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Azul y sombra
Antonio F. Marín
I. Un día cayó una enorme chinica del monte y aplastó una casa, a un carretero
y a sus dos bueyes. Eso es al menos lo que cuenta Juan Carmelo del Carmelo, un
lugareño que huele el tiempo, “aunque no es el tiempo que pasa, sino el tiempo
que hace”, suele precisar a los que se detienen junto a él y le preguntan “¿cómo anda hoy el tiempo, Juan Carmelo del Carmelo?”. Y Juan Carmelo del Carmelo se
atusa el pelo, levanta la barbilla y husmea el sabor del tiempo: “Hoy va a hacer
bueno”, dice. El arte de oler el tiempo lo heredó Juan Carmelo del Carmelo de su
abuelo paterno por parte de la rama de los Desaboríos que vinieron de Cieza cuando las inundaciones los echaron de aquellos lugares hace ya muchos, muchos años.
Juan Carmelo del Carmelo huele y predice el tiempo desde niño y con mucho arte, porque oler el tiempo es un arte, según ha quedado evidenciado y dicho: “Los
años y la experiencia; sobre todo, la experiencia”, dice.
Pero habíamos quedado en que una enorme chinica cayó del monte y sepultó
una casa, a un carretero y a sus dos bueyes, según cuentan algunos otros que a su
vez se lo habían oído a los de más atrás. Fue hace muchos años, sí, y, si se quiere
saber más, se ha de allegar uno a la localidad de El Argaz, en la región de Murcia, y preguntar por la Chinica del mismo nombre. ¿La Chinica del Argaz? Sí,
una chinica que un día cayó rodando del monte y se quedó hincada en un ubérrimo vergel de palmeras, oliveras y frutales que florecen bajo un castillo árabe que
cuelga de un farallón al que conocen por la Atalaya. Desde allí arriba, se puede
apreciar cómo el río viene entre áridas lomas y cabezos, se derrama por acequias y
meandros, y germina este gran bancal antes de rodear al pueblo, dejarlo encimado sobre la huerta, y alejarse luego para el valle de Ricote flanqueado por verdes y
oleados cañaverales. Por el verano los niños corren ávidos estas cortinas de revesadas cañas para arrojarse bulliciosos al agua y descender alborotados a nado por su
cauce.
Pero de aquello de la Chinica hacía ya muchos años, según le comentó a un
servidor Juan Carmelo del Carmelo cuando lo encontré sentado bajo una olivera en
las afueras del pueblo. Juan Carmelo del Carmelo nos puso en antecedentes del suceso y nos participó también otras cuestiones con las que parece que pechaba con
mucha aflicción.
- ¿Sabes que tras un holocausto nuclear sólo sobrevivirían las ratas porque son
las únicas que están preparadas? -preguntó ante mi estupor, pues tampoco es que
viniera mucho a qué.
- Pues no sé.
- Y fíjate que entonces Dios tendría que encarnarse y venir al mundo en el
cuerpo de una rata, hecho rata, y algunos se escandalizarán, para que veas la poca
humildad que tienen.
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Y uno está ahí a su lado bajo la olivera, lo conoce aunque no mucho y sabe que
no es un botarate zascandil; que lo que comenta puede sonar a despropósito, pero
que él suele ser comedido y muy sagaz. Entonces bajas la vista al suelo, te agachas, rebuscas en la bolsa entre los cachivaches fotográficos, y piensa, piensa: hay
que decirle algo para zanjar la situación porque crees que está equivocado. ¿O no?
Vaya usted a saber: Vivimos en unos tiempos en los que cada día se sabe más y en
los que cada día se sabe menos; en los que se disfruta de los avances técnicos como
Internet, pero en los que el hombre sigue inquietándose por las mismas preguntas
de siempre: ¿La vida tiene sentido?, ¿después de la muerte viene más muerte?,
¿por qué las mujeres entran juntas al cuarto de baño?
Imposible saber más, son misterios de la vida, aunque algunos otros los aparten
subrepticiamente con el pie so pretexto de que lo absurdo no es que la vida no tenga sentido, sino que tenga que tenerlo. Más o menos lo mismo que contestaría una
tostadora o un mono en el supuesto de que se lo planteara. Es obvio que a un mono
le da igual que la vida tenga o no tenga sentido: él la vive y mono, digo y punto.
Y un tostador tampoco se lo plantea mucho: los Monty Phython´s sí, aunque sea
con humor. El hombre baja del árbol, se pone en pie, piensa y se pregunta: ¿Por
qué esas dos se van juntas detrás del árbol? El mono come y caga, y no se cuestiona nada; Woody Allen sí, otro supuesto. !Qué envidia de aquéllas que, cuando
descubren que su vida no tiene sentido, lo solventan comprándose unos zapatos!
Caros, por supuesto. Aunque uno prefiera ya puestos tomarse un whisky, doble, y
echar un polvo, porque con el zapato, ¿cómo te lo haces? ¿No es arriesgado darse
gusto con el tacón?
- Pues no sé, don Carmelo, yo no había quedado en nada, yo es que de eso no
fumo, pero me parece un disparate.
- Pues un disparate, mozo, es la suma de varias verdades parciales unidas por un
loco.
- Usted es un filósofo, don Carmelo y ha equivocado el oficio porque en España
abundan los filósofos, pero faltan fontaneros.
- Déjate de pamplinas y no creas nada, que la verdad está en cagar en cuclillas
en el campo y en limpiarse el culo con una piedra.
Y entonces te recelas que es mejor dejarle las cosas claras, que eso que arguye
y dice es muy común y, sobre todo, como muy conveniente, porque es lo que venía a concluir Voltaire cuando nos recomendaba que trabajásemos sin pensar y que
cuidáramos nuestro jardín. Pero entonces la felicidad estaría en ser idiota y en tener trabajo, según le replicaron en su día. O quizás, que el cortesano francés había
fundado, sin pretenderlo, la religión volteriana (laica, eso sí) de la misma talla y
patrón que aquellas a la que Unamuno se refirió cuando decía que todas son buenas, “en cuanto que consuelan al hombre de haber tenido que nacer para morir”. Es
decir, de no pensar y vivir sin más cuestiones. Pero dejémoslo estar. No anda uno
con coraje para esmerilar estatuas y se tienen otros apremios.
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- De acuerdo, don Carmelo, pero dígame qué sabe usted de la Chinica, buen
hombre.
- Pues lo dicho: que un día cayó del monte y aplastó la casa, a un carretero y a
sus dos bueyes.
Eso fue lo que se sabía antes de que comenzáramos a indagar y averiguar sobre
el suceso: al principio quizá con divertido escepticismo, luego ya con más formalidad. Por aquel entonces uno no andaba muy gallardo pues a la sazón sobrevivía
entre pechambres, con una indiferencia por todo lo humano que no sólo nos era
ajeno, sino que además nos importaba tres por culo veintiuno, vamos, para entendernos, y con la licencia de Terencio. Eran tiempos extraños en los que disfrutábamos en el guindo de una habitación con vistas, mientras tratábamos de espantar
la certeza de que había que trabajar más, para ganar más, y poder así comprar una
cama mejor en la que descansar más para trabajar más y poder así ganar más, para
poder comprar una cama mejor en la que descansar más, para trabajar más y poder
así ganar más para comprar una cama mejor en la que....
- !Para!
- Paro.
- Es que no sabéis sufrir -comentó la psiquiatra de guardia una de las veces que
acudimos al redil, al psiquiátrico.
- No, ¿usted sí?
Pero se sucedían a la sazón tiempos extraños, decíamos, en los que andábamos
a verlas venir, porque si en la transición a la democracia aprendimos que los comunistas no tenían cuernos ni rabo (tal y como se nos había enseñado en tiempos
de la dictadura), también aprendimos que una dictadura es una dictadura, ya sea
de los militares fascistas como en Chile o de los tiranos comunistas como en Cuba.
Son las dos infames. O que después de muchos años de gobierno de la izquierda,
el cambio más palmario había sido sustituir al multimillonario banquero de la derecha por el multimillonario editor de la izquierda, en el escalafón de los más ricos y
poderosos de España. Cuestión pues de dejarle elegir al pueblo qué multimillonario quieres que te dé por el culo. O que el liberalismo de la derecha o el sueño americano sólo es eso: un sueño, muy pesetero, por cierto, y que siempre beneficia a
los horteras más braveados e inmorales, porque, si tienes principios, no tienes
estómago para cebarte en el enriquecimiento torticero. O una cosa o la otra. O
blanco o negro. Lucrarse, estraperleando con el trigo mientras se predica, es una
inmoralidad de vuelta y vuelta porque no se pueden tener orgasmos ligth, desnatados, bajos en calorías, descremados, o sin alioli.
O que, aunque no hay nada más inocente que un tonto con un lápiz, hay que
cuidarse mucho de darle autoridad porque se convertirá inevitablemente en un peligro público al enjugascarse en pintar fronteras. O que Alicia, la del país de las
maravillas nos parecía una niña insufrible, pedante y tan cursi como un traje de
primera comunión. O que el progresismo no es pasar de Windows 98 a Windows
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XP. O que llorar sí que es de hombres. O que si no puedes oír música sin fumarte
antes un porro, es que no andas bien del tarro. Y del oído. Es decir, lo obvio.
O que Bogart podría aparecer en Casablanca tan majo y tal, tan sacrificado y
todo eso tan mono del pelaje del Principito, pero gastando alzas en los zapatos para
parecer más alto. O que la Bermang podría parecernos una regordeta y mofletuda
charcutera a punto de caramelo para rodar un anuncio alemán de Tampax. O que en
la China comunista se puedan fabricar la mitad de todas las muñecas Barbie del
mundo y que el secretario general del Partido Comunista Chino, Bo Xilai, diga sin
despeinarse y/o ruborizarse, que “ellos combaten la agitación obrera para favorecer el clima a los inversores”. Es decir, lo no-obvio.
- Eres un neurótico –nos habían dicho en una de las ocasiones en las que paramos en el psiquiátrico.
- Pues sí, la verdad; y además, neurótico con un poquito de sisa, por favor, que
no nos haga arruga.
Pero entonces, vas un día malcarado por la calle y te encuentras un disquete de
ordenador junto a la rueda de un coche, precisamente cuando andas abrumado por
encontrar una historia para venderla y pillar algunas perras para seguir viviendo en
un sinvivir. Y no lo dudas, te agachas, y lo coges. En su parte anterior se lee La
chinica el Argaz o quizá La Chinica del Argar, que entonces no sabes muy bien
precisar porque la letra está escrita con rotulador y se ve como diluida por el agua.
No parece muy estropeado por lo que lo guardas en un bolsillo y te olvidas de él.
Luego tendrías tiempo de mirarlo.
Y te encaminas al bar para tomar el café de todas las mañanas y leer de paso la
prensa que como es habitual, nos trae pormenores de la eurocopa de fútbol y sobre
todo, una noticia de más recuadre y tronío: tras diez años de investigación, por fin
se ha descifrado el genoma humano, el libro de la vida, en sus partes más principales. Y dicen que este descubrimiento, que abre una nueva etapa en la lucha contra la enfermedad, ha sido anunciado simultáneamente en China, Japón, Francia,
Alemania, Reino Unido y Estados Unidos. Todavía falta por saber el número total
de genes.
Dejé el periódico sobre la mesa y volví al trabajo. Quizá el disquete aquel me
trajera alguna luz, algún solaz en aquel sombrío panorama de abúlica y roma tarde
dominical. Y una vez que anda uno frente al ordenador lo abre y se percata de que
contiene un archivo de texto que alude a una piedra que parece ser que cayó de lo
alto de un monte y provocó la ruina de una familia de huertanos. «Un día cayó una
chinica del monte» -se decía en él-, «y arrasó una casa sepultando a un carretero y
a sus dos bueyes. Eso es al menos lo que cuentan los que aún viven en el Argaz y lo
recuerdan, según se lo habían contado otros, que a su vez lo habían oído de otros
que lo habían vivido. Fue hace muchos años».
No había nada más escrito, pero en el disquete aparece también una foto en
formato JPG, que una vez abierta con el visor fotográfico, nos muestra una casa
adosada a una enorme piedra que aparece como si la hubieran construido apoyándose sobre ella. Pero no nos dice más. Entonces he acudido de nuevo al texto que
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había leído sobre la piedra que cayó de la montaña, lo he repasado, he vuelto a mirar la foto y entonces sí, no hay duda. La enorme piedra había tenido que caer rodando de la montaña y había pillado y chafado la mitad de la casa. Luego, se conoce que se las habían apañado para habilitar lo que quedaba de ella con algunos remiendos por lo que la casa aparecía como si se hubiera construido adosada a la
piedra, pero en realidad era lo que quedaba en pie tras ser aplastada.
Teníamos pues algo verosímil para iniciar las pesquisas pero no bastaba y habría que seguir indagando. Abrí entonces el segundo archivo de texto y me asombré
al ver que se trataba de los resultados de la búsqueda en Copernic: un programa
que permite encontrar de forma detallada en Internet. La palabra clave había sido
“Argaz” y el programa había registrado varias referencias:
«Buscar los resultados para Argaz. Resultados de búsqueda de Copernic.
Búsqueda: Argaz (Todas las palabras). Localizado: 15 documentos en el web en
español Orden: Puntuación de pertinencia. 1. Biblioteca de la Universitat de
Barcelona: IM: Authority Lookup, Nova cerca obres de l´autor seleccionat per
veure la informació associada, feu Click sobre un número . Argaz. André Henri.
http://eclipsi.bib.ub.es/cgi-bin/vtls.web.gateway?authority=0112».
Esta primera dirección de Internet se refiere a un autor catalán por lo que se desecha ya que uno no conoce el idioma. Entramos pues en la segunda referencia
que menciona algo sobre la Villa de El Argaz en Granada, aunque una vez que pinchamos en http://www.ideal.es/guia/linea7.html, se ve que se refiere a una línea de
autobuses sin especificar nada más. Desistimos. Otros registros del buscador aluden a apellidos árabes, a jeroglíficos en lengua del villorrio vasco con mucha k y
mucha zeta, que desde luego no nos sirven. Es mejor dejarlo. Se encuentra uno
malandante y es preferible tomar antes un café.
Quizás escuchar la radio, o mejor al grupo Floc of Seagulls y The More You
Live. O Sex del grupo Berlín, de aquellos adorados años 80 en los que se olvidaron
por fin de los Beatles y de los Rollings, y se pusieron a hacer otras cosas, otras
músicas, que no nos sonaran. O el grupo Fixx con Red Skies. No: demasiado agitado. Algo más suave. Quizás The Promise de When in Rome. Eso es. Así: descansar, no pensar, dejarse llevar, mover el pie al compás del bajo. Se está bien así,
dejando que el tiempo se escurra mientras sigues me-cá-ni-ca-men-te el ritmo de la
música y ahuyentas la modorra.
Cierras los ojos.
Ahora estás en la solitaria pista de baile, la música suena fuerte, te mueves al
compás. Giras. Un paso, dos pasos. Giras. Otro paso y vuelta completa, como
cuando éramos pequeños y dábamos vueltas y más vueltas con los brazos estirados
hasta que perdías la noción y todo corría a tu alrededor girando más y más deprisa.
Pero no, no puedes. No te concentras porque te distrae un petardeo en la calle
de cohetes y tracas pues se conoce que andan de fiesta, de jácara. De fallas. Y
hemos de dejar el abrigo de la pista de baile, de la sala de espera, y salir otra vez
al chirriante frío del calendario laboral, al andén, aunque un servidor no entienda
de francachelas, ni de tracas, y envidie al novio que celebra consigo mismo su
despedida de soltero. Uno, al contrario que Walt Whitman, no se celebra a sí
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mismo, ni celebra a los demás. Ni celebra nada. No hay velas, velitas, ni velones.
Fin del cotillón. Cada cual a su casa y sin armar mucho tostón. Y no es porque uno
sea un triste (no es eso, no es eso); lo que sucede es que si naces solo y te muere
solo, ¿a cuento de qué has de llevar bandas de música y banderitas en el trayecto
de una muerte a otra? Compañía, sí, pero pejigueras las menos posibles. Uno es
partidario entonces de la eutanasia libre y gratuita para todos los que la piden.
Cuanto antes. Y para muchos que no la piden, también.
Pero esto de pensar en la muerte está muy bien, ¿sabe usted?, y en verano puede
ser hasta refrigerante, pues te alivia de las pesadas necedades que te abruman y te
despeja y apremia a mirarlo todo con otra apariencia. Lo que ocurre es que algunos
se toman lo de la muerte en plan muy formal e incluso, cuando se mueren, se desesperan como si les fuera la vida en ello. Son muy egoístas, vaya, porque sí, hombre, te mueres, ¿y qué? Reza lo que sepas, encomiéndate a quien quieras, sé
humilde, no seas plasta, no des mucho por culo, haz testamento, muérete sin llamar
la atención, sin buscar la notoriedad. Después de todo, no eres el primero que se
atraganta con un hueso, mientras come.
Otros te lo recuerdan con suma lucidez, como el Berenjena: un tonto del pueblo que además de apuntarse fijo para asistir a todos los entierros, cuando se cruzaba contigo por la calle te señalaba con el dedo, y te decía: “Mañana te mueres”, con
lo que te agraciaba con una perspectiva muy realista de la vida que te llevaba a capuzarte en el plato de la salsa para arrebañarla, hasta los tuétanos. Y a pasar de
sandeces y a comenzar a romper estampitas, tanto religiosas como profanas: de
Inmaculadas vírgenes creyentes o de Inmaculados ateos Ché Guevara. Estampitas.
Pero sobre todo: de ir desmitificando lo mitificado por los antaño desmitificadores; de romper los cromos o la vajilla de la abuela, y los estúpidos tópicos como
aquel de las dos españas de Machado pues se tiene la certeza de que los padecimientos seculares a este corral no le vienen a resultas de las dos españas, sino como consecuencia de las dos mierdas de siempre, de las dos eviternas castañas.
Pero fue por aquel entonces, decía, cuando para remate te enteras de la concesión del premio Putlizer de fotografía a una imagen en la que se ve a un niño escuálido arrastrándose por el suelo, debilitado por el hambre, mientras un buitre lo
persigue de cerca, mirándolo y esperándolo para intervenir, para dar parte de él,
cuando por fin se muera. De hambre. ¿Dónde está Dios?, te habías preguntado entonces, arrojándote a la vida (sin vida), pero bebiéndote lo que estaba en los escritos, mayormente en las púas de los bares por los que pasabas. Aunque no, señora:
No se bebe para olvidar, no me venga usted, pánfila, con aquel zonzo sonsonete
de El Principito de que se bebe para olvidar que bebes. Se bebe para que te olviden, que es otra cuestión; para que te dejen en paz y no te den mucho por el culo
con pejigueras que a ti ya no te van ni te vienen, porque anidas en esa conocida y
entrañable certeza de que no hay clavos ardiendo, ni buenas artes de abracadabra,
diente de cabra, que te salven; que no hay (ni habrá) filosofía, religión, horóscopo,
ideología, ciencia, secta, zapatos, atajo o receta del seguro que te libre de ti mismo, del cocido que cada uno se cuece, porque naces solo y te mueres solo. Y que
en esta vicisitud sólo te queda ya pechar con la vida y disfrutar de lo poco o mucho
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que rasques de ella guardando eso sí el decoro pertinente, para no llamar mucho la
atención. Y terminas donde la doctora:
- Es que no sabéis sufrir.
- Pues no, ¿usted sí?
Pero entonces nada tenía sentido: Habías de nacer para vivir, educarte, prepararte para desempeñar un oficio que te permitiera seguir viviendo, ahorrar, trabajar,
comprarte una cama mejor para seguir trabajando más, para seguir produciendo
más, y ganar más, para ahorrar y comprarte una cama mejor en la que descansar
más para trabajar más y comprarte una cama mejor en la que descansar más para
trabajar más y poder así ganar más para...
Cruzar el Estrecho.
Para trabajar más y ganar más para descansar más y trabajar así mejor, ganar
más, para cruzar otra vez el Estrecho, llevar el dinero, volver y trabajar más para
ahorrar y poder así comprar una cama mejor para descansar más para trabajar más,
y ganar más...Bienvenidos a Isla Capital.
Le habíamos comentado algo de esto a un emigrante con el que habíamos intimidado en el viaje en tren al Argaz, y que, para más señas, era caníbal ontogénico;
es decir, que se había criado en una tribu caníbal de los Binderwurs de la India,
que tenían la cortesía cultural de comerse a los enfermos y ancianos, y que, por
alguna extraña anomalía genética, sentía asco al comer carne humana y había huido de su tribu. Pero antes había tenido que soportar que en su sociedad, en su tribu,
lo llamaran renegado, revolucionario, amoral, irreverente, agitador, anarquista, iconoclasta, Satán, atlético, etc, etc. Y que los brujos (los psiquiatras de su comunidad) quisieran curarlo, darle medicinas para su mal, apartarlo, tratarlo, volverlo a
medicar con hierbas y conseguir así su curación, su adaptación a la sociedad, a la
razón de comer carne humana. Y como parece que no tenía enmienda, porque se
encastillaba fanático en sus consideraciones, decidieron encerrarlo en una choza
hasta que entrara en razón.
- ¿Qué razón: la de Voltaire o la de su tribu?
- Una, !qué más da!
- Pero aquel tipo se llama Ach
- ¿Ach?
- Sí, Ach, ¿acaso conoce usted a algún caníbal que se llame Pascualín?
Pero volvemos al trajín con aquel disquete que habíamos encontrado en la calle,
aunque en esta ocasión decidimos dejar de enredar y enfrascarnos ya en garbillar
aquel pedregal de datos del buscador con el fin de ir al grano, pues había advertido
que la mayor parte de las referencias hacían mención a Argaz, tanto cuando se referían a rutas turísticas, como a información geográfica. Y entonces se revisa la
página http://roble.pntic.mec.es/~hlopez/ARGAZH.html, donde dicen que Argaz
está al norte de la Región de Murcia, en la comarca de la Vega Alta del Segura y a
188 metros sobre el nivel del mar. Y una vez que entramos en la web averiguamos
que corresponde a la del colegio público San José Obrero, de esta localidad: “La
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población -informan en ella-, está situada en el margen izquierdo del río, es un
meandro y sobre un promontorio o losa que va descendiendo hacia el sureste, dirección en la que ha ido creciendo la villa desde su fundación en este sitio. Las pequeñas elevaciones que la rodean forman, con el río, un valle con unas hermosas
huertas que van estrechándose según se acercan al límite con Abarán. Su territorio
se ve atravesado de oeste a sureste por el río Segura, originándose una división
que en su parte norte, es mayoritariamente de tierra de secano y, al sur del río, de
regadíos”.
Así es que ya sabemos que se refiere a una localidad de Murcia, aunque procuramos no alborozarnos por el hallazgo porque a veces es mejor mostrar comedimiento y no emocionarse con los gorgoritos. Mejor callar, quizás incluso para
siempre. No hablar. Como aquel tipo, Manuel el Jinjolero, ¿te acuerdas? Sí, hombre, aquel que se vanagloriaba de no hablar porque era mudo, aunque no mudo,
porque podía hablar. Lo que pasa es que no quería. O no le apetecía. Manuel el Jinjolero podía hablar, pero no hablaba, que tampoco se puede obligar. Un día se levantó, se asomó a la ventana que daba a la huerta, corrió luego hacia la otra ventana que daba a una calle del pueblo y decidió no volver a hablar. ¿Qué vio? Nadie lo
sabe. Eso decía su hermana cuando la gente le preguntaba a la sazón por el motivo,
por la razón de aquella parvedad expresiva, de aquel silencio. “No sé, pero hay
otros que hablan mucho y no dicen ná”, solía argumentar.
Pero volvemos a la búsqueda en Internet, a clarecer aquellos datos que me había
proporcionado el disquete, porque otra referencia sobre el Argaz nos precisa que
«cuando el río llega a la ciudad la rodea por su izquierda formando una U de
hermosas huertas como en el Estrecho, el Fatego, el Argaz, etc., hasta acabar su
recorrido por nuestro territorio en el Menjú». Por fin. Es evidente que se trata de
un paraje de este pueblo o ciudad, por lo que he vuelto a los enlaces del buscador y
he
encontrado
una
página
http://ayuntamiento.Argaz.net/turismo/turismorural/senderos, que menciona la rutas en el Argaz: «...izquierda dicho camino llegamos al Argaz. Disfrutando de bellas vistas de...»
Esto ya es una alusión más clara de la que tirar para sacar algo, aunque será
mejor dejarlo para luego, conviene descansar, evitarse emociones, pues a la sazón,
ya se ha dicho, nos arrastrábamos como podíamos, después de haber intuido que
no merecía la pena luchar por nada, ni tan siquiera por llegar todas las noches a la
cama. Sobrio. Con algunos whiskyses de más no tienes problemas porque siempre
llegas. O te llegan. Pero cuando andas sereno es de más trajín.
Fue por aquella imprecisa y crítica época que se aproxima o aleja de los cuarenta, en la que por fin te das cuenta de que la vida se te diluye aguaza entre los dedos
de las manos y que te la has fumado pasarratado en cuchufletas y menudencias que
no tiene ningún sentido. O que te has casado con una tipa que no conoces, ni te
gusta, porque en tu época la única forma de quilar, de echar un periquito, era
casándote o recurriendo a las putas. O que has maridado con ese tipejo barrigudo y
calvo, que se tira pedos desde el día siguiente de la boda.
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O que te enredas en ajaspajas que te impiden zafarte hacia algún paraíso, si lo
hubiera o hubiese, porque ya sabes que los que venden al por mayor son de algodón, que las iluminaciones del río Ganges o las de Jerusalén son eso: iluminaciones; que el arco iris es un efecto óptico; o que los bordados son con lentejuelas.
Pero entonces no pensar. Cultivar el jardín. Y trabajar más para ganar más y
comprarte una cama mejor con fútbol incorporado de serie, Lexatin 5, toros, Lexatin 10, playa, Lexatin 15, más fútbol, más Lexatin 20, boda, karaoke, hijos, fiesta,
trabajar, consumir, para comprar una cama mejor en la que descansar más para trabajar más y ganar más... y un chute de eutanasia. FIN.
¿Y entonces? Pues nada; que quizá entre tanta aprehensión a sombra húmeda y
cerrada sólo quede albergar la ilusa esperanza de que algún día estas sombras se
ventilen con un soleado aire azul. A ver qué remedio. Pero mientras tanto uno se
refugia en sí mismo mediante el formulismo de bajar la cabeza, meter la manos en
los bolsillos y silbar, para avisar que llegas y que los demás puedan huir. O intentar pasar desapercibido porque ya estás harto de aspirar a ganarle a la vida y te conformas con regatearle una pequeña pensión. A la baja.
II. Puede ser entonces que todo consista en dejar de ahuyentar las sombras a
manotazos y en tragar ya de una puñetera vez la acibarada certeza de que eres un
perdedor como otro cualquiera, uno más del ordinario, y, para remate, sin el tron-
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ío romántico del perdedor cinematográfico o literario. Uno más. Una castaña pilonga más del cesto sin mimbre, o del capacho de esparto, o del mismo corral en el
que se rebañegan los prójimos aquellos que de jóvenes soñamos con que nos quieran por lo que somos, por nuestras virtudes, y que ya de más mayor solo aspiras a
que lleguen a quererte por tu dinero. Si lo tienes.
- Cariño, ¿verdad que no te importa que te quiera sólo por tu dinero?
- No, cielo, quiéreme por lo que te dé la gana pero no dejes de mover ese hermosísimo culo, porque como yo te quiero a ti por tus valores eternos, pues lo comío por lo servío.
Pero decía que una chinica cayó rodando del monte y aplastó una casa, a un carretero y sus dos bueyes, según lo que habíamos averiguado en aquel disquete y
más en particular en el archivo del buscador Coopernic que nos facilitaba las direcciones de Internet relacionadas con Argaz. Y en él seguíamos indagando cuando
nos dimos con la web http://www.arrakis.es/~fmrm/senderos/Argaz1.htm, que hacía alusión a una ruta turística. Se supone. O supuse. «Senderos de Argaz. PR-1
Argaz: Ruta de Medina Siyâsa. PR- 1 Dificultad: Fácil. Distancia total: 7 kilómetros: Pasando el Puente de Alambre, tras recorrer un pequeño trecho, ascendemos
a la derecha, y al llegar a otro camino de tierra que bordea la falda de la Atalaya,
cogemos a la izquierda por dicho camino para llegar al Argaz, disfrutando allí
de bellas vistas de la Atalaya, de la Vega y Huerta y del río. Pasando la Chinica y
la Casa del Argaz, a la derecha tomamos una empinada senda que bordea un cerro y nos llevará hasta lo alto del mismo».
Esto ya nos sonaba mejor porque se refería a un paraje, una casa o una chinica,
que parecían tener relación con lo que buscaba. O porque aludía a un pueblo que
tenía un paraje, una casa o una chinica, conocida por Argaz. La información no era
muy precisa, pero enhebrando los datos que sabíamos se podía hilvanar que hace
años había ocurrido un singular acontecimiento en aquel paraje de aquel pueblo, y
que una enorme roca había caído sobre una casa, provocando la muerte de un labriego y sus bueyes. Nada más. Pero parecía interesante. Podría ser una superchería más, pero también podría tener molleja como para escurrirle los menudillos
de una historia que nos reportara algunos dineros que nos permitieran comer y andar lozanos y saludables, para trabajar, más, y ganar más para comprar una cama
mejor en la que descansar más para trabajar más y ganar más...Para. Paro.
Pero andaba uno cansado, mustio, por lo que me eché sobre la cama y me entretuve en mirar el techo en esa suerte de actitud intelectual tan docta que puede venir
en tu auxilio por ejemplo, cuando te ha dejado la novia por un futbolista de benemérita fama y reputación, e intentas destripar y comprender eso de la condición
femenina. Y miras al techo. Pero el techo tampoco te dice mucho por lo que resuelves que interpretar las vicisitudes del techo es tan enigmático como entender
por qué ellas justifican el sentido de su vida en el porfiado empeño de conseguir
que tú bajes la tapa del váter. Pero el techo no contesta, creo, por lo que se echa
mano de aquellas páginas de periódicos y revistas que en su día te interesaron pero
que guardaste para leer luego con más huelga y sosiego.
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Y coges una, la desdoblas y ves que trata sobre la cuestión de si es ético alterar
genéticamente las plantas para sacar más beneficio de ellas, o, como explica a
continuación un investigador, si se puede recurrir a ella para solucionar el problema de los millones de personas que, al alimentarse sólo con arroz, tienen escasez
de vitamina A, y que por ello se suelen quedar ciegos. Y se quedan. Dice que, por
medio de la ingeniería genética, se puede modificar la planta del arroz para que
ésta incluya la vitamina A y luego distribuir estas semillas entre los países pobres
para complementar su condumio. Sin embargo, los activistas medioambientales se
oponen y se preguntan si merece la pena correr el riego de saltarnos miles de años
de cultivos clásicos, para liberar en el entorno nuevas plantas genéticamente modificadas con genes procedentes de especies completamente distintas, para luego
averiguar si es seguro o no. Ésta es la cuestión.
Y parece que las dos partes tienen razón, pero el activista medioambiental no
está ciego, desde luego, y por supuesto aparece en la foto gordito y bien alimentado, por lo que puede esperar pa-cien-te-men-te que algún día la utopía se haga realidad y todos seamos buenos, los países ricos le den dinero a los pobres, y que todos nos placemos de vernos y de comer perdices, tan felices. Pero mientras se espera esa dichosa Arcadia, otro pobre se ha quedado ciego. Y ciegos llevan ya años
esperando a que todo sea bonito y de colores, y todo eso de los cuentos infantiles
de un mundo feliz propuesto no por idealistas de aquellos de pedir la utopía, lo imposible, para conseguir lo aceptable; sino de beatíficos Peter Pan que se han negado a crecer y que todavía creen en el país de las hadas, en el Principito, en el mundo de las maravillas tralarí, tralará, barro mi casita. Siente uno ser un aguafiestas,
pero alguien lo tenía que decir: !Los Reyes Magos son los papás!
Y sí, ya me bajo de la silla, vaya, pero es que todo esto nos suena a la eterna
canción aquella del dilema entre lo que se puede o se debe hacer, o de elegir el mal
menor, porque la naturaleza se viene manipulando genéticamente, ella misma y sin
ayuda de nadie, desde siempre, de evolución en evolución y sólo los integristas
cristianos podrían negarse con tal cerrilismo a que el hombre intervenga en la “obra
divina de Dios”. Se supone pues que la naturaleza está al servicio del hombre, para
alimentarlo, y no al revés, según todos los indicios; aunque algunos se tiran de los
pelos escandalizados por manipular un grano de arroz y no se alarman por clonar
un ser humano, por ejemplo, que sí parece que es intervenir y manipular la evolución, la vida. Así es que ante la duda, abstente, según el principio general de prudencia para evitar males mayores.
Y entonces volvemos al principio: a que sería mejor no trabucar las cosas, no
manipular el arroz, no tocar nada. Pasar de puntillas, y dejar el mundo tal y como
lo encontramos. O mejor. Pero entonces habrá que tocarlo. ¡Joder, qué complicado
es todo!, porque ahora me contradigo, sí; luego existo, porque el psicópata no
suele titubear jamás y se va bragado a invadir Polonia. Pero joder con las dudas:
¡Qué envidia del fatuo tontuelo que sólo suma certezas!
Y sí, ya me bajo de la silla, pero que conste que eso lo ha dicho Pereñíguez.
Bueno, si lo ha dicho Pereñíguez, entonces sí; aunque será mejor que volvamos al
asunto de la piedra aquella que, según todas las señas y conjeturas, cayó un día del
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monte y sepultó a un carretero y a sus dos bueyes. Pero primero habría que confirmar el suceso, llamar a la Oficina de Turismo de El Argaz, por ejemplo, y saber
de qué iba aquello. Y así fue.
El responsable del negociado, Antonio Montiel, el Monti, nos confirmó por teléfono que sí, que él había oído la historia “desde siempre”, y que para llegar a la
Chinica había que bajar desde la Esquina del Convento por la Cuesta Cosme, hasta llegar al Puente de Alambre. “Aunque también se puede acercar usted por otro
lado, por el puente nuevo del Argaz, que le pilla más cerca por la parte sur, por los
nuevos accesos». «Pero en cualquier caso», -nos aclara-, «mejor se acerca y se le
comenta de eso, y ya de paso del Concurso Internacional de Lanzamiento de Hueso de Oliva”.
- ¿Concurso de lanzamiento de hueso de oliva?
- Sí, y sin canute –puntualiza.
- ¿Sin canute?
- Sin canute, sin canute.
Pero no creo, sabe usted, porque tampoco es para asombrarse por semejante recreo popular pues es sabido que abundan por ahí pueblos en los que para variar, se
apedrea el autobús del equipo de fútbol que viene a jugar el partido de categoría
regional. Antes incluso de que lleguen a jugarlo. Antes de que empiece el partido.
Mismamente que llega al campo de fútbol, lo apedrean. «¿Para qué te vas a esperar a que jueguen el partido?», se suelen preguntar, «¿y si termina, te pilla distraído y se van sin que los apedreemos?».
Pero, a tenor de aquella información de la Oficina de Turismo, se podía columbrar que algo se cocía, desde luego, y quizás conviniera arriesgarse en el viaje. Y
cuanto antes. Pero estaba cansado para tomar una decisión. Dejé pues aquello tan
prosaico y me guarecí en la abstracción metafísica, en dilucidar qué había sido mi
vida en esa suerte de reflexión profunda que el hombre se suele hacer cuando por
ejemplo, descubres aterrado que no te ha tocado la lotería.
Y sí, efectivamente, mi vida había sido un fracaso, un fiasco, sin obra pasada,
sin alicientes futuros, sin currículum, ni hazaña que bruñir ante los nietos. Y sin
haber aprobado oposición alguna. Un mierda, vamos, que se dice más de ordinario.
Así es que uno abre y enciende el ordenador portátil y atina a escribir una cosa así
como el inicio de un diario. Sí, ¿y qué?: las tías lo suelen escribir y nadie les chista
nada. Y ellas, además, con osito de peluche y todo. Y escribes:
«Cuando me expulsaron por tercera vez del colegio y en éstas perseveraron
luego en dos institutos más, comprendí que yo nunca tendría la paciencia suficiente para permanecer horas y horas debajo de un árbol, como Newton, esperando a
que me cayera una manzana del árbol. Algunos es que tienen mucha suerte, sí, me
dije, antes de enrolarme en la Marina dispuesto a amañarme una vida aventurera
y literaria. Anduve pues navegando por muchos mares y frecuentando bares y
prostíbulos de muy mala reputación en los que al final, siempre terminaban por no
querer servirme, hasta que un día me cansé de que los patrones de semejantes antros me culparan de la pérfida celebridad de sus locales y decidí cambiar de suer-
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te; pero para vengarme de las expulsiones de los institutos y conseguirme una
acreditada fama y una reputada carta de recomendación, opté esta vez por irme yo
de la Marina y convertirme en desertor, que es de mucho merecer en ciertos ambientes. Pues eso: en éstas me aplicaba una noche saltando por la borda cuando el
comandante de la guardia me detuvo y me dio un papel en el que se me notificaba
mi expulsión. Mala suerte, sin duda, se habían anticipado, y mayor desgracia si
cabe pues había ya perdido la tarjeta de visita para introducirme en los círculos
intelectuales por los que pensaba acampar. Al enterarse la novia que mantenía entonces, me dejó por inmaduro y se casó con un tío que acababa de aprobar unas
oposiciones a la administración. Cosas que pasan, sí».
Bueno, esto no fue necesariamente así, o mejor dicho, fue necesariamente así
pero parece más conveniente darle a tal cúmulo de chascos una segunda mano de
pintura, de superficialidad cuchufleta y dejarlo estar para no afligirte y evitar que
la tristeza se te escurra por la cara. Entonces, no pensar, no pensar. Cultivar el
jardín. Y procurar esparcirse con aquella historia de la Chinica esmerándonos en tirar de cualquier hilo que asomara entre aquella maraña, para sacarle algún provecho. Harto difícil pues aquel suceso se fechaba quizá en otro siglo y entonces no
habría forma de precisar más. Desde donde me encontraba, claro. Quizá si me trasladara al pueblo...
Pasaron algunos días.
Y llegué al pueblo en tren, decía, aunque ya había podido advertir su cercanía
por el anuncio de la megafonía del Talgo y porque llevábamos ya un rato atravesando yermos secarrales cuando de súbito irrumpe por la ventanilla el verde de la
huerta, por donde pasa el río, por donde corre el agua. A lo lejos aparecen las calles
sinuosas del barrio antiguo apretado entre casas techeras, bajas, y con la torre de la
iglesia mayor de la Asunción que despunta sobre aquel mar rizado de teja sobre teja. Más cerca la parte moderna tira ya las calles rectas y amplias entre cubos y
rectángulos, y con pronunciadas torres de hormigón de los años setenta, que campan ampulosas y chirriantes entre aquel sencillo mar de teja sobre teja. Al fondo el
farallón del cerro del castillo y la joroba de la Atalaya que lo flanquea y acompaña.
Más no sé decirle, porque todos los paisajes copian a las postales.
Pero uno anda allí frente a la puerta del vagón esperando a que el tren aminore
la marcha, cuando un tipo se para a nuestra espalda y nos distrae del embeleso
paisajístico al comentarle a otro una noticia publicada en un periódico nacional. Y
uno presta atención porque sus comentarios y apostillas nos suenan al editorial del
periódico nacional que acabamos de leer en el viaje.
Y se agudiza el odio.
Sí, son copia literal. Y entonces nos acordamos de Mauricio Majagranzas, aquel
rizatules que se levantaba por la mañana, se desayunaba, se repasaba los editoriales del día de sus periódicos afines, afectos, y se iba luego al bar a comentar lo
que pensamos. ¿Lo que pensamos? Sí, lo que pensamos. Mauricio Majagranzas no
es de un pensamiento único, sino plural, lo que significa que siempre piensa en
compañía, en grupo, en manada, en rebaño, porque pensar uno por sí mismo es tener un pensamiento único y no plural. ¿Cómo es eso? Sí, Mauricio Majagranzas
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no sabe pensar hasta que no recibe las indicaciones, las directrices, las guías maestras por las que ha de desarrollar su pensamiento plural. No se trata de que cada
cual piense una cosa y que luego se haga una puesta en común, plural, sino que la
pluralidad consiste en que todos han de pensar ese mismo plural.
Eso y aunar esfuerzos, claro, porque tocante a aunar esfuerzos, Mauricio Majagranzas es muy avisado, y, nada más que nos acucia una contrariedad, aparece trafagón para que se aúnen esfuerzos. Para tal menester frecuenta revistas como Nuestras Claves de Nuestra Razón Nuestra en la que se piensa por los demás porque
seamos serios: ¿para qué dejarte pensar, si luego tienes que pensar lo que se te diga? Así es que Mauricio Majagranzas cuando surge una noticia en la prensa de la
que no se ha pensado antes, se pregunta: ¿qué pensamos sobre esto, cuál es nuestro
pensamiento plural? Y se va a la salida de la ejecutiva de su partido, a la del Frente
de sus Juventudes, o a la asociación que se tercie, para saber qué es lo que pensamos del asunto, cuál es el pensamiento plural. Y una vez que sabemos qué pensamos sobre esto, la pluralidad de lo que pensamos, Mauricio Majagranzas se siente
pletórico, seguro y rozagante, porque en España no se milita en los partidos políticos, sino que se profesa.
- ¿Es verdad que si cuesta el mismo trabajo fabricar una copa de hierro y otra de
oro, las dos tendrían que valer lo mismo? -le preguntaban algunos con muy mala
hostia, que ya se sabe que la gente es muy malévola y no tiene sentimientos.
- Eso que me preguntas es de pensamiento único y no sirve para aunar esfuerzos,
porque las cosas no son blancas o negras -contesta enriscado.
- Pues sí, Mauricio -le suelen contestar-, pero cuando Hitler se entretenía matando judíos, el resto de los países civilizados se unieron con el pensamiento único
de derrotar al fascismo, de quitarlo de en medio. Fue todo blanco o negro. Fascismo o democracia. Vida o muerte. Opresión o libertad. Torturadores y no torturadores. Barbarie y no barbarie. ¿O es que eres partidario del término medio, de la
democracia orgánica, o de la tortura ligth, descafeinada y baja en nicotina?
- Eso es demagógico y de pensamiento único, y machista, muy machista, y muy
demagógico y una caza de brujas.
Pero habíamos quedado en que llegué al pueblo en tren, y que ya bajaba de la
estación cuando reparé en los corrillos de emigrantes que por allí aguardaban a que
apareciera el empresario para subir a sus furgonetas y acudir al tajo, a la recogida
de la fruta a algunos kilómetros más allá. Suelen ser marroquíes y ecuatorianos
según deduzco por su apariencia y parla, aunque también los hay de los países del
este de Europa. Todos ellos suelen arriesgar su vida para venir al Dorado de estos
pagos, con el encomio de huir de la miseria y ganar los dineros que les permitan
vivir mejor, y quizá hasta comprarse una cama mejor en la que descansar más, para... Paro.
Pero esto de buscar y encontrar curro está muy bien y nos viene a corroborar que
la sociedad productiva lo tiene todo previsto y cuantificado, y no deja tornillo sin
atornillar, rueda sin engranaje y tonto sin micrófono. Y así que, cuando un individuo que trabaja en la fábrica A, recibe la correspondiente pagamenta por su de-
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nuedo laboral, se acerca campanudo al hipermercado y compra los utensilios de
la fábrica B. «La vida sabe bien». Y si esta fábrica B manufactura y publicita al
mercado un nuevo instrumento, más plus wonderful, pues pide un aumento de
sueldo en su fábrica A para comprar el producto de la fábrica B, o en su defecto un
crédito para comprarlo y pagarlo en cómodos plazos. El sujeto que trabaja en la fabrica B actúa de la misma guisa recíproca con respecto a la fábrica A, por lo que el
engranaje funciona engrasado, sin fin, porque los sujetos no trabajan para comer, o
porque el trabajo dignifique al hombre, sino que trabajan porque el trabajo dignifica, sobre todo, al dueño de la fábrica. Esto es así, porque los individuos de la sociedad contemporánea (y los inmigrantes que vienen a ella a trabajar) no buscan la
realización personal, el encontrarse a sí mismos, o el sentido franciscano de su
existencia, sino la incorporación a ese sistema productivo mediante el cual trabajas para consumir útiles más aparentes que los de tu vecino, mientras que el empresario arriesga su dinero con el beatífico fin de gratificarse, de correrse de gusto,
después de ver la cara de gozo de sus empleados al poder comer y comprar las camas o el coche que vende el empresario B y que serán siempre mejores que los del
empleado A. Porque la cama Porqui‟s 501 etiqueta naranja deja el lugar a la Porqui‟s 501 etiqueta roja, de mayor precio y de superior calidad/distinción, lo que te
permite pasearte rozagante entre el resto de productores que sólo lucen la etiqueta
menor, pobres desgraciados. Todavía hay clases, faltaría más. Y si te ves en el
apuro de que los demás también luzcan la misma etiqueta que la que tú vistes y
calzas, no te amurries ni aflijas porque las manufacturas mecánicas saldrán en tu
socorro con la etiqueta lila, mejor que la roja, of course, y después la lila 2b que te
diferenciará del común y te permitirá engallarte todavía más. No hay problema:
Trabajamos duro por tu felicidad, nos desvelamos por ti. Somos así de maravillosos, de serviciales.
Y en estas suertes te pasas la vida, pasarratado, hasta que un poco antes de morirte echas cuentas y te percatas horripilado de que te has pasado los quinquenios
trabajando desenfrenado para comprar cosas mejores que las de tu vecino, más
turbo, más plus, más handrefull wonderful. Y para traer al mundo a otro cretino
que estudiará desde los seis años hasta los 25, sacará una carrera universitaria, estudiará tres años más para aprobar unas oposiciones, obtendrá másteres en una
universidad extranjera y un diploma en idiomas, para poder conseguir un puesto de
trabajo en el que podrá ganar unos dineros para ahorrar y poder comprarse una cama mejor que le permita trabajar más para ganar más y comprarse una cama mejor,
etc, etc. Bienvenidos a Isla Capital. «La vida sabe bien».
Y sí, ya me bajo de la silla.
Pero llegué al pueblo en tren.
Y mientras pasaba entre los emigrantes advertí que todos ellos parecían prestar
atención a un prójimo que se encaramaba a un árbol de la acera. Luego supe que
se trataba del Cabo Machichaco: un vecino que se suele subir a una farola, o a la
rama de un árbol, según le pille a mano, y que desde allí se despotrica independiente.
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- Cabo Machichaco, -le suelen decir-, si tú ya eres independiente en tu rama, no
necesitas reivindicar nada.
- Pero que conste en acta, que conste en acta -repite el cabo Machichaco que se
conoce que no se fía, ni las fía.
Lo de Cabo Machichaco le viene porque cuando anduvo por la mili en Galicia
hace ya muchos años, llegó a cabo y todo, y como algunos son muy camastrones
pues que fue venir de allí licenciado y montarse la parranda, la cuchufleta con lo de
su nombre.
- Soy independiente, soy independiente –clama el cabo Machichaco cuando alguien pasa junto a él.
- Pero Machichaco, si nadie te dice nada, nadie te niega tu independencia y nadie te molesta, ni te quita la rama, ni se sube a ella.
- Sí, pero que conste en acta –insiste mientras se aferra a la rama con una mano
y señala con el índice de la otra el hipotético lugar en el que se debería anotar su
independencia.
Uno no sabe de independencias pero sí recuerda que, en sus años de púberes
candores, escribió un cuento que envío a más de un certamen literario para jóvenes
noveles. En ese relato, el protagonista viajaba de Pakistán hacia la India montado
en una vaca, tan campante, hasta que se percató de que en aquel país las vacas eran
sagradas. Y quiso dar la vuelta. Pero ya era tarde. La vaca se había parado por fin,
sí, pero con tan mala fortuna que las patas delanteras se habían metido en la India
y habían sobrepasado la raya de la frontera, aunque los cuartos traseros eso sí, anduvieran todavía fuera, a saber: que seguían al otro lado de la línea, en Pakistán. Y
así se lo expuso el protagonista reiteradamente a los guardias sin conseguir de éstos
su anuencia o beneplácito porque seguían apuntándole con sus armas y lo acusaban de blasfemo por ir a lomos de una vaca sagrada. Y el protagonista, que venga
a explicarles que no, que él viajaba encima de la vaca, sí, pero que la vaca solo
había entrado con las patas delanteras en la India y que como él iba sentado sobre
el culo que estaba en Pakistán, ese culo no era sagrado.
