajos y que reconocía la
pobreza de los resultados obtenidos.
Leyó la carta intrigado, esperando que fueran buenas noticias. Acertó; el
alcalde le comunicaba que por fin, a instancias del director del Museo Arqueológico Provincial de Almería, don Ángel Pérez Casas, se había conseguido el dinero para el cerramiento del yacimiento mediante un muro de
encofrado. Al fin veía un poco de cordura en la Administración, y el yacimiento se podría preservar de los clandestinos que tanto mal hacían. Él no
lo había conseguido, a pesar de sus muchos esfuerzos, pero se alegró como
si así hubiera sido.
Enseñó la carta a su hijo Sergio en cuanto tuvo ocasión, y ambos decidieron escribir al museo de Almería para felicitar a su director, y al Ayuntamiento de Vélez-Blanco para expresarle lo mismo y que en pocas fechas
uno de ellos visitaría el lugar; querían ver con sus propios ojos el inicio de
los trabajos, cuyo comienzo –le decían en la carta– sería inmediato.
Al final fue Sergio el que, pocos días después, emprendió viaje hacia el sur.
Estaba impaciente por volver al sitio que, aunque a su padre le había dado
E
237
SERGIO RIPOLL
grandes satisfacciones por las publicaciones en revistas especializadas, no había
supuesto un reconocimiento popular de la importancia del yacimiento.
Llegó a la cueva cuando los trabajos de replanteo ya estaban casi acabados, y comprobó, con satisfacción, que los técnicos de la Diputación, asesorados por el Museo de Almería, habían hecho caso a la primera idea que
muchos años atrás había expuesto su padre de separar el cerramiento lo más
posible de la cueva propiamente dicha, para dejar así, también a buen recaudo, las zonas limítrofes que suponían podían contener restos interesantes, y
que apenas habían sido excavadas. El muro llegaba casi hasta el arroyo del
Moral y concluía en ambos extremos sobre las rocas desnudas de los laterales del macizo, quedando así una amplia superficie que, además de poder ser
investigada, facilitaría el desenvolvimiento para posibles futuros trabajos.
A su vuelta a Barcelona, comunicó a su padre el excelente trabajo que
estaban realizando, y le planteó, muy animado, la posibilidad de volver a
pedir un nuevo permiso de excavación. Su padre aceptó bien la idea, y le
pasó el testigo que él había recibido a su vez del abate. Lo apoyaría, con su
ya bien ganado prestigio, en todos los papeleos, pero debía ser él el que se
encargara de los trabajos. El hijo aceptó el relevo, confiado en que podría
culminar con éxito los trabajos de su esforzado padre.
En plena navidad de 1980, recibieron nuevas noticias de Vélez-Blanco
comunicándoles que el muro se había concluido el día 23 de diciembre.
Sergio aprovechó la ocasión para comunicar, en su contestación de felicitación, que iba a iniciar los trámites para pedir una subvención y un permiso
para reiniciar los trabajos de exploración en el yacimiento.
Una vez más, la administración española no se mostró eficaz, a pesar de
las gestiones realizadas por Eduardo y su hijo: tanto el dinero como el permiso no llegaron hasta dos años después.
Sergio Ripoll se puso al frente de su primera campaña en la Cueva de
Ambrosio en junio de 1982. Lo primero que hizo fue buscar al capataz que
había estado al frente de los anteriores trabajos, Salvador Torrente, que se
dispuso con muy buena gana a colaborar con el hijo, con la misma entrega
con que lo había hecho con el padre. A pesar de la mala época, por los
trabajos de siega y trilla de las cosechas, consiguió seis operarios dispuestos
a ganarse unos buenos duros.
Lo primero que hicieron fue una limpieza de los bloques que llenaban el
abrigo. Plantearse una excavación antes de eso habría sido una temeridad,
238
SERGIO RIPOLL
ya que los derrumbamientos de los antiguos cortes de excavación hacían
peligrosos los trabajos. Mientras los obreros se ocupaban de las labores de
limpieza y de aseguramiento de las rocas medio desprendidas del techo, un
equipo de estudiantes que había llevado Sergio cribaban la tierra revuelta
que cubría casi toda la zona de excavación. Aquellos trabajos, de preparación y aseguramiento para campañas posteriores, dieron sin embargo un
resultado sorprendente.
A grandes voces, uno de los estudiantes llamó a Sergio para que se acercara hasta la criba. Junto con su capataz, Ripoll corrió hacia la zona de
cribado para ver que era lo que había llamado la atención del joven. Con
parsimonia cogió entre sus manos la plaqueta que había quedado sobre la
criba y girándola para obtener mejor luz vio que tenía grabado un prótomo
de caballo. Era la primera figura que aparecía en la cueva. Sergio comentó
con sus alumnos lo caprichoso del destino: durante años habían buscado
algo diferente en las toneladas de tierra removida y ahora, en unos trabajos
que se podrían calificar de preparatorios, aparecía el primer prótomo de
caballo. Felicitó al estudiante por el hallazgo y ordenó de inmediato que
siguieran los trabajos, a la vez que guardaba cuidadosamente la plaqueta.
Aquello parecía un buen augurio.
Sin embargo, ni ese año, ni el siguiente, 1983, hicieron avances novedosos. Para colmo, la Administración produce un nuevo parón en el yacimiento. El traspaso de competencias en materia de cultura a la Consejería de la
Junta de Andalucía, fruto de la nueva España autonómica, suponía una
nueva ruptura en la continuidad de las campañas.
Sergio no se amilanó por el contratiempo, y animado por la figura del
prótomo, comenzó de nuevo el farragoso papeleo para continuar las excavaciones ante la Junta, aún manga por hombro por las numerosas competencias que iban llegando a una incipiente administración autonómica. Echó
mano de todos sus conocidos; viajó varias veces a Sevilla a entrevistarse
con todo aquel que quisiera recibirlo. Tres años después, en 1986, consiguió
de nuevo el visto bueno para seguir excavando.
Los siguientes años, en los que sistemáticamente siguieron las excavaciones, no aportaron grandes noticias. Sergio Ripoll, cada vez que su ánimo
decrecía sacaba del bolsillo de su camisa una fotografía del prótomo de
caballo encontrado años atrás y renacía en él la esperanza y la ilusión. Su
padre, Eduardo, ya mayor, le recordaba cada vez que al finalizar una campa239
SERGIO RIPOLL
ña volvía a Barcelona, los pensamientos del abate Breuil. Entre padre e hijo
mantenían viva la ilusión por aquella lejana cueva.
En 1992, casi después de diez años de trabajos, Sergio inició una nueva
campaña, seguro de aquel año olímpico le habría de traer buena suerte. Retrasó el inicio hasta el final del verano para poder vivir de cerca el entusiasmo y el avance que la olimpiada había llevado a su ciudad natal, Barcelona.
Pasados los fastos, casi eufórico como el resto del país por el éxito conseguido, pensó que ya era hora de volver a la tierra; reunió a su joven equipo
de estudiantes, como hacía cada año, y emprendió viaje hacia Vélez-Blanco.
Antes de iniciar los trabajos, en la primera inspección que hicieron en el
yacimiento, Sergio observó que el punto cero de referencia, a partir del cual
situaban siempre todas las excavaciones había desaparecido. Situado en una
zona lisa de la pared izquierda del abrigo, casi en el umbral de entrada, había
quedado cubierto por escombros llevados allí por alguna mano inexperta,
incluso en algunas zonas se había depositado material de arrastre. Esa zona
nunca se había excavado, permaneciendo siempre como reserva arqueológica, pero la necesidad de tener el mismo nivel de referencia de siempre le
hizo cambiar lo previsto e iniciar los trabajos de limpieza por allí. Encomendó a dos de los estudiantes más experimentados por campañas anteriores
que estuvieran permanentemente en el lugar y que se tuviera extremo cuidado con las paredes.
Mientras se realizaban concienzudamente la limpieza de esas paredes,
Sergio dirigió el montaje de una tienda de campaña, ubicándola en una pequeña explanada situada al otro lado del arroyo, frente a la cueva, pensando
que allí podría trabajar tranquilamente sin entorpecer los trabajos. También
le serviría para descansar y para resguardarse del sol en las horas en que éste
apretaba más.
En una de sus rutinarias visitas a la zona del nivel cero, le pareció que aquella pared era idónea para contener representaciones incisas y, a pesar de que la
referencia ya quedaba a la vista, ordenó que se continuara la excavación: «no
tengo muchas esperanzas», añadió a sus alumnos después de dar la orden.
Sin embargo, a la mañana siguiente volvió a inspeccionar la misma zona
y tras largas deliberaciones, todos estuvieron de acuerdo que se apreciaban
algunas líneas grabadas que se extendían hacia el interior del abrigo. Pidió
que, a partir de entonces, la excavación se realizara como si de una operación quirúrgica se tratara.
240
SERGIO RIPOLL
Hacia el mediodía, uno de los alumnos se acercó hasta la tienda e interrumpió el trabajo de Sergio:
— Profesor, debería venir a ver la pared...
— ¿Habéis encontrado algo? –preguntó poniéndose en pie con rapidez–.
— Véalo usted mismo –se limitó a contestar el cauto estudiante–.
Profesor y alumno se dirigieron a grandes zancadas hacia el extremo
oeste de la cueva. Al llegar, Sergio se tumbó sobre la tierra y con la cabeza
casi pegada a la roca, la acarició durante casi media hora.
— A mí me parece un ave que mira hacia la derecha –dijo volviendo por
fin la cabeza hacia sus expectantes alumnos–.
— A nosotros también –se apresuró a decir el alumno cauto que lo había
llamado–.
— Continuad con cuidado hacia la derecha, parece que se inician nuevas líneas...
Se levantó y dejó que los ayudantes continuaran con la tarea. Al volverse se encontró con la amplia sonrisa de su capataz. Salvador Torrente asintió con la cabeza mientras el profesor Ripoll lo abrazó emocionado:
— Parece que al fin tenemos pinturas –le dijo casi en un susurro–.
— ¿Alguna vez lo había dudado? –le preguntó muy seguro el experto
trabajador–.
— El único que no dudó nunca ya no las podrá ver. El abate Breuil es el
verdadero impulsor de este hallazgo.
Salvador golpeó amistosamente la espalda de su jefe y volvió a la faena.
Sergio no se separó del lugar, y corregía constantemente a los alumnos en su
delicada tarea. Antes de parar para comer, volvió a tumbarse y a examinar la
pared rocosa.
— ¡Esto es un équido! ¡Seguro! –dijo volviendo la cabeza de nuevo–.
Uno a uno todos se acercaron a la nueva figura y coincidieron en la
primera impresión del profesor: se trataba de un caballo.
Durante la comida, todos comentaron alborozados el descubrimiento.
Sergio tuvo que pedir calma, asegurando que los trabajos no habían hecho
sino comenzar y que no era conveniente ni precipitarse en conclusiones y
desde luego en dar a conocer el hallazgo, no quería que corriera de boca en
boca antes de la cuenta.
Durante el viaje de vuelta al pueblo esa tarde –sólo usaban la tienda por
el día– el coche era una fiesta; los jóvenes cantaban alegres y divertidas
241
SERGIO RIPOLL
canciones, sin importarles los numerosos baches que daban con sus cabezas
en el techo del automóvil ni el polvo, desprendido de los áridos caminos,
que tragaban. Cuando el pueblo estuvo a la vista, Sergio detuvo el coche y
pidió por señas a Salvador, que viajaba detrás con los obreros, que hiciera lo
mismo. Hizo que todos se apearan y lo rodearan en un lado de la carretera.
Durante unos minutos se dirigió muy serio a todos ordenándoles que no
dijeran ni una palabra de lo que habían visto durante ese día; era primordial
guardar el secreto hasta estar seguros de lo que aún se escondía en las paredes de la cueva. Amenazó con dejar fuera de los trabajos y de la investigación al que hiciera el más mínimo comentario en el pueblo. Todos acataron
la orden, asegurándole al profesor que no abrirían el pico. Él no estaba tan
seguro, pero tenía que intentarlo.
Tanto durante la ducha en el hotel, uno de los mejores momentos de los
arqueólogos pensaba siempre, como durante la cena, Sergio meditó si debía
llamar o no a su padre para comunicarle el hallazgo. Al final optó por la
prudencia, que tan encarecidamente había exigido a sus colaboradores, y no
hizo la llamada.
Dedicó los siguientes días a la misma zona, y siguió encontrando figuras
incompletas de équidos. Cuando estuvo seguro que en aquel panel ya no
encontraría más representaciones, se sentó frente a lo que ya llamaba panel
I, lo que evidenciaba que tenía esperanzas de encontrar más, y tomó multitud de notas durante horas. Por la noche, pensó que ya era hora de comunicar el hallazgo y llamó a su padre para contárselo. Tras manifestarle las emociones que había vivido y lo importante que le parecía el hallazgo, le hizo un
resumen de lo que había encontrado:
— La primera figura que vimos fue un ave de unos treinta centímetros
de longitud y diez y ocho de anchura. Está realizada mediante un surco de
un par de milímetros de anchura y más o menos lo mismo de profundidad.
Está mirando a la derecha, y se aprecia bien el cuerpo y el pico, pero no la
zona ventral ni las patas, aun así yo diría que se trata de una perdiz.
— Recuerda al abate, no te precipites en conclusiones... –le interrumpió
su padre–.
— Son mis primeras impresiones, desde luego, pero si no estuviera seguro no te las diría. Un poco hacia la derecha –siguió contando–, a pocos
centímetros, descubrimos un espléndida figura de équido de aproximadamente las mismas dimensiones del ave. No te voy a hacer una descripción
242
SERGIO RIPOLL
detallada, ya lo leerás en mi informe, pero se trata de un animal de proporciones equilibradas y de acusado realismo, tanto que se puede distinguir con
bastante claridad lo que hemos identificado como el ojo, realizado mediante
un impacto piqueteado circular. Por debajo se aprecian otros restos de équido, que se pierden al llegar a una inflexión de la roca. También es bastante
identificable un prótomo de bóvido; se diferencia bien el cuerno curvado
hacia atrás. En fin, hay otros restos, manchas ocres que aún no hemos identificado...
