Notas al Programa - Orquesta y Coro de la Comunidad de

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NARRAR LA HISTORIA DE LA MÚSICA.
CLASICISMO Y ROMANTICISMO
EN CENTROEUROPA, ¿UN MISMO PERIODO?
Concierto del 27 de marzo de 2012
(Auditorio Nacional, Sala Sinfónica)
Orquesta de la Comunidad de Madrid
Benjamin Schmid, violín
Leopold Hager, director
Ludwig Van BEETHOVEN (1770-1827):
Concierto para violín y orquesta
Johannes BRAHMS (1833-1897):
Sinfonía nº 4
1. Dividir la historia en periodos
Entre quienes se interesan por la música clásica, existe la noción asentada de que su
historia aparece dividida de modo natural en periodos. Una serie concatenada de
épocas musicales que se inicia con el Medievo – en tanto que de la Antigüedad apenas queda documento alguno que pueda ser interpretado musicalmente – y da paso
progresivamente al Renacimiento, Barroco, Clasicismo, Romanticismo, Modernismo y las vanguardias del siglo XX. Así lo sancionan los manuales y de este modo
se enseña la historia de la música en la práctica totalidad de las instituciones de nivel
medio y superior que se ocupan de esta materia. Como es bien conocido, esta práctica de dividir la historia en épocas no es en absoluto exclusiva de la música y, en
general, todas las “bellas artes”– así llamadas con un tono de autoridad decimonónica – se narran y se enseñan organizadas en una serie de periodos encadenados, en
particular las principales artes plásticas, esto es, la pintura, la escultura y la arquitectura.
Lo que quizá no sea tan conocido es el origen de estas etiquetas epocales que
utilizamos en el campo de la música. Como veremos más adelante, en algunos casos fueron los historiadores del arte quienes, en primera instancia, idearon estos
nombres que luego adoptaron los musicólogos en su afán por equiparar la música
con otras artes de mayor tradición, mientras que en otros casos eran ya términos
conocidos con distintas acepciones que se acabaron aplicando a la historia del arte y
de la música. En ambas instancias, son etiquetas cuyo significado actual se forjó durante el siglo XIX y tienen, por tanto, poco más de un siglo de existencia. Podría
decirse que son relativamente nuevas en comparación con los fenómenos de siglos
atrás a los que se refieren.
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En definitiva, parece que dividir la historia en periodos se ha convertido en una
condición casi indispensable para transformar en una narración coherente lo que de
otra forma sería una mera acumulación ininteligible de nombres y datos. Tanto que
parecería ser un modo natural y objetivo de poner orden en el pasado. Así lo creía
Guido Adler, el musicólogo alemán tenido como uno de los padres de la moderna
musicología: “Para presentar de modo claro el inmenso tema del desarrollo de la
música occidental de la era cristiana, esta debe ser dividida coherentemente […]
Desde este punto de vista, los periodos estilísticos surgen por sí mismos” (1930; la
cursiva es nuestra).
Sin embargo, aceptar que la historia de la música y de otras artes debe inevitablemente articularse en periodos para poder ser presentada con coherencia, no implica necesariamente asumir esta condición sin cuestionarse la idoneidad de su cronología. Un periodo puede definirse como un segmento de tiempo caracterizado
por ciertas condiciones o sucesos, o por la vigencia de una cultura, ideología o técnica compositiva específica, es decir, un espacio de tiempo en donde un fenómeno,
percibido como elemento unificador, aparece claramente destacado y al mismo
tiempo está ausente en los segmentos de tiempo anterior y posterior. Implícita en
esta definición está la asunción de que un periodo histórico es una construcción, una
lectura: en el momento en que planteamos y explicamos la naturaleza de los límites
de un segmento de tiempo seleccionado, estamos seleccionando sus elementos unificadores y estamos, por consiguiente, proponiendo una interpretación del pasado.
En otras palabras, lo que hoy podemos entender por Clasicismo o Romanticismo
no significa lo mismo que, digamos, hace un siglo o en la época a la que se refieren.