- O sea, que no es pecado, digo delito, ya que el culo está en otro país, no sé si
me explico o les hago un plano.
Pero los guardias seguían irascibles apuntándole con sus armas mientras gesticulaban para que se bajara de la vaca, según el ademán belicoso, el guión, la receta
universal de ese potaje en el que se cocina la tradición, el folclore, la estupidez y
el follar poco, por aquello que decía W. Reich de que “el fascismo viene cuando se
fornica poco”. Es decir: los ingredientes básicos de cualquier sofrito patriotero nacionalista mecha de todas las guerras por un quítame tú a mí un centímetro de frontera de este solar patrio en el que se follaron a mi madre, nací yo y que, por consiguiente, he de defender con mi vida por ser el lugar en el que a mi madre le abrieron las piernas; cuestión esta última que también debe competer a Freud y al psi-
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coanálisis: El coñopatria, la patriacoño o el coño de la patria. O el conejo de la lole.
Pero uno no anda a la sazón para mariconadas burguesas de patriotas ociosos, o
para atender a complejos de edipotierra de tarados inmaduros, por lo que al llegar
a la Gran Vía nos hemos subido en un taxi en dirección al Hotel de Las Delicias:
un hotelito recién habilitado sobre un viejo caserón y que se enclava en un altozano en medio de la huerta, en el paraje conocido popularmente como el Maripinar y
desde el que se puede admirar el frondoso vergel de frutales y palmeras que corren parejos al discurrir del río Segura. Pero cuando anduve por el Hotel no me
avine a repasar más las postales, me alejé de la ventana y me eché sobre la cama.
Andaba cansado. Pero antes he apagado el aire acondicionado pues uno es alérgico
al escalofrío metalúrgico de estos armatostes. Creo que me he quedado dormido,
se supone que vestido.
Y me he despertado sobre las cuatro o las seis de la mañana, a esas intempestivas horas en las que nos solemos morir, o en ese tiempo muerto de la madrugada en
el que si sobrevivimos nos percatamos desvelados de que ahora no, pero que llevamos la vez. No te escapas. “¡Anda que te vas a escapar!”, que suele decir nuestro querido doctor, Pascual Lucas, cuando le acudes con la retahíla de dolores,
arrechuchos, malestares, padecimientos, fiebres y demás aflicciones del vivir.
No te escapas, desde luego, pero en el hotel se ha despertado un servidor todavía vivo, y además vestido, entumecido y arrugado; por lo que hemos acudido a la
ducha para dejar que el agua fría resbale por la piel mientras ves por la ventana
que las polillas revolotean fuera y se arremolinan sobre las farolas encendidas que
iluminan una noche que cae soporífera, calina y con chicharras. Luego nos
hemos dejado caer mojados sobre las sábanas para humedecerlas y lograr así que
la evaporación del agua consuma el calor y refresque. Es la ciencia, la física, la
tecnológica, el truco del almendruco en el que se basa el principio de los grandes
avances técnicos que han llevado al hombre a la Luna, como por ejemplo el frescor del botijo. Creo que me dormí, supongo.
Al día siguiente bajé al pueblo paseando por el camino conocido por el Maripinar, debido quizá a la profusión de enormes pinos que lo escoltan y encauzan,
hasta que al llegar al puente que llaman de Hierro me he detenido y me he asomado al río. Por aquí el Segura viene remiso porque aunque a veces liga mala reputación cuando baja torrencial e inunda la huerta, más de ordinario baja justito y
suena como con un quejío lastimero al restregarse por las piedras. El Segura es que
cuando lleva poco caudal suena mucho, chirría quejica, mientras que cuando las
aguas bajan algo más caudalosas por los riegos de primavera, discurren más silenciosas porque lamen caudalosas las rocas al remontarlas y no se refriegan tanto sobre ellas de mala manera.
Al frente, se eleva la muralla, el Balcón del Muro, que ciñe esta parte del casco
viejo y que fue construida por la Orden de Santiago para defenderse de los moros
que incursionaban por el lugar provocando sus conquistas, pasapiedras, y otras
hazañas bélicas de la época. La muralla se eleva sobre la huerta y desde su balconada se abre panorámico el vergel del río, y sus meandros en torno a la ciudad,
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hasta que se aleja entre cerros pelados por Abarán, Blanca, y el Valle de Ricote:
Ojós, Ulea, Villanueva y Archena.
Pero uno está abajo, en el puente, cuando se fija en un sujeto un tanto singular
que pesca junto a un remanso. Calza boina, viste camisa a cuadros verdeazules y
pantalones que parecen militares, quizás de algún hijo que haya hecho la mili. Luego supe por Juan Carmelo del Carmelo, que aquel personaje era conocido por el
Pescatero y que se había hecho célebre porque en las reuniones de Alcohólicos
Anónimos a las que acudía para solventar sus pechambres por sus borracheras,
hablaba poco y cuando lo hacía solía ser conciso. El Pescatero era reconocible por
su peculiar indumentaria y porque se sentaba al fondo de la habitación, en una discreta esquina de la mesa, sin decir nada hasta que le llegaba el turno de palabra.
El primer día había comentado que comenzó a beber muy temprano, casi de niño y quizás para darse valor y rondar a la Manuela, a la que luego sería su mujer,
entonces moza. Dijo que como era tímido y le daba vergüenza tentarla, se tomaba
unos tragos antes de acercarse a ella para darse valor, mayormente, y entonces ya
no le daba el tembleque. Dijo que con el vino no tenía que fingir nada, pues aparecía ante los demás como un tipo correoso, fajado y que aguantaba más el duro trabajo.
Y así que, después de conseguir a la Manuela, se había enganchado a los albañiles, en cuyas peonadas había adquirido el hábito o vicio, según, de beber antes
de entrar al tajo. Hacía frío, solía decir. Después y tras muchas trapatiestas, ingresos en el psiquiátrico, separaciones de su mujer, deudas, gazaperas, juicios y achaques, había acabado en Alcohólicos Anónimos por ver de solucionar su problema.
De aquello hacía ya muchos años, muchísimos, y desde entonces no había cambiado aquella primera confesión y se mantenía en ella, en la misma copla, aliñada eso
sí, con que por las mañanas sacaba las cabras, por las tardes las recogía y luego se
iba a pescar. Sin beber.
Desde luego, mucho más no decía e incluso los recién llegados al grupo se solían reír de él después de oírlo; mayormente los más puestos, los que mejor posición
social disfrutaban, e incluso uno de ellos había llegado a comentar que había dejado de asistir porque «el nivel era muy bajo», porque no tenían todos la misma cultura y había diferencias evidentes, con el de las cabras, por ejemplo, que siempre
andaba con el mismo rollo ese de que por las mañanas sacaba las cabras, y por las
tardes la metía. El no creía que allí pudieran enseñarle nada nuevo. Dejó de ir.
Luego se supo que anduvo años acudiendo a médicos de desorbitada factura, centros de rehabilitación de cuantioso lustre, expertos y más expertos de lamparoso
prestigio, hasta que, al cabo de muchos años, volvió de nuevo a la reunión, reconoció que se había levantado y recaído, y que al final allí se encontraba de nuevo
esta vez ya derrotado, y sin esperanza.
- Pues yo por las mañanas saco las cabras, por las tardes las recojo y luego me
voy a pescar -le contestó el otro con la misma serenidad que hacía ya algunos
años, cuando lo dijo por primera vez.
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Quise bajar al remanso y detenerme a hablar con él, pero caí en que tenía que
entrevistarme con fuentes digamos que más oficiales, y paré un taxi que me dejó
poco después en el centro del pueblo, en la Esquina del Convento, creo, una amplia
plaza en obras que crucé para adentrarme luego en el Paseo: un bulevar franqueado por edificios nuevos y algunos más altos de aquellos del progresismo montaraz
de los años setenta, que tanto abundan por los benidores de Dios y de las carrascas.
En el Paseo que prolonga a la plaza me tropecé en el suelo con unas pinturas sobre cerámicas firmadas por el pintor Pepe Lucas, que parecían estirar el esperpento
mediante imágenes de rutilantes colores. Me detuve. Las pinturas del suelo se
acompañan con unos cubos rectangulares verticales de los mismos materiales
cerámicos en las que lucen unas certeras frases de Lope de Vega: “¿Qué tengo yo,
que mi amistad procuras?”. O de Luis Cernuda: “¡Allá, allá lejos; donde habite el
olvido!”.
Un museo vivo a plena luz, según deduje, que el sol se encarga de encender todas las mañanas sobre unos trazos resplandecientes de figuras esperpénticas que
gritan pidiendo luz, color y más luz; sobre todo, claridad, porque el artista parece
que corre todas las cortinas y sotanas, para que aparezcan los personajes esperpénticos valleinclanescos glosados aquí a mediterráneos brochazos “secos y calientes”. Lucas parece que abre con la luz y el color los ventanales de la vieja España
decrépita y acartonada, para que sus personajes aparezcan tan ridículos como son,
cuando se les ve con la translúcida claridad cotidiana, a la luz del día. La lámpara
de Diógenes es aquí la paleta del pintor, genial. Es la España trapacera, roja y
gualda, romera y binguera, que se salta las colas, improvisa, se cuela, se apaña,
aparca en la acera; y que chapucea y remienda a la remanguillé con soldaduras,
empalmes, costuras y agua bendita romera y gualda.
Pero me encaminé hacia la Plaza de España, compré los periódicos en el quiosco
de Matías y me senté a repasarlos en la terraza de la cafetería Los Valencianos que
se abre en un lateral de esta espaciosa plaza en cuyo vértice central despunta un estilizado obelisco. Y leo en el semanario local El Mirador que la Guardia Civil investiga una extraña zanja que se había abierto junto a la Chinica el Algaz. El Ayuntamiento había comunicado que ningún proyecto público se estaba ejecutando en
aquella zona, que ningún particular había pedido licencia de obras y que por supuesto aquellas obras eran ilegales. “Suponiendo que fuesen obras y no una gamberrada, claro, porque entonces sería estupefaciente”, había puntualizado el concejal
de Políticas y Problemáticas.
El concejal de Políticas y Problemáticas, Pancho Panceta Martínez-Arrieta, es
muy instruido o eso parece, porque cuando se choca con una nueva palabra, por
ejemplo, inicuo, la comenta en la televisión local y sus edecanes chismeros la copian y reproducen hasta que encuentran otra palabra que la sustituya, por ejemplo,
estupefaciente. Y entonces todo es «estupefaciente» para los del coro que se pasan
la palabra con la conchabanza aquella de los monaguillos que trasiegan con el vino
del cura, ¡pero qué listos que somos, qué estupefacientes que semos!
Del concejal de Políticas y Problemáticas, Pancho Panceta Martínez-Arrieta, se
sabía que ocupaba tanto el sillón municipal como el del bar más cercano, pues en-
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tre trasiego de papel y papel, se baja al bar Los Nenúfares (saliendo del Ayuntamiento a la derecha, tras torcer por el chaflán de Mercería Roissy, junto a Pinturas
La Rupestre), y se despacha un bocadillo de morcillas con algunas olivicas de la
tierra: la oliva mollar que tanta fama dio y retuvo por estas tierras de Dios, de Cos,
y de la Carrasquilla.
El concejal Pancho Panceta Martínez-Arrieta nos recibió poco después en su
despacho del Ayuntamiento y no se anduvo con retruécanos o florituras para confirmar la versión oficial municipal sobre el suceso. Fue al meollo de la cuestión con
una inusitada concreción intelectual y con una sobresaliente capacidad de síntesis
para coger el problema, diseccionarlo y establecer los planteamientos oportunos
para su resolución.
- La situación es muy problemática -dijo.
- ¿Muy problemática?
- Sí, muy problemática y requiere que articulemos las adecuadas políticas.
- ¿Qué políticas?
- Pues unas políticas que son muy problemáticas.
- Pues habrá que aunar esfuerzos.
- Y sumar voluntades de la ciudadanía para hacer una reflexión.
- ¿Sobre la problemática de las políticas o sobre las políticas de las problemáticas?
- Sobre la dinámica del diálogo.
- Claro, se nos había olvidado el diálogo y sus dinámicas.
- Por supuesto, el diálogo sobre la dinámica de la problemática de las políticas y
la cohesión de esas políticas en la problemática de la ciudadanía.
- Y del consenso, ¿qué tal andamos de consenso?
- Pues piches, piches; aunque últimamente tengo la tensión un poco alta y con
un poco de azúcar, debe de ser del colesterol.
- ¿Y la ciudadanía?
- La ciudadanía bien, gracias.
- ¿Y la paz?
- Sí a la paz, no a la guerra.
Sí, claro: Sí a la paz, no a la guerra. Y feliz navidad. Y próspero año nuevo. Pero, ¿qué paz?: ¿la paz de la dictadura?, ¿la romana?, ¿la de Dios?, ¿la de los cementerios?, ¿la del hormiguero?, ¿la de Franco?, ¿la de los consentidores?, ¿la de la
justicia?, ¿la de Henry Kissinger?
Me fui pues del despacho sacándole punta al magín para afilar mi capacidad
perspicua y conseguir averiguar qué es lo que me había dicho, porque al final sólo
había logrado traducir que un agricultor que se había vehiculizado al lugar, todavía
de madrugada, se había encontrado con el problemático agujero debajo de la piedra, cuando se dirigía a sus tierras por el camino del Argaz. Cuando descubrió la
zanja se lo dijo al guarda de río que por allí andaba de custodio y siguió a la suyo,
a su huerta. El guardia de río lo comunicó a su vez a la policía local y ésta al concejal de seguridad, a la sazón el teniente de alcalde de Políticas y Problemáticas. Na-
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da más se sabía. Unos operarios municipales que habían acudido al lugar habían
tapado de nuevo el agujero o zanja, sin que hubieran podido determinar la causa o
la razón de semejante obra.
El concejal tampoco me había podido precisar más sobre la historia de la Chinica del Argaz, porque él sólo sabía lo que al parecer todos conocían: que un día
cayó rodando del monte, y que había aplastado una casa, a un carretero y a sus dos
bueyes. Pero más no podía añadir, según dijo, porque esa historia se había contado
en el pueblo desde siempre y él la había oído ya de niño. Quizás Juan Carmelo del
Carmelo nos pudiera dar más detalles porque sabía de casi todos los menudillos.
Y nos marchamos de allí algo descorazonados, pues la jornada había sido ajetreada y poco fructífera, y necesitábamos refrescar las mientes. Nos encaminamos
pues hacia la zona que se nos había indicado como de marcha, de juerga, de jarana, de fiesta, de jota. O mayormente de botelleo de jóvenes estudiantes que debido
al poco peculio recurren a estos apaños ante el asombro de los mayores que parecen tolondros y no entienden que cuando no se tienen posibles para entrar en un
bar porque dentro las bebidas son muy caras, te las apañas como sea para tomártelas en la puerta. Precisamente frente al cuartel de la Guardia Civil, porque se hace
saber:
a) Que en el Argaz la gente se las toma frente a la Guardia Civil. b) Que debe
dar mucho gusto en el chipirrín chipirrinchi tomárselas bajo el Todo por la Patria.
c) Que de vez en vez, se arma algún pifostio por las cosas más baladíes y corrientes
en el curso habitual de las relaciones humanas, verbigracia: porque alguno ha bebido demasiado, le ha tocado el culo a la novia de otro y se han liado a hostia limpia hasta que aparecen los guardias, los separan y hasta más ver, muy buenas, aquí
no pasa nada. Como en todos sitios, ya se sabe, lo ordinario. d) Que cada año se
celebra mediado el verano, la fiesta local del Asaltamiento del Cuartel, que consiste primordialmente en provocar al guardia de la puerta, esperar a que salgan los
demás números en su ayuda y tirarse entonces todos en tromba a pegarles e intentar
hacerse con el cuartel. Este deporte del asaltamiento del cuartel es ya una tradición
inmemorial, de la que los cronistas oficiales se han hecho eco en numerosos atestados.
Así es que, cuando un servidor ha llegado a las inmediaciones del acuartelamiento, tiene que abrirse paso a empujones o metiendo el hombro entre el tuntun
de niños y niñas que, con vasos de plástico en la mano, señorean la espontánea
verbena, pues las calles andan colmadas por jóvenes que se arremolinan en corros, o que se apoyan en las fachadas o en los coches de las aceras. Es mejor alejarse de allí, sí, aunque mientras lo haces todavía oyes las pachangas superventas
del momento que te llevan a añorar y tatarear a los clásicos de siempre: El Rock
„n‟ roll de Lou Reed, por ejemplo. O cualquier otro tema de Bryan Ferry + Roxy
Music, Depeche Mode, o Lene Lovich, que están todos en los cielos de Gary
Cooper. O que deberían estar.
O Bruce Hornsby y su irrepetible e inmortal The Way It Is que ahora tararareas
y sigues con los pies, dando unos pasos siguiendo el ritmo de las teclas del piano,
del bajo, del piano, paso, media vuelta, paso, vuelta, dos pasos, media vuelta y otra
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vez el piano, y el bajo; alternados en una melodía suave, «usted perdone por el
pisotón, sí», que te lleva a bailar bajo la lluvia, aunque no llueva, vaya, pero «usted
perdone, buenas noches y hasta mañana»; porque nos vamos con la música a cuestas, a otra parte, sin tomar nada y sin remordimiento por pasar de la tentación, de
largo, porque se tiene uno prohibidas las alegrías, pues al día siguiente no recuerdas nada. O no se quiere recordar. Porque no bebes para olvidar que bebes, según
el pánfilo de El Principito, sino para distraerte, abotargarte y no pensar en que has
de no pensar y cultivar el jardín. O para darle una segunda mano de pintura a la
vida, que es a lo que se recurre mucho cuando no tienes otras petunias o colgaduras de las que echar mano, porque sabemos sin haber leído a Baudelaire, que no se
puede ser sublime sin interrupción, que es inútil, como es imposible ser elegante
hasta en menesteres menos heroicos y gloriosos como ponerse a cagar sobre el
monumental váter. Prosaicos todos. Esto de imaginarte a los genios cagando ayuda
mucho a desmitificar, ¿sabe usted?
Pero la dipsomanía no es para olvidar, ni para olvidar que bebes, sino para anestesiarte y no pensar, por ejemplo, que vives en una sala de espera en la que no sabes cuándo te va a llamar el doctor Kafka para darte el pasaporte (la eutanasia) a la
inmensa oscuridad de la muerte. Y que mientras esperas, sólo tienes algunas opciones:
a) Rellenar crucigramas para matar el rato. b) Beber para descojonarte de risa. c)
Trabajar y trabajar para poder comprarte una cama mejor en la que descansar más
para poder rendir más en el trabajo, y ganar más para poder comprarte una cama
mejor, para pasar el rato, distraído, entretenido, pasarratado, mientras los otros
muertos entierran a sus muertos. Recuerdas entonces a Pessoa y su quizá muy injusta rabieta: “Me irrita la felicidad de todos esos hombres que no saben que son
desgraciados”. Tampoco es eso. Aunque casi. d) Rómpase en caso de incendio.
“A la paz de Dios”, saludas ahora con un gesto de la mano a una pareja de adultos que se sientan en la puerta de su casa a tomar el fresco y que, tras devolverte el
saludo, siguen a la suyo en ese laudable empeño social de poner bonito al prójimo. Una reputada costumbre la de salar al fresco, a la fresca, mientras te sientas
plácidamente en la puerta de tu casa, miras a la gente que pasa, saludas a éste, o
charlas un poco con la otra, antes de proceder al salazón feroz una vez que el
prójimo/a se ha alejado lo suficiente como para que no pueda oírnos. Es preciso especificar que salar es una actividad social, una aseada faena, que consiste, primordialmente, en coger la vida y obra del vecino, exponerla y orearla córam pópulo
para proceder minuciosamente a desmenuzar sus pormenores, a chorrearle la presión los bajos, añadiéndole la sal y la pimienta precisa para que quede pronto en
sazón, en desolle, salá.
Hasta que te da por morirte y entonces ya no se te sala, pero se te dispensa fama,
crédito y nombradía cantando tu muerte por las calles y las plazas mediante el altavoz de un coche que noticia a la concurrencia tu óbito, tu luctuoso suceso: “Ha fallecido Manuel Lopedo de Pérez, el Pichabreve, sus familiares y amigos ruegan
una oración por el eterno descanso de su alma y que acudan al sepelio que tendrá
lugar, dios mediante, esta tarde a las tantas de las cuantas en la iglesia de tantas”.
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Aunque también puedes estar al día, al quite de los últimos decesos, mediante el
pertinente cartelito que se coloca en la puerta de las iglesias o en los tablones
públicos al uso para tan sociable necesidad. «¿Quién se ha muerto, quién se ha
muerto?», puedes preguntar mientras te abres paso entre los que se agolpan ante el
cartel. «Pues sí, la Pelúa, la Forrasca», se te informa, «la hija de Pajolero Repajolerito, el Malaventuras, del que dicen que un día se le apareció la virgen y le pidió
prestados veinte duros. Su padre era guardabarreras de un paso a nivel por la Macetúa y él se dedicó a rifar premios por los vagones del tren: una vaca, que por unas
u otras suertes los afortunados nunca se llevaban y que volvía a rifar antes de que el
tren llegara a la siguiente parada. De vuelta a la estación de partida, se entretenía
recogiendo carbón de la vía, que más tarde cambiaba por limones, los limones por
gallinas, las gallinas por capones, los capones por cántaros de leche que luego su
novia, la lechera, desgraciaba y de ahí lo de malaventuras».
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III. Así que, cuando te despiertas y te estampas de nuevo con la hórrida certeza
de que el resto de tu vida te lo vas a pasar viendo cómo te crece la barba, es mejor
tomarse esa vida con mucha guasa, hombre, y como si acabaras de aterrizar y no
supieras nada de costumbres, leyes, penalties, pasos de cebra o cenefas, para pasar
así desapercibido, hasta que consigas llegar a rastras a la cama, ya de madrugada.
Y que al día siguiente te bajen otro telón, si lo bajan. Aunque te receles que será tal
cual.
O peor. Pero mientras, mejor no pensar, soñar o solazarte en desbrozar aquel
enredo de la Chinica del Argaz, de la que todo el mundo parecía saber que sí, que
sí, que había caído de la montaña y que había aplastado a un carretero y sus dos
bueyes, pero nada más, sin dar más razón. Había que acercarse pues al Ayuntamiento por si podía saber más de aquella zanja junto a la roca.
Y cuando poco después me aprestaba ya a entrar en el consistorio, me he tropezado con un tipo fargallón que carga a sus espaldas con una gran bolsa negra de
basura y que casi me atropella. Me he apañado como he podido la compostura,
“usted perdone”, me he tentado las ropas, y cuando he levantado la vista he reparado en unos jóvenes que se sientan en las escaleras de la vecina Iglesia de la
Asunción, o por los bancos comarcanos a la plaza. “Sí, no hay de qué, no se preocupe, hasta luego”. Aunque, de común, uno no se suele fijar mucho en la gente,
porque es tímido y casi siempre va ensimismado en sus desazones y conjeturas, y
pasa de largo de corros y chilindrinas. Pero en aquella ocasión sí que me fije.
Sobre todo en ella.
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En ella sí; la chica aquella de allí, la que luce el pelo negro cortito, a lo chico, y
que se ríe con sus amigas con una sonrisa limpia, diáfana, como un súbito destello
de azules entre sombras y borrascas. Sus ojos congenian con sus pendientes nacarados y su carita se salpica con algunas pecas que la agracian con un cierto toque
travieso, quizás aniñado. O malicioso, según las ojeras que asoman bajo sus ojos y
que delatan veladas de estudio, de café, o quizás de farra. Tranquilízate, ¿vale? Sí,
pero ¡qué súbita delicia al verla!, y tan de maravilla y pasmo, que no me fijé en
otros detalles que más de ordinario hubiera enfocado en la diligencia habitual de
estos trámites: en sus tetas, muslos y culo, mayormente. Aunque después de atisbarla, se me prendó la imagen de que no era ni muy alta, ni muy baja; que no andaba delgada pero tampoco gorda, y que lucía dura, recia, y con unos muslazos de
ensueño de aquellos que anuncian pórticos, soportales, catedrales, morir en ellos,
entre ellos, en ella. No, no era una beldad espectacular, según las hormas al uso de
Hollywood, pero sí de una belleza muy peculiar, como la de esas mujeres corrientes que te hacen volver la vista atrás cuando te las encuentras un lunes por el mercado. Mujeres reales, vecinas, que existen, que viven, que son, sin esmeril. Las
otras resbalan como el couché, se escurren lisas como el agua por las estatuas. Sin
más. Las vivas tienen perfiles más ricos y un gesto o un guiño las transforma de
súbito en más exquisitas que las otras, las guapetonas, que cansan. Creo que Picasso pensaba también algo así, pero no estoy seguro. Tenía que volver a mirarla,
pero ¿cómo? Quizás si me escondiera detrás de aquel coche.
Sí, aquí no se me ve, y puedo ver.
Sólo asomar los ojos por encima del capó y ya está. O a través de los cristales.
Sí, ahora se la ve: allí está. Y viste una camisa blanca, unos vaqueros con manchas que parecen vómitos y unas sandalias de aquellas que dejan el talón desnudo.
En la mano lleva una carpeta, unos libros y un jersey colgado grácil sobre la muñeca. Y a pesar de que su modo de vestir es sencillo y cómodo, se le nota su pizca de
elegancia, y ¿por qué no?, su puntito de sobria distinción.
Me miró, bajó los ojos y sonrió. Y aquella sonrisa me pareció la más dulce que
jamás había visto y me trajo de pronto unos extraños pálpitos como si la sangre se
acelerara, el corazón bombeara a destajo y un aluvión de bienestar te subiera de
golpe a la cara. Y la plaza que parece reverdecer porque los verdes son más verdes, el aire sabe a azahar, la gente parece más afín y las sombras se apagan con la
luz de los azules. Y ya sabes: en la primera cita no pedir nunca espagueti, recuerda.
¿Pero qué cita?, ¡estás majareta!; si todavía no sabes nada de ella y todo ha sido
una ilusa presunción de un tipo tristón como tú. Aunque días después te dijo que
tenías los ojos tristes, sí, y que por eso le gustaban. Pero eso fue más después.
Tenía que saber más de ella. Pero no podía entrar de nuevo al Ayuntamiento. ¿O
sí? No, no deberíamos porque daría mucho el cante. Tocaba pues acercarse a un
municipal que merodeaba por la Plaza y preguntarle sobre aquella concurrencia. Sí,
son los jóvenes que participan en el Curso de Verano de la Universidad de Murcia,
cree recordar, por lo del proyecto cibernético Arg@znet, y que se alojan en el
Hotel de las Delicias. ¿Sí?, ¡qué casualidad!, es el mismo que nosotros ocupamos,
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se le comenta al guardia antes de despedirnos y marcharnos de allí, de la plaza,
hacia el hotel.
El calor se derretía ya acuoso por la piel, ¿sabe usted?, y lo conveniente a la
sazón es estarse quieto, no moverse, no parpadear, apagar la luz, tumbarte en la
cama y dormir la siesta, si puedes.
Pude.
Y cuando me desperté me sentía excitado, ya se sabe: el calor y los sueños;
aunque se posterga cualquier alivio porque oímos una puerta que se cierra en la
habitación de al lado y una risa que nos supo a ella, a aquella chica. ¿Era ella? Te
levantas, sales al pasillo precipitado, miras a ambos lados y te inclinas para mirar
por la cerradura.
Sí: la chica aquella que había admirado frente al Ayuntamiento, la que nos había embelesado, ocupaba la habitación contigua y se estaba descalzando mientras se
sentaba en un sillón que se ubicaba frente a la puerta por la que uno mira, ofreciéndonos un espectacular panorama de sus robustos muslazos entreabiertos bajo la
falda, ceñidos por unas minúsculas braguitas transparentes de aquellas de encaje tipo tanga. Y sus oscuros pezones que contrastan en altorrelieve sobre su piel clara y
con el collar de perlas que luce en el cuello. Estaba de cine. O tú tenías el cine en
la cabeza, que viene a ser lo mismo. O parecido. Y allí, arrodillado tras la puerta y
mirando por el hueco de la cerradura, descubres de pronto que andas excitado, duro.
Ella se levanta, deja caer la falda al suelo y se queda sólo con las braguitas.
¡Está de muerte! Es seductora y elegante hasta para dejar caer grácil la falda y sacar luego los pies de ella sin desarreglar la compostura. Pero tú sigues allí, atento,
claro, frente a la puerta, espiando por la cerradura, excitado al verla, y ensoñándote
en que entras en su habitación y te arrodillas entre sus muslos que ahora besas y
lames, mientras te acercas al promontorio de su sexo aún cubierto por la transparente braguita, que besas, y frotas con tu cara, porque quieres comértela, entera,
hasta que notas la tela húmeda, salobre y entonces te levantas, la coges en brazos, la llevas a la cama donde le quitas con mimo las braguitas, la besas en los labios, en sus duros pezones y te bajas a sus muslazos que ya aprietan tus mejillas
cuando pegas tus labios a sus labios, y lames y lames de arriba abajo, de abajo
arriba, mientras que ella se estira tensa..., y se corre sobre tu cara.
Y tú te relames glotón, de ella, mientras despiertas a la realidad del pasillo y te
notas duro y envarado, porque sigues viéndola allí repantigada sobre el sillón, y
porque crees que te ha mirado y te ha sonreído como si supiera que andas detrás de
la puerta. Pero, ¿cómo es posible que lo sepa?, y, si lo sabe y te sonríe, ¿es que
quizá le agrada que la mires? Aunque a lo peor son sólo imaginaciones tuyas, vaya,
que te llevan a confundir el deseo con la realidad. Pasa mucho, ya sabes. No, no
sabes, porque estás casi seguro de que ella te ha sonreído, aunque ahora oyes un
lejano ajetreo y ¡maldición, alguien se acerca! Y te levantas raudo, azorado y disimulas: quizás inventando una excusa, sí, que se te han caído las llaves al suelo.
Y vuelves a la habitación, silbando, o como si silbaras.
Y me volví a duchar.
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Luego, salí del hotel con el propósito de desmenuzar aquella historia que me
traía entre manos y anduve callejeando y callejeando, hasta que alcancé la zona
más concurrida y moderna que se expande desde la Esquina del Convento hacia la
autovía Madrid-Murcia, ya por calles de trazo rectilíneo, amplias aceras y arbolado en los chaflanes. En la esquina del Camino de Murcia, bajo los juzgados, unos
niños se suben a un jinjolero por una escalera que suelen pedir en la Oficina de Turismo que se abre al público un poco más allá, donde el Heliodoro Rodríguez, por
cierto, se apoya y traga algunos jínjoles que ha cogido del suelo. El Heliodoro
Rodríguez es un vecino que, además de lucir nombre de estadio, pecha con una inquietud, con una comezón que lo llevaba a maltraer y por eso, cuando la duda lo
asfixia, se dirige al primero que se cruzaba con él y le expone sus angustias.
- ¿Dónde está Dios, dónde está Dios?
- Dios no está, Dios es - se le responde.
- Ya estamos con la sintaxis, joder, siempre me andáis jodiendo con la sintaxis.
Pues sí, Heliodoro, la jodida sintaxis, aunque uno no sabe, no tiene ni repajolera
prueba de la existencia de Dios, ni de la no-existencia, tal que aquel sobrino de
Larra que traía noticias ciertas de que no hay Dios, “porque eso se sabe en Francia
de muy buena tinta”. El mismo sobrino aquel que parodió el genial Fígaro y que no
creía en Dios porque “quería pasar por hombre de luces”. Uno no sabe, desde luego, pero respeta a personas como el cantautor Cat Stevens que un día llega a la
convicción de que cree en Dios, y se hace musulmán, que es una actitud tan respetable como la de aquellos que son agnósticos o ateos, porque cada uno a su manera,
como sabe o cree entender, busca y sigue lo que le dicta su conciencia. Cada uno
puede elegir qué compañía prefiere para amenizar el viaje, incluidos los misántropos como nos. Después de todo, a Dios hay que acercarse de uno en uno, según el
clásico.
Así que uno no se encarama sobre recias certidumbres, ni formaliza la existencia
de nada ni de nadie, ni aún de la de Jesucristo de la que sí atestiguan serios historiadores, como Flavio Josefo. Pero es igual. ¿Qué más da? Lo que nos importa es
el mensaje, aquello que dice de que «no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no os condenarán, perdonad y seréis perdonados». O que no se puede adorar
a Dios y al dinero. O sea.
O aquello otro de «amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian,
bendecid a los que os maldicen, rogad por los que os maltratan, a todo el que te pide dale, al que se lleve lo tuyo no se lo reclames. ¡Tela! ¡Menudo programa electoral! Pero, ¿por qué esto molesta tanto a tantos? Así que un servidor, en su colosal
ignorancia, no sabe si el que dice estas cosas es alto, bajo, rubio, moreno, chepado, casado o negro. Da igual, porque lo que nos importa es el mensaje, lo que dice,
y no la púrpura del altavoz. Uno no sabe entonces si el que dice cosas así es hijo
de Dios, pero si se barrunta que, desde luego, no es hijo de la tierra, no es humano,
no es de aquí, eso está claro, porque eso no se le ocurre a ningún tipo normal de este mundo. Porque lo hubieran crucificado.
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Y también nos agrada Siddartha Buda cuando dice que la ignorancia y el apego
hacen sufrir al ser humano porque le provocan ansiedad por las cosas materiales y
mucha codicia, por lo que ir más allá de esas ataduras es una de las claves para alcanzar el Nirvana, la felicidad. Cierto. También tiene su verdad; pero uno no se
agarra a ninguna rama en particular, porque la Historia, los Evangelios, los preceptos, los escriben siempre los discípulos.
Pero el Heliodoro Rodríguez se conoce que no ha oído nada porque ya anda lejos y parece como si hablara solo. Decidimos pues seguir con nuestros propios
cominillos que son muchos, pues últimamente nos pesa hasta el sentío. Más allá
unas niñas tararean Con el alma al aire, y Con el coño dando palmas, los últimos éxitos pop radiofónicos. Pero te paras. Quizás ellas también anden por el curso
de la Universidad del Mar y conozcan a aquella chica, tu pegáside particular. Porque habías vuelto a ensoñarte con ella, claro, con que se quedaba dormida sobre tu
pecho mientras sonaba, por ejemplo, el bolero Si nos dejan, de Tamara, y tú te
embelesabas mirándola mientras dormía, como un perfecto tontuelo enamorado
que sueña con la quimérica posibilidad de que dos personas puedan ser una. Porque
tú ahora crees que aunque por ahí abunden otras mujeres, y hasta más guapas que
ella, como ella sólo hay una. Ella. Irrepetible e inimitable.
O sea, que andas como un imbécil enamorado, como un papanatas más, corriente, vulgar, genérico, universal, y que se arroba con los pétalos nacarados de
sus dientes, las lunas de sus pupilas y con sus ojos de terciopelo. No, son las cejas
de terciopelo y los ojos nacarados. Con su culo, vamos, que es hermosísimo. Y es
que no tienes remedio, boquirrubio, porque así no vas bien; así no consigues nada
porque a ellas les van los tíos duros, los golfos, y recuerda si no a Frascuelo Sanjuanes aquel célebre saxofonista exiliado durante la dictadura, que gustaba de
corrérselas calvatrueno de madrugada por bares y garitos junto a su afín colega de
francachelas, Pascual Rodríguez, de oficio talabartero, pero con la misma querencia por follarse a toda prójima con faldas que asomara por el lugar y accediera al
requiebro. Los dos casados, pero como si nada.
Una noche que regresaban de una fiesta se estrellaron con el coche contra un
puente y los dos murieron, esclafados. La localidad homenajeó al acreditado saxofonista, intelectual de pro, que había paseado el nombre del pueblo por todos los
confines y lo enterró en loores de multitud (digo, en olor de multitud). En el responsorio (civil, por supuesto) se dijeron de él gardenias como que era «de buen
vivir, juerguista si cae, pero sin melindres; honrado en la golfería y crápula en la
bondad». Las feministas lo justificaron con el pretexto de que la infidelidad no tiene importancia, aunque duela, al lado del amor. Y se montó un puesto de venta de
reliquias.
¿Y su compañero de tambarria, el Pascual Rodríguez? No, ése no: ese era un borrachuzo de mierda, hombre, que le ponía los cuernos a su mujer como un vulgar
machista, que jamás podría llegar a la altura, a la credencial y excelencia del otro
truhán y golfo (digo, apasionado de la vida).
Así es que todo es según, si, sobre y tras, pues también se recuerda que, en
cierta ocasión, a un concejal de izquierdas le pillaron en el disco duro de su orde-
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nador unas fotos de unos niños y niñas con sus pechitos al aire, y se adujo y entendió que aquello era «una manifestación artística de erotismo doncel, íntimo, en el
sublime paisaje de una efébica isla griega buscando reflejar la belleza y su fragilidad como una expresión pura y espontánea del arte». Cuando las copias de estas
fotos se las pillaron en el ordenador a un concejal de derechas talludito y con bigote, esas mismas estampas pasaron a ser «evidencias de la corrupción de un viejo
baboso, corrupto y asqueroso, que debería ir, como mínimo, a la cárcel y/o ser desterrado». A lo menos. Y cuando esas mismas fotos le fueron encontradas a un cura,
se lo quiso correr por las calles y plazas, y se urdieron manifestación ante el obispado pidiendo el encarcelamiento del crápula. ¿El sujeto es el mensaje? ¿Pero no
habíamos quedado, Maclujan, en que era el medio.?
Pero en cuanto a lo de la chica, se decía que tú vas mal porque no te enteras de
que a ellas les van los tíos duros, o los que se lo hacen. Lo decía el descreído de
Nietzsche: «cuando vayas con mujeres coge el látigo». Así es que toma nota,
aprende de los maestros, aunque a ti, prenda, se te ha olvidado la fusta, vaya, porque no sólo que no pasas de largo, sino que te paras a buscarla entre aquellas chicas. Y no la ves.
Mejor así. Para ciertos negocios es mejor no perder la chaveta y esa chica te
impide concentrarte, te distrae y no te deja estar en lo que estás. O en lo que deberías estar. Quizás sepa algo Juan Carmelo del Carmelo, que ahora ves que se sienta
en las escaleras de la Iglesia, frente a la plaza de la Esquina del Convento y que,
cuando llegas junto a él, levanta la palma de la mano, husmea el aire, lo huele, y
predice que sí, que va a hacer bueno. No, él no sabe de más noticias sobre la zanja
aquella de la Chinica, excepto, claro, que las gentes se escaman con el asunto porque el que la había abierto no llevaba buenas intenciones. Algo tramaba. En cualquier caso la finca era de Doña Urraca Arístides y Martínez de la Trapisonda, una
señora afincada en el pueblo desde tiempos inmemoriales.
- Y con títulos y dineros, que ya se sabe que don sin din, capullos en latín aclara.
Supuse que se refería a que el tratamiento de Don sin el dinero que lo acompañe
y le dé lustre, pues que capullos son. Pero el que la finca fuera de la tal Doña
Urraca Arístides y Martínez de la Trapisonda tampoco es que me clareciera mucho,
aunque sí me ayudó su comentario de que corrían habladurías. ¿Habladurías?
Pues sí, porque dicen que los políticos han presentado una moción conjunta para
que se declare la Chinica como Bien de Interés Cultural.
Lo pude verificar luego cuando repasé el periódico La Verdad, y me cercioré de
que sí, de que según se deducía de la información firmada por su corresponsal Antonio Semitiel, los grupos municipales habían presentado una moción para que se
declarara la Chinica el Argaz, como Bien de Interés Cultural. Y aunque un servidor
comprendiera que se celebrara monumentalmente la leyenda de la Chinica pues
podría tener visos de verosimilitud, por lo que sabíamos tampoco era como para
encampanarse en gaudeamus y demás parrandas, pues en todos los pueblos hay un
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mojón, una leyenda o una historia acaecida años atrás que se venera con la pleitesía
de la usanza habitual (digo, de la tradición inmemorial).
La efemérides se inicia, por ejemplo, tras una reunión de unos amigos, que se
han vuelto a ver después de muchos años. Cuando eran pequeños, se habían enjugascado tocando la carraca y quizá de chacota, a ver qué pasa, quedan para reunirse
un fin de semana con el fin de tocarla. Y todos acuden y se lo pasan fenomenal tocando por las calles del pueblo, todos ellos tan majos. Al año siguiente se vuelven
a reunir para tocar la carraca, chachi piruli, pero se les unen otros amigos, y algunos amigos de éstos. Fetén. Al año siguiente el número de los que concurren a la
carracada se duplica y uno de ellos lleva además una bota de vino. ¡Guay! Unos
años después los concurrentes son multitud y todos ellos acuden con la bota de vino y se la pasan pipa como buenos hermanos. El lugar donde se juntan se empieza
a conocer por La Carrasquilla. Al año siguiente uno de ellos luce un sombrero carraqueño. Al siguiente todos lo llevan. A los cinco años ya son más de cinco mil
los participantes y todos llevan sombrero carraqueño y botas de vino. Se venden
carracas y sombreros carraqueños genuinos, con denominación de origen. A los
diez años aquello es arte, puro arte, mucho arte, un arte que no se pue‟ aguantar.
El lírico cronista local escribe en la revista de festejos elaborada para el evento
carraquero: «La tradición, el clamor popular y la explosión de color se funden
con una pasión cívica que inunda los corazones de los vecinos y fluye en un espontáneo fervor popular que distingue a esta fiesta de otras fiestas, por su sentido
cultural, folclórico y festivo, en un marco único e indescriptible». Se hace saber
que lo del marco indescriptible es imprescindible porque no hay morcillada que se
precie sin el marco indescriptible. Un espectáculo sin marco indescriptible es como
un bosque sin setas. O peor. Se hace notar también, ítem 2, que la parrafada anterior lo mismo aprovecha para los Caballos del Vino de Caravaca, para los Moros y
Cristianos de Abanilla y Santomera, la Semana Santa de Cieza, las Cuadrillas de
Animas y las Campanadas de Auroros de la Huerta, los Autos Sacramentales de
Aledo y Churra, los Desfiles Biblicopasionales de Lorca, el Concurso de Rebuznos
de Mazarrón, las Tamboradas de Mula y Moratalla, los Arcabuceros de Yecla, el
Belén Viviente de El Raal, la Fuente del Vino de Jumilla, los Romanos y Cartagineses de Cartagena, los Carnavales de Águilas y Cabezo de Torres, el Bando de la
Huerta de Murcia, los Sanfermines de Pamplona, los Carnavales de Cádiz y Tenerife, el embolao de allí o la cabra suicidada del campanario de acullá. O para los
toros. O para el casamiento, «que soy gitano y vengo a tu casamiento con la camisa
blanca, con la camisa que tengo», según Camarón. O según el buenazo de José Piñera, Caramotos, que también sabe mucho de tocar el tambor y de dar la tamborrada.
Y así, año tras año, siglo tras siglo, carraca tras carraca, hasta que, en una edición, un carraquero borracho le da un carracazo a otro y por poco lo esloma. El
Ayuntamiento prohíbe que a las carracadas se acuda con botas de vino. Los integrantes de la comparsa llevan a la corporación municipal ante la Justicia, porque
aquella norma atenta contra «una tradición inmemorial del pueblo». Las señoras
carraqueras o carrasqueñas claman y gimotean por las calles y mercados que
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«¡herejía!», «¡herejía!», que quieren acabar con las santas tradiciones, etc, etc, y se
crea la Plataforma Pro Defensa de las Carracas y las Carracadas. Y de aquí a la
guerra civil tan solo unas jornadas, todo se andará, morena. Y con carraca de la carrasquilla y olé.
Pero se decía que no sabíamos por dónde iba aquello de la tradición y que uno
andaba ya harto al no verle la púa a todo aquel zompo de la Chinica. Además, me
distraía, me ensoñaba engurrio con aquella chica de la habitación del hotel, aún a
sabiendas de que probablemente no iba a pulir nada serio con ella, algo duradero.
¿Pero no es más sensato coger lo efímero y disfrutarlo antes de que vuele? Carpe
Diem: vive el momento. Pero, ¿había o no sonreído mientras la espiabas tras la
puerta?; ¿y eso significaba que no le molestaba que miraras?; ¿y si todo era como
el herrero de Arganda, que él se lo fuella, él se lo macha y él se lo lleva a vender a
la plaza?
Pero, ¿por qué no vas, te presentas, le dices que es preciosa, que tiene unos ojos
muy bonitos, que te gusta y todo esa letanía tan convencional y aseada, en vez de
andar con estas aficiones tan retorcidas y perversas? ¿Qué eres tímido? ¡Pues lo
tienes claro! ¿Y si te tomaras un whisky para pillar arrojo, para darte valor? Venga,
hombre, arre, que si te dice que sí quiere, ya verás como la vida te sabe a música,
quizás al tango aquel de Edmundo Rivero: “El hombre es como el caballo/ cuando
ha llegado a la meta/ afloja el tren de carrera /y se hace manso y sobón...”.
Y además, con ella podrías pasear cogido de la mano, y hacerte novio formal, y
ahorrar para un piso, y formar una familia vestidita de azul con su camisita blanca
y su canesú, y emocionarte con un retoño que juegue en el parque, mientras te
sientes orgulloso al verlo crecer, y lo haces socio del Real Murcia y lo llevas al
fútbol los domingos por la tarde, mientras tú esperas a que llegue el lunes para trabajar más para ganas más para comprarte una cama mejor en la que descansar más
para trabajar más y tener una cama mejor en la que descansar más...
- Eres un neurótico –te había dicho la doña del psiquiátrico.
- Sí, joder, algo hay que ser, que los hay incluso que juegan con unas fichas que
han de poner seguidas, los unos con los unos, los doses con los doses, y en este
plan hasta que dicen que se doblan y ponen la ficha atravesada, que los hay raros,
¿verdad, usted?
No, dejémoslo estar porque después de todo tampoco es que anduviera uno tan
apurado como Toulouse-Lautrec, el genial pintor, que llegó en su dipsomanía a
ahuecar un bastón para poder meter dentro la ginebra y poder así beber a escondidas. Todo un caso. Tú a lo más que habías llegado era a arreglarte cubalibres de colonia, digo, a comprar petacas de vidrio en Palma para beber desnudo por la noche
en la playa, en aquellos años que llegabas a puerto y te embriagabas de amor, de
deseo, de vida, de alcohol y de música, disco: Music And Lights o Shake Your
Booty, por ejemplo; y tantas otras porque los días se hacían cortos, las noches
breves y el amor cundía en aquellas madrugadas de música, besos a hierbas dulces,
porros, baños desnudos en la playa a las tantas cuantas con la única preocupación
de apurar el tiempo, que se acaba, que se acaba, amor mío, de prisa, de prisa, que
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llega el alba y tenemos que volver a la vida zurcida y prosaica; pero antes abrázame fuerte y dime que me quieres mientras suena Love About, Sailing, To Love
Somebody, Stuck On You, o I‟m Not In Love, y nos abrazamos y amamos, y te
aparto el pelo de la cara para besar tu aliento, o sigo con el dedo la espuma que corre por tus pezones ahora duros y aún más oscuros a la penumbra de la luna, mientras la arena salpica tus muslos y tus labios rezuman algas, mi vida, ¡qué mal lo
hemos tenido que hacer para no adivinar siquiera que entonces nos queríamos, sin
saberlo!
Pero eso fue antes de que muriera, sí.
Pero mejor no pensar, cultivar el jardín y darnos un recreo por las afueras a fin
de solazarnos, despejarnos, distraernos y caminar hasta que la fatiguita nos reclame
el sueño y podamos así raspar una prórroga hasta mañana. Eso resuelve uno zamacuco, mientras llega al cruce del Paseo Ribereño con el Puente de Hierro y ve que
el Pescatero se avía con su caña por el remanso. Y bajamos al río.
