Huellas de nuestra fe

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Huellas
de nuestra
fe
Tabgha, Iglesia de las Bienaventuranzas
Al principio de su vida pública, recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las
sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del
pueblo. Su fama se extendió por toda Siria; y le traían a todos los que se sentían mal,
aquejados de diversas enfermedades y dolores, a los endemoniados, lunáticos y paralíticos, y
los curaba. Y le seguían grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del
otro lado del Jordán (Mt 4, 23-25).
Gráfico: J. Gil
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El Señor había dejado Nazaret y vivía en Cafarnaún (Cfr. Mt 4, 13), en la parte
noroeste del mar de Genesaret, donde algunos de los Doce o sus parientes disponían de
casas. Las multitudes de que habla el Evangelio se acercaban hasta aquella pequeña ciudad
de pescadores para encontrar a Jesús, pero también iban en su busca a otros sitios de los
alrededores (Cfr. Mt 5, 1 y 14, 14; Mc 6, 32-34; Lc 6, 17-19; Jn 6, 2-5). Entre estos últimos,
destaca Tabgha.
El santuario se encuentra a unos doscientos metros más alto que el mar de Genesaret.
Foto: Glen Roberts (Flickr)
Como ya describimos en un artículo anterior, se trata de un paraje ondulado de colinas
a unos tres kilómetros al oeste de Cafarnaún, que se extiende desde la orilla del lago tierra
adentro. Por las características del lugar, no resulta extraño que el Señor lo eligiera para
retirarse a veces, solo o con sus discípulos, ni tampoco que acogiera reuniones de miles de
personas: estaba despoblado, quizás por la dificultad de cultivar el terreno, que se topaba con
un estrato rocoso a poca profundidad; a la vez, gracias a los siete manantiales que surgían en
la zona, la hierba cubría el suelo y no faltaba la sombra de muchas palmeras; esa parte del
lago era especialmente rica en pesca, pues algunas corrientes de agua caliente atraían los
bancos de peces; las laderas de los montes circundantes empezaban su pendiente casi en la
misma ribera, formando un anfiteatro natural...
Sermón de la Montaña
Según la tradición de los cristianos que habitaron en la comarca desde los tiempos de
Jesús, en Tabgha habría que situar el Sermón de la Montaña, un conjunto de enseñanzas del
Señor que comienza con las Bienaventuranzas:
Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos;
y abriendo su boca les enseñaba diciendo:
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En Tabgha habría que situar el Sermón de la Montaña, un conjunto de enseñanzas del
Señor que comienza con las Bienaventuranzas
—Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el
Reino de los Cielos.
Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros
todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será
grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros (Mt
5, 1-12. Cfr. Lc 6, 20-23).
Alrededor de la iglesia, un cuidado jardín contribuye a
dar paz e invita a la contemplación. Foto: Berthold
Werner (Wikimedia Commons).
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Un texto atribuido a la peregrina Egeria, recogido por Pedro Diácono en el Liber de
Locis Sanctis (Cfr. PL 173, 1115-1134), identifica el lugar de las Bienaventuranzas cerca de
la iglesia de la Multiplicación de los panes y los peces, en la ladera de un monte vecino,
donde había una cueva. En efecto, a unos cien metros de ese santuario se excavaron en 1935
los restos de algunos edificios.
Pertenecerían a una iglesia y un monasterio de los siglos IV o V. La capilla, de siete
metros de largo por cuatro de ancho, construida cavando por encima de una pequeña gruta,
abarcaba otra cueva natural, regularizada en forma cuadrada mediante mampostería.
Numerosos grafitos cubrían el revoque de las paredes, y el suelo estaba pavimentado con
mosaicos.
Siguiendo esta tradición, entre 1937 y 1938 se edificó el santuario actual de las
Bienaventuranzas pero, con el fin de disponer de una panorámica mayor del mar de
Genesaret, se eligió un emplazamiento más alto, a unos doscientos metros sobre la superficie
del lago y a dos kilómetros de la localización antigua.
Se trata de una iglesia de planta octogonal, cubierta por una cúpula de tambor esbelto y
rodeada por un pórtico amplio que hace más tenue la luz y el calor del sol. El uso de basalto
negro local, piedra blanca de Nazaret y travertino romano forma un conjunto armonioso y
permite que el edificio destaque entre la densa vegetación del área. En el interior, los
elementos se disponen con sencillez de líneas: en el centro, el altar, coronado por una
arquivolta de alabastro; detrás, elevado sobre un pedestal de pórfido, el tabernáculo,
decorado con escenas de la Pasión en bronce dorado sobre fondos de lapislázuli; en el
tambor, ocho ventanas con vidrieras donde se leen las palabras de las bienaventuranzas; y
cerrando el espacio, la cúpula, con un revestimiento en tonos dorados.
Un atrio filtra la luz y protege del calor. Foto: Berthold Werner (Wikimedia Commons).