— Todo un hallazgo –le cortó el relato Eduardo–.
— Ya veremos, hay que acabar el trabajo, copiarlos, datarlos...
— Un trabajo que se adivina interesantísimo, lástima que Breuil no pueda verlo...
— Sí. Es una pena.
Eduardo dio varios consejos a su hijo antes de acabar la conversación telefónica, y nada le dijo de su idea de visitar el yacimiento, quería sorprenderlo.
Animado por las figuras encontradas, Sergio decidió continuar la excavación hacia el interior del abrigo, continuando desde el final del primer
panel. Había que sacar una espesa capa de sedimento revuelto y de bloque
procedentes de otras excavaciones. Enseguida se adivinaba una gran superficie lisa. Los trabajos continuaron con mucha precaución hasta distinguir
un conjunto de trazo grabado y dos pequeña manchas de ocre. La pared, de
un gris marronáceo, más oscuro que la anterior, estaba surcada por finas
grietas.
En uno de los pocos momentos en que se alejaba del lugar, su descanso
en la tienda se vio interrumpido por los gritos de los jóvenes colaboradores.
Con el corazón golpeándole las sienes corrió hacia ellos. Tardó unos minutos en entender lo que todos a la vez trataban de explicarle. Accidentalmente, uno de los obrero había golpeado el suelo con una maza y un trozo de
roca se había hundido, como si debajo hubiera una oquedad, dejando al
descubierto una mancha ocre que a todos parecían las orejas de un caballo.
Personalmente, Sergio extrajo toda la materia orgánica y la arena que rellenaban el hueco, y poco a poco apareció ante él la figura inequívoca de un
caballo. Cada centímetro que bajaba aumentaba su excitación. Después de
más de una hora de delicado trabajo el équido quedó a la vista de todos. No
hacía falta acercarse mucho para verlo, medía casi un metro de longitud y
aproximadamente la mitad de anchura. El profesor se apoyó contra la tierra,
243
SERGIO RIPOLL
frente al panel, y contempló, sonriente y en silencio, el caballo que miraba
hacia la izquierda. Apreció cómo toda la figura estaba silueteada mediante
un trazo grueso, más fino en la cabeza, y se podía distinguir como se había
ido rellenando mediante líneas de grosor variable hasta cubrir todo el espacio interior. Dedujo también que el buen estado de la figura era debido precisamente a la materia orgánica y la arena húmeda que había tenido que
sacar. Estaba a punto de levantarse para dar las órdenes oportunas sobre la
continuidad de los trabajos cuando le pareció oír una voz conocida. Al girar
la cabeza mientras se levantaba, se encontró con la cara sonriente de su
padre que señalaba, como incrédulo, al enorme caballo ocre; Sergio saltó
como un titiritero el metro de altura que lo separaba de él y se abrazó con
los ojos húmedos. Le pareció un regalo del cielo que su padre, el gran defensor de la Cueva de Ambrosio, hubiera aparecido en el preciso instante en
que quedaba al descubierto la fascinante figura.
Padre e hijo charlaron un rato, mientras Sergio mostraba todas y cada
una de las figuras descubiertas hasta entonces. Eduardo, que había ido hasta
allí para darle ánimos a su hijo y para satisfacer su curiosidad por las noticias
que le habían llegado, ya había decidido en su interior que se quedaría más
días de los previstos; no se iría de allí sin comprobar cuántos caballos se
escondían aún en aquél panel.
La estancia de Eduardo fue provechosa; su hijo decía que les había traído suerte. Durante días siguieron apareciendo caballos en la roca, aquello
era una locura. Cuando consideraron que todo el panel estaba al descubierto, hicieron recuento de la manada: además del más grande, el que habían
encontrado primero, en el ángulo superior derecho destacaban dos prótomos grabados de caballos enfrentados, cada uno de ellos de unos sesenta
centímetros de longitud y de una excelente factura; uno de ellos se veía
claramente que era robusto, con una quijada barbuda, con la que se había
querido resaltar la fortaleza del animal. Al lado de estos, otro caballo grabado de menores dimensiones y orientado a la derecha, menos completo que
el anterior, o al menos eso les pareció debido a la colada calcítica que lo
recubría. Más a la derecha aparecía otro, también realizado con la técnica de
grabado lineal muy fino, y en el que no se apreciaban ni la cabeza ni los
cuartos traseros.
Los dos científicos, aunque estaban eufóricos por la aparición de los
numerosos caballos, consideraron que ese año no debían seguir excavando,
244
SERGIO RIPOLL
el tiempo se les estaba agotando y lo mejor era hacer un exhaustivo informe
de lo hallado. Tomaron algunas fotografías para ilustrarlo y, antes de dar por
concluida la campaña, Eduardo se empeñó en volver a dejar los paneles
como estaban antes del descubrimiento, era la mejor manera de preservarlos para los años venideros y no encontrarse a su vuelta con la desagradable
vista de los trozos de roca arrancados por algún desaprensivo. Dado que tan
bien se habían conservado hasta entonces, decidieron volver a rellenar con
el mismo material que habían sacado y poner unas grandes piedras en la
zona superior que hicieran desistir a los furtivos que, pese al vallado, cada
año se colaban en el yacimiento.
Volvieron a Barcelona dispuestos a preparar el informe e iniciar los trámites con el fin de preservar el yacimiento y las representaciones. Mientras
esperaban la lenta reacción administrativa, dedicaron el siguiente año a consolidar la zona de los paneles I y II, limpiarlos y comenzar a extraer las
numerosas costras calcíticas que los recubrían parcialmente.
Hasta el año siguiente, la Dirección General de Bienes Culturales de la
Junta de Andalucía no autorizó la limpieza y conservación de cara a valorar
el yacimiento y poder contextualizar de una forma definitiva las representaciones paleolíticas. La administración autonómica dio la autorización, pero
no dio ningún otro apoyo a los trabajos. Como ya contaban con ello, Sergio,
ayudado por su padre, consiguió la colaboración de numerosos científicos
para que les ayudaran y lo que era más importante, la financiación de todo
lo que aún quedaba por hacer.
En ese año, 1994, completaron el panel II, que dos años antes habían
considerado terminado, encontrando tres nuevas representaciones de équidos en la parte inferior, uno de ellos interesantísimo porque a pesar de su
pequeño tamaño, apenas diez centímetros de longitud, estaba pintado en
negro y rojo, lo que significaba un claro indicio de bicromía. La simplicidad
de la pintura sorprendió a Sergio: el artista había sabido expresar con tres
líneas la figura de un caballo.
El nuevo hallazgo les llevó a seguir la excavación hacia el interior del
abrigo, consiguiendo descubrir un tercer panel en la parte más profunda
coincidiendo de forma oblicua con el fondo del abrigo. Las tres nuevas representaciones que encontraron, dos ocres y una más rojiza, estaban muy
desvaídas y no lograron asimilarlas a ningún nuevo caballo, aunque estaban
seguros que sólo era cuestión de tiempo.
245
SERGIO RIPOLL
La segunda parte de esa campaña la dedicaron a hacer uso del permiso
de la Junta. Iniciaron una serie de trabajos sistemáticos en los que intervinieron, de forma exhaustiva, todo el equipo de investigación. Comenzaron
con el calco a tamaño natural de las figuras sobre poliéster transparente,
aunque con más sofisticación, utilizaban la técnica del abate Breuil, cambiando el poliéster por el delicado y difícil de trabajar papel transparente.
Estos calcos se completaron y contrastaron con otros realizados sobre televisión a través de cámara de video. Finalmente completaron el estudio con
una numerosa documentación fotográfica que realizaron con diferentes tipos de luz, soporte y bajo diferentes condiciones atmosféricas.
No dieron por concluida la campaña hasta obtener una muestra de uno
de los caballos del panel II, situado en la parte inferior izquierda y que por
su color negro suponían realizado con carbón vegetal. Eligieron esa figura,
que no era la más clara ni la más hermosa, pensando que el carbón les facilitaría la datación radiocarbónica que les llevara a poder tener una mayor
precisión cronológica de las representaciones de aquellas paredes.
Todavía les quedaba mucho trabajo por hacer, posiblemente años, pero al
fin, tras el paso por la cueva de docenas de científicos desde los primeros
descubrimientos de casi un siglo antes, habían aparecido los caballos en aquel
trabajoso abrigo que algunos ya denominaban la Cueva de los Caballos.
Eduardo Ripoll, ya jubilado, acudía cada día al estudio de Sergio a contemplar los calcos de los caballos, sin cansarse de hacerlo. Debatía con él la
posibilidad de que todas aquellas pinturas hubieran sido hechas por la misma mano. Recordaba machaconamente las conversaciones con el abate Breuil
en las que éste le comentaba, divertido, las discusiones que tenía con Federico de Motos sobre la posibilidad de que muchas de las figuras que adornaban las cuevas de la zona hubieran sido ejecutadas por el mismo autor. Sergio reía distendido por las ocurrencias de su padre, tratando de hacerle ver
que aún quedaban muchos años de estudio para llegar a alguna conclusión,
y que posiblemente sobre la autoría de los caballos no llegaran nunca a
hacerlo. Eduardo, libre ya por su edad del manto de científico que tanto lo
había encorsetado desde que inició su labor profesional en París cincuenta
años atrás, se podía permitir el lujo de soñar con cosas como esas y de
imaginar cuál sería la vida de aquellos seres que poblaron las cuevas pintadas del norte de Almería.
246
30
LA HUIDA
Era todavía de noche cuando empezaron a organizar su caravana.
in apenas descansar tras la noche pasada al aire libre por temor a que
nuevos terremotos acabaran con sus vidas, como le había sucedido al
valeroso y fiel Lobo, empezaron los preparativos para la marcha. Ambros tomó el mando, como siempre hacía, pero en este caso de manera obligada porque su hermano estaba sumido en una gran tristeza que lo tenía
abatido. Aún no había asimilado que tendría que afrontar su vida sin el
amigo que encontró nada más iniciar el destierro. Por su cabeza pasaban,
como un torbellino, las imágenes de Lobo. Recordaba el primer día que lo
vio, tras pernoctar en los abrigos de Las Colmenas, donde su hermano dejó
su impronta en ese arquero extraño que decía que él mismo le había inspirado cuando miraba el arco iris embelesado tras la tormenta. Volvía a su mente el trotecillo del animal siguiéndolos a distancia los primeros días, su desaparición tras los continuados aguaceros de El Gabar que le impidieron
atravesar el río con ellos. Su impresionante aparición en la cueva, las noches
junto a él oyendo los gemidos amorosos de su hermano y de Río. Tantas
cosas pasaban por su cabeza mientras obedecía las órdenes de Ambros, que
parecía estar en otro mundo.
Con las pieles que tenían, prepararon unas bolsas en las que metieron
toda la comida que pudieron rescatar entre los escombros que habían cubierto la cueva. No sabían cuándo podrían volver a cazar, por lo que eran
imprescindibles tanto las pieles como la comida. Llenaron todas las calabazas que tenían con agua del arroyo y se dieron cuenta entonces de que no
podrían llevarlo todo. Los cuatro niños no podían ir andando, y llevar sobre
sus espaldas todo parecía imposible. Para airearse un poco tras los prepara-
S
247
LA HUIDA
tivos, los dos hermanos se acercaron hasta el observatorio; el peligro del
terremoto parecía haber pasado, pero el de la tribu enemiga aún no había
comenzado.
Al acercarse al promontorio que había entre los pinos, les llegó un intenso olor que les hizo tener que taparse las narices con las manos. Los cuerpos
de los guerreros muertos no estaban muy lejos y el olor de la muerte llegaba
hasta ellos como un aviso. Se dieron cuenta de que en cuanto la tribu iniciara la búsqueda les llevaría poco tiempo encontrarlos: sus narices los conducirían hasta ellos. Otearon la zona de la rambla sin ver movimiento alguno.
Los terribles temblores de tierra parecían haber retrasado el comienzo de la
busqueda, pero era solo cuestión de tiempo. Animados por la tranquilidad
reinante y asqueados por el olor, emprendieron el regreso para terminar los
preparativos de la huida.
Al volver, ya casi al mediodía, encontraron a Río trajinando con unos
palos largos. En su ausencia, la hembra había encontrado la solución para
transportar todo lo que tenían que llevar. Ella recordó cómo subieron a Tani
a la cueva tras la pelea fratricida y pensó que, haciendo algo parecido, podrían poner sobre las pieles las cosas y arrastrar la primitiva parihuela. A
Ambros le pareció una buena idea, y apremió a su hermano para que le
ayudara. Les llevó gran parte de la tarde tener terminados los dos receptáculos que tendrían que arrastrar. Más de una vez tuvieron que reiniciar los
trabajos, porque al probar a mover el invento, la trama se descomponía. Con
cada fracaso fueron resolviendo los problemas que surgían. Cuando dieron
el visto bueno a su invento el sol ya caía por el horizonte. Decidieron no
partir entonces y dejarlo todo preparado; tendrían que dormir al raso, no era
buena idea ponerse en marcha de noche con cuatro criaturas hacia un terreno que no conocían. Cargados con niños y pertrechos les sería difícil defenderse de las alimañas que, en cuanto oscurecía, salían a buscar sus presas,
eso si no se despeñaban por algún barranco inoportuno. Encendieron una
fogata frente a la cueva, al otro lado del arroyo, y se colocaron alrededor de
ella dispuestos a esperar el nuevo día.
