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POLÍTICA
Revolución
árabe
y etnocentrismo
El redescubrimiento de los pueblos árabes
en Occidente se opone al etnocentrismo
norteamericano y al extremismo
nacional-populista europeo. Si triunfa la
introversión occidental, la propia revolución
democrática árabe podría resentirse.
álvaro espina
Puede decirse de la democracia lo que Charles Darwin afirmó acerca
de la fecundación de las orquídeas, ya que esta forma de organizar la
convivencia humana es el resultado de la eliminación paulatina de
las otras, como consecuencia de la menor capacidad de resistencia de
todas ellas frente al descontento de la gente corriente y vulgar, expresada en revoluciones –o en la amenaza latente de llevarlas a cabo–. En
este artículo relaciono la definición identitaria del nosotros occidental
con la apropiación etnocéntrica de la democracia, operación que se
completó con la doctrina del choque de civilizaciones, que legitimó el
apoyo a todo tipo de dictaduras árabes. La emergencia de la revolución
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democrática coincidió con una nueva demonización del islam, tanto en
EEUU como en Europa, que puede tener consecuencias negativas para
la consolidación de la democracia en el norte de África.
La apropiación etnocéntrica
de la democracia en occidente
El mundo occidental fue el primero en acceder a esa forma de gobierno
en la era moderna. Probablemente por eso el hombre occidental se hizo
una imagen grandiosa de su mundo, imaginándoselo como el resultado
perfecto del proyecto acabado de un “diseñador inteligente,” idea que,
con carácter más o menos excluyente, ha estado siempre detrás del
excepcionalismo norteamericano.
Douglas North ya había anunciado la paradoja de que El ascenso de
Occidente surgió porque el estado moderno más imperfecto (el de los
“mendigos del mar”) se alzó con la victoria sobre la todopoderosa monarquía de España, porque los Estados generales del príncipe electo
Guillermo de Orange fueron “la variación mejor adaptada” al nuevo
contexto histórico.
Muchos occidentales han observado con sorpresa que los árabes son
capaces de aspirar a la democracia, no tanto por las virtudes intrínsecas de ésta, sino por eliminación, descartando mediante prueba y error
formas más imperfectas y más corruptas de gobierno, de las que tienen
sobrada experiencia. Pero este hecho produjo una cierta frustración de
expectativas acerca de la propia autoestima en quienes pensaban que
la democracia era un patrimonio casi exclusivo de un núcleo selecto de
pueblos, vedado a los demás.
La revolución democrática en el norte de África permite aventurar el
fin del excepcionalismo árabe. En su discurso ante el Parlamento de
Westminster en mayo de 2011 el Presidente Obama afirmó: “El anhelo
de libertad y dignidad humana no es inglés, americano ni occidental,
es universal”, y contra él no existe inmunidad cultural.
De hecho, la larga duración de estructuras políticas autoritarias en el
mundo árabe al término de la guerra fría se debe en buena medida a la
protección y tutela de las propias potencias occidentales, ya que el lema
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que ha orientado la política norteamericana más reciente en relación al
mundo árabe, según Chomsky, es el de la “doctrina Muasher”, que reza
There is nothing wrong, everything is under control.
Para el historiador israelí Tom Segev el levantamiento democrático
árabe traumatizó el sentimiento identitario de Israel porque este país
siempre asumió una superioridad innata sobre los árabes. El descubrimiento de que estos no son pueblos atrasados sino que piensan de
manera tan democrática como los israelíes despojaba a este país de su
autopercepción como “único pueblo civilizado” de la región. Haciéndose eco de la llamada de Segev, un nutrido grupo de personalidades
israelíes adoptó el 31 de marzo de 2011 la Iniciativa de Paz Israelí, a
modo de respuesta a la Iniciativa de Paz Árabe, adoptada en 2002 y
ratificada en 2007.