Al fin, la musicología ha acabado asumiendo que un periodo ni surge de modo espontáneo ni es objetivo, tal y como creía Adler. Los periodos no nacen de modo automático; un periodo no es verdadero o falso, sino que es una interpretación a partir
de datos complejos que sirven a las necesidades y deseos de quienes escriben la historia. Además, los puntos de articulación o de separación entre dos periodos pueden detectarse en momentos diferentes según las regiones y las artes. El ejemplo
clásico es el del Renacimiento, que comenzó antes en el arte y la literatura que en la
música, mientras que el Barroco perduró más tiempo en ciertas partes de Alemania
que en Austria o Francia.
2. Los periodos de la música: criterios y cronologías
Los criterios para organizar la historia de la música han sido muy variados: desde
una periodización en torno a los compositores más influyentes en cada momento
(como es el caso de “la época de Bach y Haendel”),pasando por la técnica compositiva más empleada (“la época del bajo continuo” como llamó Hugo Riemann a los
siglos XVII y XVIII), hasta asociar el nombre del estilo imperante a un periodo, a la
larga la fórmula más exitosa. Los argumentos basados en el estilo plantean al mismo
tiempo una cuestión de mayor calado: ¿un nuevo periodo empieza cuando rasgos
estilísticos distintitos aparecen por primera vez o sólo cuando se han convertido en
los predominantes? Los historiadores también han debatido qué aspectos del estilo
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son cruciales y causan cambios suficientemente amplios y profundos para justificar
la denominación de un nuevo periodo.
Ha habido tres teorías o principios generales para acometer la periodización de
la historia de la música, dando lugar a distintos orígenes de los nombres que hoy
tan familiares nos resultan: a) derivados de criterios musicales específicos, a partir
de un pequeño repertorio de obras a las que se les otorga, por razones variadas, un
valor referencial excepcional como ocurre con el Clasicismo vienés; b) de la historia en general, como es el caso del periodo Medieval, y c) de la historia cultural, de
la literatura o del arte, como ocurre con el Renacimiento, el Barroco o el Romanticismo. El peso de uno u otro tipo ha variado a lo largo del tiempo. Mientras que los
primeros esquemas planteados durante de los siglos XVIII y XIX dependían más
del primer y el segundo tipo, la influencia del tercero —el que finalmente se acabó
imponiendo— fue patente desde a finales del siglo XIX y ha perdurado hasta la actualidad. De forma que la clasificación de los periodos por estilos artísticos no ha
sido la única opción, si bien ha sido la más común y es fruto de una aplicación directa a la música de los periodos utilizados en la historia del arte. Este es el caso del
término Renacimiento, ya empleado por los historiadores del arte a mediados del
siglo XIX (entre ellos por el clásico Jacob Burckhardt) e introducido en la historiografía musical en la década de 1880. Un camino análogo recorrió el término Barroco, que había popularizado otro historiador del arte como Heinrich Wölflinen su
monografía de1888 y que entró en el campo de la música poco después. En cambio,
los términos Romanticismo y Clasicismo se comenzaron a usar desde principios
del XIX aunque sin las connotaciones históricas que pasaron a tener décadas después, como se explican en las dos secciones últimas de este breve ensayo. En definitiva, la división de la historia de la música tal y como hoy la conocemos, como un
desfile de periodos estilísticos —Medieval, Renacimiento, Barroco, Clasicismo,
Romanticismo—, recibió su formulación definitiva en los textos alemanes de comienzos del siglo XX, primero con los fundamentales manuales de Guido Adler y
posteriormente con la clásica historia editada por Ernst Bücken en varios volúmenes. En esta visión subyace, además, la necesidad de plantear unos periodos subsidiarios o de transición entre dos estilos que ayuden a explicar el paso entre uno y
otro. Dos casos típicos, tomados prestados igualmente de la historia del arte, son el
periodo Manierista que une el Renacimiento con el Barroco, y el Rococó que une
el Barroco con el Clasicismo. Mientras que la validez del primero es aún discutida,
el segundo parece estar ya definitivamente abandonado.
Si asumimos que la periodización de la historia de la música es una construcción, una interpretación que se hace desde el presente cuando se analiza el pasado,
¿no sería posible pensar en otro modo de dividirla? La crítica a una periodización
basada en los estilos convencionales no es un hecho reciente, pues ya desde mediados del siglo XX se han venido planteando alternativas que no han llegado a salir
del ámbito académico. En las últimas décadas, en parte como consecuencia de esta
visión crítica, ha habido una tendencia a articular la historia de la música en torno a
siglos, más que en etapas histórico-culturales, con la discutible asunción de que esa
división era más objetiva. La influyente historia de la música en varios volúmenes
que coordinó Carl Dahlhaus (1980-1995) está ordenada precisamente por siglos
como clara oposición a la colección antecesora a la que pretendía sustituir (la de
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Bücken). En cambio, en las historias nacionales la periodización se ha adaptado al
calendario marcado por la historia de las dinastías o por hitos sociales, políticos o
religiosos, según los distintos países.