Era todavía de noche cuando empezaron a organizar su caravana. Cada
uno de ellos llevaría sobre sus espaldas, sujetos con tiras de cuero que habían preparado, a uno de los niños. Río llevaría al pequeño Gabar, Tani a
Flor y Ambros a Leria. Ambrosio tendría que caminar solo, lo que les hacía
prever la lentitud de la marcha, además porque cada uno de los hombres
248
LA HUIDA
tendría que arrastrar una de las angarillas. Para ello dispusieron unas largas
tiras de cuero que ataron cobre sus pechos para poder llevar las manos libres, y en ellas algunas de las armas por si eran necesarias; el resto las colocaron en el equipaje pero a mano, por si acaso.
Antes de ponerse en marcha, situados enfrente de la cueva, Ambros y
Río miraron por última vez su hogar con tristeza. Tani ya había echado a
andar y no volvió la cabeza ni una sola vez. Las tripas se le revolvían cada
vez que veía la enorme roca que había aplastado a Lobo y había tapado
parcialmente la entrada.
Hasta que se acostumbraron a las cargas los pasos eran imprecisos y torpes. El pequeño Ambrosio abría la marcha dirigido por su padre, que le pisaba
los talones, luego iba Río y cerrando la caravana el apesadumbrado Tani.
Cruzaron el arroyo del Moral, unos cientos de metros por debajo de la
cueva, cuando los primeros rayos de sol se reflejaban ya en el agua impetuosa. Después giraron a la izquierda y comenzaron la subida bordeando el
macizo rocoso que albergaba lo que había sido su hogar. Pasado éste, la
pendiente se suavizaba un poco y el terreno era más regular.
Les llevó más de dos horas acercarse hasta los Lavaderos de Tello, el
rincón favorito de Ambros. Pararon a descansar un poco para que Río
amamantara a Gabar, que ya llevaba rato dando inequívocas muestras de
tener hambre. Ante la hermosa vista que se abría por debajo de ellos, la
cañada cubierta de arbustos, las laderas repletas de abrigos rocosos y el
desfiladero de Leria al fondo, Río preguntó si no era aquél un buen sitio
para instalarse. Ambros, que se conocía la zona al dedillo, les explicó que
ninguno de los abrigos reunía condiciones para habitarlo: eran poco profundos y mal orientados, casi todos al norte o noroeste, de donde venían
los gélidos vientos en invierno; no tendrían protección alguna contra ellos.
Además, concluyó el mayor, aún estaban demasiado cerca; aunque habían
andado más de dos horas, en realidad estaban a tan sólo un par de kilómetros por encima de la cueva. A la tribu enemiga les llevaría poco rato
plantarse allí siguiendo sus huellas.
Ambros echó un último vistazo al abrigo donde había dejado grabados
sus ciervos, que sólo él conocía, y dio orden de seguir, no quería perder ni
un minuto más de lo necesario; iban dejando mucho rastro al arrastrar las
parihuelas y sus huellas eran muy fáciles de seguir, tenían que alejarse
cuanto antes.
249
LA HUIDA
El terreno siguió empinado un buen trecho y, cuando acabó la cuesta, ya
estaban a campo abierto; ahí sí que tendrían que apretar el paso si no querían verse sorprendidos. De vez en cuando, Ambros tenía que azuzar a su
hijo para que no se parara. El niño era fuerte, como él, pero ya empezaba a
hacérsele largo el camino, a pesar de lo cual el jefe de la tribu no permitió
ninguna nueva parada durante la mañana. El sudor bañaba los cuerpos, sobre todo el de los dos hombres, que a cada paso que daban notaban como el
cuero se hundía un poco más en la piel de sus pechos. El sol los castigaba
sin piedad y los niños lloraban con poca fuerza intermitentemente.
Como autómatas, casi rendidos, llegaron a los primeros pinos de otro
macizo montañoso. Habían ido siempre en dirección oeste, la única vía posible que tenían. El sur estaba vetado por la tribu de los hermanos, el este
por la de Río, y las montañas del norte no les atraían demasiado con la carga
de pertrechos y niños que llevaban.
Metidos ya en la pinada, y seguro de que nadie los seguía –Ambros no
había parado de mirar atrás en todo el camino– ordenó que se detuvieran;
era el momento de reponer fuerzas y descansar un poco, no sabían hasta
dónde tendrían que caminar. Todos respiraron aliviados al detenerse. Vaciaron con avidez un par de calabazas de agua y comieron con ganas parte de
sus provisiones. Los niños, agotados por el traqueteo, y Ambrosio por la
caminata, se durmieron apiñados junto a un pino.
A pesar de las protestas de todos, incluidos Tani y Río, Ambros dio orden de ponerse en marcha un rato después, aún quedaban horas de luz y
había que aprovecharlas para encontrar un sitio adecuado para la noche. La
caravana volvió a ponerse en fila india, cada vez más lenta según se adentraban entre los pinos, pero al menos ahí estaban más protegidos que en
campo abierto. Bordearon el primer monte, y luego otro más. Cuando el
desánimo empezaba a cundir, Ambros señaló, en la lejanía, una zona frondosa, situada en el estrecho margen que había entre los dos montes. Animados por la idea de parar, derrocharon sus últimas energías en bajar hasta el
estrecho que tenían a la vista.
Las sonrisas se abrieron en las caras de los viajeros al descubrir un paraje
hermoso y atractivo. Junto a la frondosidad que habían visto a lo lejos, manaba entre dos rocas un sonoro chorro de agua. Soltaron las parihuelas, bajaron
a los niños y todos corrieron hacia el agua que se deslizaba por la sombra de
los grandes álamos buscando un arroyo cercano. A Río le pareció un sitio
250
LA HUIDA
estupendo para quedarse, pero Ambros y Tani, más expertos, le hicieron ver
que en cuanto se hiciera de noche aquello se poblaría de lobos, zorros y demás
alimañas peligrosas. El mayor decidió inspeccionar los alrededores; el pequeño quiso acompañarlo, pero su hermano se negó: no podían dejar solos a Río
y a los cuatro niños, no sabían en que territorio estaban. Convencido, Tani
decidió quedarse, pero le hizo ver a su hermano que el sol bajaba ya a toda
prisa. El mayor saltó como un gamo e inició la inspección de la zona.
Cruzó el arroyo y se perdió entre los árboles hacia poniente, subiendo la
ladera hasta salir fuera de la espesura. Miró en todas direcciones y descubrió, casi en lo alto del cerro una zona rocosa donde creyó distinguir algunas
sombras; podía tratarse de alguna cueva, pensó sin detenerse; el tiempo
apremiaba. Con las pocas fuerzas que le quedaban subió a toda prisa esperando que su instinto no le fallara. Al llegar arriba y levantar la vista, dos
grandes oquedades aparecieron ante él. Parecía un sitio ideal, allí incluso
podrían defenderse mejor si llegaba el caso. Los inspeccionó a toda prisa,
asegurándose de que no había restos de estar habitados, y luego corrió hacia
la fuente a recoger a la tribu; aún quedaba lo peor, subir todos hasta allí
arrastrando lo que llevaban.
Llegó sudoroso junto al resto y, mientras ponía su cabeza bajo el chorro
del agua, dio orden de que empezaran a ponerse en marcha, no tenían mucho tiempo antes de que anocheciera. Mientras recogían todo, explicó a
Tani y a Río hacia dónde debían ir. Le había parecido un buen sitio para
pasar la noche y quién sabe si para quedarse, les dijo.
Entre dos luces hicieron un último esfuerzo para llegar a las rocas. Los
niños iban llorando, Ambrosio destrozado por el esfuerzo, y los mayores
rendidos por la paliza que se habían dado. Tani y Río se miraron al ver las
cuevas e hicieron gestos de que les podía valer. Se metieron en la cueva más
grande casi sin ver y extendieron las pieles para que las agotadas criaturas
cayeran en ellas como fardos.
Los dos hermanos debatieron unos minutos y decidieron no encender
fuego, no sabían dónde estaban y a quién podrían atraer con él. Harían guardia toda la noche para no verse sorprendidos por los lobos y otros animales
que merodearían por la zona. El fuego era una buena defensa, pero esa
noche tuvieron que prescindir de él, a la luz del día inspeccionarían los
alrededores y decidirían qué hacer; ahora era el momento de descansar por
turnos y recuperar un poco el vigor de sus cuerpos.
251
LA HUIDA
Nada más cerrar los ojos toda la tribu, excepto Ambros que había elegido la primera guardia, empezó a chispear, aumentando la intensidad del
agua en pocos minutos, hasta convertirse en un fuerte aguacero que despertó a Tani, que se acercó a su hermano hasta el borde de la cueva.
— Es lo mejor que podía pasar –dijo el mayor extendiendo sus brazos
hasta mojarse–.
— ¿Lo mejor? –preguntó extrañado el pequeño–.
— Sí. Si la lluvia se mantiene un rato borrará nuestras huellas, sobre
todos los surcos que han dejado las parihuelas en campo abierto.
Tani asintió pensativo, en su estado de ánimo no había caído en las muchas señales que habían dejado a su paso.
La lluvia aflojó, pero no cesó en toda la noche; los deseos de Ambros
se habían cumplido: a los perseguidores, si los había, no les sería fácil dar
con ellos.
Los dos hermanos dedicaron el siguiente día a recorrer todos los alrededores de los abrigos, dejando instrucciones a Río para que ella fuera acumulando piedras junto a la cueva, con la idea de que, si se quedaban, harían un
parapeto a la entrada que los protegiera de los vientos y les pudiera servir
también de defensa.
No encontraron ningún signo de vida humana en toda la zona. Además,
aprovecharon todas las ocasiones fáciles que se les presentaron para cazar
algún conejo. Volvieron con las calabazas llenas de agua de la fuente que
habían dejado abajo.
La luz del día les había hecho ver que, aún con prisas, habían acertado
en la elección de su guarida. La otra cueva era menos profunda y peor
orientada, llegando a la conclusión de que les podía servir como almacén
y leñera.
Al atardecer, mientras veían a los pequeños jugar en una pequeña explanada que había entre los abrigos, discutieron la conveniencia o no de instalarse allí. Las ventajas eran que tenían cerca agua, bosques para la caza y
una buena posición para la defensa. Los inconvenientes, que no habían ido
demasiado lejos, a pesar de caminar durante buena parte del día anterior, y
la incomodidad de estar casi en lo alto de un cerro. Llegaron a la conclusión
de que con tanto niño pequeño, seguir caminando sin rumbo era una temeridad, tendrían que arriesgarse y seguir allí, al menos lo que quedaba de
verano, la época de lluvias y el siguiente invierno.
252
LA HUIDA
Los siguientes días los dedicaron, además de a buscarse alimentos, a
estudiar las zonas más adecuadas para poder observar la fuente y la zona del
monte próximo por el que habían llegado. Decidieron hacer turnos, varias
veces al día, hasta que estuvieran convencidos de que nadie había dado con
su rastro. Por la noche siguieron sin encender fuego; aunque las noches eran
frescas a esa altura, al resguardo de la cueva estaban bien. El único inconveniente eran las guardias que, de todas formas y estuvieran donde estuvieran,
tendrían que hacer por la desaparición de Lobo.
Pasaron los días sin que avistaran ningún ser humano merodeando por la
zona, por lo que empezaron a relajar las guardias diurnas, y a dedicarse casi
plenamente a la caza y a la recolección de todo lo que era comestible. Río
bastante tenía con atender a todos los críos de la tribu y con buscar sus
plantas, menos abundantes en lo alto del cerro. Sólo se alejaba de la cueva
en su búsqueda vegetal cuando los hombres estaban allí. A veces, pese a las
protestas de Tani, bajaba hasta la fuente, porque le gustaba ese lugar y porque en las zonas húmedas había descubierto una gran cantidad de plantas, si
no iguales, sí al menos parecidas a las que ella acostumbraba a usar.
Terminó el verano y comenzaron las lluvias. Los dos hermanos tuvieron
que espaciar sus salidas y empezaron a prepararse para el invierno, recogiendo leña y troncos que acopiaban en la otra cueva.
Igual que en su anterior habitáculo, hicieron en uno de los extremos del
interior un pequeño parapeto para que la pareja de turno descansara o gozara tras él. Ambros, en plena forma, no desaprovechaba ninguna de sus ocasiones con Río. A Tani le costó un tiempo volver a disfrutar de ella. Los
primeros días ella se esforzaba en excitarlo, pero la mente del pequeño no
estaba aún lista para esos menesteres. Tardó semanas en reanudar con asiduidad los escarceos amorosos, ahora mucho más violentos que antes, como
si quisiera descargar en la hembra toda la rabia que llevaba dentro. A Río le
costaba cada vez más saber con quién estaba gozando: Tani se parecía cada
vez más a su hermano, hasta haciendo el amor.
Aprovechando la reclusión del invierno –el frío y la nieve eran más abundantes en esa altura que en su anterior cueva– Río pidió a Ambros que
pintara algunas de las figuras que tanto le gustaban en las paredes rocosas.
Le costó convencerlo, con todo lo que habían pasado se había olvidado de
sus pinceles y de sus dibujos. Cuando por fin empezó a pintar, no repitió sus
hermosos caballos. Empezó con cosas extrañas que a ella no le gustaban
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LA HUIDA
demasiado porque no las entendía. Poco a poco, harto de las críticas, volvió
a las figuras de animales, sobre todo ciervos y cabras, aunque las paredes no
eran muy adecuadas para grandes figuras, las que más le gustaban a Río.
Donde más a gusto se encontraba Ambros era en la otra cueva. Se había
dado cuenta de que necesitaba la soledad para inspirarse. Atravesaba el
espacio que los separaba del otro abrigo pisando la nieve, y allí se pasaba
horas preparando sus mejunjes y pintando con tranquilidad. Sobre todo los
días en que no le tocaba hacer pareja con Río. Aprovechaba entonces para
dejarlos solos, aunque con tanto crío por la cueva no era fácil encontrar
momentos para el sexo.