Esto no es algo generalizable, sino todo lo contrario: el sentimiento de
apropiación identitaria exclusivista esta difundiéndose a modo de epidemia etnocentrista por Occidente, porque la afirmación de la diferencia
con el otro se había convertido en la condición para el reconocimiento
del nosotros, que, cuando se difumina, puede poner en cuestión la propia identidad: el asesino de la isla noruega de Utoya, Anders Breivik,
afirmó que la “promoción del multiculturalismo” equivale a facilitar la
“islamización del país” y a desencadenar una guerra, a la que es legítimo
responder con las mismas técnicas terroristas empleadas por Al Qaeda:
“Fueron ataques preventivos en defensa de mi grupo étnico... Actué en
nombre de mi pueblo, mi religión y mi país... ¡Sí, volvería a hacerlo!”
Así pues, la revolución árabe sirvió como test para el intragrupo occidental, obligándole a reexaminar las señas de identidad del extragrupo,
que les servía como unidad de medida en la que anclar su seguridad
ontológica. Desde los años noventa la sociología del cambio social viene
explicando las revoluciones haciendo énfasis en la dinámica cultural e
ideológica de construcción de identidades, en la identificación de las
masas con las ideologías revolucionarias, en la formación de redes, y
en el liderazgo y el estudio de las élites dirigentes. En lugar de indagar
por las causas que dan pie a la revolución, la pregunta es más bien la
contraria: ¿qué es lo que detiene a la revolución contra los regímenes
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revolución árabe y etnocentrismo
autocráticos inhumanos de nuestro tiempo? La respuesta a esta pregunta
remite en buena medida al apoyo que habían venido recibiendo las
dictaduras sultanísticas árabes desde el mundo occidental.
‘Choque de civilizaciones’
y atrincheramiento de las dictaduras árabes
Tras la primera guerra de Irak, Samuel Huntington elevó la anomalía
histórica de la vigencia de las autocracias en el mundo árabe al rango de
excepcionalismo sistémico, definiéndolo como el rasgo diferencial de una
“civilización” distinta, llamada a chocar con la occidental, sustituyendo
en parte al bloque soviético en el papel de “adversario ancestral” dentro
del imaginario colectivo ultraconservador norteamericano. Su tesis fue
una construcción esencialista y maniquea de identidades colectivas,
cuya correspondencia con la realidad societal no resiste un examen
intelectual mínimamente riguroso, pero no por ello ha dejado de tener
efectos profundamente nocivos.
En este caso, el mito venía a enraizar sobre un terreno que tiene profundas ramificaciones históricas y que, en palabras de Adib-Moghaddam,
da lugar a un “régimen de verdad” capaz de imponerse con “violencia
estructural” sobre amplias capas de la sociedad, mediante la incrustación
del “régimen de choque” en la percepción identitaria de sus miembros,
estableciendo una “compartimentación artificial en espacios epistemológicos, que lleva emparejada un sentido de superioridad eufórico y
claustrofóbico.”
La propia guerra de Irak fue presentada como evidencia de que las
dos grandes ramas del Islam −la chiíta, predominante en Irán y mayoritaria demográficamente en Irak, y la sunita, minoritaria en Irak, pero
favorecida por el régimen de Saddam Hussein−, resultaban igualmente
incompatibles con valores liberales tales como individualismo, pluralismo
y democracia, lo que fue desmentido enseguida a partir de la evidencia
recogida por la encuesta mundial de valores.
El primer decenio del siglo XXI transcurrió ya bajo el síndrome ideológico de la “guerra contra el terror”, declarada por el Presidente G.W.
Bush tras el 11-S, al amparo del cual se culminó por ambas partes la
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demonización del “otro” y se trató de implantar en Irak la democracia por
la fuerza. Paradójicamente, el fracaso de esta política sería esgrimido en
2011 como argumento para tratar de frenar la intervención internacional
dirigida a evitar la masacre de los rebeldes libios por el coronel Gadafi.
Pero la comunidad internacional lo rechazó, aprobando la resolución
1973 de la ONU, en el contexto de la “responsabilidad de proteger”
adoptada en la cumbre mundial de 2005.
