LA TRAICIÓN ABSOLUTISTA. 1814

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LA TRAICIÓN ABSOLUTISTA. 1814
Tras regresar a España desde su exilio en Valençay, Fernando VII comenzó a conspirar, apoyado por los sectores más
reaccionarios del ejército y el clero, para restaurar el absolutismo. Traicionados por el monarca, a los liberales les esperaban
detenciones, ejecuciones o el exilio en Francia y Gran Bretaña, donde lucharon por restablecer el orden constitucional.
EL PLAN DE FERNANDO VII. EL GOLPE DE ESTADO REAL (Pedro Rújula 1. La aventura de la Historia
nº 186. Abril 2014)
Hubo mucho trabajo previo para que a la vuelta del exilio, el rey aboliese la
Constitución de 1812 sin apenas resistencia. Pedro Rújula revela los
tejemanejes que hicieron posible la maniobra, nombra a sus principales
líderes y subraya el apoyo coincidente de Francia y Reino Unido al Plan
absolutista.
El golpe absolutista dado por Fernando VII en 1814 es un
hito político de la historia contemporánea española, porque con él
se cierra la experiencia de la Guerra de la Independencia y se abre
una nueva etapa, la de la espiral revolución-contrarrevolución que
caracterizará el largo primer tercio del siglo XIX. La eficacia del
prisionero de Valençay, después de cinco años de estancia en el
extranjero al margen de la vida española, es sorprendente,
teniendo en cuenta que su posición era débil y con pocos anclajes
con la realidad. El estudio de las circunstancias en las que se fraguó
este éxito nos lleva a atender a cuatro elementos fundamentales: la
propaganda, los militares, la dimensión internacional del golpe y la
acción política.
Desde comienzos de 1814, la noticia del regreso del rey generó una actividad inusitada en los ámbitos
realistas. Silenciosos durante mucho tiempo, conscientes de que el clima político no les era favorable, aquellos que
los liberales calificaban de serviles habían comenzado, poco a poco, a moverse con motivo de las elecciones a
Cortes ordinarias en 1813. Sin embargo, solo con el traslado de la asamblea a Madrid, en enero del año siguiente,
la idea de una contraofensiva realista comenzó a cobrar verdaderamente cuerpo.
Uno de los ámbitos donde antes se hizo visible este activismo realista fue la prensa. En ella fue aireándose
sin reparos una imagen del rey que nada tenía que ver con la limitación de poderes que proclamaba la
Constitución. "Nuestro adorado Monarca el Señor D. Fernando VII fue proclamado por Rey en todos sus estados de
América y Europa en 1808. A ningún Diputado de las Cortes extraordinarias y ordinarias se le dio poder para anular
o alterar esta solemne proclamación", defendía en Valencia El Fernandino.
La propaganda realista. La figura del rey crecía en sus páginas adquiriendo la condición de símbolo. Su
venida se convertía en metáfora del regreso a la normalidad. Y eso suponía el restablecimiento de las relaciones
sociales y de poder que existían antes de la invasión francesa. "Una mano fuerte que reúna en sí el poder, y que no
se deje doblar de la oposición, es la única que puede darnos la suspirada paz que tanto necesitamos".
La idea de borrar los años de la guerra, como si de un paréntesis indeseable se tratase, ya empezaba a
contemplarse. "Ven pues, Rey adorado, / Ven, imán de tu Reino, ven, virtuoso / Príncipe, y Padre amado / De los
pueblos que Dios te ha confiado", rezaba una oda realista publicada en La Atalaya de la Mancha. Un regreso al
orden santificado por la voluntad divina que dotaba de un significado providencialista a la vuelta del monarca.
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Pedro Rújula (Alcañiz, 1965) Profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.
Y, finalmente, las responsabilidades. Desde muy temprano, los periódicos y algunas publicaciones
volanderas comenzaron a señalar culpables, exigir responsabilidades. "iAh! Señor, apartad vuestra vista de este
puñado de facciosos y malvados que quieren empapar sus manos regicidas en vuestra sangre, y fijadla en vuestros
pueblos y ejércitos que, vueltos con vuestra presencia al año de 1808, os aclaman nuevamente", insistía la
publicación titulada Lucindo. Y no se referían a los franceses, sino a los españoles, a los afrancesados y, sobre todo,
a los liberales que habían puesto en marcha un proceso de revisión de las bases de la sociedad y la política que
afectaba profundamente al estatus hegemónico del que habían disfrutado la monarquía y la Iglesia.
