Memorias del Pueblo LAS MEMORIAS DE UN HOMBRE DEL CAMPO Treinta años de permanencia en la República Argentina Por Pablo Guglieri1 I A mis tiempos Centenaro, pequeña fracción del municipio de Ferriere, no era si no una muy reducida aglomeración de casas, una villa primitiva en que los habitantes hacían vida sencilla, como aislados del oleaje de la vida civilizada, que aún no había llegado allá arriba, pues la civilización, así mismo que los hombres, prefiere andar a sus anchas, por sendas firmes y holgadas. La villa donde he nacido, el 5 de Septiembre del año 1865, pertenece a una de las tantas desparramadas a orilla del Nure, trepando las montañas ferrizas, las que le han valido al distrito de Ferriere el nombre de Suiza del Placentino. Empero es justo reconocer que el renombre es algo merecido, pues, no obstante los seiscientos metros que tienen las aldeas sobre el nivel del mar no ofrecen con Suiza mayor parentesco que los fríos y las nieves de sus largos inviernos. El suelo allí es fértil, más exige mucho cuidado a fin de que produzca, y eso hace que los naturales prefieran dedicarse a la ganadería, industria que, a pesar de sus rudezas, proporciona mayor provecho que el cultivo de las tierras, limitado este último a las necesidades locales, es decir a la alimentación de los pocos centenares de almas de aquellas tierras. La finca de mis padres, a una milla de Crecelobbia, consistía en un modesto lote de campo, del cual la familia apenas si sacaba los medios con que vivir. Sin embargo mis abuelos habían pasado por gente acomodada y hasta rica, luego unas desgracias o quizás una secuela de malas cosechas, habían hecho migajas el discreto patrimonio, así es, que cuando yo vine al mundo, no hallé trazas siquiera de las pasadas riquezas. A pesar de haber dejado muy joven mi terruño, nunca pudo borrarse de mi mente el cuadro de esos montes y de esos valles, que serían indudablemente fuentes de grandes riquezas a ser cruzados por medios de locomoción menos primitivos que los actuales; se Figura 1.Vista actual de Crocelobbia di Ferriere, lugar de nacimiento de Pablo Guglieri. 1 Autobiografía de Pablo Guglieri, publicada en Buenos Aires en 1913, por Editores Albasio y Compañía; incluía una versión en italiano. La edición original no contaba con ilustraciones; las incluidas en el presente artículo fueron agregadas para esta edición. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 5 Memorias del Pueblo empieza a hacer algo y algo se ha hecho; mas a mis tiempos las carreteras eran las únicas vías que pusieran en comunicación las villas esparcidas entre el Crocelobbia, el Grondana y el Lardana, torrentes que alimentaban el Nure, atravesando los tupidos bosques de castaños, verdes praderas en pendiente, adonde la obstinada labor del hombre, venciendo la terquedad y aspereza del suelo, hace crecer cereales y hortalizas. Acá y acullá la vid trepa en los collados con sus largos y nudosos vástagos, pintando en el otoño con manchas verde oscuro el verdor más subido de los bosques descollantes. Pobre, nacido y crecido entre los campos, falto de cultura, no era dable comprender entonces toda la belleza panorámica del lugar, que fue mi cuna, pero ¡cuantas veces, viviendo años y años en la desconsolada soledad de las pálidas y uniformes llanuras argentinas, he recordado con nostálgica tristeza aquel cuadro maravilloso que tenía grabado en el alma! Como si los hubiera dejado el día antes veía ante mí el Monte Nero y el Monte Albareto, las cuencas del Trebbia, del Aveto y del Nure. ¡Cuantas veces he recordado los escollos rasgados de venas minerales, que brillan al sol como si fuesen revestidos de cobre!. Pero también ahora que escribo, después de haber vuelto a ver mi tierra, pienso con la misma tristeza de entonces que la imprevisión de los hombres, no menos que su difícil posición, hacen infructuosas las minas de hierro y cobre que abundan en las cercanías de Ferriere, al que han dado el nombre; minas que en otro tiempo proporcionaron trabajo a unos trescientos operarios, rindiendo anualmente hasta doscientas toneladas del metal trabajado. Mas como las quejas a nada sirven, hay que confiar en una próxima desaparición de los obstáculos que dificultan el reanudarse de los trabajos minerales, de modo que los montañeses de aquel rincón del Placentino tengan también derecho, con el auxilio de nuevas vías de comunicación, de acercarse a la civilización de la que bien merecen por su natural rectitud, por su despejada inteligencia y por su amor al trabajo. Sobre mis primeros años no conservo recuerdos que merezcan relato; no puede merecerlo mi vida de entonces, trascurrida con los míos en la soledad de los campos. Recuerdo solamente que de nueve a once años mis padres me mandaron a la escuela. Fueron estas las únicas clases que he cursado, y creo no tener culpa de lo poco que en tan corto tiempo he podido aprender. Necesita pensar que la escuela distaba unos tres kilómetros de mi casa, hallándose en otra villa del distrito de Bettola, llamada Farini d’Olmo. Farini d’Olmo es una aldea muy modesta; estando a las cifras estadísticas, el municipio cuenta con cinco mil almas, desparramadas en un territorio vasto y desigual, de modo que la comuna, propiamente dicha, no pasa de una villa. Sin embargo para mí, que iba allá de Centenaro, asumía proporciones de una gran ciudad. El camino no era cómodo, y antes de llegar al pueblo tenía yo que recorrer mis tres kilómetros por sendas primitivas, cruzando dos torrentes; de invierno y cuando los torrentes desbordaban, era imposible ir a la escuela. Para los niños de mis tiempos, la de la instrucción no era por supuesto cosa muy fácil de conseguir; Italia estaba hecha desde pocos años, sufría las consecuen- Figura 2. Vista actual de la casa natal de Pablo Guglieri en Crocelobbia di Ferriere. 6 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo cias del gran esfuerzo sostenido para construirse a Nación y aun no había logrado remediar las muchas faltas de los tiránicos gobiernos de antes, los cuales no solo nada habían hecho para la instrucción del pueblo, sino también la habían obstado, por el temor de que el pueblo, una vez alcanzada, por medio de la instrucción, su verdadera conciencia, se hubiese revelado contra las dominaciones ilegales y tiránicas. Conviene buscar la explicación de esa llaga que es el analfabetismo (por cuyas causas se retarda hasta ahora el adelanto de nuestra Italia y aun constituye, si bien reducido en proporciones mínimas, un doloroso impedimento) en las condiciones en que vino a hallarse el nuevo Estado el día siguiente de triunfar la revolución. Después de haber gastado, por unos sesenta años, sus mejores energías en la reconstrucción nacional, se encontró con que había de hacerlo todo, desde sus fundamentos. Si se piensa en el camino recorrido por nuestra patria en medio siglo de unificación, es forzoso creer en un milagro y sobran razones para alegrarse del buen temple de nuestro pueblo, que supo hacer en tan poco tiempo lo que otros por espacio de siglos y con recursos mucho mayores. Lo que, por otra parte, no quita el enorme desnivel que existe entre lo hecho y lo que queda para hacer. Confiemos en el porvenir. II Cuando dejé por primera vez mi país natal tenía diecisiete años. Fuí a Francia a París, en donde trabajé de peón en una escuadrilla de albañiles. Las limitadas condiciones económicas de la población montañesa del Placentino y el hecho de no proporcionar aquellas villas desparramadas entre monte y valle que una limitadísima esfera de acción al desarrollo de las energías individuales, sin causas que determinan una notable emigración. No hay que excluir, entre los móviles de ese éxodo, un marcado espíritu de aventura, un gran valor en las adversidades y un deseo de lo nuevo; dotes peculiares de aquellas poblaciones. Máximamente en la buena estación, es decir, desde la primavera hasta el otoño avanzado, todos los jóvenes y buena parte de los adultos aptos al trabajo dejan su aldea, yendo muchos de ellos al extranjero, a Francia, a Inglaterra, a Alemania, a Suiza, o América; quedando otros en Italia y dirigiéndose a Piamonte o Lombardia. Hacen unos de aserraderos, otros de marchantes ambulantes, y son los llamados giróvagos; otros en fin, ocupándose en la Lomellina de la penosa e insalubre labranza del arrozal, o, en Garfagnana, del trabajo de los bosques. Así los que emigran al extranjero como los que quedan en patria, difícilmente cambian rumbo a su destinación, hay individuos, y hasta familias enteras, que por diez años, veinte años seguidos, van siempre al mismo punto durante la temporada de las labranzas; los jóvenes tras los ancianos, los hijos tras los padres, y así de generación a generación. De los que van al extranjero, unos vuelven a menudo, otros después de las largas ausencias, según la distancia y las adquiridas condiciones económicas, los que emigran por las ciudades de Italia ahorran algún dinero y luego, para los Santos y Navidad, acostumbran volver a su pueblo, menos los aserra-dores, quienes se ausentan durante el invierno. Por lo general se casan en la aldea, pero no conviven con sus mujeres más que una estación por año. Los hijos nacen y crecen como Dios quiere, se hacen grandes, y apenas sirvan para el trabajo siguen las huellas de sus padres. Asimismo son sanos, robustos, esbeltos, en mayoría inteligentes, lo desconocido no les acobarda. Saben de haber nacido para el trabajo y aceptan gustosos su destino. Raza recia y sana, excelentes padres y ciudadanos. En el extranjero hacen una vida de labor y sacrificios, con el único intento de ahorrar plata. Yo me quedé en París cerca de dos años; pero de aquel tiempo solo me han quedado vagas reminiscencias, en parte borradas. Lo asiduo de mi trabajo manual, lo humilde de mi condición y esa repugnancia instintiva que hace arisca a la gente del campo y la impide mezclarse con otra más elevada, no me permitieron hondos conocimientos de la gran capital de Francia. Recuerdo la sensación de asombro y hasta de desaliento que me oprimía en los grandes bulevares, cuando la memoria de mi pueblo dictaba términos de comparación ante tales magnitudes. Y también recuerdo el sobrecogimiento que experimentaba cuando en los días de fiesta me hallaba en medio de aquel movimiento sin descanso, confundido entre el gentío apresurado, alborotado, locuaz, entre esa batahola desenfrenada, y en el vaivén de carros, tranvías, vehículos de toda clase. De mi vida parisiense me ha quedado una sensación parecida al enorme zumbido de un colmenar. Aquel exagerado lujo de los negocios, aquellos inmensos edificios deslumbrando por la noche, y las interminables hileras de faroles a lo largo de las avenidas. Todo ese conjunto de exuberancia agobia enormemente el espíritu de los trabajadores, que llegando a sus pobres viviendas suburbanas en plena vida parisiense, sienten la enorme distancia que les aparta de todos, y particularmente sienten su propia inferioridad. Mas también, en esa nueva existencia el cerebro se dilata. Comprende uno, paulatinamente, el valor de los hombres y de las cosas, la vida misma parece Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 7 Memorias del Pueblo extenderse, enriquecerse de aquellas sensaciones que antes se deslizaban sobre el terso cristal de la conciencia, sin empañarlo. Y esa esquivez, ese temor natural en el carácter de los trabajadores de la tierra, su desconfianza hacia los ciudadanos y la ciudad, su conciencia huraña de seres inferiores o distintos; toda aquella extraña y compleja psicología que califican de sencilla y es la base de todo sistema de labor intelectual que se desenvuelve fuera del juicio normal y de la normal valutación de los fenómenos de la vida, desaparece poco a poco. Se asimila la conciencia y el pensamiento de ideas y aspiraciones que antes intimidaban; se siente la capacidad de ir adelante, desafiando todo aquello que parecía un mundo ignorado; el afán de andar, subir, elevarse de la condición de parias a la de ciudadanos; de escoger una profesión más lucrativa que permitía llegar a ser alguien en vez que alguna cosa. Pero este procedimiento mental, hecho a hurtadillas, para evitar que la conciencia se burlara de la comparación entre la aspiración y la realidad, traía honda amargura en la vida diaria llena de penas, renuncias y privaciones; amargura superada tan sólo por el vigor del cuerpo y la rebelde gallardía de los veinte años; por los recursos, en fin, que la juventud proporciona a la vida del hombre. Como era el tiempo de presentarse para prestar servicio militar, volví a mi pueblo. Y allí entre mis montes, sumido en la visión de los campos, en la infinita soledad de aquellos lugares ceñidos y casi aplastados por selvas y cumbres adonde no se percibía otro ruido que el silbido del viento, pude comparar la vida que uno vive en el mundo con la vida del campo. Me pareció sentirme prisionero, anonadado por todo aquel silencio, como encerrado en un ambiente sin ventanas, que produce sofocación. Bien sentía yo, después de mi estadía en Francia, toda la apacible serenidad que manaba de aquellos montes, de aquellos valles, bosques, ríos y arroyuelos; toda la emoción que embarga el alma al oír el aúllo del viento robles, castaños y fresnos, el murmullo de las aguas corrientes, el cuchicheo de nidos entre los matorrales, cuando amanece; la alegre y retumbante voz de la campana, que desde el campanario de la iglesia anuncia el día, despertando luces y sonidos, o bien llama a los fieles para las plegarias de la noche, con su sonido algo triste, algo empañado por la vaga melancolía del crepúsculo... todo esto lo sentía yo, mas sin embargo no satisfacía ya mis deseos de sacudirme, de intentar, de hacer, de crear, de ver. Teniendo a otro hermano prestando servicio militar fui yo exonerado del mismo, estaba, pues completamente libre de obedecer a mis impulsos. Y resolví partir para la América. Tenía brazos robustos, una voluntad firme y mucha confianza en mis fuerzas. Acostumbrado a vivir con 8 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. poco, no me acobardaba la idea de las posibles privaciones que hubiese podido encontrar. Mis esperanzas, asimismo que mis aspiraciones, eran muy limitadas. No buscaba otra cosa que un ambiente propicio para trabajar y ganar más, y si tal vez me seducía la esperanza de ahorrar con el tiempo lo suficiente para comprarme un lote de tierra, igual, más o menos, al que había sido propiedad de mis abuelos y que ahora cultivaban y poblaban mis padres, sacudía luego la cabeza riendo de aquellos ensueños. Una vez fijada la partida, el asunto más serio fue el de buscar dinero. Un pasaje de tercera representaba una suma que, si bien modesta, no cesaba de ser un dineral para nosotros. En fin eso se arregló, lamentando no hubiesen piróscafos con cuarenta clases, sin saber que las terceras, por lo pésimo que eran, hubiesen podido sugerir al Poeta la imagen de nuevos suplicios para los más negros pecadores de su infierno. Las despedidas no fueron muchas ni conmovedoras, pues aquellos lugareños acostumbrados a muchos éxodos, nada tenían de triste o de particular. Unos van, otros vuelven. Todos hacen lo mismo, sin dejar tras de si excesivos lamentos. Se sabia que América era mucho mas lejos que Francia, y sobre la distancia había exageraciones, aunque vagas. Toda valutación de tiempo y lejanías desvanecía en el más allá del horizonte cerrado por aquellas cumbres y peñascos. América ocupaba un punto indefinido en la inmensidad del espacio, eso era todo. Pero cuando, ya en el coche del tren que salía para Génova, empecé a darme cuenta de que el viaje hubiera podido durar Dios sabe cuanto, quizás años y años y que yo iba al azar de un mundo desconocido de una vida completamente distinta de la que había vivido hasta entonces, en medio de gente y lugares desconocidos, en aquella América que favorecía cuentos imaginarios y terribles; cuando empecé a sentirme solo, abandonado a mi mismo y a mi destino, una enorme tristeza se apoderó de mi alma junto a una sensación de soledad despavorida... hubiera querido volver atrás, hubiera querido que, por cualquier razón, el tren se detuviese, o que la mar que nunca yo había visto, no tuviese suficientes aguas para el trasporte del vapor que esperaba en la dársena. Y por de pronto, me arrepentí de mi resolución, y juzgué hubiera sido mil veces mejor caminar tras las huellas de mis parientes; ir todos los años a Francia, de donde se podía volver a pie, o quedarme entre las rocas natales, vegetando al lado de los bueyes y de las vacas, en el círculo limitadísimo en que los míos vivían de tiempos inmemorables. Luego, ya a bordo, cuando me ví en aquel gran palacio flotante, y oí las primeras ásperas voces de los marineros, y busqué inútilmente, a lo lejos, un punto que no fuese el mar para descansar mi vista, la soledad se hizo en derredor mío más viva y agobiadora. Memorias del Pueblo Estuve largo rato encogido ahí, a proa, entre dos montones de cuerdas, llorando y maldiciendo mi manía por las aventuras, la que me había inducido a partir para América, echándome en aquel buque, entre tantos desconocidos, cuyos rostros no podían reflejar ni una de mis angustias y de mis dudas. Oprimido por mi pena, casi no percibí el instante en que el vapor se destacaba del muelle. Recuerdo sin embargo, la dolorosa sacudida que experimenté al ruido de las cadenas removidas para levantar las anclas, y más tarde, de noche ya alta, el desaliento que casi me sofocó viendo de lejos unos puntecillos centellantes, que indicaban la playa de Liguria, sumida casi en las tinieblas de la noche y de la lejanía. Ultima e inolvidable visión de la patria. Al otro día siguiente tuve otro desaliento; el de verme circundado por gente que hablaba de un modo extraño, muy distinto del mío. Había tal diferencia entre el dialecto cerrado del norte, que hablaba yo, y el dialecto de los emigrantes meridionales, que parecíamos gente de distinta y lejanas naciones. La noche oscura, falta de estrellas, aplastaba mi alma como una piedra, oía a mi lado el sollozo de las mujeres y de los hombres, unas blasfemias, unas imprecaciones. Pasaban los marineros, toscos y desdeñosos, acostumbrados a esa vida, a semejantes escenas de dolor, repetidas en cada viaje, insensibles a una congoja que ellos saben muy bien se atenuará pronto, a medida que el piróscafo se distancia del punto de partida y se aproxime a la meta, volviendo a retoñar en los corazones los propósitos y las esperanzas que determinaron la partida. ¿Es que acaso no se acerca el vapor a aquella América fabulosamente rica, cuyas ciudades están empedradas con piedras preciosas y tiene árboles cargados de frutos de oro? ¿Qué importa vestir ropa grosera, no tener en el bolsillo con que vivir una semana?... América es vasta, hay campos en que nace toda providencia, hay oro y trabajo para todos y para todos riquezas... El día en que dejé Italia y vi desaparecer a lo lejos las colinas de Liguria, era el 15 de noviembre de 1885. Ha trascurrido más de una cuarta parte de siglo y he recorrido América a diestro y siniestro, bajo los hielos y las canículas, desde las extensas tierras del sur hasta el Chaco, y más allá. No puedo en verdad quejarme del resultado, pero, en este lapso de tiempo ¡cuantas cosas han pasado! Y como América se reveló distinta de la que yo me había figurado y de la que otros imaginan hoy! Mas no precipitemos. III El buque en el cual me embarqué a Génova era el Matteo Bruzzo, que se había hecho célebre por sus peripecias, justamente en aquel tiempo. Éramos a bordo unos 1800 pasajeros de tercera. Ninguna pluma podría por cierto describir, ni aproximadamente, lo que era la vida a bordo de los trasatlánticos, en aquel primer período de la emigración. La higiene era un nombre falto de significación. Estábamos amontonados como anchoas en barril, sin medios para lavarnos, sin lugar para sentarnos, en una espantosa promiscuidad y entre mil desconveniencias. Mejor no hablar de los dormitorios ni de la comida, para evitar un recuerdo de náusea. Después de ocho días de navegación, el Matteo Bruzzo llegó ante el puerto de Cádiz, en Andalucía, adonde tenía que anclar para cargar y descargar. Mas el vapor no había siquiera llegado en vista del puerto, que se nos dieron señales de pararnos y proseguir luego nuestra ruta, no permitiendo las autoridades portuenses nuestro acercamiento. Sea que el capitán quisiese acercarse todo lo que concedían las leyes sanitarias, sea que aparentase no haber comprendido las órdenes y pretendiera entrar en puerto, dió orden de ir adelante, pero no habíamos recorrido mucho que del fuerte partió un cañonazo. De seguro que el cañonazo se había disparado a salva, pero ¿quien tenía en ese instante suficiente serenidad para distinguir un disparo a salva de un disparo a proyectil? Y tal vez la mayoría de nosotros nunca había oído un cañonazo. Lo que sucedió a bordo de aquel piróscafo es indescriptible. El más grande despavorimiento se apoderó de todos; se imprecaba, se suplicaba, se lloraba y entre tanto se abría camino aquella muchedumbre de exaltados una terrible noticia, la que daba fundamento a la prohibición de las autoridades españolas y al cañonazo. El Matteo Bruzzo estaba sospechado infecto de cholera morbus! Y entonces algunos recordó, los más creyeron recordar, y todos hablaron del último viaje del Matteo Bruzzo. Habían habido verdaderamente casos de cholera, por cuya causa se le había rechazado de todos los puertos, por más el hubiese intentado anclar en algún punto. Había llegado de ese modo en los puertos de las repúblicas del Plata, meta de su viaje, pero también de ahí se lo había rechazado. A bordo el contagio hacia estragos, faltaban muchas cosas indispensables, los enfermos no podían curarse, se dijo no encontrarse a bordo ni siquiera un médico. Se pidió en vano socorro a las autoridades de los varios puertos; no se obtuvo nada, fuera las amenazas de ser el buque echado a pique en el caso de no alejarse pronto; algunos puertos se le habían disparado hasta cañonazos, y no de salva. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 9 Memorias del Pueblo Así, después de dos meses de una terrible, espantosa vía crucis, el buque había vuelto al punto de partida, a Génova; y a los desgraciados obreros que habían ido en los países del nuevo mundo en busca de trabajo y porvenir, volvían más pobres, quebrantados por las enfermedades y por los sufrimientos, locos de terror, y muchos ya no volvieron porque hallaron el eterno descanso en los abismos del océano. ...A bordo, alguno sabía vagamente de aquel trágico viaje, pero hasta entonces nadie había pensado mucho en lo ocurrido. Pero ahora el drama renacía, evocado por el veto reciente de las autoridades de Cádiz y por aquel infausto cañonazo. Y, de pronto, el miedo del cólera invadió a todos; no pasaría una hora, mientras el piróscafo seguía su ruta por el amplio mar, que ya se hablaba de la presencia del morbus, dando crédito a las más extrañas conjeturas: que hubiesen muchos enfermos a bordo, que el buque se había parado, de noche, y varios cadáveres envueltos en lonas y asegurados a una pesada piedra habían sido tirados al fondo del mar. La fantasía bordó a sus anchas, y bien pronto en aquella población amedrentada se difundió un pánico enorme. Cada cual desconfió de su vecino, sospechándolo infecto del terrible contagio, cada cual pensaba obstinadamente en aquellos bultos tirados por la noche al fondo de las aguas, en aquellas piedras pesadas. La travesía fue terrible. Pero en derredor del buque que avanzaba, el apacible mar entonaba su himno solemne, bordando a popa, hasta donde llegaba la vista, una estela plateada, como una inmensa cinta que vincula y protege a los emigrantes, uniéndolos a su patria lejana. Ignoro su hubieron emigrantes muertos, durante la travesía, afirmo que sí, pero en tal caso, murieron indudablemente de miedo. El viaje duró 26 días. Se llego en fin, una mañana frente a Buenos Aires, extenuados por el viaje, las privaciones, los tormentos sufridos, deseando pisar tierra como un sepultado vivo puede anhelar su liberación. Vinieron a bordo los oficiales sanitarios, hicieron su visita reglamentaria y se fueron; pero no se habló siquiera de desembarcar. ¡Sé Figura cual sería nuestro suplicio! ¡Ver la tierra suspirada, invocada días y días, y tener que seguir una vida de infierno, en aquel buque balanceante sobre las aguas del río, mucho más agitadas que las del océano! Treinta horas se hizo esperar la respuesta de los sanitarios... y ¡llegó la negativa! A los de primera, solamente, se les concedía desembarcar, con la condición de costear ellos mismos, contrariamente a lo estipulado, el viaje en el vapor cito que debía llevarlos a tierra. Para nosotros de tercera la orden era bien clara y terminante, hacer la cuarentena, que duró siete días, en la isla Martín García. 10 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Todo el mal no perjudica. Primero, los nuevos padecimientos de la travesía, desde el buque hasta la isla, hecho por medio de botes y balsas, luego las condiciones mucho más graves en que nos hallamos en la isla, falto de habitaciones y de recuerdos higiénicos, asaltados por verdaderas legiones de insectos de toda forma y color, que nos chupaban la sangre como vampiros, nos habrían puesto a la desesperación sin el auxilio bienhechor del trabajo, que atenúo mucho las amarguras y las dolencias. Yo gané en Martín García los primeros sueldos. Estaban entonces construyendo en aquella isla algo como un muelle en piedra. Muelle que después de veintiocho años no esta aún sistematizado; y había que trabajar ahí de peones por un correspondiente de dos pesos diarios. Yo trabajé del primer día de mi arribo, pero cuando, después de una semana, vino la orden de liberación nadie quiso quedarse en la isla, pensando se ganaría otro tanto, o mucho más, en Buenos Aires. Llegué así a Buenos Aires. La capital de la República Argentina, en aquel entonces, no era ni la centésima parte de lo que es ahora; la enorme ciudad ha ido aumentando en proporciones geométricas. Apenas si habían unos centenares de casas de dos pisos; la ciudad no abarcaba que pocas cuadras más allá del puerto, el cual no existía; en efecto el desembarco se efectuaba de este modo: del buque a un vaporcito, del vaporcito a un bote, del bote a un carrito que esperaba en la playa; no había dársena, no había muelle, no había nada. Callao, la que es hoy una gran avenida aristocrática, era entonces uno de los extremos lindes del suburbio, y nadie hubiera arriesgado ir de noche hasta allá. Tampoco de día, aquello no era muy seguro. Las calles, exceptuadas muy pocas, apenas si estaban trazadas, las empedradas se podían numerar con los dedos. Había dondequiera cierto aire bonachón y sencillo, quizás demasiado sencillo. Buenos Aires era entonces todo lo que uno puede imaginar de más colonial y primitivo para la capital de una estado. En Buenos Aires me ocupé enseguida; pero el sueldo corriente para los peones era muchos menos que en Martín García; me dieron un peso y veintiocho centavos diarios, y de estos la compañía de los trabajos retenía treinta y dos centavos para la comida que ella se encargaba de dar a los operarios. De este modo la ganancia iba a ser limitadísima. En un mes se trabajaban de veintiséis a veintisiete días, y el balance medio fue el del primer mes: $33.50 importe de los días de trabajo; $9.20 pagados por la comida; $1 para el seguro que no aseguraba nada, quedaban cerca de $23 con lo que había que proveer la ropa de vestiario y lo demás. ¡A la verdad que Améri- Memorias del Pueblo ca no se presentaba demasiado... americana! El trabajo era pesadísimo, se trabajaba por escuadrillas en las construcciones del ferrocarril al sur de Buenos Aires, cerca de la estación Sola: desde la madrugada hasta la noche había que hacer bailar la pala y el pico, o transportar de brazos, de las vagonetas, largos y pesados rieles y travesaños. Era aquella una gimnasia que desarrollaba bien los músculos, pero hacia encorvar. Una fatiga que extenuaba. Que clase de comida nos darían a nosotros es fácil de imaginar si se piensa que también los jóvenes, a quienes el apetito nunca falta, sufríamos a veces el hambre, mas bien que tragar aquella galleta dura, aquella carne venerable por su edad que resistía a los dientes, aquel fideo que sabia a ceniza. Para dormir teníamos unas casitas de madera calientes como hornazas, pobladas de millares de insectos pertenecientes a distintas familias zoológicas, más todas igualmente voraces, y cohabitaban con nosotros otros animales roedores y repugnantes. Eran tan sucias y tan malsanas esas casitas alineadas a lo largo del ferrocarril, que se podía pensar con envidia a las malditas ratoneras del “Matteo Bruzzo”. Aquella vida abrumadora, que a más de privaciones proporcionaba mortificaciones, me hizo arrepentir duramente de haber dejado mis montañas, en las que yo pensaba con honda nostalgia. La miseria en mi pueblo nada era en comparación de las humillaciones de esta nueva vida: en el pueblo habían parientes y amigos, había la familiaridad con los árboles, los arroyos, los montes; acá, por contrario, perdido entre gente perdida en la ilimitada llanura Argentina sin horizonte, el corazón se contraía pasmosamente, un enorme desaliento oprimía el espíritu, se intensificaba el deseo de acabar pronto aquella triste esclavitud. Tuve que recurrir a toda la fuerza de mi voluntad par no volverme a Italia, tan luego como pude ahorrar lo suficiente para el pasaje: Me detuvo ante todo mi amor propio, pues me parecía demostrar poquedad de alma e incapacidad volviendo en cueros como había venido. ¿Cómo me habían de recibir mis compaesanos? ¿No me juzgarían acaso de hombre de poca valía, incapaz de fijar rumbo a la vida, ellos que estaban endurecidos en el hábito de las privaciones? A medida que procedían los trabajos las barracas mudaban de sitio. Después de pocos meses la escuadrilla se hallaba mucho más al sur, en una estación llamada Alegre, más que, sin embargo, nada tenía de alegre. Consistía en una pequeña aglomeración de casuchas y chozas perdidas en las incultas, inmensas llanuras argentinas. Y ahí el mismo trabajo pesado y enervante, las mismas privaciones, la misma enorme soledad. De la nueva estación el tren pasaba una vez por día y se paraba solamente cuando había pasajeros que bajasen o subiesen; pero esto no sucedía nunca, y aquel pasaje del tren era lo único que interrumpía por momentos la desolada uniformidad de la vida, que luego se hacia más sensible. Jamás ninguna novedad, y tal vez ninguna esperanza, el trabajo, las privaciones, el desaliento tan solo. Diez meses los pase de este modo, viviendo bajo la tienda, consumiéndome los huesos en aquella tarea tan pesada, que el descanso nocturno no lograba aliviar. Pero al cabo de un año de América pude un día depositar en el Banco de Italia y el Río de la Plata el fruto de mis economías: $240 Para uno que había cobrado, de su propio trabajo, veintitrés pesos mensuales, la economía aquella no era despreciable. Pero ¡cuan caro me costaba ese poco dinero! Yo no gastaba nada: me pasaba los domingos lavando y remendando mi ropa, y como esta estaba muy limpia, no me importaba un bledo si era remendada. Pasado el año llegué a tener un puesto de empleado en las operaciones de carga y descarga de vagones en la estación de Constitución de la Capital. El adelanto no era extraordinario, pero sí notable. Mis superiores me tomaron a bien, yo hacía lo posible para merecer y conservar su confianza, de manera que después de tres meses obtuve la promoción a guardia de furgones. Después de otros seis a conductor de trenes; después de un año, el puesto que codiciaba desde tiempo, de encargado a la vigilancia y a la entrega de mercaderías y bagajes: trabajo que me permitía ganar algo más que mi salario, usando medios lícitos y sin faltar a mis deberes. Lo prueban los certificados de la Compañía Ferroviaria que aún conservo. Apenas entrado en mi nuevo cargo empecé por hacer lo que nunca se había hecho en adelante, es decir, avisar a los destinatarios de la mercadería que había llegado y que estaba sujeta a deteriorarse como ser pollos, verdura, manteca, cabritos y caza en general. Los destinatarios ganaban mucho, pues tenían la seguridad de recibir los artículos en buenas condiciones, y ganaba también la compañía, porque los depósitos se vaciaban enseguida y no ocurría más de hallarse en todos los rincones animales muertos de hambre, y que corrompiéndose, infectaban los locales, con grave perjuicio de la salud de todos. Yo, en fin, ganaba, porque los consignatarios me gratificaban con muchas propinas y la compañía apreciaba mi celo. Tenía un horario de nueve antemeridiano a media noche, es decir al arribo del último tren, que de regla llegaba atrasado. Yo recibía la mercadería, cerraba los depósitos, entregaba las llaves al portero y luego, en vez de irme en casa, aprovechaba el último tranvía que me llevaba al apartado mercado del Plata, para entregar la mercadería que había llegado con el último tren, casi siempre animales o caza. Por semejante servicio se me recompensaba con cincuenta centavos, de los cuales gastaba diez en la Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 11 Memorias del Pueblo ida. La vuelta por más larga que fuera, la hacia a pie y llegaba en casa muerto de cansancio pero contento de haberme gastado esos pocos centavos, que, al cabo del mes, representaban una pequeña suma, la que iba a aumentar mis economías. Sin embargo, aquella caminata nocturna por las calles de Buenos Aires, si era provechosa, no dejaba de ser divertida ni mucho menos peligrosa. Había que pensar mucho, en ese entonces, antes de arriesgarse en semejante empresa. De suerte que yo me salí siempre con la mía, hasta una noche en que... recuerdo perfectamente que era el 11 de diciembre de 1888. Yo volvía de mi gira acostumbrada al mercado del Plata, recién había pasado el umbral de mi casa, que me sentí ceñir a la cintura por dos brazos que parecían tenazas. No sé lo que cruzó por mi cerebro, en ese instante: la sorpresa me fue por supuesto poco agradable y yo no hubiera dado un céntimo por mi vida. No obstante no perdí de valor y pude sujetar por las muñecas a aquel desconocido asaltador, y entonces no temí más, pues también yo me sentía fuerte, y empecé a llamar auxilio. Acudió un hermano mío, que también había venido en América y convivía conmigo, acudieron otros, el pobre ladrón tuvo bastante tino para simularse ebrio; nosotros no tuvimos el valor de maltratarlo mucho y nos conformamos con empujarlo algo violentamente a la calle, avisándole de no metérsenos más entre pies. IV Mi actividad y condición de empleado, me habían ganado la confianza de muchos compatriotas, y yo hice cuanto pude para conservarla. Mis compatriotas me encargaban de proporcionarles pasajes de ida o vuelta para Europa. La Compañía de Navegación, “La Veloce” me regalaba dos pesos por cada boleto que le hacía vender, y a mí esos dos pesos me hacían provecho. Además mi trabajo era útil a la compañía y a mis compatriotas, que de ese modo estaban exonerados de toda molestia y pérdida de tiempo para procurarse ellos mismo los pasajes. Pero una vez un tal, al cual yo había comprado el boleto, no quiso devolverme nada, y yo perdí en aquel asunto todas las economías del año. Era un año de trabajo perdido. No me desanimé y seguí adelante. Me había formado una pequeña clientela a la cual rendía muchos servicios sacando de este trabajo extraordinario, a fin de cada mes, casi otro tanto del importe de mi salario, de manera que podía juntar cada año una discreta suma de todos los regalos y gratificaciones que recibía de los clientes y de otras compañías a las que prestaba mis servicios, y que querían remunerar el cuidado y la solicitud que ponía en el 12 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. desempeño de mis compromisos y en el cumplimiento de mi deber. Todo eso se vino debajo de repente y tuve que empezar de nuevo, dando nuevo rumbo a mi actividad. Era el 1888, la compañía aumentó el sueldo a casi todos los empleados, y yo me encontré entre los pocos excluidos. El hecho me asombró, pues yo tenía la seguridad de ser entre los que tenían mayor derecho al aumento; me indigné, no tanto por el daño material, que era de 20 centavos diarios, como por la injusticia que se me hacía. Protesté, me respondieron que aún cuando mereciera el aumento, no me lo habían dado por la simple razón de que yo tenía la oportunidad de ganar con otros trabajos. Esto era cierto, pero yo hacía tales trabajos en horas extraordinarias, sacrificándome cuando otros descansaban, siendo quizás de los pocos que respetaban su horario y quedando en la oficina doce horas diarias, a no ser más, cuando el tren llegaba con atraso. Y todo esto sin haber aprovechado los ocho días de permiso, cada seis meses, que me correspondían por derecho. Por tales razones, la injusticia me pareció aun mayor cuando supe las cavilaciones de los superiores, y así fué que diera mis dimisiones, quedando sin embargo en mi puesto ocho días, por dar tiempo a la compañía de suplirme sin perjuicio. Se me rogó varias veces retirar mis dimisiones, pero fué irremovible, y pocos días después me ocupé en la compañía de transportes expresos Villalonga, en la casa central de Balcarce. Algunos días después la Figura 3. Pablo Guglieri durante su vida en Buenos Aires. Memorias del Pueblo gerencia de la compañía me asignó el puesto en la misma estación adonde, hasta la víspera, había estado como empleado de la compañía ferroviaria. La cosa me satisfizo, porque venía a ser el reconocimiento de mis aptitudes y de mi buena voluntad y también porque significaba una revancha, si bien indirecta, frente la compañía ferroviaria; más los representantes de ésta no se mostraron contentos de ningún modo, e hicieron saber a la compañía Villalonga su vivo deseo de que yo fuera empleado en otra parte. Era esta una segunda injusticia. Aconsejado por el gerente de la compañía Villalonga fuí a protestar al gerente de la compañía ferroviaria. Pero éste me confirmó que era chocante la presencia en la estación de un empleado de una casa particular, el cual había pertenecido antes, por tan largo tiempo, al ferrocarril; que si lo hubiera querido yo, podía tomar nuevamente servicio, estando el puesto a mi disposición. No acepté, me quede sin embargo satisfecho de la franca explicación del gerente y mantuve siempre las mejores relaciones con la compañía del ferrocarril, con la que debía hacer más tarde tantos negocios. La compañía Villalonga me sacó de la estación de Constitución y me confió un puesto de mucha importancia. Fuí encargado de suplir a los empleados que disfrutaban su turno de descanso, en el mismo asiento de la compañía, o sea a la estación central del Retiro y a la de Palermo. Más tarde tuve también servicio en el puerto; adonde debía estar a cada arribo de trasatlánticos, para tomar en consigna los bagajes de los pasajeros recién llegados y mandárselos luego a su nuevo domicilio. Tuve que ir muy a menudo a Montevideo para sustituir al empleado de allá y tomar en consignación en aquel puerto los bagajes de los llegados, disponiendo el trabajo de entrega y distribución durante la travesía de Montevideo a Buenos Aires. Esta vida duró seis meses. Mi nuevo empleo estaba bien remunerado, pero los gastos habían aumentado enormemente y no podía hacer las economías que antes, ni por consiguiente, aventajarme en nada. Día a día me alejaba del objeto en que fundaba mi esperanza, que era de propiciarme un porvenir mucho mejor y prepararme, con mi trabajo, una posición independiente. Quería, esto es, que mis energías y mis aptitudes no fueran distraídas de su fuero, ni tampoco agotadas en provecho de otros. Sabía tener la fuerza y las dotes necesarias para algo, y en mi cerebro se iba paulatinamente desarrollando un plan de acción, del cual esperaba sacar un seguro provecho para mi y los míos, colaborando, aunque no fuese en poca medida, a mejorar las condiciones de la colonia italiana, que en aquel tiempo desenvolvía en la República aquel lento y obstinado trabajo que representa hoy día tanta parte de la riqueza y desarrollo civil del país. No me forjaba ilusiones; sabía perfectamente que el éxito estaba a costa de largas y escabrosas luchas y de no pocos sacrificios; pero tenía sobrada confianza en mi capacidad y en mi ahínco, y la esperanza de vencer los obstáculos se convertía en un feliz presentimiento. Vivía en la preocupación de buscar nueva sede y de empezar a trabajar por mi cuenta, poniendo a prueba mis calidades en la lucha que iba a trabar con lo ignoto; deseoso de ponerme a frente de mi mismo y al mundo, de lanzarme a rienda suelta en la batahola de la vida argentina, que estaba en los comienzos de su gran desarrollo. Sin embargo, como mi empleo no era despreciable, estaba en dudas si atreverme a ni a cambiar el rumbo de mi vida. En fin resolví obrar y pedí a la compañía un permiso de diez días, que debían servirme para buscar algo nuevo sin arriesgar mi posición actual, al menos, mientras no hubiera tenido alguna certeza. La constante observación de la vida de la capital había persuadido de que el ambiente favorable para intentar algo con esperanza de éxito era sin duda el de la campaña, adonde la vida estaba por iniciarse junto al cultivo de la tierra. Pedí, pues permiso y anduve en busca de lo nuevo, lanzándome en la nueva fase de mi existencia. V Una vez obtenido el permiso, me dí prisa para buscar algo, resuelto a no dejar nada de intentado para alcanzar mi éxito, en el cual tenía cifrada toda mi esperanza. Estábamos en los primero días de aquel año de 1890, que debía dejar hondas huellas en la vida de la República Argentina, con los cambios de política causados por la revolución. Me dirigí hacia el sur, sin ningún rumbo determinado. Iba allá obedeciendo a una intuición, más que a un razonamiento; conociendo de la vida de la República apenas las apariencias superficiales, como quien careciese de estudios y hubiera estado forzado a un asiduo trabajo. Presentía que en aquella zona de territorio argentino, más que en otras, si bien atrasada con respecto a las demás, me hubiera sido más fácil aplicar mis energías y poner mi voluntad al servicio de alguna iniciativa. Partió conmigo un compatriota y amigo mío, llamada Bartolomé Villa. Hicimos nuestra primer etapa en el Azul, que era entonces poco más que una villa. Un núcleo de habitaciones edificadas a la buena de Dios, con medios y sistemas muy rudimentarios, desparramadas en la llanura alegrada de trecho en trecho por pequeños oasis de tierra cultivada. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 13 Memorias del Pueblo En el Azul nos quedamos un par de días, mas viendo, no obstante nuestros estudios, que por entonces nada había que hacer, emprendimos otra vez nuestra marcha, dirigiéndonos a la estación que hoy día se llama Pourtale, y antes La Tigra, determinados de ir a una colonia situada tres leguas de dicha estación. Pero acá empezaron los percances. Mi compañero Villa sufría del corazón y apenas llegamos tuvo un terrible ataque que por dos días le puso en peligro de vida. Estábamos aislados; como en un desierto, sin médicos, ni farmacias. No había a nuestro alcance que una única casa bastante incómoda para personas sanas, ¡y figurémonos para un enfermo de gravedad! Después de dos días mejoró algo y fue posible meterle al tren y llevarle a Pigüe, colonia muy reciente, iniciada por franceses. Mientras que Villa se curaba yo empecé ha hacer algo. Había llevado conmigo todos mis ahorros y compré unas cuantías de cereales, papas, forrajes, enviándolas a los posibles adquirientes de la Capital. El negocio por ser el primero anduvo bastante bien. Una vez restablecido mi compañero Villa, compramos a medias una casita en construcción en pleno campo, resolviendo iniciar, aunque en pequeña escala, un matadero de cerdos y una fábrica de embutidos. Las cosas no marcharon perfectamente, y como suele acontecer, tuvimos que tropezar con obstáculos imprevistos. Teníamos el mayor interés de concluir pronto la edificación de la casa y su sistemación, de modo que hubiéramos podido aprovechar la estación invernal, que se aproximaba. Con algunos sacrificios y mucha voluntad, sin reparar en fatigas, logramos acabar todo en tiempo, y entonces compramos las máquinas y los utensilios necesarios. Pero... espera hoy y espera mañana, las máquinas no llegaban. Nos consumía la impaciencia. Ya teníamos contratados varios operarios y era forzoso pagarles sin tener trabajo para darles; en fin, acabados los reclamos y puestos en el trance de perderlo todo, resolvimos comprar nuevamente la maquinaria. Se empezó a trabajar, debiéndose de vencer día por día todas las dificultades que no había sido posible preveer. Sabiendo que las condiciones de los colonos y sus costumbres no podían permitirnos de ningún modo fundar ilusiones en el desarrollo de nuestra industria allá en los campos y países limítrofes, ciframos toda nuestra esperanza en el mercado de Buenos Aires. Las dificultades estaban en abrirse camino, en los comienzos, la excelente calidad de nuestra mercadería nos habría luego conquistado el mercado. A principios de Junio de 1890 me fui a Buenos Aires, llevando conmigo dos vagones enteros de carne trabajada. Los negocios fueron buenos, la mercadería califi- 14 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. cada de excelente y pude venderla en poco tiempo en condiciones inmejorables. Animados por este primer éxito seguimos trabajando con mayor ahínco, y un mes más tarde yo salía otra vez para Buenos Aires, llevando una cantidad de embutido todavía mayor que la primera. Pero esta vez las cosas no marcharon muy bien; al contrario anduvieron bastante mal. Había llegado a la capital el mismo día en que estallaba la revolución radical, que duró cinco días y fue muy sangrienta, derribó el gobierno del presidente Juárez Celman y exaltó al doctor Pellegrini. Como he dicho la revolución duro cinco días, y tuve que asistir, forzosamente, a todas sus fases, presenciar aquellas caza despiadada al “vigilante” que, sin embargo, fue útil, porque desde entonces cesó la capital de hallarse a merced de la policía, que era el árbitro verdadero e irresponsable de la vida y de los bienes de los ciudadanos. Naturalmente toda la vida de la capital fue paralizada por la sublevación popular, y yo debí esperar que la tormenta se apaciguara para retirar de la estación la mercadería y entregarla a las casas que debían adquirirla; pero la crisis en el comercio se había producido improvisa y enorme, y tuve que vender en condiciones muy inferiores a lo previsto. Como que los efectos de la revolución perduraran amenazando prolongarse quien sabe cuanto me vi en la necesidad de cambiar la ruta y modificar mucho el alcance de mi iniciativa, a fin de no perder en una especulación que se presentaba llena de obstáculos, el poco que había juntado a cuesta de trabajo y ahorro, y al mismo tiempo para poder resistir a la crisis. Como no fuera suficiente el contragolpe en los negocios, mi socio Villa cayó nuevamente enfermo. Comprendiendo que la única esperanza de mejoras estaba en volver a Italia, fue decidido su retorno; pero esto me perjudicó mucho, debiendo restituir a Villa cuanto le pertenecía, es decir la mitad del capital social. Para mí ayuda tomé en la hacienda a otro compatriota, que se llamaba Aquiles Garelli y residía desde veinte años en la República Argentina. A fin de tener en él a un colaborador activo y fiel le prometí cointeresarle en los negocios, y me vi contento de mantener lo prometido, habiéndole encontrado siempre honesto y trabajador, amantísimo de su deber. Paso a paso el país se iba levantando del terrible golpe de la revolución: mi trabajo se aventajaba y la clientela aumentaba cada día más. La vida no era por supuesto agradable allá, en el pueblito, viviendo constantemente en el trabajo, vigilando día y noche, pensando continuamente en realizar nuevos planes para propiciar el porvenir. Yo había enormemente ensanchado la esfera de mis actividades. Nacido en el campo, asido a la tierra por un cariño Memorias del Pueblo casi filial, a medida que se desarrollaba mi industria en las carnes, se iniciaba también mi industria agrícola. Había empezado por cultivar y hacer cultivar pequeños lotes, y a poco a poco éstos se habían agrandado, sus productos aumentados y el comercio iba a ser notable. Empecé con el cultivo del forraje, luego me dediqué a los frutales y a los bosques tallares. Ninguna de mis iniciativas falló, ninguna empresa naufragó, y esto se debe quizás al hecho de que yo vigilaba directamente mis campos. Asistía a la siembra, al cultivo, a la cosecha, usando de las máquinas agrícolas, que en aquel tiempo no estaban aún generalizadas, pero que representan, como más tarde vino a comprobarse, el único medio racional en la labranza de inmensas extensiones como las de la República Argentina. Y al mismo modo que la producción se hacía bajo mi personal vigilancia, la mercadería se enviaba por mi, directamente, a los mercados de consumo, eliminando de tal modo a todos los intermediarios, que siempre representarán la llaga del comercio, quitando la ganancia al productor y obligando al consumidor a pagar cualquier artículo a precios más elevados que su valor real. De este modo llegué hasta el 1894. En este año, trabajé aun más que en los anteriores, pero mi salud sufrió mucho y los médicos me aconsejaron ir algún tiempo a Italia para reponerme y fortalecer mis energías con los aires natales. Partí. Tenía el convencimiento de no haber malgastado mi tiempo, de no haber faltado a mis propósitos de llegar a ser útil a mi y a los demás. Tenía sobre todo, un inmenso deseo de ver nuevamente mi país, de conocer un poco Italia, de la que todo ignoraba, sus ciudades y sus costumbres. Pero, aun no conociéndola, la amaba, acaso, por ese instinto que hace amar a la madre, a pesar de no conocerla. VI Una vez hecho el balance de la hacienda, ésta fue relevada por mi ayudante, el señor Garelli, quien pudo hacerse dueño con el fruto de los ahorros realizados mientras estuvo a mi servicio. Hay que notar que el capital era mucho más cuantioso de lo que me había servido a mi para empezar. Tenía, además, una numerosa clientela ya formada, mucho crédito y la práctica en el comercio adquirida bajo mi dirección. Podía decirse hombre afortunado, ese señor, Garelli, tenía delante sí el porvenir exento de temores. Cualquiera hubiese dicho que él era en el camino de crearse una posición envidiable. En vez... más adelante veremos. Yo salí, pues, para Italia, y quedé ausente un año. Ante todo fuí a mi pueblo, en el que hice restaurar una casita que poseía en un terreno de escaso valor. Fuí luego a visitar toda Italia, deteniéndome en los puntos principales. Antes de partir para América no había tenido ocasión de ver mucho de mi patria, y la lejanía había disputado en mi el vivo deseo de conocer las ciudades de las cuales oía tanto hablar. El fenómeno social de la emigración, demasiado vasto y complejo para juzgarse a primera vista como algunos hacen, ofrece entre sus lados buenos, la ventaja de formar conciencia nacional en el emigrante, el cual casi siempre deja su patria no conociendo de ella y acaso mal, que el rincón donde ha nacido. Viviendo al extranjero, Italia se presenta por primera vez, como entidad compleja, con su pasado de gloria y poderío, con los grandes hombres nacido en esta o aquella provincia, con las maravillas de su resurrección política, con sus presentes esperanzas. El “campanilismo” que es nuestra llaga viva, o, a lo menos, tal era hasta poco tiempo hace, se atenúa al extranjero, no quedando de las distintas regiones mayor traza que el dialecto. No faltan excepciones, esta bien; pero del lado de las cualidades morales el sentimiento de la italianidad gana enormemente. Se experimenta la necesidad de oír hablar de la patria lejana. Todo hecho, aunque mínimo, reviste importancia grandísima, indescriptible. Un acontecimiento o una fecha que allá pasan desapercibidos, tienen para los italianos que viven al extranjero excepcional significación. El sentimiento de la patria nace, se desarrolla, se eleva a religión. La patria italiana ganaría muchísimo si supiera proveer a cultivar, ayudar y estimular los impulsos del sentimiento patriótico que se despiertan en el espíritu del italiano emigrado. Yo creo sería una noble misión del gobierno italiano la de llenar con obras de amor y de fe aquel vacío que se produce en el alma del que ha emigrado, cuando está invadido por la nostalgia; ese vacío puede llegar a ser un tabernáculo en el cual el hijo de Italia, lejos de su tierra natal y asido por un penoso trabajo al timón de un carro extraño, podría poner y conservar como una deidad augusta el recuerdo de la patria. Pero nada se ha hecho nunca en este sentido y el emigrante se encuentra demasiado a menudo aislado, desorientado, abandonado a si mismo. No solo tenía yo el deseo de ver Italia en sus naturales encantos y en sus monumentos, sino también, y mayormente, en sus costumbres, en los hábitos de sus poblaciones, en las leyes y en sus aplicaciones. Donde quiera que fuese, traté de darme razones acerca de las condiciones de las distintas regiones, buscando el origen de la riqueza y de la miseria, del Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 15 Memorias del Pueblo desarrollo más o menos acentuado de la cultura y las industrias. Particularmente, cuando estuve en Roma, quise asistir a todas las reuniones del parlamento, haciéndome un exacto concepto del engranaje legislativo. No falté poco a las audiencias de los tribunales, sea en los procesos de la tamaña importancia, sea en los de poca entidad. No por satisfacer un sentimiento de curiosidad morbosa, si bien por el deseo de conocer como funcionaba en Italia el organismo judicial. La verdad era que yo recordaba, con un sentimiento de humillación, las muchas veces que, habiendo estado interrogado por extranjeros, acerca, de está o aquella cosa de mi país, no había sabido que contestar, y no quería, volviendo a América, seguir estando en semejantes condiciones de inferioridad; quería también disponer de elementos claros y persuasivos para comparar la civilización de Italia con la de otras naciones y seguir paralelamente su desenvolvimiento. Me formé de mi patria un concepto grandioso. Verdaderamente me sentía orgulloso de ser italiano, pues se me imponía por los hechos la superioridad de Italia con respecto a muchas otras tierras recorridas por mí. Naturalmente no se me habían pasado desapercibidas unas faltas. Pereza de capitales, lentitud de iniciativas, excesiva manía de prolongar a charlas indefinidamente las cosas. Pero se acallaba frente a la grandeza del pasado y a las esperanzas certeras del porvenir. Cuando, en 1895, volví a la Argentina, podía decir de conocer, aunque, aunque superficialmente, toda la vida de mi nación. Volvía contento, seguro de que aquel año de diversión habría sido muy útil a mi porvenir por las nociones adquiridas, en el mismo modo que me había servido recobrar la salud y por haber vivido bajo mi cielo, en contacto con la vida de mis semejantes. Volvía a Pigüe, y mi primer sorpresa fue la de encontrar al señor Garelli, a quien había cedido la hacienda en excelentes condiciones, estando al borde de la ruina. Había sucedido esto. Aquel hombre, óptimo dependiente, carecía de las cualidades de director, faltaba de iniciativas y de energías y también del sentido de responsabilidad, por cuyo motivo él había visto tan solo las ventajas de su nueva posición, pero no los deberes. Encontrándose repentinamente al frente de un ejercicio de cierta importancia, había dejado al caso de continuar y acrecentar su desarrollo. Pero el caso de un colaborador inconstante. Los dependientes del señor Garelli, viendo que el más directamente interesado trabajaba poco, trabajaban todavía menos. La producción disminuyó, la clientela no satisfecha empezó a faltar. No habiendo ya una constante y severa vigilancia el capital fue distraído del principal fuero de acción, y en el mismo tiempo el propietario, con la inconciencia propia de los que no han nacido para guiar y mandar, sino para ser guiados y mandados, sin darse cuenta 16 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. de la realidad, gastaba mucho más de lo que ganaba. De semejante ligereza, desorden e impericia uno solo podía ser el resultado: la ruina. En la ruina encontré pues el hombre, a quien, un año antes, yo había dejado en condiciones privilegiadas y sumamente favorables, y que con su trabajo hubiera podido prepararse un envidiable porvenir. Yo volví al trabajo de los campos, que me atraía particularmente, y del cual esperaba grandes utilidades, resuelto, como estaba a secundar activamente, mis aptitudes de agricultor e industrial. Inicié la industria de la agricultura en pequeña escala, compré una fracción de tierra cultivándola parte en frutales y viñedos, parte en alfalfares. Tenía además arrendadas treinta hectáreas, que trabajaban. Era ya 1898, cuando la compañía de los ferrocarriles del Sud empezó la construcción de la línea del Neuquen, que debía por entonces encabezar la línea, en la espera que la red ferroviaria se prolongase a reanudar la República Argentina con la de Chile, cruzando la Cordillera Andina, los territorios de Neuquen y Río Negro y la región de los lagos, en Chubut. Se me aconsejó de preparar la proveeduría de los tocinos para la extensa línea de los trabajos ferroviarios. Por kilómetros y kilómetros la región que se atravesaba no tenía ganado. El consumo de tocino iba a ser de notable importancia y, por otra parte, dada mi pericia y competencia, el negocio habría sido remunerativo. Esto me convenció y resolví reactivar mi industria de embutidos. El éxito fue brillante. Con la empresa de ferrocarriles cerré contrato para la proveeduría de varios artículos, principalmente forrajes y tocinos. Las comisiones eran tan importantes, que de solo tocino tenía que enviar semanalmente un vagón de diez mil kilos. Este trabajo duró tres años y durante ese tiempo yo quedé proveedor de la empresa sin incurrir en el más mínimo inconveniente o en reclamos, con perfecta satisfacción de parte de los clientes, que eran ingleses, apegadísimos al respeto de las condiciones contractuales. Hay muchos, que en los negocios, tiene la ilusión de que las ganancias sean mayores y más rápidas engañando al otro contrayente; podrá acaecer que alguna vez esto suceda y que algunas fortunas se formen con medios ilegítimos. Pero yo estoy convencido que la suerte acompañe más segura, aunque más lentamente, a los que cumplen por entero con sus compromisos, manteniendo a la letra todo cuanto se haya prometido y exigiendo otro tanto de los demás: el mayor respeto a la palabra dada y el cumplimiento estricto de las obligaciones. Cuando uno ha hecho su deber tiene más valor para reclamar sus derechos, y de armonía del deber con el derecho nace el equilibrio de la vida y de las relaciones entre el hombre y hombre, entre ciudadano y estado. Memorias del Pueblo Yo seguía extendiendo el círculo de mis negocios y aumentando al mismo tiempo el capital, y esto me satisfacía, pues veía crecer bajo mi vista el fruto de mi trabajo; pero, a mas de este hecho material, estaba yo contento en saber que los que hacían negocios conmigo estaban complacidos de mi modo de obrar y se forjaban exactos juicios sobre los italianos. Me sentía feliz de servir, si bien en mi reducida esfera, la causa del buen nombre italiano, el cual influía luego en las opiniones ajenas acerca de la nación italiana. VII En aquellos días pareció inminente e inevitable el estallar de la guerra entre Chile y la Argentina. Bullía la preparación militar; el país estaba como atolondrado en la espera de cosas graves. Ninguno de los dos estados había ordenado oficialmente la movilización de las tropas, no obstante era notorio el trabajo de los estados mayores, y todos sabían que las tropas iban amontonándose a la frontera. Pretexto al hastío entre las dos naciones eran los lindes territoriales. Pretexto muy cómodo y siempre a la mano, si se piensa en lo extenso y accidentado de una línea de frontera, que ha de pasar necesariamente en las escarpadas de la Cordillera de los Andes. Pero la razón verdadera del conflicto era otra, mucho más importante: era el deseo de la República Chilena de insinuarse en los territorios meridionales de la República Argentina, bajar la Cordillera frente a la Patagonia, enseñorearse de ésta y lograr de tal modo un desemboque en el Atlántico. Chile anhelaba de muchos años, anhela y anhelará siempre en hacerse país del Atlántico. Su desgraciada conformación física, faja demasiado larga y demasiado estrecha a lo largo del Pacífico, pone el Chile en una condición de inferioridad absoluta frente a las Repúblicas Sudamericanas, y particularmente frente a Brasil, Uruguay y Argentina situados sobre el Atlántico, con proximidad a Europa. Chile, que es nación rica de energías humanas, rica por fecundidad de suelo, abundancia de minas y muchos otros recursos naturales, se halla como impedido por su posición geográfica. Le resulta, pues muy difícil el intercambio con Europa a través de la Argentina, sea por la necesidad de cruzar la cordillera, medio inseguro, largo y costoso, sea por la lentitud de la travesía marítima por el estrecho de Magallanes. Nada más natural, por consiguiente, y al mismo tiempo nada más alarmante, que Chile busque paso al Atlántico, lo cual no puede conseguir que a cuestas del territorio argentino, o sea quitando a la Argentina una dilatada zona de la Patagonia: región, esta última, que si bien actualmente descuidada por el gobierno argentino, no deja tener delante sí un gran porvenir económico. Todo esto, evidentemente, no estaba admitido ni por Chile, como intención, ni por la Argentina, como peligro, y las diplomacias seguían con antifaces, jugando sobre la rectificación de los límites, sin ponerse nunca de acuerdo. El espantajo de la guerra se paseaba, amenazador en las cumbres de los Andes, mientras que en las capitales y en las ciudades las poblaciones, embriagadas por la idea de la lucha armada, se desgañitaban pidiendo guerra, vituperando por las calles y en los periódicos a la nación hermana vuelta en adversaria y al punto de volverse enemiga. Movilización oficial no había, pero se alistaba los voluntarios y se preparaban las legiones. Los italianos dieron ese día una prueba de su hermandad que nunca podrá olvidarse, por más tiempo que pase, porque hay gestos y beneficios que nunca se olvidan. La condición de la república era cuanto de anormal quepa imaginarse. No se pensaba que en la guerra: había quien la deseaba y la invocaba y quien, por el contrario, la temía y la deprecaba. Todos estaban envueltos, atolondrados por una atmósfera ficticia que se había ido formando poco a poco, desde el comienzo del conflicto, a través los comicios, las demostraciones populares y las intemperancias de la prensa. El sexto regimiento de artillería, a las ordenes del general Ramón Ruiz, vino a Pigüe con rumbo a Sud; no se sabía a donde. Tal vez a Bahía Blanca, tal vez al Neuquen o a San Martín de los Andes; lo que importaba es que se dirigía al Sud, hacia el punto de donde debía venir el enemigo, o desde el cual se hubiera iniciado una probable marcha de invasión. El regimiento fue alojado en los depósitos de la Sociedad “Curumalán” concedidos por el señor Miles Pasman; pero se le hacía imposible al regimiento permanecer en Pigüe, a donde los proveedores, aprovechando la ocasión, se hacían pagar todas cosas a precios elevadísimos, especialmente leña y forrajes. En vista de eso el general Ruiz se fué a Bahía Blanca para buscar allí mejor alojamiento a sus soldados. Mas, a pesar de su buena voluntad, el general no había logrado encontrar lo que buscaba, y alarmado por las dificultades, que hubieran podido hacerse mayores y tener dolorosas consecuencias al estallar la guerra, confió sus aprehensiones al ingeniero. C. Malmen, director de los trabajos del ferrocarril del Neuquen. El ingeniero aconsejó al general de mandarme llamar, diciéndose seguro de que yo le habría sacado de los apuros. Llamado por el general y puesto al corriente de las necesidades del regimiento, que debía de llenar presente la nota de los precios y me comprometí proveer todo lo que fuese menester. El mismo día empecé la proveeduría. Cuando, después de quince días, llegó a Pigüe el representante del Intendente de Guerra, se- Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 17 Memorias del Pueblo ñor Sainz Loza, encontró regular el contrato, lo ratificó, y yo vine a ser proveedor normal del regimiento y me quedé con el cargo con la satisfacción de las autoridades militares, mientras que el regimiento se quedó acuartelado en Pigüe. Mis precios, en los que evidentemente tenía calculada una parte racional de ganancia, eran enormemente inferiores a los presentados por otros concurrentes; y cabe aquí observar que, siendo yo un extranjero, hubiera podido no guardar consideraciones, mirando exclusivamente en mis conveniencias. El regimiento de artillería permaneció en Pigüe alrededor de seis meses. Durante este tiempo no solo lo proveí de todo cuanto necesitaba, mas hice también otras importantísimas comisiones de acuerdo con la Intendencia de Guerra, para las tropas acuarteladas en General Roca y Chos Malal, llenando exigencias de la Intendencia y de los jefes. Mientras hacía lo posible por cumplir con mis obligaciones, teniendo que trabajar muchísimo para que todo llegase en tiempo a su destinación, varios jefes me confiaron otros cargos, no contemplados en los contratos, como ser el censo de los vehículos, caballos y mulas de carga de aquella zona y otros servicios: tareas que yo desempeñe desinteresadamente para contribuir de mi parte a ayudar al país hospital, en aquellos momentos difíciles. Cuando fue allanado el conflicto y todo peligro de guerra hubo desvanecido, el Intendente de Guerra, señor Huergo, me hizo remitir una nota de agradecimiento, en la cual, después de enumerados los servicios prestados por mi a la República, decía. “Y por tales servicios le doy gracias como se merece, satisfecho de haber constado, una vez más la solidez de los vínculos que unen el pueblo argentino con la honorable colonia italiana”. Aquel año en Pigüe el aniversario de la conquista de Roma fue celebrado con particular solemnidad. Participaron oficialmente en los festejos todos los oficiales del regimiento y los jefes de la guardia nacional. El entusiasmo de las autoridades y de la población hacia Italia fue indescriptible. Y por primera vez en esa ocasión tuvo lugar en concierto vocal e instrumental al cual concurrieron todas las señoritas de la villa, pertenecientes a la mejor sociedad. Por mi parte estaba complacido de haber contribuido en preparar un ambiente tan favorable en Italia, y de encontrarme no último en medio de tanta gente, habiendo llegado en mi modesta pero decorosa posición con el trabajo, la economía y la honestidad. 18 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. VIII Durante esos años yo había trabajado muchísimo. Había vigilado siempre el complejo engranaje de mis asuntos: sea el cultivo de los campos, sea la industria de las carnes y el despacho de las proveedurías que se me habían comisionado. He tenido siempre el sistema de empezar el trabajo ante que mis dependientes y dejarlo después de ellos. Puedo decir, sin embargo, que por estar apegado a mis intereses, no descuidando nunca las menores ocasiones para aumentar mis caudales y prepararme un porvenir desahogado, jamás me he atrincherado en egoísmos, haciendo por contrario todo el bien que estuvo a mi alcance. Particularmente en lo que se refería al decoro y a la defensa del nombre italiano, puedo decir modestamente de haber cumplido con mi deber, no rehusando consejos, labor, y dinero siempre que la patria lejana reclamase ayuda y defensa de sus hijos esparcidos en el mundo. He sido siempre sensible a las alegrías y a los pesares de mi patria, y he hecho todo lo posible para recordar a mis compatriotas su origen, y para inducirles a mantenerse unidos con obras y pensamientos a los destinos de la tierra natal. Cuando falleció Rey Humberto quise que la colectividad italiana conmemorara dignamente y en forma solemne al segundo soberano de Italia, y la conmemoración, en la que asistieron todas las autoridades y las representaciones de las demás colectividades extranjeras, fue verdaderamente decorosa e inolvidable. En el modesto, mas sincero discurso que me cupo pronunciar en homenaje del Rey muerto, mientras hice notar los grandes méritos que tenían los italianos en el desarrollo civil de Pigüe, pedí al Intendente quisiera consagrar una calle al nombre de Rey Humberto. El intendente gustoso accedió y actualmente la calle Humberto Primo es una de las más notables del pueblo. Había fundado, siete años antes, una sociedad italiana de Socorro Mutuo y por seis años consecutivos la había presidido, con todo, tendría que confesar ahora, no se si con razón, que no tengo ninguna fe en las sociedades italianas al extranjero. Sería quizás mucho mejor reunir a los compatriotas toda vez que se presentara la oportunidad; pero agruparles en sociedades no me parece provechoso, pues el beneficio que se saca es muy inferior al perjuicio. Esto, naturalmente, con respecto al campo, no atreviéndome a juzgar lo que sucede en las sociedades italianas en las grandes ciudades, adonde los socios son profesionistas u operarios y forman un elemento más evolucionado y apto para comprender los medios y las aspiraciones de los Centros. Precisa no olvidar que nuestros colonos del campo adolecen de la preparación necesaria a tales fines. Memorias del Pueblo Y uno no tiene el derecho de exigirles más a nuestros colonos. Ellos son muy trabajadores, tienen la virtud de ahorro y saben conformarse en privaciones y en cualquier clima, aceptando las necesidades, rudas a menudo, de la existencia en el campo. Empero faltan, particularmente cuando están reunidos, de aquel sentido de proporción indispensable para cumplir con lo que la vida social exige. En las sociedades despiertan ambiciones, vanidades, partidos personales. Y por ser la vida diaria penosa y árida sucede que cuando si ofrece la ocasión de estar unidos y regocijados por alguna fiesta, se excede el carácter de cada uno ostenta sus peores calidades: la intemperancia, el amor a la algazara, la alegría llevada más allá de la corrección. Siguiendo las costumbres de los españoles, que han trasplantado en la América Latina sus romerías, también los italianos llevan en largo sus fiestas, abandonándose al ambiente ficticio producido por ellas. En resumida cuenta nada hay de mal si se considera que también los colonos tienen el derecho a algunas diversiones para descansar de su duro y continuo trabajo. Pero los modales exceden a las intenciones; se pasa el justo límite; el decoro y hasta la dignidad del nombre italiano pierden de su valor en tales fiestas que se deforman automáticamente, sin la voluntad de nadie, pero con el concurso de todos, en verdaderos bacanales. Perdida por algunos la noción de lo lícito y de lo humano, la fiesta degenera a veces en pelea, y lo que menos puede seguir con trazas de recortes, iras prolongadas y odios tan profundos como irracionales. A mi me parecía poco digno celebrar las fechas solemnes de nuestra patria en modo tan bochinchero, con algazaras durante todo el día y tantas noches y me irritaba el hecho que los italianos se dirigieran a todo el mundo con el fin de juntar premios para sus loterías, objeto para sus bazares, después de haber pedido subscripciones a todos. Hacen cerrar todos los negocios formales, para que trabajen los informales. Todo considerado, tengo la persuasión que comparándose el bien con el mal ocasionado de la existencia de esas sociedades, más valdría no hacer nada de ellas. Hay, en la verdad, el problema de la beneficencia y del socorro mutuo a esto se pudiera proveer de otro modo. Consta el hecho de que, prescindiendo de toda asociación, jamás se rehusaron los italianos a subsidiar, en proporción de sus medios, a los compatriotas caídos en la desgracia. Sea que las condiciones de los colonos casi nunca eran misérrimas, sea que el espíritu de solidaridad y hermandad patriótica clame más fuerte lejos de la patria, se puede afirmar que ningún italiano se niega a venir para ayudar a uno que lo necesita. Y puesto que tal cosa se verifica, puesto que a la beneficencia proveen las colectividades en un modo o en otro, cae a mi juicio una de las razones más sólidas que pudieran aconsejar la agrupación de los italianos, al extranjero, en distintas asociaciones. Se perfectamente que mediante las sociedades la beneficencia y el socorro mutuo están disciplinados, tiene carácter de estabilidad y representan para los socios una esperanza certera; mas la verdad es que las ventajas son todas teóricas, que la gran mayoría de las asociaciones viven una vida penosa y raquítica; en los pueblos donde son pocos, porque son pocos, y donde son muchos, las sociedades se multiplican con la facilidad de las langostas. Y no debe creerse que tales divisiones y fracciones respondan a distintos criterios políticos o filosóficos o a cualquier dualismo de ideales. El primer ambicioso que no logra ser presidente se separa con su grupo y funda la nueva sociedad, la cual busca o inventa razones para obstaculizar y denigrar la otra sociedad. Y el proceso de subdivisión se repite, evidentemente, en razón geométrica. Yo confió en que, con el tiempo, las cosas irán cambiándose. No se debe olvidar que mis impresiones datan de muchos años, y puede ser que no me haya percibido de las mejoras ya verificadas. Las apariencias confirman mis teorías, más repito, como todo se modifica en este mundo, puede ser muy bien que nuestros emigrantes sepan en adelante guiar con más acierto sus asociaciones. Hoy como hoy tengo sobradas razones para creer que las sociedades italianas, máximamente las del campo, no responden al fin por el cual han sido creadas. ¿Me equivocaré? Mi larga experiencia, que ha ido formándose en ambientes distintos, me hace tan solo confiar el porvenir. IX En una tregua de trabajo, inducido por mi deseo de adquirir nuevos conocimientos de la vida y del mundo, resolví visitar Chile. Ir a Chile por la vía de los Lagos no era emprender un paseo, siendo muy grandes las dificultades del camino; y sí estas están compensadas de la majestuosa belleza del paisaje, hay que sobrellevar en cambio no pocas ni leves dificultades. Aun hoy día toda la zona preandina del territorio argentino se presenta difícil e insegura para ser recorrida. No obstante la línea ferroviaria llegue hasta el Neuquen y nuevos caminos se hallen trazados, sino precisamente construidos. Hay que reconocer que toda la zona meridional de la República Argentina, llamada región de los Lagos, está entre las más bellas del mundo y ostenta singularidades panorámicas, las que pueden competir con los puntos más afanados de Italia y Suiza. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 19 Memorias del Pueblo En varios puntos la Cordillera de los Andes tiene la salvaje y solemne belleza de los Alpes. Nada había que yo no conociera sobre la línea ferroviaria en construcción que llega hasta ahora hasta Neuquen, pero que no pasaba entonces de General Roca. Sin embargo, volviendo a pasar por aquellos lugares en ese tren incómodo ni mucho menor rápido, y viendo las primeras tentativas de colonización y de cultivo, pensaba en el alcance que llegaría a tener con un tiempo relativamente corto aquella vasta comarca del territorio argentino, si fueron otros los criterios administrativos a los que está sometida, y si la inconsciencia de los gobiernos y la culpable holgazanería de las clases cultas no despilfarrasen incomprensibles pero inexorablemente los esfuerzos del pueblo trabajador. Si los italianos, que acá han venido por millones hubieran podido dar a Italia una décima parte de sus energías gastadas en esta tierra; si sus incomparables virtudes de cultivadores, reproductores, creadores y conservadores de riquezas hubieran podido ser devueltas a Italia, hoy día nuestro país sería indudablemente el más grande y el más rico del mundo, como lo es el más hermoso. Pero Italia es reducida y sus hijos se ven obligados a buscar afuera el ambiente favorable al desarrollo de sus singulares dotes de trabajo, de ahorro y de iniciativa. Llegué, pues, con el tren a General Roca, actualmente uno de los pueblos más ricos del territorio de Río Negro, pero en aquel entonces una pequeña villa en formación, adonde había más chozas que ranchos, más ranchos que casas. Viajaban conmigo algunos ingenieros de la línea ferroviaria, y estaban completamente de acuerdo con mis opiniones, a la vista de tanta riqueza de suelo y tanto abandono por parte de los gobiernos y clases facultosas, lamentando se sustrajese a la humanidad el beneficio incalculable que los hombres habrían podido sacar de aquella tierra capaz de producir lo necesario para abastecer a la proveeduría de todo un mundo. Llegamos a caballo a Neuquen, a donde confluyen los ríos Lima y Neuquen, los cuales dan vida al Río Negro, que recorre hasta el mar y fertiliza una vastísima zona del territorio, en la que han surgido varios pueblos destinados a transformarse con el tiempo en grandes centros de producción y de progreso. Aquellos pueblos esperan, para lanzarse audazmente hacia el porvenir, que estén acabados los grandes trabajos ejecutados por el brazo italiano y cuya concepción se debe al genio italiano: la creación del vastísimo lago artificial que será llamado “Lago Carlos Pellegrini” y el gran canal destinado a frenar los periódicos aluviones que siguen los desbordamientos del Neuquén, y a alimentar el Lago Pellegrini servirá luego de enorme dique para la irrigación natural de todo el territorio de Río Negro. Satisface el pensar que haya sido un italiano el ingeniero Cipolletti, al concebir una obra tan audaz, solu- 20 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. cionando simultáneamente un doble e importantísimo problema: el de contener las aluviones, que destruían a menudo todo el trabajo de los colonos, sumiendo en la miseria pueblos enteros y haciendo a veces víctimas humanas, y el de proveer la irrigación del territorio, librando al colono del temor aterrorizador de verse arrebatado por la sequía el trabajo de todo un año; Lo que desgraciadamente, sucede con frecuencia. Teníamos con nosotros, como reserva, un pequeño rebaño de caballos, y de ese modo, cruzando día y noche la inmensa llanura accidentada por frecuentes médanos que confieren al suelo el aspecto de un paisaje convulsionado por un reciente temblor de tierra, sensibles a todas las voces de una naturaleza salvaje, al hollar y al relinchar los caballos, mientras, bajando las pendientes lejanas, las aguas del Limay corrían en su lecho apresuradamente, pensábamos en la existencia salvaje que pocos años antes vivían en aquellos parajes los indios, no alcanzados todavía por la civilización. Yo evoqué la tragedia de la Sierra de la Ventana, adonde Silvino Olivieri, el bravo coronel italiano, que tan valerosamente había combatido por la libertad argentina, había sido matado por sus mismos soldados quienes le habían acompañado en la primer legión militar para rechazar las invasiones indianas y fundar una nueva ciudad, que habría llevado el nombre de Nueva Roma. Mas los soldados, intolerantes de la disciplina férrea impuesta por Silvino Olivieri, y acaso exasperados por su severidad en castigar las faltas, o incapaces quizás de soportar por más tiempo las grandes asperezas de aquella vida, en medio de las arideces de los llanos pedregosos y escuálidos, tomaron una conjura y mataron a su jefe, que empero hizo pagar su vida bien cara. Así languideció la hermosa idea, y ahora Nueva Roma no es más que un pequeño agrupamiento de viviendas, a pocos kilómetros de Bahía Blanca. Después de doce días de viaje a caballo, costeando el Limay, llegamos al Lago Nahuel Huapi, maravilloso por la trasparencia de sus aguas, por la salubridad de sus aires, por la belleza de sus orillas, al pie de los enormes colosos de los macizos andinos. También muy hermoso es el lago Buenos Aires, que visité después del Nahuel Huapi al cual volví atravesándolo en canoa, llegando al mismo pié de la cordillera, frente al monte-volcán “El Tronador”. Ascendimos a pié la montaña alta y escarpada, siguiendo un camino trazado por las caravanas, bajamos en la otra pendiente, hasta las márgenes del lago de Todos los Santos, que cruzamos en bote. Y luego, otra vez a caballo, por sendas escuálidas y toscas, hasta Puerto Montt, en donde llegamos después de dos días de marcha a lomo de mula. En Montt nos embarcamos, tocamos el pequeño puerto de Valdivia para desembarcar luego en Coronel, en donde pudimos por fin tomar el tren y llegar hasta Santiago. De Memorias del Pueblo ahí pasé a Valparaíso, para volver a Argentina cruzando nuevamente la cordillera de los Andes, y tomando la vía de Mendoza-Buenos Aires. A Buenos Aires llegue cuarenta y tres días después de mi salida de Pigüe. Este viaje me fue utilísimo por muchas razones. Primera, la necesidad de una tregua a mi trabajo asiduo, a fin de refrescar mis energías algo fatigadas en la excesiva aplicación. Segunda, el deseo de hacer una comparación, si bien imperfecta, de las condiciones en que se encontraban las dos repúblicas vecinas y rivales. Por más rápido que hubiera sido mi pasaje en las tierras chilenas, las nociones prácticas que tenía, junto a la facilidad de juicios adquirida con la experiencia me fueron de gran auxilio para formar opiniones que creo ecuánimes. El viaje fue al mismo tiempo útil a mi cultura de agricultor y ciudadano, poniéndome en contacto de otro pueblo educado con diferentes sistemas de vida, dotado de distintas tendencias civiles y políticas, de otros métodos de cultura, de otras fuentes de actividad. A demás me hizo conocer toda la zona argentina comprendida entre la Capital y Mendoza, las provincias intermedias en apariencia tan uniformes y sustancialmente tan distintas una de otra por el grado de civilización alcanzado por cada cual, por sus diferentes grados de riqueza y por sus esperanzas venideras. Todo considerado, el viaje a Chile me hizo lamentar no haber tenido medios, en los años de la juventud, de viajar mucho, pues creo que ninguna escuela es tan útil al hombre como la de visitar cuantas más tierras y cuantos más pueblos le sea posible. La instrucción dada por los libros es indudablemente óptima, pero la vida se aprende viviéndola. X Sin embargo tenía la necesidad de un mas largo descanso y también la de satisfacer el vivo deseo de formarme una familia. La línea ferroviaria entre Bahía Blanca y Neuquén estaba concluida. Yo había seguido siendo el proveedor de la línea de los artículos mencionados, y a medida que procedía ésta, iban aumentando las responsabilidades y el trabajo lo mismo que las preocupaciones, también con motivo de haber enormemente ensanchado la esfera de mis negocios, continuando yo en cultivar mis tierras y haciendo cultivar las que tenía arrendadas. Comprendía que había llegado el momento de dar a mi existencia un nuevo rumbo, de completarla, formando una familia. El hombre puede quedar solo mientras tenga que alcanzar una meta que no le consienta vincular a la propia la existencia de otros seres, a quienes no puede ni debe imponer de compartir excesivos riesgos y sacrificios. Pero apenas lo pueda, el hombre normal está inclinado a crearse una familia propia, a dar objeto a su trabajo, a obedecer a las leyes naturales de la perpetuación de la especie. Yo había elegido, desde algún tiempo, a aquella que debía ser la madre de mis hijos. Arreglé mis negocios y partimos para Italia en viaje de bodas. Visité nuevamente la península y cinco meses después regrese. Estábamos en 1901. Empezaba un siglo: yo había vivido lo suficiente para conocer la vida, al menos en sus lados activos. Había trabajado mucho y sufrido un poco, me había hecho una norma de vida muy sencilla pero segura, máximamente para uno que, como yo, no tenía y no tiene ambiciones que excedan a la posibilidad de sus medios y de su posición. Uniéndome a la mujer elegida por mi, mi deber empezaba a tener un fin bien determinado: la preparación del porvenir para los que hubieran nacido de mi sangre y hubieran vivido en gran parte según la directiva que yo hubiese fijado en su mente. El camino que había recorrido en la vida no había sido mal aprovechado. Nacido en una aldea cortada casi de la vida civilizada, perdida entre montañas, había desafiado valerosamente a lo desconocido representado siempre por la emigración. Desde niño, puede decirse, había bastado para mi; más allá había bastado también para los otros, juntando al mismo tiempo, con la perseverancia de una hormiguita, las migas de mi trabajo, no quitando la vista de los días venideros. Lamentaba, esto si, las lagunas de mi instrucción, sintiendo que, si en cambio de las pocas y sumarias lecciones recibidas del maestro de la pequeña escuela rural, hubiese podido tener una cultura, si bien modesta, me hubiera sido mucho menos dificultoso abrirme camino en la vida. De cualquier modo que sea, había pasado mi juventud y entrado en la madurez con un discreto caudal de conocimientos prácticos y de ganancias, de las que podía regocijarme no sólo por el valor que representaban, más también por su proveniencia, siendo el fruto legítimo de grandes esfuerzos y algún sacrificio. Con el nuevo siglo mi existencia emprendía también ella a recorrer nuevas etapas. Mi último viaje a Europa, que había sido el viaje de bodas, era como el término entre dos períodos de vida. Comprendí luego que para mis aspiraciones no podía quedarme en Pigüe. Todo lo que había sido posible intentar en aquella zona del territorio yo lo había hecho, y no lo hubiera hallado más en ella ambiente favorable para mis proyectos, que eran más bien vastos. Las tierras en derredor de Pigüe estaban fraccionadas y en mano de pequeños propietarios. Ni estos hubieran querido deshacerse de sus propiedades ni yo hacerme dueño. Se me imponía, pues, para desenvolver mi acción sobre un vasto plan de colonización, llevar las tiendas Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 21 Memorias del Pueblo Figura 4. Fotografía del matrimonio Benigna Lebeaud y Pablo Guglieri, con sus cuatro hijos mayores: Elena, Delia, Teo y Pablo (h.) a otra parte. Cosa siempre muy poco grata, porque el hombre esta vinculado a los hábitos y ama los lugares en que ha vivido muchos años, sea por conocerlos y por estar seguro de no tener sorpresas, en medio de ellos, sea por esa ineludible ley de connaturalización al ambiente, por la cual un horizonte o panorama se hacen necesarios a nuestra vista, lo mismo que en la vida es necesaria una casa. Salí de Pigüe en busca del sitio que debía acoger mi nueva morada y cobijar mi porvenir. Después de haber visitado varios puntos de la República, opté por una lote en las cercanías de Bolívar, a donde compré seiscientos diez hectáreas de campo de un señor Daireaux-Molina. La tierra estaba, precisaba arrancarle los tesoros que ocultaba en sus entrañas, bajo esa costra escuálida que se extendía a lo lejos, semejando un vasto océano arenoso. Si aconteció que de la nada surgiera una iniciativa, eso puede ser seguramente la colonización de aquellos campos. 