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Atmósfera de paz
Con las bienaventuranzas, «Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde
Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al
Reino de los cielos» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1716). Considerando este hecho,
Benedicto XVI subraya la diferencia entre Moisés y el Señor, entre el Sinaí, un macizo
rocoso en el desierto, y el monte de las Bienaventuranzas: «quien ha estado allí y tiene
grabada en el espíritu la amplia vista sobre el agua del lago, el cielo y el sol, los árboles y los
prados, las flores y el canto de los pájaros, no puede olvidar la maravillosa atmósfera de paz,
de belleza de la creación» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el
Bautismo a la Transfiguración, p. 94).
Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad que Dios ha puesto en el
corazón del hombre
Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad que Dios ha puesto en el
corazón del hombre, anuncian bendiciones y recompensas, pero al mismo tiempo son
promesas paradójicas, especialmente las que se refieren a la pobreza, las penas, la injusticia
y las persecuciones (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717-1718): «se invierten los
criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la
escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo. Precisamente los que según los
criterios del mundo son considerados pobres y perdidos son los realmente felices, los
bendecidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no obstante todos sus sufrimientos» (Joseph
Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 99).
En el centro de la iglesia, bajo la cúpula, están el altar y el
tabernáculo. Foto: Jon Lai Yexian (Flickr).
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Las bienaventuranzas no deben entenderse como si el júbilo que anuncian será
alcanzado solo en el más allá. San Josemaría lo enseñaba al mismo tiempo que ponía en
guardia ante el peligro del victimismo:
¡Sacrificio, sacrificio! —Es verdad que seguir a Jesucristo —lo ha dicho Él— es llevar
la Cruz. Pero no me gusta oír a las almas que aman al Señor hablar tanto de cruces y de
renuncias: porque, cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso —aunque cueste— y la cruz es
la Santa Cruz.
—El alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría y de paz. Entonces, ¿por
qué insistir en "sacrificio", como buscando consuelo, si la Cruz de Cristo —que es tu vida—
te hace feliz? (Surco, n. 249).
Las bienaventuranzas iluminan las acciones y actitudes que caracterizan la vida
cristiana, expresan lo que significa ser discípulo de Cristo, haber sido llamado a asociarse a
su Pasión y Resurrección (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717). «Pero son válidas
para los discípulos porque primero se han hecho realidad en Cristo como prototipo (...). Las
bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su
figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cfr. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; Él, que
puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cfr. Mt 11,
29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a
Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquel que sufre por amor de Dios: en las
bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en
comunión con Él» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a
la Transfiguración, p. 103).
Cuando se construyó la iglesia de las Bienaventuranzas, se buscó una localización desde la que se
dominara el mar de Genesaret. Foto: Itamar Grinberg – Israel Tourism (Flickr).
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Para responder a esa llamada de Dios a participar de su propia bienaventuranza, Jesús
es el camino:
Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro único modelo. Si quieres ir adelante
previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus
plantas sobre la impronta de sus pisadas, adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber
del manantial de sus mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo,
has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres (...).
Repasa el ejemplo de Cristo, desde la cuna de Belén hasta el trono del Calvario.
Considera su abnegación, sus privaciones: hambre, sed, fatiga, calor, sueño, malos tratos,
incomprensiones, lágrimas...; y su alegría de salvar a la humanidad entera. Me gustaría que
ahora grabaras hondamente en tu cabeza y en tu corazón —para que lo medites muchas
veces, y lo traduzcas en consecuencias prácticas— aquel resumen de San Pablo, cuando
invitaba a los de Éfeso a seguir sin titubeos los pasos del Señor: sed imitadores de Dios, ya
que sois sus hijos muy queridos, y proceded con amor, a ejemplo de lo que Cristo nos amó y
se ofreció a sí mismo a Dios en oblación y hostia de olor suavísimo (Ef 5, 1-2).
Jesús se entregó a Sí mismo, hecho holocausto por amor. Y tú, discípulo de Cristo; tú,
hijo predilecto de Dios; tú, que has sido comprado a precio de Cruz; tú también debes estar
dispuesto a negarte a ti mismo (Amigos de Dios, nn. 128-129).
La sal de la tierra
En el Sermón de la Montaña, después de las bienaventuranzas, Jesús compara a los
creyentes con la sal de la tierra y la luz del mundo. Comentando estas palabras, san Juan
Crisóstomo resaltaba la relación entre los dos pasajes: «el que es manso, modesto,
misericordioso y justo, no encierra para sí solo estas virtudes, sino que hace que estas bellas
fuentes se derramen también copiosamente para provecho de los demás. Del mismo modo,
el limpio de corazón y el pacífico, y el que es perseguido por causa de la verdad, para común
utilidad dispone también su vida» (San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 15, 7).
Quien sigue a Cristo, encuentra la felicidad; y de modo natural, procura difundirla: el
Maestro pasa, una y otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira... Y si le miras, si le
escuchas, si no le rechazas, Él te enseñará cómo dar sentido sobrenatural a todas tus
acciones... Y entonces tú también sembrarás, donde te encuentres, consuelo y paz y alegría
(Via Crucis, VIII estación, punto 4).
J. Gil
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