Phármakos, o de la humana naturaleza

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LIMACLARA Y LOS INTELECTUALES MODERNOS.
Sin cargo ni costo alguno para las partes—
Phármakos,
o de la humana naturaleza
Por Leonardo Morgan -Finkelstein
Timón el mendigo y su perro Timón llegaron hasta las puertas
cerradas de Atenas, buscaron un reparo y se acurrucaron uno
junto al otro para pasar la noche.
Por la mañana dos guardias muy risueños lo llevaron al templo
de Perséfone, donde fue bañado y untado con aceites. Le pusieron
una túnica nueva, unas hojas de lauro en las sienes y calzaron sus
pies con unas bellas sandalias. Quemaron sus harapos y una larga
vara de fresno en la que se apoyaba para caminar.
Lo sentaron a la cabecera de una mesa puesta en la plaza pública
y le sirvieron los mejores manjares, carne asada de buey, aves de
corral fritas, y tortas de avena con miel y con almendras y le
escanciaron vino.
Jamás había comido tanto y tan bueno. Había nacido de madre
persa y en cautiverio, y sus patrones decidieron liberarlo cuando
ya era un viejo enfermizo que con su trabajo no alcanzaba a
pagarse la comida. Desde entonces caminaba hacia donde el
viento quisiera llevarlo. No es que le gustara caminar pero hasta
ahora no había encontrado una ciudad de la que no lo echaran. Un
día se le unió un perro y le llamó “Timón”, el nombre que le
habían dado a él, porque no conocía otro. Tampoco entendía lo
que hablaban aquellas gentes y ellos tampoco le entendían a él
que apenas si sabía algunas pocas palabras en el dialecto corinto
de sus antiguos amos. Pero todos fingían gran interés y a veces
reían a carcajadas cuando intentaba decir algo, cosa que lo
complacía. Jóvenes vestales y mancebos se turnaban para sentarse
en su regazo y besarlo en los labios. Timón no entendía lo que
estaba pasando pero no se lo preguntó por temor a que algo se
rompiera y las cosas volviesen a su estado natural. El vino se le
subió a la cabeza y le dio vueltas e intentó cantar, emitiendo unos
sonidos guturales, que su perro acompañó ladrando. Una matrona
le cruzó la cara con una rama de espino y a un grito, todas las
demás hicieron lo propio; con el rostro cubierto de sangre, Timón
corrió y todos corrieron detrás de él lentamente y aullando,
conduciéndolo hacia las puertas de la ciudad.
Una lanza lo alcanzó en el muslo. Sus perseguidores le dieron
tiempo a que se reponga y volvieron a perseguirlo hasta que
cruzó las puertas y algo más allá. Le alcanzaron en el otro muslo
con un lanzazo tan violento que lo derribó. Intentó incorporarse
sobre sus brazos, le vino una arcada y vomitó algo. Al rodearlo,
un joven le arrojo a su perro muerto encima. Timón gimió como
si una tercera lanza le hubiese atravesado el pecho, apretó contra
él a ese saco de huesos y lloró. Era extraño ver a ese hombre
curtido por mil soles, con dos matas de pelo blanco en las sienes,
llorar emitiendo sonidos que parecían más propios de un bebé que
de un anciano; algo que inspiraba piedad o risa, según se mirara.
Con los ojos fijos en la primera estrella del crepúsculo y como
reclamándole a unos dioses cuya naturaleza ignoraba, Timón
lloró. Lloró por su vida de bestia de carga, por los malos tratos,
los gritos, los golpes y los latigazos, y por el hambre que cual fiel
nodriza lo había acompañado desde sus primeros días. Lloro con
una tristeza primigenia, una tristeza madre de todas las tristezas,
incluso aquellas alejadas del corto alcance de su entendimiento.
Lisímaco, un niño, entró en pánico y otros niños le imitaron, por
lo que Adamarco aplastó la cabeza de Timón con una piedra y
éste dejó de llorar y se elevó un aullido festivo y un cántico ritual.
Cavaron una enorme fosa y arrojaron allí al hombre y al perro.
Los cubrieron y encima quemaron ramas de olivo. Este año la
ciudad estaría a resguardo de la peste y de las plagas, y todo hacía
prever una buena cosecha, que, por cierto, resultó excelente.
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CUANDO TÚ TE HAYAS IDO
Per Giorgio Signoretti; in memoriam
No acreditó lo que tenía entre las manos. Debía tratarse de una
ilusión tal vez ocasionada por la fuerte medicación que estaba
tomando. Apoyó la botella sobre un bargueño estilo Luis XV y
luego la examinó en detalle. “Overture 1812” podía leerse todavía
en la etiqueta amarillenta y cuasi ininteligible.