Pero las mismas críticas que suscitó la periodización basada en términos estilísticos o culturales han sido empleados contra la presunta objetividad de la división
por siglos, planteando así un debate del que, por el momento, no ha surgido una
periodización unánimemente aceptada. Es significativo, por ejemplo, que el propio
Dahlhaus, que había planteado una división en siglos en la organización de su Neues
Handbuch, defendiera, sin embargo, la continuidad musical hasta 1909-1914 en su
tomo centrado en el siglo XIX. Un “siglo” en la historia de la música no tiene necesariamente que coincidir con una centuria en el calendario, ni tan siquiera debe
transcurrir entre, digamos, 1700 y 1800. Dahlhaus fue uno de los primeros en
hablar de un siglo XIX “largo” –como habían hecho también los historiadores – que
iba desde la Revolución Francesa hasta la Primera Guerra Mundial.
3. El siglo XVIII como periodo histórico-musical
El siglo XVIII, que vio morir a Bach y nacer a Beethoven con una diferencia de solo
20 años, ha sido un terreno fértil para la discusión en torno a la periodización, en
parte porque a diferencia de otros siglos, este parecía no presentar la misma unidad.
Mientras que los siglos XIX y XX han sido asociados respectivamente con el Romanticismo (como un lenguaje que impulsó el cromatismo) y el Modernismo
(como escritura no tonal), no ocurre lo mismo con los siglos XVII y XVIII en tanto
que no suelen ser vistos como unidades coherentes. De hecho, la interpretación
tradicional el siglo XVIII en la historia de la música ha sido la de una etapa divida
en dos mitades exactas y opuestas en torno a 1750: el (así llamado) Barroco tardío y
el Clasicismo. Sin embargo, como en el mejor de los casos no sería posible hablar
propiamente del Clasicismo antes de 1780, el resultado es la existencia de una etapa
de transición de tres décadas (1750-80) que ha sido denominada “Preclasicismo”.
Esta división permanece muy arraigada entre los aficionados a la música y los escritos divulgativos, aunque hace tiempo que fue seriamente cuestionada, si no desechada, por la musicología. Al mismo tiempo, han surgido nuevas propuestas, ninguna de las cuales ha llegado por el momento a establecerse con claridad. Implícita
en esta circunstancia está la pregunta de fondo de ver hasta qué punto puede este
siglo entenderse como un periodo histórico-musical coherente.
Por tanto, la primera tarea para una interpretación actual del siglo XVIII debe
ser abandonar definitivamente la noción tradicional según la cual este siglo aparece
dividido en estas dos mitades. Esta visión es fruto de la concepción teleológica impuesta por la poderosa musicología germánica decimonónica interesada en encumbrar a Bach como culminación de un periodo (el Barroco) y como artífice de la fusión de estilos (propuesta por Bukofzer en su famoso manual del que hay
traducción al castellano). Según esta visión, la muerte del maestro de Leipzig cerraría un periodo en la historia y daría paso a un nuevo estilo. En la actualidad, sin
embargo, hay consenso en admitir que 1750 como fecha divisoria es simplemente
una ficción: para entonces Bach hacía años que no participaba del estilo compositi4
vo predominante en su época convirtiéndose durante sus dos últimas décadas en un
outsider, una figura esotérica dentro del contexto compositivo de estos años. Así, el
fin de lo que convencionalmente se ha llamado Barroco es anterior en varias décadas a la muerte de Bach, pues en torno a 1720 se producen cambios sustanciales en
las técnicas y procedimientos compositivos que permiten situar un punto de articulación entorno a esta fecha.