Recordando sus grandes momentos en Tello, inició dos nuevos ciervos
en la mejor pared de la cueva almacén. Tani se quedaba asombrado –no
conocía los otros– cada vez que iba a recoger leña. Se quedaba largo rato
mirando la roca y la pulcritud con que su hermano delimitaba los contornos.
En la pintura era en lo único en que no se parecía a su hermano, no tenía
facilidad ninguna para traspasar las figuras de animales de su mente a las
rocas, o al menos eso creía él, porque la verdad es que nunca lo había intentado, ese era el mundo del mayor y él ni siquiera se veía tentado a trazar
algún bosquejo, prefería dedicar su tiempo a jugar con los niños, enseñándoles cada día cosas nuevas, sobre todo a Flor, a la que, sin saber por qué,
tenía especial cariño. Quizás porque en el fondo de su ser estaba convencido de que era hija suya.
Pasaron varios años sin que su rutina se viera alterada, y sin que la tribu
enemiga diera señales de vida. Cada primavera Río paría una nueva criatura
y cada vez era más laborioso, y más difícil, sacar la tribu adelante. El pequeño Ambrosio ya colaboraba con los dos hermanos en las tareas más sencillas, pero tenía un instinto natural para la caza, le había salido a su padre en
todo, hasta en su cuerpo, que según iba creciendo iba pareciendo un calco
de Ambros.
De vez en cuando, antes de que llegara el verano, veían desde su atalaya,
desde la que dominaban el río Caramel al otro lado del estrecho, el paso de
alguna tribu en dirección al oeste. Eran gente pacífica que caminaba, como
ellos hicieron, en busca de lugares más apropiados para la supervivencia.
Tardaban todo un día en perderlos de vista, atravesando las grandes llanuras
que se abrían hacia poniente. Les intrigaba de dónde venían y sobre todo
254
LA HUIDA
hacia dónde iban, y debatían la posibilidad de unirse a alguno de aquellos
grupos. Cada vez les era más difícil sacar adelante a su numerosa prole, pero
nunca se decidían a correr el riesgo de acercarse y no ser bien recibidos, a
pesar de empezar a estar ya hartos de vivir solos en lo alto de un cerro.
Ambros buscaba con avidez nuevas cuevas para pintar sus paredes pero
sin ningún éxito. Tenía que limitarse a retocar sus ciervos, buscando, cada
vez que lo hacía, plasmar un nuevo detalle. Ante la insistencia de su hijo
mayor, el pintor se decidió a hacer una nueva figura, pero no estaba dispuesto a emprender de nuevo la laboriosa tarea de iniciar uno de los hermosos
caballos que había pintado en la anterior cueva, aquello era agua pasada y
no quería repetir nada que le recordara la vida que habían dejado atrás.
Siguiendo las indicaciones de Ambrosio se decidió por una pequeña figura,
un caballito para él, sólo para mí, insistía el hijo. Tanto le animó la petición
que incluso dejó que el pequeño hiciera sus primeros pinitos con los pinceles. Retocó la gran cabeza y hermosas orejas que el niño esbozó, aun así la
cabeza era un poco desproporcionada y las orejas demasiado visibles, pero
ante el entusiasmo de Ambrosio dejó el pequeño caballo tal y como se lo
había pedido. Aunque sabía que no era su mejor pintura, disfrutó durante
unos días compartiendo su afición con el hijo mayor, pero aun así la vida en
el estrecho de Santonge empezaba a hacérsele demasiado monótona y cada
vez más dificultosa.
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31
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS.
EL ESTRECHO DE SANTONGE
Habiendo encontrado recientemente unas cuevas con pinturas
rupestres en el término municipal de esta villa, a la parte norte,
en el sitio llamado Estrecho de Santonge.
on Federico de Motos tiró la carta que acababa de leer sobre la
mesa de su despacho. Estaba indignado. Se levantó y se puso a
pasear por la estancia reflexionando. Hacia menos de dos meses que
el abate Breuil y sus acompañantes, Obermaier y Cabré, habían pasado de
nuevo por Vélez-Blanco. La campaña de 1913 había sido, como siempre, de
pocos días pero muy intensa. Junto con el Tontico se habían decidido a buscar
una nueva zona, la parte Oeste del Mahimón, en la ladera sur de la Sierra de
María, y habían hecho dos nuevos descubrimientos entre la Fuente Lázar y el
cortijo de los Treinta, en una zona de difícil y complicado acceso y bastante
alejada del pueblo. De los sitios ya conocidos, el abate había querido visitar de
nuevo la cueva del desfiladero de Leria, quiso volver a tomar nuevas notas y
a contemplar de nuevo los ciervos enfrentados que descubriera el año anterior. Allí seguían orgullosas las dos figuras. De nuevo pasaron de largo por el
estrecho de Santonge; la actividad frenética de Breuil tampoco le permitía ese
año detenerse en las exploraciones de esa atrayente zona.
El boticario había notado en esa campaña menos camaradería entre
los visitantes que en años anteriores, pero no le había dado mayor importancia. Ahora, tras la lectura de la misiva, empezaba a entenderlo todo, y
a atar cabos que su dedicación durante esos días para el éxito de las excursiones no le habían dejado ver. Volvió a sentarse en el sillón y cogió de
nuevo la carta; le había extrañado que tan pronto el abate se hubiera co-
D
257
UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
municado con él, incluso lo creía aún en campaña. Estiró un poco las cuartillas y volvió a leerla:
Mi querido amigo:
Aunque no hemos tenido tiempo de comentarlo, supongo que se habrá extrañado de
la actitud del señor Cabré durante la última campaña. En realidad los hechos más
graves, que le voy a relatar, se produjeron después de marcharnos de Vélez-Blanco.
Debe usted saber que durante la última campaña, Cabré ha abusado de mi confianza
amistosa hasta el punto de sobornar a Juan Jiménez, el Tontico como lo llaman ustedes,
para atribuirse los descubrimientos de los últimos yacimientos encontrados en su tierra.
Como sabe, lo he llevado en numerosas ocasiones como colaborador de nuestro Instituto,
pero su hipócrita conducta, cuando estaba en mi tienda y recibía de mí buenas subvenciones
y una ocasión única de ver países nuevos para él, ha tenido el castigo que merecía.
Nada más volver a Francia y enterarme de sus tejemanejes, informé a mis jefes, y el
Príncipe Alberto le excluyó inmediatamente de entre los colaboradores de nuestro Instituto, por considerar su actitud una falta contra el honor y la lealtad. Estoy persuadido,
además, de que quienes lo han dirigido están situados más arriba que él, y de que él no
es más que un mero instrumento.
Estoy seguro de que comprenderá mi decepción, tanto por mi colaborador como por el
propio Juan, al que creía persona íntegra. No parece que el apodo que ustedes le dan en
el pueblo sea el más apropiado...
Estas son las malas noticias que tengo, y que le he querido transmitir de inmediato
para que las conozca de primera mano. Espero que esto no influya en nuestra relación
y que no decaiga su ánimo para nuevas búsquedas. Estoy seguro de que así será.
Le ruego, por último, que sepa perdonar la crudeza de mi carta y la dureza de la
resolución adoptada, le tengo por un buen amigo y necesitaba explayarme con alguien
que, estoy seguro, entenderá mi actitud.
Transmita a doña Caridad, su amable esposa, mis más cordiales saludos, y siga
con su valiosa labor tratando de desentrañar los misterios de esa bendita tierra del
norte de Almería.
Reciba un afectuoso abrazo de su amigo.
Henri Breuil
Durante un rato, el boticario se quedó pensativo: si el abate estaba decepcionado con Cabré y el Tontico, él lo estaba más con este último. El primero,
con su bigotito atildado que parecía pintado y que le resultaba casi repulsivo
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
nunca le había caído del todo bien, y en realidad nunca había habido química
entre ellos, pero de ahí a traicionar al abate había un gran paso.
Salió del despacho algo más calmado y buscó a uno de los criados que
siempre andaban dando vueltas por la casa. Con la seriedad propia de su
maltrecho espíritu, lo mandó en busca del Tontico; quería hablar con él cuanto antes, al fin y al cabo él se lo había presentado al abate y lo había introducido en el grupo de los selectos sabios.
Mientras esperaba la llegada de Juan, don Federico deambuló por la casa
sin que doña Caridad interrumpiera sus pensamientos; tal era la cara que
veía a su marido que decidió dejar los cotidianos reproches y los latiguillos
de siempre para mejor ocasión.
Juan tardó un rato en llegar. Entró con actitud sumisa, que ahora al boticario le parecía falsa, y pasó, cuando se lo indicaron, al despacho. Don
Federico adoptó una posición severa desde su sillón de cuero, sin indicarle
al recién llegado que tomara asiento. Abordó el tema con precaución pero
sin tapujos:
— Juan, me han llegado noticias sobre tu comportamiento que me han
dejado helado.
— ¿Sobre mi comportamiento? –lo interrumpió tímidamente–. No sé de
qué me habla –añadió un poco más seguro–.
— Hablo de tu actitud durante la última campaña de exploraciones, y de
ciertos hechos que me resisto a creer.
Juan trató de interrumpirlo, pero el boticario no estaba dispuesto a ello y
lo cortó tajante, como un juez en pleno trabajo:
— No me interrumpas. Aún no he terminado –respiró hondo y continuó–. No creo que te hayas portado adecuadamente con algunas personas
que habían depositado en ti su confianza, y que te habían dado unas oportunidades que tú nunca aquí habías tenido. Me sorprende que, por el contrario, te hayas dejado seducir por cantos de sirenas...
El Tontico, que ya sabía de qué le hablaba, esperó a que el boticario acabara para abrir la boca:
— Pero el señor Cabré me dijo...
— ¡Ya salió el nombre! ¡Ahí quería yo llegar! Ves como si sabías de qué
te hablaba.
— Él me dijo que el abate...
— No me interesa lo que te dijo, sino que lo escucharas y te vendieras.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
— Hombre, don Federico –trató de defenderse–.
— ¿No has recibido dinero de Cabré a espaldas del abate Breuil?, y para
darle un mérito que no era suyo –añadió–.
De nuevo Juan intentó explicarse, pero don Federico no estaba dispuesto a ello, y así se lo hizo saber:
— No quiero explicaciones. Tú sabrás por qué lo has hecho y a mi nada
tienes que explicarme, pero si quiero que sepas mi indignación por lo sucedido. Ahora puedes marcharte –le dijo señalando la puerta–.
— Pero... –Juan intentó de nuevo la defensa–.
— No hay pero que valga. Hay que saber con quién se juega uno los
cuartos y en qué bando se está. Buenas tardes –añadió dando por terminada
la conversación–.
El Tontico arrugó aún más la gorra entre sus manos y obedeció sumiso
siguiendo la dirección que el brazo estirado del boticario le indicaba; sabía
que ya nada tenía que hacer allí.
Doña Caridad se acercó al despacho al oír la puerta de la calle y empezó
a recriminarle a su marido porque había estado muy duro con Juan. Pacientemente, explicó a su mujer lo sucedido y ésta, aludió entonces a la flaqueza
humana y a lo vulnerables que eran las gentes pobres a los requiebros de
malintencionados que ponían por delante la zanahoria de los cuartos. El
marido aceptó lo de la flaqueza humana, pero insistió en que había cosas
que no se podían tolerar. Con su seria actitud, dio a entender a su mujer que
la relación con el Tontico se había terminado. Doña Caridad golpeó comprensivamente el brazo de su esposo y, enseguida, retomó su letanía de que tanta
salida y tanta cueva no podía traer nada bueno. Don Federico cogió su sombrero y salió a la calle, necesitaba darse un paseo y que el aire refrescara su
cara para acabar de asimilar la situación.
Sus reflexiones de los días siguientes le llevaron a pensar que las cosas
habían cambiado, y que a ese paso, cualquier día se acabaría su privilegiada
situación de guía de científicos. Tenía que aprovechar mientras pudiera, y
como el tiempo aún era bueno, recuperó su idea de visitar el Estrecho de
Santonge y hacer más búsquedas. Ese lugar era la única espinita que le quedaba clavada en su amor propio.
Aprovechó una visita de su cortijero para organizar la excursión. Como el
cortijo estaba de camino hacia el estrecho, le dijo que dos días después estaría
allí a primera hora de la mañana, y que debía tener preparada la yegua y una
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
mula para que lo acompañara durante todo el día. Nada dijo de ello a doña
Caridad hasta la noche anterior, así se ahorraba dos días de charla.
Don Federico se levantó muy temprano el día señalado, llenó su zurrón
de caza con las viandas que le había dejado sobre la mesa de la cocina su
mujer –ella siempre protestaba, pero nunca dejaba que su marido saliera al
campo sin ir bien pertrechado– y salió a la calle cuando apenas clareaba.
Los primero rayos de sol los vio reflejados en las almenas del castillo de los
Fajardo desde las afueras del pueblo.
El campesino, un hombre fornido, trabajador y bien mandado, ya lo tenía
todo preparado cuando el boticario llegó al cortijo casi una hora después.
Subieron a sus monturas y cogieron el camino hacia el norte. Don Federico
había decidido trasladarse así para ganar tiempo y aprovechar bien el día.
Santonge se encontraba a más de tres horas a buen paso desde la finca.
Al llegar al estrecho, decidió visitar primero el cerro que quedaba a su
derecha, para lo que tuvieron que rodearlo, ya que por la parte de mediodía y
de poniente, por la que habían llegado, era inaccesible por la existencia de un
profundo tajo casi vertical de más de cuarenta metros de altura. Durante la
subida, la fortuna se alió con el boticario, que encontró varios trozos de cerámica neolítica y algunos molinos de la misma época. El campesino, que apenas abría la boca a pesar de las exclamaciones de alegría de su amo, iba metiendo en su bolsa, colgada en bandolera, los restos que éste le iba dando. Al
llegar arriba, ya en la cima, se encontraron ante una gran fortificación. Un
robusto muro de piedras rodeaba toda la parte vulnerable de la meseta, quedando el resto defendido por el alto cortado de roca viva. Estuvieron un buen
rato recorriendo la zona y recogiendo nuevos trozos de cerámica. Al sentarse
sobre las piedras a descansar un rato, don Federico reparó en que, justo enfrente, había otro cerro de la misma altura; estaba a unos trescientos metros. A
pesar de la dificultad que se adivinaba para subirlo, por lo escarpado del terreno, las numerosas cuevas y abrigos que podía distinguir le hicieron encaminarse de inmediato hacia él. Tenía la impresión de que, por su posición estratégica y la proximidad de abundante agua y vegetación en la que sin duda abundaba la caza, podía ser un lugar de residencia de aquellas remotas gentes a las
que perseguía, miles de años después, de forma incansable.