Entre los amantes del vino, y el señor Signoretti era un gran
amante, aquel vino era un mito acerca del cual circulaban muchas
leyendas, la más aceptada era aquella de la campesina que había
recogido sangre de San Pedro en una pequeña ánfora y que
accidentalmente la habría derramado sobre una vid que produjo
unos frutos cuyo jugo devolvía la salud a los enfermos y hacía de
los iletrados y los necios, hombres de ciencia y conocimiento.
Luego la historia daba un salto en blanco y cambiaba de
escenario, se mencionaba a un tal marqués de Larusi, quien
debiendo huir en una barcarola desde Palermo a Malta optó por
llevarse una partida de vino en lugar de a su mujer y sus dos
niños de pecho. Leyendas aparte, el vino sí existía y tenía un
ejemplar entre sus manos, la ocultó dentro del bargueño.
Inmediatamente buscó y rebuscó entre las cajas y todo el material
que había ingresado al salón de remates pero no apareció otra. El
señor Signoretti recordó que cierta vez intentó comprar un
perfumero, para regalarle a su madre, antes de que saliera a
remate pero no se lo permitieron, “las reglas son reglas para
todos” le había dicho su jefe. No se arriesgaría a perderla. Era un
artículo invaluable, y, de tenerla, el mismo estaba dispuesto a
pagar una fortuna. Y la botella podría adquirir un precio fuera de
su alcance con sólo que un par buitres entendidos planearan por
allí el próximo martes, día en que el lote que había ingresado hoy,
y que él estaba inventariando, saldría a subasta. Tendría que
robársela y esto lo alteró mucho porque ni siquiera había robado
una naranja cuando era niño, y carecía de esa habilidad.
Pero esto era otra cosa, un regalo del destino; le pertenecía y
estaba en su derecho, así que sin vacilar se la metió dentro del
abrigo consciente de que estaba arriesgándose a que lo
despidieran cuando ya le faltaba poco y nada para la jubilación.
Ya estaba hecho, ahora debía ganar la calle. Diminutas perlas de
transpiración se le formaron por todo el cuerpo; dijo sentirse mal
y era cierto, la taquicardia le galopaba por el pecho como una
tropilla de caballos salvajes. Pidió permiso para retirarse. Viendo
su cara desencajada sus compañeros le dijeron que podía ser una
gripe de esas raras de finales de invierno, que se metiera en la
cama y transpirara y se tomara un té con limón y otras
recomendaciones que ni registró “sí, sí váyanse todos a la mierda
y déjenme salir” pensaba, cuando atravesó esa telaraña de
solícitas buenas intenciones, pegó una gran bocanada de aire
fresco y llamó a un taxi. Unas cuantas calles después, escuchando
el monólogo del taxista desde el más allá, extrajo la botella y la
examinó con incredulidad. La envolvió con su abrigo y así la
introdujo en su casa. No fue a trabajar al otro día y tampoco al
siguiente, y así llegó el fin de semana. Pasó la mayoría del tiempo
en su pequeña biblioteca-salón de fumar, contemplándola a ella,
la botella, haciendo toda clase de conjeturas. Se le plantearon
varias cuestiones; ¿valía la pena descorcharla existiendo el
altísimo riesgo de que el vino, un organismo vivo al fin y al cabo,
hubiera muerto después de tanto tiempo, o era mejor conservarla
tal cual e imaginar incansablemente hasta casi sentirlo en el
paladar, el celestial elixir que debía contener?
O descorcharla y bebérsela como a la más hermosa de las
mujeres. Y soportar la amarga certeza de que todo cuanto venga
después no valdrá la pena, pues esa amante sinfónica hará que las
posteriores
asemejen
gruesas
neardenthales
de
crenchas
engrasadas golpeando una roca con un fémur de dinosaurio.
Que en caso de beberla lo haría solo, estaba fuera de discusión y
duda.
En estas disquisiciones se hallaba cuando la botella se deslizó
entre sus manos y cayó al piso. No se rompió por milagro. Él
había ayudado al milagro amortiguando el golpe con el pie.
Apresó la botella que aún iba rodando, la besó, la puso sobre el
escritorio y no la tocó más. Aquello había sido una señal. Se
tomaría el vino. Y si estaba picado, pues mala suerte, de todos
modos en el balance le quedaba una hermosa ilusión. Respiró
profundamente, tratando de que se le desacelerara la taquicardia.
Bien, ahora se trataba de crear el ambiente propicio. La ocasión se
presentó cuando su mujer y los dos muchachos fueron a visitar a
una tía, en un pueblito de la costa donde pasarían el fin de semana
largo. Decidió castigarse con un pavo con salsa de caramelo, puré
de manzanas y unos espárragos, pero sólo abrió la botella un buen
rato después de comerse los espárragos, con la boca fresca para
que ningún sabor interfiriera con el del líquido elemento que se
disponía a ingerir. Para evitar complicaciones desagradables fue
metiendo con manos de cirujano el destapador por el centro del
corcho,
una
vuelta
más,
ajustó
la
palanca
y
¡BUUUUUUUUPPPPPPPPPP!