Si, por un lado, 1750 no representa una ruptura sino más bien lo contrario y,
por otro, hay acuerdo generalizado en pensar que durante la década de 1720 existió
un cambio estilístico sustancial, resulta entonces que es sostenible argumentar la
existencia de un periodo coherente (el siglo XVIII central) que va desde 1720 hasta
1780 aproximadamente. Es obvio que para este periodo no es posible aplicar el término de “Preclasicismo” –que irremediablemente debe desaparecer junto a la interpretación del XVIII dividido en dos mitades – debido a las novedades que contiene este periodo frente al que presuntamente prepara. De modo sintético, se
caracteriza por la consolidación de un sistema internacional de ópera de corte, la
simplificación del estilo musical, y la distinción y reconocimiento de la división
funcional de los estilos y tipos de música según el lugar de interpretación (iglesia,
teatro y cámara) y la nación (italiano, francés y “mixto”, esto es, alemán). Este periodo central del XVIII también es coherente con criterios más amplios: intelectualmente es el momento de la Ilustración, estéticamente hay convivencia del clasicismo y de lo galante y, a partir de 1760, crece la “sensibilidad” (que en el caso de la
música se traduce en el Empfindsamkeit). James Webster, uno de los musicólogos
que con más crudeza ha abordado este problema, ha sugerido denominar a este periodo “ilustrado-galante”, aunque su propuesta no parecer haber tenido hasta la fecha mucho éxito entre los textos divulgativos.
Pero, ¿sería posible pensar en un siglo XVIII “largo” que abarcara desde finales
del siglo XVII hasta comienzos del XIX en el que el periodo 1720-1780 es la parte
central? Para esto deberían darse tres condiciones para el periodo que transcurre
entre c. 1670 y c. 1815: a) debería poder detectarse un punto de inflexión alrededor
del último tercio del siglo XVII con pervivencia en el siglo siguiente; b) del mismo
modo, debería haber otro punto de inflexión en torno a 1815; c) la transición entre
ambos siglos debería mostrar más rasgos de continuidad que de discontinuidad de
modo que esta propuesta sea compatible con el periodo central entre 1720 y 1780.
Una interpretación desde esta perspectiva incluiría, por ejemplo, a Corelli y a Beethoven como parte de un mismo periodo, una visión que puede resultar extraña para un aficionado a la música pero que, bien pensando, podría sostenerse a partir de
los suficientes puntos en común que existen entre ambos. El más evidente es el uso
compartido del sistema tonal, en proceso de consolidación antes de Corelli y en un
principio de expansión después del último Beethoven.
Además, se pueden nombrar cuatro cambios determinantes que tienen lugar a
finales del siglo XVII y afectan al modo de componer música :la “racionalización”
de la ópera italiana en términos de dramaturgia y en la alternancia entre recitativo y
aria; la creación de la tragédie lyrique por Lully; la rápida estandarización de importantes géneros instrumentales a partir de Corelli con la definitiva consolidación por
el triunvirato vienés formado por Haydn, Mozart y Beethoven; y la consolidación
de una armonía funcional.
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En resumen, los últimos debates sobre la periodización del siglo XVIII (planteados por James Webster y Carl Dahlhaus, entre otros) proponen un siglo XVIII
“largo” dividido en tres periodos: a) el que transcurre desde finales del XVII hasta
comienzos del XVIII dominado por el surgimiento de géneros político-musicales
como la ópera en Italia y la tragédie en Francia y el establecimiento de géneros instrumentales y el sistema tonal mayor-menor; b) el periodo central entre aproximadamente 1720 y 1780 dominado por el sistema internacional de ópera italiana, la estética ilustrada-galante y la cultura de la sensibilidad; y c) el que se desarrolla entre
1780 y 1815 (que podría extenderse hasta 1830) con el estilo moderno-vienés conquistando el continente y la transformación del pensamiento ilustrado por el romántico.