La fortuna seguía aliada con el boticario y su apreciación no le había
fallado. Nada más subir la ladera se dio de bruces con una cueva orientada
al norte. El campesino se sentó en la entrada y don Federico comenzó su
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
minucioso examen de las superficies que le parecían más adecuadas para
contener pinturas. Pronto logró distinguir algunas manchas muy deterioradas y confusas, apenas pudo distinguir algunas figuras esquemáticas. Al insistir en su observación, se topó con una figura bien conservada que le
parecía que representaba a un pequeño caballo. Sin saber por qué, le recordó a los pequeños dibujos que a veces pintaban sus hijos en los cuadernos
escolares. Dedicó una hora a sacar calcos de los esquemas y del burrito
–como ya lo llamaba por sugerencia del cortijero–, ayudado por su indolente compañero que seguía sin ver el porqué del entusiasmo de don Federico.
Después observó el suelo bruñido, casi brillante, que ya había visto en otros
abrigos, en algunos incluso con pinturas, como en Los Letreros. Tomó notas
en su cuaderno antes de dirigirse hacia otra cueva de menores dimensiones
y con el piso igualmente reluciente.
Al entrar en ella, exclamó de júbilo al descubrir una pequeña figura de
pintura negra, la primera que veía de ese color en sus numerosas expediciones. Junto a ella había una gran mancha roja sin forma definida. Al girar la
vista hacia la izquierda, sin dejar de mirar la pared, el corazón le dio un
vuelco al encontrarse con otra pintura, de mayor tamaño y bien conservada,
que representaba dos ciervos enfrentados, de muy buen dibujo aunque sólo
se podía apreciar medio cuerpo de ambos. El color rojo oscuro y la composición, le recordó a los encontrados por Breuil en Tello, en el desfiladero de
Lerie, el año anterior, y no pudo dejar de pensar que tenían el sello de la
misma mano que aquéllos. Eufórico, hizo unos calcos de los trozos mejor
conservados, y tras examinar el suelo, exento de relleno, donde solo encontró algún trozo de cerámica suelto, pero ningún útil de sílex como le hubiera
gustado, anotó los hallazgos y apuntó la descripción del lugar.
Agotado por la frenética actividad de las últimas horas, decidió bajar hasta
la fuente de los Pastores, situada en la zona baja del estrecho, para reponer
fuerzas junto a su abundante caño antes de emprender el camino de vuelta.
Durante el regreso, ante el silencio casi pertinaz del campesino, se dedicó a rememorar una y otra vez los hallazgos. Entre bote y bote sobre el lomo
de su yegua, aparecía en su cabeza una y otra vez la figura de los dos ciervos
enfrentados y el burrito. Echaba de manos haber tenido una compañía más
alegre e involucrada, pero también sabía que haber ido casi solo le había
permitido una mayor concentración, y ser él el descubridor de las pinturas
del estrecho de Santonge.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
Don Federico tardó pocos días en escribirle al abate para contarle su
hallazgo. En la carta, le describió pormenorizadamente el lugar, le habló
de la orientación de las cuevas y de los restos de cerámica y, como colofón, le incluyó una copia de los calcos que había realizado, aclarándole
que había dos tonos de rojo, especialmente en los ciervos que parecían
estar repintados en un tono más oscuro, que podía deberse, según su opinión, a la sobreoxidación de la materia colorante de la capa superficial y a
los agentes exteriores con quien está en contacto. Nada le dijo de la similitud que veía con los descubiertos en Tello, para que no lo tachara de
precipitado y, sobre todo, para ver si el abate apreciaba lo mismo por su
cuenta.
A partir de ese día cambió la ruta de sus excursiones. Había observado
en algunas de sus numerosas salidas un cerro con algunos restos que lo tenía
intrigado. Estaba hacia levante y bastante cerca del pueblo, de manera que
en poco más de una hora se plantaba allí, pudiendo estar de vuelta para la
hora de comer, lo que su mujer agradecía ya que el calor del verano amenazaba con derretirle los sesos. Estuvo yendo al cerro casi a diario, solo, ya que
en esa época los campesinos estaban demasiado ocupados con las labores
del campo. En cuanto éstas aflojaron, habló con su cortijero para que buscara a otros dos hombres que le ayudaran en las excavaciones que había
decidido emprender. De esto nada contó a doña Caridad porque sabía que,
en cuanto se enterara de que estaba poniendo dinero de su peculio para
pagar esos trabajos, pondría el grito en el cielo.
Cada mañana, al poco de salir el sol, el cortijero lo esperaba con una mula
en la parte trasera de su casa. A la salida del pueblo se les unían los otros dos
operarios y juntos emprendían el camino hacia el cerro de las Canteras. Allí
estaban durante toda la mañana, removiendo tierra y cogiendo muestras que
colocaban sobre las aguaderas de la mula, hasta el medio día; entonces, cuando el sol empezaba a apretar de lo lindo, volvían a Vélez-Blanco.
Como la vuelta era cuesta arriba, don Federico llegaba sudoroso. Se
aseaba un poco y la mayoría de los días, si la farmacia no requería su
presencia, se iba a tomar el aperitivo con los amigos para no oír a su mujer.
La tarde la dedicaba a escribir sus notas sobre la excavación y a los pocos
asuntos que requerían su presencia en la botica. En cuanto las campanas
de la iglesia de Santiago tocaban el primer aviso para la misa vespertina, el
boticario abandonaba lo que estuviera haciendo y se componía para ir con
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
su mujer a oír misa. Después, paseaban hacia un lado y hacia otro de la
Corredera, disfrutando del fresco de la tarde y saludando a la gente que hacía
lo mismo que ellos. A veces se paraban con algún conocido e iniciaban unas
charlas insustanciales y repetitivas que a él lo aburrían pero que doña Caridad
disfrutaba. Volvían a casa a la hora de la cena. Luego, ya anochecido, sacaban
un par de sillones y se sentaban en la puerta de la casa a tomar el fresco y a
conversar con los vecinos. Don Federico aguantaba estoicamente para tener
contenta a su mujer y poder al día siguiente salir de madrugada hacia sus
excavaciones.
Así pasó todo el verano, hasta bien entrado septiembre en que los días
empezaron a acortarse y el tiempo a cambiar; las tormentas en esa época
eran muy fuertes, por lo que decidió suspender los trabajos hasta mejor
ocasión. Doña Caridad respiró aliviada al saberlo, no sólo por las salidas,
sino porque, enterada del gasto que su marido estaba haciendo, ya había
tenido con él varias trifulcas, tachándolo de irresponsable por gastarse el
dinero en semejante idea, en lugar de pensar en ella y en sus siete hijos,
aunque sabía que no era para tanto.
Acabada pues su campaña particular del cerro de las Canteras, decidió
escribir a la Academia de la Historia para comunicar sus hallazgos. Estaba
escarmentado con la traición del Tontico y, aunque no era hombre al que le
gustaran los laureles, tampoco estaba dispuesto a dejarse pisar aquello que
tanto tiempo, y hasta dinero, le costaba. Cogió unas cuartillas timbradas con
su nombre y profesión, abrió el tintero, y cogió la pluma y escribió:
Excmo. Sr. Presidente de la Real Academia de la Historia.
Distinguido Señor:
Habiendo encontrado recientemente unas cuevas con pinturas rupestres, en el término municipal de esta villa, a la parte norte, en el sitio llamado Estrecho de Santonge, a
unos dieciocho kilómetros del pueblo, y con fecha posterior y en sitio distinto a las
encontradas en colaboración con el Abate Mons. Henri Breuil el pasado mayo. Igualmente tengo terminados los trabajos de exploración de una villa neolítica, también en
este término municipal y a unos cinco kilómetros al levante del pueblo, en un pequeño
cerrete llamado de Las Canteras, y de cuyos hallazgos pretendo dar a conocer a esa
ilustre corporación tan luego tenga terminados los dibujos y memorias por si los consideran de su interés para el estudio de la arqueología de ésta región, sean dados a la
publicidad en el Boletín de ese centro.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
Con este motivo, ruego se sirvan tomar nota de la fecha de esta comunicación, en
evitación de que alguna otra persona, aprovechándose de mis trabajos, los diera a conocer ante esa Academia con el título de inventor.
Tengo con este motivo una verdadera satisfacción de quedar como vuestro atento y s.s.
Federico de Motos
Para dar participación, y tener testigo del escrito, leyó a doña Caridad
pomposamente la misiva, que ésta aprobó satisfecha sabiendo que su marido se carteaba con tan ilustres señores.
Pocos días después, inquieto por no haberle referido al abate su comunicación a la Academia, le escribió para notificárselo, y de paso darle cuenta de sus
excavaciones en el cerro de las Canteras, con el ánimo de que lo incluyera en
la visita de su próxima campaña. Le resumió así su descubrimiento:
Esta pequeña villa se conoce estuvo más poblada por la ladera correspondiente al
mediodía y poniente, en que a la vez de su mejor orientación, resulta de más fácil
subida por tener menos pendiente. Las viviendas eran pequeñas y agrupadas; algunas tenían dos habitaciones y muchas estaban socavadas en el terreno. El armazón
era de palos fijos en el terreno por hoyos profundos, y las paredes y techumbres las
formaron con ramas, juncos y cañas, revestidos con una capa de arcilla bien amasada
y endurecida por la acción del fuego, como lo indican muchos de los trozos encontrados. La villa estaba bien defendida con muros de piedra escalonados y con empalizadas, no atreviéndome a confirmar que hasta con fosos, porque una indicación que se
encontró no se terminó de explorar. Tenían como último baluarte la gran meseta del
cerro, donde en caso de asedio se refugiaría el vecindario, estando defendido por
grueso y ancho muro de gruesas piedras.
Breuil tardó poco en contestarle al boticario, alabando sus avances y
aprobando su cauta decisión de comunicarlo a la Academia. En su carta le
aseguraba que estaba impaciente por volver a Vélez-Blanco y visitar con él
sus nuevos descubrimientos, y que había llegado a algunas conclusiones
provisionales sobre las pinturas de Santonge, que tendría que confirmar en
su visita, pero que estaba seguro de que le gustarían...
Don Federico quedó intrigado por esas conclusiones, impropias del abate, creyendo saber a qué se podía referir, pero él estaba dispuesto a sorprenderlo con las suyas cuando llegara el momento.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
El abate cumplió su palabra y volvió a la región al inicio de la campaña
de 1914, acompañado una vez más por Obermaier, pero no por Cabré, al
que había excluido, junto al Tontico, de sus futuros trabajos.
La visita fue, como siempre, interesante para don Federico. Sobre todo
la noche en que, tras haber pasado el día contemplando los ciervos enfrentados de Santonge, el cura de don Federico le comunicó que había hecho
definitivas sus conclusiones sobre las pinturas:
— Parecen hechas por la misma mano que las de Tello. He estudiado
durante el invierno los calcos de una y otra y, tras la visita de hoy, no puedo
negar su similitud.
El boticario no dijo nada de inmediato; siguió paseando junto al abate
por la Corredera, como hacía con su mujer tras la salida de misa. El abate,
viendo su silencio, insistió, parando el paseo y mirándolo:
— ¿No dice nada? No parece sorprendido.
— Y no lo estoy –le contestó por fin–. Yo, modestamente, opino lo
mismo. Desde que me adelantó en su carta que tenía una conclusión al
respecto sabía a qué se refería. Lo único que me sorprende es que lo diga, no
que lo piense.
— No se haga ilusiones, don Federico –le dijo Breuil retomando el paseo–. Esta conclusión sólo se la he contado a usted, y no sé si me atreveré a
ponerla por escrito.
— Para mí eso es lo de menos. Me basta con que lo piense. Comprendo
la dificultad que tiene un científico de su talla en comprometerse, poniendo
negro sobre blanco cosas imposibles de probar.
— Así es. Y ahora creo que deberíamos retirarnos. Hace una noche preciosa pero si mañana queremos ir a las Canteras...
— Iremos bien temprano, y cuando haya examinado el yacimiento le
diré yo otras conclusiones a las que he llegado. Por supuesto mucho más
aventuradas y con menos fundamentos que la suya.
— ¿Otra sorpresita, don Federico? –le preguntó a la vez que se paraba
ante la puerta de la casa–.
— Otra sorpresita, abate. Ya sabe la facilidad con la que me lanzo,
amparado en mi poca preparación y en la poca repercusión de mis razonamientos.
— No sea tan modesto, que su nombre ya suena por Europa. No piense
ni por un momento que yo soy tan desagradecido como Cabré.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
— Ni por un momento lo he pensado, mi querido abate –le contestó
mientras le cedía el paso para acceder a la vivienda–.
Dos días dedicaron a las Canteras, un yacimiento totalmente diferente a
los que conocían en la región, excepción hecha de la lejana Cueva de Ambrosio, cuyas labores inconclusas seguían esperando que alguien las continuara en serio.
Antes de reemprender la vuelta, el segundo día que pasaron explorando el
cerro, los dos amigos se sentaron en una roca, mirando hacia poniente, donde se
adivinaban a lo lejos las rocas que defendían la Cueva de los Letreros, la cima
del Mahimón Chico con su Indalo escondido, y hacia el norte donde también se
adivinaba, mucho más lejana, la cumbre del Gabar, con sus soles y su estrecho
pintado. Don Federico se dirigió al abate con la mirada fija al frente:
— Ahora le voy a decir yo mis conclusiones, después de todos estos
años en que hemos explorado juntos la región.