La revolución árabe exige poner en hora la mente de toda una generación de occidentales que había contemplado las relaciones entre
Occidente y ese mundo a través del espejo deforme de la hipótesis del
choque, admitiendo que Huntington incurrió en el error de atribuir
carácter definitorio de “civilización” a un conjunto de cualidades determinadas por el contexto, fijándolas como señas de identidad y rasgos
inmutables de la cultura de esos pueblos.
La nueva demonización del Islam
y la vuelta al darwinismo norteamericano
Pero al mismo tiempo que los intelectuales conservadores denunciaban
la falsedad de la hipótesis de Huntington, los senadores republicanos
extremistas reemprendían la tarea de demonización de los musulmanes
norteamericanos como presuntos aliados del terror islamista, iniciada tras
el 11-S, dando así continuidad a una pauta etnocentrista recurrente en
la historia norteamericana del siglo XX, ya definida por W. G. Sumner
en su obra clásica Folkways, que constituye la herramienta privilegiada
empleada desde 1902 para aglutinar a las huestes ultraconservadoras norteamericanas mediante la agudización de la dicotomía entre los sentidos
de pertenencia y de exclusión, empleando ahora el deísmo como una de
las escasas idiosincrasias culturales compartidas por los americanos.
Esto es, la hipótesis de Huntington, trasmutada en creencia ideológica,
actuó reflexivamente como profecía autocumplida, al orientar la acción
agresiva del intragrupo ultraconservador “occidental”, con fronteras
dibujadas meticulosamente por el autor, que definían al mismo tiempo
explícitamente al extragrupo musulmán. Esta oportunidad no tardó en
ser explotada por quienes en este último ámbito trataban de utilizar al
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Islam como vehículo para proporcionar “conductividad” a sus intentos
de desencadenar comportamientos colectivos radicalmente antagonistas,
en orden a difundir a través de toda la red de prácticas de la religión
islámica el programa de rechazo a la modernización occidental.
Con ello se hacía el juego, por así decirlo, a quienes buscaban precipitar
aquel mismo tipo de confrontación desde la otra orilla, desencadenando
una espiral de acción-reacción, contando para ello con los errores garrafales de la política exterior norteamericana de G.W. Bush y con la ayuda de
las iniciativas religiosas dirigidas a retroalimentar la espiral etnocentrista
mediante quemas rituales del Corán, cuyo fin expreso consiste precisamente en provocar la inmediata reacción de las masas subyugadas por
el fanatismo, persuadidas de que su verdad absoluta les legitima.
Al comienzo de la carrera electoral para las elecciones presidenciales
de 2012 en EEUU varios estados de mayoría republicana trataban de
prohibir que los jueces utilicen la referencia a la ley islámica para interpretar costumbres, prácticas y contratos propios de esa colectividad, como
la carne “halal”, o los contratos bancarios acordes con la “sharía”, con
un tipo de legislación que viola la primera enmienda –sobre la libertad
religiosa– y resulta flagrantemente discriminatoria respecto a las comunidades judía o católica, buscando precisamente la estigmatización de un
colectivo señalado previamente como extragrupo, con vistas a autoafirmar
al intragrupo excluyente. De salir adelante, tales políticas provocarán
inevitablemente el efecto de las profecías autocumplidas, ya que en el
grupo estigmatizado prosperaría la tendencia hacia la introversión y el
rechazo a la cooperación ciudadana –incluyendo la cooperación para la
erradicación del terrorismo –, lo que vendría a confirmar pretendidamente,
ex post facto, la identificación realizada ex ante por estos mismos medios
entre musulmanes y terroristas, como parece haber sucedido también en
el Reino Unido y Alemania, en donde se constatan intentos de mantener
vivo el espíritu guerrero de cruzada global.
Etnocentrismo en Alemania
El termómetro privilegiado para el planteamiento de las repercusiones de la nueva definición del extragrupo sobre la autodefinición del
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intragrupo es la Alemania reunificada. El ministro alemán del interior
afirmó: “No se puede probar históricamente que el Islam sea parte de
Alemania”, lo que dio pie a un debate cuyas respuestas no pudieron
ser más significativas: “El Islam no forma parte de Alemania, porque
nuestro DNA histórico-religioso sigue siendo cristiano”, respondían unos,
mientras otros concedían: “es perfectamente posible no considerar a los
musulmanes como parte de la cristiandad occidental. Pero el ministro
alemán del interior no es el responsable de la cristiandad occidental,
sino de Alemania y de lo que pertenece a Alemania”.