- Pues ya ves, yo por aquí como siempre, por las mañanas saco las cabras, por
las tardes la recojo y entonces me voy a pescar –dice tras el saludo.
- Sí, pero eso me suena, porque acabo de leer a Pessoa y dice que esto es como
una estación de espera y que para todos pasa la diligencia del abismo, o algo así,
para que perdamos la esperanza.
- No, sé; pero parece que hace mucho que no follas.
- No es eso: es como una angustia, porque pierdes la fe en la esperanza y sin
ella no tenemos propiamente vida; vivimos, sí, pero como los perros y los tostadores.
- ¿Qué tienes tú contra los tostadores?
- Nada, nada
- Ya, pero, ¿es que los animales no creen en Dios?
- Se supone que no, porque habrían pintado estampitas.
- Claro, y venderían escapularios.
- Y viajarían a su Lourdes animal.
- Y encenderían velas y cosas.
- Y sacarían procesiones y todo eso.
- Pues entonces yo aquí sigo, porque por las mañanas saco las cabra, por las tardes las recojo y luego me vengo a pescar.
Dejé allí al Pescatero con su caña, sus pescados y sus cabras, y me vine de nuevo para el pueblo sin reparar en nada más porque no quería llegar a nada más, a
Sartre por ejemplo, y su proclama en La Náusea de que existe como una piedra,
como una planta, como un microbio. Puede ser. Más de uno vive así y no precisamente por ser ateo, sino porque no llega a más, no puede llegar a más, por una minusvalía psíquica, por ejemplo. Y existe, eso es todo. Pero es curioso, te piensas,
la cantidad de veces que han matado a Dios, que lo han dado por finito, por acabado, caput, muerto, y Dios sigue existiendo pese a todo, sobre todo, por encima del
tiempo y de las personas como si no fuera humano. Como si fuera Dios.
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Pero será mejor dejar de apedrear la luna y bajar a las cosas de más ajo y huevo,
por ejemplo, al pifostio que se podría gobernar si se presentaba en el Ayuntamiento la moción para declarar la Chinica como Bien de Interés Cultural, porque entonces habría que comprar los terrenos a Doña Urraca Arístides y Martínez de la
Trapisonda y la doña, según sabía, no estaba por eso de colmar de felicidad a los
demás. “Yo también quiero tener en mi casa Las Meninas”, había dicho.
Doña Urraca Arístides y Martínez de la Trapisonda contaba ya con más de
ochenta años, vivía en un caserón en el casco antiguo y conservaba todavía toda
aquella parafernalia que el señoritismo de pueblo había mantenido en el formol del
privilegio desde tiempos remotos. A saber: el caserón, una criada, una asistenta y
tres o cuatro medieros que le cuidaban las tierras y le entregaban la mitad de las cosechas. Y unas próvidas cuentas corrientes, claro, amén de un rampante escudo
heráldico de piedra colgado en el frontón de la casa, de aquellos que anuncian tener un antepasado que ha porfiado por las grandezas de España, dejándose poner
los cuernos regios, al trueque de ir de palafrenero a alguna batalla. Y esas cosas
tan nobles de vivir sin trabajar, que, ya se sabe, que para algunos edificantes ciudadanos, «el que trabaja es que no sabe hacer otra cosa».
Me dirigí a la casa de Doña Urraca amparándome en las sombras de los tejados,
crucé la Plaza de los Carros y salí a la calle Mesones, frente al convento de las
monjas Claras, las clarisas, en donde oficia de capellán Don Antonio Salas: un cura muy puesto, sagaz y sabio con el que había mantenido algún que otro retranqueo
filosóficoteologico sobre escatología y otras suertes de ansiedad.
Pero caminaba al socaire de las sombras de los aleros, ya digo, cuando llegué
frente a la flamante Casa de las Artes y de la Música ubicada en el antiguo caserón
de Marín-Barnuevo, ya rehabilitado en la calle Cadenas, y que cobija a los vecinos aficionados a las suertes artísticas ya sean instrumentales, de canto o de danza.
Y ante su clásico pórtico me he quedado plantado, admirando el escudo de la fachada, hasta que un repique de tambor me ha sacado del embeleso. Sí, se trata de
Nicanor Tocando el Tambor que viene intempestivo por el fondo de la calle redoblando su tambor, aunque la fecha no vaya con él, ni venga a cuento como efemérides señalada.
- Nicanor, ¿te has perdido?; ¿dónde vas tocando el tambor si no es semana santa
y falta mucho? –le suelen preguntar.
- ¿Y qué más da? Yo toco el tambor porque me gusta; a otros les da por coleccionar sellos.
Nicanor Tocando el Tambor se aleja dichoso, redoblando su tambor y nosotros
también nos vamos sopesando la posibilidad de que la verdad y la dicha no ande
sólo en cagar en cuclillas en el campo y en limpiarse el culo con una piedra (como
ya sabíamos por Juan Carmelo), sino también en tocar plácido el tambor un lunes
cualquiera de cualquier día no feriado y que no pase nada, no te digan nada, no te
arrojen calderos de agua, ni se caguen en tus muertos. Procurar ser dichoso (o menos desgraciado) agarrándote a cualquier matorral que te impida caer más, cultivar
el jardín, tralarí, tralará, barro mi casita, quizás incluso como aquellos esperanza-
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dos personajes de ¡Qué bello es vivir!, de Capra, o a los resignados solidarios de
El árbol de los zuecos de Olmi, y sobrevivir en el balneario de bienestar de la sociedad occidental, que vela por nuestra comodidad y que nos noticia, por ejemplo,
que la inquietud de los adalides sociales consiste en saber si el personal padece el
síndrome pos-vacacional, es decir: ese síntoma de cansancio, malestar, dolor de
cabeza y ansiedad, que algunos curritos penan cuando regresan de las vacaciones
de agosto en la playa y se han de incorporar de nuevo al trabajo.
Son las cosas de la modernidad, de la sociedad del bienestar, porque en otras
culturas (por ejemplo, en las de África, que son menos finos) lo que les preocupa
es comer, mayormente, que ya se sabe que los pobres son de pensamiento único y
andan todo el día dale que te pego al cante ese de querer comer. ¿Y cuando comas
qué? ¿Otra vez pensando en la comida, en la cena? Joder, es que no tenéis hartura,
sois unos viciosos siempre pensando en lo mismo, y si se os da un mendrugo os
cogéis el pan, y todo.
Pero nos dejamos de suspicacias medioambientales y procuramos centrarnos en
los negocios de más chicha y nabo porque tras despedirnos de Nicanor Tocando el
Tambor, comprendimos que la forma más correcta de encarar el asunto aquel de la
Chinica era acercarse a ver la piedra. Así es que volví al hotel y busqué entre mis
papeles la preciosa acuarela de la roca y de la casa que me había facilitado Paco
Hortelano (el coordinador de Arg@znet), para que me hiciera una más acertada
idea de su situación, pues Hortelano es un atinado acuarelista, que en sus ratos de
ocio, esboza y pinta unos cálidos y coloridos paisajes de la localidad con mucho
pulso y acierto al interpretarlos con una perspectiva luminista mediterránea en la
que la luz se diluye bosquejando el entorno a través del color. Genial.
Pero antes de partir hacia el sitio, procuré aviarme para el viaje dando parte,
cuenta y razón de esos platos típicos del lugar que había visto anunciados en la entrada del hotel y que respondían a la genuina cocina autóctona: un plato de legumbres, que llaman Aletría, y un frito de conejo y patatas al ajo cabañil, de tomo,
lomo y muy señor mío, que me supieron a gloria bendita. De postre, melocotones
de la vecina Cieza.
Y una vez ahíto, regresé a la habitación para acicalarme, recoger los pertrechos
y enviarle ya de paso a aquella niña un mensaje a fin de participarle mis sentimientos, que me gustaba y mucho. Aunque si ella sabía de mis andanzas de mirón
tras la puerta, se supone que ya sabía de mis desvelos. O se lo imaginaba. De
acuerdo, no obstante convenía recalcárselo y como sabía su dirección de correo
electrónico, merced a mis pesquisas en el listín del directorio de Internet de la Universidad del Mar, le escribí sin pudor con el fin de persuadirla de lo noble de mis
querencias y requiebros. ¿Qué escribimos? Pues que nos habíamos despertado
pensando en ella, excitados al soñar con ella:
«Porque he soñado que dormía bajo las mismas sábanas que a ti te tapan, bajo
tu peso y sintiendo tus muslos sobre mis muslos, tu sexo sobre mi sexo, tus pechos
sobre mi pecho, y tu cabeza sobre mi hombro, que me permitía vivirte plena, oler
tu pelo. Y así he pasado la noche, viviéndote palmo a palmo, piel con piel, aplastado bajo tu peso, tu cuerpo sobre mi cuerpo, tus pezones sobre mis pezones, tus
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caderas sobre mis caderas, y saboreando la noche con parsimonia, lenta a lenta,
mientras tú te despertabas, sonreías, y te restregabas desnuda sobre mi regazo,
frotando tu sexo sobre mi sexo, tus pechos sobre mis pechos, tu cara sobre mi cara.
Te llevo en la piel, mi vida, haz conmigo lo que quieras».
¿Fuerte, verdad? Pues sí, se supone que sí, y mayormente si tenemos en cuenta y
consideración que no la conoces, que no has hablado nunca con ella y que todo
son imaginaciones tuyas. O sea, una temeridad. Aunque tampoco tienes mucho
que perder, claro, porque además, ¿no decía Nietzsche que lo que se hace por amor
está más allá del bien y del mal? Pues sí, pero también advertía Mantegma que «no
existe auténtico amor sin una sumisión incondicional». ¿Y el Pirulo Cachirulo?,
¿no había advertido el Pirulo Cachirulo que «el amor es una imbecilidad ocasional
que se pasa con la reúma»? Pues vaya. Andaba hecho un lío. Pinto, pinto, gorgorito, saca la vaca de veinticinco...
Y le di al botón para enviarlo. Al rato me arrepentí, pero ya no tenía remedio.
Después de todo, sobre gustos y antojos no hay que ser acérrimos pues ya nos tiene dicho el Lazarillo, «que los gustos no son todos unos, más lo que uno no come,
otro se pierde por ello». No, Pereñíguez sobre esto todavía no se ha pronunciado.
Pero lo de «te llevo en la piel» se le puso adrede al final del párrafo para darle
más énfasis y seguirle el juego porque lo había leído en algún sitio, y me parecía
oportuno para insinuarle que estaba dispuesto a todo. ¿A todo? Sí, a todo: A esa
«rendición incondicional» de Mantegma, porque es ya lugar común que todos los
poetas se refieran al amor como esclavitud, como que andas preso en una jaula en
la que tienes las puertas abiertas, pero de la que no quieres escapar, porque eres
feliz. Pero ya no tenía remedio y probablemente la próxima vez que la vieras, ella
huiría y entonces todo habría concluido. Fin.
Pedí un taxi. No tenía ganas de andar con aquel calor tan espeso, aunque anduve tentado de acercarme a pie por el río y obrar como algunos lugareños que cuando llegan a un remanso, esconden la ropa y se pegan un chapuzón en pelota viva,
picada o, en un repentino pudor, con los calzoncillos o bragas. Entre los cañaverales del río no se te ve, porque hay recoletos paisajes en los que puedes bañarte a solas, pues a ciertas horas el lugar no anda transitado y las cañas impiden el pecado.
O de noche, que es un baño más quieto, calmo y sereno a la luz de la luna, como
aquellos con los que un servidor se había regalado en las playas de Es Trenc, en
Mallorca. Una delicia o delicatessen, que dicen los finos, y un gustazo en la
mismísima pepitilla, que decimos más de ordinario los naturales.
Nos subimos pues a un taxi y cuando ya nos acercábamos al río comprendimos
que el viaje nos iba a resultar ajetreado porque por la carretera se manifestaban algunos vecinos reclamando Más Plan Hidrológico, según sus pancartas.
- El agua para el que la trabaja -gritaban.
Había leído sobre la controversia en la prensa nacional porque el mencionado
Plan Hidrológico había permitido trasvasar los excedentes de agua de las cuencas
del norte a las del sur. Y me había asombrado la oposición de los partidos de izquierda porque los que tienen dinero, posibles, cuartos, perras, siempre tendrían
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agua para regar porque poseían concesiones históricas de acequias, pozos y heredamientos, o la podían comprar incluso con camiones cisternas. Sin embargo,
aquellos trasvases permitían, sobre el papel, un agua barata accesible a los pequeños agricultores con unas pocas tahúllas, agrupados en cooperativas, tal y como ya
había ocurrido con el trasvase del Tajo que había evitado que los murcianos emigraran o que siguieran emigrados. Así es que lo de izquierdas eran los trasvases
para evitar injusticias históricas y lo de derechas oponerse a distribuir la riqueza.
Pero no era así. ¿El mundo al revés? ¿El fin de la Historia que preconizó Fukuyama? No se sabe. Aunque también supe que los ecologistas se habían opuesto a los
trasvases por el daño que podría causar la introducción de nuevas especies pues
podían alterar el entorno y acabar con las autóctonas, de un palmo de tierra más
abajo. Cierto. Ya aconteció antes de que el continente único (el tal Pangea) se partiera en cinco trozos, éstos se separaran, y las especies quedaran definitivamente
aisladas.
Pero oponerse a la introducción de nuevas especies suponía una actitud muy
sensata pero delicada, porque lo mismo podría argüir algún energúmeno contra la
inmigración humana de un país a otro, de una cultura a otra, y aunque aquí, por
supuesto, se podría refutar que las personas no son animales. Peor. Las personas
pueden llegar a ser más bestias que los mismos animales y ocasionar más desaguisados y atrocidades que ellos, sabe usted, porque todavía no se sabe de ningún
animal que haya gaseado a otros sin motivo y con alevosía en las cámaras de gas.
Ni de ningún animal que haya creado armas nucleares de destrucción masiva para
exterminar el planeta unas cuantas veces. El hombre, sí. ¿Por qué es bueno entonces el mestizaje para el hombre, que es el peor de los animales, pero no para los
mismos animales que son unos benditos?, ¿Dios ha muerto y ha llegado El Principito? Y ¿cuál es el origen del ketchup?, me preguntaba mientras acuciaba al taxista
para que saliera de allí cuanto antes.
Después de todo vaya usted a saber, porque acabábamos de leer a Sartre y su
creencia de que “todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y
muere por casualidad”. Que es verdad (visto al microscopio). Los hay más optimistas que sostienen que cada individuo que nace es único, fundamental e irrepetible y que tiene por ello un valor incalculable porque jamás se volverá a dar y es
imprescindible para el conjunto porque no hay unos sin otros. Que también es verdad. O Leopoldo María Panero cuando dice que «sólo soy a ratos». Que es cierto.
Y Cela que añade que “el hombre es un animal tan tosco que ni tan siquiera se detiene a ver crecer la hierba”. Que también es verdad. Y lo más hórrido es que todos tienen razón, su parte de verdad. Entonces mejor quedarnos con Edelmiro
Bravuco Truco que sostiene en síntesis, que ante tan evidentes y desasosegadoras
dudas sólo queda abrazar a la mujer que quieres, llevártela a un bancal de habas,
partir un tomate, un trocico de bacalao, abrir una botella de vino y follar luego hasta que se te muera el alma. Que también es verdad, claro.
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“Yo, bajo el disfraz de un escritor rebelde, lo único que hacía era ocultar mi
desafecto. ¿Cómo? Con el pesimismo y el derrotismo,
que son vicios contrarrevolucionarios”.
Heberto Padilla. (En la Cuba de Fidel).
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IV. Pero habíamos quedado en que una chinica cayó del monte y sepultó a
un carretero y a sus dos bueyes, aunque eso sobreviniera en otros tiempos ajenos a
estos que ahora corren y en los que parece que ya no se estila aquello tan popular
de “el agua para el que se la curra”. Nos lo advirtieron los laboristas ingleses
cuando un día, rebuscando entre las florecillas del bosque, dieron con una seta,
con la cruda certeza de que “si la propiedad es buena, ha de ser buena para todos”.
Y aunque ellos se lo dijeran, claro, como coartada para escurrirse de sus puranas
socialistas y poder volver así a gobernar con una tercera vía más posibilista para las
clases medias. Y con el agua se nos antoja que tal cual, porque si es buena ha de
ser buena para todos, se dice uno, mientras advierte que el taxi para antes de llegar
al Puente de Hierro, pues los manifestantes cierran el paso y no permiten bajo
ningún concepto, excusa, justificación o pretexto, el paso de coches, vehículos,
personas o semovientes.
Y aquí el taxista que pita y pita trafalmejas con contumaz frenesí mientras que
Juan Carmelo del Carmelo aparece entre el vocinglero gentío y hace tientos para
acercarse al taxi en el que el taxista pita y pita para pasar entre la gente que se
aglomera y corea detrás de Juan Carmelo del Carmelo que se acerca al coche en el
que el taxista pita y pita ante los manifestantes que ya se agolpan frente al taxi al
que Juan Carmelo llega, abre la puerta, se sienta, y “a la paz de dios”, dice, mientras el taxista sigue pitando contumaz, golpeando con el puño en el volante y despotricando de todos ellos, del Gobierno, de la democracia que permite aquello, de
la libertad, de la democracia otra vez, del Rosario de la Aurora, y «¡Gibraltar español!», exclama ya de paso, porque dice que con el anterior dictador esto no pasaba;
porque dice que en cuanto a la gente le das libertad se toma la mano, el brazo y te
mete mano hasta en el coño; porque dice que algunos no saben ejercer la libertad y
que el pueblo no está preparado para estas cosas; y porque dice que cuando vengan los suyos, todo esto cambiará. “¿Y quiénes son los suyos?”, se le ha preguntado. “Los del orden, los que quieren y gustan del orden. Y ya vienen por Hellín”.
Y uno se piensa que cuando el otro se refiere a los del orden quizás se refiera a
los partidos populistas, de izquierda o derecha, que prometen orden a cambio de
que se les deje en paz para mangonear a su antojo, cosa, por otra parte, muy natural en este pueblo español muy proclive a sacrificar su libertad, o la libertad de los
demás, con tal de que le permitan señorear la paguica de un trabajo seguro: “el pan
de mis hijos”, que dicen, porque tocarle a un español el pan de sus hijos tiene más
peligro que tocarle a un extranjero los cojones.
Pero Juan Carmelo del Carmelo se entromete y se pregunta cómo es posible que
el taxista, que es un pobre diablo que gana lo justo para ir tirando, piense y vote
mismamente que, por ejemplo, el presidente de una multinacional telefónica. Y dice que él puede votar lo mismo que sus vecinos de calle o que sus compañeros de
trabajo porque todos tienen los mismos problemas, pero que no tiene nada que
rascar con un multimillonario porque no acuden al mismo dentista, no pagan el
mismo alcantarillado, no compran en la misma tienda, no gastan la misma educación ni la misma sanidad; y dice que no quiere pensar en qué puede pasar cuando
en los hospitales se habiliten unas salas de espera para los de la seguridad Social y
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otras para los de las mutuas privadas en un edificio pagado por todos; y dice que no
se quiere ni imaginar qué puede ocurrir cuando todos los partidos vean normal que
se vaya a la privatización de la vida, al sálvese el que pueda y tengamos pensiones
privadas, guardias privados, enseñanza privada, sanidad privada, y autopistas privadas de peaje, amén de todos los servicios públicos que se nos cobran con tasas,
sellos y demás compulsas; y ...
“De acuerdo, don Carmelo”, se le interrumpe, porque se le ve algo atropellado
en su filípica aunque se exprese muy clarito y como queriendo compartir inquietudes, aunar esfuerzos, dialogar para concitar voluntades, coordinar inquietudes y
estrechar lazos entrañables.
Pero el tipo que conduce el taxi frena de golpe, se baja célere, frunce el ceño,
pasa por delante del coche, aprieta los puños, se acerca a la puerta, resopla, y la
abre de muy malas maneras gesticulando para que salgamos in-me-dia-ta-men-te
del coche. Como muy añusgado y afarolado. Es un fascista de mucho cuidado; lo
que pasa es que él todavía no lo sabe.
Y nos tuvimos que bajar, claro, y abrirnos paso luego a través del gentío que se
rempujaba frente al taxi y que nos impedía pasar. En la turbamulta perdí de vista a
Juan Carmelo del Carmelo y opté por escapar de la bullanga y encaminarme hacia
el centro con el fin de descansar y apañarme un tentempié, una cazuela de caracoles chupaeros, por ejemplo: unos pequeños caracolillos de campo de los que había
oído hablar maravillas a Juan Carmelo, y que se llaman así porque se chupan y saborean en su salsa muy picante y casi más rica que los mismos caracoles.
Pero desistí del refrigerio porque creo recordar que me enteré por la radio de que
Doña Urraca negociaba la venta de la tierra y la propia chinica a la multinacional
MacMarguer, que pretendía instalar allí una hamburguesería. El Ayuntamiento
había ocultado aquel malbarato, pues sabía que era un lugar muy querido por la
gente del lugar. Me aventuré pues por las calles del barrio antiguo pues necesitaba
acercarme al Ayuntamiento para ventilar el asunto aquel de la multinacional MacMarguer, aunque procuré cuidarme en el empeño, pues allí era forastero y no
quería señalarme mucho para pasar desadvertido; añagaza ésta en la que uno es
hábil y apañado porque siempre ha sido forastero en todos los sitios: en el país en
el que has nacido, en la calle en la que te has criado y en el pueblo en el que has vivido. Uno ha sido siempre forastero en todos los corrales y en todos ellos se ha
sentido extraño, y quizá tan peregrino como el tipo que ahora se encarama en un
árbol del parterre de la plaza y desde el que clama por la independencia de su rama.
- Soy independiente, soy independiente; mi rama es independiente de tu rama grita, mientras gesticula con las manos.
- Y cuando por fin seas independiente ¿a quién vas a odiar?
- Ya veremos, pero mientras tanto que conste en acta.
Pues fale, que conste en acta, que conste. Pero, por nos, como si te da por
morder esquinas o por quedarte toda la vida en la rama y considerarte independiente de otra rama, del mismo árbol, del mismo bosque, del mismo pueblo, de la mis-
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ma comarca de la misma región, del mismo planeta...etc, etc. Después de todo,
personajes de este pelaje abundan por todos los páramos del planeta, por todos los
recovecos de la España botijera inmortal roja y gualda. Y para remate, ya comienza a anochecer y se ha perdido el día en vanas andanzas. Toca retreta. En
otra ocasión iríamos al Ayuntamiento o a ver la piedra.
Así que mientras nos allegábamos al hotel, pasamos por unas calles concurridas
en las que los vecinos se sientan en sillas o sillones a las puertas de sus casas,
mientras se solazan a la fresca o simplemente murmuran; ven, se dejan ver, miran
qué pasa, y si pasa pues que se les saluda, como suele ser habitual por el Argaz y
por el Mediterráneo, donde la noche se apura tomando la fresca, charrando, o mirando, como que se mira la televisión que se ve desde fuera, en la calle, mientras
ves pasar el paseo de los demás. Pero un servidor todavía no ha cenado, y ya es sabido que no se puede/debe pensar con hambre: En el tercer mundo están todo el día
pensando, dale que te pego al sentimiento, jondo, y sólo han conseguido quedarse
más flacuchos y desmirriados, como muy feúchos.
“¿Dónde está Dios?”, oyes que preguntan a tu espalda. Esto en ayunas, Heliodoro, no son horas. Con hambre no se puede hablar de Dios, hombre; pero además,
¿qué le dices?: Pues que no lo sabes, que nadie lo sabe, que la cuestión se la han
planteado siempre los seres humanos cuando bajan del árbol, y mayormente,
cuando se produce un infortunio. Y sin embargo, nadie ha podido cimentar aún una
respuesta sólida aunque algunos se lo hayan tomado por la tremenda cuando un
truculento suceso asola a miles de víctimas, como un terremoto que todo lo desgracia. El silencio de Dios no tiene sentido, pero si uno tuviera que crear el planeta lo
diseñaría vivo, con vientos, tempestades y demás ingredientes de la constante creación de la vida, en vez de un planeta de plexiglás en el que todo es lindo y perfecto
y ninguna desgracia acontece como ocurre por ejemplo en una maceta de plástico
en la que nada muere. Y nada vive.
Y con el hombre libre para obrar, mejor que un obediente y seráfico robot tan
perfecto como una muñeca hinchable, que siempre te dice que sí, que sí quiere. Y
además, ¿no tienen dicho los científicos que la Tierra es una maravillosa anomalía
en el espacio? Que es un planeta único e irrepetible y que para su formación fue
imprescindible que concurrieran una serie de circunstancias infinitesimales, cuya
probabilidad de que se vuelvan a repetir es remota, por no decir imposible. Esto es
lo que hay, lo que se sabe, que uno entonces más no puede decir, Heliodoro.
Pero si un servidor hubiera vivido en aquellos tiempos del terremoto de Lisboa
en los que Voltaire se alarmó por el silencio de Dios, por su indiferencia ante tanta
desgracia inocente, lo hubiéramos cogido del hombro para sosegarlo, explicándole que el terremoto se produce por el contacto de las placas de la corteza terrestre y
que también se produciría debido a la naturaleza de la Naturaleza, tanto si existe
Dios como si no existe. Se produce y se producirá. No te escapas: son las válvulas
de equilibrio de un mundo, una naturaleza viva, que no es de un aséptico plástico
en el que nunca pasa nada. Él podría argüir, claro, que Dios debería avisar al menos a las víctimas para evitar males mayores. Cierto. Pero él mismo las pasó putas:
“Dios mío, dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Y además, lo hizo, Helidoro:
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bajó a la tierra, se hizo hombre vulnerable como los demás, y empezó a dar pescozones aquí y allá para explicar las instrucciones de uso del planeta y de la vida, para que se amaran los unos a los otros y no dejaran que los más débiles vivieran en
las zonas de peligro. Y encima van y lo crucifican. «¡Pues ya no me pilláis más!»,
debió decirse.
En cualquier caso, Heliodoro, es muy probable que Dios no acampe por la
Iglesia Vaticana, la oficial, por ese colosal bazar milagrero que, por ejemplo, acarrea inválidos a Lourdes en vez de perseguir que se especule y juegue con sus penosas esperanzas. Una Iglesia oficial de la que sus fieles pasan mientras siguen los
evangelios por su cuenta y razón en una especie de cisma indiferente, porque los
creyentes de ahora, Heliodoro, más cultos que sus ignorantes padres de la misa en
latín, la superchería, y la obediencia ciega, razonan en conciencia, han perdido la
fe en las paparruchas y creen, por ejemplo, que lo que es un verdadero pecado,
casi una fechoría alevosa, es no obligar a un crío de 16 años a que salga a la calle
pertrecho con una caja de condones. O favorecer que en los países subdesarrollados
se siga expandiendo el SIDA o la sífilis por no aconsejar el uso del preservativo.
Porque el sexo es un regalo para disfrutarlo, para abrirlo el mismo día de la efemérides, para gozarlo y no para guardarlo embalado en la vitrina junto a la vajilla de
la abuela. Con amor sí, se le supone, pero sin miedo y sin tapujos. Y entonces llegamos a que el personal bautiza, da la primera comunión, se casa y entierra a
sus muertos por la Iglesia, pero por los mismos motivos por los que veranea
siempre en la misma playa. Porque sí.
- Dios no está, Heliodoro, Dios es –le dijimos al que llevaba nombre de estadio.
- Ya me estáis jodiendo con la sintaxis, como siempre.
Sí, de acuerdo: las cosas no siempre son blancas o negras. Cierto. Pueden ser
(1) y (-1); (Hitler/Pol Pot) y (los demás); (toros) y (civilización); (pederastia) y
(ética). ¿Y qué? Aunque también pueden ser grises pero es que el gris es gris, vaya, y para los gustos hizo Dios los colores, y sobre gustos no hay nada escrito, y
todo depende del color del cristal con el que se mire, y no por mucho madrugar
amanece más temprano, y a quien madruga Dios le ayuda, tralarí, tralará, barro mi
casita. Y además, no sabíamos qué decirle porque certezas teníamos pocas, quizás
sólo una, que teníamos muchas dudas. O que cada día sabíamos más, y menos,
como cualquier otro capullo hijo de vecino que piense, exista y no lo acepte todo
ya mascado, digerido y deglutido por eso que algunos llaman civilización y cultura.
O partido. Entonces lo normal es preguntarse: ¿dónde está Dios?, ¿a dónde voy?,
¿por qué el sonido cua cua de los patos no hace eco?
Volvimos al hotel.
Y ya en la habitación me abalancé al ordenador por ver si la niña había contestado a mi correo electrónico. La verdad es que me gustaba mucho. No había tenido
fortuna con las mujeres y sólo había tenido una relación formal hacía ya muchos
años con una chica que había conocido en el tren de Sóller, camino del Festival
Pop-rock de Selva, en las islas, y que en principio me atrajo porque lucía un sombrerito de tejido azul celeste muy gracioso, como de los años veinte, que le caía
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hacia la nuca y que le tapaba su media melena de pelo muy moreno. Viajaba con
una amiga rubia despampanante muchísimo más guapa que ella y sin embargo, fue
ella la que te cautivó. Y te apañaste para sentarte cerca de ella, para mirarla huidizo, y hacerle saber que te gustaba, pero sin atreverte a nada más. Fue ella la que te
pidió algo, quizás una revista, o un cigarro, y la que trabó la conversación. Todo
fue rápido y sencillo, sin darte cuenta, porque os caísteis bien y ella te allanó el
camino. Y os encariñásteis. No, en el tren no, claro. No se me apresure que los
aceleros no son buenos y a fuer de achucharnos, aluego, aluego, nos descarrilamos.
Sí, poco después ya andabais viviendo juntos en un ático del Paseo del Borne,
en Palma de Mallorca, y por allí anduvisteis tan cándidos y felices, hasta que a
ella le diagnosticaron leucemia y huyó de tu vida. ¿Triste verdad? No has sabido
más de ella y nunca has vuelto a ser tan dichoso como entonces, aún sin saber que
lo eras. Pero no quieres pensar más en eso. Aquí viene la música doliente, pongamos que el Canon de Pachelbel o el Adagio de Albinoni. Un día dijo que iba a la
peluquería y ya no volvió. La estuviste esperando, hasta no ha mucho. Pero no se
quiere pensar más en eso, por favor. Duele.
Y, mientras tanto, has ido dando bandazos, apurando la vida a sorbos, arrebañando el gusto, es mío, y procurando encontrarle el color a esta desmejorada sala
de espera que es el relámpago efímero de la vida en medio de la inmensa oscuridad
de la muerte, lo que indica que todo es muerte, oscuridad, hasta que la vida relampaguea, se nace y se vuelve poco después a la inmensa oscuridad. Otro whisky,
porfa, solo y sin hielo, sí, no para olvidar sino para que me olvides, para que me
dejes en paz, para que cuando me veas a gatas por la calle a las nueve de la mañana, huyas, y no me des por el culo, prenda. O sea.
- Es que no sabéis sufrir, nos dijo luego la psiquiatra la segunda vez que ingresamos en el psiquiátrico Roman Alberca, 30120- El Palmar (Murcia).
- Pues no, ¿usted sí? –le espetamos ensoberbecidos, ufanos, seguros de nuestra
segura inseguridad, antes de volver a marcharnos de allí, porque no sabíamos sufrir
ni queríamos aprender. No nos iba la marcha, vamos, ¿qué se creía aquella tipa?
Pos miaque. Lo llevaba claro. ¡Menuda tía! Amos, anda,
Y ahora tienes a la chica aquella del hotel que parece diferente, de esas chicas
inteligentes con las que no tienes que disimular, ni hacértelo de duro y que te permiten comportarte como realmente eres: tímido y sensible, y sin tener que disimular, ni beber para darte ánimos, ni arbitrar tretas que te permitan parecer lo que tú
no eres. Por ejemplo, no llamarla si deseas llamarla para que no se piense que
quieres llamarla y que ella crea que no quieres llamarla cuando quieres llamarla.
Está claro, ¿no? Es decir, para que ella no se crea que estás loco por ella cuando
estás loco por ella, porque así ella estará loca por ti al saber que aunque estás loco
por ella, no parece que estés loco por ella. Es muy sencillo, lo que pasa es que la
sociedad no os entiende y sois los dos unos incomprendidos.
Una actitud muy común entre personas que se quieren, que se aman con fruición
y frenesí, porque además ella es una mujer a la que podrías entregarte y amar sin
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más historias y/o cenefas. Lo decía Hegel: “Un alma pura no se avergüenza del
amor, sino de que no sea total”. ¿Lo ves? Y lo dice Hegel, o sea.
Pero a la chica del hotel no la conocías, no sabías mucho de ella porque como
contumaz iluso enamorado aunque no la habías tratado la intuías o quizás te la habías perfilado e imaginado en tu férvida imaginación a imagen y semejanza, que es
como suelen obrar la mayoría de los incautos enamorados. Hasta que se estrellan.
Pero ahora abres el correo del ordenador y ves que tienes un mensaje en el que
te dice que sí, que puedes escribirle, que no tiene ningún inconveniente; aunque
para veros tendría que pasar algún tiempo pues ella anda muy enfrascada en el curso y no quería distraerse. Propone algo así como una relación epistolar a través de
Internet. Por ti no hay inconveniente, le contestas en el siguiente correo electrónico, porque aunque deseas verla te conformas con saber que existe, que está allí
aunque no esté porque adoras y tienes celos de las ropas que la visten porque están
pegadas a ella y tú no; y del agua que la baña porque la acaricia y tú no puedes. Y
luego, añades: Y aquí sigo amándote y deseando ocupar el espacio que ocupas, el
hueco que dejas en la arena de la playa cuando te levantas
y aparece el negativo de tu cuerpo
con collados, valles y hondonadas;
y quisiera ser esos granos de arena
para tenerte sobre mí,
dejarme labrar y esculpir por tu peso,
por tu carne,
para dibujarte repujado en bajorrelieve
y que seas así tú en mí
por un instante,
antes de que me borre la espuma de las aguas.
Suena como un bolero, sí, pero te aprestas a enviárselo, antes de que te vengan
las dudas, las contriciones y los reconcomios. Ya está. Ahora no tiene remedio. Y
vuelves a leer su correo y reparas también en un detalle que te había pasado desapercibido: Estaré en mi habitación a partir de las ocho, te había escrito. Eso significaba que estaría allí pero que no estaría porque aparentemente no quería una relación personal sino por correo. Quiere decirse que estaría allí pero que no estaría.
O que estaría para lo que se supone que tú te suponías que estaría, aunque no estuviera. Es decir, que no estaría. Vaya lío. No había otra forma de averiguarlo que
volver a asomarte a la cerradura. Pero decidiste no hacerlo por si se imaginaba lo
que era, es decir, lo que no era. Joder, qué complicado es esto del amor. Si lo sé no
vengo. Quizás sea mejor que ella lea primero tu correo y esperas a ver qué dice.
Y te has echado sobre la cama y has encendido el televisor. Un programa llamado Pueblo de Dios, cuenta las miserias de los habitantes del barrio de San Blas en
Asunción, capital de Paraguay, en el que la mayor parte de sus 16.000 habitantes
viven de la basura que encuentran en el vertedero. Una infamia que es paliada en lo
que se puede, por unos religiosos y misioneros cristianos que se esfuerzan en devolverles la dignidad. Luego sabes también que uno de cada cuatro enfermos de si-
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da del mundo es cuidado por misioneros católicos. Ésta sí es Iglesia, te piensas, o
la Iglesia que debería ser, y no la otra, la oficial, la Vaticana, la que sobrevive por
los siglos de los siglos, amén, merced al sacrificio de miles de fieles anónimos
que trabajan sin notoriedad, ni timbre. Como en Cáritas. Y piensas en todos esos
miles y miles de seglares desconocidos que en cada parroquia de cada barrio, de
cada pueblo de España, terminan su trabajo habitual y se van a currar por los demás, sin fausto ni celebridad, sin saberlo ni sus propios vecinos. O en aquel visionario abogado católico, Peter Benenson, que fundó Amnistía Internacional de la
nada. Esa sí que es Iglesia, ellos sí que son Iglesia.
Pero ahora apagas la televisión y te entretienes en repasar los acontecimientos
del día. De los días, mejor dicho, porque llevabas ya algún tiempo en aquel pueblo
y todavía no te habías hecho con una buena historia, ni habías averiguado nada relevante sobre la chinica y los sucesos que se habían producido a raíz del descubrimiento de la zanja, o del posterior proyecto de la multinacional MacMarguer para
ubicar allí una hamburguesería.
No sabías más, o lo que es lo mismo, sabías lo que todo el mundo sabía. Pues
vaya. No das una. Y quizás sería más oportuno que procuraras solazarte leyendo
algo, por ejemplo, el periódico nacional de la mañana en el que lees que los judíos
y los árabes siguen matándose en la ciudad santa de Jerusalén como buenos hermanos y con la anuencia de Estados Unidos que se conoce que no quiere entender
que si no se cumplen las resoluciones de la ONU, si las sentencias de la Justicia no
se ejecutan, se produce un vacío, una angustia que se rellena con bombas, porque
cuando hay hambre y sed de justicia, no cabe la paz. Ni a pistón. Tanto en Jerusalén como en el Sáhara occidental, donde las resoluciones de la ONU se las pasan
por el arco del triunfo, en plan fino; o por los mismísimos cojones, en plan más
ordinario. El mono no se civiliza cuando inventa la rueda sino cuando deja de
arrearle con la quijada de asno a su vecino, y pone su pleito por los linderos en manos de un tercero, un arbitro, que medie y pite los penalties con arreglo a un pensamiento único: la prevalencia de ley de la mayoría democrática. Decía Marañón
que “la educación es la superación ética de los instintos”. Cierto. Y quizás también
sea aplicable a la ley que arbitra esos instintos.
Pero otra información alude a que el Centro de Investigaciones Sociológicas
(CIS) ha publicado la encuesta en la que se revelan las preocupaciones de los españoles: 1ª El hijo de puta del jefe. 2ª El hijo de puta del jefe. 3ª El hijo de puta del
jefe. ¿Y el terrorismo? Sí, también, pero anda que el hijo de puta del jefe. ¿Y el paro? Sí, también, pero del hijo de puta del jefe no le quiero a usted ni contar.
Y otra noticia se refiere a que los chinos han fabricado sandías de 75 kilos de
peso, granos de arroz como garbanzos y pepinos como bates de béisbol, merced a
un programa de investigación, basado en el envío de las semillas al espacio para
exponerlas allí a la radiación solar, a 400 kilómetros de distancia de la Tierra. E
igual obran con más de 350 variedades de legumbres, hortalizas y frutas, con el fin
de poder alimentar en el futuro a 1.300 millones de chinos. Esto es muy reconfortante pero no consigue evadirte.
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Mejor dejar la actualidad y escribir algo, una novela, otro libro de los muchos
que has iniciado. No te desanimes. Otro más, una vez más. Como decía Beckett:
“Prueba otra vez, fracasa otra vez, fracasa mejor”.
Sí, pongamos que una novela que se desarrolle en la guerra civil, que viste mucho. O en la posguerra, en plena dictadura, en los años cuarenta, que también luce
y aprovecha, y en un pueblecito en el que el alcalde es el terrateniente y se folla a
las hijas de sus jornaleros, el cura es un pederasta que le mete mano a los hijos de
los jornaleros, el capitán de la Guardia Civil es un machista que le pega a su mujer
y a sus hijos (y a los hijos de los jornaleros), y el maestro es un borracho que le pega a sus alumnos (que son los hijos de los jornaleros). Pero el jornalero protagonista resulta que es homosexual y se enamora del terrateniente por lo que quiere
chupársela a éste, antes de que proceda al formulismo de follarse a su mujer y
hacerlo así cornudo, humillación que lo excita sobremanera...
...mejor dejarlo estar, porque esto está ya más visto y leído que las novelitas de
la posguerra aquellas en las que el protagonista siempre se pajillea con Gilda, con
la que sí te salen granos. Con Ava Gadner no, pero con la Gilda, sí. Una protagonista, por cierto, Rita Hayworth, creo, que mientras se quitaba el afamado guante,
igual podría haber estado tirándose pedos, un suponer, claro. Puff. Fuera magia: el
erotismo y la idealización se riñe con los gases. Y además, no se podría escribir esa
novela del jornalero y el señorito, porque ahora el terrateniente lo es, sí, pero de la
prensa escrita. El prensateniente.
Lo dejas. Tienes un correo electrónico de ella. En blanco. Y has salido con sigilo
de la habitación y has mirado a ambos lados del pasillo: No, no hay nadie. Y por
el ojo de la cerradura atisbas que sí, que sí está. Vaya que sí. Y frente a ti. Sentada
en un sillón. Y con los muslos abiertos, y los pies apoyados en los posabrazos.
Luce una braguita negra transparente tipo tanga que permite vislumbrar los labios
del sexo, y su prominente abultamiento. Está de muerte, para comérsela, a dentelladas secas y calientes, sin ánimo de ofender; pero es que luce todo un señor coño
de esos que abultan la tela y la fuerzan a dibujarlo en altorrelieve. Aquello es perverso, sí, muy lascivo, pero muy reconstituyente y da un gustazo y un contento
muy inusual, ya se sabe: un aluvión de endorfinas, serotoninas, y demás prodigios
químicos que acuden al cerebro en tropel y te hacen sentir como narcotizado vaya,
porque quizás el amor es como una especie de ácido lisérgico, LSD, o tríping, que
te lleva a alucinar por un tubo, según la confesión experta de los que entienden y
saben mucho de esto de alucinar en colores. Por ejemplo, Adolfo Bioy Casares
cuando dice que “entre el amor y el opio, es mejor elegir el opio”.
- Mira: entre el amor y el opio elije lo que te salga de la punta del capullo, porque de todas formas te vas a equivocar –te había dicho el Pescatero como queriendo sacarte de dudas y para que no te equivocaras.
Quizás como errabas con la niña aquella que ahora mira hacia la puerta tras la
que te escondes, y que sonríe como si supiera que estás detrás, que estás allí mirando. Pero no estás. Es decir: si estás, pero ella no sabe que estás. O no debe de saberlo. O sí que lo sabe, pero debe fingir que sabe que estás, pero que no estás.
¡Joder, qué complicado es el amor y todo eso! Porque ella se arrellana ahora sobre
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el sillón para permitirte una visión más amplia y cómoda. Eso supones. O sea, que
sabe que andas espiando tras la puerta de aquella guisa, como un vulgar mirón, y
no sólo que no se espanta, sino que trata de granjearse tu interés facilitándote la visión de la función. Y ahora se repantiga más, se acomoda, y levanta más sus muslazos sobre los brazos de la butaca. Y se mete la punta de los dedos bajo la braga.
Y te mira.
No te mira porque no te ve, pero te mira como si supiera que estás detrás de la
puerta, porque estás, coño, que pareces idiota, te dices, mientras la vuelves a mirar
allí repantigada, moviendo sus dedos bajo la braga. Y te mira, se acaricia, se chupa los dedos, te mira, y los mete bajo la tela. Y tú te levantas, y te acomodas el
pantalón en la entrepierna porque te tira y hace daño. Sí, así está mejor. Y vuelves
a arrodillarte para mirar, y ves que ahora se ha levantado y que anda ya desnuda
bajo un minúsculo corpiño desabrochado que se apoya con desaliño en la cintura
mientras camina sensual por el cuarto, adelantando firme sus muslazos y repicando
a misa con el taconeo de sus zapatos.
Está encantadora y sensual sin más adobo y tramoya, que una sencilla tela desabrochada y caída, y un collar de perlas que le ciñe el cuello; pero que a ti te ha
puesto más duro y desenfrenado, porque te pesan y aprietan, y porque te los coges y se los ofreces gentilmente, “porque son tuyos”, le musitas tras la puerta,
mientras te acaricias por encima del pantalón. Esto último no es de tu viña, claro, lo
has leído en la leyenda griega de Arístide y Sesenia, cuando ella se los cogió, puso
un pie sobre ellos y desde allí gobernó la tierra. Pero esto es una leyenda griega de
dioses o un cómic gore de esos. O es una parida más de las tuyas. ¡Joder, es que
nunca vas a ser serio, ni tan siquiera en esto!
Pero no. Esto es demasiado. Te has dejado llevar por el celo y por el arrebato, y
para colmo, con el frenesí de la caricia sobre el pantalón te has provocado la corrida bajo la ropa, so crápula, que digo, que donde digo Diego, digo digo, y es mejor
que te sosiegues porque te sientes avergonzado. Pero quizás no te haya oído, lo más
probable es que no sepa nada, ni siquiera que anduvieras tras la puerta. Y que te
has aliviado. Menos mal. Qué susto.
Así es que ligero de equipaje y redimido de culpa, vuelves a la habitación, te
duchas y te echas desnudo sobre la cama para apaciguarte y pensar en qué es lo
que te pasa. Pero no. No puedes, porque te sobresaltas al oír el aviso del programa de correo: Tienes un e-mail.
Y lo tienes. Y lo abres y ves que es de ella, que está enfadada y que te dice que
no lo vuelvas a hacer, que no vuelvas a marcharte, que no vuelvas a desahogarte
porque quiere tenerte ofrecido y duro, y no quiere que nada te calme. Sólo ella. Sé
que te has aliviado –te reprocha-, y te lo prohibo porque quiero tenerte entero. Me
gusta saberte así, presto y excitado, deseándome con cada centímetro de tu piel,
sabiéndote mío, sólo mío. Me gustan tus ojos tristes y quiero ver en ellos el deseo
constante por mí, exacerbado, sin cesar, porque tú me perteneces, tu placer me
pertenece y sólo yo puedo decidir cuando puedes gozar. Soy muy celosa y posesiva y quiero que seas mío, sólo mío. Y que sepas que he oído lo que musitabas tras
la puerta y voy a cumplir todos tus sueños. Prepárate. O huye.
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Pues vaya. Joder con la nena, te dices extrañado, pávido y de nuevo excitado.
No sabes si es una advertencia o una amenaza. Es todo una locura, desde luego, pero una enajenación deliciosamente inocente porque ahora te notas otra vez azuzado, envarado, tieso. Pues vaya. Estás majareta. Ya advertía Dostoievsky en Los
hermanos karamazov, que cuanto más inteligente es el hombre, más desea estar
bajo la zapatilla de una mujer. O algo así. Pero esto es un dislate, no es políticamente correcto, y quizá se parece mucho a un ritual tántrico hindú de aquellos en
los que los esposos se han de amar pero sin llegar al casamiento, digo, al corrimiento y FIN. Hasta mañana, cariño.
Mejor le escribes y le dices que lo que querías decirle tras la puerta es que te
gustaría bailar con ella un bolero, por ejemplo el Siempre de Tamara, y abrazarla,
mirarla a los ojos y dejarte mecer por la música mientras la aprietas por la cintura,
la abrazas, y la besas tiernamente en los labios. Que es muy cierto. Pero también lo
otro.
Decides seguirle el juego y le contestas que de acuerdo, que vale, que si eso es
lo que quiere lo tendrá. Y se lo envías, sin miedo. Después de todo el que tú seas
tímido y ella decidida y resuelta, te facilita la relación y te viene de maravilla porque te quita el miedo, ¿no? Pues sí, la verdad. Y que ella tome la iniciativa, para
variar, siempre viene bien de aderezo al amor, ya se sabe: esa fuerza que todo lo
transforma, lo enaltece y lo sublima hasta el punto de que el enamorado puede llegar a sentir que levita y a pensarse que si ella quiere emociones se las puede dar,
para que vea que él no se anda con tiquismiquis o ñoñerías. “Para valiente, yo”, se
puede decir el enamorado, que ya se ha dicho que suele ser algo lerdo y necio,
merced precisamente a ese enajenado sentimiento. Y el enamorado puede entonces
sentirse ajeno por completo a cierta idea del sentido del ridículo, porque todo le
resbala; se siente inmune, audaz y pierde el miedo y el ponderado y ecuánime comedimiento. El enamorado es, pues, un cretino, según se ve y ha quedado ya demostrado, manifiesto y dicho, que, en cuanto se descubre enamorado, suspira y
anhela por convertir a su amada en una reina, en besar el suelo que ella pisa y en
todas las demás guarniciones de la ensalada sentimental, incluido el amarla en
cuerpo y alma, y en ser suyo, sólo suyo. Luego vendrán también los dientes nacarados, los pétalos de tus labios, las lunas de tus pupilas, y bla, bla, bla. Días y ollas.