Así fue construyéndose un lecho de opinión pública favorable al golpe. En realidad, no era un proyecto de
reacción que surgiera exclusivamente de los ámbitos del poder político y religioso afines al realismo. Se apoyaba
también en el cansancio, en el deseo generalizado de una vuelta a la normalidad, de dejar atrás la guerra y, con
ella, todas las violencias y los problemas que habían trastornado sus vidas desde hacía muchos años.
Fernando VII era muy consciente de que no podría hacer cumplir su voluntad si no tenía de su parte al
ejército, tanto por las funciones políticas como por las militares que realizaba en la gestión del poder sobre el
territorio. Por eso, desde el momento que pisó territorio español trató de poner de su parte a los responsables
militares. Lo intentó, inicialmente, con el general Francisco de Copons, capitán general del Principado de Cataluña,
a quien entre ambigüedades e invitaciones trató de arrancarle un compromiso de fidelidad. Fracasó en este
propósito porque el general se mantuvo dentro de la legalidad, pero se cobró más tarde su fidelidad a las
instituciones constitucionales apartándole del mando.
El respaldo de Elío. Mejor suerte tuvo a su llegada a Valencia con el general Elío. Muy conocido por sus
actitudes absolutistas, no tardó en manifestar su adhesión al rey por encima de cualquier otra institución y su
disposición a defender la "plenitud de sus derechos". Al amparo de este militar permaneció en Valencia algún
tiempo, mucho más del necesario si lo que deseaba era llegar a Madrid para encontrarse con las Cortes. El
suficiente, sin embargo, para trenzar todos los preparativos del golpe, reunir los apoyos precisos y neutralizar la
respuesta constitucional.
Quedaba pendiente todavía el control de Madrid, donde se preparaba el escenario definitivo de la lucha
por el poder entre las Cortes y el rey. Allí el general Villacampa, de reconocida filiación liberal, era el máximo
responsable. El obstáculo fue superado mediante el nombramiento, al margen de la legalidad constitucional, del
general Eguía como capitán general de Castilla la Nueva y gobernador de Madrid. Él se encargaría de prepararlo
todo para la llegada del rey.
Apoyo internacional. No resulta fácil entender la voluntad de Fernando VII de recuperar su poder íntegro
sin tener en cuenta los apoyos internacionales con los que contó desde el principio. Debemos recordar que en los
otros territorios europeos donde los Borbones regresaron al trono, es decir, Francia y Nápoles, la fórmula
restauradora no partió nunca de la vuelta al punto de partida, sino que se produjo una transacción entre el
reconocimiento del legítimo derecho al trono del monarca y la aceptación de reformas que incorporaban al
sistema principios y actores que habían adquirido protagonismo durante la experiencia revolucionaria.
El primero que ofreció a Fernando VII la posibilidad de recuperar su poder fue Napoleón. Lo hizo a través
del antiguo embajador en Madrid, el conde de La Forest, con la intención de sacarle de su inmovilismo en
Valençay. Tratando de conseguir una buena disposición a la firma del tratado de paz, que suponía el regreso del
rey a España y el enfriamiento de las relaciones con los ingleses que, hasta la fecha, habían disfrutado de una
posición dominante ante el Ejecutivo español.
Pero la dimensión internacional del golpe cobra todavía mayor concreción al comprobar que también los
ingleses habían alentado a Fernando VII a rebelarse contra las Cortes. La preocupación del embajador británico,
Henry Wellesley, por todo lo actuado por la asamblea gaditana había sido grande desde el principio, sobre todo,
por la ausencia de una cámara moderadora compuesta por la nobleza o por el carácter reformista de su actividad.
Más tarde se posicionaría claramente contra la soberanía nacional y la pérdida de poder del rey en el
ordenamiento constitucional, llegando a considerar que el nuevo régimen salido de las Cortes era "republicano".