Para el diario berlinés Der Tagesspiegel, el debate sobre el Islam refleja
la crisis de identidad dentro de la propia Alemania, ya que “en un país
abiertamente secular, un devoto cristiano se encuentra a menudo más
cerca ideológicamente de un devoto musulmán que un devoto musulmán
de otro musulmán no devoto”. Pero existen siempre dos modalidades
extremas de percibir la propia comunidad imaginada: la etnocentrista,
cuya prioridad consiste en la delimitación de fronteras entre el intragrupo
y el extragrupo, y la cosmopolita, cuya prioridad consiste en delimitar
los derechos de ciudadanía con arreglo a las convenciones modernas
que regulan este derecho.
El problema dista mucho de limitarse a la política interior alemana, puesto que el debate etnocentrista se trasladó a la política
exterior y a las decisiones en relación con la revolución árabe (visualizada de manera llamativa en Libia), enfrentando a Alemania
con sus aliados occidentales y desmantelando el eje fundamental
de la política exterior de las cuatro generaciones de alemanes de
la segunda posguerra.
Bernard-Henry Levy fue quien interpretó el papel más visible en la
decisión del presidente francés de impulsar la intervención en Libia
y, al mismo tiempo, en construir la interpretación ético-filosófica
del giro radical experimentado por las coordenadas de la política
internacional en esta materia, consagrando la obligación de proteger
a los ciudadanos contra sus propios soberanos, sometiendo a estos al
principio de soberanía limitada. El propio Levy actuó como acusador
público frente a la actitud alemana a lo largo de la crisis, responsabi-
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lizándola del retraso en la intervención e imputando sutilmente a los
dirigentes alemanes la intención de utilizar el eventual aplastamiento
de la revolución por Gadafi como dique de contención y apagafuegos
de la revolución árabe, bajo el supuesto de que la cooperación entre
Occidente y ese mundo resulta preferible realizarla a través de dictadores, frente a la posición del presidente Obama, que apuntó a la
transición polaca como modelo para el mundo árabe.
Etnocentrismo en Francia y en Europa
Y si al lado oriental del Rin el debate identitario sobre el Islam ha venido
a sustituir a la opinión sobre Auschwitz como divisoria entre alemanes
ilustrados-cosmopolitas y etnocentristas, en Francia la vieja y la nueva
divisoria se superponen en el ascenso del Frente Nacional de Marine
Le Pen, hasta el punto de que el Islam y el papel de este último en la
política de la república son las dos cuestiones que dividen a la derecha
francesa. El partido mayoritario de entonces trató de capitalizar esta
divisoria lanzando un debate sobre la laicidad, como pretexto oportunista para retomar la vieja pugna identitaria y arrebatar la bandera
monopolizada tradicionalmente por el nacional-populismo –en Francia
y en toda Europa–, como sucedáneo retórico del discurso anticomunista
después de la guerra fría.
Aunque el gran salto adelante del partido extremista se produjo inequívocamente con motivo de la llegada del euro, el segundo leit motiv del
ascenso de la extrema derecha francesa ha sido precisamente el rechazo
del Islam, hasta el punto de que la principal razón del ascenso de Marine
Le Pen en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas
del 22 de abril de 2012 –en que sumó 6,5 millones de votos– consiste
precisamente en la desdemonización ideológica conseguida mediante la
sustitución del discurso racista y antisemita por otro de etnocentrismo
cultural contra el fantasma de la “islamización de Europa”, estrategia
común a toda la extrema derecha europea, que tiene su máximo exponente
actual en el holandés Geert Wilders y su Partido de la Libertad (PVV),
quien en su película Fitna superpuso versos coránicos a las imágenes
de las atrocidades cometidas por el terrorismo islamista en Occidente.