Y entonces el enamorado, digo el zonzo, se va al ordenador y le escribe a la
amada: “Me gusta estar así por ti y me siento orgulloso y feliz. Y además, ahora
me parece que te pertenezco más, como si fuera más tuyo, más en cuerpo y alma,
más feliz y satisfecho. Y los tengo duros, pesados, porque en ellos guardo lo que
ahora es tuyo, como si fuera tu despensa de la que sólo tú tienes la llave y sólo tú
puedes abrir cuando quieras, como quieras y donde quieras. Soy tuyo».
¿Sólo tuyo? Bueno, sí, se me olvidaba: «En cuerpo y alma». Luego, el tontuelo
lo envía y vuelve a la cama tan satisfecho y capaz, tan lelo, y tan ancho. Y enciende la televisión.
En el informativo regional de Telemurcia anuncian que la propietaria de los terrenos de la chinica el Argaz, Doña Urraca Arístides y Martínez de la Trapisonda,
ha accedido a las pretensiones de la multinacional MacMarguer y va a vender los
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terrenos para que se instale allí una hamburguesería que aproveche lo recoleto del
sitio, ubicado en la falda de la Atalaya, entre pinos, y con unas estupendas vistas de
la huerta. Las reacciones al suceso han sido diversas, según dicen, y se ha convocado un pleno con carácter urgente para el día siguiente.
Pero uno se durmió, ensoñado con aquella chica.
Al día siguiente nos despertamos dispuestos a porfiar con los sucesos que se
avecinaban, por lo que nos apañamos aturrullados, desayunamos de prisa, llamamos a un taxi, de prisa, de prisa, y cuando poco después nos acercábamos al pueblo, supimos por la radio del coche que la Iglesia se oponía a que se trapicheara
con la piedra, porque según decían sus prebostes, si era verdad que bajo ella estaban enterrados los cadáveres de un agricultor y quizás también de su mujer, lo que
procedía era levantarla y sacarlos para enterrarlos en el sitio oportuno (el portavoz
había dicho decente: en el camposanto del Santo Cristo del Consuelo).
La Iglesia ya se sabe que en vez de ir por delante de la sociedad, alumbrando,
va siempre por detrás, hasta el punto de que sólo basta con preguntarle a la veneranda Institución qué opina sobre algún asunto de actualidad para saber que la sociedad y la mayor parte de sus fieles piensa exactamente todo lo contrario. Es la
verdadera infalibilidad de la Iglesia: nosotros pensamos esto, la sociedad piensa
todo lo contrario. Y al revés, claro.
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V. Así es que paramos el taxi por la zona del centro, nos bajamos del coche y
nos quedamos encandilados y maravillados al ver que en un día ordinario de la
semana, pongamos que es lunes, el personal cruza y camina por la calle como si
supiera y tuviera muy clarito lo que le toca interpretar, mientras que un servidor
anda despistado, perplejo, como si de pronto lo hubieran arrempujado al escenario
de un teatro y tuviera que improvisar un papel que no sólo ignoras sino que además
no tienes ninguna apetencia por interpretar. Mejor no pensar, trabajar, cuidar el
jardín, fútbol, toros, Lexatin 5, no pensar, cultivar el jardín, Lexatin 10. Más
fútbol. Más jardín. Pan y Circo.
Pero me adentré por las adoquinadas calle laderas a Correos, ya en la parte vieja , y por donde las aceras se van juntando hacia aquel lejano punto por el que poco después doblas y callejeas, hasta que llegas al Ayuntamiento: un edificio de
principios de siglo, que simula una gran casona con sus ventanales a la plaza, su
balcón corrido, sus banderas y demás floripondios y flameados frecuentes en este
tipo de edificios administrativos. Y frente a él los vecinos se apelotonan, se manifiestan por la plaza con pancartas y consignas que reprueban la venta de los terrenos de la Chinica a la multinacional MacMarguer. Juan Carmelo del Carmelo nos
hace señas, se acerca, nos saluda, y de pronto nos empuja contra la pared pues la
gente se ha dado a la carrera y casi nos atropella. Y, tras recuperarnos, vemos que,
por encima de las cabezas del gentío, sobresalen las gorras y las porras de la au-
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toridad, que se encela y emplea en dejar expedito el camino para que pase el desfile
de la Virgen del Buen Suceso que asoma más allá, por una de las bocacalles.
La virgen del Buen Suceso, que avanza ahora por el desalojado carril central de
la plaza, es la patrona de la ciudad, según me informa Juan Carmelo del Carmelo.
“Es que la bajan de su ermita”, me aclara. “¿Y?”. “Y luego la suben”. “¿Y?”. “Y
al año que vienen la bajan”. Y Juan Carmelo del Carmelo se lleva el dedo a la boca
y sisea, como si se maliciara qué es lo que íbamos a decir, cuando nosotros no íbamos a decir nada. Quizá solo comentar sin mala fe, que si un extraterrestre hubiera
bajado a la tierra después de ver aquello podría preguntar. “¿Cómo una persiana?”.
Y entonces le pegarían y todo, porque los de la tierra son de una singular burricie y no entienden el gracejo, el sentido del humor de los extraterrestres, que debe
de ser parejo, un suponer, al de los escandinavos. Pero no se le comenta nada porque después de todo, como dice el escritor Pepe Piñera: “No hay nada más aburrido que la razón de los demás”.
Así es que un servidor no se persona en causa alguna porque por aquí es forastero, procura no desentonar, y ahora además presta más atención al cortejo que pasa
pues las piadosas desfilan con sus medallas, sus velas y algunas incluso descalzas,
muy ufanas y emperejiladas en su papel de devotar. Los fieles no, sabe usted; a los
fieles se les ve menos contemplativos, porque se acompañan con próvidas cestas
de las que asoman chorizos y botas de vino, longanizas, salchichas, cervezas, morcillas, más vino, tocino y habicas tiernas. Sobre todo habicas tiernas que es un exquisito manjar que por estos lugares se comen crudas.
Y uno calla, claro, allá cada quisque con sus hechos, obras, acciones, omisiones
y longanizas. Uno ha sido un niño tardío y un viejo prematuro, y ahora no es partidario de nada ni de nadie y mucho menos de todo ese ferial de vírgenes, santos,
salchichas y velas, aunque tenga la ingenua sospecha de que todo en este mundo
tiene un porqué, una autoría, una firma, para lo bueno y para lo malo, pues si todo
se redujera a una explosión inicial, al afamado Big Bang, ¿quién le pegó fuego al
petardo para que explotara? No, el petardo explotó solo debido al azar. ¿Y por
qué? Porque sí. Pos miaque, ya tenemos otra vez el sin sentido del porque sí, porque las cosas son así, porque no semos naide, etc, etc. Pero uno no sabe, duda, porque si tú estás en una habitación oscura y de pronto se enciende una luz, ésta se
puede haber encendido por tropecientas mil razones, pero ninguna por azar. Decía
Einstein que Dios no juega a los dados, pero también podría haber dicho que el
azar no juega a los dados, al azar. A ver: si cae cara, tenemos la maravilla del universo y la vida. Y si cae cruz, la oscuridad y la nada. ¿Y si cae de canto? Pues si
cae de canto, crearemos a los españoles para que sigan guerreacivilando, que es
lo suyo, lo que mejor saben hacer: matarse y envidiarse los unos contra los otros.
Desde luego, es difícil dar ejemplo con este zarangollo de virgen, chorizo y
pandereta, porque con semejante postín festivalero lo más probable es que la gente sensata y lúcida huya. Porque las tonterías sólo pueden interesar a los necios,
que, aunque también son hijos de Dios, no se les debería dar pábulo para que
mangoneen e impongan su dictadura sobre los demás con el fin de tenerlos contentos y seguir así hinchando el censo de los parroquianos mientras se les tiene entre-
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tenidos y jubilosos con un mensaje mariano fácil, cómodo, insípido, inodoro y liviano, que no tengan dificultades para tragar, al dárselo en papilla. Porque los
demás huirían. Y huyen. O no vienen.
Como ya hizo un servidor hace años por todas estas camándulas y por buscar no
ya la verdad, sino la menor mentira posible, aceptable. Y también, claro, porque a
la sazón se follaba más luciendo un libro de Sartre bajo el brazo que lustrara ese
áurea de taciturno existencialista, entre las niñas aquellas que leían a Proust y que
follaban poco y mal, porque no sabían follar y ni se atrevían a preguntar cómo era
aquello a unos compañeros hartos de matarse a pajas, y que lo poco que sabían del
fornicio se lo habían leído a Henry Miller en la trilogía Sexus, Plexus y Nexus.
Pena, penita, pena.
Y también, claro, porque Proust era, y es, un pelmazo insufrible, inaguantable,
que escribía muy bien, sí, pero que si en un viaje en tren, se sienta a tu lado y te
dice: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había
apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme:
Ya me duermo”; pues que se le pega mucho, por turno y repetido. Y con razón.
Y también porque uno era una miaja de gaznápiro crestudo tal cual el sobrino
aquel de Larra, que creía que pasando por ateo se lucía más intelectual, más cool,
más vanguardista, más moderno, y más esnob. Y porque a la sazón andábamos de
poetas malditos, de niños malos como los de aquella generación que se autobarnizaba como de “dipsómanos, rebeldes, y malditos que se autodestruían en público,
con cierta elegancia rebelde”. Todo muy insumiso, muy lírico, muy contestatario,
muy demasié, muy kaka, cuando en realidad no era más que una hedionda patraña
que de romántica no tenía nada porque no es literario el ir de poeta desterrado de la
vida, de maldito dipsómano, pues de lo que vas, Barrabás, es de miserable enfermo alcohólico que sufre mientras arrastra por ahí su pueril miseria y va echando
el hígado por el culo. ¿Lo has entendido, prenda?: el hígado diarréico por el culo.
No hay orlas románticas del tipo de Malcom Lowrry en Bajo el Volcán, aunque
uno se las diera baladrón de rebelde gamberro que escribía cosas de este jaez: «La
locura es la lucidez del genio cuando se ve encerrado por los tontos en una habitación repleta de huevos». Y tan ancho y rozagante con esta boutade que queda como muy fina para una canción del grupo rock “Tócale el chocho a tu abuela”, pero
nada más. Otra estampita rota. Devuélveme, pues, el rosario de mi madre, prenda,
y vete a tomar por el culo. Si te dejan.
Pero en aquella calle de El Argaz, uno se dio con la Iglesia eviterna de las velas,
los novenarios, los botafumeiros, el folclore, los relicarios y la superchería de una
religión pagana, con tótem y amuletos, pero sin Dios. Faltaba la tómbola, pero todo se andará, morena. Así es que en el frío andén de la vida, no hay salida: por un
lado, el tren Angustias Iglesia; y por el otro lado, el tren de Angustias Sartre.
Cuestión de angustias. ¿Entonces? Nada, no hay más harina para rebozar, ni lechuga para la guarnición, y quizá sólo nos quede procurar guarecernos en la sala de
espera apuntalándola antes de que se nos venga abajo, aunque uno tenga la sospecha de que probablemente los animales no creen en Dios, y de que si existe la
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razón, la inteligencia, para creer, para buscar, para razonar, esa virtud es propia del
hombre que baja del árbol y le da por pensar: ¿los murciélagos follan cabeza abajo?
Pero quizá todo podría ser tan sencillo como hacerse niño para imaginar, con
humildad, que podía existir algo superior a ti, algo por encima de todos que pusiera algún día orden y concierto, y que hiciera justicia por ejemplo a las víctimas de
los campos de exterminio nazi, de Auschwitz y tantos otros, porque si no serían
siempre los perdedores de la Historia. Los eternos perdedores.
- Mi reja es independiente de la tuya –nos dice Cabo Machichaco desde lo alto
de la reja en la que se encarama.
- Déjame, Machichaco, que no está uno para mariconadas.
Porque se decía que el desfile de la virgen ya se aleja por una esquina de la Plaza en dirección a la carrera habitual de la procesión, cuando vemos que los tambores que la acompañan se paran. Y de pronto dan la vuelta. Redoblan precipitados,
paso marcha, y se vienen, otra vez, hacia el Ayuntamiento, seguidos por los alborotados romeros que corren y se empujan, hasta que llegan a la plaza donde se
paran. Y giran las cabezas a un lado, y al otro. Buscan. A un lado. Y al otro.
¿Dónde? Y corren hacia las farolas y las rejas del Ayuntamiento. “Qué aceleros,
don Carmelo, ¿es que la suben ya, tan de pronto?”, le preguntamos, mientras corremos tras ellos. “Eso es tan inescrutable como saber por qué todos los mares son
procelosos”.
Pero no. No se trataba de un sube y baja molón y pinturero sino de que una vez
que la procesión había girado en la bocacalle para seguir con el itinerario habitual
del cortejo, se habían percatado, ¡oh cielos!, de que por esa misma calle venía
hacia ellos una vaquilla suelta que se conoce que se había escapado de la era en la
que la guardaban hasta que comenzara el encierro, con motivo de los festejos. Y
entonces, todos de vuelta, corriendo atropellados, porque la vaquilla embiste y
arremete ahora en la plaza contra los pies de los manifestantes que cuelgan de farolas y rejas. Y los anderos de la virgen que pretenden salvarla del atropello metiéndola a empujones en el Ayuntamiento.
- Paso a la virgen -vociferan.
- Marchando una de fe -grita alguien a nuestro lado.
- ¡Guapa, guapa! -chillan unos entusistas.
- ¡Tía buena, tía buena! -claman otros más férvidos aún, cosas del Jumilla, peleón, caliente y festivalero.
Y la vaquilla que mira, vacila, embiste a un lado, y al otro, se para, muje, y mira
a los romeros que ahora arrean con la virgen dentro del Ayuntamiento, mientras
que fuera ella resopla y se zumbe contra los demás vecinos que se escabullen atropellados por la plaza, se encaraman a las rejas o la torean con el quite de las velas,
antes de buscar cobijo en los portales o en las farolas. Y Juan Carmelo del Carmelo que me empuja de pronto detrás del portón de una casa en la que nos refugiamos
del tropel y tomamos aire. Un respiro. Así. Tranquilo. Y ya más calmado, te vuelves a asomar.
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La plaza anda ya vacía pues la vaquilla ha hecho de las suyas y tanto los manifestantes como los píos de la virgen o bien han huido por las bocacalles cercanas,
o cuelgan de las rejas y farolas, desde las que patean o incitan con pañuelos a la
vaquilla que ahora se viene hacia el portón en el que estamos. Y nos apretamos,
tiesos, tras la puerta.
Estirados.
Pero por el sonido suponemos que la vaquilla arremete contra lo que pilla: un
tambor perdido por el suelo que rueda cascajo por el adoquinado entre rebufos, y
el volteo de hojalata, cascabelera, hasta que de pronto la plaza hierve de nuevo en
un repentino rumor.
Y nos asomamos.
La gente barbulla arrebatada, pues un intrépido se ha arrojado al improvisado
ruedo y ha atrapado al animal mediante la providencia de echarle una soga sobre la
cabeza y atarla a una farola, de los cuernos. Luego, la autoridad se ha hecho con el
animal, lo ha retirado, y los romeros y los manifestantes han vuelto a la plaza pues
aquellos quieren que prosiga la romería y éstos que no se suspenda el pleno municipal, anunciado por el alcalde, con el pretexto de que los ánimos no andan con la
suficiente mesura como para discutir un asunto tan importante como el de la venta
de los terrenos. Bueno, él había salido al balcón y había dicho que la problemática
de la coyuntura sociopolítica no permitía evaluar la dinámica de las políticas tendentes a conllevar las soluciones a la problemática de los ciudadanos. Pero se le
tradujo.
Me despedí de Juan Carmelo del Carmelo pues había decidido acudir al paraje
en el que se ubicaba la chinica por ver de ponerme en situación sobre el motivo de
aquel despropósito. Y me he encaminado por la calle San Sebastián, he pasado por
la puerta del Museo en el antiguo Casino, y me he adentrado por la calle conocida
como Larga, según había leído en los carteles de porcelana que cuelgan en las esquinas. Y casi al final he divisado a Doña Urraca de Arístides y Martínez de la
Trapisonda que se encarama a una escalera y se afana en frotar el escudo de armas
que blasona y ostenta sobre la puerta, expeliendo el vaho sobre los suntuosos recovecos y refregándolos y frotándolos con la balleta, refregándolos y frotándolos, y
retorciendo el trapo hasta meterlo en los sitios más recónditos. La chacha ecuatoriana le sostiene desde abajo la escalera, y levanta la cabeza embelesada en los trajines de la señora. Antes tenía una sirvienta de Cieza, un pueblo cercano, pero un
día que la señora andaba bañándose preguntaron por teléfono y ella contestó que
no, que no estaba disponible.
- Es que tiene puesto el coño a remojo –contestó impertérrita.
Pero dejamos atrás a Doña Urraca y procuramos seguir a nuestros julepes
pegándonos a la pared para buscar la sombra y de esta suerte anduvimos callejeando hasta que bajamos al Paseo de Ronda y cogimos la vereda del Puente de Alambre. Me había pertrechado además con un plano en la oficina de Información
Turística en la que su responsable, el bueno de Monti, me había pormenorizado las
señas para acercarme a la Chinica. Un buen tipo este Monti pues había dejado in-
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cluso de atender al Mosqui, un vecino que se interesaba por los preparativos del
próximo Concurso Internacional de Lanzamiento de Hueso de Oliva (sin canute) y
me había acompañado a la puerta para indicarme el camino. Veamos: «Desde ahí
arriba que es la Esquina del Convento», me indicó señalando con el dedo, «hacia la
Erica del Hospicio y por la calle Hontana hasta la Cuesta Cosme, donde puede bajar por el Paseo de Ronda hasta la vereda del Puente de Alambre: un camino rodeado de frutales que da acceso a una pequeña explanada en la que se coge el
Puente».
Y el viajero llega poco después al Puente de Alambre y comprende el fundamento de semejante denominación pues cuelga de dos gruesos cables que cruzan
el río y de los que se sustenta un ligero armazón con tablones de madera, que propicia que oscile y se balancee cuando se cruza. Algunos escolares lo suelen bailar
adrede por divertimento y mayormente para asustar a alguna vieja o niña que por
allí coincida, pero es seguro pues por él cruzan motos y vehículos ligeros. Según
había sabido era muy antiguo, de toda la vida, y había sido restaurado poco después
del advenimiento de la democracia debido a que constituía una de las referencias
más señeras del pueblo.
Pero una vez que el viajero ha llegado al alabeado centro del puente, más cercano al río, se ha detenido para admirar desde allí los frondosos y verdes cañaverales que lo encauzan, y los vencejos que cazan al vuelo y descienden en picado para
beber en sus verdes aguas, en un bucólico y plácido paisaje, que se resquebraja de
pronto por la estridencia de hojalata del tubo de escape de una moto, que nos induce a mirar hacia el camino que desemboca en la otra parte del puente.
Sí, es el Rodolfo Benjumea, el macareno, un vecino que calza gorra náutica de
plato, camisa abierta, medallón de oro, y que se pasea y jacta de esta guisa por el
pueblo, mayormente en la siesta, pertrechado con un aparatoso casete que ata en el
portaequipajes de la motocicleta: una Derbi 49cc de los años setenta decorada con
flecos que cuelgan de los puños del manillar. Quizá él sepa algo de la piedra, de la
Chinica. Y se le pregunta. Pero no; él no sabe nada: sólo lo que se cuenta por el
pueblo sobre que un día cayó del monte y sepulto una casa, a un carretero y a sus
dos bueyes, cuando iban de romería. “¿De romería?”. “Sí, de romería”, nos aclara,
antes de alejarse campante entre el estridente sonido de su amoto y la música rumbosa de La Macarena.
Y con la rústica pinta y planta de aquellos murcianos que antaño emigraron a
Barcelona para construirles a los nuevos ricos catalanes su Metro, a pico y pala.
Gente noble que, aunque a veces te hagan sonrojar ante un mantel de hule, son tan
dignos o más que aquellos otros conciudadanos que por ejemplo, se avergüenzan
de reconocerse como españoles para que no los tachen de patriotas, cuando cualquier extranjero se sentiría ergullido de contar con un pasado histórico (bueno y
malo, como en el resto de los países) que puede alinear a Buñuel, Picasso, García
Lorca, Gaudí, Velázquez, Cervantes, Machado, Quevedo, Goya, etc, etc, y que a
cualquier forastero le serviría de mucha honra. No, lo de la española es distinto, sabe usted, porque ella no se sofoca por su historia sino por el marido español chuchurrido y acomplejado que tiene, que obviamente es otra cuestión.
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Pero cruzamos el puente, giramos a la izquierda y luego ya a la derecha, para
subir sin más rezagos y tardanzas hacia la falda de la Atalaya por un camino de
guijarros que discurre entre huertas. A lo lejos irrumpe de pronto un larguirucho
pino con su gran copa en forma de seta y que descolla entre ubérrimos frutales y
pelados cerros, mientras que por el camino asoman algunos granados que tientan
al viajero a saborear su fruta: la granada, que es un manjar exquisito, sabroso, fresco, una vez aliñado con azúcar para dulcificar su acidez. Una delicia.
Todo el paisaje, las palmeras, los granados, las acequias, las moreras, la huerta
y el río, llevan a imaginar y recrear el esplendor y el sosiego que atrajo a la cultura
árabe a esta fértil vega irrigada por el río; pero sobre todo por unas acequias, las
ciecas, que según había leído, pretendían entubar para ahorrar agua y de paso estropiciar el legado histórico artístico, amén del entorno medioambiental de sus cauces. Como enmoquetar hasta el techo la Alhambra de Granada, para hacerla más
cómoda. Hay herederos que no se merecen el legado y habría que incapacitarlos
por ley, para impedirles que administren algo que es superior a ellos, que no entienden y que jamás podrán llegar a comprender.
El viajero ha de torcer más arriba a la derecha y coger ya el camino que sin más
entremeses lo llevará a la Chinica pues según las señas que obraban en nuestro
zurrón, encontraríamos la piedra al final del camino, antes de llegar a unas aisladas
casas de huerta. Un camino que es de tierra y que anda flanqueado por arbustos de
secano, romero, esparto, y algún pino bajo aislado entre rocas y matorrales que crecen junto a la falda del monte. A simple vista, a ojo del viajero, no se ve próximo el
final del camino pues según se puede otear, éste se aleja circundando la montaña.
El viajero ha de seguir pues caminando hasta que, tras torcer por algunas curvas,
atisba a lo lejos la mole de la chinica: una piedra que según se ve, es en realidad
una enorme roca que aparece clavada en medio de la huerta, partiendo en dos la
casa, aunque a simple vista parezca que ésta se apoya sobre aquella.
Pero una vez que el viajero se ha acercado a la piedra comprende que en realidad la casa está pegada a la roca como si la hubieran construido valiéndose de ella
como tabique posterior, o como si la roca efectivamente hubiera caído de lo alto de
la montaña y hubiera aplastado la casa por la mitad, dejando al descubierto y en
pie solo una parte de ella, que es la que se ve. Ésa podría ser la razón. Pero algo
había, desde luego, porque en la parte superior del monte, encima de donde había
caído la chinica, se podía advertir todavía el hueco dejado por la piedra tras caer
rodando. Al menos el hueco de arriba encajaba con las dimensiones de la piedra de
abajo y era verosímil esa posibilidad.
Pero no había más pistas sobre la zanja aquella que habían abierto bajo la Chinica, porque la habían vuelto a tapar y sólo se veía tierra removida. Sin más detalles.
Y me sentía cansado.
Así que he buscado un resquicio de sombra en aquella solana y lo he encontrado en un otero frente a la roca, al amparo de los pinos. Y nos dejamos caer junto a
un árbol y al levantar la vista nos fijamos en una rama de eucalipto que se tuerce
perpendicular a los demás árboles hasta cruzar el acceso al rellano, como en una
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especie de puerta natural. Es cómoda y útil para ahorcarse. Pero el mérito está en
seguir vivo, según dicen. Aunque uno procura apartar tan lúgubres pensamientos
y casi se atraganta al beber de un botellín de agua que carga en la bolsa, junto al
ordenador en el que ahora se toman algunas notas, pocas, no muchas, porque mirando la chinica no hay forma de aventurar dónde podrían estar los bueyes y el labriego. Mejor descansar. No pensar. O pensar en ella. ¡Claro, ella! Quizá pudiera
tener algún mensaje. Y has conectado ávido el móvil, has abierto el correo de Internet y has visto uno que te ha traído pálpitos.
Sí, es de ella.
Y te pide que esa noche, cuando regreses al hotel, te fijes en la silla que suele
estar junto a la entrada de su habitación, porque verías en ella un pañuelo que te
habrías de poner en los ojos antes de entrar a verla. Una vez dentro, ella te guiaría
hacia la cama. No preguntes nada, no digas nada, confía en mí, te escribía en su
correo. Sí, claro que confiarías. No lo dudas. Y le escribes otro en el que le dices
que ahora mismo te ensueñas en imaginarla desnuda mientras te escribe: Y en
cómo me mirarías si estuviera ya ante ti -añades-, «porque me gustaría ver en tus
pezones el placer de saber que soy tuyo, sólo tuyo».
Uno lo lee de nuevo y duda. No sabe si enviárselo o no. Temes que al saberte
tan solícito pueda huir de ti, porque tienes la certeza de las mujeres suelen ser
muy retorcidas, les gustan los largos cortejos, el sí pero no, y suelen escabullirse
de los tíos fáciles porque ya se sabe, está escrito, que ellas se espantan y abominan de los tíos a los que pueden gobernar. Una de cal y otra de arena. Y además
haz caso a la canción de Malú, sí, esa que se llama Toda y en la que dice que te
abrirá las puertas del alma de par en par, “dispuesta a hacer todo a tu voluntad, dispuesta a hacer todo lo que te dé la gana, qué me importa, toda, de arriba abajo, toda, entera y tuya, toda, aunque mi vida corra peligro, desesperadamente, toda, a todo lo que sueñas conmigo”.
¿Has visto so bobo? Sólo le ha faltado darte a elegir el color del látigo, so tonto,
que nunca vas a aprender porque siempre vas de calzorras por la vida. Toda, inmensamente tuya, toda, hasta el mismísimo chipirrín chipirrinchi, hasta la mismísima pepitilla, vamos. Y tú seguro que ahora vas y le escribes una poesía, que es
que no te enteras, no te coscas, no acusas recibo de que a ellas les van los tíos duros y de que así quedas como un pánfilo, y no te vas a comer una rosca. “Soy tuya,
golfo, haz conmigo lo que quieras”, que te dijo aquella chica, Paula, la noche que
salió al portal a recibirte desnuda bajo un abrigo de pieles, mientras lo abría para
acogerte en él mimosa y sumisa. ¿Te acuerdas? Pero ésta a lo mejor es distinta. Pero a lo mejor no. O quizás sí. No sabes. Joder, qué complicado es todo.
Lo envías.
Después de todo no tienes nada que perder, y es mejor así, decírselo por correo,
en la distancia, porque a la cara no podrías: te pondrías nervioso, no atinarías, balbucearías y probablemente dirías alguna memez. Eres tímido, o sea. Y lo sabes.
Quizás si te tomaras un whisky, por ejemplo, y entonces sí, alehop: ¡Ya eres el rey
de la pista!
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Pero habíamos quedado en que así no, en que mejor amarla en la distancia, a lo
lejos, sin carearte con la verdad del sueño. Porque así es también más pérfido pues
sólo tienes que dejarte llevar y seguirla, como Harry, el personaje de El lobo estepario de Herman Hesse, cuando Armanda le dice que se apostaría algo a que se
había pasado mucho tiempo sin obedecer y que obedecer era como comer y beber:
que él que se pasa mucho tiempo prescindiendo de ello, a ése ya no le importa nada. «¿No es verdad que a mí me va usted a obedecer con mucho gusto?», le dice
ella a Harry. «Con muchísimo gusto, usted lo sabe todo», le contesta él, que lo daba ya todo por perdido y suspira por albergar alguna esperanza. Una, a la que aferrarse. Una.
O como con aquella aviesa chica con la que una vez saliste y que gustaba de meterte mano en el cine y en los lugares más indiscretos. ¿Te acuerdas? Tú le decías
que lo convenido era al revés, que el que metía mano era el hombre, y la que se
dejaba meter mano era la mujer; pero ella pasaba mucho de las convenciones y te
agujereaba los bolsillos del pantalón para poder meterte mano en el cine, en el autobús, en el mercado y en cualquier lugar que se le antojara, pongamos que en la
barra de un bar, donde te trajinaba en público hasta llevarte al punto de correrte. Y
sobre todo cuando andabais delante de sus amigas y la muy pécora te abrazaba,
metía la mano en tu bolsillo y se regodeaba al ver tu cara, tus denodados esfuerzos
para que ellas no advirtieran sus tejemanejes bajo el pantalón. Pero esa es otra historia. O se supone.
Y lo es porque esta chica es diferente, o es probable que un día se canse, o que
termine el curso, y vuelva a su ciudad habitual de residencia, y no la vuelvas a
ver. Suele ocurrir. Pero la cuestión ahora es rebañar cada segundo de aquel tiempo
de gracia antes de que vuele. Carpe Diem. Así es que te pones, te aplicas, y le escribes que por ejemplo, te gustaría llevarla en brazos a la bañera e introducirla en
el agua para enjabonarla con mimo, secarla y cubrirla de crema. «Tu pelo húmedo
huele a ti -añades-, y me he excitado cuando luego te he llevado a la cama donde
te he secado, vestido y cepillado el pelo; te he puesto las braguitas, la falda, y te
he besado con una ternura infinita para decirte que te quiero».
Y se lo has enviado.
Aunque ahora mejor cierras el ordenador, te centras en lo que es, y te empleas y
esmeras en lo que habías venido a hacer. En lo de la piedra, sí. Y te levantas y la
miras. Veamos: se supone que, bajo esta roca, está enterrado un agricultor y unos
bueyes que iban de romería. Curioso. Y también que aquí la multinacional MacMarguer quiere consumar uno de sus negocios y colocar una hamburguesería en un
lugar privilegiado porque por la noche se podrá disfrutar de la calma nocturna, del
cantar de las chicharras, de las luces de la ciudad que parpadearán a lo lejos y de la
enorme roca que descollará en medio de un maravilloso paisaje. Al fondo el Hospital Comarcal y más a la izquierda la Sierra de Ascoy donde hace años habilitaron
unos inmensos molinos de viento de aquellos que producen energía eólica. Pero
ahora el paraje anda plácido, sereno, al cobijo de la siesta y puedes bajar los ojos,
relajarte, oír el repique de los pájaros, oler el aroma a pino que viene de la tierra, y
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ensoñarte con aquella chica del hotel: con sus ojos, su pelo cortito como mojado,
y mayormente, en su culo...
...aunque de pronto te zarandean y te bajan de la ensoñación, te sacan de los papeles, del tiesto, digo de los sueños, de las casillas, porque oyes que te preguntan si
eres de los que escriben en los papeles. Y levantas los ojos, brincas y te sacudes el
polvo de los pantalones. Claro, es Doña Cordelia Ramírez Benítez de Aceituno y
Sáenz de la Carrasquilla, que se ha señalado por el pueblo por hacer campaña en
contra del levantamiento de la piedra. Ella tiene dicho y redicho que lo de la chinica no tiene buena pinta, y que puede traer males mayores, porque ella insiste por
corrillos y plazas en que levantar la chinica puede traer muchos infortunios, porque a los muertos hay que dejarlos en paz y no es de ley que se levante el pedrusco.
Doña Cordelia cree además que la enorme piedra cayó de la montaña para tapar un
enorme agujero que se había abierto en la tierra y que conduce directamente al infierno.
- ¡Como abráis el agujero al retirar la piedra, van a venir munchos males sobre
la tierra, que el que avisa no es traidor!
Doña Cordelia Ramírez viste de negro, pinta canas porque es madura aunque no
vieja y según dicen, echa las cartas, predice amores y desamores, venturas y desventuras, quita verrugas y adivina el porvenir mediante la artimaña de verter gotas
de cera sobre una ardilla muerta.
- ¿Por qué sobre una ardilla y no sobre un sapo, Doña Cordelia? -le suelen preguntar los que quieren importunarla.
Pero Doña Cordelia Ramírez ya está hecha a las chanzas y befas, y no se corta
cuando les contesta furibunda, amenazándoles con su abanico.
- Pues por la misma razón por la que la puta de tu madre se casó con el cornudo
de tu padre.
Pero nos despedimos de Doña Cordelia y nos encaminamos de nuevo hacia el
pueblo, por ver de merendarnos pues ya es lugar común que, con hambre y otros
ahogos, no es oportuno darse a cavilaciones y conjeturas. Y al llegar al Puente de
Alambre se tropieza uno con un tipo que carga a la espalda con una gran bolsa de
basura negra y que con bruscos ademanes nos aparta para pasar. Al tipo aquél se le
mira con cara de mala hostia, claro, aunque se pospone el ajuste de cuentas por el
honor mancillado, al ver que ya se aleja por el puente en dirección al pueblo.
No andaba uno además como muy proclive a tales humos, pues me cundía el
desánimo porque me maliciaba que andaba fracasando. Otra vez. Una vez más.
Como con aquella novelita mala que escribiste, ¿te acuerdas? Sí, hombre, sí: A
imagen del azul de tu sombra, aquel primerizo manuscrito en el que, para provocar y llamar la atención de los miembros del jurado de un concurso de novela erótica, planteaste que un chico sumiso se entregara a una chica con carácter, con el fin
de darle la vuelta a la tortilla habitual de los tiempos machistas, aquellos, que corrían. Y que se escandalizaran y fijaran. Así que la enviaste haciéndote pasar,
además, por Edurne Malaespina (una presunta escritora lesbiana negra y coja),
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para que los políticamente correctos le dieran el plácet, el visto bueno, que la publicaran, que ya se sabe que la España papanatas se columpia de un extremo a otro
sin término medio, y si en la dictadura se cazaba al maricón; poco después, había
que pedir perdón por no serlo. Ni por ésas. No coló. O cuando te echaron de muy
malas maneras de aquella revista, por titular que el abuelete del villorrio vasco, el
tal Arzallus, le daba un aire a un travestí de Arganzuela que imitaba a Lola Flores.
“La suegra de España”, puntualizaste. “Para nada, para nada”, dijeron en la puerta
cuando te despidieron.
Menos mal que estaba ella.
Sí, ella, aquella chica del curso que podría estar esperando en el hotel y que te
había hecho sentir emociones que no sentías desde hacía años pues te había devuelto el color, después de trastear por ahí mustio, sin atinar a dar con los otros matices que te da la vida, que te da el sol, la luz, a fuer de que te esfuerces y procures
pararte para mirarlos. Ahora se te ve más reparado, porque ella te ha parado, apaciguado, y ya empiezas a intuir ciertos detalles que hasta ahora te pasaban inadvertidos, como cuando en el puente te has parado a ver volar los pájaros. Sí, con
ella parece todo más bonito (o menos feo), te piensas, mientras bajas desde el
puente a la orilla del río y te refrescas la cara.
El sol se clava ya desde lo más alto y decides volver al pueblo y buscar refugio, porque arrecia el sofoco y el camino se hace penoso; sobre todo cuando descubres que has de subir hacia el pueblo, hacia la Esquina del Convento. Así que
enciendes la radio de campaña para animar la travesía aunque las últimas noticias
no reconforten mucho, pues parece que han detenido a un sujeto que distribuía por
Internet fotos de niños. En su defensa el bigardo ha alegado que las cosas no son
blancas o negras y que no hay que dejarse llevar por el pensamiento único, porque
en algunas culturas las mujeres se casan a muy temprana edad y allí es admitido
por la sociedad; que por ahí anda la Lolita de Nabokov; que si a Sócrates, que era
un reputado filósofo, le gustaban los niños; que todos hemos jugado a médicos;
que Jenofonte contaba como la pederastia ocupaba un notable lugar en la instrucción de los jóvenes espartanos; y que los demás eran unos torquemadas y unos
perversos cazadores de brujas. «Los crápulas son los que se escandalizan», había
dicho el sujeto. Puede ser. Pero antes también había esclavitud y derecho de pernada y ahora afortunadamente no lo hay. Mal andamos, te dices, cuando hay que
explicar una y otra vez, lo obvio. Espérate, lo decía Shumpeter, ¿no?, lo apuntamos en aquella servilleta que guardamos por aquí, sí, que «no hay nada más difícil
de demostrar que lo obvio». Cierto.
Porque nadie se escandaliza al ver un tío con bigote comiéndose una polla, por
ejemplo, porque habíamos quedado en que si son mayores y a nadie hacen daño,
cada uno es muy libre de perforarse un piercing Príncipe Alberto. O de refocilarse
con aquello del facesiting, o el spanking, pee, breasts small, femdom, chastity belt,
fetish, garters-and heels, dominate female teacher, high heel, feminización forced,
upskirt, etc, etc. Hay para elegir, y para todos los gustos, entre mayores.
Porque sí, claro que nos escandalizamos, por ejemplo, de un cretino que acude
vestido a una playa nudista. O de un tío en calzoncillos y en calcetines. O de un
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bujarra acogiéndose al arte para justificar su corrupción, de menores. O de esos
otros que se refugian en ese mismo arte para excusar la tortura de los toros. Todo
es arte, mucho arte, todo tie‟ un arte que no se pue‟ aguantar.
Uno no se escandaliza porque otros confiesen por los foros de Internet, que
sueñan con que su señora les azote el culito, después de haberles puesto sus braguitas usadas para transformarlos en su doncella particular. O las de más vestir.
Con mucho amor, claro. Los hay incluso más raros que coleccionan sellos y todo.
Pero uno si se escandaliza de que a los niños no se les deje crecer, en paz, para que
puedan madurar, elegir, y decir NO. ¿Por qué ese miedo a que crezcan y puedan
decir NO?
Y sí, ya me bajo de la silla, aunque a lo peor no, porque por la radio siguen
dándonos pechambres pues según subimos al pueblo, nos enteramos de que en Jerusalén los judíos, los moros y los cristianos (sobre todo los dos primeros) prosiguen con sus guerras santas, sus asesinatos, sus odios y todas esas probidades que
se supone que tanto agradan a sus dioses. Dicen ambos pretendientes que esa ciudad ha sido elegida por su Dios, como si Dios, el de los unos y el de los otros, se
entretuviera en semejantes majaderías cayendo con ello en el antropomorfismo que
consiste en atribuirle a Dios cualidades humanas: Yo soy idiota, Dios también es
idiota. Pero uno se barrunta que Dios no atiende a los humanos, sigue en silencio,
entre otras sabias razones porque como decía Epicuro «si Dios quisiera dar cumplimiento a las oraciones de los hombres, hace tiempo que habrían perecido todos
ellos, pues constantemente suplican muchos males unos contra otros».
Dejémoslo estar. Apagas la radio. Contra el fanatismo queso de tetilla, sí, aunque una vez que llegas a la Esquina del Convento adviertes que por aquí también
se crían y amamantan los cerriles pues por la plaza andan los vecinos blandiendo
pancartas y berreando sus mandamientos. Son los de la Plataforma en Contra del
Levantamiento de la Piedra, que al llegar al centro de la plaza, se paran pues no
pueden pasar porque por el Paseo vienen otro tropel de vecinos con pancartas a favor del levantamiento de la chinica. Son los de la Plataforma a Favor del Levantamiento de la Piedra.
Juan Carmelo del Carmelo viene de la cafetería Los Valencianos que abre
chaflán a la plaza, y me gesticula para que me aparte a un lado. La Plataforma en
contra llega frente a la Plataforma a favor. Ambas se paran. «Levantamiento sí»,
grita la una. «Levantamiento no», grita la otra. «Las cosas no son blancas o negras», les reprocha a gritos don Carmelo. «Levantamiento a medias, sí», le replican los unos. «Levantamiento a medias, no», le replican los otros.
Y uno se piensa que esta historia le suena de algo, aunque no sabe de qué, ni le
da tiempo a dar más pábulo porque la bulla arrecia y la estridente voz de los altavoces de mano impide oír lo que parece que quiere decirnos Juan Carmelo. No atinamos a saber qué, por lo que le hacemos un ademán de despedida y nos vamos.
Queremos allegarnos al Ayuntamiento para entrevistarnos con el alcalde, por lo
que ya sin más novedad, percances o peripecias, hemos desembocado a salvo en
la Plaza de España que se ve rodeada de arbolado y con una fuente con pérgola de
piedra en uno de sus laterales, que los niños conocen y llaman como la casa del
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agua, porque los chorros que suben de abajo se entremezclan con una cortina ovalada de agua que cae desde la pérgola. Y en el centro de la plaza emerge un empinado obelisco que parece que ha sido plantado allí para aminorar la bravuconada de
dos edificios manufacturas benidores de hormigón, construidos en los años setenta
del falso desarrollismo acampanado de la dictadura. Dos torres juntas y aisladas de
diez plantas, entre casas o edificios de menor cuantía.
Las sillas y mesas de la terraza de la cafetería recogen a algunos vecinos y
principalmente a las jóvenes mamás que aguardan por allí sentadas a que llegue la
hora de recoger a sus hijos mayores del colegio. Los más pequeños travesean entre
las sillas, por debajo de las mesas, o bajo las faldas de las mamás que charlan,
hacen punto, y pasan la tarde en acomodado solaz. Y mientras cruzas entre las mesas y las sillas adviertes de sopetón, ¡oh cielos! que, en una de ellas, se sienta
aquella chica, la niña que te traía como embausado. Y la sangre te golpea en las
sienes y el calor te viene a las mejillas. ¿Qué hacer? Sí, quizá sea mejor no mirarla
y pasar de largo, alejarte de allí procurando que no te vea. Sin mirar. Como si nada. Pero cuando has levantado la cabeza y has advertido que ella te mira fijamente
a los ojos, no has podido evitar bajarlos al suelo y buscar el cobijo de una mesa que
anduviera cerca.
Y me he sentado en una cercana y he querido disimular: que si el periódico, que
si la agenda sobre la que garabateas cosas que ni tú mismo entiendes, otra vez el
periódico, hasta que levantas la vista con cautela y ves que te está mirando. Y la
bajas. Cuando vuelves a mirarla ella sonríe, se atusa el pelo con la mano y baja la
vista a su regazo. Entonces miras y adviertes que ha separado los muslos y que te
deja ver entre ellos el negro triángulo de sus braguitas tanga translúcidas, así como
su tupido pelo que ahora aparece abultando la transparente tela negra. ¡Pues vaya!
No puedes dejar de mirarla. Te da igual que ella sepa que tú sabes que ella lo sabe,
porque te tiene alelado. No te importa. Pero ella ahora se ha levantado y se ha metido en la cafetería, mientras que tú atisbas por la puerta abierta y ves que va hacia
los aseos.
Allí lleva ya un rato, y no sabes qué hace, ni qué hacer. Las amigas siguen
sentadas, charlando, aunque ahora ves que ella sale de la cafetería y que viene
hacia tu mesa. No puede ser. ¿Viene? No, no vendrá. ¡Sí, viene! Y bajas los ojos.
¿Se acerca? Levantas la vista. ¡Sí, viene! ¡Que horror! Y los bajas. Quizá, pase de
largo. Y los levantas. ¡Viene! Y ya está aquí, porque sientes que te coge la mano,
te la abre, y que te mete en ella una tela. Y que te la cierra y aprieta. Levantas los
ojos. Se aleja. Entre los dedos ves que es una tela de color negro transparente y que
lleva una etiqueta que pone Prada. Te ha dado sus braguitas tanga de Prada. Todo un detalle. Y, además, son las que llevaba puestas hace un rato por lo que deduces que se ha metido a los aseos para quitárselas. Pues vaya. Pero también ves entre los pliegues un papel doblado. Dejas las braguitas en tu regazo, lo desdoblas y
lees: «Llévatelas a la cara y bésalas: quiero ver cómo lo haces en público y delante de mis amigas».
¡Joder, con la niña! Es un juego más de ella, claro, porque debe de estar como
una cabra, te piensas, pero la miras y ves que se ha sentado. Y que te mira. Muy
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seria. Y te llevas las palmas abiertas de la mano a la cara para tapar la tela, para que
no se vea, para disimular. Huelen a gloria. A ella. Y por ese olor y sabor sabes que
mientras ha estado en los aseos se ha masturbado sobre ellas o con ellas, y que se
ha corrido sobre la tela. Y la miras. Pero ella te sonríe, se levanta, y se marcha
con sus amigas. Pero antes se gira. Y te vuelve a mirar. Y tú bajas los ojos. Tienes
vergüenza, sí, pero te gusta, y mucho, y si quiere emociones las va a tener. Menudo eres tú. Contigo no se juega, ¿verdad? Pues vaya. Y decides que en vez de
acudir al Ayuntamiento, vas a ir al hotel, por si tienes algún correo de ella. Y regresas andando, paseando, apretando las braguitas en el puño que escondes en el
bolsillo y llevándotelas de vez en cuando a la cara para respirarla, a ella. Eres un
crápula fetichista, ¿sabes?; un perverso que se excita más con una mujer vestida de
lencería, que con una totalmente desnuda, para que veas.
Sí, porque más tarde entras en la habitación y te abalanzas sobre el ordenador
por ver si tienes algún mensaje de ella. Lo tienes. Y dice que quiere que seas de
ella, sólo de ella: “Te has portado bien en la Plaza, pero, como me entere de que
otra te roza o te da la mano, aunque sea en una presentación, no me ves más -te
aclara en su correo-. Soy muy celosa y posesiva y quiero que seas sólo mío y que no
te toque ninguna otra. Te espero a las ocho en mi habitación, como siempre”. Y tú
te emocionas y le escribes: «Me siento orgulloso de estar así por ti, sereno, porque cuando voy por la calle y me las noto llenas me siento más tuyo porque sé que
lo que guardan te pertenece y que son tuyas”.
Lo has leído y te ha dado como un relente de pudor, pero es mejor que lo lea para hacerle ver que sigues el juego y no te cortas. Pero no; lo lees de nuevo y sientes vergüenza, recato; pero también un extraño hormigueo porque lo que más te
enardece es saber que a ella le excita el que a ti te excite. Pues vaya. Y por añadidura tienes que lo de «sereno» es cierto porque te hace sentir como con una extraña sensación de arraigo que hasta ahora no habías conocido. Pero te está llevando por donde ella quiere y tú la dejas. ¿Qué opinaría de esto un psiquiatra cualificado? Pues lo primero que podría decir es que eres un marrano, por oler sus bragas. Eso para empezar. Bueno, si estás enamorado, no; entonces es normal, y todavía parece poco. Y luego, que eres tímido y que tienes carencias afectivas. Eso
podría decir tu psicoanalista. Pero también decía Borges que “el psicoanálisis no
es mas que la rama obscena de la ciencia-ficción”. Que también se podría tener en
cuenta, como segunda opinión.
Al carajo con todos los demás, porque tú la ibas a seguir, claro, porque, después de todo, tu currículum sellaba un constante trasiego de aquí para allá, sin meta ni salida, sin saber qué buscabas, pero buscando algo, constantemente, sin pausa,
pero sin saber qué. Sí, vale, pero ¿quién era aquel que decía que «el que sabe a
dónde va el camino no llega a ningún sitio interesante»? Pues no sé, pero lo tuyo
es diferente porque tú vas además con el desasosiego de creer que esto es un breve
viaje que tiene un final, cantado, y que para el camino sólo quedan tres elixires o
cataplasmas: a) Estar pasarratado todo el tiempo, con los gigantes y cabezudos,
para perder la noción. b) Albergar la esperanza en la justicia divina, ya que la
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humana es imposible. c) Estar alerta y vivir hasta la náusea el absurdo de un viaje
de la nada a la nada.