Con estos antecedentes, no es de extrañar que el regreso del rey fuera interpretado como la ocasión para hacer
valer mejor sus intereses en España. Tropas de caballería, al mando de un británico, el teniente coronel
Whittingham, acompañaron en su entrada a Madrid a Fernando VII una vez consumado el golpe.
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La acción política. La reacción política de los realistas comenzó a fraguarse durante las elecciones de
1813. De acuerdo con la convocatoria, ninguno de los diputados que habían formado parte de las Cortes
extraordinarias podía ser elegido como representante en la nueva legislatura, de modo que se iba a producir una
profunda renovación de la asamblea. Esto, unido a que cierta normalidad había vuelto a las circunscripciones, hizo
que los electos fueran aquellos que mayor influencia tenían sobre el territorio, es decir, las oligarquías
tradicionales. Cuando las sesiones se iniciaron en Cádiz el primero de octubre, este cambio de mayoría en el seno
de las Cortes ya estaba en el ambiente. Sin embargo, muchos de ellos no se incorporaron a sus escaños hasta que
las sesiones se reanudaron en Madrid el 15 de enero siguiente. Allí, en la Corte, los políticos prepararían su apoyo
al golpe. Así se lo transmitieron al duque de San Carlos, que llegó a Madrid en enero para cumplir con la difícil
misión de hacer valer el tratado de Valençay, pero también de testar el estado de opinión respecto al rey. El
principal grupo conspirador de la capital se formó en torno a algunos de los diputados recientemente elegidos.
José Palacín ofrecía su casa de la calle Fuentes para las reuniones conspirativas en las que dominaba la voz de un
abogado sevillano poco conocido, Bernardo Mozo de Rosales. Allí, en compañía de algunos clérigos, abogados y
altos funcionarios, fue preparado el texto que reuniría la opinión de los diputados realistas.
El llamado Manifiesto de los Persas, más allá de sus heterogéneas fuentes de inspiración, era una
andanada contra la línea de flotación del sistema constitucional disparada desde sus propias filas. Los firmantes no
eran publicistas serviles, ni inmovilistas del Antiguo Régimen. Por lo menos no solo eso. Sobre todo eran diputados
elegidos por sus conciudadanos según la Constitución para encarnar en las Cortes la soberanía nacional. Por eso el
documento firmado por 69 de ellos, ni siquiera todos los serviles de la cámara, reclamando el fin del régimen
constitucional y la vuelta al absolutismo, destruía la obra de las Cortes desde su propia base: valiéndose de su
representatividad legal reclamaban al rey que recuperara sus antiguas prerrogativas y pusiera fin al tiempo de
interinidad marcado por la invasión francesa y la ausencia del monarca.
El propio rey se encargaría de descabezar a la Regencia cuando su
presidente, el cardenal Luis de Borbón se desplazó a recibirle hasta las
inmediaciones de Valencia. En el momento del encuentro, obligándole a besar
su mano, escenificó la sumisión de las instituciones constitucionales al
monarca y su voluntad de discutir el poder surgido de las Cortes.
(“Encontróse con Su Majestad cerca de Puzol (...) acercóse el
Cardenal al Rey, y éste, vuelto el rostro, en señal de enojo, alargóle la mano
para que se la besara. (...) Trató don Luis de bajar y no besar la mano; pero
notólo el Rey, y pálido de cólera ante aquella resistencia, extendió el brazo y,
presentándole la diestra, dijo al Cardenal con imperioso tono: Besa. Y el
Cardenal besó").
Contando con la opinión pública, el apoyo del ejército, la aquiescencia de las principales potencias
internacionales de la zona y el respaldo de buena parte de las Cortes constitucionales, Fernando VII estaba ya en
condiciones de lanzar su asalto definitivo al poder y lanzarse a recuperar sus prerrogativas como monarca
absoluto. El instrumento definitivo del golpe fue el decreto del 4 de mayo, firmado todavía en Valencia, y en el que
se establecían las aspiraciones maximalistas del absolutismo fernandino.
