Leyes de penalización del “piropo” ¿En serio queremos hacerlo

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Leyes de penalización del “piropo” ¿En serio queremos hacerlo?
Por Marisa S. Tarantino 1
“Yo te quiero decir cosas bonitas, mamita, pero no me sale”
Calle 13 – Mala Rodríguez
Últimamente, algunos sectores del movimiento feminista -y a veces por fuera de él, personas sensibilizadas con
algunos de sus reclamos- han bregado por ciertas modificaciones legislativas que se muestran como una forma de
avance hacia la igualdad de derechos, o simplemente como una manera de hacer visibles reclamos históricos de las
mujeres. Ciertas reformas solo se han pedido y otras se han logrado implementar. Pero, desde el punto de vista penal,
hay algunas consecuencias o reclamos preocupantes. Entre ellos podríamos mencionar la posible creación de fueros
especiales “de género”, nuevas categorías de testimonio que se consagran legal o jurisprudencialmente
incontrovertibles, restricciones severas al contradictorio, una virtual inversión de la carga probatoria, nuevos principios
procesales que perjudican la igualdad de armas, impedimentos legales que contrarían el ejercicio pleno del derecho de
defensa, elevación estratosférica de escalas penales, creación de nuevas figuras delictivas que se superponen a las
existentes, o carecen de fundamento racional o, sin más, violan el principio de prohibición de la doble punición, intentos
de promover una política criminal virtualmente peligrosista (¿ser varón podría significar “ser peligroso”?) entre muchos
otros etcéteras. Y ahora, como si todo esto fuera poco, aparecen los proyectos legislativos penales que pretenden ir
bastante más allá de lo que podía captar la figura contravencional del hostigamiento, y que establecerían sanciones de
multa, tareas comunitarias y también arresto, para ciertas conductas que –sin llegar a lo que capta el Código Penal- se
suelen identificar con el llamado “acoso callejero” o “piropo” (desde esta perspectiva, ambos conceptos se usan como
sinónimos).
La mirada sobre esta cuestión es problemática porque no se plantea con claridad un límite razonable que
permita distinguir cuáles son las conductas sociales tolerables y cuáles las intolerables: ¿qué es lo que se considera
violencia? No parece tan claro cuál es esa frontera que marca lo que puede estar dentro de ese ámbito que la
dogmática denomina “riesgo permitido”, y qué lo que quedaría afuera. Por eso es que surgen infinidad de interrogantes
y perplejidades: ¿Los varones tendrán prohibido mirarnos o dirigirnos la palabra en el espacio público? ¿podremos de
distinguir el acoso de un intento de seducción o un elogio sin otras pretensiones? ¿le daremos a la policía la facultad de
llevarse preso a cualquiera bajo el pretexto de que está “diciendo piropos”? ¿Lo violento es lo que se dice en la calle o
es quién lo dice? ¿el problema son “los piropos” o son algunos sujetos y sus malos modales?
Si pedimos penalizar esa especie de costumbre masculina que llamamos “piropo” (por cierto, no tan
generalizada como propia de los sectores populares) sin distinciones medianamente racionales, la verdad es que
estamos bregando por una tipología de “soluciones” que en realidad no son tales ni aportan ningún beneficio. Pero,
además, cometemos el error de partir otra vez de una ficción insostenible: pensar la sociedad como conjunto armónico y
pacífico de individuos “civilizados”, que eligieron dejar de vivir en el “estado de naturaleza” y decidieron darse un orden
al que respetarán todos y todas. Una sociedad así concebida no reconoce la existencia del roce, de la tensión propia de
la vida en comunidad, de esa conflictividad que nunca puede ser explicada en términos lineales pero que,
fundamentalmente, no debe ser siempre captada por el sistema penal. Es consecuencia de ese paradigma la
producción de sujetos marginales a partir de una serie de distinciones que terminarán recayendo sobre los mismos de
siempre, esos sujetos delineados a partir de este modo ficcional y simplificado de pensar la conflictividad social
(inadaptados, salvajes, marginales, monstruos, maleducados, etc.).