Esta última opción es la más racional, pero no puedes estar toda la vida de puntillas mientras que el agua te llega al cuello, para evitar que al estar de pie el agua
te cubra la cara. Te cansas. Los músculos se te encogen y la vida no es cómoda,
da calambre. No se puede estar toda la vida pagándole a las putas sólo para que te
mientan, para que te digan: «Te quiero». Es mejor buscar un remanso, aunque el
agua llegue a la cintura. Mejor aún estar sentado remojándote los pies en una bucólica y confortable actitud burguesa. Y dejar que los muertos entierren a sus muertos.
¿Entonces? No se sabe, pero al menos cobijas y empollas la esperanza de que
quizás a su lado podrías pisar de una vez el freno, pararte a la vera del camino y
quedarte allí, sosegado, quieto, admirando quizás todo aquello que hasta entonces
te parecía ordinario, mundano, insulso. Conseguir ver la vida ni bien ni mal: Verla.
Aprender a vivir, pasito a pasito, con tacataca, para disfrutar de la levedad de estos
tiempos tan raros.
VI. Tiempos extraños en los que seguíamos necesitando de la fuerza de la gravedad, de la física, para freír un huevo; aunque uno anduviera a la sazón como
levitando, iluso, contra esa misma fuerza gravitatoria debido a los tejemanejes y
mañas de la niña aquella, de la que ya se ha hecho mención. Pero creo recordar
que al día siguiente no andaba un servidor ni para platas rubias, ni para oros canos, pues la jornada se aventuraba enrevesada ya que además de pechar con la
apatía existencial propia de un neurótico tranquilo como nos, parece que teníamos
que cargar con los trastornos mundanos de los demás. Por ejemplo, los del tipo
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aquel que la noche anterior se había empecinado en invitar a todo el personal de la
cafetería del hotel para granjearse simpatías y ya de paso orear córam pópulo sus
aventuras, cuitas, desazones y conchabanzas.
Luego supe que se trataba de Al Martínez Capone: un liberal de pro, de órdago
y de boquilla, mayormente de boquilla, al que no le arredra no tener apellidos churriguerescos ni excelencia alguna, pues él se la compra a granel y a plazos, en El
Corte Inglés, que si la fe mueve montañas, el dinero mueve botafumeiros, razón:
catedral de Santiago de Compostela, 30.000 pesetas, y a mandar, que para eso estamos.
Al Martínez Capone se llama, en realidad, Pascual Martínez Carrasca y suele
gallardear por las barras de los bares de que chalanea todo lo que puede con los
impuestos, si los paga, porque se jacta de no alimentar el derroche del Estado con
sus perras pues él lo quiere pequeño, de bolsillo, se conoce que para tener más libertad, claro, pero para lo suyo o para hacer de las suyas. Quizá por eso la gente,
que ya se sabe que suele ser muy malévola, lo conoce y apoda por Al Martínez
Capone homologándolo al americano al que también le resultaba engorroso el Estado. Al Martínez Capone gana lo suficiente para ir tirando, de crédito en crédito,
pero se precia de una casita en el campo, de un coche Mercedes repintado de segunda mano, de un abuelo espartero, de un panteón amarmolado hasta las tejas, y
de un hijo universitario.
Al Martínez Capone luce la barriga por encima del cinturón (o el cinturón por
debajo de la barriga) y cuando llega al bar, levanta los brazos al aire, palmea, saluda al personal a gritos y se junta con sus conocidos que también lucen, claro, la barriga por encima del cinturón (o el cinturón por debajo de la barriga). Al Martínez
Capone toma cervezas de marca, mariscos de marca, angulas de marca, vino de
marca y gasta una mujer rubia de marca, que los domingos se pasea de su brazo,
cuando no trajina por la peluquería, de marca, en la que se marca, de marca. Luego
se supo que ella le había puesto pleito de divorcio en los juzgados después de que
él la obligara a peinarse con coletas, vestirse con un uniforme de colegio de monjas, calzarse zapatos con calcetines cortos y retozar de esta guisa por la cama en
donde le metía mano a la moza, a la niña en este caso. O sea: esa perversa fantasía
de lolitismo con falda plisada que tienen todos los tíos, pero con su mujer, lo cual
que es muy decente y reglamentario, aunque a la señora de Martínez Capone le
cansara el papelón.
- Hay otros que disfrazan a las suyas de sargento de la guardia civil, y con porra,
que lo sé yo –se justificaba el Martínez Capone.
- Pues yo sé de otras que no necesitan ni disfrazarse –le contestaban maledicientes algunos otros, de esos que se conducen mu’ malamente y que cuando ganas en
el Bingo te dicen: «Así te lo gastes to’ en merdicinas».
Pero se decía que Al Martínez Capone cacareaba de sus trajines, momios y negocios, como aquel del alquiler de sillas por parques y plazas, del que todo los vecinos echaban pestes pues creían, muy añusgados, que medraba a costa del prójimo pues esas sillas deberían ser públicas para que todo el mundo se pudiera sentar
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en ellas, de gratis. Pero él los acusaba entonces de comunistas, para espantarlos, y
se quedaba tan campante. O como aquel otro negocio que tenía pendiente de formalizar para el alquiler de sillas frente a la chinica, y del que se presumía dos inconvenientes: a) los impuestos municipales que le impedían prosperar en la iniciativa para crear riqueza; y b) la actitud de los insolidarios que se oponían a que él la
creara de la nada, “pues la riqueza no brota espontánea de la naturaleza”, decía, “y
hay que crearla”. Y luego, claro, los impuestos según se ha referido y dicho, porque a Al Martínez Capone no le entusiasma pagar impuestos porque dice que el Estado no puede ser recaudatorio, que el Estado lo quiere pequeño para tener así más
libertad, un suponer, para vender reproducciones en piedra de la Chinica colocadas
sobre un peana y con el añadido souvenir.
Al Martínez Capone considera entonces, que la sociedad debe estar por encima
del Estado, aunque él no sepa que eso, sin medida, sin control democrático, conduce al fascismo, al gobierno de las clases medias con pistoleros guardias de seguridad privados. Lo advertía Franklin Delano Roosevelt, cuando decía que “una democracia no está segura si el pueblo tolera el crecimiento de un poder privado,
hasta tal punto que se convierte en más potente que el propio Estado democrático.
En esencia, eso es el fascismo”. ¿Franklin qué? Franklin Delano Roosevelt, el
trigésimo segundo presidente de los EE.UU. Pues no sé. Claro, ¿él qué iba a saber?
Al Martínez Capone no sabía nada del americano aquel, y además nos comentó
que no era cierto todo aquello de lo que se le acusaba porque él también tenía su
corazoncito pues soñaba como cualquier hijo de vecino. ¿Qué soñaba Al Martínez
Capone? Pues Al Martínez Capone sueña con que su hijo reproduzca sus genes en
sus nietos y así sucesivamente de generación en generación, de bote en bote, para
perpetuarse en el recuerdo, de donde se colige que muy en el fondo Al Martínez
Capone es un pobre imbécil como usted y como yo, uno más del montón. Pero lo
dejamos por allí con su fachendoso postineo, y nos fuimos a dormir.
Y al día siguiente creo recordar que me acercaba medio endormiscado al pueblo cuando me he metido a topa tolondro en la primera cafetería que me ha pillado
a mano, por ver de tomarme un café y entonarme para comenzar de una vez mi
trabajo. Y me he sentado al fondo y he pedido. ¿Qué? Pues sí: «un café cortado
con leche natural, si es tan amable, gracias». Aunque de pronto, me llama la atención la imagen de la Chinica el Argaz que aparece arriba, en la pantalla de la tele.
Y me he levantado, me he acercado más al aparato y me he enterado de las últimas
noticias sobre el suceso, que facilita el informativo local de Telered, que dirige
Bartolomé Marcos. A saber: que un individuo se había acercado a la Chinica para
acostarse a su vera y morir allí tranquilo, en paz y en gloria. La imagen muestra al
director médico del hospital, que procura arrojar luz al suceso, y que dice que ante
lo irremediable de la enfermedad del anciano, de su próxima muerte, pues padecía
una enfermedad terminal, habían decidido mandarlo a su casa para que muriera allí
tranquilo y se despidiera de sus familiares.
Ahora se ven imagines de la chinica y del sujeto que se recuesta apoyando la espalda en la piedra, mientras la policía levanta un cerco con tiras de plástico a su alrededor. Algunos vecinos se han acercado al lugar y lo han rodeado mientras pro-
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testan, miran, saludan a las cámaras, o lo apoyan dándole gritos de ánimo. El Peralindas ha aprovechado la confusión para pasar por debajo de la cinta policial y
ofrecerle al moribundo una bota de vino. Pero la voz en off del médico del hospital
insiste en que lo enviaron a su casa, sí, pero para que se despidiera de los familiares y muriera allí tranquilo. En su casa.
- No, si despedirse sí se despidió -comenta ahora un familiar-, nos mandó a todos a tomar por el culo y se fue a la Chinica, sin decir más ná.
Los vecinos van llenando el café, pues debe de haber cundido la noticia y ahora
el personal se arrepretuja en la puerta de la calle queriendo entrar para ponerse al
corriente del suceso. Incluidos los concejales del partido del gobierno municipal y
sus parejas, que se conoce que paseaban por la zona, juntos, y que han acudido al
espectáculo televisado, juntos, porque como a los de la Guardia Civil les debe placer eso de vivir, comer, dormir, trabajar, follar y vivir todos juntos en el cuartel, en
el cuerpo, con el cuerpo. Y es que hay algunos animales, políticos, que necesitan el
grupo y como en los bancos de peces reaccionan al unísono cuando algo amenaza
al partido, la secta, la asociación, el cuerpo y/o mayormente, a los nuestros. Coletazo y todos juntos, con espíritu de cuerpo, de banco. ¡A mí la Legión!, con razón
o sin ella.
La televisión informa ahora de algunos otros criterios recogidos entre los vecinos y que aluden a la perentoria necesidad de que la Guardia Civil desaloje al tipo
aquel cuanto antes, según la propuesta de las fuerzas vivas de la derecha castiza; a
que se le deje morir allí si así es su deseo, según las fuerzas progresistas de la izquierda cañí; o a que se vaya a su casa y/o en su defecto a la mismísima mierda,
según los criterios más comunes y corrientes. La gente del bar murmura, asiente,
niega o gruñe, mientras que entre las apreturas se nos pegan dos tipos que casi nos
empujan contra las mesas.
Son Pepe y Pepe, dos intelectuales de pro, de pelo en pecho, de tarima y festoneado verbo, que suelen perorar mucho sobre todos los sucedidos, o en su defecto
sobre la prognosis de lo divino y de lo humano. Pepe y Pepe han publicado mucho,
tienen bibliografía y todo, y por esa reputación y caché no ponen una coma sin antes asegurarse la subvención de la Comunidad Autónoma ya sea para una exposición fotográfica, la edición de un libro, una exposición monográfica, una diagnosis
sobre la incidencia de las algas en los langostinos del Mar Menor, o un memorando
sobre la influencia de Miguel Espinosa en las Islas Hormigas. Pepe y Pepe son un
colmo de erudición e inquietud intelectual, y primordialmente de compromiso social pues aunque los dos rehuyen la militancia en los partidos políticos, suelen ser
los primeros firmantes de todos los manifiestos que les pasan los suyos, los nuestros, los de su partido afín: uno de la derecha y el otro de la izquierda. Y como es
preceptivo entre oponentes, pero demócratas, suelen compartir sus puntos de vista
a fin de unificar criterios para no caer en el pensamiento único.
- Tu verdad no, la verdad; y ven conmigo a buscarla; la tuya guárdatela –le dice
Pepe a Pepe, después de exponer su opinión sobre el asunto del moribundo junto a
la Chinica.
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- Eso te decía yo, que tu verdad no, la verdad; y que vengas conmigo a buscarla,
que la tuya te la guardes -le contesta Pepe a Pepe.
- Es que las cosas no son blancas o negras –aduce Pepe
- Sí, eso te decía yo: que las cosas no son blancas o negras –contesta Pepe.
- Yo es que no pienso como tú, pero daría mi vida porque tú puedas expresar esa
opinión.
- Sí, yo tampoco pienso como tú, pero también daría mi vida porque pudieras
expresar tu opinión.
Y uno se emociona, sniff, al ver lo bonito que es que las personas dialoguen, se
comuniquen, intercambien sus criterios y aúnen esfuerzos para llevar a la práctica
el principio aquel del diálogo para la necesaria concordia y entendimiento entre la
ciudadanía. “¿Qué han dicho esos dos?”, nos pregunta Pajolero Repajolerito, que
ha asistido de hito en hito al diálogo de los dos intelectuales, y que se conoce que
va más de ordinario a las cosas del comer.
Pajolero Repajolerito es que es muy conciso y suele andar inmiscuyéndose de
cotarro en cotarro entre las peñas que se gobiernan en las plazas y bares cuando se
comadrea sobre cualquier primicia de actualidad general y/o de los que inquietan
mucho al común. Ya se sabe: el último fichaje del fútbol, las peripecias de algún
concursante de televisión, o en este caso del asunto de la chinica del que Pajolero
Repajolerito tiene clara la relación epistemológica entre el que conoce y el objeto
conocido: “Todo es una puta mierda”, dice.
Pajolero Repajolerito cuando te ve se pega a ti, te pone la mano en el hombro y
se presenta, confiándote que se llama Pajolero Repajolerito, aunque también lo
llaman el Malaventuras, «y dicen de mí», prosigue elocuente, «que soy una mala
persona porque un día se me apareció la virgen, como dicen que se le aparece a los
pastores esos, y le pedí prestados veinte duros. Y como a muchos les dio coraje tuve que huir y buscarme la vida rifando premios por los vagones del tren hasta la
Macetúa, una vaca, que por unas u otras suertes los afortunados nunca se llevaban
y que volvía a rifar antes de que el tren llegara a la siguiente parada. De vuelta andando a la estación de la que salí me afanaba pillando carbón de la vía que más tarde cambiaba por limones, los limones por gallinas, las gallinas por capones, los capones por cántaros de leche que luego mi novia, la lechera, desgraciaba.
Me dediqué después a hacer lunas entre toros, maletillas y maletas, más no
hallándole molla a aquellos quites y, en doliéndome tanto las tripas que sus quejidos se me antojaban grajos, olvidé a la lechera entre los muslos de una confitera; a
la confitera entre los de una criada, a la criada entre los de una modista, y a ésta no
la olvidé ni la olvido mientras viva, pues que casé con ella cuando quedose preñada
y me dijo que los más probable es que el niño se pareciera a mí. Y eso es todo, para
servirle a Dios y a usted».
Después de que Pajolero Repajolerito ha terminado con su historia viste mucho
darle unos duros para que se tome unos vinos en Bodegas El Chipirrinchi, o dejar
que te limpie los zapatos porque aunque él gaste chaqueta a cuadros y pajarita, la
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verdad es que se ocupa mayormente en la limpia de zapatos por los bares céntricos
en los que se le suele encontrar empleado en el avío.
Pero decíamos que uno andaba por la cafetería aquella procurando sacarle fuste
a aquella novedad sobre la Chinica, cuando el locutor de la televisión nos advirtió
de la posibilidad de que se convocara un pleno esa misma tarde para debatir tan
singular contingencia. Habría que esperar, entonces.
Me marché de allí. La barahúnda aumentaba y me estaba exasperando, pues
los empujones de los que entraban para desalojar a los que no salían hacía impracticable aquel principio físico que nos previene de que si muchos pujan por entrar en
un recinto acotado y los que están dentro no tercian por salir, el embudo y embrollo resultante puede ser mayúsculo. Si a todo ello añadimos que:
a) Al empuje como fuerza vectorial de los que pretendían entrar, no se podía
restar el empuje vectorial de los que deberían salir, y no salían.
b) Que se producía una distorsión en la fuerza resultante de todas aquellas
fuerzas concurrentes propiciada por el empuje o fuerza transversal de las mujeres
que, a fin de evitar que sus culos fueran magreados por la plétora de manos que
por allí convergían para semejante apaño, los movían lateralmente hacia un lado u
otro en sentido perpendicular a la entrada y a la presumible salida.
c) Que debido a la concurrencia de todas aquellas fuerzas desparejas (de entrada, salida y laterales), se podía llegar a la conclusión de que aquel pifostio anárquico de fuerzas físicas divergentes podría terminar como colofón de fuerza vectorial resultante, en el cuartelillo de la Guardia Civil.
En estos casos de apuro es menester recurrir a una añagaza que uno ha aprendido a lo largo de su aventurada infancia y mayormente de su hermandad y trato con
matones de puerta de discoteca, y con maestros de escuela, y que consiste en pegar
un patadón en el suelo y pisar algún callo con el encomiable propósito de que el
sujeto se abra de piernas y quede expedito el camino para poder pegarle una repentina patada en los huevos y salir por patas del lugar.
Así que cuando me libré y llegué al Paseo, me dispuse a sosegarme, a respirar,
pues había recibido algunos empujones, patadas, codazos y coscorrones, amén de
un versallesco lanzamiento de guante del jaez aquel de “si tienes cojones nos vemos luego que te voy a partir los morros y me voy a cagar en tos tus muertos”, que
suele ser habitual en estos convites.
Tenía además otro apuro que me acuciaba pues me había percatado de que no
disponía de viruta por los bolsillos y tenía que comer y pagar el hotel, por lo que
me dispuse a laminar la Visa que es una providencia muy común en ciertas economías de guerra, cuando te quedas tieso de perras y no tienes más remedio que
reverdecer el magín para germinar alguna fecunda idea. Laminar la Visa es, pues,
un procedimiento que se fundamenta en el principio de que una vez que has exprimido y agotado el crédito de la tarjeta, pongamos que 100.000 pesetas, pagas el
último recibo y vuelves a sacar lo que has pagado, obrando de la misma guisa al
mes siguiente, y así, menando la maeja, laminando el dinero que entra, igual al
que sale, para que siempre quede la misma deuda que vas postergando en el tiem-
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po. En Argentina a este procedimiento le llaman bicicletear la Visa, pero por aquí
lo llamamos laminar porque somos más finos.
Desde luego es una irresponsabilidad porque pagas los intereses, claro que sí,
pero por aquel entonces no sabíamos lo que sabemos ahora, si es que sabemos algo,
que eso nunca se sabe. Lo de irresponsable nos lo dijo también, por cierto, aquella
doctora del psiquiátrico la tercera vez que dimos en el centro, cuando paseábamos
por el jardín del recinto: un pensil cálido, suave, peludo, acogedor; el coño de una
mujer, Platero el burrito y cosas así. Nuestra casa, el útero materno al que siempre
regresamos, etc, etc. Pero la psiquiatra quería que le dijéramos 10 cosas que nos
gustaría hacer antes de morir.
- ¿Por qué diez?
- Desde luego es que no sabéis sufrir.
Pues no; la verdad es que no sabíamos, estábamos en ello, se hacían prácticas,
nos ejercitábamos en la disciplina, nos habíamos ya examinado en varias ocasiones y todo eso, pero nos suspendían y no nos daban la compostela. Quizás deberíamos buscarnos un trabajo con un buen peculio, mejor de funcionario que es más
seguro; conocer luego a una chica, enseñarle la nómina, casarnos. No, mejor enseñarle primero la nómina, conocerla, casarnos, ahorrar para un piso, tener un bebé,
posar como familia feliz, y trabajar para ganar más para comprarte una cama mejor
en la que descansar más para trabajar más y ganar más para comprarte una cama
mejor en la que descansar más para ganar más y poder.
Para
Sí, paro; pero lo cierto es que después de haber conocido a aquella chica eso de
pechar con una aburrida vida burguesa no aparecía tan terrible, seamos sinceros, te
tentaba, te atraía, y mucho. Pero con ella. Olía tan bien.
Aunque a la sazón teníamos otros aprietos que nos urgían y abrumaban por lo
que sacamos los dineros laminando la tarjeta y nos marchamos hacia la Esquina
del Convento. Pero antes me he detenido junto a un tipo al que conocen por el
Alambique y que se empecina atrafagado en saltar de losa en losa, antes de pararse
en una de ella con los pies juntos. ¿Sí? Sí, es que el Alambique anda convencido
de que la felicidad dura muy poco y de que sólo nos damos cuenta de que la hemos
disfrutado cuando ha pasado el tiempo y miramos para atrás, por lo que él se aplica
en vivir un rato encima de una losa y luego salta a la otra para recordar el momento
en la losa anterior. Entonces vive ese recuerdo feliz, ese segundo, porque cuando
está en la primera losa se supone que anda tan agobiado por saltar a la siguiente
que no lo disfruta. El Alambique salta y salta de losa en losa, ya se ha dicho, como
recurso para fijar los recuerdos, recordarlos y vivirlos. Ya se sabe que cuando somos algo dichosos no nos apercibimos del detalle y ha de ser el tiempo el que nos
revele que disfrutamos cuando no sabíamos que éramos felices. Y eso.
Dejé pues al Alambique de salto en salto y me percaté de que Juan Carmelo del
Carmelo se sentaba en la plaza de la Esquina del Convento, se conoce que para
compartir con otros jubilados sus cábalas meteorológicas. «¿Qué tal va a hacer,
Juan Carmelo del Carmelo?». «Va a hacer bueno», dice. Juan Carmelo del Carme-
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lo desdeña a los que se las fían a las cabañuelas, por ejemplo, ese método popular
de predecir el tiempo según la apariencia de las nubes en el mes de agosto, porque
él no le tiene fe a semejantes conjeturas pues considera que el tiempo no se mira o
predice, sino que se huele. «Tú hueles el aire y sabes qué tiempo va a hacer», explica, «porque lo de las nubes es como el horóscopo». «¿Sí?». «Vaya que sí».
Pero Juan Carmelo del Carmelo deja a un lado sus previsiones y nos pone al corriente sobre los últimos sucesos, tal que aquel que habíamos visto en la tele sobre
el vecino que se quiere morir al amparo de la Chinica. Juan Carmelo cree que eso
de morirse en el campo, en la Chinica, no le parece cosa de ley. «Arriba están las
estrellas», se le comenta. «Nos ha jodido el poeta» -replica-, «que no; que la muerte no es nada lírica, sino más bien épica, porque todo el mundo se niega a morir y
hasta el último momento todos luchan por quedarse».
Y uno mira a Juan Carmelo y no sabe qué decirle de la muerte porque algo de
razón tiene, desde luego, y en el fondo todos la respetan, tanto los cristianos integrales, como los ateos que buscan que los eutanasien porque también le tienen
miedo y la quieren rápida y con un colocón de cojones, con un chute de droga para
no enterarse, para no sentir el abismo. Lo reconocía incluso Sartre: “dentro de un
año tan vacío como hoy, sin un recuerdo siquiera y cobarde frente a la muerte”. Es
lógico temer lo desconocido y lo lúcido es tenerle respeto. Lo decía José Donoso:
«La muerte me da un miedo terrible», lo que evidencia que era un hombre cabal,
sensato y sagaz, que se inquieta ante un apagón general y definitivo. Sólo a los
cretinos se les ocurre jugar a la ruleta rusa o conducir por una autovía en dirección
contraria. Deben de andar escasos de litio. Pero ante ese miedo unos se agarran al
Cristo y otros al opio eutanásico, pero el respeto es el mismo. Es cosa de muertos
enterrando a los muertos.
Pero se ha despedido uno de Don Juan Carmelo y se ha marchado hacia el
Ayuntamiento, aunque antes hemos pasado por la puerta del Cine Capitol en la
que se publicita y anuncia la película Blade Runner. O quizá es una programación
antigua. Te paras. Sí, las persianas andan bajadas y de dentro viene como un relente a humedad oscura. A sombras cerradas.
Y no como en aquella azules, vivarachas y coloridas tardes de nuestras infancias cuando vivíamos del cine, o en el cine, porque no había otro recreo: te mandaban al Teatro Galindo o al Capitol, a las cuatro de la tarde del sábado con dos
bocadillos debajo del brazo y salías por la noche con tres películas en los ojos y la
cabeza mareada de colores y distorsionada en Panavisión por el Cinemascope de
nuestras infancias; porque la televisión entonces era en blanco y negro, a rayas gris
marengo, como se correspondía con aquella gris y lóbrega época de la dictadura.
Películas de romanos, del oeste, todas americanas, porque el cine es de Hollywood
al igual que el jamón es de Jabugo. ¿Que en Murcia se hacen también buenos jamones?; pues no, digo sí; pero el jamón/jamón es de Jabugo. ¿Que los franceses
hacen buen cine?; pues no, pero el cine/cine es americano; los relojes suizos, el
champagne, francés, y los melocotones y las olivas, de Cieza. Y no pasa nada. Y si
pasa, se le saluda, según dicen los castizos.
71
Pero la cartelera corresponde a Blade Runner, ¿te acuerdas?, sí, creo que sí:
aquella película en la que unos robots le piden explicaciones a su Dios (el hombre
que los ha creado) sobre el porqué de que su vida se acabe y ya no puedan seguir
viviendo. Pero la salvedad con nuestra vida es que el hombre de la película fabrica
al robot para servirse de él y el Dios que nosotros idealizamos no parece que creara al hombre para servirse de él, sino con los mismos propósitos con los que nosotros parimos y criamos a nuestros hijos: para que nos lleven al fútbol en la vejez.
Bueno, y para otras cosas, claro. Pero no parece que haya mucha diferencia entre
el amor de padre del de arriba y el amor de padre que pueda tener el de abajo. Lo
demás son rabietas infantiles ante la oscuridad de la noche, como la de aquella
poeta adolescente que le pedía a Dios responsabilidades, porque ella parece ser
que no había pedido nacer, la habían traído a la tierra contra su voluntad y por consiguiente que se atreviera Dios, si se atrevía (se envalentonaba en su poesía) a
echarle a ella en cara que quisiera acabar con su vida, que quisiera suicidarse. ¡Que
se iba a enterar!
La ecuación era más o menos ésta: yo no he pedido nacer; no me critiques, si
me mato, o algo así de perspicuo, que ya se sabe que la ignorancia es muy intrépida o que a cierta edad se es muy arrojado. Porque la cuestión no radica en que Dios
se vaya a inquietar por su intento de suicidio, sino que el que tiene que estar preocupadísimo por ello, y mucho, es su padre de la tierra que debería intervenir y
aplicarle unos pertinentes azotes en su culito, si se tercia. Se deduce pues que el
padre nuestro que estás en los cielos es quizá un Dios más humano que el humano
dios de Blade Runner, porque aquel quiere al hombre libre, tan libre que lo deja
que mate y todo y no envía a un policía a sancionarlo, a retirarlo. Así que a uno se
le antoja que el padre nuestro que estas en los cielos ha creado al hombre como los
humanos crean también a sus hijos: libres para que incluso no los quieran o los metan en una residencia de ancianos. Lo que pasa es que a veces, le pedimos a Dios
lo que no le pedimos a nuestros padres (terrenales).
Vuelve uno al hotel. Tenemos visita o esperamos tenerla, porque ella nos había
dicho que estuviéramos en la puerta de su habitación a la hora en punto y que nos
tapáramos los ojos con el pañuelo que encontraríamos en la silla de la puerta.
Y estás. A la hora. Frente a la silla del pasillo, y con el pañuelo velando tus ojos.
Y llamas.
Sus tacones se acercan.
Sudas. Quizá hasta luzcas las mejillas rojas.
Pero ella ha abierto la puerta, te ha cogido de la mano y te ha llevado hacia el
borde de la cama, donde te ha puesto la mano en el hombro, y ha apretado suave
hacia abajo para que te arrodilles. Y la obedeces. Allí te quedas con los ojos vendados, mientras oyes cómo se mueve por la habitación. Un sucesivo repiqueteo
sobre el suelo te hace suponer que calza tacones altos y procuras adivinar qué se
propone por la cercanía del sonido. Los tacones se detienen de pronto frente a ti,
pero no te atreves a levantar las manos para orientarte por si se enfada y da por
concluso el juego. ¿Ridículo? Sí, un poco, sobre todo si ella pretende mofarse. O
algo peor. Pero ella te besa tiernamente en los labios y te desnuda con mimo.
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Huele tan bien.
Luego te coge por la barbilla y te dice que saques la lengua. Y la sacas. Ella la
coge con sus dedos y parece que la mira e inspecciona. “¿Te has lavado bien la
lengua con el cepillo de dientes, como te dije?”. “Sí, claro”, le contestas azorado.
Y entonces ella te da la espalda y parece que se ha subido la falda porque sientes
unas cálidas carnes que se pegan a tu cara.
- Lame.
Y tú lames, a tientas, buscando con la lengua entre aquellos dos grandes promontorios que tienes frente a ti. Porque ella esté de espaldas a ti eso está claro,
pues notas sus túrgidas protuberancias pegadas a tu cara. Llenándote.
- Lame –insiste -, no te pares.
Y tú buscas con la lengua hasta que encuentras y penetras la hendidura vertical
que los separa, la tanteas con la punta y la recorres de arriba abajo, y de abajo
arriba. Lamiendo, y lamiendo, de arriba abajo y de abajo arriba. Llenándote de su
carne. Casi no puedes respirar.
- Más despacio...
Y de nuevo, de arriba abajo y de abajo arriba, pero ahora recreándote, recorriendo la raja que los separa len-ta-men-te. Primero de arriba abajo. Y ahora de
abajo arriba. Moroso. Lento. Saboreando la parsimonia de la caricia, su carne, el
sabor a ella que te llega próximo, muy cercano, y las gotitas de sudor que encuentras a tu paso mientras lames lento, muy lento. Despacio. Muy despacio.
- Mete la lengua hasta el fondo -te dice, mientras baja un pie a tu entrepierna y
te acaricia, rozándote ligeramente-. Y como te corras te capo - añade ahora mientras sigue sobándote con el pie.
Y tú te enfrascas y esmeras en lamerla a fondo metiendo la punta de la lengua en
el ojal que encuentras en el centro de la hendidura y hurgas en él metiéndola y
sacándola, y volviéndola a meter. Girándola. Y perfilando el agujerito con la punta. Bordeándolo, rodeándolo, y metiéndola en él, dentro, contorneándolo por fuera, dibujándolo con la punta, y metiéndola dentro, entera, hasta que tus mofletes
topan con sus promontorios y oyes que gime. Y tú aceleras las lamidas sobre el
orificio, más rápido, metiendo la lengua, girándola, metiéndola más adentro, bordeando el agujerito, hasta que se estremece, se estira, y se deja caer sobre la cama. Supones que se ha corrido. Tú, sin embargo, te has quedado a punto.
Y de pronto te echas a llorar, como un niño.
Ella se levanta, se acerca a ti, te coge de la barbilla y lame las lágrimas que caen
bajo el pañuelo que todavía cubre tus ojos.
- ¿Por qué lloras?
- De felicidad.
- Nunca te han querido, ¿verdad?; lo supe por tus ojos tristes en cuanto te vi.
- No lo sé.
-Ya puedes irte –te dice, mientras se va hacia el cuarto de baño.
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Y cuando regresas a tu habitación y pasas junto al ordenador adviertes que te ha
llegado un nuevo mensaje. Y lo abres: «No está mal», te felicita, «pero todavía te
queda mucho para que seas un diestro amante como a mi me gusta. Tendré paciencia contigo si me haces caso y te esmeras. Quiero que pongas la mano vertical,
que cierres el puño y que metas la lengua en el agujerito que se forma en él.
Practica y aprende, y ya te avisaré cuando crea que estás preparado para volver a
verme y hacerme feliz. Pero ya sabes que no puedes gozar sin mi permiso, y si
cuando te apriete las pelotas noto que están menos llenas, te las corto y no me
verás más. Por cierto, ¿cómo se llora de felicidad?»
Y tú que andabas dispuesto a brincar porque por fin le habías encontrado sazón
a algo, de pronto te entristeces al caer en la cuenta de que lo que de verdad deseas o
necesitas, es que te quiera. Sí, que te ame, que no se corte, que te diga que te quiere: «Porque me veas serio no creas que voy de duro», le escribes , «no pienses que
me gustan las distancias, ni guardarlas ni zarandajas de ese jaez. Por favor, quiéreme mucho, sin miedo, y dímelo y repítemelo, porque no soy un chico duro, ni
quiero ser duro; sólo estoy falto de cariño, como todos los gilipollas que se lo
hacen».
Pero, cuando vas a enviarlo, te detienes y no lo envías. Tienes miedo de que se
harte y te deje, porque no la conoces, no sabes de qué va. Quizá te precipites. No lo
envías.
- Como sigas tan solícito, creo que me voy a enamorar de ti –te había dicho en la
puerta de su habitación al despedirte.
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“Porque todo es creer, amigos,
y tan creencia es el sí como el no”.
Antonio Machado
Juan de Mairena
VII. La peregrinación viene por el Puente de Hierro aunque los romeros no cargan con santos, cirios, quincalla y demás miriñaques, sino con atiborradas bolsas
del hipermercado que asoman por las atestadas ventanillas de sus rutilantes coches. La rebelión de las masas, supones; la rebelión de las clases medias y populares imitando en el entorchado y la apariencia a las otras merced al invento de las
tarjetas de crédito, Visa, genuina revolución de las masas. A lo que se ve, claro.
La vida, me pensé, en una erudita conclusión filosóficoexistencial muy propia
de cuando no has merendado, o de cuando no andas muy lúcido y necesitas tomarte
las cosas con cuchara, sentándote a ver pasar la vida. Así que, al llegar al Puente
de Hierro, he bajado a un jardín junto al arenal del río y me he ensimismado en
contemplar cómo por aquí el río todavía baja limpio, antes de meterse en la zona
industrial de más abajo, cerca de Murcia, dónde ya pierde su nombre. Por aquí todavía es río, vergel y cobijo de peces, y, sobre todo, de pájaros, vencejos, que
revolotean por su cauce para cazar insectos o para recoger el agua y llevarla a los
nidos que se guarecen bajo las tejas de las casas bajas de más arriba, por la parte alta de la muralla, por donde asoma la Ermita de San Bartolomé. Una delicia esto de
ver pasar la vida si aprendes a reírte, de los peces de colores. O a buscarle a la vida
su poesía como la de ese verso que guardas por aquí, sí, aquel de Lorenzo Oliván
que tanto te gustó, por su sencillez:
Tiembla la luz de una vela
sólo de pensar lo fría
que se quedará al morir.
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Y es su propio escalofrío
lo que de pronto la mata.
Y te preguntas si la felicidad reside en saber apreciar la poesía, en encontrarle la
belleza a las cosas sencillas que tú nunca has sabido honrar, como ese lamento y
muerte de una vela. Porque tú no eres poeta, claro. Ni lo intentes. Tiene delito.
Así que sacas una revista dominical, más prosaica, y te entretienes con un reportaje que cuenta cómo seremos los humanos en el 2033. Esto de preguntarse
por el porvenir está muy bien y es un solaz muy socorrido entre los ociosos, porque
cuando tienes otras premuras como comer, o con quién vas a echar el periquito, no
andas para mamolas de esta estofa. Y parece además evidente que en el 2033 uno
no va a zascandilear por aquí y que, a estas alturas de la corrida, uno ya sabe que
no va a salir vivo de la plaza, que por muchas vueltas que te des, el culo siempre lo
tendrás detrás, y que a lo más que puedes aspirar, es a evitar que encima te den el
descabello. O el paseíllo.
A estas alturas del cotarro, uno ya sabe que ha perpretado muchísimas estupideces y, lo que es peor, más hórrido, que todavía nos quedan muchas más por diligenciar. Pero símiles taurinos aparte, uno ya sabe qué es lo que no va a vivir, qué
es lo que no va a hacer, qué es lo que se va a perder y, por añadidura, tiene una visión más precisa de qué es lo que sí puede hacer. Nada. Quizá, ver pasar las borregas año tras año por las cañadas, contar nocheviejas o embelesarte en contemplar
cómo te crece la barba, porque ya sabes que el infierno es un lugar que está en la
tierra, y que te enreja cuando pierdes toda ilusión o esperanza, y sólo te queda esa
supervivencia animal, donde los muertos entierran a los muertos.
Como esas ratas que ahora se escabullen entre los juncos y las piedras del río,
animalicos de Dios, tan desairadas y numerosas porque como ya deben saber que
provocan repelús se reproducen al tuntun, por miles, para procurarse el éxito estadístico de la supervivencia. Una molestia que no tienen esos otros animales tan
monos, como los osos pandas y los koalas, por ejemplo, tan admirados por los niños y por añadidura con su continuidad asegurada y sin la urgencia de procrear a
mansalva, como las feas ratas, para tener más posibilidades aleatorias de sobrevivir. Pero, ¿ocurre esto también en los humanos?, ¿se aparean los guapos con las
guapas?, ¿las mujeres bellas siempre viajan en el otro barco, según Cortázar?, ¿los
primeros moradores de la Tierra se reencarnaron en sus hijos?, ¿eran listos Lepe,
Lepijo y sus cincuenta hijos?
No sabemos, pero por el puente viene apresurado Juan Carmelo del Carmelo,
restregándose un pañuelo por la frente. Y se para. Sí, pero ¿qué ocurre? Pues nada, y mucho, porque dice que aquel que se había acercado a la piedra para morirse
había sido desalojado por la guardia civil; y dice que el lugar lo han tomado unos
okupas que pretenden instalarse allí con tiendas de campaña; y dice que los naturalistas han solicitado la intervención de la Comunidad Autónoma por ver de parar la
capitalización de un paraje histórico; y dice que los vecinos han pedido que se
compre el lugar para que se dedique a parque público; y dice que la Iglesia quiere
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la intermediación del Vaticano; y dice que el alcalde ha dicho que preservará el orden necesario para la convivencia.
De acuerdo, don Carmelo, siéntese aquí en el banco y no se haga usted mala
sangre. No, si mala sangre no se hace: lo que ocurre es que todo este desbarajuste debe de ser por el lucro cesante. ¿El lucro cesante? Pues sí, siempre que hay alguna marrullería hay que buscar el lucro cesante porque todo es por ahí, seguro, ya
que allí donde pongas un pie hay lucro cesante de tal forma que la sociedad entera
es lucro cesante porque si no produce pierde de ganar. «Y menos mal», añade,
«que por ahí se manifiestan los movimientos antiglobalización que luchan por
impedir que los países ricos impongan todavía más su prepotencia económica y
aumenten así las desigualdades».
Y uno no sabe qué decirle, ¿sabe usted?, porque parte de razón tiene, pues los
países prósperos ya se sabe, a lo suyo: yo te vendo a ti un ordenador, aunque yo no
te puedo comprar nada, lo siento, porque tus acelgas están muy mal cuidadas; pero
te vendo este abono para acelgas que no te podré comprar de todas formas, lo siento, porque tu vecino me las da más baratas; pero si me compras esta metralleta
podrás echarlos de donde cultivan y podrás entonces vendérmelas, una vez que pagues los intereses de la deuda. Así que no atinamos a comentarle nada más porque,
aunque coincidimos con los que propugnan la Tasa Tobin para penalizar a los movimientos especulativos y para ayudar a los países pobres, no sabíamos que más
podíamos hacer. Bueno sí, eso y la condonación de la deuda externa y la aplicación del salario básico universal que algún día, como la medicina, se popularizará y
se prestará a todos por igual y no como un logro del estado del bienestar, sino
como el mínimo de la decencia. El punto de arranque.
Esto, claro, no significa que un servidor sea un voceras contra las maldades de
la decadente sociedad occidental. No. No es eso, porque si la sociedad occidental
no fuera la hegemónica, lo sería la Rusa o la China y uno, con los chinos, sólo
tiene en común la paella. Bueno, con los valencianos. Con la occidental tiene más
cosas en común, empezando por el lugar de nacimiento, porque creo que uno ha
nacido en la sociedad occidental y nos pilla más a mano. La del velcro. Y la del
condón.
No, lo ideal sería que no prevaleciera ninguna sociedad. Cierto. Y que los Reyes Magos no sean los papás, pero la vida es muy suya, ¿sabe usted?, y hay que
destetarse y dejar el dibujo de las palomitas de la paz para las clases infantiles de
preescolar. La libertad se conquista. Y se defiende. Por ejemplo, la libertad de que
aquí los extranjeros puedan llegar a ser alcaldes y gobernarnos, mientras que tú allí
no puedes ni pensar en voz alta. O en alta-voz.
Y no sabemos, don Carmelo, se le dice, porque uno últimamente duda de casi
todo y mayormente desde que seguimos los consejos que nos dio un amigo, después de que un tipo hablara mal de nosotros y consiguiera así que no nos dieran un
trabajo. Y es que el amigo aquel decía que, pese al daño que nos había hecho
aquel fulano, no deberíamos devolverle el golpe pues lo haríamos muy feliz, porque eso era lo que él pretendía al atacarnos: que respondiéramos, que mostráramos
que nos había hecho daño. “Acción, reacción, acción”, decía. De acuerdo, se le di-
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jo, pero entonces deberíamos hablar con los que lo frecuentaban para evitar que
siguiera haciendo daño. No, eso tampoco, porque es lo que él espera y entonces
habrá vencido y conseguido su propósito. ¿Y si voy y le digo que lo perdono? No,
porque entonces él dirá: «asqueroso humanista» y se quedará más contento. ¿Y si
le muestro mi indiferencia, para que al menos se dé cuenta de que nos ha hecho
daño con su mezquino comportamiento? No, eso tampoco, porque es lo que él espera y se sentirá muy ufano, por lo que habría que hacer algo que él no se espere
porque eso es lo que lo escarmentará. ¿Por ejemplo? Pues, por ejemplo, si tú
mismo te pegas bofetadas por la calle, él se quedará muy dolido porque no lo tenía previsto; no se lo esperaba.
Y nos despedimos de Don Juan Carmelo, hasta más ver, porque aunque nos
preocupara la previsible injusticia que podría ocasionar el libre flujo de capitales,
también es cierto que como no nos avispáramos y aplicáramos en lo nuestro,
tendríamos que acongojarnos entonces por el escaso flujo de los propios, pues no
tendríamos ni para pagar el hotel. Así que, sopesando esta contingencia, nos encaminamos hacia el pueblo; subimos por el camino que corre bajo el balcón del
Muro, y ya en las inmediaciones de la Plaza Mayor, pasamos junto a Doña Timorata Timorata y Sáenz de las Angustias: una vecina cercana a la cincuentena, que
viste con un ligero traje y unas zapatillas sobre las que caen las medias, mientras
brega por la acera con una escoba y una fregona.
Timorata Timorata y Sáenz de las Angustias barre con desparpajo la parte de su
acera, procurando no pasar a la parte de la vecina, para lo que establece visualmente una escrupulosa línea perpendicular a la fachada que corta el inicio/final de
la suya y el límite de la siguiente, la de la vecina, sin que el garbo saleroso que le
arrima a la escoba la lleve a sobrepasar ni en un milímetro esa línea Maginot vecinal. Timorata Timorata y Sáenz de las Angustias se afana por los rincones y recovecos de su zona, picoteando barrida por aquí, barrida para allá, ahora me paro, me
echo el torso de la mano a la frente y digo: “No puedo más”. Timorata Timorata y
Sáenz de las Angustias no puede más, ya se ha dicho, pero ella sigue trajinando
porque tiene que mantener a sus cinco hijos, al golfo de su marido Pascual Rodríguez de oficio talabartero y de vocación crápula borrachuzo, y a un caniche que se
le antojó en la Exposición Universal de Sevilla.
Timorata se llama en realidad Angustias Sáenz, pero la llaman Timorata Timorata y Sáenz de las Angustias, porque la gente se conduce muy malamente y no le
perdona, además, que vigile por las noches, artillada con su escoba y una linterna,
a las parejas que acuden al Paseo Ribereño. Y que, luego, por la mañana, recoja
en una bolsa los condones que han quedado por allí chuchurríos, y que se plante
con ellos en el Ayuntamiento, para denunciar ante el alcalde los pecados de la juventud pervertida que no tiene temor de Dios.
Timorata Timorata está casada con un alcohólico y ella es histérica, pero lo que
no se sabe es si ella es histérica porque él es alcohólico o él es alcohólico porque
ella es histérica. Timorata Timorata es que es muy suya y cuando acude a donde el
cura se arrodilla, se persigna, y se confiesa de los pecados de los demás, porque es
que, «verá usted, padre, mi vecino es un sinvergüenza y no me deja vivir, mi ve-
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cina es una pécora, y mi marido un cerdo que sólo piensa en lo mismo». «¿Y los
tuyos Timorata?» «Yo, bien, gracias, vamos tirando».
Timorata Timorata nos saluda mientras sigue barriendo, murmurando, barriendo
y murmurando algo así como que no hay derecho, que vaya usted a saber dónde
vamos a ir a parar y que las cosas están muy malas. ¿Malas? Pues sí, lo que yo le
diga, porque acaba de decir la radio que la Guardia Civil ha desalojado a los okupas esos de la Chinica, que ya iba siendo hora, que es que van como locos.
Y nos despedimos y ponemos la radio para saber más, pero sólo atinamos a oír
que una patera ha sido detenida en el Estrecho, cargada de nuevos consumidores,
cuando procuraban llegar a Isla Capital. No dicen más de los ocupas, aunque ahora
informan de que unos científicos de la Universidad de Kyoto, en colaboración con
el fabricante de vidrio Central Glass Co, han anunciado la creación de una nueva
tecnología de almacenamiento de datos capaz de guardar 1.000 gigas en un cubo de
vidrio de un centímetro de lado. No, esta emisora no es. Quizá por esta otra por la
que dicen que el Ayuntamiento ha suspendido cautelarmente la concesión de la licencia a la compañía MacMarguer, hasta que no se sepa más sobre los cuerpos que
se supone que se esconden debajo de la piedra. Y también que el cadáver de un
emigrante lituano ha sido encontrado en el vertedero que se ubica a la entrada del
pueblo por la antigua carretera nacional 301 Madrid-Murcia. Según informaba el
periódico La Verdad, por medio de su corresponsal Antonio Semitiel, el cuerpo
fue encontrado por un recogedor de chatarra mientras hurgaba en las basuras. El
emigrante parece ser que llevaba meses viviendo entre desechos y alimentándose
de restos que encontraba en las basuras. Y uno se descubre de pronto desazonado y
con esa aflicción que te asola, cuando te ves baldragas o impotente para solventar
ciertas injusticias y gravámenes y sabes que no puedes hacer nada. ¡Muerto entre
los despojos de un basurero! Un epílogo glorioso para la sociedad del bienestar, a
dos palmos de las sales de frutas.
Será mejor regresar al hotel y averiguar si tienes alguna noticia de ella, de la
chica aquella que al menos te daba una cierta esperanza de poder pararte en el camino, buscar la posada y mirarlo todo con una pizca más de ilusa ilusión. En la posadera. Pero mejor así que en aquellos otros tiempos de zozobras y desazones,
cuando al levantarte buscabas la botella de whisky por debajo de la cama para
calmar la angustia, y el tembleque mañanero; y si no aparecía, malo, problemas,
salir a la calle a buscar otra, cuando todo el mundo te daba la espalda; cuando pedías dinero por las calles y los demás se cambiaban de acera para evitarte y tú tenías
que recurrir a las maduras extranjeras adineradas que remoloneaban por las cafeterías de ciertos hoteles de Palma y que, a cambio de acariciarte la polla por encima
del pantalón, te invitaban a muchos tragos de whisky, a pelo, de un tirón, porque
cuanto antes te los bebas, antes te sube y así sientes menos la aversión por estas
señoras que se aprovechan de un pobre desgraciado. O son ellas las desgraciadas y
tú el que te aprovechas. Pues vaya. Menudas parejas, extrañas parejas, según dicen.
Y sí, tenías un correo. Y te invitaba a acudir a su habitación como siempre y
además te dejaba entrever qué se andaba cociendo: Ahora mismo estoy sentada escribiéndote y siento cómo me excito nuevamente al saber que eres mío, sólo mío, y
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puedo notar como mis pezones se endurecen sin tocarlos. Estoy relajada, con las
piernas abiertas, pero al pensar en ti, en lo que te voy a hacer, empiezo a sentir
cierto cosquilleo y dejo que esa sensación me llene por completo, y, cuando no
puedo más, cierro los muslos con todas mis fuerzas, de modo que pueda apretar
el clítoris con los labios y así los mantengo un rato, mientras me tenso toda, como
cuando se siente la embestida de la polla que te penetra, y repito la operación varias veces, hasta que casi me corro. Pero me faltas tú.