El decreto no se hizo público de inmediato. Se mantuvo oculto hasta que las principales acciones para
neutralizar el poder constitucional se habían consumado. La noche del 10 al 11 de mayo los militares se
personaron en las casas de los liberales más destacados. Uno tras otro dieron con sus huesos en los calabozos del
cuartel de Guardias de Corps. Allí fueron a parar regentes como Agar y Císcar, ministros como Álvarez Guerra o
García Herreros y muchos de los diputados más activos como Agustín de Argüelles, Villanueva, Diego Muñoz
Torrero, Ramos Arispe, Martínez de la Rosa, Canga Argüelles, Calatrava, Manuel Quintana, entre otros, hasta
completar una lista de 32 nombres que apareció publicada en la prensa. Muchos otros serían encarcelados los días
siguientes en diversos lugares del país. Sorprende la ingenuidad con la que los liberales aguardaron el regreso del
rey. Apenas hicieron nada para prevenir el golpe y defender lo construido por las Cortes hasta ese momento.
Llegados a este punto, el regreso del monarca para recuperar el trono absoluto estaba franco. Solo
faltaba el refrendo popular para consumar el golpe. Lo obtuvo con su multitudinaria entrada en Madrid el 13 de
mayo, con las fachadas del trayecto decoradas y atravesando arcos triunfales, aclamado por la multitud, su carro
tirado por los propios madrileños y jaleado con las voces de "Viva Fernando". El golpe había triunfado.
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EL DECRETO DEL 4 DE MAYO
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Suele atribuirse al Manifiesto de los Persas haber inspirado el golpe absolutista de Fernando VII. Sin embargo, más
allá del interés de unas propuestas teóricas que iban desde la defensa del absolutismo monárquico hasta la
censura histórica de la labor de las Cortes, el documento fue sobre todo una justificación que, a posteriori, sirvió
para dar dimensión política al proyecto involucionista del rey. Muchas de las firmas que pretenden dar respaldo al
texto, en realidad, fueron recogidas con posterioridad a la fecha del mismo. Además, los principales resortes del
golpe, aquellos que contaban con el empleo de la fuerza, ya estaban dispuestos con anterioridad.
El documento que mejor recoge la intención de Fernando VII fue publicado en un número extraordinario de la
Gaceta de Madrid difundido el 12 de mayo, pero fechado en Valencia una semana antes. Los días que
transcurrieron entre las dos fechas fueron claves para el golpe. Este documento, conocido como el decreto del 4
de mayo, condenaba la asamblea gaditana y anulaba los decretos de las Cortes y la Constitución. En consecuencia,
declaraba "aquella constitución y tales decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como
si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y
súbditos a cumplirlos ni guardarlos". La persecución de los liberales más destacados, convertidos en reos de lesa
majestad, haría el resto.
La Restauración absolutista de 1814 fue un acto de negación de todo lo sucedido mientras el rey estuvo
fuera del país. Negación de la mutación que había experimentado la soberanía desde que se habían formado las
primeras juntas hasta la proclamación de la soberanía nacional por las Cortes. Negación también de la experiencia
vivida por los españoles, que habían sufrido y combatido en tierra de nadie durante tanto tiempo, que habían
dejado atrás su inocencia política. Para ellos ya nada sería como antes, porque se habían visto implicados en un
gran conflicto de dimensiones europeas en el que circulaban con hondura existencial las voces emancipadoras de
la revolución y los ancestrales temores de la reacción.
El golpe de Fernando VII convirtió en fractura la división en partidos que había aparecido en las Cortes
entre liberales y serviles. La solución autoritaria en favor del absolutismo desplazó de la vida política a los liberales
y les obligó a demostrar su fuerza ganando su espacio en el futuro por medio de la revolución. El rey se situó en el
centro de la polémica. La Iglesia le apoyó decididamente en su deseo de mantener sus poderes intactos. Dios, Rey
y Patria poblaron los sermones y ondearon en las banderas. El realismo comenzará su andadura aquí y se
desarrollará a lo largo de todo el reinado de Fernando VII desembocando en el carlismo en una espiral de
revolución-contrarrevolución que iba a marcar la vida de los españoles durante buena parte del siglo XIX.
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Documento suscrito el 12 de abril de 1814
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