— Déjeme que por una vez sea yo quién le sorprenda –el boticario volvió la mirada hacia el sonriente cura, que continuó hablando–. Veo que de
momento ya lo he sorprendido, pues espere y verá. Voy a tratar de decirle yo
sus conclusiones, creo conocerle lo suficiente para saber qué piensa...
Don Federico se había quedado sin habla, el cura continuó:
— ¿Le parece que hagamos ese juego? –preguntó Breuil intrigante–.
— Puede ser divertido –acertó a contestar el boticario–.
— Empecemos por lo más fácil, y es lo que ya sabemos que estamos de
acuerdo. Los ciervos enfrentados de Tello y de Santonge los pintó, o los
pudo haber pintado, la misma mano.
— Hasta ahí poca sorpresa...
— Espere a que termine. Yo creo que usted piensa que esa mano no
sólo pintó los dos grupos de ciervos, sino que también hizo las pinturas del
Gabar –don Federico asentía con la cabeza–, y el Indalo... ¡Y hasta el brujo
de los Letreros!
— Así lo pienso; aunque no tengo base científica alguna, esa es una de
mis conclusiones. ¿Usted qué piensa?
— Yo sólo acepto lo de los ciervos, lo demás es muy aventurado, pero
tampoco puedo decir que no sucediera...
— ¿Y cuál era esa mano? –preguntó el boticario–.
— Esa es su segunda y aún más aventurada conclusión. Usted piensa
que esas manos salieron de este poblado.
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
El boticario dio un respingo y miró al abate, que no se inmutó. Siguió
con la mirada las crestas del Mahimón y le contestó:
— Ahora sí que me ha sorprendido. ¿Cómo es posible que sepa lo que
pienso?
— Han sido muchas horas, muchas visitas, muchas reflexiones juntos...
Recuerde que soy cura y que por tanto estoy acostumbrado a escuchar muchas confesiones, y a saber leer entre líneas...
— Ya veo, ya veo –dijo aún confundido–.
— Sus conclusiones pueden ser lógicas, pero no tienen ninguna base.
— ¿Eso cree?
— Eso creo. Puede ser discutible lo de las pinturas; hay muchas similitudes en las formas y en los materiales usados, pero nada relaciona todo eso
con este poblado.
— Eso es verdad. No deja de ser una opinión de aficionado; ya sabe
que nos podemos permitir el lujo de atar cabos más fácilmente que los
profesionales.
— Lo cual es una ventaja, no crea.
— Seguramente. En fin, estoy anonadado. Yo que pensaba sorprenderle
una vez más... El cazador cazado –añadió–.
— Es la primera vez en todos estos años en que yo me he adelantado.
Tampoco es para tanto...
— Me gusta. Sé que aunque no piensa como yo, admite que pudo ser así.
— Lo admito aquí, frente a este maravilloso paisaje, desde donde podemos distinguir algunos de esos lugares que usted relaciona –dijo el abate
señalando con el dedo extendido hacia el oeste primero, y luego hacia el
norte–. Pero no lo haré de otra manera –concluyó–.
— Lo entiendo. La ciencia necesita pruebas, y la intuición de un boticario de pueblo es poca cosa...
— No obstante, permítame que le haga una última observación, antes
de que nos anochezca aquí, cosa que no me importaría...
— Hágala, ya no creo que pueda sorprenderme.
— Lo ha relacionado usted todo, acertadamente o no, incluso este poblado, pero se ha olvidado de una cosa.
— ¿De qué? –preguntó esperando la salida del cura–.
— ¿Qué pasa con la Cueva de Ambrosio? ¿Cómo encaja ese lugar en su
suposición? Allí no hay pinturas...
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UNOS 7000 AÑOS DESPUÉS. EL ESTRECHO DE SANTONGE
— Mi querido abate, ha dado usted en el clavo. No se puede imaginar las
horas de sueño que me quita esa cueva, que nada parece tener que ver con
todo lo demás que hemos explorado.
— ¿Podría ser ese el eslabón perdido de esta historia?
— Podría ser –contestó el boticario mientras sacudía la culera de su
pantalón tras levantarse–.
— Quizás algún día se explore de verdad esa cueva y se encuentren
restos que tengan que ver con los demás. Lástima que yo no tenga tiempo
para dedicárselo...
— Será mejor que echemos a andar o doña Caridad me desollará vivo
cuando lleguemos...
Obermaier se unió a ellos y el campesino con su mula cerró la comitiva.
Al frente, el sol se escondía ya tras el Mahimón, y las lejanas casas blancas
que rodeaban el castillo esperaban, al final de la larga cuesta, la vuelta de los
expedicionarios.
269
32
EL ÉXODO
Ambros echa el brazo sobre los hombros de Tani
esperanzado en el futuro que les aguarda.
a tribu de Ambros pasó en el Estrecho de Santonge el invierno más
duro desde que Río se uniera a ellos. El frío reinante hizo que la hembra más pequeña enfermara. Después de varios días terribles sin que
las pócimas que preparaba la madre hicieran el efecto deseado, la pequeña
murió en sus brazos sumiendo a todos en una gran tristeza. En la zona que
sabían menos rocosa, apartaron la nieve e hicieron con gran dificultad un
pequeño agujero en la helada y durísima tierra. En él sepultaron al bebé,
cubriéndolo después con grandes piedras para evitar que los animales llegaran hasta el cadáver, y volvieron a extender el montón de nieve sobre la
pequeña fosa.
Pasaron unos días difíciles. La situación era nueva para ellos, todos sus
hijos se habían criado sanos, y la muerte de alguien tan cercano los tenía
perplejos. Río estuvo durante días como ida, hasta que las atenciones que
reclamaban sus otros hijos le hicieron volver a la actividad. Les quedaban
ocho criaturas a las que había que cuidar.
Conversaron varias veces sobre la necesidad de huir hacia una zona más
adecuada para la supervivencia y donde tuvieran la posibilidad de convivir
con otras tribus. Río, que siempre que se había hablado de eso era la más
reticente, apoyaba ahora la idea, pensando sobre todo en el futuro que les
esperaba allí a sus hijos.
Para sorpresa de todos, aquel invierno la barriga de la hembra no se
hinchó como otros inviernos. Ambros y Tani miraban cada día a Río, pero
ésta siempre negaba con la cabeza; sabía que aquél año no había embarazo.
L
271
EL ÉXODO
Eso, lejos de desanimarla le hizo pensar que era una buena señal: si finalmente decidían irse no tendría que andar todo el día con un bebe colgado de
sus pechos.
A pesar de la nieve, los dos hombres tenían que salir de vez en cuando a
revisar sus trampas y a tratar de encontrar el alimento que reclamaba su
devoradora prole. Cada día que pasaba se daban cuenta de que así no podían seguir. Ambros estaba cada vez más convencido de que irse de allí era
lo mejor, y se pasaba el día pensando en ello y en cómo podrían hacerlo.
Desde que pintara el caballito de Ambrosio no había vuelto a coger sus
pinceles, dedicaba todo su tiempo a planear la marcha sin encontrar una
buena solución para trasladar a tanta criatura.
En cuanto el tiempo mejoró, y la nieve empezó a dejar claros en el suelo,
comenzaron a realizar salidas casi a diario. Los dos hermanos se llevaban
con ellos al pequeño Ambrosio, al que dejaban en la zona más cercana a la
cueva atendiendo las trampas que habían colocado, mientras ellos se alejaban a los bosques a cazar. El niño tenía ya mucha destreza en el manejo de
los engaños que ponían a los animales. Antes de ponerse a su tarea, seguía a
los mayores, sin que éstos lo vieran, deseando unirse a ellos, hasta que,
asustado por la lejanía y porque lo descubrieran, volvía sobre sus pasos
tratando de no perderse. Le sobraba tiempo para revisar todas las trampas
antes de que volvieran a por él, y siempre protestaba cuando los veía llegar
diciendo que se aburría y que quería ir con ellos, pero el tiempo no era aún
lo suficientemente bueno para permitírselo, al menos eso era lo que siempre
le ponían como excusa.
Un día, en su persecución de los mayores, se atrevió a llegar casi hasta la
fuente, y se sentó cabizbajo junto a un pino para ver discurrir el agua del
arroyo. Un extraño sonido lo sacó de su melancolía, se levantó con cautela y
se escondió detrás del árbol, dudando si salir corriendo ladera arriba o esperar para ver de qué o quién se trataba. La curiosidad pudo más que el miedo
y se quedó vigilando. Sus ojos se abrieron como platos al contemplar un
hermoso caballo que se acercaba majestuoso hasta el arroyo, dando un relincho orgulloso de vez en cuando. Vio como la figura, que tan bien conocía
por los dibujos de su padre, llegaba hasta el arroyo y abriendo sus patas
delanteras, se agachaba a beber agua. Sus doradas crines se mezclaban con
el agua, brillando bajo el blanco sol. Estaba tan fascinado con el espectáculo que en un descuido resbaló sobre las aljumas cayendo al suelo. El estrépi272
EL ÉXODO
to hizo que el animal se espantara y emprendiera una veloz huida perdiéndolo de vista.
Al llegar al punto donde siempre se encontraba con los mayores para
volver a la cueva, dudaba si contar lo que había visto, sabiendo que el enfado de su padre por alejarse tanto podía depararle algún golpe, o callar su
hallazgo. Durante todo el resto del día estuvo mohíno y callado sin que las
insistentes preguntas sobre lo que le pasaba le hicieran soltar prenda de lo
que había visto. Al día siguiente volvió al mismo sitio con la esperanza de
poder admirar otra vez al hermoso animal. Éste volvió a abrevar al arroyo
sin percatarse de que dos curiosos ojos no se perdían detalle de sus movimientos. Esta vez tuvo buen cuidado de no hacer el más mínimo ruido, no
abandonando el lugar hasta que lo hizo el caballo. Se dio cuenta de que se
había entretenido demasiado cuando al acercarse a su zona de trampas, oyó
los gritos de Ambros y Tani llamándolo, asustados por su desaparición. Antes de que tuviera tiempo de explicarse, notó como la cara le ardía tras el
golpe, no muy cariñoso, que su padre le había dado. Sin soltar una lágrima,
aguantó la reprimenda por su desobediencia hasta que pudo hablar y contar
lo que había visto ese día y el día anterior.
— ¡¿Un caballo?! –exclamaron los dos hermanos al unísono de forma
algo incrédula–.
Ante la insistencia y la seguridad con la que Ambrosio describía al animal, decidieron acercarse hasta la fuente para ver qué había de verdad en
todo aquello. Llegaron al sitio sigilosos, pero nada interrumpía el discurrir
del agua del arroyo. Bajaron hasta él y lo cruzaron buscando la zona donde
el niño decía haber visto el caballo. Cuando estaban a punto de abandonar
el lugar con miradas furibundas hacia el pequeño, éste les señaló en la dirección en la que el animal había huido. Junto a las primeras matas de un pequeño cerro había varias plastas en el suelo que, desde luego, no eran de un
animal pequeño. Al acercarse comprobaron que podían ser realmente los
excrementos de un caballo. Ambros pasó su mano por los enmarañados pelos de su hijo, era una señal de que empezaba a creerlo.
Al día siguiente, en lugar de dejar al niño con las trampas, volvieron
junto al arroyo para ver si el caballo aparecía. Al poco rato de iniciar la
observación, oyeron los primeros relinchos, e inmediatamente después apareció el orgulloso animal en busca de su ración de agua diaria. Ambros y
Tani no daban crédito a sus ojos: habían visto otros caballos salvajes pero
273
EL ÉXODO
nunca desde tan cerca, y siempre en manadas que desaparecían velozmente
por las praderas o entre las partes bajas de los montes. Los tres se miraban
entre sí sin mover ni un solo músculo de sus cuerpos, disfrutando de la
exhibición del animal. Ese día se olvidaron de la caza, y se dedicaron, tras
contárselo a Río, a discutir la posibilidad de cazarlo, Ambros ya rumiaba en
su cabeza la utilidad que podrían darle, pero no dijo nada en voz alta.
Durante varios días observaron, siempre a la misma hora, repetirse la
escena en el arroyo. Después, cuando el caballo se iba, se acercaban a estudiar las posibilidades que tenían de sorprenderlo y de cómo podrían hacerse
con él. Llegaron a la conclusión de que la única manera de hacerlo era esperarlo subidos en los árboles más cercanos y desde allí tratar de enlazarlo con
cuerdas. Estuvieron todos varios días haciendo largas tiras entrelazadas con
el esparto que abundaba cerca de su cueva, sin perder ni un día de vista el
abrevadero. Lo peor era que los árboles más cercanos eran altos álamos con
el tronco desnudo, donde ni se podrían sostener ni se podrían esconder, por
lo que tuvieron que descartar para la caza el momento en que el caballo
bebía, que era cuando se mostraba más vulnerable. Cambiaron varias veces
de posición para tratar de encontrar el sitio adecuado. No podía ser junto al
arroyo, pero sí cerca de la fuente, donde había dos grandes pinos por entre
los que siempre pasaba el caballo. Tenía que ser allí.
Con todo preparado, ensayaron su estrategia durante varios días; sabían
que sólo tendrían una oportunidad, ya que si fallaban, el animal, escamado,
no volvería. El día señalado, mucho antes de la hora habitual, ya estaba
cada uno en su sitio esperando a la pieza. Ambros y Tani, con largas cuerdas
enrolladas, en lo alto de cada uno de los pinos y Ambrosio al otro lado del
arroyo, para no ser detectado, con su cuerda en cuya punta habían atado
fuertemente una piedra, con la idea de si conseguían detenerlo, tratar de
enrollársela en las patas, sin acercarse demasiado, para inmovilizarlo.