Se supone que estas cosas te las dice para provocarte, aguijarte y tentarte, por lo
que te propones seguirle el juego y te dispones ávido a complacerla pues después
de todo estás allí porque quieres, libremente, porque aquella tarde que balbuceaste
cierto atisbo de duda, ella se levantó y te señaló la puerta. Y no saliste. Eres como
esos animalitos que cuando les abren la puerta de la jaula no quieren escapar. Y
además, sólo es un juego pícaro, divertido y perverso. Muy pícaro. Sí, se repite lo
de pícaro, pero habíamos quedado en que has entrado de nuevo en la habitación
con el pañuelo en los ojos y que ya andas desnudo, arrodillado entre sus muslos,
mientras ella se sienta en el borde de la cama.
Y tanteas con la barbilla entre sus piernas y llegas a sus muslos abiertos. Huele
tan bien. Y pegas tu cara a ellos para sentirla plena, entera, pero ella te sujeta del
pelo y te la planta muy cerca, casi rozando su braguita a escasos centímetros de
su sexo, que casi es tuyo al intuirlo tan próximo, a través de la transparente y fina
tela. Muy cerca, tan cerca que te sabe a hembra, en celo, y quieres acercarte más
para besarla, para comértela; pero ella te tira del pelo para impedírtelo y te quedas allí plantado cerca de su abultado sexo, sintiéndolo cercano, pero sin poder saborearla. Y te notas abajo excitado, erecto, congestionado. Y ella se conoce que
también lo ha advertido porque ahora te acaricia con un pie, despacio, muy despacio: quizá para torturarte a fuego lento, para que te cuezas al no poder culminar. Si
será puta.
- Con sólo ver el placer que te provoco me excito –te murmura ladina al oído.
Sí, claro, pero te está enviciando, ¡vaya!, y te gusta, ¡so cabrón!, qué vaya pedazo de crápula que andas hecho, porque no es así como has de obrar. Lo llevas mal.
Te lo tengo dicho: A ellas no les va eso, tienes que hacértelo de duro, echar una
de cal y otra de cal. Y otra de cal. Y otra. Hasta que se rinda, se ofrezca y te diga
aquello que ya te han dicho tantas otras: “Soy tuya, golfo, haz conmigo lo que
quieras”. No seas huevón, que por ahí no es. Vas mal. Lo normal es levantarte,
plantarle cara, cogerla por la cintura, apretarla fuerte con tus brazos y dejarle bien
clarito que está con un hombre, con un macho sediento de hembra que se basta solo
para ponerla a cuatro patas, cogerla del pelo, tirar de él y penetrarla hasta el fondo, hasta topar contra su útero, hasta que tus pelotas reboten contra su pelvis, hasta
el fondo de su alma. Y dejarla escocida, bien escocida, para que se entere de quién
manda aquí, faltaría más.
Pero sigues allí, quieto, saboreando el instante de tenerla tan próxima, y de saberla excitada y voluptuosa al ver que andas excitado, porque a ti te excita que a
ella le excite que a ti te excite el que a ella le excite el que a ti te excite. Vaya pare-
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ja, sois tal para cual. Pero ella te aparta ahora, se quita la braguita, te coge del pelo, aprieta tu cara contra su sexo y coloca la pantorrilla sobre tu nuca para aprisionarte contra su hermoso coño, contra ella. Sobre ella. En ella.
- Lame –te dice
Y tú metes aún más la cabeza entre sus muslazos y lames y lames, arrebatado
para chuparla, comerla y chuparla desenfrenado. Restregando voraz tu lengua por
la raja, de arriba abajo, de abajo arriba, y embebiéndote de ella, de su placer, del
rocío que ya salpica tu boca, hasta que notas que se estira, que tensa los muslos y
que se corre entre arcadas y gemidos, sobre tu cara. Tienes las mejillas y la boca
húmeda. Y un pequeño pelo asoma por tus labios. Y abajo continúas duro, congestionado y sin visos de aliviar la tirantez, por lo que te quitas el pañuelo, coges su
pie y te lo restriegas desesperado, procurando no terminar, porque recuerdas que
no puedes gozar sin su anuencia, que has de guardar su fruto en tus pelotas ya congestionadas, duras, pesadas, llenas. Es suyo, te dices, tratando de convencerte de
que no puedes pecar, por lo que, antes de desbordarte, paras, pero no puedes...
parar; no puedes y te vas, o te vienes, con un orgasmo que jamás habías sentido.
¡Si será zorra!
Pero ella se ha dado cuenta de tu añagaza y se ha levantado, te ha apartado y se
ha ido al centro de la habitación. Y la ves desde allí abajo alta de agujas, con su
collar de perlas ciñiéndole el cuello, con las manos en la cintura y con el traslúcido
tanga ya puesto que te permite ver los abultados labios de su sexo. Y sus pechitos
danzando al compás de su agitada respiración. Está de muerte. Pero también parece seria y enfadada.
- Vete y no vuelvas hasta que yo te llame.
¿Te ha castigado? No sabes. Pero te apañas como puedes y te diriges a la puerta. Desde allí te vuelves y la miras. Nada. Ni un gesto. Sigue en su postura y
además parece seria, de verdad. Y te vas. Desde luego estaba fascinante, te dices al
recordarla allí plantada ante ti, seductora, con su pelo muy cortito, sus pezones oscuros, sus muslazos de mujer dura, recia.
Pero es que todo no había sido tan así, tan ceñudo, porque la otra tarde había
bailado contigo, te había abrazado y te había besado con una efusiva dulzura. Había puesto una cinta en el casete, creo que Memorias de África de John Barry, porque decía que te iba a enseñar a oír música. ¿A oír? «Sí, a oírla porque no sabes,
los hombres no sabéis oír música: solo sabéis escuchar y no es lo mismo». Luego
te había echado los brazos por el cuello y había apoyado la mejilla en tu hombro.
«Ahora óyela», te susurra; «y estate quieto, no te muevas. Así: abrázame fuerte,
sujétame por la cintura, déjate llevar. Apriétame. Dime que me quieres. Más, más
veces. Mete la pierna entre mis muslos y súbela hasta acariciame suavemente con
la rodilla. Te he dicho suavemente. Así, así, pero abrázame, bésame con ternura y
dime que me quieres. Bien, vas aprendiendo. Todavía te queda mucho, para que
estés a mi gusto».
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Así habíais estado durante toda la tarde, entre mimos, ternuras y besos, por lo
que lo más probable es que cuando se le pase el enfado vuelva a llamarte, porque
quizás sólo quiera castigarte por tu atrevimiento al tener placer sin su beneplácito y
te va a tener en ayunas, sin verla durante unos días, sólo unos días. Será mejor esperar.
Y esperas.
En la habitación, donde con el fin de distraerse, puede uno poner la radio y enterarse de que los ecologistas se oponen a la ubicación de la hamburguesería
MacMarguer. O donde puedes descubrir que no tienes ningún criterio sobre este
asunto porque dudas de algunas cosas, de muchas cosas, de casi todas las cosas.
Veamos: si suponemos que en tiempos de los romanos también se manifestaban
los ecologistas, el que hubiera mandado construir el Acueducto de Segovia, esa
gran canal de agua, podría haber sido sojuzgado sin escrúpulos, porque evidentemente esa obra pública era atentar contra el medio ambiente. Ahora es patrimonio de la humanidad. Pero no sabes.
Y apagas la radio.
No andas como muy sagaz desde que ella te ha cogido por su cuenta o desde
que te tiene encoñao, dicho de una manera más a lo corriente. Debe de ser también
porque uno ha cambiado y ya, por ejemplo, no te parece tan ridículo bailar bajo la
lluvia. Con ella. Ni ya te espantan como antes las películas de Rock Hudson y esa
cándida virgen Doris Mary Ann Von Kappelhoff (Doris Day), patrona de las feministas e imagen opuesta a la salvaje Marilyn Monroe, que, aunque también parecía
medio boba, al menos follaba. Aunque donde esté Ava Gardner, fuera máscaras.
Y además, hace calor y, como uno es alérgico al metalúrgico aire acondicionado, se queda tumbado en la cama, en penumbra, quizás a oscuras para aminorar las
calores. Cuando aplasta la solana lo cabal es andar desnudo y apagar la luz. No
moverse, estarse quieto, respirar pausado y dejarse llevar por la extensión de la oscuridad. Se está bien así, sin moverse, respirando despacio; aunque de pronto notas
que la cama vibra, que las paredes tiemblan y que los cuadros se balancean. Al rato, el diapasón vuelve a la calma. La oscuridad de nuevo se aquieta.
El terremoto se produjo a las 16:00 horas GMT con una intensidad de cuatro en
la escala de un tal Reitcher, según informó posteriormente el Instituto Geofísico,
Astrofísico y Geodésico de Ricote, torciendo a mano izquierda según se baja para
Mashachusets. Aunque en un principio no produjo males mayores, parece ser que
provocó grietas en algunas vetustas casas, pequeñas avalanchas de los montes, el
cierre de algunas carreteras comarcales y sobre todo, miedo, mucho miedo entre el
personal que se tiró a la calle aquejado de una enorme ansiedad por saber: ¿Qué ha
pasao?, ¿qué ha pasao?
Así es que enciendes ávido la luz y averiguas por la radio que pese a que el
temblor no había producido desgracias personales si se había ocasionado efectos
colaterales, porque la Chinica se había movido y había dejado al descubierto una
maleta que contenía los DNI de algunos vecinos que habían desaparecido hacía
tiempo. A saber: Amador Torres Sporwáter, Manuel Piedrahita y Maruja Cienfuegos.
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Pues vaya. Uno sabía que Amador Torres Sporwáter era un forofo de los deportes y de las actividades al aire libre, que cuando no andaba corriendo andaba trotando, pero siempre en marcha. Amador Torres Sporwáter había intentado batir todas las marcas, dejar zanjado el asunto de la superación personal y alcanzar el hito
señero de que tras correr dando vueltas por la pista, pudiera llegar a tocarse su
propia espalda. Se entrenó duro para el menester. Pero un día comprendió consternado que si lo conseguía llegaría otro que ampliaría el diámetro de la pista para encarecer aún más la marca de tocarse la espalda y así seguirían de pista en pista, sin
límite. No tenía sentido. Lo dejó. Y una mañana salió de su casa con una antorcha
y comentó que se iba a Grecia a pedir fuego, a encenderla por lo de los Juegos
Olímpicos y para emular lo del espíritu deportivo y todo eso. Todavía no había
vuelto.
Manuel Piedrahita era otro deportista de tronío aunque, en este caso, en la escalada de peñas, riscos y alta montañas, que enlucía su currículo con el remate de
las cumbres más altas del planeta. Manuel Piedrahita era un reconocido deportista
de elite, al que sus proezas le habían sido reconocidas mediante sucesivas placas,
medallas y torrotitos. Manuel Piedrahita era hijo predilecto de la localidad, porque se supone que paseaba el nombre del pueblo allí por donde iba y ayudaba a
unir lazos entrañables, que es una cosa de mucho relumbrón y burbuja, que se dice mucho, mayormente, en esos actos a los que el personal acude enjaezado y cuellierguido para agraciarse con placas, tuya, mía, y todos tan fraternos. Y tan guapos.
Manuel Piedrahita andaba pues campanudo de sus méritos, proezas y hazañas,
y su madre incluso se ufanaba de que era un primor, una ricura, una cosa hermosísima de hijo.
- Ha subido a todas las montañas más altas del planeta- solía presumir ergullida,
mientras esperaba para comprar el pan o los boniatos.
- Y sin necesidad –le replicaban.
- ¿Cómo dice?
- No, que digo que tiene más mérito porque no había necesidad de subir.
- Bueno, pero es que el subir a las montañas más altas del planeta es un reto
enorme porque es la demostración palpable de la lucha del hombre contra sus imposibles, sus aspiraciones, y sus handicaps.
- ¿Y para masturbarse necesita subir tan alto? –le podía preguntar alguna de esas
personas, que suelen ser muy maledicientes y que sólo saben criticar.
- Bueno, hay algunos que se van a la India, se masturban en el río Ganges y luego vuelven -podría ella argumentar en su defensa.
Pero eso ya es pensar muy malamente, porque a Sartre te lo llevas a la India, o
al Nepal y no se pajillea sino que te escribe La náusea oriental, o sea; pero volvamos al estribillo sí, porque decíamos que por la piedra también había aparecido
el carné de Maruja Cienfuegos, una chica que militó en los años ochenta en el
Frente Patriótico Reconstituido 2ª Quincena de Octubre y que participó muy dicharachera en las protestas de París del mayofrancés del 68, en aquella revolución
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adoquinera y romántica como todas, pero perdida, también como todas, porque
cuando triunfa deja de ser revolución y se convierte en régimen conservador, en
Ancíen Régime. Nunca se disuelve al llegar al poder. “De la revolución a la dictadura” podría ser el asunto de un ensayo sobre esto, que parece tan obvio. Y que es
tan obvio. Pero nadie escarmienta. Maruja Cienfuegos era una activista comprometida que creía que las masas no se revolvían contra el sistema porque había policía,
tenían miedo a perder su seguridad, y estaban aleladas con una especie de embeleco de que ellos también podían hacerse ricos algún día. Es probable, sí. Y también
podría ocurrir que ella no pudiera asumir que sus queridas masas no se sublevaban
porque preferían tener un pequeño sueldo y algo de libertad, antes que rebelarse
para no tener ni sueldo ni libertad. O para darle su libertad y su sueldo a un capullo
dictadorzuelo caribeño, y a su partido único.
Y es que Maruja Cienfuegos parece que no se había enterado de que las masas
ya se habían rebelado y mucho, saltando en tropel el muro del tirano, el de Berlín,
para derribarlo con sus propias manos, a pico y pala. ¿Te acuerdas? ¡Qué poesía!,
Maruja, mientras la televisión retransmitía a todo el mundo cómo las masas lo saltaban, y se abrazaban llorando a los policías capitalistas suplicándoles la esclavitud a su decandente sociedad. Qué noche la de aquel día, Maruja, mientras tú les
gritabas desde tu chalet de Cabo de Palos para que dieran la vuelta, para que saltaran otra vez el muro y volvieran a construirlo, en aras de la libertad.
Pero en fin, le cuento que Maruja Cienfuegos ejercía de enfermera, y había
apadrinado a un negrito, no del Dómund porque eso era de fascistas cristianos, sino
un negrito no-Dómund de una ONG sin fronteras, porque ella, obviamente, no era
religiosa sino onegerosa. Maruja Cienfuegos ejerció hace años de misionera atea,
de solidaria voluntaria de ONG en Bolivia, pero, al contrario que las fascistas cristianas que lo hacían de gratis, ella cobraba un digno sueldo y se retrataba en los periódicos cuando venía a blasonar sus andanzas de misionera solidaria. Atea, por
supuesto. Y cobrando una pasta gansa, que lo otro era explotación. Maruja Cienfuegos ponía en los prolegómenos del polvo música clásica, se fumaba un porro,
se encomendaba al retrato del Ché Guevara y se echaba luego entre suspiros y
vahídos sobre la cama, digo, sobre el cúmulo de cojines sobre el suelo, que había
adquirido en el mercadillo artesanal de Cabo de Palos, y sobre los que se lo hacía
de aquella manera porque ella tenía sus reparos para no hacer ciertas cosas, como
aquella de que su amante la follara a lo perrito, faltaría más.
- ¡Pero qué te has creído: yo soy una señora! - decía muy digna en su papel, la
señora.
Éste era el listado de los carnés aparecidos al moverse la china de su asentamiento, aunque tan leve meneo no había permitido verificar si aquellos otros
cadáveres del huertano y de los bueyes que se suponía que también andaban bajo la
piedra, seguían por allí enterrados. O no. Nada se sabía de ellos porque según
había informado la autoridad correspondiente, la piedra se había movido pero no
mucho, y sólo había permitido atisbar una parte de lo que parecía una maleta. Luego habían tenido que escarbar para sacarla.
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Y Doña Cordelia Ramírez Benítez de Aceituno y Sáez de la Carrasquilla, que
había vuelto a insistir en que los desaparecidos habían sido tragados por el agujero del infierno, que tapaba la roca; que allí debajo habitaba Satanás y que no se
debería tocar la piedra porque al quedar libre el hueco que bajaba al infierno,
vendrían muchos males a la tierra. Y las asociaciones de vecinos, que habían presentado una propuesta en el Ayuntamiento para que la zona se declarara de interés
turístico dada la notoriedad del lugar. Y Al Martínez Capone que había recabado,
por su parte, la concesión de una licencia para ubicar sillas en el entorno de la
Chinica y alquilarlas a los que por allí se personaran.
Aquello se precipitaba y uno andaba todavía sin concretar el asunto, sin encontrarle al pollo la molleja, pese a que andábamos ya por esas fechas que llaman el
veranico de los membrillos y que concurren con la celebración de San Miguel:
cuando todavía se producen altas temperaturas a pesar de mediar ya el septembrón.
Y cuando se recogen los membrillos. No teníamos ni una hebra de la que tirar para
encontrar la maeja. Ni ganas. En esta adversidad uno se refugia en sí mismo, esperando que las sombras se desvanezcan y la luz, luzca, mediante el formulismo
de bajar la cabeza, meter la manos en los bolsillos, salir del hotel, e intentar pasar
desapercibido hasta que desaparezca la galbana. Porque a veces no se tiene ni el
ánimo ni el acicate para empezar de nuevo pues uno puede procurar enderazarse
otra vez con veintitantos intrépidos años, pero a ciertas prostáticas edades ya se
está harto de aspirar a ganarle a la vida y te conformas con regatearle un tentempié, a la baja, pongamos que con una tapita del Ave Fénix, por favor, con aceite y
muy hecha. Y a veces ni eso. No te acompañan las fuerzas, ni los arrestos, como
por ejemplo a esos dos que ahora se empujan frente a ti mientras que una chica los
mira. Y espera.
Se trata del Festolín y del Calzas, dos propios muy propios de El Argaz. El
Festolín es bajito, pero más musculoso que el Calzas, a fuer de currarse muchas
horas y horas de pesas y demás ejercicios físicos privativos de los pepitos chulopiscinas de barrio. Por eso, el Festolín, después de cruzar los dos primeros empujones, por aquello del tanteo intimidatorio, no se anda con sutilezas; pega un salto y
le arrima un cabezazo en la cara al Calzas, que se lleva raudo las manos a las napias, se las mira y se pasma al ver cómo la sangre aparece entre sus dedos. Se agacha y se queda allí, en cuclillas, con las dos manos en la cara. Fin.
El Festolín se aleja de allí silbando, mientras que el Calzas se queda a solas en la
despiadada clausura del derrotado, y con su amor de madre, claro, porque él no va
a denunciar al otro a la Guardia Civil, por supuesto, porque él no es un chivato. Pero su madre sí. La niña, la mujer por la que parece que habían diligenciado el pleito, se va detrás del Festolín, del ganador, unos pasos detrás de su macho, según la
versión posterior de sus amigas.
Luego también se supo que los dos tenían otras cuentas pendientes, tanto por
deudas por la venta de drogas, como por un coche robado, o por el uso de una vivienda social que uno de ellos disfrutaba, después de romper los ladrillos que Servicio Sociales había colocado en las Casas Blancas, para impedir que tras el desalojo fueran de nuevo ocupadas.
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Y uno se aleja de allí, sin ánimo para regocijarse por la singular diversidad y
riqueza de la condición humana, o para tomar nota de aquellos vestigios persistentes de la España botijera inmortal roja y gualda. Y se dice vestigios, porque
afortunadamente por este cigarral patrio, ya no se estilan los tremendismos, las
tragedias, los lopes y los calderones. No molan. Porque antaño, por pisar un callo,
se iba a la guerra civil, a darle el paseíllo, a fusilar al vecino aquél que nos caía tan
mal, porque su burra nos había quitado el sitio de nuestra burra. Cuestión de aparcamiento. Ahora somos más civilizados, más demócratas y sólo nos cagamos en
sus muertos. Pero sin querer, claro.
Pero no andaba un servidor para limpiar los lamparones de la Historia, ni para
descifrar glosas emilianenses: precipitamur/nos non kaigamus/nosotros no nos
arrojamos, o sea, que no estábamos para nada, porque con este tiempo tan raro no
sabe una qué ponerse. Y porque añorábamos a aquella chica que olía tan bien, y
me desasosegaba el no saber si seguía enfadada. Debería volver al hotel para saberlo. De prisa. Corriendo. Y una vez en la habitación, me he abalanzado sobre el
ordenador. Sí, tienes un correo. Y te invita a acudir a su cuarto.
Y poco después me ha cogido de la mano, me ha llevado junto a la cama, ha
comenzado a quitarme la ropa y cuando me ha tenido desnudo, me ha empujado
sobre las sábanas, se ha subido sobre mí y se ha encabalgado sobre mi entrepierna, sobre mis muslos. Y uno la mira y la ve allí, tan hermosa y tan mujer, mientras
frota sus pechitos sobre tu pecho, sus pezones con tus pezones y su sexo sobre tu
sexo, aplastado bajo su peso. Y deduces que ya está desnuda y que no lleva braga
porque el vello de su pubis te roza abajo, donde ya andas duro, envarado. Y es que
se ha sentado sobre tu vientre, ha pegado los labios de su sexo sobre tu dura verga
y ahora se refriega y refriega sobre ella, resbalándose y restregándose. A veces,
eleva un poco el culito con el propósito de rozarse más ligeramente, sin hacer fuerza, para que tú no sientas tanto la caricia y aguantes más: se conoce que no quiere
que nada la interrumpa y menos una intempestiva erupción. Pero ahora se eleva
un poco, te la coge con la mano, la apoya sobre la boca de su sexo, y se empuja de
golpe hacia abajo, quedándose ahí clavada. Quieta. Montándote y con las rodillas
apretando tus costados. Clavada sobre ti. Quieta.
- La noto aquí –te dice mientras te lleva la mano a una zona cercana a su ombligo.
Y tú le suplicas que se mueva de arriba abajo, para provocarte el roce, por favor, y que puedas también gozar, por favor; pero ella te sonríe maliciosa y se
queda quieta, pellizcándote los pezones ligeramente, rozándolos, pellizcándolos
con sus cuidadas uñas. Y sonriéndote, malévola, mientras permanece montada
sobre ti, clavada, quieta, pero abriendo y cerrando los músculos de su vulva sobre
tu palo enhiesto, tieso. Y te suelta, te aprieta, te suelta, y te aprieta; cerrando y
abriendo los labios de su coño sobre tu dura polla, abriéndolos y cerrándolos,
apretándote y soltándote, pero negándote el roce de arriba abajo: el orgasmo.
- Tienes que aprender a dar placer –te dice al ver tu cara de apuro.
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Y así permanece sentada sobre ti, quieta, pero cerrando y abriendo los labios de
la vulva porque se conoce que se está masturbando la muy víbora, apretándote y
soltándote, cerrándose y abriéndose, mientras que tú te cueces a fuego lento, porque te falta el mete/saca habitual en estos trámites y diligencias, y te consuelas
disfrutando de la magnífica estampa de verla allí arriba, sobre ti: bella, muy bella,
y con sus pechitos bailando danzarines al compás de su agitada respiración. Y así,
hasta que se echa hacia atrás apoyándose con las palmas de las manos, arquea el
pubis y vuelve sobre ti para extenderse exhausta. Sus mejillas relucen y unas gotitas de sudor brillan por su frente. Se ha corrido la muy zorra sin contar contigo, y
ahora se queda sobre ti arremansada, respirando entrecortada, brillándole los ojos a
hembra satisfecha que saborea la quietud tras el placer. Y tú la miras y la ves más
bella aún, después de gozar.
- Dime que me quieres –te ha susurrado en la puerta antes de despedirte con un
apasionado beso en los labios.
Algo más tarde te estás ya duchando cuando recuerdas que tienes que enviar algo al editor, quizás un anticipo de lo que llevas indagado, no mucho porque la verdad es que tampoco tienes nada. Más contrariedades. Sales de la ducha y te secas.
Has de volver al trabajo. Ella te había dicho que ya te avisaría. Y se siente uno mejor, al pensar en ella, al saber que está, que existe.
Y tan rozagante que al salir del hotel empiezas a fijarte en todo, en los pequeños
detalles que en otras circunstancias no nos habríamos fijado, como esa pintada que
algún ingenioso ha escrito en un muro de la entrada: “Dios no existe, son los padres” que me hace sonreír y cavilar. Pero no; tampoco nos vale porque la náusea
no le viene a Sartre porque sus padres se la hubieran inculcado, sino por su evidente soledad ante la muerte, ante la insulsa vida del decorado, y como reflexión del
abismo del individuo ante la soledad de su destino. No nos vale. La siguiente. «Por
el porro hacia Dios». Y sí, puede tener su aquél, porque si a todos los tontos se les
aparece la virgen, a todos los gilipollas que se fuman un porro se les aparece el
espíritu de Buda. La siguiente. No hay más.
Lo dejamos. No anda uno para amoscarse por cualquier hebén, porque el tiempo no acompaña, pues andamos ya encabalgados en el otoño, cuando se auguran
esos días mustios sin ton ni son, sin chicha ni limoná, en los que si te sientas al sol,
te da el sofoco y si te vas a la sombra, te viene el fresco. Pero antes de llegar al
Puente de los Nueve Ojos, anterior al de Hierro, se fija uno en la pared cuarteada
de una casa de labranza de la que cuelgan los jirones de los carteles que en su día
anunciaron la Semana de Cine Mágiko en el Ateneo de la Villa-Club Atalaya y al
Festival de Folclore en el Segura, allá por las fiestas patronales de agosto, en unos
tiempos ya empolvados en el recuerdo marchito.
Y más allá el Cabo Machichaco se encarama en la rama de un membrillero y
sigue pertinaz postulando la independencia de su rama de otra rama, dentro del
mismo tronco, del mismo árbol, del mismo huerto, de la misma región, del mismo
continente, etc, etc, hasta el final del universo. Suponiendo, claro, que el universo
llegue al final pues, si los científicos dicen que se expande, podría llegar un mo-
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mento en el que, como una goma que se estira hasta el tope, principiara a encogerse
y a volver al mismo sitio. Pero nos referíamos al Cabo Machichaco, que anda subido en su rama del membrillero, proclamando la independencia de su rama.
- ¿Sabes del cuento aquél, en el que unas moscas que guerreaban encima de una
mierda por la independencia de sus territorios, cuando por fin lo consiguieron,
descubrieron desalentadas que seguían siendo moscas.
- Independientes.
- Pero moscas.
- ¿Qué tienes tú contra las moscas?
- Nada, excepto con las moscas que se creen princesas, con las que tengo problemas de traducción.
VIII. Un servidor tampoco es que sea muy dado a los cuentos: “Me han dormido con todos los cuentos... y sé todos los cuentos”, que versara León Felipe. Y duda además de todo y tacha todas las respuestas de los exámenes tipo test. Todas.
No hay prisa por saltar listones que algún dómine se ha dejado demasiado alto.
Ninguna; aunque te receles que el hombre se suele meter prisa por follar, comer,
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dormir y preguntarse dónde está Dios, que lo demás es folclore. Pero no por saltar
listones que algún cardapétalos se ha dejado demasiado alto: que sea educado y que
los baje para que los demás podamos pasar. La mujer no: los apremios de la mujer
quizá anden más por comer, dormir, las rebajas, y preguntarse dónde está Dios.
¿Follar? Las mujeres no follan, ellas creen que lo hacen, pero lo suyo es una cosa
así como lo de Santa Teresa de Jesús, en el momento del trance místico.
De donde se infiere que, efectivamente, no semos nadie, me dije facundo,
mientras subía por el camino que bordea el Muro. Aunque creo que me he parado
para leer otra pintada en la pared. Sí, una que dice: Dios ha muerto. Viva Dios. Y
otra que informa de que las milojas del Miljan Miljánovic son las mejores del
mundo. Y la duda nos atenaza el ánimo y nos provoca una gran desazón: ¿Quién
era ese Miljan Miljánovic? Luego supimos que Miljan Miljánovic vendía milojas
en un carrito que paseaba por las calles, aunque no vendía muchas, esa es la verdad, porque andaba malquisto con los vecinos a los que acusaba de tener muy mala
leche. Muy mala hostia.
- Miljan Miljánovic, dame una miljanovicmiloja.
- Ves tú, y si yo ahora me cago en tos tus muertos, pues que tu madre se enfada.
El oprobio a Miljan Miljánovic hubiera podido pasar desapercibido, si no llegan
a mediar los partidos políticos tras concienciarse de la problemática que ocasionaba
la perspectiva de la fenomenología de aquellas políticas que vehiculizaban la coyuntura social de Miljan Miljánovic, al ser discriminado en razón de su sexo, de su
orientación sexual y de su raza. Y de sus milojas, que también exponía y vendía
en un tenderete del Mercadillo de Artesanía que se celebraba todos los primeros
domingos de mes en la replaceta junto a la monumental plaza de Abastos (1929).
Un mercadillo artesanal que acogía en su entorno diversos puestos de olivicas,
dulces, flores, orfebrería, charcutería, ebanistería, elixires, condones y todos aquellos productos genuinos, fabricados mediante procesos artesanales, tanto del Argaz, como de la vecina Cieza y demás pueblos del valle de Ricote.
Pero se decía que Miljan Miljánovic recibió adhesiones de todos los partidos
políticos y un telegrama de solidaridad del Obispo Setién del villorrio vasco, que
siempre ha sido un obispo muy fraterno con las víctimas. Tiene fama. Pero estábamos en que Miljan Miljánovic consiguió que se reconociera su singularidad y su
derecho irrenunciable a la diferencia. A vender milojas. Aunque los intolerantes no
le daban a Miljan Miljánovic mucho cuartelillo, ésa es la verdad:
- Miljan Miljánovic dame una miljanovicmiloja.
- Una miljanovicmiloja no sé, pero a lo mejor te doy una hostia y ves a tu madre
en bragas.
Y también.
- ¿Dónde vas Miljan Miljánovic vendiendo milojas?, ¿por qué no vendes patatas
fritas y acabas con tus angustias?
- Porque mi abuelo se follaba a tu abuela, ¡ya ves tú qué cosas!
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Pero Miljan Miljánovic no quería vender patatas, sino milojas, que era lo suyo, y
se supone que se tenía que sentir muy incomprendido. Tan ofuscado como un servidor cuando sube por la cuesta que rodea el Muro y se plantea ciertas cuestiones
profundas, de esas de mucho discurrir a lo hondo en una pensaera con empaque
que te deja baldao y que te impide dormirte en los laureles de la inopia, que debe
de ser un término municipal con mucho turismo. Sí, porque al hilo de la pintada de
«Dios ha muerto, viva Dios» que había más abajo, a uno le da por preguntarse
ciertas cosas, como por ejemplo por qué si Platón decía que “allí donde sólo se
rinde homenaje a la riqueza no puede fructificar la virtud”, resulta que todos los
virtuosos son ricos. O por qué si el mensaje de Jesucristo está dirigido a los pobres, ocurre que lo siguen algunos pobres y creen seguirlo todos los ricos. O por
qué es ecológico que nos aprestemos para que no aborte una ballena y no lo es
hacer lo propio con un ser humano. O por qué perdió Almanzor el tambor en Calatañazor, que ésa es otra.
Pero subía al pueblo por la cuesta que rodea el Balcón del Muro cuando me percaté de que por ella bajaba Adelaido G. Delgado, que a la sazón y muy en sazón,
oficiaba de filósofo, eso decía, aunque popularmente era más conocido por Frigorín, debido sobre todo al título de su último ensayo, publicado en las revistas de
más relumbre y peineta, que había titulado Conversaciones con mi frigorífico.
Adelaido G. Delgado era profesor adjunto de la cátedra adjunta de la Universidad
adjunta de Murcia, y en su adjunto ensayo venía a concluir que el hombre proteico es incapaz de entenderse con otras personas, debido a la imposibilidad de razonar cuando no hay unos intereses comunes en esa argumentación. Adelaido G.
Delgado dice que él, por ejemplo, es incapaz de comunicarse con su frigorífico;
que le pregunta cosas y le plantea cuestiones, pero que el susodicho no puede responderlas. «Entonces es estupefaciente y un insulto a la inteligencia intentar comunicarse con el frigorífico», añade, «porque no estamos al mismo nivel comunicacional”. «Pero entonces», se pregunta, «¿es posible que la incomunicación con
mi frigorífico sea debida a que yo soy hombre proteico y él una máquina no proteica? Pero, ¿por qué responde encendiendo una luz cuando lo abro? ¿Es posible qué
esto sea así porque él es una máquina y yo un hombre? Es obvio que esta incomunicación subsiste porque no podemos estar los dos al mismo nivel comunicacional,
pero entonces ¿por qué intentar comunicarme con la máquina?».
- Pues tú mismo, Adelaido –le suelen decir.
Uno a la sazón, no andaba para semejantes especulaciones, ni para discurrir sobre ciertas introspecciones, por lo que aceleramos el paso y dejamos atrás al Adelaido G. Delgado porque habíamos caído además, en el pormenor de que las palmeras del Paseo habían comenzado a dejar caer sus dátiles y andaba ya cerca la festividad de Todos los Santos, cuando ya crujen los fríos, las jornadas se acortan, la
luz se marchita, y los días se vuelven desvaídos, pues la naturaleza se recoge y
hasta más ver, por la primavera me avisas. Uno fluctúa y reacciona entonces con el
entorno, con la atenuada timidez del sol, y sólo se despabila cuando el heroico
menester de sortear los bastonazos de los viejos para japilarles el resquicio de sol
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que usurpan y señorean, al socorro de su tibia luz azul. Es entonces cuando la única razón que encuentras para vivir es que no te avienes con la muerte, cuando no le
encuentras a la vida el qué, y sólo te consuela la ilusión de que llegue la noche para dormirla, cuanto antes, deprisa, deprisa, porque durmiendo no se piensa, no se
siente, no se es, no se sueña. Y aunque te malicies que cuando te despiertes, ¡mierda!, verás desolado que tienes otro día por delante, otras maldita jornada para desvivir en el camino, sin encontrar posada. Ni a la posadera.
En aquella ocasión, entré en el primer bar que me encontré a mano y me bebí
un güisqui para conjurar los espíritus (del bosque). Al día siguiente ya bebía en
ayunas.
Pero no me mire así.
No me apure.
Deje en paz el bolígrafo.
No sé nada.
Me vine al psiquiátrico, decía, sin que esa circunstancia suponga novedad alguna, pues si dicen que todos los caminos conducen a Roma, para un servidor todas
las probabilidades nos llevan a tan venerada y benemérita institución, ya que
siempre se termina por apelar a tan respetuosa casa, que viene a ser como el cálido
albergue de montaña con refugio de cama y San Bernardo, el coño de la mujer, Platero el burrito y cosas así.
Y entonces un día te despiertas y tachas otra casilla en el calendario, en la cuenta atrás. Puedes también mirar a la calle, ver la huerta, pergeñar ilusiones, pulir
apariencias vanas y que te ocurra como a aquellos tipos de una cafetería vecina a
tu casa, cuando una chica se paraba todos los días delante del cristal del ventanal
que daba a la calle. Y es que la niña aquella tan fetén y tan tía buena, se quedaba
mirando todos los días al interior del local mientras se acariciaba el pelo. Y los tipos de dentro la miraban y la esperaban a diario con un inusitado regocijo porque
ella estaba muy bien y porque parecía que se interesaba por alguno de los dos.
¿Cuál de los dos sería? Y ellos esperaban alborozados todos los días a que pasara y
cuando se paraba delante del cristal discutían por ver cual de los dos era el elegido,
el que a ella le gustaba, el que ella miraba. Una cosa así como : «Me ha mirado a
mí y no a ti». Llegaron incluso a reñir y a helar la amistad que mantenían desde niños por culpa de aquella chica. Hasta que un día los dos se envalentonaron y cuando ella se paró, salieron a la puerta por si le decía algo a alguno de ellos y, así, ya
sabrían quién era su preferido. Pero ella seguía mirando dentro, al interior, pese a
que ellos ya no estaban allí, mientras seguía apañándose el pelo ante el escaparate,
ante el reflejo que estos cristales suelen dar a los que pasan.
Pero habíamos quedado en que uno anda por el psiquiátrico. O está sentado. O
de pie. O paseando, ¿qué más da? Allí. Y sabes que, cuando salgas, te espera lo
que te espera, por ejemplo, sentarte en un banco de la calle, mirar a la gente, el decorado, los personajes, la iluminación, el atrezzo, el vestuario, y que no te guste la
obra que representan. Esta cuestión no es de mucho apuro en el teatro porque puedes levantarte de la butaca y salir a la calle. Solo pierdes el dinero de la entrada. El
problema surge cuando estás obligado a ver una obra que no sólo no te gusta, sino
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que te da tres por culo veintiuno. Porque es mala. Porque es repetitiva. Porque es
insulsa. Porque tú eres un ser absolutamente insociable que amas el silencio y la
gente proverbial que sabe guardarlo. Porque no te gusta hablar por hablar. Porque
no te da la gana. Porque eres un estúpido.
Y porque todavía puedes sobrellevar ver pasar la vida, pero no que por añadidura los personajes bajen al patio de butacas para contártela, porque aparte de ser de
muy mala educación, representa una ordinariez de mucho pespunte. Pero he ahí la
cuestión, el dilema. No “ser o no ser”, sino que los demás “sean”, que es muy distinto. Se siente por Pirandello, pero es que los personajes son muy plastas.
Así es que, para no llamar la atención, tendremos que aprender a ser (o a parecer) una persona normal, un capullo del montón, un prójimo con emociones. A
ser un vulgar cualquiera, un Juan Pelanas, un Juan Nadie, un Juan Capullo, como
aquellos que una vulgar tarde de domingo se enardecen, enfervorizan y encandilan
con un anodino partido de fútbol. Un capullo del tuntun que se maravilla con la
caquita de un nieto; un imbécil de tres al cuarto que se ruboriza en la boda de un
hijo. ¿Sabe usted lo que es vivir sin emociones?
Pero no, vaya; tampoco se trata de aquel sueño inmaduro de ser felices y comer
perdices y todo eso, pero tampoco de profesar con esos cretinos nuevos profetas
que alardean en sus filípicas de que “buscar la felicidad es cosa de imbéciles”, y
así lo hacen constar como pecado en los nuevos mandamientos sociales, «políticamente gilipollardas». Porque puede que sea de bobalicones eso de buscar la felicidad pero el renunciar a ella es cosa de masocas porque el que no aspira a conseguir
aunque solo sea una miaja de dicha es que debe de andar escaso de litio, porque
cuando te duelen las muelas no se puede calificar de necio a un sujeto que busca
una aspirina. Es otra cosa. Y entonces lo lúcido quizás no sea buscar la felicidad,
sino ese estado de gracia en el que todo te duele un poco menos. Lo que sucede es
que, cuando por fin has aprendido esta obvia lección, cuando ya has llegado a viejo, entonces ya nadie tiene ningún interés en examinarte. Y sí, ya me bajo de la silla.
Pero andábamos por el psiquiátrico, decía, donde resulta que también te examinan mucho, aunque de otras cosas, como la doctora habitual que quería saber qué
haríamos si nos hubiera correspondido un gran premio de la lotería. No, no lo sabíamos, claro y se le dijo; y entonces ella volvió con aquello de que no sabíamos sufrir. “No, ¿usted si sabe?, ¿le gusta?”. Aunque esta vez se le dijo con menos convencimiento, con una convicción digamos que atenuada, casi abonico; quizá ya
con la sospecha de que ante ciertas cuestiones vitales, no hay atajos y que el mejor
gobierno es aguantar la tempestad como los buenos marinos, aproándote a la mar
para capearla y seguir navegando hasta que amaine y llegues a puerto. Otro puerto.
Uno más, ¿qué más da? Todos los puertos se parecen a las postales. Porque un
servidor, como el personaje aquél de Unamuno, no viaja por buscar una ciudad,
sino que huye de las que deja atrás.
Y nos fuimos de aquel puerto del psiquiátrico sin adioses y sin dejar direcciones para los recados, porque no andaba uno todavía licenciado para aprender a su-
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frir. Y porque había tenido un indicio de que el asunto aquel de la Chinica del Argaz podría principiar a tener sentido.
IX. Pero habíamos quedado en que andábamos de vuelta por el Argaz, otra vez
en el ajo, en la barra, después de un apartamiento espiritual que luce mucho, porque te permite desbaratar el rompecabezas y empezarlo de nuevo. De cero. Pegarle
un palo al castillo (en el aire) y volver a construirlo, pero esta vez de cemento armado, digo de aire, porque la autoridad competente no permite que los castillos se
forjen en el suelo con hormigón, aunque luego te amonesten por construir castillos
en el aire. ¿En qué quedamos? Y pegarle fuego al invento. Volver a empezar, vol-
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ver a empezar a fracasar, una vez más, pero ya sin aires, con argamasa, con cemento armado del 9 mm. parabellum, aunque el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) no nos deje construir castillos en el aire, y tampoco de cemento. Los
construiremos de vapor sobre una plataforma de hormigón con vistas de aire y alcantarillado de sueños. Mejor dejarlo, y mercarse un faro. Aunque algún cardapétalos se te adose.
Pero llegué al Argaz por San Antón, creo recordar, porque subí al collado de la
Atalaya para buscar el sosiego de la soledad, pues el mirador suele estar poco
concurrido y desde allí arriba se puede disfrutar de la serenidad de la noche, de la
soledad, y de las lumbres de San Antón que los niños encienden por las calles después de amontonar los muebles y trastos viejos que han recogido por las casas,
para competir unas lumbres contra otras, ésta de aquí contra la de allí, la de esta
calle contra la de aquella otra calle, por ver qué lumbre es más grande, más llamativa, más hermosa. Una visión que desde arriba, desde el collado, es ya espectacular porque la noche parpadea con las lumbres que relucen en cada esquina y el
pueblo parecer crepitar, en la oscuridad.
O quizás llegué después, cuando se celebraba (es un decir) el vigésimo aniversario del golpe de estado del 23 de febrero y los telediarios evocaban aquellas infaustas fechas, mientras un servidor procuraba entonarse para encontrar el ánimo
y esperar así a que se resolviera el invierno, llegara la primavera y, por añadidura, la bonanza: la alegría mediterránea de salir a ver, a pasear, a dejarse ver y a saludar a todo el mundo, después de la hosca descortesía del frío invierno.
Sí, es casi seguro que cuando llegamos de nuevo al Argaz, ya corría por largo
el mes de febrero porque acabábamos de bajarnos de Internet, gracias al programa
Napster, las canciones Loveland y Private Idaho de los B-52, y porque coincidimos con la noticia de que se había terminado de secuenciar completamente el
ADN humano, unos 30.000 genes, tan solo unos pocos más que la mosca. Sólo
unos pocos más, o sea. Para que veas, princesa, que te lo tengo dicho: No construyas castillos en el aire, digo en la arena, digo de cemento, digo de Diego, digo que
donde dice digo, digo Diego, porque luego viene una mosca y te jode el invento.
¿Y quién es Diego? No se sabe, pero lo conoce Pereñíguez. ¡Ah, bueno!, si lo conoce Pereñíguez, nos callamos.
Pero llegamos, casi seguro, cuando se procedía a la rehabilitación de la Esquina
del Convento: una céntrica plaza donde se alza un convento franciscano en desuso
que había sido dedicado antaño a otros ministerios, hasta que tras una campaña
popular con recogida de firmas se consiguió que no lo derribaran y que en él se reconstruyera o rehabilitara el convento, tal cual lo idearon y levantaron hace siglos
los monjes franciscanos. La plaza andaba, pues, manga por obra y hombro por zanja, con el fin de remozarla, y construir también un aparcamiento subterráneo. La
última vez que la visitamos la habíamos visto aún adoquinada y con una fuente
central con chorritos, luces y demás guarniciones.
Y también se recuerda aquello porque, mientras miraba las obras de la plaza,
nos dimos con Doña Cordelia Ramírez Benítez de Aceituno y Sáez de la Carrasquilla, que al vernos se paró y nos recordó que la piedra de la Chinica tapaba el aguje-
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ro que conducía a la fin del mundo y que, si levantaban la piedra, se iban a escapar los demonios e iban a venir todos los males sobre la tierra. Doña Cordelia
Ramírez creo que está casada con Juan República, un vecino que es republicano y
que además de decir mucho eso de “ciudadanos”, se jacta de que, en el mismo
instante en que se proclame la República, se presenta a la elección, no para ejercer
como presidente, si es elegido, sino para impedir que ejerzan otros. “Sólo pensar
que mi vecino pueda llegar a presidente de la República me enorgullece por lo democrático del sistema, pero me espanta por lo irresponsable”, suele argumentar.
“Lo único bueno que tiene la monarquía es que impide que reine mi vecino”, añade.
Juan República es, a su vez, muy amigo del Pescador, el Pescatero, al que
también me encontré poco después apoyado, como siempre, en su caña, a la orilla
del río, bajo el Puente de Hierro, una vez que me hube acomodado en el Hotel de
Las Delicias y que me di un garbeo, para ponerme al día de los últimos sucesos.
Había bajado hacia el Puente de los Nueve Ojos y al llegar al de Hierro me había
asomado y lo había visto allí abajo, junto al remanso de El Arenal, con su camisa a
cuadros y su pantalones del ejército. Como siempre. Así que, después de dar uno
vueltas sobre sí mismo, padecer, dar vueltas y más vueltas y ergullirse fatuo de
grandilocuentes certezas, al regresar al sitio nos encontrábamos al Pescatero, que
seguía continico en su sencillez habitual, según volvió a comentar: “Por las mañanas saco las cabras, por la noche las recojo, luego me vengo a pescar, y por aquí sigo, sin beber”.
Y se le ha explicado que sí, que habíamos estado fuera, aunque no parecía que
nos hubiéramos perdido mucho porque todo seguía igual, sin novedad aparente. Pero él dice que no, que poco a poco las cosas van cambiando, porque, aunque el
progreso está muy bien y ahora ya no nos alumbramos con carburos, también se
están perdiendo algunas cosas interesantes. ¿Sí? Pues sí, porque por aquí, en el Argaz, antes gozábamos de un montón de sitios junto al río en los que los críos y los
padres se bañaban y, donde sin distinción de rango, ringonrango o posibles, pasaban el caluroso día, sobre todo los fines de semana. Ayer, sin embargo, fui por los
caminos de antaño, por el que se coge bajo la Ermita del Santo Cristo, por el antiguo Cauce y por la Isla, y no encontré los parajes de recreo como los Álamos:
Sólo había cañas, lavadoras destripadas, suciedad y abandono. También me han dicho que han desaparecido otros lugares como Las Estacas, El Arenal, Las Zarzas,
la Verea la Puncha, o la Verea del Pájaro. Ahora los críos ya no bajan al río o a la
huerta para robar albercoques, porque se conocen que están ocupados con las videoconsolas ésas y la Internet.
Y uno, no sabe, claro, porque en el verano habíamos visto a algunos chitos
tirándose al río para bañarse o para descender por él montados en las cámaras de
las ruedas de los camiones a modo de balsas neumáticas. Y porque creíamos,
además, que el progreso estaba muy bien y que en Holanda, por ejemplo, habían
legalizado la droga, los matrimonios gays y la prostitución, porque los holandeses
son calvinistas y muy tolerantes con lo distinto, con lo heterodoxo.
- Sí, pero todavía no han legalizado la siesta.
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- Sí, quizá tenga razón; pero uno ha estado pensando mucho últimamente y tiene dudas sobre, si como creía Descartes, somos una entidad formal o solo una
forma de lenguaje.
- !Arrasca, mira éste! No te preocupes que saldrás de dudas cuando tengas que
pagar las letras en el Banco, porque las vas a pagar de todas formas, ya seas una
cosa o la otra. ¡No te escapas!
Y uno ha sonreído, se ha despedido y ha subido al Puente de Hierro. Me he
vuelto para mirar y lo he visto allí silbando y enfrascado con su caña. Y he respirado profundamente, he metido las manos en los bolsillos y he levantado la cabeza: Tenía el decidido propósito de acercarme a la Chinica el Argaz, pues las últimas noticias sobre el asunto tras mi llegada al pueblo, aludían a una pista que se
seguía sobre cierto individuo que cargado con una bolsa de basura negra, había
sido visto merodeando por allí, días antes de que aparecieran los carnés bajo la piedra. Eso había dicho la radio.