Con una nueva ley penal de estas características tendremos “delincuentes” que no serán, entonces, muy
diferentes a los de siempre. Su delito consistirá, esta vez, en exclamar sus deseos sexuales en medio del espacio
público sin pedir permiso; aun cuando solo se trate de gritar para que todos oigan que “estás divina”. En definitiva:
expresar sus bajos instintos, con ese código básico de la sexualidad sin tabúes, sin pudor, lenguaje sexual en clave
“primitiva” que exhibirán con toda su “brutalidad” y desparpajo. Serán esos varones (que no usan otros modos de hablar
suficientemente refinados como para apelar a ciertos eufemismos mejor tolerados) quienes representen –por todos- el
antiguo privilegio de ser soberanos del espacio público, entre otras cosas, para decir allí lo que les sale de los cojones.
La ventaja de ser únicos dueños de poner el sexo (esa práctica que necesariamente consiste en la objetivación del otro)
en palabras dichas sin rodeos y al aire libre. Pero no nos confundamos: el problema no parece ser tanto la objetivación
del otro –intrínseca a todo lenguaje sexual- como el hecho de que solo la produzcan ciertos varones, de ciertas maneras
explícitas (¡públicas!), y que sean concernientes directamente a una masculinidad no intervenida, que queda expuesta a
la vista de todos y sigue usando la lógica del gobierno del más fuerte. Hombres que han ocupado el espacio público por
mucho tiempo. Hombres con los que nos está costando mucho lidiar allí afuera.
Sabemos que desde siempre no ha sido fácil para las mujeres ocupar nuestro lugar en el espacio público; que lo
que hemos ganado de autonomía y libertad interpela a los varones en su propia masculinidad, y todavía ellos no se han
hecho cargo del todo de esa parte (nosotras tampoco). Pero no estamos viendo que cuando logramos empezar a estar
en ese lugar que nos fue vedado por centenares de años, estábamos asumiendo un riesgo: el de transitar un largo
período de lucha para conseguir la igualdad, y que en ese “mientras tanto” tendríamos que lidiar con eso que es el
1
Abogada penalista. Especialista en Administración de Justicia (UBA). Funcionaria del Ministerio Público
Fiscal de la Nación.
espacio público, así como es hoy. Todavía estamos muy lejos de convertirlo en otra cosa, pero mientras no lo
consigamos sería conveniente que enfrentemos la conflictividad, el roce social, sin dejar de reflexionar críticamente.
Por de pronto, habría que recordar algo muy simple e igualmente propio de una sociedad que es todavía
patriarcal y heteronormativa: muchos varones, efectivamente, quieren y seguirán queriendo tener vínculos sexuados con
mujeres, y nos lo harán saber. Por otra parte ¡habrá muchas mujeres que desearán que eso ocurra! (no sería
conveniente confundir la lucha contra la heteronormatividad, con una lucha contra la heterosexualidad). Es verdad que
el problema se presenta cuando ellos creen que tienen derecho a decírnoslo sin que nadie se lo haya preguntado, ni de
ninguna forma permitido. Muchas veces molesta porque supone de antemano varias cosas acerca de aquellas a
quienes va dirigido: por empezar, su heterosexualidad; pero también su docilidad, su impotencia, su incapacidad de
responder. Por eso es comprensible que esos “piropos” puedan ser percibidos, en ciertos casos, como agresivos o
abusivos. Pero creo que esa conflictividad hay que saber leerla y resolverla según sus diferentes matices: algunos serán
palabras bonitas y versos humorísticos; en este caso puede que no les causen gracia a todas ¡pero quizá a algunas sí!
Y de esa diversidad también nos tenemos que hacer cargo. Otros no serán nada cuidadosos, serán “groseros”, incluso
violentos. Quizá el denominador común de estas situaciones sea que el piropeador esté convencido de que tiene
derecho a decir lo que quiera y que no deba hacer nada para poder legítimamente dirigirnos la palabra. También su
seguridad de que nada podría pasarle. En definitiva, la convicción de esos varones de que podrán sentir y expresar lo
que sientan, incluso lo que es propio de la intimidad (el sexo), como siempre lo hicieron: como se les da la gana. Esa
libertad (¡qué envidia!) nunca la tuvimos. No sabemos en qué consiste ese poder. Pero ¿qué pasaría si empezáramos a
contestar? Se me ocurre que lo primero que pasaría es que podríamos empezar a poder distinguir más claramente
cuándo la situación es abusiva y cuándo no: como me dijo alguna vez Cecilia Varela (con quien he podido discutir
largamente este tema, incluso sin estar del todo de acuerdo): poder responder o no poder hacerlo es una de las formas
con las que podemos clarificar mejor ese límite. Lo segundo que pasaría es que podríamos reconocer y respetar a
aquellas que vivan la experiencia de un modo distinto y pretendan que ciertos “piropos” sigan existiendo (gustos son
gustos).