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Frente al discurso autoexcluyente de las teorías sobre la desigualdad
de razas el señuelo de la nueva derecha etnocentrista europea es precisamente el de la carne hallal, junto al burka, el Corán y las escuelas
islámicas. El antisemitismo sigue estando en las señas de identidad de
todos estos grupos, pero coyunturalmente el enfrentamiento abierto entre
los islamistas excluyentes e Israel les permite desplazar el énfasis hacia
lo cultural y ocultar su viejo estigma, hasta el punto de que el movimiento
judío francés se encontró en la necesidad de explicar por qué no invitaba
a Marine Le Pen, estableciendo para ello puntos de separación nítida
entre etnocentrismo y cosmopolitismo: “ [...] la preferencia nacional
(opuesta a todos los extranjeros), la supresión del derecho territorial [...]
y la pretensión de imponer la asimilación y no la integración, adoptando
el modelo del ciudadano desencarnado.”
Aprovechando el miedo y la inseguridad de una Europa titubeante en
todos los ámbitos, la llamada etnocentrista y groseramente darwinista
afirma implícitamente por todos los rincones del continente: “si no los
dominamos, serán ellos quienes nos dominen.” El vendaval etnocentrista
autoritario se extiende por toda Europa: Finlandia, y antes Holanda y
Flandes; la República Checa y Hungría (junto a Rumanía y Bulgaria),
además de Francia e Italia. Todo ello ocurrió antes de la explosión
democrática árabe, sorprendiendo especialmente el fuerte ascenso de
los “Demócratas suecos”, del “Partido del Pueblo Danés”, del “Partido
del pueblo suizo” y del “Partido del progreso” noruego. Casi la única
excepción ha sido Polonia, que experimentó el giro contrario, tras soportar
durante 10 años la paranoia del partido Ley y Justicia (PiS).
En general, en 2011 la coartada antiislámica se mezclaba en Europa
con el ascenso de los particularismos más irracionales y se daba la mano
con el histerismo del tea party norteamericano formando una verdadera
ola de “populismo trasatlántico”. El ascenso del etnocentrismo en ambos
hemisferios es un síntoma de desorientación ideológica, con efectos
previsiblemente dañinos sobre las políticas domésticas a medio y largo
plazo. Además, amenaza con dañar las perspectivas de democracia en el
mundo árabe, pues la oleada revolucionaria de estos países no se puede
sostener por sí sola, sino que necesita apoyos que corrijan los errores
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estratégicos en que se incurrió previamente, que fueron la verdadera
fortaleza de los dictadores (muy especialmente en Egipto, donde la
hegemonía militar ha contado con la tutela norteamericana.) Resulta
obvio que las nuevas democracias necesitarán apoyo político, financiero,
económico y técnico durante largo tiempo, como ya sucediera con los
países del centro y el este de Europa.
Conclusión
El giro hacia la introversión etnocentrista en Norteamérica y Europa
amenaza con debilitar el fuerte compromiso estratégico con los objetivos
de estabilización económica y política que precisa el norte de África,
ya que el proceso de transición hacia la democracia suele discurrir en
forma de J inclinada. Se trata sobre todo de un gran reto al que se enfrenta la propia Europa pues, en palabras de Ulrich Beck: “Se necesita
urgentemente una nueva base para la UE, porque se están solapando
y reforzando entre sí tres procesos autodestructivos en todo el continente: la ‘xenofobia’, la ‘islamofobia’ y la ‘hostilidad hacia Europa’.
Para Habermas, se trata de una nueva modalidad de fundamentalismo
ilustrado neoconservador.
Sobre el futuro de la revolución, nada está escrito, pero la principal
variable que incidirá sobre la adopción de la vía democrática y su continuidad es la orientación imprimida por la comunidad internacional.
Además, recuperar una senda de cooperación con los vecinos del sur,
en su esfuerzo por avanzar hacia la civilización democrática, podría ser
el medio para que Europa reencuentre también su identidad histórica.
Alvaro Espina es autor del libro El año I de la Revolución democrática árabe.
Un análisis sociológico.
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