22 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Allí no había nada, ni un solo palmo de sombra para resguardarse de los rayos de sol. De todo lo que iba a nacer no había, en el comienzo, que mi ardiente esperanza y una fe absoluta de mis fuerzas y de mi voluntad. Necesitaba una vivienda para mi y mi familia, y tuve que empezar con fabricar los ladrillos, y el azadón bajo la primer vez hendiendo la tierra virgen, que por siglos había estado azotada por lluvias y soles. La tierra fue hendida, socavados los primeros surcos para los cimientos de la casita, y luego las barrenas, penetrando en las entrañas, fueron a buscar el agua. Como sangre viva, por la herida profunda brotó el agua, empezándose con ella la vida, pues la tierra por primera vez respondía a la voz del hombre. Se concluía el desierto, la civilización balbuceaba su primera palabra. Desde entonces se estrechaba, entre el hombre y la tierra, su pacto de colaboración, y la tierra, nuestra grande y augusta madre, prometía sus caudales inagotables a quien la hubiera trabajado con fe y cariño. Yo no se de que se componga el orgullo de las Memorias del Pueblo Figura 5. Estancia “La Elena” de Pablo Guglieri en las cercanías de Daireaux. personas superiores, de las que vencen las batallas, escriben libros, inventan nuevas aplicaciones científicas, más se que una alegría, a la que no puedo imaginar superior ninguna otra, la levantarse solos, en medio de la pampa sin confines, bajo el resplandeciente rayo de sol, y exclamar: acá donde hay la desnudez del desierto, yo haré nacer la vida. Nació la vida triunfadora. Triunfó a pesar de las desesperadas previsiones de todos. Mis conocidos, los que vivían no muy lejos de mis nuevos campos, estaban convencidos de que yo hubiera hecho un negocio desastroso. Me compadecían, afirmando que de esas tierras arenosas no me habría sido posible sacar algo, por más esfuerzos que hiciese. No sólo se mostraban persuadidos de las dificultades iniciales en el cultivo de esos campos, sino que estaban segurísimos, y lo decían en voz alta, de que todas mis esperanzas habían de ser azotadas por la natural esterilidad del suelo. Los pronósticos no eran por supuesto halagadores, empero debo de confesar que no me afectaron en lo más mínimo y no entibiaron mi fe en la certeza del éxito. Los trabajos preparatorios se cumplieron rápidamente. La casita fue edificada en pocos meses, muy sencilla, casi rudimental, sin superfluos y quizás sin comodidades, pues me consideraba algo como en tiempo y en estado de guerra y me conformaba con tener un alojamiento en lugar de una casa. Esta habría venido, como vino en efecto, a batalla concluida. Llegó mi nueva familia: se podía comenzar. La estación era propicia. Viendo alrededor los arados que habrían entre poco abierto surcos en la tierra, viendo a mis colaboradores listos para la obra, se me inundaba el alma de alegría, me impelía la ansiedad en la espera del prodigio que se había cumplido. Tal vez en medio de tanta fe y alegría había orgullo. ¿Mas quien podría contener a los colonos, solo porque son tales, las satisfacciones juzgadas legítimas cuando se refieren a individuos de otras profesiones? ¿Debería, pues, la labranza de los campos, que indudablemente es la más útil entre los trabajos humanos, ser considerado inferior a los demás? Confieso que experimenté entonces un gran orgullo. Y todavía lo experimento. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 23 Memorias del Pueblo XI Sembré en el primer año cincuenta hectáreas de terreno con alfalfa, que es uno de los forrajes mejores y más usados, no solo en la República, más en dondequiera, siendo grandísima su exportación. Puede decirse que la alfalfa es uno de los géneros de mayor producción en buena parte de la República. En otra parte sembré ciento veinte cajones de papas. La cosecha superó cualquier previsión y sorprendió a los que habían pronosticado la ruina. Coseché nada menos que tres mil bolsas de papas y ocho mil kilogramos de alfalfa. En adelante, sembré maíz, trigo, y avena, y todo dio resultados satisfactorios. Llegué a tener de ese modo las seiscientas hectáreas sembradas con alfalfa, y mil hectáreas más, que al cabo de dos años había comprado a la señora Rosello R. Viuda de Piñero. Pude cosechar setenta mil kilogramos de simiente de alfalfa especial, y treinta mil de calidad inferior. Las mil seiscientas hectáreas las hacía trabajar directamente con labradores que estaban siempre a mi servicio y tenían salario fijo. Mientras tanto yo había tomado en arrendamiento once leguas de terreno, o sea trescientos setenta y cinco kilómetros cuadrados, emprendiendo en cada una las obras de cultivo. Esta inmensa zona de tierra la cedí luego a otros arrendatarios, a quienes había hecho, contrariamente a las costumbres generales, condiciones humanas y liberales. Ninguno de ellos tenían la obligación, que casi todos los dueños imponen a sus colonos, de comprarme a mi los artículos de consumo para el campo y para la familia, y ni tampoco la de venderme los productos de la tierra trabajada por ellos. Estaban completamente libres de comprar y vender a quien y de quien y como mejor les pareciera. Igual libertas tenían en la trilla. Yo les vendía a mis colonos máquinas y arados, pero en su interés, pues, siendo yo agente de las importantísimas casas introductoras de máquinas Hasenclever, Agar Cross y Drysdale, y percibiendo un descuento sobre las ventas, cedía este descuento a mis colonos, proporcionándoles de este modo una rebaja no indiferente. Respecto de las cualidades de los colonos tomados a mi servicio o puestos a cultivar en arrendamiento mis campos, puedo llamarme afortunado. Nunca tuve ocasión de graves disputas ni de graves reclamos y lo prueban el hecho de que jamás necesité el auxilio de las autoridades para defenderme de abusos y malversaciones. Por otra parte hay que observar que todo el colosal trabajo de colonización se cumplía bajo mi dirección, y que yo ejercía la más estricta vigilancia en todo, no descuidando nada, ni las cosas insignificantes; y esto, tanto con respecto de los campos trabajados para mi cuenta absoluta, como con respecto de las tierras arrendadas. La división de los 375 kilómetros cuadrados la hice yo mismo, sin necesidad de recurrir a la obra costosa y no siempre perfecta de los agrimensores. Entregué Figura 6. Interior de la Estancia “La Elena” de Pablo Guglieri. 24 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo a cada colono su lote de tierra bien demarcado, evitando las disputas penosas que surgen comúnmente entre los colonos por la determinación de límites en los campos respectivos. Y cuando, mas tarde compré otras quinientas hectáreas, parte del señor Daireaux y parte de los herederos de Piñero, fraccioné yo mismo la nueva finca en pequeños lotes, que luego vendí para formar el nuevo pueblo, concediendo las más amplias facilidades de pago, y cooperando en tal sentido al surgir de un nuevo centro de vida y de riqueza. Gracias a esta cooperación y a otras formas de actividad de las que me complazco, el pueblo, que era antes una muy reducida aglomeración de viviendas, se intensificó, se delineó, adquiriendo una fisonomía propia. A medida que se agrandaba se poblaba, aumentando el movimiento del trabajo y de los negocios. De los terrenos que yo había emprendido a colonizar y que eran propiedad de los señores DaireauxMolina, de los herederos de E. Piñero, Martini, Echegaray y del doctor Pirovano, obtenía solo en cereales una producción anual de más de trescientos mil bolsas. Pero el trabajo era inmenso. El tiempo escaseaba para vigilar, dirigir, fijar todo; tuve que estudiar el modo de subdividirlo sin desperdiciar una hora. Cuatro caballos, dos de tiro, dos de silla, estaban siempre a mis órdenes, para mi uso particular. Muy a menudo, cuando menos me esperaban, mis colonos me encontraban entre ellos, al amanecer, antes de empezarse los trabajos. Les enseñaba a todos el manejo de las máquinas de los utensilios, organizaba su trabajo, aconsejándoles lo que debían de hacer en el recíproco interés, acostumbrándoles a conservar sus máquinas en perfecto estado. Podría decir que el primer surco, en cada finca, lo abrí yo, con mis manos. Y si, llegando en un campo, me apercibía que un arado trabajaba imperfectamente, lo hacía sacar del surco, lo examinaba y lo arreglaba yo mismo, enseñando a los colonos el modo de conservarlo y de repararlo; y todo esta era de gran ventaja para ellos, sea porque la manutención de las máquinas venía a serles muy poco costosa, sea porque, teniéndolas siempre arregladas, podían producir con ahorro de fatiga y con resultados incomparablemente superiores. Lo que hacía con los arados lo hacía también con las otras máquinas, que más lo necesitaban por ser más complejas y más sujetas a deteriorarse, máximamente las sembradoras y las segadoras. Uno de mis mayores cuidados era también el tratamiento hecho a las bestias del trabajo. No solamente exigía en manera absoluta que los colonos no maltraten las bestias, siendo yo enemigo de toda barbarie, la que, desgraciadamente, está difundida por doquiera y se ejerce a menudo inconscientemente; sino también quería que mis colonos tu- vieran de las bestias el mayor cuidado, pudiendo en ese modo utilizarlas más y por más largo tiempo. ¡A la verdad que mi vida no se deslizaba en el ocio y que mi tiempo estaba bien empleado! Y lógicamente salta a la vista que mi condición de centro motor de tan vasto movimiento creado por mi, me imponía otros deberes extras a los de propietario y colonizador. Por otra parte, no vive el hombre con solo pan, ya que el espíritu tiene más necesidades de las estrictamente materiales. Había que someterse, por lo tanto, a la imposición de nuevos cuidados y preocupaciones, que sin embargo yo aceptaba de buena gana, impulsado por aquel sentimiento que creía mi deber de hombre y de ciudadano. XII La población del nuevo pueblo iba aumentando sensiblemente. Aumentaban por consiguiente, día por día, las necesidades de la vida común, y entre los problemas más graves se imponía el de la escuela. Habían en el pueblo, entre todas familias, alrededor de ochenta niños en grado de aprender ya algo, aunque fueran los primeros elementos del saber. Pero admitiendo que la instrucción de los colonos no fuese lo implacable que era, había que excluir en modo absoluto la posibilidad que los padres educasen a sus hijos, absorbidos como estaban en su dura tarea, desde la madrugada hasta el anochecer. En los países de vasto y rápido desarrollo agrícola, como la Argentina, uno de los más arduos problemas es el de la instrucción. Se comprende fácilmente como los pueblos apartados de los grandes centros poblados carezcan de instituciones educativas, cuando se reflexione que la dominación del “pueblo” es por lo general muy vaga y abusiva, dándosela muchas veces a un conjunto de habitantes desparramadas en la vastedad de la campiña, distantes uno de otro varios kilómetros y a veces varias leguas. Empero, hay que reconocer, a todo elogio de la argentina, que la organización de la escuela primaria, en las grandes ciudades y en las medianas, es perfecta, y que se esfuerza de alcanzar cuanto más puede las poblaciones diseminadas en la campaña. Si a veces no logra con su intento, la culpa es de la vastedad del territorio, de la falta de medios de comunicación y de la excesiva distancia que media entre un pueblo y otro, entre casa y casa. No le sería posible a un maestro ir en las distintas chacras para instruir a los habitantes, ni estos podrían reunirse en un punto determinado, a donde hubiese la escuela. Pero cuando hay agrupaciones y los niños puedan concurrir a un punto fijo, la instrucción viene impartida Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 25 Memorias del Pueblo y el gobierno se presta de buena gana a difundirla. También por el hecho que desde Rivadavia hasta nuestros días, todos los grandes pensadores argentinos han enseñado al pueblo que el secreto del adelanto de la República está precisamente confiado a la escuela. Y no se debe olvidar que Faustino Sarmiento, uno de los más fecundos y profundos agitadores de ideas en Argentina, y al mismo tiempo uno de sus más enérgicos hombres de estado, antes de ser periodista, diputado y presidente de la República, había sido maestro elemental: más bien se pudiera decir que en todas las fases de su vida Sarmiento quedó, sobre todo, un maestro. Pues bien, el pueblo se agrandaba, las familias aumentaban, y por consiguiente aumentaban los chicos, y había que pensar en la escuela. Hice demanda al Consejo Nacional de Educación, que mandó allá a un inspector. Comprendió éste la necesidad de dar una escuela a la villa, pero nos hizo notar las graves dificultades que se imponían por falta de un edificio apropiado. El estado, seguramente, no habría dejado de interesarse; más no se debía contar que el problema se resolvería con toda la urgencia deseable. Si, por contrario, hubiese el edificio... Entonces prometí al inspector que el edificio se levantaría cuanto antes. Y, en efecto, abrí una suscripción a la que adhirieron, quien más quien menos, todos los propietarios más holgados. Lo restante lo puse yo, y en poco tiempo se hizo construir el edificio escolar, regalándoselo al Consejo de Educación, el cual, de su parte, envió una maestra. De ese modo fue iniciado en el pueblo el más importante entre los servicios públicos, del cual las naciones esperan mayores ventajas para el porvenir. Tanto más gustoso he prestado siempre mi ayuda al desarrollo de la escuela, en cuanto me acordaba de mi infancia, de la deficiente instrucción recibida, del sacrificio que debía hacer para ir de mi pueblo a otro, adonde había ese algo al que llamábamos escuela; en cuanto más pensaba que habiendo tenido la suerte de nacer dotado de mucha energía y de una inteligencia ágil y asimiladora, hubiera podido hacer quizás cosas más importantes de las hechas, habiéndome encontrado frente a las luchas de la vida con el arma poderosa de la cultura; y el poco bueno que puede haber dejado y podrá dejar tras de sí mi existencia, hubiera sido indudablemente superior. La escuela fue, pues, un hecho con mucha satisfacción mía y de toda la población trabajadora: nuestros hijos tuvieron a un maestro, y en las casas colónicas empezaron a aparecer los silabarios. La marcha hacia la civilización había resueltamente principiado, porque se encaminan a ella todos los países que sepan unir el arado con el alfabeto. Unirlos y honrarlos. 26 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. XIII Faltaba todavía al pueblo la autoridad policial. El pueblo era tranquilo y casi nunca ocurrían incidentes desagradables. Pero el comercio adquiría incremento, aumentaba la riqueza privada, y no había ley que desde afuera no pudiesen venir mal intencionados. De todos modos era indispensable saber que para los habitantes hubiese alguien destinado a representar la justicia y a ejercer una directa vigilancia sobre la vida y los bienes de los vecinos en nombre del estado, es decir en nombre de todos. Lo que cabe decir en elogios acerca de la organización de las escuelas, en la República Argentina, no se puede en conciencia repetirlo para la organización de la justicia. La justicia es lo que más sensiblemente hace falta en la Argentina. Todo es defectuoso en este organismo. Desde la selección de funcionarios encargados de la vigilancia de policía, hasta la más alta magistratura. Se podría afirmar que, menos casos en que, por especiales circunstancias, interviene la opinión pública para reclamar el grado de justicia que sea posible obtener, cada sentencia responde regularmente a intereses ajenos a la justicia, y la ley sirve de complaciente servidora al que más influya o al que más le ofrezca. Figura 7. Monumento con el que el pueblo de Daireaux honra a su fundador Pablo Gulglieri. Memorias del Pueblo Sobra observar como, siguiendo estos criterios, por causas a menudo independientes de la voluntad de los jueces, ir en pos de la justicia represente una enorme y casi siempre inútil fatiga. Quedase la justicia al estado de aspiración. Y los extranjeros no somos tratados peor que los hijos del país, cuando éstos sean pobres y no puedan disponer de amistades o protecciones o no tengan partidos en que apoyarse. La institución de la justicia en Argentina, como en la mayoría de las repúblicas sudamericanas, es algo de impalpable y, a veces, de aplastante. Algo que toca el trágico, cuando no pasa del grotesco. Si se debiera hablar de la policía se podría escribir miles de páginas interesantísimas y todas a tintes de tragedia tan siniestros de superar la fantasía del más ingenioso novelista. Al trágico se mezclaría el grotesco y el jocoso, pero con mucha prevalencia del primero. Mas esto no entra en los modestos propósitos que inspiran el presente librito, y por otra parte, yo ni sé, ni quiero intentar un estudio que proyectaría otra zona obscura en la historia de este país, el cual, no obstante todo, es un gran país destinado a un porvenir todavía más grande, a pesar de que los que tendrían el deber de coadyuvar su desarrollo con honestidad de leyes y rectitud administrativa, empleen sus medios en obstaculizar sus adelantos, sacrificando a sus pequeñas personalidades y a sus desenfrenados apetitos los verdaderos intereses de la Nación. Hay sin embargo que ser justos y no olvidar que el país este, está entre los más jóvenes de la tierra: no cuenta que con sólo un siglo de vida autónoma, y un siglo no representa ni la infancia en la vida de una nación. Es deber también pensar que durante este siglo la nación argentina, que generosa y abundantemente había contribuido a la libertad e independencia de otras tierras del Sudamérica, se encontró enredada en una espesa red de guerras y sublevaciones y no alcanzó su equilibrio que al través de muchísimas convulsiones políticas, incluido el largo y funesto período de la dictadura de Rosas, al cual la historia, tal vez injustamente, ha atribuido los delitos y las matanzas consumadas en aquella época, mientras hubiera sido más justiciero atribuirlas al momento histórico en que se desataron todas las iras, todos los rencores, todas las violentas pasiones de la joven Nación. Volviendo a nosotros, agregaré que juzgando indispensable tener en el pueblo a un representante de la ley, hice el pedido a las autoridades de Bolívar, de donde dependíamos. Las autoridades de Bolívar mandaron en efecto un agente. Se llamaba Gorosito y era un ejemplar genuino del tipo argentino de antaño; exento de todo formalismo y de todo criterio moderno sobre las funciones y las gestiones de un agente de policía. Buen hombre en el fondo, y de una rectitud moral superior a cualquier sospecha. Mas era demasiado viejo, y generalmente la autoridad sin fuerza poco sirve. Sucedía por consiguiente que en ocasión de alguna pelea, su intervención ejercía poca influencia, por más empeño que pusiera para apaciguar los ánimos. Era pues una autoridad de muy poca valía. Mejor que nada, eso sí. El pueblo era tranquilo y nunca había que lamentar graves incidentes; pero, a suceder, nos hubiéramos encontrado como quien se hubiese hecho guardar su casa por un lindo perro al cual le faltasen los dientes. Una anécdota bastará para demostrar pálidamente lo que sea la policía, máximamente al campo. Tenía a mi servicio a un contratista que cometió una mala acción con otro. El ofendido, que no era bastante fuerte para hacerse justicia el mismo solicitó la autoridad del viejo agente de policía, denunciando el hecho y a su mentor. ¿Qué hacer? El delito estaba comprobado y el delincuente al alcance de la policía. Pero estaba éste a mi servicio, es decir que dependía de la persona más influyente del pueblo. ¿Podía ese pobre agente del orden ofenderme capturando a un dependiente mío? ¿Edad Media? No, simplemente tiempos modernos, siglo veinte de la República Argentina. Sin embargo, ante la denuncia formal, algo debía hacer el agente. Vino a verme, muy humilde, rogándome me interponga entre los dos, le hice retirar la denuncia para que arreglase la cosa con las buenas. Y el pobre viejo quedó aturdido viendo el modo con que yo ajusté el asunto en un amen. Ante todo eché en seguida el bribón, luego impuse al viejo de cumplir en seguida y al pie de la letra con su deber. Era algo descomunal. Ese viejo hombre de policía, por primera vez en su vida veía a un grande propietario ponerse al nivel de la ley, renunciar a los privilegios del dinero y de la posición y no solo permitir, sino imponer que un dependiente suyo fuera arrestado y procesado por haber faltado a la ley. Es un hecho incontestable. En los países nuevos, en donde, junto a la limitada vida industrial está la verdadera vida de la nación, que es la de los campos, en los países agropecuarios el propietario de tierras que participe de la política del gobierno, sea amigo de los que están al poder y les ayude en los días de elecciones o en otros trances, esta automáticamente no sólo fuera de la ley, más por encima de ella. Si faltan los castillos al sumo de las montañas es porque de montañas hace falta, pero puede decirse que cada estancia es un castillo desde el cual el estanciero impera con derecho absoluto de vida y de muerte, a condición de ser un politicastro. El propietario en grande goza del “jus utendi et abutendi” obtenido con un correlativo de propinas y re- Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 27 Memorias del Pueblo galías a jueces y comisarios, quienes, lejos de vigilar a las aplicaciones de la ley y a la defensa de los ciudadanos, piensan en asegurarse el puchero sin apuros, y algo más, si se les ofrezca, para adelante. Puesta como base la superioridad del estanciero, sobra demostrar la inmunidad de sus dependientes frente las autoridades. Ningún comisario se permite el arresto de un “súbdito” del patrón mengano o del padrón fulano, pues habrá de considerarse como ofensa. De ahí la sorpresa y hasta el escándalo en saber que yo renunciaba a la culpable inmunidad para mi y para mis subalternos; que incitaba al representante de la autoridad a fin de que cumpliese con su deber y declaraba que nunca habría defendido a un culpable que hubiese violado la ley, por más amigo que fuera. Podrá aparecer una bagatela, y desafortunadamente, no tuvo las consecuencias que debían esperarse. De todo modo sirvió de amonestación a mucha gente, la cual podía creer que yo, igualmente que otros grandes propietarios, me valdría de mi posición para burlarme de la ley y de las autoridades. Yo había llenado simplemente mi obligación. Sin embargo quien conociera a fondo la estructura de la vida de campo en Argentina, comprendería que mi acción tenía un alcance superior al de las apariencias, aunque fuera tan sólo la afirmación de un principio. En un país en donde, desde el último portero de policía hasta el más alto magistrado se tiene de la ley una idea tan vaga, tan elástica como una bolsa de goma, renunciar a prerrogativas concedidas, aún ilícitamente, por la posición y el dinero, es una protesta, más bien que una afirmación. Mas un italiano, que haya quedado italiano, declaradamente italiano no obstante su larga permanencia, no puede hacer otra cosa que protestar con los hechos en un país en que todo es agropecuario, y más que todo la justicia. XIV Hablar de las condiciones de seguridad pública en Daireaux es repetir las condiciones de toda la república. El pueblo se desenvolvía a la vista de todos, y el viejo agente de policía ya no podía llenar por si solo las exigencias que iban día por día aumentando. Fue menester darle una ayuda. Hecho el pedido a Bolívar, que, como he dicho, era la villa principal del departamento, el comisario, señor Hormann, contestó que no podía enviar el personal solicitado por no estar en el presupuesto el nuevo gasto; empero, si se lo hubiera costeado nosotros mismos, el consentirá en mandar el pedido refuerzo, es decir otro agente y un empleado con el nombre de oficial. Así se hizo. Con doscientos pesos, yo abrí una nueva suscripción. Llegaron los refuerzos. Mas, por decir 28 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. en dos palabras cual fuera para el pueblo la ventaja que sacó, será suficiente relatar que, encontrándome más tarde con varios amigos en un salón del París Hotel de Bolívar, y habiéndome preguntado el Comisario si estaba satisfecho con el nuevo personal de policía, le respondí, que con la misma buena voluntad con que había pagado doscientos pesos para tenerlo, hubiera pagado cuatrocientos para despedirlo. Claro estaba, como suele suceder, el nuevo personal, más que atender a los intereses y a las defensa de la colonia, cuidaba sus intereses propios; además tenía que hacer prevalecer el partido político sobre toda seguridad pública y toda justicia. Los ricachos, los hacendados son los principales responsables de todos los males que agobian la campaña argentina. Puede clasificarse en tres categorías. Los primeros, que están en mayoría, se desinteresan completamente de la vida de los campos y no tienen más preocupación que la de explotar, la de sacar lo que más puedan de sus haciendas. No viven al campo. Sus tierras o son arrendadas o están bajo la dirección de sus mayordomos. Se hacen vivos en el caso de alguna protesta, cuando se les toque en sus intereses, o sea cuando el gobierno aumente sus impuestos y sus contribuciones. Entonces... ¡Dios libre! Levantan gritos que llegan al cielo, el gobierno los escucha preocupado y, por no tenerlos de enemigos, toma nota de sus reclamos, y acaba por cargar con nuevos gravámenes a los que se ocupan tan solo de trabajar por enriquecer el país. Los segundos son los que adhieren a la política del gobierno; se llaman caudillos o dueños de la situación local, mas, a la verdad, lo son también de la vida y de la fortuna ajena. Para ellos no existen las leyes, no existe justicia, o si existen, lo son únicamente para ser aplicadas en daño de los demás. Los terceros, cuyo número es limitado, son aquellos que tiene el valor de afrontar las consecuencias de sus acciones y se hacen delante para combatir el triste estado de las cosas; pero, desgraciadamente, sus sacrificios resultan estériles por falta de solidaridad. Si en alguna parte logran librarse de camarillas, la ventaja es momentánea, pues el gobierno se hace cargo de la cosa y manda tipos que se prestan muy bien para hacer la política gubernativa; de manera que los que se habían matados en sacrificios, arriesgando a menudo su misma vida, están recompensados con toda clase de persecuciones. Frente a semejante estado de cosas, aquellos que se interesan del bien del país quedan poquísimos, y sus esfuerzos se hallan desvirtuados. Se comprende el porqué el comisario de policía se preocupase en saber que yo era satisfecho de aquel oficial enviado en Daireaux en ayuda del viejo. Es cierto Memorias del Pueblo que yo era un extranjero, o mejor dicho un gringo, y había siempre desdeñado abusar de mi condición, fruto de mi trabajo; pero, al fin y al cabo, era propietario y el arrendatario de buena parte del territorio. Me hallaba, en resumida cuenta, en esas condiciones económicas y sociales que en la República Argentina pueden bastar para colocar el individuo más arriba del derecho común. La verdad era que a mí personalmente aquel pésimo funcionario no me había hecho ningún mal, y mis protestas se referían a otros, estaban hechas en nombre de los humildes, de los trabajadores que traen a esta república el tesoro de sus músculos y de su prodigiosa actividad y su admirable aptitud para la reproducción. Todos aquellos que proporcionan a la Argentina los hijos y las riquezas, pueblan y fecundan el desierto, producen los caudales que luego los ricos despilfarran en las orgías de Monte Carlo y de París y los gobernantes dilapidan; los pobres, los reproductores, aquellos que todo lo crean y no tiene algún derecho o garantía; rebaño de siervos abandonado a la rapacidad de los pudientes, a la corrupción de los hijos del país, a las calumnias de sus periódicos. Yo no, directamente, no había tenido quejas hasta entonces, hubiese podido olvidar mi humilde origen; mi patria italiana, las normas morales aprendidas con los ejemplos y de la viva voz de mis parientes, pobres campesinos perdidos entre montes, en las ferrizas tierras de Placentino, de mis pobres parientes que carecían de cultura y de todo lo que da la civilización como necesaria barniz de la existencia, pero no obstante esas faltas, tenían el concepto bien firme de la honradez personal, tenían su hermosa fe en Dios y no olvidaban los preceptos fundamentales de la religión cristiana, que mandan no hacer a los otros lo que queríamos fuera hecho para con nosotros, y enseñan a amar a nuestro prójimo. Por esto protestaba, por esto me ponía resueltamente del lado de los débiles, renunciando a todos los odiosos privilegios de mi posición me otorgaba. Pero mi aptitud me ponía en contra aquellos que señoreaban en Bolívar y me arrojaba de golpe a las competencias políticas, en ese entonces muy graves; me ponía, mejor dicho, a la cabeza de los que estaban cansados de una administración de bandidos, formada de pocos y cimentada con el nepotismo y la complicidad: conventículo de los mal vivientes que extendía sus tentáculos hasta en la Capital, en el senado, en la cámara, en el gabinete del gobernador. Para remediar a todos los abusos y las violencias que yo y otros habían denunciado, mandaron a Daireaux de Bolívar a un empleado municipal, con atribución y emolumentos mayores a los de un gobernador. La primera cosa que hizo ese empleado fue la de ponerse de acuerdo con el oficial de policía. Y sucedió entonces la batahola. Lo que hicieron aquellos dos sujetos contra la población, contra la moral y la justicia no es posible describir. Acontecimientos, peculados, violación de casas, llegaron a cometer un delito y acusar, luego a un pobre súbdito francés, el cual, gracias al falso testimonios de los dos fulanos de afuera, fue condenado a varios años de cárcel. Por citar a un solo caso, entre los muchos acontecidos y repetidos al infinito, señalaré una quiebra que tuvo lugar en ese tiempo. La quiebra se había mostrado fraudulenta. El juez de paz, después de ordenado el secuestro de la mercadería existente en el negocio, tuvo que ordenar el arresto del comerciante declarado en quiebra. La orden fue trasmitida, naturalmente, a las autoridades policiales. Pues bien, sucedió esto: los funcionarios de policía avisaron al quebrante, el cual tuvo el tiempo de liquidar la mercadería embargada y meterse en seguro, las autoridades fueron para arrestarle cuando supieron que había cambiado de residencia. Todo reclamo era inútil, toda protesta se perdía en el vacío, porque esos dos ruines estaban protegidos por los que imperaban en Bolívar, cometiendo iguales enormidades y otros tantos delitos. Había que resignarse a sufrirlo todo, o era menester ponerse en lucha abierta contra el partido que imperaba en Bolívar y por consiguiente en Daireaux. En fin, cuando nuestra paciencia desbordó, cuando las ilegalidades y las injusticias fueron tantas de volver la vida imposible, se optó por la lucha, que fue larga y peligrosa en extremo, particularmente para mi, que iba a encontrarme en primer línea por mi posición social y por la consideración que disfrutaba en el seno de la población. Entretanto la situación se agravaba de día en día. Impuestos enormes, concesiones leoninas y arbitrarias, multas aplicadas desatinadamente, y despilfarro innoble y vergonzoso de las entradas comunales: se corría hacia el desastre. General era la protesta, pero en nada servía. La delegación municipal, o sea la camarilla criminal, ocupaba una casa de mi propiedad, por la cual no solo no pagaba el alquiler, mas a la que una noche se le prendió fuego. No para perjudicarme a mi, se dijo, pero, como el edificio que yo alquilaba a la municipalidad no estaba asegurado, yo vine a cargar con todo el daño del incendio; y es sabido que los incendios arrastran consigo otros perjuicios, a mas de los producidos por la acción del fuego. Así, no encontrando otros medios, la lucha fue declarada contra la mala administración. De mi parte tuve que sostener daños no indiferentes y corrí peligro de vida. Pero jamás me he arrepentido y recuerdo con verdadera satisfacción haber contribuido con todas mis fuerzas a poner un término a un estado de cosas que Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 29 Memorias del Pueblo clamaba contra el cielo, a derribar a una camarilla de delincuentes que habían hecho y hacían en esas desgraciadas tierras más daño que la sequía y la langosta. XV No teniendo otro expediente para salir de aquel enredijo, se pensó iniciar prácticas con el fin de quitar al pueblo de las garras de Bolívar. El efecto que puse de acuerdo con el señor Augusto Roca, hermano del general Julio ex presidente de la República. Como ellos tenían allá unos establecimientos, estaban también interesados en el cambio de un estado de cosas que se había hecho inaguantable. Con motivo de su alta posición política, el general Julio A. Roca, no podía intervenir directamente en la cuestión de Bolívar. Sin embargo he de confesar que cuanto pudo hacer en favor de la población de Daireaux lo hizo, y contribuyó para obtener su autonomía. La villa le quedó siempre agradecida por la acción desplegada, yo por mi parte, he sido constantemente y soy un admirador entusiasta de aquel hombre de estado, el cual, como supremo magistrado del pueblo, en su doble período presidencial, y como ciudadano, en su asidua y patriótica labor, se demostró uno de los más iluminados hijos de Argentina. Mi simpatía y admiración hacia el general Roca no son ciegas. Resultan de haber seguido por varios años su obra política, de haberle encontrado estudioso, activo, justo en el desempeño de sus altas funciones. Él es de los pocos que conozcan bien al país, que hayan trabajado directamente para la colonización. De todos los problemas nacionales puede hablar no por simple teoría, mas por haberlo estudiado y experimentado. Yo aprendí a conocerle, habiendo tenido el honor de hacer con él algunos viajes en los territorios nacionales. Tuve así la ocasión de formarme un concepto de su alto valor, luego estudié sus métodos de vida como privado ciudadano y como hombre de gobierno. Me es grato poder afirmar que el general Roca es un excelente, sincero amigo de Italia y de los italianos. Agustín Roca hizo presentar al senado la solicitud de crear la comuna independiente; pero, los que estaban interesados a mantener el desorden, tenían su partido también en el senado; de ahí las hostilidades. Seguros de que el proyecto lo hubiera pasado, y no pudiendo combatirlo con razón ninguna, hicieron lo posible a fin de que no fuera puesto en discusión. Desgraciadamente Agustín Roca falleció y yo me encontré solo para ocuparme del asunto. Estaba decidido a vencer y me puse a trabajar con ese objeto, sin dejar nada de intentado. En el senado el proyecto había caducado. Solicité que fuera tomado en consideración y me fue concedi- 30 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. do; desde entonces entre mi y los demás empezó una lucha encarnizada que duró tres años. Yo tenía conmigo a todo el pueblo, los demás tenían las influencias y la autoridad. De suerte que la mayoría de las dos Cámaras apoyaba mi pedido, de manera que los adversarios se veían obligados a recurrir a todos los medios ilegales de que podían valerse. Recurrían al obstruccionismo: cuando en la Cámara iba a discutirse el proyecto relativo a la creación del municipio de Caseros, los cuatro o cinco diputados contrarios se abstenían de asistir al Congreso por enteras sesiones, y como la Cámara no estaba en número legal, el proyecto quedaba en suspenso. Semejante estratagema se repitió por tres veces, pero no podía durar en eterno. Se acercaba el día del triunfo, y entonces aquellos señores de Bolívar, viéndose perdidos, intentaron juzgarlo por todo, y me avisaron por medio de un amigo que estaban resueltos a quitarme de por medio, si hubiera porfiado en mi proyecto. La amenaza fue hecha pública en el diario de Caseros, pero la publicidad ni amedrentó ni detuvo a los cobardes: dos de ellos fueron a declararme personalmente que en reunión secreta celebrada entre los partidarios de la municipalidad de Bolívar, había sido resuelto matarme si no me hubiera ido de Daireaux, abandonando por completo la idea de crear la nueva comuna. La amenaza no era de las que se pueden tomar en broma, sin embargo simulé no tomarla en consideración teniéndola mas bien como una burla, aunque conociera a esos señores capaces de hacer todavía más de lo amenazado. Naturalmente me convenía darles a creer que no juzgaba de serias sus amenazas, más, siempre bromeando, les dije que admitiendo lo hicieran de veras, sería precisamente aquel el medio más seguro por no hacerme retroceder de mi camino. Ante todo porque había por medio demasiados intereses comprometidos, y luego porque hubiera sido de mi parte una acción cobarde, y no estaba dispuesto a cumplirla, costase lo que costase. Aquellos me hicieron comprender el daño que podía causarme mi actitud, a más considerando que mi posición social y por el aprecio de que estaba circundado, yo no tenía absolutamente el porqué de la lucha ni de mi directa participación en las competencias políticas. Seguí tomando en broma sus palabras, llenando de sorpresa y confusión a los que habían venido con el propósito de aterrorizarme. Días después tuve que ir a Buenos Aires, y a eso de las once de la noche me fui al acostumbrado Hotel España. Encontré al encargado del Hotel que me esperaba todo amedrentado y me comunicó que había sabido Memorias del Pueblo de un complot contra mi vida, el que se habría efectuado en el tren, a mi regreso de la capital. La cosa empezaba a preocuparme. Resolví hacer algo para prevenir a los delincuentes, y me fui a La Plata a denunciar el complot al jefe de policía, haciéndole redactar un verbal con el fin de tener un documento para más tarde, y al mismo tiempo una prueba acerca de la premeditación y origen político de lo que pudiera hacerse a mi daño. Esto aconteció en noviembre de 1909, el dos de febrero de 1910 el atentado se puso en efecto, afortunadamente sin lograr su intento criminal. Yo tenía lista la valija para salir la noche con rumbo a Buenos Aires, pero un telegrama recibido horas antes me hizo aplazar el viaje. La noche, no teniendo ocupaciones urgentes y siendo día festivo, fui con algunos amigos al Hotel Universal, a donde funcionaba a la buena de Dios una pequeña compañía ambulante. Al señal que anunciaba la función pasamos, de las salas de las consumaciones, a otra en la que había un teatrito. Apenas había tomado asiento, que un amigo vino a avisarme que un tal Domingo Rezza, mi compadre, y jefe de la escuadrilla del gobierno deseaba consultarme de urgencia con motivo de la colocación de unos tubos en cemento armado que yo estaba encargado de ejecutar, debiendo también vigilar a la escuadrilla. Como el asunto me interesaba mucho fui inmediatamente, pero hube apenas saludado a mi compadre que de la puerta de calle entraron repentinamente cinco o seis malhechores y cumplieron su odioso atentado. Como se desenvolvió el hecho, mejor que describirlo con mis palabras, conviene referir lo que, en esa triste ocasión, escribieron, entre otros, los diarios de la capital: La Nación y La Prensa. En el pueblo la indignación fue general, un sinnúmero de personas vinieron a felicitarme por haber escapado tan milagrosamente al infame atentado. El pueblo entero se sublevó, protestando, se organizo un comité de defensa pública, se decretó el cierre de las casas de comercio, la vida de la villa quedo paralizada. El atentado, que se había creído no pasase de las amenazas, había hecho desbordar la paciencia del público, y ya que la municipalidad no respetaba ni siquiera nuestras vidas, tanto valía acabarla de una vez y exigir nuestra liberación de su yugo. Se dispuso que el cierre del comercio duraría hasta obtenida la justicia, y todos se demostraron solidales, irremovibles, de manera que cuando llegaron un inspector de policía y varios corresponsales de los más importantes órganos de la prensa de la capital, encontraron todo cerrado, el pueblo como muerto, y hasta tuvieron andar a pie, habiéndose adherido a la protesta también los cocheros. Al intendente de Bolívar yo dirigí una enérgica carta de protesta. Mientras tanto la sublevación se extendía en Bolívar. Como suele acontecer en circunstancias de mal contento general, que los muchos no se levantan si una minoría no toma la iniciativa arrastrando a los demás hechos de Daireaux sirvieron de empuje a la oleada. La población de Bolívar constituyó también su comité de defensa pública, decretó la clausura del comercio dándole como término la caída de la autoridad municipal. De este modo Bolívar como Caseros quedaron paralizados por un lapso de dieciséis días, con todas sus fuentes de trabajo y de comercio truncadas. Sobra decir cuales cuáles y cuantos perjuicios aportaría a los pueblos semejante estado de cosas; pero todos fueron irremovibles, todos sacrificaron sus intereses por vencer la batalla librada; el gobierno tuvo que intervenir y la camarilla municipal fue por fin derribada. Para dirigir la administración pública, en sustitución de las autoridades echadas a tierra, el gobierno nombró a un “Comisionado” para Bolívar, el cual se ocupó enseguida de regularizar la situación también en Daireaux. Fue creada una “Comisión de Fomento”, o sea un Comité por la defensa y el desarrollo de los intereses locales, y se me confió a mi la presidencia del Comité. De pronto todo cambió, como de la noche al día; no solamente por las nuevas andanzas que tomó todo ramo de actividad, puesto que cada cual trabajaba con mejor voluntad, sintiéndose libre de la pesadilla de la pasada situación anormal, sino también por la tranquilidad del pueblo, que fue perfecta por al seguridad que todos tuvieron de poder vivir y prosperar sin hallarse a la merced de unos mal vivientes, que vivían perpetrando impunemente toda clase de violencia y acciones reprochables. El feliz acontecimiento dió lugar a grandes fiestas, particularmente en Bolívar, a las cuales el mismo gobernador se hizo representar por su secretario. Me cupo a mi el deber de hablar, en aquella ocasión, interpretando con el mío el pensamiento de todos, pues, además de haber sido entre los más resueltos agitadores, había colaborado eficazmente al saneamiento político, ocasionando también aquel pronunciamiento de una enorme mayoría contra una tirana y peligrosa oligarquía. Algunos meses después, abiertas las sesiones legislativas, la creación del municipio de Caseros fue sancionada definitivamente, y alcanzamos, por fin, la anhelada independencia. Este hecho, que coronaba completamente tan larga lucha, dió ocasión en Daireaux a una fiesta en mi honor. Y yo, que siempre he sido ajeno de algarazas y he tenido para los festejos en general una muy limitada simpatía, no pude eximirme de aquellas demostraciones, por no pasar de ingrato, y poco sensible al cariño y al afecto que me procesaba la entera población. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 31 Memorias del Pueblo También acá, mejor de lo que pueda hacerlo yo con mis palabras, dejaré que hablen los diarios. La lucha estaba pues vencida. Yo me encontraba satisfecho por haber dedicado mis fuerzas en provecho de los intereses comunes, mientras seguía atendiendo los múltiples trabajos de mi hacienda agrícola. XVI Se equivocaría sin embargo quien creyera que las cosas pasaran en liso para aquel pueblo desgraciado. El pueblo que había luchado con tanto ahínco para obtener su independencia y librarse de todas las sanguijuelas enviadas a desangrarlo, confiaba que S. E. el gobernador nombraría “Comisionado” a una persona del vecindario, conocedora de las necesidades locales y muy distinta de las que la había precedido. No se pedía algo excepcional; sino alguna que fuese capaz y bien intencionada. Al contrario, S. E. el gobernador, seguramente asido a las necesidades de la política del partido y al nepotismo, que es enfermedad endémica de la Argentina, escogió desgraciadamente a una persona la cual, a además de ser completamente nueva de la localidad, tenía sus intereses diametralmente opuestos a los de la comunidad, ya sea materiales o morales. En el pueblo el descontento era profundo y la delusión irritaba a los habitantes, que se apercibían de haber ganado bien poco con el cambio, pues la incapacidad del nuevo Comisionado equivalía al mal gobierno partidario de las autoridades precedentes, derribadas a costa de terquedad y sacrificios. Tratándose de una villa en formación, el gobernador hubiera obrado con tino nombrando a un hombre práctico y dotado de sentimiento de responsabilidad, que conociendo las aspiraciones del pueblo las hubiese tenido como normas de una acertada administración. El hombre elegido por el gobernador era uno de esos parásitos que necesitan remachar su posición arruinada en el juego y en las crápulas. De esos miles de zánganos que zumban alrededor de las oficinas de gobierno, creyéndose en el derecho de apetecer puestos lucrativos. Para ellos la idoneidad, capacidad, moralidad no existen ni cuentan para nada. Son ellos lo grandes electores, parientes, o parientes de parientes, amigos, o amigos de los amigos de los hombres de gobierno; y esto tan solo les da derecho a pretender empleo, que en la mayoría de los casos es simplemente nominal, y a sus efectos no tiene que el sueldo y todos esos gajes indirectos e ilícitos que son el suplemento normalizado de los empleos públicos. El resultado obtenido con el nuevo Comisionado debía ser, como fue, desastroso. Llegado con el fin preciso de enriquecer, de reparar las fallas producidas en su patrimonio por los despil- 32 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. farros de antes, no se ocupó en lo más mínimo de las necesidades del pueblo; quiso hacer dinero valiéndose de todos los medios ilícitos, y para lograrlo con más facilidad, se rodeó de un ejército de dilapidadores del público dinero. Bandada de mal vivientes dotados de un apetito formidable, los cuales, para seguir la ganga, no sólo hubieran tragado los bienes de la Comuna, mas los de la República entera. Y como las autoridades superiores ni podían ni querían quitar tan de pronto la pichincha a sus clientes, quien vino a pagar las migajas fue, como siempre, el pueblo, el cual no tuvo siquiera la esperanza que el deplorable estado acabase pronto. Los fulanos aquellos comían por un ejército y no estaban dispuestos a soltar la presa. Nuestro desengaño no podía ser mayor. Ver recompensados tan mal nuestros esfuerzos por tener a una municipalidad propia y por querer encaminarla en la vía del bienestar y del progreso, era un dolor para todos nosotros, que veíamos destrozado todo lo bueno, descuidado lo que revestía importancia para el acrecentamiento de la vida, mientras el abuso se convertía en norma de la administración, y la inmoralidad en guía de las nuevas autoridades. Empezaron, como debía preverse, las protestas individuales, y a medida iba acumulándose el descontento, las manifestaciones se hicieron colectivas y tuvieron lugar verdaderas sublevaciones en contra del pésimo gobierno. En lugar de captarse las simpatías y la benevolencia de todos, por hallar en el pueblo la colaboración indispensable a toda pública administración, el Comisionado había logrado atraerse las generales aversiones. La población acabó por aislarlo completamente, truncando con él relaciones de cualquier orden, de manera que la primera autoridad del pueblo se encontró como en un país extraño, rodeado por apatías universales, señalado por el menosprecio de sus administrados, esquivado como un leproso. Se había formado una situación algo extraña, un dualismo inconcebible, que con el tiempo habla de llevar a graves consecuencias y que paralizaba en absoluto todas las energías, extendiendo el más triste desengaño en los ánimos, que poco antes forjaran hermosas esperanzas con motivo de la adquirida autonomía. La primera autoridad del pueblo no tenía ya contactos con ninguno de sus administrados. Era algo como un tolerado que viviese en destierro, circundado por sus acólitos, como el jefe de una banda de gitanos que hubiera tomada un pueblo con la fuerza durante sus correrías. Evidentemente tal estado de cosas no podía quedar ignorado, y la prensa empezó a ocuparse del asunto, y a dilatar el escándalo; muchos ya no ocultaban sus preocupaciones en el desenlace de aquella situación anormal, que no tardaría en producirse. El señor Memorias del Pueblo gobernador de la Provincia sabía lo que sucedía en el municipio de Caseros, y no podía de seguro permanecer tranquilo. No quería sin embargo, por razones comprensibles aunque deplorables, deshacer lo hecho, quitar la autoridad de mano del Comisionado, que era su amigo y uno de los fieles partidarios. Acaso por no tener de nuevo entre pies a aquel sujeto, del cual se había librado confiándole la dirección de nuestro desafortunado pueblo. Con todo, las cosas no podían seguir adelante, y el señor gobernador intuía la necesidad de hacer algo con el fin de evitar posibles y probables levantamientos de parte de las poblaciones tan indignadamente saqueadas y violentadas. Sabiendo que éstas, sin distinción, me guardaban general cariño y aprecio, y teniendo confianza en mi mediación el gobernador me mando llamar telegráficamente en la Plata, deseando cambiar ideas conmigo, en relación de cuanto acontecía en el pueblo. Acepté, y quienes me acompañaron a la Plata fueron cinco ciudadanos entre los más notables y el doctor Daireaux-Molina. La entrevista que tuvimos con el gobernador fue muy larga y no resolvió nada. El gobernador, aun conviniendo tácitamente con las razones de la población, trataba de excusar a su amigo, y se recomendaba a mi, en particular modo, para que encontrase una vía de reconciliación, sabiendo que de mi actitud habría dependido la de todo el pueblo. Así le había también confesado su amigo: el Comisionado. Insistía el gobernador, en exigirnos a todos, y a mi particularmente, un cambio de relaciones con aquel señor; pero yo, que había confiado que el gobernador, convencido por nuestras razones de la ruindad de sus amigos, se habría prestado gustoso a librar al pueblo de semejantes pólipos, me sentí hondamente indignado en constar lo contrario, y ante aquellas pruebas manifiestas de odiosa complicidad ya no pude contenerme, y repuse al gobernador que por mi parte no habría de mover un dedo para cambiar la opinión pública, que se había ido formando con bases bien firmes; pues jamás habría de hacer alianza con quien estaba en el pueblo impulsado por el único afán de hacer dinero a toda costa, y en lugar de custodiar y fomentar los públicos intereses se complacía con decentarlo todo: la moralidad, la decencia, los bienes. Y como llevara conmigo las pruebas de cuanto afirmaba, y como también se hallaran presentes los otros vecinos que sostenían mis palabras, el gobernador debió pasar por cierto rato bien amargo, viendo comprometida su dignidad de jefe y su pundonor frente a las palabras de honrados ciudadanos y lo incontestable de los hechos. Nos prometió que algo hubiera hecho para solu- cionar la crisis, aunque acogiéramos con mucha desconfianza sus promesas, que no eran las primeras y no habrían tenido mayor resultado que las anteriores, y nos suplicó nuevamente que fuéramos conciliadores, confesándonos de haber debido nombrar a aquel señor por ser entre sus más fieles servidores, y por hallarse al mismo tiempo en tristísimas condiciones económicas, de manera que le sería imposible abandonarle en aquel duro trance. De seguro el gobernador no se apercibía de confesarnos, mediante tal declaración, como el gobierno de la Provincia estaba hecho exclusivamente para los amigos de los gobernantes, y a costa de todos servía los intereses de aquellos que adherían al gobierno y lo sostenían en una inconfesable reciprocidad de acción. Nos retiramos desilusionados. El pueblo hubiera seguido mal gobernado y saqueado. XVII Empezaron las represalias. Me hicieron saber claramente que si entendía ocuparme de las cosas del pueblo y participar del movimiento local político administrativo debía tomar la ciudadanía argentina, lo que yo no hubiera hecho de ningún modo. Y esto no por no apreciar como merece a la Argentina, por no considerarla, como lo es en efecto, un gran nación digna de estar a la par con cualquier otra. Mi larga permanencia en su suelo, el hecho de haber en él hallado vasto campo a mi labor, de haber formado mi familia, de haber visto nacer mis hijos, todo este hermoso conjunto de causas me hace amar esta tierra, al desarrollo de la cual he dedicado todas mis fuerzas. Pero no por eso podría renegar mi nacionalidad de italiano, la que considero mi mayor orgullo. Será un sentimentalismo, el mío, será lo que quieras, pero el hecho de que yo nunca pude concebir en un hombre la posibilidad de desasirse de su patria, de renegar su propio origen, incorporándose a otra gente, amiga si se quiere y hasta hermana, mas siempre algo diferente, en medio de la cual, tarde o temprano, será considerado como bastardo. Hablando con sinceridad, he creído siempre que uno de los males más grandes que afectan a la Argentina consista en la efímera infiltración de elementos extranjeros, hecha por fines políticos. Menos raras excepciones de orden superior, la mayoría de aquellos que toman la carta de ciudadanía lo hacen por inconciencia, por servir los intereses de las camarillas políticas. La adquisición de la carta de ciudadanía lleva consigo el derecho electoral, es decir el derecho de nombrar a los gobernantes del país y a los administrado- Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 33 Memorias del Pueblo res de los varios centros. Pues bien, nueve veces sobre diez, estos electores no saben gobernarse a si mismos, y acaso por eso se hacen electores en cambio de algún penoso y humilde puesto obtenido. No cabe aquí recordar el vergonzoso fenómeno del “ganguismo”; o sea de un solo hombre que guardaba en su caja de hierro de cinco a seis libretas de electores llevando el nombre de pobres italianos empleados en las más humildes funciones de limpieza urbana, en la capital. Italianos casi todos analfabetos y ayunos de todo concepto de política, que podía sin embargo, por su número, pesar inconscientemente en los destinos de la República, puesto que sus votos iban a encauzarse, el día de las elecciones, hacia el partido que había sabido proporcionárselos, y no gratuitamente. Empero demasiado grave es la cuestión de la ciudadanía para que yo presuma tratarla acá, ligeramente. Me limitaré en observar que, exceptuándose algunos casos de particular trascendencia, la adquisición de la carta de ciudadanía no sirve ni para quien la toma ni para su país. En nuestro caso tampoco sirve a la República, mientras no llegue a sus puertos una inmigración de intelectuales y de personas económicamente independientes. Como sea, hoy día en la República Argentina el derecho de voto esta concedido precisamente a aquellos que hacen de él el peor uso, y se rehúsa a los que, por contrario, podrían digna y eficazmente contribuir al desarrollo moral y económico de la República, por medio de su talento, de su experiencia y de su espíritu de iniciativa. Este absurdo se hace más patente en la campaña a donde, concedido e l derecho electoral a los argentinos y a los naturalizados, viene por consiguiente que la defensa de los intereses locales esté confiada a personas extrañas a la vida de los pueblos. Los argentinos, generalmente, no viven en el campo. Poseen allí sus tierras, sus casas, mas viven preferentemente en la ciudad; la industria y el comercio están en mano de extranjeros, que naturalmente, no tienen derecho al voto. Así sucede que en la elección de administradores y gobernantes los que se encuentran directamente interesados no tiene voz, y de tan falsa y absurda condición de cosas nace el eterno marasmo, origen verdadero y único de las malas administraciones, del pésimo gobierno, de las disposiciones vejatorias contra colonizadores y comerciantes, del descontento siempre vivo y, en una palabra, de un estado perennemente anómalo. He dicho antes no ser acá oportuno examinar detalladamente este problema. Suficiente será haber indicado esta nueva anomalía, que retarda y obstaculiza la marcha de la República Argentina en su afán de mejoras, con lo que se refiere a la prosperidad de la vida del campo. Volviendo a mis asuntos, añadiré que la lucha con- 34 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. tra los dilapidadores del público dinero siguió más encarnizada que nunca. Estábamos seguros de que el gobernador de la Provincia, sea por su amistad con el Comisionado sea por terquedad y pundonor, no despacharía de ninguna manera a aquel pésimo administrador. Por más que los diarios se ocuparan, de vez en cuando, de la cosa, y no faltaran públicas manifestaciones de desagrado y de protesta, no se asomaba, por entre los nubarrones, ni siquiera un rayo de pálida esperanza respecto a la solución del problema. Mientras tanto los administradores, sintiéndose tranquilos bajo el amparo de la impunidad, iban de ruindad en ruindad, habiendo hecho alianza con aquellos señores que la pública indignación habría desbancado al tiempo de la agitación por la independencia de Bolívar. Con razón o sin ella, se consideraba a mi el factor del movimiento de protesta, y por lo tanto me veía convertido en el blanco de las iras intendentiles. La verdad es que mi acción se limitaba en sostener los derechos de los habitantes y censurar duramente la conducta de quien nos vejaba. Lo que no era posible olvidar ni descuidar, era la confianza que yo disfrutaba en el pueblo en correlación de mi larga obra en favor del saneamiento de las gestiones públicas y del común bienestar. De suerte que, aun sin quererlo, me encontraba en las primeras filas del combate y expuesto a los hastíos del Comisionado y sus acólitos. Habían estos difundido la voz, acaso por contrarrestar mi influencia, que yo atacaba al Comisionado por codiciar el puesto de intendente municipal. No será ocioso, a éste propósito, hacer notar que el doctor Daireaux había tenido ocasión de declarar al gobernador mismo que yo hubiera sido un intendente ideal del mismo pueblo, pues nadie más que yo conocía las necesidades y gozaba mayor popularidad y simpatías. Ninguno, afirmaba el doctor Daireaux, tendría más derecho que el señor Guglieri para ocupar ese cargo, y el pueblo entero brindaría su ventura. Sin embargo yo jamás hube pensado en la posibilidad de ascender a tal puesto, los adversarios solos seguían afirmándolo. Bien sabían la falsedad de sus asertos, pues rehusándome a renegar mi nacionalidad italiana, nunca hubiese podido aspirar a ese cargo. No obstante, seguían sosteniéndolo a fin de convencer a los simples, ignorantes de los requisitos necesarios a ocupar puestos públicos en la República Argentina. Y esto acabó con irritarme y cansarme. Mi acción, en el pueblo, se podía decir concluida. Mis tierras ya estaban encaminadas y las condiciones de la república ya no correspondían a las necesidades de los cultivadores y de los colonizadores. Se delineaba ese estado de hecho destinado a paralizar la nación, a no ser que sobrevenga algún pro- Memorias del Pueblo digio. Seguir trabajando la tierra significaba lo mismo que perder lo que estaba ganado. Comenzaban a mostrarse las consecuencias del desarrollo artificial de la República. Del despilfarro inaudito de los caudales públicos, de la antojadiza, irracional, absurda valorización de las tierras. Por otra parte, la situación en Daireaux se hacía siempre más grave, yo comprendía que en quedarme habría cargado con un sinnúmero de responsabilidades morales que no quería afrontar, no percibiendo algún fin claro y preciso en aquella lucha sin cuartel de la población trabajadora y honrada contra una minoría desbaratada, que se hacía fuerte bajo el escudo de la legalidad, que arruinaba al pueblo y a los habitantes en nombre de la ley o del gobierno, que desgraciadamente viene a ser la misma cosa, siendo que los gobiernos sobrepujan a las leyes, decentándolas antes que lo restante. Ya había resultado retirarme, sintiendo la necesidad de reposar después de mi larguísimo y penoso trabajo. Cansado, irritado por los excesos de los administradores, harto de la lucha desleal que se me hacía personalmente, deliberé apurar mi partida sin esperar los meses que antes resolviera quedar aún. Mi decisión impresionó y afectó hondamente a la población que había ido creciendo en torno mío, que me había visto trabajar varios años e interesarme por el adelanto del pueblo y por el común bienestar. También sabían esos buenos y activos colonos, que yo hubiera seguido siendo su consejero desinteresado y su sincero amigo. Mas ¿qué hacer? Las necesidades de mi salud y los intereses me imponían retirarme, por otra parte, a no hacerlo enseguida, debía hacerlo indudablemente meses después. Por estas razones resolví anticipar la separación: preparé todo en poco tiempo y dí a mis negocios un arreglo definitivo. Mas, por encima de todas razones, militaba el cruel desencanto que había sufrido, más para el pueblo que para mi, con motivo de la conducta, censurable del gobernador, quien aceptaba una complicidad deshonrosa con aquellos que sin pudor despojaban y vejaban afrentosamente a los indefensos habitantes, desmoralizaban el espíritu público e inquinaban todas las fuentes de la vida. Presentía el desastre. El desastre que amenaza está a las puertas de la República entera, y más grande será cuanto más se retarde con artificios, engaños y actos inconscientes que son a su vez, factores de ruina. ¡Pobre Argentina, tan rica y tan mal gobernada! Duele anticipar pronósticos pesimistas: pero cuando se ha vivido largos años en la República, viendo sucederse gobiernos tras gobiernos, dejando cada cual una delusión; cuando se ha presenciado el derrumbamiento moral de tantos partidos que se habían asomado a la vida pública agitando programas de re- generación, y luego, a pesar de sus hermosas teorías, resultaron iguales, a no ser aún peores de los anteriores; cuando se conoce en que verdaderamente consista la riqueza de este país, acometida día por día por una turba de inconscientes salteadores, no puede uno a menos de medir el abismo que se abre a los pies de este país, el cual pudiera ser entre los más ricos y benditos del mundo; no puede a menos convenir amargamente que ningún remedio es ya posible para sanear tan hondos males y que tan solo una crisis enorme que todo lo revolverá y cambiará, transformando toda actual relación entre clases y gobiernos, podrá restablecer el equilibrio perdido irremediablemente. Se ha repetido a menudo que, para encauzar a la Argentina en una senda de progreso real, se precisaba un gobierno honesto; pero no se considera que todas las mejores intenciones se estrellan contra el juego de los intereses, y que el gobierno no podrá ser que el representante de la clase interesada para que continúe la batahola. De mucho tiempo preveía yo a donde la República precipitara, y he sido buen profeta. De las actuales condiciones de la República he hablado en las páginas precedentes a estas sencillas memorias de un trabajador de los campos: si aquellos pronósticos son pavorosos la culpa no es mía; puesto que de la realidad han nacido. Yo no hice más que decir esas verdades que casi todos conocen, pero no quieren decir por cobardía o por interés. XVIII Viaje a Europa El 10 de Junio de 1911 dejé nuevamente la Argentina, a bordo del vapor “Regina Elena”. Volví con grande placer a mi tierra para buscar en ella el reposo y el alivio necesarios a mis fuerzas agotadas. Allá en un verde rincón encerrado en el pintoresco marco de las montañas, que tan vivamente había deseado en los últimos tiempos de mi estadía en Argentina. Pero yo no he nacido para descansar. Hay en mi una fuerza que me empuja al movimiento, a la acción continuada. Mi mente concibe una idea y hete acá la necesidad de ponerla en práctica. No me acobarda el pensar que para su realización precisen meses y años, pues mi terquedad montañesa no conoce impaciencias. Lo que me hace falta es el movimiento; he de obrar a toda costa, y como poseo, o creo poseer, la intuición de lo útil, sucede que en mi vida, ya larga, he siempre actuado con acierto. Tengo la grata ilusión que mi actividad, como me ha sido personalmente muy provechosa, no haya sido del todo inútil para mi prójimo. Una vez llegado a mi pueblo natal, me apercibí que allí faltaban no pocas comodidades para la vida, y es- Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 35 Memorias del Pueblo caseaban aún cosas indispensables. Adopté muchas de las primeras en las casas de mi propiedad; cuanto a las segundas, comencé por derivar, mediante una larga conducción, el agua potable de un manantial situado en las colinas, y el agua surtió en el pueblo para mi comodidad y para la de todos. Trascurría tranquila la vida en el verde silencio de los bosques y en la solemne paz de los collados: mis fuerzas se reanimaban y yo iba madurando otros proyectos, cuando llegó una improvisa noticia a interrumpir aquella dulce paz y la serenidad apacible de aquella vida montañesa. ¡Italia declaraba la guerra a Turquía! Todas las costumbres de la vida habitual fueron subvertidas: el pueblo pareció renovado; una oleada indescriptible de entusiasmo corrió de uno a otro extremo de la Península, penetró en los valles más profundos, se elevó en las cumbres más altas, invadió todas comarcas, todas casas, todos rincones de nuestra patria. Los primeros días fueron llenos de ansiedad y de entusiasmo mientras se esperaban noticias de la expedición. Se ignoraba todo, se sabía que muchos soldados partirían, que ya se habían embarcado: ¿habían llegado ya? ¿se habían batido? El ansia dominaba a todos. Por fin vinieron las noticias. Los buques habían entrado en acción en las aguas de Prevesa, hundiendo e inutilizando dos naves turcas; Cagni había desembarcado con sus marineros, ocupando Trípoli y custodiándola hasta llegar las tropas: éstas habían bajado a tierra con Cáneva... Luego Bengasi, Derna, Sciara Sciat. Las batallas se sucedían con las victorias, nuestros hermanos hacían en tierra y en mar prodigios de valor. Vivir en Italia, en aquellos días, equivalía revivir los venturos días de los recuerdos: los días en que nuestros padres habían luchado con bravura por la redención nacional: en las banderas de los regimientos, en los pendones de las naves que consagraban por el mal y en la costa líbica la fuerza y el derecho de Italia aleteaba en su fogosa gallardía el espíritu garibaldino. Todo el mundo se quedó estupefacto, luego fue lleno de envidia, de la envidia brotó el odio, de éste la calumnia y la detracción. Los diarios extranjeros empezaron y siguieron una infame y encarnizada campaña de calumnias hacia Italia, y mi corazón estaba hondamente afectado por los ultrajes inmerecidos arrojados sin tregua en contra de mi patria. Ninguna acusación, ninguna calumnia se le evitó a nuestro gobierno y a nuestro pueblo. La prensa de Europa y América simulaba considerar la acción de Italia como un atentado de piratería política, sin tener en cuenta que toda nación de Europa, obedeciendo a necesidades y a intereses de superior civilización, se habían apoderado de una zona de África arrebatándosela a la barbarie y a la ignavia de los aborígenes y de los turcos, no susceptibles de civilización. La prensa americana, mientras atacaba a Italia, olvidaba que toda la civilización americana, de Norte a Sur y hasta en el Centro del Continente descubierto Figura 8. Monumento a los Caídos en la Guerra, donado por Pablo Guglieri a su país, en 1914. 36 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo por Colón, es una civilización importada e impuesta con las conquistas y las guerras, y que, estando a la lógica ostentada en esos días por la prensa a daño de Italia, hubiérase debido acá en las Américas reconocer a los indios solamente el derecho de vivir, pues, a norma de aquella misma lógica, los indios son los verdaderos y legítimos dueños del territorio americano. Por contrario, no sólo los indios han sido casi totalmente destruidos en dondequiera, mas se les persigue inexorablemente, y las pocas tribus que sobreviven a la ráfaga destructora están consideradas como restos de barbarie que es forzoso desaparezcan. No pensarían los periodistas denigradores de Italia como la civilización ya no consienta a los débiles, a los impróvidos y a los impotentes conservar tierras y ciudades que permanecen en sus manos inutilizadas, mientras impone a los pueblos progresistas su expansión a costa de las guerras y también de las violencias, a fin de que pasen a su mano las tierras que han de ser transformadas en productivas, en el interés de todos. Pero, si todo esto no hubiera pesado como razón poderosa e indiscutible, si Italia no hubiese sido empujada a la guerra y a la conquista por fatales necesidades de su camino histórico, si ideales sumamente civiles no le hubieran aconsejado la empresa de Libia, quedaban siempre las indiscutibles razones del predominio de Roma en las tierras de África. Si los que luego ocuparon el territorio hubiesen tenido capacidad de gobernarlo según las normas de los tiempos modernos, si no lo hubiesen condenado a la paralización más completa, seguramente habrían constituido nuevos derechos y Europa los habría respetado. La invasión italiana en las tierras líbicas no podía tener, como efecto no tuvo, otra significación que la de quitar a una raza incapaz y refractaria a toda la civilización el mal gobierno de un vasto territorio al cual la civilización no podía renunciar, mientras se hace cada día más ineludible la necesidad de extenderse, de buscar anhelosamente nuevos desahogos a las crecidas energías, nuevos campos para labrar, cultivar y poblar. Hay más. Si todas las naciones de Europa, bajo el impulso a veces violento de la civilización, se habían enseñoreado de este o aquel jirón del litoral africano, ¿cómo presumir que Italia se quedara encerrada en si misma, ya sofocada por otras naciones, con la amenaza de quedar del todo ahogada si otra, en lugar que ella, hubiese ido a Trípoli? ¿Cómo presumir que el Mediterráneo, que había sido mar italiano, hubiera de hacerse el mar de todas las naciones, del cual las naves italianas serían excluidas? Semejantes consideraciones hacíamos allá en Italia, mientras enardecían los denuestos contra nuestra patria. Grande era nuestra amargura, pero, de vez en cuando, llegaba la noticia de una victoria obtenida por nuestros soldados y entonces nos regocijábamos, despreciando las cobardes y vanas blasfemias de la prensa, pagada para calumniarnos y vituperarnos. Una cosa muy triste para mi fueron las demostraciones contra la guerra hechas en Italia. A la verdad eran muy pocos los contrarios a la empresa, y yo tenía la convicción que si esos pocos hubieran vivido algún tiempo al extranjero, obligados a ganarse la vida a costa de sudor, trabajo y humillaciones, en lugar de hostilizar la guerra la hubieran favorecido con todos los medios a su alcance, comprendiendo la necesidad para Italia de tener tierras propias a fin de que sus hijos puedan seguramente, bajo el amparo de las leyes y de la bandera de la patria, labrar en paz la tierra, arrancarle sus riquezas, multiplicarle y prosperar, siguiendo aquel destino que primeramente trazaron, dos mil años atrás, los ciudadanos de Roma nacida para la eternidad. Estoy persuadido de que aquellos italianos se habrían abstenido de cualquier manifestación hostil a la guerra, a saber cuan duro sea y amargo el pan ganado en casa ajena; a saber los abusos, las vejaciones y las violencias a que van sometidos los italianos que cruzan montes y mares en busca de un campo propicio para su actividad. Yo, que de mi parte no tengo razones de quejas, he visto sin embargo tantas y tantas cosas, he sufrido tanto de los padecimientos de mis compatriotas a los que veía desilusionados, menospreciados, ultrajados, agotados de una manera indigna, que no solo he aplaudido, con toda alegría y conciencia, a la guerra, mas he contribuido a ella, en el modesto límite de mis fuerzas, con mi acción personal y mi peculio, en la certeza de cumplir con un gran deber. A primeros de Enero de 1912 nuestras tropas, pasando victoria en victoria, a costa de grandes sacrificios y de magníficos heroísmos, habían conquistado buena parte de las costas de Tripolitania y Cirenáica. En Italia se organizó entonces una comisión de investigaciones comerciales, industriales y técnicas, a la cual se confiaba de hacer los primeros estudios del caso para que sirviesen de norma en las futuras iniciativas del estado y de los particulares. El proyecto me pareció excelente, y vi en él una prueba manifiesta de que esta vez se quiera proceder lógicamente, es decir con el conocimiento de lo que se debía aplicar a los nuevos territorios a fin de que la conquista resultase útil desde e primer momento. Supe que varios industriales, comerciantes y agrónomos habían solicitado tomar parte en la comisión de estudios, más que, no obstante ese considerable número de pedidos, no se habría admitido que una parte limitadísima de ellos, por dificultades del momento. Consideré que mi presencia en la comisión, por lo que a las labores agrícolas correspondía, no habría sido del todo inútil. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 37 Memorias del Pueblo Mi vida pasada en el cultivo de las tierras, el hecho de haber, durante largos años, asistido a la transformación del desierto argentino en comarcas florecientes y fecundas; mi existencia, aunque empírica, en los complejos problemas de la agricultura y en los que a ella se refieren, todo esto podía ser provechoso para la comisión. Hice por lo tanto mi demanda, sin ilusionarme de ser entre los elegidos, dado el sinnúmero de ciudadanos que habían solicitado participar a la gira de exploración. Tuve suerte: días después de mi demanda se me comunicó que estaba admitido entre los comisarios. Y el primer de febrero partí junto con los demás miembros de la comisión, con rumbo a Trípoli. XIX Por decir la verdad el viaje no fue del todo feliz: había un mar agitado, impresionante, jamás, en mis largos viajes, tuve que sufrir tanto por el mar bravo. Baste decir que, partidos de Trípoli para Homs, distante apenas ocho horas, debimos estar en mar cuatro días y desembarcar en Tobruk, después de habernos inútilmente acercado a los puertos de Bengasi y Derna. La carencia de puertos hace imposible el desembarco en casi todos los principales puntos de la costa líbica, cuando el mar esta agitado. Se piensa con admiración a nuestros marineros y a los soldados, que varias veces debieron efectuar desembarcos con un mar embravecido y el enemigo ocupando la playa. Llegamos a Tobruk enervados: habían sufrido hasta los que pasan su vida en la mar y están acostumbrados a las tempestades. Pero, desembarcados en Tobruk, estuvimos largamente recompensados de los pasados sufrimientos con la cortés acogida de nuestros hermanos, a comenzar del general Signorile, comandante de la plaza. El general fue para con nosotros una guía cortés y eficaz. Empezamos nuestras visitas, como era nuestro deber, por el cementerio en el cual descansaban los valientes soldados italianos. El pequeño cementerio, al pie de una loma, estaba rodeado por una muralla de piedras. Cada tumba llevaba la cruz, en la que estaba escrito el nombre, la fecha de la muerte y el combate en el cual el soldado había caído, cada tumba tenía su cerco vivo de flores y otras flores estaban alrededor: gentil homenaje de los soldados, que todos los días se acordaban de sus heroicos compañeros caídos a su lado. Por más de ir preparados a todas las impresiones de la guerra, la visita al pequeño cementerio de Tobruk nos conmovió hondamente, y ninguno pudo contener 38 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. las lágrimas en medio de aquellas tumbas y de aquellas flores, mientras los oficiales que nos acompañaban nos relataban los episodios de heroísmo hechos por aquellos humildes soldados, por aquellos muertos anónimos, a quienes, menos los deudos, nadie pensará más. Más tarde, visitando en otros parajes, los cementerios de nuestros soldados, hemos experimentado siempre la idéntica emoción, pues esos pequeños trozos de tierra nos recordaban a la vez el heroísmo y el sacrificio patriótico de los caídos y la piedad de los sobrevivientes. En el hangar de los aviadores de Tobruk me encontré con un señor Rossi, comprovincial mío y me complació sobradamente saber de su boca muchas cosas referentes a la vida que nuestros soldados hacían allá abajo. Ellos mismos, por otra parte, gozaron de nuestra visita, porque en cinco meses que ahí llevaban, las primeras caras italianas que veían eran las nuestras Siempre acompañados de los graduados concedidos por el Comando, visitamos todo cuanto era posible visitar: los oficiales de los distintos cuerpos nos hicieron excelente compañía y mejor tratamiento, invitándonos ya unos ya otros para la comida o el almuerzo. En uno de esos banquetes me tocó a mi también brindar, siendo muy bien acogida mi breve improvisación. Dije que iba desde muy lejos, de un país en donde más que un millón de italianos participaban con toda el alma en la empresa de la madre patria, siguiendo con cariño y esperanza lo que acontecía en aquel pedazo de tierra africana, teatro de las maravillosas hazañas del ejército nacional. En nombre de los italianos que vivían laboriosos en la República Argentina, saludaba al combatiente ejército de Italia, seguro de que con fuerzas tan disciplinadas, bien dirigidas y enardecidas de amor patrio se debía alcanzar la más completa victoria. Terminados nuestros estudios visitamos al almirante Faravelli y las naves de su escuadra, que hacían frente al puerto Tobruk. Dos días después partimos, a bordo del “Regina D’Italia”. Serían las nueve de la noche, los buques estaban a luces apagadas. También el nuestro procedía a obscuras, teniendo la orden de no encender que a veinte millas distante de la escuadra. Contemporáneamente dejaban el puerto de Tobruk el “Garibaldi” y el “Ferruccio”. Nadie sabía a donde iban; se nos dijo solamente, por telégrafo Marconi, que la escuadra turca había salido del refugio de los Dardánelos y navegaba con rumbo desconocido. Por cierto el “Garibaldi” y el “Ferruccio” iban en busca de la escuadra enemiga, que hasta entonces se había escapado a la caza de nuestros buques. Entre tanto, a bordo de las otras naves, las tripulaciones se ponían en movimiento, prontas a toda eventualidad. Memorias del Pueblo Navegamos dos días y llegamos a Bengasi, desembarcando con mucha dificultad con motivo del mar otra vez agitado En Bengasi, lo mismo que en Tobruk, hallamos larga hospitalidad de parte de nuestros bravos oficiales. El general Ameglio puso a nuestra disposición un camión automóvil, y por primera cosa fuimos a visitar el cuartel en donde, antes del desembarco de los nuestros, residía la guarnición turca. El cuartel está situado en la altura, y desde el techo se domina la ciudad entera y la campiña circunstante: a lo lejos, más claramente, se divisan las tiendas del enemigo, y acá y allá a algún caballero beduino, que iba de un punto a otro. El general Ameglio nos proporcionaba él mismo las indicaciones necesarias, y desde allá arriba nos reconstruía la acción del desembarco, el terreno de la batalla y los episodios de la misma. Nos explicaba los esfuerzos de nuestros soldados por vencer la resistencia de los árabes; los actos de valor individual y la fuga del enemigo. En varios sitios podíamos ver los efectos del bombardeo en los edificios, que se habían desplomado como por las consecuencias de un terremoto. Visitamos todo lo que pudimos, a los parajes donde no se podía ir en automóvil, íbamos a caballo para no perder tiempo. Con todo, no nos alcanzó el tiempo para verlo todo, habiendo el “Regina d’Italia” recibido orden de partir inmediatamente para Homs. Tuvimos que embarcarnos aprisa; vino con nosotros el general Ciancio, jefe del estado mayor del general Cáneva. Unas quince millas antes de llegar a Homs encontramos el guardacostas “Coatit”: naturalmente no supimos cual sería su ruta. Las dos naves se saludaron, cambiaron señales, y prosiguieron cada cual por su camino. Desembarcamos en Homs el 26 de marzo. Por la tarde fuimos a visitar al general, pero encontrándose él ocupado, nos recibieron sus ayudantes. Más tarde supimos que en ese momento el general estaba comunicando con Roma y concertando con el ministro los últimos planes de la batalla, que debía tener lugar la mañana siguiente con el objeto de conquistar el Monte Mergheb. En Monte Mergheb se levanta a pocas millas de Homs, en sitio muy elevado, y desde allá turcos y árabes arrojaban diariamente una lluvia de proyectiles en la ciudad. Esos proyectiles, si no hacían mucho daño, molestaban en extremo, y la cosa duraba desde cinco meses. Los nuestros desde cinco meses aguantaban, anhelando llegara la orden de tomar el monte y fugar al enemigo. Podían hacerlo cuando quisiesen, pero el plan de los jefes era otro y consistía en evitar, por cuanto fuera posible, esparcimiento de sangre; y como en las posiciones de Mergheb no habían menos de cuatro a cinco mil enemigos, resultaba imposible batir a un número tan alto de armados sin graves pérdidas de vidas. Pero ya la ocasión se había presentado y la conquista de Mergheb estaba ordenada. A tal efecto el guardacostas “Coatit” había sido enviado a una ensenada poco distante de Homs, en la cual debía simular un desembarco para atraer en ese punto, llamado Birdesel, el mayor número de enemigos, facilitando así la toma de la colina. Aquel mismo día visitamos la plaza y las fortificaciones, no teniendo permiso de pasar allá del cerco, por el constante peligro de los proyectiles. Sin embargo yo quise arriesgarme y fui más allá de la línea de las avanzadas para recoger una bolsita de tierra de examinar. Nos alcanzó el general, conduciéndonos a presenciar los preparativos del combate. Los soldados salían de los depósitos de las municiones, que estaban bajo tierra para evitar que estallasen por la acción de algún proyectil enemigo, repletos de municiones, desfilaban en silencio; solamente uno dijo: “Mañana, o llegaremos a conquistar esa montaña o será nuestro último día”. Aquellas palabras pronunciadas con extrema sencillez, nos emocionó hasta llorar. Nos retiramos de aquel lugar sumidos en tristezas. Hubiéramos querido hablar, pero ninguno encontraba palabras capaces de fugar tanta tristeza. Si alguien trataba de reanimarnos haciéndonos pensar en el triunfo certero, otros nos hacían recordar todas las madres, que el día después habrían llamado en vano a sus hijos. A la noche nos embarcamos, siendo huéspedes a bordo. Comieron con nosotros, invitados por el señor comandante, otros comandantes de buques que estaban en rada. Mientras comíamos llevaron al comandante un marconigrama. El comandante lo leyó y lo guardó sin decir palabra. Teníamos todos un muy vivo deseo de conocer el contenido del telegrama, habiendo en todos como el presentimiento de alguna importante noticia; pero nadie se atrevía de preguntárselo al comandante. Al terminar la comida, mientras tomábamos una copa de champagne, el comandante Basso sacó del bolsillo el telegrama y leyó fuerte: era la noticia que el “Garibaldi” y el “Ferruccio” habían sorprendido dos buques turcos en el puerto de Beirut, los habían cañoneado y echado a pique. Es fácil de imaginar el excelente efecto producido por aquella noticia, en semejante hora de espera, máximamente en nosotros que, desde nuestra patria de Tobruk, nada habíamos sabido acerca de las dos bellas unidades italianas. Nos acostamos algo más tranquilos: pero ¿cómo dormir, sabiendo que entre pocas horas había de iniciarse la gran batalla? Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 39 Memorias del Pueblo XX El movimiento de las tropas debía empezar a las seis de la mañana, mucho más antes estábamos todos sobre cubierta en compañía del general Ciancio. Las primeras que salieron de las líneas atrincheradas fueron las tropas de infantería: los soldados con su uniforme gris desfilaban en silencio en la luz del día naciente, y los veíamos emprender a subir la colina, en grupos ordenados y compactos, como en una marcha. El Mergheb descollaba allá arriba, más vivamente iluminado, y se le distinguía en todos sus detalles: los céspedes, los tapiales, las fajas de tierra removida para la excavación de las trincheras; pero ningún movimiento de hombres, ningún preparativo de batalla. Se hubiera dicho que los árabes ignorasen completamente las intenciones de los nuestros, y que, lejos de sospechar en el amanecer de aquel día una jornada de batalla, se hicieran sorprender en el suelo. Entretanto nuestra infantería avanzaba, una compañía tras otra, en silencio y con el mayor orden; algunos oficiales a caballo corrían rápidamente por las filas, cambiaban unas palabras con los oficiales que marchaban a la cabeza de las compañías: tal vez impartían órdenes. Luego salieron las artillerías: desde el puente del buque se veían los afustes balancear corriendo por el territorio desigual. Luego arrojarse a la pendiente y desaparecer en los recodos, por donde desaparecieran antes las columnas de infantería, por reaparecer más arriba, empequeñecidos por la distancia: marchas grises, manchas obscuras, destacando sobre el fondo azulado de las alturas y del cielo matinal, ya agitadas, en marcha; ya inmóviles, en las breves etapas. Hasta entonces no se había visto al enemigo. Más de pronto, cuando los nuestros podían haber llegado poco más arriba de la mitad de la colina, vimos desde la cumbre una gran nube de humo que salía de varias trincheras escalonadas en el vértice, y empezó a oírse muy vivo y obstinado el crepitar de la fusilería. Nuestros soldados se echaron a tierra y empezaron a responder al fuego de los árabes con sus tiros metódicos y precisos: la batalla había principiado. Mas los árabes, disparando desde su posición elevada y protegidos por las trincheras, estaban mucho más favorecidos que los nuestros, cuyos tiros, por acertados que fueran, no podían ser muy eficaces. Podía considerarse el primer choque favorable a los árabes. Con inmensa ansiedad seguíamos, desde el buque, todo movimiento de la tropa. Mientras tanto nuestras artillerías habían tomado posición, empezando a vomitar fuego entre las trincheras enemigas. En la primer fase del combate había caído muerto, de los nuestros, un oficial, y varios soldados estaban heridos. 40 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. De repente vimos las primeras filas levantarse, arrojarse a la carrera cuesta arriba, con el fusil armado de bayoneta, por la primera carga: carga sumamente difícil por las inmejorables posiciones del enemigo, que ponían a los nuestros en condiciones palmares de inferioridad, más, sin embargo, indispensable por abrirse paso y fugar a los árabes de las trincheras más próximas, facilitando la subida a las tropas que seguían. El momento fue en extremo emocionante, jamás en mi vida estuve más conmovido. Desde nuestro puente veíamos perfectamente el avance de nuestra infantería y su continuo acercamiento a las trincheras enemigas. Desde arriba disparaban con fuego acelerado: nuestros soldados avanzaban siempre. El movimiento de las masas se distinguía a simple vista. Pero, cuando las dos masas fueron cuerpo a cuerpo, cuando los nuestros se echaron sobre el enemigo, ya no se pudo distinguir a los que caían: si fueran árabes o italianos. El combate duró encarnizado una media hora, todos nuestros anteojos estaban fijos en aquel punto de la colina, sobre aquella masa caótica que se agitaba sin descanso; nuestros corazones no latían casi, tal era la tensión de los nervios: ninguno era capaz de pronunciar una palabra. Por fin pudimos comprender que la victoria había coronado el valor de nuestros soldados. Las baterías de nuestra artillería ligera se lanzaron al galope cuesta arriba, y se colocaron en la plataforma conquistada a la bayoneta por la infantería. En un momento surgieron parapetos, levantados por nuestros soldados con millares de bolsas llenas de tierra, ya no habría de volver al enemigo a donde pisaban los nuestros, y fue con singular conmoción e inmensa alegría que vimos desplegarse allá arriba los tres colores de la bandera nacional. La primera fase del combate había terminado de un modo espléndido. Entretanto, al crepitar de la fusilería y al estruendo de los cañonazos, empezaban a correr en auxilio de los fugitivos las masas árabes que habían bajado al mar, en la costa de Birdesel, para oponerse al supuesto desembarco del “Coatit” cuya ficción había tenido el esperado éxito. Apercibido el engaño volvían a su puesto, arrastrando consigo otras masas de árabes, de las llanuras circunstantes. De tal modo, a eso de las nueve de la mañana, nuestros soldados estaban casi rodeados de enemigos, acudidos de todas partes, y solo entonces empezó la gran batalla, que produjo hasta las tres de la tarde, y fue coronada por el más completo triunfo de nuestras armas. Los italianos quedaban dueños de la montaña de Mergheb, y habían librado a Homs de las continuas molestias ocasionadas por las granadas enemigas. No me es posible relatar el desenvolvimiento de la acción guerrera, porque lo que se pudo averiguar des- Memorias del Pueblo de el puente del buque fue poca cosa en relación a todas las fases del combate, en el cual los italianos tuvimos sesenta heridos y once muertos, cinco de éstos oficiales. Esta cifra dice por sí sola el más alto elogio que se puede hacer a nuestra oficialidad, demostrando su valor, su audacia y su bravura en los puntos en que más enardecía la pugna. Es cosa muy penosa presenciar un combate, invadidos por el ansia del éxito, agitados por ese orgasmo que pone el singular espectáculo de la batalla; pero más penoso aún fue presenciar la medicación de los heridos, las amputaciones, los tajos en la carne viva para encontrar los proyectiles. Los soldados no soltaban una queja, heroicamente resignados a aquellas desgarraduras de sus carnes, anhelosos tan solo de conocer el éxito final de la batalla, de saber quien era el vencedor. A las tres de la tarde el combate había terminado, a las nueve de la noche todos los heridos estaban medicados, y los más graves embarcados en nuestro buque, que era hospitalero. Pude constar la organización perfecta de todos los servicios y la preparación verdaderamente maravillosa de la batalla: todo el mecanismo de nuestro ejército funcionaba en manera insuperable, y esto, sin duda alguna, contribuyó siempre al feliz éxito de las operaciones militares de la campaña líbica. XXI Volvimos a Trípoli el día siguiente de la toma del Mergheb, con las visiones de la batalla persistentes en la retina y el alma llena de admiración hacia nuestros soldados y de alegría por el nuevo triunfo. El general Frugoni, que comandaba interinamente la plaza, puso de nuevo a nuestra disposición los medios de comunicación, y nuestra comisión pudo así visitar todos los puntos de la zona tripolina que no había examinado en su primera ida. Durante nuestra permanencia en Trípoli estuvimos presentes, casi diariamente, en episodios de guerra, pero no presenciamos ninguna otra batalla. Todas las noches, acá y allá, retumbaba el cañón y crepitaba la fusilería; en las avanzadas las escaramuzas se seguían sin intervalo, pero el enemigo pagaba siempre bien cara su osadía. Nosotros continuábamos con nuestras visitas y nuestros estudios. Yo podía examinar las peculiaridades del terreno, las clases de cultivo más apropiadas, las especiales condiciones atmosféricas, hallando que el suelo trípolino, también el que está considerado de árido y estéril, tiene muchos puntos de contacto con el suelo argentino, siendo por lo tanto más que susceptibles al cultivo. Nos cupo la suerte de presenciar en Trípoli el arribo de la primer columna de áscaros eritreos, y la revista que pasó el señor gobernador. Experimentamos una verdadera alegría y un gran consuelo viendo a esos fuertes y gallardos soldados eritreos tan disciplinados, tan fieles a Italia, viendo también con cuanta simpatía y cariño eran acogidos por los soldados italianos. Nuestra misión había concluido. Recogimos todos los datos obtenidos durante nuestra gira de estudio, juntamos todo el material preparándonos a regresar en patria. En la ida, habíamos tocado el puerto de Siracusa cruzando toda Sicilia; yo me había quedado gratamente sorprendido por las grandes bellezas de aquella isla italiana, extasiándome delante de las ruinas y de los monumentos de la antigüedad, esparcidos en todas las ciudades sicilianas, que todavía hablan de las antiguas civilizaciones de sus lejanos habitadores y conquistadores: griegos, sarracenos, normandos. Y fui también a Messina, y vi las huellas del tremendo desastre, las ruinas de aquella ciudad desaparecida en el choque formidable de un feroz destino, en esa noche fatal, que fue por largo tiempo motivo de congoja para nosotros que vivíamos lejos de la patria y leíamos doloridos los terribles telegramas, que traían los detalles de la horrenda catástrofe. Mas también vi la avanzada obra de reconstrucción, la resurrección de la ciudad por mérito de todos los italianos, que con tanta espontaneidad y patriotismo habían afirmado los principios de la nacionalidad italiana, así como la solidaridad de todas las provincias en la funesta hora del dolor. Volviendo en patria, el buque nos llevó a Palermo y de Palermo a Nápoles, a donde desembarcamos. Mi viaje en Libia estaba terminado. Por muchos que fueran los años que me quedan para vivir, jamás olvidaré las impresiones recibidas durante ese viaje, relativamente breve, en la zona de África septentrional en que se afirmó la potencia de Italia y los italianos mostraron su capacidad y su preparación, y en la cual Italia demostrará seguramente, con las artes de la paz, su gran virtud de nación moderna, que sin embargo cuenta con el peso y el beneficio de su pasado dos veces milenario, y está resuelta esparcir en el mundo su palabra de civilización, como la esparció un tiempo la gran madre Roma. Todo, en aquella guerra de Libia, fue perfecto. Los servicios de Intendencia funcionaron de un modo tan preciso y completo, que aquella guerra se hubiera podido llamar una guerra de lujo. Los soldados nunca carecieron de nada, estaban generalmente llenos de salud, y por consiguiente alegres. Yo les he visto bromear las buenas ganas durante una tregua del combate, esperando ser llamados de un momento a otro para batirse. Cordialidad suma entre los soldados de tierra y los marineros y plena confianza de los soldados en sus Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 41 Memorias del Pueblo superiores. Se podría decir que en la guerra el ejército italiano formaba como una gran familia. En todos había muy vivo el espíritu de emulación: de ahí el celo y el entusiasmo en el cumplimiento de su deber. Quise repartir algunos miles de francos entre los soldados de mi provincia, quienes se mostraron sumamente agradecidos; sin embargo me pareció que era yo el que debía estar reconocido a tantos bravos jóvenes, que con su sacrificio honraban mi tierra, preparando un hermoso porvenir para la común patria italiana. De Nápoles fuimos a Roma. Fuimos antes recibidos al ministerio por el subsecretario, a quien presentamos la relación de nuestros estudios, luego quiso recibirnos también Su Majestad el Rey, y anduvimos al Quirinal. Conversando con el Rey, experimenté la grata impresión de hallarme frente a una persona que hablaba con perfecto conocimiento y competencia de las cuestiones relativas a nuestro viaje en Libia; de manera que mi alegría de poder conversar con el supremo jefe de la nación fue acrecentada por la adquirida convicción que todos elogios tributados al Rey por su saber no eran adulaciones de cortesanos, si bien el reconocimiento de esas dotes superiores que nuestro Soberano verdaderamente posee. Su Majestad el Rey tuvo la amabilidad de interrogarme detenidamente, y hablando de la acción desarrollada por los italianos en la República Argentina, mostró un interés muy vivo. Él estaba al corriente de las condiciones generales de esta República y en particular de las condiciones de los italianos. De aquella visita guardo un recuerdo bien grato mixto a un legítimo orgullo: ¿hubiera, acaso, jamás pensado años antes, cuando me disponía a emigrar para hallar lejos de mi patria un terreno apto para desenvolver mis aptitudes de simple y modesto trabajador, que llegaría el día en que tuviese la honra de ser elegido, con otras distinguidas personas, para una misión tan lisonjera, de presenciar los hechos de una guerra afortunada, de visitar, entre los primeros, los nuevos territorios italianos de la costa mediterránea, y en fin, de exponer mi relación sobre aquel viaje de exploración agrícola e industrial al mismo Rey de Italia? Regresé a Piacenza, donde me esperaba mi familia. Acerca de mis impresiones sobre la Libia, hablé en un modesto opúsculo, que hice imprimir. Di una conferencia en Ferriere, mi pueblo natal, y otra en Bettolo, con relación a lo que había visto, y tanto en la una como en la otra, hablando de Trípoli, traje modestamente el problema de la emigración. Y luego... luego partí nuevamente por la América, y heme ahora aquí, donde las cosas, en general, no marchan demasiado bien. Y esto me afecta, no por mi, que nada he de pedir ya, mas porque, después de Italia, amo la Argentina en donde he trabajado tanto, y que es la patria de mis hijos. 42 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. XXII La Crisis del país La forma dialogística de esta parte del libro del Señor Guglieri tiene sus causas en el hecho de estar constituida con las respuestas formuladas por dicho señor en cumplimiento de las preguntas a él dirigidas de parte de un periodista bonaerense. Aceptada la propuesta de compilar el libro, le pareció al Señor Guglieri, lo mismo que a nosotros, haber cabida para una entrevista, cuando ya estaba en curso la edición del libro. De la seriedad de las cosas expuestas en tal entrevista (muchas de las cuales tendrán apariencia de osadas) hacen fe el sincero afecto del señor Guglieri hacia la República Argentina y su profundo conocimiento sea de los hombres como de las cosas. (N. del E.) Pablo Guglieri: (en adelante PG) La crisis por que pasa la República Argentina es mucho más grave de lo que otros puedan juzgar, y necesariamente se desenvuelve con ese crecer impresionante que yo había previsto y que, si Ud. Recuerda, le pareció, hace un año, sobradamente pesimista. Siento haber sido tan buen profeta, pero no hay duda que todo lo que ahora acontece y lo que, desgraciadamente, ha de acontecer en una mañana muy cercana, yo lo había supuesto hace cuatro años. No se precisaba ningún extraordinario acunen para prever: solamente los que tienen interés por no ver no han visto y no ven, a no ser que simulen no ver; se pacen y pacen a los demás con el brillo de las superficialidades; y ¡ay! ¡la capa esplendorosa del oropel cubre un abismo! La vida entera de la República Argentina está agobiada por la crisis, y todo ramo de la hacienda nacional funciona en pura crisis, material o moral; máximamente la agricultura, que es la principal fuente, por no decir la única, de la vida nacional, ha entrado en aquel período que los médicos llamarían “agónico”: si no ha muerto, es debido a las inhalaciones de oxígeno de los artificios; pero es un enfermo sin esperanzas de sanar. Reportero: (en adelante R) Esta es su opinión, la cual, se seguro, reviste mucha importancia por el profundo conocimiento que Ud. tiene del país, y por haber vivido treinta años en medio de los negocios, particularmente en contacto con el desarrollo de la agricultura y de los demás ramos de la actividad nacional. Ud. Mismo se ha formado una posición envidiable con su trabajo y su actividad. Pues bien ¿por qué lo que hasta hoy ha sido posible, no lo sería más, mañana? PG: Por muchas razones. Me limitaré con decirle las principales. Empecemos por los alquileres, que eran mucho más bajos; luego consideramos que todos los artícu- Memorias del Pueblo los de primer necesidad han aumentado precio de una manera increíble: muchos géneros cuestan hoy tres o cuatro veces lo que valían años atrás. Por citar ejemplos: la carne nunca habría costado más de 12 o 15 centavos el kilo; hoy no se compra en menos de 40 y 50 centavos. Las bolsas de tela, que antes se pagaban de 10 a 12 pesos el cien, se pagan hoy 30 y 35. las bestias de trabajo, como ser bueyes o caballos, costaban antes de 30 a 40 pesos por cabeza, hoy han subido a 130 y a 140. Como Ud. ve, el aumento del costo es enorme, sin límites razonables. Y hay que pensar que el precio no está únicamente en lo que cuesta la adquisición, más se relaciona con la continua desvalorización: muchas bestias mueren durante el año y las otras, especialmente los caballos, pierden cada año de su valor. Hay que agregar que el precio de transporte de los productos agrícolas, del campo a la estación, ha también aumentado: lo que antes costaba 10, no cuesta ahora menos de 40, y esto es debido en gran parte al completo abandono en el cual se dejan los caminos, que en la República existen tan solo de nombre y a menudo ni así siquiera. Frente a semejante aumento de gastos, común a todo género, y al cual conviene agregar lo fabuloso de los impuestos gubernativos y municipales, hay que poner el precio de los cereales: unos han subido, más en cantidad tan insignificante, de no poder en ningún modo compensar el aumento de los gastos, otros, de lo contrario, han bajado de precio. Para darle una idea de la rebaja de los productos agrícolas, será suficiente pensar que la simiente de alfalfa, que yo vendí un año, no de los primeros, a un peso el kilo (y recogí entonces unos cien mil kilos) hoy día está bien vendida en cincuenta centavos. Como ve, la rebaja responde a la mitad del precio anterior, y Ud. sabe que la alfalfa es uno de los mayores productos en todo el territorio nacional. Todo esto constituye para la industria agrícola argentina una posición insostenible; no es posible comparar el presente con el pasado, aún próximo: la crisis se hace de día en día más aguda, y mientras, pocos años hace, teniendo buena cosecha ganaba uno lo suficiente para seguir adelante, o perdía poco si la cosecha era mala, hoy al contrario con las mejores hipótesis, no le queda al agricultor cuanto precisa para las necesidades más apremiantes. Si la cosecha se pierde, si por uno u otro motivo son más las malas cosechas que las buenas, todo se derrumba alrededor del pobre colono, y para él ya no hay esperanzas: queda esclavo de sus acreedores, sumido en la miseria, hasta que un día se encuentra, después de tanto trabajo, puesto en la calle con su familia. R: ¿No cree Ud. que el malestar actual puede ser efecto de una serie de malas cosechas y sea, por lo tanto, un fenómeno transitorio, destinado a desaparecer con el retorno de los años buenos? Figura 9. Pablo Guglieri con su hijo menor Italo Argentino Guglieri, en su Estancia de Daireaux. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 43 Memorias del Pueblo PG: Todo está en fijar las diferencias entre los años buenos y los malos: acá se los juzga con criterios tan distintos y variables que resulta difícil entenderse. La cuestión no me parece bien puesta. Se necesita considerar que las buenas cosechas lo son siempre de un modo muy relativo y seguirán siendo así. Este año, por ejemplo, la cosecha no ha sido mala, por lo general, pero ¿qué resultados ha sacado la agricultura y el comercio nacional, y, sobre todo, que resultados ha sacado el colono? Por otra parte es forzoso convencerse de que la tierra no puede ya rendir en la medida de antes, y quedan desilusionados los que presumen tener cosechas abundantes como por el pasado. La tierra argentina, después de muchos años de rendimiento, no podrá producir como cuando aún era virgen. Sería lo mismo que exigirle a una mujer de cuarenta años la fecundidad de una joven de veinte. La tierra, que tanto ha producido, se ve agotada de sus substancias, de los humores alimenticios que contenía antes, y si las lluvias no vengan en tiempo, el resultado de los cultivos se hará siempre más escaso. Los teóricos, los cuales sostienen que ésta es la tierra más rica del mundo y siempre producirá, naturalmente; en las idénticas proporciones que antes, se equivocan y perjudican la nación, pues alimentan y mantienen ilusiones, en lugar de sugerir remedios para los males presentes y para los venideros, aún más graves. Hay que reconocer, eso si, que difícilmente se hallará en todo el mundo una tierra en que se pueda tan fácilmente hundir el arado y obtener el primer año, después de una labranza relativamente fácil, excelentes resultados; pero asimismo no se debe olvidar que en ninguna otra parte, cuando se pierde la labor del año, se pierde todo, sin recoger tampoco la simiente. Las ventajas, pues, están a la par que las desventajas, y es insensato afirmar que esta sea la mejor tierra del mundo: buena es, sin duda, más a fin de que produzca, en el porvenir, forzoso será someter todo el sistema agrícola a una trasformación radical y completa. R: A propósito del movimiento agrícola que otra vez empieza agitando la campaña, alcanzando una extensión mucho mayor a la del año pasado, ¿cuál es la opinión de UD.? PG: Lo mismo que le dije otra vez, yo soy, en máxima, contrario a las huelgas, porque considero que sean portadoras de calamidades más graves; sin embargo he de confesar que la huelga agraria es una de las más justificadas. No la creo razonable por el solo hecho que los colonos podrán conseguir beneficios muy limitados y superficiales aún cuando parecieran grandes. Supongamos que los colonos lleguen a obtener una justa rebaja en el precio de los alquileres todavía mayor a la obtenida con la huelga del año pasado: ¿a que servirá eso? Puesto que la tierra no rinde lo sufi- 44 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. ciente para la vida del colono, por más que rebaje el alquiler siempre será demasiado alto, y es tan cierto, que la mayoría de los colonos, a pesar de la disminución obtenida, no han logrado pagar su arrendamiento. Y entonces ¿para qué la huelga? No ha de ignorar Ud. que a los colonos se le atribuye, en máxima parte, la culpa de caro precio de los alquileres. Los colonos, parece, se hacen una obstinada competencia: si uno ofrece 10 a un patrón, he ahí otro dispuesto a ofrecer 12 y 15. Esta, créalo Ud., es una de las tantas justificaciones escogidas por los dueños por no rebajar los alquileres. No niego que algún caso, en el sentido que Ud. dice, se haya verificado y se verifique; pero, por lo general, el asunto es bien distinto. Le citaré un caso que se me ocurrió a mi, personalmente, para demostrarle como procedan las cosas, pues mi caso se repite en toda la República, siendo la verdadera causa del malestar que se abría cada vez más, y acabará como Dios quiera... no bien, por supuesto. Yo tenía alquilado, del señor abogado Aquiles Pirovano, muy conocido en Buenos Aires y en toda la República, diez mil hectáreas en el departamento de Bolívar, pagando por el alquiler de esas tierras 40.000 pesos al año. Vencido el contrato, se trató renovarlo, pero, no fue posible no estando yo dispuesto aceptar un aumento de alquiler, pues, en las condiciones actuales, mis colonos apenas si ganaban lo necesario para una vida de trabajo y privaciones. Ahora bien: aceptando pagarle más al señor Pirovano, yo habría debido consiguientemente subirles el canon a mis colonos, lo que hubiera equivalido arruinarme a mi y arruinarles a ellos. Por otra parte no podía el abogado Pirovano seguir alquilándome en 40.000 pesos sus terrenos, puesto que había dos señores dispuestos a ofrecerle 80.000. ¿Cuál es el propietario capaz de rehusar 40.000 pesos por un año? Yo cesé, pues, siendo sustituido por los nuevos arrendatarios. Nótese que éstos no eran agricultores, sino comerciantes, y estaban prácticos de los campos igual que yo de numismática. Habiéndome preguntado el abogado Pirovano el porque yo no pudiese pagar lo mismo que los otros, que estaban bien lejos de poseer mi competencia genérica, no tenían práctica de los lugares y debían hacer todos los gastos relativos a la colonización, que yo, por lo contrario, ya tenía hechos, hallándose, en una palabra, en condiciones de absoluta inferioridad a mi respecto, repuse muy claro que los 40.000 pesos de aumento hubiera tenido que pagárselos yo, de mi bolsillo, mientras que los nuevos arrendatarios no se los habrían pagado ni de lo suyo ni mucho menos de la renta de las tierras. Memorias del Pueblo Y sucedió como lo había predicho. Esos señores quebraron, no pudiendo de otro modo salir de los apuros. El abogado Pirovano no cobró ni los 80.000 ni los 40.000 pesos, y sesenta familias de colonos quedaron totalmente arruinadas, habiéndose visto obligadas por sus nuevos dueños a pagar precios exorbitantes, so pena de venir echadas de la chacra. Los que no tenían medios suficientes para mudarse, tuvieron que aceptar forzosamente esos cánones imposibles, sabiendo de antemano que nunca habían de sacar de la tierra lo suficiente para pagarlos: los demás se mudaron, yendo a la Pampa, después de haberse costeado los gastos de la mudanza y de la nueva instalación. También éstos, como los otros, perdieron el poco que tenían, pues, si es cierto que los precios de arrendamiento eran mucho más bajos en la Pampa que en otras zonas, es también cierto que allá las cosechas fueron perdidas por una serie de años, de manera que, a cuestas hechas, unos y otros quedaron en la miseria. Y lo están todavía. ¡Puede uno a su antojo ir predicando a los que no quieren ceder a las nuevas exigencias de los alquileres, la necesidad de internarse en la Pampa, a donde los precios son aún reducidos! La ventaja es aparente, en realidad, si el alquiler es limitado, están crecidos en demasía los gastos. Hay que amortizar primeramente los gastos de transporte de un sitio a otro, tanto mayores cuanto más diste del punto de partida la nueva morada del colono. Luego aumentarán, en proporción de la distancia, los gastos de acarreo para los productos del campo, y esto, entendámonos, cuando se pueda cosechar algo, pues no hay que olvidar que las buenas cosechas escasean mucho en aquellos territorios lejanos. Si llegan las buenas cosechas he ahí que los primeros en aprovecharse son los dueños del campo, que enseguida aprovechan “la volada” para subir los alquileres, y los pobres colonos, eternas victimas, se quedan siempre con el agua en la boca. La operación aquella, hecha, supongamos, por simple inconsideración y ligereza, por los nuevos arrendatarios del señor Pirovano, preparó la ruina a millares de personas, no solo por el aumento fabuloso de aquellas tierras, mas también porque los nuevos cánones sirvieron de base a los contratos posteriores, en los parajes aquellos. ¡Y, no obstante esto, tienen unos el valor de afirmar que los colonos son los responsables del ruinoso aumento de las tierras! Empero, pongamos fuera cierto, una vez que los colonos declaran no poder seguir con las bases vigentes y dicen muy claro que ellos ya no pueden cultivar la tierra, puesto que equivaldría trabajar para el rey de Prusia, ¿por qué los padrones, tan solícitos en subir los precios, no lo son a la par en rebajarlos? Si así lo hiciesen, se acabaría por de pronto la agitación agraria La verdad verdadera es otra; es que los colonos sufren por desesperación los precios que se les imponen; la verdad verdadera es que los dueños de terreno, estimando sin criterio el valor de sus campos, no habían pensado nunca que todo tiene su límite, que la tierra habría rendido menos, que las cosechas no hubieran sido prodigiosas como las de los primeros años; ellos, los dueños, habían ya hecho su balance, incluyendo en él todos los imaginables gastos de una vida lujosa: teatros y fiestas en Buenos Aires, baños en Mar del Plata y Montevideo, estación invernal en Paris y en Montecarlo, en la plena seguridad que la pichincha iba a durar en eterno, y en la pueril ilusión que sus tierras habían de valorizarse constantemente. Ahora, a fin de que la crisis agraria argentina (que muchos aparentan ignorar) pueda tener práctica solución, es menester que los dos tercios de los propietarios se convenzan de reducir sus presupuestos y limitar razonablemente sus pretensiones sobre la renta de los campos. Más ¿quién sabrá resignarse a tanto? ¿Quién querrá hacer saber que se había engañado creyéndose rico, mientras que su riqueza era ficticia e iba poco a poco derrumbándose y engendrando al mismo tiempo el más espantoso malestar en todo el territorio de la República? Nadia lo hará; la crisis se hará más aguda, los campos argentinos verán horas tristísimas, que, naturalmente, repercutirán en la vida general de la nación. Por esto yo creo que los colonos no lograrán nada con sus huelgas; no harán, en resumida cuenta, que retardar un poco la fatal solución de la crisis actual, y eso sin contar el perjuicio aportado al orden público y el riesgo de incurrir en males mucho peores. Si cupiera dar a nuestros colonos un buen consejo, sería el de abandonar la tierra, dejando a los dueños si pueden y saben, el cuidado de hacerla producir, para sacar de ella el beneficio que quieren. Verdad es que el resultado no sería muy satisfactorio para los propietarios, pues todos aquellos que lo han intentado, en estos años, tratando de labrar ellos mismos sus tierras, han perdido enormemente y siguen perdiendo, salvo muy pocas excepciones. Han perdido en la agricultura y en la ganadería, y en consecuencia de esto muchísimos han liquidado su hacienda, lo mismo que varios establecimientos agrícolas o ganaderos han cesado toda su actividad. Lo que sin embargo no quita que esos mismos señores pretendan imponer a sus arrendatarios, y éstos a los colonos, condiciones fantásticas. Lo que trabajando por su cuenta han perdido, exigen alquileres que llevarían a segura ruina tanto a los arrendatarios que a los colonos. Puede ser que encuentren de alquilar, pero al cabo de uno o dos años se hallarán indudablemente frente Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 45 Memorias del Pueblo a un arrendatario en quiebra y a centenares de pobres familias de colonos completamente arruinadas. A quien se preguntara lo que harían los colonos fuera de sus campos, respondería que con mayores ventajas podrían trabajar de peones: ganarían siempre más (por poco que fuera su sueldo) de lo que ganan ahora haciendo de dueños en tierras provisorias y llegando a fin de año agobiados de puras deudas. Hay que decirlo fuerte y claramente; la peor calamidad, para la industria de la colonización, consiste en que muchos quieren hacer de dueños sin tener para ello la menor capacidad y sin poseer capitales propios. Los que en tales condiciones presumen trabajar de colonos, no solo no pueden llegar a nada bueno para sí, sino que perjudican enormemente a los demás; a los que son capaces y disponen de capitales para emplear al efecto. Los primeros, los incapaces, que nada arriesgan en el juego, aceptan cualquier contrato, aunque las condiciones sean desastrosas; no tienen vacilaciones, pues, si mañana pierden, nada pierden de suyo, pero al mismo tiempo, aceptando cánones imposibles, establecen una avaluación ficticia de las tierras y hacen a los buenos una competencia desleal y desastrosa. Y así los buenos, frente tal competencia, se encuentran ante el dilema: o ceder a las imposiciones tiranas, o abandonar la agricultura. Todo esto sucede en gran parte por el crédito ilimitado acordado por las casas de campaña, que por lo general juegan a su vez con capitales ajenos. Culpa principal tienen las casas mayoritarias que proveen las del campo, y culpa también tienen los Bancos, que le hacen crédito a cualquiera, sin discernimiento, sin conciencia de su responsabilidad. Se ha visto por lo tanto que los dueños brotaban como hongos. Era bastante que uno abriera un boliche para que una avalancha de corredores le llenaran la casa de mercadería. Inmediatamente estos comerciantes improvisados se ponen a hacerles competencia a los buenos, para los cuales poco sirven capacidad y honradez, debiendo competir con personas que pueden vender a 4 lo que a ellos le cuesta 5, que pueden pagar 5 lo que vale 4; en fin, lo arreglan todo a su antojo, con un fósforo encendido en tiempo y una quiebra declarada en momento oportuno. Luego muchos se quejan si un colono, apremiado por las necesidades, dispone de lo que se saca de las cosechas dejando atrás las deudas, claro está que si los otros obran de picardías, los colonos imiten el mal ejemplo, pues las cosas malas pronto se aprenden, y los hombres somos más proclives a seguir los malos que los buenos ejemplos. Los Bancos, decía arriba, contribuyen de su parte a formar un ambiente de corrupción. Yo mismo he podido constar que muchos agricultores buenos, disponiendo con sus propiedades de excelentes garantías, se vieron rehusado del Banco de la Nación un crédito Figura 10. El matrimonio Benigna Lebeaud-Pablo Guglieri, rodeados por todos sus hijos: Delia, Teo, Elena, Pablo, Julio, Ítalo y Dora. 46 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo relativamente modesto, por el solo motivo que no daban movimiento a la caja y necesitaban crédito una sola vez por año, en el período de la cosecha, mientras se le concedía y se les concede aún crédito ilimitado a los comerciantes, que dan mucho movimiento a la caja, o sea cuando han pagado los 10 que debían, piden 20, y así siguen aumentando hasta más no poder; luego cualquier día hacen el golpe, se declaran en quiebra y todo lo arreglan con un 10 o un 20 por ciento, y a menudo con nada... pero los Bancos se conforman con haber tenido un activo movimiento de caja. Con la facilidad que muchos han tenido de lograr crédito en los Bancos y en las casas mayoristas, todo el mundo ha querido hacerse dueño comerciante y especulador en grande, llevando las cosas al punto insostenible a que están. Se quiere afirmar que el crédito favorece el progreso: está bien, hasta cierto límite, pasando el cual, el progreso es puramente ficticio, y entonces con la misma rapidez con que uno ha subido, precipita hacia el abismo. De manera que muchos, hoy fácilmente ricos, están mañana al raso, con las agravantes de los vicios adquiridos y el recuerdo de un bienestar desvanecido. Poco mal sería si esto les sucediera solamente a los incapaces y deshonestos, mas lo peor es que la ruina de los malos lleva consigo la de los buenos, de aquellos, es decir, que con su capacidad y amor al trabajo hubieran podido ser útiles a sí y al país. Insisto en afirmar que los Bancos y las casas mayoristas son los más directos responsables en todo aquello. Muy justo es que se les dé crédito por 10 o 20 a quien posee otro tanto, o la mitad siquiera. Pero es injusto e irrazonable abrir créditos de millares de pesos a quien nada posee y falta de capacidad y rectitud, pues estos, jugando desatinadamente con lo ajeno, perjudican a los honestos comerciantes, empobrecen un país rico. Sucede lo que en las minas de oro, que aún siendo oro puro el metal que se extrae, aquellos que lo recogen acaban por perder, superando los gastos el importe del oro obtenido. Igual suerte pesa hoy sobre las tierras argentinas, los que en ellas trabajan pierdan sus haberes, debiendo pagar a caro precio, además de los artículos importados, los productos del país: la carne, por ejemplo, que podría representar la principal riqueza del país, siendo abundantísima, acaba por ser un artículo de lujo, como lo es hoy día la tierra. El contrario sucede con los productos del país, que por falta de población deben venderse no en lo que valen, mas según las antojadizas imposiciones de los exportadores. Naturalmente el gobierno está bien lejos de intervenir en tales asuntos para remediar lo que sería remediable; el gobierno, por lo contrario, se da maña para demostrar que todo marcha perfectamente, en constante progreso, ilusionándose demostrarlo con la continua valorización, sin reparar si esta sea verdade- ra o ficticia, sin pensar que en nada ella sirve cuando no dé rendimiento, y cuando (como hoy acontece) el producto cuesta mucho más de lo que vale. No se habla, ya que de la enorme valorización de la tierra; efectivamente ella trae para sus detentadores unas ventajas transitorias: ¿puede, acaso, esa tan alabada valorización, hacer que los campos produzcan más trigo y más terrenos para las vacas? El precio a que están hoy los terrenos es simplemente de afición y de capricho, como el precio de los cuadros antiguos o de los fragmentos de mosaicos de los palacios romanos, y tal vez la comparación no cuadra, porque, al fin y al cabo, aquellos no son objetos de comercio; el valor verdadero, real, ha de resultar simplemente del valor medio de un año de sus productos. Ahora bien: ¿hay proporción entre lo que cuesta la tierra y lo que produce? Y, bajo otro respecto y otro punto de vista: ¿qué importa que el país produzca 10, si lo que gasta ha de ser 12? He acá lo que sucede: se gasta mucho más de lo que se produce. Hoy no se quiere comprenderlo, y desgraciadamente no se lo comprenderá mientras no lo demuestren los hechos. Confiemos que en aquel entonces ya no sea tarde. R: También se dijo que muchos colonos no saben trabajar y gastan en demasía. PG: Precisamente también eso se dijo y se dice. ¡Se han dicho tantas en contra de esa pobre gente! Yo creo que ninguna ingratitud fue más grande de la demostrada para los pobres colonos, que sin embargo representan el mayor, a no ser el único eficiente, de la riqueza de este país. Verdad que muchos no saben trabajar la tierra y mucho menos hacer de dueños, pues no conocen ningún principio administrativo y no tienen las calidades indispensables para la labranza de los campos, según métodos racionales. Pero el hecho de la incapacidad de muchos tendría algún valor solo en el caso que los otros, los que conocen su oficio y tienen aptitudes de excelentes colonizadores, hubieran sacado y sacasen algún provecho de su trabajo. La verdad es que la perdida camina al compás con la producción, y se puede afirmar que los que más han trabajado más han perdido, y no solamente los arrendatarios, sino también, y en mayor cuantía, los dueños de los campos. Hay quien pudo enriquecerse, es cierto, pero no se debe creer que la riqueza haya venido por el rendimiento de los campos, pero sí de la valorización de las tierras. No es lo mismo, pues, habiendo sido ficticia la valorización, está ficticia, por consiguiente, la riqueza, y esto es el simple motivo de la inmediata relación de la crisis agrícola con toda la vida nacional. Pasando a la otra acusación: los excesivos gastos del colono, no niego que parte de ellos se hayan amol- Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 47 Memorias del Pueblo dado a las costumbres del país, perdiendo el criterio de ponderar su presupuesto; no niego que haya algunos que gastan 10 sabiendo que apenas si disponen de 5; pero estos son muy pocos; la enorme mayoría, por lo contrario, vive en una miseria que si sabrían imaginarla los que van a veranear a Mar del Plata, o a Montevideo, los que tienen abono al Colón, vaporcito al Tigre y conocen mejor Paris que Buenos Aires. Una miseria verdadera, con todos sus dolores y sus padecimientos, con la comida escasa y bestial, los vestidos andrajosos, las viviendas escuálidas y tristes, con la absoluta carencia de medios para educar e instruir a los hijos y ninguna esperanza en un porvenir menos negro. Dicen que todos los colonos tienen en casa su barril de vino; pero quien dice esto miente sabiendo de mentir, o no conoce la campaña argentina ni siquiera de nombre. ¡Ojalá fuera cierto! ¿No tendrían acaso derecho los pobres colonos de tomar un vaso de vino volviendo a su rancho, después de transcurrir una larguísima jornada de trabajo allá en los campos? Desgraciadamente no es así, y, salvo muy pocas familias, las que constituyen una insignificante minoría en la enorme masa de los colonos, nadie puede permitirse el lujo de tomar vino, tampoco el del país, que es económico, y en tantas partes ni aguas buenas. Extraña que la acusación de intemperancia hecha a los colonos venga precisamente de aquellos que consumen todo el champagne importado en la República y pagado con el fruto del trabajo de los pobres colonos, es decir de los que han valorizado el campo y tejido la colosal fortuna de los pocos. Otros, hablando de la crisis agrícola, han dicho buena parte de la miseria de los colonos es debida al comercio, o mejor dicho a los comerciantes, que les defraudan impunemente bajo el motivo especioso de acordarles crédito a largo vencimiento, mientras dure la espera de la cosecha para pagar los artículos de primera necesidad. Y esto, en muchos casos es cierto. En lo pasado las casas comerciales han pesado de una manera aplastadora en el balance de las familias colónicas, tomando para sí la mayor parte del producto de la tierra. De su parte, los comerciantes se quejan de haber sido arruinados por los colonos, los cuales se han servido en sus negocios años y años, y luego, habiéndose perdido las cosechas, no han pagado un céntimo. También esto tiene parte de verdad, por muchas vueltas que demos, nos encontramos siempre en un círculo vicioso, formado únicamente del desequilibrio entre la producción de las tierras y las pretensiones de sus propietarios. Lo que se gastaba y no se poseía, el valor ficticio dado a los campos, debían de un modo o de otro mostrar el vacío, y el vacío está hoy en la ruina general de los campos, de los colonos y de los comerciantes. 