4. Del Clasicismo al Romanticismo: Beethoven y sus “tres periodos”
Esta visión del siglo XVIII, que todavía no ha calado entre los aficionados y los músicos pero que consta de pleno consenso entre los investigadores, situaría a Beethoven como un puente que une dos orillas: el Clasicismo y el Romanticismo. Pero
esta interpretación admite, a su vez, dos enfoques, ninguno de los cuales acaba de
imponerse completamente. El que ha gozado de mayor popularidad en las últimas
décadas ha sido el que los considera como dos estilos diferentes que deben mantenerse como periodos independientes de la historia, cada uno de los cuales tiene sus
propios compositores y rasgos estilísticos. Sin embargo, hace ya algunas décadas
que la propuesta de considerar el Clasicismo y el Romanticismo como dos estadios
de un mismo periodo con importantes elementos compartidos fue planteada por
un musicólogo con la proyección de Friedrich Blume, el primer editor del famoso
diccionario alemán Die Musik in Geschichteund Gegenwart, popularmente conocido
entre los estudiantes como el MGG. La propuesta de Blume se basaba en sugerir la
existencia de un periodo clásico-romántico que se expande hasta las primeras décadas del XIX, enfatizando las continuidades evidentes en la técnica compositiva y en
los géneros musicales, en las formas predominantes (como la forma sonata, sin duda la más empleada por los compositores de estos años) y en las funciones sociales y
espacios interpretativos de la música. En todos estos aspectos centrales para una historia de la música, las semejanzas entre el Clasicismo y el Romanticismo son más
evidentes que sus diferencias. Y aunque está claro que el lenguaje musical no es el
mismo, algo que permite distinguir un Lied de Schumann de una canción de
Haydn, no es menos cierto que existen importantes puntos de continuidad. En todo caso, en ambas visiones la figura de Beethoven se erige como el núcleo del análisis: en la primera interpretación como transformador de un estilo en otro, y en la
segunda como garante de esa continuidad. Además, no es el único autor al que cabría atribuirle un papel bisagra entre el Clasicismo y el Romanticismo, como confirman, por ejemplo, los casos de Schubert, Mendelssohn o Weber. ¿Cuál sería el
epíteto más apropiado para describir a estos compositores: clásico o romántico?
Ambos términos fueron acuñados con posterioridad a la época de Beethoven y
su significado fue variando con el paso del tiempo. En un primer momento, “clási6
co” denotaba un modelo de perfección y un ejemplo a seguir, esto es, un compositor cuya obra era fuente de inspiración y perfección, sin denotar un estilo concreto.
Esto explica que durante los primeros años del siglo XIX compositores tan diversos
como Bach, Palestrina, Josquin o Corelli fueran considerados clásicos, entendidos
como referentes de estudio para el aprendizaje de la buena práctica compositiva.
Sería sólo a partir del segundo tercio de ese siglo cuando el término empezaría a
denotar un estilo concreto propio de finales del siglo XVIII y asociado principalmente a los tres clásicos vieneses: Haydn, Mozart y Beethoven. Esta acepción se fue
reforzando posteriormente, en particular debido a diversos escritos de musicólogos
alemanes que, condicionados de nuevo por su posición ideológica y cultural, quisieron ver en el clasicismo vienés un momento de perfección creativa, devaluando
otras prácticas compositivas de este periodo que en su momento estuvieron igualmente presentes y resultaron originales (como las desarrolladas por compositores
franceses o italianos). En todo caso, en la actualidad hay consenso en considerar el
Clasicismo musical como un estilo compositivo y no como un periodo histórico.
En cambio, el término Romanticismo tiene implicaciones culturales de mayor
calado y, al contrario que el anterior, no es tanto un estilo como un periodo histórico-cultural de implicaciones amplias que también abarca las artes en su conjunto,
además de la filosofía y el pensamiento. Este término, acuñado a finales del siglo
XVIII en el campo de la literatura, se planteó en su origen como una reacción frente al Clasicismo promulgando, entre otros valores, el yo subjetivo, la inspiración en
la naturaleza, la identidad de los pueblos y la expresión de la emociones. Resulta interesante detectar cómo no existe una cronología unánimemente aceptada para el
Romanticismo, cuyos límites temporales en el caso de la historia de la música siguen siendo volubles, variando según los autores. Para algunos, la generación propiamente romántica es la posterior a Beethoven y Schubert (después de ca. 1830),
esto es, la formada por Mendelssohn, Chopin y Schumann perdurando hasta las
primeras décadas del siglo XX, cuando los cambios radicales del lenguaje musical
dieron lugar al Modernismo. Al mismo tiempo, otros autores proponen un punto
de inflexión en torno a la mitad de siglo, dando paso a una especie de Neoromanticismo y al auge de los nacionalismos, con un grupo de compositores encabezado por Wagner, Brahms, Bruckner y Franck, quienes abrieron nuevas direcciones creativas de trascendentales consecuencias. La tercera vía, defendida de modo pionero por Blume, es la que traza un gran arco cronológico que se extiende
desde finales del siglo XVIII hasta comienzos del XX, una especie de “largo siglo
XIX”. La cronología del Romanticismo en música es, como vemos, no solo una
cuestión abierta, sino un claro ejemplo de la tarea continuada de interpretación del
pasado que afronta el historiador de la música: el pasado no existe de una manera
fija que hay que descubrir, sino que se construye desde cada presente.