Así que he decidido acercarme al lugar del crimen, del presunto crimen, claro,
porque todavía no se tenía ninguna certeza pues en el tiempo que habíamos estado
fuera no se había avanzado en las pesquisas (las fiestas navideñas, ya se sabe), y
ahora parece que se habían retomado las averiguaciones con más brío, aunque sin
más novedad. No me había perdido mucho. Excepto claro, mi relación con la chica
aquella a la que no había vuelto a ver. Ni me había despedido. Y ella probablemente se habría marchado después de terminar el curso y no sabríamos más de ella,
desaparecería de nuestra vida como tantas otras personas que un día llaman, asoman y luego se van sin que vuelvas a verlas. Suele ocurrir. Probablemente ella ya
lo habría olvidado todo y uno sólo fuera un polvoriento recuerdo, que, de un manotazo, vuelas. Ella, sin embargo, nos había dejado huella, profunda, y la echaríamos en falta porque, a su lado, habíamos aprendido a querer pasito a pasito, primero a gatas, luego con tacataca, y luego ya a tienta paredes y dando traspiés. Y sobre
todo, a saber diferenciar lo principal de lo accesorio y a no reconcomernos con
cuestiones de la estofa aquella de qué es superior la civilización de la mosca del vinagre, o la de la mosca cojonera.
Pero ahora tenía que solventar el asunto de la chinica, por lo que he decidido
que quizás es más oportuno acercarme antes a la Oficina de Turismo, por si en mi
ausencia se había producido alguna noticia que todavía no había considerado. Así
que cuando he cruzado el Puente de Hierro he girado a la izquierda para coger el
Paseo de Ronda bajo la muralla, que nos permite rodear el casco viejo pues lo
circunda, dejando a la izquierda las casas bajas, techeras; y, a la derecha, la huerta
que se extiende hasta el río. Luego he subido por la Cuesta Cosme hacia la calle de
la Hontana y, antes de llegar a la Esquina del Convento, he aminorado el paso, pues
he visto a un tipo que se asomaba por una ventana de un viejo caserón, y que le
daba un aire a aquel otro que cargaba con una bolsa negra. Me he parado. La ventana se corresponde con un vetusto edificio de piedras, argamasa y tejas, con grandes ventanales enrejados de hierro con mucho orín debido a los años y, mayormente, a las lluvias que por estas tierras chispean esporádicas, sí, pero que tam-
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bién arrecian torrenciales y por ahí las ramblas e inundaciones del Segura, de toda
la vida.
Pero me he quedado allí apostado tras un coche por si aquel prójimo volvía a parecer, aunque tan solo he logrado atisbar como se mecen gráciles las cortinas. Me
he plantado entonces delante de la casa y tras ojear con detalle el edificio me he
percatado de que aquel portón y la rústica fachada, se corresponde con la parte
posterior de uno de los edificios que dan entrada por la calle paralela, la de San Sebastián, más principal, y en la que antaño los vecinos de más cairel ocupaban plaza,
solares y paseos. En ella anduvo el Casino, ahora Museo, y por ella se habían paseado y postineado los más principales personajes del pueblo, amén de aquellos
más menesterosos que acudían también a ella al solaz de las apariencias. Allí se
habían ubicado antaño los bancos, las oficinas del Gobierno y las tiendas de mucho
pisto. Por allí desfilaban los santos de Semana Santa y todos los festejos que se enjaezaban para el lucimiento. Pero eso fue antaño, porque hogaño ha quedado con
cierto abandono decadente, en el olvido, después de que el gentío migrara a otras
zonas de aún más embeleso por la parte más moderna del pueblo.
Y me he acercado entonces a esta calle de delante por si puedo averiguar por
dónde anda la puerta más principal de aquella casa; aunque una vez que he llegado
y he ojeado los edificios no puedo dar con la fachada precisa, porque ninguna de
ellas se parece a la que me interesaba en la parte de atrás. Todas eran diferentes y
no se podía establecer una correspondencia de la parte de delante con la de atrás.
Sólo me llama la atención un pasquín anunciado la próxima actuación del grupo
local de pop/rock: Tócale el tonto a tu abuela. Nada más.
Vuelvo entonces a la calle posterior, conocida por la Hontana, y cuento los pasos desde la esquina hasta que llego debajo de la ventana enrejada en la que he visto a aquel tipo: unos 35. Y, repitiendo esta cifra, me he ido de nuevo a la calle paralela y he empezado a contar los 35 pasos, desde la misma esquina donde se ubica
el Banco de Murcia, pero hacia la calle San Sebastián. No tiene pérdida: una vez
que cuentes los 35 pasos por el otro lado del rectángulo, podrás situar exactamente la fachada que se corresponde con el revés de aquella casa. Pero cuando he dado
el último paso y he levantado la cabeza para verificar qué fachada es la que le toca, veo que la casa que se encuentra frente a mí es la que menos podía imaginar,
porque no casa con la parte posterior. Desde luego aquello es revesado.
Me quedo pues allí, discurriendo la razón de aquel aparente desbarajuste, cuando deduzco que aquel edificio que asoma a la calle principal no es el principal. Mejor dicho: que la fachada que da a la calle principal de San Sebastián se corresponde con la parte posterior de la casa, por lo que concluyo que en realidad la casona
se había construido buscando que la fachada de entrada diera a la calle de menos
relumbre. O lo que es lo mismo: que en los tiempos en que se edificó no se buscó
la salida por la calle más principal sino que la fachada diera al ubérrimo paisaje de
la parte posterior, de la calle de la Hontana, que, aunque era conocida por los Ejíos,
tenía unas impresionantes vistas sobre la huerta, la vega del río, la floración de
los frutales, la Atalaya y la ruina del castillo árabe. Y quizá cuando se edificó
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aquella casona, ni tan siquiera se hubiera construido la calle de San Sebastián, luego más principal que la de la Hontana. Así que ésas teníamos.
Volví a la parte posterior, a la calle de la Hontana, por ver de verificar mis sospechas y, efectivamente, la fachada posterior había sido en sus años mozos fachada
principal aunque diera a los entonces extrarradios. Miré a los ventanales con el
propósito de pillar de nuevo a aquel tipo de la bolsa negra, pero sólo aprecié la espesa negrura entre los visillos y las cortinas. Probablemente sólo habían sido juegos de sombras e imaginaciones mías.
Y me marcho de allí. Es mejor acercarse al Ayuntamiento para conseguir una
entrevista con el alcalde y pillar de una vez noticias más fidedignas; aunque una
vez que he llegado a la Esquina del Convento me he demorado para ver con más
detenimiento como replantan una olivera en los jardines anejos que están construyendo sobre el aparcamiento subterráneo. Una hermosa olivera de las que son solera por estos pagos y de la que se consigue una oliva conocida como mollar, que
debidamente aderezada con hinojo, sal, romero, y otras adecuadas especias y sabias manipulaciones artesanales, da como resultado una oliva de un sabor excepcional, muy peculiar de estas tierras y que acapara fama fuera de ella.
Pero mientras veía a los operarios trajinar con la enorme y centenaria olivera me
he fijado en un periódico que el aire ha traído y pegado a mis pies. Y me agacho.
Es del día, del 3 de abril del 2001, aunque no puedo leer los titulares pues me distrae una hilera de hormigas que corren bajo el papel. Y aplastamos con un dedo una
que se sale del redil según el exordio judío de que “más vale que un solo hombre
muera, antes que ver perecer a una comunidad”. Y aplastamos a otra díscola individualidad que también se sale de la hilera. Luego, me veo obligado a aplastar a
otra que también pone en peligro a la comunidad, y luego a otra, hasta que me
percato de que, a lo tonto a lo tonto, he matado a toda la comunidad con la excusa
de protegerla. Y te aturrullas, te levantas y te vas de allí tan célere y tolondro que
te trompicas y caes.
Y cuando levantas la cabeza, por ver mayormente quién había sido el felón (el
hijo de puta) que te había empujado, te percatas de que se trata de Nicanor Tocando el Tambor, que huye de una mujer que lo persigue a escobazos. Y sí, ella es
Inmaculada Traviata de Pérgola y Concepción de María, una señora de hablar por
hablar, “porque da mucho gusto”. Inmaculada Traviata de Pérgola y Concepción
de María habla de seguido, por hablar, sin cortapisas o pudibundez alguna, e incluso repite la faena sin que se lo pidan, así como de gratis y todo. Inmaculada Traviata de Pérgola y Concepción de María se casó en únicas nupcias con Manuel el
Jinjolero, que es mudo, por cierto, y habla poco. Más bien nada. Casi no habla.
¡Joder, es que es mudo!, ya se ha dicho.
Por qué una prójima que habla por hablar, “porque da mucho gusto”, se casó
con un mudo que no habla nada, es un arcano que debe de saber algún Dios o el
espíritu de la mortadela, que se venera en la Vereda de Chicote (Fuenlabrada),
porque al común se nos escapa. Pero se casaron y en esas siguen: una hablando
por hablar, por los codos, aunque mayormente por la boca; y el otro mudo, porque
es mudo, coño, que ya se ha dicho, y no habla ni por los codos.
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Inmaculada Traviata de Pérgola y Concepción de María tiene dicho y redicho
que ella no le tiene miedo a la muerte “porque cuando te llega, descansas”, aunque
la gente que la conoce también arguye que, cuando le llegue a ella, los que descansarán serán los demás.
Pero Nicanor Tocando el Tambor se conoce que le ha tocado a Traviata algo
más que el tambor, quizás el culo, porque huyendo de su berrinche se ha refugiado
detrás de Juan Rodríguez Martínez que trata de protegerlo y ya de paso, de calmar
a Inmaculada Traviata de Pérgola y Concepción de María, que se para frente a Juan
Rodríguez y lo increpa para que no lo esconda. Juan Rodríguez Martínez es administrativo de empresa, está casado, tiene tres hijos, una casa en propiedad y por las
tardes sale a dar un paseo con los amigos. Los domingos acude al campo de fútbol
y en verano se traslada a La Manga donde posee un apartamento para el veraneo.
- ¿Y?
- Nada, sólo eso.
- ¿Nada más?
- Bueno, creo que tiene dos sobrinos, pero no sé qué decirle.
- ¿Y?
- Bueno, hace tiempo lo operaron de una fístula.
- ¿Y?
- Pues no sé, eso.
Pero decía que, una vez que nos hemos repuesto del julepe y que nos hemos
guarecido de aquel trajín, vemos que por la plaza viene Juan Carmelo del Carmelo,
al que no habíamos visto desde nuestro regreso al pueblo. Juan Carmelo del Carmelo nos pregunta dónde hemos andado, por ahí de vacaciones, claro, y nos pone
al loro de las últimas noticias como aquella de que no se haya dado todavía con la
relación que existe entre los carnés aparecidos bajo la Chinica y el tipo aquel que
cargaba con una bolsa de basura negra. Y nos informa también de otros menudillos
acaecidos durante nuestra ausencia. ¿Sí? Sí, porque la compañía MacMarguer había decidido aplazar la instalación de la Macro hamburguesería; Doña Urraca había
desistido de vender las tierras; y el Instituto Geográfico del Ejército había desaconsejado la instalación del burguer, porque en la zona existe un vértice geodésico
muy principal para la situación geográfica de los mapas.
Todo eso había ocurrido mientras que un servidor andaba fuera, aunque es probable que de haber estado por allí tampoco hubiéramos sabido mucho. Tan sólo
habíamos averiguado, y por la radio, que las investigaciones sobre los DNI aparecidos junto a la Chinica, no habían reportado más albricias, pues se seguía sin saber el paradero de los titulares; aunque Don Juan Carmelo nos aclara que corren
rumores que dicen que el Piedrahita y la Cienfuegos han huido a Ibiza para esconder su amor. Pero más en particular él no sabe, por lo que nos despedimos, hasta
más ver, porque teníamos prisa por allegarnos al Ayuntamiento y entrevistarnos
con el alcalde, antes de que se nos echaran las fiestas encima pues creo recordar
que andaban ya cercanas las vísperas de Semana Santa, cuando el personal avista
ya las fiestas y se muestra remolón mientras planifica el jolgorio: los unos que an-
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darán festivaleros entre santos, música y cervezas; los otros disfrutando de los familiares que vienen de fuera; y la mayoría de parranda, porque el español sólo
trabaja de verdad, con ahínco y afición cuando se trata de una causa noble y justificada:
- A ése que ha subido tan alto lo bajo yo, al tiempo.
- ¿Y no sería mejor que tú trabajaras para subir a su nivel en vez de esforzarte
para bajarlo a él al tuyo?
- No; yo sé lo que me digo.
Y el resto, claro, atendiendo a los forasteros para complacerlos y que se vayan
gozosos y llenos, tanto del Espíritu Santo ése del que dicen que no lo entiende ni
Dios, como de las morcillas, pues se conoce que el estómago lleno debe de ser el
principio de la filosofía, mientras que el vacío lo debe de ser de las cuestiones más
espiritosas.
Pero uno no andaba a la sazón, para morcillas, digo, para etéreas concepciones
anímicas, porque pechaba con esa desazón que con el tiempo se encanalla, hace
rosca como un perro al acostarse y se enquista como un parásito que se alimenta de
la desesperación, del agobio. «Hijos del agobio y del dolor», que cantaba el grupo
«Triana» por los años ochenta. Pos lo mismo. Pero ahora sin poder echar mano del
proverbial anestésico, del whisky aguavitae elixir de la vida, solo y sin hielo gracias, porque, como a Ava Gadner en Mogambo, «el hielo se nos sube a la cabeza». Y además, sin atajos a los que encomendarte porque ya sabes que nadie esconde comodines en la manga y que no te valen las caravanas solidarias, porque si
naces solo y te mueres solo, no parece apropiado acompañarse con una banda de
música en el tránsito de una oscuridad a otra, que es de lo que se trata la vida: de
un chispazo de luz en la inmensa oscuridad de la muerte. ¿Entonces? Pues nada,
solo y sin hielo, decía, o quizás buscar el consuelo del pasaratos con enredos burgueses, porque si Ramón Gómez de la Serna creía que lo cursi abriga, quizás lo
burgués distrae, llena, y por eso todos los inestablemente equilibrados buscan la
ordenada y limpia vida burguesa para poner un poco de equilibrio en tanta barahúnda emocional. Las araucarias del Lobo Estepario, por ejemplo. O aquella
limpia casa burguesa que olía tan bien.
O quizá echar mano de la serenidad que te daba aquella chica y que te llevó incluso a escribirle un poema de Garcilaso: “Por vos nací, por vos tengo la vida, por
vos he de morir, y por vos muero”. Pero ¿por qué le escribiste un poema que no era
tuyo? Deberías haberle puesto algo tuyo, hombre, un cesto de tus mimbres que
haga ciento. O haberla invitado a bailar, por ejemplo una de Billie Myers: Kiss the
Rain. O aquella otra de Freur: Doot Doot, para cogerla de la cintura, pegar la mejilla a su mejilla y moverte despacio, muy despacio, mirándola a los ojos, y besándola suave en las cejas, en los párpados, en los labios. Besitos. Y susurrarle al oído
que la quieres, que la amas, que quieres ser suyo para protegerla y mimarla. Y llevarle con ternura el pelo detrás de la oreja, y volverla a mirar. Para mentirle, claro,
(el amor, ya se sabe) y decirle que es la mujer más guapa que jamás has conocido.
O que al menos a ti te lo parece (que es la verdad, que es lo que importa). Y que la
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admiras, (que también es verdad). Y que la quieres, (que también es verdad). Y que
con ella habías aprendido a vivir (que es verdad), y a no formularte preguntas del
jaez aquel de por qué el cuerpo humano viene ya preparado de serie, con el dispositivo de las lágrimas para llorar por emociones incluso antes de saber lo que hay
fuera. O por qué si tiene la previsión de que la cosa va de llanto, no aborta el lanzamiento, digo el nacimiento. Aunque tú has llorado de felicidad, sí, eso también.
Pero no le enviaste la poesía. Dudaste. Tenías miedo de que pensara lo que era,
que se creyera lo que era: que andas enamorado. Y que perdiera el interés. Suele
pasar, ya sabes. Y entonces obraste como habías leído que hacía Mark Twain
cuando se sentía indignado con alguien y le escribía una iracunda carta de protesta:
se la metía en un bolsillo de la chaqueta y la dejaba allí reposar durante algunos
días. Luego, cuando la volvía a leer, ya se le había pasado la rabieta y entonces no
tenía ningún interés en enviarla. Tú también. Y por eso no le enviaste el correo con
la poesía.
Así que, cuando poco después reposabais por la cama, tampoco se lo dijiste,
callaste como un villano, y cuando se echó sobre ti y se apoyó sobre las palmas de
las manos para poder mirarte a la cara, tampoco le dijiste nada. Bueno sí, aquello
de «soy tuyo», que te salió del alma porque era verdad, y porque ella ya se frotaba
sobre ti resbalando los labios de su sexo sobre tu dura verga hasta que te notó a
punto de ebullición y se detuvo. Y tú la ves allí arriba, sobre ti, con sus pechitos
meciéndose frente a tu cara, sonriendo al bajarte los oscuros pezones a la boca para que los beses. Despacio. Y los chupes. Despacio, te dice, mientras que frota
los jugosos labios de su sexo sobre tu erecta vara, y se resbala y resbala sobre ella.
Se está masturbando sobre ti, sobre tu dura polla, mientras acerca su cara a tu cara,
y te besa los labios, los lame, y los vuelve a lamer y besar. Despacio, con suma
ternura. Huele tan bien.
Y entonces pega su mejilla a tu mejilla y te musita al oído que te quiere, que te
ama y que quiere poseerte, que seas suyo. Sólo suyo. “Dímelo”. “Sí, tuyo, sólo tuyo”. Y ya satisfecha pega su boca a tu cuello, y te lo chupa hasta que consigue un
moratón. Y lo mira. Y se sonríe maliciosa y dice que estás muy gracioso con él y
que mañana no te lo tapes, para que todos al verlo sepan que eres suyo. La marca
de su propiedad. Y sonríe pícara antes de pellizcarte ligeramente los pezones para
erizarlos y cogértelos con la boca. Primero uno, que chupa, lame y mordisquea.
Luego el otro que también chupa, lame y mordisquea. Y se viene de nuevo a éste
que aprieta ligeramente con los dientes, lo suelta, para volverlo a coger y a soltar.
Notas la tirantez y el ligero pellizco al soltarlo. Pero ella lo vuelve a lamer, a mordisquear y a coger, mientras lleva su mano entre tus muslos, se la apoya y se clava
de un tirón. Y comienza a moverse sobre ti, arrebatada, girándose, moviendo la
cintura en círculos y follándote vehemente, una y otra vez, hasta que se estira, se
corre, y se deja caer sobre ti, apoyando su cara junto a tu cara. Joder, qué polvo te
ha echado, nene. Ella. ¡Te ha follado ella! Y tú te quedas allí quieto porque te ha
dicho que le gusta notar cómo se va encogiendo y cómo vuelve a crecer. Dentro de
ella. Le excita sentir cómo se empequeñece y agranda en su interior.
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Así que estás allí debajo, aprisionado por su peso, mientras ella se alza de nuevo
sobre ti, apoyándose en las palmas de la manos, y baja su cara a tu cara, su boca a
tu boca, y hurga en ella con la lengua para abrírtela y dejar caer en ella su saliva, la
Fuente de Jade según te musita: esa saliva de mujer después de gozar, de la que
dicen los orientales que posee cualidades mágicas. Y tú la miras y la ves sobre ti,
guapísima, con su piel húmeda, sus pechitos danzarines, su collar de perlas y su
lúbrica mirada de deseo.
Pero ella te besa, se deja caer a tu lado, se da la vuelta y te ofrece la espalda que
tú miras, embelesándote con su pelito corto, la curva aguitarrada de su cintura, los
túrgidos promontorios de sus glúteos allí ofrecidos, a los que pegas tu sexo para
frotarte, refregarte y correrte efusivo, férvido, sobre ella, sobre su culo. Es perverso. Pero es ella, ¿no? Tiene coño. Y tetas. Y luce un collar de perlas.
Eso fue entonces, porque ahora ya no sabes más de ella y mejor te dejas de ensoñaciones y te aprestas a rematar las pesquisas sobre los sucesos de la Chinica,
porque, si no recuerdo mal, creo que andaba ya cerca la festividad de la Semana
Santa pues había oído que se había presentado ya el cartel propagandístico anunciando la muerte del Cristo con una esquela a todo color con foto, ya que por la
Región la efemérides es además de mucho pisto, de mucho festival, de mucho
festín, folclore, clero, gambitas y cerveza para que la liturgia baje: quisquillas,
michirones, para servirle a Dios y sobre todo a usted. Y también de santos y demás
fornituras, claro: los salzillos que son auténticas maravillas, genuinas obras de arte,
que se pasean y acompañan con cervezas y minchirones.
Pero en El Algaz todavía con más oropéndola, agasajo y corte. Sobre todo en
la procesión del Cristo de las Siete Palabras o mejor dicho: en la procesión del cristo que sacan siete veces, siete, porque, con un cristo, el ferial se hace muy corto,
sabe a poco, y entonces una vez que lo han paseado por el recorrido lo meten en la
iglesia y lo vuelven a sacar otra vez, y así hasta siete veces, siete, una por cada palabra. Y usted que lo vea, que para tal menester le hemos reservado sillas, tendidos, barreras y palcos en las pertinentes tribunas que se habilitan a lo largo de la
carrera.
Lo del Cristo de las Siete Palabras fue un apaño que se habilitó con el fin de estirar las procesiones, el festival, el ceremonial, la fiesta, y darle más fuste a la
rumba. Es que con un santo se te hacía muy corto el sarao, ¿sabe usted?, porque
salía la banda de tambores, unos cuantos penitentes, el santo, el clero y, ¿ya está?,
¿para esto he pagado yo una silla de la tribuna? Pos miaque. Amos anda. Ya no me
pilláis más, la próxima vez no me invites. Y entonces se reúne el personal, cavila,
se estruja las meninges y despacha la solución: Sacamos siete cristos distintos en
honor de las siete palabras, uno por cada palabra, aunque con los años se abrevia el
expediente y se saca el mismo Cristo siete veces. Y sin bises, sí, que al principio
algunos malévolos vecinos se iban a ver entrar al cristo por séptima vez y cuando
cruzaba la puerta de la Iglesia gritaban a coro: “¡Otra, otra, otra!”. Gente muy
pécora, muy mala, sabe usted: de esa endemoniá, que tanto abunda por estas tierras de Dios y de las caparras.
102
Habíamos comentado esta particularidad con Don Juan Carmelo del Carmelo,
que nos había replicado algo añusgado que nada de nada, monada, que él no sabía
nada de aquello, porque aunque él se piense, como Wilde, que la vida es una cosa
demasiado importante para hablar de ella en serio, con ciertas cosas de comer no
se juega. Y que él respetaba las tradiciones del pueblo, porque era mejor vivirlas y
no pensar, y si el pueblo se divierte, pues que se divierta que bastante tiene encima
todos los días y hace bien en andar de jarana y que los santos sirvan al menos para
algo: para divertir al pueblo.
Vale, don Carmelo, no se me enfade pero es que eso nos recuerda a Voltaire y
su religión laica de no pensar, no pensar... cultivar el jardín: No pensar, que le replicaba a Leibniz cuando éste decía aquella pavada de que vivimos en el mejor de
los mundos posibles. Porque aparte de la razón que tenía el francés al luchar en su
época contra la intolerancia, la sinrazón y las supersticiones de la Iglesia, la solución que nos oferta en Cándido para trabajar sin razonar, cultivando el jardín porque es la única manera de hacer la vida soportable, pues que tampoco nos vale.
¿No? Pues no, porque, según ese criterio, la felicidad estaría en ser un perfecto
contemporáneo, un perfecto volteriano, es decir: un inmaculado imbécil que trabaja sin pensar y ve el fútbol en los canales de pago, en una especie de anticipo de lo
que va a ser el hombre moderno. Un cretino que ve la televisión, consume, trabaja,
va de vacaciones, consume, trabaja, lucha por las ballenas, se reproduce, consume,
trabaja, y cuyo mayor sueño y reivindicación es que le practiquen la placentera eutanasia y lo pasaporten drogado, y ya sin miedo, al apagón general de la muerte.
Como decía Pessoa: «Provocarse un vómito para evitarse el deseo de vomitar». O
como más particularmente se teme un servidor, que, a tenor del miedo a la muerte, nos viene la exigencia de una muerte rápida, deprisa, deprisa, cuanto antes
mejor, y con un colocón de cojones, porque, aparte de que a los que padecen se le
den los lógicos cuidados paliativos y que no se prolongue artificialmente su vida, lo
demás es pegarse un chute de felicidad artificial que nos evite el trauma de morir,
después del de nacer, del de vivir, y otra vez que el tal Freud se nos cuela en el
guión, pues vaya. “Pero no te me pongas así, que yo no te he hecho nada”, nos dice
don Carmelo.
Y uno que no se pone, don Carmelo, y ya nos bajamos de la silla, sí, pero volviendo a lo de los santos, pues que uno no sabe; pero que una vez que se ha visto a
oscuras el Cristo del Altar de los Dolores de la Colegiata de Muros, en Galicia, te
sobran todos los demás perifollos de la semanasantería cañí. Aunque mejor no
menearlo porque quitarles a ciertas personas su religión folclórica y su ritual, o su
Muro de Berlín, puede ser tan grave y cruel como desconectar a un enfermo del
riñón de la máquina que lo hemodializa.
Pero volvimos a las cuestiones de más sofrito y habas, al ordinario de las pesquisas sobre los sucesos de la Chinica antes de que el ferial de los santos que se
avecinaba nos impidiera continuar con el trajín. Y nos llevamos a Juan Carmelo a
la cafetería de Los Valencianos, para convidarlo a un café y acuciarlo para que se
dejara de comidillas y nos fuera a las noticias de más enjundia y proscenio. Y él dice que sí, que vale, aunque tampoco es que sepa mucho porque por un amigo de un
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amigo que trabaja en los juzgados, había averiguado que todos los titulares de los
carnés aparecidos bajo la Chinica tenían en común que acudían a la misma iglesia.
Sí, pero entonces ¿dónde estaban? Pues él no lo sabía, pero según se decía habían
salido juntos a buscar un tesoro. ¿Un tesoro? Sí, un tesoro -se explica mientras se
acerca y baja la voz-, porque parece que Amador Sporwáter trabajó de albañil en
las obras de rehabilitación del antiguo convento de los Franciscanos, junto a la
iglesia de San Joaquín, y allí había encontrado un documento antiguo en el que se
decía que, en la casa que se encontraba enterrada bajo la Chinica el Argaz, se habían escondido muchos dineros, monedas de oro pertenecientes a una familia de las
de mucha prosapia que había habitado en la casa de la calle de la Hontana, espaldas
a la calle San Sebastián. Un momento, don Carmelo, porque en esa casa hemos visto al tipo de la bolsa negra. ¿Sí? Pues sí. Y él no sabe, porque del Amador
Sporwáter se decía que se había ido a Grecia a pedir fuego por aquello de la antorcha olímpica, pero de la Cienfuegos y del Piedrahita sólo se oía aquel rumor de que
andaban por Ibiza escondiendo su amor. ¿Entonces? Nada; dice no saber más.
Bueno, ¿qué se le va a hacer? Y nos despedimos, encomendándole que se si enteraba de algo nuevo nos llamara. «Nos urge», se le dice.
Así que nos acercábamos ya al hotel con el propósito de ordenar los papeles, los
pocos datos con los que contábamos, cuando nos volvimos a tropezar en las afueras con Doña Cordelia Ramírez Benítez de Aceituno y Sáez de la Carrasquilla, que
se ha detenido a nuestro paso y nos ha insistido, señalándonos con el dedo, en
que ojo, mucho ojo, con levantar la piedra de la Chinica, porque tapa el agujero de
la fin del mundo y si, se destapa, pueden venir todos los males sobre la tierra.
- ¡Ay, Dios mío!, que yo no sé a dónde vamos a ir a parar -se queja, mientras se
mete el pañuelo en el sostén.
- Doña Cordelia, déjese usted de supersticiones y pamplinas, porque ahora dicen que todo es fruto del azar, la vida, la naturaleza todo es obra del azar, de unas
partículas químicas que vinieron del espacio y que se juntaron en la tierra por azar.
- ¿Sí?, pues ¡ay, Azar mío!, que yo no sé a dónde vamos a ir a parar.
Y me he despedido de ella, porque no anda uno para discurrires metafísicos de
más vestir, sino para fregar más de ordinario los chafarrinones cotidianos, como
los que nos notician por la radio, cuando dicen que una mujer ha sido lapidada en
una cárcel de Teherán, tras ser condenada a muerte por interpretar películas pornográficas. La crónica proviene del diario Entekhab y añade que la mujer fue sepultada en un pozo hasta las axilas en la cárcel de Evine y que luego le arrojaron
piedras hasta matarla. Una infamia, una más de muchas, aunque no nos sorprenda
porque en los Estados Unidos, a donde huyeron los emigrantes asqueados de la
guerrera y corrupta Europa, para darse una segunda oportunidad utópica para
hacerlo bien, para que cuajara por primera vez la revolución francesa aquella tan
mona y profiláctica de la libertad, la igualdad, y la fraternidad; pues que resulta
que, después de 200 años de experimento edénico, han terminado ejecutando a menores deficientes mentales, cosa que jamás se ha hecho en Europa, creo. Tranquilidad: a la tercera irá la vencida.
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Otro asquito, suma y sigue, porque, en Afganistán, las mujeres que fundaron en
1977 la asociación RAWA (Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán)
para luchar por los derechos humanos y por la justicia social, ahora lo hacen contra las políticas criminales y fundamentalistas de los Talibán, que las obligan a llevar la cara tapada y les niegan la educación y asistencia sanitaria, entre otras lindezas. En el siglo XXI. Como suena. Otra canallada sí, para amolarse aún más de
lo que ya andábamos, cuando poco después apagábamos la radio y nos cruzábamos con el Berenjena: aquel tipo que nos recordó una vez más que nos íbamos a
morir; cuestión esta bastante obvia, pero que nos trajo a las mientes a los monjes
aquellos que se saludan siempre con la ventura de: “recuerda hermano que has de
morir”, y que se suele decir también mucho en la vida civil, mayormente, cuando
algún prójimo te debe algunos dineros y no ves el modo de cobrarlos.
Pero no se le echa cuentas a las venturas y aprensiones del Berenjena, porque
hasta San Pedro tenía suegra, y porque él andaba además muy deslucido, sin mucha
credibilidad, desde que se había apuntado a una de las dos Iglesias no oficiales del
pueblo: la de los Sincalzo y los Concalzo que oficiaban en El Argaz desde los
tiempos de la Transición, cuando un grupo religioso se aposentó en la villa, alquilo
un bajo comercial y estableció en él su templo, su iglesia, su culto. Esto fue en sus
orígenes.
Luego vino el cisma entre los Concalzo y los Sincalzo, cuando los que lideraban
aquella Iglesia colocaron en la puerta de acceso una alfombra con el fin de que los
demás fieles dejaran allí sus zapatos antes de entrar al templo. Otros devotos del
grupo estimaron que no era necesario, porque la verdadera deshonra sucedía al pisar el suelo con los pies descalzos, con los pies impuros, por lo que era menester
entrar al templo calzado y bien calzado, con el fin de no tocar el suelo sagrado directamente con los pies. Y se produjo el cisma y los que no estaban de acuerdo con
descalzarse la dejaron y fundaron otra Iglesia que ubicaron en un local junto al
otro, puerta con puerta, y con la única salvedad en sus predicados de que en una
de ellas el cartel de la entrada indicaba la exigencia de descalzarse para entrar y en
la otra señalaba la obligatoriedad de entrar al templo calzado. Pero el maestro, a
todo esto, ¿qué hubiera dicho? Pues no se sabe, porque como era tullido de las dos
piernas probablemente le hubieran prohibido la entrada en sus iglesias. Suele ocurrir.
Tanto los unos como los otros se miraban de soslayo cuando accedían a sus respectivos templos a devotar, dovocionar, a rezar, o como se tercie y diga, que no
andaba uno para menudencias, y principalmente, después de recordar las últimas
noticias que me había referido Don Juan Carmelo del Carmelo sobre que los titulares de los carnés aparecidos bajo la chinica, pertenecían a una de las dos iglesias
de los Concalzo o los Sincalzo, como se les terminó por conocer por el pueblo.
Aunque se le rectificó un dato, claro, porque Maruja Cienfuegos no pertenecía a
ninguna Iglesia (ni tan siquiera a los Deístas, que son otra religión que rechaza la
religión) y combatía con celo a los crédulos. Ya nos advertía Machado de que no
hay nada más temible que el celo sacerdotal de los incrédulos.
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Y ya puestos en fervorines, uno también recuerda a Schopenhauer cuando decía
que “si no existiera la muerte, no existiría la religión”. Cierto. Pero el personal seguiría sintiendo aprensión por pasar debajo de una escalera, seguiría encomendándose al tarot o al horóscopo, y tomándose unas finas hierbas para la reúma. Y entonces, tampoco Schopenhauer tendría la inquietud por pensar pues tanto la filosofía, como la religión y la papiroflexia, surgen de la lúcida inquietud del ser
humano ante la vida y la muerte. Y así Rubén Darío en Lo fatal: «Dichoso el árbol
que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésa ya no siente, pues no hay
dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente. Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror... Y el espanto seguro de estar mañana muerto». O sea.
Y a Schopenhauer se le podría decir que, si la muerte no existiera, seríamos
eternos, es decir: los demás serían eternos. O los demás se nos harían eternos. Una
pesadez tremenda. Y entonces nos plantearíamos el suicido o el asesinato, pero
como no podría ser al no existir la muerte acabaríamos por volvernos locos o inventando una religión que prometiera la muerte. Días y ollas.
No le echamos, pues, más cuentas a la admonición del Berenjena y seguíamos
hacia el hotel, a lo nuestro, cuando nos enteramos, por la radio, de los inopinados
sucesos acaecidos ya de madrugada a resultas de la procesión del Cristo de las
Sombras: un suntuoso ceremonial que se venía celebrando en sábado santo desde
siglos atrás y en el que los penitentes se enmascaraban con túnicas de saco y capuchas de verduguillo, arrastraban cadenas, se alumbraban con antorchas, se daban de
latigazos y de esta ténebre guisa y facha, desfilaban por las calles a oscuras del
casco viejo. Y se dice por última vez, porque, mientras desfilaban con antorchas
por las calles amparados en la oscuridad, se vieron sorprendidos de pronto por un
repentino encendido del alumbrado público que los dejó en evidencia. Un gamberro le había dado inopinadamente al interruptor y vino la luz, la verdad, y con
ella la certidumbre de lo estrambóticos y ridículos que estaban todos aquellos fulanos.
El granuja aquel «tan gracioso» resultó ser el Festolín, y tras su detención la
guardia civil le había requisado unas fotocopias que guardaba en el bolsillo y que
curiosamente correspondían con los carnés aquellos aparecidos bajo la Chinica.
¿Qué hacía él con las fotocopias de los carnés de los que habían desaparecido?
Pues sí, porque según confesó, resulta que andaba en tratos con los del resto de la
banda para hacerse con el tesoro de la casa hundida y aprisionada bajo la Chinica
el Argaz. Según los indicios parece ser que un fraile había tomado notas en un papel de la confidencia que le había hecho uno de los que vivían en la casa de la calle
la Hontana y ese documento lo había depositado en algún recoveco del convento,
quizás para escribir luego una historia, como ya había hecho el padre Fray Pascual
Salmerón. El Sporwáter lo había encontrado mientras trabajaba de albañil en las
obras de rehabilitación, lo había escondido, y se lo había dado luego a sus colegas,
probablemente al Manuel Piedrahita. Luego, la banda y todo lo demás para buscar
las joyas, los dineros y los documentos antiguos bajo la piedra.
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Vaya gatuperio, me dije, mientras me allegaba ya a la replaceta dedicada al bibliófilo Antonio Pérez Gómez, en las cercanías de la Plaza Mayor, donde me di de
pronto con un gentío que parecía andar de fasto, quizás de boda en la cercana basílica de la Asunción, a tenor de la gala que se traían en los vestidos y atavíos, muy
puestos los mozos con corbatas padrinobautizo y muy puestas ellas con pamelas y
demás entorchados al uso. Nos fuimos de allí discretamente, porque cuando el
pueblo se encampana y va a las bodas con pamela, es que ha llegado la hora de retomar las metralletas, digo, la revolución.
Y de nuevo en el camino, añorando la posada, digo a la posadera, opté por confortarme ensoñándome con aquella chica a la que no había vuelto a ver y con la que
me maliciaba que había tenido una relación algo infantil, quizás idealizada, pues
así suele suceder cuando no sabes más de ella, ni quieres saber; cuando te avienes
a verla y disfrutarla en lo que venga, a salvo de mayores bretes. Y sin compromisos, vamos, para vivir así protegido de un amor real, certero, maduro y sensato.
Eso te había dicho el Pescatero cuando se lo habías comentado. Sí, pero es que toda la culpa tampoco era tuya, claro, porque ella te había enviado a la sazón un correo con una cita de Borges, que todavía guardas: “Después de un tiempo, uno
aprende que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, o que si es
demasiado, hasta el calorcito del sol quema”. Y al que quiera entender que entienda, y tú entendiste que era mejor dejarla, suelta, hasta que quisiera volver, si es
que volvía. Además, quizás había huido de ti al saberte fácil. No; es que el curso
de la Universidad del Mar había terminado. Sí; pero no habías sabido más de ella.
No; porque a lo mejor estaba de vacaciones y volvía. Sí, a lo mejor; pero de todas
formas lo habías hecho mal: a ellas no les va ese darse porque las ponen más los
tíos duros que se lo hacen de difíciles y fíjate si no en esa canción de Malú, Ven a
pervertirme, por ejemplo, cuando canta: “Ven a pervertirme con tus besos, con tus
artes de maestro consumado, prometo ser sumisa y obediente, abandonarme entre
tus manos. Ven a pervertirme con tus frases, dime palabras feas y atrevidas, quiero
contagiarme de tus vicios, merecerme tus caricias”.
¿Has visto, prenda? Eso para que te vayas enterando, Romeo, y no como tú, que
vas de gardenio, de chico bueno, y obras al revés, y no te coscas, que lo llevas claro. Aunque, a lo mejor, ella es distinta, no es como las demás. Que no, tío, que vas
de pardillo; que lo que tenías que haber hecho es cogerla de la cintura, apretarla
fuerte entre tus brazos, refregarle el culo con tus manos. No; eso es una ordinariez, una grosería. ¡Joder, qué fino eres!, o sea, que ahora vas de chico delicado,
vaya, con fisnuras de no tocarle el culo, claro, cogerla quizá de la mano bajo la luz
de la luna, so cursi; ¡amos anda, que te vayan dando! Lo tienes claro.
Mejor, no pensar. Cállate. Pondré la radio para animarme. Sí, aquí por ejemplo,
donde dicen que un barco cargado de niños navega por el golfo de Guinea buscando un puerto para atracar y comercializar con la carne infantil. ¡Mierda! Se trata
de un barco esclavista de niños en el siglo XXI, y según añaden hay más de 15
países en los que existe la esclavitud legal, o más o menos legal, y que el barco Etireno, de bandera nigeriana, navega por el Golfo de Guinea sin rumbo preciso, con
un cargamento de niños esclavos que se cifra entre 180 y 250. Dicho barco habría
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partido de Cotonou (Benin) el 30 de marzo, sin que ningún país hubiera intervenido
para detenerlo, excepto los gobiernos de Nigeria, Camerún y Gabón, que al menos
habían prohibido que descargara en sus puertos su cargamento. Los niños habrían
sido vendidos por sus padres en Benin y Togo, para ser explotados en campos de
trabajo de Gabón, Camerún, Costa de Marfil y Nigeria, por unas 3.000 pesetas (18
euros con redondeo), al creer que iban a ser educados mejor por sus compradores.
O no. Un desastre. No. Otro desastre. Uno más. Otra infamia. Una noticia de
aquellas que te hacen perder la esperanza en la especie humana y que te llevan a
meter la cabeza bajo la almohada y a no salir hasta que escampe, porque una vez
más, erre que erre, había que explicar lo obvio. Cansa mucho. Y sí, ya me bajo de
la silla. Pero esto lo ha dicho Pereñíguez, que conste. Ah, bueno: si lo ha dicho Pereñíguez, entonces sí.
Pero es que a uno se le hace mala sangre y le da mucha aflicción pertenecer a
esta sociedad de consumo, que, en algunos casos lo consiente, por omisión, cuando compra cosas, objetos de consumo fabricados en esos países necesitados, sin las
garantías elementales de que se han respetado los derechos humanos por parte de
las multinacionales. El comercio justo, que le llaman. Una vergüenza que chuscarra mucho, porque con esto no hay que preguntarse dónde está Dios, si no dónde
coño estamos nosotros que lo consentimos. Y sí, sí; ya me bajo de la silla.
En fin, que creo recordar que andábamos ya por lunes de Pascua, de mona, de
hornazo y huevo que en el Argaz se emplea para ir de excursión por el monte o por
el río, y para merendar y dar cuenta y razón de unas tortas con un huevo duro incrustado. Pero uno no estaba para monas. Tendría que animarme, sí, quizá ensoñándome con ella, con aquella chica, con su carita de niña traviesa, su pelito corto cepillado a la chico, sus graciosas ojeras bajo los ojos, sus dientes tan blancos. O
con sus muslazos fuertes y recios; sus pechitos breves, duros, con pezones que se
traslucían oscuros bajo la blusa. Olía tan bien. O con su mirada cuca y ese mohín
de niña mala, pero inteligente y aviesa que sabe lo que quiere, pero sobre todo lo
que no quiere. ¿Estás, pues, enamorado como un idiota de una mujer, a la que no
vas a volver a ver más? Pues no se sabe, ¿quién lo sabe?
Quizá sí lo sabes, sí, porque recientemente te da por fijarte en detalles sencillos que antes te pasaban desapercibidos, como ese paisaje que ahora se abre desde el balcón del Muro, en el que la huerta florece chisporroteando rosas, blancos y
violetas, mientras el verde río la atraviesa y parte. Y a la derecha la ermita del Santo Cristo: la estilizada ermita de patrón de la villa que asoma como un faro entre
ocres acantilados de pelados cerros, mientras abajo la huerta crepita y florece.
No está tan mal, ¿verdad, usted:?, el amor, la pareja, quizás hasta tener un nieto,
y un mullido sofá, claro, para los partidos de fútbol y para el gaudeamus de los
optalidones con Cocacola. Una relación seria, una mujer con la que por fin puedas
despertarte sin tener que huir, para no buscarle justificaciones al miedo de quedarte al desayuno. La vida puede ser entonces algo más sugestiva, aunque también dé
tiricia, si haces caso a lo que denuncia en la radio Médicos sin Fronteras, sobre
que es imprescindible la bajada del precio de las medicinas para combatir el SIDA
en países subdesarrollados de África. Claro. Al día siguiente se confirmaría que las
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multinacionales habían perdido la partida y accedían a que se fabricaran medicamentos baratos para una gente que no tenía ni para vestirse. Menos mal, porque
parece demasiado marrano que las multinacionales, después de exprimir a los occidentales, quieran estrujar también a una pobre gente que no puede pagar sus medicinas para salvar sus vidas. No; no es para comprar una crema de belleza que les
dé una lozana prestancia y puedan así coquetear. No; tampoco es para jugar a las
tragaperras. Ni para una segunda vivienda en Torrevieja. De lo que se trata es de
salvar su vida y en estos casos uno cree que está justificada la rebelión.
Lo había explicado muy clarito un misionero católico en Brasil: «A los niños se
les enseña que recoger los cartones de las calles no es robar, sino aprovechamiento
de lo disponible». Y eso mirado con cierta indulgencia claro, porque uno se cree
que en esas contingencias recoger el dinero de dentro de un Banco también es
aprovechamiento de lo disponible. Es cuestión de criterios y a nadie se le puede
juzgar por exponer criterios. Y entonces si estás en esa situación de pobreza extrema, uno puede entrar en un Banco: “Buenos días tenga usted”, poner el trabuco encima de la mesa y requerir con prestancia “¡Quieto todo el mundo: Esto es un
aprovechamiento de lo disponible!”. Con un par, sí, señor juez, ¿qué se le va a
hacer? y que usted lo comprenda. Y si no lo entiende, que le vayan dando. A usted
señor juez y al Banco, claro. Lo que es una estridente ordinariez es atracar en una
cutre sucursal bancaria de una pedanía, pongamos que de La Arboleja, para luego
gastarte las perras en las putas de un club de carreteras de Orihuela. O para comprarte un video estéreo. O para mercarte un traje de Armani. Un respeto, por favor. Groserías, las menos posibles.
Pero creo recordar que, cuando me percaté de que perdía el hilo de aquellos sucesos, y hasta la misma maeja, era ya miércoles después de mona, porque por la
radio dan la noticia de que la guardia civil ha detenido una patera en el Estrecho
cargada de nuevos consumidores que querían llegar a Isla Capital. Y porque en otra
emisora dicen que el Gobierno inglés ha prohibido la clonación humana, con objeto
de que este progreso se dedique única y exclusivamente a fines terapéuticos, al beneficio de la humanidad, y no a malévolos intereses pecuniarios. Ya se sabe que
los laboratorios farmacéuticos son sucursales de los monjes franciscanos y que se
desviven por buscar el bienestar de la humanidad, a costa incluso de sus accionistas.
Porque tú oyes esto y te dices que sí, que claro, que hay que apoyar siempre los
avances técnicos para aliviar el sufrimiento y la enfermedad, pero también andar al
quite para evitar la trapacería de los psicópatas doctores Josef Mengele que van a
medrar, a satisfacer su soberbia de enanos, mientras se escudan en la persecución
que sufrió Galileo. No todos los avances técnicos han sido beatíficos: la energía
nuclear fue un gran avance científico y de progreso. Las semillas transgénicas
también. ¿Y qué? Porque todo esto de la clonación reproductiva suena a encarnizamiento terapéutico para manipular el azar, la vida, y que un mediocre, rico,
pueda seguir siendo mediocre, porque un pobre no tendrá los dineros para acceder
al invento y un sabio ya se ocupará de que no se le clone. Fijo. Aunque lo que aterre de esto es la previsible explotación comercial eugenésica a la carta de niños ru-
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bios con ojos azules, porque, ya puestos a pedir, un servidor se pide..., uno se pide..., se pide..., una mujer morena, con un buen culo, unos buenos muslazos y que
no hable (mucho). Mejor, que no hable (nada). Que sea muda, vamos. Ya puestos...Pero algún día se clonará a un alguien en otro alguien para tener a dos alguien idénticos, y ante los hechos consumados habrá que legislar para convertir a
ese alguien en algún alguien con nombre y apellidos. En un alguien más, también
hijo de Dios, por cierto, aunque a algún otro alguien le pese.
Apagué la radio. Estaba cansado y refrito en mis propias contradicciones y desengaños. Aunque dudas, sí, luego existes, vaya, ¡pero menudo día! En estas adversas circunstancias en las que no vives, sino que flotas, lo adecuado es acostarse,
dejar que la noche duerma y que al día siguiente ya sea otro día. Igual. A lo mejor
un poco menos peor, distinto, con otro matiz. Sin embargo, no puede uno descansar, porque cuando nos hemos conectado a Internet para actualizar el correo,
hemos recibido un mensaje con alta prioridad que al principio nos alarmó y que
luego nos dejó patidifusos. Quise averiguar su procedencia, quién era el remitente,
pero lo habían enviado por medio de un rebote, es decir, usando servidores anónimos para que fuese imposible determinar su procedencia. Un remailer que dicen
los americanos, tan puestos en todo esto.