Más allá de esta cuestión, ciertamente muy opinable, lo que quiero señalar especialmente aquí, es que ocupar el
espacio público implica reconocer –entre otras cosas- que allí se presenta toda la diversidad de la que estamos hechos
hoy. Allí están los que hablan lindo, los que no hablan con extraños, los que no usan “malas palabras”, los que piden
“por favor” y contestan “gracias”, los que se abstienen de molestar a otros y tratan de ser gentiles para llamar su
atención, y también los que se rascan sus partes íntimas a la luz del día, los que escupen en las veredas, los que gritan
sus insultos, los que mean los árboles, los que tiran su basura donde se les ocurre, los que te limpian los vidrios del auto
aunque no quieras, los que estacionan en la rampa para discapacitados, los que tocan bocina hasta dejarte sordo, los
que putean a la luz del día, de la misma manera que esgrimen sus más viscerales sentimientos, también a la luz del día;
y así sucesivamente. En definitiva, no debemos olvidar que la sociedad no se comporta como un conjunto armónico de
seres que conviven pacíficamente hasta que irrumpen “los inadaptados” a quebrar la paz. Muy por el contrario, ella es,
en esencia, el encuentro conflictivo de todos y todas. La permanente tensión de la convivencia. Esa conflictividad está
atravesada por nuestras diferencias de clase, raza, religión, nacionalidad, y de género en todas ellas. El espacio público
es el lugar por excelencia donde las diferencias, los estigmas y los privilegios se hacen visibles para quien los quiera
ver; y también es el lugar que las mujeres todavía estamos aprendiendo a negociar y conquistar. Intuyo, entonces, que
es vital poner sobre la mesa, fuerte y claro, la necesidad de un debate político un poco más certero acerca de cuáles
son las mejores maneras de transformar lo que necesitamos transformar, para lograr la igualdad de derechos de las
mujeres. Y es especialmente necesario que podamos dar ese debate al interior del feminismo, donde reflexionemos un
poco mejor sobre cuáles son las herramientas que usaremos para el cambio cultural que queremos. Va de suyo que
para las que somos progresistas, esto implica ineludiblemente cuestionarnos mucho, pero mucho, la tendencia a echar
mano del sistema penal, que está yendo bastante más allá de la apelación a su poder simbólico. Resulta imperioso,
entonces, que no despoliticemos el debate con proyectos de leyes fabricadas a la medida del paradigma victimizante,
que nos sigue reproduciendo como indefensas e incapaces de dar pelea. Leyes, por otra parte, que son promovidas o
publicitadas por la farándula standapera, los políticos oportunistas o cierto “periodismo sensibilizado”, que terminan
sirviendo a las necesidades de una agenda mediática que se sigue alimentando del morbo y el melodrama, en iguales
proporciones y valiéndose de algunos bienintencionados.
Es imperioso, finalmente, que recordemos que el sistema penal no es un mero discurso. Y no importa si somos
re buenas las que recurrimos a él. Su naturaleza es la misma de siempre, la misma de antaño; sus consecuencias, las
que por décadas vienen denunciando sociólogos y antropólogos, con estudios empíricos sobre la lógica de su gobierno,
y que han sido objeto de una larga reflexión de la criminología crítica: estigma, selectividad, vigilancia, normalización,
control, violencia. Por lo tanto, sería cuanto menos interesante que podamos preguntarnos si verdaderamente
queremos bloomberguisar nuestros reclamos o, si por el contrario, somos capaces de una acción política tan vigorosa
como visible, que al mismo tiempo pueda escaparse del más patriarcal y autoritario de los poderes: el poder penal.
Propongo, entonces, que cada vez que pensemos en una solución en clave penal, hagamos el esfuerzo de
volver atrás y repensarla en clave garantista y de reconocimiento de derechos. Que cada vez que estemos bregando
por soluciones que refuerzan el paradigma de la victimización, recordemos que el lugar de la debilidad reproduce lo
mismo que tratamos de combatir; que los conflictos son mucho más complejos que esa ecuación, y que el lugar de la
víctima nunca empoderó a nadie y sí, en cambio, nos hizo siempre más dependientes.
En definitiva, que sería mejor que prefiramos tratar de ser creativas, antes que terminar siendo autoritarias.
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