48 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Si alguna cosa real se puede demostrar es la siguiente: en la campaña, por más que uno intente ocultarlo, por más que se diga en contrario, están la mayor parte arruinados. El comerciante, por lo menos, ha vivido con holgura, ha tenido una casa cómoda, ha instruido y educado a sus hijos, mientras que el colono ha quedado asido a la gleba, viviendo una vida no superior a la de sus animales, trabajando como un bruto, y hoy se encuentra sin recursos ni esperanzas, más pobre que cuando vino, y además lleno de deudas que nunca podrá pagar. Y como todo esto no fuera bastante, hele ahí calumniado por aquellos que nunca hicieron nada para el país y no obstante disfrutaron una vida rica y fastuosa. Estos señores que nunca supieron como se planta una papa, viendo hoy tramontar sus riquezas, se irritan y se alborotan contra los colonos, que todo lo produjeron para los demás, sin pensar que en una sola estación de Mar del Plata se despilfarra entre pocos centenares de familias mucho más de cuanto se gaste en un año en toda la República para las necesidades de las clases trabajadoras; sin pensar que se derrocha en vestidos lujosos, teatros, automóviles y demás cosas superfluas mucho más de cuanto se invierta en arados y máquinas agrícolas, en salarios a los trabajadores y en los gastos inherentes al cultivo de la tierra argentina. Figura 11. Portada de la edición en italiano del libro de Pablo Guglieri: Le Memorie di un uomo dei campi: trent’anni di permanenza nella Repubblica Argentina, 1913. Memorias del Pueblo Ahí esta pues la llaga, el contagio de la prodigalidad, la fiebre del derroche, el despilfarro en su más amplio sentido han penetrado hasta la médula el organismo de la sociedad argentina, desde los hombres que ocupan los puestos más altos de la escala social hasta los más modestos operarios, cada cual gasta a su antojo y no en proporción de sus medios. Para los unos y para los otros cabe preguntar donde encuentran tanto dinero, máximamente observando el tren de vida de muchos empleados y funcionarios, que van a su oficina algunas horas diarias, si es que van, y a pesar del sueldo limitado que ganan, se permiten vivir con lujo y holgura como otros tantos millones. Y los periódicos serios, obrando con ligereza espantosa, imprimen en caracteres sesqui pedales el precio de los vestidos para el baile y teatro importados de Paris, el de los automóviles, cuyo número aumenta de un modo vertiginoso, afirmando que todo eso es índice de la riqueza nacional y de su continuo adelanto. Luego se desatan contra los colonos y los trabajadores, gritando que lo que exigen es demasiado, que sus salarios suben a cifras colosales; se desatan contra la inmigración golondrina, que acá viene únicamente para la estación de la siega y se lleva luego buena parte de las riquezas del país. Se arraiga siempre más la leyenda, sin duda irónica, de las ganancias hechas por la inmigración temporánea. Pero, quien tal leyenda escribe, demasiado sabe como los argentinos que pasean en Paris gastan en un mes lo que ganan todos juntos los obreros que vienen acá para la siega. Hablemos un poco de estas pichinchas de los inmigrantes “golondrinas” que se van después de haber segado, trillado, embolsado y cargado los productos del suelo. Durante ese año, en que se ha hecho tanto “bombo” para llamar gente, los trabajadores que vinieron para la cosecha han sido pagados de un mínimo de dos pesos y cincuenta a un máximo de cuatro pesos diarios. ¿Quién no sabe que en épocas de cosechas y de trilla y demás trabajos agrícolas, la jornada empieza a las cuatro de la mañana y concluye a las nueve de la noche? Poniendo que una hora se dedique a las comidas, que son bien frugales y ligeras, quedan dieciséis horas de trabajo, por cuya razón les corresponde a los obreros un salario proporcionado a 1,25 o 2 pesos diarios sin las horas de trabajo fueran ocho, como lo son en general para cualquier oficio, en todo el territorio de la República. Considérese luego las malas comidas, los pésimos ranchos para dormir, la horrible vida debida a la calor y a todas las molestias que trae el verano en la campaña argentina. Quitad de aquel salario los gastos para la vida diaria, quitadle el viaje de ida y vuelta por mar y el otro, también de ida y vuelta, desde el punto de desembarco hasta la chacra, y veréis que en resumida cuenta son muy pocos los que tengan lo suficiente para volver a Europa. Agréguese a esto que muchos no han cobrado, y otros han sido pagados con vales para cobrarse en casas que no pagan nunca, o pretenden pagar con artículos de mercadería, sucediendo en la mayor parte de los casos que el pobre inmigrado, no sabiendo como salir de los apuros, vende sus vales por cualquier precio. Se puede afirmar, sin temor de desmentida, que el trabajo de la cosecha es el peor recompensado: solamente la obra de los trabajadores del campo se paga hoy en toda la Argentina igual que diez años hace, con esta diferencia, que la cosecha, en aquel tiempo, duraba más meses que semanas ahora mientras, por el contrario, el precio de todos los géneros de absoluta necesidad ha ido subiendo de una manera abrumadora durante este mismo lapso de tiempo. Hay muchos ingenuos, completamente ignorantes de las verdaderas condiciones de los colonos, que aceptan por oro acrisolado las noticias difundidas artificiosamente por quien engaña en buena o en mala fe, y creen que el sueldo ganado por los trabajadores en las cosechas sea de 8 y hasta 10 pesos diarios. ¡Necesidades! Esta leyenda tiene el mismo valor de la de ciertos vendedores de terrenos, que hacen la “reclame” a sus lotes asegurado que el agua puesta se encuentra a la profundidad de ocho o diez metros. Mas si alguno un poco vivo y disponiendo medios se tome el trabajo de ir a averiguar, antes de la compra, si verdaderamente esté el agua tan próxima, puede ser que la encuentre a unos cincuenta o cien metros bajo el suelo, y no siempre potable. Asimismo, si se dice que el campo dista dos o tres leguas de una estación, resulta por lo general una distancia doble. He aquí, pues, lo que les toca a un sinnúmero de pobres ilusionados: creyendo sinceras las promesas de buenos sueldos, van a esas chacras lejanas con la certeza de ganarse de ocho a diez pesos diarios, y se encuentran que gracias si pueden ganar cuatro, sin contar que a menudo acaban por no cobrar nada, o es tan corta la temporada de trabajo que les es imposible pagarse el viaje de retorno con la plata ahorrada. Pues bien: si alguna vez, supongamos, encontrando un trabajo abundante y viendo que su obra necesita en absoluto, se hacen valer y avanzan algunas pretensiones, ¿por qué no lo harían? Ante todo están en su derecho, pues han venido seducidos por lisonjeras promesas; secundariamente, ¿qué cosa más natural que traten de sacar del trabajo de su brazo unas mejoras a sus tristes condiciones, si esto hacen con medios lícitos? Sin embargo se les contiende tan elemental derecho y todos se desatan contra los trabajadores, pro- Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 49 Memorias del Pueblo testando que quieren aprovechar las circunstancias en lugar de contentarse con ganar menos. Pero, veamos: procediendo con la misma lógica, ¿por qué los propietarios no venden a menor precio sus reses, que así tendríamos la carne más barata y podrían comerla todos? ¿Por qué no se contentan con vender un buey en 100 pesos, en lugar de venderlo en 150 y 180, cosa que podrían hacer perfectamente a no ser aguijoneados por la fiebre de la ganancia? Al contrario, si lo pudiesen, venderían un buey en 200 pesos y tal vez más, y esto lo juzgan lícito, mientras juzgan de ilícito el justo afán de un obrero por ganar con su propio trabajo lo suficiente para vivir. Se le niega al obrero el derecho de lucrar con el simple recurso de sus fuerzas, precisamente por aquellos que de cualquier cosa lucran y todo lo que pueden, a empezar de las casa, que dejan cerradas meses y años antes de rebajar el alquiler; luego en las tierras, que pretenden arrendar por sumas anuales superiores a las de su costo total. Algunos compradores se quejan de haber pagado cara la tierra; esta bien: ¿pero, quien les ha obligado, quien les obliga para que hagan contratos desastrosos? Si hacen compras desacertadas, ¿cómo pretender luego sacar de ellas una utilidad imposible? Está el hecho que una minoría limitada quiere a toda costa tener en su mano la mayor cantidad de tierra posible: es una especie de manía, hay personas que parece tengan hambre de tierra. ¡Que vayan, pues, en los desiertos, que vayan en el Sahara, y ahí tendrán toda la tierra que apetecer! No obstante, toda protección y todo estímulo están para estas llagas vivas del país, mientras para los que trabajan no hay más que críticas, contumelias y amenazas. ¡Vaya una razón de quejarse de los inmigrantes! ¡Vaya una razón de juzgar de excesivas sus ganancias! Ironía aparte, asusta tan tamaña ligereza y tanta ingratitud; máximamente cuando se piensa que toda la vida de esta nación (la cual debería y podría ser entre las más ricas del mundo) se funda en las palabras, en las ficciones, no es que una escenografía bella quizá en la capital y otros centros de importancia, pero horrible en las campañas. Y acá cabe decir algo sobre las deficiencias de la justicia en la República, pues para mí, que llevo treinta años de experiencia y he visitado muchos lugares, la causa principal de tantos males está precisamente en la falta absoluta de justicia. No hablo por afición a la crítica, si bien por el sincero cariño que profeso a esta tierra, la cual quisiera ver grande y feliz, en marcha hacia aquel porvenir que le corresponde, pero que, hasta ahora no es posible divisar entre las actuales incertidumbres. En dondequiera existen pillos, estafadores y crimi- 50 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. nales, yo no quiero decir que acá prevalezcan, o, si así fuera, no quiero dar la culpa a la Argentina; estoy de lo contrario convencido que la mayor parte de ellos no sean argentinos, mas sujetos importados. Sin embargo, si no es de la República la culpa de cobijar a tantos delincuentes, lo es sin duda de las autoridades argentinas, las cuales, ocupadas en otros asuntos, dejan a los malhechores la más amplia libertad. Y como, en cualquier otra parte del mundo, un delincuente que salga al descubierto está puesto en condiciones de no perjudicar a nadie, o, por lo menos, esta continuamente vigilado, todos los que puedan se refugian aquí, sabiendo a ciencia cierta que con disponer apenas de unas recomendaciones, podrán pasársela a grandes señores, siguiendo a estafar al prójimo y cometiendo cualquier disparate, seguros de que nunca verán la puerta del calabozo. Pero hay una enorme diferencia de tratamiento cuando se trata de un pobre trabajador, que tal vez por una desgracia involuntaria o por un momento de flojedad, tropieza en la justicia, siendo a menudo víctima de sospechas infundadas: en tal caso, no solo el desgraciado verá la cárcel, mas, una vez preso, puede estar seguro que no saldrá de ella pronto, y, lo que es peor, sin saber a quien dar las gracias por semejante hazaña. La institución de los testigos, en este país, es algo singular, por cuyo motivo, cuando no resulte del todo inútil, se vuelve en factor contra produciente. Hay veces en que los testigos, frente a un delito, vienen a encontrarse en peores condiciones que los delincuentes mismos. Un delito cometido en la campaña implica el proceso hecho al centro, en el asiento de las autoridades: el testigo, por consiguiente, tiene que descuidar sus intereses, pedir días y noches por trasladarse al centro del departamento, y no es raro el caso que los testigos vuelvan al pueblo con el mismo tren en que vuelve el delincuente contra el cual han ido a deponer. He ahí, entonces, el grave peligro de la venganza del malhechor, que nunca falta, y se comprende que éste pueda efectuarla fácilmente, sabiéndose protegido por la autoridad cómplice. Naturalmente semejante estado de cosas lo envuelve todo en complicaciones y tinieblas, resultando imposible descubrir la verdad de los crímenes perpetrados en el campo, puesto que nadie quiere deponer delante de los jueces y todo el mundo niega haber presenciado a este o aquel hecho. Se ahorran molestias perfectamente inútiles a los fines de la justicia, y no se compromete uno con declarar la verdad. Todo esto constituye norma para la justicia de la campaña argentina, y todos los que han vivido en el campo saben que la justicia allá ha cesado de existir aún como esperanza; ¡tan honda es la convicción que es imposible alcanzarla! Memorias del Pueblo No tienen valor las afirmaciones de los que dicen que por ser este un país nuevo tiene todos los defectos de las naciones jóvenes, pues, cuando se habla de grandiosidad, riqueza, belleza y otras dotes superlativas, la comparación nunca se hace con países nuevos, pero sí con las más viejas naciones de Europa; sacando la conclusión que la Argentina les supera a todas. Y bien: ¿porqué, dada la manía de las comparaciones, no se podrá hacer una con respecto de la justicia? No digo que en Europa la justicia sea cosa perfecta; al contrario, pienso, ha de progresar mucho para el bien de todos; pero, a lo menos, allá en Europa, hombres de gobierno, partidos y ciudadanos, todos se preocupan constantemente de mejorar tan importante institución. ¿Por qué, pues, no se hace acá lo mismo? Indudablemente se debe reconocer a los argentinos una inteligencia despejada, anhelos de adelantos y orgullo de sí mismos que es siempre beneficioso para las naciones, porque significa confianza en lo presente y en lo venidero, que mucho más importa. No faltan acá elementos de civilización nacional, universidades, institutos, escuelas de distintas clases y enseñanzas: pero, si la República Argentina es tan orgullosa de sus adelantos y diariamente ostenta, directo o indirectamente por medio de unos bien pagados agentes, esa civil excelencia que la pone al nivel de las otras naciones, ¿por qué no se ha pensado y no se piensa elevar la justicia nacional, sino a la altura de aquellas naciones que tienen en su activo siglos y siglos de historia, algunos escalones, siquiera, más arriba de la justicia de las tribus bárbaras que pueblan tierras salvajes? Con decir que este es un país nuevo no se justifica nada; al contrario se cae en incoherencias, por haber antes afirmado que puede competir con cualquier otra nación civilizada. Podría citar ejemplos por docenas y centenas, para demostrar lo imponderable que es aquí la justicia; más será suficiente citar uno, que me parece singular. Un intendente de Bolívar, patrocinado por un abogado, que es también diputado por la provincia de Buenos Aires, hizo embargar arbitrariamente a un colono, contra el más simple sentido de ley y justicia, todos sus haberes: cereales, utensilios agrícolas. Nótese que la ley prohíbe terminantemente el secuestro de los utensilios, considerado que no se puede de ninguna manera quitarle al hombre los instrumentos necesarios para ganarse la vida. A parte eso, el secuestro constituía por si mismo un arbitro, no respondiendo a ninguna legítima reivindicación del señor Intendente; se había aplicado por el solo hecho que nadie se opone a la voluntad de un Intendente, máxime cuando el abogado que le defiende es un diputado. La injusticia era patente, y el colono, sostenido de su buen derecho, recurrió a los tribunales. Imposible no darle razón, aunque por dársela, la justicia empleara cuatro años; pero en fin salió la sentencia del juez de Mercedes, en virtud de la cual se le debía restituir al agricultor todo aquello que tan injustamente le había hecho embargar el señor Intendente. Era lícito pensar que todo hubiera concluido, y hasta alegrarse que la justicia, si bien algo tarde, se hubiera mostrado justa. Pero, a cuentas hechas, se vio que buena parte de los objetos secuestrados había desaparecido, y lo que había quedado estaba reducido en condiciones de absoluta deterioración, que lo hacía inservible. Ahora el pobre agricultor lucha con el dilema: o renunciar a lo propio, distraído o perdido intencionalmente, fingiéndose no haber obtenido la victoria legal, por la cual tanto ha sacrificado y esperado, o bien intentar otro proceso con la esperanza de que, entre otros cuatro años de espera y sufrimientos, se le dé razón, a no ser que después de tan largo tiempo la sentencia no descargue la culpa sobre el depositario de las cosas secuestradas, el cual, no poseyendo nada, nada podrá resarcir. Ahí tiene la justicia argentina, cuando no es peor, y he ahí el motivo por que los ciudadanos rehúsen generalmente recurrir a los jueces cuando hayan sido ofendidos o perjudicados. Faltando cualquier garantía de justicia, los ciudadanos prefieren aguantar con resignación los daños sufridos, sin perder en balde su tiempo para solicitar una justicia que les vendría negada. Todo esto tiene por consecuencia la impunidad casi garantida para todos los estafadores, ladrones y criminales. ¡Este es un país nuevo! De porfiar en el resabio, no solamente el país quedará paralizado, mas volverá hacia atrás. Pesa el constarlo. ¿Ignora acaso el gobierno, ignora la opinión pública que estas anomalías, que por sí solas condenan un país, constituyen desgraciadamente la norma, en esta República? ¿No son precisamente los jueces, los custodios de la ley, los que ejecutan semejantes secuestros y quitan a los colonos los instrumentos del trabajo, contraviniendo ellos mismos aquellas leyes que están llamadas a defender y a hacer respetar contra toda ilegalidad y abuso? ¿Tienen ellos conciencia de su propia falta? ¿Ignoran, pues el gobierno y el país, que centenares de familias colónicas han sido echadas fuera de las casas que habían construido sobre terrenos considerados propios, puesto que los habían pagado escrupulosamente, mas que fueron un cualquier día reivindicados por un dueño desconocido, el cual se presenta con sus títulos en plena regla y pide el inmediato desalojamiento de los colonos? Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 51 Memorias del Pueblo Diga uno cuanto quiera que los colonos han sido víctimas de estafadores, que les han vendido terrenos ajenos; pero un país en el cual sea posible el repetirse al infinito de semejantes estafas, (y muchas veces el propietario del terreno está en común con el estafador) es un país que no tiene derecho a progresar, porque se hace encubridor y cómplice de todos los pillos, perjudicando enormemente a esos pobres labradores que a costa de duros sacrificios han logrado, mientras enriquecían la nación con la fuerza de sus brazos, quitarse de boca lo indispensable para comprarse un terrenito y una casucha, y el día menos pensado se encuentran con haberlo perdido todo, extenuados por la fatiga, faltos de recursos y toda esperanza. Se dice: un dueño está en su derecho de reivindicar sus tierras, y no está llamado a responder de la ingenuidad de los colonos, que le han comprado a quien no tenía derecho a hacerlo. Está bien. ¿Mas no tendría deber la ley de exigir que todo contrato se hiciese ante las autoridades y con las garantías requeridas? ¿No tendría la ley el deber de exigirle a todo vendedor los títulos perfectos de su propiedad? ¿Y cómo es que los dueños se acuerdan de reclamar sus propiedades únicamente cuando hayan sido transformadas en terrenos fértiles, mientras que el pobre colono las había comprado todavía incultas? Aún admitiendo que el dueño no participe de la estafa, un estafador ha habido; pues bien: ¿ se ha visto nunca que uno de estos seres desalmados, causa de la ruina y de los sufrimientos de tantas familias, haya sido encarcelado? ¡Nunca! Sin embargo están las cárceles, y bien duras, para los pobres colonos, si cediendo a un momento de exasperación en verse despojados de aquella casa y de aquella tierra que les habían constado sudores, se resisten a la fuerza pública y tratan de oponerse a la consumación de una injusticia que roza con el crimen. No entiendo justificar con esto y mucho menos aprobar la resistencia hecha a las autoridades; creo, por lo contrario, que todo ciudadano debería ser respetuoso hacia las leyes y sus ejecutores, pero sostengo que unas y otros pierden su valor e influencia moral cuando la autoridad se aplique únicamente en daño de quien tendría mayor derecho para ser protegido y tutelado. Repito que uno de los más graves obstáculos para el verdadero progreso de la República ha sido la falta absoluta de justicia, y lo será aún más en el porvenir. Sería injusto reprocharme por criticar las ordenanzas de la Argentina, por revelar tantas deficiencias y un estado de cosas insostenible, con la excusa pueril que la República, en su casa, hace lo que mejor le parezca y a quien no le gusta que se vaya. Ante todo yo hablo por cariño a esta nación, en cuyo suelo he trabajado treinta años, y de la cual ya no puedo considerarme extranjero por los tenaces vínculos de hábitos, de afectos y de intereses que me tienen 52 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. apegado a esta tierra: mi modesta y más sincera crítica no responde a ningún deseo de demolición, sino a los mejores anhelos de servir una buena causa, a la esperanza de ser útil en cualquier modo al porvenir de esta tierra, que he aprendido a amar trabajando para su engrandecimiento, y sacando al mismo tiempo de mi trabajo una recompensa de que ni puedo ni debo lamentarme: yo no soy un ingrato. Empero, por uno que puede estar satisfecho hay miles que tienen motivos de maldecir: por estos abogo. Abogo por ellos, porque en mayoría son italianos y vienen acá seducidos por la propaganda hecha por los emisarios argentinos allá en Italia, en cada pueblo, aldea, prometiendo el Eldorado, prometiendo trabajo, ganancia, riqueza. Todo esto es puro engaño, que los pobres colonos pagan luego a caro precio. Que diga, pues Argentina, la verdad, que diga cual verdaderamente son las condiciones de su civilización y de su justicia, diga que cada uno ha de confiar en sus propias fuerzas y habilidad, y entonces los que vendrán sabrán de antemano lo que les espera y no tendrán motivos para quejarse luego. Hoy se encuentran en condiciones misérrimas, no teniendo muchos de ellos los medios necesarios para volver a su patria, después de años y años de trabajo; hoy están acá buscando en vano justicia, mientras ahogan en un verdadero mar de injusticia. Es necesario por lo tanto, en el interés de los inmigrantes que lo es también de la República, que alguno diga la verdad sin hastío ni malevolencia, sin fines ocultos, con el único afán de servir a una causa civil y cumplir con un deber de humanidad, dejando a un lado toda consideración hacia aquellos que en ruindad se hacen escabel de todo para subir y señorear: de la patria, de su riqueza, de su porvenir. No se puede decir que la propaganda hecha en Italia por atraer colonos a la Argentina se haga en buena fe, pues todos conocen las verdaderas condiciones del país. Yo no presumo pasar de sabio, y sin embargo desde tiempo he visto la crisis a que se encaminaba la República, y cuando fui a Italia he dicho francamente, a los de mi provincia que me pedían consejos, que más valía no venir acá, no pudiendo hallar las mejoras deseadas, puesto que la Argentina actual estaba en manos de especuladores, los cuales cegados por personales intereses y desmesurada sed de ganancia, mal inspirados y peor dirigidos por la acción gubernativa, habían creado una vida nacional puramente ficticia. Esto lo decía yo no por desacreditar la República, mas por evitarle una masa de desocupados y descontentos. En lugar de gastar tanta propaganda al exterior para llamar gente, que ni sabe si será útil a la nación, y a la cual no se sabrá mañana como proveer, ¿no sería preferible mejorar las condiciones de la agricultura y defender a los colonos de los abusos y de las injusticias actuales? Si el gobierno nacional se tomara la moles- Memorias del Pueblo tia de enviar en las campañas a alguno de sus inspectores honrado y de responsabilidad, con el fin de averiguar en que consista la justicia, se convencería que ésta no existe siquiera de nombre, triunfando en su vez la mas descarada y lamentable injusticia, y se convencería al mismo tiempo de otra verdad, la cual se quiere a todo trance ocultar, y es que hay millares de familias sumidas en la más espantosa miseria. Es muy fácil propagar que en Argentina no puede haber miseria; pero no se le impide a un hecho de existir, si es que existe, con el simple negarlo. Tal vez no habrá hambre para aquellos que saben montar un caballo y hacer correrías de un campo a otro robando ganado y saqueando lo que esté a su alcance; pero, para quien no puede y no quiere dedicarse a la industria lucrativa y por supuesto nada peligrosa del hurto, el hambre existe, y en muchos casos horrorosa. No se precisa, para esto, ir muy lejos de la Capital Federal; es suficiente visitar el Departamento 25 de Mayo, en el campo llamado El Socorro, que es propiedad de la señora Unzué, para encontrar a un centenar de familias que no saben como quitarse el hambre. ¡Es una verdadera pena constar cuan honda y terrible sea la miseria que agobia esas pobres familias! Y, sin embargo, no han pasado cinco años que esos colonos tenían su pequeño capital, y alguno casi era rico. Ha bastado tan corto espacio de tiempo para que esos desgraciados, a pesar de las buenas cosechas, perdieran todo lo que tenían, reduciéndose hasta el extremo de no tener siquiera para comer. Verdaderamente conmueve e indigna el espectáculo de aquella pobre gente, que después de tanto trabajo no encuentra un céntimo de crédito para ir adelante con sus familias, y más cuando se piensa que la dueña del campo, que nunca lo vió ni sabe tal vez adonde esté, cobra todos los años más de medio millón arrancado de aquella miseria dolorosa. Y esto no es que un solo caso: ¡pero cuantos hay de ellos! De semejante estado de cosas nace la necesidad de la propaganda al extranjero, y se comprende que tal propaganda viene a ser una verdadera trampa para el colono, que abandona su país natal en busca de las famosas riquezas que le fueron prometidas de los propagandistas. Si en cambio el gobierno y las personas a las cuales corresponde vigilar y dirigir la pública hacienda, hubieran pensado seriamente en regularizar las cuestiones agrícolas, principales fuentes, sino únicas, de riqueza; si los colonos encontrasen en la campaña argentina leyes protectoras, funcionarios ecuánimes y medios adecuados de vida, toda propaganda resultaría inútil, pues cada colono sería el mismo un propagandista entusiasta del país, que se poblaría en proporción bien distinta. Lo que importa es ser verídicos. La verdad solamente podrá salvar la República, a condición de remediar los males denunciados. Contrariamente se ha ido acá formando, bien en las esferas gubernativas, bien en los ambientes privados, un sentimiento de falso pudor: se quiere ocultar la verdad a toda costa, cubrir con flores la llaga viva, dejando que el cuerpo consume en la fiebre de la gangrena, que acabará por matar el organismo Se tiene miedo de confesar las faltas, los defectos, las incongruencias, las ilegalidades, mientras se entonan himnos de alabanza, pregonando las magnificencias y los progresos del país. Y mientras tanto la gangrena cumple su estrago. Justo es que los argentinos hablen bien de su patria, si lo hicieran serían culpables y antipatrióticos. Para un argentino ningún país del mundo ha de parecerle mejor que el suyo: y esto es justificado y digno de elogio. El mal es otro; es que cuando un enfermo se rehúsa a recurrir al médico, lo hace de miedo de revelar su enfermedad, y en nuestro caso, el mal está todo en dejar que el país se debilite bajo el peso de sus males sin querer sanearlos. Recuerdo que hace pocos años vino en los campos una terrible helada, que perjudicó enormemente la cosecha. Impresionado con la extensión abarcada por el fenómeno meteorológico, el gerente de la compañía de los Ferrocarriles del Sur, Mr. Gregory, se fué en tren expreso a visitar personalmente los campos, sobre la línea, para darse cuenta exacta de la magnitud de los daños. El señor gerente me mandó llamar, y yo le dije francamente que la helada había perjudicado la cosecha en un cincuenta por ciento, más o menos; no menos, en la mejor hipótesis, de un cuarenta por ciento. Pues bien, el señor Gregory creyó que no supiera estimar el daño o exagerarse intencionalmente, porque todos los comerciantes de la línea, interesados en ocultar el desastre, lo habían persuadido que el daño había sido de poca entidad, un diez por ciento, el máximo. Evidentemente estaban todos convencidos, como yo, que cerca de la mitad de la cosecha estaba perdida, pero no lo decían por temor que, sabiéndose la importancia del desastre, les viniera disminuido el crédito. Los comerciantes mayoristas aprendieron por los diarios que el perjuicio de la helada había sido insignificante y continuaron abriendo créditos, con aparente y transitorio beneficio pero con mucho daño real, pues al momento de la cosecha pudo constarse que las perdidas debidas a la escarcha pasaban del cincuenta por ciento, y se habían hecho por consiguiente unos gastos inútiles, aumentando considerablemente las deudas de los colonos. Este caso podría repetirse a lo infinito. ¡Siempre el ficticio se lo antepone al real, siempre Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 53 Memorias del Pueblo se cubre la miseria con el oropelo! Esta costumbre ha tomado arraigo en todos, se ha transformado en hábito nacional; con cuantos perjuicios para los intereses generales, es fácil comprender. Es esta la llaga de la Argentina: la falta de sinceridad, el amor al lujo, a las apariencias, al fantástico; la manía de hacer creer a los demás, y tal vez a si mismos, de poseer lo que no existe, de engañar, engañándose. Todos los medios sirven y se aprovechan, máximamente los que fornican con el arte, hay una legión de literatos que viven latamente ofreciendo su pluma a la incensación del país. Poco tiempo hace, vino acá uno del viejo mundo, con el fin de cambiar aire por plata, hasta acá ningún mal, puesto que todos, quien más quien menos, hemos venido con el mismo objeto; con esta diferencia: que mientras unos vienen para trabajar y dar impulsos a las industrias y a los comercios, otros vienen para estafar, más o menos científicamente o literalmente. Naturalmente para estos últimos, que representan un verdadero peligro para la República, no existen leyes de residencia, ni leyes sociales, ni medidas sanitarias; no se les mandan, a estos señores, en la isla Martín García por las cuarentenas que hacen enfermar a los sanos; para éstos hay fiestas, honores y... plata. Escriben un libro o tienen un curso de conferencias; óptimas cosas desde el punto de vista literario y estético, mas que pesan sobre la pobre República como una invasión de langostas. Decía, pues, que años hace, vino del viejo mundo uno de estos literarios, habló, escribió, fue aplaudido; dijo que esta tierra estaba en pleno desarrollo, que su porvenir sería maravilloso, y que Argentina podía desde luego considerarse el paraíso terrenal. Y los que escuchaban aplaudían, embelesados. Pero yo, que tenía modesta convicción de conocer las cosas a punto fijo, me preguntaba si sería yo que perdía la cabeza y no comprendía nada, o si la perderían los demás. Y si que yo había casi envejecido aquí, girando por toda la República, asistiendo a todo su desenvolvimiento en los últimos cinco lustros, colaborando eficazmente a la trasformación de la vida de los campos, mientras que ese gran literato y grande orador era un recién llegado que nada había visto, y tan solo podía saber a raíz de lo que le habían dicho. ¿Podía equivocarme yo? El literato aquel vino a descubrir en pocos días lo que yo no había descubierto en veinticinco años. El gobierno, naturalmente, debía recompensar a ese apologista, y lo hizo concediéndole varias leguas de campo para colonización. El literato regresó al viejo mundo, trajo acá muchas familias, las instaló en los nuevos terrenos y tuvo acogidas de triunfador. Aquellas familias colónicas que habían cruzado el Atlántico para venir aquí en busca 54 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. del Eldorado, guardaban hacia el literato el mismo culto que merece un Dios. Pero yo, hace meses, he tenido viajando la oportunidad de visitar a esos colonos, y he querido saber sus verdaderas condiciones actuales. Y bien: la verdad es que están arruinados, que lloran sus campecillos de Castilla y maldicen al literato, a quien arreglarían, si pudiesen; y maldicen también la Argentina sin razón, puesto que la culpa no es de la nación, sino de los que tienen interés de engañar, demostrando que acá hay tierra para todo el mundo y todo el mundo puede enriquecerse con los largos provechos que de ella saca. La culpa se debe a los que especulan con la miseria y la ignorancia de los hombres, empujándose con lisonjas maravillosas hacia esta tierra, donde les esperan las más amargas delusiones, donde encuentran unos campos que a pesar de trabajarlos ya no rinden lo indispensable para la vida, no por carencia de buenas calidades, mas por efecto de las condiciones generales del país, del desequilibrio entre la producción y el costo. El orador ha vuelto al viejo mundo, y seguramente ya no se acuerda de tantos pobres colonos que han quedado acá sufriendo y maldiciéndole. Y aquellos mismos que hicieron tanto ruido al derredor de su nombre y proclamaron a diestro y a siniestro que se abrían nuevas zonas para el cultivo y que los nuevos colonos, traídos por el literato, con hacer su propia fortuna, habrían agregado otra oasis a las muchas existentes en el territorio nacional, han ahora enmudecido; no dicen que las tentativas han fracasado porque era lógico y fatal que fracasasen, no dicen que aquellos pobres agricultores engañados están al raso, pues está convenido, ha pasado la palabra de orden que no se deba decir la verdad, la cual podría presentar la República bajo su verdadero aspecto y no bajo aquel que el mundo ha de conocer. Esta conjura de silencio inspirada al deseo de ocultar el mal será más dañosa cuanto más se prolongue; y no hay duda que también será una de las causas indirectas más eficaces del desastre nacional que se prepara y que sucederá a no ser conjurado por la rápida aplicación de los remedios, supuesto que todavía haya remedios. A mi me parece excesivo el pesimismo de Ud. y creo que la realidad sea menos espantosa de lo que se revela de las expresiones de Ud. Sin embargo la realidad es mucho más negra de cómo yo la pinto, y mi pesimismo, créalo Ud., es más profundo de lo que pueda parecer. Tengo la convicción arraigada que nos hallemos en los lindes de un gran desastre; estoy tan persuadido de ello, que apostaría cien contra uno y con el más vivo deseo de perder, si no fuera un delito hablar tan solo de apuestas cuando está en juego el porvenir de Memorias del Pueblo un país como la República Argentina. A no tener tal amarga convicción ¿Cuál razón podría inducirme a representar el papel poco simpático de augur infausto? Tengo acá todos mis intereses, estoy arraigado en esta tierra por la fuerza de las costumbres y he tomado de ella los hábitos, la lengua, las simpatías y las tendencias nacionales; tengo acá lo que pueda tener un hombre de más querido: la familia, pues mi mujer y mis hijos son argentinos. Ninguna razón me empuja a ser contrario a este país; al contrario muchísimas me impelen a serle amigo; ¿por qué, pues, debería tener un lenguaje que sería una denigración a no ser juzgado de amonestador, si no estuviera animado del único deseo de prevenir a quien corresponde, acerca del mal que temo y presiento? ¿Si no me apremiara el afán de llamar a la conciencia de aquellos que guían al pueblo para que den su grito de alarma, a fin de que se acabe, de una vez, con toda grandeza, prodigalidad y derroche, si no se quiere correr a la bancarrota total? Yo hablo en la honesta confianza de llamar la atención de alguien cuya voz tenga más autoridad que la mía, para que diga la verdad a sus compatriotas. Después del sensible decaimiento de las industrias agrícola y ganadera, siguiendo de este paso asistiremos al decaimiento del comercio, cuyos síntomas están ya de manifiesto y no dejan lugar para sobradas ilusiones. Luego le tocará el turno a los terrenos, a las casas y a los campos. Estos últimos disminuirán muchísimo de precio, los terrenos disminuirán tal vez más, y no hablemos de las casas, cuya desvalorización llegará a tal extremo que buena parte de ellas se podrá comprarlas de nuevo por lo que pudo costar el terreno sobre el cual fueron edificadas. La especulación sin límites, sin base y sin escrúpulos que ha enredado toda la Argentina, logrando alcanzar sucesos fabulosos, los que, en realidad, han preparado el malestar que lamentamos, así como en la sombra preparan la próxima ruina; esa especulación desatinada ha reducido el ambiente en tales condiciones de falsedad y de bluff, de poner cualquier honesta iniciativa en condiciones insostenibles. Para calcular los efectos de la especulación es bastante dar un vistazo a la capital, a donde el fraccionamiento de los terrenos y su venta por lotes han alcanzado un desarrollo que pasa de lo fantástico y novelesco. Alrededor de Buenos Aires hay kilómetros de terreno fraccionado en pequeños lotes, aptos únicamente para la edificación, con los cuales se podrían formar más que un Pekín. Si se piensa en la posibilidad de poblar toda aquella extensión, no se puede menos de calcular los siglos que serían indispensables para ello, si la suposición no fuera en sí mismo absurda. Con pensar solamente lo que es hoy la capital federal, con observar la enorme desproporción que existe entre la metrópoli y lo sobrante de la nación, tiene uno la impresión de hallarse frente un monstruoso fenómeno fisiológico: uno de esos organismos de dos cabezas y cuerpo endeble. Estando a la realidad, calculando es decir la actual desproporción, la nación se nos presenta como un feto de cuatro cabezas; el cuerpo de un raquítico recién nacido que tuviera por cabeza la cúpula del palacio del Congreso. Ninguna invasión de langostas sería capaz de poblar todo el territorio reservado con este fin en derredor de la capital. Igual fenómeno, teniendo en cuenta las debidas proporciones, se repite en las campañas. A cada paso se encuentra trazado un pueblo, cuenta con un reducido número de almas, pero está dispuesto como si mañana tuviera que hospedar a una inmensa ciudad. Para poblar todas las ciudades que están bosquejadas convendría que los hombres se multiplicaran como langostas, mientras que para poblar a uno se despueblan otros. Al contrario, esos pueblos tiene vida mientras están en construcción; luego viven una existencia anémica porque las autoridades concurren a darles unas apariencias de vida ficticia; pero la mayor parte de ellos caen víctima de las autoridades mismas, las cuales no solo se eximen de toda protección y ayuda a que tendrían derecho los habitantes, en correlación con los impuestos que pagan, mas también contribuyen a la decadencia de esos pequeños centros con cada clase de anomalías, cual, por ejemplo, la protección de casas de tolerancia bailes y de juego, por la simple razón de que ellas se pueden sacar fuertes impuestos. ¿Quién supondría que las autoridades mismas están empeñadas a vender la salud y tranquilidad de un pueblo, o mejor dicho de un bosquejo de pueblo, cuando les corresponde el preciso deber de vigilar por el bien material y moral de los habitantes, combatiendo el surgir en tales centros de ciertos locales en que la gente pierde la salud del cuerpo, y con esta todo sentido de moralidad y previdencia? De tal manera los unos se corrompen, los otros se desbandan, y ninguna óptima institución social puede tomar arraigo en esos lugares por falta de apoyos. Pero, cualesquiera que sea la crisis que perturbe esos pueblos, nunca les faltarán clientes a aquellas casas de perdición, pues cualquier medio es bueno para proporcionarse la satisfacción de los vicios. De su parte, las autoridades se ven obligadas a tolerar y hasta proteger a esa florescencia del vicio, pues, a mas de sacar buenas utilidades, tienen ahí una base segura de elementos electorales. ¿No cree Ud. que un tal estado de cosas sea sumamente grave, y que deberían preocuparse las per- Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 55 Memorias del Pueblo sonas a quien corresponde intervenir en ellas? Si se venga a hablar de los campos, los precios han subido de un modo alarmante y seguirán subiendo por las especiales condiciones del ambiente, siguiendo lo que es hoy una ley natural del país: aumentar costos continuo y progresivamente. Naturalmente esta ley no se detendrá a pesar de la disminución de las rentas. Muchos dicen: “Puesto que se paga tanto, el valor es de tanto” Es una teoría errónea en absoluto. Para demostrar hasta donde llegue la especulación infundada y artificiosa, indicaré algunos casos típicos, de una elocuencia definitiva. Yo he vendido media legua de campo muy fértil, no pudiendo trabajarlo yo mismo no me convenía tenerlo, porque, alquilándolo, no habría sacado siquiera el interés del precio que lo vendí, es decir doscientos pesos la hectárea: precio que yo juzgaba ni excesivo ni muy bajo; prueba es que me resolví venderlo. Y bien: el mismo terreno, tres meses después, se ha revendido en trescientos pesos la hectárea, o sea un 50% en más; y quien lo compró lo hizo por pura especulación, para revenderlo otra vez, ganando aún más. Un colono mío, que después de veinte años de trabajo había ahorrado 50 mil pesos, compró en la Pampa 1000 hectáreas de campo a razón de 60 pesos la hectárea. Por espacio de cuatro años labró la tierra adquirida, pasado el cual no solamente él había perdido sus treinta mil pesos, sino que le fue forzoso abandonar la tierra, habiendo acumulado deudas por valor de veinte mil pesos. Este simple hecho hubiera debido convencer a cualquiera sobre las pésimas condiciones de aquel terreno, cuyo valor, en las mejores hipótesis, debía ser inferior a la suma pagada por mi colono. Pues bien, parece mentira, y sin embargo aquel terreno ha sido revendido a razón de 120 pesos la hectárea, es decir, el doble justo y cabal. Casos parecidos a éste podría citar por millares. Campos que, por más cosas se digan están caros a cualquier precio, y que años hace se vendían como estancias perdidas en vastos terrenos, pasando de un dueño a otro, de uno a otro remate, han llegado a la estima de 40 y 50 pesos la hectárea. ¿Cómo sucede esto? Con el engaño preparado en daño de los adquirientes. La tierra que fue vendida en 20, se revende en 30; el precio aumenta automáticamente pasando de un propietario a otro; los pobres colonos, seducidos por la réclame, compran, trabajan, pierden el poco o el mucho que tenían y abandonan el campo; el que llega después no conoce las razones que pusieron al cultivador precedente en condiciones de dejar sus experimentos y está dispuesto a pagar algo más del precio obtenido de la última venta. Y así, siempre. 