Un perfume de cerezas y rubíes inundó la habitación. Vertió el
líquido hasta la mitad de la copa llenando sus oídos con ese
murmullo delicioso y sus ojos con un color caído del cielo.
Removió el líquido en la copa, un océano bermellón donde
zozobraba la barcarola del marqués de Larusi, las cabezas de su
mujer y sus hijos clavadas en la punta de una lanza
confundiéndose con los rostros de todos los santos de la
cristiandad; metió la nariz en la copa, Dios existía y ahí estaba la
prueba. Aproximó los labios al cristal, sonó el teléfono. Atendió.
Era Luchesi, el único de sus amigos que de vinos sabía casi tanto
como él. Luchesi estaba en off side, durante la fiesta de amigos de
Dioniso lo había desautorizado innecesaria y groseramente
delante de unos desconocidos, cuando él estaba dando su opinión
acerca del Retsina.
—¡Luchesi!
¡Qué
casualidad!,
“Overture1812” y estaba pensando en
acabo
Ud
de
abrir
un
que es la única
persona capacitada para apreciar semejante joya, para que me la
explique un poco porque hay algo que escapa a mis sentidos, dijo,
removiendo el líquido en el cristal y mirando a través. Lo he
buscado por todas partes pero no hubo manera de encontrarlo,
¿dónde se metió Ud?
—¡En la boca del lobo! Respondió Luchesi con una
carcajada.
Le insistió para que fuera a beberse el vino con él, dejándolo
que creyese que se trataba de una broma; una vendetta redonda,
un día le enseñaría el cadáver: la botella vacía, y su mente le
dispararía una instantánea a su jeta sorprendida y se reiría toda la
eternidad. “Pero signore Luchesi ...me cansé de invitarlo....al final
pensé que no debía interesarle...¡manaccia! Haberlo sabido.
Dejó el teléfono descolgado, y se internó en el primer sorbo.
Levitó. Allá abajo Luchesi murmuraba algo a través del auricular.
Había puesto una sonata para trompeta de Arcángelo Corelli y
sintió que le crecían unas alitas en la espalda y que tocaba la lira
en la gran orquesta del Cielo. Cantó, luego, un área a viva voz con
la segunda copa y con la tercera se sintió despóticamente feliz.
En eso estaba cuando escuchó la llave en la cerradura, y el
prummm de la puerta al cerrarse. Su mujer y los dos muchachos,
el tren se había atascado en una zona inundada por las recientes
lluvias y habían tenido que volverse y en la estación no pudieron
encontrar un taxi y el teléfono que daba siempre ocupado, y así
empapados como estaban etc, etc, y otras cuestiones terrenales
que en ese momento le importaban una sóreta, estaba allá Arriba
y no deseaba bajar.
—¿Me estás escuchando?
—¿Qué te pasa que me mirás con esa cara?
—¿Estás borracho? -Dijo su mujer.
—Hay comida en el horno -respondió y se encerró con llave
en la biblioteca.
Oyó el murmullo de sus cacareos detrás de la puerta. Por toda
respuesta aumentó el volumen de la música. Pese a este ligero
contratiempo la fiesta prosiguió. Hasta la copa final. De pie,
asumió una actitud solemne al dar el último sorbo, pero su esposa
se alarmó al verlo por el ojo de la cerradura empinando la botella
vacía y metiéndole la lengua dentro para capturar la última gota.
Golpeó la puerta. Diez minutos después el señor Signoretti abrió
y con aire trastornado le dijo a su mujer “me voy a dar una
vuelta” y ésta creyó que debía tener una amante.
Paseó por el Trastévere y recibió a la fina llovizna que le rociaba
la calva y formaba sobre sus gafas y su gabardina gris diminutas
perlas de agua, como una bendición. Se sentó en un banco a
orillas del Tíber y disfrutó de su encantadora embriaguez.
Al volver intentó exprimirle una gota más a la botella de la que ya
estaba huyendo la fragancia que terminó de arrancar con
profundos suspiros metiendo su nariz dentro del cuello.
Luego de acuerdo a los cálculos llegó la tristeza. Y con ella la
depresión. Un día llenó la botella con un buen vino y la tapó para
hacerse la ilusión de volver a beberla.
Pero la tristeza no lo abandonó hasta que tuvo una idea. Compró
un cartón del más barato, asqueroso e insolente de los “vinos” un
matacucarachas llamado “Guerrero del Sol”, elaborado por
bodegas y viñedos “El triunfo de Baco”, y rellenó la botella.