En cualquiera de estos planteamientos, la poderosa figura de Beethoven ocupa
una posición central. La visión establecida es la que le considera como el verdadero
autor bisagra que liquidó el Clasicismo e inauguró el Romanticismo. El compositor
y escritor E.T.A. Hoffmann fue, en buena medida, el artífice de esta interpretación
con varios artículos publicados en vida del compositor que lo señalaban como responsable de nuevos caminos musicales inaugurados con su Sinfonía nº 5 y profundizados con sus obras finales. Hasta tal punto fue potente la herencia beethoveniana
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que los compositores decimonónicos necesitarían varias décadas para alcanzar y superar la cúspide en la que Beethoven había dejado algunos géneros como la sinfonía
y el cuarteto de cuerda; también una buena parte de los oyentes precisarían muchos
años para entender los cuartetos finales de Beethoven, vistos en su época como una
música incomprensible y completamente fuera de su tiempo.
En un análisis sobre los problemas de la periodización en la historia de la música, aunque sea somero como el que se propone en este ensayo, el caso de Beethoven también es emblemático por proporcionar el ejemplo quizá más conocido de
periodización de vida y obra de un compositor. Justo al año siguiente de su fallecimiento, en 1828, se comenzó a plantear la conocida teoría de los tres estilos que, sin
embargo, no adquiriría pleno desarrollo hasta la publicación a mitad de siglo del
clásico libro de Lenz Beethoven et ses trois styles: el temprano hasta 1802, el intermedio
hasta 1812 y el tardío entre 1813 y 1827, cada uno de los cuales coincidía más o
menos con una etapa o un cambio importante en su vida profesional. En su periodo
intermedio, en el que se inserta su Concierto para violín y orquesta op. 61 de 1806, se
concentra buena parte de su música orquestal y de las composiciones “públicas”,
frente a la naturaleza más íntima y privada del periodo final. Sin duda, es este último el que mayor trascendencia ha tenido para la posteridad y más influyente resultó para los compositores del siglo XIX. Podría decirse, que es también el periodo
más genuinamente “romántico” de Beethoven, al menos si se tiene en cuenta el uso
de la tonalidad y el cromatismo que se encuentra en estas partituras. Casi dos siglos
después de que fuera ideada, esta división, criticada por simplista, está firmemente
asentada en el ideario de los aficionados y sigue logrando la aceptación de los musicólogos, si bien se vienen proponiendo algunos ajustes, como la existencia de un
cuarto periodo anterior en los primeros años. Y lo que resulta más determinante,
esta clasificación tiene también un claro reflejo en la obra de un compositor que,
como pocos otros en su época, experimentó un notable cambio entre sus primeras
composiciones y sus obras finales. En resumen, los tres periodos se ajustan muy
bien a las divisiones que muestran su vida profesional y su producción musical.
5. Brahms: el clasicismo de un romántico
De todos los compositores de la segunda mitad del siglo XIX, ninguno como
Brahms logró sintetizar formas y procedimientos compositivos tan dispares. En su
obra se funden a un mismo tiempo las grandes formas de la música sinfónica y camerística heredadas de Beethoven, y la miniatura musical del Lied y del piano asociada a Schubert y a Schumann. Pero su sensibilidad hacia la tradición musical de la
que él se veía como un último eslabón le llevó a interesarse por autores y repertorios no del todo frecuentes en su época. Para empezar, su círculo de amistades incluía a musicólogos y bibliófilos musicales como Spitta, Chrysander, Nottebohm y
Mandyczewski, autores de trascendentales estudios sobre Bach, Haendel, Beethoven y Haydn respectivamente. Pero además, Brahms acometió o supervisó las
primeras ediciones de obras de dos hijos de Bach –Carl Philipp Emanuel Bach y
Wilhelm Friedemann Bach – y de François Couperin (disponibles hoy a través de
las populares reediciones de Dover), así como una edición del Réquiem de Mozart.