En él se nos invitaba a acudir a una casa en las afueras, porque allí nos entregarían la información precisa sobre el suceso de la chinica. Para encontrar la casa, debería bajar hasta el Paseo Ribereño y seguir por él hasta llegar a la zona de las
Zarzas frente al Molino de Teodoro, donde debería girar a la izquierda hasta llegar
frente al campo de fútbol de la Era. Una vez frente a este campo, situado al otro lado del río, debería buscar la torre de la iluminación de la izquierda y enfilarla con
la torre de la iglesia de la Asunción que aparecía más atrás. Entonces, ya podría
volverme porque allí detrás andaría la casa en la que quedábamos citados. Después
de leer aquello me sentí un tanto arrufaldado y muy emocionado, pues veía un resquicio para acabar la historia aquella de la chinica. Pero, cuidado con las emociones, figura, con las incertidumbres. ¿Sí? Sí; recuerda la última vez que anduviste
por el psiquiátrico, cuando andabas sentado frente a la doctora y ella te dijo que
imaginaras que una cámara de cine grababa tu vida, y que le dijeras cómo te gustaría aparecer en ella, en qué situaciones. “No sé, es que no sé”, se le dijo. “Es que no
sabéis sufrir”, nos replicó ella, antes de mandarnos al patio de recreo, al sol.
Aunque también es cierto que no le dijimos nada más, a su compañera, porque
habíamos comprendido tarde, que quizás tuviera parte de razón. Como todos. Y
entonces, ¿tantas vueltas y merodeos por ahí?, ¿tantos tropezones y pechambres,
para llegar a esto? Menudo plan. ¿Tantas alforjas para tan poco viaje? Pues sí, pero
ahora necesitamos salir a tomar el sol.
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«Tenemos que amar la vida
más que el significado de la misma».
Dostoievski. Los hermanos Karamazov.
X. Pero habíamos quedado en que una chinica cayó del monte, rodó por la montaña y sepultó a un carretero y a sus dos bueyes, cuando iban de romería. Esto es lo
que se contaba por El Argaz y lo que andaba uno indagando, cuando acudíamos a
aquella cita junto al río, por ver de desbaratar todo aquel enredo. Fue entonces
cuando nos tropezamos con Dalai Lucas Martínez y su amiga Elizabeth, que se
acercaban a la Biblioteca para chatear por Internet, conocer gente y ¿por qué no?,
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hasta ligar en los foros de charla cibernética, previo enlucimiento cosmético hasta
la sombras, con sus mejores trapos de domingo/domingo, o vísperas de guardar.
Habíamos conocido a Dalai Lucas en un corro del vestíbulo del Ayuntamiento
y, según habíamos sabido, se llamaba Manuela, aunque como ella profesaba en la
no-violencia y en la necesidad del diálogo para solventar todos los enconos y camorras, se había remojado con el nombre de Dalai en consideración y dignidad del
Dalai Lama. Dalai Lucas era entonces partidaria del diálogo, incluso con los violentos, con los terroristas, en una especie de romanticismo bucólico del estilo aquel
de Rousseau de que to‟ er mundo e güeno, lo que pasa es que la sociedá e‟ mu‟
mala. Y efestivamente la sociedad es mu‟ mala, porque a nadie se le ocurre (excepto al Gobierno) tener ya previstas y presupuestadas las plazas penitenciarias que
se van a necesitar dentro de 20 años, las cárceles que se serán menester dentro de
dos décadas, porque es dar por sentado, por hecho, que ciudadanos que todavía no
han nacido no se van a adaptar y van a salir por peteneras, por delicuentes. Es reconocer el fracaso, ya de antemano, antes de echar el polvo, incluso.
Pero no es por ahí, se decía, porque Dalia Lucas era partidaria del diálogo, costara lo que costara, hasta que un día su pareja le arrimó una somanta de palos y
entonces se negó con ahínco a dialogar y se fue célere al cuartel de la Guardia Civil. Hizo bien, claro. Pobrecica.
Dalai frecuentaba un programa nocturno de confidencias en la radio en el que se
abogaba por el dialogo con todos, incluidos aquellos terroristas que habían ya asesinado a más de 800 personas (entre ellos 26 niños), y cuando le afeaban su contradicción al denunciar a su violenta pareja y mostrarse por el contrario tan condescendiente con los terroristas asesinos de niños, se excusaba en que era un caso diferente porque éstos tenían justificación política para su violencia, porque hay
agravios políticos que requieren respuestas políticas. “Entonces, Dalai, si un terrorista le pega a su mujer y luego va y asesina a un concejal o a un fontanero, ¿se le
detiene por pegarle a su mujer, pero se dialoga con él por el asesinato?”, le preguntó uno que tenía muy mala leche y que lo más probable es que fuera un fascista
camuflado de esos cobardes que se esconden en el anonimato.
Uno no sabe, pero mientras pasa junto a Dalai, se piensa que hay pacifismos y
neutralidades muy violentas, ¿sabe usted?, como la de aquella piedra que se coloca
de forma no-violenta en medio de un cauce, y provoca inundaciones. O la de aquellos pacifistas pusilánimes como los suizos, cuya neutralidad es erizada agresión
porque acoge los capitales que huyen de los países menesterosos, empobreciéndolos aún más, mientras que ellos gallardean de neutrales, de pacifistas y sus habitantes nunca saben lo que es el hambre ni la guerra. ¡Qué pacifismo neutral más colérico y pendenciero!, oyes, ¡qué caro nos sale a la humanidad la vitola pacifista y
neutral de Suiza:! el que ellos puedan lustrar y pasear por sus opulentas plazas la
palomita de la paz. La neutralidad y el pacifismo, sin justicia, es cobardía agresiva.
Las cosas no son blancas o negras. Cierto: son verdes. O aquí todos moros o todos
cristianos. Yo soy checoslovaco.
Pero, como uno tenía entonces otros apremios y no sacaba tiempo para el diálogo, tras callejear un rato por el barrio antiguo aparecimos por el Muro y bajamos
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por el camino que lo circunda hasta el mismo Puente del Hierro, sobre el Segura,
donde nos paramos frente a un cartel que nos avisa que las pinturas rupestres del
Cañón de Almadenes estaban declaradas Patrimonio de la Humanidad. Cierto,
aunque es probable que los artistas que las pintaron no sepan que ahora tienen
premio.
Pero decía que uno anda por allí embelesado con el cartel hasta que una inopinada música pop nos saca del ensimismamiento. Sí, la tremolina viene de una capilla juvenil que se congrega bajo el puente, en la parte conocida como El Arenal.
Son piragüistas, según se deduce por su pertrechos, y entonces he recordado que
se iba a celebrar por el lugar el XX Ascenso-Descenso Nacional Alto Segura con
salida y meta en el Puente de Hierro y con un recorrido de cuatro kilómetros.
También había oído hablar de un descenso en el Cañón de Almadenes, pero eso
se celebraba en julio y más como aventura que como torneo pues lo importante
era terminar, ya que se bajaba entre la torrentera turbulenta de las aguas al discurrir encerradas entre una garganta de elevadas paredes y con un ruido ensordecedor
que aturdía más que la misma brava corriente. Una maravilla de paraje natural que
cuenta además con las referidas pinturas rupestres en las cuevas que lo jalonan, incluida la de La Serreta.
Pero por aquí los jóvenes reman plácidos por el arremansado río a bordo de sus
canoas mientras los altavoces llaman a la inscripción en la prueba e intercalan
música pop del momento, pongamos que un dúo femenino que canta: «aunque ya
no me duelas, por los besos que aún nos quedan en la boca, por nadar y no guardar
nunca la ropa, porque fuimos lo que fuimos....». Y entonces evocas a la chica
aquella a la que no habías vuelto a ver, y a la que intentas olvidar mientras merodeas entre aquellos jóvenes que en actitud festiva se arraciman en grupos, evaluando sus remos, sus piraguas, sus músculos y/o el culo de alguna vecina que por allí
asoma despistada.
Me marché de allí pues llevaba prisa y me entretenía en demasía y, sobre todo,
me maliciaba que por allí ninguna de aquellas lozanas mozas hablaba mi idioma,
pues se comunicaban con una jerga mezcolanza de comanche valenciano, murciano de huerta/huerta y jerigonza intelectual universitaria. A saber: «¡Qué pasaaaaa...tíooo, qué pasa tíaaaaa, que pasada tíooooo.... qué pasada tíaaaaa....», que me
llevó a colegir que debían de ser rematadamente idiotas de nacimiento y en grado
sumo, porque si ya se sabe que los monos babuinos tienen razonamientos abstractos como los humanos, aquellos humanoides usaban una comunicación muy familiar a los babuinos. O en su defecto, que la exquisita y primorosa educación los
había manufacturado como unos perfectos imbéciles en grado extremo. Ya se sabe
que cuando antaño te salía un hijo tonto lo camuflabas en el ejército o lo alistabas
en el seminario, pero el trámite coetáneo debe de ser guarecerlo en la Universidad,
en la lista municipal de un partido, o como editorialista de algún periódico, donde
lo disimulas, porque es ciencia manifiesta que una seta no destaca, ni sobresale,
entre otras setas.
Porque esto de ir a la Universidad está muy bien pues se aprende mucho y se
puede uno apuntar a la Tuna y todo. Y emborracharse los jueves, los viernes y los
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sábados; aunque también habremos de convenir en que hemos desbarrado una
miaja con eso de popularizar los estudios porque ahora lo peliagudo es explicarle a
un señor que ha sido toda su vida peón caminero que su hijo no puede ir a la Universidad, para adquirir sapiencia y excelencia, y que lo suyo es la Formación Profesional y hacérselo de fontanero, en un caer en mientes. Pero, ¿qué opinaría sobre
esto Al Martínez Capone?, por ejemplo. Pues Al Martínez Capone diría que él ha
trabajado toda su vida y que su hijo va a ser ingeniero, por cojones.
- ¿Cómo dice?
- Por cojones.
- Verá usted, es que su hijo es imbécil y no precisamente porque haga idioteces,
sino que es imbécil de verdad y se dice esto no como un insulto, sino como un diagnóstico.
- No importa, mi hijo va a ser ingeniero porque hay igualdad de oportunidades,
lo que significa que aunque sea imbécil puede ir a la Universidad, ¿o lo van a discriminar por ser ingeniero imbécil?, ¿es que los ingenieros imbéciles no tienen derecho a ganarse el jornal?, ¿va usted a jugar con el pan de mis hijos y de mis nietos?
Y como ya nos advertía Larra de que el español “no bien abre los ojos, se encuentra ya juntado”, si algún protervo desalmado intenta impedirle ser ingeniero
imbécil, se las verá con una huelga de hambre, manifestaciones, cortes de carretera, y plataformas, sobre todo plataformas: «Pro ingenieros imbéciles». Porque a
tipos así es muy complicado explicarles que los pudientes siempre tendrán universidades para sus hijos, de pago (y si no tienen, se las inventan), y que lo que hay
que hacer es prestigiar la pública, la de todos, con la calidad y con una buena selección de los mejores, para que, cuando salgan, puedan competir en el libre mercado
con los títulos conseguidos en universidades de pago, merced a los papás ricos. Es
decir: que la mejor forma de prestigiar la universidad pública es darle excelencia,
que acudan a ella los mejores. ¿Para qué queremos que todos salgan con su carrerita, con su título universitario, si luego el mercado los va a mandar al paro porque
no están preparados? Explicar esto tan obvio es tremendamente complicado, porque el tipo en seguida echará mano de esa palabrita mágica que tantas puertas abre:
“usted lo que quiere es que sólo estudien los ricos”, que nos acojonará y que nos
llevará a darle a su hijo el título, la carrerita, el diploma, para que lo cuelgue en la
sala de estar para admiración de las visitas, y que no escandalice y se quede calladito, no vaya a ser que nos acusen de reaccionarios. Y su hijo tendrá su carrerita, de
muy mala calidad, que a él no se servirá de nada, ni a la sociedad tampoco. Pero las
conciencias estarán mudas. Las de todos. Y a mandar, que para eso estamos.
Pero un servidor dejó a los niños aquellos en sus trajines y menesteres, y subió
al Puente de Hierro para seguir luego ya todo recto por el Paseo Ribereño hacia el
Molino de Teodoro: un viejo edificio color azul ciezano, ahora rehabilitado, que
en su día fue un molino de río útil, y que aún conserva la enorme piedra o rueda de
moler en la parte de abajo, por donde discurre el agua de la acequia de la Andelma
antes de su desagüe en el Segura. Es lo que los lugareños, como Tomás Vázquez,
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pacotomás, llaman el escorredor de la acequia. Y he bajado hacia la repisa que la
cubre en su desembocadura y he descubierto a los peces que allí se refugian para
descansar en el remanso de sus aguas, aunque al verse sorprendidos huyen veloces
hacia aguas más profundas porque para pillarlos hay que bajar con sigilo hacia la
repisa del escorredor, y asomarse con cuidado, antes de que se den cuenta y huyan
veloces.
Y se nos escapan, sí, en una exhalación, pues nadan que se las pelan. Pero se nos
hacía tarde y llevábamos prisa, por lo que he subido de nuevo al Paseo y he acelerado el paso hasta que poco después he llegado al punto aquel que se me había indicado en el mensaje. A saber: que una vez que anduviera frente al campo de
fútbol conocido por La Era, buscara la primera torre de la iluminación de la esquina izquierda y la alineara con la torre de la Iglesia de la Asunción. Veamos: Allí al
otro lado del río está el campo de fútbol y a la izquierda la torre de la esquina, y si
me voy moviendo consigo enfilarla visualmente en línea recta con la torre de la
Iglesia de la Asunción. Ahora están enfiladas y se supone que la casa ha de estar
detrás.
Me giro.
Allí estaba.
Detrás de mí se elevaba una vieja casa, quizá también un almacén para guardar
los aperos, pero ahora casi derruida, derrengada, de yeso macilento y con los palos
del esqueleto apareciendo por el costillar. Por la parte de arriba asoma su alabeado
techo de onduladas tejas de arcilla, la chimenea callada y sus paredes desconchadas y avejigadas con un decrépito y desaliñado abandono. Una sencilla construcción que, probablemente antaño, habría servido para guardar los aperos de labranza
y para guarecer a los huertanos sorprendidos por la lluvia en medio de la faena.
Ahora, ya desvencijada y gris, se aguanta con palicos y cañicas, como si el tiempo
le pesara a plomo. No vi a nadie por allí. Sólo se oía el piar de los pájaros y el fragor del río, al deslizarse entre las rocas del cauce y refregarse con las cañas de su
ribera, colmada de zarzas, álamos, baladres y cañas, sobre todo, tupidas cañas
que se mecen al compás del aire y del agua que las olean y bailan. Los cañaverales
que a veces te impiden ver el río, pero que conservan toda la esencia de la vega
del Segura y que permiten adivinar dónde corre o se encharca el agua porque las
cañas, desde lejos, la perfilan, encauzan y delatan.
No había nadie por los alrededores y me he sentado a esperar junto a la casa. Y
esperas. O procuras entretenerte, solazándote con el paisaje: con aquel alto pino
que aparece arriba, a la derecha del Puente de Alambre y que descolla con su gran
copa entre los huertos. O más arriba, con el farallón del castillo a cuya espalda, en
la falda del otro lado, debe de andar enclavado el poblado árabe medieval de Medina Siyâsa, y que según sabía sólo se había excavado una pequeña parte de lo que
era un tesoro arqueológico escondido único en el mundo. De este yacimiento se
habían extraído y reconstruido algunas casas, y unos prodigiosos arcos que se exponían en el Museo Arqueológico del pueblo, donde antaño se ubicaba el antiguo
Casino, rehabilitado ahora como Museo. Pero de aquellas excavaciones nada más
se supo y sólo algunos esporádicos veranos se convocaban campos de trabajo para
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ahondar en el yacimiento, pero muy poco en relación con lo que se calculaba que
podría haber aún oculto, pues se conoce que los políticos prefieren arrimar las perras a las procesiones de Semana Santa, por ejemplo, que da más beneficios electorales perentorios, más votos en cuatro años, que invertir en unas obras que podrían
relucir dentro de veinte o treinta años, es decir, cuando sus nietos se presenten a las
elecciones y no ellos, claro. Y el político local no lo hará, por supuesto; no se
gastará los dineros en algo que él no va a ver con sus ojos y en obras que no le van
a agradecer con votos, en vida. El político se armará entonces de coraje y sapiencia cínica municipal y nos dirá: “Os he asfaltado la calle, os he puesto el alumbrado
y os he traído el alcantarillado”. Y como nosotros lo habíamos elegido para que
nos bailara sevillanas y él nos ha traído además todas esas dádivas, pues le vamos
a poner su nombre a una calle para que veas tú, agradecidos que somos.
Había leído algo sobre el tesoro oculto del yacimiento en el periódico La Prensa
Local, editado por José Luis Vergara, ahora ya cerrado, pero que durante los años
que anduvo en el andamio se encargó del asunto. Al editor lo había conocido en
uno de mis viajes al Argaz, pues había coincidido con él en el Talgo que nos traía
de Madrid. Un tío muy versado y muy puesto en las cosas de su pueblo. Él había
sido además el fundador del único periódico que todavía circulaba por el Argaz, El
Mirador, y que años después había cedido una vez que andaba ya consolidado.
Un buen tipo este Vergara, muy lúcido, ingenioso, de trato cordial, sagaz, y amigo
sin remilgos. Una de esas personas que te honra conocer y que te reconcilian con la
humanidad.
Pero enjugascado en estas pensaeras no atendí a los vecinos que pasaban por
abajo, por el Paseo Ribereño, ora corriendo, ora paseando, ora trotando, ora ejercitando eso que se conoce como chandalear y que consiste primordialmente en trajearte con el chándal y a lo que se tercie y diga. También pasa ahora algún agricultor
que se acerca al tajo, o algún hijo de puta montado en un ruido, según la definición popular de esos tipejos que cuando descubren en la adolescencia que tienen la
picha pequeña, le ponen al tubo de escape de su moto un aparato para amplificar el
ruido y armar así mucho tostón con el propósito de compensar. Hay que tener caridad y comprenderlos, ponerse en su lugar. Empatía.
El viento bate ahora las cañas que se balancean con el rumor del río y el azul de
la tarde se esfuma y diluye a lo lejos, al ocaso, entre las sombras de los pinos.
Aquí el azul se ve azul y las sombras, sombras. No hay ardid, ficción o impresionismo alguno. Decía Wilde que, antes del impresionismo no existían sombras azules, y es cierto, nadie se atrevía. Después del impresionismo las sombras siguen
siendo sombras y los azules, azules; pero la mayoría de las veces son más bien al
azulete.
Pero no; otra vez andamos pechando con la aflicción, con la galbana, las fatiguitas por todo y por ahí no es. Mejor concentrarse en el trabajo. Hacer bien tu
trabajo, que dicen los americanos así como en tono muy calvinista y todo. Pero es
que por aquí no aparece nadie, para dar razón de la cita y no se ve claro lo de roer
más el hueso de la Chinica para sacarle una historia. Quizás sería más factible en-
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contrar un oficio seguro, numerario, de funcionario tal y como se planteara el admirado lazarillo: «viendo que no hay nadie que medre, sino los que lo tienen”.
Pues sí, porque ahora se ve todo como más sombrío, y mayormente, después de
enterarte por la radio de que aquél que había sido detenido por la Guardia Civil tras
encender las luces de la procesión, el tal Mefistófeles Lucas Alfaguara, el Festolín,
había confesado que él no sabía nada de los desaparecidos, que el tal Sporwáter le
había dado el documento que se había encontrado en las ruinas del Convento de
los franciscanos a cambio de unas dosis de coca, y que él, a su vez, se lo había
vendido al Calzas, un toxicómano de la localidad con cuentas pendientes con la
justicia y enfermo de SIDA. Pero el Calzas no le había pagado la deuda y en esas
andaba. No; él no sabía dónde estaba el Calzas, aunque probablemente muriéndose por ahí porque, en vez de tomarse las pastillas para lo suyo, se ponía de mala
manera con la metadona que le daban en el CAD del Centro de Salud del Cordovín, y con lo que pillaba en las Casas Blancas a los pringaillos que iban allí a
comprar. Por las noches se escondía debajo de las escaleras y cuando bajaban los
desgraciaos con las dosis se les quitaba amenazándolos con la navaja. O les vendía
a los pardillos yeso rascado de la pared, o ColaCao, metido en las bolsitas de
plástico y que los pringadillos compraban para hacerse un chino o metérselo en la
vena. Él más no sabía.
Excepto, claro, que el Calzas había participado en la visita por la noche a la
Chinica para cavar una zanja bajo la piedra y conseguir así abrir un túnel debajo
para llegar al tesoro aquel de las perras, las joyas y los documentos antiguos, que
habían sido escondidas en la casa de la Chinica mucho antes de que cayera la piedra y la aplastara por su mitad. Allí lo había dejado alguien de la familia de la casa
de la calle de la Hontana, que se lo había confesado al franciscano del Convento.
Pero de eso hacía ya muchos años. Ellos habían intentado llegar al tesoro una noche de luna llena, aunque después de cavar vieron imposible seguir con su propósito, y cuando oyeron la moto del guardia de río, huyeron y dejaron la zanja abierta.
Allí se les olvidó la maleta con los monos de trabajo, los papeles y los carnés que
llevaban para sacarse los pasaportes para huir del país. Una chapuza, decía él porque ciertas cosas hay que dejárselas a los profesionales, ¿sabe usted?
Luego fue cuando aparecieron los carnés bajo la Chinica, y entonces él se asustó
porque no sabía qué podía haber pasado; aunque se barruntó que tenían algo que
ver con el robo porque el Calzas era amigo del Piedrahita y éste parece que andaba
liado con la Maruja Cienfuegos, y que el Calzas era colega del Piedrahita. Pero
no; él más no sabía, porque después de aparecer los carnés de identidad de la
Cienfuegos y el Piedrahita, él se pensó que, de todos los que participaron en el intento de robo del tesoro, de todos los cómplices, sólo conocía al Calzas, al que
habían excarcelado porque padecía SIDA y tenía los días contados. Y dijo que no,
que dudaba mucho que el Calzas hubiera podido cargarse a nadie, porque estaba
enfermo y su única fuerza radicaba en la catalina, la Ramona, la faca, la navaja de
veinte centímetros parabellún, de Albacete. Aunque eso sí, lo había visto con un tipo que cargaba con una bolsa negra. ¿Una bolsa negra?, le había preguntado el
guardia. Sí, joder, una gran bolsa de basura negra que se traía de un lado para otro.
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Aquella confesión no nos aclaraba mucho, desde luego, pues todavía abundaban las sombras en la investigación, eso estaba claro, porque veamos: ¿Alguien
más había sabido del robo y había hecho desaparecer a los demás?, ¿quién?,
¿cómo?, ¿cuando?, ¿dónde? y ¿por qué? Bueno, el porqué estaba claro: por las perras, pero, ¿y todo lo demás? ¿Y quién era el tío aquél de la bolsa de basura negra?
No se sabía más; nadie sabía nada más, porque por aquel entonces ningún augur
osaba pronosticar una versión verosímil sobre el suceso, excepto un rábula de la
localidad, Poncio Ponciano, un jubilado al que habíamos conocido en una de las
muchas capillas de jubilatas que se organizaban por los parques y jardines, y que
gustaba de alardear de saberlo todo (de todo). Poncio Ponciano se jactaba también
en público de tener en su mesilla de noche la foto del líder del partido al que votaba. Su mujer, no. Su señora estaba del líder hasta los intríngulis y así se lo decía a
su marido, porque le molestaba ver la foto y mayormente porque a ella el menda
aquel se la refanfinflaba mucho, porque ella quería a un presidente que fuera un
buen gestor, honrado y cabal, pero nada más, ¡qué tontería!, pues no pretendía
enamorarse de él, ni tener hijos con él, ni nada de nada. Poncio Ponciano se ponía
entonces de morritos y le espetaba que ella no entendía de política y que a otra cosa mariposa, que en boca cerrada no entran moscas y que tralarí tralará, barro mi
casita.
- Y no te rías, que esto no es para risas - le recriminaba él.
- Es que mientras me río no pienso en la muerte.
Por el Paseo Ribereño, una pareja saca ahora a pasear su amor mientras se cogen de la mano y se miran a los ojos, queriendo quizás rebañar su ideal sentimental mientras dure, raspando con las uñas su trozo de sueño de la encerada realidad.
Y entonces ella lo mira a él, casi de puntillas. Él baja la cabeza. Ella eleva sus labios. Él posa los suyos sobre los de ella. Y se besan. Ya más después pagarán las
letras de las perdices con un crédito de la Caja amortizado en cómodos plazos.
¡Corten, corten!
Esto es un peliculón de amor, o un anuncio de colonia que es a lo que imita el
amor cuando te lo sueñas. A los tres años de matrimoniar imita ya a un anuncio de
detergente, pero esa no es esta historia. Esta historia va de chicos buenos, de amor,
de tu amor, porque te ensueñas en que a lo mejor con ella sería distinto, tú crees
que será distinto, él cree que será distinto, nosotros creemos que será distinto, ellos
creen que será distinto. Ese o fuise.
Pero estamos en que tú crees que quizás con ella sería distinto, sería diferente.
¿Por qué? Porque sí. Pos miaque. En el fondo no eres más que un gilipollas, como
otro cualquiera, uno más del montón, como cuando estuviste con ella la última
vez, ¿te acuerdas?
Sí, claro: cuando te echaste desnudo sobre la cama tal y como ella te había indicado en su correo electrónico. No la veías, y sólo sabías que se movía por allí
cerca debido al repiqueteo de sus tacones por los alrededores de la cama. Así que
estás allí echado de bruces sobre las sábanas, y al mirar de reojo adviertes que
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anda desnuda sobre esos zapatos sin talón que dejan desnudo el calcañar y que por
no se sabe qué extraños fundamentos tanto excitan a los tíos. A ti también, sí, porque, aunque no lo reconozcas, eres tan vulgar y corriente como el vulgo, o sea,
tan corriente como los demás. ¿Qué te creías?, ¿algo especial? ¡Amos anda! A los
príncipes azules también les huelen los pies, ¿sabes?, y algunas princesas roncan y
todo, para que te vayas enterando, so lila, que por lo visto todavía sueñas con nubes de algodón y todas esas majaderías con sonajero. Eres un neurótico.
Pero quedamos en que estás tendido en la cama, quieto, con la cabeza sobre la
almohada y procurando que ella no advierta que miras de soslayo, sin levantar la
cabeza. Huele tan bien. Y ahora sientes su aliento sobre tu nuca mientras hurga bajo tu pecho, te pellizca los pezones y te arrulla diciéndote que te quiere. Y te quedas allí fascinado y plácido, hasta que de pronto te da un azote en el culo y te sobresalta.
- Tienes un culito de puta, ¿sabes?, y me vuelve loca ese culo de putón verbenero que tienes.
Y claro, uno no sabía. ¿Uno qué iba a saber? Uno solo sabe que está allí, acostado, con la mujer de tus sueños y que ella va y te dice que le gusta tu culo. ¡Pues vaya! Podría haberte dicho que le gustan tus ojos, que le gusta tu personalidad, tu
sensibilidad, tu resuelta capacidad intelectual. Pero no. Le excita tu culo. Y de puta.
Y tú, claro, no sabes qué hacer, pero intuyes que todo aquello es muy pérfido. Mucho. Y que lo que es más avieso todavía no es que te lo diga sino que meta ahora la
mano por el costado, rebusque y te la encuentre dura, tiesa. Pues vaya. Tanto leer
y viajar para llegar a esto: A que la chica de tus sueños te diga que se pone cachonda con tu culo de puta. Y encima que te pille empalmado la muy zorra después de
decírtelo. ¡Qué vergüenza! Porque tú eres muy macho, claro, de eso no te cabe la
menor duda, vamos. Eso lo tienes muy claro. Pero entonces, ¿por qué no te vas?
Pues porque no; o quizás porque como te había revelado el Pescatero, con ella
habías conocido lo único que te hacía vibrar, por ejemplo, emocionarte y llorar
en los finales de algunas películas. Sin avergonzarte de ello. Gracias a ella, ¿lo entiendes? Y porque, quizá con ella, puedas llevar a cabo ese sueño tan sencillo y
difícil, de bostezar en pareja, llevar una vida normalita, tener una niña que se parezca a ella, verla crecer, gozar juntos de lo que te depare la vida y ser así, en
síntesis, una vulgar parejita burguesa que se aburre una plácida mañana de domingo. Tan sencillo y tan complejo.
Entonces quedamos en que estás allí excitado, duro y envarado, mientras que
ella te trajina a su gusto y te dice que le gusta tu culo de puta. Y tú que decides resuelto que aquello ha de acabar, que como siga así te vas a perder el respeto. Si lo
tienes. Y tú eres muy macho, ¿estamos? Muy hombre. Así es que le pones reparos
a lo que te hace y dice, que eso no puede ser; pero ella te besa, te dice que te
quiere, que de acuerdo, y que como tú quieras. Y tú vas y te levantas, la coges, la
pones a cuatro patas, le echas tus garras a la cintura, y la clavas y clavas, hasta que
te rebotan las mismísimas pelotas. Y te la follas así, a lo perro. Se va a enterar. Y
al rato te corres. FIN.
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Luego ella se levanta y se va del cuarto. Parece que llora. No la has vuelto a ver.
Supones que se ha marchado de la localidad. Lo más probable es que se haya enfadado porque la has tratado como a una más, porque has follado con ella igual que
hubieras follado con otra. ¿Entiendes ahora la diferencia, so pavo? Joder, que lío.
No hay forma de entenderlas. Así que mejor no pensar, en ella, en ello: Cultivemos el jardín, no pensar, trabajar, Lexatin 5, el fútbol, los toros, Lexatin 10, ella,
Lexatin 15, más fútbol, más toros... para andar divertido, distraído y así tener mejor
ánimo para poder trabajar mejor para ganar más y poder comprarte una cama mejor
en la que descansar más para poder trabajar más y ganar más para comprarte una
cama mejor en la que descansar más para ganar más y poder así... «Bienvenidos
emigrantes, nuevos consumidores, a Isla Capital».
No.
Estoy en el río esperando a que alguien aparezca para darme cuenta de la cita
aquella, en el Paseo Ribereño, y pienso que..., o quizá... ¡mejor no pensar! Leer,
algo; por ejemplo, aquel recorte de la revista que habías guardado para una ocasión más propicia. Sí, debe de estar por la bolsa, por aquí; aquella página de la
nueva revista, “La Clave”, que recogía el artículo de José Antonio Marina sobre la
globalización: ese fenómeno que ha provocado el berrinche de los jóvenes refugiados en el movimiento ATACC. Y dice Marina que eso de la globalización ni va a
ser malo ni bueno, y que si somos capaces de orientarla éticamente con instrumentos adecuados, podría ser incluso útil y necesaria. También habíamos leído un artículo de Mario Vargas Llosa en el que venía a concluir que ser enemigo de la globalización podría tener un sentido poético, pero que era un disparate parecido al del
movimiento Ludista que en el siglo XIX destruía las máquinas para atajar la mecanización agrícola e industrial.
¿Entonces? Pues no se sabe qué nos puede deparar y, ante la duda, es mejor
abstenerse, aunque te preguntes, claro, si lo de la globalización significa que te
pueden vender camas en todos los países para que puedas trabajar en todos ellos
mejor para ganar en todos ellos más, para trabajar en todos ellos más y poder
comprarte en todos ellos una cama mejor en la que descansar más para trabajar
globalmente más y ganar globalmente más para poder comprarte una cama global
en la que descansar globalmente más para trabajar más. «Bienvenidos los emigrantes, nuevos consumidores, a Isla Capital». Global.
Para. Paro. Entonces suponemos que quizá la globalización radique en que los
chinos beban Cocacola, y entonces, la antiglobalización será que los Chinos no beban Cocacola. ¿O quizá que la beban pero que no se les obligue a devolver el casco? Mejor no especular con el futuro, aunque te malicies que si al monstruo capitalista se lo deja suelto, si no hay un Pepito Grillo que lo vigile, tenderá a desmadrarse, porque lo corriente y usual es que el grande arrastre al chico por la ley de la
fuerza de la gravedad, por la inercia del sistema, o por aquello más popular de dinero llama a dinero. O lo que es lo mismo: que el dinero se junta al dinero, los
guapos se guiñan entre ellos y a las ratas sólo nos queda el recurso a las probabilidades matemáticas del múltiplo para sobrevivir. Es la ley de la selva, del darwi-
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nismo montaraz de la selección natural y de la mejora de la especie tanto en su aspecto estético como económico y social.
Tururú.
Aunque tampoco parece un encomiable propósito que unos burguesitos rozagantes hijos de papá, quieran arreglar el mundo a golpes de futbolín (según la vieja
canción del grupo Topo), o a hostia limpia con la policía (según la versión real).
Fracasarán como antaño sus padres en el mayofrancés parisino del 68, porque después de aquel weekend no sólo que nos ha venido más capitalismo, sino que encima lo sirven ellos mismos ya domesticados desde sus tronos de yupies panzones
y calvos. Pedazo de porkyes fantoches. Y entonces, estos nenes rebeldes antiglobalizadores dentro de unos años sumisos y panzones en el chalecito y con las zapatillas de pana. O a lo mejor no, porque lo encomiable de este movimiento es que no
tiene líder ni manifiesto. En cuanto saquen un manifiesto de 10 puntos, se van al
carajo.
Aunque quizá sea entonces más provechoso obrar como el grupo pop U2, por
ejemplo, cuando insisten en la prohibición de la venta de armas, o en la condonación de la deuda externa de los países empobrecidos. Quizá sea mejor no aspirar al
diez, a la utopía, y quedarse en un modesto y pelado siete. O cinco, si así se consigue mejorar en algo que alivie a los que sufren. Como por ejemplo eso que lees
ahora de la renta básica (RBU) que promueve la Red Europea para el Ingreso Básico (Basic Income European Network) en la que participan sociólogos, filósofos,
economistas, premios Nobel, etc, y que lucha por proveer a todos los ciudadanos de
un salario mínimo, trabajen o no trabajen. Para vivir decentemente. Y al que quiera más, un apartamento en Torrevieja, por ejemplo, que se descuerne trabajando
por conseguirlo, si tanto lo quiere. Si le va esa marcha de trabajar más para ganar
más para comprarse una cama mejor para descansar más y poder trabajar mejor para ganar más y comprarse una segunda casa en Torrevieja en la que descansar más
para trabajar más....Para. Paro. Pero parece lógico y sensato que se tema a un poder económico supranacional, sin ninguna responsabilidad democrática ni compromiso con el bienestar de los más débiles; pero tampoco parece oportuno oponerse a que el estado del bienestar se globalice y llegue a todo el mundo. Y sí, ya
me bajo de la silla, no se me apure, mujer, es que estos casos nos emberrechinan y
sulfuran.
Vale: quedamos entonces en que uno se encuentra por allí, por el río, esperando a ese alguien que nos ha citado, hojeando los papeles atrasados, cuando de
pronto nos viene de nuevo la aflicción, tanto por el infortunio de no poder resolver
el enigma aquel de la Chinica, como por no haber vuelto a ver a la chica aquella. O
porque descubres que, a cierta púber edad, cultivas los años en alacenas y a otra
más tardía, ya los arrastras en los zapatos. Si es que puedes. Y entonces atrapas en
el aire una hoja de periódico que vuela, y lees una noticias que revela que el arquitecto español Santiago Calatrava ha diseñado una Cápsula del tiempo: un artilugio en forma de gajos para el Museo de Historia Natural de Nueva York, que
guarda en su interior periódicos, un disco con sonidos de Nueva York, o los datos
básicos de los ciudadanos de 16 países con el propósito de que en el futuro se sepa
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cómo era la sociedad del año 2.000. La cápsula tiene un guardián, que es el bibliotecario emérito del Congreso de EE.UU., que se la legará a otro y así por varias generaciones hasta que vuelva a ser abierta el 1 de enero del 3.000. Así lo cuenta la
página del periódico que ahora aprietas en el puño, la conviertes en una bola, y la
arrojas a lo lejos, al cauce del río: En el 3000 uno no va a poder abrir la cápsula,
verla, porque estará ya muerto, cenizas, polvo, gusanos, malvas, olvido; en una sociedad en la que probablemente no se adorará a ningún Dios lejano, pero en la que
los fulanos se seguirán arrobando genuflexos ante el horóscopo, ante Elvis Presley
o para adorar las huellas de las manos que cuatro taraos famosillos han dejado sobre el cemento de las aceras de Holiwud, en California. No adorarás ídolos: ni
Altísimos, ni Bajísimos, coños.
Pero por el Paseo viene ahora una chica que le da un aire a aquella zagala con la
que tanto fuiste; a aquella chica del hotel de la que no habías vuelto a saber nada y
que te había hecho dichoso, ¿te acuerdas? Sí, vaya que sí. Y me he levantado alborozado, me he sacudido los pantalones y me he fijado ya con más detenimiento en
sus pantalones vaqueros, en su camisa blanca, su pelo negro muy cortito, su tez
blanca..., aunque no: no es ella la que viene, sino una chica que precede a un grupo de mujeres que se encaminan uniformadas a trabajar en los almacenes de fruta.
Pues sí, porque la tarde se apaga y por aquí no aparece nadie para dar cuenta de
aquel mensaje, de aquella cita, aunque decidimos esperar, porque tampoco llevamos tanto tiempo por allí y porque, la verdad, el lugar es muy agradable, pues
puede uno acercarse a la orilla del río y solazarse entre las verdes y frondosas cañas con las abubillas creo, que rasean con su vuelo las aguas del río para beber. O
con los grillos que saltan de caña en caña; o con los peces que, cuando se acercan
a la superficie, se orientan a favor de la corriente y se alimentan aprovechando la
inercia de las aguas. Entonces uno está allí en cuclillas enjugascado con una caña, a
la que se le saca la hoja interior más tierna para soplarle y sacarle el sonido de una
trompeta, cuando, decía, oyes que alguien viene. Y te levantas y ves que sí, que
es el Peralindas: un señor atildado, muy correcto y circunspecto, que siempre anda buscando la verdad, como aquella agencia americana, la CIA, que también se
engalla de que la busca y que tiene colgado en la entrada de su oficina un cuartel
con la frase de San Juan: “La verdad os hará libres. Juan 8.32”. El mismo cartel
que cuelga, a lo que se ve, a la entrada de los servicios secretos de China o de Rusia. Pero el Peralindas planteaba que es casi imposible saber la verdad, por lo
que habría que recurrir entonces a lo que más se acerque a ella. Eso decía aunque
este criterio se lo hubieran refutado mucho, porque cuando se afirmaba antaño que
la tierra era plana estaban todos muy equivocados, tanto el que decía que era medio
plana, como el que sostenía que era muy plana, como el que mantenía que era
aproximadamente plana, casi plana, ligeramente plana. Andaban todos errados,
aunque alguno estuviera un poco más cerca que otro de la verdad. Que se conoce,
claro.
Pero en esto es mejor no empecinarse porque ya se sabe que cada cual coge la
verdad, la maneja, se hace con ella un traje a medida y a vivir, que son dos días,
mientras que uno se desvive allí sentado, esperando por si alguien acude al lugar
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y procura además conciliar todo lo que había averiguado sobre aquel suceso de la
Chinica, porque seamos serios: ¿qué es lo que teníamos hasta entonces? Nada.
Que el Mefistófeles Lucas Alfaguara, el Festolín, había sido detenido por su encendido general de luces en la procesión y que había confesado lo que sabía del tesoro aquel bajo la Chinica, aunque en realidad y según había confirmado luego la
Guardia Civil, sólo había sido un correveidile que no había tenido una importante
responsabilidad en el asunto y casi, casi, había sido el tonto útil del que se habían
servido para el robo y todo lo demás. La clave estaba entonces en aquel tipo, el tal
Calzas, del que se habían servido como cortafuegos, para que cuando las pesquisas
llegaran a él cayeran a un pozo ciego, ya que había sido éste el que había dado la
cara para hacerse con los materiales y el instrumental necesario. Si el Calzas andaba enfermo terminal de SIDA, es probable que alguien hubiera decidido que las investigaciones apuntaran hacia él, con el fin de que cuando muriera todo quedara en
un pozo ciego. Sin salida. Oculto. Pero había más: porque si los que habían participado en el embrollo habían desaparecido y el Calzas probablemente también, ¿estaba aún el tesoro aquel bajo la Chinica? ¿Y quién era el tipo aquél de la bolsa de
basura negra que había sido visto con el Calzas?
Me quedé pues meditabundo, queriendo clarecer todo aquello y sin encontrar la
punta para dar la hilada, o mejor, sin encontrar el hilo para dar la puntada, o mejor:
sin encontrar razón a los puntos de la hilada y todo eso de la puntada sin hilo que
se me había liado en la picha un lío, digo un ovillo, hecho un lío, digo una ovillada. ¡Joder, qué complicado es todo! Que no veía la forma de encontrar el quid de
aquel desaguisado, aquel entuerto, aquel nosferatum, aquel desbarajuste que me
tenía sin vivir en un sinvivir. Y por allí, por donde andaba un servidor, no aparecía naide, excepto los grillos y las abubillas que revolotean o planean sobre las
aguas, todavía verdes antes de meterse río abajo en las negras pozas de la contaminación industrial. Aquí aún discurren limpias, aunque tampoco mucho, dicho
sea de paso. Pero se puede beber agua en un apuro sin que te mueras. Directamente. Tardas más.
Pero, como por aquí no asoma nadie, será mejor distraerse, pasarratarse con la
radio, donde dicen, por cierto, que los talibanes han destruido los Budas de Bamiyán en Afganistán, y que el jefe supremo de los Talibán, el mulá Mohamed
Omar, con el veredicto de los ulemas, ha desafiado la airada protesta internacional,
incluida la Unesco, y ha ordenado a los suyos que las destruyeran para evitar “el
vicio y que nadie las pueda venerar”. La radio añade que los Talibán emplearon
morteros y cañones, así como tanques, misiles y armas automáticas para derribar
las estatuas de los dos Budas, de 38 y 53 metros cada uno, que fueron esculpidas en
el siglo V. Una salvajada, sí, y quizás porque al islamismo le va haciendo falta un
Concilio Vaticano II, y con urgencia.
En fin, cosas de la incultura, del medievalismo montaraz, de las biblias en latín,
de los quistes atávicos, de los dogmas de fe ya sean ateos, islámicos, cristianos,
judíos o de reencarnación hindú. O de los dogmas políticos de fe fascista o comunista, porque la ignorancia es el pedestal de todas las tiranías. Por eso los fanáticos y los tiranos lo primero que hacen es prohibir Internet, para mantener al pueblo
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aislado, en la ignorancia, para poder sembrar en ellos su fanatismo psicótico: su
miedo a que los demás no tengan miedo.
Pero sí, ya me bajo de la silla, a la vida de carne y hueso, porque ahora dejamos de soplar la trompeta que nos habíamos pergueñado con una caña de río y
leemos en La Clave una entrevista con Lalo Azcona (el guionista junto a Berlanga
de la genial película Plácido) en la que confiesa que “lo más absurdo que le ha
ocurrido ha sido seguir vivo y encantado de la vida”, valga la sencilla paradoja. Tate. Cierto. Más o menos como arrepetrujar la naranja de la vida para sacarle jugo,
para encontrarle luz a las sombras y aderezarlas con azules. Una de las ideas más
lúcidas que has leído últimamente. Sí señor, seguir uno vivo y encantado de la vida..., para trabajar más y poder así comprarte una cama mejor en la que descansar
más para trabajar más y ganar más y comprarte una cama mejor en la que descansar más para trabajar más..., joder, que volvemos a lo de siempre, a la neurosis, a
la psiquiatra habitual.
«Es que no sabéis sufrir», vuelve usted a insistir, como su compañera, que se
las ve algo repetidas. Pero me voy a callar, no le voy a decir nada porque sí, quizás
tenga usted razón y uno no sepa sufrir, ni tenga ganas de aprender, ni sepa capear
el temporal descojonándose de risa, mientras ve cómo le crece la barba, para seguir así apuntalando la vida, antes de que se te caiga encima, junto la chica aquella
de la Universidad del Mar, por ejemplo, porque ya se intuye que quizás la dicha
resida en algo tan sencillo y barato como encontrarla, sentarse en un cine con un
cartucho de palomitas en la mano y decirle que la quieres. A oscuras, sí, porque
como eres tímido a la luz de la vida te da reparo. Si la encuentras, claro. O soñarlo.
Vivir de la ilusa ilusión, del amor, para seguir el absurdo de Azcona de “estar vivo y encantado de la vida”. Aunque esto, claro, también suene a un anuncio de Coca-Cola: “la vida sabe bien” y todo eso. En fin. O sea.
Pues vaya. ¡Ay Guillermo Brown, que estás en los cielos!
Así que, según usted, «la vida sabe bien». Según usted y la Cocacola, mira por
dónde, tantas alforjas para llegar a la Cocacola, vaya. O para llegar a ella, si la volviéramos a ver, sí, porque entonces te pararías delante, le sonreirías y le dirías que
la quieres. De verdad, como jamás has querido a nadie (que es cierto), como jamás
podrás querer a nadie (que es mentira, pero que en este momento no falta a la verdad). Y cortejarla a la antigua, con palabras bonitas, flores, poemas, música y demás aliños burgueses. Y cuando te diga si quieres subir a tomar algo, mejor no,
porque preferirías no hacerlo, porque la respetas. ¿La respetas? Sí, que no tienes
prisa en ya sabes qué. ¿Qué? En eso, joder, que hay que explicártelo todo. Bueno,
en eso, vamos, que no tienes prisa. Que te gustaría esperar por si surge algo más y
que no quede todo como en esa relación del protagonista de La Náusea y su patrona de la pensión, cuando follan y se hablan de usted, mientras ella comenta que no
sabe qué aperitivo comprar.
Mejor que haya algo más que follar a pelo, porque eso suena a muy grosero y así
no vas a ninguna parte; así no la prendas, porque en cuanto vea que usas esas palabras tan groseras huye. Se dice «hacer el amor» que es lo que suponen que deben
de hacer los críos del instituto, porque «ayuntamiento carnal» es lo que debieron
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de hacer nuestros abuelos; «follar», lo que tú has hecho hasta ahora, y «copular»,
lo que hacía Sartre con la jefa de su pensión. Tú lo que quieres, de verdad, es hacer
el amor, ingenuo, cálido, torpe, inocente; a lo cursi, a lo empalagoso, a lo dulzón.
Nunca has hecho el amor y nunca te han dicho te quiero. Y nunca te han querido,
supones. Eres un triste; aunque te quede la esperanza de que los expertos hayan
confirmado que los niños de dos años se inquietan ante el sufrimiento de las personas cercanas y acuden a consolarlas. Un niño todavía virgen, sin tostar, que acude
a confortar a los mayores. Muy bonito, pero mayormente una esperanza cierta que
no tiene nada que ver con esa bobalicona confianza de algunos dogmas o doctrinas. Una ilusa ilusión que nos queda para salvar a la humanidad de sí misma y
quizás para salvarte tú mismo de ti mismo, cuando te abrumen las sombras y no
encuentres los azules, porque puedes cobijarte en esa sombra azul, que según Oscar
Wilde no existía antes del impresionismo. Sal de ahí, abre las ventanas, y atrévete
a aburrirte, con ella, una soleada mañana de domingo. Y a disfrutar comprándole
unos zapatos caros.
Pero, más, no sé decirle de aquella historia de la Chinica del Argaz, porque no
pude averiguar más pormenores, pues por allí anduve esperando y preguntándome
si es cierto que bajo la Chinica se esconde un tesoro, si por allí sigue enterrado el
labriego y sus bueyes, o si es verdad que tapa el agujero del fin del mundo. O por
qué las mujeres entran juntas al cuarto de baño, eso también. Y mayormente,
¿quién coño es ese Pereñíguez?, que esa es otra.
Bueno, si lo ha dicho Pereñíguez entonces sí; aunque aquellos tiempos de la
Chinica fueron a la sazón y muy en sazón, otros tiempos y un servidor más no
pudo averiguar porque la gente es muy poco seria, la verdad, ni ganas, pues se le
dejan a usted doctora y a su compañera aquella, las interpretaciones, o ya puestos a
las chicharras que mucho deben saber, por lo mucho que cantan.
San Bartolo, Cieza (Murcia) 24 de agosto de 2001
Antonio F. Marín
Apartado de Correos 258
30530 CIEZA (Murcia)
Email:[email protected]
Registro de la Propiedad Intelectual: RPI - 6366 de 14 noviembre 2001
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