Le dijo a su esposa que invitara a los Lorenzoni a cenar el viernes.
Después de la cena se llevó al señor Lorenzoni a su estudio y con
gran pompa y ceremonia le enseñó la botella y le contó muchas
historias. Dijo que se había dejado el descorchador en la cocina y
volvió con la botella abierta tapada apenas con el corcho. Sirvió
las copas. Le lanzó tal perorata al señor Lorenzoni sobre la prueba
de cariño y amistad que aquello significaba que consiguió
emocionarlo.
—Bueno, por la amistad... -atinó a decir el señor Lorenzoni
al entrechocar las copas.
—¡Saboréalo!...,¡saboréalo!¡ Piano .... piano!, iba indicando
el señor Signoretti, y fingiendo extasiarse con un aroma tan
excelso, hacía girar la copa bajo su nariz e instaba al otro a que
hiciera lo propio; cuidando siempre de no acercar mucho los
labios, no fuera cosa que se le mojaran. Desde su sillón dejaba
caer su brazo lánguidamente e iba vaciando la copa en la maceta
de una planta de interior. Al enseñarla vacía exclamaba
—¡AAAAAHHHHhhhhhhhhhh
qué
placer,
qué
delicia! qué elixir! ésta es la verdadera sangre de Cristo!!!!
—¡La verdad es que nunca tomé un vino tan rico! -dijo el
señor Lorenzoni.
—Ni volverás a tomarlo amigo mío, ni volverás a tomarlo
...disfruta del momento... de este attimo fuggente porque ya nunca
más volverás a paladear un vino como éste.
—¡Qué delicia! Dijo el señor Lorenzoni, para delicias del
señor Signoretti que no paraba de carcajearse para sus adentros.
Después de los Lorenzoni pasaron los Toparini, los Brunetti, los
Mascagna, los Fiori, los Gandolfi, los Cufari y los Manes. La
esposa del señor Signoretti, más bien cascarrabias y huraño por
naturaleza, se extrañó de esta febril actividad social desarrollada
por su marido y la atribuyó a su reciente depresión. Lo que no
podía explicarse era por qué se le estaba secando el arbusto de
“madrenoche” que tenía cerca de cinco años y hasta hace poco
gozaba de gran fuerza y excelente salud.
El señor Signoretti, estaba pensando a quién podría invitar, pero
había agotado sus relaciones, podría reemprenderla desde el
principio pero ya el encanto se habría roto y debería buscar una
historia de cómo se había hecho con una nueva botella, además
ante la reaparición de lo “único e irrepetible”, sus víctimas
rebajarían un tanto el valor del convite sumando éste al anterior.
Por si fuera poco, el ingrato de Lorenzoni lo había llamado para
decirle que la resaca del elixir le había durado dos días con sus
noches, al parecer el guerrero del sol le había estado clavando
incansablemente la espadita en la cabeza. Pasó el albañil y el
señor Signoretti lo miró. Luego lo miró otra vez.
Y finalmente lo encaró y le dijo
—Muchacho ... ¡Qué buen trabajo que has hecho! La verdad
es que de todas las personas que han trabajado aquí en mi casa,
nunca nadie hizo un trabajo tan prolijo, veramente ¡Un
capolavoro!
—Bueno, muchas gracias señor. Dijo el albañil.
—-No, ma qué gracias, esto hay que celebrarlo y te voy a
invitar a comer una picada con un vinito que blablablablab.
El señor Signoretti llevó a la mesita del estudio unos quesitos
cortados, mortadela de Bologna, aceitunas negras, Jamón de
Parma, un trozo de gorgonzola y unas rodajas de pan. Ordenó
todo amorosamente. Cuando tuvo las orejas de su huésped
convenientemente adobadas con su discurso, trajo el vino y lo
destapó con actitud imperial, llenó las copas y recomendó
—-Bébelo muy despacio, sorbo a sorbo, paladeando cada
instante.
El albañil alzó la copa se la bebió de una glupada y la depositó
ruidosamente sobre la mesita.
—¡¡¡Esto es “Guerrero del sol”!!! Lo sé porque yo no tomo
otra cosa que “Guerrero del sol”.
El señor Signoretti reconoció que, a su manera, el muchacho tenía
su paladar, y sacó una
botellita
intermedia, de su pequeña
bodega, y se la obsequió diciendo
—Bébela despacio y en una ocasión especial.
—Sí, mañana es mi cumpleaños, dijo el albañil. Ambos
sabían que era mentira. El señor Signoretti lo despidió entre
bromas y cerrando la puerta repasó mentalmente unos cuantos
asuntos domésticos que debía resolver mañana, ¡y a no olvidarse
de llamarlo a Luchesi!
—¡No! -gruñó sotto voce; eso va a ser lo primero.
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