56 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. He acá el motivo por que el emigrante, el cual viene con las mejores intenciones de trabajar para ganarse la vida y prepararse un tranquilo porvenir, está forzoso y fatalmente destinado a la desilusión, al derrumbarse de todas las esperanzas, a la pérdida de todo su trabajo. Perderá tomando en arriendo el terreno y perderá comprándolo; lo mismo en el primero que el segundo caso vendrá a pagar mucho más de lo que corresponda al valor real, sin tener en cuenta que todo lo referente a la agricultura está en manos de especuladores, los cuales imponen los precios que mejor les convengan. Se ha hablado mucho sobre la creación de Bancos Agrícolas con el fin de comprar terrenos y revenderlos a los colonos, a largos vencimientos. Pero esto, a pesar de lo que digan los teóricos, no sería un beneficio certero para los colonos; lo sería al contrario, para los propietarios de tierras, los cuales sacarían de sus propiedades mucho más del valor efectivo, mientras que los colonos, comprando, supongamos, en base de los precios actuales, por muchos que fueran los años acordados para extinguir su deuda, no llegarían nunca a su extinción, pues, dadas las verdaderas condiciones del mercado nacional, considerando el rendimiento de las tierras y los gastos para la vida, no lograrían pagar siquiera los intereses del capital a ellos confiado por los tan alabados Bancos Agrícolas en gestación. De todos los proyectos que se hacen ninguno responde a las exigencias de los trabajadores; de todas las concesiones que se hacen o se quiere hacer ninguna redunda en beneficio de aquellos que bien merecerían ser favorecidos, o sea de los colonos, que deberían ser los verdaderos dueños de la tierra, puesto que ellos son los que la cultivan, y también en beneficio de aquellos que la hacen trabajar, arriesgando de su parte el capital y poniendo su obra de vigilancia, de dirección y administración. Sucede todo lo contrario: la mayor parte del territorio argentino está en mano de unos especuladores que ni saben como está hecha la tierra y que, no obstante, con la tierra fabrican sus caudales, y mientras tanto los colonos, que riegan la gleba de sus sudores, acaban en la más desolada miseria. Semejante injusticia se cumple porque los que manejan las leyes haciéndolas servir para todo uso menos que para el solo por que fueron creadas, protegen a los especuladores y se hacen sus cómplices. Válganme unos ejemplos a demostrar los métodos con que se aplican los impuestos y las contribuciones en la campaña. El propietario en grande en muchos casos no paga nada de contribuciones al estado y al municipio, y, cuando paga, lo hace en proporciones mínimas. Por muchos que sean los carros de transporte para cereales y frutos que posee el propietario en grande, Memorias del Pueblo no está sujeto a impuestos por la simple razón que los carros no salen de sus propiedades. Al contrario, si un colono alquila un pequeño campo, esta en seguida tasada en razón de un mínimo de 50 pesos por cada carro que posee y cuyo valor es de 500; es decir que el carro del colono está gravado del diez por ciento de su valor real. Si el colono compra, para su uso, un mísero sulki que vale 100 pesos, se le aplica una nueva tasa que varía desde un máximo de 25 pesos hasta un mínimo de 15, según las localidades: es decir que el sulki está tasado con un quince por ciento. El gran señor nunca paga, generalmente, más de 50 pesos por cada automóvil, y como por poco que valga un automóvil siempre vale unos 5000 pesos, resulta que la tasa aplicada al gran señor por su automóvil se reduce al uno por ciento. La injusticia es palmar. Los grandes propietarios de tierra no pagan impuestos, cualesquiera que sea el número de motores de sus establecimientos y las trilladoras que poseen, mientras el agricultor o quien sea, paga por el ejercicio 250 pesos al fisco gobernal y otros tantos al municipal, sin calcular los muchos años en que el productor se halla en pura pérdida. Hay más: todos aquellos que tienen cambios comerciales con los colonos, deben pagar, fuera de sus patentes, una tasa sobre el valor flotante, llamada tasa sobre el capital en giro, nombre muy adecuado, puesto que hay que pagar aún cuando más no se cobre el dinero empeñado. Lo mismo les sucede a los que compran. Dele vueltas y rodeos, el colono es quien paga en todo caso: si compra, si vende, si gana, si pierde, si respira... . El gran estanciero, de lo contrario, puede vender por cien mil pesos o por la suma que se le antoje, sin tener la obligación de pagar más que tres pesos (digo 5), por la guía; ni más ni menos de cuanto paga el que vende una sola vaca, o un caballo, o una oveja. Si haya el caso de que alguien llegue a comprarse un terrenito, lo que debe pagar constituye tal suma, que a menudo sale el negocio aquel un verdadero clavo, a pesar de haberse presentado bueno. Es suficiente que el colono se preocupe de trabajar bien su pedazo de tierra, de poner unas plantas, de embellecerlo en algo para que, en premio de su celo, se le estime sin criterio su terrenito y se le obligue a pagar mucho más de lo que paga su vecino, el cual no sabe o no quiere mejorar su campo. Es claro que habría de suceder todo al revés, es decir que debería estar premiado, y no agobiado de tasas. El colono que trabaja, mejora su tierra, aumenta la producción contribuyendo eficazmente a las riquezas del país; es claro que si una recrudescencia de impuestos ha de haber, ella deba aplicarse a los perezosos que descuidan sus terrenos, dejándolos muy pocos productivos y aportando al país bien escasas ventajas. ¿Cuáles son las razones, en que se fundan los criterios de justicia que gravan el peso de las contribuciones a los que más y mejor trabajan y poseen poca tierra, mientras son indulgentes y beneficiosas hacia aquellos que, a pesar de poseer vastas zonas de campo, no se preocupan en lo más mínimo de hacerlas productivas, ya por falta de afición, ya por falta de necesidad, o porque, en fin, tienen la tierra por simple afán de especulación, a costa del que trabaja? Yo pienso que la tierra solo habría de pertenecer a quien la cultiva y a quien la hace cultivar; más, prescindiendo de esto, da pena constar que en esta República ninguna protección esté acordada a los colonos, que son los principales factores de la riqueza nacional, mientras disfrutan la más descarada protección los especuladores, que solamente engendran el común malestar y son causas de tanta ruina. Todos los impuestos, repito, tienen que aguantarlos desgraciadamente los que desean y se preocupan de hacer prosperar el país, y tal es la causa de las alarmantes condiciones de la campaña y de la crisis que va extendiéndose, por más que una extraña e inexplicable conjura de silencio trate de ocultar y hasta negar cualquier crisis. Y a fin de que no se suponga que yo hablo sin conocimiento y sin fundadas razones, voy a referir un hecho que puede comprobar mis afirmaciones. Hace años yo vendí en Estación Daireaux 1000 hectáreas de tierra, fraccionada en lotes de una a veinte hectáreas. Había comprado esa tierra de los sucesores de las casas Daireaux-Molina y de la señora Rosello de Piñero, los cuales pagaban, entre contribuciones directas y tasa agropecuaria, 45 centavos por hectárea: cada hectárea era pues estimada en 45 pesos. Ahora bien: tan luego como los colonos tomaron posesión de la tierra comprada, esta fue sometida a una nueva evaluación, y los pequeños propietarios se vieron tasados en razón de 500 y 1000 pesos cada hectárea. Se reclamó, haciendo notar lo descomunal de semejante tasación, mas no se obtuvo nada, y solo después de largos esfuerzos, se logró hacer rebajar de 100 pesos los terrenos que se habían evaluado en 1000. Los pobres colonos, que habían echado sus cuentas si pensar en la antojadiza imposición fiscal, se encontraron con deber pagar solo al gobierno, de 3 a 9 pesos la hectárea. Agréguese que, habiendo debido edificar, sobre esos terrenos, unas casitas para habitación, cada una de éstas fue debidamente evaluada y tasada, y por consiguiente vino a aumentar considerablemente el canon anual de las contribuciones. Por el contrario, pláceme insistir en ello, los grandes estancieros tienen facultad de construir en sus tierras cuan- Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 57 Memorias del Pueblo tos edificios quieren sin pagar nada, resultando de tan tamaña injusticia que el pequeño propietario el cual se radica en su campo, cultivándolo, transformándolo en fuente viva de riqueza nacional, se halla en condiciones de sensible inferioridad, con respecto a los gravámenes, frente el feudatario, y será la verdadera víctima del mal gobierno. Pruébelo que aquellas 1000 hectáreas revendidas por mi a los colonos, están gravadas con tasas mayores de un lote de 30.000 hectáreas que linda con aquellas. ¿Es posible poblar, como se dice, la campaña argentina, con tales reglas de gobierno y con semejantes criterios fiscales? Me parece, por lo contrario, que a no optar por otras medidas, a no modificar la legislación, vamos corriendo hacia la despoblación general; no sólo se paralizará la inmigración y se verificará una corriente de éxodo entre los extranjeros, más también los mismos colonos argentinos tendrán que buscar en otros países medios de trabajo y subsistencia. Buena parte de los colonos que compraron los terrenos mencionados eran argentinos: óptimos productores y honrados ciudadanos, quienes yo aprecio muchísimo y de los cuales me complazco ser apreciado; amantes de su patria, y a pesar de poseer tan solo una mínima parte de instrucción moderna, conservan la típica nobleza del argentino de antaño: franco, cordial, previsor, gente digna de mejor suerte, que empero está condenada, como los extranjeros, a ser víctima de la condición anómala creada de la ceguedad de los gobiernos, sufriendo la pesada cruz de la más ingrata realidad. Yo no me canso de preguntar: ¿no se comprende o no se quiere acaso comprender la gravedad de la situación actual? Todos ahora están entusiasmados con la industria ganadera, considerado el valor que ha alcanzado, o mejor dicho aquel que se le hizo alcanzar. ¡Cuán fácil es el entusiasmo! Como si la experiencia para nada sirviese, hemos empezado otra vez por fabricar hermosos castillos en el aire, los cuales evidentemente, derrumbarán al primer soplo de la realidad. Se está formando un ambiente de esperanzas inmoderadas, se grita a diestro y a siniestro que el país puede hacer menos de la agricultura, puesto que por el valor del ganado tendrá lo suficiente con campos dedicados únicamente a la pastoricia. ¡Cuán pronto se ha olvidado la última crisis ganadera, que sin embargo no cuenta con muchos años y fue más terrible que la actual crisis agrícola! Recuerdo haber comprado, en aquel tiempo, reses flacas en 55 pesos por cabeza, y haber tenido que venderlas en 48 después del engorde, y como yo todos tuvieron que resignarse a sufrir pérdidas no indiferentes. 58 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Todo esto es sabido. Sin embargo se afirma ahora que la cosa no se repetirá, pues Europa tendrá que pagar la carne a precios siempre más elevados: ¡como si la Argentina fuera la única que pueda criar ganado! Claro está, por supuesto, que cuando un artículo escasea y sube precio, todos gastan menos al mismo tiempo que tratan de producirlo ellos mismos, contribuyendo de tal modo a rebajar los precios automáticamente Y luego admitiendo que con sus personales intereses los dueños de los campos quisieran limitar la agricultura a la exclusiva cría del ganado, ¿cuál ventaja real podría sacar la nación? Verdad que los dueños podrían decir que a ellos nada les importa los intereses nacionales, más aún si se piensa que muchos viven al extranjero; pero, faltando la agricultura, se volvería a las épocas primitivas, y los terrenos perderían el valor adquirido precisamente por la agricultura. Es cierto que la valorización fue debida a los ferrocarriles, pero es también cierto que éstos pudieron construirse gracias a la agricultura, faltando la cual su función no sería ya posible, pues con el solo ganado no se costearía siquiera el carbón para las locomotoras. Haciendo seriamente esos cálculos, deberíamos pensar que con la desaparición de la agricultura irá a producirse la desaparición de la mayor parte de la población campesina y de las líneas ferrocarriles, y entonces las grandes feudatarios tendrán que servirse de medios de transporte primitivos, de las famosas galeras de antaño, para ir de sus vastas posesiones, y los productos de sus tierras no bastarían siquiera para la vecina que hoy gastan sus lujosos automóviles. Una última palabra sobre la crisis de las habitaciones. Como todo lo que es ficticio, el alquiler de las casas tendrá que rebajar enormemente. Y por una lógica y natural consecuencia de las nuevas condiciones económicas y demográficas en que vendrá a encontrarse el país, no todas las casas, a pesar de la rebaja de los precios, serán alquiladas. El alquiler representa una parte del gasto de la vida, y si se alquila un departamento lujoso o un entero palacio, significa que todos los demás gastos están proporcionados. No se debe creer que el haber vivido con lujo durante tanto tiempo haya dependido de las ganancias realizadas o de una rentas estables, legítimas y bien seguras; nada de eso. Ha sucedido en la vida lo mismo que en todo lo restante: se le ha dado un valor hipotético. Del mismo modo que el valor de la propiedad ha triplicado en pocos años, han aumentado los gastos de la vida, ignorando o simulando ignorar que la valorización era ficticia, se ha aumentado el lujo: viajes, teatros, estaciones balnearias, paseos a París; pero cuando se acabe esta bendita valorización (puesto que todo tiene un término) ¡vaya una broma para tantos! Memorias del Pueblo Y no habrá otro medio que conformarse con vivir a raíz de lo que uno verdaderamente posee, y muchos que nunca han trabajado tendrán que trabajar a la fuerza, y miles y miles que hoy día sacan los medios de la vida de la tumultuaria encadenación de esta sociedad basada en el vacío de lo hipotético: todos esos corredores, martilleros y otros que sacan su provecho en los juegos de la especulación, tendrán forzosamente que resignarse en buscar otro empleo. Mas las nuevas ocupaciones, en armonía con la producción, ya no ofrecerán medios suficientes por continuar en la vida fastuosa de hoy, y los grandes palacios serán abandonados a las correrías de los ratones. El cuadro parece pintado con tintes sombríos; las previsiones parecen pesimistas en extremo, mas desgraciadamente responden a la verdad y a la realidad. Otra crisis se está divisando en el horizonte económico, y ya se manifiestan sus síntomas elocuentes: la crisis de los viñedos. El cultivo de la vid se ha extendido con notable desproporción al aumento de la población. Los cultivadores, seducidos por las considerables ganancias, no se han dado cuenta que un artículo vale en relación de su consumo, o sea de los clientes que puedan consumirlo. Ahora bien: siendo ya, por si misma, excesiva la producción vinícola argentina, con respecto de la potencialidad del consumo del país, resulta que esta superabundancia de producto se acentúa cada vez más con el malestar progresivo de la población del campo y de la ciudad. Sabido es que los vinos argentinos están únicamente consumidos por las clases trabajadoras; pues bien ¿qué será de esa industria, dada la imposibilidad de la exportación, el día en que las clases trabajadoras no puedan tomar vino ni en la medida de hoy ni en otra mucho más limitada? Reúna Ud. estas calamidades en acción o en potencia, quítele toda la tara que quiere, y dígame luego si no tengo sobradas razones de pensar en lo negro, máximamente considerando que las personas cuyo deber les impondría buscar los remedios, tienen el convencimiento, verdadero o fingido, que toda cosa vaya por lo mejor, que éste sea un país ideal por la razón muy sencilla que ellos pueden veranear en los balnearios, frecuentar las “roulettes”, los lugares de placer, los teatros. R: No obstante, un remedio debe haber. Una nación siempre halla en si misma fuerzas bastantes para levantarse de sus crisis, particularmente cuando tenga a su alcance y pueda aprovechar recursos naturales. PG: Perfectamente. El remedio se puede encontrarlo, pero el mal está todo en el hecho que no se quiere buscarlo, porque no se cree en su necesidad, no se tiene conciencia del daño próximo, no se sabe renunciar al lujo, no se tiene el valor de meterse en un tren de vida consentido por los medios de que uno dispone. Es difícil remediar, pero no imposible. Y los remedios, a mi juicio, serían tres: I. Renovar los sistemas administrativos, o para ser más exactos, dar a este país una administración que merezca llamarse como tal. II. La Justicia. Y este será un trabajo de Hércules, pues se tendrá que comenzar de los cimientos. III. La Economía. No se piense que todo eso sea de fácil alcance. Y la prueba palmar de la dificultad que ofrecen ciertas reformas, podemos tenerla en un hecho reciente: habiendo, poco tiempo hace, algunos ministros, en momentos que yo llamaría de lúcido intervalo, intentando realizar unas economías del presupuesto, si vieron en contra a todo el mundo: legisladores y pueblo. Falta de un modo absoluto el concepto de la economía, y esta falta es debida a la persuasión que se tiene de la inagotable riqueza del país. La economía está considerada como una humillación, sea por parte de los gobernantes que de los particulares, y de la misma manera que ninguna familia juzga posible renunciar a los paseos en París, a los baños de Mar del Plata y al abono al Colón, el gobierno no concibe la posibilidad de renunciar al despilfarro, a la prodigalidad, a las partidas del balance que no responden y se remiendan como Dios quiere al finalizarse cada ejercicio, remitiendo vez por vez el déficit a los ejercicios subsiguientes. Así se explican como se gastan millones por dotar la capital de una diagonal, que bien podría trazarse cincuenta años más tarde, sin que la ciudad percibiera la falta, y se dejen en lugar los cuatro quintos de la población completamente inundados, si llueve dos horas seguidas, y no se piensa a las cloacas ni al alumbrado, no se provea a llenar las exigencias más urgentes en los barrios no abarcados por el radio señoril de la capital: ese radio que cubre, a la par que un telón escenográfico, la fealdad y las desconveniencias de los barrios excéntricos e inspira el estro lírico de los literatos y oradores, que escriben y hablan de la magnificencia de Buenos Aires, previa congrua compensación. Sin embargo la economía del presupuesto es una de las reformas más urgentes, sin la cual será imposible intentar cualquier otra; es la llave principal de la renovación, la reforma madre, igual que la reforma del sistema fiscal, llamada a igualar las tasas, haciéndolas gravar sobre las clases privilegiadas, mientras hoy día recaen casi totalmente en las clases productoras, aplastándolas bajo su peso. Es menester luego hablar claro al país, revelándole la verdad. Revelarla desde el gobierno, desde el parlamento, desde la prensa, desde la escuela. Precisa de un golpe neto y firme desnudar la llaga, y confesar que todas las decantadas riquezas tan solo Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 59 Memorias del Pueblo existían en la imaginación de los novelistas y en réclame de los especuladores, interesados a enseñar lo contrario de lo que hubiera verdaderamente en la realidad. Conociendo a punto fijo la verdad, muchos abandonarán las especulaciones y se entregarán al trabajo, proveyendo para el presente y para el porvenir, mientras que hoy, con las andanzas de cambiar blanco por negro, solo se piensa en vivir bien la vida diaria sin la menor preocupación por mañana. Es necesario convencer al país que él gasta varias veces lo que produce. La diferencia de millones de pesos que las complacientes estadísticas hacen notar entre la importación y la exportación, no es suficiente para pagar el lujo desenfrenado de las clases ricas que viven al extranjero. Nada queda de activo para amortizar los urgentes intereses de los capitales, que los sindicatos europeos envían aquí cada año, colocándolos en hipotecas, líneas ferroviarias y tranviarias, empresas eléctricas, constructoras u otro, debiéndose agregar a tales intereses los que corresponden a las deudas del gobierno, de las provincias, municipios y particulares, y que absorben anualmente mucho más de lo representado por el excedente de la exportación. Se habla siempre con mucha ostentación de los millones depositados en la Caja de Conversión, considerándolos un superávit de la riqueza nacional: la verdad es que esos millones representen el capital que cada año está importado de Europa, y por el cual el país ha de pagar tantos intereses. Suficiente sería que un solo año cesaran de afluir nuevos capitales para ver a donde irían los millones de la Caja de Conversión. Decir la verdad y hacer economía: causa y efecto a la vez, he aquí dos remedios eficaces para salvar el país. Pero ¿cuál sería el gobierno capaz de aplicarlos, poniéndose de frente a las hostilidades de la nación entera, la cual está convencida de ser rica en demasía y de poder enriquecer aún más, a pesar que el criterio fundamental de su administración sea la prodigalidad irracional y el derroche sin límite? Luego hay que ver la justicia, o mejor dicho la ausencia de justicia. Este problema capital es todavía más difícil de solucionarse. Todos los males que afligen la República provienen de la falta de justicia: esta falta sensible ha corrompido el comercio, provocando incendios y quiebras fraudulentas; ha instigado a los estafadores, a los malos pagadores y a los pillos; ha protegido y protege directamente a los criminales de toda especie, los cuales en ningún otro país se encuentran a sus anchas como en éste. Los buenos, los trabajadores, se ven abandonados a si mismos, en la absoluta imposibilidad de lu- 60 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. char contra un sinnúmero de pillos y malvados. En la gran mayoría los ciudadanos víctimas de una vejación se rehúsan de recurrir a la justicia, en la seguridad de ahorrarse molestias que no les darían el menor resultado ni la más leve satisfacción. Mientras que la riqueza afluía sola y abundaba el dinero en virtud de la valorización continua de las tierras, aunque artificiosa, corrían los capitales y nadie tenía que luchar por el peso: no se reparaba en los abusos, en los engaños y en las estafas por la simple razón que no costando gran cosa la riqueza no se la cuidaba demasiado. Pero, de hoy en adelante, puesto que todo el mundo, de buena o de mala gana, tendrá que proveer a si mismo con el producto de su propio trabajo y sabrá, por consiguiente, lo que cueste ganarse honradamente la vida, de hoy en adelante la falta de justicia pesará en el país de una manera insufrible. Naturalmente la impunidad estimula a los delincuentes para cometer nuevos crímenes, y este aumento de delincuencia pone de manifiesto toda la responsabilidad que pesa sobre los malos aplicadores de la justicia. Este argumento es empero demasiado grave y complejo para ser tratado a la ligera, y suficiente será haber constado lo impagable y efímero que es la justicia de este país, y el trabajo de completa restauración que corresponderá a los reformadores de mañana si quieren que su obra de saneamiento revista un valor verdadero. Por difícil que sea el renovar, por ardua que se presente la tarea de remediar la gran crisis por la cual atraviesa la República, forzoso será que los buenos ciudadanos la afronten cuanto antes, para salvar del derrumbe final esta nación, sobre el porvenir de la cual todo el mundo había basado tantas ilusiones y esperanzas. Para concluir: estimo que los argentinos podrían con tan solo quererlo, aplicar importantes y radicales remedios a los males que afectan su patria y a los que la amenazan, pues, como dije, no carecen acá hombres de inteligencia, aptos para darle al país nuevas orientaciones; lo importante es ver si tales hombres querrán poner su inteligencia a servicio de todos y de la regeneración de su patria. Para vencer las enormes dificultades, dada la asombrosa difusión del mal, se necesita una mano bien firme, una voluntad enérgica y genial que sepa imponerse y dictar nuevos rumbos al país. Acá sobran los gobiernos y hace falta la nación. El primer trabajo que habría de hacerse sería el de cambiar el sistema constitucional: transformarlo de federal en unitario, poniendo en ejecución el proyecto que con nobleza y seriedad de propósitos esta preparando aquel eximio pensador que es el doctor Rodolfo Rivarola, que supo atraer en derredor suyo las simpa- Memorias del Pueblo tías de los más ilustrados entre los hombres de la Argentina. R: Muy bien. Pero el hecho capital, decisivo, no es fácil por supuesto, y los gobernantes nunca consentirán en ello. PG: Ninguna resistencia sería posible, si así lo quisiese el gobierno de la Nación. R: Sin embargo eso constituiría una ilegalidad, un hecho inconstitucional de imponerse con la violencia. PG: ¡Vaya una excusa! Se cometen sin razón tantos arbitrios y violencias, que bien se pudiera cometer una a fin de bien. A demás ¿sería acaso la primera vez que interviene el gobierno arbitrariamente en los gobiernos provinciales? ¿Sería la primera vez que, sin motivos aparentes, acomete la Constitución, clausurando hasta el Congreso? Y considere Ud. que ha hecho esto sin beneficio alguno para la Nación. ¿Por qué, pues, no podría oponerse una vez a la resistencia de los gobernadores, quienes combatirían contra la nación? Son demasiado inteligentes los Argentinos para no comprender que ésta sería la reforma cardinal y al mismo tiempo el medio más fácil de llegar a condiciones de hecho dignas de esta gran nación. Tarde o temprano han de llegar a esta conclusión, a pesar de todo. De mi parte hago votos para que esta reforma, quitando la cual todas las demás resultarán ineficaces, sea por de pronto un hecho realizado, y se imponga por vías pacíficas y racionales excluyendo la violencia, que es siempre dañina para todas las naciones así como para los individuos. Guardo bien firmes esperanzas de ver pronto la República Argentina encaminada hacia sus grandes destinos. Fin Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 61 Memorias del Pueblo PABLO GUGLIERI EN GARDEY 1910-1919 Por Jorge Miglione1 Es necesario comentar algunos sucesos que se producen desde el año 1910 y que sin duda sirven para darle contexto y entender mejor algo de lo realizado por Pablo Guglieri en esa década. Desde comienzos del año el país se preparaba para celebrar los cien años de la gesta de mayo de 1810 en un clima de controversias. Esta circunstancia pareciera ser que sirve para calmar los ánimos y pese a que los círculos obreros siguen alterados, se consigue una tregua tácita que permite derivar todos los esfuerzos a la celebración. La población argentina había crecido y rondaba los 6.500.000 habitantes, reuniéndose en Buenos Aires el 20% de la misma. Casi un millón eran italianos, mayoritariamente llegados al país como Guglieri, esperanzados en un futuro mejor. La red ferroviaria alcanzaba casi 28.000 kilómetros de extensión, trabajándose intensamente en nuevos recorridos que acercaran más cereal, más carne y más lana al puerto de Buenos Aires. No obstante, los factores que habían desatado la “justificada” huelga agraria –según del decir de don Pablo- se acentúan, afectando a los numerosos colonos que habían llegado a estas latitudes y dando así razón a sus presunciones en cuanto a que “la crisis se hará más aguda, los campos argentinos verán horas tristísimas, que naturalmente, repercutirán en la vida general de la nación”. Tan acertado era este análisis que la solución del conflicto llevará más de doce años. En ese marco, el 10 de abril se efectúan las elecciones nacionales para decidir quien será el nuevo presidente. Sin mayor expectativa, ya que la Unión Cívica, liderada por don Hipólito Yrigoyen no se presenta, el doctor Roque Sáenz Peña es elegido sin oposición, como representante de la Unión Nacional, para reemplazar a Figueroa Alcorta con mandato hasta octubre. A mediados de ese año, el 2 de julio fue sancionada la ley Nº3244 por la cual se creó el Partido de Caseros, con Daireaux como localidad cabecera y el día 5 de julio, se hizo efectiva su autonomía. Significaba esto Figura 12. otografía actual del local construido por Juan Gardey en 1901, frente a la estación del Ferrocarril del Sud, fue almacén de ramos generales, hoy es centro cultural y biblioteca popular. 1 Historiador nativo de Gardey (Pcia. de Buenos Aires), Colaborador del Área de Investigaciones del Museo Histórico Municipal de La Para. 62 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo la exitosa culminación de una etapa de dura lucha de Guglieri. El Anuario Kraft realiza un censo e informa que en los alrededores de la estación Gardey -habilitada al público el 9 de marzo de 1885 con el nombre de “Pilar” en referencia a la estancia que desde 1852 poseía en las inmediaciones la señora Pilar López Osornio, prima de Juan Manuel de Rosas y que cambia su denominación por la actual en 1895, ubicada sobre el Ramal Buenos Aires a Bahía Blanca y donde aún no existía un centro urbano- la mayoría de los escasos lugareños eran chacareros, poseyendo dentro de sus campos algunos negocios como herrería, lechería, cremería, cochería y peluquería y señala a Pablo Guglieri con un establecimiento de panadería. Es evidente entonces, que ya Guglieri estaba en la zona, y dado que no se ha ubicado documentación que lo defina como propietario es de suponer que lo hacía en carácter de arrendatario. En principio es válido presumir que conocía la región desde tiempo atrás, pues en 1890 cuando parte hacia el sur con rumbo a Pigüé, permanece durante dos días en Azul recorriendo la comarca, y Gardey se encuentra a pocos kilómetros de allí. Otro factor a tener en cuenta es que en su juventud había vivido durante dos años en Francia, debiendo por ello hablar fluidamente el idioma francés y en Pigüé encuentra, cuando él llega, una colonia recientemente iniciada por franceses, mayoritariamente biarneses, como lo era precisamente don Juan Gardey, antiguo terrateniente cuya presencia había servido para identificar la comarca, como dijimos originalmente conocida como “Pilar”. Se instala así en la zona esperando la oportunidad de concretar algo más importante. Al año siguiente, precisamente el 10 de junio de 1911, regresa a su tierra natal “para buscar en ella el reposo y alivio necesarios a mis fuerzas agotadas: allá, en un verde rincón encerrado en el pintoresco marco de las montañas, que tan vivamente había deseado en los últimos tiempos de mi estadia en Argentina” según su propio decir. Continúa relatando que su deseo de descanso se ve repentinamente frustrado, pues mientras “transcurría tranquila la vida en el verde silencio de los bosques y en la solemne paz de los collados: mis fuerzas se reanimaban y yo iba madurando otros proyectos, cuando llegó una improvisa noticia á interrumpir aquella dulce paz y la serenidad apacible de aquella vida montañesa. ¡Italia declaraba guerra á Turquía!”, y en poco tiempo se involucra personalmente integrando, junto a otros miembros, una comisión que recorrió el campo de batalla finalizando su andanza exponiendo orgullosamente ante el mismo Rey de Italia su relación sobre ese viaje de exploración. Luego a mediados de 1912 retorna a Argentina. Otra aventura lo esperaba en el sudeste de la provincia de Buenos Aires, en los alrededores de la Estación Gardey. Seguramente tenía que ver con los pro- yectos interrumpidos durante su viaje por Italia. Afirmaba que “nada había que yo no conociera sobre la línea ferroviaria en construcción que llega hasta Neuquen” avizorando su potencial, y a la vez comprendiendo perfectamente lo que significaba que estratégicamente ubicada sobre la misma se encontrara una estación ferroviaria solitaria, sin urbanización a su alrededor, siendo éste un factor que habrá tenido en cuenta para su futura decisión. Es en 1912, cuando ocurre el hundimiento del “Titanic” y también la caída de la emblemática “Piedra Movediza” de Tandil, que aún a casi 90 años de haberse producido continúa siendo identificatoria de la zona; y el 25 de octubre de 1912, ante el escribano José M. Ubici, de Lomas de Zamora, Don Adriano Dithurbide, vende a Pablo Guglieri -con domicilio en la Capital Federal- dos fracciones de campo correspondientes al establecimiento “Las Horquetas”, sobre la estación Gardey ubicada en el kilómetro 356 del Ferrocarril del Sud, partido de Tandil, con una superficie de 2.533 hectáreas 2 áreas 64 centiáreas y 25 dm2, por la cantidad de $784.250 m/n, quedando inscripto bajo el Nº90586/D/1912. A continuación ante el mismo escribano Guglieri otorga un poder especial a don Juan Salduna, un hombre de su confianza, a quien supuestamente conoció durante su paso por Daireaux ya que era el Gerente de la sociedad “La Ganadera de Bolívar”, para que en su nombre y representación realice todas las gestiones necesarias relativas a este campo, y comience a llevar adelante lo esencial para la fundación de un pueblo en el mismo. Resulta interesante analizar esta situación. Guglieri, que ya llevaba al menos un par de años en la zona, conocía la existencia de esta extensión de campo, frente a la estación cuyo propietario –en ese entonces Don Eduardo Gardey, hijo de aquel francés Juan Gardey- por numerosos y complicados problemas económicos había realizado una extraña enajenación del mismo. Se puede deducir que a los ojos visionarios de Pablo Guglieri no escapó que allí existía la posibilidad de un excelente negocio, presentándosele así la oportunidad que estaba esperando mediante la adquisición de esa fracción y la fundación de un pueblo en la misma para la posterior venta de las distintas parcelas revalorizadas, sobre una línea férrea ya instalada, unida a Buenos Aires, a tan solo 25 kilómetros de Tandil, y que se prolongaba hacia el sur con el objetivo de llegar hasta las mismas estribaciones de la cordillera. Otro elemento a tener en cuenta es que varió el concepto del emprendimiento, con respecto a sus anteriores empeños: comprendía perfectamente, la situación de los colonos que precisamente en 1912 haría crisis produciendo el levantamiento de los chacareros arrendatarios del litoral y del sur de la provincia de Santa Fe, movimiento que se extendió rápidamente y entró en la historia bajo el nombre de “Grito Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 63 Memorias del Pueblo de Alcorta” iniciando una etapa de duras luchas que se prolongó por años. Entonces resultaba más simple un negocio de estas características, donde no quedaba asociado a la suerte de los futuros habitantes. También cambia la forma en que encara el proyecto, evidentemente no estaba dispuesto a soportar nuevamente el elevado esfuerzo que debió afrontar en Daireaux. Allí la división de los 375 kilómetros cuadrados que repartió entre sus colonos la hizo él mismo, evitando de esa manera “recurrir a la obra costosa y no siempre perfecta de los agrimensores”, pero ahora contrata al agrimensor Luis Monteverde para que efectúe el replanteo del pueblo que decide fundar. Fue Monteverde un sobresaliente profesional en su materia, miles de planos de mensuras, trazados de pueblos y peritajes documentados en los archivos, atestiguan su dedicación a las tareas topográficas. En el ámbito provincial de Buenos Aires se registran planos suyos en numerosos partidos. Militante radical, había sido concejal e Intendente Municipal de la Plata, Diputado y Senador Provincial, además de reconocido docente y funcionario de la Universidad Provincial y con el tiempo llegó a ser Gobernador de la Provincia y Diputado Nacional, y es aquí donde comienza a evidenciarse como Guglieri modifica la estrategia que aplica para lograr su objetivo. No solo se contacta con un técnico de primer nivel, sino que además éste es un importante hombre público, y es de suponer de cierta afinidad política suya en algún momento, ya que es de citar su participación en la revolución del 29 de julio de 1893 existiendo una fotografía de la época que lo muestra luciendo junto a otros compañeros, la clásica boina blanca, identificatoria de esa fracción política, que precisamente en ese año triunfa en las elecciones realizadas en Santa Fe, Capital Federal y diversas provincias, las primeras desde la promulgación de la ley electoral argentina que estableció el voto secreto y obligatorio. Este suceso no habrá pasado desapercibido para Guglieri. Lo cierto es que el 11 de marzo de 1913, Juan Salduna en función del poder oportunamente recibido, y dando estricto cumplimiento a las disposiciones de la ley del 19 de junio y del decreto reglamentario del 26 de agosto de 1910, constituidos en la legislación vigente en la materia, presenta ante el Ministerio de Obras Públicas de la provincia de Buenos Aires en nombre de Pablo Guglieri la solicitud de autorización necesaria para fundar un centro de población en terreno de su propiedad, situado sobre la estación Gardey del F.C. Sud, adjuntando a dicha presentación los estudios realizados por el agrimensor Monteverde, a quien propone para efectuar el replanteo sobre el terreno. Esta es otra muestra de la habilidad de Guglieri: capitaliza la experiencia que había adquirido en su primer regreso a Italia, donde se preocupó por adquirir un exacto concepto del engranaje legislativo y judicial; mejora el in- 64 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. tento anterior en Daireaux, ejecuta directamente los pasos correctos ante las máximas autoridades y recurre a gente de su confianza, lo que le da seguridad para el logro de sus objetivos. Luego de analizada la propuesta, el 25 de marzo, el Departamento de Ingenieros realiza una serie de observaciones –entre las cuales se mencionaba que no se proponía el nombre con que se habría de designar este nuevo centro- que son aceptadas por el señor Salduna en representación de Guglieri en nota del 5 de abril, donde agrega: “Que como nombre del centro encuentro que es conveniente conservar el de Gardey a inmediaciones de cuya estación (sic) esta situado.” El Poder Ejecutivo provincial, a través del Ministerio de Obras Públicas, el 7 de abril de 1913 emite una resolución que expresaba en su punto 1: “Aprobar los planos presentados por Don Pablo Guglieri para la fundación de un pueblo en el partido de Tandil, el que se denominará “Gardey”, exigiendo la escrituración a favor del fisco de las reservas destinadas a usos públicos y designando al Agrimensor Monteverde para efectuar su replanteo”. La citada fecha es considerada como fundacional de esa localidad que originalmente estaba previsto que contara con 97 manzanas, 21 quintas y 14 chacras que representaban una superficie de 89 hs. 57 as. 13 cs., 429 hs. 22 as. 13 cs. y 1833 hs. 79 as. 88 cs, respectivamente; con calles comunes de 15 metros de ancho, dos avenidas principales de 20 metros de ancho igual que la lateral, al costado de la vía del ferrocarril, y las tres de circunvalación de 18 metros. Además se había ubicado una plaza principal y dos secundarias y definidos los espacios destinados a Dependencias Municipales y Públicas, escuelas, iglesia, comisaría, hospital y mataderos. Todas estas reservas representaban la superficie de 140 Hs. 96 as. 61 cs. y 1.125 c2. que fueron escriturados el 6 de marzo de 1915 a favor del fisco, según consta en el expediente 10.641A/471 de ese año. Cabe aclarar como dato interesante que en abril de 1913, Guglieri solicita a la Dirección General de Salubridad Pública de la Provincia de Buenos Aires el análisis de agua de la zona del nuevo centro de población, y el Inspector que concurre, J.F. Norrie, veintiocho años después de la llegada del ferrocarril encuentra tan solo tres lugares de donde tomar las muestras. Ellas eran una casa de negocios propiedad de Peyré, Gardey y Cía. frente a la estación –edificio construido en 1901 que aún se mantiene en pie y donde funciona un Centro Cultural con Biblioteca y que originalmente fue una sucursal del muy importante almacén de ramos generales que Juan Gardey poseía en Tandil- de donde toma la número uno, en un hoyo común a doce metros de profundidad, que resultó de buena calidad; semejante Memorias del Pueblo a la extraída de un pozo semisurgente en la estancia “Las Horquetas” de Pablo Guglieri. No así la muestra número tres que evidenció ser no potable, recogida en la propia estación Gardey, pues contenía elevada cantidad de nitratos. Posteriormente Monteverde realiza sobre el lugar el replanteo de pueblo, quintas y chacras en agosto de 1913, informando el Departamento de Ingenieros el 9 de setiembre que con algunas observaciones está en condiciones de ser aprobado, hecho que ocurre por Resolución del Poder Ejecutivo provincial del 15 de setiembre de 1913. Figura 13. Copia del decreto aprobando los planos del pueblo de Gardey, fundado por Pablo Guglieri. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 65 Memorias del Pueblo Es destacable la presteza y seguridad con que se moviliza toda la tramitación, lo que habla de lo acertado de Guglieri en su manejo y de su prisa en concretar un proyecto que habría concebido hacía años, tal vez más precisamente desde su último tiempo en Daireaux. Una vez amojonado Gardey, en 1914 Guglieri realiza las primeras ventas y “La Agrícola Ganadera S.A.” entidad fundada el 17 de abril de 1913, es decir tan solo diez días después que la nueva localidad y que con el tiempo fue una de las más importantes casas de remates tandileras- anunciaba que el domingo 5 de abril de 1914 por cuenta y orden de su dueño Sr. Pablo Guglieri remataría en el Pueblo Gardey, sobre la estación del mismo nombre, a 4 leguas de la ciudad de Tandil, sobre los mismos terrenos, después de un almuerzo campestre, 26 manzanas y fracciones divididas en 190 solares- 6 chacras de 30 a 60 hectáreas y 22 fracciones de chacras de 3 a 7 hectáreas (quintas), que formaban la parte que había quedado sin venderse del nuevo pueblo, destacando que era una “oportunidad única de hacerse propietario de una chacra, una quinta o un solar, en inmejorables condiciones y con un desembolso mínimo”. La sociedad rematadora llamaba muy especialmente la atención sobre las características de pago con financiación de hasta dos años de plazo, que por otra parte aseguraba a Guglieri una rápida realización de su proyecto. Por último, se hacía referencia al empren-dimiento de esta manera: “El nuevo pueblo Gardey, ubicado en una de las zonas más feraces de la Provincia, rodeada de una campaña rica y próspera y prestigiado con todo el impulso que es capaz de darle su fundado está llamado a ser un gran centro de población, donde la propiedad duplicará su valor año tras año y donde los adelantos implantados serán verdadero atractivo para nuevos pobladores. Sus calles bien delineadas y rodeadas de árboles en algunas de ellas ya y en proyectos en otras: la forma de venta que obliga a poblarse compactamente desde un principio a fin de facilitar los servicios públicos (arreglos de calle, alumbrado, etc.) la fundación de una escuela (actualmente en construcción) y que muy pronto funcionará y mil otras ventajas entre las que descuella en primera línea ALUMBRADO PUBLICO que será eléctrico, y a un precio ínfimo por producirlo una turbina en el Chapaleofú, arroyo que agrega un nuevo impulso al futuro pueblo, todo ello descuentan como hecho establecido inmenso porvenir de las tierras que remataremos en Gardey SIN BASE con opción y con las facilidades de pago que al pie se detallan. El campo se encuentra perfectamente amojonado pudiendo visitarse desde ya”. Se observa en el texto de promoción la influencia 66 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. de un fogoso pionero, como Guglieri, que asegura su promisorio futuro y además fortalecía el mismo priorizando la instalación de una escuela que él mismo hizo construir sobre un terreno que estaba en trámite de donación al Fisco (recién concretada en 1915). La construcción era de ladrillo y cal, y este establecimiento identificado como “Escuela Provincial Nº19” abrió sus puertas el 1º de octubre de 1914, siendo el primer día de clase el 16 de diciembre de dicho mes, cuando se toma asistencia, concurriendo diez alumnos y estando otros dieciséis ausentes y el personal docente estaba compuesto solamente por un joven maestro, el señor Ciro Tapia de veintidós años que tomó posesión del cargo el 8 de octubre de 1914. En cuanto al alumbrado público, la turbina que se instaló en el arroyo Chapaleofú, uno de los límites del emprendimiento, solamente abasteció de energía eléctrica al casco de la estancia “Las Horquetas”. En ese año, el país que contaba con una población de casi ocho millones de habitantes registra la muerte del teniente general Julio Argentino Roca, ex presidente de la Nación y destacado terrateniente en Daireaux ya que había recibido tierras en La Larga (una de sus localidades más importantes) como premio por los servicios prestados a la Patria; y que contribuyó con Guglieri para obtener su autonomía. Con respecto a él, don Pablo confesaba; “yo, de mi parte, he sido constantemente y soy un admirador entusiasta de aquel hombre de estado, el cual, como supremo magistrado del pueblo, en su doble período presidencial, y como ciudadano, en su asidua y patriótica labor, se demostró uno de los más iluminados hijos de Argentina. Yo aprendí á conocerle, habiendo tenido el honor de hacer con él algunos viajes en los territorios nacionales: tuve así la ocasión de formarme un concepto de su alto valor; luego estudié sus métodos de vida como privado ciudadano y como hombre de gobierno”. Como vemos, don Pablo lo admiraba, pero sugestivamente nada dice en cuanto a compartir su filiación política. Pero también en 1914, el dispositivo de la Primera Guerra Mundial comienza a moverse. A mediados de ese año se desató la mayor carnicería humana conocida hasta entonces e Italia es uno de los países implicados. Allí acudió Guglieri en ayuda de sus paisanos. En sus campos en Gardey, parte de los que mantendría arrendados y supuestamente en la porción que no había aún vendido, que comprendía las chacras donde se ubicaba el casco de “Las Horquetas”, continuaba manteniendo su preferencia agrícola, por lo que realizó importantes cosechas, parte de las cuales se transformaron en cargamentos de trigo enviados como asistencia a su tierra natal durante los años de conflicto. Eso le valió que “Sua Maestá Vittorio Emanuele III” lo nombrara Memorias del Pueblo a este agricultor residente en Buenos Aires “Cavalieri” en 1915, “Officiale” en 1917 y “Commendatore dell’Ordine della Corona d’Italia” en 1922. En tanto proseguía con las ventas en Gardey, el 16 de mayo de 1916 nació Italo, su hijo menor, en su casa de la calle Larrea entre Santa Fe y Arenales, ubicada en uno de los barrios más aristocráticos de la Capital Federal y donde a la fecha funcionan ciertas dependencias de la Embajada de México. Llegado el año 1918 Buenos Aires recibe una de sus mayores sorpresas: el 22 de junio entre las 17 y 18 horas una nevada pone blancos a los techos y a las calles. Un júbilo semejante pero de distinto contenido explota el día en que se conoce el fin de la gran guerra. La celebración dura varios días, pero ninguno de estos acontecimientos atenúan los graves problemas que soportaba la sociedad argentina, en especial la clase obrera. Se suceden las huelgas de ferrocarriles, de correos, etc., y se producen enfrentamientos entre distintas entidades de lucha, tanto obreras como patronales teniendo como epicentro la Capital Federal. En enero de 1919 se produce lo que tal vez haya hecho pensar a Guglieri que nuevamente era momento de cambiar: el día 3 el malestar social adquiere formas de singular violencia en los sucesos conocidos bajo la denominación genérica de “La semana trágica de Enero”. A partir del conflicto generado en los talleres metalúrgicos Vasena y su posterior represión, la FORA decreta una huelga general y el país queda paralizado. En horas la ciudad se convierte en escenario de una guerra entre obreros y tropas de línea. Buenos Aires parece una ciudad ocupada. El silbido de las balas perfora la quietud ciudadana y los muertos se amontonan, hasta que por fin la FORA levanta la huelga general y la calma renace. Pero ya habían quedado heridas abiertas muy difíciles de cerrar. Continúan numerosos conflictos menores llegando el presidente Yrigoyen durante este año a enfrentar 367 huelgas. Todos estos episodios asociados a que las ventas en Gardey continuaban lentamente, no concretándose básicamente en la parte de chacras, y que la explotación agraria entraba en un momento de recesión ya que los valores de los cereales que desde 1915 aproximadamente habían tenido una excelente evolución especialmente el del trigo que se incrementó en dicho período alrededor de un 50%- detenían su pendiente de crecimiento, preanunciando así importantes modificaciones en la estructura socio-económica agraria pampeana –donde se inserta Gardey-, situación conocida como la etapa del “estancamiento del agro pampeano”, predecesora de la gran depresión y posterior crisis en dicho sector. En ese marco, Guglieri –que era considerado uno de los estancieros locales más importantes vende a Indalecio Mendiberri, la parte principal de “Las Horquetas” que aún mantenía en su poder, una superficie de 1245 hectáreas 56 centiáreas 88 áreas y 02 dm2. continuando con las ventas en el sector urbano, hasta aproximadamente 1932. Como resultado económico de esta serie de compras y ventas, había obte- Figura 14. Edifico que hizo construir Pablo Guglieri en 1914 para que funcionara allí la primera escuela de Gardey. En la actualidad pertenece a la Cooperadora Escolar y se utiliza como garage para los micros que realizan el servicio de trasnsporte de alumnos. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 67 Memorias del Pueblo nido una utilidad aproximada de $ 240.000, que representa un 30% del capital inicialmente invertido, pero para dimensionar correctamente el resultado económico que este negocio le dejó, es necesario adicionarle el beneficio logrado de la explotación agraria del establecimiento y el valor de algunas parcelas que aún retenía. Y es entonces cuando inicia su etapa en el norte cordobés, abandonaba el sur pampeano en el que tanto había emprendido durante 29 años, desde aquel año 1890 cuando partió de Buenos Aires junto a su compatriota y amigo Bartolomé Villa obedeciendo a una intuición, más que a un razonamiento. Presentía en ese entonces que en aquella zona de territorio argentino, más que en otras –según su propio testimonio- si bien atrasada con respecto a las demás, le sería más fácil aplicar sus energías y poner su voluntad al servicio de alguna iniciativa, y ahora en 1919 habiendo cambiado totalmente el escenario, se retiraba dejando dos pueblos fundados y marchando, con rumbo a un nuevo emprendimiento que sin duda ya lo tenía en mente. Hoy, a poco más de ochenta y ocho años de su fundación, Gardey cuenta con una población de 632 habitantes y unas 220 viviendas edificadas en su planta urbana. No se han construido, tal como estaba originariamente previsto, el hospital, el cementerio y el matadero. Tampoco se han abierto muchas de las calles que figuran en el trazado que realizó Monteverde y solamente cuenta con una plaza céntrica, sin haberse habilitado las otras dos previstas. El servicio ferroviario dejó de funcionar hace aproximadamente 20 años, lo que produjo una profunda crisis en la localidad atenuado cuando se habilitó en 1993 el único camino pavimentado de acceso a la localidad. Tiene una Capilla Parroquial consagrada a San Antonio de Padua, patrono del pueblo, inaugurada el 29 de enero de 1933 donde un sacerdote de Tandil realiza los oficios solamente el primer sábado de cada mes. Como servicios públicos cuenta con agua corriente y energía eléctrica, careciendo de cloacas y de una red de gas. Institucionalmente, su máxima autoridad local es un Delegado Municipal que es designado directamente por el Intendente de Tandil y posee un destacamento policial dotado de dos suboficiales. En todos estos aspectos, es evidente que no respondió a las expectativas expresadas en 1914, pero en lo atinente a lo educacional –que tanta importancia le dió Guglieri- lo ha superado plenamente, ya que de la primitiva escuela se ha pasado en marzo de 1980 a un sistema de Concentración escolar, que mediante un servicio de transporte implementado al efecto, reúne diariamente 450 alumnos provenientes de zonas rurales aledañas, desde el inicial Jardín de Infantes hasta el nivel previo a la 68 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Universidad, contando además con un Centro de Educación de Adultos, destinado a quienes deseen completar sus estudios primarios. Este sistema ha reemplazado casi en su totalidad el antiguo de escuelas rurales, dispersas y con muy pocos alumnos en cada una de ellas. Por último la calle 10, una de las céntricas, por la Ordenanza Municipal Nº7856 promulgada el 2 de diciembre de 1999 recuerda a su fundador, don Pablo Guglieri, pero acaso es el único homenaje para este pionero, ya que en general su obra y su personalidad es totalmente desconocida. Conclusión Es evidente que en esos años en que Pablo Guglieri centró su actividad en la provincia de Buenos, supo relacionarse con las personas necesarias en el momento oportuno, condición que ya había evidenciado con los funcionarios del ferrocarril y luego con el General Ruiz y otros altos militares en 1898. Cuando los sucesos de Daireaux se contacta con la familia de quien fuera presidente de la república por dos períodos y uno de los hombres más fuertes del momento, con quien luego comparte algunos viajes. Ello le reportaría manejar información excelente y por supuesto pingües resultados. También es de destacar la excelente lectura de los sucesos que hizo, reportándole tomar decisiones económicamente acertadas. Cuando se aleja de Daireaux describía la crisis que en ese momento enfrentaban los colonos situación que tantos años les llevaría mejorar, abandonando por tal motivo su afán colonizador para emprender la fundación de Gardey como un negocio totalmente alejado del régimen de colonización, utilizando su apego a la agricultura en el momento apropiado. En su condición de empresario rural medio, de acuerdo a las características de su establecimiento (extensión y particularidades productivas mayoritariamente agrícolas) explota la coyuntura exacta cuando los precios evolucionan favorablemente, apartándose del mismo en la ocasión justa previa al comienzo de una de las dificultades más importantes que el sector rural pampeano bonaerense enfrentaría durante años, llevando a la quiebra a infinidad de productores. Por último, abandona Buenos Aires, en un período de tremenda convulsión y violencia, para escribir otras historias en el norte cordobés, que el excelente cuerpo de investigadores del Museo Histórico Municipal de La Para ha analizado durante un tiempo prolongado, y sin duda lo expondrán tan ajustadamente como todos sus trabajos. Fin Memorias del Pueblo UN GRINGO EMPRENDEDOR EN LA PARA: PABLO GUGLIERI (1920-1953) Por Carlos Alfredo Ferreyra1 Prólogo El presente trabajo surgió a partir de una inquietud personal para con la vida y obra de un personaje de nuestro pueblo: don Pablo Guglieri. Desde que comenzamos a colaborar en el Museo de La Para, donde hace varios años se viene nombrando y recolectando información sobre este habitante de nuestra zona, nos surgió la inquietud por conocer más detalladamente a este inmigrante emprendedor. Aprovechando la oportunidad que nos da el Museo Histórico Municipal “La Para” de poder investigar y difundir, contando con la gran cantidad de fuentes que en él se resguardan y conociendo la inquietud de gran parte de la población parense, es como nos decidimos a desarrollar este tema. Deseamos expresar nuestros agradecimientos hacia todos aquellos que colaboraron, de una u otra manera, en la recolección de las fuentes. Este trabajo no hubiera sido posible sin el apoyo material y espiritual de nuestra común amiga Belén Priotti y de la Municipalidad de La Para. A todos ellos: muchas gracias. Introducción En este trabajo de investigación intentaremos introducirnos en algunos aspectos la vida y obra de uno de los personajes parenses de mayor trascendencia histórica: don Pablo Guglieri. El objeto de nuestra investigación será entonces la vida pública de este personaje, cuyo significado en la vida cotidiana de los habitantes de La Para y región, nos ha llamado la atención desde que comenzamos con el trabajo. Ya que no es nuestra inquietud explicar el por qué de cada una de las acciones de Guglieri, nos limitaremos a describir su trayectoria histórica en la zona de La Para (1920-1953). Sobre su vida anterior, el lector tiene a su alcance en esta misma publicación las Memorias de Guglieri y 1 el trabajo de investigación de Jorge Miglione, reproducidos en esta misma publicación. Cuando empezamos nuestra investigación nos sorprendió en principio la gran cantidad y la variedad de fuentes; así en el archivo del museo parense encontramos documentos oficiales, correspondencia privada, reportajes orales, fotografías y publicaciones de época, planos y mapas, mensuras, además de bibliografía que nos puso al tanto del estado actual de las investigaciones. Las fuentes fueron utilizadas luego de un profundo análisis crítico que nos permitió dilucidar las contradicciones en que algunas veces caían unas y otras. Gracias a una importante preparación previa sobre teoría y metodología de las fuentes orales, hemos podido extraer de los reportajes información fehaciente. La bibliografía existente sobre nuestro personaje de estudio es escasa, y el lector la encontrará al final del trabajo. Nuestro trabajo constituye una biografía descriptiva; de allí el título de crónica con el que encabezamos la investigación. Con el término gringo, nos referimos al inmigrante del Norte de Italia (o sus descendientes), si bien sabemos que no se trata de un término científico es el que más se adapta al lenguaje de nuestra población para describir a este tipo cultural. La importancia del trabajo radica en que don Pablo Guglieri puede a partir de ella, ser considerado un gringo emprendedor; con esta investigación pretendemos confirmar que este personaje fue un verdadero pionero del progreso en cada lugar donde vivió. Con esto tratamos de contribuir con un grano de arena para que el parense continúe descubriendo y desarrollando una identidad dinámica, multicultural y compleja. Su llegada a la Mar Chiquita Hacia 1920, el pequeño núcleo urbano de PuebloEstación La Para, ve llegar a un inmigrante que tenía dos características distintivas del resto de los hijos de Director del Museo Histórico Municipal de La Para, Licenciado en Historia (U.N.C.) Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 69 Memorias del Pueblo Italia, que habían llegado al lugar: primero, su avanzada edad, 55 años; segundo, su riqueza. En general, según los testimonios existentes en el archivo de historia oral del Museo de La Para, la mayor parte de la inmigración italiana que llegó a la zona, tenía las características de provenir del centro y del sudeste del vecino departamento de San Justo, y del noroeste de Santa Fe. Siendo estos “gringos” medieros o arrendatarios de los grandes terratenientes de aquella zona, que habiendo logrado un buen nivel de acumulación de capital, se independizaban y adquirían terrenos en áreas marginales como lo era esta zona. Además, algunas de estas familias de inmigrantes o sus descendientes que ya eran propietarios en aquellas zonas, sufrían el desprendimiento de alguno de sus miembros que buscaban la independencia económica. La mayoría eran jóvenes, recién casados o de mediana edad, y de posición económica media, quienes se trasladaban tratando de lograr el sueño tan anhelado de ser propietarios. Desde su llegada, Guglieri se diferenció pronto del resto de la población; no en lo cultural sino fundamentalmente en lo social. La heterogénea comunidad local de aquel enton- ces –integrada por descendientes de criollos, españoles, indígenas, africanos, europeos del este e italianos- contó entonces con un personaje activo y movilizador. Según testimonios, Pablo Guglieri, habría llegado fatigado y con su salud quebrantada. El clima y las aguas minerales alcalinas que encontró en esta región, de la Laguna Mar Chiquita, le habrían servido para mejorar notablemente su salud1. Probablemente Guglieri llega a nuestra zona antes de 1920; la documentación escrita existente en el museo parense, nos indica que a partir de 1919 es cuando realiza importantes inversiones en la región, indudablemente con miras a establecerse definitivamente en estos lugares. Comienza comprando en 1919 “La Vicenta” en Cotagaita y Brinkmann2 y “El Ojo de Agua” de 811 has. “La Juanita” de 2400 has. en 1921. “Los Acequiones” de 285 has. en 1926; y un sinnúmero de pequeñas parcelas a pequeños propietarios. Mas tarde, en 1937 compra “Costa de Ansenuza o Toros Muerto” de 2149 has.3 En el anuario de Córdoba de 1940, figura como colonizador de las estancias “La Elisa” y “La Fortuna” de más de 1.500 has. cada una. Estamos mencionando los campos que compra cercanos a La Para, y que Figura 16. Vista de uno de los criaderos de nutrias blancas en Villa Mar Chiquita al norte de La Para 1 Diario Los Principios, 9-12-26, p. 5 GHINAUDO, Roberto: “Estancia La Vicenta y la familia de Gualterio Spirandelli”, Brinkmann, inédito, 1999. 3 Todos estos expedientes se encuentran en el Archivo de la Dirección General de Catastro de la Provincia de Córdoba, con copias en el Archivo del Museo Histórico Municipal “La Para”. 4 Diario Los Principios; cit. 5 Reportaje a Francisco Laurentti, Archivo de Historia Oral del M. H. M. “La Para” 6 Reportaje a Francisco Laurentti, Archivo Oral M.H. M. 2 70 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo tienen en su gran mayoría un linde con la Laguna Mar Chiquita; los que inmediatamente ponía a trabajar. Se convierte en el terrateniente más grande, y con una de las fortunas más sólidas de Córdoba, con propiedades en los departamentos Río I, Río Seco y Tulumba4. Tanto en los testimonios orales, como los documentales coinciden en afirmar que ponía a trabajar en sus tierras a colonos que asociaba, y a los cuales remuneraba muy bien.5 En sus campos del norte de La Para, se dedicó no sólo a la explotación de los montes y a la producción tradicional de trigo, maíz, sorgo y alfalfa, sino que desde su misma llegada comenzó a experimentar con plantaciones de olivos, cítricos, y la cría de pejerreyes, ranas y coipos (nutrias)6. Desafortunadamente no podemos conocer la cronología exacta de todos estos emprendimientos, ni los resultados exactos de los mismos, lo que sí podemos deducir es que, salvo la crianza de nutrias, ninguno de estos proyectos alternativos produjo los resultados que él podía haber esperado. Como ya dijimos, Guglieri poseía una de las más grandes extensiones de tierras en la provincia de Córdoba, lindando con la laguna. Siendo éste personaje activo, innovador, emprendedor y tenaz, poco tardó en considerar privilegiada a la tierra que había llegado, encontrando en la costa de la laguna manantiales de aguas incomparables en minerales alcalinos del tipo de los más renombrados, que a él le devolvieron en poco tiempo la salud, como ya dijimos. El Savoy Hotel Inmediatamente después de radicarse en La Para, comienza a proyectar y elaborar la obra más grande, breve y representativa de éste en la zona, la construcción del Savoy Hotel en las playas de la Mar Chiquita. Como no podía ser de otra manera viniendo de este hombre con un raro temple, y una energía particular esta obra que iniciaba no era una más, sino un cambio una consagración, un establecimiento que se consideró único en su género en la zona. En el año 1922, comenzaron con los desmontes y picadas hasta el lugar donde se iba a construir el hotel, que desde el pueblo de La Para medían 17 Km., distancia que se salvó construyendo un ferrocarril económico, tipo Decauville de su propiedad.7 Este ferrocarril contaba con un desvío en el campo de la Familia Folli a unos 10 Km. de su recorrido utilizado para cargar leña, carbón y otros productos.8 En un principio para tender esta línea particular tuvo que sortear algunos obstáculos, desde la oposición de algunos propietarios de tierras hasta la cuestión legal; siendo discutida la autorización para establecer y explotar por su cuenta el ferrocarril en la Cámara de Senadores, en donde el Senador del Departamento Río Primero muestra su interés por defender la concesión. En la discusión arguye, que obras como las realizadas por Guglieri deben ser estimuladas en toda forma a objeto de propender al “adelanto” de los pueblos, dice que conociendo personalmente a éste es considerado en la zona como un hombre de gran generosidad y altruismo. 9 El ferrocarril ya estaba construido, había sido autorizado por el Poder Ejecutivo provisoriamente hasta que la legislatura prestara su asentamiento. Este se debe haber utilizado para transportar los materiales para la construcción del hotel, que en lo posible fueron utilizados los producidos en la región y de la provincia, importándose aquellos que no se producían aquí. En 1924, se comenzó a construir el hotel, se puso en marcha el sueño de don Pablo de alzar en pleno monte y playa un edificio maravilloso de dos plantas, réplica del Savoy de Buenos Aires; pero éste estaría rodeado de una naturaleza agreste, la laguna con sus flamencos rosados, patos, cisnes de cuello negro y cuantas aves pudiéramos imaginarnos. Dos años tardó en la construcción del hotel, en diciembre de 1926 se inauguró; el edificio abarcaba una superficie de una hectárea, contando con una distribución muy funcional. En el frente, de dos plantas, estaban los dormitorios y salón de fiestas en la alta; y en la parte baja se encontraba el salón comedor, bar, vestíbulos, salón de lectura, salón de fumar y toilets. Además, según testimonios de quienes lo conocieron, el Hotel contaba con una habitación destinada a Capilla para San Antonio y con teléfono privado que comunicaba el hotel con la punta de rieles en La Para.10 En el centro estaban instaladas las cocinas, las cuales habían sido objeto de especial cuidado, siendo amplias y ventiladas, toda su batería era de níquel y había sido especialmente fabricado en Austria. Había pastelería y panadería que elaboraban el pan y las masas para el consumo, y un frigorífico, éstos estaban independientes del resto del edificio. En los costados y parte media, tenía dormitorios y baños comunicados por amplios corredores. En la parte posterior del edificio, estaban instalados los garajes, y dormitorios para el personal de servicio; en su comienzo todo el personal desde los administradores, la gerencia, el chef, maitre d’hotel, mozos, etc. que eran alrededor de cien personas procedían del Savoy Hotel de Buenos Aires.11 Se había instalado una usina propia, mediante la cual suministraban luz y energía eléctrica, de esta forma se podía mantener el frigorífico y la fabrica de hielo.12 El hotel contaba como ya dijimos con salón de fiestas y de baile, bar, billares, peluquería, orquesta per- Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 71 Memorias del Pueblo manente, cancha de tenis y crocquet.13 El edificio tenía 130 habitaciones. Y un estilo ecléctico, con rasgos de arquitectura espontánea de la inmigración italiana. La construcción tuvo un costo aproximado de $1.200.000.14 Fue el hotel que demando la inversión más grande hasta entonces realizada en ese rubro en Córdoba.15 La playa sobre la que estaba edificado el hotel era la más amplia y resguardada que tenía la laguna, tenía un muelle que penetraba al mar de una extensión de cien metros. 16 Había dos piletas de natación, una de agua dulce de 2 mts. de profundidad, alimentada con cinco pozos surgentes; y la otra de agua salada construida dentro del mar, alimentada por este. Además había 80 casillas particulares para baños de mar. En el citado artículo del diario Los Principios se hace el comentario del espectáculo delicado que ofrecía la mar contemplada desde el Savoy Hotel, ya sea de noche “cuando la marejada se recostaba en la playa, o en la mañana cuando como nubes rosadas recortaban el horizonte los flamencos que se movían a la distancia”. Aparte de ofrecer las comodidades del hotel, se promocionaban las propiedades curativas de las aguas de Mar Chiquita, y de su barro radioactivo, de los surgentes naturales de aguas térmicas a 30ºC, aguas sulfatadas, cloruradas, con proporción de sales de hierro, yodo arsénico, vanadio, según se hicieron análisis químicos en la Capital Federal. También se ofrecían baños de fango con marcadas propiedades radioactivas y baños de sol donde se trataba reuma, gota y otras afecciones.17 Según testimonios de quienes lo conocieron, el Savoy Hotel tuvo temporadas de auge y de decadencia alternadas y cíclicas18; en fotografías de la época podemos observar las piletas con mucha gente; y las fiestas dadas en los salones son todavía recordadas; y es muy mencionado el hobby de don Pablo que cantaba y bailaba subido a unos zancos; tenía también afición al automovilismo, y otros deportes u entretenimientos típicos de los estratos sociales más altos. En 1927, ocurre un hecho desagradable para Guglieri, muere su hija Delia en un accidente aeronáutico en Mar Chiquita; siendo ésta la primera mujer que fallece en este tipo de tragedia en Argentina19. Cabe recordar que en 1926, siguiendo su espíritu político, y su interés por impulsar el desarrollo del pueblo, ocupa el cargo de intendente; siendo el primero ya que en este año es cuando se convierte en municipio las comisiones de fomento.20 Comienza esta tarea demarcando calles, la plaza pública y el cementerio. Sus inquietudes se plasman en el Acta Nº1 de las Sesiones del Consejo Deliberante, donde se propone el Figura 17. Una de las locomotoras utilizadas por Guglieri para unir la Estación La Para con el Savoy Hotel. 7 8 9 PEBETA,1923; Biblioteca Popular “Martín Fierro”, Balnearia. Reportaje a Teresa Gaiano de Folli, Archivo de Historia Oral M.H.M. “La Para”. Honorable Cámara de Senadores; Diario de Sesiones, 1925, 18º Sesión plenaria y 18º Sesión de Prórroga. 72 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo Figura 18. Vista del Savoy Hotel en construcción. Puede apreciarse el tren cargado de materiales. cobro de impuestos: Para la reparación, alcantarillado y conservación de las calles y plaza del pueblo, se cobrará a cada propietario de terreno situado en la planta urbana, edificado o baldío, un impuesto anual de 0,25 por cada metro. El producto de dicho impuesto tendrá ingreso a una cuenta especial “Fondos de Vialidad” y sus recursos no podrán invertirse en otro destino que el expresado.21 Está en la intendencia desde 1926 hasta 1928; y en 1930 reasume al cargo de intendente esta vez como interventor y aparentemente deja el cargo en 1932. Guglieri pertenecía al partido Demócrata Nacional, y tenía importantes conexiones con el gobierno provincial. Es en este período (1926), que don Pablo da forma a otro de sus proyectos quijotescos, la fundación de un pueblo: Villa Mar, al borde de la laguna, en la zona donde se encontraba el hotel. Hace el loteo de una parte de sus tierras, 285 manzanas proyectadas, de lo que sería según su imaginación un gran pueblo a la altura de los grandes centros turísticos del momento. 22 Y en la realidad este lugar llegó a tener en la década del ’30 alrededor de 300 habitantes, subcomisaría y telégrafo, escuela y comercios, siendo su base económica los criaderos de nutrias (comunes y blancas), las plantaciones de frutales y quintas.23 En agosto de 1934, algunos habitantes de La Para, gestionan ante la Cámara de Diputados la posibilidad de un cambio en la denominación del pueblo por el de Mar Chiquita. Se determina después de la sesión que este proyecto volverá nuevamente a comisión24. Ese mismo día llega un telegrama destinado al Presidente de la Cámara de Diputados, remitido por Guglieri donde dice: “El cambio de nombre de La Para por Mar Chiquita no me interesa ni es de mi conveniencia.”25 Es sugestivo que esta ley por el cambio de nombre del pueblo haya sido girada en Comisión, y de allí archivado, luego de comprobar que en la nota de solicitud del proyecto no figura la firma de Guglieri, y que llega el telegrama en el que éste implícitamente solicita se deje de tratar el tema. Es durante el curso de esta sesión, en que se hace referencia, por parte de algunos diputados a las obras de Guglieri, que sin haber recibido nada del Estado, ha Figura 19. Una de las máquinas que poseía el ferrocarril privado de Guglieri, en los primeros años el maquinista fue el Sr. Teumacco. En la fotografía, está posando Julio Guglieri, hijo de Pablo. 10 Reportajes a Olga Valverde y Neri Barotto, Archivo de Historia Oral del M.H.M. “La Para”. Diario Los Principios, 9-12-26, p.5 12 Diario Los Principios; 9-12-26, p. 5 13 Propaganda gráfica del Savoy Hotel De Mar Chiquita, Documentario VIII, A. M. H. M. “La Para”. 11 Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 73 Memorias del Pueblo Figura 20. Tarjeta Postal con la imagen del frente del Savoy Hotel de Mar Chiquita hecho semejante hotel considerándose el emprendimiento más importante de la zona, diciéndose aquí que -puesto en funcionamiento el mismo- su dueño perdió más de 36.000 pesos en la primer tem- porada. En el año 1936, el tren había dejado de funcionar, la época de auge había menguado, el turismo al Hotel Savoy fue disminuyendo, y mantener el pequeño ferro- Figura 21. Vista de la playa del Savoy Hotel con sus instalaciones 14 PEBETA, Nro. Extraordinario, Nº1.074, Julio de l947, A. M. H. M. Reportaje a Andrés Berga, Archivo de Historia Oral del M.H.M. “La Para”. 16 Diario Los Principios, 9-12-26. P. 5. 15 74 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo carril ya no era conveniente26. Aproximadamente en 1937, hubo un avance de las aguas de la laguna, que llega hasta el hotel; luego retrocede pero produciendo daños en el edificio, con altos costos de mantenimiento. En 1938, la panadería y el frigorífico ya no producían para autoabastecerse, los productos eran llevados desde el La Para.27 Aparentemente estas causas (telúricas y económicas), hacen que Guglieri venda en crédito el hotel a la familia Bertero, quienes con el ánimo de ponerlo en condiciones, hacerlo funcionar y revenderlo a mejor precio lo trabajan por un par de años; pero el proyecto no dio los resultados esperados, no pudiendo la familia Bertero pagarlo, ni menos venderlo. Y en el año 1940, Guglieri llevó gente a trabajar, bajo las órdenes de Antonio Bertero (que era quien tenía a su cargo el hotel) y les ordenó que lo demolieran28. La noticia no tardó en llegar al pueblo, y a la tarde estaba el lugar lleno de gente comprando lo que salía de la destrucción. “Una vez más nadie entendía nada. Todo se aceptaba”29. El gran Savoy Hotel comenzaba a quedar simplemente en la memoria; como un niño creativo jugando había construido su sueño, ahora también como un niño jugando lo mandaba a demoler. En ese mismo año también se levantaron los rieles del ferrocarril.30 Retorno a la mesura En el período que media entre la demolición del Savoy Hotel y la construcción del Nuevo Hotel Savoy (en 1945) a la que nos referiremos luego, Guglieri continuó con sus producciones de las que hablábamos al principio de este capítulo, pero desmantelando progresivamente las experimentaciones (cítricos, ranas, nutrias) e invirtiendo más en la agricultura y ganadería tradicional; terminando la construcción de algunos de sus cascos de estancias. Terminada la demolición del Savoy su lugar de residencia, este se retira al edificio de construcción semisubterránea, que poseía en una de sus estancias, a un costado del desemboque del Río Primero, en Laguna del Plata. Durante toda su vida en la región de La Para realizó, además, una importante red caminera que recorría Figura 22. Pablo Guglieri practicando uno de sus entretenimientos favoritos: andar en zancos todas sus propiedades y aprovechaba las características del terreno; así hizo también el célebre “diquecito” (como hoy se le llama), que es un verdadero dique de contención de las aguas de Laguna del Plata para que no fluyan hacia Mar Chiquita, sirviendo además de puente. Muchas de las construcciones realizadas por don Pablo aún se mantienen en pie. En el 1945, comenzó la construcción de lo que se llamaba Nuevo Hotel Savoy en la costa sur de la Laguna del Plata (subsidiaria de Mar Chiquita) a orillas del Ferrocarril Belgrano y el Camino Provincial Nro.17. Este en realidad era un bar, con un salón de baile y una gran pista al aire libre, aquí también Guglieri había construido una pileta de agua dulce alimentada por surgentes, casillas y vestuarios. Allí los fines de semana se reunía la gente de la zona a bailar con orquestas en vivo31. 17 Anuario Guía de Córdoba, Tomo IV, 1938, p. 579. Reportajes a Berga, Barotto y Valverde; aún que no todos coinciden en esa afirmación. Para la Sra. Valverde el Hotel Savoy siempre funcionó muy bien en temporada alta. 19 AVIACION, Nro. 59, 27-2-27, p.20. 20 ALEGRE, Rosa: Recordarnos, Bohemia y Figura, Córdoba, 1986, p. 41 21 Libro de Actas Nº 1, 1927–1933, Honorable Consejo Deliberante de la Municipalidad de La Para. 18 Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 75 Memorias del Pueblo Don Pablo Guglieri, se traslada a la ciudad de Córdoba en el año 1952, donde fallece por causas naturales, el 26 de setiembre de 1953. Conclusiones: el gringo emprendedor Después de descripta la vida de don Pablo Guglieri, creemos que queda ampliamente comprobada nuestra hipótesis anunciada en la introducción, cuando decíamos que este personaje fue un verdadero gringo emprendedor. Dentro del proyecto modernizador encarado por el Figura 23. Turistas en la pileta de agua salada del Savoy Hotel de Mar Chiquita. Estado argentino, desde mediados del siglo XIX, los inmigrantes debían cumplir con un doble rol bien definido: trabajar para la modernización y el desarrollo de una Argentina que deseaba integrarse al moderno sistema mundial capitalista y servir de ejemplo de trabajo y tenacidad al resto de los habitantes del país. Ocurre que dentro de ese proyecto los inmigrantes no debían pasar de ser los formadores de una clase media, constituida por pequeños y medianos propietarios, cuentapropistas y obreros especializados.32 Pero ocurre que don Pablo Guglieri cumplió todo lo proyectado para los inmigrantes y un poco más: fue obrero raso, especializado, pequeño propietario, en principio no intervino en la política (ámbito sagrado de la elite criolla), trabajó duramente, sirvió de ejemplo para otros inmigrantes y para los habitantes del país; pero desde un momento de su vida como vimos, fue 22 más allá de ese limitado papel: fue terrateniente, empresario y político. Así es como, creemos que Guglieri es el ejemplo más acabado del gringo emprendedor y progresista: sólo la muerte logró frenar su catarata de proyectos, los cuales nunca quedaron archivados, en todo caso algunos fracasaron, siempre miró a cada uno de los lugares de su residencia como un lugar potencial para iniciar todo tipo de empresas. Además buscó siempre el progreso social, especialmente para sus compatriotas, siendo un tanto más despectivo hacia los nativos. Creemos entonces haber comprobado nuestra hipótesis central. Finalmente, debemos aclarar que esta investigación es solo un principio, es solo el primer acercamiento hacia la vida de Pablo Guglieri, por lo que no es un trabajo concluido, por el contrario deseamos que genere inquietudes y preguntas en la comunidad y en Según plano de Villa Mar, A. M. H. M. “La Para” Comunicación personal con Antonio Cardo, nativo de Villa Mar. 24 Honorable Cámara de Diputados, Provincia de Córdoba; Diario de Sesiones. 1934, p.p. 101 y 995-1018 25 Honorable Cámara de Diputados, Provincia de Córdoba, Notas y Proyectos, 1934, Tomo 1, Folio 85 26 Reportaje a Andrés Berga, Archivo de Historia Oral del M. H. M. 27 Reportaje a Alfredo y Ernesta Scovasso, Archivo de Historia Oral del M.H.M. 23 76 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo Figura 24. Los empleados del Savoy Hotel durante su época de mayor esplendor. todos aquellos que busquen indagar sobre el interesante pasado de la región. Queda mucho por investigar sobre Guglieri: su pensamiento, su acción política, su actuación en otras partes del país, su relación con el gobierno de Mussolini en Italia, etc. De lo que estamos seguros es que nadie podrá prescindir de la vida de Pablo Guglieri cuando se indague en la historia contemporánea de La Para. Figura 25. Estado actual de la vivienda particular de Guglieri conocida como “El Subterráneo” 28 AVEDANO, Sergio: Los cordobitas: símbolos de un sueño. Cap. 1 Pablo Guglieri. Bohemia y figura, Córdoba, l998, p.32 Ibídem. 30 Aún que algunos testigos afirman que los rieles fueron levantados en 1939 y no en 1942. 31 Comunicación personal con Carlos Navarrete e Irma Gudiño y Reportaje a Dante Candusso, quien fuese el primer concesionario del Nuevo Hotel Savoy en 1950, Archivo de Historia Oral del M.H.M “La Para”. 29 Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 77 Memorias del Pueblo Figura 26. Estado actual del casco de la gran estancia “Los Surgentes” de Guglieri. Figura 27. La pileta del Nuevo Hotel Savoy, a principios de la década de 1950. 32 HALPERIN DONGHI, Tulio: Una nación para el desierto argentino; CEAL, Buenos Aires; 1988, passim. 78 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo Figura 28. Una vista de las ruinas del Savoy Hotel, hacia la década de 1960. El lugar aún era utilizado por los veraneantes para disfrutar de las aguas de la Mar Chiquita. Figura 29. Pablo Guglieri y algunos visitantes en sus criaderos de nutrias en Mar Chiquita. Figura 31. Uno de los 120 toilletes que poseía el Savoy Hotel. Casi todo el mobiliario había sido fabricado en La Para. Figura 30. Boleto del Ferrocarril Económico particular de Pablo Guglieri. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 79 Memorias del Pueblo Figura 29. Publicidad del Savoy Hotel aparecida en el Anuario Guía de Córdoba en 1938. 80 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo Figura 32. Mapa en el que puede observarse la ubicación del Savoy Hotel y de Villa Mar, al Norte de La Para. Figura 33. Factura de la Barraca y colchonería de Rivero Hnos. de La Para, donde se detalla la confección de colchones, almohadas y almohadones, 1926. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 81 Memorias del Pueblo Bibliografía ALEGRE, Ángela Rosa: Recordarnos: 75mo. Aniversario de La Para; Bohemia y Figura; Córdoba; 1986. ANDRÉS, Carlos: Geografía de la Provincia de Córdoba, Córdoba; 1924. AVEDANO, Sergio: Símbolos de un sueño: Pablo Guglieri; Colección Crónicas Noveladas Nº1; Universitas; Córdoba; 2002. CANDUSSO, Elder: La Para Siglo XXI, s/e, La Para, 2001. GHINAUDO, Roberto: “Estancia ‘La Vicenta’ y la Familia de Gualterio Spirandelli”, Brinkmann, 1999, Inédito. GUGLIERI, Pablo: Las memorias de un hombre del campo: treinta años de permanencia en la República Argentina; Albacio; Buenos Aires; 1913. HALPERÍN DONGHI, Tulio: Una Nación para el Desierto Argentino; CEAL; Buenos Aires, 1988. ROMERO, José Luis: Breve Historia Contemporánea de la Argentina; FCE; Buenos Aires, 1993. SILVESTRE, Saúl: Puesto del Medio – La Para: sus orígenes; s/e; Córdoba; 2000. Fuentes Editas AVIACION; No. 59; febrero de 1927. ANUARIO GUIA DE CORDOBA; 1938; 1939 y 1940; Diario Córdoba; Córdoba; 1938, 1939, 1940. LA PRENSA: 03/01/1910. LA NACION: 4, 5, 6 y 8/01/1910. LOS PRINCIPIOS: 09/12/1926 y 13/03/1931. HONORABLE CAMARA DE DIPUTADOS DE LA PROVINCIA DE CORDOBA: Diario de Sesiones; 1934. HONORABLE CAMARA DE SENADORES DE LA PROVINCIA DE CORDOBA: Diario de Sesiones; 1925. PEBETA; Nº1074; Julio 2 de 1947; Balnearia; Córdoba. Fuentes Inéditas Documentarios Nos. V, VI, VII, VIII, IX, X y XII del Archivo del Museo Histórico Municipal “La Para”. En estos documentarios hay reprografias de fotografías y documentos existentes en archivos provinciales y nacionales. Archivo Municipal de La Para; Libro de Decretos 1. Archivo Municipal de La Para; Libro de Ordenanzas Nº1. Archivo de Historia Oral del Museo Histórico Municipal “La Para”; reportajes a: BERGA, Andrés; CANDUSSO, Dante; BAROTTO, Neri; LAURENTTI, Francisco; GAIANO, Teresa; SCOVASSO, Ernesta; SCOVASSO, Alfredo; CAPINNI, Oreste; ALVANO, Emma; MERLO, Marta; GUGLIERI, Italo; VALVERDE, Olga. Comunicaciones personales con CARDO, Antonio; GUDIÑO, Irma; NAVARRETE, Carlos. 82 / Año 3 - Número 3, Septiembre 2003. Memorias del Pueblo La dirección de la revista recibió esta contribución espontánea de cultura popular: una poesía dedicada a Guglieri, escrita por la Prof. Alia Diva Ferreyra. A ella nuestro agradecimiento por su colaboración. El Visionario El Gran visionario quedó deslumbrado por las aguas plateadas del Mar de Ansenuza, y forjó en su mente la obra maestra y plasmó en cemento su hermoso sueño. Don Pablo Gulglieri, hizo un gran hotel, con salones espaciosos sorprendiendo a la gente de nuestro pueblo naciente. Visitada por veraneantes de lejanos lugares, se decían fascistas que dejaban enterrados aquí sus tesoros. Instaló un trencito que desde La Para trasladaba a los turistas a la floreciente obra de la Mar. Revista del Museo Histórico Municipal “La Para” / 83