El caballo apareció puntual, con su cabeza alta, ajeno a la trampa que le
tenían preparada. Justo en el momento adecuado, los dos hermanos lanzaron sus cuerdas hacia el cuello del animal. Al ver que habían tenido éxito,
antes de que el caballo saliera de su asombro, saltaron de los pinos y enrollaron las cuerdas a los troncos, sabían que si eran ellos los que las sujetaban el
caballo los arrastraría con su fuerza y nada habrían conseguido. El pobre
animal, asustado, corrió en dirección contraria al arroyo buscando refugio,
pero poco después su carrera se vio cortada de pronto, cayendo al suelo con
274
EL ÉXODO
su cuello lastimado; era el segundo momento crítico: si las cuerdas se rompían por la tensión se había acabado la caza. Las sogas aguantaron, el caballo se rehizo y corrió hacia el otro lado con el mismo resultado; en ese momento, Ambrosio salió de su escondrijo y cuando el animal volvía a levantarse, envió la piedra hacia las patas, tirando de la cuerda en sentido circular
en el momento en que la piedra llegaba hasta su objetivo, la cuerda se enrolló en las patas delanteras y el caballo volvió a caer. Cuando ya estaban
dispuestos a acercarse para trabarle las patas traseras, el animal consiguió
ponerse en pie y deshacerse de la cuerda del pequeño. No podían acercarse
sin riesgo de que uno de los cascos les abriera la cabeza; las coces que daba
les hicieron desistir del final de su estrategia, habían conseguido sujetarlo
entre los pinos pero aún se movía con demasiado espacio. Amparados tras
los troncos, los dos hermanos fueron acortando las cuerdas alternativamente con el riesgo de que al hacerlo el animal se les escapara, pero parecía que
habían estado cazando caballos toda su vida y, poco a poco, consiguieron
reducir el espacio en el que el équido podía moverse, aunque seguía siendo
imposible acercarse por el estado de excitación que tenía y la amenaza de
los golpes de sus patas.
Agotados, todos se tomaron un respiro jadeando. Ambrosio estaba triste
porque su parte no había funcionado. Su padre lo animó, eran tantas las
cosas que podían salir mal que alguna tendría que fallar; el niño había acertado trabándolo, pero la fuerza del animal había deshecho el enredo. Tras
varios intentos fallidos, sin poder soltar las cuerdas de los dos troncos, a los
que daban varias vueltas, empezaban a desanimarse; no sabían cómo continuar, a no ser que el animal se agotara antes que ellos, lo que de momento
no parecía que fuera a suceder.
Dos horas después, sentados tras los troncos para protegerse sin soltar
las cuerdas que, con el continuo roce, habían herido el cuello de su presa,
vieron aparecer a Río cruzando el arroyo con una gran calabaza en sus manos. Ellos no sabían que los había estado observando. Imprudentemente
había dejado a sus hijos solos con la amenaza de abrirle la cabeza al que
abandonara la cueva mientras ella estaba fuera, pero no se quería perder
aquel espectáculo que estaba segura que se iba a producir. Después, al ver el
estado de excitación del équido, había vuelto a la cueva y había preparado
una pócima con sus hierbas. A voces les dijo que pretendía que el caballo se
tomara aquello y que así se tranquilizaría. Tani la llamó y le dijo que se
275
EL ÉXODO
acercara hasta él y se hiciera cargo de la cuerda, él trataría de acercar el
mejunje para ver si había suerte.
El animal estaba derrengado, pero intentó ir hacia Tani cuando éste se
acercaba, afortunadamente su recorrido era muy corto y las sogas aguantaron el tirón. Sin dejar de mirarlo, aprovechó el poco espacio que dejaba en
sus embestidas y consiguió dejar la calabaza al alcance del caballo. Éste
trató de alcanzar a Tani y en su empuje golpeó la calabaza hueca, que se
tambaleó vertiéndose parte del contenido. El caballo, al ver caer el agua se
abalanzó sobre ella lamiendo el suelo y a continuación, con gran asombro
de todos, comenzó a beberse el contenido que quedaba, tanta era su sed
cuando empezó la función que ahora tardó pocos segundos en vaciar la
vasija; sólo quedaba esperar, el resultado era una incógnita.
Por turnos, se fueron acercando a la fuente para beber ellos también y
recobrar fuerzas. Comieron algunas bayas que Río había bajado y esperaron.
Ella volvió hacia la cueva –no podía dejar tanto tiempo solos a las criaturas–, dispuesta a preparar más brebaje por si aquello surtía efecto –no estaba acostumbrada a hacerlos para animales–, pero, viendo el tamaño del caballo, había calculado una buena dosis para que le hiciera efecto. Entre el
cansancio y la pócima el caballo parecía ir tranquilizándose, aunque aún era
imposible acercarse a él.
Ambrosio, mandado por su padre, subió a la cueva para bajarles alimento y más brebaje que Río había quedado en preparar. El caballo tomó su
segunda ración ansioso por beber. Ellos comieron, cada uno en su pino,
también ansiosos y hambrientos.
Cuando vieron que el caballo, medio adormilado, apenas hacía nada cuando intentaban acercarse, consiguieron trabarle las patas, primeros las trasera
que era las más peligrosas y luego las delanteras. Así consiguieron derribarlo
y aseguraron las cuerdas que dejaron casi tirantes amarradas a los dos pinos.
Tani acarició entonces sus crines y le habló al oído como si pudiera entenderlo; el caballo resoplaba pero iba cayendo en un sopor lentamente. Ambrosio también se acercó y acarició las crines, después echó un poco de agua
en las rozaduras del cuello que ya habían dejado de sangrar. Su piel era dura
y no parecía que las heridas fueran muy profundas.
Tras mucho deliberar llegaron a la conclusión de que uno de ellos tendría que quedarse a vigilar mientras el otro lo hacía en la cueva. De noche,
aquel animal indefenso era presa fácil de los lobos, y no lo habían cazado
276
EL ÉXODO
para que ellos se dieran un festín. Tani subió a por sus armas y más brebaje
por si le era necesario, dispuesto a pasar la noche junto a su nuevo Lobo;
sabía que no era lo mismo, pero ya parecía entenderse con el caballo. Ambros y su hijo subieron hasta la cueva dispuestos a descansar, no sabían
cómo se comportaría aquella bestia al día siguiente.
Así pasaron dos días; entre la pócima y el ayuno, el animal no tenía
muchas fuerzas para defenderse. Al tercer día Tani le acercó un buen manojo de hierba que el caballo se comió con ganas. En todo ese tiempo, Ambros
dedicaba algunos ratos a la caza y Tani estaba continuamente con el caballo: le hablaba, lo acariciaba cuando se dejaba, pero así no podían seguir, la
primavera había llegado y tenían que seguir con sus planes. Fueron destensando las cuerdas para que el caballo, aún con las trabas, pudiera moverse.
Ya admitía que Ambrosio y sobre todo Tani se le acercaran sin que intentara
agredirlos. Cada vez le daban menos pócima, dado que el caballo no cambiaba su actitud dócil, a pesar de que se le iba viendo más fuerte.
A la semana de la captura, decidieron que tenían que hacer la prueba de
fuego. Si no conseguían que les fuera útil, y les seguía robando todo el tiempo que necesitaban para otras cosas, lo mejor era soltarlo; a ninguno se le
pasó por la cabeza la idea de sacrificarlo, aunque eso les hubiera dado la
posibilidad de unas buenas comidas durante bastante tiempo, pero la caza
abundaba y ese no era ahora su problema. Le aflojaron las trabas, soltaron
las cuerdas de los pinos, pero no de sus manos, y lo condujeron hasta el
cercano arroyo. El animal bebió durante tanto rato que la tripa se le hinchó,
sin espantarse por las grandes risotadas de Ambrosio, que no podía creerse
la cantidad de agua que aquel animal podía meter en su barriga. Luego lo
acercaron hasta una zona de hierba cercana y la escena se repitió: sin prisa
pero sin pausa la hierba iba desapareciendo a ojos vista.
Le dieron un pequeño paseo y, con gran dificultad por sus trabas en las
patas, consiguieron que subiera hasta la cueva, donde habían dispuesto dos
grandes estacas clavadas muy hondas, para atarlo a ellas, a sabiendas de que
si el caballo volvía por sus fueros las rompería sin mucho esfuerzo. Su llegada al alto fue una fiesta: todos los niños, que aún no lo habían visto, chillaron y gritaron hasta que Río, amenazándolos con que lo iban a asustar y se
escaparía, consiguió que bajaran su tono a niveles normales.
Tani pasaba mucho tiempo con él. Le fue aflojando las trabas hasta quitárselas del todo. El animal pareció aliviado, pero no hizo ademán de huir ni
277
EL ÉXODO
de atacarlos. Junto a Ambrosio, lo bajaban cada día, sin soltarle las cuerdas
–aunque sabían que de poco servirían si echaba a correr–, hasta el arroyo y
luego le daban un paseo por las mejores zonas de hierba. Cuando decidían
volver, el animal obedecía mansamente. Parecía que habían conseguido
domarlo. El ritmo de los quehaceres diarios volvió poco a poco a lo habitual, excepción hecha de los paseos.
Un día, durante el paseo, Tani se animó y trató de subir a los lomos del
caballo que, sorprendido por su peso, brincó varias veces hasta tirarlo al
suelo. Ambrosio no paraba de reírse viendo a Tani rodar por los suelos, pero
éste no se amilanó y lo siguió intentando. La primera vez que el caballo no
lo tiró y consiguió quedarse sobre él, el caballo empezó a andar, primero
lentamente y luego cada vez más deprisa. El hermano pequeño, agarrado a
las crines con fuerza reía y chillaba con tal fuerza que se oía hasta en la
cueva. Al llegar a ésta por primera vez subido sobre el caballo, la algarabía
fue otra vez entusiasta; todos querían hacer lo mismo, pero Ambros puso
sensatez y dijo que de momento bastaba con que lo hiciera Tani. Al día
siguiente, en el prado, Tani dejó a Ambrosio que lo intentara, y el joven,
agarrado a las crines hasta hacerse daño en las manos disfrutó al trote, controlado por Tani, como nunca lo había hecho en su vida. Cuando lo contó
en la cueva todos rieron con ganas, menos Ambros, que le había tocado en
este caso el papel de sensato jefe de la tribu.
Había llegado el momento de replantearse la partida. La muerte del bebé,
el no embarazo de Río y la posesión del caballo les hizo ver que era el
momento más adecuado para emprender el camino hacia las llanuras del
oeste.
La cercanía del verano fue el detonante para empezar a prepararlo todo;
les quedaban muchos días de buen tiempo, pero no sabían cuantos necesitarían para llegar a un sitio adecuado para instalarse. Con el esparto hicieron
pequeñas sogas, y con ellas unos recipientes, parecidos a unas aguaderas,
que colocaron sobre el caballo con la idea de llevar en ellas las calabazas de
agua y los víveres. Al hacerlo, para probar sus resultados, observaron que
las ariscas sogas arañaban el lomo del caballo que se mostraba inquieto. Río
acudió con una de las pieles e hizo que le quitaran el invento al animal,
después extendió la piel sobre él y pidió que le volvieran a colocar las aguaderas; el invento funcionó y el caballo parecía cómodo con su carga, ya
veríamos qué pasaba cuando el peso fuera mucho mayor.
278
EL ÉXODO
Todavía les quedaba por resolver un problema importante: cómo trasladarse con ocho niños de corta edad. En realidad el problema se reducía un
poco porque tanto Ambrosio como las dos siguientes hembras, Flor y Lerie
podían caminar con ellos, eran fuertes y vigorosas y, aunque les harían ir
más lentos, no precisarían de mucha ayuda.
Habían distribuido los preparativos ordenadamente. Río enlazó varias
pieles de nutria sin decir nada a los hombres: había visto que su piel era
impermeable al agua del arroyo y pensó que podía servirle para llevar agua;
las calabazas les servían, pero corrían el peligro de caerse y destrozarse.
Cuando tuvo preparado su invento, pidió a Flor y Lerie que la ayudaran,
vertió sobre el odre el agua y lo sostuvo con ambas manos en alto esperando
a ver si el agua se mantenía dentro. Al ver que ni una gota de agua se derramaba por las juntas dio un grito de júbilo al que enseguida se unieron sus
dos hijas. A la vuelta de los dos hermanos y de Ambrosio a la cueva, les
enseñó orgullosa su invento. Los tres se miraban incrédulos por el sencillo
pero eficaz invento de Río. Tenían un problema menos.
Cansados con todos los preparativos, se tomaron un día de descanso,
que aprovecharon para bajar a toda la prole hasta la fuente, y desde allí ver
como Tani y Ambrosio disfrutaban corriendo a lomos del caballo. Aquello
le dio una idea a Ambros, que ya la había estado barruntando mucho tiempo. Llamó a su hermano haciéndole señas de que se acercara y le expuso su
plan. Tenían que probar si el animal admitiría llevar a los cinco pequeños
sobre sus lomos. Río le dijo que estaba loco, pero Tani y Ambrosio aplaudieron la idea, sería una buena manera de desplazarse sin tener que ir al paso de
los más pequeños. La madre consintió finalmente con la probatura. Acercaron al caballo y mientras Tani le hablaba cerca de sus orejas y le acariciaba la
cabeza, fueron subiendo uno a uno a los pequeños, a los que ayudaban
desde abajo los demás sujetándolos por los muslos. Cuando la carga estuvo
completa, Tani comenzó a andar despacio delante del caballo, tirando de él
con una cuerda enlazada al cuello. Río no paraba de pedir silencio y tranquilidad a los jinetes para que no asustaran al animal. Después de varias vueltas, todos estaban convencidos de que era una solución viable y estupenda
para desplazarse sin estar pendientes del agotamiento de los críos.