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No solo estudió bien estos repertorios, sino que también se convirtió en un ávido
coleccionista de manuscritos musicales, llegando a formar una colección de cierta
importancia: sonatas de Scarlatti, cuartetos de Haydn, borradores de Beethoven,
una sinfonía de Mozart y canciones de Schubert, entre otras muchas fuentes de valor. Brahms, por tanto, tenía parte de su espíritu en el siglo XVIII y una refinada
conciencia histórica de la que carecían muchos de sus contemporáneos.
En este vivo interés de Brahms por el repertorio de las generaciones anteriores
–del siglo XVIII pero también de buena parte del XIX– algunos han querido ver
una influencia directa en su producción; de modo particular, en el cultivo de formas y géneros clásicos que muestran muchas de sus obras. Ya en vida del autor, esta
circunstancia fue la base de críticas hacia su música, deplorada por algunos al considerarla lastrada por una dosis excesiva de conservadurismo. Una descripción tan
sumaria como simplista resumía para sus críticos la música de Brahms: “epígono
academicista del clasicismo”.La defensa enfervorizada de una sector del público enloquecido por la ópera wagneriana fomentó un antagonismo hacia la música camerística de tono íntimo y la música instrumental “absoluta”, ambos rasgos muy presentes en la obra de Brahm sque acabaron situándolo, de modo involuntario e
indeseado para él, como centro de un supuesto conservadurismo musical y antítesis
de un imaginado progreso en la música de tono épico de Wagner y Liszt.
Por fortuna, desde hacia varias décadas la valoración de la obra de Brahms se
plantea en términos radicalmente opuestos. Es indudable que la impronta de la tradición compositiva clásica resulta evidente en muchas de las obras brahmsianas,
empezando por la propia Sinfonía nº 4 terminada en 1885. Por ejemplo, el cuarto
movimiento “Allegro energico e passionato” está construido a modo de chacona,
un género propio del barroco que Brahms había analizado con detalle, en particular
en la música de Bach, como el último movimiento de la Cantata nº 150 o el ejemplo
incluido en la Partita en Re menor, que el mismo Brahms había arreglado para piano
en 1877. No era esta la primera vez que Brahms había empleado este procedimiento clasicista en una obra propia, como confirma el antecedente elocuente de las Variaciones sobre un tema de Haydn, otra obra de ecos marcadamente clásicos. Pero nunca hasta la Sinfonía nº 4 lo había hecho de un modo tan enfático, como movimiento
final de una monumental obra sinfónica, que acabaría siendo la última de su catálogo. Esta sinfonía contiene, además, otros elementos que evocan una tradición compositiva enraizada en el siglo XVIII. El “Allegro non troppo” del comienzo arranca
con una secuencia típica de pregunta-respuesta, un tratamiento que también se repite con cierta frecuencia en los siguientes movimientos, conformando así una sutil
conexión en el conjunto de la obra. Más evidente como rasgo que proporciona unidad a los cuatro movimientos –una preocupación desde Haydn que estuvo también
patente durante todo el siglo XIX – son las terceras descendentes presentes en todos
los temas principales del primer movimiento y recordadas como motivo subyacente
en los dos movimientos siguientes.
Pero estos rasgos se emplean con una técnica y estilo de peculiar originalidad.
De hecho, el uso actualizado de elementos habituales en el Clasicismo no esconde,
como creyeron equivocadamente algunos de sus contemporáneos, la presencia de
otros genuinamente innovadores, que hacen de Brahms un compositor “progresista”, por utilizar el calificativo empleado por un autor tan poco dado al conservadu-
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rismo como Schoenberg. No sería casualidad que fuera el compositor vienés de
perfil tan particular –rompedor con el sistema tonal en su método compositivo pero sensible hacia la tradición compositiva centroeuropea que estudió con esmero–
quien reivindicara la modernidad de Brahms y lo situara definitivamente en el lugar
que hoy ocupa en la historia, una idea que fue reforzada décadas después por figuras de la talla de Theodor Adorno y Carl Dahlhaus. Un lenguaje musical con elementos “subjetivos”, texturas intrincadas y ricas armonías y unas técnicas compositivas como la “variación desarrollada” y la “prosa musical” (esto es, un discurso
musical basado en la continua variación de motivos sin un patrón fijo de repetición), conforman uno de los mayores logros creativos de un compositor del Romanticismo final con un espíritu clásico.
Miguel Ángel Marín
(Universidad de La Rioja / Fundación Juan March)
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