Al bajarlos, Ambrosio los reunió a todos alrededor suyo y les dijo que
tenían que ponerle un nombre a su nuevo amigo, no podían seguir llamándole caballo siempre. Pidió a cada uno de ellos que dijera lo primero que se
279
EL ÉXODO
le ocurriera. Al oír las ocurrencias que iban diciendo y como el mayor los
dirigía, los dos hermanos y la hembra reían encantados con la escena. Ambrosio preguntó, en una de las rondas, a una de las más pequeñas:
— Alma, di.
— ¿Qué? –contestó la niña sin saber qué añadir–.
— ¡Ya está!–dijo entusiasmado Ambrosio–, le llamaremos Almadique.
Todos lo miraron extrañados sin ver cómo había llegado a ese nombre.
Él, con paciencia repitió, mirando a todos uno por uno:
— Alma-di-que –y repitió recalcando cada parte–. Alma-di-que.
— ¡Almadique! –repitieron todos el nombre mirando a Alma, que seguía
un poco perpleja–.
Los mayores aplaudieron festejando la idea de Ambrosio, y todos se acercaron por turnos hasta el caballo, acariciándole las crines, los más pequeños
ayudados por el mayor, y repitiendo cerca de su oreja Alma-di-que. Al hacerlo el más pequeño, el último, el caballo soltó un relincho y movió su
cabeza de arriba abajo
— Lo veis –dijo Tani–. Lo ha entendido. Y parece que le gusta...
Resueltos todos los problemas, unos días después prepararon a Almadique
con las aguaderas, a las que habían añadido otras cuerdas para que los niños
tuvieran donde agarrarse, las llenaron con los odres, las calabazas, las pieles y
los víveres y se dispusieron a partir. Cuando se iba a dar la orden de partida,
Ambros y Ambrosio se acercaron hasta las cuevas y miraron por última vez los
dibujos de sus paredes. El padre acarició la superficie de sus ciervos y el hijo, a
la vez, hizo lo mismo con su caballito: era su despedida de Santonge.
Bajaron la ladera todos a pie, cruzaron el arroyo, dejaron atrás la fuente
y salieron a la llanura. Allí subieron a los pequeños sobre Almadique y emprendieron su éxodo.
Caminaron todo el día en dirección a poniente haciendo pequeños descansos. Tani, bien armado, iba delante dirigiendo al caballo; Río al lado, con
Flor y Lerie y con su brebaje preparado por si el animal se excitaba. Cerraban la marcha Ambros, armado hasta los dientes y, junto a él, su hijo mayor,
orgulloso porque lo habían dejado que se cruzara su pequeño arco en bandolera y se colgara del hombro un recipiente con flechas, y lo que para él era
más importante, un afilado cuchillo sujeto a la cintura que su padre le había
entregado tras acariciar las pinturas y decirle que él ya era uno de los mayores, y que sabía que si llegaba el momento se comportaría con valentía.
280
EL ÉXODO
Atravesaron la primera llanura y se internaron en una hermosa dehesa
repleta de pinos y encinas, flanqueada por el lado sur por una alta sierra.
Encontraron una fuente y repusieron sus calabazas y sus odres con el agua
cristalina que manaba. Pasaron allí la noche, separándose un poco del agua
por temor a los animales. Los tres hombres hicieron guardia, habían incluido
a Ambrosio en los turnos, descansando sólo uno mientras los otros dos estaban alerta y preparados para las sorpresas. Al pequeño le temblaban las manos
cuando empezó a oír los aullidos de los lobos, pero la mirada de su padre lo
tranquilizaba y lo animaba.
Por la mañana abandonaron los pinos y salieron a campo abierto, siguiendo siempre la misma dirección. A media mañana, en uno de los descansos, Ambros, que nunca se relajaba, dio la voz de alarma: una tribu se
acercaba hacia ellos, caminaban en su misma dirección. Tani echó de menos
en esos momentos a Lobo, que tanto intimidaba a los enemigos enseñando
sus colmillos. Antes de que los alcanzaran, los dos hermanos deciden acercarse hacia ellos. Ambrosio quiso unirse a ellos, pero su padre lo convenció
de que tenía que quedarse para cuidar de los demás, sabiendo que a pesar de
su arco y su cuchillo, poco podría hacer si las cosas iban mal.
Al verlos ir hacia ellos, la otra tribu envió dos emisarios a su encuentro;
de momento no parecían agresivos. Se observaron largo rato sin acercarse.
Tani convence a su hermano para que dejen todas las armas y vayan hacia
ellos desarmados. Ante su sorpresa, los otros hacen lo mismo.
Todos recelan cuando están frente a frente, pero las palabras de unos y
otros les hacen ver que ambos bandos son pacíficos y andan en busca de una
nueva vida. Acuerdan unir sus esfuerzos, los otros ignoran que sólo llevan
con ellos críos. Vuelven cada uno hacia su tribu para contar el acuerdo.
Río recela cuando Ambros le relata el encuentro y la posibilidad de viajar juntos, pero ya no tienen otra salida; además, le recuerda que eso eran lo
que andaban buscando, nuevas tribus a las que unirse, y el encuentro no
podía haber sido más pacífico. Con impaciencia esperan la llegada de la otra
tribu, sin saber cómo será el encuentro.
El hielo lo rompen los niños que, al ver a Almadique pastando pacíficamente junto a los otros niños, rompen a correr hacia ellos admirando al
enorme animal que parece no reparar en ellos. Los mayores se acercan con
respeto, admirados de ver uno de esos caballos que tantas veces habían
visto trotar por las praderas, totalmente domesticado; eso les infunde un
281
EL ÉXODO
gran respeto por aquella extraña tribu. «Si me llegan a ver con Lobo...»,
piensa Tani mientras saluda a los recién llegados.
Comparten algo de comida antes de emprender la marcha, admirados
viendo cómo los pequeños son colocados a lomos de Almadique sin que
este haga el menor intento de tirarlos al suelo. Enseguida Ambros se convierte en el líder de la nueva tribu que camina en busca de un lugar donde
instalarse e iniciar una nueva vida, aún les quedan muchos días buenos antes de que lleguen las lluvias y el frío.
Ambros echa el brazo sobre los hombros de Tani, esperanzado en el
futuro que les aguarda, después de haber vivido solos su insólita experiencia
desde que salieran del cerro de las Canteras.
282
EPÍLOGO
n toda la novela hay partes basadas en la verdad, casi siempre subjetiva, y partes inventadas, ambas interconectadas con mayor o menor
fortuna por la imaginación.
E
Ambros, Tani, Río y su prole, así como Lobo y Almadique son, por
supuesto, imaginarios.
Cánovas y Cobeño visitó la Cueva de Ambrosio en el siglo XIX, y tenía
en su colección un hacha encontrada allí. Fue, en verdad, un afamado investigador lorquino, el primero del que se tienen noticias de que visitara la
Cueva de Ambrosio.
Don Manuel de Góngora, ilustre catedrático, visitó la Cueva de los
Letreros y escribió su libro Antigüedades Prehistóricas de Andalucía en las fechas que se citan, siendo la lectura del mismo el origen de la mayoría de las
visitas posteriores de científicos españoles y extranjeros a la zona.
Breuil y Obermaier eran sabios científicos reales, y el primero abate de
verdad. Sus numerosas visitas y descubrimientos divulgaron la riqueza de
las cuevas del levante español. También Cabré y Luis Siret existieron, e
incluso el Tontico fue un guía real.
El descubridor de El Gabar, Blas Segovia, fue tan real como las cartas
que escribió al marqués de los Vélez en el siglo XIX, halladas en un legajo
del archivo de la casa de Medina Sidonia hace pocos años.
Don Federico de Motos fue un infatigable descubridor de cuevas y
necrópolis más o menos cercanas a su pueblo, Vélez-Blanco. Su relación
con Breuil y los demás científicos está contrastada, así como las visitas que
juntos realizaron a las cuevas. Incluso existe el manuscrito de la carta escrita
a la Real Academia de la Historia comunicándole sus descubrimientos y sus
visitas. Sus hallazgos están realmente en Valencia, incluso la famosa punta
283
EPÍLOGO
con muesca encontrada en la Cueva de Ambrosio que conservó hasta el final
de sus días, siendo luego donada por su viuda, doña Caridad, también real,
al museo de Valencia, tras la muerte del farmacéutico.
Juan Cuadrado llevó realmente el Indalo a los Indalianos. Primero el
totanero (la figura cerámica de origen dudoso) y luego el tótem de la cueva
del Abrigo de las Colmenas. El movimiento pictórico encabezado por Perceval a mitad del siglo XX hizo famoso el idolillo, hoy símbolo reconocido
de la provincia de Almería.
El padre Tapia fue un estudioso en todo lo concerniente a su pueblo,
Vélez-Blanco. Seguidor de Motos aunque en menor escala y con menor repercusión.
Los Ripoll, Eduardo y Sergio, y todos los científicos que se citan, incluido el capataz Salvador Torrente, estuvieron realmente en la Cueva de Ambrosio. Hicieron una impagable labor con sus excavaciones y estudios para el
conocimiento de la cueva mejor datada de Europa y que más ha aportado al
estudio del Solutrense, obteniendo finalmente el hijo, Sergio, el éxito de encontrar pinturas de caballos en sus paredes hace menos de veinte años.
Hoy día la Cueva de los Letreros y la Cueva de Ambrosio se encuentran
protegidas mediante vallas; el resto sigue sin defensa alguna contra los mal
llamados aficionados. Sus difíciles ubicaciones hacen que sus pinturas sigan
estando allí.
El enigma sobre las manos que pintaron todas aquellas figuras en las
cuevas sigue sin resolverse, y así seguirá, seguramente, durante muchos años
más. Quizás no se aclare nunca.
Todos los lugares citados existen de verdad y son más hermosos aún de
lo que está escrito sobre ellos, al menos ahora, unos siete mil años después.
La datación de las pinturas sigue estando confusa. Los ensayos realizados han resultado, la mayoría de las veces, contradictorios, seguramente
porque pertenecen, en todo o en parte a diversas épocas.
La mayoría de las cartas y documentos citados se corresponden casi textualmente con los originales.
El resto es sólo una ilusión de lo que pudo suceder en esas tierras hace
unos siete mil años.
Vélez-Rubio y Madrid, 10 de junio de 2011.
284
ÍNDICE
Prólogo .....................................................................................................
9
1 El brujo ..................................................................................................
13
2 Una semana antes ..................................................................................
21
3 Unos 7000 años después. Junio de 1862 .........................................
27
4 El día siguiente ......................................................................................
35
5 La historia de don Manuel ....................................................................
45
6 Nuevos descubrimientos ......................................................................
55
7 1868. El libro de don Manuel ...............................................................
63
8 Vélez-Blanco. Mayo de 1911 ...............................................................
67
9 Visita de los ilustres sabios a la Cueva de los Letreros ......................
75
10 El Indalo ...............................................................................................
85
11 Unos 7000 años después. El Tontico ...................................................
91
12 Primavera de 1950. Nuevas visitas a los abrigos de las Colmenas ...
101
13 El Gabar .......................................................................................
105
14 Unos 7000 años después. 1872, Blas Segovia.................................
113
15 Motos y Breuil visitan el Gabar ........................................................
125
16 La cueva de Ambros ...........................................................................
131
17 El río .............................................................................................
139
18 El encuentro .................................................................................
147
19 La lucha ........................................................................................
155
285
ÍNDICE
20 La convivencia ...................................................................................
165
21 Unos 7000 años después. 1870, Cánovas y Cobeño .....................
171
22 El enfrentamiento ...............................................................................
179
23 De nuevo la convivencia ...................................................................
189
24 Unos 7000 años después. Breuil y Motos
en la Cueva de Ambrosio .................................................................
197
25 Primeros problemas en la cueva de Ambros ...................................
203
26 Unos 7000 años después. Motos y Breuil
visitan los lavaderos de Tello .............................................................
209
27 Todo se complica en la cueva de Ambros ........................................
217
28 Unos 7000 años después. Eduardo Ripoll ......................................
227
29 Sergio Ripoll .......................................................................................
237
30 La huida ..............................................................................................
247
31 Unos 7000 años después. El estrecho de Santonge ..........................
257
32 El éxodo ............................................................................................
271
Epílogo ..................................................................................................
283
286
Antonio Martínez Egea nació en la casa familiar de la Carrera
del Mercado de Vélez-Rubio (Almeria) en 1954. Es el segundo de
los nueve hijos de Manuel Martínez Escudero y Soledad Egea de la
Cuesta. Estudió bachiller en el Instituto «José Marín» de Vélez-Rubio,
donde vivió hasta los dieciocho años. Es ingeniero de Caminos Canales
y Puertos y master en Gestión y Dirección de Empresas Constructoras
(M.A.D.E.C) por la Universidad Politécnica de Madrid. Su carrera
profesional ha estado siempre ligada a la construcción. Ha participado
en obras como la rehabilitación del edificio histórico de la estación
de Atocha, el jardín tropical dentro de la misma estación o el túnel de
la Plaza de Castilla de Madrid, entre otras.
Es colaborador habitual del Museo Comarcal «Miguel Guirao»
de Vélez-Rubio y ha participado en algunas publicaciones del Centro
de Estudios Velezanos, así como en la Revista Velezana.
Está casado y tiene una hija. En la actualidad reside en Madrid,
aunque sigue ligado con las actividades de su pueblo, al que acude
con frecuencia.
La tierra del arco iris. Una ruta por la prehistoria. Los descubrimientos de pinturas rupestres de los siglos XIX y XX es su primera
novela publicada.
ESTE LIBRO,
ESCRITO POR ANTONIO MARTÍNEZ EGEA,
SE ACABÓ DE IMPRIMIR
EL DÍA 20 DE JUNIO DE 2014
EN LOS TALLERES DE GRÁFICAS ‘LA MADRAZA’,
DE ALBOLOTE, GRANADA, Y CONSTÓ LA EDICIÓN
DE 400 EJEMPLARES
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